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Petrona, la mujer de Mar-tín, llegaba a la ciudad —el poblado con sus mora-dores, anticipándose a larealidad que un día debíaser la llamaban ya ciu-dad—. Llegaba Petronamontada en burra. Uncajón a lado y lado del si-llón, el espacio entre ellosrellenado con esterillas,mantas y almohadas. En-cima, Petrona. Dos mozosla escoltaban, a pie, eluno adelantado comoguía y el otro detrás, em-puñando un garabato, yla burra lo sabía.

Ante una casa grande,de paredes de ladrillos ytecho de tejas, el guía sedetuvo y su parada se co-rrió a la burra y al del ga-rabato.

—Aquí es, niña Petrona.En el sardinel aguardaban una mujer y un mu-

chacho. El guía no los miró, ni parecía haberlos vis-to; pero mientras bajaba cargada a Petrona, dijo:

—Ella es Juana, la cocinera, y él es Eugenio, suhijo, para los mandados. Ella tiene las llaves.

De pie en el suelo, podía ver mejor que Petronaera una viejita bajita, delgada, de apariencia muydébil.

Donde la puso el guía se quedó, quietecita, se pen-saría que esperando a que la llevaban en brazos comoa una criaturita.

Los mozos quitaron el relleno del sillón, lo entre-garon a Juana y saltaron sobre la burra: el uno cayóen el sillón y cruzó las piernas; el otro en el anca, ysus pies casi tocaban tierra.

—Adiós, niña Petrona. Que Dios la conserve ensalud.

El garabato dio una picada. La burra sacudió lasorejas, torció el cuello tratando de echarle un reojoal garabato, y arrancó, en el comienzo un poco apre-

surada, pero sentando lue-go su marcha en ese inal-terable y moroso paso deburro que crea en nuestroscampesinos la pachorra yquizás la ensoñación.

Petrona miró alejarse laburra, la siguió con los ojoshasta que, al pasar de lacalle al callejón, la esqui-na se la tragó lentamente,de orejas a rabo. Entoncesse apretó la frente con lasmanos, como para hundir-se muy adentro todo un pa-sado del monte que acaba-ba de abandonar, y entróresuelta en su ahora de laciudad. Con paso menudoy ágil se dirigió a la casa;recorriéndola en todas suspartes, la reconoció minu-ciosamente y empezó a darórdenes que hacía cumplir

de inmediato.Más tarde se presentó Martín a caballo. Traía atra-

vesada en la silla vaquera una herrumbrosa escopeta.—Válgame Dios —dijo Petrona—, no debiste traerla.—No sé —dijo Martín—, iba a dejarla pero me de-

volví a cogerla. No sé.Bajó del caballo y lo amarró a la reja de una ven-

tana.Era huesudo, delgado y tan alto, que al lado de su

mujer, daba la impresión de que podría metérsela enun bolsillo de su chaquetón.

—No me gusta que te la hayas traído.—A mí tampoco. No sé.Martín conocía muy bien la casa pues la había

inspeccionado cuidadosamente antes de comprarla.Con la escopeta en la balanza pensó un rato y fue

a dejarla en un rincón del último cuarto y volvió a lasala donde Petrona, en una mecedora, quietecita, mi-raba la pared.

—¿Qué hiciste con la escopeta?—Allá la puse. Un cuarto entero para ella sola, el

Un viejo cuento de escopeta

José Félix Fuenmayor

CUENTO

Facsímil de la nota de prensa que inspiraría este cuentoque marca los inicios de la literatura urbana en Colom-bia, y que Huellas se enorgullece de ofrecer comoautentica primicia a los estudiosos de las letras nacio-nales. (El Promotor, n° 1.291, Barranquilla, sáb. 6 demar., 1897, p. 3. Fondo de Prensa del Archivo Históricodel Atlántico.) Ver la nota completa en la pág. 88 de estaedición de Huellas. AMM

Huellas 71, 72, 73, 74 y 75. Uninorte. Barranquillap. 192-196: 08, 12/MMIV - 04, 08, 12/MMV. ISSN 0120-2537

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último. No le eché llave a lapuerta. Puede que así sea,pues dicen que hay ladrones.

—¿Robarse eso, Martín?Bueno, será lo que Dios quie-ra. Siempre te digo que la bo-tes, pero hago mal porque yotampoco me atrevería a botar-la. Será lo que Dios quiera.

Allá, en la finca, adquirióMartín esa escopeta de unmodo muy simple aunque ex-traño. Un desconocido se lapropuso a cambio de una car-ga de yucas. Mal negocio, Mar-tín lo vio de una vez; pero lohizo. Su mujer se disgustó.

—Eso no sirve para nada,Martín, es una mugre. ¿Porqué aceptaste el cambalache?

Mirando, mirando lejos, pordonde el extraño se fué con lacarga de yucas montado en unburro, Martín contestó: «No sé,no sé».

—Bótala de una vez, Martín.Martín cargó con la escope-

ta y, como si la botara, la echóal fondo del cobertizo destinado a las herramientas,materiales y trastos viejos de la finca, y allí quedóolvidada por mucho tiempo. Mas un día Martín lahalló a su paso, casualmente, y observó que estabahundida un poco en el suelo de tierra apisonada, don-de había caído cuando la tiró.

—La escopeta se ha hecho una especie de nichopor sí misma —fué a decirle a su mujer—. Eso pare-ce un milagro de santo.

—Cómo se te ocurre, le increpó Petrona indigna-da. Decir eso es un sacrilegio. Los vellos se me hanerizado.

Martín sintió que a él también se le erizaban losvellos.

—Bótala, Martín, bótala.—Sí, voy a botarla.Pero la escopeta continuó allí, y otra vez fue olvi-

dada, como lo había sido antes, como ocurrió ahoraen la ciudad. La preocupación por la escopeta apare-cía fugaz pero intensa; un fusilazo muy lejano quetambién podría significar muy hondo.

—Vengo por el caballo, señor Martín, anunció unavoz desde afuera.

—Está bien, llévatelo, dijo Martín, saliendo a lacalle.

Sin perder tiempo, el que llegaba desató la bestiay, montando, tomó el mismo camino por donde sefue la burra. Martín estuvo mirando hasta que la es-quina se tragó al jinete y su cabalgadura; y enton-

ces, con un gesto igual al dePetrona en el momento de des-aparecer la burra, se apretó lafrente y se enterró en sí mismoal pasado, un pasado de espe-ranzas realizadas que ambossepultaban en un presente sinilusiones, como un muerto enun muerto.

Después de cincuenta añosde vida montuna, un día Mar-tín dijo a Petrona:

—Me compran todo esto.¿Qué te parece?

—¿Tú qué dices?—Me gustaría venderlo.—¿No te hará falta?—No, Petrona. He pensado

que trabajar de necesidad esir en camino a alguna parte;que esa parte adonde uno va,trabajando, es el descanso ycreo que ya hemos llegado.

—Verdad, Martín. Yo tam-bién he estado preguntándo-me hasta cuándo y para qué.Vende.

—¿Y para dónde cogemos?—Para la ciudad.Y ya estaban aquí, con casa propia y sobra de di-

nero para atender sus gastos.Petrona se dedicó activamente a la organización

de la casa y en pocos días estableció un orden do-méstico, encargó a Juana de su ejecución; y sin des-cuidar la vigilancia general pasaba las horas enterasen una mecedora de bejuco, dando el frente al patiode arena blanca, limpio, sombreado por dos almen-dros. Su mirada se desvanecía en un espacio inexis-tente, en un tiempo perdido donde la extinguida rea-lidad de su vida en el campo renacía convertida enensueños, y el viejo Martín, al parecer olvidado porcompleto de la finca, se levantaba muy de mañana,sacaba una silla al sardinel y sentándose con su ta-baco en la boca, contestaba el saludo de las gentesque pasaban y con quienes siempre estaba dispues-to a hablar si le daban conversación. Cuando el solcalentaba se iba a estirar las piernas, calle arriba,hasta la esquina que se tragó al caballo y a la burra.A veces se hacía tragar él mismo y doblaba subiendotres cuadras hasta una tienda donde se acostumbróa comprar sus tabacos.

Cierta vez que hacía allí su provisión llegaron dossujetos, quienes después de saludarlo se apartarona hablar entre sí, y Martín oyó que repetían la pala-bra escopeta. Martín los miró de lado con descon-fianza porque en repentina sospecha malició que sa-brían algo de la suya e intentaban alguna burla.

Foto de Fernando Mercado

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Quiso saber.—¿Qué es lo de la escopeta?, preguntó, pensando:

ahora vamos a ver.—Sí, señor Martín. Es para la Danza de los Pájaros.—¿Y qué es eso?—Bueno, verdad que usted no ha pasado aquí un

carnaval todavía. Es que nosotros somos los de laDanza y ahí tenemos que sacar una escopeta. Pericovenía prestándonos la suya, pero ahora pasa que lavendió para afuera y esa es la cosa: dónde vamos aconseguir escopeta.

—¿Y la escopeta para qué?—Mire, señor Martín, es que el Cazador mata al

Gavilán en defensa de la Paloma. Hace como que lomata, usted me entiende; revienta el fósforo, nadamás, y el Gavilán se tumba como muerto. Para esoes la escopeta.

Martín pensaba: «Esta es la ocasión, mi viejita sealegrará mucho; pero de pronto no la quieren por-que quién sabe si ni para reventar el fósforo sirve.»«Vean ustedes —dijo—, yo tengo una. Vengan con-migo para que la lleven de una vez.»

—No, señor Martín; es nada más para los tres días.—No importa, llévensela desde ahora y se quedan

con ella. Yo no la necesito.—No, señor Martín; prestada, nada más.—Pero si es una escopeta vieja que no vale un

cuartillo.—No, señor Martín.—Está bien, como ustedes quieran, qué voy a ha-

cer. Pero vamos a verla.Los dos hombres acompañaron a Martín, discu-

tieron un poco y acabaron por aceptarla.—Digo yo —explicó uno de ellos— que hasta me-

jor que una nueva será, porque mete más miedo. Yome asusté cuando le eché el primer ojo.

—Bueno, señor Martín —dijo el otro—. Contamoscon ella y Dios se lo pague.

—¿Para qué metes a Dios en esto?, protestó sucompañero.

Llegado el carnaval, salió airosa la escopeta en suprimera prueba, reventando el fósforo magníficamen-te y —como lo imaginó uno de los jefes de la danza—su temeroso aspecto coloreó con un espanto adicio-nal la escena de la muerte del Gavilán.

Por seis años sucesivos la escopeta había seguidotriunfando en las manos del Cazador cada tempora-da carnestoléndica. Los de la Danza de los Pájarosse enorgullecían con ella.

—El san Nicolás del capitán Glen también sale cadafiesta patronal —le dijo uno de ellos a Martín— comola escopeta de usted cada carnaval.

—Quiere decir que usted es como un capitán Gleny la escopeta es como un san Nicolás.

Esto le pareció chistoso a Martín y lo contó a sumujer.

—Otro sacrilegio —exclamó Petrona, santiguándo-

se—. Martín, no me gustó ese trato que hiciste. Mien-tras no nos metimos con la escopeta, nada pasó. Aho-ra, quién sabe: mira por dónde va la cosa, con esairreverencia. Si te la repiten, Martín, persígnate.

Oyendo a Petrona, Martín se preguntó si no esta-ría ya pasando algo. A él, por lo menos. Hacía untiempo, quizá coincidente con el del trato, su buenapetito desmejoraba. No en las comidas regulares,pues siempre fue muy sobrio en ellas, igual conti-nuaba siéndolo y por eso su mujer no se daba cuen-ta del trastorno que sufría. Era en los intermedios,entre el desayuno y el almuerzo, principalmente,cuando se manifiesta su inapetencia, y esto lo consi-dera una desgracia. Porque en comer y comer a po-quitos y a cada rato en todo el día golosinas y peda-citos de cualquier cosa, había encontrado su vejez lafelicidad.

Permanecía de pie, al lado de su mujer. Ella nonecesitó mirarlo para sentir la tristeza de su esposo.

—¿Qué te pasa, Martín?—Estaba por decírtelo, Petrona. Es que me siento

mal. Estos dulcecitos, tú sabes, los buñuelitos y to-das esas cositas que me gustan, ya no las apetezco.

—Sí, no estarás bien.Guardaron silencio un rato. Petrona pensaba que

Martín le pedía ayuda, y pensaba cómo ayudarlo. Uncocimiento de manzanilla, no, porque no era indiges-tión. Decirle que renunciara a esos bocados de niño,cómo iba a pedírselo si eran la alegría de Martín.

Encomendarlo a Dios sería lo mejor.—Martín —dijo—, hago esta manda: tú y yo ire-

mos juntos a la procesión del Viernes Santo.Ese día estaba ya muy próximo, y cuando llegó,

Martín y Petrona salieron en compañía de Juana acumplir la promesa.

Al pequeño Eugenio lo dejaron en la casa. Pero elmuchacho sabía de antemano que esto iba a suce-der y tenía invitado a Pablito con quien proyectó di-vertirse aquellas horas de completa libertad, con todala casa a su disposición. No tardó Pablito en presen-tarse; y como Eugenio quería agasajarlo, le dijo:

—Tenemos agua de panela pero falta el limón.Aguárdeme aquí, que voy a conseguirlo.

Quedó solo Pablito; y la casa, desierta y callada, leinfiltró su misterio. Oyó la llamada de soledad y si-lencio. Comenzó a andar de puntillas. Tanteaba laspuertas que creía tremendamente aseguradas con ce-rrojos y trancas porque imaginaba tras ellas cosasindefinibles, extrañas. Pero todas se iban abriendo,y sintió que en esto de que se le franquearan habíaalgo mágico. Por entre las hojas que apenas entre-abría, adelantaba cautelosamente la cabeza y mira-ba. Sombras. Sombras, y algunas se movían, vivían,fluctuaban en el aire, se desprendían de los rinconesy lentamente avanzaban sobre él; pero antes de quelo alcanzaran cerraba la puerta precipitadamente.Esa tiránica curiosidad que el temor aviva, lo arras-

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traba. Y así fue, de estancia en estancia. Hasta que,llegando a la última, al atisbar, creyó ver una ex-traordinaria criatura negra, sin brazos, muy flaca yque recostada a la pared se mantenía parada de ca-beza. Entonces, el valeroso Pablito emprendió la fuga.Salía ya a la calle cuando tropezó con Eugenio, ya deregreso con los limones. Eugenio retuvo a Pablitoasiéndolo de un brazo.

—¿Qué te pasa?—Nada. Suélteme.—Pero di, ¿qué tienes?—Hoy... es... Viernes Santo..., y se zafó, continuan-

do su huida.Y entró el nuevo año; y un día san Sebastián se

mostró en su cuadrito de los almanaques de pared; ytodos lo miraban allí, y, viéndolo, se alegraban sin-tiendo el primer estremecimiento del carnaval.

Y Martín no había recobrado el apetito. Sentado ala puerta de la calle veía a las mujeres con sus chazasde dulces sobre la cabeza, sin detenerlas, siguiéndo-las unas veces con la vista, cristianamente resigna-do; y otras volviéndoles enfurruñado las espaldas.

Pasaba el anciano Sabas y saludó:

—Buenos días, señor Martín.—Buenos días.Se detuvo Sabas. No se paró de frente a Martín

sino de lado, mirando hacia el fin de la calle. Lasdos cabezas —Sabas de pie y Martín sentado— senivelaban.

—Cómo irá a ser este carnaval, es lo que me pre-gunto. Vea usted que el año pasado sólo salió unaDanza de los Diablos, y bien mala. ¿Cuántas saldránahora? Ninguna. Vea que se lo digo: ninguna. Yo mehe puesto a buscar jóvenes para enseñarlos. Conse-guí algunos pero se me fueron cuando les puse lasuñas de hojalata y las espuelas de puñales. Pendejos.En mis tiempos...

Sabas calló mientras sus recuerdos se agitabandébilmente y volvía a la quietud de su memoria amedia luz. Y siguió su camino.

—Vea que se lo digo: ninguna. Pendejos.Y así fue. No hubo ese año ni una sola Danza de

los Diablos, pero sí las otras que el heroico Sabasseguramente miraba con desprecio.

Como la de los Patos Cucharas, que hacían table-tear a dos metros de altura sus grandes picos de palo,y bailaban ceremoniosamente, con parsimonia im-puesta por los cuidados exigentes de la pesada ar-mazón que soportaban.

Como la de los Doce Pares de Francia, cuyos cam-panudos parlamentos y aparatosos vestidos eran se-guramente el pintoresco infundio de algún atrevidoremendador de las letras y las modas antiguas.

Como la de los Collongos, y la del Gallinazo, y lasgrandes Danzas de Toro.

Y como la de los Pájaros ——con la escopeta deMartín—. Y tratándose de ésta será necesario, conperdón, detallar un poco.

Era el último de los tres días por la tarde, en lasala de la casa de la Niña Filomenita. Los pájaros,bastante maltrechos en aquellas postrimerías salien-do por turnos al centro despejado de la sala, recita-ban versitos al compás —o no— de un acordeón yuna tamborita.

Foto de Claudia Cuello (El Heraldo)

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El canto del Papayero, etimológico:Yo quiero comer papaya,papaya madura quiero,y como papaya comome llaman el Papayero.

El del Pitirri, onomatopéyico:Yo, pitirri, pitirreomi pitirra pitirreay todos mis pitirritospiti-rriti-titi-rrean.

El del Canario, cristianomoralizador:Porque canto muy bonitoel hombre me coge en trampame quita mi libertady yo le canto en la jaula.

Llegó, al fin, el momento de la Paloma. Vestida deblanco, zapatos rojos, plumitas en la cabeza, el rostrodescubierto —cómo iba a taparse tan linda cara— ybastante aburrida. Cantó su belleza y su inocencia:

Soy la Palomita blancatengo el piquito rosadoy aunque llena de ternuratodavía no he empollado.Entró en acción el Gavilán. Era el más desmedra-

do. La cola se le había descosido en parte y caía comoun taparrabo fuera del sitio. Con la mano izquierdalevantó su máscara hasta la nariz columpiando elbrazo derecho como si empujara adelante y atrás losversitos, recitó con lánguida voz de enamorado bobo:

Paloma, mi Palomitaya no puedo aguantar máslas ganitas que te tengo,y voy a comerte ya.Entonces saltó el Cazador, y no había perdido los

bríos. Vestía chaquetilla amarilla, calzones cortos

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galonados, polainas negras de trapo y birrete deroja pola con lentejuelas. Apuntó al Gavilán con laescopeta de Martín:

Mira, Gavilán malditoesto te imaginas túpero no vas a comértelaporque yo te mato: jPun!El pun no debía decirlo el Cazador. Según el arti-

ficio del poeta que arregló la estrofita, esa exclama-ción se entendería expresada por el estallido del ful-minante.

Pero esta vez se oyó otra cosa: una violenta deto-nación que retumbó en el ámbito de la sala; y el Ga-vilán se desplomó con el cuello destrozado.

Por un instante la muerte hizo un silencio absolu-to, su profunda pausa. Y pasado aquel momento im-perceptible, la tragedia se puso en movimiento. Ge-midos, imprecaciones, gritos, murmullos. El caído,con la ensangrentada máscara bien sentada en elrostro y las alas abiertas en cruz, parecía como nun-ca y extrañamente un verdadero gavilán.

—¡La escopeta! ¡Dónde está la escopeta!Ninguno hizo caso. Nada había que averiguar, si

todos lo sabían: aquello era obra del diablo, que car-ga las escopetas.

Mas no le pareció tan simple la cuestión a Pe-trona.

—Martín..., comenzó a decir, y calló al ver a unhombre que llegaba.

—Señor Martín, su escopeta mató al Gavilán.—Sí —dijo Martín—, ya vinieron a decírmelo. Es

una desgracia; no sé, no sé, es una desgracia.—Señor Martín, la escopeta ha desaparecido y na-

die da con ella; pero yo sé dónde está y vengo para queme acompañe porque es usted quien debe recogerla.

Petrona se incorporó en la mecedora y exclamó vi-vamente:

—No vayas, Martín, no vayas. El Señor me ha re-velado una verdad—. Y según su inspiración explicóque el Diablo hizo la primera escopeta y la dejó demuestra a los hombres, porque sabía que son per-versos y la multiplicarían de su mano; que el Diablono carga cualquier escopeta sino la suya, la que élhizo, la de origen satánico; y que nadie puede reco-nocerla porque va cambiando de forma y aspecto.

—Ninguna fuerza humana lograría impedir quecontinúe rodando por el mundo mientras Dios lo per-mita. No vayas, Martín, no vayas.

Mientras hablaba Petrona, el hombre de la invita-ción a Martín se había ido deslizando hasta la puer-ta de la calle y salió.

—Martín —dijo Petrona, santiguándose— ¿te fi-jaste en él? Es el mismo del cambalache.

Martín se asomó a mirar. Ya oscurecía. Y creyóver que el desconocido se alejaba montado en burroy con una carga de yucas.