Surf

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Surf Era un lugar oscuro pero aún se advertía el color azul con el que habían pintado las paredes. Con el hocico enterrado en sus patas delanteras y echado sobre una mancha de luz que entraba por la ventana, había un perro grande y gris. Afuera se escuchaba el bullicio de San José. Había dejado llegado a ese bar sin voluntad, confundido por el entusiasmo de un colega. Creo que ordenamos una cerveza y un refresco. Nos atendió un señor de mirada reconcentrada y ausente. El lugar era muy oscuro pese a que había mucho sol esa mañana y la conversación resultó formal y espesa. El perro se desperezó y yo quería marcharme. Creo que yo tenía mi cabeza en otras cosas. No sé por qué el colega comentó mi vida en Santiago de Compostela. Por ese entonces yo vivía entre la Rúa do Villar en Santiago de Compostela, la ciudad de Bergen en Noruega y la brillante y verde Moravia en el Valle Central de Costa Rica. El señor del bar ya había abierto la botella de cerveza y tensó su cuerpo cuando se mencionó a Galicia. Con el refresco en una mano y el abridor en la otra, me preguntó si de verdad vivía en Santiago. De inmediato supe que también él era gallego. La mancha de luz de la ventana se había hecho más intensa. El perro se había ido y yo todavía estaba allí. Dije que sí, que de verdad vivía en Santiago. Los dos supimos entonces que habíamos caído en una trampa. Él me miró como si creyera en mis palabras pero dudara de que Santiago existiera para ambos. La persona que me había invitado a entrar al bar se sintió molesta por la interrupción. El refresco estaba caliente y el perro no volvía. Miré al hombre detrás del mostrador. Aún estaba allí mirándome y no dijimos nada. El celo de mi interlocutor era evidente. El señor del bar se retiró y desapareció en la oscuridad mientras mi colega hacía una exposición entusiasta de sus nuevos proyectos. Al irnos, la

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Carlos Capelán, Surf, Bienal de Pontevedra, 2010

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Era un lugar oscuro pero aún se advertía el color azul con el que habían pintado las paredes. Con el hocico enterrado en sus patas delanteras y echado sobre una mancha de luz que entraba por la ventana, había un perro grande y gris. Afuera se escuchaba el bullicio de San José. Había dejado llegado a ese bar sin voluntad, confundido por el entusiasmo de un colega. Creo que ordenamos una cerveza y un refresco. Nos atendió un señor de mirada reconcentrada y ausente. El lugar era muy oscuro pese a que había mucho sol esa mañana y la conversación resultó formal y espesa. El perro se desperezó y yo quería marcharme. Creo que yo tenía mi cabeza en otras cosas. No sé por qué el colega comentó mi vida en Santiago de Compostela. Por ese entonces yo vivía entre la Rúa do Villar en Santiago de Compostela, la ciudad de Bergen en Noruega y la brillante y verde Moravia en el Valle Central de Costa Rica. El señor del bar ya había abierto la botella de cerveza y tensó su cuerpo cuando se mencionó a Galicia. Con el refresco en una mano y el abridor en la otra, me preguntó si de verdad vivía en Santiago. De inmediato supe que también él era gallego. La mancha de luz de la ventana se había hecho más intensa. El perro se había ido y yo todavía estaba allí. Dije que sí, que de verdad vivía en Santiago. Los dos supimos entonces que habíamos caído en una trampa. Él me miró como si creyera en mis palabras pero dudara de que Santiago existiera para ambos. La persona que me había invitado a entrar al bar se sintió molesta por la interrupción. El refresco estaba caliente y el perro no volvía. Miré al hombre detrás del mostrador. Aún estaba allí mirándome y no dijimos nada. El celo de mi interlocutor era evidente. El señor del bar se retiró y desapareció en la oscuridad mientras mi colega hacía una exposición entusiasta de sus nuevos proyectos. Al irnos, la

mirada del señor del bar se había vuelto serena. Creo que le sonreí, vi que el perro había vuelto a su mancha de luz y me juré que volvería a ese bar pero solo. Regresé a Santiago, di mis clases en Noruega, fui a una charla en Malmoe y cuando volví al Valle Central, después de un viaje largo con un grupo de alegres catalanes y un joven danés de peinado rasta con rumbo a Nicaragua, me dirigí al bar del perro y la mancha de luz. La esquina estaba cubierta por andamios y letreros que anunciaban la llegada de una agencia de publicidad. Las ventanas habían desaparecido y del bar no había rastro. El bullicio de San José resquebrajaba otra mañana de sol brillante. Ya en Santiago, quise escribir esto para alguien y no lo hice. Mi colega entusiasta me envía a veces mails y me habla de sus muestras.Montevideo, 2010