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Si te gustó...

Biografía de la autora

Notas de la autora

Copyright

Agradecimientos

Dedicatoria

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Hasta que me odies

Dorothy McCougney

dorothymccougney.com

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Londres, Inglaterra. 5 de marzode 1815, 45 días para la boda.

Una jovencita de buena cuna nodebía esperar de un esposo másque seguridad financiera y algo deafecto, y eso lo sabía cualquieraque comprendiera el mercado delmatrimonio.

El doctor Ernest Aldridge, hijo

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único del conocido banqueroCharles Aldridge, se encontrabasentado en una posición recta yformal, como de costumbre, en eldespacho de la residencia queocupaba el número veinte deBrydges Street. Frente a él sehallaba aquel a quien queríaconvertir en su suegro: HenryBannerman.

Henry le sonrió abiertamente, alo que él respondió con un gestomás tibio, en que ni siquiera movióun centímetro su rostro cuadradoenmarcado en finas patillas.

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Si bien era cierto que HenryBannerman y su padre erangrandes amigos y que amboscelebrarían la unión matrimonialde sus hijos, no era ese el motivoque lo llevaba, a sus cuarenta años,a pedir la mano de una señorita deveinte.

Mary Bannerman lo habíaencandilado. Sus ojos y sus sueñospasionales llevaban cinco añosdetrás de ella. En cualquier fiesta,en cualquier lugar en que laencontraba, donde fuera que laviera quedaba enceguecido para

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todo aquello que no fuera ella, conel mismo arrebato que cuando eraun muchacho.

Henry había abierto la boca ycomenzaría a hablar en cualquiermomento.

Bajo la frente ancha cubierta porun flequillo rubio bien peinadolibraba una batalla sangrienta consus inseguridades. Un viejo amorde la juventud y un rechazo cruelque no había logrado superar lohabían mantenido durante muchotiempo lejos del amor.

—La verdad es que su propuesta

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me toma por sorpresa —dijo elregordete señor Bannerman—,pero sepa que tiene micomplacencia en cuanto a susintenciones con mi hija que, meconsta porque conozco a usted y asu familia, son muy serias. Porsupuesto, es ella quien tiene laúltima palabra.

Henry Bannerman volvía asonreír extasiado. Esto escapaba alinterés de Ernest, que no tenía alseñor que entonces era suinterlocutor en gran estima.

Agradeció que con el padre

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hubiera sido más fácil de lo quehabía imaginado. No le habríagustado tener que usar el poconoble argumento de su posicióneconómica, haciendo público elhecho de que era dueño de unaparte importante del negocio de supadre que, a diferencia de lo que amedia voz se decía del de HenryBannerman, estaba obteniendograndes dividendos.

En el fondo estaba nervioso, peronada en su postura, en sus palabraso en el tono de su voz hacíasuponer tal cosa. Su severidad era

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casi inquebrantable.

—Señor Bannerman, es un honorque ponga su confianza en mí. Mesiento sinceramente agradecido.

Todas las palabras de Ernestparecían haber sido ensayadas,como si se encontrarainterpretando un papel de sí mismoen una obra de teatro. Sus grandesojos verdes, como era costumbreen él, no traslucían nada de lo quepensaba.

La situación no era igual encuanto a Henry Bannerman, que nodejaba de moverse con

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nerviosismo en su silla. Si nohubiera sido por las edades y lasposiciones frente a la mesa deldespacho, ya que el padre de lanovia era un cincuentón en unestado físico no muy bueno, podríahaberse pensado que el temerosoenamorado era el otro hombre.

El contraste entre los dos seextendía al mundo físico. Lacontextura de huesos finos einusualmente largos del doctor erala contraparte de la presenciarobusta del señor Bannerman.

Henry se aclaró la garganta.

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—Me imagino que ahora querráhablar con ella. ¿No es así, doctor?

Ernest, al verse tan cerca delmomento más importante, sintióque algo se removía en su interior.Sabía que con la hija no iba a sertan fácil como con el padre.Llevaba demasiado tiempoobservándola como para que lefuera posible desconocer lasdelicias de su carácter virulento. Sí,parecía una locura, pero era esemismo carácter lo que más le atraíade ella.

—Así es, señor, me gustaría

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hablar ahora con ella.

Henry Bannerman hizo sonar unacampanilla y al momento sepresentó un sirviente. A través deeste, envió un recado a Mary paraque se presentara en el despacho.

—Doctor, ¿le importaría esperara mi hija en el jardín trasero? Es unhermoso lugar para proponermatrimonio y es uno de los sitiosfavoritos de Mary en este hogar.Me gustaría hablar un momentocon ella antes de que tenga suentrevista con usted.

—Me parece perfecto —fue todo

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lo que dijo Ernest antes de dejar eldespacho.

Abandonó la habitacióncaminando tras otro sirviente quele marcaría el recorrido hasta elambiente del encuentro.

* * *

Mary se encontraba bordando enla sala de la planta baja junto consu tía y carabina, la señoraJennings, que, a diferencia de ella,hacía un bordado mucho máscomplejo y estaba concentrada en

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él.

El contraste entre el color blancopuro de la piel de la joven y suscabellos negros le daba un aire debelleza calma, pero engañaba.Nada en Mary era calmo.

Miró a la anciana con suspequeños ojos color azabachecompungidos, una de tantasemociones que con ellos podíaexpresar. No estaba segura de queverbalizar sus pensamientos fueralo mejor para ella.

Volvió a la labor sobre la quetrabajaba y suspiró. Ante el peligro

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inminente, se sintió tan pequeñacomo era, tanto que podía perderseen los brazos de un hombre debuena contextura.

Su tía la miró durante un instantede reojo y pareció detectar algoanormal.

—¿Sucede algo malo, Mary?

—No, tía, en absoluto —contestóla aludida, mientras jugaba,pensativa, con un bucle de supeinado.

La señora Jennings era muydiferente a ella. Una mujer de

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cabello níveo y ya muy entrada enaños, rondando los sesenta, que norecordaba ni ella misma cuándohabía comenzado a usar su cofia.Como toda persona dada al respetopor las normas, solía cumplir conlos protocolos y las buenascostumbres, y le horrorizaban lasconductas de quienes no hacían lomismo. A lo largo de los años sehabía habituado, aunque no dadosu aceptación, a la conducta amenudo irreverente de su sobrina,por la que, pese a todo, sentía uncariño profundo.

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Fue en aquel escenario en dondeun sirviente las interrumpió con unrecado del señor Bannerman: decíaque quería ver a su hija en eldespacho.

La ventana alta y delgada de lasala había permitido ver a Mary,unos minutos antes, la llegada deldoctor Aldridge en su caballo. Enaquel momento, le había llamadola atención que hubiera venido sinestar acompañado de CharlesAldridge, ya que padre e hijoacostumbraban a visitarlos juntos.

Al recibir el mensaje de su padre,

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no pudo evitar ponerse inquieta. Sumente, dada a las especulacionespor naturaleza, ya había tejido loshilos necesarios para entender loque estaba sucediendo. Usó susmanos para alisar con rapidez elvestido, intentando quedar decente,mas no bella, y bajó a pasoapurado las escalinatas hacia eldespacho de su padre, deseandocon toda su capacidad para desearque no se tratara de lo que ellaestaba suponiendo.

Cuando Mary entró a lahabitación donde Henry la

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esperaba, este le sonrió de oreja aoreja. La última vez que lo habíavisto así había sido en aquellostiempos en que pensaba que iba atener un hijo varón, un herederoluego de tanta espera. Pero aquelhabía sido el comienzo de largasjornadas de amargura, ya que tantosu esposa como el niño habíanmuerto en el parto.

Los ojos negros y pequeños deMary miraron a los de su padre,intentando escrutarlo. Los de él separecían mucho a los de ella en suaspecto físico, pero las ideas que

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transmitían no eran, por normageneral, las mismas. El señorBannerman era un hombreautoritario y pragmático, pocotendiente a las emociones. Su hija,por el contrario, había nacido comoun manojo de nervios, ideas locas ypasiones voluptuosas.

—Padre... me has en... enviado allamar.

Odiaba escucharse cuandocomenzaba a tartamudear. Casinunca lo hacía, pero en losmomentos en que suspensamientos estaban dominados

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por sus miedos, sus palabras seentrecortaban y sentía que leatragantaban.

—Mary, voy a ir al grano. Eldoctor Aldridge acaba depresentarse aquí pidiendo tu mano.Le he dado mi aceptación.

—Oh, padre...

—Espera, hija. Antes de quesigas hablando, debo aclararte unascuantas cosas.

Mary tomó asiento y su padre lohizo junto con ella.

—Mi situación económica no es

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la mejor. Los negocios no estányendo bien. Estamos pasando pormalos tiempos. Sé que él te darátodo lo que yo no sé cuánto tiempomás podré asegurarte.

Mary miraba sin mirar, como sisu alma hubiera escapado de ella.¿Estaba allí todavía o su padrehablaba a otra persona?

—No te lo quise decir antes parano preocuparte, pero considero queahora es muy importante que losepas. Es necesario que lo tengasen cuenta a la hora de sopesar lapropuesta de este caballero.

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Mary nunca hubiera imaginadoque su padre se encontrara enproblemas financieros. El señorhabía sido muy hábil a la hora deocultarlos. Era diestro muchasveces para esconder lo que pensabay sentía, cualidad que ella no habíaheredado.

—Por otra parte —continuóHenry Bannerman—, este hombrees un caballero. Jamás haprotagonizado un escándalo ni seha metido en problemas. Parece serúnico en su especie. Llevo muchotiempo sin conocer a un hombre de

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tal seriedad. Es discreto y está bienposicionado. Estoy seguro de quees, como su padre, un hombre deley.

Cuando Mary volvió en sí,descubrió que su padre habíaterminado con el monólogo.

«Será un hombre de ley, pero esmás aburrido que una lechuga»,pensó.

La sonrisa se había desdibujadoen el rostro de Henry Bannerman.La noticia no había sido recibidapor su hija con la alegría esperada,y no necesitaba observarla

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demasiado para saberlo.

—Mary, trata al doctor conmucho respeto —dijo Henry, casien tono de amenaza. No la señalócon el dedo, pero sus palabras sí lohicieron.

—Lo haré, padre.

—Y... Mary... ten en cuenta queya tienes veinte años. Es hora deque consigas un buen marido.Sabes que tu futuro como solteronano sería agradable. De no casartecon Ernest, es probable que me veaobligado a enviarte con la familiade tu tío de Kent en poco tiempo.

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Se habían pronunciado laspalabras mágicas para tensionarsus nervios. Le había dicho«futuro» y «solterona» en unamisma frase, y con una entonaciónque sonaba como una sentencia.

A pesar de su edad, no se sentíacomo una solterona. Su padreobservaba siempre las situacionesbajo una luz diferente.

—¿Tienes algo más que decirme,padre?

El tono de Mary era gélido, y aHenry no se le pasó por alto.

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—No, hija. El doctor Aldridge teestá esperando en el jardín. Penséque te gustaría recibir allí supropuesta.

La joven se levantó sin hacer niuna mueca de sonrisa, y su miradaoscura, de haber tenido magia,hubiera dejado a su padrepetrificado.

* * *

Mary se dirigió, intentandoralentizar el paso lo más que podía,hacia el sector posterior de la

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propiedad, donde el doctoraguardaba por ella.

Lo escarbó con la mirada,aprovechando su distracción.Ernest tenía cuarenta años, perotambién un carácter tan cenicientoque parecía haber pasado las cincodécadas. No asomaba una pizca depasión por ningún lugar.

En realidad, Ernest Aldridge erael último caballero en el quehubiera pensado para compartir suvida o su dormitorio.

Ya casi estaba en el jardín. Abrióla puerta lo suficiente como para

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poder pasar y bajó los pocosescalones que la separaban delcaminito adoquinado. El bancodonde su pretendiente la aguardabase encontraba al fondo. Ella debíacruzar el sector a lo largo parallegar hasta allí.

Tenía la cabeza gacha, peropodía sentir la mirada tendidasobre ella, lo que alargaba lasdistancias entre ambos. Aun así,caminó decidida, con paso rápido ypoco delicado, como lo hacíasiempre. A su padre nunca lehabían gustado sus maneras, que

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etiquetaba de casi violentas, y quela buena educación recibida nohabía podido atemperar.

Los rizos negros, que tanto lecostaba armar dado que suscabellos eran lacios, caían sobreparte de la frente y las mejillas deMary, mientras el resto de sucabello permanecía recogido demodo elegante. Sus ojos sehicieron aún más pequeños alobservar a Ernest con algo derabia, que esperaba que no fueraconfundida con el fuego de lapasión amorosa. Su boca carnosa

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no tenía ni un atisbo de sonrisa.Después de todo, era imposible sermás cenicienta que él, por lo queno había ninguna obligación desonreír.

Se acercaba más hacia el objetivode su rencor, que reposaba sobreun banco de jardín comúntrabajado en hierro. Aunque tantoel asiento como el respaldo delbanco se curvaban con gracia, elcuerpo de Ernest mantenía larectitud. Lucía ridículo sobre él.Sus piernas eran demasiado largas,por lo que sus rodillas se veían

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obligadas a alzarse demasiado.

En cuanto la vio, se puso de piecon agilidad.

Juzgó los ojos del doctor taninfranqueables y tan fríos que odióque hubiera tenido el descaro deacercarse a pedir su mano. ¿Nopensaba ganarse antes su afecto, sucorazón? ¿No iba a intentar unamínima ceremonia de cortejo? ¿Ibaa venir a llevársela como unmueble bonito más para su casa,para exponerla en su salón?¿Parecía acaso un mueble? Lasideas se desbordaban de su cabeza

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como el líquido que se siguevolcando en la copa en la que yano cabe más y, una detrás de otra,lo único que le decían era quedebía odiarlo.

Allí, parado al frente, mientras élintercambiaba su mirada entre susombrero y ella, Mary se dijo queera tal como lo recordaba. No eradesagradable, tampoco era unadonis. Su presencia se hacía notar,eso sí, por ser demasiado alto; perola gracia no lo acompañaba.

¿Cómo se atrevía a pedir sumano? Ella había mostrado

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siempre una planeada indiferencia,evitando largas conversaciones ycumplidos con él en todas lasveladas en que coincidían, para quecomprendiese que no deseaba sucortejo. Él, por su parte, nuncahabía intentado algo parecido a uncortejo.

Ernest la miró recatadamente, ytensó más la posición de suespalda.

Ella sintió temor. Algo reptantele hacía cosquillas; algo a lo que nopodía dar nombre le decía que sealejase. Sus entrañas le gritaban

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que ese hombre era una sombra.

La muerte. Quizás hubiera vistomorir a demasiada gente y cadauna de esas muertes se le hubieraido pegando al cuerpo y al alma.Las arrugas en la frente y lascomisuras de sus ojos parecíandemostrar que cargaba con el dolorde muchas personas.

Mary se dio cuenta, aunque no lodejó saber, de que Ernest recorríacon la vista su vestido anaranjado.Dada su mala suerte, había llegadoa pedirle la mano el día en quehabía elegido el vestido que mejor

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le sentaba. Su busto, nodesbordante, pero sí armónico conrespecto al resto de su pequeñocuerpo, lucía natural y se perfilababien debajo de su escote. Los lazospor debajo de la línea del pecho, ala altura del corte imperio de suvestido, le daban un aire jovial,casi dulce, que era lo opuesto de loque deseaba mostrarle.

—Señorita Bannerman... —comenzó él.

Su voz no sonaba emocionada.

—Doctor Aldridge...

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La de ella, mucho menos.

—Me imagino que su padre ya lehabrá adelantado algo...

Él se acercó un poco más. Ella noquiso evitar su mirada; eso hubierasido una muestra de debilidad.

—No sé si ha sido evidente parausted durante este tiempo, perosiempre la he admirado...

Ernest parecía buscar en lamirada de Mary algo que loayudara a seguir hablando. Ella noestaba dispuesta a dárselo, deninguna manera. Lo único que

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podía disfrutar de aquella escenaen la que el infortunio la habíapuesto como protagonista era el vercómo ese señor muy maduro y sintalento para el cortejo se esforzabaen buscar términos con los cualesconfesarle sus malévolos planes.

—Y es por eso que he decididopedir su mano a su padre, y ahorale pido a usted que considere laposibilidad de ser mi esposa. Meharía muy feliz si se casaraconmigo.

Elevó un tanto la mirada y susojos se encontraron con los de ella.

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Durante la última parte deldiscurso se le había filtrado unaemoción parecida al temor.

Mary seguía intentandodevelarlo, pero era imposible; yalargaba el silencio adrede,buscando que se desesperara.

Ernest tragó saliva con dificultady desvió la mirada hacia el suelo.Luego volvió a levantarla,intentando sonreír por primera vezen aquel día.

—¿Y bien, señorita Bannerman?

Los ojos de Mary eran garras que

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clavaba en los de él, como si coneso pudiera hacerle retroceder.

Esa propuesta de matrimonio eramuy diferente de lo que habíasoñado. Carecía de romance,coqueteo y encanto. Era como unacomida sin sabor.

Se percató de que el doctormostraba movimientos leves deimpaciencia, como el de su pie,que quería comenzar a golpetear elsuelo del camino. Mary sesorprendió, porque nunca habíasupuesto que él fuera capaz desentir tal emoción, ni ninguna otra.

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—Señorita Bannerman, ¿sesiente bien?

Y ella recordó entonces laspalabras de su padre. Si no podíaseguir manteniéndola, la enviaría aGrand Garden, la propiedad de sustíos en Kent, y ese lugar era uninfierno. Quizás hasta el doctorAldridge fuera mejor, aunque no setratara de una gran perspectiva.

Se preguntó si era correctoaceptar ese compromiso solo por eldinero. Era un ser triste, conseguridad interesado en sujuventud, deseoso de succionarle

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los buenos años de vida que a él yase le habían ido. Y ella podía seruna mujer desesperada, interesadaen su dinero. Ese planteo noparecía loco o inmoral. Pero,¿estaba dispuesta a llegar hasta elfinal con ese hombre?

Una idea comenzó a tomar formacon rapidez en su cabeza. Lepodría dar un buen escarmiento siaceptaba el compromiso y luego lemostraba lo desagradable quepodía llegar a ser con él,obligándolo a renunciar a la unión.

Si él rompía el acuerdo, tendría

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que entregarle a cambio una sumade dinero para compensar su«corazón roto». Eso podía sacar deapuros a los asuntos financieros desu padre durante un tiempo.

Ernest torció apenas los labios,pero ella ni siquiera lo notó.

¿Y si salía mal?

Si salía mal, tendría que casarsecon él y conformarse con haberescapado de Grand Garden.También se dedicaría a hacerle lavida lo bastante desagradable comopara mantenerlo lejos.

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La idea se había asentado en sucabeza y se había hecho casi densa.

Ernest la miraba a los ojos másde cerca. Parecía intrigado. Quizásla estaba analizando como a unapaciente.

Le puso las manos sobre loshombros y la sacudió con firmeza.

—Señorita Bannerman, ¿estáaquí?

Ella le respondió resuelta y conuna pronunciación clara.

—Acepto su propuesta.

Pero resuelta no significa alegre

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ni emocionada, sino solo resuelta.

Él sonrió como no lo había vistosonreír en todo aquel día. Se acercómás. Sintió el aliento del hombresobre ella y, por la diferencia deestatura, antes de levantar lamirada pudo hacer una observacióndetallada de la chaqueta quellevaba puesta. Elegante, de buencorte, de color gris oscuro: comoél.

¿Estaba buscando un beso? ¿Sehabía vuelto loco? Parecía estarindagando, sin usar la voz, si ellaestaba dispuesta a aceptar el gesto.

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¡De ninguna manera!

Mary miró hacia un costado yluego se alejó de él, siguiendo uncamino diagonal pequeño, internoal jardín, que la llevaba hasta unelegante macizo de forma circular.Al arribar al grupo de plantasornamentales, se puso a juguetearcon unas flores amarillas que sealzaban a la altura de sus brazos.

—¿Está de acuerdo en quevayamos a comentárselo a mipadre?

Ernest perdió su reciente sonrisay volvió a su estado sombrío.

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Estaba demasiado lejos de ella parapoder tener algún tipo de contactofísico. No podía ni siquiera tomarlela mano.

Mary comprendió que lo habíadesilusionado y se permitiódisfrutar el momento.

Quizás mediante aquel trato eldoctor Aldridge comenzara aentender que había roto todas lasilusiones de una jovencita acercade un matrimonio dulce yapasionado en un solo día, aqueldía; y cometido un grave error alpresentarse ante la puerta principal

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de aquella propiedad conintenciones matrimoniales.

* * *

Ernest fue el encargado deexplicar al señor Bannerman quesu propuesta había sido aceptada.

Cuando Henry lo supo, se pusode pie y extendió su mano a Ernest.Luego abrazó a Mary por loshombros. Fue él quien máscontento se mostró.

El padre pidió a su hija que los

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dejara solos para discutir lostérminos del contratoprematrimonial, asegurando queesos no eran temas que lespudieran interesar a las jovencitas.Lo único que le permitieron decidirfue la fecha de la boda, que secelebraría en un mes y medio.Tampoco había tenido la últimapalabra al respecto, ya que suprimera propuesta había sido que laceremonia se realizara a los tresmeses; pero los dos hombres, supadre de modo mucho másincisivo, habían insistido en que no

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hacía falta esperar tanto, hasta queno le había quedado otra opciónque aceptar los cuarenta y cincodías.

Mary caviló todo eso mientrasrecorría las escalinatas hacia suhabitación, por primera vez tomadade la barandilla, porque sentía quepodía caerse.

Al llegar a su recámara, sintióque los ojos le escocían y dejó fluirlas emociones que la estabanconsumiendo. Se lanzó a la cama ycomenzó a sollozar.

Sintió pavor de pertenecer dentro

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de unos meses a un hombre con elque no compartía nada. Recordó elmatrimonio de sus padres, que notenía un atisbo de alegría ni deamor, y nadaba con melancolía enel mar del respeto. Las necesidadesmateriales satisfechas no habíanbastado a su madre para ser feliz, yahora la comprendía como nuncaantes.

Apretó su almohada deseandorecibir un cálido abrazo humano.

Imaginó un grupo de niñoscorriendo en torno a ella yAldridge. ¿Cómo se sentiría tener

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hijos con alguien que no se podíaconsiderar ni siquiera un amigo?La sola idea le hizo retorcerse deasco.

Tenía poco tiempo antes de laboda. Necesitaba convencer aldoctor de lo que ella estaba segura:ninguno de los dos sería feliz juntoal otro, y en el mundo exterioraguardaban mejores opciones paraambos.

Unos minutos más tarde secalmó, y decidió que ya era hora dedejar de llorar y comenzar a luchar.

Se puso la ropa de cama y se

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entregó a un sueño reparador, quemucha falta le estaba haciendo esedía en particular, al que le restabanvarias horas sin brillo para llegar asu fin.

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• 2 •

11 de marzo de 1815, 39 díaspara la boda.

Mary había recuperado el corajey la energía, y en esa noche sesentía capaz de todo. Se hubieraenfrentado contra el mismo Zeuscon la intención de lograr sucometido. El objetivo era claro yno debía permitirse fallar, ni

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siquiera debía pensar en ello.

En su vestido de seda blanca conlazos de azul ultramar adornandosu escote, el dobladillo de susmangas cortas y su falda; y lamirada teñida de ilusiones,ingresaba por la escalinataprincipal a la vivienda de losWilmington, hogar de su mejoramiga: Julia Wilmington.

La fiesta se desarrollaba en elprimer piso, en dos habitacionesconectadas a través de unas puertasde doble hoja que se encontrabanabiertas. El lugar tenía un tamaño

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aceptable y estaba bien iluminado.Para ello, se habían dispuestocuatro espejos, dos por habitación,adheridos a las paredes. Losespejos eran ovalados y susmarcos, dorados, mostraban unoselegantes motivos de flores. Alcostado de cada uno de ellos sealzaban cuatro velas, colocadas demodo estratégico para amplificarsu efecto lumínico.

Los rizos finos caían a loscostados del rostro de la joven enpequeñas cantidades,enmarcándoselo con dulzura y

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prestancia. Las pestañas, largas,finas y negras como su cabello, leacariciaban los ojos oscuros quebrillaban más gracias al reflejo delas velas.

No había tenido todavía ocasiónde explicar el plan a su amigaJulia, pero esa noche debía hacerlo.Necesitaba hablar con una dama delo que le había pasado, necesitabade alguien que pudiera entenderla yconsolarla y, sobre todo, alguienque le diera ánimos y creyera enella.

Su padre, su tía y Mary

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intercambiaron saludos con losanfitriones de la fiesta. A lossegundos, detectó a su amiga entrela multitud, ataviada con unvestido de crespón color rosa viejoque se robaba las miradas demuchos caballeros, y querepresentaba con exactitud el gustode Julia a la hora de vestirse. Suamiga deseaba verse atractiva ypodía dedicar gran cantidad dehoras a lucir de la manera exactaen la que quería verse.

Julia Wilmington era impactante,femenina en todas sus formas. Sus

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curvas eran mucho máspronunciadas que las de Mary, ylos hombres no podían evitarlanzarle miradas furtivas cuandopasaban por su lado. Teníaveinticinco años, y no se habíacasado porque no había querido.

Julia había relatado a Mary sobreal menos diez propuestas dematrimonio, y su confesora estabasegura de que muchas no habíanllegado a presentarse porque suamiga se había encargado con granahínco al desaliento de susperseguidores.

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Incluso entonces, con su cabellorubio anudado con maestría en unpeinado hacia la parte alta de sucabeza, con cuentas y lazos largostendidos por aquí y allá, y unasondas suaves y deliciosas sobre sufrente, parecía ser una especie dediosa griega. Sus grandes ojospardos invitaban a ser mirados, loquisieran o no.

Las amigas se saludaron de unamanera informal, estrechándose enun abrazo. Mary no pudo evitarpensar que el escote de Julia estabaun poco por debajo de lo que

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marcaban las buenas costumbres,pero aquello no le causó ni unatisbo de asombro.

—Mary, querida...

Mary creyó notar que Juliaintentaba mencionarle algo, sinatreverse. La encontró dubitativa, ysabía que esta no era unacaracterística propia de ella. Aunasí, la necesidad de comenzar arelatar sus desventuras le causabademasiado incordio, por lo quedecidió ignorar las inquietudes desu amiga.

—Julia querida. Tengo que

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contarte algo muy importante.

—Sí, Mary. ¡Debes contármelotodo! —contestó Julia, con unaentonación falta de emoción.

—¿Cómo lo supiste? —lepreguntó Mary.

—Ya lo sabe toda la sociedad.

Mary no pudo evitar sentirseincómoda ante esa declaración. Talhabía sido el impacto, que lasmejillas comenzaron a tomarlecolor de tomate.

—No me habías comentado nadasobre tu interés en el doctor

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Aldridge —continuó Julia.

Mary la miró con tristeza.

—Oh, amiga, no tengo ningúninterés en él.

Julia abrió los ojos de modoexagerado, dando la espalda a lagente, para que nadie más viera surostro consternado.

—¡Pero te vas a casar con él!

—Mi padre ejerció demasiadapresión sobre mí para que lohiciera. Pero no lo amo, Julia. Y siél fuera un caballero sensible comoel que yo sueño, se hubiera

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molestado en verificar primero sisus sentimientos eran o nocorrespondidos. Pero por elcontrario... se dirigió al despachode mi padre y le relató, antes deque yo pudiera desanimarlo, cuáleseran sus planes. Yo nunca hubierapensado que su interés en mí fueratan serio.

Julia parecía estar luchando unabatalla interna. Su boca se abría yse cerraba, como si quisiera deciralgo pero no estuviera segura deque hiciese bien.

—No te puedo comprender,

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Mary. Es un hombre elegante,sincero, de buena familia. No hayuna causa real para que lorechaces. Más de la mitad de lasjóvenes que se encuentran aquí estanoche pensarían lo mismo que yo.

El tono de Julia sonaba lejano, yMary todavía no comprendía porqué.

—Para mí es un hombredemasiado mayor y aburrido, quesiempre me ha causado rechazo, ypor eso mismo es que he trazadoun plan, y voy a necesitar de tuayuda.

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Julia entrecerró los ojos, comoquien no puede acabar de creer loque está escuchando. Parecíamolesta.

—¿A qué plan te refieres?

Mary tuvo miedo de ser oída porla gente que iba y venía a sualrededor, y bajó el volumen de suvoz hasta volver las palabras casiimperceptibles.

—Consiste en que debemosconvencer a Ernest, antes de laboda, de que soy la peor elecciónque pudo realizar si deseaba unabuena esposa.

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—Lo que dices es muy extraño,Mary. Sabes perfectamente que uncaballero no puede romper uncompromiso de matrimonio, queeso le podría causar la expulsión enalgunos círculos de la sociedad.

Mary se quedó mirándola conatención, dubitativa.

—Sí, lo sé, pero ha habido casosen los que el caballero ha decididoromper el compromiso decualquier modo, recompensando ala señorita herida con una sumadeterminada de dinero, y quizáslogre que Ernest lo haga esta vez

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conmigo.

El rostro de Julia expresaba unafranca desaprobación. No eranecesario estar dentro de su cabezapara poder escucharla.

—¿Me ayudarás? —Se aventuróa preguntar Mary, aunque yaestaba casi segura de la cuál seríala respuesta.

—Mary, no apruebo este planque intentas llevar a cabo, y no meparece que sea justo para con eldoctor Aldridge. Sus intencionesson nobles, y las tuyas no.

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—Julia... te colocas de su lado —dijo Mary, dejando ver sudecepción en la manera sutil dearrastrar las palabras, al tiempo quecomenzaba a batir su abanico connerviosismo.

—No se trata de tomar un bando,Mary, solo se trata de quedesapruebo tu actitud. Si noestabas dispuesta a ser su esposa,deberías haber rechazado supropuesta de matrimonio.

Mary miró a Julia casi conresentimiento, y tuvo miedo dereconocer las emociones negativas

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que se formaban en ella conrespecto a su amiga.

—Estás juzgando una situaciónque no comprendes de maneracabal. Mi padre piensa que prontoquedaré solterona, y me amenazócon enviarme con mis tíos de Kentsi no aceptaba al doctor. Tú noimaginas lo que es vivir con mistíos. No lo puedes imaginar...

Julia suavizó la mirada.

—Nuestra residencia no es elhogar más feliz de Londres, pero estan alegre como una feria si locomparas con la residencia de mis

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tíos.

—De acuerdo, Mary, ahora tecomprendo mejor. Pero...

—Necesito que me ayudes apensar en cómo puedodesilusionarlo.

Julia parecía estar sopesando lasituación.

—¿Qué has pensado para ello?—preguntó la señoritaWilmington.

—Todavía no he pensado ennada concreto. Creí que meayudarías a pensar en ello. Veamos

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qué se me ocurre... veamos qué seme ocurre —repetía Mary con lamirada puesta en el vacío, comoquien ha abierto un baúl en sumente y rebusca, sin encontrar elobjeto perdido.

Mientras tanto, un hombremediano, de paso metódico yrítmico, ataviado según las últimastendencias, pasó frente a ellas,llevándose la mirada y laconcentración de Mary con él.

—¿Quién es ese señor? —preguntó Mary, absorbida pornuevos pensamientos.

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—Sé que es uno de los músicosque contrató mi padre esta noche.No me lo han presentado. ¿Porqué? ¿Te parece interesante?

Mary sintió que le ardían lasmejillas, y no estaba segura depensar en voz alta estando suamiga al frente, mucho menos sitenía en cuenta la conversación queacababan de mantener, que la habíagrabado en la mente de Julia comouna villana.

—Me parece muy apuesto, de unmodo que no sé describir —respondió Mary.

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—¡Oh, Dios! ¡Eres tan extraña!

Julia se rio con esa risita graciosade volumen bajo que tanto larepresentaba.

—Mary, debes olvidarte de esecaballero. No es de nuestra clase.No tiene ni una mínima fortuna. Tupadre jamás aprobaría un enlacecon él.

Mary lanzó un hondo suspiro.

El encuentro con el desconocidoy atractivo personaje le costó caro,porque no la puso en aviso de quesu admirador se estaba acercando,

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ni de que casi las había alcanzado.

El tono de las mejillas de Maryse inflamaba otra vez. ¿Cómo sepodía ser tan desagradable sinhaber comenzado siquiera ahablar?

—Señoritas, es un placerencontrarlas esta noche.

Ernest lucía vestido con rectitud.Su abrigo y su pantalón erannegros, como de costumbre, y suchaleco exponía un gris con unbrillo leve. El pantalón, que lellegaba hasta las rodillas, era demuy buen corte; y las medias

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negras lo hacían lucir elegante,pero también, dada su contexturatan alta y delgada, demasiadoalargado.

Mary se encontró prestandoatención a las manos de aquelhombre, con esos dedosenguantados tan extensos y finos.¿Qué haría a sus pacientes con esosdedos? ¿Les servirían para ser unbuen pianista? Mary amaba elpianoforte.

—Muy amable, doctor Aldridge.Nosotras también nos alegramos deencontrarlo —dijo con efusión

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Julia, que dejaba entrever, aunqueno quisiera, que sus sentimientoshacia Ernest eran diferentes a losde su amiga.

Mary no expresó nada, porque lepareció que cualquier frase amableque dijera sería falsa, y que losverdaderos sentimientos no podíanexpresarse.

Fue en aquel momento cuando seplanteó por primera vez laposibilidad de que su mejor amigallevara mucho tiempo enamoradade quien ahora era su prometido. Sirebuscaba en sus recuerdos, en

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múltiples ocasiones había sidotestigo de cómo Julia hacíareferencia a él con profundaadmiración. Lo único que habíaimpedido a Mary darse cuenta delos sentimientos de su amiga habíasido su prejuicio hacia el doctor, elhecho de que no cupiera en sucabeza que una mujer pudiera estarenamorada con pasión de alguientan gris. Pero ahora, sin las vendas,lo veía con claridad. ¡Julia estabaenamorada de Aldridge! Esosignificaba una sola cosa: que todoamenazaba con ponerse mucho

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peor.

En el camino de la lucha por lafelicidad, también podía perder auna amiga, que era todo el sosténemocional que tenía en esosmomentos.

Ernest entregaba el verdor de sumirada, como un lago calmo, a suprometida. Ella escondía sus ojosde él, dirigiendo su atención algrupo de gente que bailaba.

Julia, por el contrario, tenía en elrostro dos estrellas dirigidas aldoctor. También movía uno de suspies al son de la contradanza que

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sonaba. Quizás Julia no se dieracuenta, pero era evidente tanto paraErnest como para Mary.

Fue él quien rompió el silencioque comenzaba a molestar a lostres.

—Por favor, señoritaWilmington, comparta este baileconmigo —dijo Ernest en tonocortés—. Me gustaría bailar elsiguiente conjunto con la señoritaBannerman, si ella me acepta.

Julia clavó en Mary una miradaferoz.

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—Acepto, doctor —contestóMary con un leve contacto demiradas, porque las normas decortesía le impedían quedarsecallada.

Mientras Julia y Ernest seretiraban hacia la pista de baile,seguía sintiendo los ojos de él, quedolían como piedras arrojadascontra su rostro. Le molestaba suhablar lacónico y sus manerascontroladas. Le irritaba el hecho deque él no se hubiera preocupadopor ser correspondido en sussentimientos antes de pedir su

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mano. Y la molestia era tanincendiaria que casi tenía unasensación física de odio ardiendoen el pecho y en la cabeza.

De repente, mientras su piederecho subía y bajaba dandogolpecitos al suelo, consumida porlos nervios, se le ocurrió una ideapara huir de él aquella noche: seperdería en un lugar de difícilacceso y visión antes de queterminara el conjunto que Ernestcompartía con Julia.

* * *

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Mary logró encontrar un refugiode las miradas tras una serie dealtas plantas decorativas que seencontraban circundando laretaguardia de la banda de música.

Era un escondite perfecto. No lehabía tomado demasiado tiempodescubrirlo. Desde allí podríadisfrutar con placer de las melodíasy no sería vista, ya que no solo seencontraba en un lugar algoapartado de la pista de baile y susalrededores, sino que los vegetales,de hojas anchas y alargadas, lacubrían casi totalmente. Pero, por

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si las cosas no salían como lo habíaplaneado y alguien se acercabalanzándole preguntas, ya teníapensado decir que se habíaapartado porque no se sentía bien.

Consideró al lugar un granhallazgo por todos esos hechos,pero también se percató de que loera por la excelente vista que ledaba del caballero músico quehabía admirado a la distanciatiempo antes, y que había resultadoser un pianista.

Le parecía que la música que esehombre ejecutaba era como debió

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haber sido la del cazador de ratasde Goethe[1]. ¿Acaso ella era unaniña seducida por los cuentosdorados que parecían cantar esasmanos? Se perdió en el tiempo y enel espacio, olvidó dónde estaba yquién era, y solo pensó en esehombre, y el movimiento de susmanos y brazos, y la manera enque todo eso sincronizaba con lamúsica, que, si bien era producidapor él y dos músicos más, unflautista y un violinista, para ellaestaba compuesta por las notassolitarias de un piano.

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Veía caer los rizos negros sobrela frente y la nuca de ese hombre altiempo que se movía con levedadal son de lo que tocaba, y se sentíaextrañamente atraída hacia esacabeza. ¡Su rostro era tan especial!Ella sabía que no era una bellezaclásica, ¡pero sus rasgos eran tanarmónicos en su composición total!

Su complexión musculosa sehacía evidente aun debajo de susropas. No era un hombre famélico,sino un hombre fibroso, cuyocuerpo sabía rellenar muy bien lasprendas que usaba. El elegante

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chaleco blanco y el abrigo negrolucían de maravilla sobre su torso;y el pantalón, negro también, quese ajustaba a las formas de suspiernas y que terminaba abotonadocon firmeza en sus tobillos,marcaba los destacables músculosde sus piernas flexionadas.

Se sentía perdida en esa visiónencantadora, pero como ningúnsueño es eterno, en algún momentodebía de terminar. Cuando la piezafinalizó, se dio cuenta de que habíaperdido noción del tiempo.

Todavía no estaba recuperada del

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todo de la experiencia cuando elpianista se levantó del pequeñotaburete que ocupaba frente alpiano. Al ponerse de pie, se hizopatente que ese asiento erademasiado pequeño para él. ¿Cómohacía para sostener esamusculatura? Para su sorpresa, elhombre se dirigió hacia ella.

Se sintió invadida por una ola decalor que la recorrió desde lacabeza hasta los pies, como unarata a punto de escuchar una flautamágica.

El pianista se detuvo muy cerca

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de ella, un tanto más allá de dondeimponía la conducta apropiada.

Mary dejó de respirar por unmomento. ¿Se suponía que debíahablar? ¿Qué le diría? ¿Cómo unapesadilla se podía transformar depronto en un sueño tan agradable?

Los cabellos de aquel hombrelucían un poco desordenados; estole daba un leve dejo poético. Sentíaque sus ojos negros llameaban.¿Era posible? A diferencia de lossuyos, los ojos de él eran muygrandes.

Se dijo a sí misma que no

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conocía mucho de sexo, pero que,si un hombre representara lasexualidad, ese hombre debía deserlo.

—Señorita, ¡qué lugar másextraño ha elegido para ubicarse!Permítame presentarme, ya que nocreo que me sea posible encontrara alguien que lo haga por mí. SoyJohn Ashtown, a su servicio. —Elextraño que ahora tenía nombre seinclinó, y sus rizos hicieron ungracioso movimiento en el airejunto con él.

Mary se sentía muy feliz. El

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pianista, que se llamaba John, leestaba sonriendo, y tenía losdientes más bonitos que hubieravisto alguna vez.

—Mary Bannerman —fue todolo que atinó a decir, porque laspalabras salían de ella sin quetuviera control total sobre ellas.

El hombre lanzó otra sonrisa quese le desbordaba del rostro.

—¿Se encuentra usted bien? Estelugar está muy apartado de laverdadera fiesta.

John clavó en ella una mirada

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depredadora y sensual. Mary supoque no podría resistir por muchotiempo sin echarse a correr; nuncase había topado con un hombre quela desnudara con los ojos. ¿Cómolo hacía? ¿Cómo caminaba contanta presteza por esa cuerda flojaentre los decoroso y lo indecoroso?

—Me encuentro bien.

No tenía intención de revelar mássobre sus intenciones o sus planes.

—La invitaría a bailar si no fueraporque soy un pésimo bailarín...

Los ojos negros del músico no la

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liberaban ni un instante.

—Lo comprendo —contestó ella,al tiempo que seguía con la vista lamirada del músico, que se pegaba asus labios femeninos. Temió nopoder hilar las palabras concordura si no salía de ese círculoque se había trazado alrededor deellos, que los estaba envolviendo yque, como un aro de fuego que ibaavanzando, devoraba el espacioque los separaba.

—Además, debo decir que no sési podría tomar solamente un bailecon usted y dejarla, y quizás podría

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perderme las piezas que debointerpretar. Eso afectaría mireputación como músico. Usted meentiende —explicó John con unasonrisa ladeada, pícara, que leencantó.

Ese hombre estaba intentandoseducirla, era evidente, y aunqueese estilo tan agresivo de coqueteonormalmente no le habría gustado,en ese momento le estaba anulandola razón.

Mary hizo lo que creyó que era lomejor que podía hacer por los dos:desviar el tema de la conversación.

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—Ejecuta el piano con granmaestría. Lo felicito.

Fue todo lo que pudo pronunciarpara romper el silencio.

—Muchas gracias, Mary.

¿Cómo se atrevía a llamarleMary? De verdad que era muyatrevido, aunque podía disculparlopor no tener la misma educaciónque ella. Después de todo, como lehabía dicho Julia, era de una clasesocial inferior. Quizás no habíatenido quién le enseñara las normasmás básicas de etiqueta.

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La quitó de su ensimismamientocon rapidez.

—Me imagino que toca elpianoforte. ¿Le interesaría mejorarsu ejecución? Podría darle clasesen su residencia.

—Tengo algunos conocimientosde música, sí. Tendré enconsideración su propuesta.

A Mary no le parecía nadaelegante reconocer que eraexcelente tocando el pianoforte,por lo que no lo hizo. También sedijo a sí misma que, para ser justos,no lo hacía ni la mitad de bien que

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él. Ese hombre podía emborracharal mismo Dios con esa música.

—Me encantaría escucharla.

Mary no supo qué contestar aaquello.

—Quizás...

La magia se rompió. Vio a supadre divisarla desde lejos. Lahabía descubierto. Se dio cuenta deque era el momento de marcharse.Si su padre la encontraba con esecaballero, la noche se haríadolorosa y larga para ella.

—Debo retirarme, señor. Hallé

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nuestra conversación muyagradable.

«¿"Hallé nuestra conversaciónmuy agradable"? De repente te hasvuelto dulce», se dijo Mary,destilando ironía.

—Espero volver a verla pronto,Mary —le respondió John,mientras ella se marchaba con losojos humedecidos y negros comouna noche sin luna.

—También yo —contestó ella, yhuyó con rapidez de la escena.

* * *

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Ernest esperaba con impacienciabien disimulada que terminaraaquella pieza, la segunda delconjunto. La mirada, a vecesalegre, a veces anhelante, y casisiempre tímida de Julia loincomodaba mucho. Se sentíacomo un lobo entrando a danzar aun gallinero. Percibía lasesperanzas que Julia tenía puestasen él y le guardaba cariño, perocomo a una amiga, como a lahermana que le hubiera encantadotener.

Era atractiva y era buena. Tenía

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conversaciones inteligentes y se lahubiera recomendado como esposaa cualquier amigo, pero no era lamujer que quería en su residenciaen Bartholomew Lane. La mujerque necesitaba en su vida eraMary, la llena de vitalidad y lapoco cariñosa Mary.

—Doctor, me he divertidomucho. ¡Se lo agradezco!

—Yo también, Julia, gracias porconcederme el conjunto. Es usteduna bailarina talentosa.

Julia le escondió los ojos y lanzóuna sonrisita avergonzada.

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Ernest le ofreció el brazo y Juliase lo tomó. Así, comenzaron aalejarse de la pista de baile.

Al descubrir que Mary no sehallaba donde la había dejado, eldoctor comenzó a buscarla con lamirada por todo el salón. ¿Habríaaceptado las dos piezas anteriores aotro caballero y todavía no habíapodido volver?

—La señorita Bannerman mehabía prometido este conjunto.¿Dónde se encuentra?

—Quizás está huyendo.

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La voz de Julia sonó muy baja, yen un momento Ernest pensó quepodía haber sido la brisa, o unfantasma que pasaba por allí.

—¿Cómo? —preguntó Ernest,para cerciorarse de que habíaescuchado bien.

—No se ofenda, doctor.

Julia parecía evaluar si continuaro no con el discurso.

—Le considero un amigo y noentiendo por qué guardaesperanzas con ella. Mary nunca leha dado esperanzas.

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—Es una decisión bastanterazonada y, no sé si lo sabía —Ernest se acercó un poco más aJulia y bajó la voz—, pero haceunos días me ha dicho que sícuando le propuse matrimonio.

La sonrisa de Julia se apagó. Lade él también duró muy poco yaque, al observar la reacción deaquella mujer a la que considerabasu amiga, entendió que la líneaelevada de su boca no era acorde almomento.

—¿Está seguro de haber tomadouna decisión razonada?

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La pierna de Ernest comenzó atemblar. Entonces comprendió quese estaba poniendo muy nervioso.Su pierna siempre lo delataba.¡Diablos!

Barrió otra vez la pista con lamirada, y encontró la seda blancadel vestido de Mary meciéndose enel otro extremo del salón. ¡Québella estaba!

¿Su rechazo era una treta paraganar su corazón? ¿O en realidadlo detestaba con saña?

—Allá está la señoritaBannerman —indicó Ernest.

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—Doctor...

Ernest interrumpió la frase de suamiga.

—Discúlpeme, Julia.

* * *

Con paso lento y resuelto, Ernestse dirigió hacia donde seencontraban Mary y su padre.

Notó cómo las voces se ibanapagando a medida que seacercaba, en lo que parecía ser unadiscusión cuando uno se

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encontraba a la distancia necesariapara escucharlos.

El padre de Mary se alejó unpoco de ella. Parecía que intentabano verse amenazador.

Henry Bannerman cedió espacioa Ernest para acercarse. El doctorsaludó al padre y se dirigió luego ala hija.

—Vengo a reclamar el conjuntoprometido, señorita.

Ernest no mostró una sonrisa, nisiquiera un boceto de ella. Tendióel brazo a Mary. Ella lo aceptó con

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una actitud que parecía demostrarpoca alegría, ante la evidentemirada de reproche de su padre.

Se acercaron a la pista ycomenzaron a bailar un reelescocés. Los movimientos de Maryeran limpios, casi perfectos. Erauna excelente bailarina.

Él la admiraba mucho, por esetalento y por muchos otros. ¡Sipudiera contagiarse de algo de esavitalidad! Y podía bailar bienaunque no le agradara el caballeroque la acompañaba, como sucedíaen ese momento, aunque a Ernest

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no le gustara reconocerlo. Él era undesastre para el baile y paramuchas actividades en las que ellaera muy buena, como la música yel encanto.

Ernest no podía más que estarestupefacto, aunque ya habíanbailado muchas veces y aunqueella siempre lo hubiera tratado conel mismo desánimo. No podía dejarde admirarla. Su fuerza, su vigor,su energía y su belleza eran unacombinación demasiado irresistiblepara él. Cada poro de su cuerpoparecía emanar determinación.

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Sabía que era imposible quehubiera estado en una guerra, perotenía actitud de combatiente.

Reprimía el deseo de sus ojos deviajar a lo largo y a lo ancho deella; no podría hacerlo con recato ysería mal visto por cualquiera quelo notase, incluida la misma Mary.Esas ganas eran algo con lo quetenía que luchar mientras bailaba,como si no fuera suficiente con suspiernas un tanto desbaratadas.

Solo podía tocarle los dedos através de los guantes de ambos.¿Pensaría Mary, como él, que esa

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prenda era un impedimento parasentir su piel y se los querríaquitar? ¿Era demasiado esperar quelo quisiera la mitad de lo que él ladeseaba? Estaba casi convencidode que sí. No podía ser de otraforma, si ella no se dignaba ni amirarlo y se movía guiada por unreflejo de su memoria; como quienvive el mismo sinsabor una y otravez, y por eso mismo lleva sumente a divagar a otro lugar.

Siguiendo la línea de la miradade Mary, Ernest descubrió que elobjetivo de su atención femenina

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era otro hombre: un músico de labanda que, con su piano,colaboraba con la producción de lapieza que estaban bailando.

Una enorme rabia, como un perrogruñón y enojado, le recorrió elcuerpo asentándose en su cabeza.Se sentía rechazado y humillado.

No hubo más contacto demiradas entre ellos hasta terminarel baile y acercarse hacia elperímetro de la pista, donde la dejósola con una inclinación comoúnico saludo, sin dedicarle ningúnotro gesto o palabra.

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Por el rabillo del ojo, la vioesbozar una sonrisa. ¿Estabadisfrutando su desilusión? ¿Quétipo de mujer era esa con la que sehabía comprometido? Lo poco queconocía de ella le encantaba, ¿y loque desconocía?

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• 3 •

15 de marzo de 1815, 35 díaspara la boda.

Mary se encontraba en suhabitación y llevaba solo unaenagua, un corsé y unas medias deseda blancas. Estaba intentandodecidir con qué vestido iba aconcurrir a la fiesta de cumpleañosde Ernest Aldridge.

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Su sirviente más querida, laseñora Martha Mostyn, estabadisgustándose y poniéndose severa.Aquella emoción era de lo máscomún en ella; la prueba era que sufrente había marcado con el pasodel tiempo unas arrugas profundas,señalando así su expresión máscotidiana.

Martha había cuidado de Marydesde muy pequeña y le tenía granafecto. Se había casado con elanterior mayordomo de aquellaresidencia, al que había amado,pero este había muerto hacía poco

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tiempo, y su hijo mayor, el buenSamuel, había tenido que ocupar ellugar de su padre. Por supuesto, elhijo aún no había alcanzado lashabilidades del progenitor, peroalgún día lo haría. Tenía toda elaura respetuosa y severa de supadre, y toda la estampa demayordomo.

Martha tenía un carácter muyenérgico y rondaba los cincuentaaños. Era regordeta, pero agradablea la vista, por ser muy escrupulosaen cuanto a su aseo personal. Suvoz, aunque inflamada por el

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enojo, siempre era calma, como sipensara cada palabra dos veces. Legustaba que su diálogo seescuchara intenso, y por eso mismosolía sonar demasiado anormal,como si estuviera actuando.

Y ahora estaba enojada de nuevo.Mary sabía por qué.

A la señora no le gustaba saberque la muchachita a la que queríacomo a una hija, y que estabapronta a casarse, iba a llegar tardea la celebración del cumpleaños denada menos que su futuro marido,el señor de una familia con grandes

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lazos con los Bannerman. Ambasse conocían tanto que eran casicapaces de escuchar lo que lamente de la otra decía sin quellegara a ser pronunciado.

La joven observaba variosvestidos tendidos sobre la cama,que formaban un alocado arcoírisde telas revueltas en tonos pasteles,mientras seguía cavilando sobre lasituación.

Quería elegir el más feo, ese queocultara todo lo bueno de ella.También quería ponerse las joyasmás fastuosas y pesadas que

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encontrara, mejor aún si caían en logrotesco. Sin embargo, no habíalogrado hallar, entre el ropaje y lasjoyas que por lo regular usaba, algoque se ajustase a sus planes.

Se decidió por un vestido de malgusto que no se hallaba entre lostendidos sobre la cama, sinoguardado en algún lugar. Marycomenzó a revolver con violenciaentre las cajas que se encontrabanapiladas de manera responsablesobre el piso de su enorme ropero,y tuvo que abrir muchas de ellashasta poder encontrar lo que

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buscaba.

A todo esto, la señora Mostynparecía aumentar su nerviosismo yse hallaba ya cruzada de brazos,mirándola con ojos que se podríanhaber tildado de asesinos, de nohaberla conocido a profundidad. Eldedo índice de su mano derechatintineaba sobre el codo del brazoizquierdo en el que se encontraba.

Mary actuó con indiferencia antela actitud de Martha. Se incorporóy levantó un vestido en el aire, paraobservarlo a lo largo y apreciarcómo caía. Se lo asentó sobre el

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cuerpo y se dirigió al espejo.Observó el reflejo y pensó cómoluciría con ese atuendo, haciendoun ejercicio de imaginaciónmientras giraba un poco haciaambos lados.

Odiaba ese vestido. Era de unamarillo demasiado vibrante y muyrecargado de adornos, sin detallede elegancia ni de personalidad.Tenía un corte pasado de moda, ylo peor de todo era que escondía subusto, ya de por sí no muyprominente, y le hacía lucir comoun tablón, un tablón amarillo.

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Cuando la señora Mostynentendió que su querida Marypensaba ponerse aquel vestido, surostro se contrajo como si acabarade ver a un monstruo marino.

—Mary, creo que ese atuendo noes adecuado para una noche tanimportante como esta —sugirióMartha en el mismo tono calmo,aunque no relajado, de siempre.

La joven dedicó a Martha unabreve mirada, en la que le daba aentender que la había escuchadopero que no le haría caso.

Pidió a la mujer que le ayudara a

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colocarse el vestido que tenía entresus manos. La señora lo hizo, nosin emitir los comentarios sincerosque eran adecuados a la situación.

—Señorita, esto con lo quequiere vestirse no le sienta bien,déjeme decirle.

Mary no respondió, y percibió elfilo de algo que rozaba la ira en losojos de la señora Mostyn. Entoncesdecidió que era justo y respetuosoresponder, aunque sus reprochesdiplomáticos le hubieran estadoescociendo desde el precisomomento en que había ingresado

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en la habitación, urgiéndola a quese vistiera rápido y se decidiera averse espléndida.

—Señora Mostyn, esexactamente lo que quiero usar estanoche y no lo voy a discutir.

Se miró una vez más en su granespejo, ahora con la prendaacomodada a su cuerpo. Estabacomplacida. Entendía que seencontraba vestida de manerainadecuada y que todo su encantofísico había sido cubierto y sabía,porque ya había vivido variastemporadas, que no robaría

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ninguna mirada que no fuera paraburla, pero era un precio que leparecía justo a cambio de rompertoda ilusión romántica o sensualque Ernest pudiera tener con ella.

Mary se consideró satisfecha conel resultado.

—Me marcho...

La posición recta y armoniosa delcuerpo de Martha se descompuso.Hizo un ademán desesperado conlas manos, pidiéndole queregresara.

—Señorita... pero no la he

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peinado aún.

Mary resopló. Lo había olvidadopor completo.

Entonces corrió a sentarse en elelegante banquillo, que tenía unasgraciosas orlas colgando hacia loscostados y se encontraba frente asu tocador, y se observó conrapidez el rostro en el espejoredondo que tenía al frente. Selevantó el cabello con la mano,para probar cómo se vería con unpeinado recogido.

—Hazlo rápido. Que sea unrecogido con la menor cantidad

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posible de ondas sueltas. Deseoalgo sobrio. Quiero que todo elcabello me quede tendido demanera tirante hacia la parte traserade mi cabeza.

Mary acompañó sus palabras conla imagen que presentaba frente alespejo, con todos sus cabellosatrapados en su puño derecho,mientras movía la cabeza hacia unlado y otro para comprobar por símisma que no podía verse peor.

—Señorita, ¡jamás se peina ustedasí! —dijo la señora Mostyn,confundida y ofuscada, al tiempo

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que levantaba un peine decoradocon piedras preciosas del tocador.

—Eso no es importante, señoraMostyn. Todos cambiamos y yoahora, a mis veinte años, estoymadurando. Ya es hora; muchasmujeres ya tienen al menos un hijoen sus brazos a esta edad.

Martha no dijo nada más, pero senotaba que casi se mordía la lenguapara impedírselo. Hizo lo que se lehabía ordenado a regañadientes.Cada vez que quiso poner undetalle estético en el peinado, Maryla detuvo y le dijo que lo hiciera de

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otro modo. Transcurrido un tiempomás extenso del habitual, terminó,y el resultado fue algo muydesagradable. No solo era unpeinado fuera de moda, sino queparecía que una mano diabólicainvisible estuviera tironeando delos cabellos de Mary, amarrándolacon fuerza para someterla.

—¡Señora Mostyn, lo hizoperfectamente! —dijo Mary,orgullosa, mientras observaba sureflejo y juntaba las manos, feliz,de la misma manera en que lohacía cuando oraba a Dios.

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—Pues a mí no me lo parece —dijo la señora, con sinceridad.

Mary rebuscó con nerviosismoen su joyero hasta encontrar aquelconjunto de aretes y collar quetanto le disgustaban. Eran unasjoyas caras y pesadas, cargadas deperlas en exceso, que nadie podíaimaginar sobre una jovencita. Eranmás propias para una viuda de almenos tres maridos. Se las colocócon rapidez, prefiriendo no pedirayuda a la señora Mostyn, ya queaquello solo causaría una nuevaintervención.

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Mary entendió que la señoraMostyn exudaba su desagrado. Ledijo que podía retirarse. Martha sefue sin decir más, saliendo a pasoveloz de la habitación y dejandotraslucir su orgullo herido.

Mary lamentó no poderexplicarle todo a la señora Mostyn,pero no solo no entendería su plan,sino que tampoco lo aprobaría.

De alguna manera, Ernest era loque todos hubieran imaginado paraella. La única que podía apoyarlaen todo aquello era Julia, que seencontraba dubitativa y tenía sus

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propios intereses sobre Ernest.

Al escuchar los gritosatronadores de su padre,provenientes del pasillo,quejándose por su tardanza,abandonó de modo presuroso suspensamientos y su habitación.

* * *

Mary tuvo que soportar, ni biensu padre la observó, que ledirigiera una mirada amenazante.Le dijo en palabras poco cortesesque la había visto mucho más

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hermosa en todos los bailesanteriores, lo cual era su manera deexpresar que no aprobaba suapariencia.

—No me gusta cómo te hasvestido esta noche. Siempre tehabía visto bien arreglada.

—No le gusta porque no entiendenada de moda, padre.

—No seas irrespetuosa.

—No lo soy. Intento explicarleque no estoy desnuda ni disfrazadade cisne. Estoy ataviada con elmejor vestido de mi madre.

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—Ese vestido está pasado demoda, y fue un regalo que le hizouna tía suya con muy mal gusto.

Henry Bannerman frunció laboca.

—Eso cree usted —dijo ella, sinintención de continuar laconversación.

La señora Jennings tambiénmostró su descontento, con unamirada constante y punzante, quesignificaba que estaba de acuerdocon las palabras de su cuñado. Noparecía estar asombrada, pero conseguridad se estaría haciendo

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muchas preguntas. Aquel carruajenunca había cargado con el peso deun aire crispado por tantosinterrogantes.

Pese a que la mirada de su padrecontinuó hurgándole la concienciaun buen rato, luego se calmó.

El ruido del traqueteo delcarruaje sobre el piso adoquinadoservía a Mary como marco para suspensamientos. Su padre y su tíaseguían estando frente a ella, en elmismo vehículo, pero llevaban ratosin hablar. Eso le permitía dejarvolar su imaginación sin ser

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interrumpida. ¿Qué cara pondríaErnest cuando la viera? ¿Dejaríaver algún indicio de emoción? ¿Lovería por primera vez enfadado,dando muestras de que sí corríasangre por sus venas? El momentose le hacía eterno. No veía la horade entrar en ese salón de baile.

Si Ernest daba claras muestras defuria, a ella le iba a costardemasiado no lanzar al menos unarisita. Sí, iba a disfrutar delmomento.

Finalmente arribaron a sudestino.

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La residencia de Ernest Aldridgeera una casa de ciudad cómoda,ubicada en el número 7 deBartholomew Lane. Contaba concuatro pisos más un sótano, y eramuy amplia. Todos los pisos, aexcepción de la planta baja, teníanuna línea de tres altas ventanasrectangulares en cada uno de ellos.

Los ojos de Charles Aldridgebrillaban de alegría. Se lo veía muyorgulloso de su hijo, como si eldesarrollo de este fuera un logropersonal. Mary se dijo que eraprobable que estuviera contento

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por imaginar que su hijo tendría enpoco tiempo una familia formada ysentir con ello su tarea de padreconcluida. Eso que para CharlesAldridge sería un eventomemorable y feliz, para ellarepresentaba la puerta de entrada alinfierno.

Tanto el padre como la hijafueron recibidos con supremacordialidad al ingresar al salón.Primero fueron saludados porErnest y luego por Charles.

Mary mostraba una sonrisaamplia, pero había en esa sonrisa

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un dejo de malicia, y Ernestpareció darse cuenta. A todo esto,la incomodidad de HenryBannerman era evidente.

«Quizás se avergüence de cómoluce su hija», se dijo Mary para sí.«Lo lamento mucho por él, perotambién ha tomado parte en todoeste enredo. Si él no me hubieraempujado, yo nunca...».

Decidió dejar esas ideas yregodearse con pensamientos másalegres.

Ernest no podía imaginar que elpróximo paso de Mary iba a ser

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una presentación teatral delpersonaje de la mujer joven,superflua y codiciosa de altasociedad. Suponía que a un hombrede perfil tan humilde, tan pocodado al despilfarro, que parecía tandesinteresado por los lujos, aquellole molestaría bastante.

—Le deseo un feliz cumpleaños,doctor Aldridge —dijo Mary,esbozando una sonrisa casisiniestra.

—Se lo agradezco, señorita.

Ernest se inclinó con lentitud.Sus ojos eran indescifrables y su

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boca se encontraba en perfectoreposo. Nada hacía creer que podíasonreír.

—Extiendo los saludos de mihija, doctor. Me complace ver alhijo de mi mejor amigo convertidoen un gran hombre —dijo HenryBannerman.

—Le agradezco sus palabras,señor —fue la sencilla contestaciónque recibió a cambio.

* * *

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Mary entró al salón de baile juntoa su padre y su tía. Fue saludando alos presentes que se les acercaban,que no eran muchos, dado queparecía haberse decidido aespantar.

Henry Bannerman disimulabamuy mal el disgusto que sentía porla apariencia de su hija, tan fuerade lugar para la ocasión. Elreproche durante el viaje parecíano haber sido suficiente paracalmar su furia, mucho menosahora que la veía brillar bajo lasluces de gran cantidad de velas, por

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lo que su vestido parecía aún másestrafalario y amarillo.

Mary atendía a la variedad dejovencitas que se acercaban a ellasolo para confirmar con másdetalle lo que ya habían apreciadodesde la distancia, es decir, que seencontraba desagradable a la vistadel observador con buen gusto.También sentía el cuchichear a susespaldas de otras señoritas que nose habían atrevido a saludarla y auna que otra matrona. Las damasmás jóvenes que ella y menosacostumbradas a la discreción

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hablaban en un tono demasiadoalto.

Mientras estaba bebiendo ponchejunto a una de las mesasprincipales, que se encontraba en ellateral derecho del salón de baile,fue atacada por sorpresa por unavoz de tono grave y eléctrico. Sutraje y su peinado eran perfectos,como siempre. Sus patillasparecían cortadas por un artesano yno asomaba ni una sombra debarba en su rostro. Su camisa y sucorbata eran del blanco más puroque ella hubiera visto en una

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vestimenta de hombre, y lachaqueta y el pantalón negros ledaban un aire muy distinguido.

—Señorita Bannerman, seencuentra sola...

Esta vez le agradaba la idea deque él se hubiese aproximado. Esola ponía un paso más cerca de laconsecución de su plan.

—Así es, doctor. El centro deatención del día de hoy es usted, yeso es correcto. Después de todo,se trata de la celebración de sucumpleaños.

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—Pero a usted suelen rodearlalos muchachos —le dijo Ernest, sinninguna entonación especial,buscando y encontrando los ojos dela joven.

—No está bien que yo loconfiese, doctor, pero sí, sucedesiempre. Eso me gusta. —Lanzóuna risita molesta y estúpida.

Mary se dio cuenta de que habíasonado antinatural. ¿Él también lohabía detectado?

Ernest comenzó a beber ponchecon lentitud, como hacía casi todo,mientras le ofrecía más bebida a su

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compañera.

—¿Le gustan los muchachos?

A Mary le pareció una preguntamuy impertinente, pero no podíajuzgarlo, dado que su propiocomportamiento y declaracionesdaban espacio a ese tipo decomentarios. No podía esperar deErnest la moderación que ella nomostraba.

—Me gustan mucho losmuchachos, y me gustan jóvenes.

Ernest pareció percibir al instanteel dejo de ironía y la intención

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venenosa de las palabras, porquecomenzó a mirarla con mayoratención todavía.

—También me gustan las joyas.¿Le gustan las joyas que llevo estanoche? Me encantan las joyascaras, grandes y llamativas —ledijo Mary, sacudiendo el rostrohacia los lados para que lasgrandes perlas de sus aretespudieran bailar en el aire.

—Nunca antes la he visto conesas joyas. Esta es la primera vezque se presenta con ellas.

Ernest la miraba con

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tranquilidad, pero sin alegría.

—No me habrá prestado muchaatención anteriormente.

Mary movía las pestañas demanera rítmica y apresurada.

—La he observado siempre conatención.

Y en esos momentos también lamiraba con la misma atención.Parecía muy sorprendido. Laexaminaba como quien observa enun frasco a un espécimen queacaba de descubrir. Continuóbebiendo y analizándola, envuelto

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en ese velo de profunda paz quemostraba al mundo, y que bajo laluz de los ojos de Mary lotransformaba en alguien inmutablee invulnerable hasta el punto delfastidio.

La joven sentía que su personajese resquebrajaba, que esa farsa nosería fácil de mantener frente aalguien que sí parecía haberlaestado observando por muchotiempo, un posible riesgo que ellano había calculado.

—Durante la última fiesta, lucíaespléndida. ¿Qué le ha pasado

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hoy? —preguntó Ernest, cortandoel silencio, mientras observaba yjuzgaba con tono frío.

Era evidente que seguíainvestigando porque nocomprendía la situación.

—Doctor, eso no sonó nadacaballeroso. ¿Qué me ha pasado?Que maduro, doctor, maduro. ¿Nole parece un mal indicio que meesté diciendo que luzco mal, sitengo recién veinte años y nocomencé a envejecer? ¿Qué podríasuceder después? Quizás no seauna buena idea que se case

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conmigo.

Lo estaba haciendo muy bien.Había pegado y él estaba porreaccionar. Lo presentía.

Ernest hizo una mueca dedisgusto, ladeando la boca.

—No es eso lo que quería decir,señorita. Usted sigue siendo bella,pero hoy esa belleza se ve opacada.¿Qué pasaría si... —Ernest titubeó,dubitativo, y su voz se volvió másgrave, como si se estuviera porfiltrar una emoción— se encontraracon aquel caballero que robó sumirada y atención durante la última

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fiesta en que nos vimos? ¿Cree quele gustaría su atuendo actual?

Mary sintió como si le hubieranquitado un fino tul con el que setapaba, dejándola desnuda. Nopodía entender cómo lo habíadescubierto, pero él lo sabía. Lefue imposible disimular su enfado.Dejó con violencia la copa deponche sobre la mesa, al tiempoque lanzaba un suspiro de fastidio.

—Doctor, yo no sé a qué serefiere. No quisiera pensar que esuno de esos hombres que tienenuna imaginación tan prodigiosa

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como para inventarse situacionesque no existen.

Ernest le mostró una sonrisaambivalente.

—No creo que me hubierasentado bien el rol de escritor,señorita. No soy bueno con losejercicios de imaginación.Retomando el tema, si porcasualidad dicho caballero pasarapor aquí, no le gustaría para nadacómo luce usted esta noche. Y amí...

Ernest se detuvo mientras ella lomiraba sin pestañear. Parecía

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querer extender el final de laoración a propósito.

—A mí no me importa comoluzca —concluyó.

Mary lo fulminó con la mirada.Arremetería otra vez.

—A mí sí me importa comoluzco, y mucho. Le advierto,doctor, que, si se va a casarconmigo, deberá tener grandescantidades de dinero paracomprarme muchas joyas.

Se puso a jugar con las perlas desu collar, acariciándolas una a una.

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Ernest parecía más atraído por susdedos que por sus perlas.

—Las mujeres bien amadas porsus maridos no se sienten taninteresadas por esas temáticas.

Mary no pudo entender bien aqué se refería, pero se sintió muyincómoda por el comentario.¿Cómo pensaba él amarla bien?

Todo el enojo se diluyó en el airecuando vio entrar al salón al jovende los rizos hermosos de la últimafiesta.

John, sí, le había dicho que se

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llamaba John Ashtown.

Suspiraba en silencio por él,habiéndose olvidado por completode la conversación que manteníacon su prometido y de su papel,hasta que sintió el puño de Ernestasiendo con firmeza su mano ycolocándosela en el brazo.

Sin saber cómo había sucedido,bajo el encantamiento del pianista,Mary había sido llevada al centrodel salón de baile por Ernest. Alcomprender el evento, permitió quetoda la repulsión que sentía semanifestara en su rostro.

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—Doctor, no imaginaba quefuera un ser tan violento.

Él no parecía dispuesto a ceder.

—Yo no le llamaría violencia; lellamaría firmeza.

—Voy a bailar con usted solopara evitar el escándalo, pero nome gusta su trato y le prohíbo quese vuelva a comportar así conmigoen el futuro.

Los ojos de Ernest ardían derabia y ella la podía ver fluir comolava ardiente hasta depositarse ensu corazón. De repente, se vio

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unida a ese hombre por la ira queambos sentían, como si eso losconectara en ese momento en quesentía tanto rencor que habíaquitado a John de su mente.

—Cierta firmeza se adquiere conel tiempo, señorita.

—Usted ha de ser un hombremuy firme, entonces, ya que hatenido mucho tiempo paraadquirirla.

¿Habían logrado sus palabrasherirlo tanto como deseaba?

—No te imaginas cuán firme —

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le contestó él, apretándole conmucha más fuerza los tres dedosque le sostenía, hasta el punto enque llegaron a dolerle. Entonces seacercó a ella más de lo debido,pero solo unos centímetros, demanera que pocos lo pudierannotar, y cuando el paso de baile lepermitió salvar las distancias consu oído, le dijo con resolución:

—Si estuviéramos solos, se lodemostraría.

Mary sintió un calor intensoadueñándose de su cuerpo, sin quepudiera entender de qué se trataba.

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Supuso que era vergüenza. Ellamostró una expresión decontrariedad. Ernest no cambió eltono neutro de su rostro.

—Doctor, lo que acaba dedecirme es bochornoso. No es nadadigno de un caballero.

Se encontraron haciendo lainclinación final con la queconcluía la pieza de baile.

Él se acercó para escoltarla hastalos límites de la pista.

—Señorita, déjeme preguntarle:las palabras que el pianista le

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dedica, ¿sí son dignas de uncaballero?

Mary sintió odio hacia aquelhombre que se entrometía en suvida privada sin tener más derechoque el del «sí» que le había dado.Eso no era suficiente. No estabancasados todavía, y no le debía nadacon respecto a sus sentimientos,puesto que no se había preocupadopor ganar su corazón. Ella nunca lehabía hecho una promesa de amor.Solo había aceptado unaproposición, como quien sedispone a firmar un contrato.

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Finalmente se detuvieron endonde él pensaba dejarla.

—Habla como un señor entradoen años que se muere de celos.

Las palabras no habían sido muyrazonadas, sino que habían salidodirigidas como flechas desde elorigen de la sangre envenenada quele fluía por las venas.

Después de ello, Mary se alejó lomás que pudo de él, sin ni siquieradirigirle una mirada más.

Ernest tardó un tiempo enreaccionar y moverse de aquel

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lugar, pero su rostro no parecíapresagiar tiempos de paz.

* * *

El doctor Aldridge se encontrabaacodado sobre la barandilla de unode los balcones que daban al jardín,pensando en todo aquello que lehabía dicho su prometida.

Sentía cómo la daga del rechazose hundía profundamente en él, ytuvo una sensación, tan densa queera casi física, de que algo dentrose le había astillado.

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Había confirmado esa mismanoche sus sospechas inicialesrespecto a la estima de Mary haciaJohn Ashtown, un hombreconocido para él. Los gestos deenfado de Mary al nombrárselo lahabían delatado por completo. Leencantaban sus gestos de enfado, yhubiera deseado que fueracualquier otro el motivo por el quelos hubiera expuesto.

Las palabras de la joven habíantenido a cada momento la intenciónde herir, sobre eso no había lugar adudas.

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Utilizaba la diferencia de edadentre ambos como una herramientacon la cual golpearlo. ¿Creía que laelegía por ser más joven que él?Nada más lejos de la verdad. Perohacerle entender que lo que leatraía de ella no era su juventud eraalgo muy difícil.

Él también hubiera deseadohaber nacido después, encontrarseen el mundo con ella en momentoscronológicos más coincidentes,pero eso no era algo que hubierapodido decidir o cambiar.Tampoco podía controlar esa

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admiración, con pasión creciente,que había nacido hacía ya cincoaños.

No sabía si era capaz deconquistar a una mujer así, yquizás por eso mismo nunca lohabía intentado. Pensó que eramejor dejarlo para después de quese casaran. Todas susinseguridades salían a flote cadavez que pensaba en alguna tácticaque le permitiera enamorarla. Unagran parte de él le decía que no ibaa poder; que era demasiado joven,hermosa y vital para sí mismo; y

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esa parte solía gritarle que no se lamerecía. Esos fantasmas nunca loabandonaban. Les gustaba muchoel cuchicheo y siempre estabansoplando algún tipo de frasesórdida, diferentes versiones de«no lo lograrás».

Suspiró.

Si le hacía saber lo que sentía porella, saldría muy herido yhumillado, y esa era la otraverdadera lucha. Si le exponía elcorazón, ella haría de ese espaciosu campo de batalla, y él eraconsciente de que podía hacerlo y

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de que lo haría con una tremendacrueldad.

Sonrió con tristeza al imaginarlauna vez más como una guerrera; sí,una guerrera, eso era. Noimportaba que llevara enagua,corsé y vestido amarillento pasadode moda. Siempre estaba en guerra.¿Acaso no era él también así? Sí,era alguien que luchaba todos losdías contra la muerte.

Ernest salió de suensimismamiento al observar dosfiguras que habían salido derepente de algún lugar y que se

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movían debajo del balcón, sobre lagravilla del patio posterior de sucasa.

Podía ver al hombre que habíallegado a paso vertiginoso con unamujer tomada de la mano, y Ernestlos reconoció al instante.

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• 4 •

15 de marzo de 1815, 35 díaspara la boda.

—Señor Ashtown, ¿qué estáhaciendo? —le preguntó la joven almúsico.

John había localizado a Maryentre los invitados de la fiesta y nohabía tardado en hacerle señas,indicándole un camino a través de

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un pasillo que los llevaba a la parteposterior de la casa y que lespermitía escapar de la vista de losdemás. Ella, como si alguienhubiera tomado posesión de sucuerpo y ya no tuviera control de símisma, había desaparecido por elmismo camino detrás de él,dándose el tiempo suficiente paraasegurarse de que su tía reciénhubiera comenzado su partida dewhist.

—Quería hablarle a solas unmomento.

—¡No me ha saludado siquiera,

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señor! Esto es muy bochornoso.

Ella se sentía avergonzada. Estavez no estaba interpretando unpapel. Pero luego de haber tenidoel descaro de salir detrás de unhombre que había visto solo unavez, ¿tenía derecho a sentirse así?¿Era justo juzgarlo a él deirresponsable si ella hacía lomismo?

Mary sentía arder sus mejillas ysus deseos luchaban entre quedarsecon él y huir de allí. Ese hombre leestaba desmoronando la estructurade su idea del deber, que nunca

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había sido muy fuerte.

John se quedó callado por unmomento, haciendo el gesto deachicar apenas los ojos mientras lamiraba. Mary creyó que estabamuy concentrado, buscando unmodo adecuado de responder.

—Disculpe, es que me alegrétanto de encontrarla de nuevo...¿Pero por qué se vistió así?

John le dedicó una sonrisa deincomprensión.

—Señor...

Mary no sabía cómo explicárselo.

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¿Tenía que explicárselo? Prontosus pensamientos fueroninterrumpidos.

—¡Su cabello es tan bonito! ¿Porqué le hizo eso?

Por primera vez en toda la noche,Mary lamentó lucir fea al punto delescándalo. Reconocía que, asícomo entonces se encontraba, eralo menos atractivo para un hombreque había visto en su vida.

—Es parte de un plan.

John sonrió, ensanchando más laapertura de sus labios.

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—¿Para asustar?

—A... algo así.

Mary tartamudeó, y ella sabía loque eso significaba.

* * *

Ella se veía más bella. Sus rasgosse habían relajado y suavizado.Ernest no acababa de creer lo queobservaba.

Aunque no escuchaba conclaridad todas las palabras, sícomprendía el hilo general de la

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conversación. Buscó esconderseentre las sombras del balcón, demanera que ni la pareja a la queespiaba ni los invitados de la fiestapudieran verlo, mientras seguíaobservando lo que sucedía debajo.

Los dos examinados estuvieronun buen tiempo sin decir nada,mirándose sin ningún otro tipo deintercambio.

Luego, como si las hadas de lasensualidad le hubieran hechobeber de sus pócimas, Mary llevólas manos a la cabeza y comenzó aquitarse uno a uno los cuatro

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peines decorados con perlas que lesostenían el peinado en alto, paraluego dejarlos caer al piso.

A medida que la joven losliberaba, los mechones de sucabello negro ligeramenteondulado iban cayendo sobre sufrente, su pecho y su espalda.

John Ashtown parecía extasiadode placer. ¿Le estaba viendo brillarlos ojos?

Ernest temblaba de furia, enmovimientos que no podíacontrolar. Ella se había soltado elcabello para Ashtown, para que él

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y solo él pudiera disfrutarla. Parapeor, lo había logrado. Parecía unángel femenino que Dios hubieracreado para ser amado. Sabía queJohn también era capaz de admirareso. Ni era tonto ni estaba ciego.

Vio acercarse a Ashtown a pasorápido hacia ella, tomarle la cabezaentre las manos y llevarla máscerca de él.

—Ahora sí te ves tan hermosacomo eres. —Escuchó que decía elpianista.

* * *

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Mary se encontraba atontada. Nopodía responder nada. Intentabaformar palabras en su mente, perolas descartaba antes de convertirlasen aire en movimiento.

Sus ojos, húmedos, estabanclavados en John. Le resultabaimposible dejar de mirarlo.Deseaba mucho que la besara.Nunca la habían besado, pero él,con seguridad, lo haría de modomagistral. Sería un primer besodigno de recordarse.

John, como si hubiera escuchadoel pedido silente, depositó sus

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labios sobre los de Mary, sinatreverse a ir más allá. Le dejó enellos un beso casto, un roce sutil enel que las bocas llegaron a sentir lapresión de la ajena y hubo un breveintercambio de alientos.

Mary hubiera deseado algo másintenso, pero, aun así, le parecióembriagador.

—Mary, ¿serías capaz de realizaruna sana locura romántica? —ledijo él, arrastrando las palabras yprofundizando el tono de su voz.

—Sí, claro que sería capaz.

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Ella era capaz de casi todo en esemomento en el que todavía podíaoler el aliento de él.

—¿Serías capaz de mirar lasestrellas desde la ventana de tuhabitación cada noche pensando enmí? ¿Imaginarte en el cielo mirostro como lo hago yo contigo?

Ella temió que se estuvieraburlando, pero al momento sedeshizo de la idea.

—Sí... lo haré...

—Déjame entonces que teimagine al detalle, que te haga

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cierta en mis pensamientos.¿Dónde está tu habitación? ¿Cómoes? ¿Cómo es la ventana?

John le tomó las manos entre lassuyas y le besó los nudillos,mientras los rizos le bailaban unpoco en el rostro.

—Mi habitación está en elsegundo piso de casa y tiene laventana hacia el fondo, tal como lade mi padre. La ventana de mihabitación es mediana.

—¿Tienes jardín en el fondo detu casa?

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—Sí.

—Si estuviera parado en eljardín, mirando hacia tu ventana,¿cuál sería? Déjame imaginarlo...

—La de tu izquierda en elsegundo piso.

Él cerró los ojos y pareció estarviviendo una realidad paraleladentro del mundo de suimaginación. Ella se dio unossegundos para hacer lo mismo.

A pesar del peligro de lo queestaban haciendo, se sentía másviva que en los últimos veinte

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años.

* * *

Ernest sintió que le corría sangrehervida por las venas. Sin pensarlomás, cruzó a toda prisa el salón, ytomó las escaleras que lo llevaríana la planta baja, y luego la salidahacia el patio trasero de laresidencia que llamaba hogar y quetan bien conocía.

Cuando llegó hasta ellos, tenía larespiración acelerada. Seencontraban todavía juntos,

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tomados de las manos con los ojoscerrados, como si se tratase de unrito religioso.

No se habían percatado de supresencia. El doctor se sintió muyinsultado. Se aclaró con fuerza lagarganta para que se vieranobligados a escucharlo.

La magia entre John y Mary otravez se había roto a causa de un serajeno. Ambos se separaroninstintivamente.

Ernest analizaba si debía retar aaquel hombre a duelo. ¿Eracorrecto correr riesgo de morirse

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antes incluso de haberse casado?

—Señor Ashtown, a la señoritaBannerman le disgustan loshombres que no saben comportarsecomo caballeros. ¿Le parece que seha comportado como tal?

La voz de Ernest era muy grave,más de lo normal en él, y dejabaentender su resentimiento. Seescuchaba amenazante.

Mientras miraba a Mary, ladeó lacabeza y la boca en un gesto hostil.

Ella se mantuvo inmutable.

—Aldridge, por favor te pido que

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guardes silencio sobre esto. Noquerrás manchar la reputación de laseñorita por algo que no es nada.No ha sucedido nada entrenosotros. Solo conversábamos.

Las palabras de John trataban desonar honorables y convincentes,pero Ernest sabía que eran un nidode patrañas.

—En esta ocasión, tienes mipalabra de ello —concedió Ernest.

El doctor levantó el brazoderecho, indicándole la puerta porla que debía volver al salón debaile.

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—Creo que deberías estar con tubanda, haciendo tu trabajo en lugarde seducir a mi prometida.

Ernest no iba a darles ningúnespacio para que permanecieranjuntos.

—No es eso lo que hacía,Aldridge.

Ernest se preguntó cómo podíaese hombre ser tan falto de moral.

John suspiró con tristeza, seacercó al oído de Mary y le dijo, entono de promesa:

—Nos volveremos a ver.

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Se había atrevido a hablar al oídode su prometida delante de él. Eraalgo inconcebible.

John se fue corriendo. Ernestrogó que nadie lo hubiese vistosalir ni lo detectase cuandovolviera a entrar.

La sangre en la cabeza de Ernestcomenzó a serenarse, aunque apaso muy lento. Se colocó máscerca de Mary y la miró, pero estavez sus ojos no eran impenetrables,sino que se veían dos ballestas queapuntaban hacia ella.

—Tus peines están regados por el

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piso.

Mary parecía enojada de quealguien hubiera roto su rosado ymágico encuentro de amor.

Se agachó y comenzó a levantarlos peines con movimientosbruscos, colocándoselos luego conrudeza en el cabello hasta formarun peinado tan aborrecible como elque tenía antes de quitárselos.

Estaba encandilado como untonto una vez más por la visión deella, aun allí parada, odiándoloacaloradamente y con ese peinadoinfernal, y no tenía idea de cómo

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hacer para que dejase de pensar enese otro hombre, que considerabapeligroso para ella y para suspropios sentimientos.

Cuando Mary terminó depeinarse con las manos y los peinescomo pudo, ambos intercambiaronmiradas desafiantes. Ella lucía muypequeña en comparación a él, peronada dejaba traslucir que se sintieraasí. Su mentón se erguía confirmeza.

—Quiero creer que cumplirá conla palabra que dio el día en que secomprometió conmigo —dijo él.

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Mary no respondió.

—Quiero que sepa que yo soy unhombre de honor. También quieroque sepa algo más: ese hombre quela encantó, ya lo ha hecho antescon muchas otras mujeres, y esprobable que lo siga haciendodespués de usted. Es un artistadado a la vida licenciosa. Tengacuidado. Podría quedar no solosoltera y arruinada, sino tambiénherida en sus sentimientos.

Mary se acercó con un gestovirulento al rostro de Ernest paraque pudiera escucharla bien. En la

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situación en la que estaban, no eraposible hablar en voz alta.

—No le creo nada y puedo vercon claridad cómo habla su orgullode gran caballero herido. Usted notiene interés en mí más allá del quepudiera tener por el cuadro quemás le gusta de los que cuelgan ensus paredes.

¿Cómo responder a semejantementira y demostrar que laacusación era injusta?

La pierna de Ernest temblaba unavez más.

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—Déjeme preguntarle, señorita,si ahora tomase su rostro entre mismanos de manera romántica comoél hace, ¿dejaría caer algo de loque tiene puesto por mí? Creo queno, ciertamente no. Será que no leresulto tan inspirador, por lo queme encuentro asombrado de quejuzgue a mis sentimientos de pocoprofundos.

Ernest observaba a Mary buscarpalabras con las cualesresponderle, pero, en un momentoque fue eterno, no pudo encontrarninguna.

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—No se le ocurra acercarse a mí—amenazó ella sin más agregados,al encontrarse carente deargumentos.

Él se le acercó mucho más, tantocomo podía sin que se tocaran.

—Dentro de un mes y medio serámi mujer, y tendrá que ser mía.

Mary alzó y torció la nariz en ungesto de asco y se fuedisgustadísima, con el peinadosemiarreglado, caminando conpaso veloz hacia el interior deledificio.

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Ernest sintió que la rabia de lasituación lo desbordaba. Elcomportamiento de Mary lo estabatransformando en una especie depatán. Estaba turbado, enardecido,con la cordura nublada por elmiedo y el rencor.

Armó su mano en un puño y lepegó a la pared lo más fuerte quepudo. Sus dedos lo lamentaríanluego durante varios días.

* * *

Mary permaneció el resto de la

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velada bajo estricta vigilanciavisual de su tía y de su padre; enespecial de este último, que sehabía puesto muy tenso al perder elparadero de su hija durante variosminutos.

Ella lo sabía, pero no leimportaba en lo absoluto. Desde lasilla donde había decidido sentarsedurante el resto de la fiesta, mirabaembelesada al pianista, que cadatanto le devolvía la atención,poniendo una gran cargaemocional en la ejecución de sumúsica.

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Mary rechazó a los pocos locosque se atrevieron a invitarla abailar en una noche en la que lucíatan mal que acercarse a ella eracasi vergonzoso.

Ernest decidió perderla de vista.Se ubicó en el otro lado del salón,donde un grupo de amigosmantenía discusiones acaloradassobre asuntos parlamentarios.

* * *

Julia había estado varios díasplaneando cuál era el mejor vestido

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que podía ponerse para la fiesta decumpleaños de Ernest, y se habíadecidido por uno muy escotado decolor dorado. Dejaba ver gran partede sus hombros y, lo que era másimportante para ella, lapronunciación de sus senos.

Se fue acercando con timidez,poco a poco, hacia el grupo en elque se encontraba Ernest, parapoder observarlo desde cerca.Estaba charlando con un grupo dehombres. Lo había escuchadonegarse a una pipa que se leofrecía, lo cual no era sorpresa para

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ella, porque conocía casi todo deél. Sabía que los hombres solíancriticarlo porque se negaba afumar.

Y se encontraba allí, espiandocomo si fuera un sirviente. Sentíaalgo de vergüenza de su propiaactitud. Si alguien la sorprendíaescondida allí, ¿qué iba a decir?

Lo cierto era que Mary parecíaestar fuera de sí, y no valía la penaimportunarla en sus pensamientosde ensoñadora de esa noche, queno sabía bien en qué consistían,pero intuía que se relacionaban de

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algún modo con el pianista, solopor cómo se miraban. Y, por tanto,si su mejor amiga estabacomprometida con el hombre queella amaba, y no lo quería, no eratan criticable que ella sepreocupara por él. «No, no es nadacriticable», se dijo, para acallaralgunos susurros de su consciencia.

Observó durante unos diezminutos al grupo que componíaErnest, caballeros mayores quecharlaban con buen ánimo. Sinembargo, el espíritu de él nodemostraba tal tono. Estaba allí y

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comentaba una que otra cosa, pesola discusión vehemente se llevaba acabo entre otros dos señores a losque ella nunca le habíanpresentado, pero que parecían muydistinguidos. Ambos se peleabanpor convencer al otro sobre elresultado esperado de una decisiónque debía tomar el Parlamento a laprontitud.

En un momento, observó cómoErnest se separaba con cortesía delgrupo y se alejaba del salón. Lo viocaminar rumbo al balcón máscercano a la sala donde la

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discusión aún proseguía a viva voz.

Estuvo largo rato pensando si eracorrecto ir tras él.

Quizás no fuera tan correcto,dado que era una mujer soltera y sucarabina, su madre, se encontrabalejos de ella, buscándola coninquietud por todo el salón. Lehabía costado mucho escabullirsede su madre. ¿Dejaría pasar esaoportunidad?

No podía negar que su espíritutemblaba de emoción al pensar enél. ¿Y si el doctor se había dadocuenta ya? ¿Y si conocía su

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sentimiento? ¿Qué pensaría deella? ¿Que era una tonta?

Se decidió al fin por aprovecharla oportunidad y acercarse a él. Nolo consideraba tan escandaloso,dado que un grupo de caballeroscharlaba cerca de allí y que elbalcón estaba bien iluminado porlos candelabros que colgaban delamplio pasillo.

—Doctor, ¿cómo está viviendoesta fiesta? —preguntó Julia,ingresando en el balcón en el quese hallaba él.

Ernest giró y se ubicó de

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espaldas a la calle, sorprendido porla intromisión.

Julia evitaba a toda costa que susmiradas se encontraran, dirigiendola atención hacia delante, al suelo,a la barandilla o a sus uñas.

—No sé cómo contestar a esapregunta, Julia.

El tono, la forma de hablarpesada y el aliento hicieron quefuera innecesaria más aclaración.

—Creo que ha bebidodemasiado.

Las palabras de Julia sonaban

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compasivas.

—Sí, yo creo lo mismo —contestó Ernest, y luego se llevó ala boca el último sorbo de vino quetenía en la copa que hacíaequilibrio entre sus dedos.

Dejó el vaso sobre la barandilladel balcón.

—¿Por qué no está bailando?Aún queda mucha fiesta —le dijoErnest, sin prestarle demasiadaatención.

—Ningún caballero interesanteme ha invitado esta noche.

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Ernest sonrió.

—Eso debe ser absolutamentefalso. Siempre recibe muchasinvitaciones.

—Hoy no ha sucedido eso.

—La invitaría, pero temo por miequilibrio. No haría más queaumentar el contraste entre lobuena bailarina que es usted y lopésimo que soy yo.

Julia se dio cuenta de que eldoctor se lamentaba de sí mismocon sinceridad. ¿Sería por Mary?¿Se habría enterado de cuánto le

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gustaba el pianista? Ella queríaintentar remendar sus heridas.

—¡No es verdad que sea malo!Baila bien.

Julia se permitió mirarlo de reojodurante unos instantes. Se veíamuy mal.

—Mediocre, mediocre —respondió él, dándose la vueltapara mirar hacia la calle, comoJulia lo estaba haciendo.

Ella quiso cambiar el tonolúgubre de la conversación.

—¿No le parece una hermosa

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noche? Casi puedo imaginar elperfume de las flores en el aire.

Las palabras de Julia eranimprovisadas, pero intentaba sonaralegre.

Ernest lo pensó un poco, y conun movimiento limpio del dedoempujó la copa que reposaba en labarandilla, que fue a dar a la calle,donde se hizo añicos.

—Las noches hermosas suelenromperse como el cristal.

Julia abrió bastante la boca, en ungesto de consternación.

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Ernest, al que quería llamar suyoy que era siempre tan equilibrado,estaba ese día por completo fuerade sí, al igual que su amiga. Habíapasado algo que ella desconocía.

—Vaya a disfrutar la noche, quepara usted todavía puede serinteresante. Yo tengo queretirarme, porque no se hablarábien de mí si alguien más me ve eneste estado. Confío en sudiscreción. Con su permiso, meretiro a descansar —dijo Ernest,despidiéndose de ella, y se marchó.

Julia quedó sola en el balcón.

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—Buenas noches, Ernest —contestó ella, en un susurro que noestuvo segura de que fuera audible.

Por el rabillo del ojo, lo vio subiruna escalera ancha que, segúnsuponía, lo llevaría a su habitación,donde buscaría dormir y olvidar.

¿Olvidar? ¿Existía el olvido?

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• 5 •

17 de marzo de 1815, 33 díaspara la boda.

Henry Bannerman no era unhombre tonto, y sabía que algoandaba muy mal entre Mary y eldoctor.

Ella supo, sin que le costasemucho descubrirlo, que la normalindiferencia que siempre había

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demostrado hacia Ernest se habíavuelto evidente ahora que se habíatransformado en algo más oscuro,parecido al rencor.

Su padre había terminado deconvencerse del problema entre losdos prometidos aquella mismatarde, en la que le anunció quehabía invitado a Charles y ErnestAldridge a compartir el té con ellosy recibió de parte de su hija unanegativa total a participar.

La discusión había sido violenta,pero no era la primera y contabacon grandes probabilidades de no

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ser la última.

Ella nunca tendría el caráctersumiso o templado que era loesperable en una señorita. Era unleón dispuesto a atacar paradefenderse. Sentía un peligroinminente acercándose hacia ella yse trataba del mayor de lospeligros: el de ser infeliz. Porcualquiera de los dos caminos quetomara su vida, ya fuera casarsecon Ernest o ser enviada con sustíos, sería infeliz. Y ahora habíaaparecido John, que había vueltomás compleja la trama de su

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desesperante historia.

¿Por qué había aparecido? ¿Porqué el destino lo había puesto allíen ese día, en ese lugar en el queella estaba? El destino tuvo muchasocasiones para cruzarlos, perohabía elegido el peor momento,cuando no podía dedicar susenergías al amor porque tenía queencargarse de causar lo contrario.La vida creaba bromas macabras.

Todavía le ardía la boca en aquellugar donde John le había dejadoun beso memorable. Se habíapasado gran parte de la noche

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anterior recordándolo, reviviéndoloy continuando la historia en sucabeza, haciendo que sucedieranmil cosas entre los dos que nohabían pasado y que no estabasegura de que pudieran llevarse ala realidad alguna vez.

—Mary, hija. Abre la puerta, soyyo.

La voz del señor Bannermansonó, autoritaria como siempre, alotro lado de la habitación. Noimportaba demasiado si su padreusaba palabras cariñosas o no, sutono nunca lo era.

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Mary se levantó con desgano dela cama y abrió la puerta. Solo tuvoque mirarlo para comprender cuálera el motivo por el que venía. Yadebía ser la hora de la reunión.

—¿Por qué me buscas, padre?

La mirada de Henry le advertíaque no jugara con él.

—Tu prometido y su padre estánen la salita verde.

—Ya discutimos sobre esto,padre. No me interesa participar detan amigable reunión de té.

Henry parecía casi agotado.

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Suspiró.

—El doctor Aldridge me hizo unpedido especial. Me envió con unmensaje escrito para ti.

Mary miró a su padre de reojo,sin poder adivinar si lo había leídoo no, y mucho menos en qué podíaconsistir. En todo caso, solo podíadesear con vehemencia que, siAshtown era nombrado en algunaparte de esa nota, su padre nuncallegara a leerla.

—¿De qué se trata?

El padre le extendió la mano

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derecha, en la que se encontrabauna hoja de papel doblada a laperfección y lacrada.

—Nosotros seguiremos en lasalita verde, por si decides quequieres unirte —le dijo Henry,admitiéndose vencido.

—De acuerdo.

Fue todo lo que ella contestó,porque no quería extender laconversación.

El padre de Mary se marchó de lahabitación apesadumbrado.

Ella palpó la textura del papel

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entre sus manos. Grueso, como erade esperarse, ya que el remitenteera de buena posición económica.Observó los dobleces de la hojamientras abría la nota; podíanpresumir de absoluto paralelismocon los márgenes superior einferior. La caligrafía lucíamasculina y elegante, con las letrasjuntas y algunos caracteresbastante alargados, ubicados unojunto a otro de modo regular.

Muy querida Mary:He decidido aceptar la invitación

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de su padre solo para tener laocasión de pedirle perdón por micomportamiento de la otra noche.

Le suplico que me dé laposibilidad de presentarle misdisculpas personalmente,asistiendo a la reunión informalque tendremos esta tarde con sufamilia. Si acepta, buscaré unaocasión para hablar con usteddurante el evento.

AfectuosamenteErnest Aldridge

¿Qué quería decir con eso de

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«Muy querida Mary» y«Afectuosamente»? Se dijo para símisma que el doctorcito sí quesabía ser bastante hipócrita porescrito.

Supuso que no podía ser tangrosera de no aceptar; se sentiríamal consigo misma y su padre nose lo perdonaría. Después de todo,el caballero buscaba unaoportunidad para pedir disculpas, ya nadie se le podía negar tal cosa.

¿Disculpas por qué?

Mientras pensaba en ello, cayóen la cuenta de que el papel de la

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carta despedía un aroma agradable.Había sido perfumado, sí,perfumado con deliberadaintención. Era un perfumemasculino. ¿Sería el perfume deldoctor?

—No parece un gesto muy dignode él. Con seguridad fue idea deotra persona. Quizá de su padre.Quizá no sea ni siquiera su letra —pensó en voz alta.

Con cuidado, ya que no queríadeshacer los perfectos pliegues,cerró la nota y la escondió en unlugar secreto de su cómoda, para

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que nadie pudiera acceder a ella.

Se puso un vestido de tarde, queno era el mejor modelo con el quecontaba, pero era bellísimo acomparación de aquel con el quesu prometido la había visto laúltima vez. Sonrió frente al espejoal recordarlo.

Se peinó ella misma sin muchadedicación, procurando no verse nibonita ni desarreglada, y se dirigióhacia las escaleras que la llevaríana la salita verde.

* * *

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Ambos Aldridge se levantaron desus asientos al ver a Mary ingresaren la sala. Se intercambiaron lasinclinaciones de rigor.

Henry se mostró muysorprendido. La miraba con losojos más grandes que lo usual.Luego se reacomodó mejor en lasilla y lanzó una sonrisa desatisfacción.

Mary cruzó la habitación y sesentó frente a los invitados.

—Nos alegramos de haberlatenido en casa anoche —dijoCharles, que era mucho más jocoso

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que su hijo, con alegría.

—Para mí también ha sido ungusto ser su invitada —contestóMary.

Desde ese momento, laconversación discurrió entre Henryy Charles, con muy cortasacotaciones de Ernest ycomentarios mucho más cortos aúnpor parte de Mary.

Sin embargo, tuvo una vez másesa sensación de ser apedreada poresos ojos verdosos, cuyo verdaderocolor recién ahora se atrevía adescubrir. El tono de sus ojos

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variaba con levedad visto a la luzdel atardecer que se filtraba poruna enorme ventana. Un tonoherbáceo, podría decirse; sí, conunas pintitas amarillas en el círculomás céntrico del iris.

Mary no estaba contenta con elrumbo que tomaban suspensamientos pero, como siempre,no los podía detener.

Se estaba preguntando si elperfume era de él. Nunca le habíaprestado atención a su aroma. Nosabía si era su perfume. Le habíacerrado todos sus sentidos con

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inmensa negación. ¿Podía habersurgido de su mente la idea deperfumar la carta? Se repetía una yotra vez que no tenía que pensar enello, no tenía que pensar en ello.Allí donde él encontrara un espaciocedido o una muestra de debilidad,atacaría.

Su mirada se asentó sobre él. Suchaleco era gris y su chaquetatambién, pero esta última de ungris mucho más oscuro. «Siemprese viste con colores oscuros oneutros», se dijo ella. Era muy alto.¿Se vería ella pequeña a su lado?

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¿Por qué se preguntaba eso?¿Cómo los veían los demás cuandobailaban juntos? Ella no era muyalta, por no reconocer que era casibaja.

Y su mirada fue después hacia sucabello, tan diferente al de John, enesos tonos rubios y rojizos quesiempre llamaban la atención en elcontexto gris, azulado o negro desu vestimenta normal y rutinaria.Le pareció que sus cabellostambién destacaban de modoextraño bajo las luces delatardecer, siempre misteriosas.

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Todas esas ideas le parecieronindignas de referirse a quien eracasi un enemigo. ¿Qué le estabapasando?

Los padres de ambos se fueronalejando, en lo que se notaba queera una ejecución premeditada parairlos dejando en un ambiente derelativa intimidad.

Y, mientras más distanciatomaban los mayores, se sentíamás atrapada. No sería libre enningún lugar en el que estuvieracon Ernest a solas. Él era como unagran lechuza gris dispuesta a

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lanzarse sobre ella en cualquiermomento.

Entonces comenzó a lamentarque su tía hubiese salido a comprartelas una hora antes.

* * *

Henry había logrado, con unalarga perorata que no sabía muybien de dónde había inventado, queCharles se alejara con él rumbo a labiblioteca, que se hallabaconectada por una puerta con lasalita verde.

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Allí le hablaba en voz alta demuchos volúmenes de libroscomerciales y legales que habíaadquirido hacía poco tiempo,exponiéndole cuántos tomos lefaltaban para completar lacolección. Su dedo señalaba aquí yallá, alternando entre los estantes,mientras su boca decía una serie defrases inconexas que no teníanmucho sentido y parecían armadassolo para no permitir que elsilencio ganara la batalla.

Parecía que Charles iba a lanzaruna carcajada en cualquier

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momento, a pesar de que tenía lamano puesta sobre la cadera y unarodilla un tanto flexionada en unaactitud de atención muy señorial.

—¿De qué estás hablando? —lepreguntó Charles en voz baja.

Y allí fue cuando Henry entendióque estaban dentro de un cuadromuy gracioso.

—No sé muy bien. Estoyinventando algo. No sé tanto sobreleyes.

Henry no pudo evitar reírse, niCharles acompañarlo.

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—Les quieres dar un poco deintimidad, ¿no es así?

—Sí, por supuesto, Aldridge.Quiero que tu hijo y mi hija tenganocasión de conocerse y ganarseafecto.

Henry entendió que Charlesprocuraba escuchar lo que sedecían, pero no se recibía ningúnsonido proveniente de la otrahabitación. Cualquiera que hubieraentrado directamente en labiblioteca habría asegurado que lasalita verde estaba vacía.

¿Se estarían besando o ni siquiera

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se habían dirigido la palabra? Lasopciones eran extremas.

Charles cortó el silencio.

—De acuerdo, sígueme hablandode todas esas cosas inventadas queestabas diciendo antes.

—Bien. —Henry hizo una pausapara aclarar su garganta y continuó—: Este es un volumen editado unaño atrás que contiene lasinterpretaciones de las leyescomerciales...

* * *

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Ella no lo estaba imaginando, no.Ese hombre estaba esbozando unasonrisa. Y se le habían formadounos hoyuelos muy graciosos a loscostados de la boca. ¿Siempre se leformaban esos hoyuelos cuandoreía? Se dijo a sí misma que eso noera fácil de determinar, ya que nose reía mucho.

Ernest se trasladó, lento peroresuelto, de asiento. Esto lepermitiría estar junto a Mary y almismo tiempo tener ocasión decomunicarse en un tono de vozbajo, audible para ella, pero no

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para los demás.

—¿Esto de las clases de literaturacomercial ha sido idea suya? —preguntó ella.

Ernest había tomado unaposición encorvada y miraba alsuelo mientras mantenía las manosreposando sobre las piernas, sinsaber bien qué hacer con ellas.Sonrió.

—En eso, juro que no tengo nadaque ver. Tampoco creo que seaidea de mi padre, dado que él esdemasiado... impremeditado.

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—Pues lo que están haciendo esmuy evidente. Pretenden dejarnossolos.

Ernest no se mostró dispuesto aperder el tiempo con aquel hilo dela conversación, y cambió latemática.

—Le agradezco que haya venido.Pensé que mi carta no iba a sersuficiente.

—Pues, como ve, aquí estoy:lista para que me pida disculpas.

—Sí, le quiero pedir disculpaspor mi comentario de ayer,

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mientras bailábamos, sobre lafirmeza. Fue grosero, de mal gustoy poco gentil. Espero que sepadisculparme. No es el modo en elque me comporto con regularidad,y procuraré que mis maneras no lamolesten en el futuro.

Mary se sintió desilusionada.¿Eso era todo por lo que iba a pedirperdón?

—Me desagradó mucho más loque hizo después.

—Mary, lamento no poder pedirdisculpas sobre aquello. Lo haríade nuevo si fuera necesario, no

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solo porque es usted mi prometiday quiero que lo siga siendo, sinoporque ese hombre la hará sufrir.

Mary estaba triste, pero esta vez,mientras él le entregaba sus ojosfrancos, con una mirada que ella nodevolvía, y con un tono calmo ypausado, con cariño como lehablaría un amigo, estaba dispuestaa escucharlo.

—No acepto sus disculpas,entonces.

El tono de Mary fue frío ydecidido.

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—De acuerdo. —Fue todo lo queél contestó.

Tal como lo pensaba, no iba asentirse muy desvalido niconsternado porque ella le negasesu perdón. Era probable que lo delas disculpas hubiera sido solo unatrampa para lograr verla, hablarcon ella, intentar imponerse ysabría Dios cuántas cosas más quese le pasarían por la oscura cabezaa ese hombre.

Sin embargo, eso no era tanimportante. Unas pocas palabrashabían quedado haciendo eco en su

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mente: «ese hombre la hará sufrir».

—¿Por qué asegura usted queJohn Ashtown me haría sufrir?

Ernest se movió nervioso en lasilla, pero sin cambiar la posturageneral. Lo había herido otra vezcon la puntada del rechazo, y sedijo a sí misma que quizás estabasiendo demasiado cruel. Aunque setratara de un hombre sin muchossentimientos, en algún lugar debíade tener algunos, y casi todo elmundo tenía amor propio.

—Ya lo ha hecho antes con otrasmujeres, y no tengo por qué creer

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que no lo hará ahora. Ha puesto susojos en usted, pero más como uncazador que como un hombre dehonor.

Una disertación que no transmitíamucha emoción. Un reporte deperiódico hubiera tenido más color.

De cualquier modo, Mary analizóel contenido de lo que le acababade transmitir. Al poco tiempo,espetó:

—Si hubiera manchado lareputación de alguna mujer, uncaso tan escandaloso se habríasabido con prontitud en todo

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Londres.

—Pues ha estado cerca dehacerlo varias veces, y solo losotros pretendientes, los hermanos olos padres de las jóvenesimplicadas lo han impedido.Ciertamente que le gustan jóvenesy bastante jóvenes...

Mary entendió que Ernestintentaba devolver parte del golpeque había recibido respecto a latemática de la edad.

—¿Cómo sabe usted todo eso?

Ernest no tardó mucho en

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responder, y sus palabras parecíansinceras.

—Es el hijo de un viejo amigo demi padre. Es el único motivo por elque fue invitado a la celebración demi cumpleaños.

Mary se estaba cansando deaquella discusión, y quería ir a lacuestión entre ellos dos.

—Doctor, seamos maduros. Haymuchas mujeres en Londres;veinteañeras solteras e incluso másjóvenes, y la mayoría de ellasestarían dispuestas a casarse conusted, que representa un buen

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partido.

Cualquier otra señorita ocaballero de buenas manerashubiera dicho que lanzarle aquellafrase era una impertinencia, pero élera bastante extraño, y sonrió anteaquello.

—¿Y eso significa que...?

Ernest dejó la frase pendiente apropósito, para que Mary tuvieraque continuarla.

—Que no tengo por qué ser yo.

Ernest irguió la columna,apoyando la espalda contra el

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respaldo de la silla por primera vezdesde que hubieran comenzado laconversación. Parecía como sialguien le hubiera tensado elcuerpo.

—Tiene que ser usted.

—¿Por qué yo? —preguntó ella,al borde del rencor, viendo en élmás resolución de la que esperabaencontrar.

Lo vio cavilar durante un tiempo,moviendo la cabeza hacia uno yotro lado como un chiquillo que nosabe si es conveniente o noconfesar su travesura. Pese al

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enojo, le causó un poco de graciaaquella actitud, que por primeravez le quitaba años de encima enlugar de sumárselos.

—Es lamentable, pero no me locreería, aunque se lo dijera. Pero sípuede estar segura de que no setrata de su edad, como parece claroque considera usted, dadas lasreiteradas afirmaciones que realizasobre mis años.

Mary lo miró dubitativa,buscando sus ojos.

Él levantó la vista desde un puntoinvisible de la pared del frente,

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donde los había tenido, hasta ella.

—No es su edad —le afirmó, unavez más.

Sintió que la mirada de él estabamenos velada, y que, aunque nohabía arrojado las armas al suelo, síhabía bajado los brazos. Ya noestaba luchando y ella tampocotenía intenciones de hacerlo.

El ambiente entre ellos se habíavuelto más íntimo, había másconfianza. Quizás no fuera unhombre tan cruel y falto desentimientos como ella habíapensado, aunque sí que era

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aburrido y desapasionado, y esoera insalvable ante sus ojos.

—No le puedo corresponder ensu afecto, si es que lo siente —ledijo ella, casi lamentándose de quefuera verdad.

—Ni siquiera lo ha intentado.

Las palabras de Ernest ahoraparecían una caricia. Algunascapas de la estatua seresquebrajaban y ella comenzaba aobservar indicios de que habíadebajo un hombre de verdad.

—¿Cómo se puede intentar sentir

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algo que debiera surgir connaturalidad? ¿Cómo se fuerza alcorazón? —preguntó Mary.

Su pregunta era sincera, yhubiera pagado a quien fuera capazde darle la respuesta, porque ellano se sentía capaz de cambiar larealidad de sus sentimientos.

Ernest se mantuvo pensativodurante un rato.

—No fuerces al corazón.Ábrelo... como se lo abriste a él...

Otra vez ese fantasma de pianistase retorcía entre ellos, como si no

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se pudiera disolver.

—Con él simplemente sucedió—respondió ella, como si hablaracon un amigo y no con suprometido.

—¿Qué? ¿Qué fue lo que lesucedió con él?

Ernest estaba levantandodemasiado la voz, y parecía muynecesitado de la respuesta. Almenos, demostraba que leinteresaba algo lo que ella tuvierapara decirle, aunque fuera tardepara mostrar esa atención.

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Mary temía las consecuencias deuna confesión, pero el puente deconfianza entre ellos estabatendido, y sintió que él era un buenhombre y que la entendería, y que,en caso de no entenderla, tampocola juzgaría ni la dejaría en ridículo.

—Que me atrajo, aunque estas noson declaraciones que yo debierahacer... y mucho menos a usted —le dijo ella.

Ernest suspiró, derrotado una vezmás, y devolvió su mirada al piso.

—Él le produce sensaciones queno conocía, ¿no es así?

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Ella casi podía palpar laresignación en el tono de su voz.¿Cómo lo había descrito tan bien silos sentimientos eran de ella y nosuyos?

—Sí, es así —confirmó Mary.

Ernest sonrió apenas, pero eramás una mueca que una sonrisa, yse encontraba triste.

—Mary, no significa que él sea elúnico hombre que puedacausárselas.

Ella agrandó los ojos y lo miróazorada.

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—Eso es lo menos amoroso quealguna vez escuché. No creo quenadie más pueda causármelas —dijo resuelta, habiéndose callado laaclaración «y menos usted».

Mary creyó oírlo suspirar.

—Volviendo al tema inicial, noaceptará mis disculpas, entonces...

—Dado que ha sido cortés alescuchar todo esto, aceptaré esasdisculpas que me ha pedido, perono le perdono por lo otro.

Ernest no dijo nada más, y alpoco tiempo le informó que tenía

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que ir a ver a un paciente que seencontraba enfermo de gravedad.La saludó con sosiego, igual que alos padres de ambos, que aún seencontraban parloteando en labiblioteca, y salió con rapidez,escapando de la situación.

Cuando Mary lo vio marcharse,casi pudo observar los dolores quecargaba sobre su corazón, porqueahora sabía cómo se sentía y seveía una persona que acarreabaesos pesos.

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• 6 •

17 de marzo de 1815, 33 díaspara la boda.

Caminando con lentitud por lamisma calle en la que seencontraba la residencia de losBannerman, muy pasada lamedianoche, un hombre se decía así mismo que su capa negra estabamuy bien si quería parecer una

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sombra de la noche. De haberlopodido lograr, más que una sombrahubiera querido ser una brisatransparente: más libre, más velozy más discreta, pero no tenía casopensar en ello: era imposible seruna brisa.

La entrada al pasaje[2] estababloqueada por un portón. Esto eraun primer obstáculo que ya habíaimaginado que encontraría, y cuyaúnica solución planeada era unsalto habilidoso.

Observó con movimientosveloces hacia ambos lados de la

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calle. No había nadie. Ni un oficial,ni un vigía, ni un transeúnte, idealpara alguien que no debía estar allítramando lo que tramaba.

Haciendo uso del diseñoornamental del portón, seencaramó a él. Pasó hacia el otrolado primero una pierna y la otradespués, procediendo a saltar desdelo alto. Gracias a su destrezagatuna, cayó sin herirse. Seencontraba ya dentro de laresidencia. Agradeció su prácticaconstante de boxeo y caminata. Dehaber sido un hombre sedentario

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entregado al piano durante veintehoras al día, como muchos artistassimilares a él, aquella hazañadeportiva le hubiera sido imposiblede realizar, e imaginaba que pordelante habría más obstáculos parasortear.

A pesar de la luna llena quebrillaba sobre su cabeza momentosantes, y que le había hecho elegiraquella noche para hacer su ingresoilegal, el pasaje era un túneloscuro, y tuvo que caminar a lolargo de él a tientas, rodeando uncarruaje en el proceso de avance

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hacia la salida.

Al fin llegó al sector donde sehallaba el establo, el gallinero, yparte de la cocina. Agradeció queno hubiera nadie por ahí, hasta queun sonido, que parecía un silbidode viento, pero era demasiadofuerte y entonado para serlo, lohizo maldecir su suerte. Volvió aocultarse entre las sombras delpasaje, un lugar al que no legustaba tener que regresar.

Desde allí, pudo observar a unaforma humana azulada, quesuponía que sería un sirviente, ir

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hacia su retrete. Silbaba algunacanción que, de manera extraña, élnunca había escuchado, pero que sisoportaba mucho tiempo más nopodría quitar de su mente en variosdías. Tenía gran facilidad paramemorizar melodías.

Prefirió no mirar al hombremientras hacía sus necesidades. Noera requerido y le parecía un actobastante innoble, incluso para él.

Cuando el sirviente huboterminado con su cometido, se fuepor donde había venido, aúnsilbando en un tono apenas

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perceptible la extraña canción,hacia el interior de la casa, dondesuponía que se encontrarían lashabitaciones de servicio delsubsuelo.

John dejó salir la bocanada deaire que había tenido contenida enlos pulmones. Por el momento,estaba a salvo.

Desde el mismo lugar en que sehallaba, sin exponerse, analizó elmuro que separaba aquella suciaregión de trabajo arduo de laelegante majestuosidad del jardín.Tenía al menos dos metros de alto.

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Se observó las piernas y supo queno serían suficientes. Tenía queencontrar algún modo de trepar lapared, pero parecía ser bastantelisa. No confiaba en tener ningúnpunto de apoyo que le permitierallegar al otro lado.

Cuando empezaba a sentirse uncompleto idiota irreverente porestar ahí, descubrió cerca de laentrada de la caballeriza la formade lo que parecía ser una escalera.Se apresuró a observar. Debía sersu día de suerte, porque sí, era unaescalera, y con la altura suficiente

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como para permitirle saltar el muroque lo llevaría al jardín, y tal vezmás allá.

Entonces la puso en posiciónhorizontal, la levantó y se la llevóhasta el muro. La utilizó para subira él y, una vez que se encontrómontado sobre la pared, levantó laescalera haciendo acopio de todasu fuerza y la colocó sobre lagravilla del jardín, asentándola enel otro lado del muro. Se apresuróa bajar por allí.

Tal como había imaginado, nohabía luz en ninguna ventana. A

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esa hora, todos los integrantes de lacasa se hallarían durmiendo, locual era lógico.

El jardín era muy bonito, concaminos laterales y otros queformaban una cruz, encontrándoseen el centro, donde una cantidadhermosa de flores se amontonabaformando un círculo. Todo aquellose veía en tonos azulados ygrisáceos bajo la brillante luz de laluna.

Atravesó la longitud del jardín.Se detuvo a una distancia prudentede la ventana de la habitación de

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Mary, destino cuya ubicaciónrecordaba a la perfección, dado queella misma le había entregadotodas las respuestas necesarias paraformarse un mapa mental.

Levantó unas cuantas piedrecillasdel suelo de gravilla que se hallababajo sus pies y lanzó una hacia laventana de la joven. Solo arrojaríalas otras en caso de no obtenerrespuesta.

Mientras esperaba ver algún tipode movimiento, jugaba con losguijarros, pasándolos en el aire deuna mano a otra.

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Había enloquecido, sí. No podíaser de otra manera.

* * *

Mary no podía cerrar los ojosaquella noche. Daba vueltas en lacama pensando en los dos hombresque configuraban ahora supresente.

Ernest le parecía entonces unbuen hombre, pero no le causaba eltorrente de sensaciones que John.¡Y de John estaba tan segura deestar enamorada! Estaba

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convencida de haber soñado con élla noche anterior, aunque no lorecordaba bien. Se habíadespertado sintiendo cierto sabor afelicidad, por lo que el sueño debióhaber sido agradable.

Muy diferente era la realidad quele tocaba vivir. Las cosas noestaban yendo según los planes.

Ernest no estaba desilusionado enla medida esperada. Por otra parte,para terminar de componer elcuadro descalabrado, se habíaenamorado hasta la perdición de unhombre de las artes, que nunca

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sería bien visto por su padre.

Su mente estaba yendo muyrápido. John nunca le habíahablado de matrimonio. Solo lahabía besado.

¿Había sido sutil solo parahacerla desear? Se sintióavergonzada de sus propiospensamientos impuros, pero debióabandonarlos para fijar su atenciónen el sonido de una piedrecilla queparecía haberse estrellado contra suventana.

Se acercó con lentitud, muyatemorizada, y vio que debajo se

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encontraba John. Tenía el cabelloatado y llevaba una capa, pero,bajo los haces de luz de luna, eraevidente que se trataba de él.¿Estaba loco? ¿Qué hacía ahí?Cualquiera de los residentes de sucasa podía verlo. Si eso sucedía, lavida podía complicárseledemasiado.

El infiltrado le pidió con señasque abriera la ventana, y así lohizo. Mientras tanto, él arrastrabauna escalera que le permitiríatrepar al segundo piso. Luego dearribar a la ventana, hizo un salto

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que lo dejó dentro de la recámara.Le pareció raro que alguien tanmusculoso pudiera ser al mismotiempo tan ágil.

—Hermosa dama, perdón poresta irrupción. Necesitaba verte.

¿Le había dicho hermosa? Esalocura amorosa avanzaba a granvelocidad.

Por otra parte, ahora locomprendía todo. Aquello depedirle que diera señas sobre suhabitación había sido un truco, untruco inteligente para obtener losdatos que necesitaba para realizar

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esa visita tan inaceptable comodeliciosa.

John había subido tan rápido queno le había permitido ponerse elsalto de cama. Se encontraba solocon su camisa de dormir y no sabíacómo taparse. Se sentía casidesnuda, a pesar de que no loestaba. Agarró una frazada que seencontraba sobre la cama y lautilizó para cubrirse.

Entonces se sintió incendiada porla mirada masculina.

—¿Tienes frío o tienes miedo?No me dices nada... Me alejaré de

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la ventana para que no me vean.

Mary corrió, nerviosa, la cortina.

En la habitación solo sedivisaban sombras, y aun ellas condificultad. Estaba oscura, dado quehacía un buen rato que Mary habíaapagado la vela que se encontrabasobre su mesita de noche. No loveía, sino que lo intuíadeslizándose cerca de ella.

—No sé qué es lo que siento,John. Creo que es miedo. Todoesto es muy repentino —susurróella.

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—Lo sé. Lo sé. Tenía que verte—le dijo él, antes de recorrer lospasos que los separaban y apretarlaentre sus brazos.

La soltó para poder apreciarla,objetivo casi imposible en aquelambiente negro como un bosque enluna nueva.

—Te imagino muy bella y sé quelo estás. Puedo adivinarte en laoscuridad —le dijo él.

—John... tengo miedo.

—¿Me temes a mí? ¿A que nosdescubran? ¿A qué le temes?

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—Le temo a todo en estosmomentos.

—¿Dónde crees que podríamosubicarnos para que yo tuvieratiempo de esconderme si alguienentrara? Tú conoces tu habitación.Yo casi no veo nada.

—Detrás de aquel biombo —dijoMary, señalando un rincón cercanoa un ropero.

John la tomó de la mano confirmeza.

—Condúceme allá —le solicitóél, en voz baja.

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Mary sentía que el corazón se ledesbocaba y que el peligro estabamuy cerca. Nunca había tenidotanto miedo y tantas ganas decontinuar por un camino al mismotiempo. Veía a su propiaracionalidad saludarla y alejarse,mientras ella se iba de la mano deuna pasión intensa. Las ganas deseguir experimentando lo que éltuviera que ofrecerle superaban altemor.

Como conocía de memoria suhabitación, lo condujo conhabilidad de animal nocturno hasta

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detrás del biombo.

—Es aquí.

Él tanteó en la oscuridad enbusca de un muro o un punto deapoyo. Encontró la puerta delropero y dejó descansar su espaldasobre ella. Agarró a Mary por lacintura. Luego se fue sentando de apoco sobre la alfombra que cubríael piso, conduciendo a la joven aque lo hiciera junto con él. Cuandollegaron al suelo, colocó a la jovensobre su regazo.

—Me siento extraña.

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Mary seguía sujetando con lamano que no le estaba dando aJohn la frazada que sentía como laúnica protección entre ellos dos,aunque no valiera de mucho.

—Relájate, no haré nada que nodesees.

Mary suspiró y apoyó su cabezasobre el hombro de John. Élcomenzó a acariciarle el cabello,que ahora se hallaba libre y lecubría la espalda.

—Creo que eso no me deja muytranquila.

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—Entonces será que te temes a ti,no a mí.

John rio con picardía,controlando la intensidad delsonido que producía.

—No veía la hora de tenerteconmigo, Mary —le dijo él conuna voz azucarada.

—Yo tampoco, pero noimaginaba cómo podríamosencontrar una nueva excusa paravernos.

—Me alegra saber que no estabaspensando en Aldridge.

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—También estaba pensando enél.

—¿Cómo?

—Pero pensaba en él de un mododiferente...

John sostuvo la cabeza de Maryentre sus manos.

—No sé si entiendo. Ese hombreestá enamorado de ti, y ese hechoes claro. La sociedad entera sabeque hace unos días pidió tu mano yque tú lo aceptaste.

—En ese momento aún no teconocía, John.

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—Sí, pero me disgusta que estétan cerca de ti, siempreacechándote.

Mary comenzó a jugar, guiadapor el tacto, con los botones delchaleco de John.

—Supongo que él pensará lomismo de ti.

Mary quiso reírse, pero no lohizo.

—¡Qué graciosa es usted, dulcedama! ¿Y tú a quién quieres? —Sellevó la mano de ella hacia suslabios y se la besó—. La decisión

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es tuya, Mary.

—Te quiero a ti, creo. —Suspalabras tenían un tono tímido,mientras seguía jugando con losbotones como una distracción.

Se dio cuenta de que ya nosostenía la frazada, pero no sabíaen qué momento la había soltado.

—¿Crees? —interrogó John,arrastrando con dulzura la palabra.

Pudo percibir que la boca deJohn se encontraba muy cerca,porque su aliento caliente lerebotaba en una de sus mejillas, y

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en cuanto menos se hubo dadocuenta estaba inmersa en un besocomo no conocía que se pudieradar, ya no casto como el primero,sino mucho más explorador yosado.

—No tengas miedo de tocarme—le susurraba John entre besos,mientras sus manos reptaban por sucintura y su espalda.

Como si la maldición de mildemonios hubiera caído sobreellos, escucharon el crujir de lapuerta de la habitación al abrirse.

Aunque intentaron mirarse a los

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ojos para comunicarse, todo estabamuy oscuro. Se ayudaronmutuamente a ponerse de pie.Mary se apresuró a salir desdedetrás del biombo.

La señora Jennings, que sosteníaen su mano una palmatoria con unavela encendida, la miraba conpreocupación.

—Pasé a ver si estabas bien,porque me había parecido escucharruidos que provenían de aquí.Pensé que podría haberte sentadonuevamente mal la cena y estarteniendo una mala noche. ¿Qué

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hacías junto al ropero, Mary?

La mujer movía un poco lacabeza, que se encontraba cubiertapor un gorro gracioso con losextremos fruncidos en doblecesapiñados. No se atrevió a revisar ellugar.

Mary hizo todo lo posible pormostrar entereza y pidió a sucerebro una reacción iluminada.

—Estaba cambiándome elcamisón, tía. Esto es todo. Ustedsabe que la ropa de dormir no essiempre cómoda, y que a vecestengo problemas para conciliar

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bien el sueño, pero este que tengoahora es el camisón más cómodoque he probado y ya estoy enperfectas condiciones para seguirdurmiendo. No se preocupe. Lacena me ha sentado a la perfección.

La señora Jennings esbozó unasonrisa tierna.

—¡Oh!, ¡cuánto me alegro,Mary! Nos asustamos mucho laúltima vez. Bueno... me retiro paradejarte descansar. Hasta dentro deunas horas, Mary.

—Hasta luego, tía.

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La señora Jennings se marchó ycerró la puerta tras ella.

Mary tragó saliva. Habían estadomuy cerca de ser descubiertos.

John salió del escondite. Pudoobservar frente a ella algunaslíneas perimetrales de él. Se movía.Parecía estar acomodándose elchaleco.

—John, ¡lo lamento!

—Yo no sé si lo lamento —dijoél, y luego lanzó un suspiro, queella escuchó con claridad.

—¿Te irás?

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—Sí, es peligroso que nosencuentren, pero más peligroso aúnsi no nos encuentran. ¿Meentiendes, Mary?

—No, no te entiendo —le dijoella, aunque creía saber a qué serefería.

John le dio un beso corto que lehumedeció sus labios y huyó conrapidez por donde había venido,dejando solo sensaciones dehormigueo en los sitios que anteshabían recorrido sus manos.

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• 7 •

22 de marzo de 1815, 28 díaspara la boda.

Los días se arrastraban conlentitud desde el último encuentrocon John. No habían pasadodemasiadas horas, pero la soledadlúgubre de su hogar sumada a lanecesidad insatisfecha de recibirnoticias de su amado la tenían al

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borde de la enfermedad nerviosa.

Sabía muy poco de él y no seimaginaba cómo podía generar unnuevo encuentro, cuáles eran loslugares que frecuentaba o en quéhorarios lo hacía. Conocía de JohnAshtown mucho menos de lo quehubiera deseado. De habersedecidido a escribir sobre él, nopodría haber llenado más de unapágina. ¿Se había enamorado dealguien que seguía siendo undesconocido?

Mientras su mente se atiborrabacon esas preguntas y su boca se

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negaba a hacer lo mismo con lastostadas y el queso que estabadesayunando, su padre la obligó asalir de su ensimismamiento.

—Mary, hay un asunto quequiero discutir ahora contigo,aprovechando que la señoraJennings ha salido.

Ella sintió que podíaatragantarse, pero se apuró agenerar saliva suficiente paraempujar la comida, que de igualmodo tardó en comenzar a caerhacia su estómago.

—Te escucho, padre.

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Henry Bannerman se aclaró lagarganta para hablar, lo que, segúnel conocimiento que tenía sobre supadre, era un gesto con el queadmitía cierta tensión.

—He notado durante el últimotiempo demasiada cercanía entre túy ese joven Ashtown. ¿Entiendes alo que me refiero?

Henry Bannerman parecíadetectar parte de lo que estabasucediendo y no lo avalaba. Maryno necesitaba escuchar las palabrasdichas con tanta claridad, porquecasi podía leer en su cabeza.

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—No entiendo bien a qué terefieres, padre. Apenas conozco alseñor Ashtown.

El hombre dejó de mirar hacia elespacio vacío que se hallaba a sufrente y le dirigió su mirada.

—Hija, no juegues conmigo.

Mary dejó, con los dedos tensos,la cucharita de té sobre el plato.Hizo acopio de fuerzas paramentir.

—Te estoy siendo sincera. Soyuna dama comprometida y, encuanto a ese caballero del que me

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hablas, poco más que su nombresé.

Sus ojos, al conectar con los desu padre, no se delataron.

Henry pareció estar evaluando lasituación, como si las palabras desu hija fueran tan inverosímilescomo la teoría de que pudierafingir tan bien.

—Espero que así sea... porquedebo admitir que tu cercanía conese hombre me genera ciertainquietud. He oído hablar poco deél, nunca bien. Es muy dado a lamoda y al cuidado personal, pero

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muy poco a las maneras gentiles.La palabra «caballero» no pareceaplicársele y, a pesar de que supadre frecuenta a algunas denuestras amistades, por susituación económica y la educaciónde su familia es claramente de unaclase inferior a la nuestra.

Mary sintió que las mejillas leardían, y rogó que esa sensación nose manifestara de manera visual,aunque al poco tiempo, cuando supadre le dedicó una sonrisa torcida,ella entendió que el engaño no sehabía asentado con todo su peso.

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—Insisto en lo que he dicho. Notengo interés en el caballero encuestión.

—¿Caballero? Mmmm. —Henryhizo un gesto con la mano como siquisiera espantar algo en el aireque lo estuviera molestando—.Cambiemos de tema, pero te aclaroque voy a seguirte más de cerca yque voy a continuar indagándotesobre ese hombre hasta que mequede completamente claro que tucabeza no alberga la loca idea detener algo con él. Debo velar por tubienestar y espero que sepas

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comprenderlo.

Henry continuó con su desayunocomo si allí no se hubiera estadohablando de nada trascendente,bebiendo el té con muchas ganas.Ella no pudo probar ningún bocadomás, ni siquiera a sabiendas de quehacerlo ayudaría al papel queestaba interpretando.

Su padre, luego de unosmomentos, hizo un comentariobreve:

—Hemos sido invitados al baileque realizará el señor Sharp en suresidencia dentro de tres días. Los

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Aldridge ya me han confirmado suasistencia. Será una ocasión idealpara que puedas seguirprofundizando el conocimientomutuo con el doctor. ¿No lo crees?

—Sí, padre, así es —dijo ella,reprimiendo el suspiro que queríadejar escapar.

Mathias Sharp era uncomerciante próspero que se habíaenriquecido en poco tiempo.Debido a su caudal creciente dedinero, resultaba agradable engrado sumo a su padre. A ella solole parecía un hombre gordinflón de

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modales recargados. Y, para colmode males, ¡asistirían también losAldridge!

Su padre decía velar por subienestar, pero estaba muy lejos deentender en qué consistía suverdadero bienestar.

Se sentía como una flor regadacon arena y atrapada en unahabitación sin sol.

* * *

Mary arribó a la residencia de los

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Sharp con un vestido de seda tanclaro que parecía ser blanco. Aquelvestido de baile siempre le habíagustado por darle un aire ingenuo yencantador, que le permitíamantener al resguardo de lassombras su verdaderapersonalidad, mientras fingía ser loque otros esperaban que fuera.

Llegó con el mismo desánimoque había tenido los díasanteriores, pero pretendiendoocultarlo muy bien. El señor y laseñora Sharp los recibieron congran calidez, demasiada para su

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gusto personal. Reían de un modorabioso y grosero, y hablaban hastael punto en el que uno pensaba queiba a tener que pedirles que secallaran o resignarse a enloquecer.

Al poco tiempo descubrió a Johnentre la multitud. Esa noche lucíamejor que nunca y no tenía modode pasar desapercibido. Su abrigo ysu pantalón negros eran muysimilares a los que llevaba cuandolo había conocido, y le sentaban demaravilla. Portaba también unchaleco en tonos de amarillosluminosos, y no pudo evitar

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sentirse un poco hipnotizada poresas formas sinuosas tan bonitasbordadas con hilo dorado sobreaquella prenda.

Él tardó un poco más enreconocerla. Al hacerlo, la sonrisaque le dedicó fue dulce y directa,amplia como eran sus ojos y susmanos.

Todo estaba saliendo hasta esemomento mucho mejor de loesperado. Rogó a Dios noencontrarse con Ernest. Seríademasiado para una sola noche ysus nervios todavía no se habían

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recuperado del último encuentro.Además, era probable quearruinara otra vez sus brevesmomentos de felicidad.

El baile todavía no habíacomenzado, por lo que siguió a sutía, que se acercaba a un grupo deamigas entradas en años.

A los minutos, vio cómo Julia lehacía señas desde el otro lado delamplio salón y, disculpándose conel grupo en el que se hallaba, lodejó para dirigirse hacia ella.

Se tomaron de las manos duranteun instante.

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—Julia, te extrañé.

—Yo también, amiga. ¿Cómohas estado?

Mary sonrió, pero el tinte de lasonrisa era un poco triste. Pensóque habían sucedido demasiadoshechos, pero sentía vergüenza decontarlo. No quería hacerlo, así quese dispuso a resumir.

—Me encuentro bien, aunque heestado un poco nerviosa en elúltimo tiempo.

Julia la miró con una cejalevantada, pidiendo así más

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información de la que le estabasiendo develada.

—¿Y cuál de los dos caballeroste ha causado esos nervios?

—¿De cuáles dos caballeroshablas?

—El señor Ashtown o el doctorAldridge, Mary.

Julia parecía estarse disgustando.

Mary interpretaba que su amigano quería tratar el tema encuestión. Acababan de saludarse yhabían recaído en la cuestión deErnest. Era claro que Julia no podía

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sacar al doctor de sus pensamientosni de sus conversaciones.

—John Ashtown, claro. El doctorno está esta noche, y debo dar lasgracias al Cielo por ello. Siestuviera entre los asistentes, sololograría ponerme más nerviosa.

Julia dejó de prestarle atención ydirigió su mirada detrás delhombro de Mary, con una cara quebien podría juzgarse dehipnotizada.

Cuando se dio vuelta paraintentar comprender qué era lo queJulia miraba, se topó con la

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impactante figura de Ernest, queesa noche parecía lucir más alto,sin saber si por el efecto de la luz oel orgullo, y que la miraba a losojos, implacable.

—Señorita Bannerman, señoritaWilmington —dijo Ernest.

Julia no pudo evitar, comosiempre que aparecía la personaque tanto la cautivaba, ser laprimera en hablar.

—Doctor Aldridge, no imaginabaencontrarle esta noche aquí.

Solo entonces logró que Ernest

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quitara su mirada de Mary y se ladirigiese a ella.

—Los Sharp son amigos de mipadre desde hace algún tiempo, ypor lo tanto míos también.

—¡Oh, comprendo!

Otra mirada breve a Mary, comosi se le hubiera escapado.

—Julia, me gustaría quecompartiera este baile conmigo.¿Acepta? —le preguntó él.

—De acuerdo, doctor —respondió ella, mostrando tantaemoción que se encontraba al

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límite de la buena educación. Tantaafectación no era bien vista por losmás acérrimos conocedores de lasmaneras gentiles.

Ernest pareció percibir ciertaternura extrema en las palabras deJulia que le resultó desagradable,porque hizo un gesto de disgustoque duró un solo segundo, y quesolo Mary llegó a interpretar.

—Y el conjunto siguiente,señorita Bannerman, espero queme lo dedique a mí. ¿Sería esoposible?

—Sí, doctor —contestó Mary en

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un tono neutro que no expresabanada, y que era bastante indigno deuna persona voluble como ella.

Ernest ofreció el brazo a Julia,sin quitar la mirada a Mary, quienentonces lamentó haber aceptadocompartir algo con él.

Pensó en huir otra vez hasta queterminara el baile prometido aErnest, pero descartó la idea alinstante. Semejante truco no podíausarse más de una vez, y no habíafuncionado en la ocasión anterior.

Se quedó charlando con otrasjovencitas solteras que hacían

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frecuentes alusiones tanto a JohnAshtown como a Ernest Aldridge;uno era el modelo del hombreguapo y atractivo, y el otro era elobjetivo matrimonial de cualquiermujer que no hubiera perdido larazón. También la felicitaban porsu elección. Mary no entendía todoese parloteo, ni tampococonsideraba al doctor Aldridge tanimportante o deseable.

El tiempo se fue con lentitud,como si no quisiera marcharse. Enun momento determinado, vio quelas jovencitas que formaban el

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grupo en que estaba inmersa,atontadas, comenzaban a hacerse aun lado a medida que Ernest seacercaba a ella.

—Vengo por el baile que meprometió, señorita Bannerman.

—Sí, claro.

Mary le contestó con todo eldesgano que pudo reunir y lo tomódel brazo, dirigiéndose con élrumbo a la pista de baile.

—Luce usted maravillosa estanoche.

—Es usted muy cortés.

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¿Y ahora qué estaba intentando?¿Cortejarla cuando faltaba menosde un mes para que se casaran?¿No se suponía que eso debíahacerse antes?

—¿Me permitiría llamarla por sunombre de pila cuando no nosescuchen los demás?

Mary no entendía hacia dóndeiba todo aquello, aunque le habíanenseñado que un hombre no podíallamar por su nombre de pila a unamujer que no fuera su esposa o unaamiga de viejos tiempos. Tampocole importaba en lo absoluto, como

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las demás normas de la sociedadque seguía la gente inteligente, nola gente como ella.

—Puede decirme como quiera.

Si el rostro de él era neutral, el deella era imperturbable. Se habríadicho, al verla, que se trataba deuna muñeca muy bien articulada.Quizás se moviera con muchagracia y se viera muy bonita, perono había en sus gestos rastros deemoción o goce alguno.

Si Ernest se encontrabadisgustado por tal comportamiento,no lo había dejado ver hasta ese

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momento.

—De acuerdo. ¿Podría usteddedicar una tarde a enseñarme abailar? ¿Sería mucha molestia?

—No baila tan mal, doctor.

Ella se reprimió durante unmomento, pero al final acabódeslizando por su boca una levesonrisa, que era sincera, quizásavergonzada por haber intentadodar una palmadita de espalda yhaber lanzado, en su lugar, unadeclaración demasiado sincera.

—Pero me gustaría bailar bien,

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como lo hace usted, que se deslizapor la pista como si flotara en vezde caminar.

El paso de baile los separódurante unos momentos.

Mary no tenía idea de cómopodía paliar esa situación, así quese resignó a seguirle el juego.

—De acuerdo. Podría visitarnosuna tarde y yo le enseñaría.

—Se lo agradezco mucho.

El resto del baile quecompartieron se mantuvo sin másdiálogo. El silencio fue tenso y él

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buscó múltiples veces su miradasin conseguirla casi nunca. Alconcluir, Ernest la llevó a dar unascuantas vueltas alrededor de lapista, esperando, quizás, que así nopudiera bailar con nadie más.

Toda la consciencia de Marysobre la presencia de Ernest seesfumó al divisar a John, que seacercaba hacia ellos.

Su acompañante lo interpretó alsegundo y su sangre, disparada, seasentó en su rostro para encenderlela piel y la expresión.

—Doctor Aldridge, creo que la

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segunda pieza del conjunto yaterminó y me gustaría bailar elpróximo con la señorita. ¿Qué diceusted, señorita Bannerman?

El tono de John era duro. Marynunca lo había visto así. Sumandíbula se mostraba tensa.

—Si no le molesta, doctorAldridge... —dijo ella.

Las palabras de Mary, queintentaban ser una disculpa, nohabían servido para nada.

Ernest no tuvo otra opción quesoltarla. Se separó un poco de ella,

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que le quitó su mano del brazo.Con los músculos del rostrodemasiado tiesos, dirigió a Johnuna mirada clara de desafío, yluego se fue con lentitud ysolemnidad.

El rostro de John estabatransformado.

—No me gusta que pases tantotiempo cerca de ese hombre.

—Solo bailaba con él. Es unafiesta, John, y es mi prometido¿Qué puedo hacer?

Aunque sabía que John estaba

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encolerizado, ella se lo atribuyó alos celos, y eso le gustaba. Elrostro se le iluminó.

Ernest estaba bailando otra vezcon Julia, pero no la perdía devista. Eso ya casi no importaba.Parecía que Mary tenía pintada enla cara una sonrisa eterna.

—Solo bailabas con él, pero a esehombre le gustas mucho. Le gustasde un modo posesivo como megustas a mí —susurró John en untono que era rudo pero ardiente.

Mary no sabía qué responder aeso.

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—Solo era un baile, John.

—Tengo miedo de que te acabeconquistando.

—¿Ernest?

—Pensé que sería más propiollamarle doctor Aldridge.

El rostro de John ibaenrojeciendo el color, lo quedemostraba que su irritación nohacía más que crecer.

Por suerte, la segunda pieza delbaile estaba pronta a concluir. Paraese momento, Mary habíacambiado de opinión. No le

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gustaba la faceta de John queacababa de conocer. No queríaestar cerca de esa cara. Pensó quela evitaría cuantas veces pudiera,ya que solo le gustaba la otra, laque la hacía vibrar.

Terminó el baile, se dedicaronsaludos recíprocos y se separaron.

* * *

Ernest no volvió a pedir otrobaile con Mary, ni quiso bailarmucho más esa noche. Se dedicó amantener conversaciones

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superfluas que muy poco leinteresaban con grupos decaballeros que se encontraransiempre en un lugar donde pudieramantener a Mary bien observada.

Tan tenaz fue su vigilancia, quedetectó cuando ella recibió en sumano una nota pequeña y le resultóevidente que unos minutos mástarde salía rumbo al jardín.

¿Se repetiría una vez más lahistoria de los peines?

Se fue detrás de ella sin pensarlodos veces.

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• 8 •

22 de marzo de 1815, 28 díaspara la boda.

Mary escuchaba a suspensamientos tartamudear.

Había buscado un lugar bastantesombrío bajo un árbol. Teníamiedo de que los descubrieran.Sabía que su tía andaba cerca, perohabía aprovechado la ocasión en

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que se marchaba al salón de juegospara poder encontrarse con John.Agradecía que su carabina notuviera la sagacidad de su padre, yque fuera mucho más dada a losnaipes que este. Después de todo,era la segunda vez que hacía uso dela misma debilidad de la señoraJennings.

—Esto se parece mucho a algoque ya viví.

No, no era la voz de John. Era eltono maduro de un personajeoscuro. Era Ernest, que veníadispuesto a arruinar su agradable

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encuentro.

—¿Qué hace aquí, doctorAldridge? —dijo Mary, entregandoa Ernest una mirada llena de furia.

—Sería más propicio preguntarqué hace usted. Seguramente noestá aquí para entregarle besosfurtivos a su prometido, ya queconozco bastante bien al citadocaballero y no ha sido convocado asu encuentro.

La pose de Ernest era teatral.Tenía los brazos en jarra y laspiernas abiertas.

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—¡Es usted tan desagradable! —le dijo Mary sin medir las palabras,como acostumbraba, dejando volaral ave vehemente que era susinceridad.

—Y como soy tan desagradable,usted espera al agradable señorAshtown, que tiene enorme calidadpara ejecutar el piano y para otrasartes en las que se utilizan lasmanos.

Mary elevó más su mentón.

—Es un impertinente. ¿Y quésabe usted acerca de sus manos?

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—Lo de la habilidad y velocidadde las manos de Ashtown eshartamente conocido en el mundode los caballeros, así como en el dealgunas damas...

—Lo injuria para alejarlo de mí.

Una voz distinta a la de elloscruzó el aire que los separaba.

—Aldridge...

John había llegado con rapidez,sin que los otros dos se dierancuenta.

Ernest interpuso el cuerpo entreMary y John, como una metáfora

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de lo que también hacía con lasemociones y sentimientos de ellos.

—¿Por qué citas a mi prometidaen el jardín?

John estaba jadeando. Parecíaque había llegado corriendo. Marysupuso que los había divisado yadesde la lejanía y se habíaimaginado los problemas en losque estaban metidos.

—Aldridge, sabes sobradamenteque su compromiso fue un arreglo.

Ernest parecía haber recibido ungolpe inesperado. Miró a Mary.

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—¿Eso le ha dicho, señoritaBannerman? ¿Que el matrimoniofue arreglado?

Mary tenía deseos de hundir sumirada veinte metros bajo tierra.

—Es más complejo que eso,señor Ashtown.

Fue todo lo que Mary pudo decir,agradeciendo por una vez que laespalda de Ernest le impidieramirar a los ojos del otro hombre,porque, de hacerlo, el sentimientode vergüenza habría sidoinsoportable. Era una rebelde ysolía romper las reglas, pero su

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comportamiento actual eraincorrecto, y algún lugar recónditode su conciencia siempre hacía unaque otra aparición pararecordárselo.

—Esta señorita me aceptó sinestar obligada. Y, sin importar lascondiciones, esta joven es miprometida. Me voy a marcharahora solo porque no quiero iniciarun escándalo, y tres personasdesaparecidas de los salones sondemasiadas.

Centró la mirada en los ojos deMary.

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—No digas luego que no te loadvertí, Mary, y no meavergüences. No nos arrastres a losdos por el fango. No lo hagas.

Ernest señaló con el dedo índicea Ashtown y sentenció:

—Este hombre no lo merece.

Luego el foco de su mirada sedirigió hacia John.

—Voy a estar a la cantidad depasos suficientes para verlos. Si lehaces algo carente de decoro, voy avenir por ti, y no me importarán niel escándalo ni los años de amistad

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que unen a nuestros padres.

¿Quién se creía ese hombre paraintervenir entre ellos? ¿Y paradecidir qué podía y qué no podíahacerle John? Sí, claro, se creía suprometido, pero la cuestión de sucasamiento había estado casiarreglada antes de que él le pidieramatrimonio. Ahora debía soportarlos absurdos derechos que queríaejercer sobre ella, y que, aunquetoda la sociedad diera por justos yevidentes, a ella no le parecíantales.

Cuando se encontraron solos,

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John se recostó contra el árbol sindecir nada, intentandotranquilizarse.

—No voy a poder hacer nada delo que quiero hacerte mientras nosesté mirando —le dijo él.

Mary lo observó con tristeza yalgo de inquietud. Llevaban variosminutos allí y no podía ausentarsetanto tiempo. Su tía y los demásconocidos comenzarían a buscarla.

—Ahora no importa. ¿Te alegrasde verme? —le respondió ella.

—Todo lo que puedo, dadas las

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circunstancias. Tuve que hacer usode la amistad que mi padre tienecon los Sharp para poder estar hoyaquí, y vine solo porque imaginéque asistirías, pero Aldridge se lasarregló para arruinarme la noche.

Como John suponía que Ernestno podía verle tanto como los ojos,aprovechó para hacer con ellos loque no podía hacer con las manos,y le tendió miradas que ibaarrastrando a lo largo y ancho delcuerpo femenino, insistiendo en suescote y su boca.

Mary comprendió la dificultad, y

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supo que la mirada era lo máximoque iba a tener de él mientras sehallaran en esa situación, así que ledevolvió la mala intención con unasonrisa.

—Pronto, hermosa, pronto —lesusurró John.

Mary solo suspiró.

—Debemos volver. Nuestraausencia levantará sospechas y eslo peor que nos puede pasar. Esonos complicaría mucho la vida —dijo él.

John daba muestras de cordura

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por primera vez durante toda esanoche.

—Sí, tienes razón —dijo ella.

Mary buscaba una despedidaadecuada, pero no sabía cómodebía reaccionar. Le habíanenseñado cómo comportarse bajolas normas de la buena sociedad,nunca fuera de ellas. Allí no habíaetiqueta ni reglas de las quepudiera asirse.

—Vuelve tú primero. Yoregresaré en unos instantes. Esmejor que no nos vean entrarjuntos —propuso John.

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Mary le dedicó una sonrisa más yse fue apesadumbrada.

Ernest había encontrado unanueva ocasión para producirleodio, y en ese momento el ardordel sentimiento estabaincrementado por la reincidencia.¿Acaso ese hombre no conocía elorgullo o la resignación? Todo loque tenía que hacer era romper elcompromiso con ella.

* * *

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Mary volvió a la pista de baile yErnest aún seguía en los exteriores.Sus miradas se habían cruzadocuando ella ingresaba al edificio, ysupo que era probable que dejarade ser el observador y pasara a serel observado, solo por lapreocupación que la damaalbergaba por John.

El doctor se dirigió hacia sucontrincante, que todavía no habíaingresado al recinto.

Era consciente de que aquellopodía transformarse en unescándalo, y ese escándalo se veía

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cada vez más cerca. ¿A ella leimportaba? Lo más probable eraque no.

Siempre la había observadoactuar como una sentimental eirracional. No le importaban lasnormas, las buenas costumbres, laeducación que se le había dado nilos caminos trazados para ella. Erauna rebelde, y quizá más... quizásuna libertina.

Se sintió disconforme consigomismo al pensar en ella en esostérminos. Tal vez los adjetivosfueran demasiado duros para

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alguien que no quería ser arrastradapor el río. Esa actitud que tantomalestar le causaba en esosmomentos era la misma que antesle había gustado. Era un pocoirónico, pero todo terminabateniendo sus dos caras.

¿Tendría él otra cara? ¿Una másoscura y dispuesta a saltarse lasnormas? Había sido siempredemasiado sensato y atento conella. Su edad cronológica se habíaencontrado fuera de sincronía casitoda su vida con su edad mental.Había asumido demasiadas

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responsabilidades, preocupadosiempre por lo que los demásesperaban de él y por lo que otrosquerían que él fuera.

Y ella huía de todos esos amarressin que las consecuencias leimportaran.

Pero John Ashtown era otrotema. Un cazafortunas, quizás. Oun hombre demasiado vil,dispuesto a aprovecharse de lainocencia de una jovencita paraluego dejar su reputación y sussentimientos en el lodo. No iba apermitir que eso sucediera.

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Ahora se encontraba frente a él,cara a cara, y la situación debía serdejada en claro.

—¿Qué estás haciendo,Ashtown?

Ernest no iba a perder el tiempo,y todo aquello ya lo estabahartando.

—Lo Lamento, Aldridge.Ninguno de los hechos quepresenciaste eran agresionespersonales contra ti.

—A mí no me interesan tusexcusas. Esta joven no es alguien

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con quien debas jugar. Hay muchasviudas deseosas de tener tuspasionales servicios.

—Sé que no debo jugar con ella.Ella es especial. Me enamoré deella, Aldridge. Es un afecto real yno la estoy engañando.

Ernest no podía creer lo que oía.Sus cejas formaron arcos amplios yelevados. Esas palabras nocorrespondían al hombre de moralrelajada que sabía muy bien queJohn era.

—¿Me dices que no es un juego?¿Que no estás jugando, cuando

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siempre haces lo mismo?

—Sí, eso es lo que te digo. No esun juego esta vez. Puedo jurártelo.—John se aclaró la garganta ycontinuó—: Lamento que sea tuprometida, Aldridge, pero lo ciertoes que aún no te has casado conella y que voy a luchar para evitarque la tengas.

Ernest se sentía retado de modoabierto. ¿Le estaba diciendo queMary nunca sería su esposa? ¿Seatrevía a ello sin sentir nivergüenza ni comezón?

Lo señaló entonces con el dedo,

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apuntando entre los ojos de suoponente, como si llevara un armaen lugar de una mano.

—No, Ashtown. Con ella no. Esmi prometida —le contestó Ernest,con un acento especial en lapalabra «mi».

John abrió los brazos, mostrandolas palmas, indicando con estegesto que no podía hacer nadarespecto a la situación de disgustomás allá de lo que le habíaprometido hacer.

—Si es así, lo lamento. Deberásluchar por ella y hacer que te elija,

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y debo decirte que los naipes noestán a tu favor.

Ernest bajó el brazo y tensó lacolumna. Se irguió. La que habíasido una lucha contra él mismoahora se volvía una batalla entretres.

—Que así sea. Pero te adviertoalgo: si la utilizas o la maltratas,sin importar qué diga ella, te retaréa duelo y morirás.

John tragó saliva. El aire entreellos se sentía caliente y todos losque conocían a Ernest sabían quejamás faltaba a su palabra.

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—De acuerdo —dijo John,asintiendo con la cabeza.

Las cartas no estaban, por cierto,a su favor, pero esta vez no seretiraría del juego por eso. Esohacían los malos jugadores y élllevaba demasiados años jugandomal.

El ataque sería contundente, e ibaa reconsiderar algunas suciastécnicas del enemigo que anteshabía desechado.

Si ella buscaba pasión ysensualidad, pasión y sensualidad

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le daría.

* * *

Mary estaba ahogada en suspensamientos. Lo único que hacíaera mover de manera frenética suabanico y recorrer en la mente loseventos de la noche.

Se encontraba sola, intentandoolvidar las vivencias amargas paraconcentrarse en las agradables. Lassonrisas compartidas con John y lacomplicidad de la que formabanparte la llenaban de satisfacción.

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Sabía que la relación con élsignificaba un problema. Mientrasfuera soltera, seguiría siendocustodiada por su tía, que ahora seencontraba muy cerca de la silladonde ella descansaba. Además,era la prometida de otro hombre, elcual era posesivo en grado sumo,como casi todos los hombres. Johnno le había propuesto matrimonioy, de haberlo hecho, lasposibilidades de que su padreaprobara tal unión eran ínfimas.Una fuga conjunta quizás sería laúnica manera de lograr concretar

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algo bajo el amparo de la ley. Y sise transformaba en su amante unavez casada con Ernest... tendríaque ser luego de dar un heredero, ode lo contrario sería algoescandaloso más allá de los límitesimaginables.

El camino era como un laberintode que no conocía la salida. Todoel escenario parecía estarcompuesto de muros, muros y másmuros.

Todas sus disquisiciones fueroninterrumpidas por una voz ya muyconocida por ella.

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—Te tengo un mensaje de John.Te espero en la biblioteca. —Escuchó que le susurraba Ernest,mientras fingía pasar caminando demodo casual por detrás de su silla.

Mary no tuvo tiempo deresponder, ni siquiera de decirleque no sabía dónde se encontrabala biblioteca. Además, tenía queencontrar la manera de escapar dela mirada de su tía.

Tuvo que esperar un buen ratohasta que la señora Jennings semudara de lugar, hasta un grupo deseñoras añosas como ella, que se

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encontraban en el otro extremo dela pista. Se la veía muy entretenida;era probable que estuvierancontando los chismes másescandalosos y calientes de latemporada. Creyó que tenía unosdiez o quince minutos a su favor.

Así fue que se decidió aesfumarse, bordeando a paso lentopero decidido el salón que estabasiendo usado como pista de baile.Cruzó la puerta, que se encontrabaabierta, y bajó con rapidez por lasescaleras hacia el piso inferior,cubriéndose un sector del rostro

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con el abanico. En la planta baja nohalló a nadie, pero sabía quecualquiera podía pasar por allí deun momento a otro. Si ladescubrían, ya tenía pensado decirque estaba buscando a su doncellapara que le cambiase los zapatos,que se le estaban por deshacer.

Supuso que la biblioteca debíaestar al final del largo pasillo delprimer piso, y hacia allí se dirigiócon un paso corto y veloz, quecualquiera hubiera juzgado comoestar corriendo.

Encontró unas cuantas puertas

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que daban hacia el pasillo y estimóque una de ellas debía ser labiblioteca, por lo que comenzó acaminar con lentitud, intentandodeterminar por intuición,adivinación o alguna muestra físicaevidente cuál era el salón quebuscaba.

No tuvo que analizarlo muchotiempo más. Por una puertaentreabierta salió de repente unbrazo que la atrajo hacia el interiorde una habitación, tirando de sumuñeca con fuerza.

La biblioteca había estado cerca,

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en efecto. Ahora se hallaba dentrode ella.

El susto se deshizo al comprobarquién era su acompañante. Esepersonaje tan petulante nunca lehabía causado miedo. Erademasiado grande, pero nodemasiado fuerte.

Su larga silueta bloqueaba lapuerta cerrada. Ernest tenía losbrazos en cruz en la espalda.

Al observar mejor su pose y sumirada, que ahora llameaba de unmodo que antes no lo había hecho,un poco húmeda y demasiado

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decidida, comenzó a sentir algo deincomodidad.

Era otro hombre. Sus ojos ahoradepredaban y ella comenzaba asentir que acudir a la cita habíasido un error. Hizo caso omiso deaquella molestia y arremetió contraErnest como si no la estuvierasintiendo.

—Vine porque me dijiste quetenías un mensaje para mí. ¿Cuáles el mensaje?

Él curvó la boca en una sonrisacasi maligna. Mary sintió que leclavaban algo en la mitad de la

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columna vertebral. Luego el doctorsuavizó el gesto.

—No tengo ningún mensaje deAshtown.

Mary abrió más los ojos, conunas maneras que en otras mujeresse hubieran juzgado de actuadas yexageradas, pero que en ella, tanemocional y transparente, eransinceras.

—Me dijiste que tenías unmensaje de él.

Ernest acortaba la distancia entreellos, mientras su mirada la

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perseguía como a una presa. Semovía con paso lento y firme.

Ella retrocedía con temor, casiarrastrándose, y luego de chocarcontra un escritorio fue a intentaresconderse detrás de los estantes deuna biblioteca, donde en tres pasosamplios Ernest la tuvo atrapada.

—Sabía que vendrías si te decíaeso.

Mary estaba viendo entonces ellado poco amable del doctor. ¿Lapensaba someter allí mismo?

Se irguió y levantó el mentón, sin

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dejar que su postura develara eluniverso de dudas y miedos que laacorralaba.

—¡Te odio! Eres de lo másdesagradable que he conocido...

Ernest la tomó por la cintura y laacercó hacia su cuerpo mucho másallá de lo que se le hubierapermitido a alguien que no fueraun esposo. Mary podía sentir losmuslos de Ernest presionandocontra su vestido. Y ese personaje,¿de dónde había salido?

—¿Qué haces? ¿No crees quefuiste suficientemente ridículo esta

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noche? Suéltame.

Ernest no le hacía caso. La teníaamarrada con firmeza y parecíainmutable.

Ella no sabía qué pensar ni sentir.Ese no era el ceniciento doctorAldridge, que ella hubiera juradoque jugaba a los naipes con laslechuzas en los cementerios, a lahora en que los espíritus andabanen pena.

Ernest apoyó su frente contra lade ella.

—Podría ser un hombre más

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ridículo aun... tan ridículo como túdesees...

Mary tragó saliva. Estaba a puntode llorar. No sabía cuánto tiempomás contendría las lágrimas. Laimpotencia y un cócteldesagradable de sentimientos defrustración se arremolinaban en sucabeza.

Le golpeó el pecho con los puñosy las lágrimas comenzaron aescapársele, pero él no la soltó.

Su boca femenina formaba ungesto rabioso.

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—Eres tan ruin... tan ruin...

Ella sollozaba, y le costócomprender lo que sucedía cuandoErnest comenzó a besarle el rostroen los caminos que las lágrimasformaban mientras resbalaban.

En un momento, que ella no supobien cuál era, el beso rodó de lamejilla al cuello.

—Dime qué te hace que tanto tegusta y te lo haré. Dime qué no tehace que te gustaría y también te loharé.

Las palabras de esa voz

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masculina llegaban en lentaprocesión desde otra dimensión. Elsonido de la pronunciación sehabía agravado y esta vez sí teníauna gran carga emocional.

Lo odiaba y quería detenerlo,pero su mente no enviaba la señalde alejarse. Él le hablaba de unmodo meloso que se le antojabairresistible y sus besos, diferentes alos besos posesivos de John, leresultaban cálidos y acogedores.Los roces que le dedicaba parecíanser una danza de labios ofrecida aella.

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Ahora estaba jugando con suoreja, mordisqueando como sibuscara algo, mientras sus defensasseguían cayendo.

Cerró los ojos cuando Ernestacercó su boca a la de ella. Elperfume que emanaba del cuello deél, que alguna vez había olido coninsistencia en un trozo de papel, sele colaba en la nariz sin pedirpermiso. Iba a dejar que tomara suslabios sin resistirse.

Ernest no pareció dispuesto adesaprovechar la oportunidad.Intensificó el abrazo y lo hizo más

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envolvente y posesivo. Ella ya nosabía dónde estaba ni con quién, yprefería ignorarlo.

Él comenzó el contacto consuavidad, tomando entre sus labiosel labio inferior de Mary, y luegoel superior, y estuvo un buentiempo dedicado a eso, hasta queprofundizó e intensificó el beso,dejando que sus lenguas seencontraran y se saludaran, sintensión y sin imposición. Ambosdisfrutaban de los saborescompartidos y los leves contactosdesequilibrantes.

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Mary se hallaba otra vez perdidapor el deseo. En esta ocasión, setrataba de otro hombre. Reconocíala sensación, porque ya la habíasentido antes. Aunque estabaembelesada con el beso de Ernest,que parecía no terminarse nunca,recordaba sus palabras cuando ledecía que otros hombres le podíanhacer sentir lo mismo que John.

Odiaba reconocer que él teníarazón. Sentía deseo. ¿Qué otronombre podía ponerle a esanecesidad hambrienta de que laapretara más contra su cuerpo?

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Ernest separó apenas un poco susbocas. Él también estaba extasiadoy no quería volver al mundo real.

—¿Quieres que te siga besando?

Las palabras eran pronunciadascomo una risa o como un silbido,más que como sonidos connotación propia.

Ella solo pudo responder con unsuspiro, que él interpretó como unaafirmación útil para volver aacometer contra su boca, esta vezintensificando el juego con loslabios de Mary. Como ella ya noquería zafarse, les permitió a sus

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manos, ahora libres, jugar con lanuca y el cabello de la joven. Lesujetaba el pelo para apartarlo delrostro, luego le hundía los dedosentre la masa de rizos, después lefrotaba la cabeza en círculos yvolvía a comenzar.

Ella bajó los puños, que yahabían dejado de luchar contra élhacía varios minutos, y relajó lasmanos a los costados.

Al momento siguiente las usópara detener las de Ernest, que detanto ir y venir por su cabeza leestaban haciendo escapar las pocas

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ideas cuerdas que le pudieranquedar.

Interrumpió el beso de repenteporque vio que la situación sedescarriaba. Reconocía su propioardor, y el de él era asimismoevidente, tanto por el ritmo de surespiración como por el calor y latensión que, aun a través de lasropas que los separaban, podíasentir a la altura de su entrepierna.

Lo miró con tristeza y vergüenza.

—¿Qué me hiciste hacer?

Él le respondió en un tono de voz

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muy bajo. Aún se encontraba algosedado.

—Nada. Tú aceptaste lo que teofrecí, por una vez.

Ernest sonreía satisfecho, eintentaba tomar entre sus manos lasde Mary, pero ella no se lopermitía.

—Ya me entregué antes a él.

La sonrisa de Ernest desapareciódel rostro. Se mordió el labioinferior y miró hacia los costados.Luego volvió sus ojos hacia los deella.

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—Esto que sientes por él y pormí es deseo, no es amor, y acabode demostrarte que no es John elúnico que te lo puede causar.

—Me imagino que ya tedesilusionaste lo suficiente, quecancelarás el compromiso.

Ernest se cruzó de brazos. Hizoel gesto de una sonrisa con la bocacerrada, muy digno de un bufón.

—No lo suficiente. No voy trastu virtud ni tras tu juventud comotú crees, aunque tu noticia no seagrata ni me cause satisfacción.

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Mary no podía creer loinfatigable que era aquel hombre.Parecía que nada lo podía hacerretroceder, que nunca se iba arendir.

—¿Y por qué yo? —preguntóella de un modo tan melancólicoque él no pudo negarse aresponderle.

—Si te lo digo, lo usarás paraaprovecharte de eso de ahora enmás, pero lo haré de todos modos.Es la pasión y la fuerza con la quevives la vida. Eres tormentosa —letomó el mentón con una mano—, y

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eso es lo que siempre amé de ti.

Mary sintió que ya no tenía nadamás que decir. Lo rodeó paraalejarse de él, se acabó de secar laspocas lágrimas que le habíanquedado sin besar y se fue de lahabitación en silencio, ante lamirada incrédula de Ernest, quehabía logrado sentirse ganador solopor breves instantes. Inolvidablesinstantes.

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• 9 •

23 de marzo de 1815, 27 díaspara la boda.

Ernest se encontraba en eldespacho de su residencia.

La noche anterior había sidolarga y estado llena de sucesosinesperados. Demasiados eventoshabían acontecido todos juntos.

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Había vivido el odio, los celos, elrencor, la pasión, el amor y ladulzura. Todas las emocionesseparadas solo por breves períodosde tiempo.

Un libro reposaba sobre elescritorio. Tenía un lomo alto decolor granate, adornado con varioscírculos floreados y guardas endorado. En letras mayúsculas seleía: «Orgullo y prejuicio». Lastapas estaban decoradas con unpapel símil de mármol veteado entonos negros, amarillos y siena.

Lo abrió sin prestar demasiada

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atención a lo que hacía, con losojos puestos en algún puntoimaginario de la habitación.

Había vuelto a cometer unalocura. Había pedido a su mozo decuadra, al que le tenía granconfianza, que hablara con susamistades en el servicio de lafamilia Bannerman para investigarsi era posible hacer una oferta dedinero a cambio de un favor que éliba a necesitar. En el mismo día, eljoven no solo había investigado,sino que también le habíaconcertado ya el acuerdo.

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Mientras su dedo vagaba sinsentido por las páginas del libro,una serie de imágenes iba llegandoa su cabeza. Había llegado muylejos, pero... ¿era capaz decontinuar?

Cerró el libro con un solomovimiento, lo tomó en su mano ypartió de su hogar con una ilusión:que esa noche tuviera un sabor aúnmejor que la anterior.

* * *

El corazón del doctor estaba

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acelerado y no sabía si era o nocorrecto darle lugar a la culpa.

La sombra de Ernest, que ibaataviado con una capa, pasabadesapercibida entre las calmas ydormidas calles de Londres. Noquería llamar la atención, y sucarruaje o caballo con seguridad lohubiesen hecho, por lo que iba apie. Así, como alguien más, con surostro oculto por la oscuridad,nadie podía sospechar su identidado intenciones.

El edificio donde moraban losBannerman lo recibió a los pocos

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minutos. La puerta de entradaprincipal, azul durante el día, algolpe de la oscuridad de lamedianoche parecía negra. Decualquier modo, aquella puerta nole estaba destinada en esas horas.

No tenía la suerte de que la lunalo acompañase. La única manerade comprobar la hora era acercarseal farol de aceite de la calle, queiluminaba la entrada al área deservicio, y observarla en su reloj debolsillo. Eran las cero horas enpunto, tal como se había acordado.

La esfera de luz del farol lo

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dejaba descubierto, y le podíapermitir a cualquier transeúntereconocerlo, por lo que al instantese alejó de la fuente lumínica de lacalle.

Se ubicó frente a la puerta dehierro labrado que le daría entradaen el área[3]. La empujó consuavidad, temeroso. Nunca habíaingresado en esa sección deninguna casa y no sabía si la puertaestaba trabada con cerrojo. Para sutranquilidad, la puertecilla cediócon rapidez el paso, con un ligeroruido de fricción de bisagras.

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Respiró hondamente, se acomodómejor el libro que llevaba bajo elbrazo y bajó los pocos peldaños dela escalera que lo conduciría alsubsuelo. Le habían dicho quedebía golpear la puerta blanca, porlo que comenzó a buscarla. Lahalló a pocos pasos, luego de hacerun giro hacia su derecha.

Al encontrarse a escaso espaciode la puerta, se dijo a sí mismo quetodavía podía marcharse, que todaesa locura que había tramado podíaterminar allí y que nadie sabríanada; pero la fantasmagórica

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ilusión de volver a ver a Mary,muy endulzada por sus propiossentimientos, le hizo continuar.

Como había sido pactado, sacóun pedazo de papel del bolsillo y lohizo resbalar por debajo de lapuerta.

Comenzó a sentir que el corazónle tamborileaba en las sienes. Másarriba, solo un ruidoso vientopasajero que corría por la calle seacordaba de los que a esas horasestaban fuera de sus casas.

¿Lo estarían esperando?

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La puerta se abrió sin dejar ver aningún ser humano, causando máschirrido del que él hubierapreferido bajo aquellascondiciones. Desde fuera se veíaun reflejo de luz, así que decidióentrar. Una sola vela se hallabasobre una mesita rústica y pocotrabajada. Cerca de la únicaventana que la pequeña habitacióntenía, podía adivinarse una sombrahumana, pero su rostro y figurasprecisas eran imposibles dedeterminar.

—Doctor, temía que no se

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animara a venir —le dijo unsusurro de mujer madura, desde elespacio en el que se hallaba sudesconocida interlocutora.

Ernest sintió que la vergüenza lemordisqueaba la piel, la sangre, loshuesos y hasta el alma, y no supoqué debía contestar a aquello.

Sacó de un bolsillo de supantalón una bolsita pequeña, queal momento extendió sobre lapalma de la mano abierta:

—Aquí tiene. Es lo que hemosacordado.

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Hubo un espacio de silencio tanlargo que le molestó.

—Espere. Antes yo quiero queusted entienda algo. Yo no estoyvendiendo a la señorita ni muchomenos...

—¡Cómo puede decir...!

—¡Shhh! Permítame decirle queesta no es su casa, doctor, y queusted no manda aquí. Además, mivida nunca va a estar en sus manos,porque a mí no me atienden losdoctores. —Hizo una pausa, yluego continuó—: El señorBannerman no es el mejor señor al

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que he atendido y usted parece serun poco mejor que él. Esa niña estácansada de vivir bajo este techo yes muy infeliz, y a su padre... losoportamos con resignación todoslos sirvientes.

Ernest comprendió que suposición era complicada y decidiócallar.

—Antes de que lo deje continuary cerremos este trato, me tiene quejurar que no hará daño a laseñorita, y que esta visita estáconsentida por ella —dijo la mujeren un tono que se oía como una

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sentencia, y con una acentuaciónsobre la palabra «daño» que nodejaba ninguna duda con respecto asu interpretación.

A través de la ventana,observaron pasar los pies de doshombres que transitaban por elfrente de la propiedad.

Sintió pánico de que pudiera serdescubierto, de que alguien pudieraescuchar esa conversación oscurasobre un trato todavía más oscuro,y decidió dejar de lado lasreticencias y mentir sobre elconsentimiento de Mary, ya que

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solo podía jurar de corazón lo deevitarle cualquier daño.

—Le doy mi palabra sobre ambasdeclaraciones.

—De acuerdo. Deje la bolsitasobre la mesa.

Ernest hizo lo que la mujer lehabía indicado.

—A esta hora todos nosotrosdormimos, pero intente sersilencioso. Siga su camino hacia elfondo, hasta pasar la zona delavandería. Allí encontrará unaescalera pequeña de madera que lo

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llevará hasta el corazón de laplanta baja. Desde ahí, ya sabrácómo ubicarse para llegar alsegundo piso. En el segundo pisoduerme la señorita, en la primerapuerta de la derecha. Si seequivoca… —le pareció escucharuna pequeña risita, que bien podríahaber sido de una niña—, si seequivoca puede que caiga en losaposentos del señor.

—De acuerdo. Muchas gracias,señora —fue todo lo que Ernestdijo antes de continuar su caminopor el pasillo.

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—Si quiere, puede llevarse lavela.

Al ver el oscuro camino quehabía destinado para sí mismo,comprendió que no tenía elección.Regresó sobre sus pasos y tomó elobjeto ofrecido de la pequeñamesita.

Procuraba que sus pasos fueranlo más livianos que su existenciafísica le permitiera. En aquelmomento, hubiera deseado poderser un espectro para materializarsedespués, pero sabía cuánirrealizable era semejante idea, por

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lo que se atuvo a caminar conrapidez y sigilo, con pasos casipegados al suelo para que sus botasno evidenciaran su presencia.

Encontró lo que juzgó comorecámaras donde dormían, ensecciones separadas, hombres ymujeres del servicio. Atravesótambién una pequeña bodega yluego llegó hasta donde se hallabandos grandes fregaderos. Caminó unpoco más, recordando las palabrasque la mujer le había dicho, yencontró una escalera pequeña demadera.

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No pudo evitar constreñir loslabios cuando, al comenzar a subirla escalera, sus pasos fueronseguidos por el eco rechinante deellos mismos. Se dijo que ya nopodía volver atrás, que habíallegado muy lejos, y continuó.

A los pocos segundos, seencontró sobre el suelo entarimadodel comedor, y luego lo dejó parapasar al salón central, por el quetomó las escaleras principales demármol que lo llevarían hasta elpiso superior. En aquel ascenso sesintió demasiado vulnerable, por lo

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que sopló la vela cuya luz lemarcaba el camino.

Utilizó su tacto y se aferró a lapared para no caer. Recreó en sumente un mapa de aquellassecciones de la propiedad queconocía, como el primer piso, paracaminar con paso más firme yotorgarse una seguridad que nosentía.

En esas condiciones llegó alprimer piso, y tomó otra vez lasescaleras para seguir hacia elsegundo. Allí, a la derecha, loesperaba la habitación de Mary. Al

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fin había llegado.

Utilizó su tacto para determinardónde comenzaba y terminaba unahabitación. Cuando huboencontrado la primera puerta de laderecha, suspiró. Se reía en tonobajo de su locura, que por primeravez en tantos años hacía suaparición; y de su osadía, quenunca había creído tener.

Tocó con un puño tímido lapuerta y se alejó lo suficiente comopara ampararse de cualquier luzque pudiera emerger de lahabitación si alguien salía de allí.

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La puerta se abrió con lentitud.La pequeña cabeza de Mary,envuelta en el halo de luz que leotorgaba la vela que llevaba en lamano, emergió apenas haciaafuera.

* * *

Mary hizo unos pasos fuera de lahabitación, contra toda supredicción de valentía, pero no vioa nadie. Regresó entonces a larecámara, preguntándose si quizásel edificio que siempre había

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ocupado su familia estabaencantado sin que ella lo hubieranotado. ¿Podía ser eso? ¿Seríaprobable que centenarios fantasmasarrastraran sus cadenas, sudesdicha y sus pecados por lospasillos sin que nadie más sehubiera dado cuenta hasta esemomento? ¿O era que losfantasmas podían de repente unanoche despertar de su sueño yrecordar que debían vagar por elmundo? Esa teoría no lucíaconvincente.

Mientras se hallaba en esos

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inverosímiles pensamientos, lapuerta de su habitación se abrió derepente y una sombra enorme ynegra, que parecía ser de unhombre, ingresó en ella. Duranteunos segundos el corazón se leparalizó y la sangre se le fue delrostro.

—No temas. Soy yo —susurróErnest.

Mary se hallaba sentada sobre lacama, con la espalda contra elrespaldo y las sábanas a mediocubrirla. Los cabellos, muy largos,le caían lluviosos por los hombros

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y el pecho.

—¿Qué hace aquí?

Mary se incorporó, sintiéndoseentre aturdida y enojada.

—¿Ha enloquecido yatotalmente? —continuó Mary.

Ella aclaró su enfado con susbrazos cruzados y el entrecejofruncido, pero él no parecíaencontrase asombrado.

—Hace tiempo que perdí todacordura, ¿no lo sabes todavía?

Mary suspiró mientras hacía ungesto muy gracioso con las cejas

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que denotaba cansancio y adultasuperioridad.

—Te traje un regalo —le dijoErnest, extendiendo la mano en laque llevaba el libro.

Ella miró el lomo. Sus ojosparecían achicarse aún másmientras hacía un esfuerzo por leeren lo que era casi la oscuridad.

—¿Orgullo y prejuicio?

—El mismo.

Mary lo miró sin expresarninguna emoción y tomó conbrusquedad el libro de su mano,

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para luego dejarlo sobre el muebledonde tiempo antes había estado lavela.

—Gracias, doctor. ¿Ya se va opreferiría someterme a sus deseosuna vez más?

La pose de Mary no parecíaindicar una invitación, pero elobjetivo de sus palabras tampocoera claro.

Él mostró una sonrisa torcida enseñal de que no se hallaba en loabsoluto herido por la pregunta.

—Dime tú si te gustó que te

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sometiera a mis deseos...

Como era de esperarse, ese tonola indignó.

—Creo que debería irse, doctor.Está en la habitación de unajovencita soltera e inocente con laque todavía no se ha casado. Por lotanto, no estoy obligada ni a sersuya, ni a satisfacer sus deseos, ni adarle un heredero, ni a obedecerle,ni a ninguna de las otras cosas a lasque somos sometidas cuandoestamos casadas. Mientras llegaese horroroso momento, deberáesperar.

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Ernest mostró una sonrisamelancólica.

—¿Tan malo será?

—Tan malo como vivir con unhombre muy maduro de caráctergris, y tan poco entendido en lasartes y la sensibilidad que solopuede seguir una rutina diaria sinningún tipo de emoción.

Él solo tardó unos pocosinstantes en reaccionar.

—Continúas buscando herirme, ypese a que no sé cuánto de verdado mentira hay en tus palabras, debo

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asumir que mis besos de anoche note parecieron tan grises. Quizá conuna buena cantidad diaria de ellosperderías esa idea tan mala quetienes de mí. ¿No crees, señoritaBannerman?

Ernest acortó los pasos entreellos, de manera que ambos podíansentir la respiración del otro.

Las palabras de Mary habíanlogrado mucho más que las de él.Iba ganando. Su pequeño einaccesible espacio de venganzainterior era defendido con un tratodistante, que esperaba que fuera

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suficiente para disolver losrecuerdos que su adversarioesgrimía.

Entendía cómo él disfrutabarefregándole su debilidad de lanoche anterior. Entendía queesperaba derribar sus defensas yque lo dejara entrar en su vida.Estaba sorprendida de que sehubiera atrevido a tanto comollegar a su habitación en la noche,siendo un hombre tan protocolar yconservador, un ejemplo de uncaballero verdadero y aburrido.Estaba azorada, pero no iba a

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transparentar sus velos, porque esodaría a Ernest más espacio parauna lucha que no deseaba que sellevara a cabo.

Él le acercó más el rostro, hastaque sus narices casi estuvieron porchocar.

—¿No me contestas nada, Mary?

Una piedrecilla cruzó en esemomento la habitación, silbando supresencia. Ernest alejó a Mary dela ventana y luego se acercó aobservar.

Era John; ella estaba casi segura.

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Ernest también lo había visto. Laescasa luz de la luna era suficientepara reconocerlo.

La postura del doctor, con laspalmas apoyadas a los costados dela ventana y la boca en una líneatensa, la inquietaba aún más. Nosabía qué podía esperar de él comosiguiente movimiento.

Mary corrió hacia la ventana yvio que John había colocado unaescalera para comenzar su ascensohasta la habitación.

Ernest la miró de mododesafiante. Ella le respondió con

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unos ojos bailarines que semostraban apresados por el miedo.¿Qué podía hacer ella? Si gritaba,todo se volvería un gran escándalo.¡Dos hombres en su habitación!Eso le supondría estar eliminadapara siempre de cualquier círculosocial respetable.

—¿Te gustaría ver cómo cae alpiso tu príncipe azul cuandoempuje la escalera? Sería divertido.

Ernest le hablaba, pero no lamiraba. Asía los bastonesverticales de la escalera mientrasJohn estaba a punto de llegar a la

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altura de la habitación. Sacóentonces medio cuerpo fuera por laventana, para que John lo pudieraver. Sus ojos se encontraron en elespacio vertical que los separaba yel otro hombre se detuvo.

Ernest le dijo en un tono bajo,que tenía por fin que le leyera loslabios, que se bajara, y como ya lehabía separado la escalera de lapared, aquello era una advertencia,no un pedido.

Cuando John se hubo bajado,avergonzado y furioso, quitó laescalera del muro y la dejó a un

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lado, entre unos arbustos.

Ernest apoyó la espalda contra laventana, se cruzó de brazos y miróa Mary, satisfecho.

—Estos momentos no tienenprecio en oro.

—¡Le podrías haber hecho daño!

—De acuerdo, pero luego yosería perdonado, ya que la víctimano iba a ser otra que el amante demi prometida. ¿El amante o unamante? ¿Cómo debería decirlo?

Mary se lanzó contra él como sihubiera sufrido una transmutación

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a bestia salvaje. Le tomó lassolapas de su abrigo intentandosacudirlo, lo que le fue imposibledados el peso y la fuerza de él, queni siquiera necesitaba defenderse.

—¡Me tienes harta! ¡Con tusideas posesivas, tu intervención, tupersecución, con todo! Déjame enpaz. No te pertenezco, ¿me hasoído?

Lo golpeó en el pecho con lospuños y se alejó de espaldas a él.Comenzó luego a dar vueltasyendo y volviendo en un mismolugar.

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—¡Te exijo que te marches ahoramismo de mi habitación!

—Claro... me iré —contestóErnest, haciendo una inclinaciónexagerada, y se lanzó como untornado hacia ella. Le tomó la bocacon la suya y la levantó en susbrazos. Con rabia, la sentó en elalféizar de la ventana, que sealzaba a una altura ideal para él, ypermaneció de pie, levementeagachado para cubrirle el rostro debesos febriles y apasionados, sinpensamientos ni medidas.

Ella se sintió como en una nube o

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en un sueño, sin saber si debíaresponder activa o pasivamente, siaquello le causaba odio o legustaba.

Lo que Mary no podía negarseera que la impulsividad y la pasiónde Ernest disparaban sus instintosde mujer. Fue ella quien abrió alpoco tiempo sus piernas para queél pudiera ubicarse entre ellas y lefuera más fácil besarla.

Casi podía palpar sus celos y suardor. Lo sintió. Sintió que algocomo una braza ardía bajo elpantalón de Ernest e intuía que era

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una prueba de que la estabadeseando. Eso le causó un granorgullo femenino, y en esemomento comenzó a responder alos besos de los que antes solohabía sido víctima, y acomplementar su abrazo cuandoantes se había negado a tocarlo.

Las manos de Mary medíaninteresadas los hombros anchos yla espalda larga del hombre queparecía estarla comiendo, mientrasse preguntaba por qué loscaballeros llevaban siempre tantasprendas de vestir sobre ellos.

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Cuando lo encerró entre suspiernas, formando una cruz conellas a la altura de los glúteos de él,fue consciente de que con ellohabía recrudecido el deseomasculino. Ernest parecía entoncesmenos dispuesto a detenerse. ¿Sedetendría?

La respuesta fue casi evidentecuando comenzó a recorrer su pielbajo la camisa de dormir, donde lasmanos largas ya se habían colado.

Mary comenzó a lanzar quejidosquedos al tiempo que él la llevabahacia la cama, aún enlazado por

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sus piernas. Algunos de los sonidosque su voz emitía eran cubiertospor los truenos que habíancomenzado a bramar unos instantesantes, anunciando una tormenta.

La dejó sobre las sábanas y luegose acomodó sobre ella, extendiendoel fuego mediante cariciassuperficiales, en algunos sectoresde piel simples roces, a lo largo delpequeño torso y los glúteos firmes,avanzando ya hacia sus muslos ysu zona más sensible.

—Yo inicié todo esto, pero... ¿lodeseas como lo deseo yo? —le

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preguntó Ernest, entre suspiro ysuspiro.

Una luz de cordura se coló desdela mente de Mary hacia supresente. Sus planes se estabandesbaratando. Por una nocheinteresante iba a perder laposibilidad de vivir con un hombreque la emocionara toda su vida.

—No... No... Esto está mal.

Ernest se detuvo. Todavía teníala respiración agitada. Tomó elfino mentón de Mary entre susmanos.

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—¿Por qué con él sí y conmigono?

No podía decirle la verdad acercade su virtud, que convenía que élsiguiera considerando perdida, asíque mintió:

—Con él tengo sensacionesdiferentes.

Ernest cerró los ojos durante uninstante largo y suspiró. Saltó de lacama, tomó la capa que habíadejado caer y se fue por la puertaque había usado para entrar, todoello sin ni siquiera mirarla.

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* * *

Mary buscó a John a lo largo desu campo de visión, porque tenía elpresentimiento de que no se habíamarchado luego de su altercadocon Ernest.

Su vida era una locura. Sentíatodavía arder los dedos de Ernesten donde la había tocado mientrasbuscaba a otro hombre. Al fin, sumirada lo encontró. Estaba en elextremo opuesto del jardín, sentadoallí, sobre el banco, cabizbajo.

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Se dijo que lo mejor sería pedirleque se fuera.

Descendió las escaleras, envueltaen su salto de cama, hasta la plantabaja.

No pudo evitar correr hasta laventana de la salita y asomarse amirar. Observó a Ernest marcharsecomo una sombra, sin nombre y sincolor, por la calle que le conduciríahacia la residencia de los Aldridge,¿o quizás hacia algún burdel dondese sacaría las ganas que ella lehabía dejado? La sola idea lecausaba repugnancia.

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Se alejó de allí y corrió hacia eldespacho de su padre. Esperabaque la llave de la puerta que dabaal jardín no estuviera guardaba enun cajón con cerradura. Pensar enuna llave custodiada por otra llavele sonaba algo irónico.

Cuando se encontró frente alenorme escritorio del señorBannerman, buscó en el cajónsuperior de la derecha. Había allímuchas cosas, pero no estaba lallave. Luego hizo lo mismo con elinferior, de modo apresurado y alborde de perder toda la paciencia

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que le quedaba. Allí, entre la tintay las plumas, la encontró.

A los pocos segundos, llegó aljardín.

John se puso de pie, asustado enun primer momento, por habersecreído descubierto. Luego lareconoció, y se abalanzó hacia ella.Cuando estuvo a un paso, le tomócon fuerza los brazos entre suspuños.

—¿Por qué estaba en tuhabitación?

La lluvia era inminente.

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—Suéltame. Me estás haciendodaño.

—¿Por qué estaba ahí? ¿Qué tehizo?

John se negaba a soltarla.Comenzaban a caer sobre ellosfuertes goterones.

—No sé por qué estaba aquí. Selas ingenió para subir. ¡Suéltame!¡Te pedí que me soltaras!

John la dejó libre. Sus rizos sehabían alargado por el agua, ylucían ahora pesados y aplastadoscontra su rostro. Cada uno de los

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músculos de su cara y su cuello sehabía tensado, transformándolo enun personaje amenazante.

—¿Por qué no terminas esahistoria con él? ¿Por qué norompes el compromiso?

—Deja de gritar o armarás unescándalo. No puedo romper elcompromiso. Mi padre me obligó adecirle que sí. Mi vida seríainsoportable si decidiera hacer casoomiso de lo que casi me ordenó.

—¿Entonces me estás diciendoque voy a ser siempre tu amante?,¿que me conforme con eso, con

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compartirte?

Desde el comienzo de laconversación, la furia de John nohabía hecho más que crecer.

—Bien sabías desde un primermomento que yo estabacomprometida con él. Todos losabíamos. Eso no te detuvo.

Una lluvia copiosa los estabaempapando, mientras él parecíaanalizar las últimas palabras.

—Solo se te aceptará que tengasun amante cuando le hayas dado unheredero. ¿Sabes eso?

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—Sí, lo sé.

—Es decir... que para quemiraran hacia otro lado ysoportaran nuestra relación tútendrías que haberte acostado antescon él.

—Así parece ser.

—¡No lo soportaría!

—Lo lamento.

John puso los brazos en jarra,frunció la boca y bajó la cabeza.Luego la alzó de repente.

—Esta noche ha sido una grandesilusión para mí.

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Ella no contestó y John semarchó enfurecido, con la mayorvelocidad que el proceso requeridopara saltar el muro le permitía.

Mary se sentó en el suelo, enaquel mismo lugar, a llorar condesesperación, por si la lluviatorrencial que caía sobre ella fueracapaz de limpiar las lágrimas quefluían en grandes cantidades de susojos, o el dolor que las generaba, olos pecados que la enmudecían.

Estaba en una situaciónintrincada y lo peor de aquella erasu confusión. Se encontraba en el

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centro justo del laberinto de suvida y no sabía ni cuál era la salida,ni qué salida deseaba hallar.

Lloró por Ernest y por John, porel daño que les estaba causando aambos, y por todas lascircunstancias que la habíanllevado por esos caminos.

Recién luego de una horacomprendió que su cuerpo llevabamucho tiempo sometido al agua yal viento. Subió a su habitacióntiritando. Estaba tan fría que habíaperdido sensibilidad en los pies.

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Biografía de la autora

Dorothy McCougney es elnombre de pluma de una escritoraargentina que imagina el paraísocomo una biblioteca, y vive en unaprovincia con forma de corazónjunto a su marido y su gato negro.

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Fue ganadora del Concurso derelatos del II Encuentro de NovelaRomántica en Tarifa, España.

Ha publicado diversos relatos ynovelas.

Lejos del sector más clásico delgénero, en sus historias habitanpersonajes heterogéneos y seabordan temas como la búsquedade la verdadera identidad o elpoder de los actos para definirnoscomo personas.

Su principal pasión en laactualidad es la creación denovelas románticas, con interés

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especial en el período de laRegencia inglesa.

Puedes conocer más sobre ella yleer algunas de sus obras de modogratuito en su sitioweb: http://dorothymccougney.com

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Notas de la autora

[1] Se cree que el poema de 1802de Goethe llamado «DerRattenfänger» está inspirado en laleyenda de Hamelin y fue uno delos primeros registros que hicieronmás conocida la leyenda, que luegosería muy difundida, unos añosmás tarde, en 1816, bajo la formade cuento por los hermanosGrimm. (‹Volver)

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[2] «El pasaje» era un túnelestrecho y pequeño de algunascasas de ciudad de la Regencia.Corría por entre los edificios y porallí pasaban los carruajes para serguardados en el sector posterior delas residencias. En su extremo,llegaba al mismo patio al quedaban las caballerizas y loscorrales de los animales. (‹Volver)

[3] «El área» era el nombre dadoal sector de los sirvientes que sesituaba debajo del suelo y en laparte frontal de las casas de ciudadconstruidas durante las eras

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Georgiana y Regencia deInglaterra. Se llegaba hasta ella apartir de una serie de escalones quenacían a nivel de la calle, y enaquel espacio se desarrollabanmuchas de las labores de serviciodel hogar. (‹Volver)

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Hasta que me odies

1ª Edición: agosto 2013.

2ª Edición: julio 2016.

3ª Edición: septiembre 2017.

© 2018 Dorothy McCougney

Todos los derechos reservados.Prohibida la reproducción total oparcial de este libro sin elconsentimiento de la autora.

Diseño de portada: DorothyMcCougney.

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Contacto:[email protected]

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Agradecimientos

Quiero agradecer a Kathryn Kanedel blog Regency Redingote y aNancy Mayer del blog NancyMayer Regency Researcher.Ambas han sido muy amablesconmigo, disipando muchas de misdudas y ayudándome en el caminode investigación de muchas otrasque yo necesitaba resolver parapoder contarles esta historia.

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También agradezco con calidez alos familiares y amigos quesiempre han puesto su confianza enmí.

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Dedicatoria

A Jesús, mi héroe de la vida real