Texto John Holt

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 John Holt: “  Las escuelas son lugares nefastos para los niños” * Por supuesto, no todas las escuelas son iguales. Algunas de las que conozco son muy buenas. De las que no lo son tanto, unas son mejores que otras, y muchas están en proceso de mejora. Además, he ha bl ado con bastantes pe rs onas re lacionadas con la escuela, pr of es ores, pl an if icad or es y administradores a todos los niveles, como para saber que muchos de ellos se sienten sumamente insatisfechos de nuestras escuelas tal como son actualmente y que, si supiesen cómo, o si se atrevieran a ello, les gustaría convertirlas en lugares mucho más adecuados para los niños.  No obstante, nuestras escuelas siguen siendo más o menos lo que siempre han sido, lugares nefastos para los niños, o, para el caso, para cualquiera que tenga que estar, vivir o aprender en ellas. En primer lugar, la crueldad no está aún desterrada de las aulas. El relato de Jonathan Kozol acerca de las escuelas de Boston puede aplicarse a casi todas las ciudades grandes, según me han informado numerosas personas que se han criado o que han enseñado en otras urbes. El profesor de psicología de un centro en el que muchos de los estudia ntes de una ciudad cercana de dimensio nes medias hacen  prácticas de enseñanza , me contó no hace mucho tiempo que, cuando una alumna entró a enseñar en una escuela, el director le entregó un palo y le dijo: “no me importa que les enseñe algo o no, lo que quiero es que los mantenga a raya”. Ni que decir tiene que los niños que asistían a esta escuela eran  pobres; los padres ricos no toleran por lo general este tipo de conducta. Este incidente no es excepcional, sino bastante corriente. Muchos de los alumnos del mencionado profesor de Psicología, todavía llenos de esperanzas e ideales en los niños y la educación, volvían de sus prácticas de enseñanza con lágrimas en los ojos y diciendo: “no quiero maltratar a los niños”. Pero lo cierto es que ésta sigue siendo todavía la regla en determinadas escuelas. Leí en cierta ocasión que, tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña, las sociedades  protectoras de animales cuentan con más miembros y recursos económicos que las sociedades destinadas a prevenir la crueldad contra los niños. Interesante. Muy pocos de los que se dedican a la enseñanza se atreverán a defender abiertamente la crueldad contra los niños, salvo quizá algún que otro chalado de derechas, y por tanto no tiene mucho sentido el combatirlos. En cualquier caso, la mayoría de las veces los niños pueden defenderse de la crueldad. Se trata al menos de algo directo y abierto. Cuando alguien te golpea con un palo, o trata deliberadamente de hacer que te sientas como un imbécil delante de todas la clase, sabes lo que te están haciendo y quién te lo está haciendo. Sabes quién es tu enemigo. Pero los niños no pueden defenderse, ni lo hacen, contra la mayor parte del daño que se les inflige en las escuelas, porque desconocen lo que se les está haciendo o quién lo hace, o porque, aunque lo conozcan, creen que se lo hacen personas afables por su propio bien. En el momento de poner por primera vez los pies en el edificio escolar, casi todos los niños son más listos, más curiosos, menos asustados ante lo que desconocen, mejores en deducir y averiguar cosas, más seguros, llenos de recursos, tenaces e independientes de lo que volverán a ser durante toda su permanencia en la escuela o, a menos que sea un tipo raro y afortunado, de lo que serán en todo el resto de su vida. En ese momento, y habiendo prestado una profunda atención y mantenido una estrecha interacción con el mundo y las personas que le rodean, ha realizado ya una tarea mucho más difícil, complicada y abstracta que ninguna de las que se le exigirán en la escuela o de las que han hecho sus profesores en muchos años. Ha descifrado el misterio del lenguaje. Lo ha descubierto, los niños de pecho ni siquiera saben que existe, y han averiguado cómo funciona y aprendido a utilizarlo. Tal como lo describí en mi obra  How children learn , lo ha conseguido explorando, experimentando, des arr oll ando su pro pio mod elo de gra mát ica del len gua je, pro bán dol o y vie ndo si funcio na , modificándolo y perfeccionándolo gradualmente hasta hacerlo funcionar. Y mientras hacía todo esto, ha ido aprendiendo también otras muchas cosas, incluidos muchos de los “conceptos” que las escuelas creen ser las únicas en poder enseñarles, así como otros mucho más complicados que los que intentan imbuirles. * HOLT , J. (1987 ).  El fracaso de la escuela. Madrid: Alianza, pp. 21-39 1

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Texto facilitado en el curso "alternativas metodológicas para un aprendizaje relevante" organizado por el CEP de Málaga.

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John Holt: “ Las escuelas son lugares nefastos para los niños”*

Por supuesto, no todas las escuelas son iguales. Algunas de las que conozco son muy buenas. Delas que no lo son tanto, unas son mejores que otras, y muchas están en proceso de mejora. Además, hehablado con bastantes personas relacionadas con la escuela, profesores, planificadores y

administradores a todos los niveles, como para saber que muchos de ellos se sienten sumamenteinsatisfechos de nuestras escuelas tal como son actualmente y que, si supiesen cómo, o si se atrevierana ello, les gustaría convertirlas en lugares mucho más adecuados para los niños.

 No obstante, nuestras escuelas siguen siendo más o menos lo que siempre han sido, lugaresnefastos para los niños, o, para el caso, para cualquiera que tenga que estar, vivir o aprender en ellas.En primer lugar, la crueldad no está aún desterrada de las aulas. El relato de Jonathan Kozol acerca delas escuelas de Boston puede aplicarse a casi todas las ciudades grandes, según me han informadonumerosas personas que se han criado o que han enseñado en otras urbes. El profesor de psicología deun centro en el que muchos de los estudiantes de una ciudad cercana de dimensiones medias hacen

 prácticas de enseñanza, me contó no hace mucho tiempo que, cuando una alumna entró a enseñar enuna escuela, el director le entregó un palo y le dijo: “no me importa que les enseñe algo o no, lo que

quiero es que los mantenga a raya”. Ni que decir tiene que los niños que asistían a esta escuela eran  pobres; los padres ricos no toleran por lo general este tipo de conducta. Este incidente no esexcepcional, sino bastante corriente. Muchos de los alumnos del mencionado profesor de Psicología,todavía llenos de esperanzas e ideales en los niños y la educación, volvían de sus prácticas deenseñanza con lágrimas en los ojos y diciendo: “no quiero maltratar a los niños”. Pero lo cierto es queésta sigue siendo todavía la regla en determinadas escuelas.

Leí en cierta ocasión que, tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña, las sociedades protectoras de animales cuentan con más miembros y recursos económicos que las sociedadesdestinadas a prevenir la crueldad contra los niños. Interesante.

Muy pocos de los que se dedican a la enseñanza se atreverán a defender abiertamente la crueldadcontra los niños, salvo quizá algún que otro chalado de derechas, y por tanto no tiene mucho sentido el

combatirlos. En cualquier caso, la mayoría de las veces los niños pueden defenderse de la crueldad. Setrata al menos de algo directo y abierto. Cuando alguien te golpea con un palo, o trata deliberadamentede hacer que te sientas como un imbécil delante de todas la clase, sabes lo que te están haciendo yquién te lo está haciendo. Sabes quién es tu enemigo. Pero los niños no pueden defenderse, ni lohacen, contra la mayor parte del daño que se les inflige en las escuelas, porque desconocen lo que seles está haciendo o quién lo hace, o porque, aunque lo conozcan, creen que se lo hacen personasafables por su propio bien.

En el momento de poner por primera vez los pies en el edificio escolar, casi todos los niños sonmás listos, más curiosos, menos asustados ante lo que desconocen, mejores en deducir y averiguar cosas, más seguros, llenos de recursos, tenaces e independientes de lo que volverán a ser durante todasu permanencia en la escuela o, a menos que sea un tipo raro y afortunado, de lo que serán en todo elresto de su vida. En ese momento, y habiendo prestado una profunda atención y mantenido unaestrecha interacción con el mundo y las personas que le rodean, ha realizado ya una tarea mucho másdifícil, complicada y abstracta que ninguna de las que se le exigirán en la escuela o de las que hanhecho sus profesores en muchos años. Ha descifrado el misterio del lenguaje. Lo ha descubierto, losniños de pecho ni siquiera saben que existe, y han averiguado cómo funciona y aprendido a utilizarlo.Tal como lo describí en mi obra  How children learn, lo ha conseguido explorando, experimentando,desarrollando su propio modelo de gramática del lenguaje, probándolo y viendo si funciona,modificándolo y perfeccionándolo gradualmente hasta hacerlo funcionar. Y mientras hacía todo esto,ha ido aprendiendo también otras muchas cosas, incluidos muchos de los “conceptos” que las escuelascreen ser las únicas en poder enseñarles, así como otros mucho más complicados que los que intentan

imbuirles.* HOLT, J. (1987). El fracaso de la escuela. Madrid: Alianza, pp. 21-39

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  Nos encontramos, pues, con este discípulo curioso, paciente, resuelto, enérgico y hábil. Lesentamos en un pupitre y ¿qué es lo que le enseñamos? Muchas cosas. En primer lugar, que elaprendizaje es algo al margen de la vida: “venís a la escuela a aprender”, les decimos, como si losniños no hubiesen estado aprendiendo antes, como si la vida se hubiese quedado fuera y el aprendizajedentro, y no hubiera ninguna relación entre ambos. En segundo lugar, que no cabe confiar en queaprendan y que no sirven para ello. Todo lo que hacemos para enseñarle a leer (tarea mucho mássencilla que las que el niño ya domina) parece indicarle: “si no te enseñamos a leer, no lo harás, y sino lo haces tal como te decimos, no podrás”. En resumen, llega a pensar que el aprendizaje es un

 proceso pasivo, algo que te hacen, en vez de algo que haces por ti mismo.Por muchos otros caminos el niño aprende que no vale nada, que no es digno de confianza, que

sólo sirve para obedecer órdenes, que es como una hoja en blanco para que otros escriban en ella. Enla escuela se escuchan toda suerte de lindezas acerca del respeto hacia el niño, de las diferenciasindividuales y de cosas parecidas. Pero nuestras acciones, en contraposición a nuestras palabras,

 parecen decirle al niño: “tus experiencias, preocupaciones, curiosidades, necesidades..., lo que sabes,deseas, te preguntas, esperas , temes, te gusta o te disgusta, para lo que sirves y para lo que no, todoesto no tiene la más mínima importancia, no cuenta para nada. Lo que importa aquí, lo único queimporta, es lo que nosotros sabemos, lo que consideramos importante, lo que queremos que hagas,

 pienses y seas”. Así pues, el niño aprende pronto a no formular preguntas, que el profesor no está parasatisfacer su curiosidad. Tras aprender a ocultar su curiosidad, aprende a avergonzarse de ella. Sinninguna posibilidad de averiguar cómo es, y de desarrollar su personalidad, cualquiera que ésta sea,

 pasa pronto a aceptar la evaluación que hacen de él los adultos. El niño piensa como aquellosestudiantes de octavo grado, sumamente adelantados en una escuela privada de categoría: “no soynada o, en todo caso, algo malo; carezco de intereses o preocupaciones que no sean triviales, nada delo que me gusta es bueno para mí o para los demás; cualquier elección o decisión que adopto resultaestúpida; mi única esperanza de sobrevivir en este mundo r5adica en aferrarme a alguna autoridad yhacer lo que me diga”.

Aprende también otras muchas cosas. Aprende que es un delito equivocarse, sentirse inseguro oconfuso. Lo que desea la escuela son respuestas acertadas y, tal como describí en mi obra  How

Children Fail , aprende un sinfín de estratagemas para “sacarle” dichas respuestas al profesor, parahacerle creer que sabe algo que no sabe. Aprende a engañar, a “echarse faroles”, a fingir y estafar.Aprende a hacerse perezoso. Antes de entrar en la escuela trabajaba horas y horas, por propia voluntady sin pensar en recompensas, en la tarea de descifrar el mundo y adquirir competencia en él. En laescuela aprende, como cualquier chupatintas o trabajador a la fuerza, a “escaquearse”, a no trabajar cuando el jefe no está mirando, a saber cuándo está mirando, a hacerle creer que trabaja cuando sabeque está mirando. Aprende que en la vida real no se hace nada a menos que te sobornen, intimiden oengañen para que lo hagas, que no hay ninguna cosa que merezca la pena por sí misma o que, si lahay, no se puede hacer en la escuela. Aprende a aburrirse, a trabajar con sólo una pequeña parte de sucerebro, a evadirse de la realidad que le rodea refugiándose en sus ensoñaciones y fantasías, pero noen fantasías como las de sus años preescolares, en las que desempeñaba un papel muy activo.

Se habla mucho de la enseñanza de Valores Democráticos. Lo que los niños aprendenverdaderamente es una Esclavitud Práctica. Cómo burlarse del jefe. Cómo esquivar los problemas ymeter en ellos a otra gente: “Profesor, Billy está...” Colocado en mezquina competencia con otrosniños, aprende que todo el ser humano es el enemigo natural de los demás. La vida es, como dicen losestrategas, un juego de suma cero: lo que uno gana, lo pierde otro; por cada vencedor debe haber unvencido. (De hecho, nuestros educadores, y sobre todo nuestras llamadas “universidades de prestigio”,han convertido la educación en un juego en el que por cada ganador hay aproximadamente veinte

 perdedores). Al niño quizá se le permita trabajar “en equipo” con otros compañeros pero siempre paraalgún fin trivial. Cuando se lleva a cabo alguna tarea importante, importante para la escuela, seconsidera como una “trampa” ayudar o ser ayudado por los demás.

El niño aprende no sólo a mostrarse hostil, sino también indiferente, como las treinta y ocho personas que, durante media hora, contemplaron cómo era atacada y asesinada Kitty Genovese, sin

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 prestarle ninguna ayuda ni molestarse en pedir socorro. El niño llega a la escuela lleno de curiosidad por las demás personas, y especialmente por los demás niños. Pero tiene que actuar como si esos otrosniños, que se encuentran todos a su alrededor, a muy pequeña distancia, no estuviesen allí. No puedemantener una relación con ellos, hablarles, sonreírles, muchas veces ni siquiera mirarles. Ennumerosas escuelas no puede hablar con los demás niños en los recreos entre clase y clase; en más deuna, algunas de ellas de refinados barrios, no puede hablar con ellos ni tan siquiera durante la comida.Maravillosa preparación para un mundo en el que, cuando no estás estudiando a la otra persona paraver cómo puedes engañarle, no le prestas ni la más mínima atención.

El niño aprende de hecho a vivir sin prestar atención a nada de lo que ocurre a su alrededor. Cabedecir que la escuela es una buena lección de cómo “desconectarse” de los demás, lo que puedecontribuir a explicar por qué tantos jóvenes que buscan una mayor conciencia del mundo ycomunicación que las que tuvieron de pequeños, creen que sólo pueden encontrarlas en las drogas.Aparte de resultar aburrida, la escuela es casi siempre fea, inhóspita e inhumana, incluso las deconstrucción mejor acabada y lujosa, a 20 dólares el pie cuadrado. Tengo recorridos cientos y cientosde edificios escolares, algunos muy nuevos, pero podría contar con los dedos de las manos aquellos enlos que las paredes se veían alegradas y humanizadas por cualquier tipo de obra artística o decorativa,obra de los niños o de otras personas, por cuadros, murales o esculturas. Normalmente, lo único que se

suele ver en las paredes es alguna pintada que dice: “Sacudir a los de Jonesville”, “Fuera, Vampiros”,o algo parecido.¡Estaos quietos! ¡Callarse! Estas son las grandes consignas de la escuela. Si un espía enemigo

venido del espacio exterior estuviese planeando apoderarse del planeta Tierra y su estrategiaconsistiera en preparar a la Humanidad para esta invasión convirtiendo a los hijos de los sereshumanos en los entes más estúpidos que fuese posible, no podría encontrar mejor forma de hacerloque exigirles, durante varias horas al día, que se mantuviesen quietos y callados. Este sistema tienetodas las garantías de conseguir los resultados apetecidos. Los niños están hechos de una pieza. Suscuerpos, sus músculos, sus voces y sus cerebros están firmemente unidos entre sí. Si se desconectauna parte, se desconecta todo su ser.

 No hace mucho tiempo giré una visita por una maravillosa escuela de ideas avanzadas, fundada y

dirigida por jóvenes recién salidos de la Universidad o todavía en ella, la Comunidad de Niños de AnnArbor, Michigan. (Esta escuela, ubicada en la próspera sede de una de nuestras mayores y mejor consideradas universidades, ha tenido que cerrar, temporal y quizás definitivamente, por falta dedinero). Ese mismo año se le había concedido derecho a uitlizar dos salas del Centro de Encuentros,una muy pequeña y la otra del tamaño de un aula media. Los niños habían sugerido y demandado quela más pequeña se reservara para actividades tranquilas: lectura, narración de cuentos, reflexión,dibujo, tareas aritméticas, charlas, construcciones, rompecabezas, etc., etc., dejando la mayor paratodo tipo de trabajos y juegos activos y ruidosos. Agitada y ruidosa lo era, sin duda. Aproximadamentela mitad de los niños eran de raza negra, y la mayoría pobres, lo que ahora calificamos como “menosfavorecidos”, para ocultar el molesto hecho de que lo que los pobres no tienen y necesitan esfundamentalmente dinero. Estos niños se pasaban gran parte del tiempo jugando, y mucho másruidosa y agitadamente de lo que permitirían incluso las escuelas llamadas “progresivas”. Mientras

 jugaban, hablaban, tanto con los profesores como entre sí, en voz alta y con gran excitación, pero almismo tiempo con notable fluidez y expresividad. No parecían haberse enterado de que los niños

 pobres, especialmente los negros, carecen de vocabulario y hablan sólo con gruñidos y monosílabos.Posteriormente, a finales del verano pasado, estuve observando, en Santa Fe, Nuevo México, a

una media docena de niños pobres, pertenecientes a familias de habla hispana, los “menosfavorecidos” del Sudoeste, mientras jugaban al fútbol con un estupendo joven del Departamento deRecreo y Entretenimientos de la ciudad. Gracias a su casi milagroso tacto y habilidad, era capaz de

 jugar con ellos sin herir su susceptibilidad ni asustarle, pero también sin mostrar ante ellos la menor condescendencia. De una u otra forma consiguió hacerles sentir que era una persona seria, pero no

 peligrosa. Los niños, el mayor de los cuales apenas tenía ocho años, jugaban con gran vigor y notabledestreza. Mientras jugaban no paraban de hablar, de forma fluida, correcta y con frecuencia divertida.

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Un chaval, algo aturdido y tembloroso tras una jugada un poco dura, se sentó a un lado del campo y pidió: “Dejadme dos minutos libres”. Uno de los chicos del otro equipo respondió con desenfado,aunque sin mostrar excesiva simpatía: “Vale. Uno dos.” Y así todo el tiempo. Y, sin embargo, es casiseguro que, en sus tranquilas y silenciosas clases, los profesores de estos niños no advierten enabsoluto esta inteligencia, vivacidad e ingenio, y los consideran estúpidos e incapaces de aprender.

Los niños tienen una prioridad de necesidades. Para algunos, y en determinados momentos, esa prioridad no es crítica. Es decir, si un niño no puede hacer lo que más le apetece y necesita hacer, puede haber otra cosa, u otras muchas, que realice con casi el mismo placer y satisfacción. Pero enotras ocasiones, y especialmente cuando tiene problemas, la prioridad puede resultar acuciante. Si no

 puede hacer lo que más le apetece y necesite hacer, no puede realizar tampoco otra cosa. Se encuentracomo bloqueado, paralizado. Al desconectarse una parte de su ser se desconecta todo él. Lo que vi enla Comunidad de Niños de Ann Arbor, y lo que he visto a partir de entonces en otros muchos lugares,me hace pensar que muchos niños experimentan una necesidad imperiosa y crítica, mucho más fuertede lo que nunca había sospechado, de actividad violenta, tanto física como vocal, y de una inmensainteracción personal. Esta interacción personal no tiene por qué expresarse en peleas, aunque esto eslo que suele ocurrir en las clases más duramente reprimidas, en las que se sojuzga a los niños hasta el

 punto de volverles tan frenéticos e irritados que no se les puede seguir manteniendo a raya. Quizás la

mejor forma de sugerir qué es lo que se puede hacer, consiste en describir cómo actuaban los niños dela Comunidad de Ann Arbor y de otros centros.Uno de los juguetes más populares de la sala de juegos y ruidos de la Comunidad de Niños era un

grupo de viejos y destartalados triciclos. Mientras estuve allí, el juego del momento era el del“patinazo”. Consistía en ponerse de pie sobre la parte trasera del triciclo y avanzar lo más rápido

  posible y dejara en el suelo la raya más larga. (Estas rayas, dicho sea de pasada, tenían quedesaparecer del suelo antes de cada fin de semana, cuando se utilizaba la sala para otros fines). Unaniñita, de menos de cinco años, se pasó como mínimo una hora serrando un trozo de madera. Trasagotadores esfuerzos consiguió una ranura no muy recta, de algunas pulgadas de profundidad. No

 pretendía hacer nada más que una ranura; se limitaba a serrar, a modificar un trozo de madera y dejar en él su huella. Otros niños jugaban con una casa construida con un cartón sumamente resistente

denominado Tri-Wall, un buen material escolar, dicho sea de paso. Muchas veces los niños queestaban fuera intentaban entrar, mientras que los de dentro hacían todo lo posible por impedírselo.Esto era causa de general regocijo y animación. Luego, un niño o varios se metieron dentro de otracaja de Tri-Wall, de paredes algo más bajas, y se dieron cuenta de que, como las esquinas eranarticulables, podían darle forma de diamante. Pronto la transformaron en un diamante muy estrecho y

 puntiagudo que desplazaban de un lado a otro de la habitación, haciendo como si fuese un monstruo. Naturalmente, el monstruo perseguía a los demás niños, que huían de él, o se oponían a su avanceempujándolo. En cualquier caso, esto aumentó la animación reinante. Algunos niños y profesoresiniciaron luego un juego que consistía en golpear a otro con una bufanda y luego huir u ocultarse antesde que pudiera responder al ataque.

La necesidad que los niños pobres tienen de este tipo de juegos ruidosos, animados y llenos decontactos personales puede ser mayor que la del resto de los niños, pero tanto unos como otros losnecesitan y disfrutan mucho con ellos. Algunos de los mejores juegos infantiles que he contempladofueron los de la Escuela Comunitaria Walden de Berkeley, California. Se trata de una escuelaelemental privada, cuyos costes de producción, dicho sea de pasada, se redujeron en aproximadamenteuna tercera parte recurriendo al trabajo voluntario de padres y amigos. Los niños que estudian allí sonen su mayoría blancos y de clase media, no ricos, pero bastante más que la mayor parte de los niños dela Comunidad de Ann Arbor. La jornada escolar está sabiamente dividida por un determinado númerode períodos libres o de recreos, durante los cuales los niños de todas las edades se precipitan a unagran sala, casi totalmente desprovista de muebles, que se utiliza para numerosas actividades,incluyendo bailes, deportes, proyección de películas, reuniones escolares, etc. Normalmente, los

chicos colocan un disco de “rock and roll” en el tocadiscos, ponen el volumen bien alto y comienzan acorrer y saltar de un lado para otro.

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Un día sacaron del armario unos cuantos paracaídas viejos, otro excelente material escolar y nomuy costoso. Pronto se desarrolló un juego, cuyo objetivo consistía en arrojar parte del paracaídassobre otro niño, envolverle o enredarle en él, y luego arrastrarle o deslizarle sobre el suelo hasta unmontón de colchonetas que había en el suelo, volteado al mismo tiempo los paracaídas. Se inició asíuna especie de guerra de tira y afloja, pero desorganizada y de pautas constantemente cambiantes.Otro día descubrieron un juego totalmente distinto. Comenzó con unos cuantos niños que saltabandesde lo alto de un mueble archivo portátil, de unos ocho o nueve pies de latura, sobre una pila decolchonetas. La empresa requería valor, demasiado para algunos. Luego se les sumaron otros niños,alguien sacó un paracaídas, y muy pronto comenzó el juego siguiente: los niños, formando un ampliocírculo que ocupaba casi toda la habitación, sostenían el borde del paracaídas y gritaban: “One, Two,Three!”, que más adelante se convirtió en “¡Uno, dos, tres!”. En el momento de gritar “¡Tres!”levantaban rápidamente el paracaídas. La seda ondulaba por encima de sus cabezas y, mientras flotabaen el aire, un niño saltaba o se tiraba desde lo alto del mueble al centro del paracaídas, y desde allí alos colchones que había debajo. Aunque no acertara a caer sobre los colchones, como ocurría a veces,el paracaídas que sostenían los demás niños funcionaba como una red de bomberos y amortiguaba lacaída. Los niños que sostenían el paracaídas se iban desplazando, de forma que a todos les llegaba lavez. Algunos la dejaban pasar sin abrir la boca. Los profesores me contaron que, hasta entonces, nunca

habían jugado a ese juego. ¿Cuántos juegos como ése habrán inventado estos niños?Los niños, cualquiera que sean su edad y procedencia, sienten una gran necesidad, muchas vecesinsatisfecha, de ser palpados, sostenidos, empujados, volteados, aupados, columpiados. Piensonuevamente en mi primera visita a la Comunidad de Niños de Ann Arbor. Bill Ayers, fundador ydirector de la misma, me había llevado allí desde la Universidad de Michigan, donde había dado unacharla. Entramos en la gran sala, Bill con sus viejas ropas y yo enfundado en mi traje azul oscuro paraconferencias. Los niños no me hicieron el menor caso y se agolparon a su alrededor, cada uno de ellosqueriendo decir o preguntar algo, y todos gritando: “Bill, Bill”. Un niño le dijo entonces: “¡Aúpame!”.Bill lo hizo. Más griterío: “¡Aúpame a mí! ¡a mí, a mí!”. Bill respondió: “No puedo aupar a todos a lavez”. Por alguna razón, e impremeditadamente dije: “yo sí puedo”. Me miraron por primera vez, ahoracon suma atención: “no”, dijeron todos. “Sí que puedo”, afirmé, “os lo demostraré”. Se me acercaron

dos niños cautelosamente. Me agaché, cogí a cada uno de ellos en un brazo y me incorporé. Granexcitación. Todos ellos me rodearon y prorrumpieron en gritos. Me convertí inmediatamente en unacelebridad. Entonces, dándome cuenta de que, con un niño en cada brazo, todavía me quedaban libreslas manos, dije: “Y aún más, puedo aupar a tres a la vez”. Un coro todavía más clamoroso de “noes”.Insistí y se aproximó un tercer voluntario. Me agaché, le agarré firmemente con las manos y meincorporé levantando a los tres. ¡Qué sensación! A partir de entonces me encontré casi siempre con unniño colgado de mí, sobre los hombros, o intentando colgárseme del brazo, otro juego estupendo,aunque (para mí) sumamente fatigoso.

En otra ocasión me encontraba en un campamento de verano para niños pobres, blancos y negros,calificados de “emocionalmente trastornados”, y que procedían de una urbe cercana. En undeterminado momento entré en una pequeña habitación, donde uno de los miembros del personal delcampamento, un educador (persona muy capacitada y sensible) y tres de los niños estaban grabandoen un magnetofón. Los niños se mostraban tímidos y reticentes y él, con gran tacto y habilidad, lesgastaba bromas y les animaba a hablar. Me senté en el suelo cerca de ellos, sin decir nada ylimitándome a escuchar. Ninguno de los niños llegó siquiera a mirarme. Pero, tras algunos minutos, y

 para gran sorpresa mía, uno de ellos cambio de postura, de forma que quedó parcialmente apoyado enmi rodilla. Poco después, otro se desplazó hasta llegar a tocarme. Ninguno de ellos me habló, miró niacusó mi presencia de modo alguno. Sólo tras bastantes minutos de este silencioso contacto físicocomenzaron a intercambiar miradas conmigo y poco después a preguntarme bastante ariscamentequién era. Lo primero fue el contacto físico, y si, como la mayoría de los profesores, lo hubieserechazado o incluso vacilado en aceptar, se habrían probablemente acabado las posibilidades de una

relación más estrecha.Pero en la mayoría de las escuelas no existe ningún contacto, ni con el mundo real ni con cosas

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reales, ni con personas de verdad.En esos lugares apagados, inhóspitos e inhumanos, donde no hay nadie que diga jamás algo muy

cierto o verdadero, donde todo el mundo está como representando un papel, como participando en unacomedia, donde los profesores no son más libres para comunicarse abierta y honestamente con losestudiantes que éstos para comunicarse con los profesores o entre sí, donde la misma atmósfera estácargada de sospechas y de inquietud, el niño aprende a vivir como en una especie de letargo,ahorrando sus energías para esas pequeñas porciones de su vida que son demasiado triviales para quelos adultos se ocupen de ellas, y que se reservan por tanto exclusivamente para sí. Incluso losestudiantes que aprenden a triunfar sobre este sistema (y puede decirse que especialmente éstos) lodesprecian y muchas veces se desprecian a sí mismos por ceder ante él. Resulta realmente infrecuenteque un niño logre superar su periodo de escolarización conservando una buena dosis de su curiosidad,independencia o del sentido de su propia dignidad, competencia y valía.

Esto en lo relativo las quejas. Se pueden decir muchas más cosas (muchos lo han hecho), pero conesto basta. Y nos sobra.

¿Qué hay que hacer? Muchas cosas. Algunas de ellas resultan fáciles; podemos ponerlasinmediatamente en práctica. Otras son difíciles y pueden llevarnos cierto tiempo. Tomemos primerouna de las difíciles. Deberíamos abolir el sistema de asistencia obligatoria a la escuela. Al menos,

deberíamos modificarlo, quizá concediendo a los niños un elevado número, 50 ó 60, de ausenciasanuales autorizadas. Nuestras leyes sobre la asistencia obligatoria a la escuela sirvieron en otrostiempos para cumplir un objetivo humano y útil. Protegían el derecho del niño a la educación, contralos adultos que, de lo contrario, se lo hubiesen negado con el fin de explotar su trabajo en el campo, eltaller, la tienda, la mina o la fábrica. Hoy en día, esas mismas leyes no sirven para ayudar a nadie, ni ala escuela, ni a los profesores, ni a los propios niños. Obligar a permanecer en la escuela a niños que

 preferirían no hacerlo representa para las escuelas una enorme cantidad de tiempo y problemas, por nohablar de lo que cuesta reparar los desperfectos que causan estos irritados y resentidos prisioneros tan

 pronto se les presenta la oportunidad. Cualquier profesor sabe que un niño que, por la razón que sea, preferiría no estar en clase, no sólo no aprende nada, sino que dificulta el aprendizaje de los demás. Encuanto a proteger a los niños de la explotación, sus principales y de hecho únicos explotadores son

actualmente las escuelas. Los muchachos atrapados por el sistema de enseñanza superior trabajanfrecuentemente setenta o más horas a la semana, la mayor parte de ellas en los deberes escolares. Paraotros muchos que no llegan al nivel de enseñanza superior, la escuela no es sino un inútil obstáculo y

 pérdida de tiempo que les impide ganar dinero, desempeñar algún trabajo útil o incluso realizar unauténtico aprendizaje.

Objeciones: “si los niños no tuviesen que ir a la escuela, estarían todos en la calle”. No es cierto.En primer lugar, aun cuando la escuelas siguiesen exactamente igual que ahora, los niños pasarían enellas al menos una parte de su tiempo, porque es allí donde tienen más posibilidades de hacer amigos;se trata de un lugar natural de encuentro para los niños. En segundo lugar, las escuelas no seguiríansiendo como ahora, mejorarían, pues tendríamos que empezar a transformarlas en lo que deberían ser ya, en sitios en los que a los niños les gustaría estar. En tercer lugar, y especialmente si nos estrujamosel cerebro y les prestamos alguna ayuda, los niños que no quisieran asistir a la escuela podríanencontrar otras cosas que hacer, las mismas que llevan a cabo los niños durante los veranos y lasvacaciones.

Tomemos algo más sencillo. Tenemos que sacar a los niños de los edificios escolares y darles laoportunidad de aprender las cosas directamente, de primera mano. Idea muy reciente, y totalmentedisparatada, es la de que la forma de enseñar a los jóvenes el mundo en que vivimos consiste ensacarles del mismo y encerrarles en cajas de ladrillos. La cosa carecería de sentido aún en unasociedad mucho más simple que la nuestra. Afortunadamente, algunos educadores están empezando adarse cuenta de ello. En Filadelfia y Portladnd (oregon), por nombrar sólo dos lugares de los quetengo noticia, se están elaborando planes de escuelas públicas que no tendrán edificio escolar alguno,

sino que se limitarán a llevar a los estudiantes a la ciudad y ayudarles a utilizar la urbe y sus habitantescomo fuente de aprendizaje. Centros privados de numerosas ciudades están haciendo ya lo mismo. Es

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una postura muy razonable. Tenemos que aplicar más estos métodos.Al tiempo que ayudamos a los niños a salir al mundo real, a efectuar en él su aprendizaje,

 podemos tratar de introducir el mundo real en las escuelas. Aparte de sus padres, la mayoría de losniños no han mantenido nunca un contacto estrecho con adultos, salvo con personas que se ocupansólo de los niños. No debe sorprendernos, pues, que no tengan la más mínima idea de cómo es la vidani el trabajo de los adultos. Necesitamos introducir en las escuelas, y poner en contacto con los niños,a muchas más personas que no sean exclusivamente profesores o maestros. Conozco una escuela queha comenzado a invitar a artistas y artesanos de la vecindad. Se ponen en contacto con un pintor, unescultor, un ceramista, un músico, o lo que sea, y le dicen: “Venga a nuestra escuela unas cuantassemanas (o meses). Utilícela como taller. Deje que los niños le observen mientras trabaja, y, si leapetece, responda a sus preguntas, en caso de que se las formulen”. En la ciudad de Nueva York, y enel marco del “Teachers and Writers Collaborative”, acuden a las escuelas escritores, novelistas, poetas,autores de teatro; allí leen sus obras y hablan con los niños (muchos de ellos pobres) sobre los

 problemas de su profesión. Los niños les escuchan con verdadero fervor. A otra escuela que conozcoacude, más o menos una vez al mes, un abogado de gran éxito residente en una ciudad próxima, parahablar en distintos cursos sobre el Derecho. Pero no sobre el Derecho tal y como aparece en los libros,sino tal como lo ve y lo encuentra todos los días en sus casos, pleitos y trabajo cotidiano. Y a los niños

les encanta. Es algo auténtico, adulto, real, no “noticias” embellecidas para niños, no el clásico librode lectura, ni mentiras ni patrañas.Más sencillo aún. Dejemos que los niños trabajen juntos, que se ayuden entre sí, que aprendan

unos de otros y de los errores de los demás. Por las experiencias de numerosas escuelas, tanto de barrios residenciales ricos como de zonas urbanas pobres, sabemos actualmente que los propios niñosson muchas veces los mejores educadores de otros niños. Es más, sabemos que cuando un alumno dequinto o sexto grado que ha tenido problemas para aprender a leer comienza a ayudar a otro de primer grado, mejora notablemente su fluidez en la lectura. Un buen número de escuelas, algunas de forma

 bastante tímida y dubitativa, otras con mayor osadía, están comenzando a poner en práctica lo quecabría llamar “aprendizaje al alimón”, es decir,dejar que los niños formen parejas para realizar juntossus tareas, incluso los exámenes, y compartir las calificaciones o resultados de estos trabajos,

exactamente igual que los adultos en el mundo real. Este sistema parece funcionar bien. Un profesor que daba clases a grupos algo atrasados, en los que los alumnos no eran muy brillantes, informó quecuando los niños trabajaban en parejas, cada pareja alcanzaba mejores resultados que los conseguidosanteriormente por cada uno de los miembros por separado. Esto es precisamente lo que se esperaba. Elmétodo puede ser bueno para mostrar que el problema quizá más difícil de todos los que se les pueden

 presentar a los profesores es el de conseguir que los niños que han aprendido a proteger su orgullo yamor propio mediante la estrategia del fracaso deliberado renuncien a la misma y empiecen aarriesgarse otra vez.

Dejemos que sean los niños quienes juzguen su propio trabajo. Un niño que está aprendiendo ahablar no lo conseguirá si se le corrige continuamente; si se le corrige mucho dejará de hablar. Élmismo compara mil veces al día la diferencia que existe entre el lenguaje que él utiliza y el que usanlos que le rodean. Poco a poco va introduciendo los cambios necesarios para adaptar su lenguaje al delos demás. Lo mismo ocurre con las demás cosas que se aprenden sin necesidad de que nos lasenseñen: caminar, correr, trepar, silbar, montar en bicicleta, patinar, jugar, saltar a la comba...; el niñocompara su forma de hacerlo con la de las personas más experimentadas, y va introduciendolentamente los cambios necesarios. Pero en la escuela no damos al niño la menor oportunidad dedescubrir sus propios errores, y mucho menos de corregirlos. Lo hacemos todo por él. Actuamos comosi creyésemos que no se dará nunca cuenta de un error a menos que se le señale, o que no lo corregirási no le obligamos a ello. Pasa pronto a depender del experto. Dejémosle que lo haga él mismo.Permitámosle que averigüe, con ayuda de otros niños si lo desea, el significado de tal palabra, larespuesta a tal problema, si ésta o ésa es o no la forma correcta de expresar o hacer tal cosa. Si se

requieren respuestas exactas, como en parte de las Matemáticas o de las Ciencias, démosle el libro derespuestas. Permitámosle que sea él mismo quien corirja sus propios ejercicios. ¿Por qué tenemos que

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desperdiciar todo nuestro tiempo en ese trabajo inútil? Nuestra tarea debería consistir en ayudar alniño cuando éste nos confiese que no puede encontrar el camino hacia la respuesta correcta.Olvidémonos de todas esas tonterías de grados, exámenes y calificaciones. No sabemos, ni sabremosnunca, cómo medir el grado de conocimientos o de comprensión de otra persona. Y está claro que no

 podremos hacerlo formulándole preguntas. Todo lo que llegamos a averiguar es lo que no sabe, que esen cualquier caso para lo que sirven nuestras pruebas y “tests”, que funcionan como trampas en lasque deben caer los estudiantes. Olvidémonos de todo ello, y dejemos que los niños aprendan lo quedebe aprender algún día toda persona realmente formada y educada, cómo medir sus propiosconocimientos, cómo saber lo que conoce y lo que no.

Veamos algunas reformas más difíciles. Abolir el plan de estudios rígido e inflexible. La gentesólo recuerda lo que les parece interesante y útil, lo que les ayuda a encontrarle un sentido al mundo, adisfrutar de él o a soportarlo. Todo lo demás lo olvidan rápidamente, si es que llegan a aprenderlo. Laidea de un “cuerpo o conjunto de conocimientos” que se deben adquirir en la escuela y utilizar duranteel resto de la vida resulta una solemne tontería en un mundo tan complicado y variable como elnuestro. En cualquier caso, las cuestiones y problemas más importantes de nuestra época no figuran nisiquiera entre las asignaturas de las universidades más al día, y menos aún de las escuelas. Se puedeechar una ojeada al catálogo de cualquier universidad y comprobar cuántos cursos se pueden encontrar 

sobre cuestiones como la paz, la pobreza, los problemas raciales, la contaminación del medioambiente, etc., etc.Incluso después de tantos años de anti-educación, los niños desean por encima de todo encontrar 

un sentido al mundo, a sí mismos y a los demás seres humanos. Dejémosles que realicen este trabajo,con nuestra ayuda, si la solicitan, y del modo que mejor les parezca. Los padres y profesores

 preocupados por la cuestión arguyen: “Pero supongamos que no llegan a aprender algo esencial, algoque necesitarán luego para poder desenvolverse por el mundo”. No hay que inquietarse, si se trata dealgo esencial para poder desenvolverse por el mundo, lo encontrarán y aprenderán en él. Los adultosdicen: “Supongamos que no llegan a aprender algo que necesitarán luego”. El momento de aprender algo es cuando se necesita; nadie puede saber cuánto aprenderá en el futuro; muchos de losconocimientos que necesitaremos dentro de veinte años ni siquiera existen todavía. Los adultos dicen:

“Si se deja que sean los propios niños quienes elijan, elegirán mal”. Efectuarán evidentemente algunaselecciones horripilantes. Pero, ¿Cómo puede una persona aprender a elegir bien, si no es llevando acabo sus propias elecciones y apechando con ellas? Más importante aún: ¿cómo puede una personaaprender a reconocer y modificar sus elecciones equivocadas, a corregir sus errores, si no tiene nuncaoportunidad de cometerlos, o si se los corrige alguien en su lugar? Lo más importante de todo es: unniño al que no se concede nunca la posibilidad de elegir, ¿cómo puede llegar a considerarse a símismo una persona capaz de elegir y de adoptar decisiones? Si cree que no se puede confiar en él paraque lleve el timón de su propia vida ¿a quién recurrirá para que lo haga por él?

Todo esto se reduce a la misma cuestión: ¿estamos intentando criar borregos -tímidos, dóciles,manipulables-, o seres libres? Si lo que queremos son borregos, nuestras escuelas son perfectas talcomo están. Si lo que deseamos son hombres libres, debemos empezar a introducir en ellas grandescambios.

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Fran Iglesias: "10 estrategias para matar la motivación de tu alumnado" #

1. Utiliza sólo el libro de texto, para que crean que el conocimiento es limitado y fijo, ya sabemosque lo que hay en Internet no es de fiar y puede confundir sus tiernos intelectos. No se han demolestar en buscar fuentes ni valorarlas.

2. Ponles las presentaciones de la editorial, para hacer la clase más amena con las TIC. Los pósters también son amenos.

3. Dales todo masticadito, para que el aprendizaje no se convierta en un reto interesante.4. Evalúalos mediante exámenes, basta con que lo recuerden el tiempo suficiente para terminar la

evaluación. Luego no importa que se olviden, así no desarrollan la estúpida idea de que losconocimientos se interrelacionan.

5. Pídeles trabajos de copia-pega. Eso sí, que los hagan a mano, para que les cueste algo deesfuerzo y se les peguen algunos conocimientos. No permitas que vayan a Google con un plande búsqueda o una lista de preguntas que deben responder.

6. Ponles muchos deberes, no vaya a ser que les sobre tiempo para pensar o, Dios no lo quiera, para dedicarse al deporte, al arte, la música o a relacionarse.

7. Enseña los contenidos de forma descontextualizada, no vaya a ser que desarrollen interés por la asignatura o, peor aún, que entiendan que el aprendizaje forma parte de la vida.

8. Ignora lo que ya saben, lo que les interesa, lo que sucede en el mundo: que nada ni nadie tedesvíe de tu plan. Que sepan quién manda aquí.

9. Nunca, nunca, nunca, trabajes por proyectos, y mucho menos, interdisciplinares. Elconocimiento se organiza en compartimentos estancos, dónde va a parar. Y, además, esas cosasson muy difíciles de corregir y nadie sabe cómo pueden acabar.

10.Ignora la pedagogía y la psicología del aprendizaje, que son todo patochadas. Tú ya estuvisteen la escuela y ya sabes cómo va la cosa.

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