Textos Nicolás de Condorcet

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CONDORCET Bosquejo de un Cuadro Histórico de los Progresos de la Humanidad Por último, todas estas observaciones que nos proponemos desarrollar en la obra propiamente dicha, ¿no demuestran que la buena moral del hombre, resultado necesario de su organización, es, como todas las demás facultades, susceptible de un perfeccionamiento indefinido, y que la naturaleza enlaza, mediante una cadena indisoluble, la verdad, la felicidad y la virtud? Entre los progresos del espíritu humano más importantes para la felicidad general, debemos contar la total destrucción de los prejuicios que han establecido entre los dos sexos una desigualdad de derechos , funesta incluso para el sexo al cual favorece. En vano se buscarían motivos de justificación en las diferencias de su organización física, en la diferencia que quisiera encontrarse entre sus capacidades intelectuales, entre sus sensibilidades morales. Esa desigualdad no ha tenido más origen que el abuso de la fuerza, y ha sido inútil que luego se haya tratado de excusarla con sofismas. Mostraremos hasta qué punto la destrucción de los usos autorizados por ese prejuicio, de las leyes que ha dictado, puede contribuir a aumentar la felicidad de las familias, a hacer comunes las virtudes domésticas, primer fundamento de todas las demás; a favorecer los progresos de la instrucción, y, sobre todo, a hacerla verdaderamente general, ya fuese porque se extendería a los dos sexos, con mayor igualdad, ya fuese porque no puede hacerse general, ni siquiera para los hombres, sin el concurso de las madres de familia. Este homenaje demasiado tardío, rendido finalmente a la equidad y al buen sentido, ¿no secaría una fuente demasiado fecunda de injusticias, de crueldades y de crímenes, al hacer desaparecer una oposición tan peligrosa entre la inclinación natural más viva –la más difícil de reprimir- y los deberes del hombre o los intereses de la sociedad? ¿No produciría, en fin, lo que hasta ahora nunca ha sido más que una quimera: unas costumbres nacionales apacibles y puras, formadas no de privaciones orgullosas, de apariencias hipócritas, de reservas impuestas 1

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CONDORCET

Bosquejo de un Cuadro Histórico de los Progresos de la Humanidad

Por último, todas estas observaciones que nos proponemos desarrollar en la obra propiamente dicha, ¿no demuestran que la buena moral del hombre, resultado necesario de su organización, es, como todas las demás facultades, susceptible de un perfeccionamiento indefinido, y que la naturaleza enlaza, mediante una cadena indisoluble, la verdad, la felicidad y la virtud?

Entre los progresos del espíritu humano más importantes para la felicidad general, debemos contar la total destrucción de los prejuicios que han establecido entre los dos sexos una desigualdad de derechos, funesta incluso para el sexo al cual favorece. En vano se buscarían motivos de justificación en las diferencias de su organización física, en la diferencia que quisiera encontrarse entre sus capacidades intelectuales, entre sus sensibilidades morales. Esa desigualdad no ha tenido más origen que el abuso de la fuerza, y ha sido inútil que luego se haya tratado de excusarla con sofismas.

Mostraremos hasta qué punto la destrucción de los usos autorizados por ese prejuicio, de las leyes que ha dictado, puede contribuir a aumentar la felicidad de las familias, a hacer comunes las virtudes domésticas, primer fundamento de todas las demás; a favorecer los progresos de la instrucción, y, sobre todo, a hacerla verdaderamente general, ya fuese porque se extendería a los dos sexos, con mayor igualdad, ya fuese porque no puede hacerse general, ni siquiera para los hombres, sin el concurso de las madres de familia. Este homenaje demasiado tardío, rendido finalmente a la equidad y al buen sentido, ¿no secaría una fuente demasiado fecunda de injusticias, de crueldades y de crímenes, al hacer desaparecer una oposición tan peligrosa entre la inclinación natural más viva –la más difícil de reprimir- y los deberes del hombre o los intereses de la sociedad? ¿No produciría, en fin, lo que hasta ahora nunca ha sido más que una quimera: unas costumbres nacionales apacibles y puras, formadas no de privaciones orgullosas, de apariencias hipócritas, de reservas impuestas por el temor de la vergüenza o por los terrores religiosos, sino de hábitos libremente contraídos, inspirados por la naturaleza, aprobados por la razón?

Los pueblos más ilustrados, al recuperar el derecho a disponer por sí mismos de su sangre y de sus riquezas, aprenderán, poco a poco, a considerar la guerra como el azote más funesto, como el mayor de los crímenes. Y las primeras en desaparecer serán aquellas a las que los pueblos se veían arrastrados por los usurpadores de la soberanía de las naciones, en apoyo de unos pretendidos derechos hereditarios.

Los pueblos sabrán que no pueden convertirse en conquistadores sin perder su libertad; que unas confederaciones perpetuas son el único

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medio de mantener su independencia; que deben buscar la seguridad y no la potencia. Poco a poco, se desvanecerán los prejuicios comerciales; un falso interés mercantil perderá el monstruoso poder de ensangrentar la tierra y de arruinar a las naciones so pretexto de enriquecerlas. Como los pueblos se aproximarán, al fin, dentro del marco de los principios de la política y de la moral y como cada uno de ellos, en su propio beneficio, convocará a los extranjeros para un reparto más igual de los bienes que debe a la naturaleza o a su industria, todas esas causas que producen, envenenan y perpetúan los odios nacionales, se desvanecerán, poco a poco, ya no proporcionarán alimento ni pretexto al furor belicoso.

Unas instituciones mejor combinadas que estos proyectos de paz perpetua, que han ocupado el ocio y con solado el espíritu de algunos filósofos, acelerarán los progresos de esta fraternidad de las naciones, y las guerras entre los pueblos, como los asesinatos, figurarán entre esas atrocidades excepcionales que humillan y repugnan a la naturaleza, y que marcan con un prolongado oprobio al país y al siglo cuya historia ha sido mancillada.

Al hablar de las bellas artes en Grecia, en Italia y en Francia, hemos observado ya que había que distinguir, en sus producciones, lo que realmente pertenecía a los progresos del arte y lo que no era debido más que al talento del artista. Indicaremos ahora los progresos que las artes deben esperar aún, ya sea de los progresos de la filosofía y de las ciencias, ya sea de las observaciones más numerosas y más profundas sobre el objeto, sobre los efectos, sobre los medios de esas mismas artes, ya sea, en fin, de la destrucción de los prejuicios que han restringido su esfera, y que las retienen aún bajo el yugo de la autoridad, que las ciencias y la filosofía han sacudido. Examinaremos si, como se ha creído, esos medios va a agotarse, veremos si, bien porque se hayan captado las bellezas más sublimes o más conmovedoras, bien porque se hayan tratado los temas más afortunados, ya porque se hayan empleado las combinaciones más sencillas y las más sorprendentes, ya porque se hayan trazado los caracteres más fuertemente pronunciados, los más generales, o porque se haya abordado las más enérgicas pasiones, sus expresiones más naturales y más auténticas, las verdades más grandiosas, las imágenes más brillantes, veremos si, por todo ello, las artes, cualquiera que sea la fecundidad que se suponga en sus medios, están condenadas a la eterna monotonía de la imitación de los primeros modelos.

Haremos ver que esta opinión no es más que un prejuicio (...).

Los progresos de las ciencias aseguran los del arte de instruir, que a su vez aceleran luego los de las ciencias; y esta influencia recíproca, cuya acción se renueva incesantemente, debe colocarse entre el número de las causas más activas y más poderosas del perfeccionamiento de la especie humana. Un joven, hoy, al salir de nuestras escuelas, sabe, en matemáticas, más de lo que Newton había aprendido, y con una facilidad entonces desconocida. La misma observación puede aplicarse a todas las ciencias, aunque no en igual medida. Según cada una de ellas se va ampliando, los medios de encerrar en un espacio menor las pruebas de un mayor número de verdades, y de facilitar su inteligencia, se perfeccionarán también. Así, a pesar de los nuevos progresos de las ciencias, los hombres de un genio igual no sólo se encuentran, en la

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misma época de su vida, en el nivel del estado actual de la ciencia, sino que, en cada generación, lo que se puede aprender con una misma capacidad intelectual y con una misma atención, en el mismo espacio de tiempo, aumentará necesariamente, y la parte elemental de cada ciencia, aquella que todos los hombres pueden alcanzar, al hacerse cada vez más extensa, encerrará, de un modo más completo, lo que cada uno puede necesitar saber, para conducirse en la vida común y para ejercer su razón con una total independencia.

En las ciencias políticas, hay un orden de verdades que, sobre todo en los pueblos libres (es decir, dentro de algunas generaciones, en todos los pueblos), no pueden ser útiles más que cuando son generalmente conocidas y aprobadas. Así, la influencia del progreso de esas ciencias sobre las libertades, sobre la prosperidad de las naciones, debe, en cierto modo, medirse por el número de esas verdades que, en virtud de una instrucción elemental, se hacen comunes a todos los espíritus; así, los progresos siempre crecientes de esta instrucción elemental, ligados, a su vez, a los progresos necesarios de esas ciencias, nos responden de un mejoramiento en los destinos de la especie humana, que puede considerarse como indefinido, puesto que no tiene más límites que los de esos mismos progresos.

Nos queda ahora por hablar de dos medios generales, que deben influir, a la vez, sobre el perfeccionamiento del arte de instruir y sobre el perfeccionamiento de las ciencias: el uso es el empleo más extenso y menos imperfecto de los que pueden llamarse métodos técnicos, y el otro, la institución de un lenguaje universal.

Por métodos técnicos, entiendo el arte de reunir un gran número de objetos bajo una disposición sistemática, que permite abarcar, de un solo golpe de vista, sus relaciones, captar fácilmente sus combinaciones, y formar más fácilmente otras nuevas.Desarrollaremos los principios, haremos comprender la utilidad de ese arte, que está todavía en su infancia, y que, perfeccionándose, puede ofrecer, ya sea la ventaja de reunir, en el pequeño espacio de un cuadro, lo que muchas veces sería difícil hacer comprender tan rápidamente, y tan bien, en un libro extensísimo, ya sea el medio, más valioso aun, de presentar los hechos aislados en la disposición más adecuada para definir sus resultados generales. Expondremos cómo, con la ayuda de un pequeño número de cuadros, cuyo uso sería fácil de comprender, los hombres que no han podido elevarse sobre la instrucción más elemental lo suficiente para adueñarse de los conocimientos de detalle útiles para la vida ordinaria, podrán encontrarlos fácilmente cuando los necesiten; cómo, en fin, la imagen de esos mismos métodos puede facilitar la instrucción elemental en todos los géneros en que esa instrucción se funde, ya sea en un orden sistemático de verdades, ya sea en una sucesión de observación o de hechos.

Un lenguaje universal es el que expresa, mediante signos, o bien objetos reales, o bien conjuntos claramente determinados que, compuestos de ideas simples y generales, son siempre los mismos o pueden formarse igualmente en el entendimiento de todos los hombres, o bien, en fin, las relaciones generales entre esas ideas, las operaciones del espíritu humano, las que son propias de cada ciencia, o los procedimientos de las artes. Así, los hombres que conociesen esos signos,

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el método de combinarlos y las leyes de su formación entenderían lo que se escribiese en ese lenguaje y lo expresarían con igual facilidad en el lenguaje común del país.

Todas estas causas del perfeccionamiento de la especie humana, todos estos medios que lo aseguran, deben, por su propia naturaleza, ejercer una acción ininterrumpida, y adquirir una extensión siempre creciente.

Hemos expuesto las pruebas que en la propia obra recibirán, por su desarrollo, una fuerza mayor; podríamos, pues, concluir ya que la perfectibilidad del hombre es indefinida; y, sin embargo, hasta ahora, no le hemos supuesto más que las mismas facultades naturales, la misma organización. Cuáles serían, entonces, la certidumbre, la extensión de sus esperanzas, si se pudiese creer que esas mismas facultades naturales, esa organización, son también susceptibles de mejorarse: ésta es la última cuestión que nos queda por examinar.

La perfectibilidad o la degeneración orgánica de las razas en los vegetales, en los animales, pueden considerarse como una de las leyes generales de la naturaleza.Esta ley se extiende a la especie humana, y nadie dudará, evidentemente, de que los progresos en la medicina preventiva, el uso de viviendas y alimentos más sanos, una manera de vivir que desarrollaría las fuerzas mediante el ejercicio, sin destruirlas con los excesos, y, en fin, la destrucción de las dos causas más activas de degradación –la miseria y la excesiva riqueza- deben prolongar la duración de la vida común de los hombres, asegurándoles una salud más constante, una constitución más fuerte. Se comprende que los progresos de la medicina profiláctica, que se han hecho más eficaces gracias a los progresos de la razón y a los del orden social, deben hacer desaparecer, a la larga, las enfermedades transmisibles o contagiosas y esas enfermedades generales que deben su origen a los climas, a los alimentos, a la naturaleza de los trabajos. No sería difícil demostrar que esa esperanza debe extenderse a casi todas las demás enfermedades, de las que es verosímil que algún día lleguen a conocerse las lejanas causas. ¿Sería absurdo suponer ahora que ese perfeccionamiento de la especie humana debe considerarse como susceptible de un progreso indefinido, que debe llegar un tiempo en que la muerte ya no sea más que el efecto, o bien de accidentes extraordinarios, o bien de la destrucción cada vez más lenta de las fuerzas vitales, y que, en fin, la duración del intervalo medio entre el nacimiento y esa destrucción no tenga tampoco término alguno asignable? Indudablemente, el hombre no llegará a ser inmortal, pero la distancia entre el momento en que comienza a vivir y la época normal en que, de un modo natural, sin enfermedad, sin accidente, experimenta la dificultad de ser, ¿no puede aumentar incesantemente? Como aquí hablamos de un progreso susceptible de ser representado con precisión por cantidades numéricas o por líneas, éste es el momento en que conviene desarrollar los dos sentidos que la palabra “indefinido” puede adoptar.

En efecto, esta duración media de la vida, que debe aumentar sin cesar a medida que nos adentremos en el futuro, puede experimentar

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unos crecimientos, de acuerdo con una ley según la cual esa duración media se acerque continuamente a una extensión ilimitada, sin poder alcanzarla jamás, o de acuerdo con otra ley según la cual esa misma duración pueda adquirir, en la inmensidad de los siglos, una extensión mayor que cualquier cantidad determinada que le haya sido asignada como límite. En este último caso, los crecimientos son realmente indefinidos en el sentido más absoluto, puesto que no hay límite más acá del cual deban detenerse.

En el primer caso, también lo son respecto a nosotros, si no podemos fijar ese límite que ellos no pueden alcanzar jamás, y al que deben acercarse siempre; sobre todo, si, sabiendo solamente que no deben detenerse, ignoramos incluso en cuál de esos dos sentidos debe serle aplicado el término “indefinido”; y ése es, precisamente, el límite de nuestros conocimientos actuales sobre la perfectibilidad de la especie humana; ése es el sentido en el que podemos llamarle indefinido.

Así, en el ejemplo que aquí se considera, debemos creer que esa duración media de la vida humana debe crecer sin cesar, si a ello no se oponen trastornos físicos, pero ignoramos cuál es el límite del que no debe pasar jamás, ignoramos incluso si las leyes generales de la naturaleza han fijado un límite más allá del cual no puede extenderse.Pero las facultades físicas –la fuerza, la destreza, la finura de los sentidos-, ¿no pertenecen al número de las cualidades cuyo perfeccionamiento individual puede transmitirse? La observación de las diversas razas de animales domésticos debe inducirnos a creerlo, y nosotros podremos confirmarlo mediante observaciones directas efectuadas sobre la especie humana.

Por último, ¿pueden extenderse esas mismas esperanzas a las facultades intelectuales y morales? Y nuestros padres, que nos transmiten las ventajas o los defectos de su conformación, de quienes recibimos los rasgos distintivos del rostro y las predisposiciones a determinadas afecciones físicas, ¿no pueden transmitirnos también esa parte de la organización física de la que dependen la inteligencia, la capacidad intelectual, la energía anímica o la sensibilidad moral? ¿No es verosímil que la educación, al perfeccionar unas cualidades, influya sobre esa misma organización, la modifique y la perfeccione? La analogía, el análisis del desarrollo de las facultades humanas, e incluso algunos hechos, parecen demostrar la realidad de esas conjeturas, que ensancharían más aún los límites de nuestras esperanzas.

Esas son las cuestiones cuyo examen debe poner fin a este último período. Y este cuadro de la especie humana, liberada de todas esas cadenas, sustraída al imperio del azar, así como la de los enemigos de sus progresos, y avanzando con paso firme y seguro por la ruta de la verdad, de la virtud y de la felicidad, presenta al filósofo un espectáculo que le consuela de los errores, de los crímenes, de las injusticias que aún ensucian la tierra, y de los que el hombre es muchas veces víctima. Es con la contemplación de ese cuadro como recibe el premio de sus esfuerzos por los progresos de la razón, por la defensa de la libertad. Entonces, se atreve a unirlos a la cadena eterna de los destinos humanos, y es ahí donde encuentra la verdadera recompensa de la virtud, el placer de haber hecho un bien duradero, que la fatalidad ya no destruirá con una neutralización funesta restableciendo los prejuicios y la esclavitud.

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Esta contemplación es para él un refugio, en el que no puede alcanzarle el recuerdo de sus perseguidores; en el que, viviendo en su pensamiento con el hombre restablecido en los derechos y en la dignidad de su naturaleza, olvida al que la codicia, el temor o la envidia atormentan y corrompen; es ahí donde verdaderamente existe con sus semejantes, en un Elíseo que su razón ha sabido crearse y que su amor por la humanidad embellece con los más puros goces.

CONDORCET, MARQUÉS DE (MARIE JEAN ANTOINE NICOLAS DE CARITAT), Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano y otros textos, F.C.E., México, 1997.

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