Teología de la Liberación y Marxismo - Autor: Miguel González Madrid

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Publicado en Joseph Ferraro (coord.), Debate actual sobre la Teología de la Liberación, Edición del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana (Iztapalapa), México, 2003, pp. 65-98. LA PERSISTENTE CRÍTICA AL CAPITALISMO Y LA ACTUALIDAD DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Y EL MARXISMO Más allá de la crítica y la denuncia Miguel González Madrid Profesor e investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, adscrito al Departamento de Sociología, e-mail: mgmundouno @yahoo.com.mx blog: http://mgmundoposible.blogspot.com La Teología de la Liberación parece estar de vuelta. Tal vez sería mejor decir que sigue vigente, que tiene actualidad, como el mismo marxismo del cual se inspiró en parte, pero que transita de una posición que hoy es calificada por el conservadurismo de pétrea y ahistórica a una posición de compromiso práctico con los que sufren la opresión y la injusticia. Sin embargo, sin que tenga que asumirse como un ramal del marxismo, como le atribuye el Cardenal Ratzinger su origen, aún está pendiente su constitución plena como paradigma; aún hay tareas que tiene que cumplir, incluyendo la de desligarse de una posición reformista que deriva de una falta de definición con respecto al futuro de la lucha por los pobres en el marco de un sistema capitalista que produce y tolera la miseria, la opresión, la injusticia, la codicia, la idolatría, la arrogancia, el individualismo y el egoísmo. La Teología de la Liberación puede navegar, más vigorosamente que antes, contracorriente de un sistema capitalista que parece desbordar incluso cualquier barrera cultural, en occidente como en oriente, en el norte como en el sur del planeta. Un mundo al revés a esencia del mundo capitalista permanece intocable desde sus orígenes. Domina como un demiurgo las acciones mercantiles, culturales y políticas que millones de personas realizan en este planeta. La dominación del capital es planetaria en el inicio del siglo XXI y ha penetrado incluso las economías protegidas de países socialistas como Cuba y China desde hace algunos años, sobre todo desde la desaparición de la URSS y el bloque soviético, L

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Publicado en Joseph Ferraro (coord.), Debate actual sobre la Teología de la Liberación, Edición del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana (Iztapalapa), México, 2003, pp. 65-98.LA PERSISTENTE CRÍTICA AL CAPITALISMO Y LA ACTUALIDAD DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Y EL MARXISMOMás allá de la crítica y la denunciaMiguel González MadridProfesor e investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, adscrito al Departamento de Sociología, e-mail:

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Publicado en Joseph Ferraro (coord.), Debate actual sobre la Teología de la Liberación, Edición del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana (Iztapalapa), México, 2003, pp. 65-98.

LA PERSISTENTE CRÍTICA AL CAPITALISMO Y LA ACTUALIDAD DE LA

TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Y EL MARXISMO

Más allá de la crítica y la denuncia

Miguel González MadridProfesor e investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana,

Unidad Iztapalapa, adscrito al Departamento de Sociología, e-mail: mgmundouno @yahoo.com.mx

blog: http://mgmundoposible.blogspot.com

La Teología de la Liberación parece estar de vuelta. Tal vez sería mejor decir que sigue vigente, que tiene actualidad, como el mismo marxismo del cual se inspiró en parte, pero que transita de una posición que hoy es calificada por el conservadurismo de pétrea y ahistórica a una posición de compromiso práctico con los que sufren la opresión y la injusticia. Sin embargo, sin que tenga que asumirse como un ramal del marxismo, como le atribuye el Cardenal Ratzinger su origen, aún está pendiente su constitución plena como paradigma; aún hay tareas que tiene que cumplir, incluyendo la de desligarse de una posición reformista que deriva de una falta de definición con respecto al futuro de la lucha por los pobres en el marco de un sistema capitalista que produce y tolera la miseria, la opresión, la injusticia, la codicia, la idolatría, la arrogancia, el individualismo y el egoísmo. La Teología de la Liberación puede navegar, más vigorosamente que antes, contracorriente de un sistema capitalista que parece desbordar incluso cualquier barrera cultural, en occidente como en oriente, en el norte como en el sur del planeta.

Un mundo al revés

a esencia del mundo capitalista permanece intocable desde sus orígenes. Domina como un demiurgo las acciones mercantiles, culturales y políticas que millones de personas realizan en este planeta.

La dominación del capital es planetaria en el inicio del siglo XXI y ha penetrado incluso las economías protegidas de países socialistas como Cuba y China desde hace algunos años, sobre todo desde la desaparición de la URSS y el bloque soviético, con una furtiva mercantilización al principio y luego con una pequeña oferta de inversiones formales para apuntalar las plantas productivas y el intercambio comercial. De hecho, las diferencias culturales nunca han sido un obstáculo a esa dominación. La dominación y explotación

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del capital sobre el trabajo que produce plusvalor sigue siendo la piedra angular de la abundancia capitalista de mercancías, pero también de la pauperización de millones de personas condenadas a mirar esa abundancia como ajena a su propia capacidad productiva. Del mismo modo, la riqueza socialmente creada sigue concentrada en pocas manos que no la produjeron directamente, mientras millones de personas sobreviven con raquíticos salarios y otros más lo hacen en la pobreza con ingresos que apenas alcanzan para medio comer o ni para eso. En el planeta tierra, habitado actualmente por poco más de seis mil millones de habitantes, hay mil ochocientos millones de personas que sobreviven en la pobreza extrema con menos de dos dólares al día, según un parámetro actualizado de medición de esta situación utilizado por el Banco Mundial. De esa cantidad, alrededor de ochocientos millones de personas viven en la miseria, son las consideradas por esta institución personas literalmente «hambrientas», personas que casi no tienen que comer y agonizan sin haber conocido una vida digna. Esa es una realidad lacerante en muchos países de América Latina, de África y de Asia, y aun en algunos sectores de países llamados del primer mundo.

Decir, como suele decirse en el medio empresarial y, sobre todo, en el libre mercado, que el objetivo central de las economías de mercado consiste en incrementar los beneficios, significa que unos cuantos acumularán capital y muchos tendrán que conformarse con salarios para medio vivir o, en el peor de los casos, tendrán que soportar la condena de sobrevivir sin empleo y casi sin comer. José Ignacio González Faus subraya esta situación del siguiente modo:

Es llamativa por ejemplo la tranquilidad con que hablamos laudatoriamente de “moderación” salarial (que se refiere no sólo pero sí sobre todo a los salarios más bajos) y de “incremento” de beneficios (referido sobre todo a los capitales más amplios). Esos dos nobles eufemismos constituyen los mejores síntomas y la mejor receta de una buena salud económica. Y sin duda que lo son. Pero eso sólo quiere decir que, en nuestro sistema, la buena salud económica se apoya sobre una mala salud social: que el capital tiene toda la primacía sobre el trabajo, y que lo de "ricos cada vez más ricos a costa de pobres" cada vez más pobres va a misa y es intrínseco al sistema (González Faus, 2001: segundo párrafo del capítulo ‘Hoy: apocalíptica como crítica’).

El capitalismo permanece intocable en su esencia y eso significa que ha triunfado sobre cualquier otro sistema de producción, de intercambio y de vida social, a pesar de sus críticos y opositores, que los ha habido desde sus orígenes. Sin embargo, contra la apología que hace Francis Fukuyama y compañía, no estamos todavía ante «el fin de la historia», porque la superioridad del capitalismo sobre cualquier otro sistema anterior sólo significa que la plétora mercantil y de capital cada vez más se produce a costa de mayor pobreza y explotación de la fuerza de trabajo asalariada, y esta

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situación no se justifica de ninguna manera, histórica, social y éticamente. Desde sus orígenes, el discurso a favor de la industrialización, del crecimiento económico y de la mercantilización de la producción en todos los rincones posibles, ha corrido parejo con la denuncia contra la explotación y la pobreza. Esto es paradójico; es un contraste inherente al capitalismo. Incluso la caridad y el altruismo surgieron como actitudes y a veces como políticas de gobierno que enmascararon el carácter hipócrita de las clases dominantes; y la dominación burguesa está estigmatizada desde su nacimiento por este carácter. La caridad y el altruismo del naciente capitalismo fueron una forma de ocultar la explotación de hombres y mujeres, niños y adultos, así como la represión en contra de vagabundos y miserables sin trabajo. En el célebre capítulo XXIV del primer tomo de El Capital, sobre «La llamada acumulación originaria», Marx recuerda cómo la acumulación originaria de capital había producido pobres en todas partes de Inglaterra en los siglos de la transición del feudalismo al capitalismo, una terrible situación reconocida por la propia familia real, al grado de implantar el llamado «impuesto de beneficencia». Aun así, cita Marx las palabras del historiador William Cobbett para destacar cómo los mismos autores de dicha ley sintieron vergüenza de exponer «sus razones», la acostumbrada «exposición de motivos» (Marx, 1985: 902). La Ley de Pobres de 1834 fue más formal y rigurosa para atender el problema de la pobreza en Inglaterra; pero durante largo tiempo, desde finales del siglo XV, la población pobre o empobrecida fue puesta entre la espada y la pared: acogerse a la ley de beneficencia o atenerse a la ley de persecución de mendigos, ladrones y vagabundos, tratados como delincuentes «voluntarios». La excepción para ambas determinaciones se hizo en el caso de los pordioseros, con la ley de Enrique VIII, en 1530, que otorgó licencias de mendicidad a los pordioseros viejos (Marx, 1985: 918-919).

La pobreza nunca ha sido un fenómeno exógeno al capitalismo, ni un problema superficial; por el contrario, ha sido siempre su propio producto y soporte. El capitalismo, por menos salvaje que sea en su organización y sus métodos, ha sido siempre un complejo productivo y social de abundante riqueza en medio de la miseria extensa y vergonzante que él mismo produce. Es cierto que los pobres siempre han existido y no se puede hablar de los excesos de la dominación o de la explotación como sus causas; pero la hipócrita y sanguinaria legislación inglesa, desde finales de siglo XV, definió a la pobreza como una condición de elección propia, individual, y por eso la obligación de hallar empleo bajo pena de ser considerados en la categoría de mendigos, ladrones y vagabundos. En la actualidad el refinado pensamiento neoliberal pretende limpiar de culpa al sistema capitalista y ve a la pobreza como producto del fracaso de la protección gubernamental del mercado y, por tanto, de la incapacidad gubernamental para atender las demandas sociales independientemente del mercado. Aunque Marx no descartaba la libre inclinación que tienen algunas personas a caer en esta categoría, ella no se equipara ni con poco a la fuerza de la expoliación que hace nacer y crecer al capitalismo. Por eso el altruismo monárquico/capitalista es originariamente hipócrita, pues encubre las verdaderas causas de la pobreza y justifica la persecusión de individuos que rehuyen la asistencia pública (compatible con esta apreciación es el punto de vista de Liliana Kusnir, 1996: 25-26).

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La crítica socialista al capitalismo

La descripción que hace Marx en El Capital sobre el carácter expoliador y opresivo del sistema capitalista converge con las denuncias que años atrás venían haciendo los primeros socialistas contra la injusticia social, contra la desigualdad social. Y si los pobres han existido siempre, ni duda cabe que siempre hubo injusticia social. Pero la injusticia social capitalista tiene la particularidad de encubrir la condición de pobreza con un manto de libertades individuales y de políticas asistencialistas. Incluso Hegel, lejos del liberalismo individualista, dio por hecho que nada se podía hacer para eliminar las diferencias en la esfera de la sociedad civil, sino solamente conciliarlas políticamente en la esfera político-estatal como una mera forma de «realización» política. La igualdad social no existe en Hegel, pero de hecho no existió nunca, y por eso la libertad y la igualdad políticas aparecen como fórmulas geniales para compensar un hecho hasta ahora insuperable históricamente. Por su parte, el fundador del socialismo revolucionario, François Nöel (Graco) Babeuf, había denunciado con pasión, en 1797, la falacia de ¡la igualdad!: «Desde tiempos inmemoriales se viene repitiendo hipócritamente: los hombres son iguales; y, desde tiempo inmemorial, la desigualdad más envilecedora y más monstruosa pesa insolentemente sobre el género humano» (Babeuf, 1969: 21). Babeuf resume el cinismo con que la sociedad burguesa trata de compensar la desigualdad social ante las voces que exigen igualdad real, efectiva, la instauración de la «República de los iguales»: «¡“Callaos, miserables! La igualdad de hecho no es más que una quimera; contentaros con la igualdad relativa: todos sois iguales ante la ley. ¿Qué más queréis, chusma?”» (pp. 21.22).

El socialismo anterior a Marx, como corriente crítica del capitalismo en una perspectiva de cambio, no fue, sin embargo, radical en todos los casos, aunque sí generalmente utópica. Charles Fourier, por ejemplo, ofrece una alternativa peculiar a los males generados por el capitalismo, pero una alternativa no creíble o no factible por cuanto raya en la fantasía. Para él es posible un «nuevo mundo industrial», un «régimen societario», un «Estado societario», un nuevo mundo «sobre todo para los sabios y los artistas». Pero ese nuevo mundo tiene medida: no más ni menos de 1mil 800 personas. El «nuevo mundo» de Fourier sale de la cabeza de este pragmático socialista y se implanta en algunos lugares de los EE.UU. e Inglaterra; Fourier lleva a cabo experimentos societarios y cuestiona, a su vez, experimentos similares de Robert Owen, a quien a acusa de «desacreditar la idea de asociación» (véase, de Owen, El libro de nuevo mundo moral, escrito en 1830). El enfoque psicoindustrial de Fourier parece no percibir ningún obstáculo y trata, además, de apoyarse en cálculos matemáticos y en una eficiente división técnica del trabajo para lograr equilibrios en todos los aspectos: ahorro de recursos, «atracciones industriales», «series pasionales», cuadruplicación o decuplicación de la producción, «equilibrio de la población», etc. El modelo asociativo de Fourier es presentado como un modelo que beneficia tanto a ricos como a pobres, «satisface a todas las clases, contenta a todos los partidos».

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Fourier está fascinado con su modelo asociativo y hasta imagina que las personas pueden trabajar «con alegría» desde los tres años hasta la extrema vejez para decuplicar la producción, aprovechando al máximo en cada actividad las diferencias de capacidades, pasiones y habilidades personales. Fourier se anticipa en este punto al imaginario Mundo feliz de Aldo Huxley. Ese mundo perfecto, ordenado mecánicamente, al fin de cuentas es un «sueño fantástico» como bien había esperado Fourier que se le dijera. A pesar de todo, hubo quien se presentó como defensor de la «genial» idea de Fourier, entre ellos el reformista social Víctor Considerant, crítico mesurado de la burguesía porque, a la vez que denunció los males del sistema capitalista, reconoció sus ventajas políticas. De Considerant proviene la idea de Comuna, una forma más apropiada en la historia del pueblo francés, en el inicio del siglo XIX, para introducir orden y organización. El enfoque industrialista de Fourier viene a ser complementado por el enfoque administrativista-organizacional de Considerant, para quien las funciones básicas de la administración gubernamental son funciones de dirección, de orden y de previsión general. Para este autor se encuentra ahí la clave del bienestar social e intelectual de las personas y, por extensión, de su libertad política, en los siguientes términos: armonía entre los intereses individuales y el interés colectivo, así como la fusión de todas las clases sociales (Considerant, 1969: 127-158).

Tanto Fourier como Owen y Considerant tienen en común imaginar un mundo nuevo, un mundo de Comunas o simplemente una «reconstrucción de la sociedad» con base en la unidad de todas las clases, el ordenamiento científico, el cálculo racional, el abandono del individualismo, el aprovechamiento de las particularidades orográficas locales y de la división técnica del trabajo, la educación y capacitación temprana de las personas, etc., como alternativa al mundo capitalista que produce injusticia social, miseria, desigualdad de oportunidades y opresión para la mayor parte de la población. En general, todos los socialistas, incluidos Louis Blanc, Felicité R. De Lammenais, Etienne Cabet, Louis Auguste Blanqui, entre otros, tienen en común haber denunciado la desigualdad social y la opresión. Las variedades de mundos de felicidad, orden, prosperidad, unidad y armonía son salidas imaginarias, acaso al alcance de experimentos locales, pero estimuladas por la percepción de un mundo históricamente concreto, empíricamente palpable, de abundancia en medio de la miseria, de enriquecimiento en medio de la pauperización, de libertad en medio de la opresión.

La denuncia de la injusticia social, de la pobreza y la opresión es anterior, evidentemente, al socialismo de finales del siglo XVIII y principios del XIX, pero en los escritos de socialistas tanto franceses como ingleses adquirió una impresionante presencia, a pesar de que nunca pusieron énfasis en la explotación del capital sobre el trabajo asalariado y tampoco exigieron la abolición de la propiedad privada (Fernbach, 1979: 30). Ambas cosas son piedras angulares de la dominación y la desigualdad social. El incipiente desarrollo del proletariado tampoco podía inspirar a los socialistas a percibir al sujeto del cambio. Es lamentable que, con excepción de Graco Babeuf y Auguste Blanqui, notablemente igualitaristas y libertarios, el motor del cambio haya sido confiado a la técnica, a la razón técnica, administrativa y

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productivista, en una perspectiva, por si fuera poco, utópica y alejada de las luchas cotidianas de los pobres, de los oprimidos, de los explotados.

Es sintomático, después de todo, cómo el socialismo al que nos referimos logró inspirar a mediados del siglo XIX a dos vertientes de pensamiento que en su apariencia se pueden considerar excluyentes o repelentes entre sí. Por un lado, de acuerdo con David Fernbach, entre 1840 y 1850 «los discípulos de Saint-Simon y de Fourier sobrevivían únicamente en la forma de sectas religiosas», aunque sus obras siguieron inspirando diversos programas relacionados con la «cuestión social» (Fernbach, 1979: 30). Y no hay nada extraño en que el propio religioso católico Felicité R. De Lammenais, ordenado sacerdote «democratizado» en 1834, haya contribuido a esa opción de pensamiento con su obra Paradojas de un creyente, condenada por el Papa Gregorio XVI en la encíclica Singularis nos. A su vez, hacia el año 1848, con una postura mesurada difundida principalmente a través del semanario Políticas para la gente, los religiosos cristianos Frederick Maurice, Charles Kingsley y John Ludlow, se dieron a la tarea de apoyar a la clase trabajadora y de convocar a los ricos a practicar la justicia y la caridad (Cfr. Enciclopedia Microsoft Encarta 99). Por otro lado, el socialismo de Babeuf y, sobre todo, el de Blanqui inspiraron al pensamiento de Marx y Engels en términos de la formación de un movimiento organizado eminentemente político y social contra el capitalismo. Es sabido en los círculos de la izquierda socialista que ambos captaron al proletariado como el sujeto de ese movimiento, incluso en la línea de una revolución violenta, pero lejos de la obsesión conspirativa de Babeuf y Blanqui (Cfr. Marx y Engels, 1980; Fernbach, 1979: 32-33; y Claudín, 1975).

Teología de la Liberación y marxismo

Paradójicamente, ciento veinte años después, religión y marxismo o, mejor dicho, cristianismo con un enfoque social y marxismo enclavado en las luchas sociales tercermundistas, retornan a la misma preocupación por la injusticia social, la opresión y los pobres a través de un mismo paradigma llamado Teología de la Liberación (TL), la teología de la Iglesia católica y de los pobres de América Latina. En su apariencia esta es una rara convergencia si se recuerda las severas críticas de Marx a la religión como el «opio del pueblo», aunque debe reconocerse que Marx tenía a la vista particularmente la historia de una religión que, sea en su versión católica o en su versión protestante, se adaptaba con facilidad al ascendente sistema capitalista. Debe agregarse una segunda preocupación, aportada sobre todo por la crítica de la TL al mercado y la tecnoglobalización capitalista: la de la enajenación y la idolatría. Es indudable que, si no en todos los escritos bíblicos, por lo menos en el escrito sobre la liberación del pueblo judío y en los evangelios, se encuentran claras referencias, en primer lugar, contra la opresión y la injusticia, y, en segundo lugar, contra la idolatría, que han inspirado a distintos movimientos sociales eclesiales cristianos. La crítica al capitalismo que formulan Marx y Engels es también una posición contra la opresión, la injusticia y la idolatría. Sin embargo, el paradigma marxista no se agota en la crítica, que, por lo demás, alcanza un estatuto científico en El Capital; al

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contrario, logra desentrañar los misterios de la dominación y la explotación del capital sobre el trabajo, que para otros pensadores constituían un hecho natural.

Si, por otra parte, había motivos suficientes para mantener una convergencia sistemática o, por lo menos, «algunas aproximaciones» entre la TL y el marxismo (la opción preferencial por los pobres y los oprimidos, la preocupación por el fenómeno de la alienación social, la relevancia analítica del enfoque de dominación social, etc.) (cfr. Blanco Fornieles, 1994: 28), no se trataba sólo de mirar hacia atrás, hermeneuticamente, para justificar el encuentro. Se trataba, ante todo, de hallar una nueva vía de salvación de los pobres y de reconocer a éstos como sujetos de su propia redención. Hoy que se habla insistentemente de una tercera vía para enfrentar los males del capitalismo globalizado y organizado en grandes bloques de dominación tecnológica, financiera, comercial e industrial, con su teórico prominente Anthony Giddens y su principal brazo ejecutor Tony Blair, sería incluso mejor referirse a la TL como una cuarta vía. De hecho, el reflujo socialdemócrata no tiene nada de nuevo como tercera vía (y el mismo término «tercera vía» proviene de Oto Sik, desde hace algunos años), siempre lo fue a pesar de ser eclipsado literalmente por el neoliberalismo en los años ochenta y noventa. Y si bien la TL como cuarta vía tampoco tienen nada de nuevo hoy en día, es preciso reconocer su actualidad, su validez bicéfala como crítica al capitalismo y como opción para comprender y enlazarse con las luchas de los pobres para salir de su postración social. No basta, pues, con criticar o denunciar, como bien ha apuntado Frei Betto en un corto escrito: «Ante semejante panorama no basta con denunciar y soñar. Es preciso que las fuerzas progresistas propongan alternativas viables, factibles, innovadoras [...]», y esto, precisamente, sólo puede hacerse en una perspectiva de compromiso práctico y cotidiano con los pobres y contra el estigma de la pobreza.

El cristianismo contra un sistema injusto y opresor

El cristianismo, desde sus orígenes, ha sido un movimiento de salvación espiritual en el estricto sentido de la palabra. Pero en un sentido ampliado e histórico hay que comprenderlo como un movimiento religioso-social confrontado con el statu quo, por el hecho de desafiar la credibilidad y el poder de los maestros de la Ley. A los ojos del imperio y sus vasallos, de los hipócritas con poder económico y político y de los custodios de la Ley sagrada, Jesús no era otro que una persona que ponía en peligro el orden religioso, económico y político imperante con su interpretación de la Ley y las nuevas noticias que alegraron los corazones de sus seguidores, porque los maestros de la Ley y los fariseos «no cumplen lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe» (Mt 23,23). Jesús hizo saber oportunamente que Él no había sido enviado por el Padre para traer la paz, es decir, una paz acomodada al dominio existente que, por lo tanto, oculta la codicia, la violencia, la injusticia, la opresión social y la arrogancia. Al contrario, por causa de Él, el statu quo se había cimbrado, incluso cada cual de sus seguidores comenzó a encontrar enemigos en muchas partes, y «hasta en su

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propia familia» (Cfr. Mt 12,34-36; además, Lc 6,22-23), porque unos escuchaban la buena nueva, mientras que otros permanecían incrédulos, porque Él había revelado el Reino de Dios en la tierra en oposición a quienes lo alejaban de ella, reduciéndolo a pura idolatría y creencia abstracta. Al contrario, el Reino de Dios comenzaba en la tierra y no en el cielo, como creían los judíos, y comenzaba de un modo enteramente humano, justo, misericordioso y lleno de fe.

Para Jesús la transformación humana comienza en esta vida mundana. Sin embargo, el premio a esa transformación, cuando no quiere trocarse por el reconocimiento mundano, está dispuesto de una manera no comprensible en el nivel de conocimiento humano. La salvación espiritual, por lo tanto, no puede estar reducida a una simple y abstracta creencia en la Palabra de Dios repetida con la boca, a una creencia individualizada y aislada en la oración dentro de las capillas sin conmover los corazones, y aun adorando sólo lo que las capillas encierran materialmente, como hacían los judíos del tiempo de Jesús; al contrario, ella sólo puede provenir de la unidad y la comunidad con Dios en el mundo, y aun del modo como Jesús había señalado a aquel hombre que había confesado haber cumplido todos los mandamientos desde muy joven: «Sólo te falta una cosa: anda, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres, y así tendrás un tesoro en el Cielo. Después, ven y sígueme» (Mc 10,20 a 21). El mandamiento más importante de entre todos los señalados por Jesús resume lo dicho: «Al Señor tu Dios amarás con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas. Y después viene éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento más importante que éstos» (Mc 12,29 a 31). Hacer sólo lo primero nos aproxima a Dios, pero no lo es todo; lo segundo no sobra, sino que exige que cada uno de quienes queremos estar en comunión en el Reino de Dios comencemos por ser misericordiosos y justos con nuestros prójimos. Sin embargo, como bien sostiene José Ferraro, esta actitud hacia los otros no puede ser establecida si cada uno de nosotros no logra hacerlo consigo mismo: «antes de amar al otro es preciso tener amor a uno mismo de manera ordenada» (Ferraro, 2001: 169). Aquí es, entonces, en donde comienza la unidad y la comunión con Dios: con uno mismo y con los demás. El comunitarismo cristiano está codificado en este supremo mandamiento, lejos del individualismo egoísta (que se autocomprime y se autorrefleja), la idolatría, la injusticia, la opresión, la arrogancia y la incredulidad.

Si la crítica al capitalismo ha sido persistente, viniendo de muchas y diversas voces, ha sido precisamente porque este sistema obstaculiza mucho más que otros el cumplimiento cabal de ese mandamiento supremo que concierne a todos. El capitalismo ha acrecentado el individualismo, el egoísmo, la idolatría, la injusticia, la opresión, la arrogancia y la incredulidad. La misma Iglesia católica permaneció durante mucho tiempo callada ante esta terrible situación y hasta otorgó privilegios a personas con poder económico y político. El Concilio Ecuménico Vaticano II, que inició el 11 de octubre de 1962 con el discurso del Papa Juan XXIII y continuó después de su muerte, hasta el 8 de diciembre de 1965, se constituyó, sin embargo, en punta de lanza para recuperar la originalidad de la doctrina cristiana, así como para renovar a la Iglesia católica conforme a nuestros tiempos y las

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particularidades locales. El «Mensaje de los Padres del Concilio Ecuménico Vaticano II a todos los hombres», fechado el 21 de octubre de 1962, apunta a esas dos direcciones. En especial nos interesan los puntos número 9 y 13, aunque es limitativo de una doctrina universal decir solamente «compadecernos» como preocupación central. En primer lugar:

Ponemos insistentemente nuestro corazón sobre todas las angustias que hoy afligen a los hombres. Ante todo debe volar nuestra alma hacia los más humildes, los más pobres, los más débiles e, imitando a Cristo, hemos de compadecernos de las turbas oprimidas por el hambre, por la miseria, por la ignorancia, puestos constantemente nuestros ojos sobre quienes, por falta de medios necesarios, no han alcanzado todavía una condición de vida digna del hombre (Documentos completos del Vaticano II, 1991: 15. Las negritas son nuestras).

En segundo lugar,

[...] el Sumo Pontífice inculca la justicia social. La doctrina expuesta en la encíclica Mater et Magistra demuestra claramente que la Iglesia es absolutamente necesaria al mundo de hoy, para denunciar las injusticias y las indignas desigualdades, para restaurar el verdadero orden de las cosas y de los bienes, de tal manera que, según los principios del Evangelio, la vida del hombre llegue a ser más humana (Documentos completos del Vaticano II, 1991: 16. Las negritas son nuestras).

La jerarquía católica no ha podido hacer, desde entonces, más que compadecerse y denunciar esa situación de injusticia, miseria y opresión, pero se autojustifica con las siguientes palabras: «Nosotros, en verdad, no poseemos ni las riquezas humanas ni el poder terreno» para actuar de otra manera (Ídem., p. 16). No obstante, es necesario destacar la formulación de la denuncia, así como la posibilidad que abre el Concilio Vaticano II a otras voces dentro de la Iglesia Católica para ir más allá de la simple denuncia. Sin duda, la formulación específica de la denuncia hizo converger, desde entonces, opiniones diversas en torno a los terribles males del sistema capitalista:

Jamás el género humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas posibilidades, tanto poder económico. Sin embargo[,] una gran parte de la humanidad sufre hambre y miseria, y son muchedumbre los que no saben leer ni escribir. Nunca ha tenido el hombre un sentido tan agudo de su libertad, y entre

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tanto surgen nuevas formas de esclavitud social y psíquica. El mundo siente con mucha viveza su propia unidad y la mutua interdependencia e ineludible solidaridad; pero se ve gravísimamente dividido por la presencia de fuerzas contrapuestas. Persisten[,] en efecto[,] todavía agudas tensiones políticas, sociales, económicas, raciales e ideológicas, y ni siquiera falta el peligro de una guerra que amenaza con destruirlo todo [...] De esta manera el mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y de lo peor, pues tiene abierto el camino para elegir entre la libertad o la esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el odio (Documento «Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual», en Documentos completos del Vaticano II, 1991: 137-138 y 141).

Si, ante todo esto, preguntáramos qué hacer para enfrentar esa situación compleja y contradictoria del sistema capitalista, el mismo documento citado, en el punto 30 («Hay que superar la ética individualista») señala una alternativa que contribuye sólo a paliar males que no se producen sólo en las apariencias capitalistas:

El deber de justicia y caridad se cumple cada vez más contribuyendo cada uno al bien común según la propia capacidad y la necesidad ajena, promoviendo y ayudando a las instituciones, así públicas como privadas, que sirven para mejorar las condiciones de vida del hombre. Hay quienes profesan amplias y generosas opiniones, pero en realidad viven siempre como si nunca tuvieran cuidado alguno de las necesidades sociales (Documento «Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual», en Documentos completos del Vaticano II, 1991: 158. Las negritas son nuestras).

La acción caritativa suele ser considerada por la Iglesia católica como la acción central de entre todas aquellas con que se puede asistir socialmente a los pobres y oprimidos. Inculcar la caridad y la fe no está mal en un mundo lleno de miseria y falto de espiritualidad. Pero con ello no se va a la raíz de los males que padecen millones de personas. Jesús mismo nos enseña que la caridad sin alternativas de conversión interior y para con los demás se reduce a una acción sin sentido. Nuevamente citamos aquellas palabras de aliento que Jesús dice a propósito de todas las acciones orientadas a cumplir con los mandamientos de justicia, respeto, tolerancia y caridad en un mundo puesto al revés: «Felices ustedes si los hombres los odian, los expulsan, los insultan y los consideran delincuentes a causa del Hijo del Hombre. En ese momento alégrense y llénense de gozo, porque les espera una recompensa grande en el cielo. Por lo demás, ésa es la manera como trataron también a los profetas en tiempos de sus padres» (Lc 6,22-23). Jesús se dirige a todos aquellos que

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desean seguir esos mandamientos, no sólo a los pobres o sólo a los ricos. Pero, con respecto a los ricos, es frecuente que éstos se sientan satisfechos de bienes materiales y de reconocimiento social, del mismo modo que, en algunos casos, se conforman con ayudar a los pobres de vez en cuando con una actitud de condolencia, coherente con su posición dominante y tratando de descargar así, por un momento, su propia conciencia de las angustias y carencias espirituales sufridas. Aquí vale la pena recordar esas palabras de Jesús a los fariseos enseguida de que uno de ellos se extrañara porque no lo había visto lavarse las manos antes de la comida: «[...] según ustedes, basta dar limosna sin reformar lo interior y todo está limpio [...]» (Lc 11,41).

El llamado a los pobres, en ese sentido, no es precisamente para que acepten de buena gana esa ayuda y se conformen con eso; esto no está en la estrategia de Jesús, aunque ninguna ayuda de buena voluntad puede ser rechazada. El llamado es para asumir una alternativa de cambio interior y para con los demás como medio y finalidad. Nada se puede esperar de quienes detentan las riquezas materiales y el poder político en este mundo, como no sea una acción caritativa y una actitud de condolencia. Lo ordinario es la injusticia, la opresión, la miseria, el odio, la ambición, la idolatría, el engaño, la arrogancia, porque de los demás esperamos retribución inmediata, económica, social o política, y sentimos desconfianza hacia quienes incumplen tal retribución o la queremos obtener a cualquier costo y por cualquier medio. La estrategia de Jesús señala que la eliminación de todos estos males sociales hoy, como antes, debe comenzar en el interior de cada persona tratando de hacer lo que queremos que los demás hagan hacia nosotros. A pesar de no gozar de riquezas materiales, las personas pueden practicar todos los mandamientos que las hagan justas, tolerantes, misericordiosas, respetuosas y llenas de fe; y aquel que tiene riquezas materiales y quiere hacer esto mismo puede comenzar a darlas a los pobres, como ya se ha señalado.

La práctica de la justicia y el desprendimiento humano y material parecen ser, pues, una primera alternativa de cambio interior que, por lo tanto, conlleva a adoptar un cambio profundamente espiritual, así como un reconocimiento a los que hasta ese momento son vistos como diferentes, porque, como bien pregunta Jesús, ¿qué caso tiene ser justos con quienes son justos, amar a quienes nos aman, prestar algo a quienes nos pueden retribuir, etc.? «También los pecadores prestan a pecadores para recibir de ellos trato igual» (Lc 6,32-52). Aquí no interesa cualquier tipo de justicia, porque no sólo cuenta la regla de reciprocidad, que puede ser aplicada a muchos casos en donde se persigue la retribución, incluso entre delincuentes. Y, desde luego, descartamos la reciprocidad condicionada. La justicia que propone Jesús sigue más bien una regla de desprendimiento desinteresado que puede ser resumida con las siguientes palabras: «Por el contrario, amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar algo a cambio. Entonces la recompensa será grande y serán hijos del Altísimo, que es bueno con los ingratos y los pecadores. Sean compasivos, como es compasivo el Padre de ustedes. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den y se les dará; recibirán una medida bien llena,

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apretada y rebosante; porque con la medida que ustedes midan serán medidos» (Lc 6,35-38).

Si bien las palabras de Jesús son trascendentales, no debemos descuidar el contexto cultural en que se dicen. Hablar de una alternativa de cambio interior y para con los demás como medio y finalidad significa que, lejos de la posibilidad de un cambio de las estructuras sociales y políticas en aquellos tiempos, la fuerza interior, la conciencia, el desprendimiento desinteresado, se erigen en punta de lanza de una revolución de mayores dimensiones. Ahora bien, ¿por qué comenzar con esta prédica primero ante los pobres que ante los ricos? La respuesta la proporciona Jesús, como posteriormente, desde otro paradigma, Karl Marx: En primer lugar, es justificable que los pobres obtengan primero el Reino de Dios porque no se han servido de los medios materiales dominantes, sociales y políticos, que sólo propician injusticia, opresión, miseria, intolerancia, codicia y arrogancia. La parábola del camello y el rico resume esta posibilidad: «Es más fácil para un camello pasar por el ojo de la aguja, que para un rico entrar en el Reino de Dios» (Mc 10,25). En segundo lugar, los pobres tienen mucho que ganar y nada que perder; no sacrifican ningún bien social o material puesto que no lo poseen. En tercer lugar, el injusto, el opresor, el intolerante, el arrogante, el codicioso, no vendrá a despertar la conciencia de los demás, por razones obvias. En cuarto lugar, conviene recordar que entre los mismos pobres se corre el riesgo de asumir actitudes propias de aquél. En los dos últimos casos, «¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán juntos en el hoyo? Pues el discípulo no es superior a su maestro; si se deja guiar se parecerá a su maestro» (Lc 6,39-40). Aún suponiendo esos dos casos, del lado de los pobres y oprimidos hay una mayor propensión a escuchar y asumir los valores y prácticas cristianas, y eso equivale a decir que ellos son los elegidos. Después de todo, Jesús quiere que los pobres y oprimidos no se hundan en su condición, y los llama a tener fe en todo aquello que Dios les manda hacer. Ahora vemos mejor que la fe no es una fe abstracta ni constreñida a una creencia personalizada. La fe es nuestra propia capacidad de hacer y creer puesta en movimiento en todo aquello que es desprendimiento total y desinteresado hacia los demás; ella supera, por lo tanto, cualquier tipo de misticismo contemplativo y cualquier metafísica por cuanto se fortalece en una praxis eminentemente social y no solamente religiosa.

Nuestra concepción de la fe es totalmente compatible con la crítica lanzada por Leonardo Boff al Cardenal Joseph Ratzinger por los «errores teológicos de fondo» que marca el discurso que éste emitió en 1998 (véase Ratzinger, 2001). En efecto, para Boff «la fe sola no salva», sino que debe estar «informada de amor», de amor a Dios y al prójimo al mismo tiempo. Quien vacía a la fe de este contenido «sólo se adhiere perezosamente a las verdades escritas y abstractas». Para Ratzinger, por el contrario, «la fe, junto con su praxis, o nos llega del Señor a través de Iglesia y la vida sacramental, o no existe en absoluto» (Ratzinger, 2001: séptimo apartado de su discurso), de modo que ella no es asimilable a ningún programa, ni la praxis reductible a ningún pragmatismo.

Ese discurso de Ratzinger sólo extiende algunas de las afirmaciones condenatorias que él y Alberto Bovone habían intentado sistematizar en la

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conocida «Instrucción sobre algunos aspectos de la “Teología de la Liberación”», documento suscrito el 6 de agosto de 1984. Dicha Instrucción, a decir de sus autores, tiene un fin preciso y limitado:

atraer la atención de los pastores, de los teólogos y de todos los fieles, sobre las desviaciones y los riesgos de desviación, ruinosos para la fe y para la vida cristiana, que implican ciertas formas de teología de la liberación que recurren, de modo insuficientemente crítico, a conceptos tomados de diversas corrientes del pensamiento marxista (Ratzinger y Bovone, 2001: Introducción).

Sobre la fe, concretamente, Ratzinger y Bovone habían tratado de decirnos que la TL era más un programa político que una revelación teologal, a pesar de su remisión a los temas bíblicos de la liberación y la preferencia por los pobres. Ellos entienden que la TL había llegado al extremo de dar un contenido histórico y humano de esos temas, «hasta el límite de identificar a Dios y a la historia [en una misma dimensión], y a definir la fe como “fidelidad a la historia”, lo cual significa fidelidad comprometida en una práctica política conforme a la concepción del devenir de la humanidad concebido como un mesianismo puramente temporal».

Esa correlación entre TL y marxismo calificada como pragmatismo ha estado en el centro de las afirmaciones condenatorias de El Vaticano, a tal punto que formulan una serie de «amalgamas ruinosas», en primer lugar, «entre el pobre de la Escritura y el proletariado de Marx»; en segundo lugar, entre la Iglesia del pueblo y una Iglesia de clase o sólo del pueblo oprimido. De modo que el pueblo así entendido «llega a ser también para algunos objeto de fe», lo que es una «relectura esencialmente política de la Escritura». Es cierto que la TL originada en los años sesenta del siglo XX puso el acento en los pobres y en su liberación tanto espiritual como práctica. Pero los nuevos desarrollos de la TL han producido una pluralidad de temas que permiten avanzar de la preferencia por los pobres a la preferencia por los oprimidos y todos aquellos que sufren injusticias: pobres, jóvenes, mujeres, minorías étnicas, etc. No hay, en esta perspectiva, un «mesianismo temporal» o la intención de revivir políticamente «una experiencia análoga a la que habría sido la de Jesús», como dicen Ratzinger y Bovone. La opresión y la injusticia, producto a la vez subjetivo y estructural, son tratadas por la TL como una cuestión no resuelta a pesar del sacrificio de Jesús. Jesús redime nuestros pecados y hasta el último minuto nos llama al perdón y a la comunión en el amor, pero la vida de los cristianos hoy en día no puede incorporar ese grandioso acontecimiento como una simple anécdota, como un dato a mantener en la memoria espiritual y en nuestros corazones. El estremecimiento de nuestros corazones y la conmoción de nuestra fe no es sólo a causa de reconocer a Jesucristo como El Salvador de todos los tiempos, sino de reconocerlo en nuestra propia temporalidad, para nuestra realidad, superando las limitaciones de una Iglesia contemplativa mediante una

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«Iglesia combativa» (dixit Leonardo Boff). He aquí, justamente, que la TL tendría que converger con corrientes de pensamiento como el marxismo.

Una necesidad práctica (asumir una posición de desprendimiento desinteresado hacia todo aquel que sufre a causa de la opresión, la injusticia, la idolatría, el egoísmo, la codicia, la arrogancia) ha bastado para derribar barreras entre la TL y el marxismo. Es evidente que los individuos han edificado socialmente estructuras que, paradójicamente, formalmente están orientadas a procurar la justicia y el bien común, pero en los hechos son desbordadas constantemente por las constelaciones de intereses egoístas. La sola fe o la fe en abstracto ya no basta para retrotraernos a un estado de arrepentimiento o de conversión interior que pudieran ser suficientes para ya no digamos exterminar la miseria social y material humana, sino para mitigarla. Ratzinger, sin embargo, no puede verlo así. Él está asido como bien dice Leonardo Boff a un sistema romano, férreo, implacable, cruel y sin piedad, elaborado por la jerarquía vaticana durante largos siglos, y, por lo tanto, para él «la historia quedó como petrificada [desde la revelación de Jesús] hasta el juicio final» (Boff, 2001a). El problema no es dicha revelación como revelación trascendental que, sin embargo, se adapta a las múltiples temporalidades, sino la constitución de la Iglesia bajo la égida de la jerarquía vaticana que se autojustifica como un sistema verdadero para todos los tiempos.

Contra la injusticia y la opresión capitalista: Concepciones distantes

Cuando entre 1843 y 1845 Marx pone en evidencia la puesta de cabeza del mundo capitalista y el dominio que ejercen las apariencias sobre la vida de las personas, logra superar todo el pensamiento idealista y el politicismo de su época, pero también el materialismo abstracto y antropologista de Lwdwig Feuerbach. Más aún, la onceava tesis contra Feuerbach revela una posición radicalmente nueva en tanto que pone en relieve que no se trata sólo de interpretar cómo está puesto de cabeza el mundo capitalista y, por ende, cómo dominan tantas creaciones materiales y mentales la vida de las personas, sino de llevar a cabo una transformación práctica sobre todo de las estructuras sociales, económicas y políticas.

La codicia y la competencia, el trabajo enajenado y la pobreza, el trabajo forzado y la acumulación de capital sobre la base de la propiedad privada y del trabajo no pagado, son algunas de las tantas creaciones que caracterizan al sistema capitalista como un sistema de dominación y explotación siempre insatisfecho. Todo eso produce, al mismo tiempo, riqueza y pobreza, en tanto que las cosas reales parecen irreales, extrañas. El contraste entre riqueza y pobreza es puesta en evidencia en uno de los párrafos de los «Manuscritos de 1844 de Economía y Filosofía»: «El trabajador se empobrece tanto más, cuanto más riqueza produce, cuanto más aumenta su producción en potencia y volumen» (Marx, 1994: 93). Pero Marx no se limita a interpretar cómo se produce todo eso ni, por lo tanto, a poner de pie mentalmente el mundo capitalista. En el último de esos Manuscritos Marx habla ya de comunismo como la alternativa de cambio a todo ese mundo puesto al revés, plantea una forma concreta e histórica de transformación del

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capitalismo, aunque con una terminología hegeliana: El comunismo como «reintegración o reencuentro del hombre consigo, la superación de su enajenación de sí mismo [...]» (p. 127). El comunismo es planteado como la «superación positiva de la propiedad privada en cuanto enajenación humana de sí mismo, y por tanto como apropiación real del ser humano por y para el hombre; por tanto[,] el hombre se reencuentra completa y conscientemente consigo como un hombre social, es decir humano, que condensa en sí toda la riqueza del desarrollo precedente» (p. 127). Pero, como dice José Ferraro, el comunismo así definido en general, es decir, como un proyecto de comunión práctica y social, existe entre las comunidades cristianas originarias (cfr. Ferraro, 1992: 61).

Esta concepción de Marx sobre la pobreza como pauperización (la pobreza como producto social de manera cotidiana de un sistema injusto) y sobre el destino históricamente posible de las sociedades que combaten a ese sistema, es notablemente revolucionaria por cuanto permite pensar la actividad humana en términos históricos y en una perspectiva de cambio: la historia es, al mismo tiempo que negada. Por lo tanto, la historia no puede ser sólo interpretada, sino hecha objeto de una transformación práctica que no puede limitarse al «corazón de los hombres» (como preferiría Ratzinger), ni puede ser reducida a una actividad de clase (como es el temor del mismo Ratzinger) que es incapaz de desprenderse del interés por el poder sobre los demás. No se trata de liberarse del «espejismo» de la sociedad sin clases que, según Ratzinger, «impide las reformas y agrava la miseria y las injusticias». ¿Por qué habríamos de obsesionarnos con la idea de que la genuina liberación humana está en una sociedad sin clases, sin dominación social, a pesar de que ésta pueda ser deseable? Sin embargo, la alternativa de Ratzinger suena hueca por la ausencia de un compromiso real con quienes sufren la opresión y la injusticia, aun la propia: «Se trata dice con Bovone [...] de liberarse de un espejismo para apoyarse sobre el Evangelio y su fuerza de realización» (Ratzinger y Bovone, 2001).

A pesar del carácter disidente de la TL frente a estructuras de poder que vacían al Evangelio de su humana practicidad, el carácter no reformista del marxismo originario es un desafío no descifrado aún. La convergencia de líneas parece entonces terminar al continuar las líneas su propia dirección: si bien hay una gran cantidad de acontecimientos que dan evidencia de la combatividad de la TL y de su compromiso al lado de los pobres, de las luchas sindicales, de las batallas por la tierra, de las luchas indígenas, de la lucha por los derechos humanos, etc., no está bien clara la posición de la TL con respecto a la supervivencia del sistema capitalista. Tiene razón José Ferraro cuando al respecto sostiene que, «puesto que la Iglesia existe en una sociedad capitalista, no puede escapar o ignorar los antagonismos que dividen a los hombres que acoge en su seno. A pesar de Medellín, estas divisiones todavía existen; y [citando a Gustavo Gutiérrez] “el grueso de la Iglesia sigue ligado, de muy diversas maneras, al orden establecido» (Ferraro, 1992: 18). Ni duda cabe que la jerarquía vaticana está ligada a ese orden, y por eso no puede oponer una estrategia de transformación radical, sino, acaso, un programa de ayudas sociales, de caridad. Mal haría la TL si sólo hiciera esto mismo. Pero, por otro lado, no existen evidencias de que la TL haya estado avanzando en

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una dirección alternativa al capitalismo. Al contrario, como acertadamente sostiene José Ferraro, «parece que lo que buscan los teólogos de la liberación es más bien una liberación de la dependencia y no tanto del capitalismo» (Ferraro, 1992: 70).

El modo cauteloso con que se han conducido en los últimos diez años los teólogos de la liberación en este punto tal vez con excepción de Leonardo Boff, como bien apunta Ferraro, puede explicarse a partir de la ruda contraofensiva de El Vaticano y/o de un temor a sufrir remociones y excomuniones. De cualquier manera, es loable una historia de sacrificios, de persecución y muerte, por los pobres, sobre todo en América Latina, en el último tercio del siglo XX; y, en consonancia, me parece que la TL enfrenta el reto de desanudar cuestiones que la mantienen en un horizonte reformista. No digo esto desde un marxismo esquematizado como movimiento de una clase revolucionaria que, hoy en día, es irreconocible, sino desde un marxismo que tiende a ser compatible con posiciones de democracia radical, de libertad positiva, de pluralidad de los diferentes y de participación pública en las decisiones colectivas.

Tareas de antes y ahora

¿Por qué la aparición de la llamada TL en América Latina? Dicha aparición parece obedecer a varios factores cuya mención no es posible agotar en este trabajo y a la lógica de un conjunto de interpretaciones y acciones especialmente consistentes que actualizan la crítica al capitalismo y la formulación de alternativas socialmente válidas y creíbles. En dicha aparición destacan especialmente tres circunstancias explicativas: (a) La apertura promovida por el Concilio Vaticano II, que representa un acceso visible a un nuevo campo de interpretaciones y acciones desde arriba; (b) la conjunción de acciones liberadoras que recorren Latinoamérica en una trayectoria de nuevas revoluciones desde el Tercer Mundo, inspiradas en la polarización entre el mundo capitalista y el mundo del «socialismo real» como referencia práctica fundamental; y (c) la constitución de una corriente de pensamiento que sugiere nuevas dimensiones políticas y sociales para el concepto de «salvación» que, sin embargo, tiende a pluralizarse. Concentremos nuestra atención en el último inciso, sin dejar de mirar los dos primeros como un contexto específico.

La primera exposición sistemática en torno a una concepción práctica de «Teología de la Liberación» corresponde a Gustavo Gutiérrez, sacerdote y teólogo peruano. Posteriormente aparecerían variantes de género, culturales y étnicas de esta concepción, de modo que hoy hablaríamos de «teologías de la liberación» (véase al respecto, Tamayo-Acosta, 2001; Regina, 2001; López Hernández, 2001). A la vuelta de pocos años, el libro de Gustavo Gutiérrez, Teología de la Liberación, publicado en 1971, rápidamente polarizaría a la Iglesia católica como hace mucho tiempo no ocurría, porque «sostiene que obrar con justicia es el principal compromiso cristiano y el medio para alcanzar la salvación. Para actuar con justicia el individuo debe solidarizarse con aquellos que padecen injusticias: los pobres». El libro está inspirado en el análisis marxista de la condición de los pobres desprovisto de su carácter

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ateo y materialista y recupera una interpretación práctica de los evangelios que durante largo tiempo la jerarquía católica había rehuido, a pesar de la evidente presencia fuerte de Jesús entre los pobres y los pecadores, como una presencia de entrega real a los demás para salir de la postración humana producto del autoengaño, la dominación social y la idolatría (cfr. Enciclopedias electrónicas Micronet, voz «Gustavo Gutiérrez», y Encarta, voz «Teología de la Liberación»). La concepción seminal y sistemática de Teología de la Liberación (TL) es obra indiscutible de Gustavo Gutiérrez, pero, como posición de protesta ético-religiosa contra el capitalismo, tiene su antecedente inmediato en los documentos producidos por un sector brasileño de comunidades eclesiales de base, en 1960, en tanto que la concepción en su conjunto es producida y desarrollada, también desde entonces, gracias a una amplia contribución de una corriente de teólogos y pensadores de izquierda cristiana algunos de ellos asesinados arteramente por sus ideas formada en las décadas de los sesenta y setenta principalmente por Rubén Alves, Hugo Assmann, Juan Luis Segundo, José Miguez Bonino, Clodovis Boff, Enrique Dussel, Leonardo Boff, Frei Betto, Pedro Casaldáliga, Pablo Richard, Franz Hinkelammert, Jon Sobrino e Ignacio Ellacuría, en un contexto político de luchas de liberación nacional, como las de Nicaragua y El Salvador (Tamayo-Acosta, 2001: segundo apartado; y Löwy, 2001). No sólo por su aportación, sino sobre todo por su protagonismo, tal vez Leonardo Boff destaca entre todos ellos.

Treinta años después de la publicación de ese libro, y por los resultados de la intensa contraofensiva llevada a cabo por El Vaticano, puede parecer que la TL «se ha congelado» como era la impresión de Frei Betto en 1998 (en entrevista reproducida por Zenit, 1998). También, no hace mucho, José María Vigil hizo un explícito reconocimiento de la «crisis» de la TL, en términos de una «caída» de su producción intelectual y de su actividad deliberativa que, sin embargo, apuntaba a un cambio de paradigma con respecto al adoptado originalmente (Vigil, 2001c). A pesar de los embates sufridos, con José Ma

Castillo pienso que la TL tiene actualidad, vigencia, y, como dice Leonardo Boff, «tal vez no esté visible», pero no cabe duda que ya forma parte del pensamiento teológico católico (citado por Solís Alpuche, 2001), y pocos evaden ahora la cuestión de los pobres. La TL es actual no sólo por los valores que defiende, sino, sobre todo, por las razones básicas que la hicieron nacer (y que constituye un «método») con referencia a un mundo capitalista erigido sobre la opresión, la idolatría, el autoengaño, la dominación y la desigualdad social, que es desnudado y no puede ser soportado. En consecuencia, se desprende de esas razones básicas la necesaria formulación de alternativas desde la visión de los oprimidos, en convergencia con una perspectiva de izquierda socialista/marxista (Castillo, 2001). Esta convergencia, «en una relación de atracción y selección recíproca», estaría trazada a partir de cuatro «homologías estructurales» señaladas por Michel Löwy: (a) La creencia o «fe» en valores trans-individuales; (b) el rechazo al individualismo burgués; (c) la supremacía de la vida y los valores comunitarios; y (d) la «esperanza utópica» sintetizada en la idea de un reino de la libertad, de la justicia, de la fraternidad por venir o, mejor, por construir. Lo que tienen en común la TL y el marxismo, en este campo, «es el ethos moral, la rebelión

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profética , la indignación humanista contra la idolatría del mercado y lo que es aún más importante la solidaridad con sus víctimas» (Löwy, 2001).

No obstante esa convergencia, no se puede señalar un reduccionismo marxista de la TL. Al contrario, la TL se ha mantenido abierta a otras expresiones teóricas en distintos momentos (al dependentismo, al freudianismo, al existencialismo, a la fenomenología), así como a movimientos étnicos y culturales afines, y a problemáticas recientes que conciernen a los derechos humanos, la ecología y los excluidos. Hoy en día, por ejemplo, cada vez más se habla de «Teologías Indias» (en plural), para denotar un reciclamiento de la TL y las luchas indias en un mismo movimiento por la defensa de las identidades colectivas y contra la opresión del capitalismo globalizado (al respecto, López Hernández, 2001; y Regina, 2001); o de teología de los derechos humanos (Frades, 2001; Gutiérrez, 2001); o de teología y nuevo orden ecológico mundial (Boff, 2001c); o de teología y género (véase González Faus, 2001; Tamez, 2001; Vuola, 2001). La pluralidad teológica, sin embargo, debe ser señalada con mucho cuidado, no sólo en el sentido de una diversidad de «ortodoxias» (De la Serna, 2001), que se descalifican entre sí al reconocer «una» ortodoxia que es la propia y muchas «ortopraxis» (formas distintas de correcto obrar, pero carentes de fe), o de una diversidad de campos de reflexión y acción, como en la Teología de la Liberación, sino en el de una distorsión netamente ideológica para desviar la atención de la originalidad de posiciones contrarias, como el intento del Cardenal Joseph Ratzinger y el Arzobispo Alberto Bovone de introducir la idea de que hay una auténtica «teología de la liberación», «la que está enraizada en la Palabra de Dios, debidamente interpretada», distinta de «teologías de la liberación» no auténticas, las que, según ellos, han tomado «préstamos no criticados de la ideología marxista» y corrompen «lo que tenía de auténtico el generoso compromiso inicial a favor de los pobres» (véase Ratzinger y Bovone, 2001).

En el caso de la TL contemporánea, todas esas facetas y la pluralidad de problemáticas revelan que «no se puede hacer teología en abstracto» (Boff). Y, justamente, esa multiconvergencia teórica y práctica ha llevado a varios teólogos a reafirmar la actualidad y el carácter histórico de la TL. Al respecto, recurro a un breve trabajo de Jon Sobrino sobre dos opiniones que aluden a esta cuestión: (a) El mundo actual exige más y no menos TL, «porque la injusticia e inhumanidades crece también en los países industrializados» (dixit J. Moltmann); y (b) la fe en Dios y su Cristo exige más y no menos TL (dixit Alois Pieris) (Sobrino, 2001a). Después del ataque despiadado contra la TL (una cruel persecución selectiva de teólogos liberacionistas y una difamación generalizada por todos los medios posibles) que llevó a cabo El Vaticano, en los años setenta y ochenta, se puede decir que de ella no queda «algo», sino mucho, porque su realidad (los pobres) sigue siendo producida por el capitalismo, y no como un residuo, sino como sujeto histórico. Esto es lo que queda, medularmente, pero para que ello no quede como un simple vestigio, sino como una evidencia viviente y autoliberadora, Sobrino señala varias tareas que la TL debe realizar para superar sus limitaciones:

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1) Asumir y profundizar las diversas formas de opresión, no sólo la socioeconómica, sino también la cultural, étnica y religiosa, la de la mujer y la del niño, la de la naturaleza. 2) Analizar no sólo lo que en el pobre hay de carencia, sino también lo que tiene de fe propia suya, lo cual ofrece luz a la teología. 3) Ayudar liberadoramente al pobre en momentos de revolución, pero ayudarlo también en su humanización en la cotidianeidad. 4) Reconocer y asumir los cambios en el mundo, con las consecuencias para los caminos de liberación y sus mediaciones, aunque sin caer en la trampa: cayó el socialismo, ergo desapareció la teología de la liberación, y reafirmando los graves males de los que sigue transido este mundo en cambio. 5) Superar las deficiencias y limitaciones en conocimientos exegéticos, sistemáticos, históricos. 6) Comprenderse realmente como teología ecuménica en la profundidad de lo humano ante Dios y junto con otros seres humanos. 7) Ser una teología eclesial, enraizada en la base de la Iglesia, los pobres reales, y liberadora también de la opresión intraeclesial. 8) En definitiva, ser una teología evangélica que ofrece la buena noticia de Dios, redescubierta en el mundo de los pobres, ofrecida directamente a ellos y, a través de ellos, a todos para que haya liberación y humanización (Sobrino, 2001).

La lista de limitaciones a superar es pertinente. Hemos visto que la TL construyó un camino propio y ha abrevado en nuevas fuentes. Esto le da vigencia, actualidad. Incluso puede ayudar, en la medida en que supere esas limitaciones, a un renacimiento del marxismo. Si de un cambio de conciencias y de condiciones de vida se trata, es decir, de una transformación del sujeto y de las estructuras (no una ó la otra), entonces habrá que redefinir al sujeto actual o, mejor dicho, a los sujetos y a sus variadas realidades. No es ociosa la pregunta acerca de si es pertinente redefinir al sujeto como sujetos. Los trabajos recientes de la TL van en esa dirección, incluso los marxismos europeos de los noventa han apuntado la necesidad de avanzar en áreas teóricas y prácticas que apenas sí habían sido exploradas dos décadas atrás.

Fuentes Consultadas

Nota: El año de edición o de consulta de los textos, según el medio, se señala entre paréntesis, enseguida del nombre de los autores, excepto en los casos de las secciones de documentos y entrevistas.

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Documentos

Documentos completos del Vaticano II, Librería Parroquial de Clavería, S.A. de C.V., México, 1991, décima tercera edición, 534 pp.

Carta del Pbro. Eduardo de la Serna a Mons. Jorge Novak, Obispo de Quilmes, del 30 de julio de 2000, bajada de Internet con la denominación «Cuestiones en torno a la Teología de la Liberación».

IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Ediciones Paulinas, Santo Domingo, República Dominicana, 12 al 28 de octubre de 1992, 209 pp.

Teología de la Liberación, definición de aspectos presentada por Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María, en http://www.corazones.org/ y http://www.catolico.org/apologetica/practicas/teologia_liberacion.htm

Entrevistas

Entrevista a Frei Betto, en Zenit, Roma, 22 de mayo de 1998, «La teología de la liberación se ha congelado», aparecida originalmente en el periódico italiano Avvenire, en el sitio http://www.zenit.org/spanish/archivo/9805/980522.htm

Entrevista Gustavo Bueno, en La nueva España, 19 de octubre de 1998 «El Papa recupera la escolástica contra la teología de la liberación», en http://www.lanuevaespaña.es/

Entrevista a Leonardo Boff por Sergio Ferrari, en Nuevo Amanecer Cultural, «El documento Vaticano es totalitario y ahistórico», en el marco de los festejos de los dos mil años de cristianismo, en Brasil.

Entrevista a Leonardo Boff por Sergio Ferrari, para Nuevo Amanecer Cultural, «La Teología de la Liberación está viva y goza de muy buena salud», publicada también en El Nuevo Diario, 26 de diciembre de 1998, Managua, Nicaragua.

Reportajes y notas periodísticas

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Arteaga, Vicente y Fabiola Guarneros (2001), «Necesitan los pobres una Iglesia “combativa y democrática”: Boff», nota publicada en El Universal.

Solís Alpuche, Jesús (2001), «Teología de la Liberación y Globalización», nota publicada el 27 de agosto de 1999, sobre la conferencia dictada por Leonardo Boff el 9 de junio de 1999 en el Centro Universitario México, consultada a través de http://www.lycos.com/buscador

Zenit (2001), «De la teología de la liberación a la teología de la persecución», nota publicada en Zenit, el 9 de junio de 1997, sobre una denuncia del cardenal Ratzinger de la ayuda a grupos subversivos latinoamericanos ofrecida por el Consejo Ecuménico de las Iglesias, en http://personal2.iddeo.es/romaeterna/delateo.html

Zenit (2001b), «El Papa condena la teología indigenista y opta por la solidaridad», nota publicada en Zenit, enero 22 de 1999, en http://www.churchforum.net/juanpabloii/noticias