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TEORÍAS Y PROBLEMAS DE ÉTICA

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TEORÍAS Y PROBLEMAS DE ÉTICA

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Índice

I. Naturaleza de la ética II. Síntesis de historia de la ética Antigüedad Edad Media Edad Moderna Edad Contemporánea III. Fundamentos de la ética IV. La actividad humana V. La justificación racional de la ética Niveles del discurso ético 1. Valores éticos 2. Principios éticos 3. Juicios morales VI. La conciencia moral VII. Principales escuelas éticas A. Escuelas clásicas: propuestas para la felicidad - Hedonismo - Cinismo - Estoicismo - Eudemonismo B. La síntesis cristiana: deontología aristotélico-tomista C. La crisis moderna de la razón moral: el Emotivismo D. La refundación kantiana: formalismo deontológico E. Una ética para el mundo industrial: el Utilitarismo F. La crisis de la tradición occidental: Nietzsche G. La sociedad como referente: Sociologismo y legalismo H. Una ética para un mundo global: ética del discurso I. Recuperar la persona: éticas personalistas

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I. Naturaleza de la ética

La ética es una parte de la filosofía que estudia la conducta y la acción humana desde el punto de vista de su bondad o maldad, de si es correcta o incorrecta. Se trata, pues, de un saber práctico, en el que se relaciona la reflexión racional con la vida activa y las relaciones humanas que derivan de ella. Solamente en la medida en que se acepta que el hombre es, en cierta medida, libre y responsable: que su acción deriva de sus propias decisiones, cabe una valoración de su comportamiento y de la categoría o bondad de su ser y su vivir. La ética es, pues, un conocimiento valorativo: no solamente describe hechos o situaciones, sino que trata de establecer un juicio moral acerca de ellos. Qué es mejor o peor, bueno o malo, etc. Igualmente, en la medida en que la existencia humana no está plenamente determinada, la ética propone también una orientación acerca de cómo es mejor vivir, actuar, relacionarse. Es un saber normativo: afirma deberes morales o propone consejos acerca de cómo actuar.

Las doctrinas éticas desarrollan una comprensión de la existencia humana y justifica de manera razonada afirmaciones o juicios morales. Un juicio moral o una afirmación normativa considerarán "buena", "mala", "correcta", "incorrecta", "obligatoria", "permitida", etc. una determinada acción, decisión o las intenciones de quien actúa o decide algo. Cuando se formulan sentencias éticas se está valorando moralmente a personas, situaciones, organizaciones o acciones.

La ética estudia qué es lo moral, cómo se justifica racionalmente un sistema moral y cómo se ha de aplicar posteriormente a nivel individual y a nivel social. Normalmente, se emplea la palabra moral para referirse a los modos de vivir, actuar o valorar que se dan de hecho en una época, sociedad, persona… La moral, por tanto, puede describirse como una situación de hecho, con independencia de la valoración o del juicio éticos que sobre ellas se pronuncie. El conocimiento de lo moral nacerá de la descripción sociológica, cultural, etc. La palabra ética, en cambio, se reserva para la reflexión intelectual y los juicios de valor que se establezca acerca de esa moralidad dada de hecho.

La palabra moral deriva del latín (mos moris) que significa costumbre, y a palabra ética proviene del latín ethĭcus, y este del griego ἠθικός, (êthicos). Según algunos autores, es correcto diferenciar "êthos", que significa "carácter", de "ethos", que significa "costumbre", pues "ética" se sigue de aquel sentido y no es éste. Designan bien cómo es la persona, en tanto que esto se manifiesta en su hablar y actuar, bien las costumbres o hábitos de conducta en tanto que son adecuadas o inadecuadas en un entorno cultural o social.

La ética se desarrolla en un contexto intelectual más amplio y su concepción dependerá, por tanto, de cómo se conciba el propio pensamiento racional. Así, por ejemplo, las algunas escuelas clásicas no aspiran a desarrollar una teoría sistemática, plenamente configurada a partir de principios y deducciones, sino que proponen una serie de consejos y valoraciones derivados de la experiencia de la vida. Ideas sobre la amistad, sobre cómo vivir feliz… Es lo que se resume en la expresión de “maestra de la vida”. Otros autores, en cambio, pretenden desarrollar éticas plenamente sistematizadas y argumentadas de modo más o menos cercano a la estructura de teorías de tipo físico o matemático.

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II. Síntesis de historia de la Ética

Antigüedad

Desde el comienzo de la filosofía, especialmente a partir del siglo V. AC, la reflexión sobre el hombre y la ética hay sido constante. Qué es lo justo y lo injusto, cómo lograr una vida excelente, cómo se justifican las costumbres y otras cuestiones de este tipo ocuparon la atención de los filósofos. Sócrates es el primero que planteó la conciencia individual, la voz interior del alma, como el aspecto central de la existencia y comenzó a hablar de la virtud como el bien humano fundamental. Platón desarrolla esta ética en muchos de sus diálogos. Discute la validez del hedonismo, trata de fundamentar la idea de justicia, la importancia de la inmortalidad del alma para fundamentar la ética, etc. En La República compara la ética individual: la justicia del alma; y la ética política: la justicia en el Estado.

Aristóteles, en La Ética a Nicómaco, se basa en que todo ser humano busca la felicidad (ética eudemonista). Para él todos los seres naturales tienden a cumplir la función que les es propia y están orientados a desarrollar sus potencialidades. El bien es la perfección y la realización de esas capacidades. El hombre también está orientado a la realización plena de sus potencialidades, especialmente las superiores lo cual se desarrolla en un orden de virtudes. El problema que surge es determinar esta finalidad principal, ¿cuál es el bien más alto y más perfecto de los que puede alcanzar el ser humano?

Aristóteles discute las opiniones de otros filósofos y hace notar que todos están de acuerdo en que el objetivo supremo del hombre es vivir bien y ser feliz. Sin embargo, no hay acuerdo respecto el significado de la felicidad y el buen vivir. Para él la vida plena es la que permite realizar la actividad superior (contemplación intelectual), con una suficiente autonomía (bienes materiales, salud), y en compañía de un número suficiente de amigos.

Sólo están sujetas a valoración moral las acciones en que el hombre puede elegir y decidir qué hacer. La forma correcta de actuar tiene condiciones diferentes en el plano intelectual o moral, y depende, en parte, de las costumbres de la comunidad a la que se pertenece y se aprende con la educación. Cuando se actúa de acuerdo con estas pautas, se vive bien y se es virtuoso.

Junto a los grandes clásicos, la antigüedad formuló dos propuestas éticas de gran influencia, y que desarrollan visiones bastante diferentes. El Hedonismo de Epicuro plantea que la felicidad procede de una vida placentera y sencilla en que se eliminan las preocupaciones acerca del más allá o los problemas derivados de implicarse en cuestiones públicas. Una vida atenta a los goces y que procura evitar el sufrimiento. Los estoicos, como Epícteto, Séneca o marco Aurelio, en cambio, fueron más sensibles a los valores de la nobleza de vida, expresados en la capacidad de soportar impasiblemente el destino y aceptar las leyes divinas y la suerte que a cada uno le toca en la vida. Su

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propuesta, mucho más austera que la de Epicuro, incluye una intensa conciencia de la libertad interior como único lugar en que el hombre puede ser él mismo sin estar esclavizado a las condiciones exteriores, que no poden controlarse.

Edad Media

La reflexión sobre la existencia humana se enriquece con la tradición bíblica y cristiana que, por un lado asume muchos aspectos de las ideas clásicas de Platón y Aristóteles, aunque por otro, destaca mucho más el aspecto trascendente y la relación entre lo humano y lo divino. La ética de las virtudes se desarrolla con la incorporación de la fe y la caridad. El fin último del actuar humano es la caridad, que se consigue al vivir desde el Evangelio, y que permite al hombre acceder a la visión de Dios (en el cielo), donde el ser humano alcanza el bien supremo.

Diversos autores hablan de ética y según perspectivas diferentes. Es oportuno recordar dos grandes nombres, san Agustín de Hipona, muy atento a la interioridad y al desarrollo biográfico de la existencia individual, así como a los problemas derivados de la relación entre la libertad, la voluntad humana, y la gracia y la iniciativa divinas. Sus textos tienen una gran intensidad y la fuerza del testimonio personal.

Posteriormente, Tomás de Aquino desarrollará un estudio que aspira a integrar el conjunto de la tradición clásica y agustiniana en una ética sistematizada. Junto a ello, la edad media estudió también cuestiones complejas de moralidad, como la acción de doble efecto y otras semejantes, así como se planteó con intensidad los fundamentos del orden moral en relación a la voluntad omnipotente de Dios. En este sentido, el nominalismo de Ockham preparó la concepción moderna de la libertad como un absoluto, que se manifestará en el voluntarismo moderno.

Edad Moderna

Los filósofos éticos modernos trabajan con la mirada puesta, sobre todo, en el mundo antiguo (estoicos, epicúreos, Platón, Aristóteles), si bien con algunos elementos heredados de la Escolástica medieval. Dentro del racionalismo, es Baruch Spinoza quien elaboró de modo más amplio y sistemático una propuesta ética, aspirando a desarrollar una ética sistematizada de modo semejante a la racionalidad de la matemática. El afán racionalizador le llevó a identificar libertad y necesidad y al hombre con Dios, en una visión panteísta. En el ámbito del empirismo, David Hume insistió en que el hombre es menos racional de lo que se afirma, y que su conducta depende en gran medida de instintos naturales y de la costumbre, así como que las valoraciones morales derivan más de los sentimientos que de razones intelectuales.

La teoría ética más significativa de la época de la Ilustración es la propuesta por Immanuel Kant, que rechaza una fundamentación de la ética en otra cosa que no sea imperativo moral mismo (deontologismo formal). El deber ético sólo puede derivar de la propia subjetividad humana en tanto que en ella se manifiesta una dimensión universal y racional. El individuo experimenta un deber moral que brota de su

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pertenencia a la humanidad, y que debe respetar por sí mismo. Si la moral se orienta a buscar la felicidad no podría dar ninguna norma categórica ni universal, porque eso ata al hombre a algo exterior, a un objeto del deseo y ningún objetivo exterior a la propia humanidad puede establecer una obligación universal. Los filósofos idealistas desarrollaron esta moral del imperativo categórico. Hacen frente así al utilitarismo, al afirmar que el principio de utilidad no es el único criterio de corrección de las acciones.

Edad Contemporánea

En el contexto anglosajón del siglo XIX se desarrolla la ética utilitarista de Jeremy Bentham y Stuart Mill. Junto a un desarrollo del antiguo hedonismo, esta teoría trata de aportar criterios para organizar una sociedad más justa, bajo el principio de perseguir el mayor bien para el mayor número posible de individuos.

El siglo XX ha estado muy atento a los problemas éticos y numerosos autores plantean nuevos puntos de vista: los vitalistas y existencialistas desarrollan el sentido de la opción y de la responsabilidad individual. El vitalismo de Nietzsche plantea una ética de la autoafirmación del propio individuo y de su independencia creativa y desarrolla una crítica de los valores morales y espirituales de la tradición platónica y cristiana.

Los existencialistas, como Sartre, llevan al extremo la autonomía humana al plantear que el individuo carece de una naturaleza o una esencia, sino que debe realizarse a sí mismo con total iniciativa. Una carga que, a menudo, no puede soportar y le lleva a diluirse en la existencia inauténtica y en la sociedad de masas.

Max Scheler, en respuesta al formalismo de Kant y a la idea de que los valores morales no forman parte de una descripción objetiva de la realidad, elabora una fenomenología de los valores en la que muestra que éstos son percibidos de forma directa por la subjetividad.

Autores como Alain Badiou se han enfrentado al problema de la crisis de las convicciones y los valores morales a finales del siglo XX. Para ellos occidente ha caído en un enfoque nihilista en el que es imposible fundar un sentido de la existencia y del bien.

Los problemas derivados de la complejidad de las sociedades modernas y de la creciente relación entre diferentes civilizaciones, ha llevado a Apel y Habermas a plantear éticas dialógicas, en que el tema central es el estudio de las condiciones de un diálogo libre y democrático, en el que puedan resolverse de modo pacífico los conflictos. Otros autores, como Richard Rorty, plantean una línea de solución a los mismos problemas, abogando por el abandono de una fundamentación ontológica de lo ético, para enfocar estos problemas desde una perspectiva pragmática, que atienda a las consecuencias concretas de las acciones y a su eficacia.

A finales del siglo, el filósofo escocés MacIntyre, trata de establecer puentes entre distintas versiones rivales de la ética, así como rescatar las ideas de la tradición clásica, renovando la ética de las virtudes de origen aristotélico.

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III. Fundamentos de la ética

Podríamos definir los valores éticos como los puntos de referencia -a la vez racionales y vivenciales- que son percibidos por el hombre como las metas u objetivos "correctos" que merecen buscarse en toda acción humana. El valor ético se presenta a sí mismo como valioso en la medida que es deseado por el hombre no sólo para sí mismo, sino para todo el género humano. Motivan por sí mismos a la voluntad del hombre, que se siente atraído por ellos, no por una obligación externa a su propio vivir, sino por una convicción íntima en la que se reconoce como ser humano. Los valores (axis) que estudia la Axiologia, al ser algo primero, pueden reconocerse, pero no estrictamente demostrarse.

En ese sentido, son valores éticos básicos la libertad, la vida, la justicia, la verdad, la fidelidad, etc. Los hombres de todos los tiempos han visto en ellos algo muy preciado y que es necesario fomentar y defender, aun cuando los han interpretado de muy diversas maneras, y en muchos casos, de forma contradictoria.

Pero el punto realmente decisivo no es tanto saber que existen los valores, -ya sea en abstracto, intuitivamente percibidos o concretamente defendidos por las leyes de los países- sino poder saber cuál es el valor ético máximo, es decir, aquel valor que hace de punto de referencia último y que permite jerarquizar a todos los demás valores en niveles de prioridad. De otra manera no sería posible decidir cuando hay conflictos de valores en la praxis histórica del hombre viviendo en sociedad. La reflexión ética de todos los tiempos ha sido siempre el intento por descubrir y circunscribir ese valor ético último innegociable, irrenunciable, al mismo tiempo que buscar formas de ponerlo en práctica.

Un bien o valor primero debe mostrar una amplitud capaz de integrar, sin destruirlas, las diferencias que derivan de la complejidad de la vida y la realidad humana. Si lo que se establece como primero es demasiado estrecho o responde solo a un aspecto parcial y limitado, su misma persecución sería destructiva. Quienes niegan que exista tal bien primero, y afirman que lo ético es esencialmente plural suelen derivar su postura del miedo a tales consecuencias.

En la medida en que la vida humana habita en la realidad y se abre a ella conociéndola; así como se hace progresivamente consciente de su propio ser, de las condiciones de su existencia y de su intimidad, los valores o bienes que descubre y establece como prioritarios dependerán de cómo comprenda esa realidad que le circunscribe y la suya propia.

El pensamiento ético está, pues, enmarcado y fundamentado por un horizonte más amplio que le aporta los fundamentos últimos en los que basa sus valoraciones y juicios. No es lo mismo pensar que el mundo y el hombre han sido creados por un Dios sabio y bueno y que la vida humana puede relacionarse y unirse a esa divinidad, con una esperanza de inmortalidad feliz; que pensar que el universo carece de un principio trascendente y que se ha desarrollado de forma impensada hasta producir, sin motivo especial, al ser humano, como fruto de una evolución ciega. Así pues, la metafísica o la idea que se tenga del ser en su conjunto marcará el horizonte de posibilidades que una concepción ética tendrá en cuenta: su forma de comprender el fin de la vida, su manera de habérselas con el paso del tiempo y con la muerte, incluso con las injusticias del mundo y con las aspiraciones de justicia que mueven la historia.

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En este sentido, la posiciones teístas, con sus variantes, establecen un marco, un significado y un destino trascendente; mientras que las posiciones naturalistas o materialistas dibujan un horizonte temporal y mundano en que la vida humana queda limitada.

Por otro lado, la compresión que se tenga de lo que es el mismo hombre será también un trasfondo que determinará las propuestas éticas. No es lo mismo pensar que el ser humano es una realidad meramente biológica, cuyas actividades conscientes y psíquicas no tienen otra realidad que la de sus bases materiales y corpóreas; o pensar que el hombre es un ser espiritual que trasciende lo material, de modo que su realidad más auténtica está siempre más allá de las condiciones corpóreas o incluso psicológicas de su existencia. No es lo mismo pensar que el sufrimiento es un destino ineludible y que la idea de felicidad es una quimera, o pensar que, a pesar de las limitaciones y dificultades de la vida, el bien o la felicidad son una aspiración realista.

Siguiendo el esquema antropológico que se ha desarrollado, podemos repasar el conjunto de aspectos que habrán de tenerse en cuenta al hablar de valores morales, bienes y males, etc. Igualmente, en la medida en que el hombre convive y dialoga con los demás y da forma a una sociedad y a una historia, la diferente atención que se otorgue al aspecto colectivo y al individual o las diferentes formas de articularlos también condicionarán las ideas éticas. Desde las éticas más radicalmente individualistas o libertarias, hasta las éticas comunistas en que el todo social es el polo relevante.

Seguiremos un orden ascendente. Está claro que una primera dimensión humana en que se hacen presentes bienes y males viene determinada por la corporalidad. Las necesidades y la debilidad del cuerpo humano imponen unas condiciones que deben ser atendidas: comer, beber, guarecerse… y la diferencia entre poder hacerlo o no deja poco margen a lo relativo: el hambre, la sed, el frío… imponen su negatividad de forma contundente. Igualmente, la satisfacción, la salud, el descanso… no necesitan grandes discusiones para mostrar que son bienes.

Sin embargo, los bienes físicos, que se manifiestan en el bienestar o en el placer, no son algo simple o que pueda tomarse como el bien principal del hombre. La posibilidad de excesos y de conductas adictivas muestra que estos bienes son limitados y que deben ser orientados por criterios más amplios y que la percepción de placer o bienestar no es criterio suficiente de su valor.

Por otra parte, el cuerpo humano puede también deshumanizarse, despersonalizarse, con consecuencias nefastas, como en la tortura, la prostitución… El cuerpo y el rostro revelan dimensiones humanas que no son simplemente corporales y estas dimensiones pueden atenderse o negarse afectando también al bien o al mal del ser humano. El vestido, la elegancia, la cocina… toda una amplia base de la cultura humana se dirige a la humanización o personalización del cuerpo y puede estar mejor o peor orientada.

La dimensión psíquica y el espacio de la cultura son también indispensables para una comprensión básica de la naturaleza del hombre. El hombre es consciente, sabe de si, y esta conciencia presenta una configuración psicológica, un tipo, un carácter, que es peculiar de cada uno: Una forma de sentir, de reaccionar ante los demás y el mundo, que se manifiesta también en una afectividad peculiar: sentimientos, pasiones, estados de ánimo… Buena parte del bienestar o del sufrimiento más específicamente humano se presenta en este nivel y no es extraño que la idea de felicidad se encuadre a menudo en él. La amistad, el enamoramiento, las aficiones, el cumplimiento de nuestras expectativas profesionales, las traiciones o frustraciones

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dejan una huella profunda en nuestra intimidad y forman una parte importante también de los bienes y males de la vida.

En la medida en que la dimensión psíquica es relacional, para dar cuenta de ella no es suficiente atender a la reflexión individual: a la paz o la inquietud que cada persona pueda experimentar en si misma; sino que es preciso atender al mundo que surge de las interacciones entre los seres humanos. El hombre crea un mundo propio, una civilización y desarrolla su vida en un contexto cultural y social. La estructuración de ese mundo, su adecuación o inadecuación a las necesidades del propio hombre forman una parte importantísima de la ética, del sentido de lo justo o lo injusto y abren la temática de la ética social: amistad, familia, ciudadanía, humanidad. Las escuelas éticas especialmente sensibles a esta dimensión condicionan los bienes y males individuales a la realización de un orden social global.

Cómo debe ser el gobierno, qué lugar debe ocupar la libertad de expresión y las otras libertades cívicas, cómo deben organizarse las relaciones laborales, cómo resolver pacíficamente los inevitables conflictos de intereses, cómo armonizar la igualdad y las diferencias… En este campo, la ética queda ligada a lo político, lo jurídico, lo económico, lo educativo… Para cada persona, el modo de incorporarse y de poder actuar y relacionarse en este entramado del mundo humano, supone una multitud de bienes y problemas o males que habrá de afrontar a través del desarrollo de sus capacidades y energías, a la vez que podrá influir en ese mismo orden a través de sus opiniones y acción política. Una buena parte de los anhelos de justicia, libertad, plenitud y felicidad se encaminan, no tanto a una mejora personal, sino a tratar de mejorar el mundo que el propio hombre forja en su historia.

En este sentido, la ética que atiende a la perfección del hombre en cuanto tal: que éste debe ser bueno y virtuoso, debe complementarse con la ética que se ocupa de la corrección y eficacia funcional de las estructuras sociales, políticas, económicas, etc. que pueden ser mejores o peores, pero no directamente en el sentido de la virtud. Las éticas de lo correcto, las utilitaristas o dialógicas están más atentas a este segundo aspecto.

Pero el mundo tampoco constituye necesariamente un absoluto. El individuo se incorpora a él con el nacimiento, pero debe retirarse de él con la vejez y la muerte. Incluso mientras desarrolla su trabajo y su participación política o cultural, su propia realidad no se agota en esa intervención o en prepararse para ella, sino que la trasciende. Personas plenamente situadas en el poder, en la cultura, en el éxito profesional… presentan a veces carencias humanas profundas, que se hacen más odiosas y graves, precisamente por el lugar de éxito mundano que ocupan y el poder que eso les proporciona.

De ahí que la ética se haya planteado desde muy antiguo la necesidad de un horizonte que trasciende lo mundano. Un mundo, además, en que el lugar y el destino de cada uno depende muchas veces de factores fortuitos o externos. La fama, el poder, la riqueza… no son los bienes humanos fundamentales y todos ellos pueden ser éxitos falsos, basados en la mentira o en la falta de escrúpulos. ¿Hay algo más allá de este nivel?

Tanto las religiones como la filosofía han desarrollado una comprensión del espíritu o de la subjetividad. El hombre tiene una dimensión real más allá de lo visible y de lo temporal, en que se encuentra su realidad más radical y auténtica. También en ese nivel las concepciones son diversas. Para algunas interpretaciones, esa referencia última es pura subjetividad, caracterizada como libertad de independencia respecto a toda otra instancia. Las éticas de la espontaneidad, libertarias, individualistas tienden a interpretar así esa singularidad irreducible. Otras, en

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cambio, distinguen entre la conciencia superficial (yo) y la realidad profunda del espíritu (corazón o ser personal) y ven en el desarrollo de ese fondo singular el valor ético máximo. Las éticas de la eudaimonía, de la perfección suelen basarse en una comprensión de este tipo, y consideran que la felicidad última depende de que la persona descubra y atienda a este horizonte.

Finalmente, las relaciones entre lo individual, lo común y lo particular en la vida humana suponen también el marco de las discusiones éticas. El ser personal: ¿Quién soy? La naturaleza humana: ¿Qué somos? ¿Qué tenemos en común todos los seres humanos? Y lo particular: ¿A qué comunidad o cultura pertenezco? ¿Qué es lo “nuestro”, que nos diferencia de los “otros”? Son tres instancias nada fáciles de articular. ¿Hay valores éticos comunes a toda la humanidad? ¿Pueden basarse en un conocimiento de una naturaleza humana común? ¿Las diferencias culturales en relación a los valores éticos: libertad, justicia… son irreductibles? ¿Cabe un diálogo entre culturas diferentes para llegar a un fondo común que respete también las diferencias?

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IV. La actividad humana

Todo saber práctico se refiere, de un modo u otro, a la actividad. Es importante, pues, estudiar la actividad humana, sus bases, naturaleza y formas.

El hombre es un ser que se desarrolla en el tiempo y presenta, como todo viviente, un impulso natural a ese desarrollo. Esta tendencialidad se manifiesta en la imposibilidad de una quietud o un equilibrio completos y en el constante estar orientados hacia necesidades u objetivos de diversa naturaleza. Tanto en las dimensiones biológicas como en las psíquicas, sociales y espirituales cada uno experimenta necesidades, tendencias, impulsos… El hombre es, pues, un ser en que siempre se hace presente una dimensión de necesitado o carente de algo. El comportamiento y la acción responden a esta condición y son la respuesta a ella.

Al actuar, algunas de esas necesidades o deseos se van cumpliendo, otras se frustran… las reacciones emocionales se sitúan en este contexto de tensión entre lo presente y lo ausente, entre lo logrado y lo que se aspira a conseguir e informan al agente acerca de su estado en referencia a sus objetivos. De ahí que la afectividad y las emociones sean tan importantes en el terreno de las decisiones y de la acción.

La actividad está siempre contextualizada en las complejas relaciones de la convivencia social. Buena parte de ella, por tanto, es interacción con otros agentes o con instancias diversas: instituciones estatales, empresas, grupos, personas. Así como la actividad puede también ser realizada en cooperación dentro de un grupo. Habrá que atender a esta colaboración cuando haya que valorar moralmente la responsabilidad de las acciones. La responsabilidad está contextualizada en estructuras que tienen sus reglas, que pueden también ser moralmente valoradas, en tanto que afectan a bienes humanos relevantes.

Se han ido desarrollando estudios de ética especializados en sectores profesionales, suelen denominarse deontologías. Comenzando con el antiguo juramento hipocrático para el ejercicio de la medicina, hay deontologías para periodistas, abogados, políticos, maestros… Cada uno es responsable de conocer la deontología propia del sector profesional al que se dedica.

La complejidad del ser humano y la pluralidad de sus aspiraciones, junto con la diversidad de caracteres y de circunstancias vitales, hacen difícil una clasificación fija de las motivaciones que impulsan a la acción. En cualquier caso, está claro que la propia dimensión biológica impone unas necesidades básicas: comer, dormir, descansar… que deben ser atendidas y que, en caso de no serlo, generan estados de ansiedad o de malestar intenso. Sin embargo, las situaciones en que esas necesidades ocupan el primer lugar o la exclusiva de la atención son las humanamente más extremas: las situaciones de miseria.

Normalmente, la existencia humana integra esas necesidades en un conjunto de aspiraciones y de significados que se mueve en un horizonte profesional, cultural,

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social, así como psicológico o espiritual. De este modo, el comer, el descansar, etc. adquieren una cualidad humanizada y culturalmente significativa y forman parte de un entorno motivacional más alto: sentirse realizado profesionalmente, sentirse integrado en un grupo, comprender el mundo en que se vive, colaborar en proyectos interesantes, contemplar la belleza, charlar con los amigos… Muchos de nuestros esfuerzos van dirigidos a dar cumplimiento a deseos o aspiraciones de este tipo.

Esto nos muestra que la actividad humana se sitúa en un contexto en que el conocimiento está presente y en constante diálogo con las motivaciones y las decisiones. No podemos separar completamente unos aspectos de otros, aunque podamos distinguirlos. Al afirmar que el acto humano es libre o que la voluntad puede decidir, no se está afirmando que el sujeto esté en un estado neutro en que todo camino le es igualmente posible o accesible, sino que dispone de la capacidad de dialogar o de imponer una decisión a todo un conjunto de tendencias, conocimientos, condicionantes que están igualmente presentes en él. La decisión para actuar, de un modo u otro, forma parte de un conjunto complejo.

En la acción consciente y razonable, se hace presente una estructura básica que es esencial también en la valoración moral. Se hace necesario, en primer lugar, establecer una finalidad, un objetivo último o de referencia: qué es lo que se persigue con la acción. Esta finalidad es al que orienta y exige unos medios: que acciones serán necesarias o convenientes para alcanzar el fin, lo que normalmente implicará una planificación, medios complementarios, pasos sucesivos… Es decir, la finalidad abre un espacio de acciones sucesivas que se ordenan a ella. La secuencia de acciones diferentes hace que cada una de ellas tenga un objeto propio o inmediato, que puede ser valorado moralmente en sí mismo. De ahí que la relación medios-fines sea un problema moral usual. Esta estructura, además, se encuentra contextualizada, como se ha indicado y, por tanto, este tercer elemento también intervendrá en la valoración moral. Así pues, es lógico que la valoración de los actos pueda dividirse en objeto: la naturaleza concreta de la acción, su objetivo inmediato; fin: el propósito último que se persigue; y circunstancias: el contexto concreto en que se realiza.

La actividad puede estar contextualizada en un horizonte preferentemente técnico: la correcta ejecución de los procesos que conducen a realizar un objeto externo de modo competente: una organización, un proceso productivo, un aparato técnico… La competencia profesional y la responsabilidad se encuadran a menudo en este contexto de un trabajo técnicamente mejor o peor realizado. En la medida en que muchos bienes humanos se basan en esta conveniencia de acciones técnicamente bien realizadas, esta corrección puede valorarse moralmente y es una parte importante de las responsabilidades personales.

Sin embargo, las acciones tienen también una dimensión humana más directa cuando tienen como horizonte esencial la propia dimensión humana: la educación, las relaciones de pareja o de amistad, las relaciones de justicia política, la colaboración social o humanitaria… Los modos de tratar a las personas, las expectativas de confianza

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y de mutua ayuda, las formas de la conversación o de la convivencia… tienen una dimensión moral más directa y de naturaleza más personal que las preferentemente técnicas. Un mundo de interacciones que fuera exclusivamente técnico: un puro sistema funcional despersonalizado no parece que pudiera ser adecuado a las expectativas de la convivencia humana.

En general, la actividad que puede estar sujeta a valoración moral es aquella en que las circunstancias, ya sean interiores, como el pánico; o exteriores, como la esclavitud, no imponen de una manera completa su dominio sobre el agente. Cuando éste puede actuar desde y por sí mismo, es decir, cuando puede responder de su acción, ya que nace de su propia decisión es cuando consideramos que los actos pueden ser valorados como meritorios o culpables. En la medida, pues, en que los determinantes externos e internos no anulan la capacidad de decisión, podemos hablar de actuación libre y de responsabilidad moral sobre las acciones.

En una situación ideal, el acto voluntario presenta estos aspectos: Conocimiento de la situación y de las alternativas. Control o inhibición consciente de la reacción espontánea o del primer impulso. Deliberación acerca de los motivos en pro o en contra de las diferentes opciones de acción. La decisión de elegir una de las posibilidades y, finalmente, la ejecución del acto.

Evidentemente, en una persona con una cierta edad o madurez, las acciones se fundan también en hábitos adquiridos: destrezas, virtudes, vicios… en los que la propia biografía: las decisiones ya tomadas en la vida, condicionan, para bien o para mal, los caminos que nos son más llevaderos, agradables o fáciles de tomar. Aún así, el pasado no es una losa definitiva a la que estamos completamente encadenados y, en condiciones normales, podemos sobreponernos a una tendencia de carácter o a un defecto y decidir la opción que más nos cuesta.

La experiencia, en la historia y en la propia biografía, pone de manifiesto que todas estas dimensiones forman el entramado de la actividad propiamente humana. A pesar de los insistentes determinismos que buscan anular la libertad apelando a instancias genéticas, sociales, psicológicas… carecerían de sentido los consejos, la educación, el informarse, el derecho y los juicios si la actividad del hombre estuviera predeterminada de un modo fijo, aunque desconocido en concreto para la conciencia.

Las negaciones de la libertad (determinismo) se han basado en condicionantes diversos: la genética, el instinto, la sociedad, la economía… En general provienen a menudo de estos motivos: En primer lugar, la tendencia de los intelectuales a considerar que la racionalidad implica un sistema fijo o necesario de relaciones y, por tanto, su dificultad para entender lo vivo y libre. En segundo lugar, la tendencia a pensar que la libertad debería ser un estado de completa indiferencia o completa autonomía en la que en cada momento, sin condicionante alguno, uno pudiera elegir de modo absoluto. En tercer lugar, también la dificultad de asumir la propia responsabilidad y la tendencia humana a buscar en otros o en las circunstancias la excusa de las propias decisiones. Asumir las culpas es tan razonable como asumir lo méritos.

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La libertad humana es una libertad situada, contextualizada y limitada. De ahí que sea comprensible que, por un lado, haya un deseo de abrir espacios para ella en lo social y lo político: libertad para elegir la profesión, de opinión, de expresión, etc.; como también la conveniencia de proteger a las personas de los condicionantes que se combinan con lo libre: la comprensión por los errores, los atenuantes jurídicos, las diversas seguridades sociales, la importancia de la educación, etc.

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V. La justificación racional de la ética

No existe una única concepción ética universalmente aceptada, sino diversas teorías o sistemas coherentes de pensamiento ético. Cada uno de estos sistemas de justificación racional de la ética y la moralidad tiene su propia lógica de fundamentación. Conviene conocer los fundamentos teóricos básicos que posibilitan disponer de instrumentos de argumentación con los que valorar la realidad de la conducta moral. Sin ellos, todo sería un mero intercambio de opiniones o de emociones sin ninguna posibilidad de decidirnos sobre lo que es "correcto" "bueno" o "ideal" para el ser humano.

No es infrecuente encontrar personas que -sin formación ética- opinan espontáneamente que las convicciones morales son un asunto "subjetivo". Con esto quieren dar a entender, bien que todo acto verdaderamente moral depende únicamente de una opinión íntima y de una experiencia privada acerca de aquello que "vale la pena" en la vida, bien que no es posible llegar a una verdad bien asentada acerca de cuestiones de ética. El hablar y debatir ético se situaría en el marco de la opinión, quizá razonable, pero no del propio conocimiento.

Esta forma espontánea de pensar no es novedosa, sino que se afilia a teorías éticas como el emotivismo, sociologismo, que niegan la existencia de los principios universales y que afirman que todo es cuestión de preferencias más o menos arbitrarias y pasajeras, y que han influido poderosamente en la mentalidad occidental.

Para comprender las diferentes formas de razonar éticamente, así como aquellos puntos de referencia a partir de los cuales es posible intentar una valoración de la interrelación humana, desarrollaremos los diversos niveles del discurso ético. Empezaremos por desarrollar cual es el Valor ético último o máximo al que siempre tendríamos que defender en cualquier comportamiento ético; luego analizaremos cuales son los Principios universalmente válidos que son capaces de canalizar ese valor, y por último cuales son las normas éticas fundamentales que ligan la aspiración ética del ser humano, y la realidad concreta de la acción humana que se dirige por juicios éticos concretos.

Niveles del discurso ético

Para evitar ambigüedades y saber a lo que nos referimos cada vez que intentamos hacer una argumentación ética:

• Valores éticos: Son las aspiraciones ideales que el ser humano busca con su conducta moral. Todo sistema de pensamiento moral tiene un valor ético supremo, máximo o último, que hace de regla para juzgar a los demás valores de menor importancia. Por ejemplo: todo ser humano vale de forma absoluta.

• Principios morales: Son afirmaciones universales que expresan cómo se puede defender el Valor ético último y fundamentan a las normas: Toda persona merece ser respetada en su libertad.

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• Normas éticas: Prescriben aquellos caminos o vías para que el valor y los principios se concreten en una determinada situación: Ser informado verazmente es condición para tomar decisiones libres.

• Juicios particulares: Frente a una determinada situación, la conciencia del individuo debe valorar si ocultar una determinada información es mentir o no.

1º. Valores éticos. El pensamiento ético se desarrolla a partir de una experiencia humana básica: Los modos de actuar y de reaccionar nos merecen una determinada valoración. Consideramos muy negativamente la traición, la tortura, el abuso de poder. Muy positivamente, por el contrario, la generosidad, la lealtad a los amigos, etc. Es decir, la actividad humana y la realidad en que vivimos manifiesta tener un valor, una marca positiva o negativa: Hace buen día o mal día, la cosecha ha ido bien o mal. Ser capaz de captar estas valoraciones, lo que es igual que decir que no nos da igual vivir bien o mal, es la experiencia en que la ética se basa.

En último término, valoramos a las personas como buenas o malas en un sentido muy especial: porque entendemos que la bondad o maldad de sus actos se origina en ellas mismas. Es cada persona la que libremente ha decidido hacer esto o aquello y es, por tanto, quien puede responder de por qué lo ha hecho: es responsable de sus actos. Si el bien o el mal dependieran de leyes mecánicas, como la caída de los graves o las cargas eléctricas, no habría valoración moral en sentido propio. El valor moral, pues, va ligado inseparablemente a la libertad en la acción. El mérito o la condena se merecen en la medida en que lo que se ha realizado nace de uno mismo y no de circunstancias impersonales.

Desde estos puntos básicos de partida, los valores éticos tomados en general, son aquellas formas de ser o de comportarse que son asumidos por la conciencia racional del hombre como ideales o metas necesarias en orden a su autorrealización. Es decir, al buscar el fundamento radical que orienta ciertos modos de elegir y actuar encontramos unos valores primeros que ya no son seguidos de otros: el bien, la autenticidad, el placer, la libertad… pueden expresar el valor que dirige toda elección concreta: lo que, en el fondo, se busca. Estos valores (axiomas) son las bases de las grandes escuelas éticas y su estudio es la axiología.

El ser humano “persigue” los valores éticos en toda circunstancia porque considera que, sin ellos, se frustraría como ser humano. Los valores son buscados en la praxis sin que nadie los imponga: son fines que motivan, que atraen. Como los valores éticos son muy diversos: No todos tienen la misma jerarquía y con frecuencia entran en conflicto entre sí, hay que buscar formas eficaces de resolver esos dilemas. Así, por ejemplo, no tiene la misma importancia el valor "conservar la vida" que el valor "tener placer".

Toda teoría ética tiene un valor ético supremo, máximo o último, que hace de referencia ineludible y sirve para juzgar y relativizar a todos los demás valores, como si fuese un patrón de medida. Más abajo mostraremos cómo las diversas teorías éticas se

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estructuran en torno a un valor ético estimado como el máximo en el nivel de importancia para las preferencias decisionales.

2º. Los principios morales. Dentro de las teorías éticas deontológicas, es decir, aquellas que consideran que hay valores universalmente vinculantes para la conciencia moral del ser humano, podemos hablar de “principios”. Otros planteamientos también disponen de afirmaciones generales que orientan los juicios éticos más concretos y pueden ser denominados como tales.

Un principio es una afirmación que guía, que sirve de criterio para juzgar en una multitud de casos que son comprendidos en su amplitud. Los principios morales son, pues, los criterios más generales para guiar la acción en su dimensión ética. Para las teorías deontológicas los “principios” son imperativos éticos categóricos de carácter general, racionalmente justificados como válidos para todo tiempo y espacio (es decir, se consideran como universalmente válidos) que garantizan el cumplimiento del ideal moral de máxima importancia.

Los principios son orientaciones o guías para que la razón humana pueda saber cómo se puede llevar a la práctica el valor ético de máxima importancia. Todo sistema teórico racional necesita guiarse por principios, aunque la fundamentación o aclaración de esos principios escape a la argumentación de ese sistema. Este rasgo, presente en la matemática o la física, también se hace presente en la ética. Por tanto, al decir que los principios son conocidos por la razón, se comete una cierta imprecisión. Son principios captados por la inteligencia: se entienden, se comprenden, pero no se deducen de otros criterios éticos anteriores: razonamiento o demostración. Bastantes de las propuestas que niegan validez racional a la ética, lo hacen por no resolver adecuadamente esta paradoja.

Así, por ejemplo, afirmar que "toda persona debe ser respetada" es formular un Principio que posibilita o garantiza que el valor supremo (dignidad de "Persona humana") pueda ponerse en práctica; y a su vez hace de fundamento para la norma categorial de "no matar" o de "no mentir". Cuando se asienta el principio de que "toda persona es digna de respeto en su autonomía" se está diciendo que ese es un imperativo ético para todo hombre en cualquier circunstancia, no porque lo imponga la autoridad, sino porque la razón humana lo percibe como evidentemente válido en sí mismo.

Considerar que una persona pueda no ser considerada digna de respeto parecería que es contradictorio con el valor libertad que se considera ineludible a la naturaleza humana. Desde nuestro punto de vista, en cualquier tipo de relación interpersonal, consideramos que los principios morales fundamentales son el de Autonomía, el de Beneficencia y el de Equidad a los que luego expondremos con mayor detalle.

3º. Las normas morales básicas son aquellas prescripciones de carácter ético que establecen qué acciones de una cierta clase deben o no deben hacerse para concretar en la realidad los principios o los valores estimados como válidos. Vienen a ser lo que las

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leyes en las ciencias: derivan de principios y se van diferenciando en un grado mayor de proximidad a las acciones y problemas concretos.

Las normas pueden ser de carácter fundamental o de carácter particular. Pueden considerarse normas fundamentales aquellas que son condición ineludible en cualquier relación interpersonal. En este sentido estaría la norma fundamental de veracidad, de fidelidad a los acuerdos o promesas, y de confidencialidad que más abajo analizaremos pormenorizadamente. Por el contrario normas particulares son aquellas que sólo tienen aplicación en ciertas circunstancias.

Tanto las teorías deontológicas como las consecuencialistas coinciden en afirmar que puede haber normas morales. Pero, mientras las teorías deontológicas tienden a justificar las normas como instrumentos de los principios universalmente válidos, las teorías consecuencialistas tienden a valorar las normas como relativas o “útiles” según las circunstancias, tiempos o lugares.

4º. Los juicios éticos particulares son aquellas valoraciones concretas que hace un individuo, grupo o sociedad cuando -razonando éticamente- compara lo que sucede en la práctica concreta con su aspiración de que se alcancen aquellos valores, principios o normas fundamentales que se consideran imperativos para la bondad del hombre. Tanto la norma de veracidad, como el principio de respeto por la autonomía, son formales, es decir, no permiten saber cuándo, en realidad, alguien está actuando culpablemente al mentir o matar. En cambio se trata de un juicio valorativo particular aquel que emite la razón del hombre cuando -teniendo en cuenta los datos que le proporcionan las ciencias y su experiencia espontánea confrontada intersubjetivamente-, llega a juzgar que: "es una mentira decirle a un desahuciado que se va a curar".

Todo razonamiento ético, sea o no consciente, culmina en afirmaciones que tienen -de una u otra manera- al verbo ser como cópula de una frase con sujeto y predicado, tal como lo hemos mostrado en los ejemplos anteriores. De hecho, todas las reivindicaciones sociales políticas o religiosas surgen de un diagnóstico, -un juicio concreto- de cómo un valor está siendo violado o menospreciado en la realidad. Si un sindicato reivindica sus salarios es porque en última instancia está juzgando: "este salario es indigno de lo que nos merecemos como personas que trabajan y tienen que vivir". Hay situaciones, actos, relaciones que son realizadas o reales y que, sin embargo, no deberían ser o no deberían realizarse.

Los juicios éticos son el punto final de todo razonamiento ético. Cada individuo al tomar una decisión ética busca que el ideal moral pase a la práctica. Para eso, debe ponderar las circunstancias, superar los impedimentos, -tanto teóricos como prácticos para poder actuar en el sentido del valor ético buscado. Saber de ética no sólo implica ser consciente de cual es el ideal moral a perseguir sino aprender a “ser prudente” es decir, decidir en cada circunstancia acercándose lo más posible al ideal moral.

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VI. La conciencia moral

Lo que hemos dicho hasta aquí, la capacidad del ser humano para comportarse moralmente, llevando a cabo actos elegidos de forma libre, reflexionados racionalmente, asumiendo la responsabilidad de sus consecuencias, etc. es gracias a que el ser humano posee lo que se conoce como conciencia moral, una capacidad exclusivamente humana que nos hace capaces de distinguir entre lo correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo, etc. en las circunstancias concretas de la vida. Nuestra conciencia moral es capaz de juzgar nuestros propios actos, nos permite saber íntimamente si actuamos bien o no, produciendo sentimientos de satisfacción o remordimientos y es la que nos hace sentirnos responsables de las consecuencias de nuestras acciones.

Parece claro para ciencias como la Psicología que la conciencia moral existe, ya sólo por el hecho de experimentar remordimientos o satisfacción después de realizar ciertas acciones no es posible dudar de esta capacidad humana. Ahora bien, en lo que no hay acuerdo es en su origen:

• Para unos pensadores, llamados naturalistas, la conciencia moral forma parte de la propia naturaleza racional humana, la cual es capaz de reflexionar sobre sus propios actos, valorarlos y darse a sí misma normas de conducta. Desde este punto de vista, nacemos ya con ciertas inclinaciones hacia lo bueno o lo malo, etc.

• Para otros, los llamados convencionalistas, la conciencia moral se van formando poco a poco a lo largo de la vida como resultado de la influencia de la factores sociales como la familia y la educación o los amigos, políticos, económicos, los medios de comunicación, etc. Desde esta postura, pues, no nacemos buenos o malos "por naturaleza", sino que lo vamos aprendiendo y haciéndolo parte de nuestra personalidad, poco a poco. Este desarrollo moral, sería común a todos los seres humanos, independientemente de la sociedad o de la época en que han nacido, es, ante todo, una cualidad específicamente humana, como lo es la racionalidad o la capacidad de elegir libremente, cualidades que nos diferencian del resto de animales.

Ambos puntos de vista pueden complementarse, en la medida en que la estructura del hombre presenta un orden básico o natural que, por su carácter ampliamente potencial y abierto, ha de desarrollarse y configurarse de modo libre y concretarse en modalidades culturales concretas. El acuerdo o desacuerdo entre esas dimensiones permite valorar las situaciones o culturas concretas como mejores o peores expresiones de la realidad humana.

En cualquier caso, la conciencia moral se va formando en la experiencia de la vida y en la conversación valorativa que se teje con los padres, maestros, compañeros, etc. La “voz interior”: la manifestación del carácter vivo (inteligente y volitivo) de nuestra intimidad, abre una especie de debate interior en el que reflexionamos acerca de la bondad o maldad de las acciones que realizamos. Este “debate” puede referir tanto a

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acciones pasadas como presentes o futuras. ¿He hecho bien? ¿Debo reaccionar así? ¿Debería hacer tal cosa o colaborar en tal proyecto?

En el diálogo interior de la conciencia moral formulamos juicios morales concretos acerca de situaciones y acciones. El conocimiento valorativo, el contraste entre las acciones y las normas morales establecidas desde diferentes instancias: leyes, costumbre, etc. contextualizan la conciencia moral. Al final, de todos modos, queda un fondo personal e íntimo en el que se encuentra nuestra más íntima autenticidad y que es difícilmente accesible a los demás.

La adecuada formación de nuestra conciencia moral es una de las responsabilidades éticas más importantes. Para muchas escuelas éticas, la prudencia: la capacidad de juzgar correctamente las situaciones y acciones concretas, aplicando los criterios generales a los casos y las circunstancias de manera ajustada, es una de las cualidades que expresa la categoría moral de una persona, en la medida en que es la cima de la sabiduría práctica que la ética trata de ser.

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VII. Principales teorías éticas

Mostraremos un elenco de las teorías éticas más relevantes a lo largo de la historia y en el debate contemporáneo.

No existe un solo modo de clasificar las escuelas éticas. En función de los criterios dominantes se podrán encontrar clasificaciones diferentes. Se habla, por ejemplo, de éticas formales y materiales, de éticas deontológicas y consecuencialistas, de éticas individualistas y sociales… Un criterio para ordenarlas deriva de sus bases para la determinación del bien moral, que puede definirse por:

• Las consecuencias de las acciones: ética teleológica, consecuencialismo. • Disposiciones, rasgos de carácter y virtudes: ética de la virtud. • La intención del actor: ética de la disposición. • Por el valor intrínseco de las acciones, más allá de las consecuencias positivas o

negativas que puedan traer: ética deontológica. • Optimización de los intereses de los agentes: ética utilitarista, de la felicidad o

del bienestar.

Por ejemplo, si para el utilitarismo hay que ayudar a los necesitados porque eso aumenta el bienestar general, y para la deontología hay que hacerlo porque es nuestro deber, para la ética de virtudes, hay que ayudar a los necesitados porque hacerlo sería caritativo y benevolente. Las diferentes teorías éticas pueden compartir elementos de los diferentes criterios y, por tanto, no se excluyen entre sí. Así, por ejemplo, la ética de las virtudes está orientada también por las consecuencias de las acciones, es teleológica, considera que hay acciones valiosas por sí mismas, es deontológica, y aspira a proporcionar la felicidad (eudaimonía) y, por tanto, está atenta a los deseos o intereses del agente.

Se suele distinguir entre éticas consecuencialistas: aquellas que atienden a los resultados de las decisiones y acciones como criterio fundamental para valorarlas, como el utilitarismo; y éticas deontológicas (deontos: deber) las que sostienen que ciertas características de los actos humanos, que no son sus consecuencias, hacen correcta o incorrecta una acción. En ese sentido, para la mayoría de los autores deontológicos, hay actos que siempre son reprobables, como por ejemplo el mentir, el matar, el traicionar, etc. Por ejemplo, la ética de Kant.

A. Escuelas clásicas. Propuestas para la felicidad.

Hedonismo. Nace con Epicuro (341-281 a. C.), que fundó su escuela en Atenas: El Jardín, donde no sólo se adquirían conocimientos teóricos sino que se ponía en práctica las enseñanzas del maestro, se aprendía un modo de vida. En ella se admitían incluso mujeres y esclavos. Según esta teoría el bien supremo, aquello que todos los seres humanos perseguimos y que nos llevará a la felicidad, es el placer (hedone). Maximizar el placer y minimizar el dolor es el objetivo prioritario de nuestra vida.

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El placer se define como: La ausencia de dolor en el cuerpo. La ausencia de perturbaciones psicológicas o espirituales como son el miedo, la angustia, las preocupaciones, remordimientos, la tristeza, el estrés y la ansiedad. La satisfacción de nuestros deseos, incluyendo deseos referidos al cuerpo y deseos más espirituales como son la amistad, el conocimiento y disfrutar de la belleza. Por tanto, hay que darse cuenta de que refiere a un bienestar más amplio que lo que puede parecer a primera vista, y de que, en gran medida, ese bienestar deriva más de la moderación que del desenfreno. La sabiduría ética es para Epicuro la capacidad de calcular de modo óptimo el bienestar en la vida. Por esta razón, habrá muchos placeres a los que deberemos renunciar, aquellos de los que se derive a medio o largo plazo un dolor mayor; de la misma manera habrá ciertos dolores y sufrimientos que serán buenos, aquellos de los que obtengamos un placer que los compense. Para poder hacer ese “cálculo”, Epicuro distingue tres tipos de deseos y nos da normas para satisfacerlos y así maximizar el placer y minimizar el dolor:

• Naturales y necesarios: más que deseos son necesidades primarias y biológicas, alimentarse, beber y dormir. Su satisfacción siempre hace feliz al hombre.

• Naturales y no necesarios: nacen del deseo de los seres humanos de variar y obtener más placer de la vida. Por ejemplo satisfacer el apetito con una exquisita paella y no con un trozo de pan, satisfacer la sed con un zumo y no con agua y dormir en la más cómoda de las camas. Estos deseos debemos moderarlos.

• No naturales y no necesarios: el lujo, el poder, la riqueza, la fama, la gloria, el prestigio y los honores. A estos deseos debemos renunciar pues no se sacian nunca, cuanto más tenemos más queremos.

Por último Epicuro nos propone cuatro normes más que habremos de seguir si queremos una vida placentera para poder eliminar el dolor espiritual. Se trata de eliminar cuatro temores, prejuicios, tabúes o supersticiones, que además son fomentados por las elites que nos gobiernan para so meternos:

• El miedo a los dioses: para eliminarlo basta pensar que no se cuidan de los asuntos humanos, y desde luego, brujos, sacerdotes y demás son sólo buenos psicólogos.

• El temor a la muerte: es absurdo temerla, pues mientras estamos vivos no nos afecta y cuando nos afecta ya no estamos vivos. Tampoco debemos temer al "más allá", pues tras la muerte no hay más vida.

• El temor al destino: Epicuro negó el determinismo, nada está escrito, sólo el azar y la libertad existen. Cada hombre es dueño de su propio destino.

• El temor al dolor y la infelicidad: si seguimos las enseñanzas de Epicuro respecto a la moderación y la renuncia a falsos placeres, si aprendemos a desear lo que tenemos y a no desear lo que no tenemos, con seguiremos sentirnos bien con nosotros mismos, íntimamente, disfrutando serenamente de los placeres que la naturaleza nos ofrece, lejos de pasiones que perturben nuestro equilibrio.

Bentham (1748-1832) siguió esta orientación, tratando de derivar de ella unas consecuencias sociales positivas. El utilitarismo que defiende, sobre una base hedonista, aspira a extender el bienestar al mayor número posible de individuos.

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Cinismo Antístenes fue el fundador de la escuela de los Cínicos (del griego kinos, perro), llamados así por su extravagante manera de vivir: austeros hasta la mendicidad, "pasando" de usos, costumbres y convencionalismos sociales. El más famoso de ellos (vivieron en el siglo IV y III a. C.) vivía en un tonel y satisfacía sus necesidades donde le apetecía, fue Diógenes. Otro, Crates, abandonó familia y riquezas para ir por el mundo mendigando, y entre sus filas aparece Hiparchía la primera mujer filósofa que aparece en los libros. Para los cínicos la meta del ser humano, el bien supremo, la felicidad, debe ser la autarquía, es decir, la autosuficiencia, la total independencia externa e interna, el bastarse a sí mismo. Se trata de buscar una moral plenamente emancipada y por ello, necesariamente, antisocial, pues la sociedad no permite un individuo plenamente independiente, antes al contrario, nos modela hasta convertirnos en lo que necesita que seamos. La sociedad, por una parte, complica enormemente la satisfacción de las necesidades más primarias por medio de infinidad de convenciones, reglas y usos, y por otra, convierte al ser humano en esclavo de nuevas necesidades perfectamente superfluas. La norma moral que los cínicos nos dan para lograr la autarquía es esta: renunciar a lo social, liberarnos de esas falsas necesidades, seguir los dictados de la naturaleza, llevar una vida sencilla, frugal y adaptada como la de un animal. No debemos dejarnos guiar por convenciones, usos y costumbres sociales o legales; son los primeros objetores e insumisos de la historia y se acercan mucho a los "hippies" de los años sesenta. Mordaces y provocativos, fueron los primeros contraculturales: no respetan mitos, costumbres, instituciones, normas, leyes, ideologías ni religiones. Despreciaban la nobleza, la fama y sobre todo el dinero, cristalización de todas las relaciones sociales. Afirmaban la abolición de lo público y lo privado y de las diferencias entre seres humanos por razón de raza, lengua, patria o sexo. Estoicismo ¡Domínate y aguanta!, este era el lema de la escuela, Stoa (pórtico) fundada en Atenas por Zenón en el año 306 a. C. Sus ideas tuvieron un gran éxito siglos más tarde y entre personalidades de las clases sociales más dispares: esclavos como Epíteto, filósofos como el cordobés Séneca y emperadores romanos como Marco Aurelio. Según los estoicos todo el universo y cuanto en él sucede, también, por supuesto, la vida de cada uno de nosotras y nosotros, está regido y determinado por un Principio o Razón Universal que todo controla y domina en una cadena de causas inexorable. Nuestra vida, a veces ilógica o injusta, inconexa y sin sentido, responde, en realidad, a una gigantesca armonía de correlaciones e interdependencias. Es más, ni siquiera tiene sentido hablar del mal en el mundo (guerras, catástrofes naturales), pues nada de lo que sucede es un mal, juzgarlo así es sólo producto de la estrechez de la visión humana, que no ve más allá de lo inmediato.

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Por todo esto, el ser humano debe vivir de acuerdo con la Razón Universal, vivir en armonía con el todo y aceptar lo que el destino nos depare aún cuando nos parezca absurdo o doloroso. Por ello nuestro bien supremo, aquello en lo que se cifra la felicidad es la imperturbabilidad (ataraxia): permanecer impasibles ante todo aquello que no depende de nosotros, como el éxito, la salud, la muerte y los golpes de la fortuna. A través del autocontrol, el autodominio, la eliminación de las pasiones (el dolor, el temor, el deseo; comprender y aceptar lo que no podemos cambiar. La norma moral para conseguir semejante objetivo es un férreo dominio de la voluntad, una disciplina casi inhumana. La libertad consiste en que podemos elegir esa actitud interior con la que vivimos lo que no podemos cambiar: Podemos adoptar una actitud interior de aceptación a lo que ya es y no puede no ser a través del autodominio y la imperturbabilidad. Salvo esa disposición interior, poco más puede el ser humano elegir. Esa es la ventaja del sabio sobre el ignorante: saber que todo está determinado tiene un rendimiento práctico, la imperturbabilidad que nos ahorra el sufrimiento. Eudemonismo

Su creador, Aristóteles (384-322 a. C.) es uno de los pensadores más influyentes de la Filosofía occidental, vive en Grecia en el siglo IV a. C. Elaboró una ética de la felicidad llamada "Eudemonismo", porque presupone que el bien supremo que todos los seres humanos perseguimos es la felicidad (en griego eudaimonia). Desde luego eso es algo de lo que caben pocas dudas, la tarea de la reflexión ética será investigar qué es la felicidad y cómo conseguirla. La primera afirmación de Aristóteles sobre las condiciones materiales necesarias para ser feliz es que nadie puede ser feliz en ausencia de ciertos requisitos materiales mínimos: nadie puede ser feliz viviendo en la miseria, la indigencia, la indignidad, la tortura y la marginación absoluta. Todas estas condiciones materiales son necesarias para una vida feliz pero no son suficientes, hace falta algo más. Para averiguar qué más, Aristóteles nos recuerda que todos los seres del universo poseen una esencia y una función propia y su excelencia consistirá en realizar de la forma más perfecta posible esa esencia y esa función específica. Por ejemplo: un cuchillo es un "buen cuchillo" si corta de maravilla, un ojo es un "buen ojo" si permite una magnífica visión. etc. Pues bien, el ser humano es feliz cuando desarrolla del modo más perfecto posible su esencia y su función específica, es decir, cuando se autorrealiza como ser humano. Desde luego, los seres humanos realizamos múltiples actividades, muchas, como nutrición, la reproducción y el crecimiento, las compartimos con todos los seres vivos, luego no son las más específicas; otras, como la capacidad de movernos o de sentir las compartimos con los animales, luego tampoco son las que buscamos. La única actividad humana que es propia y exclusiva de las personas es la capacidad de pensar y razonar. Así que seremos buenos y felices si conseguimos que nuestra vida sea lo más racional posible. Y el medio para conseguirlo es respetar dos tipos de normas a las que Aristóteles llama virtudes: las virtudes éticas o morales y las virtudes dianoéticas o intelectuales. En primer lugar, debemos practicar en nuestra conducta cotidiana las virtudes Morales. Éstas se definen cómo el hábito de mantener nuestras emociones, sentimientos y deseos

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en un término medio, siendo los extremos, tanto por exceso como por defecto, vicios. Así que, en las decisiones que tomemos día a día, no debemos dejarnos llevar por nuestros impulsos, deseos y emociones: ira, rabia, miedo, pasión, impaciencia, tristeza, pena, alegría, vergüenza, aversión, aburrimiento, resentimiento, envidia, orgullo, gula, avaricia, lujuria, pereza..., sino que nuestra guía debe ser siempre la razón, sólo serán buenas las decisiones racionales, sólo ésas nos conducirán a la felicidad. Ejemplos de virtud ética: Vicio por exceso Virtud término medio Vicio por defecto Libertinaje Templanza Insensibilidad Temeridad Valor Cobardía Despilfarro Generosidad Avaricia Ira Justa indignación Pusilanimidad Descaro Educación Timidez Hostilidad Amabilidad Adulación En segundo lugar debemos practicar las virtudes intelectuales, que son dos: prudencia y sabiduría. La prudencia: Esta virtud nos permite saber dónde está nuestro término medio, que es siempre algo personal. La sabiduría: Esta virtud nos induce a dedicarnos a las tareas o trabajos más acordes con nuestra naturaleza racional, los de tipo intelectual, como la investigación, el estudio, la gestión y la creación

B. La síntesis cristiana. Deontología aristotélico-tomista

Nos referimos a los autores que, a partir de Aristóteles y Tomás de Aquino, consideran que la rectitud de las acciones es algo determinado por la misma naturaleza de las cosas, no por las leyes positivas, costumbres o preferencias afectivas. La naturaleza de las cosas puede ser descubierta por la razón y reflexión pero no es creada por la razón. El ser humano tiene una naturaleza que comparte con el resto de los seres creados y una naturaleza racional, cuya ley es la que debe seguir en sus actos. La razón es la fuente de la moralidad porque es la que descubre a la ley natural que siempre tiende a un único principio: "hay que hacer el bien y evitar el mal".

Con la reflexión sobre cuáles son nuestras inclinaciones naturales de tipo biológico, personal y social, el hombre puede establecer un cuerpo de principios morales y reglas que sean iguales para todos los tiempos, pueblos y lugares. Todos los hombres pueden reconocer la ley natural, pero es natural también, reconocer que Dios haya querido revelar de forma explícita a los hombres, cual es el fin de nuestros actos y la plenitud de la sabiduría.

Tanto Aristóteles como Santo Tomás consideran que el ser humano tiene, además de una "razón teórica", que es la que reconoce los principios y normas éticas que están de acuerdo con la naturaleza de las cosas; una “razón práctica” que es la que aplica esos principios a la realidad, teniendo en cuenta las circunstancias siempre variantes. Para

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esto es imprescindible la "virtud de la prudencia", que se va aprendiendo al ver ejercitarla a otros y al ejercitarla uno mismo.

La posición "iusnaturalista" sostiene que las acciones no se pueden legitimar por las consecuencias. Para estos autores hay acciones que son inmorales en sí mismas, con independencia de las posibles circunstancias y sean cuales fueren las consecuencias; así, el falso testimonio, la traición a la lealtad, la muerte del inocente, etc.

Sin embargo en la aplicación concreta de la moral a los casos prácticos, el iusnaturalismo tiene en cuenta las consecuencias positivas o favorables de una determinada acción, así como sus respectivos riesgos e inconvenientes. Un ejemplo de esto es el caso de la muerte en legítima defensa. Para el iusnaturalismo matar es siempre malo, aun cuando se trate de matar a un enemigo. Pero si como único camino para salvar mi propia vida, tengo que defenderme, matando al que me ataca, está justificado matar, piensan estos autores. Este tipo de solución no deja de afirmar que la norma que prohíbe matar es intrínsecamente buena, pero en un conflicto en el que está en juego la vida de uno o de otro (es decir dos consecuencias opuestas de las acciones) los iusnaturalistas tradicionalmente han aceptado que es justificable defenderse matando. Para esto recurren al Principio del doble efecto.

Siguiendo el ejemplo anterior, la primera intención sería recta (defender la propia vida) mientras que la intención de la muerte del otro no sería querida primariamente sino derivada como un doble efecto ineludible del hecho de defenderme. El principio del doble efecto lo que hace es justificar por qué la conciencia de ese individuo que ha matado en legítima defensa, no es culpable de lo que ha llevado a cabo. Pero el hecho de que los autores iusnaturalistas justifiquen que se proceda así, es porque en realidad aceptan que la vida propia es comparativamente más importante "para mí" que la vida de otro.

C. La crisis moderna de la razón moral

Emotivismo: Los autores más significativos de esta corriente son Hume, Ayer, Stevenson. El presupuesto básico de esta teoría es que no existe ninguna referencia ética que trascienda al propio individuo, el principal valor es el interés de cada uno. En esa medida, la convivencia es algo que tenemos que “aceptar” puesto que "nos satisface"; o debemos rechazar si "nos molesta". Pese a que la vida social implica ciertas limitaciones "soportables", éstas deberían ser las mínimas necesarias para que cada individuo pueda realizar su propia conducta moral privada.

Quien puso las bases para esta ética fue Hume (s. XVII), para quien la razón humana tiene que ver -únicamente- con la verdad o la falsedad de "los hechos empíricos" y por tanto sólo se ocupa de ver los medios eficaces para lograr los fines. La voluntad y los afectos no pueden ni responder ni contradecir a la razón. Un afecto sólo puede ser irracional en cuanto sea un medio inadecuado para obtener determinado fin, pero como afecto en cuanto tal, no puede ser considerado racional o irracional. Con Hume queda separada la razón de la moral. La razón está supeditada a los afectos que le ordenan

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hacer una cosa u otra, o buscar los medios adecuados para un fin previamente decidido por la voluntad. De ahí que la moral sea una cuestión de emociones y las reglas morales no puedan ser inferidas a partir de razonamientos. Cuando rechazamos un homicidio, no decimos que sea malo porque haya sido contrario a los medios racionales adecuados para llevar a cabo tal acto, sino porque tenemos un sentimiento de rechazo que nos dice que “está mal”.

Siguiendo las proposiciones de Hume, a principios del siglo XX Ayer (Positivita lógico en epistemología) piensa que las proposiciones éticas siempre son tautológicas: no informan de nada. Ni son afirmaciones empíricas ni expresan propiedad alguna, natural o no-natural. Simplemente son expresiones emotivas. Su emotivismo ético considera que las proposiciones éticas no establecen nunca lo verdadero o lo falso, sino simplemente "yo abomino esto" o "yo rechazo aquello", o "yo estimo esta manera de comportarse". Para Ayer lo único que cabe en el lenguaje ético es el de expresar o suscitar sentimientos o emociones que tienen fines prácticos. Para Ayer el hecho de que los seres humanos discutan de moral no es más que una discusión de diferentes preferencias prácticas. Cuando se comprueba que el otro parte de un orden diferente de valores, lo único que queda es el intento de preferencia emocional –compartido en los hechos, pero nunca en la razón.

De forma parecida, para Stevenson la afirmación "esto es bueno" no significa otra cosa que decir "yo lo apruebo, apruébalo tú también". De ahí que las afirmaciones morales no son más que formulaciones que unos hacen para convencer emocionalmente a otros, es decir que el lenguaje moral trabaja con el instrumento de la sugestión. Las manifestaciones morales son instrumentos de los que nos servimos para cambiar las actitudes de los demás y para crear estados mentales en los oyentes. Para este autor la formulación que deberíamos dar a las preguntas morales sería: ¿me siento mejor con esta alternativa de conducta o con la otra?

Sin embargo Hare propugna que se trata de elegir principios que satisfagan los deseos de todos. Por eso hay que saber aprovechar los principios morales del pasado, porque muestran una experiencia acumulada de siglos; pero debemos cambiarlos si vemos que ya no satisfacen los deseos del presente. Así, no hay principios universales sino deseos individuales que pueden coincidir y permitir que la vida de los individuos se desenvuelva a través de ciertas “premisas de valor” (o principios) que finalmente satisfacen los deseos. Esas premisas de valor o esos “principios” que satisfacen deseos son preferidos porque la razón ayuda a inclinar a la voluntad por uno u otro, según se muestran convincentes.

D. La refundación kantiana. Formalismo deontológico

Para Kant las consecuencias de una acción son irrelevantes para evaluar su moralidad. Una acción es éticamente “buena” cuando está de acuerdo con el imperativo categórico: "Actúa solamente según aquella máxima que puede ser convertida en ley universal". O también formulado así: “Toma a todo ser humano siempre como fin y nunca como medio”

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El imperativo categórico es también llamado el Principio de la universalización. Para Kant y sus seguidores, la única manera que tiene la mente humana para saber cómo debe actuar es preguntarse si una determinada ley puede ser aceptable universalmente. Así por ejemplo, no podría ser nunca aceptada por todos los seres humanos una ley que dijese: debes mentir. En cambio sí la que mandase decir siempre la verdad.

Según la segunda formulación que hizo Kant del imperativo categórico: "actúa siempre de forma que los otros sean tratados como fines, nunca como medios" cada persona tiene un valor en sí mismo por el hecho de ser racional, y por tanto posee una voluntad autónoma autolegislante que es inalienable.

Para Kant la racionalidad confiere a cada uno un valor intrínseco. En ella reside la fuente última de la moralidad. El imperativo categórico es un mandato que debe ser seguido por todo ser humano racional. Sólo una cosa es buena: la buena voluntad. Pero ¿qué es una buena voluntad?: La voluntad que actúa sólo por el cumplimiento del deber o sea, con máximas que cumplen el imperativo categórico.

Lo que determina el carácter moralmente bueno de un acto no es, pues, el motivo que subyace a nuestras acciones, ni los resultados, ni nuestros sentimientos, sino la universalidad de la norma aceptada por la razón. De esto se derivarían para Kant, normas como las siguientes: Independientemente de las consecuencias, siempre está mal mentir. Independientemente de las consecuencias siempre está mal robar. Kant distingue el deber perfecto e imperfecto. Perfecto es el que siempre debemos hacer. Deber Imperfecto, es aquel que sólo es tal en algunas ocasiones, como por ejemplo mostrar amor y compasión. De ahí que hayan también, los derechos perfectos (que siempre deban ser exigidos, por ser universales) y los imperfectos, que no son categóricos.

Podemos destacar características principales en la teoría kantiana:

1. La insistencia en que el ideal de vida para el hombre consiste en la aceptación a ciertas normas o mandamientos expresados en imperativos universales que se mantienen para todos los seres humanos sin excepción: El imperativo categórico.

2. La insistencia de que los imperativos morales son incondicionales: es decir innegociables, no cambiables por otros; absolutos: sin excepciones; supremos: predominan sobre todos los otros imperativos en caso de que existan conflictos.

3. La insistencia de que la voluntad a la que el sujeto se somete no pertenece a otra persona sino a él mismo; y reside en su capacidad de raciocinio, a través de la cual llega a encontrar los principios universales. (A esto se llama autonomía moral).

4. La insistencia especial en ciertos valores éticos como la autonomía, la libertad, la dignidad, el auto-respeto y el respeto por los derechos individuales, que han sido considerados valores esenciales desde la Revolución francesa hasta la actualidad.

Entre los autores modernos que pueden ser considerados neokantianos podríamos situar a Veatch, Engelhardt, Apel, Adela Cortina.

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Las principales objeciones que se le hacen a la ética kantiana:

1. En el caso de que haya conflictos de deberes entre dos normas universales igualmente válidas no provee un medio práctico para resolverlos. Por ejemplo, ante el deber de mantener la promesa que puede entrar en conflicto con el deber de ayudar a otro ser humano, Kant no es capaz de resolver este dilema puesto que ambos deberes son imperativos ineludibles e innegociables. Se dice que la moral kantiana es una moral formal pero que no permite resolver los asuntos de la práctica en los que la lucha de intereses es muy concreta.

2. El principio de universalización parece insuficiente como criterio de la acción moral puesto que puede haber normas que pasan el "test de la universalidad" pero que tienen resultados que contradicen la dignidad de la persona autónoma. Así por ejemplo la norma: "toma a los demás siempre como medios y nunca como fines" podría ser aceptada como ley universal en un mundo donde todos fuesen perfectos egoístas.

3. Kant afirma que la persona considerada siempre como fin y nunca como medio, es un ser racional y por tanto, autónomo, es decir se da a sí mismo sus principios morales. Pero ¿qué pasa con el no racional, con el deficiente, con el que está en coma, con el niño? ¿No merecerían ser considerados dignos de respeto en caso de haber perdido irreversiblemente la autonomía?

E. Una ética para el mundo industrial

Utilitarismo. El utilitarismo tiene a Jeremy Bentham (1748-1832) y a John Stuart Mill (1806-1873) como sus principales representantes. Según esta doctrina nuestra conducta debe regirse por el principio de utilidad o interés de la mayoría. De ahí el principio utilitarista por excelencia: una acción es buena cuando produce la mayor felicidad para el mayor número de personas. En cada acción debemos calcular la cantidad de utilidad o inutilidad que proporcionará. Pero como el hombre vive en sociedad, el cálculo del interés debe hacerse en relación con la utilidad colectiva. El principio básico de moralidad y justicia es que la felicidad de los individuos debe ser compatible con la felicidad del conjunto, las leyes e instituciones sociales han de jugar un papel básico en la promoción de los intereses públicos y en su conciliación con los intereses privados. El principio se centra en las consecuencias de los actos más que en las acciones mismas. Ninguna acción está bien o mal en sí misma. Tampoco pueden juzgarse las acciones por las intenciones o deseos del que las hace. Solo las consecuencias son decisivas: romper una promesa, mentir, causar dolor, matar, pueden ser buenas en ciertas circunstancias y malas en otras. Para el utilitarismo, en todos los dilemas morales se debe decidir a favor de aquella alternativa que produzca el máximo beneficio al menor costo.

El utilitarismo es, tal vez, la escuela ética que mejor encaja con la mentalidad del mundo occidental y con las coordenadas propias del liberalismo social y democrático. Se trata de extender el llamado estado de bienestar conseguido gracias al desarrollo científico y tecnológico. Sin embargo vemos que si bien se ha conseguido un avance

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indiscutible en la calidad de vida de los ciudadanos, no son la mayoría si pensamos en términos planetarios y vemos que también se han ocasionado graves riesgos; piénsese en el deterioro del medio ambiente y en el enorme potencial destructivo de la industria armamentística. Por lo tanto la extensión planetaria del principio utilitarista: la mayor felicidad posible para el mayor número posible de personas, plantea algunos problemas. ¿Es posible un crecimiento económico ilimitado y a la vez generalizado, extensible a la humanidad entera? Si tenemos que seleccionar ¿quiénes serán las personas o grupos seleccionados? ¿a quiénes se puede excluir, provisionalmente, de la lista? ¿quién establece y cómo se diseña una utilitarista "lista de espera"? ¿cómo conciliar el componente pragmático del utilitarismo (su visión "realista" de la moralidad) con una concepción universalista que reconozca y aplique a los seres humanos los mismos principios y derechos, con independencia de su lugar de nacimiento o condición social? Se la diferenciado el “utilitarismo de actos” del “utilitarismo de reglas”. El utilitarismo de actos es el que acabamos de explicar en el párrafo anterior. El utilitarismo de “reglas” trata de fundamentar que el “principio de utilidad” no debe valorarse a partir de cada acto particular a decidir, sino que propugna que las conductas individuales se ajusten al cumplimiento de las normas que se hayan mostrado como las más eficaces en la producción del mayor bien para el mayor número.

1. La objeción principal que se hace al utilitarismo de actos es de que el principio de utilidad (beneficio de mucha gente) puede justificar la imposición de un gran sufrimiento a una minoría. Esto va en contra del principio de justicia: no puede ser legítimo que la felicidad de muchos se haga a costa del sufrimiento de unos pocos.

2. Una segunda objeción es que el utilitarismo se queda sin forma de argumentar con respecto a la eticidad de determinadas acciones humanas. Parecería que es una evidencia universalmente aceptada que matar a un inocente es una conducta éticamente reprobable. Pero si para un determinado individuo es de enorme utilidad matar a un inocente del que la sociedad no podría esperar ya nada ventajoso, el utilitarismo no tendría argumentos para considerar que ese determinado acto es ilícito, ya que la sociedad ni se enterará nunca, ni se verá perjudicada.

3. Una tercera objeción es que el criterio del "mayor número" o "utilidad para la mayoría" es arbitrario y ambiguo. ¿Cuándo empieza a ser "el mayor" número? ¿El 90 o el 80 % de la población? ¿La mitad más 1 o los 2/3? Según el criterio utilitarista, una ley que considerara que hubiese que matar a determinadas personas podría ser considerada "justa" en la legislatura actual (si obtuviera la mayoría parlamentaria) pero "injusta" en la legislatura siguiente, (si obtuviera la mayoría para derogarla). Para el utilitarismo matar a esas personas tendría que ser juzgada únicamente en relación con la aceptación de la mayoría que ejerce el poder de decidir en esa sociedad. No habría otro criterio de discernimiento para los utilitaristas y el mismo acto podría ser bueno o malo no según las consecuencias en sí mismas sino según el poder que tengan las mayorías para calificarlas como válidas.

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4. Una cuarta objeción que está en estrecha relación con las anteriores es la formulada por Rawls en el sentido de que el utilitarismo, al preocuparse por maximizar el bienestar para el mayor número, convierte al individuo en un ser sin importancia, es decir lo despersonaliza.

F. La crisis de la tradición occidental: Nietzsche Federico Nietzsche (1844-1900), famoso, por haber sido el gran profeta de la "muerte de Dios", así como de la revolución ética que tal muerte provocaría: desaparecen los valores tradicionales de la cultura occidental y el hombre no tiene más remedio que crear nuevos valores y ponerse a sí mismo en el lugar de Dios. Nietzsche considera que desde siempre han existido dos tipos de personas, con dos morales contrapuestas: Los nobles o señores con su moral se señores: son las personas fuertes, superiores, distinguidas, poderosas, individuos que no aceptan sujetarse a normas, que no aceptan ser masa y por ello viven en permanente lucha y peligro, arriesgando su seguridad sin temor. Su moral es la moral del dominador, son personas autónomas porque se dan a sí mismas sus propias normas de conducta, creando sus propios valores. No buscan la aprobación de los demás sino solo de sí mismas. Se encuentran felices consigo mismas y con lo que hacen. Sus valores son la plenitud, el poder, la fuerza, la dureza, la disciplina, la confianza. Son capaces de luchar y descargar toda su cólera, y por ello, jamás les envenena el resentimiento y el rencor contra la vida y los hombres. La moral de los esclavos es propia de las personas débiles, inferiores, plebeyas, vulgares, cobardes, el rebaño, la masa. El esclavo ve con recelo las virtudes del poderoso y antepone las cualidades del débil para hacer así más soportable su existencia frente al fuerte. Por ello promueve aquellos valores que sirven para proteger su debilidad: la compasión, la piedad, la dulzura, el amor al prójimo, la igualdad, paciencia, resignación, humildad, bondad de corazón, estoicismo, mansedumbre, pasividad. En definitiva el esclavo entiende la vida y la felicidad como "narcosis", llamando "malo" a lo poderoso y "bueno" a lo bonachón y simplón. El esclavo es tan débil que se siente incapaz de exteriorizar su cólera, de ahí su resentimiento, su rencor y su deseo de venganza y de ahí también su necesidad de ser “masa” pues como individuo carece de fuerza y valor, por ello mismo no posee una moral autónoma sino heterónoma, pues es incapaz de inventar sus normas saliéndose de lo que el rebaño establece. Según Nietzsche, en la cultura occidental ha triunfado la moral del esclavo, debido, primero al racionalismo propio de la filosofía griega y luego al cristianismo. Efectivamente, para muchos de los filósofos griegos que hemos estudiado para ser felices nuestra vida debe ser algo lógico, racional, frío y calculado, la razón debe someter todo lo instintivo, pasional, pulsional, espontáneo y emocional. Pero esto supone, según Nietzsche, cercenar la vida y querer reducirla a su aspecto más frío. Considera el cristianismo que lo sensible, lo mundano, lo vivido con el cuerpo es secundario y a ello opone el mundo supraterreno, auténtico, verdadero, trasmundo, al que concede prioridad. ¿Quién es el bueno desde el punto de vista cristiano? el pobre, el enfermo, el desgraciado, el deforme, el abnegado, aquel que se sacrifica a sí mismo, que lleva una vida ascética, el que renuncia a lo material, a la belleza, al deseo, a la felicidad, en definitiva, el que no quiere nada. Todos los valores con los que el esclavo

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se siente protegido. Con ambas influencias la cultura occidental supone la rebelión de los esclavos que imponen la idea de que todas las personas somos iguales. Nuestra cultura, entonces, representa el triunfo de los mediocres. La actitud en la que ha crecido nuestra cultura, y de la que procede nuestra moral es esta. Una forma de entender el mundo y la vida hostil a los sentidos, a los instintos, al sentimiento, la emoción y a la creatividad. Siempre huyendo hacia otro mundo perfecto e irreal. La consecuencia de toda esta negación es el nihilismo y la decadencia que caracterizan a occidente. Frente a ello Nietzsche nos dice que ha llegado la hora de volver a colocar las cosas en su lugar: sustituir lo pretendidamente bueno por lo que es realmente bueno. La humildad por el orgullo, la piedad por la crueldad, la comodidad por el riesgo. Esto es lo que se conoce como transmutación de los valores. El superhombre es el nuevo ser humano que será capaz de llevar a cabo esa transmutación. No es el resultado de la evolución biológica y, por tanto, no se corresponde con unas características raciales concretas. Lo que lo define son unos determinados rasgos morales. Es el hombre que niega y destruye los valores de la tradición occidental y los reemplaza por valores humanos. El superhombre rechaza la razón y escoge los sentidos, los instintos, la intuición y con ellos capta el sentido de la vida. Se contenta con este mundo y no se pierde en la ilusión de trasmundos. Conoce la Voluntad de poder y el Eterno Retorno. El superhombre conoce la Voluntad de Poder porque comprende que la vida, el mundo y el hombre son voluntad de ser más, de vivir más, de superarse, de demostrar una fuerza siempre creciente, es voluntad de dominación de unos sobre otros, es voluntad de crear, de no ser masa sino diferencia. Es voluntad de ilusión y creación. El superhombre conoce el Eterno Retorno porque comprende que no hay más mundo que este y toda huida a otro es una pérdida de la realidad: hay que permanecer fieles a él, aceptándolo. Y aceptarlo significa decir sí a la vida y al mundo una y otra vez.

G. La sociedad como referente

El rasgo que estas teorías éticas tienen en común es la centralidad que conceden a las consecuencias que acrecienten la armonía o la utilidad social o que eliminen los conflictos. En ese sentido consideran que es valor ético todo aquello que ayude a la convivencia social mutuamente satisfactoria, la menos conflictiva o la que más acuerdo social genere. Entre las teorías consecuencialistas más relevantes podemos señalar al:

Sociologismo. El autor más significativo es Durkheim. Según esta corriente ética, es “bueno” lo que la sociedad acostumbra a considerar como bueno. Para el sociologismo la palabra “ética” es sinónimo de “costumbre” social; y en ese sentido, así como cambian las costumbres, cambia la ética. No habría distinción entre uno y otro concepto. Dada esa equivalencia entre “costumbre normalmente aceptada” y “conducta moralmente buena”, no sería posible que pudiéramos “juzgar” o “valorar” el comportamiento de una sociedad determinada, si estuviéramos situados en otra. Si para una sociedad dada, la subordinación del sexo femenino al masculino es la “costumbre” normalmente aceptada, no habría argumentos racionales para afirmar –desde otra sociedad- que es “moralmente mejor” considerar que los sexos tienen igualdad de derechos y dignidad.

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Positivismo y legalismo. En realidad, es una posición similar al sociologismo. Según el positivismo, no hay principios racionales universalmente válidos, ni reglas racionales generales. Levy-Bruhl, uno de los autores más significativos del positivismo propone la “ciencia de las Costumbres”. Esto significa que el “científico” positivista deberá buscar aquellos juicios morales o conductas que –al igual que una prescripción médica- permitan al hombre “estar bien” y probarlo empíricamente. Dado que la “costumbre” de una sociedad no es una “verdad” que surja innatamente, el “Legalismo” saca las conclusiones morales de los presupuestos metafísicos del positivismo y considera que sólo cuando esa costumbre es asumida por los legítimos representantes del pueblo, pasa a ser moralmente obligatoria. Lo "bueno" es lo mandado o permitido por la ley. Lo malo sería, por el contrario, lo prohibido por la ley. No puede haber otra "verdad" que la establecida positivamente por los representantes elegidos por el pueblo.

H. Ética para un mundo global: La Ética Comunicativa o del discurso

Jürgen Habermas (1929), formula el objetivo de la denominada "ética comunicativa" o "del discurso" es establecer las condiciones en las que una comunidad podría alcanzar, a través del diálogo, un consenso universal sobre cuáles deber ser sus valores, normas y fines morales. Habermas insiste en que no se trata de establecer unos valores, normas y fines abstractos. Por el contrario una comunidad tiene un interés básico: la emancipación o progresiva liberación de las personas y los grupos en sus circunstancias concretas. Por tanto las normas acordadas para conseguir esa emancipación tienen como referente la situación concreta de la comunidad y no tienen carácter definitivo. Son normes históricamente revisables, expuestas a ulteriores procesos dialógicos, como aquéllos en que han sido producidas. En una línea parecida, Adela Cortina y su maestro Apel siguen la tradición kantiana, pero desde una perspectiva bastante novedosa. Si bien la ética de Kant tiene el serio inconveniente de quedarse sin contenidos concretos; posee, en cambio, la enorme riqueza de establecer un criterio definido para encontrar la norma moral (o el valor): aquella ley que pueda ser tomada como ley universal.

Apel busca, pues, una ética que tenga un criterio de universalidad y al mismo tiempo que permita encontrar contenidos concretos aplicables a la interacción humana. Es en el "hecho" de que los hombres interactúan entre sí a través de la argumentación, del diálogo, de la discusión, donde estos autores se ubican para extraer los valores éticos universalmente válidos. Es decir, parten de que la "práctica" comunicacional de la discusión y argumentación de todos los hombres es el "factum" innegable y universal apropiado para fundamentar los cimientos de la moral. Nadie puede desconocer que todo hombre racional interactúa a través de la comunicación y de la discusión con los demás. Quien quisiera negar ese hecho, ya está argumentando y "practicando" la comunicación. Entendiéndolo así, la práctica humana de la comunicación es el punto de partida en la que Apel y sus seguidores creen ver esa base firme para fundamentar una

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ética que sea al mismo tiempo formal (universalmente aceptada) y material (que permita solucionar los problemas en la práctica).

Se ocupan, en consecuencia, de analizar cuáles son las condiciones subyacentes a toda acción comunicativa humana que tenga sentido (que sea racional). Así explica Adela Cortina las "pretensiones de toda comunicación racional". Estas "pretensiones de validez del habla" implícitamente suponen que lo que se habla:

1. es inteligible, es decir, el interlocutor es capaz de entender lo que se dice tanto como yo; o, dicho en otras palabras, que es un ser racional capaz de argumentar y dar razones entendibles para todo otro ser humano.

2. es veraz, es decir hay una coincidencia entre lo que dice el hablante y el contenido de su mente. Si no fuese así, estaríamos suponiendo que el hablante dice "incoherencias" o expresa locuciones inconscientes o divagaciones subjetivas. Si supusiésemos esto, no argumentaríamos sino solo escucharíamos pasivamente

3. es verdadero, es decir, se defiende algo porque se considera que ese "algo" se refiere a lo "real", a algo que "existe" sea en la mente o en el mundo exterior. Si no fuese así no argumentaríamos, nos limitaríamos a escuchar pasivamente la expresión subjetiva del otro sin intentar buscar ninguna verdad común.

4. es correcto, es decir, desde el punto de vista del procedimiento se cumplen las "reglas" válidas y suficientes para el diálogo; lo cual significa posibilidad de intervenir para dar las razones en igualdad de condiciones con los demás participantes de la argumentación. De hecho, si no existiese las garantías procedimentales de este presupuesto no se intervendría en una discusión.

Dice Habermas: "Todo aquél que trate en serio de participar en una argumentación, no tiene más remedio que aceptar implícitamente presupuestos pragmático-universales que tienen un contenido normativo; el principio moral puede deducirse entonces del contenido de estos presupuestos de la argumentación, con tal que se sepa qué es eso de justificar una norma de acción"

El hecho de que haya dos interlocutores que intercambian ideas y discuten en torno a cualquier verdad implica ciertos presupuestos:

1º. El presupuesto de la igualdad. Si se argumenta es porque, de hecho, se está suponiendo que el otro es un interlocutor igual al hablante. De otra manera no discutiría ni dialogaría con él. Por el contrario, o le impondría su ideas o se subordinaría a las suyas.

2º. El presupuesto de la libertad. Si se discute es porque el hablante, al menos implícitamente, reconoce que el interlocutor tiene las mismas condiciones de libertad para entender y aceptar lo que se le propone. Si no aceptara el presupuesto de la libertad, el hablante no me molestaría en discutir, sino que le impondría las ideas o, por el contrario, se subordinaría a las del otro.

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3º. El presupuesto de la veracidad. Si se argumenta y se pretende convencer a otro es porque se da por supuesto que es verdadero lo que dice el hablante. Por el contrario, si el hablante sospechara que lo afirmado por el interlocutor no es verdadero, sino una "estrategia engañosa" o un "intento de negociación" su objetivo dejaría de ser la pretensión de alcanzar la verdad a través de la argumentación racional. Abandonada la discusión racional, el interlocutor se limitaría a lograr la seducción o manipulación no racional, aunque siga utilizando la "apariencia" de veracidad. Pero quien se mantiene en una real argumentación da por supuesto que se habla desde la verdad y para alcanzar una verdad.

Tres implicaciones éticas de máxima relevancia se relacionan directamente con estos tres presupuestos de toda práctica comunicacional entre seres humanos.

1. El reconocimiento de que los interlocutores son personas y fines en sí mismas. Esta consecuencia está implícitamente aceptada cada vez que reconozco en el otro la capacidad de argumentar racionalmente igualmente a mí. Así lo expresa Apel: "Todos los seres capaces de comunicación lingüística deben ser reconocidos como personas, puesto que en todas sus acciones y expresiones son interlocutores virtuales, y la justificación ilimitada del pensamiento no puede renunciar a ningún interlocutor y a ninguna de sus aportaciones virtuales a la discusión"

Esto implica que todo ser dotado de competencia comunicativa es autónomo y por lo tanto debe reconocérsele como persona legitimada para participar efectivamente, sin que nada pueda justificar racionalmente el que sea excluida o limitada en su participación.

2. El reconocimiento de que la verdad se va alcanzando a través de la argumentación y del procedimiento de la discusión de interlocutores libres e iguales.

"...consciente de la finitud de sus intereses y convicciones subjetivos, ha de adoptar una actitud de autorrenuncia, reconocimiento, compromiso y esperanza. Autorrenuncia frente a los propios intereses y convicciones que en virtud de su limitación, oscurecerían el camino hacia la verdad si se impusieran como únicos; reconocimiento del derecho de los miembros de la comunidad real de investigadores a exponer sus hallazgos y de la obligación hacia ellos de justificar los propios descubrimientos; compromiso en la búsqueda de la verdad, porque sólo a través de los participantes reales en una comunidad real, aunque falible, puede hallarse la verdad; esperanza en el consenso definitivo, que es crítica y garantía de los consensos fácticos, y que tiene que ser solidariamente realizado en la línea de una teleología moral...”

3. El reconocimiento de que la "verdad" es fruto de la coincidencia en la evidencia encontrada juntos. Se trataría de un tipo de consenso que no es fruto de la negociación estratégica -donde uno cede una parte para obtener una ventaja de la otra- sino una "coincidencia" común en la verdad que resulta de encontrar a través de la argumentación, el mejor argumento.

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Estos presupuestos de la "igualdad", "libertad", "veracidad" son llamados presupuestos trascendentales de la argumentación racional puesto que subyacen a toda comunicación humana. Tanto Apel como Adela Cortina afirman pues que en todo discurso humano (independientemente del tiempo y del espacio) siempre hay ciertos "valores éticos" sólidos e incondicionales: la verdad, la igualdad, la libertad.

Pero, tanto la verdad como la igualdad de derechos para ser interlocutor en la comunicación, son el camino (el procedimiento) para encontrar en la historia humana concreta y sensible, aquellas consecuencias que sean las preferibles como mejores y más humanizantes para todos los afectados en la discusión.

La voluntad racional universal, es decir, lo que todos los afectados podrían querer, sigue siendo el criterio ético fundamental que compruebe cuales son las normas verdaderamente éticas; pero ya no es desde un razonamiento lógico individual sino desde el diálogo real y el cálculo de las consecuencias sopesado en esa interacción comunicativa. Como puede verse, en un mismo principio formal (universalmente válido), está incluido el balance de las consecuencias, que se valoran a través del diálogo deliberativo (acción comunicativa).

Podemos decir pues que el camino que plantean autores como Habermas, Apel y Adela Cortina tiene dos partes:

1ª: Analizando los presupuestos siempre y universalmente implícitos en toda argumentación humana llegan a la conclusión que la verdad, la igualdad de derechos de los interlocutores y la validez del acuerdo, son tres valores indudablemente afirmados como positivos por todo ser humano. Señalar lo contrario sería contradecir no lo que el hombre piensa, sino lo que hace (la acción comunicativa). En eso fundan estos autores que toda persona nunca pueda ser tomada como medio sino siempre como fin.

2ª: Es en esa deliberación comunicativa -en la cual los interlocutores tienen igualdad de derechos para intervenir en busca de la coincidencia sobre el mejor argumento de verdad-, donde pueden encontrarse las consecuencias más "humanizantes" y "éticamente óptimas" de forma que sean justas (tanto en la forma como en el contenido).

De esta manera, se articulan una ética formal (los principios universalmente válidos) y una ética responsable o de consecuencias "humanizadoras" (que responda a necesidades y situaciones concretas). En ese sentido Adela Cortina hace una formulación del imperativo categórico universalmente válido -al estilo de Kant- que incorpora lo formal junto con las consecuencias. Y lo hace de la siguiente manera: "Cada norma válida habrá de satisfacer la condición de que las consecuencias y efectos secundarios que se seguirían de su acatamiento universal para la satisfacción de los intereses de cada uno (previsiblemente) puedan resultar aceptados por todos los afectos (y preferidos a las consecuencias de las posibles alternativas conocidas)"

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Lo que todos podrían querer es el criterio para establecer las normas morales, pero ya no desde la razón individualista -como Kant- sino desde la interacción humana argumentativa, o desde la argumentación real que incorpora las consecuencias para los afectados en ese diálogo. Pero debe tenerse muy claro, que el "diálogo" no es lo mismo que "negociación" en torno a intereses comunes, sino el procedimiento racional que permite encontrar "el mejor argumento" posible, satisfactorio para todos los afectados.

Y que llegar al "consenso" o al "acuerdo" no es lo mismo que llegar a un "pacto" donde unos ceden para obtener ventajas estratégicas de otro, sino "coincidencia en la verdad" evidente, satisfactoria y convincente para todos los interlocutores. Adela Cortina concluye que en su perspectiva ética sólo puede defenderse éticamente una sociedad democrática que refleje en los llamados "Derechos humanos" los caminos aptos para la convivencia humanizante.

I. Recuperar la persona. Éticas personalistas

Nos referimos, bajo el título genérico de éticas personalistas, no a una escuela en particular, sino a un grupo de teorías que parten de la base de que entre todos los valores éticos, la dignidad de la persona humana es el valor esencial o supremo, más allá del cual no se puede pretender otra cosa. Coinciden además en percibir claramente que una ética sólo deontológica es gélida, y una ética sólo utilitarista es ciega. Por otro lado buscan trascender el relativismo para intentar fundamentar la moral en una base más firme que el mero acuerdo social.

Sin embargo debemos señalar que se han intentado dos caminos de fundamentación alternativa de la ética, que son destacables entre los autores de la segunda mitad del siglo XX. En el ámbito castellano debemos mencionar a Zubiri y en el ámbito anglosajón a diversos autores (MacIntyre, Bellah, Sandel, Sullivan, Walzer, Taylor) que, de una u otra manera, se sienten herederos de la tradición aristotélica y tomista.

El otro camino de fundamentación proviene de la tradición kantiana y es el de Apel (Alemania) y Adela Cortina (España).

Este último planteamiento es el que expondremos en detalle en lo que sigue, porque consideramos que -dentro del amplio abanico de teorías éticas expuestas- es el que más satisface las exigencias de racionalidad, coherencia y ecuanimidad, desde una clara valoración de que la persona humana individual es el valor ético de máxima importancia en toda interacción humana.

Los personalismos de diverso tipo coinciden en afirmar que hay un valor ético supremo que es la persona humana tomada como fin y nunca como medio; que, a su vez, sólo puede realizarse como tal, en un proceso de humanización solidaria. La tradición ética y jurídica de occidente -que se ha nutrido de manera sustancial con la ética aristotélica y tomista- se basa en esta convicción fundamental de la dignidad de la persona humana. En consecuencia, no sorprende que la "arquitectura" de la Declaración de Derechos Humanos se estructure en torno a ese valor máximo de referencia; y no se entendería el

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trasfondo ético-filosófico de la Declaración Universal si no se la interpreta teniendo como clave de su "discurso ético" a la Persona.

La valoración de la Dignidad inalienable de la persona humana es una categoría esencial no sólo a las teorías éticas personalistas, sino a la gran mayoría de los sistemas jurídicos de los países del mundo. En consecuencia se hace necesario desarrollar más en detalle lo que entendemos al hablar de "persona", y a la que reconocemos como valor último de toda eticidad. Sólo así podremos entender después los demás criterios, principios normas y juicios morales.