Tema 4. las crisis de los años sesenta

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TEMA 4. LAS CRISIS DE LOS AÑOS SESENTA El Tratado de Fusión de las instituciones comunitarias, aplicado en 1967, abrió paso a una nueva etapa de la historia de la integración europea, que se extendería hasta la creación de la Unión Europea mediante el Tratado de Maastricht, de 1992. Durante la década anterior, desde los Tratados de Roma, se habían ido produciendo el avance hacia la unión aduanera, que culminaría en 1968, hacia la armonización de las políticas comerciales y la puesta a punto de las instituciones comunitarias. Eran progresos considerables, que permitían una cierta euforia sobre una futura Europa unida. Pero se circunscribían al terreno funcional de la economía y apenas existían avances en otros campos fundamentales, como la representación política supranacional, la defensa colectiva o la admisión de nuevos miembros en la Pequeña Europa de los Seis. Ello quedó patente en el fracaso de dos iniciativas de la Asamblea Parlamentaria, denominada desde marzo de 1962 Parlamento Europeo. En mayo de 1960, aprobó una resolución para que, en adelante, sus diputados fueran elegidos directamente por los ciudadanos. Y en junio de 1963 aprobó otra dotándose de capacidad legislativa. Sólo los gobiernos de Italia y Holanda se mostraron favorables a apoyar las resoluciones parlamentarias, con lo que dos reformas políticas de tanto calado quedaron a la espera de mejores tiempos. 1. EL ARRANQUE DE LA PAC 1

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TEMA 4. LAS CRISIS DE LOS AÑOS SESENTA

El Tratado de Fusión de las instituciones comunitarias, aplicado en 1967, abrió paso a

una nueva etapa de la historia de la integración europea, que se extendería hasta la

creación de la Unión Europea mediante el Tratado de Maastricht, de 1992. Durante la

década anterior, desde los Tratados de Roma, se habían ido produciendo el avance hacia

la unión aduanera, que culminaría en 1968, hacia la armonización de las políticas

comerciales y la puesta a punto de las instituciones comunitarias. Eran progresos

considerables, que permitían una cierta euforia sobre una futura Europa unida. Pero se

circunscribían al terreno funcional de la economía y apenas existían avances en otros

campos fundamentales, como la representación política supranacional, la defensa

colectiva o la admisión de nuevos miembros en la Pequeña Europa de los Seis. Ello

quedó patente en el fracaso de dos iniciativas de la Asamblea Parlamentaria,

denominada desde marzo de 1962 Parlamento Europeo. En mayo de 1960, aprobó una

resolución para que, en adelante, sus diputados fueran elegidos directamente por los

ciudadanos. Y en junio de 1963 aprobó otra dotándose de capacidad legislativa. Sólo los

gobiernos de Italia y Holanda se mostraron favorables a apoyar las resoluciones

parlamentarias, con lo que dos reformas políticas de tanto calado quedaron a la espera

de mejores tiempos.

1. EL ARRANQUE DE LA PAC

La cuestión agraria era una auténtica prueba de fuego para la CEE. El 1957, el Tratado

de Roma estableció un mecanismo progresivo para alcanzar la Política Agrícola

Común (PAC), que convertiría a la Comunidad en una zona de librecambio de

productos agrarios para un mercado único de más de 200 millones de consumidores,

europeos Sus objetivos se referían al ajuste de la oferta y la demanda, la estabilización

de los precios, la mejora de la producción hasta alcanzar el autoabastecimiento

alimentario, la regulación de los mercados interiores para garantizar el acceso de toda la

población a los productos básicos, el fomento de las exportaciones, etc. Ello implicaba

que la Comisión Europea tendría capacidad para decidir los precios y el volumen y la

composición de la producción agrícola de los Seis.

En julio de 1958, los ministros de Agricultura y representantes de las organizaciones

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agrarias, reunidos en la Conferencia de Stressa, encomendaron al vicepresidente y

comisario para asuntos agrícolas de la Comisión, el holandés Sicco Mansholt, la misión

de planificar la PAC. La Conferencia acordó reformar la agricultura europea

facilitando su modernización y especialización, pero sin alterar su principal

dimensión social —la Europa de los granjeros, o de las explotaciones familiares— y

unificar los precios en un nivel suficientemente alto para garantizar beneficios a los

agricultores, lo que implicaba establecer un sistema de protección aduanera frente a

los precios más bajos del mercado mundial. En estos años del cambio de década, todos

los países miembros veían ventajas en implantar rápidamente la política agrícola común.

Pero destacaba el apoyo del Benelux y, sobre todo, de Francia, cuya agricultura, que

empleaba a casi la cuarta parte de la población y contaba con un activo sector

exportador, podía compensar la apertura de su mercado interno a los productos

industriales de sus socios, especialmente de la Alemania federal, a su vez importadora

nata de alimentos.

Mansholt presentó sus conclusiones al Consejo de Ministros el 30 de junio de 1960. La

propuesta establecía tres principios básicos en la acción agrícola común:

La unidad de mercado agrario. Su óptima realización requería de la libre

circulación de productos, de precios mínimos comunes en toda la Comunidad, de

legislaciones armonizadas sobre reglas de competencia comercial o controles

sanitarios y del mantenimiento de la estabilidad en las monedas de los países

miembros.

La preferencia comunitaria. Los países comunitarios tenían que priorizar las

compras a otros miembros de la Comunidad. Era un mecanismo de protección para

evitar las importaciones de terceros países con precios demasiados bajos y

garantizar el nivel de los precios internos frente a las fluctuaciones de los mercados

internacionales.

La solidaridad financiera. Se garantizaría mediante el establecimiento de un

Presupuesto comunitario para financiar la PAC, aportado por los países miembros,

para subvencionar mejoras técnicas y reconversiones de cultivos en la agricultura.

Para desarrollar estos principios, actuarían fundamentalmente seis mecanismos:

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a). Precios mínimos de garantía, que fijarían los ministros de Agricultura a fin de

evitar bajadas ruinosas para los agricultores.

b). Tasas de importación, para asegurar con su cobro que los productos agrarios

exteriores no competirían a precios más bajos que los comunitarios y financiar al

tiempo los fondos de protección agrícola de la PAC.

c). Intervenciones sobre las cosechas, a fin de darles una salida ordenada hacia los

mercados.

d). Almacenamiento de los excedentes bajo control comunitario.

e). Subvenciones comunitarias a la exportación.

f). Control de la producción, mediante políticas de cuotas por países y de

reconversión de cultivos y explotaciones ganaderas.

Abiertamente proteccionista, el Informe Mansholt preconizaba el establecimiento de

dieciséis «mercados» agrícolas, las Organizaciones Comunes de Mercado (OCM)

constituidas por grupos de productos, con libre circulación en la Comunidad y un

precio orientativo común en origen, fijado anualmente. A partir de las OCM, la PAC

habilitaría a la Comisión Europea para actuar con tres niveles de intervención sobre la

producción y la importación agrícola, en aras de la preferencia comunitaria. En la

mayoría de los productos, sobre todo en los cereales, el aceite y el vacuno, se daría un

alto nivel de subvenciones y de protección aduanera para dificultar las importaciones,

pero también de control de la producción, a fin de evitar la acumulación de stocks e

imponer los precios únicos en origen. En torno al 20 por ciento de los productos —

lácteos, huevos, porcino, vino, hortalizas y frutas— tendrían unos aranceles de

importación menores y un nivel de intervención similar al primer grupo. Y para el 5 por

ciento restante, cultivos como el cáñamo, el lino, el girasol o el tabaco, el nivel de

intervención sería mínimo y consistiría básicamente en subvenciones comunitarias a la

producción.

Cuando, el 31 de diciembre de 1961, debía culminar la primera fase de la unión

aduanera de la CEE, las propuestas de Mansholt, estaban lejos de ser aceptadas. Habían

surgido graves diferencias entre los Seis sobre precios agrarios, ritmos de liberalización,

comercialización de productos alimentarios, política de subsidios, etc. Enfrentados a un

fracaso, los negociadores decidieron el ingenioso sistema de «parar el reloj», por lo que

en el seno de la Comisión siguió siendo oficialmente 31 de diciembre durante quince

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días de frenéticas negociaciones. El impulso francés fue fundamental para que, el 14 de

enero de 1962, pocos días antes de que se presentara el Plan Fouchet II, el Consejo de

Ministros, en lo que fue calificado de «maratón agrícola», aceptara un acuerdo total

sobre la primera etapa de la PAC.

2. LA CRISIS DE LA SILLA VACÍA Y EL COMPROMISO DE LUXEMBURGO

El acuerdo del 14 de enero de 1962 establecía las Organizaciones Comunes de Mercado

y formalizaba las competencias de intervención sobre ellas de la Comisión Europea,

conforme al Plan Mansholt. Se puso entonces en marcha el Fondo Europeo de

Orientación y Garantía Agrícola (FEOGA), destinado a financiar la política de

organizaciones de mercado, el desenrollo de las regiones agrícolas y las subvenciones a

los agricultores en función de las prioridades establecidas por la Comisión Europea.

Las condiciones de activación de la Política Agraria Común no gustaron a todos. En

Francia, con una agricultura fuertemente subvencionada por el Estado, las

organizaciones campesinas se oponían a la pérdida de las ayudas estatales en

beneficio de las comunitarias, sometidas al control de un organismo supranacional. El

Gobierno de París, aunque había sido el primer impulsor de la PAC, era especialmente

sensible a estas demandas, ya que tampoco quería ver su agricultura intervenida por los

funcionarios de la Comisión Europea.

Pero los restantes socios comunitarios sí eran partidarios de la intervención. En

diciembre de 1964, el Consejo de Ministros de la CEE aprobó la propuesta del

presidente de la Comisión Europea, Walter Hallstein, de establecer una tarifa única

para el comercio interior de cereales y derivados, que entraría en vigor el 1 de julio

de 1967, inaugurando así la unión aduanera agrícola y la primera de las OCM.

Tras la aprobación de la «tarifa del trigo», Hallstein, dio un paso más ambicioso. El 31

de marzo de 1965 presentó a la Asamblea Parlamentaria un proyecto para cambiar la

financiación de la Política Agraria y nutrir de fondos el FEOGA , una vez que se

cerrara el período transitorio final de la unión aduanera. A partir de ese momento, la

PAC no funcionaría mediante aportaciones específicas de los gobiernos canalizadas a

través del Consejo de Ministros, sino que contaría con «recursos propios», salidos del

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Presupuesto general comunitario, cuyo reglamento financiero sería controlado por el

Parlamento Europeo. A financiar la PAC se destinarían parte de los ingresos aduaneros

de importación de los productos industriales y de la fiscalidad agraria de los países

miembros. Ello suponía una copiosa financiación, que escaparía al control de los

estados y que en unos años supondría en torno al 50 por ciento del Presupuesto total de

las Comunidades. Implicaba, además, incrementar la capacidad de intervención de la

Comisión Europea sobre la regulación de los mercados, el nivel de los precios y el

control de las importaciones y exportaciones de las agriculturas nacionales, cuyos

ingresos fiscales irían a parar a las arcas comunitarias. La medida, que recibió el activo

respaldo de los federalistas Movimiento Europeo y Comité Monnet, fue aprobada por el

Parlamento, en uso de sus muy limitadas atribuciones de control presupuestario.

Con el establecimiento de un reglamento financiero para la PAC, con recursos propios

comunitarios, se sentaba el principio supranacional en los temas agrarios —y en la

autonomía presupuestaria de las Comunidades— lo que abría una vía que el Gobierno

francés estimó muy peligrosa. Sobre todo porque la propuesta de autofinanciación de

Hallstein eliminaba la utilización del veto por los gobiernos en el Consejo de

Ministros, que aunque no estaba contemplado en el Tratado de Roma, se venía

admitiendo en asuntos de especial relevancia. Las discordias estallaron en la sesión del

Consejo celebrada el 30 de junio de 1965. Franceses e italianos, en minoría, mostraron

su desagrado porque el proyecto del Presupuesto agrícola recortaba los derechos de

control del Consejo en beneficio de la Comisión y del Parlamento. Inopinadamente, el

ministro francés Maurice Couve de Murville, que presidía el Consejo, cerró la sesión y

anunció que no retornaría a la mesa. Al día siguiente, el ministro de Asuntos Exteriores,

Alain Peyrefitte oficializó la medida al asegurar que su Gobierno procedería a realizar

los estudios necesarios para asumir las consecuencias del fracaso.

Durante los seis meses siguientes, la «crisis de la silla vacía» afectó muy seriamente a

las instituciones comunitarias. El Consejo y el COREPER, sin la asistencia de

representantes franceses, vieron paralizada su actividad, mientras que la ausencia de los

funcionarios galos en la Comisión dificultaba su funcionamiento y la proyección

exterior de las Comunidades —significadamente las conversaciones del GATT— sufría

las consecuencias del boicot de uno de sus principales miembros. Conscientes de que

era preciso romper aquella inercia suicida, el 26 de octubre los cinco gobiernos enviaron

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al Ejecutivo francés un comunicado pidiendo negociaciones, aunque reivindicando la

vigencia de los Tratados comunitarios. Mientras tanto, la prohibición del veto en las

votaciones del Consejo, prevista para el 1 de enero de 1966, quedaría en suspenso,

conforme al sistema de «parar el reloj».

Couve de Murville, que entonces presidía el Gobierno francés, se tomó su tiempo para

responder. Finalmente, el 16 de enero de 1966 se reunió con sus cinco colegas en

Luxemburgo y planteó las exigencias francesas: mantenimiento del voto por

unanimidad en el Consejo de Ministros —es decir, del derecho de veto— y recorte

de los poderes ejecutivos de la Comisión en beneficio del Consejo.

Frente a ello, el presidente de la Comisión, Hallstein, expuso la doctrina que

predominaba entre los funcionarios comunitarios: La Comisión es el órgano

comunitario por excelencia. Sus nueve miembros son designados de común acuerdo por

los seis gobiernos, pero no están sometidos a ninguna instrucción de sus gobiernos. Sólo

el Parlamento Europeo, ante el que únicamente son responsables, puede, mediante una

moción de censura por mayoría cualificada, obligarles a dimitir. La tarea de la Comisión

es la salvaguardia de los intereses de la Comunidad, siendo el mediador entre el interés

de la Comunidad y el interés particular de los estados miembros.

Los Seis volvieron a reunirse en la capital del gran ducado los días 28 y 29 y adoptaron

una solución, el llamado Compromiso de Luxemburgo. Se confirmaba el sistema de

voto mayoritario como el reglamentario en el Consejo de Ministros, pero se admitiría

que los gobiernos pudieran vetar aquellas decisiones especialmente importantes

que afectaran a «intereses nacionales vitales», incluido el ingreso de nuevos

miembros (cláusula de unanimidad). Aunque la Comisión veía incrementada su

capacidad de gestión a través del Presupuesto comunitario, debería mantener un flujo

continuo de información al COREPER y al Consejo, a fin de que los gobiernos pudieran

controlar su actuación. Y las propuestas de que el Parlamento Europeo ampliase su

capacidad de control y fuera elegido por sufragio universal quedaron relegadas, lo que

originó una merma de su ya escaso prestigio. A cambio, Francia cedería en algunos

asuntos que afectaban a la agricultura, como el manejo de los recursos propios en el

Presupuesto comunitario, la creación del mercado único de frutas y hortalizas o la

fijación de precios comunes en origen para algunos productos, como el aceite de oliva,

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la carne de bovino o la leche.

El Compromiso de Luxemburgo no era un consenso positivo, sino una cesión forzada

por las circunstancias, que no tuvo impronta legal alguna. Pero funcionó, aseguró la

vigencia de los Tratados de Roma, facilitó la ejecución de la PAC y permitió seguir

avanzando en la fusión de los organismos y en el desarrollo de los programas

sectoriales, sobre todo en la última fase de la unión aduanera, que arrancó entonces.

Representó, por otra parte, un evidente retroceso en el proceso «político» de

integración al fortalecer el papel individual de los gobiernos en la toma de

decisiones a través del Consejo de Ministros y de las Cumbres comunitarias, en

perjuicio de la capacidad de iniciativa de la Comisión y del Parlamento de la CEE. Y

reforzó el eje franco-alemán en detrimento de las posiciones de los otros cuatro socios.

Prueba de ello fue que, cuando el 1 de julio de 1967 se produjo la fusión institucional de

las tres Comunidades, el Gobierno alemán aceptó que la presidencia de la Comisión

Europea unificada recayese en el belga Jean Rey y la vicepresidencia económica en el

gaullista francés Raymond Barre, eliminando así del cuadro de dirigentes comunitarios

al hasta entonces presidente de la Comisión de la CEE, Hallstein, que desde el primer

Plan Fouchet se había opuesto reiteradamente a la política comunitaria de El Eliseo.

3. LA CRISIS FRANCESA EN LA OTAN

La crisis del Mercado Común de comienzos de los años sesenta no sólo tenía un

trasfondo económico, vinculado al fundamental tema de la agricultura. Pesaba, quizás

más, la cuestión del equilibrio político entre los gobiernos nacionales y las

instituciones comunitarias. También el asunto de la admisión de nuevos socios y de

las condiciones de la asociación de los países extraeuropeos y de los europeos que no

cumplían los parámetros políticos y económicos fijados para el ingreso en las

Comunidades. Y, planeaban, sobre todo ello, los puntos de vista de la derecha

nacionalista francesa, que encarnaba con su personalísima forma de gobernar el general

Charles De Gaulle.

El gaullismo había traído un cambio sustancial en la política europea con respecto a la

IV República, cuyos gobiernos habían dado pasos muy importantes hacia el

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federalismo, pero habían tropezado demasiadas veces con un Parlamento fragmentado y

hostil, como demostraron los fracasos de la unión aduanera franco-italiana, la CED o la

CPE. Es tópico afirmar que el principal motor ideológico de De Gaulle era la

restauración de «la grandeur», la grandeza de Francia con la recuperación de su rango

de gran potencia mundial. Ello no era incompatible con el europeísmo siempre que,

como el general y sus colaboradores repetían, se respetase la soberanía de los Estados y

fueran estos quienes coordinasen sus actuaciones en un marco confederal europeo.

Donde la Francia de la V República mostraba mayores distancias con respecto a sus

socios no era en el Mercado Común, donde podía imponer fácilmente sus intereses el

eje franco-alemán, reforzado con el tratado bilateral de cooperación de enero de 1963,

sino en la «comunidad atlántica» vertebrada por la OTAN. Consideraban los

gaullistas que el mundo desorganizado de la posguerra había evolucionado rápidamente

hacia un sistema bilateral en el que dos imperios extraeuropeos, los Estados Unidos y

la Unión Soviética dominaban el Planeta en detrimento de una Europa cuyos pequeños

estados se habían convertido, en asuntos de la defensa, en meros protectorados de las

dos superpotencias. Los gobernantes franceses no dejaban de reconocer esta realidad

bipolar y su propio alineamiento geopolítico en uno de los campos de la guerra fría.

Pero rechazaban la subordinación estratégica a Washington que suponía para los países

de la Europa occidental su pertenencia al Pacto Atlántico.

En un primer momento, De Gaulle propugnó, en el marco de la OTAN, el incremento

del papel de la Unión Europea Occidental (UEO), nombre que había adoptado la

Organización del Tratado de Bruselas tras el fracaso de la CED y cuya primera potencia

militar era Francia. Así lo expresó en el memorándum de 17 de septiembre de 1958

enviado al presidente Dwight Eisenhower y al premier Harold Macmillan. Pedía en él

la revisión del Tratado de Washington a fin de que la política del bloque occidental

fuera regida por un directorio tripartito, norteamericano, británico y francés. Quería,

por lo tanto, que dejase de funcionar la entente anglosajona en el gobierno de la OTAN,

dando un mayor peso en él a la UEO liderada por Francia, y que su cobertura

estratégica de la Alianza se extendiera a todo el planeta, de manera que pudiese

actuar en el Pacífico y en África, sobre todo en Argelia, donde Francia libraba una

costosa guerra colonial. Pero Washington y Londres rechazaron las propuestas del

memorándum.

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Tras este fracaso —que probablemente esperaba— el presidente francés inició un

progresivo distanciamiento de la estructura militar de la Alianza. Así, en marzo de

1959 la flota francesa del Mediterráneo dejó de estar bajo el Mando Conjunto y en junio

quedó prohibida la instalación de armamento nuclear extranjero en suelo francés. Cuatro

años después, junto con un segundo veto al ingreso del Reino Unido en la CEE, De

Gaulle rechazó el «Gran Diseño Democrático» del presidente norteamericano John F.

Kennedy, una Comunidad Atlántica que reforzara los vínculos políticos, económicos y

culturales entre la Europa occidental y los Estados Unidos y que contaba con un

entusiasta respaldo británico. El estadista francés insistía en que la Europa de los Seis se

constituyera como una «tercera fuerza» internacional que sirviera de puente al diálogo

entre las dos superpotencias. A pesar de ello, Francia siguió actuando como un

disciplinado miembro de la OTAN en coyunturas delicadas de enfrentamiento con la

URSS, como la crisis de Berlín, de 1961, o la de los misiles cubanos, del año siguiente.

Pero para entonces se había desarrollado un sordo enfrentamiento entre París y

Washington por la cuestión del armamento nuclear. El monopolio norteamericano fue

roto en 1953 por los soviéticos, lo que había supuesto un inmenso salto cualitativo en la

perspectiva de un holocausto planetario causado por una tercera guerra mundial. Por su

parte, los británicos, prevalidos de su «relación especial», obtuvieron la colaboración

norteamericana para desarrollar su propio armamento nuclear, cuya primera prueba se

realizó en el paraje australiano de las islas Monte Bello, en octubre de 1952. El

Gobierno francés había comenzado a interesarse en el armamento atómico antes de la

llegada al poder de De Gaulle, con la creación de una Comisión de estudio de las

aplicaciones militares de la energía nuclear en 1954. Pero con la instauración de la V

República se acrecentó la voluntad de poseer tecnología que equiparara la capacidad

disuasoria de las Fuerza Armadas galas con las británicas y reforzara el liderazgo

político de París en la Europa comunitaria. En 1959 se inició la fabricación de la

«bomba A», que se probó en febrero de 1960, en el desierto argelino y tres años más

tarde se decidió la construcción de un sistema de misiles desde silos terrestres y

submarinos nucleares.

En los inicios de su carrera atómica, París no deseaba someterla al arbitrio de

Washington y Londres, que ya habían pactado la limitación de sus ensayos nucleares y

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exigían lo mismo de los franceses. El armamento nuclear británico estaba sometido,

además, al sistema de la «doble llave», que ponía su utilización en manos del mando

estadounidense de la OTAN, y París no quería someterse a este control. Finalmente, en

1964 —el año en que China ingresó en el «club atómico»— Francia dispuso de su

propia fuerza de disuasión (forcé de frappe) nuclear. Modernizada con regularidad

gracias a las pruebas en el atolón polinésico de Mururoa, le otorgó la deseada autonomía

estratégica con respecto a los Estados Unidos y supuso, a la vez, una importante

aportación a la defensa de la Europa occidental frente al Pacto de Varsovia.

El rechazo norteamericano a la solicitud de cooperación tecnológica con el programa

atómico francés, manifestada en la negativa de Washington a venderle ojivas nucleares

para los misiles, tuvo serias consecuencias políticas. De Gaulle abrió su propia línea

de diálogo con los países del Pacto de Varsovia. Una östpolitik aún más activa que la

que luego desarrollaría en la RFA el canciller Willy Brandt y que le llevó a incrementar

los contactos económicos y culturales con los países comunistas mediante una

diplomacia en la línea de la «tercera fuerza», que el general desarrolló de forma muy

personal. Así, en enero de 1964, París reconoció diplomáticamente a la República

Popular China, en oposición a los restantes miembros de la Alianza Atlántica. Y el

desafio culminó con la visita oficial de De Gaulle a Moscú, en junio de 1966, en la que

defendió una política de coexistencia pacífica entre los bloques geoestratégicos, que

permitiera reforzar los lazos de cooperación entre los países de una Europa que se

extendía «del Atlántico a los Urales», incluyendo, por lo tanto, a la URSS.

Pero un giro aún más radical tuvo lugar en el seno de la OTAN. En junio de 1963, la

Armada francesa dejó de actuar dentro de la Alianza en el Atlántico y en el Canal de la

Mancha. El 21 de febrero de 1966, De Gaulle aprovechó una de sus habituales ruedas de

prensa para anunciar que Francia recuperaba el pleno control de sus espacios terrestre,

aéreo y naval y que las fuerzas militares extranjeras en su país debían subordinase al

Alto Mando francés. Y el 7 de marzo, comunicó por carta al presidente norteamericano,

Lyndon B. Johnson, que Francia se retiraba en julio del aparato militar de la OTAN, con

lo que se mantendría dentro de la organización atlántica en un plano político, pero sin

que ello afectara a la autonomía de la política exterior y de defensa de su país. La

consecuencia de ello fue que, en abril del año siguiente, tuvieron que cerrar once bases

aéreas norteamericanas y una canadiense establecidas en suelo francés y que la Alianza

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trasladó su Comando Supremo de Fontainebleau a Bruselas. La crisis, sin embargo,

sirvió para afianzar los vínculos establecidos en el seno de la OTAN entre los restantes

socios europeos y los Estados Unidos. Francia, por su parte, desarrolló en solitario su

programa nuclear y una industria de armamento de alta tecnología que, con productos

como la serie de aviones de caza Mirage, pronto estuvo en condiciones de disputar

mercados internacionales a los fabricantes estadounidenses.

4. EL VETO FRANCÉS AL REINO UNIDO

El enfrentamiento del gaullismo con la Administración norteamericana confirmó su

convicción de que Londres actuaba como un agente al servicio de Washington en

Europa, por lo que su ingreso en el Mercado Común era una amenaza para la

construcción europea. Pesaban, también, los desencuentros en la cuestión del

armamento nuclear y la convicción de que, con Londres dentro de la CEE, el eje franco-

alemán perdería su abrumadora capacidad de liderazgo en la Comunidad y que esta

tendría que cargar con una economía nacional como la británica que, en esa época,

atravesaba por serias dificultades.

La historia de la adhesión británica a la CEE fue larga y complicada. Tras su negativa

inicial, el Gobierno conservador de Harold Macmillan, rápidamente desencantado de

la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC), comenzó a preparar el terreno

para plantear su candidatura. En la primavera de 1961 el premier visitó las capitales de

los Seis y obtuvo un caluroso apoyo del presidente norteamericano Kennedy. Tras

lograr la aprobación de la Cámara de los Comunes —los laboristas se abstuvieron— el

Gabinete solicitó formalmente el ingreso en las Comunidades el 31 de julio, e igual

hicieron otros tres miembros de la AELC —Irlanda (31-7-1961), Dinamarca (10-8-

1961) y Noruega (30-4-1962)—. Se mostraron a favor de la petición británica Holanda

y Bélgica, y el ministro Edward Heath inició unas difíciles negociaciones en Bruselas,

centradas en la exigencia comunitaria de renuncia a la «preferencia imperial» que

vinculaba el comercio británico al circuito privilegiado la Commonwealth. Londres

parecía dispuesto a admitirlo, pero exigiendo como contrapartida tal cantidad de

excepciones que desanimaba a sus partidarios entre los Seis.

Pero el tiro de gracia a la adhesión británica lo dio el general De Gaulle. En noviembre

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de 1961 y en junio del año siguiente se entrevistó con Macmillan. Pese al tono cordial

de las relaciones anglo-francesas, existían demasiadas diferencias en los puntos de vista

de París y de Londres. De Gaulle llegó a reprochar al premier su negativa a ingresar en

«un sistema preferencial que ya existe dentro de la Commonwealth». El Gobierno

británico rechazaba entrar en la PAC, y los laboristas, próximos a llegar al Poder,

manifestaron que se negarían a adherirse a las políticas sociales y económicas

comunitarias, de orientación básicamente derechista, y que no renunciarían al acuerdo

comercial con la AELC. Pero la gota que colmó el vaso fue la entrevista que Macmillan

mantuvo con Kennedy en Nassau (Bahamas) en diciembre de 1962. Allí quedó claro

que Londres se oponía a la autonomía del armamento nuclear francés y apoyaba

incondicionalmente los términos políticos y económicos del «Gran Diseño

Democrático» kennediano. Ello fortaleció en De Gaulle, opuesto frontalmente a este

proyecto de Comunidad Atlántica, la idea de que los británicos actuarían como caballo

de Troya de los intereses norteamericanos en el seno de la CEE. Por lo tanto, el 14 de

enero de 1963, el presidente francés anunció en rueda de prensa que vetaría en el

Consejo de Ministros la adhesión británica.

El veto gaullista sembró el desaliento entre los federalistas y, especialmente, entre los

europeístas británicos, que libraban un duro combate contra los euroescépticos de su

país. Sin embargo, París, fortalecido por su reciente alianza con Bonn, sí estaba en

condiciones de vetar. Un mes después de la rueda de prensa del general, las

conversaciones para la ampliación de las Comuidades quedaron suspendidas.

A partir de este humillante rechazo, algunos sectores euroescépticos de la opinión

pública británica y, sobre todo, los círculos económicos y el partido laborista, fueron

asumiendo el interés nacional en el ingreso en el Mercado Común. La pérdida del

imperio colonial, con la consiguiente disminución del valor del circuito comercial de la

Commonwealth para la metrópoli, el fracaso de la AELC, la creciente caída de la

competitividad de la industria y de la minería británicas, en gran parte obsoletas, la

depreciación de la libra esterlina como moneda de reserva, un preocupante nivel de paro

y un abultado déficit en la balanza de pagos, preludiaban una grave crisis económica y

monetaria que señalaba las dolorosas diferencias con la pujante Pequeña Europa

comunitaria.

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En octubre de 1964, ganaron las elecciones los laboristas y formó Gobierno Harold

Wilson, que era decidido partidario de volver a plantear la adhesión. Wilson situó al

europeísta George Brown al frente del Foreing Office y anunció un plan de reducción

del déficit público que tenía como finalidad principal sanear las cuentas con vistas al

ingreso en la CEE. Sus esfuerzos se vieron reforzados por la llegada de Edward Heath

a la jefatura del opositor Partido Conservador, en julio de 1965, lo que garantizó un

apoyo parlamentario de los dos grandes partidos a la apuesta europeísta. El 2 de mayo

de 1967, Wilson anunció en la Cámara de los Comunes la renovación de la solicitud de

adhesión a las Comunidades, aunque manifestó que ello no implicaría cambios en la

autonomía de la política exterior y de defensa del Reino Unido. Obtuvo 488 votos a

favor y 62 en contra. El día 11, el Gobierno británico reactivó su candidatura en

Bruselas. Irlanda, Dinamarca y Noruega volvieron a presentar también las suyas.

Cinco días después, De Gaulle recurrió a su habitual sistema de explicar las grandes

decisiones en una rueda de prensa, en la que manifestó su segundo veto a la iniciativa.

No había disminuido su temor de que, de la mano de los británicos, desembarcaran en la

CEE los miembros de la AELC en grupo y de que Washington lograra interferir las

políticas comunitarias en su propio beneficio. Recordó que mientras la CEE se

organizaba, Inglaterra se negó a formar parte de la misma adoptando hacia ella una

actitud hostil. Si se admitía al Reino Unido, advirtió, el Mercado Común sería sustituido

por «una suerte de Zona de librecambio de la Europa occidental, en marcha hacia una

Zona atlántica que restaría a nuestro Continente toda su personalidad». El rechazo a la

Comunidad Atlántica de Kennedy volvía a ser patente. Proponía por lo tanto, que los

británicos se sometieran a un periodo de «asociación», como ya hacían griegos y turcos,

hasta que acometieran las transformaciones estructurales requeridas, sobre todo el

equilibrio en su balanza de pagos y la devaluación de la libra esterlina, y probasen la

voluntad política de armonización legislativa que requería el ingreso en las

Comunidades.

Como los otros cinco socios comunitarios no eran, en principio, contrarios a la admisión

del Reino Unido, el Gobierno francés exigió que los Seis se pusieran de acuerdo sobre

las condiciones antes de que abrieran las negociaciones. Siguieron meses de difíciles

contactos, durante los que Londres devaluó la libra. Hasta que, el 27 de noviembre de

1967, el jefe del Estado francés anunció en rueda de prensa que no encontraba la actitud

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adecuada en las islas. Era un veto en toda regla y, conforme al Compromiso de

Luxemburgo, los ministros de Asuntos Exteriores, reunidos en sesión del Consejo el 18

de diciembre, denegaron la solicitud de adhesión alegando que no se daban las

condiciones económicas y financieras requeridas. Londres rechazó entonces la

propuesta de un estatuto de asociación y manifestó que mantenía la petición de ingreso,

a la espera de que la larga sombra del gaullismo aflojara su presión.

5. LA CUMBRE DE LA HAYA Y EL RELANZAMIENTO DE LAS

COMUNIDADES

A comienzos de 1969, Charles De Gaulle, que había salido indemne del huracán

político provocado por el «Mayo del 68», la masiva protesta estudiantil y obrera contra

el Gobierno Pompidou, cumplió su promesa de convocar un referéndum sobre la

regionalización político-administrativa y la reforma del Senado. La consulta del 27 de

abril se saldó con un 52,4 por ciento de votos negativos a las propuestas del jefe del

Estado. Al día siguiente, el general renunció al cargo presidencial y se retiró a la vida

privada.

Un gaullismo sin De Gaulle ya no sería lo mismo. Su delfín, Georges Pompidou ganó

la Presidencia en las elecciones de junio de 1969 con el apoyo de los democristianos de

René Pleven, los liberales de Valery Giscard d'Estaing y otras fuerzas centristas. Y ello

iba a cambiar muchas cosas en el proceso de integración europea.

Aunque doctrinalmente identificado con la «Europa de las Patrias», y por lo tanto

funcionalista y confederal, Pompidou era partidario de flexibilizar la postura francesa

para alcanzar nuevas metas en la unificación continental. Ya durante su campaña

electoral, de elevado tono europeísta, lanzó la idea de reunir una Cumbre comunitaria

que abriese paso a una nueva etapa en la historia de la CEE. Esta era una demanda

generalizada en la Europa de los Seis. Alcanzada la unión aduanera, unificadas las

instituciones comunitarias, la multifacética crisis de 1965-67 había generado una

parálisis que impedía atisbar nuevos objetivos si no se realizaba un esfuerzo de

consenso positivo similar al que, en su momento, había supuesto la Declaración de

Bonn.

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La formación del Gobierno Chaban-Delmas dio la medida del nuevo europeísmo

francés. Incluía a cuatro miembros del Comité de Acción para los Estados Unidos de

Europa (Comité Monnet) y el ministro de Asuntos Exteriores era Maurice Schuman,

que se puso en seguida a trabajar para restablecer el consenso comunitario. El 10 de

julio de 1969, Pompidou oficializó la propuesta de la Cumbre en una rueda de prensa en

la que señaló tres objetivos «acabar, profundizar, ampliar». Acabar la fusión de las

Comunidades con su financiación a través de un Presupuesto único. Profundizar, desde

una perspectiva confederal, la integración económica y monetaria. Ampliar, abriendo el

Mercado Común a los cuatro países que solicitaron la admisión en 1961.

El momento era especialmente adecuado. En la RFA había llegado a la Cancillería el

socialdemócrata Willy Brant, un europeísta ferviente, y también lo era el liberal

Walter Scheel, su ministro de Exteriores. El último día de 1969 terminaba el período

transitorio de la CEE previsto en el Tratado de Roma y no era cosa de volver a «parar el

reloj» para realizar los ajustes pendientes.

Existían diversos temas en los que las Comunidades no habían cubierto las expectativas

creadas por su espectacular arranque: la unión política y la elección del Parlamento por

sufragio universal, la ausencia de un verdadero mercado interno de capitales, la política

común de transportes, la armonización de las legislaciones nacionales, la política

energética común y la financiación de la Euratom… Pero, pese a las crisis, se habían

realizado avances considerables: la unión aduanera había mejorado las previsiones de

sus planificadores, se había logrado la libre circulación de trabajadores, existía un

consenso generalizado sobre los ritmos de la PAC, el comercio en el interior del

Mercado Común se había quintuplicado... Era el momento de reemprender la marcha

aprovechando las sinergias creadas por la fusión comunitaria.

El primer ministro holandés, el democristiano Piet de Jong, que presidía entonces el

Consejo de Ministros de las Comunidades, recogió inmediatamente la iniciativa de El

Eliseo e invitó a los socios comunitarios a una Cumbre de jefes de Estado y de

Gobierno en La Haya. Se celebró durante los dos primeros días de diciembre de 1969

y fue invitado a participar Jean Rey presidente de la Comisión Europea. La Cumbre

alcanzó importantes acuerdos en torno a los tres objetivos propuestos por Pompidou, el

llamado Tríptico de La Haya:

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a). En primer lugar, la manifestación de una recuperación de la solidaridad y el

consenso entre los seis gobiernos para «acabar» el proceso de integración

continental a través de la Comunidad Europea.

En lo tocante al Presupuesto comunitario, se acordó la progresiva desaparición de

las aportaciones funcionales de los estados, sustituidas por los recursos propios

de la Comunidad, especialmente en la PAC. Estos recursos, que debían contar con

un reglamento financiero antes de que acabara el año 1970 —se estableció en abril

— procederían básicamente de un porcentaje del Impuesto sobre el Valor Añadido

(IVA) una tasa que gravaba directamente el consumo en los países comunitarios. La

Comisión había buscado armonizarlo para todos los miembros mediante dos

directivas, en abril de 1967, que tardaron largo tiempo en aplicarse, a pesar de lo

cual, el porcentaje del IVA derivado por los estados a las arcas de la Comunidad,

sólo el uno por ciento en la primera etapa, llegó a ser la base de su Presupuesto. La

Cumbre acordó dotar al Parlamento Europeo de mayores poderes de control

presupuestario y avanzar hacia su elección por sufragio universal.

b). La «profundización» de las políticas de la CE fue tratada en La Haya en una doble

vertiente. Superada la fase de la unión aduanera, se abrían las agendas de la unión

económica y de la monetaria. Para ponerlas en marcha se crearía, poco después,

una Comisión presidida por Pierre Werner, primer ministro de Luxemburgo, a la

que se otorgó un año de plazo para presentar una propuesta. Y, a solicitud de la

delegación alemana, se acordó reglamentar la acción política exterior de la CEE,

otorgando capacidad decisoria a las Cumbres de jefes de Estado y de Gobierno y

estableciendo un mecanismo intergubernamental de consulta, la Cooperación

Política Europea, cuyo estudio se encomendó a un Comité dirigido por el

diplomático belga Étienne Davignon.

c). En cuanto a la «ampliación», Francia retiraría su veto, ejercido dos veces, al

ingreso del Reino Unido, Irlanda, Dinamarca y Noruega, aunque sería precisa una

etapa negociadora de duración imprevisible.

6. EL PLAN WERNER Y LA UNIÓN ECONÓMICA Y MONETARIA

En la Cumbre de la Haya quedó patente que la consecución de la unión económica, la

nueva prioridad en el proceso de integración europea tras culminar la unión aduanera,

requería de una rigurosa política monetaria de los estados, que redujera las

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fluctuaciones del mercado interior y dotase a la CEE de solvencia financiera

internacional. La economía mundial experimentaba entonces dramáticas convulsiones

monetarias provocadas por la crisis del dólar, preludio del abandono del sistema de

Bretton Woods, que había regulado las relaciones monetarias en el mundo capitalista

desde 1944, en favor de la libre convertibilidad.

El Tratado de Roma había garantizado la autonomía de las políticas monetarias de los

países miembros frente a una posible regulación que pudiera acometer la Comisión

Europea. Sin embargo, la grave crisis de la lira italiana, en 1964, obligó al Consejo de

Ministros de la CEE a adoptar algunas medidas de coordinación y solidaridad, que no

pasaron de crear tres comisiones: de política presupuestaria, de gobernadores de

bancos centrales y de política económica a medio plazo. En el momento de la

Cumbre de La Haya, la evidencia de que la Unión Económica, el mercado único,

precisaría no sólo de un sistema monetario regulado, sino incluso de una moneda única,

hacía plantearse en paralelo una Unión Monetaria cuyo objetivo final sería la

consecución de esa moneda común europea. Pero antes había que armonizar los

sistemas nacionales existentes, regulando los flujos monetarios.

A fin de que los gobernantes reunidos en La Haya, y luego los miembros de la

Comisión Werner, tuviesen una visión de conjunto sobre el problema, la Comisión

Europea encargó un estudio preparatorio a su vicepresidente y comisario de asuntos

económicos y financieros, el francés Raymond Barre. El memorándum sobre La

coordinación de la Política Económica y de la Política Monetaria en la Comunidad,

conocido como Primer Plan Barre estuvo listo en febrero de 1969. Proponía «una

concertación de las orientaciones nacionales» y de «las políticas económicas», a fin de

que las divisas comunitarias reforzaran su posición internacional y pudieran protegerse

de las tensiones monetarias, provocadas en cierto modo por la tendencia de la economía

de la CEE a desenvolver sus finanzas exteriores en moneda norteamericana, los

llamados «eurodólares».

Entre las medidas propuestas por Barre se encontraban:

a). La coordinación de la planificación económica mediante consultas entre los

gobiernos.

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b). El acuerdo sobre la armonización de las futuras tasas de crecimiento de sus

economías.

c). Las facilidades de crédito a medio plazo a los estados con dificultades persistentes

en la balanza de pagos.

d). La creación de un fondo comunitario para conceder créditos incondicionales a

corto plazo a Estados con dificultades puntuales en la balanza de pagos.

El Plan sólo tuvo desarrollo en estos dos últimos puntos, cuando en febrero de 1970 la

Comisión de Coordinación de los gobernadores de los bancos centrales decidió crear el

Fondo Europeo de Cooperación Monetaria (FECOM), con 2.000 millones de

dólares para otorgar créditos a los estados miembros, la mitad a corto y la mitad a medio

plazo.

En el seno de la CEE habían surgido dos posturas contrapuestas sobre la unión

monetaria. Por un lado, estaban los monetaristas, que defendían el rápido

establecimiento de cambios fijos dentro de la CEE, en la creencia de que ello facilitaría

la planificación financiera, desarmaría la especulación en los mercados y aceleraría el

proceso de unión económica de la Comunidad, posibilitando la autorregulación de

precios y salarios y la moneda única. Frente a ellos, los economistas criticaban el

continuo intervencionismo gubernamental sobre bienes y capitales que supondría el

mantenimiento de unos tipos de cambio fijos y proponían la equiparación de precios y

salarios y la armonización de las políticas económicas y fiscales antes de proceder a la

convergencia monetaria.

En la segunda mitad de 1969, la economía europea sufrió duras tensiones especulativas,

fruto de la inestabilidad del dólar y del auge de la economía alemana. En agosto, el

franco francés se devaluó el 11,1 por ciento, tras un año de amagos. Y en octubre el

marco alemán se revaluó un 9,3. Ambas medidas, entre otras cosas, tuvieron inmediata

repercusión en los precios agrarios y en la estabilidad de la PAC. Se estableció entonces

el mecanismo de los Montantes Compensatorios Monetarios, destinado a compensar

a los países miembros perjudicados por el efecto de las fluctuaciones de las monedas

nacionales sobre los precios comunes.

El problema monetario fue, por lo tanto, uno de los temas estrella de la Cumbre de La

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Haya, en diciembre de 1969. Tras ella, economistas y monetaristas pusieron en marcha

sendos proyectos con los que convencer al Consejo de Ministros.

a). Entre los primeros, el Gobierno federal alemán lanzó el Plan para la cooperación

económica, monetaria y financiera, preparado por su ministro de Economía y

Finanzas, Karl Schiller, miembro del ala derecha de la socialdemocracia y

discípulo del «padre del milagro económico alemán», el democristiano Ludwig

Erhard. El Plan Schiller pretendía una rápida y rigurosa estabilización económica y

una lenta unión monetaria en cuatro etapas: una primera dedicada a coordinar las

políticas económicas de los estados por objetivos; la segunda basada en la

coordinación de las políticas monetarias de los bancos centrales y la creación de un

sistema de ayuda monetaria a medio plazo; vendría luego un incremento de la

coordinación económica, ya en manos de las instituciones comunitarias, la

limitación de las fluctuaciones monetarias y la creación de un Fondo de Reserva

Europeo, al que las Haciendas nacionales transferirían sus reservas monetarias; y en

la cuarta etapa, los estados perderían casi toda capacidad individual de decisión en

cuestiones financieras y se alcanzaría la moneda única.

b). Los monetaristas de la Comisión Europea elaboraron el memorándum conocido

como Segundo Plan Barre, que fue presentado en Bruselas durante la reunión del

Consejo comunitario, el 4 de marzo de 1970. Barre planteaba un completo sistema

de unificación de las políticas económicas estatales a través de tres vías

complementarias: una unión monetaria, que suponía una rápida concertación de las

tasa de cambio hasta llegar a la moneda única; una unión fiscal, aunque sólo

centrada en la armonización de los sistemas impositivos y en la creación de una tasa

«europea» basada en el IVA; y una política presupuestaria y social común, que

prevaleciese sobre las particulares de los estados.

El Consejo de Ministros aceptó el plan Barre, aunque en el entendimiento de que se

trataba de una propuesta de máximos y que debería transcurrir un largo período antes de

que se implementaran sus medidas. Conforme a los acuerdos de La Haya, el Consejo

encomendó la confección de una hoja de ruta a la Comisión Werner, que presentó su

Informe el 8 de octubre de 1970. El Plan Werner de una «Unión Económica y

Monetaria por etapas», buscaba conciliar las posturas monetarista y economista.

Defendía la conveniencia de ir decididamente a la moneda única. Pero la consideraba

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difícil de implantar a corto o medio plazo y la vinculaba a la realización en paralelo de

la Unión Económica. Por lo tanto, planteaba un modelo alternativo, un «cesto de

monedas» dentro del que las divisas nacionales tuviesen una ilimitada convertibilidad

exterior y, a la vez, una paridad fija entre ellas. Para ello era preciso establecer la libre

circulación de capitales en la Comunidad, eliminando las barreas aduaneras y legales,

y situar el tipo de cambio interior de las monedas en una escala automática e invariable.

La Comisión Werner preveía una fase transitoria dividida en tres etapas: hasta 1973,

se limitarían las fluctuaciones del tipo de cambio, a fin de impedir sobresaltos como

el dado por el franco y el marco en 1969; luego, hasta 1980, se establecería un tipo de

cambio fijo y se garantizaría la total libertad de pagos, transferencias y capitales;

finalmente, se crearía un Banco Central Europeo para gestionar el conjunto del

sistema monetario y entraría en vigor la moneda única europea. El Plan preveía la

creación del Fondo Europeo de Cooperación Monetaria, un mecanismo

compensatorio de los flujos de capital para las economías más desfavorecidas, y

otorgaba poderes al Parlamento Europeo para fiscalizar a los bancos centrales de la

CEE, cuyos gobernadores se habían integrado en 1964 en un Comité de Coordinación.

El Plan Werner, adoptado por el Consejo de Ministros el 22 de marzo de 1971, no se

pudo llevar a cabo. La crisis monetaria de esa primavera, la libre convertibilidad del

dólar decidida por la Administración Nixon en marzo de 1972 y, sobre todo, las

perturbaciones causadas en la economía internacional por la «crisis del petróleo»

iniciada en octubre de 1973, que afectó gravemente a una Comunidad Europea casi

carente de recursos petrolíferos, impidieron aplicar la planificación prevista. Para evitar

fluctuaciones incontroladas, el Comité de Coordinación de los bancos centrales acordó

medidas. El 18 de diciembre de 1971 mediante el Acuerdo del Instituto

Smithsoniano, en Washington, se fijó una nueva paridad entre el dólar y las monedas

europeas que ampliaba los márgenes de flotación de estas, en una banda tan ancha que

ponían en peligro su estabilidad. Por ello, el 21 de marzo de 1972, se estableció una

disciplina de cambios que fue definida como «la serpiente monetaria en el túnel

internacional», a fin de mantener la estabilidad en las cotizaciones cruzadas de las

monedas europeas. La serpiente monetaria —nombre que se le daba por las oscilaciones

que provocaban en los gráficos los cambios de las nueve monedas— fijaba un margen

de fluctuación de ± 2,25 por ciento respecto al dólar y del 4,50 al 2,50 entre las monedas

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participantes. Parecía una solución y el Reino Unido, Irlanda, Dinamarca y Noruega,

candidatos al ingreso en la CEE, fueron incluidos en el sistema mediante el Acuerdo de

Basilea, de 27 de abril.

Pero la serpiente monetaria no funcionó, ni siquiera a corto plazo. Dos meses después

de su adhesión, en junio de 1972, la libra esterlina tuvo que abandonarla al no poder

sostener sus límites de estabilidad. A comienzos de 1973, la libra irlandesa siguió el

mismo camino. Ese año hubo que rehacerla, dotándola de mejores mecanismos de

protección, una serpiente de la que también desaparecieron las monedas noruega e

italiana y se incorporó el franco suizo. Se puso en marcha el Fondo Europeo de

Cooperación Monetaria, que disponía del 20 por ciento de los fondos bancarios de la

CEE en oro y dólares para la compensación multilateral de los créditos a corto plazo.

Pero poco después, tras una nueva devaluación del dólar, se eliminaron los controles de

fluctuación con respecto a la divisa estadounidense. Ello lanzó a las monedas europeas a

una vorágine de devaluaciones y revaluaciones que, hasta que se estabilizó la economía

mundial a finales de la década, causaron graves perturbaciones a la del Mercado

Común, confirmaron al marco alemán como la moneda más sólida del sistema, y lo

convirtieron en la referencia interna de la CEE y en la futura base de una Unión

Monetaria que, por el momento, se haría esperar.

7. LA COOPERACIÓN POLÍTICA EUROPEA

Conforme a los acuerdos de la Cumbre de La Haya, al tiempo que iniciaban el estudio

de la unión económica y monetaria, los gobiernos de los Seis procedieron a revisar sus

mecanismos de cooperación política que, tras los reiterados fracasos de las iniciativas de

federalistas y confederales, quedaban reducidos a las muy limitadas relaciones

internacionales de la CEE. El estudio de este tema le fue encomendado a un Comité de

Altos Funcionarios presidido por el vizconde Etienne Davignon, director de Asuntos

Políticos del ministerio de Asuntos Exteriores belga. El Primer Informe Davignon, o

Informe de Luxemburgo, aprobado por el Consejo de Ministros el 23 de octubre de

1970 —pocos días después de la aprobación del Plan Werner— admitía el principio de

dar forma a la voluntad de acción política. Para eso, Europa debía contar con una sola

voz en el exterior, que se alcanzaría tras su desarrollo en etapas sucesivas. Por ello

«debe prepararse a ejercer las responsabilidades que el aumento de su cohesión y su

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papel creciente en el Mundo le imponen como un deber que asumir, al mismo tiempo

que como una necesidad».

El llamado Método Davignon para la Cooperación Política Europea (CPE),

establecía los fundamentos de coordinación de la política exterior de los países

comunitarios a través de dos tipos de medidas:

Asegurar, mediante informaciones y consultas regulares, una mejor comprensión

mutua de los grandes problemas de política internacional.

Reforzar su solidaridad, favoreciendo una armonización de los puntos de vista, la

concertación de las actitudes y, cuando esto parezca posible y deseable, acciones

comunes.

Para ello fijaba cuatro mecanismos de coordinación:

a). Una reunión semestral de los seis ministros de Asuntos Exteriores, cuando no

hubiese Cumbre de jefes de Estado y de Gobierno, que la sustituiría. La primera

reunión semestral sobre la CPE se celebró en Munich, el 19 de noviembre de 1970.

b). Un Comité Político vinculado al Consejo de Ministros, integrado por los directores

de asuntos políticos de los ministerios de Exteriores, con reuniones trimestrales y

capacidad para crear grupos de trabajo sectoriales.

c). Un Comité de Altos Funcionarios de las Comunidades, para llevar el día a día de

las relaciones políticas en sus aspectos supranacionales bajo la supervisión del

Comité Político.

d). La Comisión Política del Parlamento Europeo, que valoraría un informe anual del

presidente del Consejo de Ministros sobre la Acción Política de las Comunidades.

El Método Davignon era muy tímido en sus planteamientos, ya que ni siquiera

establecía la obligatoriedad de las consultas entre gobiernos. Pero eso era por puro

realismo. Resultaba evidente que ni Francia, ni menos aún el Reino Unido, que estaba

próximo a ingresar en las Comunidades, delegarían las líneas maestras de sus políticas

exteriores en los altos funcionarios comunitarios, ni las someterían a las directrices de la

Eurocámara. Básicamente se trataba, pues, de que los gobiernos dialogaran sobre tomas

de postura común ante las crisis internacionales y de coordinar aquellos aspectos de las

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políticas estatales que afectaban a la proyección exterior de las Comunidades. La

Cumbre comunitaria de París, en octubre de 1972, avaló esta prudencia al incrementar a

cuatrimestral la frecuencia de las reuniones de ministros y jefes de Gobierno sobre la

política exterior común y establecer un procedimiento de urgencia en las consultas ante

situaciones de crisis. Y ello facilitó la aprobación del Segundo Informe Davignon, o

Informe de Copenhague, en julio de 1973, en el que se oficializó el Método al

establecer que cada Estado se comprometerá a no fijar definitivamente su propia

posición sin haber consultado a los demás en el marco de la cooperación política.

Esta cooperación era cada vez más necesaria. La CEE era una potencia económica de

creciente peso en el mundo, pero carecía de unidad política y ni siquiera tenía una

única voz en cuestiones internacionales que le afectaban, como la distensión Este-

Oeste, el desarme nuclear, o el conflicto de Oriente Medio, donde la guerra del Yom

Kippur, en octubre de 1973, desató una crisis energética que tuvo dramática repercusión

en la economía de la Comunidad. Una coyuntura especialmente complicada fue la

Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE), con la

participación de las dos superpotencias planetarias y de todos los países europeos, con

excepción de Albania. Tras una fase preparatoria en Ginebra, la CSCE celebró su sesión

plenaria en Helsinki, entre el 3 de julio y el 1 de agosto de 1973. Durante los dos años

siguientes, la Conferencia tuvo varias sesiones para cerrar el documento final, o Acta de

Helsinki, el 1 de agosto de 1975. En principio, la CSCE era un triunfo del espíritu de

la Comunidad en cuanto suponía la adopción, en un nivel continental, de su

sistema de Cooperación Política y una apuesta por la democracia, los derechos

humanos y la resolución pacífica de conflictos. Pero la Europa comunitaria careció

de una voz propia y no pudo evitar que los Estados Unidos se alineasen con la Unión

Soviética en la garantía expresa de la no injerencia en los asuntos internos de los países

del continente, perpetuando así la división entre Este y Oeste y entre dictaduras de

partido y democracias parlamentarias.

8. LA CONCRECIÓN DE LA PAC: EL PLAN MANSHOLT

A lo largo de los años sesenta, la Política Agraria Común hizo mucho a favor de la

revitalización y la modernización de la agricultura de la Europa occidental . Pero la

elaboración de su estructura normativa y los ritmos de su aplicación fueron un

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verdadero quebradero de cabeza para la Comisión Europea. Ello se había

comprobado en el proceso de unión aduanera, cuando el desarme arancelario de la

agricultura fue siempre por detrás del de la industria, manteniendo, además, diferencias

significativas entre familias de productos. Francia, impulsora decidida de la PAC, se

había convertido luego en un azote para su desarrollo, cuando advirtió que la política de

precios y de subvenciones podía no ser tan favorable para su agricultura. Y el Reino

Unido tuvo en ello uno de los principales problemas para la adhesión, ya que su modelo

agrario, con una producción modesta y grandes importaciones de Estados Unidos y los

países de la Commonwealth, encajaba mal en el comunitario. Durante los años sesenta y

setenta fue relativamente frecuente, en los países miembros, la guerra de las naranjas,

el espectáculo de camiones cargados con productos agrícolas de importación saqueados

por piquetes de agricultores que protestaban contra una política comercial —sobre todo

las compras a los países asociados y con acuerdos preferenciales del área mediterránea

— que perjudicaba su nivel de protección en el mercado nacional.

En marzo de 1972, el presidente de la Comisión Europea, Franco María Malfatti

(1970-72), cedió el puesto al vicepresidente Sicco Mansholt, quien había sido el

cerebro organizador de la PAC y que desempeñó la presidencia durante el resto del

período previsto, unos diez meses. En tan corto plazo se produjo la primera

ampliación de miembros de las Comunidades y la adopción del Sistema Monetario

Europeo. Pero también hubo un importante avance en la unificación de la

agricultura europea. En 1968, la Comisión había encomendado al entonces comisario

Mansholt el estudio de una nueva etapa de la PAC, una vez culminada la unión

aduanera. Su informe, el Programa Agrícola 80, llamado Plan Mansholt, o Informe

del Grupo de Gaichel, fue aprobado por el Consejo de Ministros. Contemplaba el

avance en la modernización del sector agrario hasta 1980, a través de dos

mecanismos fundamentales.

a). Por un lado, la política de precios, estabilizándolos por sectores mediante la

culminación de las Organizaciones Comunes de Mercado y del mecanismo del

Montante de Precios Compensatorios, así como desenrollando un sistema

comunitario de intervención para evitar caídas de precios, mediante la adquisición a

los agricultores de los grandes stocks a un precio fijado de antemano.

b). Por otro, definía el llamado Plan de modernización de la agricultura y de ayuda

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a los agricultores mayores, que dio origen a tres directrices comunitarias, las

llamadas directrices socioestructurales:

Modernización de las explotaciones agropecuarias, concentración del

minifundio y reducción de la superficie cultivada a fin de limitar los excedentes,

mediante el juego de la política de subvenciones, en los sectores con

sobreproducción.

Mejora, a través de políticas educativas, en la formación técnica y económica

de los agricultores.

Reducción del número de pequeños agricultores en unos cinco millones,

mediante la financiación una generosa política de jubilaciones anticipadas,

ayudas para el establecimiento en el medio rural de otros tipos de actividades

empresariales y el incremento de los empleos del sector terciario en las áreas

agrícolas.

El Plan Mansholt, apoyado económicamente en el FEOGA, revolucionó

profundamente la agricultura de la Comunidad Europea, racionalizando y

modernizando sus estructuras y liberando un gran número de trabajadores hacia la

industria y los servicios en el medio rural. Pero su planteamiento sembró la alarma

entre los sectores más tradicionales del campesinado, obligados a una reconversión

en ocasiones traumática. A comienzos de los años setenta se produjeron fuertes

protestas de las organizaciones agrarias, con acciones como el incremento de la

guerra de las naranjas contra el transporte de productos agrícolas extracomunitarios, o la

multitudinaria manifestación de agricultores europeos contra la PAC, celebrada en

Bruselas en 1971.

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