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SUSTITUCION DE PODER

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S U S T I T U C I O N DE P O D E R

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C O N F E R E N C I Ade D. FLORENCIO PORPETA CLERIGO,

sobre sustitución de poder

d a d a el día 22 de febrero de 1943

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J l la muy querida memoria

èe ÍDoña *Mafèlóe c&orpeta

y JSlorenfe.

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S u s t i t u c i ó n d e p o d e r

Ilustrisimo señor. Señores:Empiezo a hablar ante vosotros bajo el peso de una gran

preocupación. Nace ésta, por una parte, de hallarse aqui pre­sentes un núcleo tan distinguido de profesionales y compa­ñeros míos que han tenido la bondad de venir a escucharme y a quienes no quisiera dejar defraudados. Se debe, por otra, al hecho de ser yo el primer Notario del Colegio de Madrid llamado a intervenir en este ciclo de conferencias, mejor di­ríamos, en estas fiestas de resurrección de nuestra vieja y querida Academia Matritense que durante tantos años ha vi­vido en estado de verdadero colapso.

Poco antes de la guerra, pareció que iba a dar nuevas se­ñales de vida. Se pronunciaron en ella algunas interesan­tes disertaciones que anunciaban un resurgimiento. Pero no pudo llegar a hacerse nada sistemático. Después de la Libe­ración de España quisimos establecer aquí una especie de centro de estudios, precursor de lo que hubiera podido lle­gar a ser, y acaso sea con el tiempo, la Escuela del Notaria­do. Mas también esto tropezó con ciertos obstáculos que lo hicieron fracasar. Y así hemos llegado a este año de 1943 en que, por fin, estamos realizando algo de lo que nos pro­pusimos.

Os he de pedir un margen de benevolencia, mayor de los que en estos casos se suelen impetrar y conceder. Y no por falsa modestia, sino porque en realidad creo que el asunto que os ofrezco es demasiado árido y temo que os canse su exposición. He escogido un tema típicamente nuestro. Me ha parecido que esto era lo mejor para un Notario que ha­bla delante de su gremio. Los temas de otra índole ya ven­

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drán desde fuera. Algunos han venido ya a traernos rauda­les de magnífica luz por las ventanas que tenemos abier­tas a la Dirección General de Registros v a la Universidad de Madrid.

Claro es que yo no pretendo hacer una labor dogmáti­ca a la que todo el mundo tenga que decir amén y corrobo­rarla con su asentimiento. Ni yo quiero esto ni mis colegas lo querrán tampoco para sí cuando les llegue su turno. Ni ellos ni yo lo esperamos, pues todos creemos hallarnos asis­tidos de una dosis normal de sentido común que nos im pi­de aspirar a lo imposible. Lo único que buscamos es desper­tar un poco de interés y de curiosidad en torno de algunos asuntos que a nuestro juicio lo merecen. Y, especialmente en el caso mío, es necesaria una labor de continuación v perfeccionamiento por parte de quienes sean capaces de con­vertir este ligei’o esbozo que' vais a escuchar en un trabajo de investigación acabado y completo. Pues ya es hora de que la sustitución de poder, como tantas otras materias que no cuentan en nuestro país ni con una mala monografía, sean estudiadas, investigadas y expuestas con un criterio español y por plumas españolas.

El tema de hoy, como os digo, es uno de nuestros temas cotidianos. Raro es el día en que una escritura de sustitu­ción de poder no solicita nuestra mirada. Miremos, pues, con ojos curiosos esta cosa de tan pequeño porte, procuremos captar su contenido y hagamos en ella un poco de disección. He aquí la tarea en que quisiera estar acompañado por to­dos vosotros.

I

Diré, ante todo, que existe sustitución cuando un apo­derado o un mandatario concede, a su vez, a otra persona to­das o algunas de las facultades de que él se encuentra in­vestido.

Pero antes de abordar de lleno el examen de la sustitu­ción de poder—objeto primordial de mi estudio en el que, sin embargo, tendré que hacer continuas referencias al con­

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trato de mandato—, preciso será fijar, aunque sea somera­mente, la naturaleza del poder de representación como en­tidad sustantiva. Es bien sabido que, asi como el contrato de mandato tiene por objeto poner a cargo del mandatario la gestión de uno o varios asuntos que aquél se obliga a desempeñar por cuenta de su mandante, el cometido de la representación consiste en facultar al representante o apode­rado para que sus declaraciones de voluntad surtan el mis­ino efecto jurídico que las emitidas por las personas repre­sentadas. La diferencia entre el mandato y poder descansa, pues, en una doble contraposición de conceptos: gestión frente a representación, por una parte; obligación frente a simple facultad, por otra. El mandatario funciona por cuen- ia de su principal; el apoderado, en nombre de aquél a quien representa. No es jurídicamente necesario que actúe ade­más en beneficio suyo. Esto es lo corriente. Pero se dan ca­sos, como los de la quiebra o concurso de acreedores, en que los intereses protegidos no son los de la persona repre­sentada sino, al contrario, los de sus antagonistas, y otros en los que sólo o primordialmente entran en consideración los del propio titular del poder (poderes en favor del com­prador mientras se solemniza la compraventa o a favor del acreedor para cobrar lo que un tercero debe a su deudor y hacerse pago con ello).

H a y m a n d a to s s in r e p r e s e n ta c ió n o d e s im p le r e p r e s e n ­ta c ió n e c o n ó m ic a , p u d ié r a m o s d e c i r in te r p r e ta n d o e n e s te p u n to la m o d e r n a y a u d a z c o n c e p c ió n d e N ep p i ( 1) y r e ­p r e s e n ta c io n e s s in m a n d a to , c im e n ta d a s e n c u a lq u ie r o t r a b a s e id ó n e a p a r a e llo , in c lu s o e n la s im p le v o lu n ta d d e q u ie n g ra c io s a m e n te la s c o n f ie r e , p u e s 110 e x is te m o tiv o a lg u n o q u e im p id a a u n s u je to d e le g a r e n o tro d e te r m in a d a s f a ­c u l ta d e s r e p r e s e n ta t iv a s , s in im p o n e r le a l p r o p io t ie m p o u n d e b e r ju r íd ic o d e e je r c i ta r la s .

Todo esto es archisabido en el día de hoy, pero 110 lo era tanto a mediados del siglo xix. Sólo a partir de la época en q u e el jurisconsulto P ablo L aband, (e l mismo magistral co-

(1) Vid Neppi “La Rappresentanza” (pasaim).

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mentarista de la constitución del II Reicli) publicó en la Revista Goldschmidt de Derecho Mercantil su celebre ar­ticulo sobre la representación en la esfera comercial, es cuando empieza a llevarse a cabo una verdadera labor cien­tífica de deslinde.

Cuando la representación funciona como anejo del man­dato (y esto me hace recordar las dos irreductibles posicio­nes de I herinc , y de L aband, viendo el primero en ambas fi­guras las dos vertientes, las dos caras diríamos mejor, de una misma' relación jurídica y el segundo dos relaciones en - teramente distintas) surge un complejo institucional que es frecuentísimo en la vida del Derecho: pl mandato represen­tativo. El análisis descubre en este complejo tres elementos y no sólo dos: la obligación de gestionar, la facultad de de­cidir y la aptitud para representar. El mandato supone pri­mordialmente una relación juridica, cuyo sujeto pasivo es el mandatario; pero urge advertir que su contenido no se agota con esto. La posición del mandatario no es sólo la de un sujeto obligado sino, también v juntamente con ello, la de un sujeto facultado. Esto no es una peculiaridad del con­trato de mandato. Antes bien, toda persona contractualmen­te vinculada, por muy estrecha que sea su obligación, goza siempre de un repertorio de facultades más o menos rudi­mentarias, oponibles a su acreedor o a los terceros, o bien simplemente requeridas para el desempeño de la obliga­ción misma, las cuales van insertas precisamente en aque­lla zona de esencial pasividad en la que el deudor se mue­ve. No me refiero con ello al entrecruzamiento de preten­siones jurídicas propio de los contratos bilaterales, donde ambas partes son recíprocamente acreedoras y deudoras; menos aún a los fenómenos compensatorios. Lo que quiero decir (entre otras cosas) es que, incluso en el preciso mo­mento de estar cumpliendo su obligación, el deudor hace uso de un derecho: el derecho a quedar liberado. No es otro el fundamento de algunas instituciones, singularmente el de la mora accipiendi.

En el contrato de mandato, este elemento activo se incor­pora bajo la forma de una posibilidad jurídica de resolver.

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Tanto en el mandato que lleva aneja una representación como en el que no la lleva, el mandatario goza siempre de un mínimum de iniciativas respecto de la celebración y con­diciones del negocio, muy a menudo dispone de un amplio margen discrecional y siempre se encuentra asistido de cier­to número de facultades decisorias, mucho más relevantes aquí que en ningún otro contrato, dada la naturaleza de la institución y los fines que el Derecho le asigna. Precisamen­te estas facultades (cuyo concepto anuncia y hace posible el de la representación, aunque no la dé necesariamente por supuesta), son las que constituyen el punto de enlace entre mandato y acto representativo. El acto representativo, a menos de convertirse en un humilde servicio de mensajería, exerioriza y proyecta hacia fuera las facultades decisorias, no se concibe sin las facultades decisorias. (Aludo, claro es. a la representación activa.)

Puede haber, por lo tanto, mandatos con o sin represen­tación, poderes para representar o sólo para decidir (1) y si­tuaciones intermedias, basadas en un nexo obligacional muy débil, que son las que la técnica moderna conoce con el nombre de mandatos facultativos (2).

(1) Es perfectamente concebible el otorgamiento de una facultad de decisión vinculante para quien la concede, sin fuerza obligatoria para el que la recibe, y privada, al propio tiempo, de toda clase de efectos repre_ sentacionales. Es el nudo poder de gestión, figura que no parece haber suscitado en nuestra patria la curiosidad de los estudiosos, sin perjuicio de que cotidianamente tropecemos con ella, según atestguan los más vul­gares ejemplos. Cuando a un amigo que sale de mi domicilio le ruego que, si casualmente pasa por la librería, compre un libro para mi, no lo habré utilizado, llegado el caso, como mandatario (pues a nada se obligó, ni yo le obligué), ni menos a.un como representante (ya que realizará la adquisición a nombre propio y sin tener que aludir al mio para nada) ; pero quedo comprometdo a las resultas del encargo que le hice si, en efecto, llega a ejecutarlo. No hay en tal supuesto nada más que un sim pie poder, y aquí es donde la entidad "poder” (llámesele así, o como me­jor se quiera) resalta en su más cabal pureza, abstraída a un mismo tiempo, de la representación y del mandato.

(2) El mandato facultativo, según lo definen los autores frente al obligatorio “stricto sensu”, es aquel en que queda ampliamente sometida al mandatario la fijación de los términos en que ha de llenar su cometido. El mayor o menor predominio de que esta amplitud es susceptible, com­binado, desde luego, con un mínimum de sujección a las directrices im­puestas por el mandante, sin lo cual desaparecería la sustancia propia

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Todas las consideraciones que siguen, mientras otra cosa 110 se diga, deben entenderse inferidas al poder de repre­sentación voluntaria, al que otorga por sí misma la persona interesada (principal o dominus negotii según el léxico con­sagrado).

I I

Una primera cuestión nos sale al paso. ¿Es admisible la sustitución del poder? ¿Lo es la sustitución de mandato? Como dice J o sé H ü pka en su excelente monografía sobre La Representación Voluntaria en los Negocios Jurídicos (pági­na 330 de la ed. española): «Toda actuación de Derecho que no sea,_ incompatible por su carácterjpersonalísimo con el contenido de un contrato de gestión, permife cii sí la trans­misión del encargo por parte del encargado a otra perso­na. Pero la mayor parte de los negocios jurídicos son al mis­mo tiempo de tal naturaleza que la convivencia de su eje­cución está condicionada esencialmente por la aptitud del que los ejecuta. Ello puede decirse no sólo de las transaccio­nes difíciles, sino también de aquellos negocios completa­mente corrientes, en los que se deja al libre arbitrio del agen­te la fijación total o parcial de su contenido. Otra es la si­tuación en aquellos actos que, por su simplicidad o por ir de antemano muy especificados, apenas dejan margen a la decisión autónoma del gestor, el cual no tiene que hacer otra cosa sino emitir frente al tercero la declaración que se le ha dado.»

Ordinariamente, las facultades del mandatario o del apo-

del mandato, hace que este concepto tenga un acusado matiz de relativi­dad. Relativa es también la oposición que, por ejemplo, existe en la es­fera del Derecho Administrativo entre lo discrecional y lo reglado. Puede haber funciones o atribuciones muy discrecionales y escasamente regla­das, y otras de signo inverso; pero difícilmente podría hablarse de lo ab­solutamente discrecional o de lo absolutamente reglado. (Véanse a este propósito las finas observaciones de Merkl, en su “Teoría general del Derecho Administrativo”, págs. 185 y siguientes de la edición española.) Tampoco en el contrato de mandato cabe admitir, so pena de disolverlo en otras instituciones afines, pero no idénticas a él, la estricta obligación sin iniciativas ni la mera facultad exenta de trabas.

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derado sólo se legitiman por la confianza que en ellos depo­sita el que se las otorga: y no esTógico suponer que esta con­fianza, después de haber sido concedida, pueda a su vez des­plazarse haciendo tránsito de sujeto a sujeto, sin que el do­minus conozca o se le den a conocer los merecimientos que cada cual ostente para recibirla. Frente a esto militan ciertas razones en pro de la sustitución, basadas en la propia conve­niencia del dominus, cuyos asuntos, de no ser aquélla posible, quedarían desatendidos ante cualquier dificultad que estor­base la actuación personal del primitivamente facultado; a lo que se agrega que muchas veces (y esto habrán de decidir­lo las circunstancias del caso), es indiferente y en nada per­judica colocar a una persona en lugar de otra.

Estos dos principios antagónicos, el de la confianza in­transferible y el de la fungibilidad del actuante, no admiten fácil sutura. En los distintos ordenamientos positivos, como m u y luego veremos, unas veces domina el uno y otras pre­valece el contrario. Fuerza es confesar, sin embargo, que en el fondo de estas discrepancias yace una cuestión de poquí­sima monta, pues incluso allí donde se admite la sustitución como consecuencia natural del poder o del mandato, siem­pre queda el dóminus en libertad de excluirla o de condi­cionarla como medida preventiva mediante una declaración expresa.

La admisibilidad teórica de la sustitución, en concepto de algunos autores, depende también de cual sea el interés jurídico—del poderdante o del apoderado—que en cada caso concreto merezca una atención preferente. Pues cuando sólo se trata del interés del apoderado, siendo ajeno en realidad el dominus al buen éxito de la empresa, poco o nada pue­den importarle los medios de que aquél se sirva para conse­guirlo, ni la delegación o traspaso que de sus facultades otor­gue. Es el apoderado quien entonces asume, propiamente hablando, el carácter de dominus negotii aunque en apa­riencia no lo sea y resulten cambiados los papeles (1).

(1) Seria muy sugestivo establecer un paralelo entre las situaciones a que acabamos de aludir y las que tienen acogida en los negocios jurídi-

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Cabe la duda, en ciertas legislaciones, de si además de ser licita la sustitución del mandato lo es igualmente la del po­der. Empecemos por advertir que la mayoría de los Códigos, y desde luego el Código español, escasamente hablan de la representación y del poder en sí mismos. El nuestro, aparte de algunas referencias esporádicas, no siempre claras, se li­mita a dedicarle un artículo, el 1259, donde se dice que na­die puede córftratar a nombre de otro sin contar con su au­torización u ostentar su representación legal. Es en el contra­to de mandato donde el régimen de la sustitución se desen­vuelve. Mas no se perciben obstáculos de ninguna especie para aplicarla al poder lo mismo que al mandato. Más aún: si los escollos con que tradicionalmente viene tropezando en la técnica civil la transmisión pasiva de obligaciones, 110 ha impedido, gracias al doble juego de la responsabilidad de gestión, conceder carta de naturaleza a la sustitución de man­dato, cuya naturaleza obligacional es patente, más justifica­da se encontrara aún, si cabe, la sustitución de poder en la que sólo se manejan facultades en vez de vínculos (1).

eos fiduciarios. El negocio fiduciario implica un desequilibrio entre me­dios y fines, pues en él se utilizan medios de gran alcance jurídico para finalidades más restringidas que las que se anuncian al exterior. Los po­deres de que aquí se habla, para servicio personal del representante, están en el polo opuesto. Al igual que otros fenómenos análogos, muy bien po­drían denominarse, con frase de José González Palomino, “negocios fi­duciarios al revés”.

(1) Conviene que en esto nos detengamos un poco, para hacer las aclaraciones necesarias:

Toda sustitución de mandato participa en una medida mayor o menor de las características de la transmisión pasiva. En ella entra siempre en escena un nuevo deudor (el mandatario sustituto), promovido a sus fun­ciones por obra del deudor inicial, del primitivo mandatario. Esto puede acontecer de dos maneras distintas:

Cuando el mandatario, al dar nacimiento a la sustitución, dimite el encargo recibido, relegándolo por entero en otra persona (hipótesis de la sustitución en sentido propio que luego examinaremos más por extenso al ocupamos del caso con referencia a los poderes), surge en toda su ple­nitud el fenómeno de la transmisión pasiva, en su forma típea de asun­ción de deuda. El sustituto toma sobre si la “deuda de gestión” del man­datario, quien, desde entonces, queda liberado de todas sus obligaciones. Para ello es necesario el asentimiento del acreedor (mandante), que lo mismo puede prestarse antes o después de operada la transferencia de facultades, pero sin el cual la transmisión pasiva no podría quedar legi­timada. La legitimación “a priori” es lo normal en el contrato de man-

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I 1 I

Para los efectos de nuestro estudio, hemos de distinguir, fundamentalmente dos clases de representación: la repre­sentación que he de llamar orgánica o necesaria y la inorgá­nica, voluntaria o eventual. Incluyo entre las de la primera especie las que comúnmente se llaman representación |e.gal y representación de las personas jurídicas. Un rasgo noto­rio las caracteriza y las unifica: el de ser en ellas de todo punto necesario que una o varias personas físicas, dotadas de poderes cuya extensión y finalidad varían, actúen como portadores de una voluntad que jurídicamente no es la suya propia. Esto se consigue mediante la intervención de órga­nos designados al efecto, bien sea por Ley (en la representa­ción legal) o bien por la propia persona jurídica (si de ella se trata) dentro del margen que el Derecho objetivo le concede.

La teoría del órgano, como es bien sabido, ha sido pre­ferentemente desenvuelta con relación a los entes colecti­vos; pero nada impide referirila también a los individuos incapacitados (caso de representación legal) e incluso a cier­tas situaciones jurídicas (herencia yacente, quiebra, concur­so) asimilables a una incapacidad.

Existe con toda evidencia, por lo menos a mi juicio, un

dato, en el que el ‘‘dominus negotii” suele prever la sustitución y darla por aceptada aunque todavía no haya tenido efecto.

Cuando el mandatario, a diferencia de lo que en tales casos ocurre, se limita a compartir con otro el encargo recibido, si bien conservando incólume su misma posición anterior respecto del “dominus” (subman­dato), aparece, en lugar de la asunción de deuda propiamente dicha, otra figura que con ella tiene cercano parentesco: la que suele llamarse asunción cumulativa, cuyo resultado no consiste en cambiar la persona del primitivo deudor, sino en colocar otro junto a él, en concepto de deudor solidario. En el submandato hay, en efecto, una duplicidad de deudores de la prestación, duplicidad que, por lo demás, no exige, como en la sustitución propia, la conformidad del mandante (aunque las dos co­sas sean perfectamente compatibles), pero cuyos peligros, nacidos pre­cisamente de esto, quedan conjurados con la responsabilidad que a los dos mandatarios (el principal y el subordinado) se les impone frente al “dominus”. (Vid. el artículo 1.722 de nuestro Código Civil, que más ade­lante comentaremos. En la sustitución del simple poder no se plantea ningún problema de transmisión pasiva.

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concepto unitario de òrgano capaz de abarcar todos estos supuestos. Son órganos en este sentido amplio (portadores de una titularidad orgánica hablando con entera pulcritud) aquellas personas o grupos de personas físicas sin cuya de­claración de voluntad no se reputa jurídicamente expresa­da la voluntad de otro sujeto de derecho (cualquiera que este sujeto pueda ser). Claro es que si el titular del órgano para merecer esta consideración tuviera que formar parte forzosamente de una entidad colectiva en calidad de miem­bro suyo y sólo así pudiera distinguirse del representante eventual, del mandatario o del agente, su concepto sería mucho más restringido que el que acabo de exponer. Esta era la opinión más o menos explícita de algunos autores clá­sicos del siglo xix, y entre ellos he de citar a G ie r iíe , cuya venerable autoridad no puede ciertamente ser desdeñada. Pero es que semejante punto de vista se encuentra rectifi­cado por la realidad de todos los días. Vemos, por ejemplo, en la práctica mercantil, sin que con ello se vulnere ni se violente ningún precepto legal, una multitud de sociedades anónimas en las que, por una parte, se instituye un Conse­jo de Administración llamado a concentrar las más impor­tantes funciones gestoras o representativas, y, por otra, se permite que los componentes de este Consejo sean recluta- dos entre personas que no tengan el carácter de accionstas, es decir, personas extrañas a la sociedad, con tal que gocen de la confianza de los socios. La gran difusión de este fenó­meno y de otros parecidos, aun sin hablar de lo que acon­tece en la vida de las fundaciones, ha impuesto la rectifica­ción de esta teoría en el sentido de lo que ha dado en lla­marse con frase muy gráfica y feliz «organicismo de terce­ros», concepto que ya está presente en las obras de K o h l e r . Porque es que si no se admitiese que los terceros, los extra­ños, valieran para desempeñar funciones orgánicas, llega­ríamos a la absurda consecuencia—y sigo refiriéndome a mi ejemplo anterior—de que unas sociedades anónimas ten­drían órganos y otras no, según como su Consejo de Admi­nistración estuviera constituido o su Gerencia se encontra­se provista.

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Y no sucede nada de esto. Los órganos de una persona colectiva son aquellos puestos u oficios que su propio esta- to señala como jurídicamente indispensables para el funcio­namiento de la entidad; pero no importa la forma que este estatuto prescriba para la designación de sus titulares. Esto es lo que me mueve a sostener que, puesto que en las per­sonas colectivas cabe una representación orgánica desliga­da de la calidad de miembro y actuando por yuxtaposición, es porque el concepto de órgano no puede ser tampoco ex­traño a las personas individuales incapacitadas, ya que res­pecto de ellas se encuentran sus representantes en esta mis­ma postura. Si la representación ejercida, pudiéramos decir, desde fuera, no choca con el concepto de órgano con tal de que se funde en un supuesto de necesidad jurídica, tampo­co chocaráa su vez dicho concepto con el de representación necesaria en su más amplio sentido; antes al contrario, se armonizará plenamente con ella y será aplicable lo mismo a la representación legal en sentido estricto (la de los inca­paces) que a la de las personas jurídicas. Un autor italiano de gran relieve y muy agudo ingenio, F rancesco Carnelutti,

| se mueve con tan atrevida decisión dentro de esta misma lí­nea, que incluso llega a considerar trabadas a las dos perso­nas del incapaz y de su representante en un nexo de ver­dadera unidad orgánica; más exactamente, unidad apta para constituir una persona jurídica sui generis, de origina­les trazos en la que un miembro sería portador del interés y portador el otro de la voluntad de obrar (1).

La teoría unitaria de la representación orgánica facili­ta mucho nuestra investigación aunque a primera vista no lo parezca. En primer término favorece la economía de con­ceptos y la claridad terminológica, que esto ya de por sí es valioso. Y en seguida nos hace ver la profunda distancia que. media entre los casos agrupados y caracterizados en la for­ma que acaba de exponerse y los de simple representación voluntaria o eventual.

(1) Vid. Carnelutti, “Lezioni di Diritto Prozesuale Civile”, paga. 48 y siguientes.

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La representación eventual es la que se otorga al puro arbitrio del sujeto representado, pudiendo éste jurídicamen­te prescindir de ella. Puede dimanar por modo inmediato de una persona individual dotada de capacidad de obrar, o bien derivarse de un incapacitado o de una persona jurídi­ca, en cuyo caso serán sus ói’ganos idóneos quienes la otor­guen, provocando así un fenómeno de representación me­diata. Incapaces y personas jurídicas, a diferencia de las personas individuales capaces, son pues susceptibles de una doble representación: la orgánica y la eventual.

El poder (llamémosle así) de representación orgánica tiene carácter inmanente. Esto quiere decir que las facul­tades representativas de que disfruta el órgano no proceden de una delegación, no proceden de otro sujeto de derecho, sino que al ejercerlas el órgano es el propio sujeto repre­sentado quien inmediatamente las ejerce por conducto suyo. En la representación eventual ocurre precisamente lo con­traído: aquí los poderes funcionan a base de facultades de­legadas y la personalidad del apoderado se destaca de la del poderdante, permaneciendo frente a él como cosa dis­tinta. Es decir, que aparte de la necesidad o eventualidad de la actuación del apoderado, las dos clases de representa­ción se distinguen por la forma inmanente o trascendente en que el apoderado actúa.

Y ahora es cuando después de esta larga digresión, po­demos ya discernir cual sea la posición de ambos represen­tantes (cuya concurrencia no es insólita) en el proceso de la sustitución de poder.

Hablando con rigurosa propiedad, sólo cabe sustitución cuando el sustituyente opera con facultades que no le per­tenecen. Todo el mecanismo montado por las legislaciones positivas, así respecto del mandato como del poder, gira en torno a esto: el mandatario, el apoderado, son depositarios de facultades ajenas, no titulares de facultades propias. En este aspecto es como primordialmente se los contempla. La intuición popular lo confirma también. Nadie dice: el pa­dre, el tutor, han sustituido sus poderes. ¿Por qué? Porque para ello precisaría que fuese otro quien voluntariamente

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se los hubiese conferido antes a ellos. Se dice, por el con­trario, que han otorgado poderes. Y el apoderado que a su vez nombren el padre o el tutor, éste sí será el que, a su vez, actúe como otorgante de las posibles sustituciones. Igual ocurre cuando la persona jurídica confiere un apoderamien- to eventual. Respecto de los sujetos individuales capaces, es manifiesto que, al hacerse representar, no sustituyen, sino que simplemente apoderan, y . tan correcta es la expresión referida a este último caso como a todos los anteriores. Si el sujeto individual no sustituye al establecer un apodera- miento, ya que lo nutre con su facultades propias, en la mis­ma situación se encuentran, sin diferencia alguna, el órga­no de representación de un incapacitado o el de una perso­na jurídica.

La importancia que todo ello tiene se refleja en varios aspectos del problema, cuyas dimensiones desbordan del re­ducido marco en que me puedo mover esta tarde.

I V

Son varias las clasificaciones que la sustitución admite. Pero domina sobre todas ellas, y en cierto modo las conden­sa, la clasificación bimembre de sustitución en sentido pro­pio por vía de transferencia o traspaso y subapoderamien- to o delegación subordinada. Pues cuando se sustituye un poder puéde hacerse esto de tal manera que el sustituto re­sulte cesionario de las facultades sustituidas, o bien sola­mente copartícipe.

La sustitución de poder en su propio y específico senti­do consiste en un traspaso de facultades no revocable que el apoderado efectúa a favor de tercera persona, quedando a virtud de ello automáticamente fuera de la relación jurí­dica que mantenía con el dominus; equivale a una renun­cia traslativa y elimina por lo tanto al apoderado de toda posible actuación futura directa o indirecta en los negocios del dominus.

El subapoderamiento es, por el contrario, una delegación revocable que deja intacta la posición del apoderado y le

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permite, a más de conservar su primitivo poder, comportar­se, desde todos los puntos de vista, frente al subapoderado como un verdadero poderdante.

De aqui dimanan otros rasgos diferenciales subalternos:Primero. En la transferencia del poder, el sustituto que-.

da en relación directa y única con el principal. En los casos de subapoderamiento, la relación directa es la que media entre apoderado y subapoderado; sin perjuicio de ello, los efectos del acto representacional continúan dándose en ca­beza del dominus.

Segundo. Hecha una transfereneia de poderes, no cabe que el transferente nombre un nuevo apoderado. Pero cuan­do sólo se ha otorgado un subapoderamiento, pueden seguir otorgándose todos los que se quieran a favor de otra u otras personas mientras mantenga su vigor el primitivo poder.

Tercero. La vida del subapoderamiento depende, en todo y por todo, de que el primitivo poder subsista; la re­vocación del primer apoderado, su renuncia, su muerte, in­habilitan al sustituto para seguir funcionando. En cambio, en la transferencia, la muerte del apoderado o la extinción de sus facultades por cualquier otro motivo, no efectan al sustituto en lo más mínimo. Es más: la transferencia en sí debe valer en buena lógica como extinción del primitivo po­der, puesto que éste ya queda automáticamente desalojado por el segundo.

Apuntemos de pasada un curioso fenómeno al que no se ha solido prestar hasta ahora ninguna atención; me refie­ro al traspaso de poderes por vía de disposición testamenta­ria. Si desde el momento en que el apoderado transfiere su poder (hablo de la sustitución en sentido propio), es ya indi­ferente que continúe viviendo o haya dejado de existir para que la actuación del sustituto resulte válida, cabrá, sin violencia ninguna, que sea en su propio testamento donde dicho apoderado formalice la sustitución, cuyas posibilida­des de eficacia nacerán, aunque parezca extraño, justamen­te al fallecimiento de la persona que la otorga (siempre, cla­ro está, que todo ello ocurra en vida del primitivo poder-

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dante). Y aquí nos encontramos con una interesante moda­lidad del poder post mortem, que nada tiene que ver por cierto con la que los tratadistas estudian a propósito del albaceazgo.

Cuarto. Revocación. La de un poder transferido sólo puede emanar del dominus; la de un subapoderamiento, sólo del sustituyente.

Quinto. Ratificación. Si el sustituto traspasa los límites de su poder, puede ratificar su actuación según la figura de que se trate, bien el dominus por sí solo o bien el mismo do­minus compartiendo esta facultad con el apoderado inter­medio. Pues aun en caso de subapoderamiento en que la dependencia directa del sustituto se establece respecto del apoderado, es admisible que el dominus ratifique también al amparo de los principios de la negotiorum gestio. Esta úl­tima posibilidad de ratificación es, no obstante, discutida. (1).

Sexto. Por último, otro rasgo diferencial advertido por H upka (ob. cit. pág. 338) aunque su significado es, a mi jui­cio, distinto del que dicho autor le atribuye, consiste en que el subapoderado ostenta frente a los terceros la representa­ción del dominus y frente al dominus la del sustituyente (o sea la del primer apoderado), al paso que en la sustitución propia no cabe tal duplicidad, por ser inadmisible que al ce­sar aquél en su función sea representado por nadie ni ante nadie en el ejercicio de ella (2).

(1) Popesco Ramniceano, en su obra “De la representation dans les aetes juridiques en Droit comparé” (ed. 1927, pág. 277 y siguientes), se pronuncia contra ella. Entiende Popesco que si el negocio realizado por el sustituto no está cubierto por el segundo poder, aun cayendo dentro del ámbito del primero, es decir, si el sustituto hace empleo de ciertas facultades que el apoderado intermedio tenía, pero que no le delegó a él al efectuar la sustitución, sólo valdrá la ratificación del delegante, no la del “dominus”. Se funda para pensar así en que es solamente la volun­tad del delegante la que ha dado vida a la segunda representación. La tesis no parece aceptable, porque deja postergado el concepto de repre­sentación al de apoderamiento, siendo así que este último sólo tiene un mero carácter instrumental al servicio de la representación misma.

(2) Esto, a primera vista, parece inexacto. Entre poderdante y apoderado no se cruzan verdaderas declaraciones de voluntad negocial “representable” mutuamente dirigidas del unp al otro. Desde luego, to_

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Tales son las notas específicas de la sustitución en sen­tido propio y en sentido impropio, vistas ambas figuras en su compleja tipicidad y bajo una forma esquemática.

Hemos de recoger además una segunda clasificación muy interesante sin duda, pero cuyo alcance es más modesto del que ordinariamente se le quiere dar: sustituciones autoriza­das por el dominus; sustituciones hechas por el apoderado sin autorización del dominus* Las del primer grupo, se otor­gan en nombre del principal, poniendo en ejercicio la facul­tad de sustituir que forma parte de las quefiguran incorpo­radas al poder. En las segundo grupo, el apoderado no hace uso de ninguna potestad que para tal fin le haya sido ex­presamente discernida, y como si se tratase de un negocio propio (aunque en rigor no pueda decirse así), actúa en nombre propio. Nuestra técnica notarial, sería incinsero ocultarlo, no siempre se hace eco de esta decisión con la de­bida pulcritud.

Ahora vamos a examinar otros tipos que se acercan mu­cho a la sustitución, pero que no giran en su misma órbita.

V

La transferencia y la delegación subordinada que aquí estamos estudiando pueden referirse, según queda dicho,

das las que el apoderado emite van siempre vueltas hacia el exterior, destinadas a los terceros. Por ello es incorrecto sostener que sean sus­ceptibles de representación frente al “dominus”, sino, a lo simio, frente a los terceros. Tampoco es verdad que el sustituto funcione representando al apoderado en el cumplimiento de sus obligaciones, como quiere Hupka, ya que el apoderamierito no impone obligación alguna a su titular, a di­ferencia del contrato de mandato o cualquier otro de los que eventual- mente puedan ir acompañando al poder. Es por otros caminos por donde creo yo que debemos buscar esta representación de doble rostro. Supon­gamos uri contrato celebrado con intervención de sustituto, en el que éste hace un pago por cuenta del principal, pero utilizando fondos que el apo­derado anticipa. Los efectos jurídicos que ello produciría son de dos clases: a), los que, según la índole del convenio, deban recaer en el “do­minus”; b), una pretensión de reembolso a favor del apoderado sustitu- yente, por la suma anticipada. En este segundo momento es cuando en realidad el sustituyente ha sido “representado”, pues gracias a un acto del sustituto es como surge directamente en cabeza suya un derecho contra su principal.

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tanto al mandato como al poder. En la generalidad de los casos mandato y poder marchan unidos y la sustitución es conjunta pra uno y otro. Pero 110 es indispensable que así suceda.

Cuando la persona en quien concurren las dos cualida­des se hace sustituir en su gestión como mandatario pura y simplemente, reservándose las facultades representativas sin delegarlas en el sustituto, la actuación de este último tiene lugar sólo en propio nombre, como es lo característico de todo mandato que no lleva unido un poder, si bien se desen­vuelve por cuenta y riesgo del principal. La relación inter­na de mandato es la única que adquiere en este caso mayor complejidad.

Otras veces el mandatario otorga poderes, pero solamen­te para que lo representen a él y no al dominus.

En este mismo supuesto de reserva de las facultades re­presentativas a que acabo de referirme, puede ocurrir que la delegación del mandato, o sea de la pura obligación de gestión, vaya acompañada de un nuevo poder, que el man­datario confiere a guisa de poderdante autónomo, sin conc- xió alguna con el emanado de su principal. Aquí entran en juego dos poderes: uno, el que el dominus ha conferido, que permanece inoperante para aquel caso concreto, que no se exhibe, ni se utiliza, ni se delega; otro que, por el contra­rio, sirve de instrumento de proyección al mandato delega­do. En este caso, el representado sería el gestor, el mandata­rio, pero el negocio seguiría ejecutándose por cuenta del principal. La situación que con ello se crea es un tanto anó­mala, pero, desde luego, posible. Piénsese, por ejemplo, en un banquero que comisiona y apodera a un empleado suyo para cierta inversión de fondos, propiedad de un cliente a quien el banquero representa, pero cuyo nombre, por algu­na especial circunstancia, debe permanecer oculto.

Más frecuente será encontrar un mandatario desprovisto de la representación del mandante, un titular de mandato no representativo, que no pudiendo ocasionalmente dar cum­plimiento a su encargo confiere poderes para que otra per­sona lo haga en nombre suyo, es decir, sustituye el manda-

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Ni-' to, que es lo único que tiene, y por propia iniciativa le yux tapone un poder. Como ya desde un principio queda des­cartada en esta hipótesis, toda vez que el proceso de la gestión arranca de un mandato puro y simple, la posibilidad de que nadie actúe representando al dominus, es indiferente que in­tervenga el mandatario por sí mismo o que recurra a un apoderado. De una forma u otra, siempre habrá de quedar desconocida para los terceros contratantes la verdadera per­sonalidad del dominus, cuya posición jurídica no sufre al­teración ni quebranto alguno porque su mandatario apele a este recurso.

Pero lo que aqui interesa subrayar, y subrayarlo vigorosa­mente, es que los poderes de este tipo no implican sustitu­ción; son poderes que van anejos a otro poder o a un man­dato y se hallan al servicio de la misma finalidad económi­ca que éstos persiguen, pero nacen y mueren con entera in­dependencia de ellos. Cuando en tales supuestos realiza el apoderado alguna operación jurídica, falta siempre un ele­mento esencial para que pueda hablarse de verdadera y pro­pia representación del primitivo comitente: falta la contem­platio domini, ha. contemplatio domini acostumbra a defi­nirse como aquella exteriorización de la voluntad del re­presentante mediante la cual los efectos jurídicos del ne­gocio repercuten directa y automáticamente sobre el patri­monio del dominus. O dicho en otras palabras: consiste en que el representante se dé a conocer como tal al celebrar un negocio cualquiera. Y como en los casos que estamos es­tudiando, queda la representación detenida en la persona del mandatario sin remontarse más allá, sin llegar hasta el dominus, huelga todo intento de considerar a este último como un representado. (A menos que se admita esa figura vacía de sentido que ha dado en llamarse representación in­directa, y bajo la cual suelen cubrir su retirada los que iden­tifican el mandato con el poder.) Esta relevante circunstan­cia impide incurrir en confusión alguna. Los poderes que el mandatario otorga por sí, para su propio auxilio, o bien para su propia representación por especiales exigencias que aconsejen eludir en un momento dado la de su principal,

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son cosa distinta del subapodcramiento. Aunque en la prác­tica resulte a veces difícil la discriminación, deben distin­guirse de él con todo cuidado. Nos encontramos, en suma, frente a un caso-límite de la teoría de la sustitución de po­der (1). Y justo es poner de relieve que la figura del auxi­liar del mandatario, como figura autónoma y distinta de las otras dos que hasta aquí hemos tomado en consideración, ha sido finamente percibida por nuestro Tribunal Supremo, se­gún hemos de ver más adelante al ocuparnos en concreto del Derecho español, e incluso con más acuidad que la de algunos sectores de la doctrina extranjera. Su tesis, m u t a ­

t i ) Al abordar esta materia, de suyo muy sutil, sufren con frecuen­cia los autores notorios extravíos. Léanse, por ejemplo, las palabras de Pipia en la ‘‘Enciclopedia Jurídica Italiana” (tomo IX_I, pág. 698) : “El niandaario puede sustituir de dos maneras: en “nombre del mandante originario” o en "nombre propio, ocultando el del primer mandante”. O las de Olivieri, en el “Digesto Italiano” (tomo XV-I. pág. 429) : “Importa distinguir la simple cooperación material de aquellas personas que al mandatario prestan ayuda y la verdadera y propia sustitución legal; en el primer caso existe un concurso de mero hecho, conservando el manda­tario su propia representación; en el segundo, una sustitución regida por el artículo 1.748” (se refiere al del Código Civil italiano de 1865). O es­tas otras de Sagesse (“La Rappresentanza nel Diritto Civile Italiano”, pág. 183): "Debemos ocuparnos ahora de si el representante está facul­tado para hacerse sustituir por otro en el desempeño de su encargo, “transfiriendo la representación” del principal. No queremos aludir con ello a la “cooperación que pudiera llamarse puramente material”, en la que todo se limita, por parte del representante, a ser auxiliado con una asistencia de mero hecho.”

Tan pronto escapa a estos autores la percepción del subapoderamien_ to como la del mandato auxiliar. Más exacto sería decir que confunden una cosa con otra. No es cierto, como afirma Pipia (mezclando de paso ambas ideas de representación y mandato), que para sustituir en propio nombre tenga el apoderado que ocultar el nombre del “dominus”; el sub- apoderamiento, que es la modalidad técnica adecuada para ello, no exige ciertamente ocultación alguna. Tal vez se propuso Pipia distinguir la sustitución, de una parte, y de otra el mandato o poder auxiliar; pero si así fué, dejó olvidadas, al plantear el tema, las diferencias que separan, dentro de la sustitución, sus dos tipos de propia e impropia (precisamen­te lo más importante). Tampoco se puede afirmar, siguiendo a Olivieri y a Sagesse, que la cooperación material, por un lado, y por otro ía sus­titución “stricto sensu”, dejen agotadas todas las formas posibles de de­legación de facultades, pues el subapoderado (o submandatario, siguiendo esta terminología) es algo menos que un cesionario de poder y algo más que un simple ayudante, y, por añadidura, actúa en ejercicio de una re­presentación: la del “dominus”. Por regla general, los tratadistas de Derecho Civil parecen no darse cuenta de la presencia de este tercer miembro de la clasificación.

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tis mutandis, puede también ser referida a los poderes de representación.

Hay, además de los expuestos, otros casos que por su parte reclaman especial estudio: el del que pudiéramos lla­mar subapoderamiento impropio y el de aquellos poderes que sólo sirven para que el apoderado otorgue a su vez una representación, careciendo fuera de ello de todo otro con­tenido.

Exist& subapoderamiento impropio cuando alguna perso­na o entidad (generalmente una empresa) establece poderes a favor de sus empleados con objeto de representarla, yen­do implícita en ellos la facultad de representar también eventualmente a los terceros cuyos negocios pueden ser con­fiados al poderdante. Así, cuando yo doy poderes al Ban­co X para que, valiéndose de sus apoderados, gestione un negocio mío, estos apoderados, que ya lo eran antes de mi declaración de voluntad o pueden serlo después, pero con entera independencia de ella, funcionan representándome a mí, pero a través del Banco que es su comitente. Aquí no hay, en realidad, ni sustitución ni subapoderamiento. No hay sustitución en sentido estricto porque la entidad intermedia­ria no se despoja en modo alguno de las facultades que yo le otorgo; antes al contrax-io, quienes en tal caso las ejer­cen siguen siendo delegados suyos y sólo en este concepto actixan, sin romper de consiguiente con ella sus lazos de subordinación jurídica. Por lo tanto no soy yo, sino dicha entidad intei’mediaria, quien está autorizado para revocar­los y nombrar otros en su puesto. Existe más bien un sub­apoderamiento. Pero ni aun esto puede afirmarse de plano como no sea con la importante salvedad de que tal situa­ción jurídica no nace apoyada en mi concesión de poder, sino que ya por su parte tiene vida propia. En una palabra: se trata de un poder ordinario (el que el Banco establece) aprovechado por una persona extraña. Esto tiene perfecto en­caje cuando el apoderado que actúa no es órgano de la per­sona jurídica, sino servidor suyo en concepto distinto del de ói'gano. En el caso contrario, y por las razones que ya que­

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dan expuestas en otro lugar, no sería posible que nos plan­teásemos ningún problema de sustitución (1).

Los poderes que solo facultan al representante para otor­gar un segundo poder y ' í fu e no constituyen caso insólito como tal vez pudiera creerse, provocan mayores dudas. Si una persona que ha de ausentarse del país 110 confía en la aptitud de ninguno de sus conocidos para ejecutar determi­nado encargo, pero sí tiene confianza en alguno de ellos para elegir a un tercero capaz de desempeñarlo con acierto, le conferirá un poder de esta clase. Ahora bien: ¿en qué con­cepto habrá de funcionar este tercero a quien el intermedia­rio elige? Por una parte, 110 cabe que el apoderado inter- medio ostente representación alguna solidariamente con el tercero, ni tampoco la revocaión de los poderes de éste pondría en sus manos por vía de rescate ninguna facultad representativa, pues él, ciertamente, no ha sido nombrado para actuar, sino sólo para designar. Por este lado parece que se esfuma la noción de subapoderamiento, la cual lleva implícita una posibilidad de actuación solidaria de sustitu- yente y sustituto. Pero es el caso que tampoco pueden ne­gársele al sustituyente las necesarias facilidades para la re­vocación, ni para acordar nuevas designaciones sucesivas, como consecuencia indeclinable de su espesial posición de custodio de los intereses del dominus, aspecto primordial y esencialísimo en la generalidad de las relaciones jurídicas montadas sobre esta base. JDesde tal punto de vista, ya sí parece que el apoderado intermedio se comportará como un subpoderdante.

Si esta última, como yo creo, es la solución más correcta,

(1) Enneccerus (“Derecho Civil”. Parte general, pág. 274 de la edi­ción española) trata como casos distintos el del sustituto que obra pura y simplemente en nombre del primitivo poderdante y-el' del que lo hace en representación deh apoderado y en nombre del poderdante, es decir, representando al representante, pero haciendo derivar en el “dominus” los efectos jurídicos del negocio. La segunda hipótesis, tal como Ennec­cerus la desarrolla, parece ser la del que aquí hemos llamado subapode­ramiento impropio. El distingo es tal vez alambicado, ya que la termi­nología al uso identifica siempre ambas locuciones (en "nombre de” o en ‘ representación de”, solemos decir indistintamente) ; pero, desde luego, tiene gran fuerza expresiva.

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adviértase, sin embargo, que su validez queda reducida al aspecto meramente formal. En el aspecto material no pue­de hablarse de un verdadero subapoderamiento, porque el intermediario no delega nada de lo que a él pertenezca, nada de lo que él pueda hacer uso, sino que se limita a funcionar como simple transmisor (o administrador) do las facultades que el dominus concede.

A tales supuestos debemos asimilar aquellas concesiones de poderes que, si bien otorgan una facultad material, no capacitan al apoderado para ejercerla personalmente. Ejem­plo típico: el poder para pleitos a favor de quien no sea procurador. Aunque a la persona encargada de la gestión de un patrimonio se le faculte, como muy a menudo sucede en la práctica, para intervenir en los asuntos judiciales relacio­nados con dicha gestión, nunca podrá hacerlo por sí misma salvo en los casos tasados en que el Derecho Procesal se lo permita. La consiguiente designación de Procuradores que en tales casos se impone, ni siquiera cabe considerarla en rigor como una sustitución de poder. Es, por el contrario, la única forma posible de desempeño del poder. Y por más que la sustitución hubiese sido prohibida con una fórmula global y genérica aplicable a todas las cláusulas del docu­mento, en modo alguno podrá afectar esto al nombramiento de procuradores, pues ello conduciría a una situación ficti­cia y a una contradicción insoluble.

No obstante lo dicho, ha sido discutidísima la naturale­za de los poderes para apoderar, verdadero punto neurálgi­co de la teoría de la sustitución. Muchos son los autores que ven, no ya en el simple poder para apoderar, sino en las autorizaciones expresas para sustituir las propias facultades del apoderado, el auténtico signo exterior de la transferen­cia en sentido estricto. Pronto quedará al descubierto la fa l­sedad de esta tesis. Pero, sin exagei’ar la mía, tampoco ten­go inconveniente en reconocer que, en determinadas ocasio­nes o para ciertos asuntos (nombramiento de empleados cuyas funciones pudieran implicar representación a través y como consecuencia subalterna de su cometido primordial), puede ocurrir que un poder de designación no dé necesaria-

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mente por supuesto el correlativo poder de revocación. La regla general debe ser la contraria. Pero en las circunstan­cias de hecho es donde habrá de buscarse en última instan­cia la respuesta.

Junto a estas figuras colindantes con el subapoderamien- to, debemos colocar otras análogas (tal vez idénticas) a la sustitución propiamente dicha. Aludo a los poderes al por­tador y a los poderes en blanco. Ninguno de ellos lia toma­do carta de naturaleza en la instrumentación española ni en nuestras costumbres jurídicas.

Creo excusado advertir que los poderes al portador nada tienen que ver con los llamados poderes al cargo (por ejem­plo, al Presidente de una Sociedad o Corporación, al Cura de una Parroquia, al Director de un establecimiento), cuyos sucesivos ocupantes los utilizan en ese concepto, sin que el forzoso cambio de personas suponga desplazamiento alguno de facultades mientras el cargo (verdadero titular de aqué­llas) continúe subsistiendo.

La jurisprudencia francesa registra un curioso fallo so­bre poderes al portador, que en su citada obra (pág. 279) menciona P o pe sc o R am niceano . El Tribunal de París deci­dió en aquel litigio que el conti-ato de mandato, por su ca­rácter eminentemente personal, sólo puede concebirse intui­tu personse, que siempre descansa en la confianza que el mandante deposita en el mandatario y que de ningún modo puede conferix-se al portador, con el consiguiente riesgo de que éste sea un individuo inepto, incapaz o indigno. Comen- taixdo este fallo, dice el profesor B o n n ec a sse que nada se opone a que la facultad de sustituir se ejercite bajo esa for­ma; que el mandante conceda autorización al mandatario para delegar en un tercero sin saber quién pueda ser (cosa perfectamente lícita) o que le entregue un mandato al por­tado!', el resultado es el mismo. Con mayor motivo, añade P o pe sc o , cuando lo que se sustituye no es un mandato sino un poder, donde lo único que prevalece, a juicio de este úl­timo autor, es la nuda voluntad del poderdante.

Los podex'es al portador, a mi modo de ver, son un caso de transferencia o sustitución en sentido estricto, puesto que

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cada uno de los apoderados eventuales, al entregar el título base de su actuación a cualquier otra persona que haya de sucederles, se desprenden de toda posibilidad de seguir operando y no pueden ejercer tampoco sobre dicha perso­na ninguna clase de vigilancia; no les queda medio de re­cuperar sus funciones ni de revocar las que ellos mismos han cedido al nuevo titular de los poderes. Como todos los documentos al portador, los poderes de esta especie consis­ten en un título-base que incorpora o materializa una deter­minada facultad o una cierta suma de facultades y cuya po­sesión es presupuesto a la vez necesario y suficiente para ejercerlas. Y fuera de la posesión del título no queda jurí­dicamente sino la nada. La teoría mercantilista de los títu­los-valores, tan elaborada ya en nuestros días, tiene aquí perfecta aplicación, salvo las correcciones exigidas por la especial naturaleza del caso. Puede sí ocurrir que el primer "transferente vuelva a ser apoderado del dominus; pero sólo será esto posible merced a una nueva sustitución que a su favor establezca cualquier otro sustituto posterior, hacién­dole a su vez una segunda entrega del título, y nunca en vir­tud de un derecho que él conserve dimanado de su primiti­vo apoderamiento.

Por último, en los poderes en blanco no hay sustitución alguna. Cuando una persona estampa el nombre de otra en un documento de poder que le ha sido entregado en blan­co bajo la firma de un tercero, se entiende que es este ter­cero quien otorga el nombramiento, no quien eventual y ma­terialmente escribe las palabras que faltan; porque así como en los poderes al portador lo decisivo es la transferen­cia manual, en estos otros lo es la firma que los autoriza Sólo el firmante los confiere y nadie más que él. El proble­ma se complica no obstante, porque parece como si tales po­deres en blanco llevaran anejo un apoderamiento de desti­natario indeterminado, verdadero apoderamiento al porta­dor, para el efecto concreto de designar al representante puntualizando su nombre.

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V I

Las normas de Derecho positivo acerca de la sustitución cambian mucho de unos ordenamientos a otros. Lógico es que así ocurra, siendo tan dispares los dos principios que en este campo se disputan la victoria.

Y es digno de nota que, aun en aquellas legislaciones donde se parte de una clara diferenciación entre los concep­tos de mandato y poder, suele regularse la sustitución con re­ferencia al mandato solamente quedando reservada al intér­prete la tarea de aplicar al poder, por analogía, los precep­tos correlativos. Así acontece en el Biirgerliches Gesetzbuch y en el Código suizo de las Obligaciones. Uno y otro rechazan en principio toda sustitución que no haya sido expresamen­te permitida por el mandante, pero nada dicen sobre este punto al hablar del poder ni de la representación en gene­ral. En caso de duda, dice el B. G. B. (art. 278), no se puede transferir a un tercero la ejecución del mandato. La misma postura es, en tesis general, la del Código suizo (art. 398), en el que, no obstante, domina un criterio de mayor flexibili­dad que permite aceptar las sustituciones espontáneas cuan­do sean obligadas por las circunstancias o estén admitidas por el uso. Lo escueto de estos preceptos, con su consiguien­te indeterminación respecto del régimen de las sustitucio­nes, ha provocado por la fuerza misma de las cosas desenvol­vimientos doctrinales muy amplios, tocados a veces de un excesivo casuísmo. Las reglas vigentes en la Rusia soviética son muy parecidas a las alemanas y a las suizas; existe, sin embargo, la importante diferencia de que el Código sovié­tico contiene algunas normas de remisión en materia de sus­tituciones que forman un nexo de enlace entre la del man­dato y la del poder. También, con arreglo a este Código, debe el mandatario desempeñar en persona su cometido, no pu- diendo delegarlo más que con expreso asentamiento del do­minus o constreñido por la fuerza de las circunstancias. Lo mismo se dispone en su caso respecto del apoderado. El man­dante o poderdante puede recusar al sustituto; el manda­

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tario o apoderado debe darle inmediato aviso de la sustitu­ción (artículos 254, 255, 273 y 274). Por último en el Código portugués, que también pertenece a este grupo, se prohibe resueltamente la sustitución, a menos que el mandato o pro­curadoría contenga un poder expreso para sustituir (articu­lo 1342).

Al Derecho inglés, cuyas flexibles instituciones no suelen ajustarse como es sabido a los tipos del continente europeo, le es extraño nuestro contrato de mandato. Conoce en cam­bio la representación. Tiene de ella un claro concepto y la construye en torno de la compleja figura del «agente», quien respecto de los negocios de su principal puede a su vez si­tuarse, según los casos, en una postura de subordinación o de completa independencia. Como regla general, los pode­res del agente no pueden sustituirse por estar basados en una íntima relación de confianza. Pero las excepciones son mu­cho más amplias de las que hasta aquí hemos admitido y casi dejan desvirtuado en la práctica el principio jtrohibiíi- vo, pues la sustitución se considera válida cuando sea indi­ferente la persona del sustituto, cuando la autorización del principal se induzca de las circunstancias, cuando concuer- de con los usos y costumbres (salvo prohibición expresa) o en caso de necesidad urgente por vía de delegación impe­rativa.

Los Códigos latinos (el francés, vigente en Francia y en Bélgica, el español, el antiguo Código italiano de 1865, y a ellos hay que añadir algunos otros como el de Holanda y el de Dinamarca) se inspiran en una ideología radicalmen­te contraria. El artículo 1994 del Código de Napoleón, dando por supuesta en el mandatario dicha facultad de sustituir, de tal modo que ni siquiera juzga necesario establecer su con­sagración legal, consigna aquellos casos en que su uso da origen a una responsabilidad para el que sustituye (sustitu­ción no autorizada, casos en que, aun habiéndolo sido, elige el mandatario a una persona incapaz o insolvente). Precisa­mente, entre los trabajos preliminares de la codificación francesa, en el debate que a propósito de esto sostuvieron C am bacéres, T r e il h a r d y T r o n c h e t , fué donde quedó deG-

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nitivamente sentenciado el pleito de la sustituibilidad, con fuerza de cosa juzgada para los futuros ordenamientos de este grupo latino, abandonándose la prudente postura ecléc­tica de P o t h ie r , fundada en los viejos principios del Dere­cho romano clásico y que es la que en sustancia mantienen hoy todavía los Códigos de estirpe germánica. Idénticos a los del francés son los términos del Código italiano antiguo (art. 1748) y muy parecidos los del nuestro de 1889, en el que categóricamente se dice que el mandatario puede nombrar sustituto si el mandante no se la lia prohibido, incluyendo también la advertencia de que será nulo todo lo que hiciere el sustituto nombrado contra esta expresa prohibición. El no­vísimo Código civil de Italia, promulgado en marzo de 1942, trata por separado de la representación y del mandato. Pero con la particularidad de ir aquélla incluida, no en la parte general del Código (que no existe), sino en la parte general de la teoría de los contratos. La sustitución del poder tampoco aparece aquí regulada. Sólo lo está la del mandato. Y en élla, además de los casos tradicionales procedentes del Derecho francés, se regula, con vistas a la graduación de la respon­sabilidad, el de que según la naturaleza del encargo resulte o no necesaria la sustitución efectuada.

Y I I

Para distinguir en la realidad empírica transferencia y subapoderamiento se ofrecen criterios varios. Ello puede de­pender de una norma legal que en concreto lo establezca (norma que por cierto no existe en casi ningún país) o de una declaración de voluntad del dominus al dar nacimiento al primitivo poder o de la declaración del propio apoderado si de él dependiera orientar la sustitución en uno u otro sentido.

La posición de E n n e c c e r u s acerca de este punto no que­da satisfactoriamente clara. «En cáso de duda—dice E n n ec c e ­r u s (loe. cit.)—no se permite al apoderado dar poderes a otro para la gestión de negocios singulares (subapoderamien-

u

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to) porque el poder suele basarse en la confianza personal. Respecto de la designación de un sustituto que se subrogue totalmente en el lugar del apoderado de modo que éste que­de eliminado, sólo puede tener validez si así se ha permiti­do especialmente». Pero, ¿qué es lo que quiere decirse con esto? ¿Qué es lo que debe ser permitido especialmente? ¿La eliminación del apoderado intermedio, de tal modo que si dicha eliminación no ha sido prevista por el dominus con­tinuará en funciones el titular de los poderes, aunque los sus­tituya, o basta con el permiso de sustitución para que el apoderado al hacer uso de él desaparezca de la escena? La respuesta queda en la penumbra.

Además: la afirmación de que cuando el representante delega en un tercero el íntegro contenido de su propio po­der hay una transferencia o sustitución en sentido estricto, y cuando meramente se trata de una o varias facultades sin­gulares sólo existe un subapoderamiento, me parece de todo punto infundada. Fácil es advertir que el quantum de la de­legación no es requisito que baste para caracterizarla. Pues cabe perfectamente que una delegación global se conceda con carácter revocable, en constante dependencia de la vo­luntad del apoderado, o que, al contrario, un traspaso de fa­cultades singulares valga como cesación del poder en cuan­to a esas facultades respecta. Cierto es que a veces la doctri­na civil parece inspirada en este mismo orden de ideas y para determinadas instituciones obedece a idéntico criterio. Pero nótese bien que las sometidas a este tratamiento son siempre instituciones de tipo familiar o sucesorio (tutela, al- baceazgo) a las que por su propia naturaleza repugna toda delegación, dimisión o abandono. Así, por ejemplo, sien lo el albaceazgo un cargo personalísimo e indelegable, del que su titular no puede desprenderse nombrando a su vez otra albacea, le es lícito, sin embargo, y así lo sustuvo ya nuestro García Goyena (1), utilizar apoderados que bajo su vigilan­cia desempeñen ciertos cometidos especiales. Con ello se

(1) “Concordancias, motivos y comentarios del Código Civil espa­ñol”, tomo II, pág. 162.

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quieren contraponer dos cosas: de una parte, la transferen­cia del complejo funcional como un todo, equiparable a una renuncia traslativa y prohibida por la ley salvo prescripción contraria del testador; de otra, el apoderamiento revocable de las facultades contenidas en ese complejo, el cual se considera válido en principio. Adviértase no obstante que en tales casos lo que hay propiamente son apoderamientos di­rectos y no sustituciones. Y ello a virtud de los principios de la representación orgánica sobre los que no creo preciso vol­ver. El mismo albaceazgo (nada digamos de la tutela) par­ticipa de los caracteres de la representación orgánica; por su origen es un cargo voluntario independiente del arbitrio del testador, pero desde que empieza a funcionar asume un tí­pico papel de órgano.

José H upka en su citada obra, acentúa con exceso la dis­tinción entre aquellos poderes que confiere el apoderado in ­termedio en uso de la representación que a tal efecto tiene recibida del dominus y desde luego para el dominus mismo (transferencia) y los que otorga por sí espontáneamente, aun­que destinados también al servicio de su principal. Quizá el análisis de H u pka , extraordinariamente fino y rico en suge­rencias, no logra destacar bien los contornos del subapode- rado frente a los del simple gestor auxiliar.

La doctrina más en boga en los países latinos lia sido sintetizada por F rancesco S agesse en su reciente monogra­fía ya mencionada, La Rappresentanza nel Diritto Civile Ita­liano, publicada en 1933, donde se glosa el Código de 1865 y se recogen las opiniones de muchos clásicos italianos y fran­ceses del siglo xix). Con ella nos acercamos a la construcción jurisprudencial española, de que me he de ocuapr en segui­da con todo detalle. Tropezamos en esta doctrina con. un ter­cer criterio distintivo: el de la responsabilidad de gestión, concepto que se traslada del contrato de mandato a la teo­ría del apoderamiento. Esta responsabilidad afecta siempre y en todo caso al sustituto, puede afectar, también, al apo­derado intermedio según que exista o falte la autorización del dominus para sustituir, y sus diversas modalidades mati­zan decisivamente las soluciones dadas a los distintos casos,

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Los resultados a que con ello se llega en importantes secto­res de la doctrina franco-italiana, concienzudamente expues­tos en el libro de S a gg ese , son casi idénticos a los que inspi­ran los fallos de nuestra jurisprudencia.

Flota en todas estas teorías, más o menos veladamente, una fundamental idea directriz: la de que, habiendo asenti- tido desde un principio el dominus negotii a la futura susti­tución de poder, tiene este hecho tal influjo sobre la natura­leza de la sustitución misma, que es capaz de convertir en una verdadera transferencia de las facultades representacio- nales lo que en otro caso no habría pasado de ser un sencillo subapoderamiento.

Para orientarnos un poco en este delicado problema, he­mos de partir de un hecho primordial que la más somera observación pone de relieve. Y es el siguiente: cuando el apoderado designa sustituto, funciona él a su vez como po­derdante. El nombramiento de sustituto implica una segun­da concesión de poder, dentro, claro está, de los límites en que al concedente le hubiera permitido actuar por ei domi­nus negotii. El sustituto es un nuevo apoderado y el apo­derado intermedio, frente a él, un nuevo poderdante. Lógi­co será, por lo tanto, atribuir a este último todas las faculta­des inherentes a la especial relación que entre ellos existe. Y así como el dominus negotii puede actuar por sí mismo con independencia del apoderado (puesto que al investir a éste con sus propias facultades no por eso renuncia a ejer­cerlas él en persona) (1), puede nombrar otro u otros apo­derados, después del primero, capacitándolos para actuar en un mismo tipo de negocios (caso de representación solidaria por delegaciones sucesivas) y goza siempre también de la li­bre posibilidad de revocar, así el apoderado, por su parte, habrá de comportarse exactamente igual respecto del susti­tuto, ya que sus recíprocas situaciones, la del dominus y la suya, guardan una perfecta equivalencia.

(1) Véanse las indicaciones que sobre este punto y sus problemas conexos formula Ruggiero en la obra “Istituzione di Diritto Civile”, tomo I, pág. 267, y los autores que allí cita.

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Esto debe valer tanto para el caso de la sustitución expre­samente autorizada, como para aquél en que el dominus no liaya tomado determinación alguna acerca del particular y no obstante le sea lícito al apoderado, como en Derecho es­pañol acontece, sustituir sin permiso suyo. Cuando es esto último lo que ocurre, el apoderado intermedio legitima su actuación usando de una facultad legal que directamente le presta el ordenamiento jurídico; y lo que entonces otor­ga es un subapoderamiento. Nadie niega que lo sea ni na­die le niega tampoco las características que acabamos de atribuirle, consecuencia obligada de tener su origen en el puro arbitrio discrecional del sustituyente. Ahora bien: si a esta facilitad legal, que en todo caso existe como matriz del subapoderamiento, se le superpone una especial concesión del dominus, el resultado 110 puede ser diferente. El domi­li us ratifica y confirma mediante su declaración de voluntad el contenido de la norma y se limita con ello a robustecer su valor. El fenómeno es absolutamente normal en la esfera del llamado Derecho facultativo, donde la voluntad humana puede a su arbitrio excluir determiandas consecuencias de un negocio, o puede, por el contrario, confirmarlas, recogien­do explícitamente las soluciones supletorias que la ley le ofrece. Así, en el contrato de arrendamiento existe consagra­da por algunos Códigos la facultad de subarrendar y, no obstante, son muchos los casos en que, para evitar incertl- dumbres, se corrobora esta facultad con un pacto expreso. También son frecuentes aquellos testamentos cuyas cláusu­las reproducen, punto por punto, las normas reguladoras de la sucesión abintestato, con idéntico contenido al de un auto de declaración de herederos. Y así podrían ponerse varios ejemplos más. Cuando la facultad de sustitución aparece confirmada por el dominus, 110 sucede nada sustancialmente distinto. Es decir: que ni dicha confirmación priva al sustitu­yente de la posición jurídica que le compete ni añade nada nuevo tampoco a esta posición. Es sencillamente eso: una mera reiteración del precepto legal.

Al mismo resultado llegamos (y ahora voy a referirme más en concreto al momento de la revocación) partiendo de

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v otro interesante punto de vista: el de la prestación de la confianza, que es lo que, salvo en casos muy especiales, constituye la verdadera médula del apoderamiento. La que el sustituto disfruta, la que va entrañada en la concesión de su investidura, es propiamente la del apoderado y no la del dominus. El dominus negotii, al otorgar sus poderes, sienta la base que necesariamente habrá de servir de apoyo en el futuro a toda posible sustitución; pero no pasa de ahí. La persona en cuyas manos pone su representación y su defen­sa, es, ni más ni menos, la del primer apoderado. Y sería de todo punto contrario a la realidad suponer que, por el hecho de que el apoderado sea su hombre de confianza, tenga tam­bién que encontrarse en este mismo caso el sustituto que aquel haya estimado oportuno elegir. Antes bien: las ̂res­pectivas .capacitaciones de estos dos actuantes reposan so­bré dos declaraciones sucesivas y distintas de voluntad li­gadas en su raíz última a dos procesos psicológicos material­mente separados. Puede acontecer que el sustituto no sea ni siquiera conocido del poderdante, en cuyo supuesto no po­drá merecerle opinión alguna favorable o adversa. Es al apoderado intermedio y a los propios elementos de juicio de que éste disponga a quien para ello tendrá que remitirse. Porque en el acto creador de la sustitución ya el dominus negotii no interviene bajo ninguna forma. En resumen: que si bien los actos del sustituto despliegan su peculiar eficacia representado al dominus, la legitimación y justificación in­mediata de todos ellos arrancan del margen de confianza qué el sustituyente le ha dispensado. ¿Cóomo podremos, pues, si dicha confianza desfallece o se extingue rehusarle consecuentemente a quien la prestó la potestad jurídica ne­cesaria para limitar o revocar? No importa para esto, bien se comprende que el dominus haya previsto o no la sustitución (con tal que no la prohíba), ni nada cambia con ello los tér­minos del problema. La solución será siempre la misma. Y aquí volvemos a enfrentarnos con la equivalencia antes ad-

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vertida entre ambas relaciones: la de poderdante a sustitu- yente y la de sustituyente a sustituto (1).

Señalemos de paso, como corolario de estas observacio­nes, un diferencia muy acusada entre los poderes para sus­tituir y todos los demás poderes.. Los que llamaríamos de tipo coi'riente, por contraposición a los primeros, quedan a menudo encerrados dentro de un ámbito infranqueable. El sujeto facultado para vender con pacto de retro no lo está de ordinario para rescatar la cosa vendida; los poderes para contratar no llevan necesai'iamente consigo la posibilidad de utilizarse para la denuncia, impugnación o resolución del contrato celebrado. Pero en cambio los poderes para sustituir, en uso de los cuales depositamos en una persona nuestra pro­pia y particular confianza para que al amparo de ella decida sobre los asuntos de un tercero, reclaman la más amplia li­bertad de acción, así de presente como de futuro, por parte de quien baya de ponerlos en ejercicio.

Por fuerza tienen que sucumbir, frente a lo que aquí ve­nimos sosteniendo, algunos especiosos artificios dialécticos. Decir, por ejemplo, como hacen algunos jusprivatistas (Sa- CiESSe entre ellos) que el segundo poder en caso de sustitución autorizada debe su origen inmediato a la voluntad del do­minus, aunque condicionada esta voluntad en términos sus- pensivos por la del primer apoderado y que, por lo tanto, se trafa de un poder condicional (2), supone un retroceso a cier-

(1) Lo dicho en el texto es aplicable tanto a las sustituciones que recaen sobre el contenido del poder, como a las que más atrás hemos denominado sustituciones en sentido formal (las de los poderes para apoderar) y, en un grado eminente, a las de aquellos poderes cuyo tínico beneficiario es el titular de la representación.

(2) He aquí las palabras de Sagesse (ob. cit., pág. 190) : “Cuando el principal ha previsto explícitamente en su encargado la posibilidad de hacerse sustituir por otro, le ha conferido en sustancia dos poderes, de los cuales el segundo es eventual, quedando relegada, por decirlo así, “su realización a la libre voluntad del representante”. Este puede abstenerse de darle existencia jurídica; pero, una vez que lo hace, queda ya extraño a su desarrollo, puesto que dicho poder debe “su origen directamente a la voluntad del principal”, teniendo vida libre y autónoma. Es claro, pol­lo tanto, que las formas de extinción peculiares al poder originario (muerte, quiebra del representante y otras parecidas) no puedan actuar en este caso sobre la sustitución.”

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tas teorías ya superadas, de fuerte sabor savigniano, que vie­ron en la voluntad del poderdante el genuino motor del acto representativo, llegando a bordear la extravagante conclusión de que cuando se dan poderes para vender se ha otorgado ya con ello un verdadero consentimiento para la compra-venta pendiente sólo de posterior ejecución.

Autores de distintas procedencias han comprendido to­das estas cosas con suma claridad. El mismo B audry L acan- t in e r ie , cuya obra recoge y almacena pasivamente cuanto le sale al paso sin grandes preocupaciones de construcción dog­mática, tiene a veces certeros atisbos (1): «En las relacio­nes del sustituyente con el sustituto—dice B a u d r y —la susti­tución no es más que un segundo mandato superpuesto al primero», o, lo que es igual, podemos añadir conmpletando su pensamiento: 110 supone la desaparición del primero. Que el mandatario y el sustituto puedan no encontrarse liga­dos entre sí por relación alguna, es una cuestión de puro he­cho—concluye el autor—a decidir soberanamente por el juez. B o r s a r i , por su parte (2) ve una fundamental diferencia en­tre dimitir el cargo de mandatario o retenerlo nombrando brando un sustituto. Considera el hecho de sustituir como un cambio, 110 un abandono, de representación, y sostiene que el submandato—la doctrina italiana 110 gusta de distin­guir entre mandatos y poderes.—se conecta con el mandato principal, lo supone y lo afirma y desenvuelve su propio al­cance. Más contundentes son aún las palabras de A n d r e a s v o n T h u r (3),que parte, como es uso entre los alemanes, de una pulcra delimitación de conceptos (mandato a un lado, poder a otro). Dice refiriéndose al poder concretamente: «La sustitución no implica traspaso de poderes, pues el apo­derado, aun después de nombrar sustituto, sigue conservan­do su condición de representante, a menos que dimita o que

(1) “Traité theorique et pratique de Droit Civil”, tomo XXIV, pág. 306.

(2) “Comentario del Codice Civile Italiano”, parág. 3.880.(3) “Tratado de las obligaciones”, tomo I, pág. 246 de la edición

española.

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el poder se le haya otorgado bajo la condición resolutoria de que caducará en cuanto nombre un sustituto.» O sea: que el apoderado que sustituye no es en ningún caso un apode­rado cesante, a menos que haya sido prevista su cesantía.

Por lo tanto, podemos concluir que, en tesis general, to­das las sustituciones son en principio subapoderamientos. Es necesario que medie una declaración expresa y concreta de que el primer poder desaparecerá al ser sustituido para que la transferencia, con sus consiguientes resultados eliminato- rios, pueda suplantar a la delegación subordinada. Y ello es lo que también está en el ánimo de la inmensa mayoría de los poderdantes cuando formalizan un otorgamiento de esta índole (1).

Bien es verdad que, si nos colocásemos en otro plano, po­dríamos ser víctimas de un espejismo, viendo en las dos es­pecies de sustitución que suelen esbozar los Códigos, dos ti­pos sustancialmente diferenciados por designio de la misma Ley. En los casos de sustitución autorizada, donde se dibu­jan los perfiles de un poder para apoderar, sería como si el primer representante le dijese al dóminus: «He aquí al apo­derado que nombro para tí en ejecución del encai'go que me diste; él es desde ahora tu nuevo representante; yo soy extra­ño a su esfera de acción.» Y en los de sustitución espontánea, cabría, por el contrario, concebir al sustituto como un comi­sionado de la persona que materialmente lo nombra y no del principal, dejando descartado todo posible influjo de este último sobre el nuevo apoderamiento.

(1) Se comprende, en cierto modo, que la tesis de la sustitución plena obtenga gran número de adhesiones en la doctrina germánica, a expensas de la que aquí defendemos favorable al subapoderamiento. La manifestación más evidente y más clara del subapoderamiento, acabamos de verla en la sustitución “ministerio legis”, modalidad rechazada, en principio, por el B. G. B. (artículo 278), y que no puede, por lo tanto, servir a sus exégetas como punto de partida de la investigación, al con­trario de lo que entre nosotros ocurre. El supuesto con que en primen término han de operar los autores alemanes, es el de la sustitución for­malmente autorizada, acerca del cual aún podrían caber algunas vacila­ciones, que ni remotamente se justifican en cuanto al tipo “ministerio legis”. Por eso no parece explicable que respecto de los Derechos latinos^ donde el caso es muy otro, mantengan muchos tratadistas esa misma actitud.

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El hecho es cierto, pero las consecuencias no dehen exa­gerarse. Existe un principio unificador de toda clase de sus­tituciones, autorizadas o espontáneas, consistente en que to­das ellas, igual que los poderes que les sirven de base, fun­cionan para representar al principal y nada más que para esto. De lo contrario no serían sustituciones, sino apodera- mientos auxiliares. Y debe huirse de una confusión, fácil desde luego, entre lo que significa apoderar y lo que signifi­ca representar. El sustituto es un apoderado del sustituyen- te en el sentido de ser éste el que de un modo inmediato le otorga sus poderes. Pero una cosa es que los reciba de él y otra distinta que los utilice para él. Los utiliza siempre para el dominus. Todo el proceso representacional, sean cuales fueren las sucesivas peripecias de su desarrollo, tiene que ser inexorablemente reconducido a su punto de partida ori­ginario, sin perder de vista que este punto de partida radica en la persona del dominus y en su voluntad (o en su necesi­dad) de ser representado.

La particularidad característica de toda clase de sustitu­ción, de que exista un poder emanado de una persona jun­to con una representación cuyos efectos repercuten en otra, tiene, sin embargo, singular alcance. Porque esta combina­ción de elementos reunidos con tan fuerte lazo (la voluntad del sustituyente, el interés del dominus) va a llevarnos como de la mano a una consecuencia inesperada. Va a llevarnos a sostener que el subappderamiento en sí (modalidad nor­mal y casi exclusiva de la sustitución de poder) debe modi­ficar su estructura lípica y comúnmente admitida en obse­quio a las necesidades del tráfico y en atención a su propia finalidad institucional. De ningún modo hemes de dejarnos aprisionar aquí por un sistema cerrado de conceptos. Antes al contrario, hemos de mirar atentamente la realidad de las cosas. La transferencia de poder, en los muy contados casos en que tenga que funcionar, bien está que conserve sus ras­gos peculiares como entidad exclusivamente vinculada a la esfera de acción del poderdante, en la que el apoderado in­termediario no tiene nada que hacer ni para qué intervenir, salvo lo concerniente a su puesta en marcha. Pero el sub-

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apoderamiento es más complejo: admite y exige que se le incorpore algo de lo que es propio de la transferencia, que se coloque al subapoderado, lo mismo que lo está en su caso el cesionario de las facultades de representación, en inmediato contacto con el dominus. Y es por lo que lo mismo en una que en otra figura, la voluntad del dominus, que es la que en últi­ma instancia mayor acatamiento merece, no puede quedar

"licitamente ausente ni desconocida.La fórmula en que pudiera encarnar esta síntesis, base

de un futuro estudio de reforma legislativa, cabría expre­sarla así: «El dominus y el sustituyente deben funcionar i y

: como poderdantes solidarios frente al sustituto; el susti­tuyente y el sustituto, como apoderados solidarios del do­minus». Con ello se fijarían correctamente las respectivas posiciones y se obtendrían las deseables posibilidades de ac­ción. No veo ningún grave inconveniente y sí positivas ven­tajas en que el dominus pueda revocar por sí mismo las fa- hr cultades del subapoderado, a pesar de no haber sido él quien se las concedió, cosa que ya admite algún Código muy mo­derno (concretamente el Código ruso), ni tampoco en la per­duración del segundo poder, aun después de haberse extin- guido el primero, mientras aquél siga siendo necesario, a lo que explícitamente asiente A nd reas von T h u r (1). Ello quizá 'j rompa los moldes de una rigurosa lógica jurídica y acaso p r o - ^ duzca grave escándalo en el severo domicilio de la jurispru- ! dencia conceptual. Pero responde sin ningún género de duda a las más atendibles exigencias de flexibilidad y eficacia práctica.

V I I INuestro Código civil, en esta materia, milita en las filas

de los que pudieran denominarse Códigos «resppnsabilis-

(1) Dice Andreas von Thur, con una exacta visión del problema: "Los poderes del sustituto no dependen, en cuanto a su duración de los poderes de aquel a quien sustituye, a menos que se le nombre solamente para el tiempo en que éste sea representante. No caducan tampoco por la muerte del sustituido. Si el primitivo representante se ve obligado por una grave enfermedad a nombrar un sustituto, no tendría razón de ser el hecho de que el poder segundo se extinguiese necesariamente con la muerte del titular del primero.” (Loe. cit.)

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tas». Su artículo 1721, como los equivalentes del francés y el italiano (el italiano antiguo tanto como el moderno) dis­tingue entre los mandatos otorgados con cláusula de susti­tuir o sin ella. De aqui derivan las consabidas consecuencias radicalmente distintas en cuanto al régimen de responsabi­lidad, único extremo que dicho articulo pone de relieve, pues cuando la sustitución cuenta con la aquiescencia decla­rada del mandante es sólo el sustituto quien responde, y en cambio, cuando dicha aquiescencia no existe, cabe utilizar lo mismo contra el mandatario que contra el sustituto las acciones correspondientes. Nada se dispone en el resto del articulado sobre la sustitución de poder propiamente diclia.

Los comentaristas españoles suelen admitir a la vista del artículo 1721 los cuatro casos siguientes:

a) Sustitución autorizada por el mandante con indica­ción concreta de sustituto (la responsabilidad de gestión sólo recae sobre el sustituto).

b) Sustitución autorizada sin indicación de sustituto; las condiciones de aptitud y solvencia del elegido por el mandatario son las normalmente exigióles para el desem­peño del negocio (la responsabilidad recae también sólo so­bre el sustituto).

c) Sustitución autorizada como en el caso anterior, es decir, sin indicación de persona, siendo notoriamente inca­paz e insolvente la que el mandatario elige (el mandatario conserva entonces su responsabilidad íntegra frente al man­dante).

d) Sustitución no autorizada ni prohibida (la misma so­lución).

En estos dos últimos casos únicos, a que taxativamente alude el artículo 1721 (aparte del de sustitución prohibida, que sólo cita para privarla de todo efecto legal), la posición del mandante queda reforzada con la posibilidad que el 1722 le brinda de dirigirse no ya sólo contra el mandatario, sino también contra el sustituto; es decir: existen dos suje­tos pasivos, dos responsables de la gestión. Por el contrario, en los dos casos primeros, responde el sustituto y sólo él.

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Quede advertido, por lo pronto, que cuando la sustitu­ción ha sido autorizada de manera expresa, pero sin concre­ta indicación de sustituto, regirá uno u otro sistema (res­ponsabilidad del sustituto o responsabilidad conjunta), se­gún las condiciones que en el sustituto se den. Conviene no olvidarlo para la debida inteligencia de lo que ha de seguir.

Por su parte, el Código de Comercio, al regular el contra­to de comisión, parte de un criterio prohibitivo en franca discordancia con el que se aplica al mandato civil. El co­misionista nunca goza de una presunta facultad de sustituir emanada de la Ley. El artículo 261 del Código de Comercio le obliga a desempeñar por sí los encargos que reciba y no podrá delegarlos sin expreso consentimiento de su comiten­te. Cuando la sustitución ha sido autorizada—añade el 262— responderá el comisionista de las gestiones del sustituto, siempre que hubiese quedado a su elección la persona en quien había de delegar; en caso contrario, cesará su respon­sabilidad. Además de inspirarse en opuesto criterio, las nor­mas del Código de Comercio son menos casuísticas que las civiles, porque nada se habla en ellas de si el segundo man­datario ha de reunir o no determinadas condiciones de apti­tud y solvencia. Y como por otra parte la actividad del comi­sionista puede desenvolverse tanto en nombre propio como en el de su principal (porque el artículo 245 así lo dice ex­presamente, a distinción del 1709 del Código Civil en que esta consecuencia tiene que ser inferida), resulta que los preceptos mercantiles del contrato de comisión son aplicables en sus respectivos casos tanto al mandato como al poder. La sustitu­ción de poder también está, por lo tanto, prohibida en princi­pio. Y lo está asimismo en cuanto concierne a los poderes de los factores, por expresa disposición del artículo 296 que a esta materia se consagx*a.

Lo mismo el Código civil que el de Comercio, dejan in­tactas todas las demás cuestiones que a propósito de la sus­titución pueden plantearse fuera de lo que concretamente atañe a la responsabilidad; y no hay que decir que desco­nocen las peculiaridades del problema en lo relativo al po­der, cuyos rasgos específicos, sobre todo en el primero de

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dichos ordenamientos, quedan privados de toda posible iden­tificación, siempre ocultos y como desdibujados bajo la sis­temática del contrato de mandato. Y a la vista de ello, sigue abierta la interrogación: ¿sustitución de poder en sentido propio? ¿Subapoderamiento o delegación subordinada? ¿Cuál de estas dos figuras ha sido recogida en nuesti'o sis­tema legal o en qué casos una u otra? (1).

La doctrina legal española, a quien compete eliminar estas dudas, ha manipulado, a mi juicio, con muy poca for­tuna en tan delicada materia. Ha buscado la clave de sus construcciones en los preceptos que regulan la responsabili­dad, sin detenerse en ningún otro aspecto ni considerar de­tenidamente la naturaleza íntima de las instituciones, y ha llegado por este camino a resultados inadmisibles.

Preciso es hacer, no obstante, una salvedad en ,este jui­cio condenatorio a favor de la sentencia de 5 de mayo de 1920, la cual, desde determinado punto de vista, ofrece ele­mentos aprovechables del más subido interés. En esta sen­tencia, junto a los cuatro supuestos que acabamos de ver ca­talogados en el Código, se admite un quinto supuesto más, al que ya aludíamos antes: el de los gestores auxiliares. Se

(1) Pocos son los Códigos que en este*punto adoptan una postura decisoria. Podemos citar, sin embargo, los de Chile, Colombia y Repú­blica Argentina, cuya comparación con el nuestro ofrece mucho interés. El Código chileno establece en su artículo 2.136 (y esta misma disposición va recogida en el de Colombia), que cuando la delegación o sustitución a determinada persona ha sido ya objeto de la expresa autorización del mandante, se constituye entre éste y el delegado una nueva relación de mandato que Sólo puede ser revocada por el principal, y que no se extin­gue por la muerte u otro accidente sobrevenido al mandatario delegante. Es decir: se opera una transferencia, un verdadero traspaso de poderes. (Los demás casos quedan sin resolver, aunque, tal vez, pudiera determi­narse por exclusión el criterio legal aplicable.) Diametralmente contra­rias son las normas del Código argentino, que, sin entrar en distingos sobre si existe o no aquiescencia del mandante, o si ósta se refiere a un determinado sustituto o a una persona no determinada, se pronuncia francamente por la tesis del subapoderamiento: "Aunque el mandatario haya sustituido sus poderes —artículo 1.925—-, puede revocar la sustitu­ción cuando lo juzgue conveniente. Mientras ella subsiste, es de su obli­gación la vigilancia de los poderes conferidos al sustituto”. "Cesa tam­bién el mandato dado al sustituto por la cesación de los poderes del man­datario que hizo la sustitución, sea representante voluntario o necesario” (artículo 1.926).

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afirma en ella que cuando el sedicente sustituto sea un mero auxiliar del mandatario, gin que de su actuación aparezca la vohmtad~dfT obligarse con el mandante, sólo podrá^exi- girle i*esponsafaflidad~el mañdatario qire~ló nomTíró Con esto se establece netamente la distinción, de tan decisivo alcance teórico y práctico, entre sustituto y gestor auxiliar, toda vez que al sustituto lo hemos visto situado en todos los casos y sin excepción ~alguna bajo la esfera de acción del mandante, y en cambio con el gestor auxiliar sucede todo lo contrario.

Pero el fallo que reclama nuestra máxima atención, por­que sus afirmaciones revisten capitalísima importancia, es el de 6 de diciembre de 1897, de doctrina posteriormente rei­terada. El mandatario que pone en juego las facultades de sustitución expresamente acordadas por el poderdante—nó­tese el típico empleo indistinto de los dos vocablos—con o sin designación de la persona del sustituto, ha cumplido en esta parte el mandato (dice el Tr. S.) y queda por lo tanto desligado de toda relación jurídica con dicho poderdante; la única excepción es la de que el sustituto sea incapaz o insol­vente. No importa, pues, el fallecimiento del mandatario una vez hecha la delegación en el sustituto, por ser éste y no aquél quien desde entonces asume la tarea de representar al domi­nus. Ahora bien; si el primer mandatario por sí y en no cum­plimiento o ejecución de su mandato (o lo que es lo mismo: sin haber recibido autorización expresa) confiere poder a un tercero, el primitivo nexo de mandante o mandatario conti­núa inalterado.

Así pues, con arreglo al criterio de nuestro Tr. S., la línea divisoria entre sustitución de poder y subapodarmiento coincide exactamente con la que separa los dos tipos de res­ponsabilidad que dejamos examinados. Si existe una res­ponsabilidad coninola hav-suhanoderamiento; en otro caso, hay verdadera y propia.sustitución.-Esto y no otra cosa es lo que en sustancia se afirma al declarar que el apoderado que­da fuera de la relación jurídica y desligado d i ella cuando^ a virtud del permismcLe-su-wincipab- nombra unjsustituto en quien concurran las condiciones normalmente deseables para un buen desempeño, sin tener que responder de allí en

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adelante de nada de lo que este sustituto ejecute.La primera consecuencia chocante que de aqui se dedu­

ce es la siguiente: que en la sustitución autorizada por el poderdante sin designación de persona podrá surgir una u otra de las dos figuras (sustitución propia o sustitución im­propia), según que el sustituo sea, empleando la locución del Código, «notoriamente incapaz o insolvente» o se den en él las calidades contrarias. Depende por lo tanto de una serie de circunstancias de puro hecho, cuya valoración sólo cabrá hacer en gran número de casos, después de concluida la ges­tión o durante su curso, el que la delegación otorgada asu­ma cierta naturaleza jurídica o tenga otra muy diferente. Se­gún el comportamiento del segundo representante, según su

fdiligencia, su moralidad, su capacidad técnica, así vendrá a |ser al fin y a la postre un sustituto o un subapoderado. Pero en el momento de investirlo con sus facultades, no se sabe si puede saberse en cuál de los dos conceptos habrá de actuar, ni cuál será de consiguiente el influjo de la voluntad del do­minus o la del primer apoderado respecto de la subsisten­cia, limitación o extinción de sus funciones, ni en cuanto a la vigilancia de su conducta o a la posibilidad de designar un nuevo titular para el ejercicio de las facultades delegadas. Nada de esto se puede decidir de antemano. La calificación ju­rídica de la sustitución del mandato (o en su caso la del poder) se nos ofrece en tales casos como algo expectante, algo que vive a la espera de un futuro desenlace dsconocido, que es el que a posteriori habrá de terminar su verdadera naturaleza dándole nombre y estado. Es como un nasciturus que sólo pu­diese vivir antes de haber nacido... ¡Curiosa situación cuyo comentario no desdeñaría la cáustica pluma de I h e r in g !

Ello resulta sintomático para denunciar la endeblez de la teoría.

Y es que existe una profunda equivocación en querer aco­meter este problema operando a base del concepto de res­ponsabilidad, que es un concepto propio del Derecho de Obligaciones, siendo así que el apoderamiento y todo lo que le concierne vive en principio fuera del ámbito de lo obliga- cional.

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El que otorga un poder, concede una facultad, no crea un vínculo; menos aún, un vínculo idóneo para la sujeción ju­rídica del apoderado. La vinculación... precisamente la del dominus y no otra alguna, vendrá después, cuando el apode­rado actúe; pero esto es otra cosa, esto es ajeno a la previa relación de apoderamiento y no afecta para nada al titular de los poderes. Por de pronto el apoderado goza pura y sim- plmente de una posibilidad de obrar dotada de repercusio­nes sobre un patrimonio que no es el suyo, a virtud del con­sentimiento prestado por el titular de este patrimonio. Y nada más. Como tal apoderado, carece de deberes contrac­tuales. Los tendrá, sin duda, como mandatario o en cualquier otro concepto derivado de la relación causal que sirva de base al poder; pero justamente debemos eliminar esas reía-

| ! ciones causales subyacentes del estudio que estamos efec­tuando, so pena de enredarnos en una desast.pí¡f& confusión de ideas. Las únicas responsabilidades que podrían asumir el apoderado o el sustituto, como tales y no como mandata­rios, son las que nacen de la culpa aquilina, a la que desde luego están sujetos lo mismo que cualquier otra persona cuya actividad pueda chocar con un interés ajeno y lesio­narlo (1). Mas ya esto por sí sólo nos demuestra que, así

(1) No es empresa fácil la de averiguar en nuestro Derecho qué responsabilidad incumbe al apoderado, si es que alguna le alcanza, por los actos que el sustituto realice. Queda, desde luego, descartada por de­finición la hipótesis del traspaso de poderes. Con referencia al subapo- deramiento, hay tres soluciones posibles:

Primera. — La del artículo 1.903 del Código Civil, en el que genéri­camente se regula la responsabilidad extracontractual derivada. Esta­blece este artículo una presunción de negligencia contra los padres, tu­tores, empresarios, Estado y maestros de artes y oficios, en cuanto a la vigilancia de aquellas personas de cuya conducta deben responder, y siempre la da por supuesta, salvo exculpación satisfactoria del interesado, en cuyo caso desaparece y se anula. Algunos civilistas (Chironi, por ejemplo) han visto precisamente el fundamento teórico de esta clase de responsabilidad en la idea de representación tomada en un amplio sen­tido, estimando que al actuar culposamente el autor del daño, ha "re­presentado”, no en el aspecto jurídico, pero sí en el aspecto económico, al sujeto que la Ley declara responsable. Pero como hasta ahora no existen declaraciones de nuestro Tribunal Supremo, basadas en esta teo­ría, que permitan interpretar extensivamente el artículo 1.903 para otros casos análogos, ignoramos si la figura del apoderado sustituyente cae o no dentro de sus previsiones. (Por el contrario, el artículo 831 del B. G. B.,

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como los problemas de responsabilidad cuando se trata del contrato de mandato, van entrañados dentro de la propia relación jurídica y contribuyen decisivamente a modelar su típica estructura, son, en materia de apoderamiento, cosa adventicia y subalterna, que jamás podrá situarse en primer plano, puesto que su planteamiento no es ineludible y sólo surgen de una manera eventual. Esto se ve con una claridad meridiana allí donde los poderes funcionan a beneficio ex­clusivo del que los utiliza y no del concedente.

Claro es que la jurisprudencia española de 1897 no podía : ser sensible a estos matices de concepto, tan sutiles en apa- ] riencia, viviendo bajo el influjo de las doctrinas entonces

| dominantes basadas en una confusión de mandato y poder | y de las que sólo empezó a emanciparse ostensiblemente en

el tercer decenio del siglo actual.

equivalente a nuestro 1.903, ofrece una fórmula elástica donde caben los más variados supuestos.)

Segunda.-—La de los artículos 1.721 y 1.722, relativos al mandato, y que, con toda seguridad, redactaron los autores del Código pensando tam­bién en el apoderamiento. Esta solución permitiría unificar los dos regí­menes sancionadores, ventaja muy estimable cuándo una persona es a la vez mandatario y apoderado. Debemos observar: a), que con arreglo a estos preceptos, la responsabilidad del apoderado intermedio, al igual que la del mandatario, sería por completo independiente de la noción de culpa (de su propia culpa personal) ; se le impondría, en todo caso, por el mero hecho de haber sustituido sin contar con el “dominus”, y no podría elu­dirla ni aun demostrando haber empleado toda la diligencia de un buen padre de familia para prevenir el daño (diferencia de este régimen con el del art. 1.903); b), pero, a cambio de ello, únicamente se le podría exi­gir tal responsabilidad cuando la conducta lesiva y culposa del sustituto hubiera sido previamente probada en el juicio por la parte demandante, es decir, por el "dominus negotii”; por el contrario, si la litis versara so­bre un contrato de mandato, la actitud procesal de las partes aparecería invertida, y la prueba de cumplimiento, necesaria para enervar la pre­sunción de culpa del sustituto, iría a cargo del demandado (diferencia entre las obligaciones contractuales y extracomtractuales en materia de prueba).

Tercera. — Remitirse a las normas comunes de la culpa aquiliana (régimen de responsabilidades directas o autónomas, artículo 1.902). Con arreglo a este criterio, todas aquellas que durante la relación de apodera­miento se hubiesen contraído, recaerían tan sólo sobre el autor directo del daño, fuese quien fuese, apoderado o sustituto, y en la medida que en cada caso procediera, según el citado artículo 1.902. Quedarían así elimi­nadas, tanto la presunción de culpa del sustituyente (art. 1.903), como la responsabilidad indeclinable por los actos del delegado prescrita en el 1721.

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Pero es que, aparte de esto, la actitud comentada se halla expuesta a las más graves objeciones. Procuremos sis­tematizarlas :

Primera. Aun tratándose del mismo contrato de manda­to, donde capea por derecho propio la noción de responsabi­lidad, no es necesario violentar para nada la naturaleza de las instituciones, ni menos aún postular su transmutación de unas en otras, para explicarse satisfactoriamente el sistema del Código civil. Combinando los conceptos de autorización y libre iniciativa con los de exoneración o asunción de res­ponsabilidad por parte del mandatario, vemos sin dificul­tad alguna que, si bien es lógico hacer pesar sobre éste los resultados adversos de la sustitución cuando la otorga sin permiso de su principal, sucede todo lo contrario cuando este permiso le ha sido dado, pues entonces sólo le deben afectar las responsabilidades anejas a la culpa in eligendo. El sustituto, en cambio, asume siempre la responsabilidad de sus propios actos. Y esto nos hace ver que el problema que en nuestro artículo 1721 se plantea y se resuelve, es sencilla­mente un problema de garantía. El dominus negotii, al pro­ceder en una u otra de las dos formas previstas en el Código civil, al no autorizar o al autorizar al mandatario para que promueva la sustitución, busca una garantía mayor o se con­forma con una garantía menor (la de los dos patrimonios o la de uno solo), según el grado de confianza que el mandatario le merezca. Ni más ni menos. Idéntico caso al de un présta­mo, que puede concertarse con la adición de una fianza, una prenda o una hipoteca, o sin recurrir a estas defensas cau­telares; idéntico también al de una compra venta, en que la obligación accesoria de saneamiento puede tener cabida o ser eliminada por las partes. Ahora bien: ¿recibe el présta­mo su propia naturaleza jurídica de la que a su vez asuma la garantía que se le superpone. ¿Deja la compraventa de ser compraventa porque la obligación de saneamiento sea más o menos intensa o incluso llegue a desaparecer? Pues lo mismo acontece con la sustitución. Podrá, todo lo más, discutirse ante el silencio de la Ley si el tipo que ésta recoge y articula es el de la sustitución o el del subapoderamiento.

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Pero nunca será bastante para averiguarlo el elemento adven­ticio de la responsabilidad. Jamás podrá tener ésta por si sola energías jurídicas suficientes para cambiar de raíz la institu­ción que vive acogida a su amparo transformándola en otra distinta.

Segunda. La afirmación de que el mandatario con fa-fe cuitad de sustituir cumple su cometido tan luego como sus-? tituye y queda desde entonces desligado del mandante, em vuelve un error manifiesto. Pues en seguida se advierte que los poderes de esta clase llevan un doble contenido: una o va­rias cláusulas en las que el principal apodera para los asuntos b, x o z, y otra u otras en que otorga a su apoderado la fa­cultad de sustituir. Son dos cosas enlazadas, pero diferentes, y nò hay razón que aconseje confundirlas. Si el apoderamien- to autoriza para vender, arrendar, hipotecar y además au­toriza para sustituir en un tercero esos mismos cometidos, cabe que el apoderado, en efecto, sustituya; pero como su misión no se reduce a esto, cabe también que antes o des­pués de hacerlo siga vendiendo, hipotecando o arrendando en uso de las facultades básicas. La coexistencia de ambos elementos en un mismo poder, no queda, pues, quebranta­da ni extinguida hasta el momento de su revocaión. Mientras tanto, subsiste por entero.

Tercera. Aun en el caso de que la autorización sólo val­ga para una determinada persona, la solución tiene que ser la misma. La jerarquía de preferencias del dominus queda puesta de manifiesto al subordinar toda la actuación futura del sustituto a una previa declaración del sustituyente, y esta conducta no presupone por cierto un propósito de des­plazar al segundo con el primero ni dejarlo postergado. El dominus dice quiénes son los únicos depositarios de su con­fianza; pero deja advertir en qué medida goza de ella cada cual. De preferirlos indistintamente, les habría conferido un poder solidario; mas no ha querido esto: ha optado por la fórmula de una sustitución. Varios fallos franceses citados por B audry L a ca n tin erie (ob. cit. pág. 303), discrepan en este punto de la doctrina legal española. Dicen con específica alusión al contrato de mandato que «incluso cuando el man-

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datario se hace sustituir por persona que le ha sido nomina­tivamente designada, sigue encargado de vigilar al sustituto y responde de aquellos actos que su vigilancia pudiese ha­ber impedido». La solución es excesiva y desborda del texto legal en cuanto a la perduración de responsabilidades. Pero es lo correcto y lo más congruente con la presunta voluntad del dominus dejar al apoderado intermedio en una posición de permanente superioridad respecto del sustituto.

Cuarta. Surge un motivo más de divergencia nacido de la propia naturaleza del poder. Ya es arriesgado decir que la sustitución consentida sea capaz de poner téi*mino a los poderes, no estando comprendido este supuesto, como efecti­vamente no lo está, entre las causas extintivas del artículo 1732. La sustitución no supone revocación ni tampoco renun­cia, aunque sea con esta última con quien en todo caso ten­ga mayor parecido. Pero aparte de ello, cuando se sostiene que los poderes de representación son renunciables, es que se desconoce la peculiar intimidad del proceso representati­vo. El carácter, en cierto modo «carismàtico» (digámoslo así), de la representación voluntaria, es incompatible con esto. La aptitud para representar a un tercero no es cosa de la que podamos despojarnos por nosotros mismos, como aquel que se quita un vestido y lo arroja lejos de sí. H upka (ob. cit., pá­gina 370) lo ha puesto de relieve con palabras certeras: «El poder no es, como el mandato, una relación obligatoria de la que el apoderado pueda desligarse unilateralmente, ni si­quiera un derecho subjetivo que se pueda renunciar; es una legitimación formal exterior, que sólo se apoya en la volun­tad del poderdante y sólo por esta voluntad puede cesar. La renuncia no vale por sí misma, sino cuando el poderdante la acepta, es decir, cuando a base de ella revoca el poder.» El hecho de que los Códigos actuales no recojan las anteriores conclusiones e incluso anden muy lejos de ellas, no debe im­pedir que se las tenga en cuenta para interpretar y penetrar bien esta clase de fenómenos.

Otras curiosas consecuencias no menos comprometedo­ras lleva consigo la tesis del Tribunal Supremo. En el tiem­po de que dispongo sólo me es posible enumerarlas.

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Existiendo la aquiescencia del dominus para sustituir, ¿queda cerrada con ello la puerta a todo posible subapode- ramiento? ¿Ha servido esto acaso para restringir paradó­jicamente el radio de acción del apoderado intermedio, pri­vándole de la facultad que la Ley la reconoce para nombrar otros apoderados que le estén sometidos?

Concedido este mismo permiso del principal con el adi­tamento de que su apoderado pueda «nombrar uno o varios sustitutos, revocar las sustituciones hechas y otorgar otras de nuevo» (fórmula precautoria que a menudo se impone para plasmar el verdadero designio de la parte interesada), ¿cuál sería el régimen de responsabilidad en la relación interna de mandato? ¿Coexistiría entonces un subapoderamiento, que es lo que el dominus en realidad ha querido, con un ré­gimen de responsabilidad propio de la sustitución autoriza­da (puesto que también de esto se trata) es decir, con la ple­na exoneración del sustituyen te? ¿O bastaría la posibilidad de subapoderar para que ella por sí sola, aun habiendo me­diado autorización, trajese envuelta una responsabilidad do­ble: la del sustituyente y la del sustituto?

El que tales dudas nos asalten, no creo que sea nada fa­vorable para la tesis del T. S. ni para las doctrinas que le prestan apoyo.

* * *

Quedan aún por tocar otros muchos puntos: el régimen de las sustituciones escalonadas o sucesivas (facultad del sustituto para nombrar otros por su parte y casos en que po­drá hacerlo), los efectos de la prohibición de sustituir en los poderes mercantiles, curiosa prohibición de las que no anu­ían, prohibición meramente obligacional (valga la frase) bastante más inofensiva de lo que a primera vista pudiera creerse, el inmenso y tentador panorama de la representa­ción de personas jurídicas en que casi todos los problemas de aparente sustitución son en el fondo problemas de apode- ramiento enlazados con otros de distribución de competen-; eia... y quién sabe cuántas cosas más. Pero es que si mi di-l sertación continuase por esos caminos, no sería ya una di4 sertación, sino un grave abuso de confianza.