Teorías de La Traducción

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 T e or ías de l a t r adu cci ó n Ci ce r ó n, s an Jeró ni mo , al - Ŷāziz, L utero, Schle iermacher, H ugo, Be nj amin, Wi l amowi tz, Re ye s , Paz   A partir de T eor ías de l a T r aducci ó n . An tol ogía de textos , edición de Dámaso López García, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha (Escuela de Traductores de Toledo, 3), 1996, 624 pp.

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teorías de la traducción, en latín y griego.

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Teorías de la traducción

Cicerón, san Jerónimo , al- Ŷāziz,

Lutero, Schleiermacher, H ugo, Benjamin,

Wi lamowitz, Reyes, Paz  

₪ 

A partir de Teorías de la Traducción. Antol ogía de textos , edición deDámaso López García, Cuenca, Ediciones de la Universidad de

Castilla-La Mancha (Escuela de Traductores de Toledo, 3), 1996,

624 pp.

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  Marco Tulio Cicerón, Del mejor género de orador es *  

[...]

Como la elocuencia consta de palabras y sentencias, se ha de procurar no sólo la pureza latina,

sino la elegancia de las palabras propias y trasladadas, eligiendo entre las propias las mejores, y

siguiendo en las traslaciones la semejanza.

[...]

Pero como reinan en este punto graves errores, he querido emprender un trabajo útil para

los estudiosos, aunque no necesario para mí. Traduje del griego dos elocuentísimas oraciones,

entre sí contrarias, una de Esquines, y otra de Demóstenes; y las traduje, no como intérprete, sino

como orador, conservando las mismas sentencias y figuras, pero acomodando las palabras al

genio de nuestra lengua. No creí necesario traducir palabra por palabra, pero conservé el valor y

fuerza de todas ellas: no las conté, sino que las pesé.

Este trabajo será útil a los nuestros para que comprendan qué cualidades se exigen en el

orador que quiera ser ático, y a qué modelo debe ajustarse. Aquí me citarán a Tucídides como

modelo más perfecto, y tienen razón en admirar su elocuencia; pero ésta nada tiene que ver con la

oratoria de que venimos hablando: una cosa es narrar las cosas pasadas, y otra argumentar

acusando o defendiendo; una cosa entretener al oyente con narraciones, y otra conmoverlo. Me

diréis que habla muy bien. ¿Acaso mejor que Platón? Necesario es que el orador forense trate las

controversias en un estilo a propósito para deleitar, enseñar y conmover.

[...]

A este nuestro trabajo se opondrán dos géneros de objeciones. Unos dirán: mejor está en

griego, y yo les responderé: ¿podréis vosotros hacerlo mejor en latín? Otros dirán: ¿para qué he

de leer esto teniéndolo en griego? No lean, pues, la Andrómaca, la Antiopa, los Epígonos, ni otras

tragedias latinas. Y sin embargo leen a Ennio, a Pacuvio y a Accio más que a Eurípides y a

Sófocles. Leen la Andria y los Synephebos, y no menos a Terencio y a Cecilio que a Menandro.

¿Por qué les fastidian, pues, las oraciones traducidas del griego, cuando no les disgustan los

versos?

* Marco Tulio Cicerón, “Del mejor género de oradores”, Obras completas de Cicerón, trad. de Marcelino Menéndez

y Pelayo, 2 vols., Bs. As., Ediciones Anaconda, 1941, vol. I, pp. 235-239.

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  Comencemos exponiendo la causa del juicio. Decía una ley en Atenas que “a nadie se le

 premiase con una corona si antes no daba cuenta de su magistratura”, y decía otra ley: “Los que

sean premiados por el pueblo deben recibir el premio en la plaza pública; los que premie el

Senado, lo recibirán en el Senado”. Demóstenes estuvo encargado de reedificar los muros, y lo

hizo a su costa. Entonces propuso Ctesiphon que se le premiase con una corona de oro, aunque

no había dado cuentas todavía, y que esta donación se hiciese ante el pueblo reunido en el teatro

(con no ser éste lugar de legítima reunión), y que el decreto fuese en estos términos: “La corona

se le da por su virtud y beneficios al pueblo ateniense”.

Esquines llamó a juicio a Ctesiphon por haber contravenido a las leyes proponiendo que

se diera la corona antes de rendir cuentas, y se le diera en el teatro, y por haber escrito cosas

falsas de la virtud y servicios de Demóstenes, que ni era hombre bueno, ni benemérito de la

ciudad. Esta causa se aparta de todas las formas de nuestro derecho, pero es grande; hay en ella

una interpretación de las leyes bastante aguda por entrambas partes, y una controversia muy

grave sobre los respectivos méritos para con la República. La causa que tuvo Esquines para

vengarse de Demóstenes y llevar a juicio sus actos y fama, en esta acusación contra Ctesiphon,

fue el haber sido acusado él mismo capitalmente por Demóstenes a causa de haber desempeñado

mal una embajada. No habló tanto de las cuentas que no había dado como de los elogios que

Ctesiphon tributaba a un hombre que, en concepto de Esquines, no era óptimo sino perverso.

Esquines presentó esta acusación cuatro años antes de la muerte de Filipo de Macedonia, pero el

 juicio no fue hasta algunos años después, cuando Alejandro estaba ya en Asia. Dícese que a este

 juicio hubo un concurso inmenso de toda la Grecia. ¿Qué cosa más digna de ser vista y oída que

la contienda admirable y el odio encendido de dos eminentes oradores, en una causa tan grave?

Si logro traducir sus oraciones como lo espero, esto es, poniendo de manifiesto todas sus

 bellezas, sentencias, figuras, y siguiendo no sólo el orden de las cosas, sino hasta el de las

 palabras, con tal que no se aparten de nuestro grado de decir (pues aunque todas no estén

exactamente traducidas del griego, procuraré sin embargo que sean equivalentes), habrá una regla

y modelo para los que quieran imitar el estilo ático. Basta ya de proemio. Oigamos a Esquines

hablando en lengua latina.

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  San Jerónimo, “Epístola a Pammaquio sobre la mejor forma de traducir”* 

2. [...]

Pues fue así que cierto pseudo-mónaco, sobornado por dinero, como patentemente se deja

entender, o por gratuita malicia, como en balde se esfuerza en persuadirnos su corruptor, le birló

 papeles y dineros, se hizo Judas traidor, y ha dado a mis contrarios ocasión de que ladren contra

mí. Por ahí van pregonando entre tontainas que soy un falsario, que no expresé palabra por

 palabra, por “honorable” puse “carísimo” y, con malignidad de intérprete — cosa que no es lícito

decir  — , no quise trasladar el superlativo aŒdesimÓtaton (= reverendísimo). Estas niñerías y otras

 por el estilo son mis delitos.

[...]

5. Hasta aquí he hablado como si hubiera yo mudado algo en la carta de marras, y la

sencilla traducción pudiera tener error, que sería, en todo caso, error y no delito. Pero la verdad es

que la misma carta demuestra que nada se ha cambiado del sentido, no se ha añadido cosa alguna

ni se ha inventado doctrina de ningún género; “con lo que se ve que estos señores, a fuerza de

entender, no entienden jota”  (Terent.,  Andr.  pról. 17), y al querer argüir la ajena ignorancia

delatan la propia. Porque yo no solamente confieso, sino que proclamo en  alta voz que, aparte las

sagradas Escrituras, en que aun el orden de las palabras encierra misterio, en la traducción de los

griegos no expreso palabra de palabra, sino sentido de sentido. Y tengo en esta parte por maestro

a Tulio, que trasladó el  Protágoras de Platón y el  Económico de Jenofonte, y las oraciones,

 bellísimas, de Esquines y Demóstenes, que dijeron uno contra otro. No es de este momento decir

 por menudo cuántas cosas pasara por alto, cuántas añadiera, cuántas cambiara, a fin de explicar

las propiedades de una lengua por las propiedades de la otra.

[...]

El mismo Horacio, varón ingenioso y docto, da en su  Arte poética ese mismo precepto al

intérprete inteligente:

 No trates de verter, escrupuloso

intérprete, palabra por palabra.

(Ars poet. 133s.)

*  San Jerónimo, “Epístola a Pammaquio sobre la mejor forma de traducir”, Cartas de San Jerónimo. Edición

bilingüe, 2 vols., introd., vers. y not. de Daniel Ruiz Bueno, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1962, vol. I,

 pp. 486-504.

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Terencio tradujo a Menandro; Plauto y Cecilio a los cómicos antiguos. ¿Acaso andan

asidos a las palabras y no tratan más bien de mantener la gracia y elegancia en la traslación? Lo

que vosotros llamáis fidelidad de la traducción, la llaman los doctos kakozhlían o mal gusto.

Así se explica que también yo, como enseñado de tales maestros, habrá alrededor de los

veinte años, y engañado entonces como ahora por parejo error, y a la verdad no sospechando me

lo habíais de echar vosotros en cara, al traducir al latín la Crónica de Eusebio, dije, entre otras

cosas, en la prefación:

Difícil cosa es que quien va siguiendo las rayas ajenas, no se salga en algún punto

de ellas, y dura tarea que lo bien dicho en una lengua conserve la misma donosuraen la traslación. Ahí tenemos algo que está expresado por la propiedad de una sola

 palabra. No tengo a mano otra mía para significar lo mismo, y al buscar rellenar elsentido, con un largo rodeo, apenas si ando unos pasos de camino. Añádanse las

tortuosidades del hipérbaton, las diferencias de los casos, las variedades de lasfiguras, y, por último, aquel genio propio y, como si dijéramos, casero de cada

lengua. Si traduzco a la letra, suena mal; si, por necesidad, cambio algo en el orden

del discurso, parecerá que me salgo de mi oficio de intérprete.

Y después de otras muchas cosas que fuera ocioso aducir aquí, añadí también esto:

Si alguien cree que con la traslación no sufre la gracia y donaire de la lengua,

traduzca a Homero palabra por palabra al latín; y aún diré más: interprételo en sumisma lengua en prosa, y verá el ridículo estilo que resulta: el más elocuente delos poetas apenas si acertará a hablar.

6. Mas porque no parezca escasa la autoridad de mis propias palabras  — si bien lo único

que he pretendido probar es que, desde mi mocedad, jamás tendí a trasladar las palabras, sino las

sentencias — , lee sobre este punto la prefacioncilla antepuesta al libro en que se describe la vida

del bienaventurado Antonio:

Una traslación literal de una lengua a otra encubre el sentido, a la manera que una

grama abundante ahoga lo sembrado. Y así un estilo que se ciñe servilmente a los

casos y figuras, apenas logra explicar con largo rodeo lo que pudiera haberse dichocon breves palabras. Este escollo he tratado de sortear y he vertido, a petición tuya,

la vida del bienaventurado Antonio de forma que, si algo falta en palabras, nada se

eche de menos en el sentido. Vayan otros a caza de sílabas; tú buscas lassentencias. (Prol. Euagrii in vitam s. Ant .: PG 26, 834).

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  Se me acabaría el día si quisiera alegar los testimonios de todos los que han traducido

según el sentido. Basta por ahora citar al confesor Hilario, que tradujo del griego al latín las

homilías sobre Job y muchísimos tratados sobre los salmos. Hilario no se ciñó a la letra

somnolienta ni se retorció con la maloliente interpretación de los rústicos, sino que, a ley de

vencedor, traspuso, por decirlo así, cautivo el sentido a su propia lengua.

7. Ni es ello de maravillar en los otros, quiero decir, en los hombres del siglo y aun de la

Iglesia, cuando los Setenta intérpretes y los mismos evangelistas y apóstoles hicieron lo mismo

en los libros sagrados. Leemos en Marcos (5, 41) que dice el Señor: talitha cumi, y a renglón

seguido se añade:  Lo que se traduce: Niña, a ti te lo digo: Levántate. Tachen al evangelista de

mentira por haber añadido: “A ti te lo digo”, cuando en el hebreo sólo hay: “ Niña, levántate”.

Pero no, el evangelista añadió: “a ti te lo digo”, para dar más énfasis a la frase, y expresar la

llamada e imperio del Señor.

11. [...] En cambio, rechazamos con razón a Aquila, prosélito y traductor meticuloso, que

no sólo se esforzó en traducir las palabras, sino las etimologías mismas de las palabras. Así, por

ejemplo, ¿quién aguantará o entenderá que se diga por trigo, vino y aceite ceûma, opwrismòn,

stilpnòthta, que nosotros pudiéramos traducir por “fusión”, “cosecha”, “esplendor ”, o porque el

hebreo tiene no sólo artículos, sino preartículos, traducir como él, con mal gusto, las sílabas y

letras y decir: sùn tòn oæranón kaì tÈn gên (= con al cielo y con a la tierra)? Ni el griego ni el

latín toleran en absoluto semejante mezcolanza. De nuestra propia lengua podemos tomar

ejemplo de ello. ¡Cuántas cosas hay, en efecto, que están muy bien dichas en griego, y, si las

trasladamos palabra por palabra, no suenan en latín! Por lo contrario, lo que a nosotros aplace

[sic], si lo vertemos con el mismo orden, desplacerá a los griegos.

[...]

13. Pasado he la medida de una carta, pero no la medida de mi dolor. Se me llama

falsario, las mujerzuelas me hincan las uñas entre sus bordados y husos, y me contento con

lavarme de la acusación, no acusar a mi vez. Por eso lo dejo todo a tu arbitrio, para que leas la

carta misma, tanto la griega como la latina, e inmediatamente te percatarás de las impertinencias

de mis acusadores y de lo que valen sus querellas. En cuanto a mí, básteme haber informado a un

amigo carísimo y, oculto en mi celdilla, esperar sólo el día del juicio. De ser posible, por más que

mis adversarios se pongan furiosos, mi deseo es escribir antes bien comentarios a las Escrituras

que no filípicas a estilo de Demóstenes y Tulio. 

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  al-Ŷāziz, De El li bro de los animales *  

[...]

 El valor de la traducción

Aquellos que defienden y protegen la poesía argumentan en su favor diciendo: El traductor no

expresa nunca lo que ha dicho el sabio, según sus sentidos específicos, las verdades de sus

doctrinas, las particularidades de sus concepciones y los matices de sus definiciones. No puede

cumplir con sus deberes, ni ser fiel, ni ejecutar lo que debe hacer el artífice de acuerdo con su

obligación. ¿Cómo podrá expresar, conservar el sentido, e informar con veracidad y exactitud si

no conoce como autor y creador del libro el sentido, el uso de las flexiones de las palabras y sus

acepciones? [...]

Condiciones del traductor

El traductor debe tener la misma elocuencia y el mismo nivel de conocimiento que el autor

traducido. Conviene que sea una persona que conozca muy bien la lengua de la que traduce, y a

la que traduce, para que sea exactamente igual en ambas. Cuando se da el caso de que hable dos

lenguas, sabemos que agraviará a ambas, porque una lengua atrae a la otra, se sirve una de la otra,

y se oponen. ¿Cómo podrá dominar las dos lenguas reunidas en él con la misma capacidad que

tendría en sólo una? No tiene más que una sola fuerza, y si habla una sola lengua, esa fuerza se

agota. Asimismo, si habla más de dos lenguas, la traducción en cualquier lengua se resentirá de

ello. Cuanto más difícil y ardua sea la ciencia, y pocos los que la conozcan, más difícil será para

el traductor, y más fácil será cometer errores. Decididamente no se encontrará un traductor que

esté a la altura de estos sabios.

 La traducción de libros de religión

*  al-Ŷāziz,  Kitāb al -hayawān  [ Libro de los animales], 7 vols., ed. de ‘Abd Salām Muhahhad Hārūn, El Cairo,

Maktabat, Mustafà al Bābīb al Hālabī wa ‘Awlādihi, 1938, vol. I, pp. 75-79 [trad. de Rosario Montoro Murillo].

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Esto es lo que opinamos sobre los libros de geometría, astronomía, aritmética y música. ¿Qué

 pasaría si estas obras fuesen libros de religión y de teología que hablan de lo que Dios  — 

¡Glorificado y ensalzado sea! —   permite o no permite? ¿Incluso el traductor debe hablar del

sentido correcto de las naturalezas, pues estará ligado con la unidad de Dios; debe hablar de

diferentes historias, y de sus posibles contenidos, porque estará incluido en lo que puede decirse

de Dios — loado sea — , debe hablar de lo que no puede decirse; y de lo que la gente puede decir

de lo que no puede decir; también debe saber dónde se encuentra el sentido general y el sentido

 particular y las correspondencias que transformarán los relatos de orden general en relatos de

orden particular? Debe incluso distinguir lo que es dominio del Had ī t de lo que es dominio del

Corán; lo que es específico de la razón de lo que es específico de la costumbre, o lo que se podría

transformar en universal. Debe incluso saber lo que es verdad, y distinguir a ésta de lo que es

falso, y lo que no se puede denominar ni lo uno ni lo otro; e incluso conocer el nombre de la

verdad y de la mentira y los sentidos que abarcan y comprenden, y cuándo ha perdido el sentido y

el nombre ha cambiado. También debe conocer la verdad y distinguirla de lo imposible, y cómo

interpretar lo imposible; si lo imposible puede calificarse de falso o no; y cuál de las dos palabras

es más abominable: lo imposible o la mentira; y en qué caso lo imposible es más horrendo y la

mentira más detestable. Ha de conocer lo que es refrán y lo que es retórica, lo que es revelación y

lo que es escritura, la diferencia entre palabrería y verborrea, lo prolijo y lo conciso. También

debe conocer las formas de las frases, las costumbres de la gente y las razones de su

entendimiento. Lo que hemos citado es poco, hay muchas más cosas que decir. Si el traductor no

sabe todo esto, puede equivocarse al interpretar el lenguaje religioso. Equivocarse en religión es

más peligroso que cometer errores en matemáticas, alquimia, filosofía, química y en algunas

maneras de vivir de la humanidad.

Si el traductor que ya ha traducido no conoce perfectamente todo esto, se equivocará tanto

que su obra no será perfecta. ¿Qué sabe el traductor de los argumentos válidos y de los

aparentemente válidos? ¿Qué sabe de astronomía? ¿Qué sabe de los conceptos ocultos? ¿Qué

sabe de corregir faltas, y de las lagunas dejadas por los copistas? ¿Qué sabe de las precipitaciones

de ciertas premisas? Sabemos que las premisas son necesarias, y deben ordenarse de determinada

manera como una línea bien trazada. Ibn al-Bitr  ī q e Ibn Qurra no comprendieron este orden, pues

no lo aprendieron de un buen maestro ni de un excelente experto. ¿Qué se puede hacer cuando el

libro se ha transmitido en varias lenguas, han participado diferentes plumas y distintas clases de

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escrituras?

Si el que escribe bien en griego es traducido por el que escribe bien en árabe, aunque el

árabe sea menos elocuente que el griego, el sentido y la traducción no presentarán insuficiencias;

y el griego, a pesar de no estar satisfecho de la capacidad de elocuencia en la traducción árabe, no

tendrá más remedio que perdonar. A continuación aparecen los errores de los copistas, pues la

copia de la que ha traducido tendrá errores; después hará copiar la traducción a un copista, quien

introducirá nuevos errores que no existían en la copia, y no será menos defectuosa que aquella,

incluso el revisor corre el riesgo de dejar los errores tal como estaban si no es capaz de corregir

los errores que encontró en la copia.

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  Martín Lutero, “Misiva sobre el arte de traducir”* 

Al honorable e ilustre N., mi gracioso señor y amigo.

Distinguido señor y querido amigo: gracia y paz en Cristo.

He recibido vuestro escrito, en que me solicitáis mi dictamen sobre dos cuestiones o preguntas:

 primero por qué en el capítulo tercero de los Romanos [Rom 3, 28]1 he traducido las palabras de

san Pablo “arbitramur hominem iustificari ex fide sine operibus”  por “sostenemos que el hombre

es justificado sin obras de la ley, sólo por la fe”, indicándome que los papistas lo recriminan

aceradamente, al no encontrar la palabra sola (sólo) en el texto paulino, y resultar intolerable que

me tome la libertad de introducir por mi cuenta esta expresión, etc. En segundo lugar, si es cierto

que los santos fallecidos interceden por nosotros, ya que leemos que los ángeles ruegan por

nosotros, etc.

A la cuestión primera, y si os place, podéis contestar de mi parte a vuestros papistas lo

que sigue.

Primero. Si yo, el doctor Lutero, hubiera podido sospechar que todos los papistas juntos

estuviesen dotados para traducir exacta y correctamente un capítulo de la escritura, me hubiera

rebajado con toda seguridad, y les habría pedido su ayuda y su asistencia para la traducción del

 Nuevo Testamento. Pero me he ahorrado, y les he ahorrado, esta molestia, puesto que sabía muy

 bien, y lo sigo viendo con mis propios ojos, que ninguno de ellos tiene idea de cómo hay que

traducir o hablar el alemán correctamente. Se percibe con mucha claridad que es a partir de mi

traducción y de mi alemán como están aprendiendo a hablar y escribir en alemán; me están

robando este idioma mío, del que ignoraban casi todo antes. Sin embargo, no me lo agradecen,

sino que lo usan como arma contra mí. Se lo tolero, ya que me halaga haber enseñado a hablar a

mis discípulos ingratos y además enemigos.

Segundo. Podéis decirles que he traducido el Nuevo Testamento lo mejor que me ha sido

 posible, y que mi conciencia me lo ha permitido. No obstante, a nadie he obligado a hacerlo; he

* Martín Lutero, “Sendbrief vom Dolmetschen”, Obras, ed. de Teófanes Egido, Salamanca, Sígueme, 1977 pp. 306-

318.1 Para hacer más cómoda la lectura, he incorporado en el cuerpo del texto las notas que el traductor pone a pie de

 página con las referencias de citas bíblicas; donde coinciden, las he refundido con las del propio Lutero. (N. del Ed.)  

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dejado libertad absoluta, y si lo he traducido, ha sido con la única intención de prestar un servicio

a quienes no pueden hacerlo mejor que yo. A nadie le está vedado realizar una traducción más

 perfecta. No la lea el que no quiera hacerlo; ni le voy a pedir que la lea ni le alabaré si lo hace.

Este es mi Testamento y mi traducción, y míos seguirán siendo. Si alguna falta he cometido (de

lo que no tengo conciencia, puesto que a sabiendas ni una letra he traducido de forma inexacta), a

lo que no estoy dispuesto es a tolerar que los papistas se constituyan en jueces sobre ello.

[...]

¡Y estos magníficos colegas se empeñan en juzgarme a mí y a mi obra entera! Lo mismo

le sucedió a san Jerónimo cuando tradujo la Biblia; todo el mundo se hizo de buenas a primeras

su maestro; él era el único incapacitado para cualquier empeño. Y así dictaminaban sobre la obra

del buen hombre quienes no podían ni limpiarle las sandalias. Por eso, debe armarse de paciencia

quien desee una obra buena en público, ya que el mundo se empeña en ser el único maestro

avisado, y sin embargo hace todo al revés. Todo lo somete a su juicio el que es incapaz de hacer

nada por sí mismo. En fin, que este es su oficio, y nunca podrá apearse de obrar de esta manera.

[...]

En todas estas expresiones, aunque el latín y el griego no lo hagan, el alemán recurre a la

 palabra sólo,  para que el no o nada resulten más completos y claros. Porque incluso aunque yo

diga “el campesino trae trigo y no dinero” , es evidente que el no traer dinero no resulta tan claro

y completo como cuando digo: “el campesino trae sólo trigo y no dinero”; el  sólo se encuentra

aquí apoyando a la negación, para que el conjunto tenga claridad y sea alemán del todo. No hay

que solicitar a estas letras latinas cómo hay que hablar el alemán, que es lo que hacen esos

 borricos; a quienes hay que interrogar es a la madre en la casa, a los niños en las calles, al hombre

corriente en el mercado, y deducir su forma de hablar fijándose en su boca. Después de haber

hecho esto se puede traducir: será la única manera de que comprendan y de que se den cuenta de

que se está hablando con ellos en alemán.

[...]

Pero ¿qué voy a decir sobre el arte de traducir? Si tuviese que justificar y razonar cada

una de mis palabras me pasaría un año entero escribiendo sobre el particular. Sé muy bien por

experiencia el arte y trabajo que supone la traducción; por eso, no aguanto a esos borricos

 papistas y esos mulos, que no tienen ni idea de lo que significa porque nunca lo han intentado, se

constituyen en jueces y censores en esta cuestión. A quien no le plazca mi traducción que la deje

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tranquila; el diablo estará agradecido a quienes no les guste y a quienes sin contar con mi

voluntad y con mi ciencia se empeñen en criticarla. Si hay que censurarla, seré yo mismo el que

lo haga; si no lo hago yo, que dejen en paz mi traducción, y que cada uno haga enhorabuena otra

 para sí.

[...]

Con todo, me he cuidado muy bien de no alejarme de la letra, y tanto yo como mis

colaboradores nos hemos preocupado de atenernos al sentido literal de los pasajes y de no

 proceder con excesiva libertad. Por ejemplo, cuando Cristo dice (Jn 6, 27): “A este le ha sellado

Dios padre”, en alemán sería mejor decir “Dios padre le ha designado” o “a este se refiere Dios

 padre”. Sin embargo, he preferido atentar contra el alemán antes que desviarme de la palabra.

¡Ah! El traducir no es un arte por el que cada uno pueda hacer lo que le venga en gana, como

opinan esos santos insensatos; requiere un corazón recto, piadoso, entregado, prudente, cristiano,

sabio, experimentado, avezado.

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  Friedrich Schleiermacher , “Sobre los diferentes métodos de traducir ”2 

Que un conjunto de palabras se traduce de una lengua a otra es algo que se nos muestra por

doquier en las formas más variadas. Si mediante la traducción, por un lado, pueden relacionarse

gentes a las que quizá separa originalmente el diámetro de la tierra, y si pueden incorporarse a

una lengua los frutos de otra ya hace muchos siglos extinguida, por otro lado, ni siquiera es

 preciso salir del ámbito de una lengua determinada para topar con este fenómeno. Pues no sólo se

trata de que los dialectos de las diversas comunidades de un mismo pueblo, y los diferentes

estadios de evolución de una misma lengua o dialecto en diferentes siglos, representen ya, en

sentido estricto, lenguas distintas que requieran en no pocos casos una traducción plena entre sí,

sino que incluso los hablantes contemporáneos, no separados por un dialecto, sino sólo

 pertenecientes a clases sociales diferentes, que, poco unidas por el trato, se diferencian

grandemente en cuanto a su formación, muchas veces, sólo pueden comunicarse a través de una

mediación semejante. Es más, ¿no nos vemos a menudo en la necesidad de traducir para nosotros

mismos, y antes que nada, las palabras de otro que es de nuestra misma condición, pero de

diferente carácter y temperamento? Pues precisamente cuando sentimos que las mismas palabras

tendrían en nuestra boca un sentido totalmente diferente o, al menos, a veces, un contenido más

intenso, y otras, uno más delicado que en la suya, y que nos serviríamos a nuestro modo, si

quisiéramos expresar lo que él quiere decir, de palabras y giros bien diferentes, entonces parece

que, al precisar para nosotros en qué consiste este sentimiento, y al convenirse éste en

 pensamiento nuestro, traducimos. Incluso de vez en cuando tenemos que traducir nuestras propias

 palabras si queremos volver a hacerlas nuestras de verdad. Y esta facultad no sólo se ejerce para

trasplantar a suelo ajeno lo que una lengua ha logrado en el ámbito de las ciencias y de las artes

 poéticas, y para ampliar de esta forma el ámbito de influencia de estos frutos del intelecto, sino

que se ejerce también en las relaciones comerciales entre los individuos de diferentes pueblos, y

en las relaciones diplomáticas entre gobiernos soberanos, los cuales suelen hablar entre sí sólo en

su propia lengua cuando, sin recurrir a una lengua muerta, desean mantener una estricta igualdad.

Pero, naturalmente, no pretendemos incluir entre nuestras reflexiones actuales todo lo que

2 Friedrich Schleiermacher, “Über die verschiedenen Methoden des Übersetzens”, [ensayo leído en la Real Academiade Ciencias de Berlín], Sämmtliche Werke, Dritte Abtheilung: zur Philosophie, Zweiter Band , , Berlin, B. Behr, vol.

VIII, 1909, pp. 207-245 [trad. de Hans Christian Hagedorn].

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se halle en estos vastos dominios. Además aquella necesidad de traducir, incluso dentro de la

 propia lengua y del propio dialecto, siendo, más bien, una necesidad momentánea del ánimo,

asimismo, en cuanto a sus consecuencias, se halla demasiado ligada al momento como para

requerir otra tutela que la del sentimiento; y si fuera preciso dar reglas para esto, sólo podrían ser

aquellas por cuyo cumplimiento el hombre conserva una disposición puramente ética, con el fin

de que la mente también permanezca abierta a lo que menos afinidad guarde con ella. Si

 prescindimos ahora de esto, y nos detenemos, por el momento, en la traducción de otra lengua a

la nuestra, entonces podremos diferenciar también aquí entre dos ámbitos distintos  — aunque no

con total rigor, pues esto raramente se logra, sino de forma algo borrosa, pero sí con la suficiente

claridad si se observan los puntos extremos — . Pues si el intérprete ejerce su oficio en el ámbito

de los negocios, el verdadero traductor lo ejerce de forma principal en los de la ciencia y el arte.

A quien opine que esta definición es arbitraria, porque comúnmente se entiende que la

interpretación es más bien oral, mientras que la traducción se escribe, le solicito indulgencia en

atención a la comodidad que proporciona para esta empresa, tanto más cuanto en el fondo ambas

definiciones no están tan alejadas entre sí. Lo propio del ámbito del arte y la ciencia es la palabra

escrita, siendo esta la única posibilidad de perpetuar sus obras; e interpretar oralmente los frutos

artísticos y científicos sería no menos inútil que imposible. En la vida comercial, sin embargo, la

 palabra escrita no es más que un medio mecánico; lo original aquí es la negociación verbal, y en

realidad cualquier interpretación escrita sólo puede considerarse representación de otra oral.

Muy próximos a este ámbito, por espíritu y naturaleza, se hallan otros dos que, sin

embargo, por la gran variedad de fenómenos pertenecientes a ellos, representan ya un paso

intermedio hacia el ámbito del arte, el uno; hacia el de la ciencia, el otro. Porque toda transacción

en la que medie la interpretación es, por un lado, algo cuyo desarrollo se concibe en dos lenguas

diferentes. Pero también la traducción de textos de tipo puramente narrativo o descriptivo, que

 por lo tanto sólo acarrea a otra lengua el desarrollo ya descrito de un acontecimiento, todavía

 puede asemejarse mucho al oficio del intérprete. Cuanto menos se haya mostrado en el original el

autor mismo, y cuanto más haya el autor actuado solamente como órgano receptor del asunto, y

haya seguido la disposición de espacio y tiempo, tanto más se trata en la traducción de una mera

interpretación. De esta forma, el traductor de artículos periodísticos y de sencillas descripciones

de viajes actúa en principio como el intérprete, y podría resultar ridículo si su labor tuviera

 pretensiones superiores, y si aspirase a que se considerara su labor como la de un artista. En

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cambio, cuanto más haya predominado en la descripción la particular manera de ver y recrear del

autor, y cuanto más haya seguido una disposición libremente elegida o dictada por la impresión,

tanto más su labor tira ya hacia el superior ámbito del arte, y entonces ya tiene también el

traductor que recurrir en su trabajo a otras fuerzas y habilidades, y ha de estar familiarizado con

la obra del autor y con su lengua, en sentido diferente al del intérprete. Por otro lado, toda

transacción en la que intervenga la interpretación será, generalmente, el acuerdo de un caso

concreto según un determinado ordenamiento jurídico; se traduce sólo para los participantes, que

conocen suficiente mente estos ordenamientos; y el vocabulario en ambas lenguas está

condicionado ya legalmente, ya por el uso y por explicaciones recíprocas. Cosa muy distinta son,

sin embargo, las transacciones en que se determinan nuevos ordenamientos jurídicos, aunque, en

la forma, muy a menudo, no dejen de parecerse a aquellas. Cuanto menos estos nuevos

ordenamientos, a su vez, puedan considerarse un caso particular incluido en otro general

suficientemente conocido, tanto más conocimiento y cautela científicos requiere ya la redacción;

y tanto mayor conocimiento científico de causa y lingüístico solicitarán del traductor para su

tarea. En esta doble escala, por consiguiente, se eleva el traductor cada vez más por encima del

intérprete, hasta llegar a su ámbito más propio, que es precisamente el de los productos

intelectuales del arte y la ciencia: en los que, por un lado, es capital la libre y particular capacidad

de recreación del autor, y, por otro lado, lo es el espíritu de la lengua, con el sistema de ideas y de

matices de sentimientos fijado en ella, en los que el asunto no domina ya de ninguna manera, sino

que es dominado por el pensamiento y por el espíritu, e incluso muchas veces sólo ha nacido con

las palabras, y sólo con ellas existe.

Pero, ¿en qué radica entonces esta significativa diferencia que no se deja de advertir ya en

las zonas fronterizas, aunque donde más claramente salta a la vista es en los extremos? En las

transacciones comerciales se trata preferentemente de asuntos objetivos o, al menos, de asuntos

definidos con la mayor exactitud posible; toda transacción comercial tiene, en cierto modo, una

naturaleza aritmética o geométrica, siempre puede recurrirse a la ayuda de cifras y medidas; e

incluso en el caso de aquellos conceptos que abarquen, como decían los antiguos, el más y el

menos, y se designen por una escala de palabras que en la vida común posean un sentido

indeterminado, fluctuante como las olas, surge pronto, mediante leyes y hábitos, un uso fijo de

las palabras concretas. Por lo tanto, si el hablante no forja, con intención dolosa, artificiales y

escondidas vaguedades, y no yerra por descuido, entonces él es meridianamente comprensible

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 para todos quienes en tiendan de la causa, y dominen la lengua, y en cada caso particular sólo

habrá insignificantes diferencias en el uso de la lengua. Asimismo, sobre el asunto de qué

expresión corresponde a cada una de otra lengua, rara vez dejarán de resolverse las dudas al

momento. Por esto, la traducción, en este ámbito, se reduce casi a un oficio mecánico que

cualquiera puede desempeñar con unos conocimientos modestos de ambas lenguas, y en el que,

con sólo evitar lo manifiestamente falso, poca diferencia hay entre lo mejor y lo peor. En cuanto a

los frutos del arte y la ciencia, en cambio, cuando se pretende transplantarlos de una lengua a

otra, entran en consideración dos circunstancias que cambian el asunto por completo. Pues, si

entre dos lenguas se correspondieran sus palabras de forma idéntica, expresando idéntico

concepto con igual amplitud, si sus flexiones representaran idénticas relaciones, y sus formas de

combinar se entrelazaran de manera que las lenguas, en realidad, sólo fueran diferentes para el

oído, en este caso, toda traducción, mientras con ella se pretendiera transmitir sólo el

conocimiento del contenido de algo oído o escrito, sería también en el ámbito del arte y la ciencia

algo tan puramente mecánico como en el de las transacciones comerciales; y podría decirse

entonces de toda traducción, exceptuados los efectos logrados mediante el tono y el acento, que

 proporcionaba al lector extranjero una relación con el texto y su autor como la que goza el propio

nativo. Sin embargo, en todas las lenguas que no se hallan tan estrechamente emparentadas entre

sí como para poder considerarse casi sólo dialectos unas de otras, justo lo contrario es lo que

ocurre; y cuanto más separadas están entre sí, por origen y tiempo, tanto más se observa que

ninguna palabra se corresponde exactamente con otra en dos lenguas diferentes, y que ninguna

forma de flexión resume exactamente la misma variedad de casos de relación en lenguas

diferentes. Y al extenderse esta irracionalidad, por decirlo de algún modo, a todos los elementos

de dos lenguas, naturalmente tiene que alcanzar también a aquel ámbito del trato social. Sin

embargo, cierto es que aquí importa mucho menos, y que apenas influye. Toda palabra que

designa objetos y actividades que puedan tener su importancia está como homologada; y si, pese

a ello, una sofistería vana y exageradamente minuciosa quisiera precaverse aún contra una

 posible acepción diferente de los vocablos, entonces la cosa misma lo equilibraría todo de nuevo

con la mayor rapidez. Todo lo contrario sucede en el terreno del arte y de la ciencia, y

dondequiera que prevalezca el pensamiento, que es uno con la palabra, y no el objeto, que en la

 palabra  — como signo quizá arbitrario pero claramente determinado —   no tiene sino su

representación. Pues ¡cuán infinitamente difícil y complejo se vuelve aquí el oficio! ¡Qué

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exactitud de conocimiento, y qué dominio de ambas lenguas exige! Y los más peritos en la

materia, y los más eruditos estudiosos de la lengua, aunque compartan la convicción de que es

imposible hallar un equivalente exacto, ¡cuántas veces discrepan significativamente cuando

quieren determinar aunque sólo sea la expresión que más se aproxima a la de otra lengua!

Y puede afirmarse esto con igual énfasis tanto de las expresiones vivas y pintorescas de

las obras poéticas, como de las más rebuscadas, de aquellas que designan lo más íntimo y lo más

general de las cosas, de la ciencia más elevada.

Lo segundo, sin embargo, por lo que el verdadero traducir se convierte en un oficio muy

diferente del mero interpretar, es lo siguiente: dondequiera que las palabras no estén

completamente determinadas por objetos que se hallan a la vista o hechos externos, que estas sólo

deben expresar, es decir, dondequiera que el hablante piense, en mayor o menor medida, de

forma independiente, tiene este una doble relación con la lengua, y sus palabras serán

comprendidas cabalmente sólo en la medida en que se comprenda esta relación de forma correcta.

Todo ser humano está, por un lado, en poder de la lengua que habla; él mismo y todo su

 pensamiento son fruto de ella. No puede pensar, con completa concreción, nada que se halle fuera

de los límites de ella; la forma de sus conceptos, la naturaleza y los límites de sus posibilidades

de combinación le vienen predeterminados por la lengua en la que ha nacido, y en la que se ha

educado; la razón y la fantasía se hallan determinadas por ella. Por otro lado, sin embargo, todo

ser humano que piense de forma independiente, y que posea autonomía intelectual, a su vez,

también forma la lengua. ¿Pues, cómo, si no mediante estas influencias, podría haberse

desarrollado?, ¿cómo podría haber crecido desde su primitivo estado inicial hasta llegar a una

forma más perfecta en la ciencia y en el arte? En este sentido, pues, es la activa energía del

individuo la que crea — originalmente sólo con el fin transitorio de comunicar un estado pasajero

de la conciencia —  nuevas formas en la dúctil materia de la lengua, de las cuales, sin embargo,

 perdura en la lengua unas veces algo más; y otras, algo menos; algo que, por su parte, recogido

 por otros, sigue extendiéndose y desarrollando su fuerza creadora. Es más, puede decirse que sólo

en la medida en la que uno influye de esta forma en la lengua, merece ser escuchado más allá de

su propio ámbito inmediato. Las palabras que pueden reproducirse una y otra vez de esta misma

forma, por mil y un órganos, necesariamente se desvanecen pronto; sólo pueden y deben seguir

existiendo aquellas que constituyen un nuevo momento en la vida de la lengua misma. De ahí que

todas las palabras libres y superiores deban ser comprendidas de manera doble: en parte, en el

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espíritu de la lengua de cuyos elementos se componen, como manifestación sujeta a este espíritu,

condicionada por él, y traída a la vida en él en la persona del hablante; y, por otra parte, deben ser

comprendidas desde el punto de vista del alma del hablante, como obra suya, que sólo de su

 particular existencia ha nacido en esta forma, y que sólo por ella es explicable. Más aún,

cualquier manifestación de esta naturaleza solamente se comprende, en el sentido superior de la

 palabra, cuando sus dos aspectos se entienden conjuntamente y en su verdadera relación

recíproca, de forma que se sepa cuál de los dos predomina en el conjunto o en las diferentes

 partes. Las palabras únicamente pueden entenderse también como obra del hablante cuando

simultáneamente se siente dónde y cómo se ha apoderado de este la fuerza de la lengua, cómo los

rayos del pensamiento han trazado su camino serpenteando en torno a las líneas conductoras de la

lengua, dónde y cómo se ha quedado detenida en sus formas la inaprehensible fantasía. Las

 palabras, por otra parte, únicamente pueden entenderse también como producto de la lengua, y

como manifestación de su espíritu  — cuando se siente, por ejemplo, que sólo un griego podía

 pensar y hablar de tal o cual forma, que sólo esta lengua podía obrar de esta forma en el espíritu

humano — , al sentir a la vez que sólo este hombre podía pensar y hablar en griego de esta forma,

que sólo él podía coger la lengua y tomarla de tal o cual manera, que así se manifiestan sólo su

manera particular y viva de apropiarse de las riquezas lingüísticas, sólo su despierto sentido para

la medida y la eufonía, sólo su propia capacidad de pensamiento y de dar forma. Si, por lo tanto,

incluso en una y la misma lengua ya resulta difícil la comprensión en este terreno, y si ésta exige

una exacta y profunda penetración en el espíritu de la lengua y en las peculiaridades del autor,

¡cuánto más no será un arte superior cuando se trate de los frutos de una lengua extranjera y

distante! Ahora bien, quien haya llegado a dominar ese arte de la intelección, mediante los más

diligentes esfuerzos respecto de la lengua, mediante el exacto conocimiento de toda la vida

histórica del pueblo del que se trate, y mediante la más completa comprensión de ciertas obras y

sus autores, ese, sin duda, pero también sólo ese, puede sentir el deseo de atreverse a descubrir a

sus compatriotas y a sus contemporáneos esa misma comprensión de las obras maestras del arte y

la ciencia. Las dudas, no obstante, incrementarán cuando se acerque a la tarea, cuando desee

definir con exactitud sus intenciones, y considere sus medios. ¿Debe proponerse establecer una

relación tan directa como la que hay entre el autor y los lectores de una misma lengua, pero entre

individuos tan completamente ajenos entre sí como lo serían los lectores y un autor de lenguas

diferentes? O, si sólo pretende descubrir también a sus lectores idéntica comprensión e idéntico

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disfrute que él posee, es decir que retengan la impronta del esfuerzo, y que conserven

entremezclado el sentimiento de lo ajeno, ¿cómo ha de conseguir aunque sólo sea esto, por no

hablar de aquello, con los medios de que dispone? Para que sus lectores comprendan, tienen que

recibir el espíritu de la lengua original del autor, y poder apreciar su peculiar manera de pensar y

su mentalidad; y para lograr ambas cosas, no puede ofrecerles sino su propia lengua, que en

ninguna parte coincide plenamente con aquella, y puede ofrecerse él mismo, tal y como ha

entendido a su autor, unas veces con más claridad, otras con menos, y tal y como lo admira y

estima, unas veces más; otras, menos. ¿No parece la traducción, así considerada, una empresa

disparatada? Por ello, en la desesperanza de alcanzar este objetivo, o, si se prefiere, antes de que

 pudiera llegar a figurarse éste con claridad, se han inventado  — no para el verdadero sentido

artístico y lingüístico, sino, por un lado, para la necesidad intelectual, y, por otro, para el arte del

espíritu —   dos formas diferentes de fomentar el conocimiento de las obras escritas en otras

lenguas, suprimiendo con violencia alguno de aquellos obstáculos, evitando prudentemente otros,

 pero renunciando por completo a la idea de la traducción que aquí se presenta: se trata de la

 paráfrasis y la imitación. La paráfrasis pretende triunfar sobre la irracionalidad de las lenguas,

 pero sólo de modo mecánico. Proclama la paráfrasis: “Aunque no halle en mi lengua la palabra

equivalente de la lengua original, intentaré cuando menos aproximarme lo más posible a su valor,

mediante la agregación de complementos restrictivos o amplificativos”. Así, con torpeza, se abre

 paso entre un enojoso demasiado y un insoportable demasiado poco, por un camino en el que se

acumulan los detalles inconexos. De esta forma quizá pueda reproducir el contenido con una

exactitud limitada, pero renuncia por completo a la impresión; y es que la palabra viva está

irremisiblemente muerta cuando todos sienten que así no podría haber nacido originalmente de un

alma humana. El parafrasta trata los elementos de ambas lenguas como si fueran signos

matemáticos que mediante adición o substracción pudieran reducirse a idéntico valor, y en este

 procedimiento no puede aparecer el espíritu de la lengua transformada, ni el de la lengua original.

Si, además, la paráfrasis pretende señalar psicológicamente, mediante incisos intercalados a

modo de mojones orientativos, las huellas de la asociación de pensamientos donde éstas sean

muy tenues, y tiendan a desvanecerse, entonces aspira, a la vez, en el caso de composiciones

difíciles, a hacer las veces de un comentario, lo cual menos aún puede considerarse una forma de

traducción. La imitación, en cambio, se resigna ante la irracionalidad de las lenguas; reconoce

que de una obra de arte verbal no puede obtenerse en otra lengua ninguna copia que en cada una

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de sus partes diferentes se corresponda exactamente con las del original; antes bien, ante la

heterogeneidad de las lenguas, de la que dependen esencialmente tantas otras heterogeneidades,

no queda otro remedio que componer una reproducción, un conjunto compuesto de partes

evidentemente diferentes de las del original, pero que se aproxime en su efecto a aquel otro

conjunto tanto como lo permita la heterogeneidad del material. Semejante reproducción ya no

mantiene la identidad con aquella obra, y de ningún modo se pretende con ella representar el

espíritu de la lengua original, ni que éste actúe en ella, sino que más bien se atribuye a lo ajeno

que éste haya creado toda clase de cosas. Y en cambio, lo único a lo que aspira una obra de esta

índole, habida cuenta de la heterogeneidad de la lengua, las costumbres, la educación, es a

representar para sus lectores, en la mayor medida posible, aquello que ofreció el original a sus

 primeros lectores; por querer mantener la homogeneidad de la impresión, se renuncia a la

identidad de la obra. El imitador, por consiguiente, no pretende en absoluto poner en contacto al

escritor del original con el lector de la reproducción, porque no cree que sea posible una relación

directa entre ambos, sino que sólo trata de crear en este último una impresión parecida a la que

recibieron del original quienes hablaban la lengua, y eran contemporáneos del autor. La paráfrasis

se emplea más en el ámbito de las ciencias; la imitación, más en el del arte; y así como cualquiera

reconoce que una obra de arte pierde, cuando se parafrasea, su tono, lustre y todo contenido

artístico, hasta ahora probablemente no habrá quien haya incurrido en la necedad de intentar la

imitación de una obra maestra de la ciencia tratando libremente su contenido. Ninguno de estos

dos procedimientos, sin embargo, puede satisfacer a aquel que pretende, compenetrado del valor

de una obra maestra extranjera, extender el ámbito de influencia de ésa a los que hablan su propia

lengua, y que observa ese otro concepto de traducción más riguroso. Por lo tanto, ninguno de los

dos, al constituir ambos una desviación de ese concepto, puede analizarse y juzgarse aquí con

más detenimiento: figuran aquí sólo como señales de los límites del ámbito que propiamente nos

ocupa.

Ahora bien, el auténtico traductor, que pretende conducir a su verdadero encuentro a estas

dos personas totalmente separadas que son el autor del original y su propio lector, y pretende

 proporcionarle a este último, sin forzarle, por otra parte, a salir del ámbito de su lengua materna,

una comprensión y un disfrute lo más correctos y completos posible del primero: ¿qué camino

debe seguir para lograrlo? A mi juicio, sólo hay dos: o bien el traductor deja al escritor lo más

tranquilo posible, y hace que el lector se acerque a él; o bien deja lo más tranquilo posible al

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lector, y hace que el autor se acerque a él. Tan completamente diferentes entre sí son ambos que,

en cualquier caso, hay que seguir uno de los dos con el mayor rigor posible, pues de lo contrario

cualquier mezcla daría necesariamente un resultado muy dudoso, y sería de temer que lector y

escritor no llegasen a encontrarse nunca. La diferencia entre ambos métodos, y su relación mutua,

son más que evidentes. Porque, en el primer caso, el traductor se esfuerza por suplir con su

trabajo la carencia de conocimiento, por parte del lector, de la lengua original. La misma imagen,

la misma impresión que él obtuvo de la obra, mediante su conocimiento de la lengua original,

intenta transmitirlas a sus lectores, y pretende, por lo tanto, al hacer esto, acercarlos a su propio

lugar, que, en realidad, no les es propio. Si, en cambio, la traducción quiere dejar hablar, por

ejemplo, a un autor latino, tal y como habría hablado y escrito si hubiera sido alemán, y se

hubiera dirigido a alemanes, pues entonces no sólo mueve al autor, de este modo, hasta el lugar

que ocupa el traductor, puesto que para este tampoco habla alemán, habla latín, sino que lo

introduce directamente en el mundo de los lectores alemanes, y lo convierte en uno  de ellos, y

 precisamente este es el otro caso. La primera traducción será perfecta a su manera, si puede

decirse que, si el autor hubiera aprendido alemán tan bien como el traductor latín, habría

traducido su obra, originalmente compuesta en latín, de igual modo como realmente lo hizo el

traductor. La otra, en cambio, que no muestra al autor como él mismo la habría traducido, sino tal

y como él la habría escrito en su forma original, siendo alemán, en alemán, apenas poseerá otro

criterio de perfección que el de poder afirmar que si se pudiera convertir al conjunto de lectores

alemanes en conocedores y contemporáneos del autor, la obra misma se habría convertido para

ellos exactamente en aquello que ahora, al haberse transformado el autor en alemán, es para ellos

la traducción. En este método, al parecer, piensan quienes se sirven de la fórmula de que debe

traducirse a un autor tal y como él mismo habría escrito en alemán. Sin duda, de este contraste se

infiere inmediatamente lo diferente que ha de ser el procedimiento en cada caso particular, y qué

incomprensible y estéril sería todo si se quisiera alternar ambos métodos en el mismo trabajo.

Pero me permito afirmar además que aparte de estos dos métodos no hay un tercero que persiga

un fin determinado. Y es que no hay más procedimientos posibles. Las dos partes separadas

tienen que encontrarse en un punto medio, y este será siempre el del traductor, o bien una debe

trasladarse por completo al lugar de la otra; y de estas dos maneras sólo una cae dentro del campo

de la traducción; la otra se daría cuando, en nuestro caso, los lectores alemanes llegasen a

adueñarse de la lengua latina, o, mejor dicho, cuando esta se apoderase de ellos por completo,

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hasta llegar a la completa transformación. Por lo tanto, por mucho que se hable de las

traducciones palabra por palabra o por el sentido, sobre las fieles y las libres, y cuantas

expresiones, además de éstas, hayan prevalecido, si éstas deben entenderse como métodos

diferentes, hay que poder reducirlos a aquellos dos. Y si, por el contrario, deben señalar errores y

virtudes, entonces lo fiel y lo conforme al sentido o lo demasiado literal o lo demasiado libre

serán cosas diferentes en un método y en el otro. Mi intención es, por consiguiente, y dejando

aparte las cuestiones particulares sobre este asunto que ya han sido tratadas por los expertos en

materia de arte, la de analizar sólo los rasgos más generales de ambos métodos, eliminando así

obstáculos para que se comprenda en qué consisten las particulares ventajas e inconvenientes de

cada uno de ellos, y desde qué lado alcanza cada uno, por lo tanto, mejor el fin de la traducción, y

cuáles son los límites de su respectiva aplicabilidad. Tras un resumen tan general, quedarían dos

cosas por hacer, para las que este ensayo no puede ser sino una introducción. Para cada uno de

los dos métodos, y con relación a los diferentes géneros discursivos, podrían esbozarse unas

reglas, y podrían compararse y juzgarse los más excelentes intentos que se han llevado a cabo en

ambas direcciones para aclarar el asunto algo más. Tengo que dejar ambas cosas para otros, o al

menos para otra ocasión.

El método que aspira a dar al lector, mediante la traducción, la impresión que siendo

alemán recibiría a través de la lectura de la obra en su, lengua original, previamente tiene que

determinar, sin duda, qué clase de comprensión de la lengua original es la que propiamente desea

imitar. Y es que hay una comprensión que este método no debe imitar, y hay otra que no puede

imitar. La primera es una comprensión escolar que avanza de forma chapucera a través de cada

detalle particular, con dificultad y casi con asco, y que, por tanto, todavía no llega a alcanzar una

clara visión del todo, una noción viva del conjunto. Mientras la parte culta de un pueblo, en

conjunto, no tenga experiencia de una penetración más profunda de las lenguas extranjeras,

esperemos que el genio tutelar de aquellos que han llegado más lejos preserve también a éstos de

emprender traducciones de esta clase. Pues, si quisieran erigir como norma su propia

comprensión, ellos mismos apenas serían comprendidos, y poco sería lo que lograrían; si, en

cambio, su traducción pretendiera representar la comprensión común, entonces los abucheos y

 pateos no deberían cesar hasta desalojar lo más pronto posible esta tosca obra de los escenarios.

En tal época, por lo tanto, son las imitaciones libres las que deben despertar y pulir el gusto por lo

extranjero, y las paráfrasis las que deben preparar una comprensión más general, parar abrir así el

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camino a las traducciones futuras.3  No obstante, hay otra comprensión que ningún traductor

 puede imitar. Y es que, si pensamos en esos hombres admirables, que suele producir la naturaleza

de vez en cuando, como si quisiera demostrar que en ciertos casos particulares también puede

derribar los obstáculos de la idiosincrasia nacional, hombres que se identifican de forma tan

singular con una existencia ajena, que se adentran hasta el fondo, con su vida y su pensamiento,

en una lengua extranjera y en los frutos de ésta, y que, al ocuparse por completo de un mundo

extranjero, se enajenan enteramente de su ámbito patrio y de su lengua materna; o si pensamos

asimismo en esos hombres que se encuentran predestinados, por decir lo así, a representar la

riqueza de la lengua en toda su amplitud, y para quienes todas las lenguas que lleguen a conocer

sean de alguna forma del todo equivalentes, y parezcan hechas a su medida: éstos están en un

 punto donde el valor de traducir se reduce a cero. En efecto, puesto que en su comprensión de las

obras extranjeras ya no interfiere ni la más mínima influencia de la lengua materna, y como no

adquieren la conciencia de su comprensión de ninguna forma en su lengua materna, sino que

ellos mismos, completamente adaptados a la lengua original, la toman de forma inmediata de

ésta, sin advertir inconmensurabilidad alguna entre su pensamiento y la lengua en la que leen, así,

ninguna traducción puede alcanzar o representar su comprensión. Como traducir para ellos sería

como echar agua al mar o incluso al vino, suelen sonreír compasivos desde sus alturas ante los

intentos que se hagan en este terreno. Pues claro, si el público para el que se traduce fuera igual

que ellos, no habría necesidad de semejante esfuerzo. La traducción se dirige, por consiguiente, a

un estado que se halla justo en medio de estos dos; y el traductor, por lo tanto, tiene que

 proponerse proporcionar a su lector tal imagen y tal disfrute como la lectura de la obra en la

lengua original brinda al hombre culto, a quien solemos llamar, en el mejor sentido de la palabra,

aficionado y conocedor, que conoce a fondo la lengua extranjera, sin que llegue a serle nunca

familiar; que no tiene que volver a pensar, como el estudiante, cada elemento en la lengua

materna antes de poder formarse una idea del conjunto, pero que, por otra parte, incluso allí

3 Esta era todavía, en general, la situación de los alemanes en aquel tiempo en que, según expresan las palabras deGoethe ( A. m. Leben [ De mi vida], III,  p. 111), las traducciones en prosa, incluso de obras poéticas  — y semejantes

traducciones, en mayor o menor medida, siempre tendrán que ser paráfrasis — , son más provechosas para la

formación de la juventud, y en esto me hallo completamente de acuerdo con él; porque de las artes poéticas

extranjeras, en esa época, sólo puede conseguirse que se comprenda su invención, mientras que sus valores métricos

y musicales aún no pueden apreciarse. Lo que no puedo creer, sin embargo, es que todavía hoy el Homero de Voss o

el Shakespeare de Schlegel sólo deban servir para entretenimiento de eruditos; como tampoco creo que todavía hoy

una traducción de Homero en prosa pueda fomentar la genuina formación del gusto y la educación estética; puede

haber una versión para niños, como la de Becker; y otra métrica para los adultos más jóvenes y los más viejos,

aunque aún no dispongamos de ella; no sabría decir cosa de provecho de algo intermedio. 

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donde menos estorbos hay para disfrutar de la belleza de una obra, sigue teniendo siempre una

clara conciencia de las diferencias entre esa lengua y su lengua materna. Ciertamente, aún

después de determinar estos puntos, el ámbito de acción y la delimitación de esta forma de

traducir siguen siendo, a nuestro parecer, bastante imprecisos. Lo único evidente es que así como

el afán por traducir sólo puede nacer cuando se haya extendido entre la parte culta del pueblo una

cierta capacidad para el trato con las lenguas extranjeras, de igual modo, el arte sólo se

acrecentará y apuntará hacia metas cada vez más altas a medida que el gusto por las obras del

intelecto extranjeras y su conocimiento se extiendan y refinen entre aquella parte del pueblo que

ha perfeccionado y educado su oído sin hacer de la ciencia de las lenguas su verdadero oficio.

Pero, a la vez, no podemos pasar por alto el hecho de que cuantos más son los lectores sensibles

respecto de estas traducciones, tanto mayores son los obstáculos que se yerguen en el curso de

esta empresa, sobre todo cuando se tienen en cuenta los más singulares productos del arte y la

ciencia de un pueblo, los cuales, sin duda, son los objetos más importantes para un traductor. Y

es que, así como la lengua es una cosa histórica, no puede haber un verdadero sentido para ella si

no hay un sentido para su historia. Las lenguas no se inventan; además, todo trabajar puramente

arbitrario con ellas o en ellas es una necedad; pero se descubren paulatinamente, y la ciencia y el

arte son las fuerzas que fomentan y coronan este descubrimiento. Todo espíritu eminente en el

que se configuren, en una de las dos formas, y, de manera característica, una parte de las

intuiciones del pueblo, trabaja y obra para tal fin en la lengua, y sus obras, por consiguiente,

deben contener también una parte de su historia. Esto le acarrea, al traductor de obras científicas,

grandes e incluso, a veces, insuperables dificultades; pues, quien, provisto de conocimientos

suficientes, lee una excelente obra de esta clase, en la lengua original, no se le ocultará fácilmente

la influencia de aquella obra en la lengua. Nota qué palabras, qué combinaciones se le presentan

allí todavía con el primer esplendor de la novedad; ve cómo se introducen subrepticiamente en la

lengua, por la peculiar necesidad de este espíritu y por su fuerza designadora; y esta observación

determina en gran medida la impresión que recibe. Por lo tanto, una parte inherente a la tarea de

traducir consiste en transmitir precisamente eso al lector; al no hacerse así, se pierde muchas

veces una parte muy importante de lo que le está reservado. Pero, ¿cómo puede conseguirse esto?

Ya en los casos particulares, ¡cuántas veces será precisamente una palabra antigua y gastada la

que mejor corresponda, en nuestra lengua, a una palabra nueva del original, de modo que el

traductor, si hasta aquí pretendiera demostrar la potencialidad de la obra de influir creativamente

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en la lengua, tendría que poner un sentido ajeno en este lugar, y, por consiguiente, tendría que

desviarse al campo de la imitación! ¡Cuántas veces, aunque pueda traducir lo nuevo por algo

nuevo, la palabra más análoga, por composición y etimología, no será sin embargo la que más

fielmente reproduzca el sentido, obligándole al traductor, a pesar de todo, a recurrir a otras

reminiscencias si no quiere vulnerar el contexto inmediato! Tendrá que consolarse con poder

recuperar lo perdido en otros pasajes en los que el autor se sirvió de palabras antiguas y

conocidas, y con lograr así en el conjunto lo que no pudo conseguir en cada caso particular. Sin

embargo, cuando se contempla la formación de las palabras de un maestro en todo su conjunto, y

el uso de palabras y de radicales etimológicamente emparentados que hace en muchos escritos

relacionados entre sí, ¿cómo puede el traductor hallar el camino que lo conducirá al éxito si el

sistema de conceptos y sus signos es totalmente diferente en su lengua respecto de la del original,

y si los grupos etimológicos, en vez de ser paralelos y congruentes, más bien se entrecruzan

recíprocamente en las más caprichosas direcciones? De manera que es imposible que el uso de la

lengua por parte del traductor posea en todas partes idénticas coherencias que el del autor. Aquí,

tendrá que darse por satisfecho con lograr, en los casos particulares, lo que no podrá lograr en el

conjunto. Solicitará a sus lectores que no sean tan rigurosos como los del original al comparar un

escrito con los demás, sino que juzguen cada uno más bien por separado, y, más aún, que lo

alaben si dentro de las obras aisladas, e incluso muchas veces sólo en ciertos pasajes, ha sabido

conservar, en relación con los asuntos de mayor relieve, tal uniformidad que una palabra no sea

canjeada por multitud de sustitutos enteramente diferentes, y que no reine en la traducción una

diversidad multicolor donde en la lengua original hay un constante y estrecho parentesco en la

expresión. Es en el ámbito de la ciencia, sobre todo, donde se acumulan estos obstáculos; otros

hay, y no menos importantes, en el terreno de la poesía y también en el de la prosa artística, para

las que el elemento musical de la lengua, manifiesto en el ritmo y la modulación, posee asimismo

una significación señalada y superior. Todo el mundo advierte que el espíritu más delicado, el

superlativo encanto del arte, en sus obras más logradas, se pierde cuando se desatiende o se

destruye esto. Por lo tanto, lo que del original advierte el lector sensible respecto de estos

aspectos, como peculiar, como intencionado, como efectivo, por lo que se refiere al tono y la

disposición de ánimo, como determinante para el acompañamiento mímico o musical de las

 palabras, también esto debe transmitirlo de igual forma nuestro traductor. Pero, ¡cuántas veces  — 

casi es un milagro que no haya que decir siempre —  no estarán irreconciliablemente reñidas entre

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sí la fidelidad rítmica y melódica, por un lado, y la dialéctica y gramatical, por otro! ¡Qué difícil

será evitar que al dudar qué sacrificar aquí, qué allá, no se obtenga precisamente con harta

frecuencia lo peor! ¡Qué difícil será conseguir siquiera que restituya el traductor, imparcialmente

y de verdad, lo que haya tenido que suprimir en cada aspecto cuando se le brinde la ocasión, y

que no caiga, aunque sea de forma inconsciente, en una continuada parcialidad debido a que sus

simpatías lo inclinen con mayor fuerza hacia un elemento artístico que a otro! Y es que si su

amor a las obras de arte se orienta sobre todo hacia la exposición y tratamiento de asuntos de

índole ética, entonces le será más difícil advertir dónde ha pecado contra lo métrico y lo musical

de la forma, y se conformará, en lugar de buscar un equivalente, con una traducción de esta forma

que tienda más bien a la sencillez y, en cierto modo, a lo parafrástico. En cambio, en el caso de

que el traductor sea músico o conozca los preceptos de la métrica, entonces postergará el

elemento lógico para adueñarse de lo musical de forma exclusiva; y al involucrarse cada vez más

en esta parcialidad, cuanto más avance, tanto menos satisfactorio será el resultado. Y cuando se

compare la traducción, en conjunto, con el original, se hallará que, sin darse cuenta, se aproxima

 progresivamente a aquella mezquindad del escolar que ante los detalles pierde de vista la visión

de conjunto, pues cuando, por virtud de la analogía material de tono y ritmo, se reproduce lo que

en una lengua es sencillo y natural con expresiones difíciles y chocantes, entonces el conjunto no

dejará de causar una impresión enteramente diferente.

Son dificultades de muy diferente índole las que se presentan cuando el traductor dirige la

mirada a la relación que mantiene con la lengua en que escribe, y a la relación entre la traducción

y el resto de sus obras. Si exceptuamos a aquellos maestros prodigiosos que extienden por igual

su dominio sobre varias lenguas, o que, incluso, tienen por natural otra lengua además de la

materna, y para quienes no se puede traducir de ninguna manera, como ya hemos dicho, el resto

de los lectores, por grande que sea la fluidez con la que lee en una lengua extranjera, siempre

conserva, sin embargo, una sensación de extrañeza. ¿Qué debe hacer el traductor para transmitir

también a sus lectores, a quienes se presenta una traducción en su lengua materna, precisamente

esta sensación de que se hallan ante algo extranjero? Ciertamente, se dirá que la solución de este

rompecabezas se encontró ya hace tiempo, y que en nuestra lengua se ha resuelto con frecuencia

quizá demasiado bien, porque cuanto más se ciñe la traducción a los giros del original, tanto más

extranjera le parecerá sin duda al lector. Sí, y en verdad es muy fácil, en general, sonreírse ante

este método. Pero si se desea que este contento no resulte demasiado barato, si uno no desea

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medir lo magistral y óptimo junto con lo pésimo y escolar con el mismo rasero, hay que

reconocer entonces que un requisito indispensable de este método de traducir es una orientación

de la lengua que no sólo no es cotidiana, sino que deja entrever además que, en vez de haber

crecido esta en plena libertad, se la ha obligado en dirección a una similitud ajena; y hay que

admitir que hacer esto con arte y mesura, sin perjuicios propios ni de otra lengua, es quizá el

mayor obstáculo que nuestro traductor tiene que superar. La empresa se presenta como el más

maravilloso estado de degradación al que puede llegar un escritor con talento. ¿Quién no querría

 presentar su lengua materna en todo momento con la belleza más idiosincrásica de un pueblo de

la que sea capaz cada género? ¿Quién no preferirá engendrar hijos legítimos que mejor

representen la estirpe paterna, antes que mestizos? ¿A quién le gustará imponerse el deber de

mostrarse con movimientos menos ágiles y elegantes de los que es capaz, y aparecer, al menos en

ocasiones, tosco y rígido, para sorprender lo suficiente al lector para que no pierda conciencia de

la cosa? ¡Quién admitirá de buen grado que se le tome por torpe, cuando se esfuerza por

mantenerse próximo a la lengua extranjera tanto como le autoriza la propia, y que se le censure,

como a aquellos padres que entregan sus hijos a los saltimbanquis, por acostumbrar su propia

lengua a las nada naturales contorsiones extranjeras, en vez de adiestrarla con habilidad en la

gimnasia nacional! ¡A quién, por último, le gustaría que fuesen precisamente los más expertos

conocedores y maestros quienes más compasivamente se sonriesen ante él, alegando que apenas

comprenderían ese alemán suyo, dificultoso y precipitado, si no recurrieran a su propio alemán,

un alemán helénico y romano! Estos son los sacrificios que esa clase de traductor necesariamente

ha de ofrecer, éstos son los peligros a los que se expone si en su afán por mantener lo extranjero,

en el tono de la lengua, se desvía de una línea finísima; y de los que incluso así, en todo caso, no

llega a librarse del todo, porque todos se trazan esa línea de manera algo diferente. Si luego,

además, considera la inevitable fuerza de la costumbre, puede llegar entonces a temer que desde

el ejercicio de la traducción se introduzcan inadvertidamente también en sus obras libres y

originales ciertas cosas ásperas y menos apropiadas, y que se le insensibilice, en cierta medida, su

fino sentido del bienestar patrio de la lengua. Y si piensa, incluso, en la poblada legión de los

imitadores, y en la indolencia y mediocridad que gobiernan al público formado por los escritores,

debe entonces asustarse de cuánta laxitud e irregularidad, de cuánta verdadera torpeza y dureza,

de cuánta degradación lingüística de toda índole quizá también él tenga que responsabilizarse,

 pues serán casi exclusivamente los mejores y los peores los que no pretendan sacar un falso

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 provecho de sus esfuerzos. Se han escuchado con frecuencia las quejas de que semejante manera

de traducir inevitablemente tiene que perjudicar desde dentro la pureza de la lengua y su

sosegado desarrollo. Y aunque, de momento, no queremos considerarlas, con el consuelo de que

frente a estas desventajas también habrá quizá ventajas, y de que, así como todo lo bueno está

mezclado con algo malo, la sabiduría consiste precisamente en acopiar lo más posible de lo

 primero, y lo menos posible de lo segundo; de esta difícil tarea de representar lo extranjero en la

lengua materna se infiere, en todo caso, lo siguiente: en primer lugar, que este método de traducir

no puede prosperar en todas las lenguas por igual, sino sólo en aquellas que no se encuentren

aprisionadas por cadenas demasiado inflexibles de una expresión clásica, fuera de la cual todo es

censurable. Estas lenguas cautivas pueden buscar una ampliación de sus dominios haciéndose

hablar por extranjeros que necesiten más lenguas además de la que les sea propia; sin duda esas

lenguas se prestarán para esto exquisitamente. Pueden apropiarse de obras extranjeras mediante

imitaciones, o tal vez mediante traducciones de aquella otra clase; esta manera, sin embargo, la

tienen que dejar a lenguas más libres, en las que las anomalías y neologismos se toleren mejor, y

de forma que de su acumulación pueda nacer en ciertas circunstancias un determinado carácter.

En segundo lugar, se deduce de aquello con bastante claridad que esta forma de traducir no tiene

ningún valor en absoluto si se practica en una lengua sólo de forma aislada y casual. Y es que,

obviamente, el propósito final no se consigue si al lector lo alcanza un espíritu ajeno cualquiera;

antes bien, si lo que se pretende es que él se haga una idea, aunque sólo sea remota, de la lengua

original y de lo que la obra le debe, y de esta forma se le quiere compensar por el hecho de que

no la entienda, entonces no sólo tiene que recibir la sensación bastante vaga de que lo que lee no

le suena del todo a vernáculo, sino que debe sonarle a algo diferente y determinado; esto, no

obstante, sólo es posible si puede hacer suficientes comparaciones. Si ha leído algo de lo que sabe

que se haya traducido de otras lenguas modernas o, en otros casos, de lenguas antiguas, y si está

traducido de esta forma, entonces ya se le adiestrará el oído para distinguir lo antiguo de lo

nuevo. Pero deberá haber leído mucho más aún para poder distinguir entre un origen griego y

otro romano, o entre uno italiano y otro español. Y sin embargo, ni siquiera es este el objetivo

supremo; antes bien, el lector de la traducción sólo igualará a los mejores lectores de la obra en la

lengua original cuando, aparte del espíritu de la lengua, también pueda vislumbrar y concebir

 poco a poco, con certeza, el singular espíritu del autor en la obra, para lo cual el talento de la

intuición individual naturalmente es el único órgano, pero precisamente para éste es

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indispensable una cantidad aún mayor de comparaciones. Y éstas no se encuentran disponibles

cuando en una lengua sólo se traducen de cuando en cuando algunas obras de los maestros de

algunos géneros. Por este camino, aun los lectores mejor formados sólo pueden obtener un

conocimiento muy imperfecto de lo extranjero a través de la traducción; y es impensable que

 puedan elevarse hasta formarse un juicio verdadero, sea sobre el texto original, sea sobre la

traducción. Por ello, esta manera de traducir requiere, en cualquier caso, un proceso a gran escala,

un trasplante de literaturas enteras a otra lengua, y, por lo tanto, sólo tiene sentido y valor en un

 pueblo que tenga una firme determinación de hacer suyo lo ajeno. Los trabajos aislados de esta

índole sólo tienen un valor relativo como precursores de un interés por este procedimiento, que se

desarrolla y forma de una manera más general. Si no logran despertar este interés, entonces es

que en el espíritu de la lengua y de la época hay algo en contra de ellos, y entonces sólo

aparecerán como intentos fallidos, y, por sí solos, poco o ningún éxito tendrán. Pero incluso si la

cosa llega a levantar el vuelo, no es de esperar fácilmente que un trabajo de esta índole, por

exquisito que sea, encuentre una aceptación general. Con las muchas precauciones que hay que

tomar, y con los obstáculos que hay que vencer, deben formarse varias opiniones sobre qué partes

de la tarea han de recibir más atención, y cuáles han de ser secundarias. De este modo, se

formarán entre los maestros diferentes escuelas, por decirlo así, las que, a su vez, formarán sus

 partidos de adeptos entre el público; y aunque un solo método sea la base común, podrán

coexistir, sin duda, varias traducciones de una misma obra, concebidas según diferentes criterios,

de las cuales no podrá decirse que sea una, en conjunto, más perfecta o inferior, sino que sólo

algunas partes estarán mejor logradas en una; y otras, en las demás; y sólo todas juntas y

relacionadas entre sí, según y cómo una u otra hagan hincapié en esta o aquella aproximación al

original, o en este o aquel cuidado de la propia lengua, completarán finalmente la tarea, mientras

que cada una por sí sola nunca tendrá sino un valor relativo y subjetivo.

Estas son las dificultades con las que se enfrenta este método de traducción, y las

imperfecciones que le son esencialmente inherentes. Pero, reconocidas éstas, hay que valorar, por

otro lado, la propia empresa, a la que no se le puede negar mérito. Depende éste de dos

condiciones, que la comprensión de obras extranjeras sea un fenómeno común y deseado, y que a

la propia lengua se le reconozca una cierta flexibilidad. Donde se cumplen éstas, tal manera de

traducir llega a convertirse en asunto cotidiano, interviene en todo el proceso del desarrollo

intelectual, y como se le atribuye un cierto valor, proporcionará además un disfrute seguro.

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  Y, por otra parte, ¿cómo se presenta ahora el método contrario, el cual, sin exigirle

esfuerzos ni fatigas al lector, pretende colocar al autor extranjero como por arte de magia en su

inmediata presencia, y pretende mostrar la obra tal y como sería si el propio autor la hubiera

escrito originalmente en la lengua del lector? Esta pretensión se ha enunciado no pocas veces

como la que habría que exigirle al verdadero traductor, y como superior y más perfecta en

comparación con la anterior. También ha habido esfuerzos concretos y acaso trabajos magistrales

que muy ostensiblemente se habían propuesto alcanzar esta meta. Veamos, pues, cómo se

 presenta esto, y si tal vez no sería bueno que este procedimiento, hasta ahora, sin duda, menos

común, llegase a ser más usado, y llegase a desplazar a aquel otro arriesgado y en muchos

aspectos insuficiente.

Lo que advertimos en seguida es que de este método la lengua del traductor nada tiene

que temer. Su primera norma ha de ser la de no permitirse, con ocasión de la relación que su

trabajo mantenga con una lengua extranjera, nada que no se autorice también a todos los escritos

originales del mismo género en la lengua del traductor. Más aún, el traductor, como cualquier

otro, tiene que observar, al menos, el mismo esmero en lo que se refiere a la pureza y perfección

de la lengua, y tiene que perseguir la misma agilidad y naturalidad en el estilo que se admire en el

autor en su lengua original. Y no es menos cierto que, si queremos darles a nuestros compatriotas

una idea nítida de lo que determinado autor representaba en su lengua, no podemos servirnos de

mejor fórmula que la de presentarlo hablando como debemos imaginarnos que habría hablado en

nuestra lengua, con mayor motivo cuando el grado de desarrollo en que encontró su lengua

guarda cierto parecido con el de la nuestra en este momento. En cierto sentido podemos imaginar

cómo habría hablado Tácito si hubiera sido alemán; es decir, siendo más exactos, cómo hablaría

un alemán que fuese en nuestra lengua lo que Tácito fue en la suya. ¡Dichoso quien lo imagine de

forma tan viva que pueda hacerle hablar de verdad! Mas que esto pueda conseguirse, haciéndole

hablar de lo que el Tácito romano hablaba en latín, es asunto diferente, sobre el que no es sencillo

 pronunciarse de forma afirmativa. ¡Una cosa es comprender correctamente y representar de

alguna forma la influencia que ha ejercido una persona sobre su lengua, y cosa muy diferente es

querer saber cómo habrían cambiado su pensamientos y su expresión si hubiera estado

acostumbrado a pensar y a expresarse originalmente en otra lengua! Quien se halla persuadido de

que pensamiento y expresión son esencial, interior y completamente la misma cosa  — y que sobre

esta convicción descansa ciertamente el arte de toda comprensión de la lengua, y, por lo tanto,

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también de toda traducción — , ¿puede querer separar a una persona de su lengua materna, y

 pensar que alguien o incluso una serie de pensamientos de una persona pueden llegar a ser una y

la misma cosa en dos lenguas diferentes? Y aun admitiendo que en cierto modo sean diversas,

¿puede arrogarse la prerrogativa de desmembrar las palabras hasta sus más íntimos componentes,

de separar de ellas toda participación de la lengua, y, mediante un proceso nuevo y, por decirlo

así, químico, recombinar lo más íntimo de estas palabras con la esencia y la fuerza de otra

lengua? Para resolver este problema es obvio que habría que separar limpiamente todo lo que en

la obra escrita de una persona, incluso de la manera más insignificante, es recuerdo de lo que

hubiera dicho u oído en su lengua materna desde la infancia, y habría que agregar entonces, en

cierta forma, al desnudo y particular modo de pensar de la obra, concebido en su orientación

hacia un determinado objeto, todo aquello que fuera recuerdo de lo que él hubiera dicho u oído en

la lengua extranjera desde el principio de su vida, o desde su primer conocimiento de ella, hasta

alcanzar la capacidad de pensar y escribir en ella de forma original. Esto no será posible hasta

que se consiga recombinar productos orgánicos mediante artificiales procesos químicos. Es más,

 puede decirse que el propósito de traducir tal y como el autor habría escrito originalmente en la

lengua a la que se le traduce no sólo es inalcanzable, sino además fútil y vano; pues quien

reconozca la fuerza modeladora de la lengua, en su identidad con la idiosincrasia del pueblo,

también ha de admitir que los mejores han llegado a serlo, sobre todo en lo que se refiere al saber,

y también en cuanto a la posibilidad de su representación, con y a través de la lengua, y por

consiguiente ha de admitir que la lengua no es algo que se lleve de forma mecánica y externa, por

decirlo así, como si se hallara sujeta por correas, y, como tiro de caballos que fácilmente pudiera

sustituirse por otro, pudiera alguien, según su capricho, enganchar su pensamiento tras otra

lengua; y ha de admitir, en fin, por el contrario, que con originalidad sólo se escribe en la lengua

materna, y que, por lo tanto, de ninguna forma puede plantearse la pregunta de cómo habría

escrito sus obras un autor en otra lengua. Contra esto, por otra parte, se alegarán sin duda dos

casos que ocurren con bastante frecuencia. En primer lugar, es cierto que hubo en otros tiempos

 — y no sólo excepciones aisladas, que de estas aún hoy las hay, sino abundantes ejemplos —  una

capacidad de escribir e incluso de filosofar y poetizar con originalidad en otras lenguas diferentes

de la materna. ¿No se debería, pues, para obtener un criterio aún más fiable, atribuir mentalmente

esta capacidad a todo escritor al que se quiera traducir? No se podría, porque lo singular de esta

capacidad reside en que sólo se da en aquellos casos en que lo idéntico no podría decirse de

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ninguna forma, o, al menos, no podría decirlo la misma persona en la lengua materna. Si nos

remontamos a la época en que comenzaban a formarse las lenguas románicas, ¿quién sabría decir

cuál era entonces la lengua materna de aquellas gentes? ¿Quién se atrevería a negar que, para

quienes movía un afán científico, el latín era más propiamente su lengua materna que el

romance? Ahora bien, para ciertas actividades intelectuales esto tiene más largo alcance: en tanto

que la lengua materna aún no se haya desarrollado lo suficiente para estas actividades, aquella

lengua sigue siendo la lengua materna, de forma parcial, en que se transmitieron aquellas

corrientes intelectuales a un pueblo naciente. Grocio y Leibnitz no podían, al menos no sin

transformarse en personas totalmente diferentes, filosofar en alemán u holandés. Es más, aun

cuando aquella raíz ya esté completamente seca, y el acodo se haya desprendido por completo del

viejo tronco, quien no sea por sí mismo a la vez una fuerza modeladora y revolucionaria de la

lengua, aún tiene que adherirse de muchas formas voluntariamente o determinado por razones

secundarias a otra lengua. A nuestro gran rey,4  los pensamientos más delicados y profundos le

venían en una lengua extranjera, una lengua de la que se había apropiado para estos fines de la

forma más íntima. Era incapaz de poetizar y filosofar en alemán del modo en que lo hacía en

francés. Hemos de lamentar que la proclividad hacia Inglaterra que prevalecía en parte de su

familia no hubiera podido encauzarse de forma que aprendiera la lengua inglesa desde su

infancia, pues esta lengua florecía en su última Edad de Oro en aquellos momentos, y es tanto

más próxima a la alemana. Es lícito creer, a modo de consuelo, que si hubiera gozado de una

educación rigurosamente científica, habría preferido filosofar y poetizar en latín antes que en

francés. Puesto que todo esto se halla sometido a circunstancias particulares, y puesto que todos

crean, pero no en cualquier lengua extranjera, sino sólo en una determinada, y sólo aquello que

no han podido crear en la suya propia, así pues, nada prueba respecto de un método de traducir

que pretende mostrar cómo habría escrito alguien en otra lengua, lo que de hecho escribió en la

suya propia. En cambio, el segundo caso, el de leer y escribir de forma original en otras lenguas

 parece más favorable para este método. Porque ¿quién negará a nuestros cortesanos y hombres de

mundo que las cortesías que salen de sus labios en otras lenguas también las han pensado de

forma espontánea en aquellas lenguas, sin traducirlas acaso primero para sí del pobre alemán? Y

así cono es su fama saber decir estas gentilezas y sutilezas con igual soltura en muchas lenguas,

también las pensarán en todas, sin duda, con idéntica facilidad, y todos sabrán también de los

4 Federico II, el Grande, 1712-1786, rey de Prusia. (N. del T.)

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demás bastante bien cómo habrían dicho en italiano exactamente lo que acaban de decir en

francés. Cierto es, por otra parte, que estos discursos tampoco pertenecen al ámbito en que los

 pensamientos brotan con fuerza de la profunda raíz de una lengua particular, sino que son como

el berro que cualquier habilidoso hace crecer sin tierra ninguna sobre un paño blanco. Estos

discursos no son ni la sacra solemnidad de la lengua ni su bello y bien medido juego, sino que,

como en estos tiempos los pueblos se mezclan de forma anteriormente desconocida, todo es

mercado, y estas son conversaciones de mercado, sean de carácter político, literario o recreativo;

y de ninguna forma caen bajo el dominio de la traducción, sino sólo, por ejemplo, bajo el del

intérprete. Si luego se reúnen semejantes discursos, al igual que se reúne el vellón para hacer

fieltro, con el fin de formar un conjunto superior, y se convierten en escritura, como de vez en

cuando puede ocurrir, entonces tal escrito, que está ambientado enteramente en la atmósfera

ligera y elegante, sin revelar ninguna profundidad de la existencia, ni conservar ninguna

 peculiaridad del pueblo, puede traducirse conforme a esta regla; pero, además, sólo tal escrito,

 porque sólo éste pudo haber sido concebido originalmente igual de bien en cualquier otra lengua.

Y no puede llegar esta norma más lejos que quizá también hasta las puertas y antesalas de obras

más profundas y soberbias, que muchas veces también se ambientan por completo en la esfera de

la vida ligera de la sociedad. Y es que, cuanto más los diferentes pensamientos de una obra, y su

encadenamiento, están impregnados de la idiosincrasia del pueblo, y quizá además poseen

incluso el cuño de una época concluida hace ya mucho tiempo, tanto más la norma pierde todo

sentido. Porque por muy cierto que siga siendo, en muchas instancias, que sólo mediante el

conocimiento de varias lenguas el hombre adquiere una cierta formación, y se convierte en

ciudadano del mundo, hemos de reconocer, por otra parte  — así como no consideramos auténtica

aquella ciudadanía del mundo que en momentos importantes suprime el amor a la patria — , que

tampoco, respecto de las lenguas, es tal amor general el amor justo y verdaderamente instructivo,

que pretenda equiparar para el uso vivo y superior, cualquier lengua, sea antigua o moderna, con

la lengua materna. Al igual que a una nación, el hombre también debe decidirse a pertenecer a

una lengua u otra; en caso contrario flotará sin sujeción en un enojoso espacio intermedio. Bien

está que todavía se escriba en nuestro país en latín de forma oficial, para que permanezca viva la

conciencia de que ha sido esta la sacra y científica lengua materna de nuestros antepasados; es

conveniente y provechoso que así suceda también en el ámbito de la común ciencia europea, para

facilitar las relaciones, pero también en este caso sólo se conseguirá en la medida en que, para

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tales estudios, el objeto lo sea todo; y la opinión propia y la composición, poco. Lo mismo sucede

con las lenguas románicas. Quien escribe en tales lenguas de forma obligatoria y oficial

ciertamente será consciente de que sus pensamientos, en el momento original de su nacimiento,

son alemanes, y que muy pronto, mientras se forma el embrión, ya comienza a traducirlos; y

quien se sacrifique de esta forma por la causa de la ciencia sólo se hallará sin esfuerzo libre, y sin

traducir de forma secreta, allí donde se sienta señor absoluto de su objeto. Naturalmente, además

hay una libre afición a escribir en latín o en cualquier otra lengua románica, y si esta escritura

tuviera realmente como propósito el de crear en otra lengua con igual perfección y originalidad

que en la propia, yo la declararía, sin vacilar, un arte perverso y nigromántico, como lo sería el

tener un doble fantasmal, con el cual el hombre no sólo pensara burlarse de las leyes de la

naturaleza, sino también confundir a los demás. Pero no creo que sea el caso, y esta afición es

más bien un juego sutil y mímico que es, cuando más, un elegante pasatiempo de las antesalas de

la ciencia y el arte. La creación en otra lengua no es original, antes bien, el recuerdo de cierto

escritor o del estilo de cierta época, que en alguna medida representa a una persona colectiva, se

halla grabado en el alma casi como una viva imagen exterior, cuya imitación dirige y determina

la creación. De ahí también que por este camino rara vez nazca algo que aparte de la precisión

mímica tuviera verdadero valor; y puede uno deleitarse con esta popular prestidigitación con toda

tranquilidad, cuanto más la persona representada se trasluce por doquier con bastante claridad. En

cambio, si alguien se ha convertido incluso, en contra de la naturaleza y la costumbre, en una

especie de desertor de la lengua materna, y se ha rendido a otra, no se trata entonces en absoluto

de escarnio afectado y falso cuando asegura que ya no sabe moverse de ningún modo en aquella,

sino que es sólo una justificación que se debe a sí mismo, que su condición es de verdad un

 prodigio de la naturaleza que desafía todo orden y regla, y es también una tranquilidad para los

demás, que, al menos, saben que no se ha desdoblado como un fantasma.

Pero ya nos hemos entretenido demasiado tiempo en lo extranjero, y hemos aparentado

hablar sobre la escritura en otras lenguas, en lugar de hablar de la traducción de otras lenguas. El

caso, sin embargo, es el siguiente. Si no es posible escribir con originalidad en otra lengua algo

digno de traducción, considerada como arte, y que a la vez la requiera, o si esto constituye al

menos una rara y maravillosa excepción, tampoco puede establecerse para la traducción la regla

de que ella debe expresar exactamente los mismos pensamientos que tendría el autor mismo en la

lengua del traductor; porque no abundan los ejemplos de escritores bilingües, de los que podría

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deducirse una analogía a la que podría atenerse el traductor; y éste, al contrario, como hemos

dicho, se hallará casi por completo, en toda obra que no se asemeje a la amena conversación o al

estilo comercial, a merced de su propia imaginación. ¿Y qué se podrá objetar cuando el traductor

le dice al lector: “Aquí te presento el libro tal y como lo habría escrito el autor si lo hubiera

escrito en alemán”; y cuando el lector le contesta: “Te estoy tan agradecido como si me hubieras

 presentado el retrato del autor con el aspecto que tendría si su madre lo hubiera concebido de otro

 padre?”  Pues, si de las obras que en un sentido superior pertenecen a la ciencia y al arte el

 peculiar espíritu del autor es la madre, el padre ha de ser su propia lengua patria. Tanto el primero

como el segundo de estos pequeños artificios apelan a unos conocimientos misteriosos que nadie

 posee, y sólo como juego pueden disfrutarse sin cuidado.

Se confirma con claridad hasta qué punto la aplicabilidad de este método es limitada, y su

casi nulidad en el ámbito de la traducción, cuando se advierten los obstáculos insuperables con

los que se enfrenta en ciertas ramas de la ciencia y el arte. Si ya en el uso cotidiano de la lengua

hay que reconocer que son pocas palabras las que se corresponden por completo con las de otra

lengua, de forma que sean perfecta mente intercambiables, y que incluso cuando se empleen en

idénticas construcciones causen idéntico efecto, más aún habrá que reconocerlo en lo que se

refiere a los conceptos, tanto más cuanto mayor carga filosófica soporten; y sobre todo, por lo

tanto, habrá que reconocerlo respecto de la filosofía. Aquí, más que en cualquier otro ámbito,

toda lengua abarca, a pesar de todas las opiniones coexistentes y sucesivas, un sistema de

conceptos que, precisamente por rozarse, relacionarse y complementarse en la misma lengua,

forman un conjunto cuyas partes aisladas, sin embargo, no se corresponden con las de ningún

sistema de otras lenguas, descontando apenas, ‘Dios’ y ‘Ser’, el sustantivo y el verbo originales.

Incluso lo absolutamente universal, aunque se halle fuera del dominio de la idiosincrasia, está

iluminado y teñido por ella. Dentro de este sistema de la lengua tiene que brotar la sabiduría de

todos. Y todos se nutren de lo que hay, todos contribuyen a sacar a luz lo que no existe, pero ya

se encuentra preformado. Sólo así puede vivir la sabiduría de cada uno, y puede dominar

realmente su existencia, la cual, por cierto, él resume por completo en esta lengua. Es decir, si el

traductor de un escritor filosófico no puede decidirse a obligar a la lengua de la traducción, todo

lo que pueda, hacia la lengua original, para hacer que se vislumbre si es posible el sistema de

conceptos desarrollado en ésta; y si, por el contrario, pretende que su escritor hable tal y como

habría dado forma a sus pensamientos y palabras en una lengua ajena, ¿qué más puede hacer,

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dada la desemejanza de los elementos en ambas lenguas, que parafrasear — aunque no consiga así

su propósito, porque una paráfrasis no puede parecer ni parecerá nunca nada nacido

originalmente en la propia lengua —  o transformar obligatoriamente toda la sabiduría y la ciencia

de su autor en el sistema de conceptos de la otra lengua, y así sucesivamente con todas y cada una

de sus partes, procedimiento que no permite prever cómo se podría poner límites a la más

absoluta arbitrariedad? Más aún, hay que decir que quien tenga un mínimo respeto por los afanes

filosóficos y su desarrollo no puede entregarse de ninguna manera a juego tan frívolo. Que me

 perdone Platón si del filósofo paso al dramaturgo. En lo que a la lengua se refiere, la comedia es

el género artístico que más cerca se halla del ámbito de la conversación social. Todo lo que se

representa recibe su vida de las costumbres de la época y del pueblo, que, a su vez, están

vivamente reflejadas sobre todo en la lengua. Soltura y naturalidad en la gracia son su primera

virtud, y precisamente por eso son aquí enormes las dificultades de la traducción que se funda en

el método que acabamos de examinar. Porque cualquier aproximación a una lengua extranjera

 perjudica aquellas virtudes de la presentación. Pero si la traducción pretende hacer hablar incluso

a un dramaturgo como si originalmente hubiera escrito en la lengua a la que ha sido traducido,

claro está que hay muchas cosas que no podrán expresarse, porque no son propias de este pueblo,

y por consiguiente carecen también de signo lingüístico. Aquí, por lo tanto, el traductor tiene que

suprimir enteramente ciertas cosas, destruyendo así la fuerza y la forma del conjunto, o bien tiene

que reemplazarlo por algo diferente. Así pues, en este terreno, la fórmula, cumplida a rajatabla,

conduce por lo visto a la mera imitación o a una mezcolanza aún más repugnante y

desconcertante de traducción e imitación, que, sin piedad, arroja al lector como una pelota de un

lado a otro, entre el mundo suyo y el ajeno, entre el ingenio y la gracia del autor y los del

traductor, lo cual, para el lector, no puede ser un disfrute puro, y con seguridad acabará

 produciéndole vértigo y cansancio. En cambio, quien traduce según el otro método, no tiene

motivos para semejantes modificaciones arbitrarias, dado que su lector siempre debe tener

 presente que el autor vivía en otro mundo y escribía en otra lengua. Quien traduce está vinculado

sólo por el difícil arte de suplir el conocimiento de este mundo ajeno de la manera más breve y

eficaz, y de dejar traslucir en todo momento la mayor soltura y naturalidad del original. Estos dos

ejemplos, tomados de los extremos opuestos de la ciencia y el arte, demuestran con claridad lo

 poco que el verdadero fin de todo traducir, el disfrute más genuino posible de obras extranjeras,

 puede conseguirse mediante un método que pretende insuflar por completo a la obra traducida el

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espíritu de una lengua que le es extraña. A esto hay que añadir que toda lengua tiene sus

 particularidades también en los ritmos, tanto en prosa como en verso; y que, si quisiera

enunciarse la conjetura hipotética de que el autor también podría haber escrito en la lengua del

traductor, también habría que presentarlo con los ritmos de esta lengua, con lo cual su obra se

deformaría aún más, y el conocimiento de su particularidad que permite la traducción se limitaría

aún en mucho mayor medida.

Además, esta hipótesis ficticia sobre la que, por otra parte, se funda por completo la teoría

de la traducción que acabamos de analizar, de hecho, desborda con mucho la finalidad de este

oficio. La traducción, analizada según el primer punto de vista, es cosa de la necesidad de un

 pueblo del que sólo una pequeña parte puede adquirir un conocimiento suficiente de otras

lenguas, mientras que la mayor parte tiene una disponibilidad para el disfrute de obras

extranjeras. Si esta parte pudiera convertirse por completo en aquella, esa forma de traducir sería

inútil, y difícilmente se encargaría nadie de labor tan ingrata. No sucedería lo mismo con el

método analizado en segundo lugar. Este no tiene nada que ver con la necesidad, antes bien, es

fruto de la arrogancia y la codicia. Ya podría haberse extendido en grado superlativo el

conocimiento de las lenguas extranjeras, y ya podrían ser asequibles para todo aquel que

estuviera capacitado las obras más insignes en estas lenguas, y aún así seguiría siendo la de

traducir una extraña empresa, que, sin embargo, congregaría en torno a sí una audiencia tanto

más numerosa y curiosa si alguien prometiera presentarnos una obra de Cicerón o de Platón tal y

como ellos mismos la habrían escrito hoy directamente en alemán. Y si alguien nos llevara al

 punto de hacer esto no sólo en la propia lengua materna sino incluso en otra lengua, sería este

 para nosotros acaso el maestro indiscutible en el difícil y casi imposible arte de fundir en uno los

espíritus de las lenguas. Pero claramente se entiende que esto, bien mirado, no sería ya

traducción, y la finalidad tampoco sería la del disfrute más genuino posible de las obras mismas,

sino que progresivamente se asemejaría a una imitación y sólo quien conociera previamente a

aquellos autores de forma directa podría disfrutar en verdad de tal obra de arte o artificio. Y el

verdadero propósito sólo podría ser el de mostrar, en casos particulares, la misma relación entre

algunas expresiones o combinaciones y una cierta idiosincrasia en varias lenguas, y, en conjunto,

iluminar la lengua con el peculiar espíritu de un autor extranjero, si bien totalmente separado y

desligado de su lengua. Y puesto que aquello, por lo tanto, sólo es un juego ingenioso y gracioso,

y esto se funda en una ficción casi imposible de llevar a la práctica, se entiende por qué esta

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manera de traducir sólo se emplea en intentos muy infrecuentes que, a su vez, también muestran

con bastante claridad que no puede procederse de esta forma de manera generalizada. Así se

explica también que, ciertamente, sólo distinguidos maestros, que puedan atreverse a acometer

tareas prodigiosas, puedan trabajar siguiendo este método, y justamente son sólo quienes ya han

cumplido con sus verdaderas obligaciones ante el mundo los que pueden atreverse a aventurarse

en un juego incitante y algo peligroso. Pero tanto más fácilmente se comprende también que los

maestros que se sientan capaces de emprender algo semejante miren con bastante compasión este

oficio de aquellos otros traductores. Y es que piensan que, en realidad, sólo ellos practican el arte

 bello y libre, mientras que aquellos les parece que se hallan mucho más cerca del intérprete, dado

que, en fin, también sirven a la necesidad, si bien, a una necesidad de orden algo superior. Y les

 parecen dignos de compasión, ya que emplean mucho más arte y esfuerzo de lo que sería justo en

un oficio subalterno e ingrato. Y de ahí que además se muestren magnánimos a la hora de

aconsejar que en lugar de emprender traducciones semejantes a esas deba uno servirse, en lo

 posible, de paráfrasis como también hacen los intérpretes en los casos difíciles y comprometidos.

¿Qué hacer pues? ¿Debemos compartir esta opinión y seguir este consejo? Los antiguos,

al parecer, tradujeron poco en aquel sentido más auténtico, y también la mayoría de los pueblos

modernos, desanimados por las dificultades de la verdadera traducción, se contentan con la

imitación y la paráfrasis. ¡Quién se atreverá a afirmar que haya traducciones al francés, sea de las

lenguas antiguas o de las germánicas! Pero por mucho que los alemanes quisiéramos prestar oído

a este consejo no lo seguiríamos. Una necesidad interior, en la que se manifiesta con claridad una

 particular vocación de nuestro pueblo, nos ha impulsado a traducir casi todo, no podemos

retroceder, y hemos de seguir adelante. Al igual que, tal vez, sólo mediante el trasplante múltiple

de plantas ajenas se ha hecho nuestro suelo más rico y fértil, y nuestro clima más suave y grato,

de igual modo sentimos que nuestra lengua, dado que nosotros mismos, por la indolencia nórdica,

la movemos menos, sólo mediante el variado contacto con lo ajeno puede crecer lozana y

desarrollar completamente su propia fuerza. Y con esto parece coincidir que, debido a su respeto

 por lo ajeno, y a su naturaleza conciliadora, nuestro pueblo esté destinado a juntar en su lengua, a

la vez, todos los tesoros de la ciencia y el arte extranjeros y los propios, como, por decirlo así, un

gran conjunto histórico, para guardarlo en el centro y corazón de Europa, para que todos puedan

disfrutar ahora, con la ayuda de nuestra lengua, de la manera más pura y perfecta de la que puede

ser capaz un extranjero, de todo lo bello que haya florecido en los diversos tiempos. Este parece

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ser, en efecto, el verdadero sentido histórico de la traducción en gran escala, tal y como ha venido

a ser común entre nosotros. Para ella, sin embargo, sólo el método que hemos descrito al

 principio es aplicable. Sus dificultades, que no he mos ocultado, tiene que aprender a vencerlas el

arte en la medida de lo posible. Ya contamos con un buen comienzo, pero la mayor parte aún está

 por hacer. También aquí tienen que preceder muchos intentos y ejercicios antes de que se

consigan obras de mérito, y al principio atraen la atención cosas que son superadas luego por

otras mejores. Muchos son los ejemplos que muestran en qué gran medida algunos artistas en

 parte ya han vencido estas dificultades, y en parte felizmente se han abierto paso entre ellas. Y

aunque trabajen en este campo quienes no sean tan expertos, no nos preocupemos

melindrosamente por los daños que puedan ocasionar a nuestra lengua. Pues, en primer lugar, hay

que tener en cuenta que una lengua en que la traducción se practica en tan gran escala tiene

también un área lingüística propia para las traducciones, a las que hay que autorizar cosas que en

ninguna otra parte se consienten. Quien, a pesar de todo, siga difundiendo ilícitamente semejantes

innovaciones hallará pocos o ningún imitador, y si no queremos echar cuentas acaso para un

 período demasiado breve, podemos confiar en el proceso de asimilación de la lengua, que

suprimirá todo lo que se había admitido sólo por una necesidad adventicia, y que, en realidad, no

convenga con su naturaleza. Por otra parte, no debemos ignorar que mucho de lo hermoso y

vigoroso de la lengua se ha desarrollado sólo mediante la traducción, o bien sólo por ella se ha

rescatado del olvido. Hablamos demasiado poco, y charlamos relativamente demasiado; y es

innegable que desde hace algún tiempo también la escritura se había adentrado demasiado por

este rumbo, y que la traducción ha contribuido en no poca medida a que vuelva a imponerse un

estilo más severo. Si algún día amanece una época en que tengamos una vida pública por la que,

 por una parte, deba desarrollarse una sociabilidad más rica en contenido y más conveniente para

la lengua, y de la que, por otra parte, se obtenga un espacio más libre para el talento del orador,

acaso entonces la traducción nos haga menos falta para el progreso de la lengua. ¡Y ojalá

amanezca esa época antes de que hayamos recorrido dignamente todo el ciclo de los esfuerzos de

los traductores!

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  Victor Hugo, “Los traductores”* 

[...]

Hay una completa identificación entre su estilo y ellos [ sc. de los espíritus originales]. Para el

verdadero crítico, que es un químico, su totalidad se condensa en el más nimio detalle. Esta

 palabra es Esquilo, esta palabra es Juvenal, esta palabra es Dante. Toda Lady Macbeth está en

esta palabra, propia de Shakespeare: Unsex.5  No hay una idea en el poeta, ni una hoja en el árbol,

que no tenga en él mismo su raíz. No se ve su origen, está bajo tierra, pero está. La idea sale del

cerebro expresada, mejor dicho, amalgamada con el verbo, analizable, pero concreta, mezcla del

siglo y del poeta, sencilla en apariencia, compleja en realidad. Cada idea, salida así de un venero

 profundo, hecha una sola cosa con la palabra, resume en su microcosmos la sustancia completa

del poeta. Una gota es todo el agua. De tal suerte que todo detalle de estilo, todo término, todo

vocablo, toda expresión, toda locución, toda acepción, todo desarrollo, toda construcción, todo

giro, e incluso a veces la puntuación, es metafísica. La palabra, ya lo hemos dicho, es la carne de

la idea, y esta carne vive. Si separáis la palabra de la idea, como la vieja escuela de crítica

separaba el fondo de la forma, propiciáis la muerte. Como en la muerte, la idea, es decir, el alma,

desaparece. Vuestra guerra contra la palabra es un ataque a la idea. Lo que caracteriza al supremo

escritor es el estilo de una pieza. El escritor como Tácito, el poeta como Shakespeare, ponen su

organización, su intuición, su pasión, su experiencia, su sufrimiento, su ilusión, su destino, su ser,

lo innato, en cada renglón de sus libros, en cada suspiro de sus poemas, en cada grito de sus

dramas. En el estilo se manifiestan las resoluciones imperiosas de la conciencia, y un algo

omnímodo que se asemeja al deber. Escribir es hacer: el escritor ejecuta una acción. La idea

expresada es una responsabilidad aceptada. Por eso el escritor es uña y carne con su estilo. No

deja nada al azar. La responsabilidad acarrea la solidaridad.

[...]

El estilo tiene una cadena: la idiosincrasia, ese cordón umbilical del que hablábamos hace

un momento que lo sujeta al escritor. Salvo esa atadura, que es su fuente de vida, está libre.

*  Victor Hugo, “Les traducteurs”, Œuvres Complètes. Critique, Paris, Robert Laffont, 1985, pp. 64-66 [trad. de

Rosario García Moreno].5  Macbeth, I, V: “Come you spirits / That end on mortal thoughts! unsex me here”. En inglés unsex  es privar a

alguien, habitualmente a una mujer, de las cualidades de su sexo. (N. del Ed.)

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Recorre con plena libertad todos los alambiques de la gramática; es esencial;6 su principio, que es

el propio escritor, le es incorporado, y no pierde ni un átomo suyo en todos los aparatos de

filtraje, de los que sale hecho frase para la prosa, o verso para la poesía. Tiene su propio ritmo y

lo impone en el interior mismo del ritmo general al que acepta. De ahí, desde un punto de vista

absoluto, la sorprendente elasticidad del estilo que puede contener todo, desde la sutileza casta

hasta la obscenidad sublime, de Petrarca a Rabelais. A veces en el mismo hombre están Petrarca

y Rabelais, la escala del estilo va de Romeo a Falstaff, en un intervalo cabe el universo, los

hombres, los ángeles, las hadas; la fosa se nos muestra con su operario en uno de los extremos y

el huésped en el otro, el enterrador y el espectro; la noche, cínica, nos enseña algo diferente de su

rostro, buttock of the night [“culo de la noche”]; se yergue la hechicera, Euménide encanallada,

caricatura dibujada en la vaga pared del sueño con un carbón del infierno; y asomado a ese

mundo, querido por él, contemplando lo premeditado, el poeta inmenso mira, escucha, añade,

solloza, se burla, ama, sueña. Y ahora, traducid eso.

Luchad con ese estilo para expresarlo, con ese pensamiento para extraerlo, con esa

filosofía para comprenderla, con esa poesía para abrazarla, con esa voluntad para obedecerla.

Obedecer, ahí resplandece el poder del traductor. [...] El traductor verdadero, el traductor

definitivo y de calidad, si es inteligente, se subordina al original, y se subordina con autoridad. La

superioridad se manifiesta en esa obediencia soberana. El traductor excelente obedece al poeta

como el espejo obedece a la luz, devolviéndoos su resplandor. Ser el espejo vivo: raro mérito que

Voltaire buscó ante Plauto, y Chateaubriand ante Milton. Más fidelidad equivale a más luz.

[...]

Con todas las reservas, y en cierta medida, estamos a favor de todas las traducciones, de

igual modo que estamos a favor de todas las religiones.

Religiones y traducciones, más semejantes entre sí de lo que pudiéramos creer en un

 primer momento, guardan siempre proporción con la evolución de los espíritus. Ambas son

 buenas o malas hasta el momento en que puede aceptarse la verdad definitiva, en arte por un lado,

en filosofía por otro.

Los traductores, otros desveladores, os proporcionan todas las aproximaciones que

queráis. No trabajan sobre lo infinito como el fundador de una religión, pero su obra es análoga.

Lo que contemplan, lo que estudian, lo que traducen, no escapa a la humanidad, sino

6 En francés essentiel tiene la doble acepción de ‘fundamental’ y ‘volátil ’. (N. de la T.) 

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simplemente a un pueblo; no es el Espíritu, es un espíritu; no es el Verbo, es un idioma; no es el

cielo, es el libro; no es el universo con su alma, Dios; es la obra maestra con su alma, el poeta.

Labor rigurosa. Hacen lo que pueden. Si no os dicen todo, es menos culpa suya que

vuestra. No es el público quien hace al poeta, pero es el público quien hace al traductor.

[...]

El traductor en efecto es víctima de su medio. El traductor tiene por colaborador el

momento en que vive. Para las inteligencias poco abiertas aún, son necesarias semi-traducciones,

como les son necesarias semi-religiones. A las inteligencias adultas, y que han llegado a su

completo desarrollo, les es preciso todo el texto, del mismo modo que en religión les es preciso

todo el logos. Isis no se levanta las faldas ante los niños. Cuando seáis hombres, cuando de veras

seáis hombres, cuando seáis pueblos que ya saben quiénes son, se os dirá todo.

[...]

Los traductores tienen una función civilizadora. Sirven de puente entre los pueblos.

Trasvasan el espíritu humano de unos hombres a otros. Están al servicio del paso de ideas.

Gracias a ellos el genio de una nación visita al genio de otra. Fecundantes confrontaciones. Los

cruces son tan necesarios para el pensamiento como para la sangre.

Otra función de los traductores: superponen los idiomas, y a veces gracias al esfuerzo

realizado, preparando y adaptando el sentido de las palabras a las acepciones extranjeras,

acrecientan la elasticidad de la lengua. Esta tracción del idioma, siempre y cuando no se llegue a

desgarrarlo, lo desarrolla y lo engrandece.

El espíritu humano es más grande que todos los idiomas. No todas las lenguas lo expresan

en idéntica medida. Cada una saca agua de este mar según su capacidad. Está en todas, más puro

o más turbio. Los dialectos lo cogen con su cántaro. Los grandes escritores obtienen más de este

infinito. De ahí, a veces, lo incomprensible; de ahí, otras muchas veces, lo intraducible. El  sunt

lacrymae rerum es una gota en la inmensidad. Esta frase es la hondura misma. En ese momento,

Virgilio iguala o quizá supera a Dante.

Esta frase, más que cualquier otra, es irreducible a la traducción, y ello a causa de su

sublimidad concreta, formada por la síntesis del fatalismo antiguo y la visión fugaz de la

melancolía moderna... cosa que parece extraordinaria a los que no suelen meditar sobre estos

vastos problemas: esta frase traducida literalmente al francés no presenta ningún sentido.

 Ninguna mujer comprenderá “las cosas también lloran”, pero toda mujer lleva en sí el  sunt

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lacrymae rerum.

La cuestión filológica no es diferente de la cuestión metafísica. Los traductores arrojan

mucha luz sobre ella. No hay estudio filosófico más sorprendente ni más útil que estas

superposiciones de lenguas. Las lenguas no se ajustan, no tienen la misma configuración. No

tienen las mismas fronteras en el espíritu humano. Este las desborda, están inmersas en él, con

diferentes promontorios que avanzan en distintas direcciones. Donde un idioma se detiene, el otro

sigue. Lo que se dice en uno falta en otro. Más allá de todos lo idiomas, se percibe lo

inexpresado, y más allá de lo inexpresado, lo inexpresable.

El traductor pesa siempre acepciones y equivalentes. No hay balanza más delicada que la

que equilibra los sinónimos. El estrecho vínculo entre la idea y la palabra se manifiesta en las

comparaciones de las lenguas humanas. Y aquí aparece, en toda su puerilidad, la famosa

distinción entre el fondo y la forma que sirvió de base hace treinta años a toda una corriente

crítica, abandonada hoy. Fondo y forma se unen hasta tal punto que en muchos casos el fondo se

diluye si cambia la forma

Añadid las dificultades exteriores a las interiores; a los obstáculos de la lengua, a los

obstáculos del escritor, añadid todas las complicaciones que rodean al traductor, añadid los

 prejuicios del momento, las antipatías nacionales, las enfermedades inoculadas por las retóricas,

los escrúpulos, los recelos, los pudores bobos, las resistencias de la cursilería provinciana frente

al eterno buen gusto.

[...]

Los grandes escritores enriquecen las lenguas, los buenos traductores retrasan su

empobrecimiento.

El empobrecimiento de las lenguas constituye un notable fenómeno metafísico que

merece ser estudiado.

Una lengua no desaparece sino creando otra; varias, en muchas ocasiones. Con su agonía

se mezcla una gestación. Para ciertos insectos, la muerte es una puesta. Lo mismo sucede con las

lenguas.

La muerte de las lenguas comienza con un espesamiento del idioma que le despoja de su

transparencia. Las palabras adquieren opacidad, y en la misma medida la pronunciación se vuelve

torpe, y las relaciones entre las sílabas cambian. Este espesamiento se debe al tiempo

transcurrido, que hiere de vejez a la lengua, y no a la introducción de ideas nuevas como se dice

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con tanta ligereza. Las ideas nuevas, como son jóvenes, son sanas, comunican su vigor al idioma,

y, lejos de arruinarlo, lo conservan y hasta lo salvan a veces. No obstante, cuando es ya fatal la

desaparición del idioma, el espesor aumenta; la oscuridad altera ciertas zonas del lenguaje, la

lógica de la lengua se altera, las analogías se borran, las etimologías dejan de traslucirse bajo las

 palabras, una ortografía perversa ataca las raíces irrevocables, malos usos maltratan lo que queda

de ese viejo fondo del idioma.

[...]

Estos cambios de un idioma a otro, del pasado al futuro, de la decrepitud a la aurora, de la

muerte a la vida, son laboriosos.

Las traducciones los propician, los preparan con mucha anterioridad, los suavizan, los

facilitan. En toda traducción hay una amalgama. Las transformaciones de las lenguas necesitan de

un mixtura previa. Esta amalgama del fondo común de las lenguas es una preparación.

El espíritu humano, uno en su esencia, es diverso por corrupción. Las fronteras y las

antipatías geográficas lo trocean y lo fijan. Habiendo perdido el hombre sus vínculos, el espíritu

humano ha perdido su unidad. Podría decirse que hay muchos espíritus humanos. El espíritu

humano chino no es el espíritu humano griego.

Las traducciones derriban esos tabiques, destruyen esos comportamientos y permiten la

comunicación entre los distintos espíritus humanos.

Aunque son necesarios para la comunicación de las ideas, son además útiles

 primeramente para la conservación y luego para la transformación de las lenguas.

He hablado del enigma que hay en todo escritor. Este enigma tienta al traductor, y, si no

lo descifra, el enigma lo mata. Siempre es arduo, y exige que el traductor sea historiador, no

menos que filólogo; y filósofo, no menos que gramático; que posea inspiración, no menos que

inteligencia. Y ¿qué sucede cuando el escritor es un poeta?, ¿qué sucede cuando el poeta es un

 profeta?

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  Walter Benjamin, “La tarea del traductor”7 

En ninguna parte la atención hacia el receptor resulta fructífera para la comprensión de una obra

de arte o una forma artística. No es sólo que toda referencia a un público determinado o a su

representante lo desvíe a uno del camino, sino que hasta el concepto de un receptor ideal es

nocivo en toda discusión sobre teoría del arte, porque de esas discusiones tan sólo se solicita que

 partan en general de la existencia y la naturaleza del ser humano. Asimismo el arte también

 presupone aquella naturaleza física y espiritual; pero ninguna obra de arte presupone la atención

del ser humano. Porque ningún poema está destinado al lector; ningún cuadro, a quien lo

contempla; ninguna sinfonía, al auditorio.

¿Se dirige la traducción a aquellos lectores que no entienden el original? La respuesta

 parece aclarar de manera suficiente la diferencia de categoría entre ambos en la esfera del arte.

Además, parece ser la única razón posible para repetir lo idéntico. ¿Qué dice,  pues, una obra

literaria?, ¿cuál es su información? Muy poco, para quien la entiende. Su esencia no es

informativa, ni es un mensaje. Sin embargo, aquella traducción que sobre algo se propone

informar no podría comunicar sino información, es decir, lo no esencial. Y es esto precisamente

lo que distingue las malas traducciones. Por otra parte lo que hay en la poesía además de

información — e incluso el mal traductor admite que eso es lo esencial — , ¿no es lo que se piensa

generalmente como lo incomprensible, misterioso, poético?, ¿aquello que el traductor sólo puede

reproducir haciendo poesía? De ahí procede, de hecho, un segundo rasgo de la mala traducción;

que puede definirse, por lo tanto, como una interpretación imprecisa de un contenido no esencial.

Así es, siempre que la traducción se comprometa a servir al lector. Pero si estuviera destinada al

lector, también debería estarlo el original. Si el motivo de la existencia del original no es ése,

¿cómo podría entenderse entonces la traducción a través de esos conceptos?

La traducción es una forma. Para comprenderla como tal, es preciso volver al original.

Porque la ley de la traducción está comprendida en él como traducibilidad. La cuestión de la

traducibilidad de una obra es ambigua. Puede significar: ¿alguna vez, entre el conjunto de sus

lectores, hallará al traductor adecuado?; o, más expresamente, ¿conforme a su naturaleza, permite

7 Walter Benjamin, “Die Aufgabe des Übersetzers”, Schrifen, ed. de Theodor W. Adorno y Grete Adorno, Frankfurt

am Mein, Surkhamp, 1955, vol. I, pp. 40-54 [trad. de Hans Christian Hagedorn].

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la traducción, y, por consiguiente  — conforme a la trascendencia de esta forma — , además, la

requiere?

[...]

Porque la regla es: si la traducción es una forma, la traducibilidad tiene que ser parte

constituyente de ciertas obras.

La traducibilidad es un constituyente particular de ciertas obras; no significa eso que su

traducción sea esencial para sí mismas, sino que cierta significación inherente de los originales se

manifiesta en su traducibilidad. Es evidente que una traducción, por buena que sea, jamás podrá

significar algo para el original. No obstante, está íntimamente relacionada con éste mediante su

traducibilidad. Más aún, esta relación es tanto más íntima cuanto que ya no significa nada para el

original; se la puede llamar natural, y, con más precisión, una relación de la vida. Tal como las

manifestaciones de la vida están profundamente relacionadas con lo vivo sin significar nada para

ello, así, la traducción procede del original, aunque no tanto de su vida, sino de su supervivencia.

Porque la traducción es posterior al original; y, por cierto, en las obras importantes, que nunca

encuentran a sus más escogidos traductores en la época de su creación, es significativo el estadio

de la prolongación de su vida.

[...]

La historia de las grandes obras de arte comprende a su ascendencia, desde sus orígenes; a

su creación en la época del artista; y al período de la prolongación, en un principio perpetua, de

su vida, durante las generaciones posteriores. Allí donde asoma, a este último se le llama gloria.

Aquellas traducciones que son algo más que comunicación nacen cuando durante la prolongación

de la vida de una obra ya ha entrado esta en su momento de gloria. Por consiguiente, no

contribuyen tanto a ésta, según la reclamación habitual de los malos traductores, cuanto, más

 bien, le deben su existencia a ella. Alcanza en ellas la vida del original, en perpetua renovación,

la última y más completa floración de su existencia.

[...]

Todas aquellas manifestaciones de la vida que poseen una finalidad, tal como su finalidad

en general, no la poseen, a fin de cuentas, para la vida, sino para expresar su propia naturaleza,

 para representar su significación. Así, la finalidad de la traducción se halla, en definitiva, en la

expresión de la correlación intrínseca entre las lenguas. De ningún modo puede ella misma

revelar o crear esta oculta correlación, pero sí puede representarla, reproduciéndola en forma

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germinal o condensada. Y a decir verdad esta representación de un significado mediante el

experimento, mediante el germen de su producción, es por cierto un modo muy particular de

representación que apenas puede encontrarse en el ámbito de la vida no lingüística. Porque ésta

conoce, mediante analogías y signos, otras formas indicativas diferentes de la realización

condensada, o sea, diferente de la anticipación y la alusión. Aquella imaginaria correlación

intrínseca entre las lenguas se caracteriza, sin embargo, por una particular convergencia. Consiste

en que las lenguas no son extrañas entre sí, sino que están emparentadas, a priori y dejando a un

lado toda relación histórica, mediante lo que quieren decir.

[...]

Para comprender la verdadera relación entre original y traducción, es necesaria una

reflexión cuyo objetivo es análogo al de esa asociación de ideas con la que la teoría del

conocimiento tiene que demostrar la imposibilidad de una teoría reproductiva. Mientras allí se

comprueba que no habría objetividad en el conocimiento, ni tan siquiera podría reclamarse, si

éste se redujera a reproducir la realidad; aquí puede demostrarse que la traducción sería imposible

si la semejanza con el original fuese la aspiración de su más íntima esencia. Pues durante la

 prolongación de su vida, que no debería denominarse así, si no fuera transformación y renovación

de lo vivo, el original cambia. Hay una madurez tardía hasta para las frases ya acuñadas. Lo que

en su tiempo era quizá una tendencia del lenguaje poético de un autor puede quedar concluido en

el futuro; las tendencias inmanentes pueden brotar de nuevo de lo ya hecho. Lo que en su tiempo

 parecía nuevo puede posteriormente parecer gastado; y lo que fue de uso común, arcaico. Buscar

lo esencial tanto de esas transformaciones como de las igualmente continuas de significado, en la

subjetividad de la posteridad, en vez de en la propia vida de la lengua y sus obras, sería,

admitiendo incluso el psicologismo más tosco, confundir la razón y la esencia de los hechos; o,

dicho más rigurosamente, sería negar incluso, por impotencia del pensamiento, uno de los más

 poderosos y fructíferos procesos históricos. Pero aun cuando se quisiera convertir el último

movimiento de la pluma del autor en un golpe de gracia para la obra, no se salvaría así esta

difunta teoría de la traducción. Porque tal y como se transforman por completo, con el transcurrir

de los siglos, el tono y el significado de las grandes obras poéticas, también así se transforma la

lengua materna del traductor. Más aún, mientras la palabra poética perdura en su lengua, aun la

traducción más insigne está destinada a ser absorbida por su lengua, a hundirse en la renovación

de la lengua. Tan lejos se halla de ser la huera ecuación de dos lenguas muertas que entre todas

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las formas le toca precisamente a ella, como lo más específico suyo, dar cuenta de aquella

madurez tardía de la palabra extranjera en el parto de la propia.

[...]

La traducción, por lo tanto, aunque no puede reclamar la perpetuidad para sus creaciones,

diferenciándose así del arte, no niega su orientación hacia una fase última, definitiva y decisiva,

de todo el porvenir y creación de las lenguas. En ella, en la traducción, el original crece hasta

llegar a una atmósfera de la lengua, en cierto modo, más elevada y más pura; donde, por cierto,

no puede vivir éste perpetuamente, así como tampoco la alcanzan, ni aproximadamente, todos los

elementos que lo constituyen; pero sí, cuando menos, la señala de forma maravillosamente

 persuasiva como el ámbito de reconciliación y cumplimiento de las lenguas, predestinado e

inalcanzable. No llega todo el tallo ni las raíces del original, pero en este ámbito se halla aquello

que en una traducción es más que información. Con mayor exactitud puede denominarse este

hueso substancial como lo que en ella misma no es traducible de nuevo. Porque aunque se

 pretenda obtener de ella cuanta información se pueda, y traducirla, en todo caso, permanece

intangible aquello a lo que iba dirigida la labor del verdadero traductor. No es trasladable como la

 palabra del poeta original, porque la relación del contenido con respecto a la lengua es

completamente diferente en el original y en la traducción. Pues mientras en el primero estos dos

forman una cierta unidad, como la de la fruta con su piel, la lengua de la traducción envuelve su

contenido como con un manto regio de amplios pliegues. Pues ella supone una lengua superior de

la que es, y por ello se muestra inadecuada ante su propio contenido, majestuosa y extraña.

[...]

La tarea del traductor consiste en encontrar aquella intención respecto de la lengua a la

que se traduce con la que se despertará en ella el eco del original. He aquí un rasgo mediante el

cual la traducción ciertamente se diferencia de la obra poética, porque la intención de ésta nunca

se dirige a la lengua como tal, a su totalidad, sino a ciertas relaciones lingüísticas de contenido.

La traducción, en cambio, no se encuentra, como la poesía, en el propio interior del bosque

agreste de la lengua, por decirlo así, sino que desde fuera de ella, enfrente de ella, y sin entrar en

ella, llama al original a entrar, y a entrar en aquel único sitio donde el eco respectivo en la propia

lengua puede dar la resonancia de una obra en otra. No es sólo que su intención tenga un objetivo

diferente del de la poesía, o sea, una lengua en su conjunto, partiendo de una sola obra de arte en

otra lengua, sino que ella misma varía: la del poeta es una intención directa, primaria, concreta; la

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del traductor es derivada, última, abstracta.

[...]

Fidelidad y libertad  — libertad de la transmisión conforme al sentido y, con este

 propósito, fidelidad ante la palabra —  son los términos tradicionales en cualquier discusión sobre

traducciones. Parece que ya no pueden servir para una teoría que en la traducción busca algo

diferente de la transmisión del sentido. Aunque en su empleo habitual estos términos siempre se

encuentren en un dilema sin solución. Porque, ¿qué es lo que en realidad puede lograr la fidelidad

en cuanto a la transmisión del sentido? La fidelidad en la traducción de la palabra aislada casi

nunca transmite por completo el sentido del original. Porque el sentido, respecto del significado

 poético que tiene para el original, no se reduce a lo designado, sino que lo adquiere precisamente

en la forma en que lo designado está sometido a la manera de designar de la palabra determinada.

En general, se expresa esto mediante una fórmula: las palabras llevan consigo un tono emocional.

Y además, la fidelidad literal a la sintaxis quebranta definitivamente toda transmisión del sentido,

y parece conducir inevitable y directamente a la incomprensión. Las traducciones que hizo

Hölderlin de Sófocles aparecieron ante los ojos del siglo diecinueve como ejemplos monstruosos

de semejante fidelidad literal. Y por último, la medida en que la fidelidad en cuanto a la

transmisión de la forma dificulta la del sentido es algo que no necesita explicaciones. Por

consiguiente, el postulado de la fidelidad literal no puede inferirse del interés por la conservación

del sentido. A ésta le sirve mucho más  — aunque, por otro lado, mucho menos a la poesía y a la

lengua —   la indisciplinada libertad de los malos traductores. Por lo tanto, aquel postulado cuya

legitimidad es evidente, cuya razón está oculta, tiene que comprenderse según causalidades más

concluyentes. Pues tal y como los pedazos de una vasija, para poder juntarlos, tienen que encajar

el uno con el otro hasta en los más mínimos detalles, sin tener, por otra parte, que ser iguales, así,

la traducción — en vez de asemejarse al sentido del original —  tiene que ahormarse en la propia

lengua antes bien amorosamente, y hasta lo más particular, a la manera de designar del original,

 para reconocerse ambas lenguas de esta manera como pedazos, es decir, como fragmentos de una

vasija, como fragmentos de una lengua superior. Precisamente por eso la traducción tiene que

abstenerse en buena medida de la intención de informar y del sentido; y el original, respecto a

éste, sólo tiene transcendencia para la traducción en cuanto que ya ha dispensado al traductor y su

obra del esfuerzo por el objeto de la información y su organización. También en el ámbito de la

traducción vale: ‹n Šrcê Än … lógoV, al principio era el verbo. Ante esto, la lengua del traductor

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 puede y tiene que liberarse del sentido, para que no resuene como reproducción su intentio, sino

 para hacer resonar su propio tipo de intentio como armonía, como complemento a la lengua en la

que se expresa por primera vez. Por lo tanto no es, sobre todo en el momento de su creación, el

máximo elogio de una traducción el que pueda leerse como un original de la propia lengua. Antes

 bien, el significado de la fidelidad, garantizada por la literalidad, consiste precisamente en que se

exprese en la obra la enorme añoranza de una complementariedad de las lenguas. La verdadera

traducción es transparente, no oculta el original, y no le quita luz, sino que hace brillar en el

original a la lengua pura, como amplificada por su propio medio, con tanta mayor plenitud. Esto

es, sobre todo, lo que puede conseguir la fidelidad literal en la transmisión de la sintaxis, y es

 precisamente ésta la que evidencia la palabra, y no la oración, como elemento primordial del

traductor. Porque la oración es la pared ante la lengua del original, la fidelidad literal es la

 bóveda.

Si bien la fidelidad y la libertad en la traducción se han considerado siempre tendencias

contradictorias, parece que una interpretación más profunda de la una tampoco las reconcilia a

ambas, sino que, por el contrario, niega todo derecho a la otra. Porque, ¿a qué se refiere la

libertad sino a la transmisión del sentido que debe dejar de ser normativa? Pero si es lícito

equiparar el sentido de una creación verbal y el de su información, queda  — muy cerca de él, y,

no obstante, infinitamente lejos, encubierto por él, o, más explícitamente, filtrado por él, más

imponente —  más allá de la información algo posterior, definitivo.

Queda en toda lengua y en sus creaciones, amén de lo comunicable, algo no comunicable,

algo simbolizante o simbolizado, según el contexto en que se halle. Lo simbolizante sólo se halla

en las creaciones limitadas de las lenguas; lo simbolizado, por otra parte, en la evolución misma

de las lenguas. Y lo que intenta manifestarse e incluso brotar en la evolución de las lenguas es

aquella semilla misma de la lengua pura. Pero si ésta, se halle oculta o sea fragmentaria, está

 presente en la vida, en todo caso, como lo simbolizado mismo, entonces en las creaciones existe

sólo como simbolizado. Mientras aquella última esencialidad misma que es la propia lengua pura

en las lenguas sólo está sujeta a lo lingüístico y sus metamorfosis, en las creaciones está

impregnado de un sentido profundo y extraño. Dispensarla de éste, hacer de lo simbolizante lo

simbolizado mismo, recobrar la lengua pura para el movimiento lingüístico en una forma creada:

en eso consiste la grande y única virtud de la traducción. En esta lengua pura que ya no designa

nada ni expresa nada, sino que es, como palabra inexpresiva y creadora, lo designado en todas las

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lenguas, toda información, todo sentido y toda intención se reúnen finalmente en una esfera en la

cual están destinados a extinguirse. Y justamente a través de ella se confirma la libertad de la

traducción como un derecho nuevo y superior. No del sentido de la información se deriva su

 permanencia, del cual debe emanciparla precisamente la fidelidad. La libertad se acredita más

 bien en la lengua propia, por causa de la lengua pura. La tarea del traductor consiste en liberar en

la propia a aquella lengua pura que está retenida en la ajena, liberar la que está cautiva en la obra,

en la recomposición.

[...]

El significado verdadero de esta libertad lo ha señalado Rudolf Pannwitz, sin nombrarla,

sin embargo, ni justificarla, en explicaciones que se encuentran en la Crisis de la cultura

europea, y que quizá sean, junto con las tesis de Goethe en las notas al  Diván, lo mejor que se ha

 publicado en Alemania acerca de la teoría de la traducción; allí dice:

 Nuestras traducciones, incluso las mejores, parten de un principio falso, quieren

germanizar el hindú, el griego, el inglés; en vez de hinduizar, helenizar o anglizar

el alemán. Tienen un respeto mucho más significativo hacia las costumbreslingüísticas propias que hacia el espíritu de la obra ajena... El error principal del

traductor consiste en que capta el estado fortuito de la lengua propia en vez de

hacer que ésta sea conmocionada vigorosamente por la lengua extranjera. Más

aún, cuando la traducción se hace entre dos lenguas muy distantes, debe insistir envolver a los elementos principales de la lengua misma donde se unen la palabra, la

imagen y el tono. Tiene que ensanchar su lengua y profundizar en ella a través dela lengua extranjera. No puede uno imaginarse en qué medida esto es posible,hasta qué punto cada lengua puede transformarse, cómo se diferencian las lenguas

casi sólo como los dialectos; pero esto no es así si se las toma uno demasiado a la

ligera, sino precisamente cuando se las toma uno lo suficientemente en serio.

En qué medida puede una traducción corresponder a la naturaleza de esta forma, esto es lo

que se determina objetivamente mediante la traducibilidad del original. Cuanto menos valor y

dignidad tiene su lengua, y cuanto mayor es la información, menos provecho podrá obtener la

traducción de ella, hasta que el predominio completo de aquel sentido, muy lejos de ser la

 palanca para llevar a cabo una traducción perfecta, la impida. Cuanto más valiosa sea una obra

tanto más traducible permanece aun con el más leve roce de su sentido. Naturalmente, esto sólo

 puede decirse de los originales. Las traducciones, en cambio, se muestran intraducibles, no por la

gravedad, sino por la levedad con la que el sentido se adhiere a ellas. Una confirmación de esto, y

 para todos los demás aspectos de importancia, lo demuestran las traducciones de Hölderlin, sobre

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todo las de las dos tragedias de Sófocles. Es en ellas tan profunda la armonía de las lenguas que

la lengua sólo roza el sentido del mismo modo en que el viento roza el arpa eólica. Las

traducciones de Hölderlin son arquetipos de su forma; la relación que sostienen incluso con las

traducciones más acabadas de sus textos es la de arquetipos y modelos, como lo demuestra la

comparación entre las traducciones que hicieron Hölderlin y Borchardt, respectivamente, de la

tercera oda pítica de Píndaro. Justamente por eso hallamos en ellas, antes que en otras, el peligro

colosal y primordial de toda traducción: que se cierren de golpe las puertas de una lengua así

ensanchada y regida, y cierren al traductor en el silencio. Las traducciones de Sófocles fueron la

última obra de Hölderlin. En ellas se precipita el sentido de abismo en abismo, hasta el punto de

amenazar con extraviarse en las infinitas profundidades de la lengua. Hay, sin embargo, un punto

de detención. No obstante, ningún texto, excepto el sagrado, lo ofrece; en el texto sagrado, en que

el sentido ha dejado de ser la línea divisoria entre el flujo de la lengua y el de la revelación.

Donde el texto pertenece directamente, es decir, sin el sentido mediador, en su literalidad, a la

lengua verdadera, a la verdad o a la doctrina, allí es traducible de forma absoluta. Ya no por él

mismo, por cierto, sino exclusivamente por amor a las lenguas. Ante él se exige de la traducción

una confianza tan ilimitada que la literalidad y la libertad tienen que unirse en ella, sin tensión

alguna, tal como la lengua y la revelación en aquel, y eso en forma de la versión interlineal, pues

en algún grado todas las grandes obras, pero en el más alto las sagradas, comprenden entre líneas

su traducción virtual. La versión interlineal del texto sagrado es el arquetipo o ideal de toda

traducción.

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  Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf , “El arte de la traducción”8 

El clasicismo alemán ha intentado aplicar los principios de la métrica de la Antigüedad al alemán,

y esto nos ha conducido a la creencia de que todos los metros de otras lenguas pueden

reproducirse en la nuestra. Así pues, que se pueda y se deba traducir a la manera de Voss, desde

cualquier punto de vista que se considere, parece asunto importante.

Cuando Klopstock se propuso escribir una epopeya, la forma más habitual era en un

 principio el alejandrino francés, pero le resultó insuficiente; y también le repugnaba la

obligatoriedad de la rima. Por esto recurrió al hexámetro latino, que ya varias veces  — la última

 por Gottsched —   se había intentado imitar en alemán. Tuvo un gran éxito, al igual que lo tuvo

cuando se sirvió de los metros de la oda horaciana, inventando así nuevas estrofas. Fue todo esto

consecuencia de la práctica de la poesía neolatina que, como se sabe, se había cultivado con

asiduidad durante siglos. El griego ni siquiera lo tuvo en cuenta. Pero posteriormente se

descubrió a Homero, por decirlo así: y hubo que tener un Homero en alemán; y Fritz Stolberg

obtuvo un resonante éxito con una  Ilíada en hexámetros; Bürger había elegido anteriormente el

verso blanco. Todavía se trabajaba con escaso conocimiento de las reglas antiguas, la lengua se

conocía de manera insuficiente, y del arte de versificación griego nadie sabía nada. Entonces

apareció Voss, con mejor preparación filológica, y fue él quien impuso al alemán de forma

deliberada una métrica cuantitativa, que se volvió tanto más rígida con el paso del tiempo. Ha

habido intentos innumerables.

Goethe se arriesgó a todo, hasta el extremo de introducir versos jónicos en su “Pandora”;

Platen creó también nuevos versos al estilo de Píndaro, cuyos esquemas métricos tuvo que poner

delante del poema, tal y como había ocurrido en las ediciones de Píndaro en griego. Y se han

desenvuelto las cosas de tal forma que hasta los versos del poeta persa Firdusi y la épica de la

India se han imitado, aunque, en alemán, francamente, estos versos son tan impronunciables

como los jónicos griegos. Es evidente, además, que el ejemplo alemán ha dejado su huella en las

demás las lenguas germánicas, aunque no ha habido en estas otras lenguas composiciones

 poéticas grandes y universalmente conocidas en metros antiguos. Traducciones sí que ha habido

8  Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf, “Die Kunst der Übersetzung”,  Jahrbuch des Propyläenverlages ‘Der

Spiegel’ , 1924, pp. 21-25 [trad. de Hans Christian Hagedorn].

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en abundancia, y mientras el francés ha tenido que servirse de la prosa, el italiano ha podido ser

más audaz, incluso violentando la naturaleza de su hermosa lengua.

Hoy se sabe que todo el camino seguido era el equivocado, contrario a la lengua, porque

las lenguas germánicas o, incluso, todas las lenguas europeas contemporáneas tienen, en lugar de

largas y breves, sílabas tónicas y átonas. De hecho, los poetas actuales también han abandonado

ese camino, y tan sólo se usan de cuando en cuando el hexámetro y los dísticos, y acaso un par de

medidas versales de las odas; pero nada de eso se ha popularizado. Esos hexámetros alemanes

todavía no se rigen por el ejemplo del griego, sino por el del latín, con lo cual se pierde el

carácter dactílico, y se igualan espacios átonos de una o dos sílabas. El pentámetro es ovidiano,

de ahí su monotonía. Sin embargo, el dístico se imita tal y como suena cuando se lee en contra

del acento prosódico latino, mientras que el encanto que posee en las obras de Ovidio consiste

 precisamente en que, en el pentámetro, el período rítmico interior del verso y el acento prosódico

 pugnan entre sí. El italiano también lee los versos según el acento prosódico, y luego reproduce el

sonido que el nuevo acento les agrega, con el resultado de que la mayoría de los alemanes ni

siquiera reconoce los pentámetros de Carducci. La lírica griega la leemos todos según el período

rítmico versal, ningún griego lo entendería; y, no obstante, obramos correctamente, porque, a la

 postre, las canciones se cantaban, y sólo acentuando el ritmo puede compensarse en alguna

medida la música perdida. Recuérdese aquí también la prosa artística, en primer lugar la latina,

 porque también eso es verso, sus miembros oracionales tienden a establecer ciertas

combinaciones de sílabas breves y largas, inimitables para nosotros. Por ello, también un discurso

de Cicerón y una carta de Séneca son, en realidad, intraducibles.

La transferencia de la métrica latina a nuestra lengua sólo aporta versos bastardos, pero

claro, “Los poetas son monarcas, y pueden legitimar también a un bastardo”. Hermann y Dorotea

conserva vivo su verso, las Xenias siempre serán un estímulo para emplear el dístico, y Hölderlin

ha escrito hasta versos asclepiadeos de un sonido tan acabadamente melodioso que se leen como

maravillosos versos alemanes sea cual fuere su procedencia. Son versos blancos, a los que hace

más notables todavía el hecho de que se han consolidado en una forma fija mediante los así

llamados ritmos libres de Goethe. Y ésta, al ser la solución más alemana, será la de mejor futuro,

 porque la rima, claro está, procede del latín.

Pero, entonces, ¿cómo han de traducirse los poemas de la Antigüedad? Hay que comenzar

con lo siguiente: Homero es intraducible, pues carecemos de metro épico, y no se compone entre

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nosotros poesía épica narrativa en verso. Todo metro, en cierta medida, estrófico impide el libre

movimiento de la narración homérica, y sólo un par de rimas ya forman un dístico. Pero no es

menos inimitable el estilo, tan a menudo esquemático, con sus palabras ornamentales; porque la

de Homero no es poesía popular, sino claramente artística. Un Homero en prosa, sin embargo, se

vería despojado de todo adorno, es decir, perdería todo el color de la vida. Las cosas son más

 propicias para el diálogo en el drama, porque para ello hay a nuestra disposición un estilo clásico,

y un verso susceptible de modificación que puede servir para la comedia; aunque a Menandro,

 por ejemplo, todavía no ha nacido el artista que lo traduzca. En el epigrama podría usarse el

dístico goetheano (aunque en contadas ocasiones); para la elegía griega, sin embargo, y también,

 por ejemplo, para Propercio, es inútil ese dístico, porque es ovidiano. Y no se hable de toda la

 poesía cantada, la lírica y la poesía artística helénica y romana: en estos casos no puede darse

ninguna clase de reglas. Quien se proponga esta tarea, tendrá que buscar él solo la forma alemana

adecuada al estilo y sentimiento de la obra; y tendrá que decidir hasta qué punto podrá acercarse a

la forma del original. Será decisivo lo que se proponga como traductor, pero también lo será su

forma de entender el original. Es muy instructivo, a propósito de esto, estudiar la  Ilíada de

Stolberg o el Shakespeare de Wieland. Su comprensión es extremadamente limitada, pero hasta

ese límite sus traducciones son correctas. No es difícil imaginar que lo que hace atractivas a las

obras de Píndaro es una impresión general de eminencia, de esplendor, de extraña sonoridad:

todo ello puede desembocar en un resultado que impresione formalmente, pero que de ningún

modo reproducirá el arte singular de Píndaro, porque el traductor se habrá quedado adherido a lo

convencional, a lo superficial. Habría que exigirle al traductor, sin embargo, que discriminara en

la lengua que traduce hasta el más fino matiz, y que se aproximara al poeta tanto como su alma le

 permitiera con el objeto de captar las vibraciones del alma del poeta. Si además de esto posee la

capacidad de reproducir esta comprensión en la traducción, eso es otro asunto. Pero aun cuando

esta comprensión no sea perfecta, conseguirá, en todo caso, lo que Goethe en sus palabras sobre

Wieland alababa en las traducciones de éste: nos comunicará su visión, haciéndonos participar

también de su disfrute. El inútil empeño de conservar los metros del original, como han intentado

Voss y otros mejores que él  —  por ejemplo, Humboldt — , sólo servirá para cerrarse el camino

correcto: las traducciones de aquellos hombres, al igual que el Platón de Schleiermacher, están

hoy completamente muertas. Otro caso muy distinto es cuando un poeta creador se encarga de

una obra antigua y, al recrearla, la transforma desde su propio espíritu. Esto es algo de por sí

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legítimo, incluso es algo más grande, pero no es traducción. Porque ésta sólo pretende que el

 poeta antiguo hable para nosotros, de forma tan clara y tan inmediatamente comprensible como lo

era en su propia época. “La verdadera traducción es metempsicosis”. Lo cierto es que el poeta

antiguo, cuyos versos viven eternamente, una vez tras otra tiene que encomendar su espíritu a un

nuevo traductor, porque las traducciones son mortales e incluso efímeras. Y si entonces un

filólogo, ya viejo, que algo sabe de estas cosas, tuviera que decir cómo hay que enfrentarse con la

tarea, mejor podría decir cómo no hay que hacerlo, pero, respecto de lo demás, se guardará muy

 bien de dar recetas. Ya tan sólo para comprender el texto, el estudio no es nunca suficiente; y si

traducir es también, en cierto modo, algo como componer versos, no queda otro remedio que el

de invocar a las propias musas.

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  Alfonso Reyes, “De la traducción”9 

En sus Confesiones de un joven, George Moore habla de la traducción:

Ciertos sustantivos, por difíciles que sean, deben conservarse exactamente como

en el original; no hay que transformar las verstas en kilómetros, ni los rublos enchelines o en francos. Yo no sé lo que es una versta ni lo que es un rublo, pero

cuando leo estas palabras me siento en Rusia. Todo proverbio debe dejarse en su

forma literal, aun cuando pierda algo de sentido; si lo pierde del todo, entonces

habrá que explicarlo en una nota. Por ejemplo, en alemán hay este proverbio:Cuando el caballo está ensillado, hay que montarlo. En francés: Cuando se ha

servido el vino, hay que beberlo. Y quien tradujese: Cuando el caballo  por

Cuando el vino sería un asno. En la traducción debe emplearse una lengua

 perfectamente clásica; no hay que usar palabras de argot, y ni siquiera de origenmuy moderno. El objeto del traductor debe ser el no quitar a la obra su sabor

extranjero. Si yo tradujese  L’assommoir, me esforzaría en emplear una lenguafuerte, pero sin color; la lengua  — ¿cómo diré? — , la lengua de un Addison

moderno.

Todo está en el balancín del gusto. Y si este elemento de creación, incomunicable y difícil

de legislar, no entrara en juego, la traducción no hubiera tentado nunca a los grandes escritores.

Sería sólo oficio manual, como el trasiego de vino en vasijas. Los casos citados por Moore están

escogidos con malicia. Poco costaría encontrar otros que demostraran las limitaciones de su

doctrina. Concedemos que la fidelidad a “ciertos sustantivos” es de buen arte. Pero Moore debió

haber explicado que los sustantivos en cuestión se refieren a los usos privativos de un pueblo.

Pues el transformar los usos no es traducir sino adaptar; como cuando, por obvias necesidades

escénicas,  L’orgueil d’Arcachon se convierte en  El orgullo de Albacete. Y cuando se trata de

nombres propios precisamente, la adaptación es más repugnante; y si de seudónimos, peor aún. Si

es intolerable  Ernesto Renán, más lo es  Anatolio France que, de ser legítimo, mejor pudo ser

 Anatolio Francia. Ya pasaron los tiempos en los que la fuerza de atracción lingüística y hasta la

relativa incomunicación de las culturas consentían a Quevedo hablar de  Miguel de Montaña, a

Gracián decirle a John Barclay el Barclayo o permitían llamarle al Louvre la Lobera. Y acaso

esta gambeta se perpetuaba todavía como herencia de los siglos en que el común denominador

del latín la había facilitado: así fue como Vincent de Beauvais se llamó Vicente Belovalense.

9 Alfonso Reyes, “De la traducción”, La experiencia literaria, Bs. As., Losada, 1942, pp. 141-155.

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  Pero ya el que todo proverbio o frase coloquial deba respetarse textualmente parece

menos aceptable, y más bien la traducción literal podría relegarse a la nota y no al discurso

 principal. Aquí caemos en el reinado exclusivo de los modismos, por naturaleza intransferibles, y

corremos el riesgo de aprobar como bueno el que la Condesa de Pardo Bazán haya traducido que

una mula  sudaba por la cola, en vez de  sudar la gota gorda. A poco apurar, tendría razón el

chusco que tradujo Rendez-vous chez les Anciens por Ríndase usted en casa de los antiguos.

Pero la idea de una lengua neutra en las traducciones, sin demasiados alardes castizos que

adulteren el sabor del original, parece muy recomendable en principio.

[...]

De otro lado, en el extremo de la traducción científica, preferida por los eruditos

modernos y que tiende al tipo interlineal, hay que confesar que frecuentemente encontramos

monstruosidades técnicas, que no logran hacer entrar en la intuición del lector el sentido humano

de un texto clásico, por miedo a adulterarlo entregándose demasiado al genio de la propia lengua.

Esta es la ocasión de declarar que las antologías nunca han recogido algunas preciosas muestras

de la prosa castellana, representadas en los viejos traductores de griegos y latinos, quienes,

aunque por sí mismos no fueran grandes escritores, al caminar sobre la pauta que les da el

modelo original, construyeron páginas excelentes. Acaso la lectura de los antiguos debiera

graduarse en tres etapas: primero, traducciones que acercan o acortan la distancia, aun que sean

inevitables en ellas los errores de semejante violencia; segundo, traducciones que respetan la

distancia, aunque sean inevitables en ellas los desvíos de la belleza formal y aun cierta dosis de

galimatías; tercero, los mismos textos originales.

Andamos rondando el dilema de Schleiermacher: o ir hacia la lengua extranjera o atraerla

hacia la lengua propia. Si ya la expresión de nuestros pensamientos en nuestra habla es cosa

indecisa y aproximada, el traducir, el pasar de una lengua a otra, es tarea todavía más equívoca.

Una lengua es toda una visión del mundo, y hasta cuando una lengua adopta una palabra

extranjera suele teñirla de otro modo, con cierta traición imperceptible. Una lengua, además, vale

tanto por lo que dice como por lo que calla, y no es dable interpretar sus silencios. Sobre estos y

otros puntos trascendentales, consúltese la “Miseria y esplendor de la traducción”, de José Ortega

y Gasset. Como ejemplo del valor que el mismo objeto o concepto pueden tener para diferentes

 pueblos, hace notar que los bantúes tienen hasta doce géneros gramaticales, y que en el árabe el

omnipresente camello cuenta con más de cinco mil setecientos nombres, y añade que, en Eise,

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hay treinta y tres palabras para el verbo ir. De lo que sólo podría dar ejemplo aquella conjugación

humorística en jerga española: “Yo me voy, tú te piras, él se naja, nosotros ahuecamos, vosotros

tomáis soleta, ellos se largan”. Recordemos que en sánscrito hay doce palabras para luz, quince

 para nube, veinte para luna, veintiséis para hacer , treinta y tres para matanza, treinta y cinco para

 fuego, treinta y siete para  sol; en Islandia, ciento veinte para isla; en árabe también, quinientas

 para león y  mil para espada. Véase Jorge Luis Borges, “Los Kenningar ”  ( Historia de la

eternidad , Buenos Aires, 1936), sobre la proliferación metafórica en la poesía escandinava; y el

 prólogo de José Gaos al primer volumen de su Antología filosófica. La filosofía griega (México,

1941), sobre la imposibilidad racional o aporía de la traducción.

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  Octavio Paz, “Traducción: Literatura y literalidad”10 

Aprender a hablar es aprender a traducir; cuando el niño pregunta a su madre por el significado

de esta o aquella palabra, lo que realmente pide es que traduzca a su lenguaje el término

desconocido. La traducción dentro de una lengua no es, en este sentido, esencialmente distinta a

la traducción entre dos lenguas, y la historia de todos los pueblos repite la experiencia infantil:

incluso la tribu más aislada tiene que enfrentarse, en un momento o en otro, al lenguaje de un

 pueblo extraño. El asombro, la cólera, el horror o la divertida perplejidad que sentimos ante los

sonidos de una lengua que ignoramos, no tarda en transformarse en una duda sobre la que

hablamos. El lenguaje pierde su universalidad y se revela como una pluralidad de lenguas, todas

ellas extrañas e ininteligibles las unas para las otras. En el pasado, la traducción disipaba la duda:

si no hay una lengua universal, las lenguas forman una sociedad universal en la que todos,

vencidas ciertas dificultades, se entienden y comprenden. Y se comprenden porque en lenguas

distintas los hombres dicen siempre las mismas cosas. La universalidad del espíritu era la

respuesta a la confusión babélica: hay muchas lenguas, pero el sentido es uno. Pascal encontraba

en la pluralidad de las religiones una prueba de la verdad del cristianismo; la traducción

respondía con el ideal de una inteligibilidad universal a la diversidad de las lenguas. Así, la

traducción no sólo era una prueba suplementaria, sino una garantía de la unidad del espíritu.

La Edad Moderna destruyó esa seguridad. Al redescubrir la infinita variedad de los

temperamentos y pasiones, y ante el espectáculo de la multiplicidad de costumbres e

instituciones, el hombre empezó a dejar de reconocerse en los hombres. Hasta entonces el salvaje

había sido una excepción que había que suprimir por la conversión o la exterminación, el

 bautismo o la espada; el salvaje que aparece en los salones del siglo XVIII es una criatura nueva

y que, aunque hable a la perfección la lengua de sus anfitriones, encarna una extrañeza

irreductible. No es un sujeto de conversión, sino de polémica y crítica; la originalidad de sus

 juicios, la simplicidad de sus costumbres y hasta la violencia de sus pasiones son una prueba de la

locura y la vanidad, cuando no de la infamia, de los bautismos y conversiones. Cambio de

dirección: a la búsqueda religiosa de una identidad universal sucede una curiosidad intelectual

10  Octavio Paz, “Traducción: Literatura y literalidad”, Traducción: Literatura y literalidad , Barcelona, Tusquets,

1990, pp. 9-27.

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empeñada en descubrir diferencias no menos universales. La extrañeza deja de ser un extravío y

se vuelve ejemplar. Su ejemplaridad es paradójica y reveladora: el salvaje es la nostalgia del

civilizado, su otro yo, su mitad perdida. La traducción refleja estos cambios: ya no es una

operación tendiente a mostrar la identidad última de los hombres, sino que es el vehículo de sus

singularidades. Su función había consistido en mostrar las semejanzas por encima de las

diferencias; de ahora en adelante manifiesta que estas diferencias son infranqueables, trátese de la

extrañeza del salvaje o de la de nuestro vecino.

[...]

En el interior de cada civilización renacen las diferencias: las lenguas que nos sirven para

comunicarnos también nos encierran en una malla invisible de sonidos y significados, de modo

que las naciones son prisioneras de las lenguas que hablan. Dentro de cada lengua se reproducen

las divisiones: épocas históricas, clases sociales, generaciones. En cuanto a las relaciones entre

individuos aislados y que pertenecen a la misma comunidad: cada uno es emparedado vivo en su

 propio yo.

Todo esto debería haber desanimado a los traductores. No ha sido así: por un movimiento

contradictorio y complementario, se traduce más y más. La razón de esta paradoja es la siguiente:

 por una parte la traducción suprime las diferencias entre una lengua y otra; por la otra, las revela

más plenamente: gracias a la traducción nos enteramos de que nuestros vecinos hablan y piensan

de un modo distinto al nuestro. En un extremo el mundo se nos presenta como una colección de

heterogeneidades; en el otro, como una superposición de textos, cada uno ligeramente distinto al

anterior: traducciones de traducciones de traducciones. Cada texto es único y, simultáneamente,

es la traducción de otro texto. Ningún texto es enteramente original, porque el lenguaje mismo,

en su esencia, es ya una traducción: primero, del mundo no-verbal y, después, porque cada signo

y cada frase es la traducción de otro signo y de otra frase. Pero ese razonamiento puede invertirse

sin perder validez: todos los textos son originales porque cada traducción es distinta. Cada

traducción es, hasta cierto punto, una invención y así constituye un texto único.

Los descubrimientos de la antropología y la lingüística no condenan la traducción, sino

cierta idea ingenua de la traducción. O sea: la traducción literal que en español llamamos,

significativamente,  servil.  No digo que la traducción literal sea imposible, sino que no es una

traducción. Es un dispositivo, generalmente compuesto por una hilera de palabras, para

ayudarnos a leer el texto en su lengua original. Algo más cerca del diccionario que de la

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traducción, que es siempre una operación literaria. En todos los casos, sin excluir aquellos en que

sólo es necesario traducir el sentido, como en las obras de ciencia, la traducción implica una

transformación del original. Esa transformación no es ni puede ser sino literaria, porque todas las

traducciones son operaciones que se sirven de los dos modos de expresión a que, según Roman

Jakobson, se reducen todos los procedimientos literarios: la metonimia y la metáfora. El texto

original jamás reaparece (sería imposible) en la otra lengua; no obstante, está presente siempre,

 porque la traducción, sin decirlo, lo menciona constantemente, o lo convierte en un objeto verbal

que, aunque distinto, lo reproduce: metonimia o metáfora. Las dos, a diferencia de las

traducciones explicativas y de las paráfrasis, son formas rigurosas y que no están reñidas con la

exactitud: la primera es una descripción indirecta y la segunda una ecuación verbal.

La condena mayor sobre la posibilidad de traducción ha caído sobre la poesía. Condena

singular, si se recuerda que muchos de los mejores poemas de cada lengua en Occidente son

traducciones, y que muchas de estas traducciones son obra de grandes poetas. En el libro que

hace unos años dedicó a la traducción, el crítico y lingüista Georges Mounin11

  señala que en

general se concede, aunque de mala gana, que sí es posible traducir los significados denotativos

de un texto; en cambio, es casi unánime la opinión que juzga imposible la traducción de los

significados connotativos. Hecha de ecos, reflejos y correspondencias entre el sonido y el sentido,

la poesía es un tejido de connotaciones y, por tanto, es intraducible. Confieso que esta idea me

repugna, no sólo porque se opone a la imagen que yo me he hecho de la universalidad de la

 poesía, sino porque se funda en una concepción errónea de lo que es traducción. No todos

comparten mis ideas y muchos poetas modernos afirman que la poesía es intraducible. Los

mueve, tal vez, un amor inmoderado a la materia verbal o se han enredado en la materia de la

subjetividad.

[...]

En los últimos años, debido tal vez al imperialismo de la lingüística, se tiende a minimizar

la naturaleza eminentemente literaria de la traducción. No, no hay ni puede haber una ciencia de

la traducción, aunque ésta puede y debe estudiarse científicamente. Del mismo modo que la

literatura es una función especializada del lenguaje, la traducción es una función especializada de

la literatura. ¿Y las máquinas que traducen? Cuando estos aparatos logren realmente traducir , 

realizarán una operación literaria; no harán nada distinto a lo que hacen ahora los traductores:

11  Problemes théoriques de la traduction, Gallimard, 1963. 

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literatura. La traducción es una tarea en la que, descontados los indispensables conocimientos

lingüísticos, lo decisivo es la iniciativa del traductor, sea éste una máquina “programada” por un

hombre o un hombre rodeado de diccionarios.

[...]

En teoría, sólo los poetas deberían traducir poesía; en la realidad, pocas veces los poetas

son buenos traductores. No lo son porque casi siempre usan el poema ajeno como un punto de

 partida para escribir su poema. El buen traductor se mueve en una dirección contraria: su punto

de llegada es un poema análogo, ya que no idéntico, al poema original. No se aparta del poema

sino para seguirlo más de cerca. El buen traductor de poesía es un traductor que, además, es un

 poeta — como Arthur Waley — ; o un poeta que, además, es un buen traductor  — como Gérard de

 Nerval cuando tradujo el primer Fausto — . En otros casos Nerval hizo “imitaciones” admirables y

realmente originales de Goethe, Jean-Paul y otros poetas alemanes. La “imitación” es la hermana

gemela de la traducción: se parecen pero no hay que confundirlas. Son como Justine y Juliette,

las dos hermanas de las novelas de Sade... La razón de la incapacidad de muchos poetas para

traducir poesía no es de orden puramente psicológico, aunque la egolatría tenga su parte, sino

funcional: la traducción poética, según me propongo mostrar enseguida, es una operación análoga

a la creación poética, sólo que se despliega en sentido inverso.