Sobre Leer

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8/2/2019 Sobre Leer http://slidepdf.com/reader/full/sobre-leer 1/136  Alberto Manguel Elogio de la lectura 220406 ALBERTO MANGUEL Propuestas para definir al lector ideal 291103 ALMUDENA GRANDES El milagro de La Nueva Gloria 020111 ANTONIO MUÑOZ MOLINA 20 años, 20 lecciones 220111 ANTONIO MUÑOZ MOLINA La disciplina de la imaginación 220998 CARLOS GARCÍA GUAL Utilidad de la ficción 301010 CONSTANTINO BÉRTOLO Leer, Para qué 260597 Del leer y el pensar Esther Tusquets Los lectores, la moda y la cultura 220406 Javier Cercas Por qué escribir 110307 JOAQUÍN LEGUINA ELOGIO DE LA LECTURA JOSÉ MARÍA MERINO El arte de leer 100603 JOSÉ MARIA MERINO La materia de las palabras 231286 JUAN GOYTISOLO El regreso a Ítaca 280701 La pura alegría de leer 150902 LUISGÉ MARTÍN Leer sirve para algo bueno 300808 MARIO VARGAS LLOSA Elogio de la lectura y la ficción 081210 RAFAEL ARGULLOL La biblioteca que escapó del fuego 290111 ROBERTO BENIGNI Por dónde andas, querido lector Déjate ver 280506 ROSA MONTERO Leer 300506 VICENTE VERDÚ Leer 150201 VIctoria Fernandez 33 razones para leer VIRGINIA_WOOLF Cómo hay que leer un libro

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Alberto Manguel Elogio de la lectura 220406ALBERTO MANGUEL Propuestas para definir al lector ideal 291103ALMUDENA GRANDES El milagro de La Nueva Gloria 020111

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 20 años, 20 lecciones 220111ANTONIO MUÑOZ MOLINA La disciplina de la imaginación 220998CARLOS GARCÍA GUAL Utilidad de la ficción 301010CONSTANTINO BÉRTOLO Leer, Para qué 260597Del leer y el pensar Esther Tusquets Los lectores, la moda y la cultura 220406Javier Cercas Por qué escribir 110307JOAQUÍN LEGUINA ELOGIO DE LA LECTURAJOSÉ MARÍA MERINO El arte de leer 100603JOSÉ MARIA MERINO La materia de las palabras 231286JUAN GOYTISOLO El regreso a Ítaca 280701La pura alegría de leer 150902LUISGÉ MARTÍN Leer sirve para algo bueno 300808MARIO VARGAS LLOSA Elogio de la lectura y la ficción 081210RAFAEL ARGULLOL La biblioteca que escapó del fuego 290111ROBERTO BENIGNI Por dónde andas, querido lector Déjate ver 280506ROSA MONTERO Leer 300506VICENTE VERDÚ Leer 150201VIctoria Fernandez 33 razones para leer 

VIRGINIA_WOOLF Cómo hay que leer un libro

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33 razones para leer... y más 

Para vivir más

Para detener el tiempo

Para saber que estamos vivosPara saber que no estamos solos

Para saber 

Para aprender 

Para aprender a pensar 

Para descubrir el mundo

Para conocer otros mundos

Para conocer a los otros

Para conocernos a nosotros mismos

Para compartir un legado común

Para crear un mundo propio

Para reír 

Para llorar 

Para consolarnos

Para desterrar la melancolía

Para ser lo que no somosPara no ser lo que somos

Para dudar 

Para negar 

Para afirmar 

Para huir del ruido

Para combatir la fealdad

Para refugiarnos

Para evadirnos

Para imaginar 

Para explorar 

Para jugar 

Para pasarlo bien

Para soñar 

Para crecer 

VIctoria Fernandez

Directora de la revista CLIJ

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Alberto Manguel

Elogio de la lectura

¿En qué consiste ese extraño sentimiento de intimidad compartida, de sabiduríaregalada, de maestría del mundo a través de un mero juego de palabras? Éste esun paseo por la historia de los libros y por las obras de algunos de esos grandeshechiceros responsables del paraíso de la lectura. Memoria, intimidad, imagina-ción, sentimientos, inteligencia, aventura y descubrimiento son algunas de las pa-labras que reivindican el estatus de un placer que nos hace más humanos.

BABELIA - 22-04-2006

Como la experiencia muestra, la debilidad de nuestra memoria olvida fácilmente no sólolos actos ocurridos hace mucho tiempo, sino también los recientes de nuestros días. Es,

 pues, muy conveniente y útil poner por escrito las hazañas e historias antiguas de loshombres fuertes y virtuosos para que sean claros espejos, ejemplos y doctrina para nues-tra vida, según afirma el gran orador Tulio".

Así comienza la novela que, entre los pocos libros perdonados de la biblioteca de DonQuijote, el cura rescata por ser "un tesoro de contento y una mina de pasatiempos": elTirant lo Blanc de Joanot Martorell y Martí Joan de Galba. "Llevadle a casa y leedle", ledice a su compadre el barbero, "y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho".

El Tirant justifica su propia existencia como un remedio a nuestra flaca memoria, comodepósito de nuestra experiencia pasada, como espejo de valores antiguos y de enseñanza

meritoria. Eso quiso su autor, pero sus lectores, menos ambiciosos, como aquel cura deLa Mancha, no se preocuparon por tales noblezas y lo recomendaron por razones mássutiles y menos graves: por dar contento, proveer pasatiempo, provocar deleite. El cen-sorio cura y el ensañado barbero condenaron a las llamas aquellos libros de Don Quijoteque, a sus ojos, pecaban de revueltos, disparatados, arrogantes, duros, secos -es decir,libros que no les gustaban-. Porque en el momento de la verdad, frente a la salvación o ala hoguera, para un verdadero lector lo que importa es el placer.

Pero ¿qué es este placer? ¿En qué consiste ese extraño sentimiento de intimidad com- partida, de sabiduría regalada, de maestría del mundo a través de un mero juego de pa-labras, de entendimiento adquirido como por acto de magia, de manera profunda e in-

traducible? ¿Por qué nos lleva a rechazar ciertos libros sin misericordia y a coronar aotros como clásicos de nuestra devoción si algo en ellos nos conmueve, nos ilumina,

 pero por sobre todo nos deleita?

Como lectores, nuestro poder es aterrador e inapelable. No nos enternecen ni las súpli-cas de los críticos ni las lágrimas de los lectores que nos han precedido. Implacables, através de los siglos, juzgamos y volvemos a juzgar a los libros que ya se creían a salvo.Por puras razones de gusto, en el paraíso de la lectura, Cervantes ocupa el lugar queMartorell y Galba han perdido a pesar del juicio del mismo Cervantes. ¿Nuestros abue-los adoraban a Anatole France y a Mazo de la Roche? A nosotros no nos gustan: al in-fierno con ellos. ¿Melville fue despreciado y Kafka vendía apenas unos pocos ejempla-

res? Hoy Melville está sentado a la diestra de Dante y una primera edición de La meta-morfosis de Kafka vale unos seis mil euros. Si debemos justificarnos, inventamos razo-

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nes estéticas, culturales, filológicas, históricas, filosóficas, morales. Pero la verdad esque, a fin de cuentas, nuestros juicios son casi todos refutables fuera del campo hedonis-ta.

El lema de todo verdadero lector es De gustibus non est disputandum. "De gustos no se

discute", o, como se dice en castellano, "sobre gustos no hay nada escrito". El proverbiolatino dice la verdad; la traducción castellana miente. Nuestro placer no admite argu-mentos; admite en cambio una infinidad de escritos, los exige. Al fin y al cabo ¿qué sonlas bibliotecas sino archivos de nuestros gustos, museos de nuestros caprichos, catálo-gos de nuestros placeres?

El placer de la lectura, que es fundamento de toda nuestra historia literaria, se muestravariado y múltiple. Quienes descubrimos que somos lectores, descubrimos que lo somoscada uno de manera individual y distinta. No hay una unánime historia de lectura sinotantas historias como lectores. Compartimos ciertos rasgos, ciertas costumbres y forma-lidades, pero la lectura es un acto singular. No soñamos todos de la misma manera, no

hacemos el amor de la misma manera, tampoco leemos de la misma manera.

Para ciertos lectores, el placer de la lectura es uno de intimidad. Ese espacio amorosoque un lector crea con su libro no admite otra presencia. El niño que lee bajo la manta ala luz de una linterna cuando se le ha ordenado dormir, el adolescente acurrucado en elsillón para quien el único tiempo que transcurre es el del cuento que está leyendo, eladulto aislado de sus congéneres en un atiborrado vagón de tren o en un bullicioso café,encuentra su placer en un mundo creado sólo para él. Proust volvía al comedor una vezque la familia había salido a pasear para hundirse en el libro que estaba leyendo, rodea-do solamente de los platos pintados colgados en la pared, del almanaque, del reloj, todosobjetos, nos dice, "muy respetuosos de la lectura" que "hablan sin esperar respuesta y

cuya jerga, a diferencia de la de los humanos, no trata de reemplazar el sentido de las palabras leídas con un sentido diferente". Dos horas de placer hasta la entrada de la co-cinera que, con sólo decir "así no puede estar cómodo. ¿Y si le traigo una mesita?", loobligaba a detenerse, a buscar su voz desde muy lejos, a sacar las palabras de su escon-dite detrás de los labios y a responder, "no, gracias", con lo cual el encanto quedabaroto. El placer de la lectura no admite terceros.

Pero hay lectores para quienes la experiencia compartida prolonga y profundiza el pla-cer de la intimidad. Acabo de leer un párrafo que me encanta y, antes de cerrar el libro o

 pasar a otra página, quiero leérselo a otros, regalar a un amigo el nuevo placer descu- bierto, formar un pequeño ruedo de admiradores de ese texto. Dar un libro a otro lector 

es decirle: "Éste fue mi espejo; ojalá sea el tuyo". Es así como creamos asociaciones delectores que tienen algo de sociedades secretas, y es gracias a ellas que ciertos autoresno han desaparecido de nuestras bibliotecas canónicas. He regalado innumerables ejem-

 plares de Su mujer mona de John Collier, de la autobiografía de Henry Green, de Contrala corriente de James Hanley, de Rosaura a las diez de Marco Denevi, para poder hablar de lo que me gusta, para que mi placer tenga un eco. En su diario, Hervé Guibertcuenta que compró las Cartas a un joven poeta de Rilke para leer al mismo tiempo quesu amigo el libro que éste se había llevado de viaje.

Intimidad solitaria y compartida. La lectura nos ofrece también el placer de la inteligen-cia. ¿Qué otro arte nos permite pensar con Pascal, razonar con Montaigne, meditar con

Unamuno, seguir los vericuetos de la mente de Vila-Matas o de Sebald? No se trata dedejarse convencer con argumentos ajenos, lo que se ha llamado "terrorismo intelectual".

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Se trata de ser invitados a un momento de reflexión, de convertirnos en testigos de lacreación de una idea, como ocurre en los diálogos de Platón o en las novelas de Gom-

 browicz. Se trata de escuchar y pensar. El resultado puede o no ser compartido; pocoimporta, ya que el recorrido intelectual no prevé ni conclusión ni destino preciso. Ce-rramos ciertos libros y nos sentimos más inteligentes, resultado que el autor no puede

nunca prever. "El arte alcanza una meta que no es la suya" escribió Benjamin Constant.Lo mismo puede decirse de la lectura.

El placer de la inteligencia significa al menos dos cosas: disfrutar del uso de la razón ydisfrutar del reconocimiento del mundo. Es banal recordar que la lectura nos lleva aregiones insospechadas; menos banal es recordar que nos hace ciudadanos de tales re-giones. Para un lector, todo libro es un museo del universo y, a veces, el universo mis-mo. Los lectores habitamos El Cairo de Naguib Mahfouz, las islas de Conrad, el Madridde Galdós, pero también la luna de Wells y de Verne, los universos soñados por Love-craft y Ursula K. Le Guin, el País de las Maravillas de Lewis Carroll. Hay un cuento (yano sé quién lo escribió) en el que un hombre leyendo las aventuras de otro que se pierde

en el desierto muere de hambre y de sed en su cama, rodeado de comida y de bebida. Deforma algo más moderada, todo lector conoce el placer de habitar el mundo creado por otros, de ser su explorador y su cartógrafo.

Un auténtico explorador goza de lo que encuentra, sea bueno o sea malo; un lector tam- bién. Que un libro nos parezca pésimo, no significa que no nos pueda dar placer. Losgrandes poetas nos deleitan; otros menos agraciados también son capaces de hacerlo. Elinglés Charles Waterton, famoso conocedor de las selvas de Suramérica, se extasiabaante los animales más feos de la creación, como por ejemplo el sapo de Bahía, repug-nante criatura que el Dr. Waterton cogía tiernamente en su mano y acariciaba con cari-ño, mientras hablaba emocionado de la profunda mirada y espléndido brillo de los ojos

del batracio. Igual hacen los lectores con cierta mala literatura. Parafraseando a Wilde,yo diría que hay que tener un corazón de piedra para no morirse de risa ante ciertas

 páginas de Azorín o de Ángeles Mastreta. O ante este verso del poeta mexicano DíazMirón: "Tetas vastas como frutos del más pródigo papayo". Tales abominaciones tienenla marca de un genio.

Tom Stoppard escribió que para saber si un escritor es bueno o malo, hay que pregun-tarle a su madre. Más interesante, más entretenido, más placentero es descubrir si es unvisionario. Quiero decir, si es capaz de revelarnos en su obra esos pequeños secretos quemisteriosamente dan sentido al universo, diciéndonos lo que no sabíamos que sabíamos.Elijo una frase al azar, de la novela de Ana María Moix Las virtudes peligrosas: "La

experiencia, en contra de lo que la gente suele opinar, no es ninguna forma de sabiduría... La experiencia, créame, amigo, no es más que una forma de nostalgia".

Tales revelaciones resultan menos insólitas que verdaderas. El lector sabe que, en talescasos, el placer no resulta de la sorpresa, que es obra del azar, sino de la confirmaciónde algo que ya ha intuido vagamente. La orden de Diaghilev a Cocteau -Étonnez-moi! "¡sorpréndame!"- es el deseo de un empresario, no el de un auténtico lector. El lector acepta las sorpresas del texto como un preámbulo amoroso -descubrir que alguien tomacafé en lugar de té, que duerme del lado izquierdo de la cama, que tararea La violetera en la ducha- pero luego busca un conocimiento más íntimo, más profundo del texto, unafamiliaridad que se extiende y se renueva con cada relectura. "Cuando diseño un

 jardín", dice un personaje de Thomas Love Peacock, "distingo lo pintoresco y lo hermo-so, y agrego una tercera calidad que llamo lo inesperado". "¿Ah sí? Entonces dígame",

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responde su interlocutor, "¿qué nombre le da usted a esa calidad cuando alguien recorreel jardín por segunda vez?".

Tampoco debemos olvidar el placer de la memoria. Leer es recordar. No solamente esos"actos ocurridos hace mucho tiempo" sino también "los actos recientes de nuestros

días". No solamente la experiencia ajena contada por el autor sino también la nuestra,inconfesada. Y no solamente las páginas del texto que vamos leyendo, memorizando las palabras a medida que adquirimos otras nuevas que olvidaremos en la página siguiente,sino también los textos leídos hace tiempo, desde la infancia, componiendo así una an-tología salvaje que va creciendo en nuestro recuerdo como la obra fragmentaria de unmonstruoso autor único cuya voz es la de Andersen, la de San Agustín, la de Quevedo,la de Javier Cercas, la de Cortázar. Leer nos permite el placer de recordar lo que otroshan recordado para nosotros, sus inimaginables lectores. La memoria de los libros es lanuestra, seamos quienes seamos y estemos donde estemos. En ese sentido, no conozcomayor ejemplo de la generosidad humana que una biblioteca.

Leer nos brinda el placer de una memoria común, una memoria que nos dice quiénessomos y con quiénes compartimos este mundo, memoria que atrapamos en delicadasredes de palabras. Leer (leer profunda, detenidamente) nos permite adquirir concienciadel mundo y de nosotros mismos. Leer nos devuelve al estado de la palabra y, por lotanto, porque somos seres de palabra, a lo que somos esencialmente. Antes de la inven-ción del lenguaje, imagino (y sólo puedo imaginarlo porque tengo palabras), imaginoque percibíamos el mundo como una multitud de sensaciones cuyas diferencias o lími-tes apenas intuíamos, un mundo nebuloso y flotante cuyo recuerdo renace en el entre-sueño o cuando ciertos reflejos mecánicos de nuestro cuerpo nos hacen sobresaltar ydarnos vuelta. Gracias a las palabras, gracias al texto hecho de palabras, esas sensacio-nes se resuelven en conocimiento, en reconocimiento. Soy quien soy por una multitud

de circunstancias, pero sólo puedo reconocerme, ser consciente de mí mismo, gracias auna página de Borges, de Jaime Gil de Biedma, de Virginia Woolf, de un sinnúmero deautores anónimos. La lombriz de la conciencia (como la llamó Nicolà Chiaromonte enotra página que me define) denota la incisiva, constante, obsesiva búsqueda de nosotrosmismos. La lectura añade a esta obsesión la consolación del placer.

El placer ha sido denigrado en nuestra época al entretenimiento superficial, a la distrac-ción, a la facilidad, a la satisfacción egoísta. Confundimos información con conocimien-to, terrorismo con política, juego con habilidad manual, valor con dinero, respeto mutuocon tolerancia altiva, equilibrio social con comodidad personal. Creemos que estar con-tentos (o creer que estamos contentos) es ser felices. Quienes están en el poder nos di-

cen que para sentir placer tenemos que olvidarnos del mundo, someternos a normas au-toritarias, dejarnos subyugar por míseros paraísos, deshumanizarnos. Pero el auténtico

 placer, el que nos alimenta y nos anima, tiende a lo contrario: a tomar consciencia deque somos humanos, que existimos como pequeños signos de interrogación en el vastotexto del mundo. Quienes tenemos la fortuna de ser lectores sabemos que es así, puestoque la lectura es una de las formas más alegres, más generosas, más eficaces de ser conscientes.

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ALBERTO MANGUEL

Propuestas para definir al lector ideal

29/11/2003

El lector ideal es el escritor en el instante anterior a la escritura.

El lector ideal sabe aquello que el escritor sólo intuye

El lector ideal no reconstruye un texto: lo recrea.

El lector ideal no sigue el hilo de la narración: avanza con él.

Un célebre programa de radio para niños en la BBC siempre comenzaba con la pregun-

ta: "¿Estáis sentados cómodamente? Entonces podemos empezar". El lector ideal sabe

sentarse cómodamente.

Imágenes de san Jerónimo lo muestran detenido en su traducción de la Biblia, escu-

chando la palabra de Dios. El lector ideal debe aprender a escuchar.

El lector ideal es un traductor. Es capaz de desmenuzar un texto, retirarle la piel, cortar-

lo hasta la médula, seguir cada arteria y cada vena, y luego poner en pie a un nuevo ser 

viviente. El lector ideal no es un taxidermista.

El lector ideal existe en el momento que precede a la creación.

Para el lector ideal, todos los recursos literarios son familiares.

Para el lector ideal, toda anécdota es novedosa.

"Uno debe ser algo inventor para leer bien". Ralph Waldo Emerson.

El lector ideal tiene una ilimitada capacidad de olvido. Puede borrar de su memoria el

hecho de que Dr. Jekyll y Mr. Hyde son la misma persona, que Julien Sorel será decapi-

tado, que el nombre del asesino de Roger Ackroyd le es conocido.

El lector ideal no se interesa por los escritos de Michel Houllebecq.

El lector ideal sabe aquello que el escritor sólo intuye.

El lector ideal subvierte el texto. El lector ideal no se fía de la palabra del escritor.

El lector ideal procede por acumulación: cada vez que lee un texto, agrega una nueva

capa de memoria al cuento.

Todo lector ideal es un lector asociativo. Lee como si todos los libros fueran la obra de

un único escritor, prolífico e intemporal.

El lector ideal no puede volcar su conocimiento en palabras.

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Al cerrar un libro, el lector ideal siente que, de no haberlo leído, el mundo sería más po-

 bre.

El lector ideal es como Joseph Joubert que arrancaba de los libros de su biblioteca las

 páginas que no le gustaban.

El lector ideal tiene un perverso sentido del humor.

El lector ideal nunca cuenta sus libros.

El lector ideal es a la vez generoso y avaro.

El lector ideal lee toda literatura como si fuera anónima.

El lector ideal usa con placer el diccionario.

El lector ideal juzga a un libro por su cubierta.

Al leer un libro de hace siglos, el lector ideal se siente inmortal.

Paolo y Francesca no eran lectores ideales, ya que le confiesan a Dante que, después del

 primer beso, ya no leyeron más. Un lector ideal hubiese dado el beso y seguido leyendo.

Un amor no excluye al otro.

El lector ideal no sabe si es o no el lector ideal hasta después de acabado el libro.

El lector ideal comparte la ética de Don Quijote, el deseo de Madame Bovary, el espíri-

tu aventurero de Ulises, la desfachatez de Zazie, al menos mientras dura la narración.

El lector ideal recorre con placer senderos conocidos. "Un buen lector, un lector con

mayúscula, un lector activo y creativo es un relector". Vladímir Nabokov.

El lector ideal es politeísta.

El lector ideal guarda, para un libro, la promesa de la resurrección.

Robinsón no es un lector ideal. Lee la Biblia para encontrar respuestas. Un lector ideal

lee para encontrar preguntas.

Todo libro, bueno o malo, tiene su lector ideal.

Para el lector ideal, todo libro es, en cierta medida, su autobiografía.

El lector ideal no tiene una nacionalidad precisa.

A veces, un escritor debe esperar varios siglos para encontrar a su lector ideal. Blake

necesitó ciento cincuenta años para encontrar a Northrop Frye.

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El lector ideal según Stendhal: "Escribo para apenas cien lectores, para seres infelices,

amables, encantadores, nunca morales o hipócritas, a quienes me gustaría complacer.

Apenas si conozco a uno o dos".

El lector ideal ha sido infeliz.

El lector ideal cambia con la edad. El lector ideal de los Veinte poemas de amor de Ne-

ruda a los catorce años puede no serlo a los treinta. La experiencia empaña ciertas lectu-

ras.

Pinochet, al prohibir Don Quijote por temor a que el libro pudiera leerse como una de-

fensa de la desobediencia civil, fue su lector ideal.

El lector ideal nunca agota la geografía de un libro.

El lector ideal debe estar dispuesto a no sólo suspender su incredulidad sino a adoptar 

una nueva fe.

El lector ideal nunca dice: "Si solamente...".

Escribir en los márgenes de un libro es marca del lector ideal.

El lector ideal proselitiza.

El lector ideal es veleidoso sin sentirse jamás culpable.

El lector ideal puede enamorarse de al menos uno de los personajes de un libro.

Al lector ideal no le preocupan los anacronismos, la verdad documental, la precisión

histórica, la exactitud topográfica. El lector ideal no es un arqueólogo.

El lector ideal exige rigurosamente que se mantengan las leyes y reglas que cada libro

crea para sí mismo.

"Hay tres clases de lectores: la primera, aquellos que gustan de un libro sin juzgarlo; la

tercera, aquellos que lo juzgan sin gustarlo; y otra, entre las dos, que juzgan mientras

gustan de un libro y gustan de un libro mientras lo juzgan. Estos últimos dan nueva vida

a una obra de arte, y no son muchos". Goethe, en una carta a Johann Friedrich Rochlitz.

Los lectores que se suicidaron después de leer Werther no eran lectores ideales sino me-

ramente sentimentales.

El lector ideal es pocas veces sentimental.

El lector ideal desea llegar al final del libro y, al mismo tiempo, que el libro no acabe.

El lector ideal nunca se impacienta.

Al lector ideal no le interesan los géneros literarios.

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El lector ideal es (o parece ser) más inteligente que el escritor. Pero no por eso lo me-

noscaba.

Llega un momento en que todo lector se considera un lector ideal.

Las buenas intenciones no producen lectores ideales.

El Marqués de Sade: "Sólo escribo para quienes pueden entenderme, y éstos me leerán

sin correr peligro".

El Marqués de Sade se equivoca: el lector ideal siempre corre peligro.

El lector ideal es el personaje principal de toda novela.

Valéry: "Un ideal literario: saber por fin no llenar la página de nada excepto el lector".

El lector ideal es alguien con quien el escritor podría pasar la noche, a gusto, con unacopa de vino.

 No debe confundirse lector ideal con lector virtual.

Un escritor no es nunca su propio lector ideal.

La literatura depende, no de lectores ideales, sino de lectores suficientemente buenos.

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ALMUDENA GRANDES

El milagro de La Nueva Gloria

02/01/2011Era una caja de cartón corriente, más bien pequeña, y algo en su aspecto le llamó la

atención.

José Alberto Gutiérrez estaba muy acostumbrado a ver cajas de cartón en la calle, por-

que desde hacía tiempo trabajaba de noche, como conductor de un camión de recogida

de basuras en la ciudad de Bogotá. Junto a los cubos, en las esquinas o al lado de las

 papeleras, las cajas de cartón formaban parte del paisaje de su vida, pero aquella le pa-

reció especial. Parecía que alguien hubiera puesto mucho cuidado en abandonarla, por-

que estaba cerrada, apartada de las bolsas, casi alineada con las baldosas de la acera. Por 

eso, mientras sus compañeros se afanaban en la parte trasera, él se bajó del camión y se

acercó a ella. Al levantarla en vilo, comprobó que estaba llena, y como pesaba mucho,volvió a dejarla en el suelo antes de abrirla. Entonces, a la luz de una farola, leyó dos

nombres. Arriba, en letras mayúsculas, León Tolstói. Debajo, en caracteres más gran-

des, de florida caligrafía, Ana Karenina.

Aquella caja estaba llena de libros. No le dio tiempo a leer más títulos, porque cuando

levantó el primero, sus compañeros le reclamaron. Ya habían terminado y quedaba mu-

cha basura que recoger, así que José Alberto volvió al camión, pero decidió llevarse la

caja con él. Al volver a casa, antes de acostarse, fue mirando todos aquellos libros, le-

yendo los títulos y los textos de las solapas, estudiando sus portadas y las fotos de sus

autores para colocarlos después en una estantería. Se reservó, eso sí, Ana Karenina, para

empezar a leerlo inmediatamente.

Esa novela de Tolstói cambió la vida de José Alberto Gutiérrez. También su trabajo,

 porque desde que la encontró, salió cada noche a recorrer las calles de Bogotá de otra

manera. Estaba seguro de que el propietario de aquella caja se había desprendido de sus

libros porque no tenía más remedio, porque necesitaba el espacio que habían ocupado

hasta entonces para otros nuevos, porque se había mudado, había tenido un hijo o había

heredado una biblioteca con títulos duplicados. De lo contrario, calculó, los habría arro-

 jado en el cubo de su casa o de mala manera sobre un contenedor. Eso significaba que la

ciudad estaba llena de cajas que le esperaban, y que su misión era encontrarlas, recibir 

los libros sin futuro que sus dueños le habían encomendado, y darles cobijo, un nuevo

lector, una nueva vida.

José Alberto encontró muchos otros libros en cajas de cartón, más bien pequeñas, posa-

das con cuidado sobre las baldosas de la acera, a veces solitarias, a veces en grupos de

dos o tres, cerca de los portales de edificios en obras, de los camiones de mudanzas, de

los solares donde se apilaban muebles rotos o trastos viejos. Y siguió rescatándolos,

mirándolos, acariciándolos, atesorándolos en sus estanterías como si fueran nuevos.

Hasta que llegó a tener tantos que su riqueza empezó a parecerle un abuso. Si Bogotá le

regalaba libros todas las noches, sería justo que él se los devolviera a Bogotá algún día.

Aunque el nombre de su barrio es La Nueva Gloria, allí nunca había existido ningu-

na biblioteca pública. José Alberto Gutiérrez miró hacia arriba y después a su mujer,

Luz Mery, cuyo taller de costura ocupaba toda la primera planta de la casa. Los libros

hacen más falta, le dijo, y cuando la convenció, su casa se convirtió en la primera bi- blioteca comunitaria de La Nueva Gloria, un lugar para leer, para tomar y devolver li-

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 bros prestados, para compartir lecturas. La mirada amorosa de Ana Karenina preside

desde entonces muchas otras historias de un amor más feliz que el suyo, el amor de mu-

chos adultos, muchos niños del extrarradio bogotano que han descubierto la emoción de

la literatura en unas páginas rescatadas de la basura.

Esta biblioteca tiene un nombre, La Fuerza de las Palabras y un lema aún más hermoso.

Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca. Jorge Luis Borges escri- bió estas palabras, y José Alberto Gutiérrez las tomó prestadas para situar a su amparo

un proyecto cada vez más ambicioso. Ahora, cuando personas de toda Colombia le env-

ían a diario libros nuevos y usados para ampliar unos fondos que cuentan ya con más de

diez mil títulos, ha convertido la primera planta de su casa en la sede de una fundación

que aspira a sostener nuevas bibliotecas comunitarias en distintos barrios marginales de

Bogotá, y no descarta extenderlas a otras ciudades de Colombia. Quien desee seguir la

trayectoria de este pequeño y gran milagro, puede consultar su página web,

www.lafuerzadelaspalabras.com.

En diciembre de 2010, José Alberto Gutiérrez acudió a la Feria Internacional del Libro

de Guadalajara, México, para dar difusión a su proyecto. Después, volvió a Bogotá,donde sigue conduciendo cada noche un camión de la basura.

(Este artículo es para María de los Ángeles Naval, que al conocer a José Alberto, en la FIL, miró a los escritores que la rodeaban y preguntó: 'Y esta historia... ¿quién la va acontar?').

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ANTONIO MUÑOZ MOLINA

20 años, 20 lecciones

22/01/2011

 La lectura enseña tanto como el ejercicio de la escritura. Una celebración como la pre-

 sente puede servir de pretexto para extraer conclusiones, para poner en claro algunas

de las enseñanzas que ese ir y venir a través del lenguaje deja en quienes aman la lite-

ratura.

1 He aprendido que la ficción no tiene por qué ser la forma superior de la literatura na-

rrativa. Quizás una novela sólo deba escribirse cuando no queda más remedio: cuando

lo que hace falta decir sólo puede ser dicho inventando.

2 He aprendido las ilimitadas posibilidades expresivas que contiene el relato estricto deciertos hechos: muchas de las mejores páginas de literatura que he leído en este tiempo

 pertenecen a libros de historia, a memorias, a biografías, a textos de divulgación cientí-

fica, a artículos o reportajes de periódico.

3 He aprendido las ventajas de sumergirse en otro idioma: en el viaje de ida se descubre

la música propia de otras lenguas y la voz verdadera de escritores a los que uno creyó

conocer bien leyendo traducidos; en el viaje de vuelta uno se vuelve más sensible a la

 poesía implícita en su propia lengua, que antes no siempre advertía.

4 He aprendido algo que le oí decir a Salman Rushdie en Granada, en 1995: mientras

escribe una novela un escritor de prosa debe leer mucha poesía, para aprender de su

disciplina verbal y no dejarse llevar por la autoindulgencia palabrera. En la poesía seaprende precisión.

5 He aprendido a desconfiar del estilo, que cuando no es sino el sonido singular de la

 propia voz puede convertirse en una colección de muletillas, automatismos y parodias

de lo que uno mismo ya ha escrito.

6 He aprendido que uno debe desconfiar de sus facultades, reales o presuntas, y sacar 

todo el provecho que pueda de sus limitaciones.

7 He aprendido que escribir es empeñarse y es dejarse llevar en la misma medida en que

es contar algo que se sabe y también aventurarse en lo que no se sabe y no habrá manera

de que llegue a saberse si no es mediante la escritura misma.

8 He aprendido que la percepción del lector común aficionado a la literatura tiende a ser 

más aguda y más libre de prejuicios que la de la media de los expertos, críticos o profe-

sores.

9 He aprendido que los prejuicios y los malentendidos lo influyen a uno mucho más de

lo que cree, de modo que hace falta estar en guardia siempre contra ellos: quizás si Vir-

ginia Woolf no hubiera sido una mujer yo no habría tenido que llegar a los cincuenta

años para descubrir la radicalidad estética y la hondura humana de novelas como  Mrs.

 Dalloway o To The Lighthouse. 

10 He aprendido que por muchos años que uno cumpla y mucha familiaridad crea tener 

con la literatura siempre está haciendo descubrimientos jubilosos que lo deslumbran,como un geógrafo o un explorador al que le fuera dado descubrir una nueva montaña,

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un nuevo continente: así encontré hace unos años Vida y destino, de Vasili Grossman,

que era como un Everest en el que casi nadie hubiera reparado, o Under the Volcano, 

que debí haber leído cuando era más joven, pero que tal vez por la edad a la que llegué a

ella me hizo una impresión todavía más profunda.

11 He aprendido que en la música o en la pintura -y en la fotografía, y en el dibujo- se

contienen lecciones fundamentales para mi oficio de escribir: en la música un sentido dela composición y del flujo del tiempo que organiza el relato de una manera más flexible

y menos evidente que la trama argumental; de la pintura, una disciplina de la observa-

ción y el espacio. En el dibujo y en la música de jazz hay un aprendizaje específico, o

tal vez sólo un propósito: el instante atrapado en un instante; el acto mismo de la escri-

tura como momento supremo, presente soberano que no existía antes ni será posible, al

menos de la misma forma, un minuto después.

12 He aprendido que los únicos estimulantes que necesito para escribir están dentro de

mí mismo, en la orgía electroquímica de los neurotransmisores que combinan súbita-

mente imágenes del recuerdo o de la fantasía en un sueño lúcido. Por comparación con

esa efervescencia el efecto de cualquier droga, de la nicotina o del alcohol es una baga-tela, un gasto inútil de energía física y mental.

13 He aprendido que el ejercicio físico y las tareas prácticas ayudan a que se dispare la

imaginación y a que las ideas, las imágenes, las conexiones, las palabras, surjan más

velozmente. Gracias a la ebriedad de oxígeno de una carrera o de una buena caminata o

a la atención alerta y la multiplicidad de pequeñas tareas necesarias para cocinar un

arroz he inventado personajes o situaciones o giros argumentales que de otra manera no

habrían surgido.

14 He aprendido que una parte muy grande del trabajo de escribir un libro se ha ido

haciendo sin que uno se diera cuenta mucho antes de que comience la escritura. El pro-

yecto de una novela o de cualquier texto narrativo sólo vale algo cuando es el resultadode la cristalización de experiencias, lecturas, imágenes, recuerdos, deseos, que de pronto

se hacen visibles y se vinculan entre sí como en un mapa de conexiones neuronales.

15 He aprendido que ninguna vivencia, ninguna historia, es en sí misma tan particular o

tan local que no pueda hacerse universalmente inteligible; y también que nada hay tan

 provinciano como ciertas formas enfáticas de cosmopolitismo.

16 He aprendido que en cada generación hay un cierto número de escritores jóvenes que

llegan a convencerse, con la ayuda de algunos periodistas y críticos, de que su juventud

no es un hecho transitorio y bastante frecuente, sino un rasgo absoluto de originalidad y

talento.

17 He aprendido que de todos los personajes que inventa un novelista el menos sólido,

el menos verdadero, el más convencional, suele ser el personaje público en el que se

convierte a sí mismo.

18 He aprendido a convivir con la inseguridad y con el desaliento, con la incertidumbre

irremediable sobre el valor de lo que he hecho, con la vulnerabilidad ante los juicios

negativos y la sospecha de que puedan ser menos infundados que algunos elogios.

19 He aprendido que nada más terminado un libro ya empieza a convertirse en un re-

mordimiento que unas veces se cura con el tiempo y otras no, y para el que solo existe

el antídoto de empezar otro libro en el que será posible no cometer los mismos errores:

si hay suerte, se cometerán errores distintos.

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20 He aprendido que todo lo que me gusta me gusta todavía más que hace veinte años:

escribir, leer, mirar cuadros o películas, escuchar música, pasearme por las ciudades que

amo, estar cerca de las personas queridas, acordarme de las que se fueron, que a veces

vuelven en los sueños; y me pregunto qué cosas que ahora ni sospecho aprenderé si vivo

otros veinte años, qué historias de las que ahora no sé nada surgirán en la imaginación y

se convertirán en libros, no necesariamente novelas, libros que se parezcan tan poco alos que he escrito ahora como mi vida presente a la de hace veinte años.

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ANTONIO MUÑOZ MOLINA

La disciplina de la imaginación 

22/09/98 

 No creo que pueda avanzarse mucho en la reflexión sobre el lugar de la literatura y

de la palabra escrita en la enseñanza si no se revisa la absurda y rígida distancia que

ha venido estableciéndose en España entre lo que se llama educación y lo que se lla-

ma cultura. Los escritores muertos o momificados por la gloria pertenecerían, para

entendernos, al reino de la educación, y los vivos al de la cultura, lo cual no debe de

estar muy lejos de aquel siniestro refrán del muerto al hoyo y el vivo al bollo. El

muerto al hoyo de los manuales, de los apuntes y de los comentarios de texto, y el vi-

vo al bollo precario, pero en ocasiones sustancioso, de las conferencias de postín y delos premios y los convites oficiales. ¿No hubo, hasta hace uno par de años, un Minis-

terio de Educación y otro de Cultura? Y aun cuando ahora están juntos, ¿alguien se ha

 parado ha pensar si hay alguna relación entre lo que hace la parte educativa del minis-

terio bífido y lo que hace su lado cultural, o lo que queda de cualquiera de los dos

después de los traspasos a las autonomías?

Para ahondar más las diferencias, debe anotarse que la Cultura es el campo del

 prestigio, mientras que la Educación apenas ocupa páginas de verdadera relevancia en

los periódicos, ni es motivo, en general, de la atención sincera y preocupada de los

que se dedican al periodismo, y casi tampoco de los que se dedican a la política, in-

cluso a la política educativa. Cuando un asunto relacionado con la enseñanza provocatitulares es infaliblemente porque está siendo usado como pretexto para alguna reyer-

ta partidista. Se oculta así, por una mezcla de intereses y de falta de interés, lo que

cualquier profesor y cualquier padre saben y sufren, que la educación, sobre todo la

 pública, está sometida a una degradación y un descrédito cada vez mayores, padeci-

dos en la misma medida por quienes la imparten y por quienes deberían ser sus bene-

ficiarios.

La cultura es un escaparate y una coartada, en ocasiones de lujo, sobre todo para

los gerifaltes de las satrapías autonómicas y municipales que gastan sin el menor 

escrúpulo de responsabilidad presupuestaria. La educación es un oficio que ha sido

despojado en los últimos años de toda su dignidad pública y de gran parte de su legi-

timidad moral. Para alcanzar la categoría de lo culto no es necesario saber, sino estar 

al día. Más que el maestro ilustrado y perseverante importa el nebuloso gestor de ac-

tos culturales, el intermediario que seguramente no sabe hacer de verdad nada, pero

que se las sabe todas, y por lo tanto puede ofrecer al político lo que éste más aprecia y

exige, un brillo de modernidad inatacable, un titular de periódico o unos segundos en

la televisión.

Los planes de estudio y las temibles reformas educativas, que tienen la infatigable

virtud de empeorar todo desastre, por definitivo que éste pareciera, marginan cada

vez más no ya a los saberes humanísticos, como piensan algunos inocentes, sino a to-

dos los saberes por igual: pero al mismo tiempo que el poder político perpetra lo que

alguna vez he llamado la exaltación de la ignorancia, se inviste de cualquier manera ya cualquier precio de los oropeles más lujosos de la cultura. Pondré un ejemplo que

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me parece de una claridad aleccionadora. Hace unos años se celebró en Madrid una

magnífica exposición de Velázquez, con motivo del tercer centenario de su muerte, a

la que acudieron no sé cuántos cientos de miles de alumnos de enseñanza primaria y

de institutos de bachillerato. En apariencia era una oportunidad de encuentro entre

esos dos ámbitos ajenos entre sí de la educación y la cultura. Pero, dejando a un lado

que la mayor parte de los cuadros pueden verse a diario en el Prado, y que las colas ylas multitudes difícilmente permitían la contemplación de tantas obras maestras, cabe

 preguntarse con tranquilidad en qué medida estaban adiestrados la mayor parte de los

alumnos para mirar y entender la pintura. Si desde los primeros años de la escuela no

se han desarrollado en ellos sus habilidades casi innatas para el dibujo y la valoración

del color; si en los planes de estudio la Historia de España, por no decir la Historia

Universal, ha sido resumida en un vago híbrido que antes de la última reforma se

llamaba ciencias sociales, cuando no en la historia (falsificada) de su comunidad

autónoma o su comarca; si apenas han tenido ocasión de saber cuál es el pasado real

del país donde viven y de conocer y gozar la literatura del tiempo en que vivió Veláz-

quez; si es posible que muchos de ellos, por no saber, no sepan escribir correctamente

ese nombre ni ponerle el acento, ¿cómo podrían juzgar y disfrutar esa pintura y mirar esos rostros que para ellos proceden de un mundo tan remoto como el planeta Satur-

no? Pero ya dije que no se trata de saber, sino de estar al día, y para estar al día no

hay que estudiar ni entender a Velázquez, o a Goya, o a los pintores y arquitectos del

tiempo de Felipe II cuyas obras se están recordando ahora en el Escorial: basta con

haber estado en una exposición, con haber participado siquiera como figurantes en el

espectáculo de la cultura.

Añadiré un segundo ejemplo, que se repite con mucha frecuencia. A un concierto

de música clásica asiste un grupo de alumnos de ESO o Bachillerato, generalmente

inducidos por un profesor voluntarioso y heroico que los acompaña fuera de su hora-

rio de trabajo sin recibir compensación alguna. Empieza el concierto y al cabo deunos minutos los chicos se impacientan, tosen, se aburren, aplauden a destiempo,

 provocan miradas de disgusto de los acomodadores y de los entendidos. Es inútil lle-

varlos a esos sitios, dirán, porque no entienden de música, porque ni les interesa ni

tienen curiosidad. Invadido por los bárbaros el reino de la cultura, sin más remedio

hay que devolverlos al gueto de la educación. Y con una estupidez muchas veces

aliada al cinismo, al repudio le sucede el lamento: la gente no tiene oído, la televisión

y los deportes los han embrutecido, se organizan exposiciones que permanecen de-

siertas y conciertos a los que no acude casi nadie, se publican libros y casi no se ven-

den ni se leen más que los éxitos más zafios, nuestros índices de lectura son, y aquí

viene la repulsiva y extendida palabra, tercermundistas. Y aceptado este hecho sin

molestarse en indagar las razones, se acentúa sin embargo el carnaval de la alta cultu-ra y se abandona a su suerte a quienes viven extramuros de ella, los que nunca

amarán la ópera ni leerán a Joyce ni merecerán comprender la pintura moderna.

Los escritores se lamentan de la falta de lectores, los concejales de cultura com-

 prueban con resignación que sus salas de conferencias tienden a permanecer vacías, a

no ser que exhiban en ellas a algún figurón del espectáculo de la cultura, o de la cul-

tura del espectáculo. Pero nadie parece darse cuenta de que la razón principal para

que no exista esa asidua multitud que llamamos el público está en el gran foso abierto

entre la educación y la cultura, entre el saber y el estar al día, entre el trabajo lento,

disciplinado, y fértil sólo a largo plazo, y la pirueta instantánea concebida para recibir 

al día siguiente el halago de un titular y condenada a extinguirse sin dejar ni un rastrode ceniza.

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Con alguna frecuencia, por un impulso residual de militancia que me queda de los

tiempos en que estaba convencido de que la voluntad libre y la solidaridad de los

hombres podían hacer más habitable el mundo, voy a dar conferencias a institutos de

 bachillerato, y siempre compruebo, con tanto entusiasmo como melancolía, una doble

verdad. Primero, que en esas aulas está el mejor público que puede desear un escritor,

el más receptivo, el más limpio de vanidad y de prejuicios; segundo, que hay muy pocas cosas tan hirientes como el contraste entre el dispendio ilimitado de las cere-

monias culturales organizadas por cualquier ayuntamiento, diputación o comunidad

autónoma, y la penuria absoluta en la que casi siempre se desenvuelven los centros

 públicos de enseñanza. Pero ya saben que el nuestro es un país en el que al mismo

tiempo que se celebran conciertos de las mejores orquestas del mundo, muchos de sus

conservatorios de música se encuentran en condiciones nigerianas, y donde las admi-

nistraciones públicas se gastan en canales de televisión consagrados a emitir basura

comercial e ideológica el dinero que luego escatiman en bibliotecas o en plazas de

 profesores.

Se preguntarán por qué todavía casi no he hablado de literatura. Pero lo cierto es

que desde el principio no he dejado de hacerlo, pues no es posible reflexionar sobre el

sentido de la literatura sin establecer las condiciones precisas en las que se produce y

las relaciones entre el acto de escribir y el acto de leer, entre la solitaria invención de

un libro y la reinvención simétrica que a su vez lleva a cabo el lector, ese personaje

desconocido, imprevisible y con mucha frecuencia inexistente. Si la literatura, como

tiende a creerse ahora, es un adorno, un fetiche de prestigio para pavonearse ante los

ojos embobados de la tribu, si es una materia fósil y apartada de la vida que sólo pue-

de interesar a los eruditos universitarios, entonces tienen razón quienes la desdeñan y

quienes la eliminan poco a poco de los planes de estudio, y también tiene razón esa

mayoría abrumadora del público que jamás se interesa ni se interesará por ella.

Si la literatura es superflua, es decir, si no es útil para vivir y no alude a hondurasfundamentales de la experiencia humana, lo mismo los escritores que los profesores,

que nos ganamos la vida gracias a ella, tendremos razón si nos sentimos impostores,

y si en rachas de desaliento pensamos que carece de sentido dedicarse a un oficio que

no le importa a nadie más que a nosotros. Recuerdo que cuando yo estudiaba lo que

hace cerca de treinta años era sexto de bachillerato, la clase de literatura consistía en

una ceremonia entre tediosa y macabra. Un profesor de cara avinagrada subía cansi-

namente a la tarima con una carpeta bajo el brazo, tomaba asiento con lentitud y des-

gana, abría la carpeta y comenzaba a dictarnos una retahíla de fechas de nacimientos

y muertes, títulos de obras, y características de diversa índole que era preciso copiar 

al pie de la letra, porque en el caso de que no supiéramos el año de la muerte de Cal-

derón de la Barca o las cinco o seis características del Romanticismo corríamos el pe-

ligro de suspender el examen. Afortunadamente para mí, a esa edad yo ya era un

adicto irremediable a la literatura y había tenido ocasiones espléndidas de disfrutarla,

 pero comprendo que para la mayor parte de mis compañeros de clase, cuyas únicas

noticias sobre la materia eran las que les daba aquel lúgubre profesor, la literatura ser-

ía ya para siempre ajena y odiosa. Y del mismo modo que la educación religiosa del

franquismo fue una espléndida cantera de librepensadores precoces, la educación lite-

raria era, y en ocasiones sigue siendo, una manera rápida y barata de lograr que los

adolescentes se mantuvieran obstinadamente alejados de los libros.

A nadie le interesa aprender cosas inútiles. Desde que nacemos nuestros aprendi-

zajes están ligados a nuestro instinto de supervivencia y a nuestra necesidad de com- prender el mundo y hacernos una idea razonable de nuestra posición en él. Queremos

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saber lo que nos resulta necesario, y buscamos fuera de nosotros lo que existe como

un esbozo o una intuición dentro de nosotros mismos. Por eso sólo amaremos los li-

 bros si nos damos cuenta de que nos son útiles y de que pertenecen al reino de nuestra

 propia vida. Leer no es hacer méritos para aprobar un examen ni para demostrar que

se está al día. Un libro no se debería adquirir por las misma razones por las que se

compra el temario de una oposición o una camisa de moda. Un libro verdadero –  porque también hay libros impostores– es algo tan material y necesario como una ba-

rra de pan o un vaso de agua. Como el agua y el pan, como la amistad y el amor, la

literatura es un atributo de la vida y un instrumento de la inteligencia, de la razón y de

la felicidad. Pero no hay que culpar a la mayor parte de los posibles lectores de que

no lo sepan. Tampoco parecen saberlo muchos escritores, o si lo saben guardan el se-

creto.

Un amigo mío que se dedica a enseñarla dice que la literatura no es cultura, sino

algo más serio y más elemental. La literatura, su médula, es una consecuencia del ins-

tinto de la imaginación, que opera con plenitud en la infancia y que poco a poco suele

ir atrofiándose, como todo órgano que se deja de usar. De mayores nuestra imagina-

ción se mueve con tanta torpeza como nuestra mano izquierda, y ya no sabemos re-

cordar que hubo un tiempo en que el juego y la fábula eran en nosotros no una mane-

ra desmañada de huir de la realidad cuando tenemos tiempo o ganas o cuando nos de-

  jan, sino la forma soberana del conocimiento. Mediante el juego aprendíamos las

normas y las leyes del mundo, igual que los griegos del tiempo de Hesíodo se fami-

liarizaban con ellas mediante la poesía. Nuestra imaginación se apoderaba de las co-

sas, transmutando su realidad ostensible en una apariencia maleable que obedecía a

nuestros deseos. Lo que para los mayores era siempre un desván o un jardín también

era desván y jardín para nosotros, pero teníamos la potestad de convertirlos en gruta y

en selva. Nuestro padre, que según luego descubrimos con cierta decepción es un

hombre común, entonces era un héroe o un gigante bondadoso o temible. El tiempo,ahora tan fugitivo, tan cuadriculado en horas y minutos, era tan vasto entonces como

el tamaño que tienen en el recuerdo las habitaciones del pasado. Para los griegos, los

versos de Hesíodo y de Homero eran la expresión más detallada y fidedigna de las

leyes de la naturaleza y de la memoria antigua de los héroes y los dioses. Del mismo

modo, en esa edad de oro de nuestra primera infancia, placer y aprendizaje, juego y

verdad, imaginación y descubrimiento, eran sinónimos. Como para los pueblos primi-

tivos, nuestra forma de conocimiento era la mitología. El papel que ésta ocupa en la

memoria y en la vida cotidiana de una tribu amazónica lo ocupaban los cuentos en

nuestra infancia. A medida que crecemos y que se nos empieza a adiestrar para el tra-

  bajo, para la mansedumbre y la desdicha, el hábito de la imaginación se vuelve in-

cómodo o peligroso, y desde luego inútil, y sin darnos cuenta lo vamos perdiendo, no porque éste sea un proceso tan natural como el del cambio de voz, sino porque hay

una determinada presión social para que nos convirtamos no en individuos sanos, fe-

lices y autónomos, sino en súbditos dóciles, en empleados productivos, en lo que an-

tes se llamaba hombres de provecho. Se rompe entonces lo que al principio estuvo

unido, se trazan fronteras rigurosas que seguramente ya no sabremos romper, y el

 juego, la fábula, la imaginación, quedan despojados de su soberanía y convertidos en

  proscritos, o lo que es peor, en bufones, como esos jefes indios que después de la

rendición de sus tribus lanzaban sus gritos de guerra y se pintaban la cara no para ca-

 balgar con libertad y orgullo por praderas sin límite, sino para actuar de comparsas en

el circo de Buffalo Bill.

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Pero la imaginación es muy fuerte y tarda en ser vencida. Yo creo que el período

de nuestras vidas en que se libra la batalla más difícil, que resulta también ser la defi-

nitiva, transcurre al final de la infancia y en la adolescencia, y no es casual que sea en

ese tiempo cuando nos aficionamos a la literatura y a la rebeldía y cuando se decide

inapelablemente nuestro porvenir. Es entonces cuando los libros, si nos hemos edu-

cado para acercarnos a ellos, nos importan más, porque intuimos que ocupan un lugar estratégico en la disputa, con frecuencia desconcertada y amarga, entre la realidad y

el deseo, que por desgracia ya no son evidencias idénticas. Estoy convencido de que

el escritor lo es en la medida en que al crecer ha seguido guardando dentro de sí el

fuego sagrado de la imaginación, el impulso antiguo y nunca desfallecido por inter-

 pretar el mundo no sólo o no exclusivamente mediante el análisis, sino mediante la

narración y la fábula, y de suspender de vez en cuando las leyes inflexibles de la evi-

dencia para mirar al otro lado y descubrir lo que las apariencias aceptadas ocultan.

Pero hay veces en que la literatura, fingiendo ser leal a la imaginación y a sus se-

veras responsabilidades –pues no hay responsabilidad mayor que la de conocer el

mundo y averiguar qué lugar ocupa en él nuestra propia vida, y qué es el valor de

nuestros actos– en realidad se ha convertido en criada, y emplea la ficción no para

expresar una verdad que sólo a través de ella puede decirse, sino para mentir. Enton-

ces la literatura establece un juego que es profundamente tramposo, porque para lo

que sirve es para enajenarnos de la verdadera vida, para no dejarnos distinguir entre

los fantasmas y los seres reales, entre las voces y los ecos. Los juegos y los cuentos

nos enseñaban a vivir, igual que los mejores libros. Esa literatura farisea contra la que

yo quisiera estar siempre en guardia a lo único que nos enseña es a permanecer ence-

rrados, a desconfiar de la vida, incluso a desdeñarla. La literatura que importa, ya lo

dije, es como el agua y el pan, y su lectura nos contagia el vigor tan necesario de la

lucidez y el vitalismo. La literatura de simulacros es como un narcótico que nos indu-

ce a la pasividad de los fumadores de opio. Comprenderán que ésta sea la más cele- brada. Comprenderán también que desde mi punto de vista la tarea del que se dedica

a introducir a los niños y a los jóvenes en el reino de los libros es la de enseñarles que

éstos no son monumentos intocables o residuos sagrados, sino testimonios cálidos de

la vida de los seres humanos, palabras que nos hablan con nuestra propia voz y que

 pueden darnos aliento en la adversidad y entusiasmo o fortaleza en la desgracia. De-

cía Ortega y Gasset que los grandes escritores nos plagian, porque al leerlos descu-

 brimos que están contándonos nuestros propios sentimientos, pensando ideas que no-

sotros mismos estábamos a punto de pensar. En este sentido, yo no creo que el escri-

tor sea alguien aislado de los otros y singularizado por el genio o el talento. El escri-

tor, más bien, sería el que más se parece a cualquiera, porque es aquél que sabe intro-

ducirse en la vida de cualquier hombre y contarla como si la viviera tan intensamentecomo vive su vida misma.

La literatura, pues, no es aquel catálogo abrumador y soporífero de fechas y nom-

 bres con que nos laceraba mi profesor de sexto, sino un tesoro infinito de sensacio-

nes, de experiencias y de vidas que están a nuestra disposición igual que lo estaban a

la de Adán y Eva las frutas de los árboles del Paraíso. Gracias a los libros nuestro

espíritu puede romper los límites del espacio y del tiempo, de manera que podemos

vivir a la vez en nuestra propia habitación y en las playas de Troya, en la calles de

 Nueva York y en las llanuras heladas del Polo Norte, y podemos conocer a amigos

tan fieles y tan íntimos como los que no siempre tenemos a nuestro lado, pero que vi-

vieron hace cincuenta años o cinco siglos. La literatura nos enseña a mirar dentro denosotros y mucho más lejos del alcance de nuestra mirada y de nuestra experiencia.

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8/2/2019 Sobre Leer

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Es una ventana y también es un espejo. Quiero decir: es necesaria. Algunos la consi-

deran un lujo. En todo caso, es un lujo de primera necesidad.

Pero que sea necesaria, que responda a un impulso que late en cada uno de noso-

tros, que se parezca al juego y al sueño, no quiere decir que sea un tesoro puesto al

alcance de la mano, que cualquiera pueda sin esfuerzo escribirla y leerla. Cunde des-

de hace ya demasiados años la superstición irresponsable de que el empeño, la tena-cidad, la disciplina, la memoria, no sirven para nada, y de que cualquiera puede hacer 

cualquier cosa a su antojo. Eso que llaman lo lúdico se ha convertido en una categoría

sagrada: del aula como lugar de suplicio que aún llegamos a conocer los de mi edad

se ha pasado a la idea del aula como permanente guardería, lo cual es una actitud

igual de estéril, aunque mucho más engañosa, porque tiene la etiqueta de la renova-

ción pedagógica. Un síntoma de esa tendencia a la pereza y a la falta absoluta de rigor 

es una mediocre película que estuvo de moda hace unos años, y que ganó todos los

oscars posibles. Me refiero a Amadeus, de Milos Forman. En ella se nos presenta a

Mozart como un joven cretino al que el genio le ha sido conferido por una especie de

capricho de Dios. Salieri, que es estudioso, perseverante, concienzudo, resulta ser un

fracasado. Mozart, un idiota que no para de reír y de emborracharse y que lleva la pe-

luca torcida se sienta de pronto al clave y compone una música milagrosa. El genio,

según esta película, y según la creencia que parece imponerse ahora, no requiere tra-

 bajo ni disciplina, sino nada más que espontaneidad, juventud y descaro. Pero todos

sabemos, aunque de vez en cuando se nos olvide, que las cosas que más instintiva-

mente llevamos a cabo, las que nos parece que nos salen sin esfuerzo, han requerido

un aprendizaje muy lento y muy difícil, y que la lentitud y la dificultad nos han tem-

 plado mientras aprendíamos. Hablamos con naturalidad nuestro idioma, y se nos ol-

vida los años que nos costó aprenderlo. Caminamos sin dificultad y sin ser conscien-

tes de nuestros pasos, pero hizo falta que nos cayéramos muchas veces y que vencié-

ramos el miedo y el vértigo para que pudiéramos andar erguidos por primera vez. Losmayores logros del arte, de la música, de la literatura, del deporte, tienen en común

una apariencia singular de facilidad. Pero a ese atleta que en menos de diez segundos

corre cien metros ese instante único le ha costado años de entrenamiento, y ese músi-

co que toca delante de nosotros sin mirar la partitura y ese aficionado que se la sabe

de memoria y goza de cada instante de la música han pasado horas innumerables con-

sagrados al estudio de aquello que más aman, negándose al desaliento y a la facilidad.

Se nos educa –cuando se nos educa, cosa cada vez menos frecuente– para , y menos

aún en los grandilocuentes actos culturales, en las conversaciones chismosas de los

literatos o en los suplementos literarios de los periódicos. Donde está y donde impor-

ta la literatura es en esa habitación cerrada donde alguien escribe a solas a altas horas

de la noche, o en el dormitorio donde un padre le cuenta un cuento a su hijo, que talvez dentro de unos años se desvelará leyendo un tebeo, y luego una novela. Uno de

los lugares donde más intensamente sucede la literatura es un aula donde un profesor 

sin más ayuda que su entusiasmo y su coraje le transmite a uno solo de sus alumnos

el amor por los libros, el gusto por la razón en vez de por la brutalidad, la conciencia

de que el mundo es más grande y más valioso de todo lo que puede sugerirle la ima-

ginación. La enseñanza de la literatura sirve para algo más que para descubrirnos lo

que otros han escrito y es admirable: también para que nosotros mismos aprendamos

a expresarnos mediante ese signo supremo de nuestra condición humana, la palabra

inteligible, la palabra que significa y nombra y explica, no la que niega y oscurece, no

la que siembra la mentira, la oscuridad y el odio.

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CARLOS GARCÍA GUAL 

Utilidad de la ficción

30/10/2010Si hoy me pregunto por qué amo la literatura, la respuesta que de forma espontánea me

viene a la cabeza es: porque me ayuda a vivir, "escribió T. Todorov en el prólogo a su

libro La literatura en peligro. Y añadía luego: "La literatura, más densa y más elocuente

que la vida cotidiana, pero no radicalmente diferente, amplía nuestro universo, nos invi-

ta a imaginar otras maneras de concebirlo y de organizarlo". En esa misma línea, Alber-

to Manguel subraya la importancia de los relatos de ficción para una comprensión

auténtica y panorámica del mundo y de nuestra accidental existencia. Ya que vivimos en

un tiempo y un espacio histórico muy limitados, la lectura de textos literarios nos abre

ventanas a experiencias y mundos de otros horizontes; nos invita a entender, imaginar, y

convivir otras aventuras, dramas y realidades, y así ahondar en el conocimiento de lo

humano, es decir, de nosotros mismos, más allá de nuestra casual y exigua circunstan-cia. El encuentro con esas ficciones estimula nuestro imaginario, educa nuestra concien-

cia y habla de cuán interesante y múltiple es la condición humana.

Sobre la utilidad vital de las ficciones escribe Manguel: "Las ficciones pueden ayudar-

nos, aliviarnos, iluminarnos y mostrarnos el camino. Sobre todo, pueden recordarnos

nuestra condición, traspasar la apariencia superficial de las cosas... pueden alimentar 

nuestra conciencia... para saber qué somos, un conocimiento esencial que nace de la

confrontación con la voz de otro. Soñar historias, contar historias, escribir historias, leer 

historias, son artes complementarias que otorgan palabras a nuestro sentido de la reali-

dad...". (También Vargas Llosa, con claro estilo, ha comentado cómo ese mundo ficticio

de la literatura, con "la verdad de las mentiras", paradójicamente, nos ofrece una verdadmás honda que la de la limitada experiencia personal). Para ilustrarlo, Manguel evoca

ficciones y fantasmas familiares: Gilgamés, Casandra, Don Quijote, Kafka, y otros, que

nos sugieren propuestas audaces de un mundo interesante y mejor.

Lector, autor y personajes de ficción configuran un triángulo esencial en ese proceso de

comunicación. En el capítulo 'Los ladrillos de Babel' recuerda el espectacular progreso

de los medios de la difusión de la escritura "desde los tiempos de las tablillas meso-

 potámicas hasta los medios electrónicos de hoy, bancos de memoria más vastos y fia-

 bles que el cerebro humano" (abrumadora e infinitamente más vastos). Pero a la par 

advierte que, tras tantos avances, "leer no es dominar un texto, y (como bien sabían los

antiguos bibliotecarios de Alejandría) la acumulación de saber no equivale a conoci-miento". Leer bien e interpretar a fondo los textos aún requiere siempre tiempo, memo-

ria e inteligencia. (Aunque sea una tarea, en efecto, bastante más cómoda que en Babi-

lonia o Alejandría). Los impactantes avances electrónicos mejoran el instrumental, pero

no cambian el encuentro: la verdadera lectura sigue siendo un desafío intelectual y un

arte y una educación sentimental. Moraleja: "Para ello (leer bien) necesitamos prescin-

dir de las tan cacareadas virtudes de lo rápido y lo fácil y recuperar el valor positivo de

ciertas cualidades casi perdidas: la profundidad de la reflexión, la lentitud del avance, la

dificultad de la empresa".

En su conocido ensayo sobre La experiencia de la lectura ya C. S. Lewis insistía en que

los buenos libros, los que proporcionan una ampliación de nuestra conciencia, se dife-

rencian de los otros en que "proponen una buena lectura", y necesitan lectores críticos ycon gusto. "El valor de la literatura se verifica cuando tiene buenos lectores". Ser buen

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lector no requiere ser pedante, docto, erudito, ni nada parecido. Leer bien requiere aten-

ción, agudeza y tiempo. Y ese educado hábito es lo que ahora, con la proliferación de

 publicaciones y la literatura de consumo rápido y entretenimiento fácil, parece muy

amenazado. Este es el asunto central del último capítulo de Manguel: la comercializa-

ción de la literatura, que se hace trivial y banal para el consumo de una sociedad masiva

y mediática. "Las cadenas de librerías venden el espacio de sus escaparates y mesas almejor postor, de forma que lo que ve el público es aquello que la editorial paga para que

se vea. En consecuencia, pilas de libros que anunciados como best sellers ocupan la

mayor parte del espacio físico de la librería y todos ellos, como las salchichas, llevan

una fecha de caducidad implícita que garantiza una producción constante". Novelas

superficiales inundan el mercado, gozan de amplia publicidad bien pagada, y con len-

guaje facilón e intriga trepidante ofrecen saciar las ansias lectoras de un público espeso,

vasto, apresurado y unánime. La publicidad es engañosa; la crítica a menudo negligente.

 No es fácil, en mi opinión, definir qué es buena literatura; hemos de recurrir al juicio

de los raros buenos lectores. Aún quedan; incluso entre los viajeros en metro. Como los

 buenos relatos, amigas voces de alerta, a contrapelo de las modas, siguen ahí, incorrup-

tibles. La ciudad de las palabras, razonado y ameno elogio de la ficción, lo demuestra.

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CONSTANTINO BÉRTOLO

Leer, ¿Para qué?

26/05/1997

Aun sin ánimo alguno de hacer Historia parece evidente que nunca la lectura ha gozado de tanunánime encomio en nuestro país. Y en tal loa se aúnan aquellas instancias sobre las que tradicio-

nalmente ha recaído el juicio sobre la actividad de leer -la escuela, la Iglesia, el Estado-, los secto-res histórica e intrínsecamente interesados -lo que bien podríamos llamar la intelligentzia cultural

del país- y, muy recientemente, pero con gran ímpetu, lo que podemos llamar la inteligencia mer-cantil.- la industria del ocio y sus servicios adyacentes. No deja de ser curioso que el énfasis so-cial del encomio recaiga sobre la actividad tomada en abstracto: leer, sin apenas ninguna referen-cia concreta acerca del qué leer, su por qué o su para qué. Los argumentos para el fomento de lalectura -lectura de textos literarios- son múltiples y variados, pero a grandes trazos se puedenagrupar bajo tres rótulos: la lectura como modo de entretenimiento, la lectura como conocimientoy la lectura como vehículo de cultura.

Leer para entretenerse es un argumento que se utiliza con énfasis de evidencia: leo para entrete-nerme. Sin embargo, las dificultades comienzan cuando se trata de buscar qué hay debajo de eseentretenerse. Si consultamos el diccionario de la Real Academia veremos que en la salida del

término se encuentran las siguientes acepciones: "1. Distraer a alguien impidiéndole hacer algo. 2.Hacer menos molesta y más llevadera una cosa. 3. Divertir, recrear el ánimo de uno. 4. Dar lar-

gas, con pretextos, al despacho de un negocio". Como vemos, en la primera y la cuarta acepciónsubyace una conciencia difusa de que leer no es un que hacer, sino todo lo contrario: un dejar dehacer. Por recrear el ánimo debe entenderse la acción de lograr que éste se sienta satisfecho con-sigo mismo. Divertir, en ese sentido, sería alcanzar el contentamiento propio. Lo cual presuponeun descontento anterior, una carencia.

De lo hasta aquí expuesto se desprende que quienes, por mor de entretenimiento, nos incitan a la

lectura, o bien quieren que dejemos de hacer aquello que tenemos que hacer, o bien, conscientesde algún descontento que nos atenaza, desean que satisfagamos nuestra carencia con un sucedá-neo: la lectura, fomentando así la irresponsabilidad y el autoengaño.

Si volvemos a ese entretenerse como hacer menos molesta y más llevadera una cosa, cabría pen-sar si esa cosa es una tarea (trabajar ocho horas en una oficina), una situación (el desamor, el pa-ro) o una condición (la mortalidad del hombre), y sólo en función de que esa tarea fuera buena(encaminada al bien común), esa situación inevitable e involuntaria y esa condición irreductible,

 podríamos decir que ese entretener sería deseable. En cualquier otro caso, lo que se nos estaría proponiendo so capa de entretenimiento es lo que en castellano recto deberíamos llamar falso

consuelo.

Irresponsabilidad, autoengaño y falso consuelo no parecen argumentos muy válidos para unadefensa de la lectura. Pero supongamos -y alejemos así cualquier acusación de calvinismo- que,dada la frágil condición humana, pueda ser bueno para el hombre poder en alguna medida y oca-sión ser irresponsable (descansar de la seriedad), o autoengañarse (descansar de uno mismo), o

darse falso consuelo (en medio de un pasar del tiempo que es pasar hacia la muerte). Desde talsuposición -que por conveniencia o convencimiento parece estar muy extendida- ese entretenerserecobra cierta validez, pero no deja por eso de enseñar sus insuficiencias. Porque: ¿qué es lo en-tretenido? Y en el caso que nos atañe: ¿qué lectura, de qué libro, es la más entretenida? Lo entre-tenido es una cuestión de preferencias, y, por tanto, si las instancias y grupos sociales que abande-

ran ese fomento abstracto de la actividad de leer no definen preferencias -lean esto mejor que lootro-, lo único que están fomentando es el todo vale y el arréglatelas como puedas. Y lo malo del

todo vale es que lo que en verdad encubre es que no todo vale lo mismo, que lo que más vale es lo

que más se hace valer, es decir, lo que más se promociona. Entretenerse escondería así su verda-dero rostro: la aceptación de los valores dominantes.

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La lectura como medio de conocimiento constituye otro de los grandes ejes de la argumentación afavor de la lectura. Por medio de ella, se argumenta, conocemos mundos y vidas a los que no podríamos tener acceso de otra forma. Es evidente que la lectura puede proporcionar esquemas o

 pautas para el conocimiento de los mecanismos de las relaciones humanas, la creación, manipula-ción y uso de los sentimientos, o para el análisis de las relaciones de poder dentro de una socie-dad. Aunque también es evidente que la validez de tales conocimientos estará en función de lacalidad de los textos leídos, de ahí que la defensa de la lectura por la lectura -sin especificar crite-rios o títulos concretos- no deja de ser un eslogan confusionista.

Se podrá alegar que en cualquier caso todas las lecturas enseñan, que en todas las lecturas se in-corporan conocimientos y que desde ese entendimiento no hay lectura mala. Tal postura respondea un concepto cuantitativo -economicista en el fondo- del conocer que ignora o niega que el co-nocer humano es un conocer para la acción y que la bondad de toda acción viene determinada por su sentido.

La tercera línea de argumentación a la que se acude para ese encomio de la lectura del que veni-mos hablando reside en su entendimiento como instrumento de acceso a la cultura, y por eso con-vendría delimitar el contenido de tan evasivo término. Al menos hasta el siglo XVII cultura era el

nombre de un proceso: la cultura (cultivo) de algo: de la tierra, de los animales, de la mente. En elsiglo de la Ilustración, y a través de un proceso de contaminación en el que ocupa un papel rele-

vante la aparición del término civilización, la cultura pasó a describir un estado, un estadio en eldesarrollo humano y así había personas cultas o incultas del mismo modo que había países civili-

zados y países salvajes o no civilizados. Pasó así a ser algo conmensurable desde el punto de vistacuantitativo: se tenía mucha, poca o ninguna cultura. La cultura ya no era, por tanto, el proceso decultivo y cuidado de las facultades humanas -la imaginación, la prudencia, la inteligencia- sino unresultado, es decir, un "capital", una suma de bienes conmensurables y, por tanto, factibles de ser mercantilizados, al modo que hoy se habla, por ejemplo, de la necesidad de contar con "una cultu-ra empresarial". Cierto que el romanticismo introdujo, a modo de contrarréplica, una propuestasemántica diferente para el concepto de cultura. Frente a esa cultura como algo "exterior", el mo-vimiento romántico propuso un entendimiento de la cultura como un proceso de desarrollo "inter-

ior", o "espiritual", o "íntimo". Acceder a la cultura sería, por tanto, conocer aquello que hay queconocer (la cultura como conocimientos) y sentir aquello que hay que sentir (la cultura como vidainterior). 

Desde esta perspectiva, el encomio de la lectura en cuanto vía de acceso a la cultura lo que tradu-ce es una doble imposición social: lo que hay que leer y lo que hay que leer -sentir- en lo que selee. La primera imposición reflejaría la pertinencia ilustrada, mientras que la segunda recogería la pertinencia romántica. Lo curioso es que el encomio general de la lectura del que venimoshablando escamotea la necesidad de pronunciarse sobre una u otra cuestión -qué leer, qué sentir-y en aras de una pretendida neutralidad deja la contestación a ambas preguntas en manos del mer-cado cultural, en manos de lo que hay, y su aparente no imposición se revela así como una impo-sición sumamente eficaz en cuanto que tira la piedra y esconde la mano. La mano invisible.

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Del leer y el pensar

En este texto, tomado de una selección de pensamientos de Arthur Schopenhauer, el

autor establece la "diferencia" que hay entre leer y  pensar . Se trata de un ejemplo de

reflexión filosófica sobre las relaciones entre el lenguaje y el pensamiento. Para ello, elfilósofo determina el no-ser (pensar no es reproducir ideas ajenas)  y el  ser (es asimila-

ción propia) del  pensar . Schopenhauer establece, además, la "identidad" entre el lengua-

 je y el pensamiento, mediante la analogía entre la nutrición corporal y la mental.

"Si leemos, piensa otro por nosotros, sólo repetimos su proceso mental. Es como si el

discípulo trazara con la pluma los rasgos escritos con lápiz por el maestro. La lectura

nos quita en gran parte el trabajo del pensar. Así nos sentimos aligerados al pasar de

nuestros propios pensamientos a la lectura. Pero durante la lectura es nuestra naturaleza

realmente el campo de batalla de pensamientos extraños. Así sucede que pierde poco a

 poco la capacidad de pensar por sí mismo, aquel que lee mucho y casi todo el día, dis-

trayéndose con pasatiempos irreflexivos en los intervalos, igual que pierde la manera deandar, quien siempre está montado a caballo. Es el caso de muchos sabios: se han leído

tantos. Porque la lectura continua reanudada en todo momento libre, atrofia intelectual-

mente, más aún que el continuo trabajo manual porque éste permite, al menos, algunos

 pensamientos propios. Como un resorte pierde su elasticidad por la presión de un cuer-

 po extraño, así el espíritu pierde la suya por constante presión de ideas extrañas, y como

el exceso de alimentación corrompe el estómago, perjudicando al cuerpo, también llena

y ahoga el espíritu el exceso de alimentación intelectual. Cuanto más se lee, menos hue-

llas de lo leído queda en el espíritu: es como una pizarra sobre la cual están escritas mu-

chas cosas las unas sobre las otras. Así no se llega a asimilar, y no se consigue el apro-

 pio de lo leído. Si se lee siempre sin reflexionar sobre ello, no arraiga y se pierde. En

general sucede con el alimento espiritual como con el corporal: apenas se asimila lacincuentava parte de lo que se come. El resto desaparece por evaporación, respiración,

etc. Los pensamientos puestos en el papel, no son, en general, más que las huellas de un

 paseante en la arena; se ve el camino que ha tomado, pero para ver lo que ha visto hay

que emplear sus propios ojos."

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Esther Tusquets 

Los lectores, la moda y la cultura

 La moda sobre la cultura cada vez hace más evidente sus estragos. Y los libros son unbuen ejemplo de ello, tanto por los temas a que se apuntan algunos escritores como a

los títulos que no paran de comprar los lectores. Los clásicos y la literatura de calidad 

empiezan a ser para pedantes y la vida de los nuevos buenos libros se abrevia. Es el 

imperio de los best sellers de dudosa calidad, de los libros mediáticos, de lo que toca

leer para no quedar fuera del momento.

22-04-2006

A nivel individual y a nivel de un país, la moda es inversamente proporcional a la cultu-

ra: cuanto mayor es la base cultural, menor es la fuerza de la moda, que se vuelve avasa-lladora si dicha base es ínfima. Esta regla rige en todos los campos, y se detecta de for-

ma muy evidente en el lenguaje, donde las palabras comodín y los giros de nuevo cuño

invaden de inmediato el habla de las personas poco preparadas, o de los más jóvenes, y

casi no afectan a la gente culta; o en el vestir, donde son también los muy jóvenes y

menos educados los que se apuntan a ciegas en lo que les dicen que se va a llevar aque-

lla temporada, por disparatado que sea y aunque personalmente no les favorezca en ab-

soluto.

¿Qué ocurre en el ámbito de la lectura? Creo que en este ámbito las consecuencias del

desmesurado predominio de la moda son funestas. Me informan amigos editores de que

las ventas de los títulos de éxito, de los best sellers, se han duplicado, mientras que lasventas de los otros títulos van camino de reducirse a la mitad. O sea que, como norma

general, de los títulos de los que se vendían 300.000 (que no deben de rebasar los diez

 por año) se pasa fácilmente a los 600.000, y de aquellos de los que se vendían de 2.000

a 5.000 (el grueso de la edición) no se alcanzan a menudo los 1.000 y cuesta llegar a los

3.000. Estas cifras pueden no ser exactas, pero la tendencia es incuestionable. En Espa-

ña no se venden más libros, en España se venden más best sellers. Unos pocos títulos

(algunos excelentes, otros regulares, la mayor parte "mediáticos") se convierten en obje-

tos obligados de consumo: todo el mundo los debe tener, todo el mundo los debe haber 

leído. La mayoría de gente lee "lo que toca" y "cuando toca". Si comentas que estás le-

yendo un clásico, te consideran pedante o excéntrica; si dices estar leyendo un libro pu-

 blicado hace cuatro o cinco años, les admira que sufras tamaño retraso en tus lecturas.

Creo que las mujeres de la burguesía de los años cuarenta -mi madre, mis tías, las ami-

gas de mi madre y de mis tías- no sólo eran mejores lectoras, sino que (a pesar de que

también consumían los best sellers, menos "mediáticos" y algunos excelentes, de su

época: Lo que el viento se llevó, Rebeca, Sinuhé el egipcio) elegían mejor sus restantes

lecturas: se recomendaban títulos unas a otras; si un libro les gustaba, seguían con los

del mismo autor, la misma colección, el mismo género, porque, como en el caso de las

cerezas, un libro trae siempre a otro. Y me parece que ese orden de lectura es para mí el

mejor.

Se lee "lo que toca" y "cuando toca". Se lamenta en una entrevista reciente Javier Mar-ías: "Los libros tienen cada vez menos vida... Antes cabía la posibilidad de que un libro

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fuera ganando sus lectores, tuviera un crecimiento paulatino a lo largo de una cantidad

de tiempo apreciable, mientras que ahora da la impresión de que no... Hay ese afán de la

gente de leer lo que todo el mundo lee a la vez, de leerlo en el momento en que toca

leerlo, que es el momento de su publicación. En las últimas apariciones de mis libros he

tenido una sensación que me resulta de lo más incómoda. Cuando yo todavía estoy

haciendo la promoción del libro, que lleva entre un mes y dos, cuando ya termino y me paro y como quien dice levanto la cabeza para ver qué ocurre con ese libro, me encuen-

tro con que ya ha pasado".

Oigo y leo constantemente que la gente no compra más libros, no lee más, por culpa de

la televisión, de Internet. Antes decían que la culpa era del cine. Obviamente al ser 

humano le gusta que le cuenten historias; es más, creo que se trata de una de las necesi-

dades inherentes a la especie. Se contaban primero sólo de palabra, luego sólo de pala-

 bra y por escrito. Con el cine y la televisión surge la posibilidad de que nos las cuenten

utilizando también imágenes. Es magnífico. Quizá compitan, quizá resten tiempo a la

lectura, y eso ¿qué importa? El cine ha dado ya multitud de obras maestras, y las sigue

dando (creo que no he leído ninguna novela estos últimos meses que sea tan bella y to-que cuestiones que me tocan de tan cerca como Saraband, el último Bergman, ni que

narre una historia de amor tan conmovedora como Million Dolar Baby, de Clint East-

wood). Y sólo censuro a ese medio extraordinario, a ese invento fabuloso, que es la te-

levisión, que haya dado todavía tan pocas, y que la calidad media sea abominable.

 No, los enemigos reales de los buenos libros no son el cine, ni la televisión, ni los nue-

vos medios de contar historias: son los best sellers de poca o nula calidad, apoyados por 

 premios literarios y promociones millonarias (o, y eso me parece alentador y positivo,

elegidos a veces espontáneamente por el público), son ese horror de libros que llama-

mos "mediáticos". Es, en definitiva, el predominio absoluto de la moda sobre la cultura.

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JAVIER CERCAS

Por qué escribir

11/03/2007

 No hay ni un solo escritor en el mundo al que no le hayan hecho cien veces esta pregun-

ta. Los escritores contestamos como podemos: unos, con una solemnidad embustera

(valga la redundancia); otros, con un chiste laboriosamente excéntrico; otros, con lo que

han contestado otros escritores; otros, mirando a quien formula la pregunta como si fue-

ra el tipo más imbécil de la OTAN y murmurando con gesto de asco que la pregunta no

es pertinente (cuando la triste verdad es que no se le puede hacer a un escritor una pre-

gunta más pertinente que ésa); la mayoría, me temo, mintiendo como perros. Me aver-

güenza confesar que hasta hoy he incurrido en todas esas infamias, pero sobre todo en la

última; me enorgullece proclamar que eso se ha acabado: en este mismísimo momento,

gracias a la gentileza inaudita de este periódico, que me paga religiosamente cada mes

 por escribir tonterías, me dispongo a decir la verdad, toda la verdad y etcétera. Con to-das sus consecuencias. Pero atiendan bien, porque es la última vez que la digo.

Escribo porque me encanta que me pregunten por qué escribo. Escribo porque me abu-

rro y porque si no escribiera me aburriría muchísimo más. Escribo porque escribir no

sirve absolutamente para nada y sin embargo mientras escribo tengo la absoluta seguri-

dad de que sirve absolutamente para todo. Escribo porque absolutamente nada tiene

ningún sentido y sin embargo mientras escribo absolutamente todo parece tener un sen-

tido absoluto. Escribo para leer mejor y también para dejar de vez en cuando de leer,

 porque el mucho leer embota (esto último lo dijo Nietzsche, que escribía pensamientos

 paseados). Escribo para escribir algún día un libro paseado. Escribo porque a los ocho

años leí Pimpinela escarlata y desde entonces no he hecho otra cosa que intentar plagiar 

esa novela. Escribo porque a los 15 años yo era un salido y un día otro salido que

además era un cabrón me dijo que escribiendo se ligaba, y cuando descubrí que me hab-

ía engañado ya era demasiado tarde para quitarme el vicio. Escribo porque a los 15 años

yo tenía una profesora radiante: un día la interrumpí en clase al grito de que estaba

 buenísima y ella, que estaba explicando a Borges, me expulsó de clase y yo me impuse

como penitencia la lectura de las obras completas de Borges, cosa que todavía no he

terminado de hacer y que no creo que termine de hacer nunca, porque en realidad es im-

 posible. De más está decir que escribo porque a partir de los 15 años no me ha pasado

absolutamente nada que tenga algún interés. Escribo porque me pagan por escribir ton-

terías. Escribo porque todavía no he encontrado una forma más decente de ganarme lavida. Escribo (me explico) porque no sé hacer nada útil, ni siquiera atarme los cordones

de los zapatos: si supiera curar a los enfermos, no escribiría; si supiera rematar en plan-

cha un libre indirecto, créanme, no escribiría. Escribo porque sí y porque me da la gana,

y a quien le parezca mal que me lo diga en la calle. Escribo para poder pensar (esto,

creo, lo dijo Cabrera Infante). Escribo porque cuando escribo tengo la impresión acu-

sadísima de que soy una persona inteligente y también de que todos los que me rodean

son todavía más inteligentes que yo, sólo que ellos no se dan cuenta.

Escribo para que me lea mi madre, que es la única que me leía cuando no me leía nadie

y la única que me leerá cuando ya nadie me lea (¡un abrazo, mamá!). Escribo para que

me lean dos tipos que están muertos y dos o tres que todavía están vivos. Escribo paraque me lea usted (¡sí, usted, el de la tercera fila, no se esconda!). Escribo porque escribo

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como Dios (esto, Dios me perdone, es mentira). Escribo porque no creo en Dios. Escri-

 bo porque en un mundo sin Dios, escribir, como reírse (pero esto lo dijo Kafka), es casi

una obligación moral, o quizá metafísica. Escribo para llevar la contraria, pero todavía

no he descubierto a quién. Escribo para entender cosas que sé que no hay manera huma-

na de entender, con la esperanza de que ese esfuerzo fracasado por entenderlas sea ya

una forma de entenderlas. Escribo porque la vida es una mierda, y los hombres, un hata- jo de indeseables y de cobardes, pero cuando escribo salgo a la calle cantando canciones

tirolesas y sintiéndome John Wayne y con ganas de abrazarme al primero que pasa y

echarme a llorar de tristeza en su cuello. Escribo porque si no escribiera no tendría ni un

solo motivo para respetarme, muy pocos para levantarme por la mañana y casi todos pa-

ra convertirme en un peligrosísimo oligofrénico, de lo que se deduce que el Estado de-

 bería subvencionarme para que siguiera escribiendo. (No escribo, por cierto, para que

me quieran más: las personas que me quieren me querrían igual si no escribiera, y las

 personas que no me quieren no me querrían ni aunque dejase de escribir). Escribo para

 joder a los que no quieren que escriba y para alegrar a los que quieren que siga escri-

 biendo. Escribo porque, entre nosotros, escribir mola (esto, seguro, debió de decirlo al-

guien, probablemente un chino). Escribo por todas estas cosas y por muchísimas más.En realidad, escribo por casi todo, porque cualquier excusa es buena para escribir. A ve-

ces (Dios me perdone) he llegado incluso a escribir para hacerles creer a quienes me le-

en que no quiero que me pregunten nunca más por qué escribo.

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JOAQUÍN LEGUINA

ELOGIO DE LA LECTURA

“¡Lee para vivir!”(G. Flaubert en carta a Louise Collet)

Todas las artes se nutren de la misma materia, persiguen una misma ilusión, pues pre-tenden trasladar emociones, bellamente expresadas, pero sólo hablaré aquí del libro, dela literatura. Y no le viene mal al libro que se le haga un elogio, que será también laexaltación de la memoria, de toda la memoria de este mundo. Un homenaje pertinenteen un país, como el nuestro, en el cual más de la mitad de los adultos que pueden hacer-lo (apenas existen ya analfabetos en España) declaran no leer jamás un libro.

A la información se llega hoy fácilmente. Al menos, a eso que llamamos “información”.Una información, generalmente manipulada, que con frecuencia nos abruma y hastamartiriza. Sin embargo, ¿cómo llegamos a la sabiduría? Para eso, entre otras cosas,están los libros. Además, leer, y leer bien, es uno de los más grandes placeres que puededarnos la soledad. El más saludable desde el punto de vista espiritual.

Leemos porque nos es imposible conocer a toda la gente a la que desearíamos poder escuchar. También, porque la amistad es vulnerable y puede desaparecer a manos de laincomprensión y de la muerte.

El deseo de leer consiste en preferir. Amar, a fin de cuentas, es regalar nuestras prefe-rencias a quienes preferimos y estos sutiles repartos pueblan nuestra libertad. A menu-

do, lo único que nos habita son los amigos y los libros.He dicho que la lectura es un placer profundo y solitario, pero también nos permite co-nocer “al otro” y conocernos a nosotros mismos. Al fin y al cabo, como dejó escritoEmerson, los libros “nos llevan a la convicción de que la naturaleza que los escribió esla misma que aquélla que los lee”. En el libro vamos a sentirnos próximos a nosotrosmismos. Es él quien nos va a convencer de que compartimos una naturaleza única, por encima del tiempo.

Desde la niñez, que se pasa delante del televisor, se accede hoy a la adolescencia frenteal ordenador, y a la universidad que, quizá, reciba a un estudiante difícilmente dotado

 para admitir la idea según la cual es preciso soportar, tanto el haber nacido, como el

destino mortal que nos aguarda. Es ésta una visión pesimista, pero, en todo caso, nodeseo, no quiero, caer en un tópico, el que asegura que “todo tiempo pasado fue mejor”, pues sigue siendo cierto, como escribió Franz Kafka hace ya más de un siglo: “jamás leharemos entender a un muchacho, que por la noche está metido en una historia cautiva-dora, que debe interrumpir su lectura y acostarse”.

El poeta francés Georges Perros era profesor de literatura en Rennes y leía a sus alum-nos. Una de ellos, una muchacha, recordaba aquellas lecturas con añoranza: “Él (Perros)llegaba al instituto los martes por la mañana, desgreñado por el viento y por el frío, ensu moto azul y oxidada. Encorvado, con un chaquetón de marinero, la pipa en la mano.Vaciaba una bolsa de libros sobre la mesa, se ponía a leer y era la vida…

 No había más luminosa explicación del texto que el sonido de su voz. Nos hablaba detodo, nos leía todo. Todo estaba allí pletórico de vida. Perros resucitaba a los autores,

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que acudían a nuestra clase completamente vivos, como si salieran de Chez Michou, elcafé de enfrente”.

 No hay nada milagroso en esta narración, el mérito del profesor es prácticamente nuloen esta historia. El placer de leer estaba allí, secuestrado por un miedo adolescente ysecreto: el miedo a no entender.

Si al encanto del estilo se une la gracia de la narración, cuando lleguemos a la última página y cerremos el libro, nos seguirá acompañando el eco de su voz: “Muchos añosdespués, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recor-dar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo”.

Leer, leer… pero ¿de dónde sacar tiempo para leer? El tiempo para leer, como el tiempo para amar, siempre es tiempo robado. ¿Robado a qué? Robado al deber de vivir, pero,dichosamente, el tiempo para leer, igual que el tiempo para amar, dilata el tiempo devivir. La lectura no depende de la organización del tiempo social, es, al igual que elamor, una manera de ser. Basta una condición para la reconciliación con la lectura: no

 pedir nada a cambio.

La reina Victoria llevaba trece años reinando cuando nació Stevenson, que murió sieteaños antes que ella. La reina Victoria reinó sobre su imperio sesenta y cuatro años ydentro de dos siglos pocos sabrán quién fue y, sin embargo, la mayor parte de nuestrostataranietos seguirán navegando en la Hispaniola hacia “La isla del tesoro”.Dios o la naturaleza, según se mire, ejercen el derecho a exigir nuestra muerte, peronadie, tampoco ellos, reclama de nosotros la mediocridad. Leemos para huir de ella.

 Nos acercamos a Shakespeare, a Cervantes o a Galdós porque la vida que nos trasladanes de un tamaño mayor del natural. En verdad, su escritura es una bendición en un sen-tido estricto: “la vida plena en un tiempo sin límites”.

Leer es un goce, aunque resulte, a veces, un placer difícil. Pero esa dificultad placenterallega, y no en pocas ocasiones, a lo sublime. Además, otorga una versión de lo sublime

 para cada lector. Se lee para iluminarse uno mismo, y aunque no sea posible encender lavela que alumbre al vecino, se le puede indicar donde está la candela.

La literatura pretende un objetivo que parece inalcanzable: trasladar al lector la emociónde la vida en toda su complejidad. El milagro reside en la capacidad del escritor paraconseguirlo. Un milagro que, por suerte, se repite con alguna frecuencia. Un milagroestético, que no depende de la ideología, de la metafísica o la filosofía del autor, sino desu talento. Un talento que se reclama del alma solitaria, del ser profundo, de nuestrarecóndita interioridad.

Su memoria, la del creador, es, también, nuestra memoria. Una buena novela, una obrade teatro o un poema están contagiados de todos los trastornos de la Humanidad, inclui-do el miedo a la muerte, que el arte pretende transmutar en una ilusión, la de ser inmor-tal a través de la propia obra.

“Toda mala poesía es sincera” escribió Oscar Wilde, pero no se trata de eso, no es lasinceridad la que maltrata una obra, sino la espontaneidad. Lo espontáneo se producesin cultivo, sin el sumo cuidado que el creador ha de poner siempre en su hacer. Un tra-

 bajo hercúleo, que el lector ha de percibir con la sencillez y naturalidad con las que secontempla lo bello.

Un elogio de la lectura exige dedicar algún tiempo, por muy corto que sea, a El Quijote,

la primera novela y, para muchos, la mejor. Un libro placentero en el que pasa todo loque puede pasar.

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Destacaré, dentro de esta obra magna, aquello que, a mi juicio (y al de tantos críticos),destaca por encima de todo: las relaciones entre el caballero y Sancho Panza. Ustedes

 pueden abrir la segunda parte del libro al azar y lo más probable será que se encuentrena Don Quijote y su escudero hablando, un intercambio, probablemente, malhumorado o

 burlón, pero en cuyo fondo aparece el respeto afectuoso que las personas debieran te-

nerse entre sí. Se escuchan y el escuchar los cambia. Hamlet se escucha tan sólo a símismo e igual le ocurre al capitán Ahab de “Moby Dick”, la novela de Melville; tam- bién a la quijotesca Emma Bovary, que muere de tanto escucharse a sí misma. Por elcontrario, Alonso Quijano y su escudero, de tanto oírse, acaban por parecerse el uno alotro, aunque mantengan intactas su coherencia e identidad individuales.

Sancho y Don Quijote son un dúo amalgamado por el afecto y las riñas, pero existe en-tre ellos algo más que cariño y respeto mutuos. Son compañeros de juego, y el juego estodo un mundo con sus propias normas y su propia realidad. En efecto, lo cómico oridículo guarda estrecha relación con lo necio, pero el juego no es necio, está más alláde la estupidez o de la necedad. Don Quijote no es un loco o un necio, sino un jugador,

alguien que juega a ser caballero andante. Él se ha inventado un tiempo y un lugar idea-les y en ellos se mantiene fiel a su propia libertad. Al fin es derrotado, abandona el jue-go, regresa a la “cordura” y muere.

Existen críticos cervantinos que persisten en colocarle a Don Quijote el sambenito denecio y loco y que señalan la supuesta intención de Cervantes en satirizar el “indiscipli-nado egocentrismo de su héroe”. Mas, si eso fuera cierto, no habría libro, porque ¿quiénquerría leer los hechos de Alonso Quijano? Herman Melville, y él sabía muy bien por qué, dijo que Don Quijote era “el sabio más sabio que jamás ha vivido”.Cervantes, con su obra, divierte a todo tipo de lectores, pero el lector activo, al cabalgar 

 junto a los dos aventureros, llegará a compartir con ellos la conciencia de que son per-sonajes de una historia. Una historia inmortal.

En esta incitación a la lectura, que aquí intento, me es obligado hacer mención a la poes-ía. La poesía es la culminación de la literatura, porque es una forma profética, donde lalucha desigual entre el creador y las palabras llega a ser titánica. Aunque en los tiemposactuales, en los que reina la trivialidad, no se quiera saber nada de profetas y hasta setome como verdad revelada la gran sandez, según la cual “una imagen vale más que mil

 palabras”, un buen poema, lo lea poca o mucha gente, sigue siendo una culminación, unhomenaje a la palabra, al origen del ser humano, a aquello que nos hace diferentes de lanaturaleza, de la animalidad, porque, como es sabido, el hombre piensa con palabras ysólo ellas permiten la comunicación entre las personas.

Leer poesía es, ante todo, una llamada a la atención. En efecto, un poema bueno se dis-tingue de otro malo, porque aquél soporta con éxito la lectura atenta y vigilante. El poe-ta valioso manifiesta su creatividad abarcando mucho en breve espacio. Al fin y al cabo,el buen poeta es un visionario, capaz de mostrarnos objetos, sentimiento y seres con unaintensidad desmesurada, llena, además, de connotaciones espirituales.

La poesía, además, es capaz de ayudarnos a construir ese imprescindible diálogo interior que Machado describió al confesar: “converso con el hombre que siempre va conmigo”.

Porque necesariamente hablamos con esa alteridad que nos acompaña, conviene que esediálogo nos haga algo mejores y en ese proceso, al que la lectura nos impulsa y ayuda,

 podemos descubrir que somos más profundos y extraños de lo que creíamos.

Voy a leerles a este propósito unos versos de Luis Cernuda, en homenaje a su memoriaen el centenario de su nacimiento, que se cumple en septiembre de 2002. Como ustedes

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saben, Luis Cernuda salió de España hacia el exilio en Inglaterra en febrero de 1938.Stanley Richardson, un amigo inglés que habría de morir en Londres durante un bom-

 bardeo en 1940, lo sacó de España en la citada fecha para que Cernuda diera unas con-ferencias en la Inglaterra inmediatamente anterior al acuerdo de Munich con los nazis yque, según el entonces Primer Ministro, Neville Chamberlain, iba a significar “la paz de

nuestro tiempo”.Muchos años después escribió Cernuda: “Al comienzo de la aquélla [la guerra civil]estuve en la ignorancia de la persecución y matanza de tantos compatriotas míos (losespañoles no han podido deshacerse de una obsesión secular: que dentro del territorionacional hay enemigos a los que deben exterminar o echar del mismo), mas luego ad-quirí una consciencia tal de esos sucesos, que enturbiaba mi vida diaria; hasta el puntode que, fuera de mi tierra, tuve durante años cierta pesadilla recurrente: me veía allá,

 buscado y perseguido. Sufrir de tal sueño es cosa que, simbólicamente, me enseñó bas-tante respecto a mi relación subconsciente con España”.

El poema que les voy a leer lo escribió Cernuda a los pocos años de salir de España y

les “sonará” a ustedes, entre otras razones, porque Paco Ibáñez lo usó en una hermosacanción. También yo estoy en deuda con este poema, pues a sus versos se debe el títulode una de mis novelas, “Tu nombre envenena mis sueños”, novela que Pilar Miró llevóal cine en la que fue su última película.

El poema se titula “Un español habla de su tierra” y pertenece a la sección “Las nubes”de su poemario continuamente renovado “La realidad y el deseo”.Las playas, paramerasAl rubio sol durmiendo,Los oteros, las vegasEn paz, a solas, lejos;

Los castillos, ermitas,Cortijos y conventos,La vida con la historia,Tan dulces al recuerdo.

Ellos los vencedoresCaínes sempiternos,De todo me arrancaron.Me dejan el destierro.

Una mano divinaTu tierra alzó en mi cuerpo

Y allí la voz dispusoQue hablase tu silencio.

Contigo solo estaba,En ti sola creyendo;Pensar tu nombre ahoraEnvenena mis sueños.

Amargos son los díasDe la vida, viviendoSólo una larga esperaA fuerza de recuerdos.

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Un día, tú ya libreDe la mentira de ellos,Me buscarás. Entonces¿Qué ha de decir un muerto?

El trallazo final, esos últimos, terribles y premonitorios cuatro versos resumen la amar-gura de la ausencia, el dolorido sentir del maltratado con el destierro, lejos de la “ma-drastra de sus hijos verdaderos”, esa España perdida a la que, sin nombrarla, se dirige el

 poema para, primero, describirla y para reprocharle sus perversidades después, cuandolos vencedores, los “caínes sempiternos” que de todo lo arrancaron, le dejaron tan sóloel recuerdo de un nombre que envenena sus sueños.

Los versos de Luis Cernuda nos llegan con todo el dolor de la nostalgia. En el sentidomás literal de esa palabra, que en griego significa precisamente “el dolor del regreso”.Un regreso que resultó imposible, un viaje que, sin embargo, este hombre emprendiócada día, como Ulises, durante el resto de su atormentada vida de exiliado.

“La existencia en Mount Holyoke, (Massachussets)-lugar de los Estados Unidos dondeCernuda vivió impartiendo clases durante algunos años-, se me hizo imposible: los lar-gos meses de invierno, la falta de sol (un poco de luz puede consolarme de tantas cosas),la nieve, que encuentro detestable, exacerbaban mi malestar”, escribiría en 1958. Se lenegaban, en efecto, “la vida con la historia, tan dulces al recuerdo”.

El paso del tiempo le va a traer a Cernuda, a sus versos, la amarga indiferencia, o el re-chazo, que aparece, sincera o sólo despechadamente, en uno de sus últimos poemas,cuyo título, “Es lástima que fuera mi tierra”, resulta bien significativo:

Soy español sin ganasQue vive como puede bien lejos de su tierraSin pesar ni nostalgia. He aprendidoEl oficio de hombre duramente,Por eso en él puse mi fe. Tanto que prefiero

 No volver a una tierra cuya fe, si una tiene, dejó de ser la mía,Cuyas maneras rara vez me fueron propias,Cuyo recuerdo tan hostil se me ha vueltoY de la cual ausencia y tiempo me extrañaron.

La vida y la historia de España, “tan dulces al recuerdo”, con el paso de los años se lehan inundado de desesperanza. Una tierra ya lejana, “la tierra de los muertos, adondeahora todo nace muerto… en medio del silencio”, como escribió Luis Cernuda en estemismo poema, cuyo fragmento les acabo de leer.

Quizá los versos de Luis Cernuda expliquen mejor que cualquier tratado de Historia el profundísimo desgarro moral que significaron la persecución y la matanza que comen-zaron en España un luminoso día de julio en 1936 y que el retorno de la democracia,con la deriva amnésica que acompañó a la reconciliación, no ha conseguido restañar.Recordar a Cernuda en su centenario no puede quedarse en la glosa de sus hermososversos, porque en ellos late en carne viva la tragedia de España.

Para concluir les glosaré otro poema, que siempre me emociona y que escribió el poetade Alejandría, Constantino Cavafis. Un poeta que, aparentemente, nos habla en tonomenor, tratando oblicuamente los grandes acontecimientos de la Historia. “Muchos poe-tas son exclusivamente poetas –dijo en una ocasión Cavafis-. Yo soy un historia-

dor/poeta”. En efecto, muchos poemas de Cavafis están construidos con el material dela Historia. Pero no con la brillante cartulina de la evocación épico-histórica usual. Por 

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el contrario, Cavafis se ejercita una y otra vez en iluminar ese difícil punto de intersec-ción en el que por un momento coinciden, tantas veces en sentidos opuestos, el destino

 personal y el de la Historia misma. Su mundo no es el de la Historia heroica, no es el deltriunfador Octavio, sino el del derrotado Antonio, que, perdida la batalla de Anzio, estáa punto de perderlo todo, incluida su vida.

Quizá, para Cavafis, la única, definitiva victoria, sea la capacidad de asumir, en un actosupremo de la voluntad, el propio destino, aun cuando comprobemos que el ideal perse-guido no existe o cuando, existiendo, se aleja definitivamente de nosotros como ocurreen el poema “El dios abandona a Antonio”, que es el que les voy a leer, en la versiónque de él hizo en lengua castellana el inolvidable José Ángel Valente. Dice así:

Cuando, de pronto, a media noche oigas pasar una invisible compañíacon exquisitas músicas y voces,no lamentes en vano tu fortunaque cede al fin, tus obras fracasadas,

los ilusorios planes de tu vida.Como dispuesto de hace tiempo, como valiente, dile adiós a Alejandría que se aleja.Y sobre todo no te engañes: en ningún caso piensesque es un sueño tal vez o que miente tu oído.A tan vana esperanza no desciendas.Como dispuesto de hace tiempo, como valiente, como quien digno ha sido de tal ciudad,acércatea la ventana. Y ten firmeza. Oyecon emoción, mas nuncacon el lamento y quejas del cobarde,goza por vez final los sones,

la música exquisita de la tropa divina,despide a Alejandría que así pierdes

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JOSÉ MARÍA MERINO

El arte de leer

10/06/2003Escribir textos y descifrarlos mediante su lectura es para nosotros una actividad común,

que no tiene nada de misteriosa. Sin embargo, para una sociedad humana que no cono-

ciese la escritura, esa actividad que consideramos corriente y hasta banal podría alcan-

zar resonancias mágicas. Recordemos la fascinación de Atahualpa al ver cómo los espa-

ñoles trazaban sobre una hoja blanca extraños signos capaces de llevar consigo una in-

formación certera. La perspicacia del destronado emperador inca le llevó a comprender 

que aquellos signos escritos eran un vehículo para la transmisión del pensamiento, aun-

que no podía saber si se trataba de una cualidad natural de los conquistadores o de un

arte que, por muy sorprendente que pareciese, podía ser enseñado y aprendido. Daba

fuerza a sus dudas que Pizarro, el señor que mandaba en sus captores, no pareciese estar 

dotado de aquella virtud que sus inferiores poseían. Cuentan las crónicas que, para co-nocer la verdad, Atahualpa hizo que uno de sus carceleros le escribiese el nombre de

Dios en la uña de uno de sus pulgares. Ante la ignorancia y el desconcierto de Pizarro

cuando le mostró su pulgar, Atahualpa comprendió que la escritura y su silencioso des-

velamiento no eran un don natural de los extranjeros, sino un arte que, paradójicamente,

el jefe de todos ellos desconocía.

Acaso deberíamos recuperar algo de la curiosidad y el asombro del inteligente y desdi-

chado emperador inca a la hora de afrontar la iniciación a la lectura en los jóvenes, des-

de lo que tiene de aptitud o habilidad singular para descifrar ficciones. En tiempos no

muy lejanos, iniciar en la lectura de ficciones apenas necesitaba estímulos, pues, aparte

de los libros, la imaginación de los jóvenes no encontraba demasiados alicientes parasus expansiones. Los jóvenes lectores que llegaban al mundo de la ficción literaria lo

habían conseguido por sus propios medios, y a menudo de espaldas a sus tutores educa-

tivos. Hoy deberíamos afrontar la iniciación a la lectura de ficciones como si se tratase

de un arte especial, de una actividad que requiere ciertas orientaciones y prácticas.

Los jóvenes reciben las enseñanzas a que les obligan los programas académicos a través

de libros de texto cuya asimilación forma parte de los deberes escolares, por medio del

estudio. Enfrentados a los libros de texto, la mayoría de los jóvenes no conceden de

entrada ningún crédito a esos otros libros que, aunque contengan poemas o ficciones y

constituyan ámbitos verbales susceptibles de generar diversión y placer, se presentan

con el mismo aspecto físico que los demás, y también cubiertos de letra impresa. Lejosde la letra impresa, los estimulantes actuales de la imaginación juvenil se encuentran en

otros objetos y artificios, encaminados a los efectos y emociones audiovisuales, donde

la complejidad y riqueza del discurso escrito ha sido sustituido por otros conceptos de la

comunicación. Además, tal como está la relación de la mayoría de las familias con los

libros, la iniciación a la lectura de ficciones ha dejado de pertenecer al ámbito de lo

doméstico. Hoy corresponde sobre todo al profesorado iniciar a los jóvenes en sus se-

cretos. Si tal instrucción se concibiese como la enseñanza de un arte, debería sustentarse

en un sucesivo desvelamiento, y sin duda requeriría una cuidadosa selección de textos,

adecuados a cada grupo de futuros lectores, y su presentación óptima para facilitar un

análisis mucho más sentimental y estético que gramatical, dirigido a despertar el interés

 profundo de los iniciados. El camino de seducción podría acarrear técnicas diferentes, pero el objetivo debería ser mostrar que, mientras en los libros de texto comunes las

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 palabras impresas no pretenden transmitir otra cosa que información y conocimientos,

en los libros literarios las palabras impresas se transforman en imágenes mentales que

revelan los secretos de las conductas, elaboran sucesos extraordinarios e iluminan mun-

dos vigorosos. Así, la iniciación en la lectura de poemas, de ficciones, debería ser afron-

tada como si se tratase de una sabiduría peculiar, de un grado superior a la simple apti-

tud lectora precisa para desentrañar cualquier texto ordinario. Como si, en el caso de lalectura literaria, el libro fuese un instrumento musical y el lector el intérprete que repro-

duce y hace resonar su melodía por la gracia de su destreza.

El asunto es difícil, porque para desempeñar la tutela de ese proceso hay cualidades que

están alejadas de la mera pedagogía. En la iniciación al arte de leer hay mucho de con-

tagio. Sólo los buenos lectores pueden transmitir el encantamiento de la lectura y des-

 pertar su gusto en los jóvenes. Por eso en la dificultad del caso, que cuenta con la adver-

sidad añadida de esa mezcla de lengua y precaria literatura de que se componen los ac-

tuales programas académicos, está ante todo la cuestión de cómo formar a esos profeso-

res que, para la mayoría del alumnado, deben ser el elemento iniciador natural de la afi-

ción a la lectura, y que no podrán cumplir medianamente su función sin ser ellos mis-

mos expertos y gozosos lectores.

Quizá las actuales facultades de filología requieran la creación de especialidades en lite-

ratura pura, o pura literatura, que traten las ficciones literarias como textos para ser leí-

dos desde la intuición, la fruición y el embeleso, sin tanto énfasis en las estructuras lin-

güísticas. Unas especialidades académicas destinadas a estudiantes que sean sinceros

lectores, y cuyas posibilidades de carrera profesional se orienten, precisamente, a la en-

señanza de la literatura. Junto a ello sería conveniente contar con un sistema educativo

de nivel medio en que el impulso de la imaginación literaria se estimase por sí mismo,

sin instrumentalizar la literatura para otros fines, es decir, donde se valorasen claramen-

te las capacidades que, por el mero hecho de leer, puede avivar la literatura en el joven

alumnado. Dar importancia a la lectura de ficciones en sí misma y afrontar su enseñanzacomo un arte en que es preciso iniciarse como en otro cualquiera, requiere recuperar un

sentido de la lectura que, en la actualidad, puede estar siendo mixtificado en todos los

órdenes educativos.

Como descubrió con sorpresa el emperador inca, leer no es un don natural, sino un arte,

un arte que no ha perdido nada de su capacidad profundamente formativa de la persona-

lidad y del gusto estético, pero que debe mantenerse vivo con atención y cuidado. Nues-

tra cultura ha venido encontrando históricamente en la pluralidad de los libros y en la

imaginación literaria los mejores fundamentos de su idea de los derechos individuales y

colectivos, a costa de terribles esfuerzos y luchas dramáticas contra los defensores de la

ignorancia y los enemigos del pensamiento libre. Cuando el "fomento de la lectura" parece haberse convertido en un cómodo latiguillo político, que no compromete otros

recursos que ciertas campañas publicitarias, no vendría mal una reflexión seria sobre la

verdadera dimensión pública de esa lectura que se proclama querer fomentar y los pre-

cisos instrumentos materiales y humanos que deberían desarrollarla.

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JOSÉ MARIA MERINO

La materia de las palabras

23/12/1986A partir de los años treinta y hasta la mitad de nuestro siglo se afirmó que la novela no

 podría superar jamás el gran realismo del siglo XIX. Se nombraba a Proust y a Joyce

como los precursores de la crisis definitiva y se vaticinaba la muerte segura de la nove-

la, cuyos contenidos naturales habrían de quedar absorbidos por los procedimientos au-

diovisuales de comunicación y entretenimiento.Al fin resultaron falsas aquellas profec-

ías: la novela ha mostrado un vigor creciente y ha ofrecido hasta la fecha una diversidad

que, sin ceñirse ya a la estricta referencia de la sociedad de la época, como hizo en la

segunda mitad del siglo pasado, presenta múltiples perspectivas, según el modo de

hacer y las obsesiones de cada autor.

Es fácil comprobar que la novela se ha adaptado a las visiones más variadas, en cuanto ala forma de narrar y a la estructura de los relatos, y que ha dado cabida a toda clase de

ficciones sin dificultar ninguna especulación ética, estética o fantástica. Hay aspectos de

nuestra cultura y hasta de nuestra experiencia individual que se nutren primordialmente

de la verosimilitud de ternas y mitos novelescos.

También la novela de nuestro siglo, recuperando la tradición simbólica de algunos mo-

delos clásicos, muestra su eficacia para sondear en la condición, peripecias y metamor-

fosis de personajes, estirpes, grupos y hasta pueblos enteros, transmutados mediante lo

literario en presencias autosuficientes, que no precisan de referentes vivos para conven-

cer al lector de su verdad, y que tantas veces resultan además parábolas esclarecedoras

de la realidad no literaria.

 No era la novela lo que estaba en crisis, sino una determinada manera de entenderla.

Pero recientes polémicas sobre el papel del novelista en la sociedad parecen apuntar el

reverdecimiento de aquellas doctrinas que veían la novela como algo subsidiario de la

realidad: un mero reflejo, el espejo a lo largo del camino de la cita famosa; como si de

nuevo la novela estuviese obligada a cumplir las funciones de los tiempos en que ella

era el medio principal para la transmisión de ideologías y la crítica de costumbres.

Sin embargo, parece que no puede mantenerse un concepto de realidad similar al deci-

monónico o al acuñado por cierta crítica sociologista para exigir el permanente vicariato

y compromiso de la novela con la realidad no novelesca. Elementos tan dispares como

las nuevas concepciones cósmicas, la narrativa en imágenes, el psicoanálisis o la simul-

taneidad de los sucesos más lejanos con su general difusión testifican la crisis del propio

concepto de realidad, que no es nunca unívoca ni está perfilada con absoluta diafanidad.

Actualmente es preciso convenir que la realidad está configurada también por la novela;

que la realidad se compone, por una parte, de hechos, relaciones y normas, pero que, por 

otra, incluye la imaginario, y que es patrimonio de la novela, precisamente, lo imagina-

rio construido mediante la pura materia de las palabras. Y del mismo modo que desco-

nocer la importancia del lo imaginario sería amputar y simplificar gravemente lo com-

 plejo de nuestra realidad, no aceptar la preponderancia de la novela -y de toda la ficción

literaria- dentro de lo imaginario manifestaría un peligroso olvido del ámbito y de la

 potencia de ese signo, identificador por excelencia de lo humano, que constituye la pa-

labra.

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Debería considerarse también que, frente a otros campos en que lo imaginario se ofrece

de modo compulsivo, creando seres, paraísos o terrores capaces de angustiar y violentar 

al hombre, emplazando el cumplimiento de su destino más allá de la muerte, la novela

representa lo imaginario no compulsivo, acomodado siempre a nuestra medida; por eso

asumimos la posible seducción de su lectura como algo, plenamente integrado en la

vida cotidiana, sin perjuicio de los elementos oscuros e inefables que a su través pode-mos conocer o intuir. De ahí que las novelas, en el ejercicio de su función liberadora,

tengan capacidades que desbordan su indiscutible virtud como remedio de soledades.

Libertad

Por su afirmación en lo imaginario, pertenecen las novelas a las zonas más libres de la

conciencia, y se marcan allí con señales susceptibles de reconciliar a los hombres con

sus sueños y permitirles sospechar que, del mismo modo que la realidad imaginaria

 puede moldearse, podría también ser moldeada la realidad vigil, integrada cada vez en

mayor medida por aspectos problemáticos en que juegan fuerzas capaces de arrollarnos

a todos.

Y, sin embargo, mientras se asume -aunque amargamente- la tiranía de los gigantescos

engranajes de esa otra parte de la realidad en lugar de reivindicar el desarrollo urgente

de lo imaginario, se sospecha de ello, se pretende constreñirlo y acotarlo. Pues no signi-

ficaría otra cosa volver a prescribir para la novela funciones instrumentales concretas

respecto de la realidad no novelesca. Sin olvidar que la novela, en su utilización institu-

cional, no pasa de ser simplemente un medio para la enseñanza de la lengua, con fre-

cuencia aplicado en meros procesos de autopsia.

Frente a las exigencias de compromiso de la novela con la realidad no novelesca habría

que demandar compromiso de la realidad no novelesca con lo imaginario, y muy en

especial con la novela. Esto debe suponer la plena libertad de los narradores para que

transformen sus obsesiones en novelas, pero también llevaría consigo la decidida im- plantación de lo imaginario novelesco en la formación de los ciudadanos, concediendo

un papel muy rele-vante al embeleso de su lectura.

Más allá de los efectos inmediatos que puedan conseguir contra la injusticia los de nues-

tros literarios, más allá del acercamiento, mediante la literatura, a los dolores intolera-

 bles del mundo, la asunción de la novela en libertad como factor importante de la reali-

dad y una distinta consideración social del goce y del ejercicio de lo imaginario nove-

lesco podrían sin duda enriquecer a los hombres y mujeres del siglo que viene, para que

fuesen más hábiles que nosotros en hacer fructificar la libertad, la tolerancia y un pro-

greso diferente al que, sin elaborarse desde el territorio de los sueños, se atrinchera a

menudo, paradójicamente, en el de las peores pesadillas.

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El regreso a Ítaca (1)

 por JUAN GOYTISOLO

"¿Dónde está nuestra España? ¿Dónde queda? ¿Qué han hecho de ella?...". Éstas fue-ron algunas de las preguntas que asaltaron a Max Aub tras su visita a España en 1969

 y que plantea en su libro La gallina ciega. Un texto que refleja la tristeza y la incerti-dumbre de un intelectual que debe abandonar su país, al que no reconoce a la vuelta.

 Pero, ¿qué pensaría hoy? 

Cuando Max Aub viaja a España después de treinta años y siete meses de exilio, suvuelta no es un regreso. Nadie le espera en Ítaca: anónimo como cualquier forastero, seacerca a su antigua mansión y escucha el ladrido recriminador de los perros. "No sólotreinta años -nos dice-. Hace más: el tiempo multiplicado por la ausencia". El país quedejó no es ya el destruido física y moralmente por la guerra civil ni el yermo descritomagistralmente por Gregorio Morán en su estudio sobre el ocaso de Ortega. El cambiooperado a comienzos de los sesenta lo presiente de lejos, sin las anteojeras que imponenlos credos e ideologías. Aub no vio, como yo, el efecto conjugado de la emigración dedos millones y pico de obreros y campesinos al Eldorado europeo y de la irrupción ma-siva del turismo en una España cerrada hasta entonces al exterior y aislada por el régi-men con una especie de cordón sanitario. Mis reflexiones sobre esa mutación, expuestas

 brevemente en abril de 1964 en el ensayo 'Examen de conciencia' ( El furgón de cola,Ruedo Ibérico, París, 1967), fueron juzgadas derrotistas y heréticas por el PCE de Carri-llo y por quienes vaticinaban el derrumbe inminente del franquismo por la lucha revolu-

cionaria de las masas. España había perdido la aureola nostálgica de una causa noble pero perdida y se transformaba en algo que no había previsto el bando vencedor ni elvencido. Mi novela Señas de identidad refleja esta conciencia escindida entre el ser y eldeber ser, entre la España que fue y la que confusamente aspiraba a ser. El "ayer se fue,/ mañana no ha llegado" de Quevedo que se cita en el libro cifra mi estado de ánimoante aquel giro inesperado y la nueva etapa histórica que se abría a todos.

Pero la ausencia de Max Aub era más larga y más dramática que la mía. Él había vividoel heroísmo de la guerra y el derrumbe de las esperanzas puestas en la República, y el

 precio que pagó por ello fue, como sabemos, muy alto. Perdió, pero no se arrepintió nile doblegaron. Pasó por los campos de concentración de Daladier y del régimen de Vi-

chy y vivió la amargura del exilio en el México posterior a Cárdenas. Allí le conocí en1962, lúcido mas no pesimista ni desengañado. Mi aproximación a su obra fue gradual yun tanto desordenada. Contribuí al éxito de la traducción de Josep Torres Campanals enFrancia, pero no leí La gallina ciega cuando hubiese debido hacerlo, esto es, en 1971,en el momento de su edición por Joaquín Mortiz. Inútil decir cuán profundamente losiento. La cólera, pasión, tristeza, rebeldía que destila el libro eran muy similares a lasmías. Pero, ¿cómo, de qué forma tan justa y casi portentosa pudo captar Max Aub larealidad inhóspita del país en esta etapa bisagra: la de una España que tenía muy pocoque ver con la soñada por el exilio republicano ni con la forjada en la posguerra por elgeneral Franco y los suyos? La gallina ciega se presenta como el diario de una estanciade 74 días en la Península, pero es mucho más que esto: un documento excepcional de

un escritor comprometido, sí, mas para quien los problemas políticos son problemasmorales y cuya clarividencia le convierte en un testigo del fuste de un Jovellanos o un

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Blanco White. A momentos, mientras avanzaba en la lectura de la obra, imaginaba loque habría escrito el segundo si en lugar de quedarse para siempre en Liverpool hubiesedecidido viajar aun brevemente a España durante la regencia de María Cristina deBorbón. Max Aub lo hizo y todos debemos agradecérselo.

Las etapas de su recorrido -Barcelona, Valencia, Madrid, Zaragoza...- son reseñadas avuela pluma, pero con una precisión y agudeza que entremezclan ironía y desgarro, ob-servaciones cáusticas y la expresión a la vez digna y dolorida de una incicatrizable heri-da moral: como resume Aznar Soler en el excelente prólogo a la edición de 1995, Aub"se debate dramática y dolorosamente entre su memoria histórica y la realidad" que con-templa. "España, observa gráficamente Aub, se metió en un túnel hace treinta años ysalió a otro paisaje". Y, ¡vaya uno! Incluso para quien se hubiera ausentado solamentediez años, desde fines de los cincuenta hasta la fecha de su viaje, el cambio operado enlas grandes ciudades y a lo largo del litoral mediterráneo habría sido también espectacu-lar y desconcertante. El "milagro" económico se había llevado a cabo con un sistema

 político que negaba la existencia de otras libertades que las de enriquecerse y medrar.

"España ha dejado de ser romántica: ya no es la de ¡victoria o muerte! o si quieres, la de¡no pasarán!, sino la de la mediocridad mejor o peor; es la España del refrigerador y lalavadora...".

Aub describe minuciosamente en su diario esta "España nueva, híbrida", con el afán "dedivertirse, de buen vivir, el destino del turismo, de los biquinis, de las minifaldas, de los

 bares" y en donde las librerías están casi siempre desiertas y las terrazas de los cafésatestadas. "Chistes, chistes y fútbol". Como en la ex Unión Soviética, el chiste inocuo esla válvula de escape que contribuye al afianzamiento del sistema y crea en quien lo suel-ta y lo escucha una ilusión de libertad (en Moscú, en 1965, los escritores oficiales mecontaron decenas y decenas y apenas si recuerdo uno. Las hablillas y el vodka a granelformaban parte de la estrategia global de continuidad de los mandamases).

Los compatriotas con quienes se cruza Aub en las calles de la ciudad en la que se crió,"hablan alto, toman vermut, cerveza, vino, juegan a la lotería, se apasionan por el fútboly lo demás les tiene sin cuidado, como no sea la salud". Y ¿la política? ¿El recuerdo dela huelga de Asturias? ¿De las luchas de Comisiones Obreras en el cinturón industrialde Barcelona? "Nadie se queja -escribe- ni se puede quejar. Para mayor diversión pue-den hablar mal del régimen cuando les dé la gana y donde quieran. Escribir sería otracosa. Pero, aquí, ¿quién escribe?".

El diagnóstico frío de la metamorfosis encubre no obstante un sentimiento de dolor queaflora a menudo a la superficie del texto. Estas irrupciones del escritor que se forjó du-rante los años esperanzadores de la República y asiste a la desertización ética y culturalcausada por el franquismo confiere al libro una dimensión dramática, de sobrecogedoraverdad:"¿Dónde está nuestra España? ¿Dónde queda? ¿Qué han hecho de ella?... Esto que veo,España, es la realidad. Lo que pienso que es... no es la realidad... Aquí no es que nohaya libertad. Es peor: no se nota su falta".

Tales juicios, por duros e injustos que hoy nos parezcan, venían de alguien cuya vida y

obras encarnaban el ejercicio de aquélla y no había sufrido por tanto la terapéutica deobediencia y silencio a la que fue sometida la población española desde el llamado Año

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de la Victoria. Las nuevas generaciones podían imaginar lo que era la libertad -y laejercían ya en el ámbito de su vida privada- pero no habían vivido con ella, por lo queno podían añorarla. Estas diferencias de perspectiva explican la frecuente incompren-sión de los españoles del interior respecto a los del exilio y la tentativa más o menoslograda de marginarles a partir del pacto de olvido -borrón y cuento nuevo, como diría

Julián Ríos- que abrió el cauce a la transición.

A la conciencia de esta dicotomía entre la nueva libertad en el espacio individual y elapartamiento mayoritario de la esfera pública (la acción ejercida por publicaciones co-mo Triunfo, Cuadernos para el Diálogo, Por Favor y Cambio 16 no se manifestaríasino años más tarde) se agrega el legítimo sentimiento de tristeza de Max Aub ante laignorancia casi general de su obra novelesca y teatral así como la de otros exiliados desu maltratada generación:"¿Cómo es posible que nadie, nadie, me haya dicho una sola palabra acerca de mis no-velas?... Que ningún periodista [se acercara] a preguntarme: '¿Usted estuvo aquí conHemingway?' '¿Usted estuvo aquí con Malraux?' '¿Qué hizo Dos Pasos durante la gue-

rra?".

Y a la salida de la elegante recepción en casa de Laín con la crema de la intelectualidadevocada en la letra del chotis de Agustín Lara, comenta: "Nadie me pregunta por nadie.

 Nadie manifiesta el menor interés por verme otro día, por preguntarme acerca de lo quesea. Les tiene sin cuidado. Esperaba algunas preguntas referentes al residuo de españo-les emigrados, sus hijos o México. Ni una palabra".

Tal vez la página más conmovedora del libro sea aquélla, correspondiente al 29 de sep-tiembre de 1969, de su paseo solitario y nocturno por las calles desiertas de Madrid, enlas que sus lágrimas son idénticas a las que derrama Larra, pues escribir en España esllorar. Lágrimas sobre sí, pero también sobre el país "usurpado", el que fue antes de lagran matanza y que ya no volverá a ser.

 La gallina ciega abunda en reflexiones sobre los escritores del 98 (Baroja, anárquico, dederechas y antisemita; Ortega: "¿Qué rebelión? ¿Qué masas?... Los que se rebelaronfueron los militares") así como en bocetos y semblanzas de la generación que creció y"fue educada contra sí misma" en el muermo interminable de la posguerra (Gil deBiedma, más informado y lúcido que los restantes, opina Aub; Ángel González, cuyoideal estriba en "dar clases en Estados Unidos durante seis meses y pasar aquí el restodel año, escribiendo, viendo a los amigos, y bebiendo..."; Carlos Barral: "Sentado en la

mesa de su despacho parece el Pachá de los libros. Aire protector y Gran Justicia, dic-tamina infalible"). Más desolador es el retrato de quienes vivieron, como él, la guerra yvueltos del exilio se convirtieron en fantasmas de sí mismos (Antonio Espina, Juan GilAlbert, cuya recuperación, por obra de Gil de Biedma, se inició algo más tarde). Susamigos y conocidos de antes, más o menos adaptados al clima de asfixia intelectual re-inante, son evocados también con cariño e indulgencia: Vicente Aleixandre, generoso ycordial; Dámaso Alonso, académico acomodaticio y agresivo con los homosexuales,

 pero autor de Hijos de la ira en el Madrid siniestro de los cuarenta; Francisco Ayala,digno y leal a sus ideas. Los arrepentidos del franquismo (Laín) y los impenitentes (unesperpéntico Luys de Santamarina que despotrica de la novela de Sánchez Ferlosio) sonretratados de forma incisiva pero con elegancia. Los párrafos que dedica a Américo

Castro constituyen un espléndido homenaje a quien tuvo la inteligencia y el valor desacudir los fundamentos míticos de nuestra cultura y cuya obra sólo ahora empieza a ser 

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comprendida cabalmente en España con la resurrección a veces sangrienta de los nacio-nalismos ("aquí debieran haberle recibido en andas, bajo palio, aquí debían de haberle

 pedido, de rodillas, que enseñara a tanto ignorante. Y nada. La enorme mayoría ni si-quiera sabe que está y vive en Madrid Américo Castro").

En otro orden de cosas, sus observaciones irónicas sobre el entonces director general deCultura Popular y hoy dirigente del PP (¡siempre con el pueblo!) Carlos Robles Piquer no tienen desperdicio. La visita de Max Aub a España -este "turista al revés" que viene"a ver lo que no existe"- provocó, como era de esperar, los ataques biliosos de EmilioRomero y ¡oh divina sorpresa! de Francisco Umbral. Con esa mezcla tan carpetovetóni-ca de superioridad e ignorancia que le caracterizan, este último pontifica sobre "los bru-

 jos que llegan tarde" -pues ahí están ya ellos, los ahijados de Juan Aparicio y demáslumbreras del régimen-, y cuyo retorno, dice, "nos los trae desembrujados". Quienessostienen contra toda evidencia documental la existencia de dos Umbrales (el franquistade ayer y el progre de hoy) deberían leer, como nos invita el prologuista de La gallinaciega, los juicios perentorios que le endilga, en 1994, desde su trono literario de plásti-

co: "Max Aub era un señoruco que ni siquiera era español sino un viajante de comerciosuizo que llegó a España y se quedó. Su prosa es lo que puede esperarse de un viajantede comercio suizo". Si comparamos estas líneas fétidas con las que escribían los tam-

 bién castizos plumíferos del régimen sobre la diputada socialista judía Margarita Nelkenen plena guerra civil hallaremos la continuidad ideológica soterrada que va del fascismo

 puro y duro del bando vencedor a la supuesta progresía de hoy.

Para comprender el designio primordial de Max Aub al componer  La gallina ciega hayque leer el párrafo en el que especifica lo que "debe leerse en filigrana a través de todaslas hojas" del libro: la evocación del que llama el Guerrero invencible:"Aquí está presente quien quiso ser marino, fue cadete del Alcázar toledano, teniente enEl Ferrol, capitán marroquí en 1915, comandante a los 23 años; dio el Tercio con él y a

 poco fue teniente con él. Matamoros no le llamaban, pero lo fue. Coronel por méritos deguerra, general a los 33 años, la República le dio ocasión de ejercer su talento; aplastóen 1934 las sublevaciones de Asturias y Cataluña; preparó la suya... Venció... Durantemás de 30 años supo llevar a España por el camino del silencio y la ignorancia. Nuncale importó la palabra dada. Fue un político verdadero y quedará de él recuerdo impere-cedero. No por nada su monumento se llama Valle de los Caídos".

Yo tuve la suerte de redactar su elogio fúnebre en noviembre de 1975. La cicatería deldestino no se lo permitió a Max Aub; pero pensaba en él y en quienes mantuvieron

heroicamente hasta el fin, como él, la fidelidad a los principios por los que generosa-mente lucharon al escribir mi In memoriam. La vida de Aub fue truncada por la derrotade la República y la saña de los vencedores la persiguió hasta la tumba e incluso hastaultratumba. Recordarlo ahora es un deber elemental de justicia.

¿Qué pensaría Aub de la España boyante del nuevo milenio? ¿De este país de nuevosricos, nuevos libres y nuevos europeos que en cifras macroeconómicas va a más y cultu-ralmente a menos? ¿De esa sociedad desmemoriada, satisfecha de sí misma, que premiala mediocridad porque se reconoce en ella? Si en 1969 juzgaba con amargura, pero con

 justeza, una europeización "basada en la ignorancia" y en la adopción mimética de lacultura de diseño y de la trivialidad, ¿qué diría hoy de esa España "olvidadiza, incons-

ciente, lejana de cualquier rebeldía", en donde la mayoría de los que manejan la plumase limitan, como dice José María Ridao, a poner letra a la música nacional? Nuestro

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 parnaso, tan finamente captado por Aub gracias a su condición de "apestado", reiterasus ciclos y los perfecciona. "Ahora los pillos, más pillos; los aprovechados, más apro-vechados; los callados, más herméticos. ¿Quién dice en voz alta lo que piensa". Y aña-diría yo: y ¿quién lo escribe? Lo que observaba Blanco White sobre el hábito nacionaldel disimulo mantiene su esterilizadora vigencia.

El paisaje al otro lado del túnel no cesa de transformarse. Todo va bien en la España deAznar, pese al terrorismo de ETA y los dramas de la inmigración. Los medios de trans-misión del pensamiento más reductivo y basto machacan su mensaje en millones dehogares a lo largo del día. La vida literaria y cultural es un escaparate de figurones y unaarrebatiña de listos. La lógica empresarial convierte a los escritores en periodistas, deordinario insulsos, y a los periodistas en escritores que paren regularmente obras de arte.Las diferencias se borran y, en razón de la ausencia de valores, todo vale. Como observóAub, "la mayoría de los que escriben no son escritores. Por eso se enfadan cientos con-tra tan pocos".

España entró en la modernidad en los años sesenta de la mano de Franco y los tecnócra-tas del Opus Dei: el país así creado conserva las huellas y paga el peaje de aquel periodode tutoría. Los rasgos más llamativos de la modernidad importada conviven con los delcaciquismo político o empresarial y el más rancio casticismo. Y, ante tan extraordinariamixtura, cabe preguntarse, como el autor de La gallina ciega: ¿debemos alegrarnos?

En unas notas escritas en el avión que le devuelve al exilio definitivo, todavía sobre te-rritorio español, Max Aub pone un rayo de luz al relato de su descorazonador retorno aÍtaca:"No puedo ser pesimista porque de esta general ignorancia petulante saldrá siempre unaminoría que se dé cuenta de lo que sucede en el mundo y escriba, aun en español, poe-mas como los mejores nacidos en otros idiomas. La inteligencia no tiene remedio".

La reedición de La gallina ciega, de Max Aub, preparada por Manuel Aznar Soler, fue publicada por la editorial Alba en 1995.

(1)Artículo de Opinión aparecido en el periódico EL PAIS, en el mes de agosto.

(*) JUAN GOYTISOLO nació en Barcelona en 1931, se exilió en París en pleno fran-quismo, cuando apenas tenía 25 años, y fue asesor literario de la prestigiosa editorial

Gallimard. Al tiempo que publicaba novelas como Señas de identidad , Reivindicacióndel conde don Julián o Coto vedado, Juan Goytisolo dio clases en varias universidadesde Estados Unidos. Se instaló después en Marraquech, donde tiene su domicilio habitualdesde hace años, aunque pasa temporadas en Francia y en España sin olvidar sus cons-tantes viajes para dar conferencias. Ha escrito varias novelas, pero Goytisolo también ha

 prodigado sus ensayos, como el reciente De la Ceca a la Meca, y sus libros periodísti-cos como su Cuaderno de Sarajevo, en el que narra su estancia en la asediada capital

 bosnia donde se convirtió en uno de los escasísimos intelectuales occidentales que vivióde cerca el drama de la antigua Yugoslavia. Ha nadado siempre a contracorriente en elmundo de la cultura. Es prácticamente el único escritor español que habla árabe y de-fendió y defiende, contra viento y marea, la marroquinidad del Sáhara español. Estos

apuntes de su vida y de su obra dan idea de que Juan Goytisolo es uno de los escritoresmás inclasificables del panorama literario.

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Otras obras de Juan Goytisolo son: El furgón de cola; Juan sin Tierra; Disidencias; Makbara; Crónicas sarracinas; Paisajes después de la batalla; Contracorrientes; Cotovedado; En los reinos de taifa; Las virtudes del pájaro solitario; La cuarentena; Arge-lia en el vendaval; El sitio de los sitios; Paisajes de la guerra con Chechenia al fondo;

 Las semanas del jardín. Un círculo de lectores; y su último libro Pájaro que ensucia su

 propio nido.

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La pura alegría de leer 

Para el filósofo Emilio Lledó, las bibliotecas son memoria, diálogo y luz

15-09-2002

'Leer con el pasado es romper la monotonía de nuestro propio discurso' 

'Poder hablar con Sartre, con Borges, con Camus, con Kafka, eso nos completa' 

Es legendaria la explicación que dio Juan Rulfo cuando le preguntaron por qué habíaescrito su gran novela, Pedro Páramo: 'Busqué un libro así en la estantería y no lo hallé'.Lo dijo de muchas formas, y ésa fue una de ellas. Julio Cortázar explicó, en las primeras

 páginas de Rayuela, cómo escribir es una forma imprescindible de vivir, y en otro sitiodijo: 'Cuando uno quiere escribir, escribe. Si uno está condenado a escribir, escribe. Laliteratura es una forma de juego (...) un juego por el que uno puede llegar a jugarse lavida. Se puede hacer cualquier cosa, todo por ese juego'. Es una pura alegría, leer y es-cribir. Ernest Hemingway tenía siempre su ración de clásicos, desde Proust a Joyce yQuevedo, 'siempre estoy leyendo libros, no haría otra cosa'. El novelista y académicoAntonio Muñoz Molina recoge en Pura alegría, su libro de ensayos literarios, esta frasedel norteamericano Paul Theroux, hablando de géneros literarios: 'La diferencia entre laliteratura de viajes y la ficción es la misma que existe entre anotar lo que el ojo ve ydescubrir lo que la imaginación conoce. La ficción es pura alegría...'.

Como leer y releer: es pura alegría. Eso lo decía esta semana el filósofo y académicoEmilio Lledó, autor de El silencio de la escritura, hablando de la colección de clásicosque EL PAÍS propone a sus lectores: 'No es sólo releer; leer es leer siempre, y eso es sinduda una pura alegría'. El narrador de Marcel Proust explicaba en En busca del tiempo

 perdido: 'Lo que a mí me parece mal en los periódicos es que soliciten todos los díasnuestra atención para cosas insignificantes, mientras que los libros que contienen cosasesenciales no los leemos más que tres o cuatro veces en toda nuestra vida'. Y a veces noestán a mano, se escabullen de las estanterías, están en nuestra memoria, pero no lostenemos a mano para leerlos de nuevo. Algunos libros son inencontrables, o no estáncuando los precisa de nuevo la ansiedad de leer. Hemingway llevaba consigo sus librosfavoritos, 'mi ración de clásicos'. Pero el narrador de Proust prosigue su reproche: 'En el

momento ese en que rompemos febrilmente todas las mañanas la faja del periódico, lascosas debían cambiarse y aparecer en el periódico, yo no sé qué... los pensamientos dePascal, por ejemplo -y desató esta palabra con un tono de énfasis irónico para no parecer 

 pedante-. Y, en cambio, en esos tomos de cantos dorados que no abrimos más que cadadiez años es donde debiéramos leer que la reina de Grecia ha salido para Cannes, o quela duquesa de León ha dado un baile de trajes'.

Faulkner leía El Quijote todos los años, 'como algunos leen La Biblia; simplemente leouna escena o algo sobre un personaje, del mismo modo que me encontraría a un amigo

 para conversar unos minutos'. Jorge Luis Borges tuvo la vocación de ser él mismo una biblioteca, pero despreciaba sus propios libros: con una línea que pase a la historia de

entre todo lo que he escrito, bastaría. Sólo releería los clásicos, ésa era su única pasiónliteraria. Y le daba vergüenza tener lectores. Cuando publicó, en 1932, Historia de la

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eternidad, vendió en un año 37 ejemplares. 'Al principio quería encontrar a cada uno delos compradores para disculparme por el libro y también para agradecerles lo que hab-ían hecho. Hay una explicación para eso. Si usted piensa en 37 personas... esas personasson reales, quiero decir que cada una de ellas tiene un rostro propio, una familia, vive enuna calle en particular. Bueno, si uno vende, digamos, 2.000 ejemplares, es como si no

hubiera vendido nada, porque 2.000 es un número demasiado grande..., quiero decir,demasiado grande para poder imaginarlo. Pero 37 personas -y tal vez 37 son demasia-das, tal vez diecisiete son demasiadas, tal vez diecisiete hubiera sido mejor o hasta siete-, 37 todavía están al alcance de la propia imaginación'. A Julio Cortázar lo invitó unlector, en Barcelona, a compartir su merienda, cuando paseaba por las Ramblas: 'Ustedme ha dado mucho más que esta comida'.

Sólo les interesa escribir, o leer. Los escritores son lectores que escriben. Y los lectoresson luego sus cómplices, los 'semejantes' de los que hablaba Charles Baudelaire. En Laverdad de las mentiras, Mario Vargas Llosa (que comenta en ese libro varios de los li-

 bros que propone la colección de Clásicos del Siglo XX de EL PAÍS) dice que 'cuando

leemos novelas no somos los que somos habitualmente, sino también los seres hechiza-dos entre los cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis: el reductoasfixiante que es nuestra vida real se abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamenteexperiencias que la ficción vuelve nuestras'. Y sigue Vargas Llosa con esta reflexiónsobre la alegría de leer ficción: 'Sueño lúcido, fantasía encarnada, la ficción nos comple-ta, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de tener una sola vida y los apetitos y fantasías desear mil'.

 No lo dice de manera muy diferente el autor de El silencio de la escritura. En sus decla-raciones a este periódico, Emilio Lledó decía sobre la oportunidad que ofrece la biblio-teca de Clásicos del Siglo XX de EL PAÍS: 'Leer es una infinita compañía que no estáatada al presente pequeñísimo que vivimos... Poder hablar con Sartre, con Borges, conCamus, con Kafka, eso nos hace diálogo infinito, nos completa. Leer es un gran mila-gro, porque nos instala en una biblioteca, ese lugar donde espera la memoria para ilumi-nar el tiempo pasado, en el que inyectamos nuestro presente. La combinación de esasexperiencias ajenas y propias es lo que somos'. Y decía también Lledó, hablando del

 presente: 'Si esos señores de la guerra enriquecieran su pobre diálogo de la agresividady de la violencia con la lectura de obras como éstas, serían incapaces de pensar en ma-tar'.

Y sobre la propia idea de leer que propone esta biblioteca, dice Emilio Lledó: 'La idea

es estupenda. Hay que hacer leer. La función esencial de los seres humanos es nutrir suinteligencia, y para hacerlo lo más importante es el lenguaje. Leer con el pasado esromper con la monotonía de nuestro propio discurso, a veces tan empobrecido, llenar deaire nuevo la mente con todo lo que se ha escrito; la literatura es la verdadera joya de lahumanidad. Una biblioteca es por eso memoria, diálogo y luz'.

La propia colección que EL PAÍS propone lleva a recordar el leitmotiv de la literaturadel siglo, que según Lledó está al final de La montaña mágica, de Thomas Mann, 'y está

 presente en Kafka, en Sartre, en Böll, en Camus, en Joyce, en Moravia, en Cortázar...'.Dicen esas líneas a las que se refiere Lledó: 'De esta fiesta mundial de la muerte, de estamala fiebre que nos incendia en esta noche lluviosa, ¿se elevará el amor algún día?'.

Algunos libros señala el filósofo como parte de su propia biblioteca de la memoria: 'La

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náusea fue una obra revolucionaria, que descubrió el encuentro con la náusea de lo in-auténtico; el sentimiento filósofo se tiene que despertar con la náusea, es un principio dereflexión; La metamorfosis es el monstruo que todos llevamos dentro; La rebelión de lasmasas es un libro para discutir... Pero con todos los libros yo abriría un diálogo, claro,

 pues eso es leer y eso es releer: completarse gracias a la experiencia de los otros'.

Italo Calvino escribía, en Por qué leer los clásicos: 'Es clásico lo que persiste como rui-do de fondo incluso allí donde la actualidad más incompetente se impone. Queda elhecho de que leer los clásicos parece estar en contradicción con nuestro ritmo de vida,que no conoce los tiempos largos, la respiración del otium humanístico, y también encontradicción con el eclecticismo de nuestra cultura, que nunca sabría confeccionar uncatálogo de los clásicos que convenga a nuestra situación'.

Rulfo buscaba en su biblioteca un libro que ansiaba leer, el personaje de Proust queríahallar en el periódico los pensamientos de Pascal, e Italo Calvino imaginaba la gran

 biblioteca como ruido de fondo de la actualidad, rompiéndola... A lo mejor lo que pro-

 pone la biblioteca de Clásicos del Siglo XX de EL PAÍS es una combinación de todasesas propuestas, que Lledó define así: 'Una biblioteca es memoria, diálogo y luz, unestímulo constante para ejercer la pura alegría de leer'.

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Alberto Manguel Elogio de la lectura 220406ALBERTO MANGUEL Propuestas para definir al lector ideal 291103ALMUDENA GRANDES El milagro de La Nueva Gloria 020111

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 20 años, 20 lecciones 220111ANTONIO MUÑOZ MOLINA La disciplina de la imaginación 220998CARLOS GARCÍA GUAL Utilidad de la ficción 301010CONSTANTINO BÉRTOLO Leer, Para qué 260597Del leer y el pensar Esther Tusquets Los lectores, la moda y la cultura 220406Javier Cercas Por qué escribir 110307JOAQUÍN LEGUINA ELOGIO DE LA LECTURAJOSÉ MARÍA MERINO El arte de leer 100603JOSÉ MARIA MERINO La materia de las palabras 231286JUAN GOYTISOLO El regreso a Ítaca 280701La pura alegría de leer 150902LUISGÉ MARTÍN Leer sirve para algo bueno 300808MARIO VARGAS LLOSA Elogio de la lectura y la ficción 081210RAFAEL ARGULLOL La biblioteca que escapó del fuego 290111ROBERTO BENIGNI Por dónde andas, querido lector Déjate ver 280506ROSA MONTERO Leer 300506VICENTE VERDÚ Leer 150201VIctoria Fernandez 33 razones para leer 

VIRGINIA_WOOLF Cómo hay que leer un libro

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Alberto Manguel

Elogio de la lectura

¿En qué consiste ese extraño sentimiento de intimidad compartida, de sabiduríaregalada, de maestría del mundo a través de un mero juego de palabras? Éste esun paseo por la historia de los libros y por las obras de algunos de esos grandeshechiceros responsables del paraíso de la lectura. Memoria, intimidad, imagina-ción, sentimientos, inteligencia, aventura y descubrimiento son algunas de las pa-labras que reivindican el estatus de un placer que nos hace más humanos.

BABELIA - 22-04-2006

Como la experiencia muestra, la debilidad de nuestra memoria olvida fácilmente no sólolos actos ocurridos hace mucho tiempo, sino también los recientes de nuestros días. Es,

 pues, muy conveniente y útil poner por escrito las hazañas e historias antiguas de loshombres fuertes y virtuosos para que sean claros espejos, ejemplos y doctrina para nues-tra vida, según afirma el gran orador Tulio".

Así comienza la novela que, entre los pocos libros perdonados de la biblioteca de DonQuijote, el cura rescata por ser "un tesoro de contento y una mina de pasatiempos": elTirant lo Blanc de Joanot Martorell y Martí Joan de Galba. "Llevadle a casa y leedle", ledice a su compadre el barbero, "y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho".

El Tirant justifica su propia existencia como un remedio a nuestra flaca memoria, comodepósito de nuestra experiencia pasada, como espejo de valores antiguos y de enseñanza

meritoria. Eso quiso su autor, pero sus lectores, menos ambiciosos, como aquel cura deLa Mancha, no se preocuparon por tales noblezas y lo recomendaron por razones mássutiles y menos graves: por dar contento, proveer pasatiempo, provocar deleite. El cen-sorio cura y el ensañado barbero condenaron a las llamas aquellos libros de Don Quijoteque, a sus ojos, pecaban de revueltos, disparatados, arrogantes, duros, secos -es decir,libros que no les gustaban-. Porque en el momento de la verdad, frente a la salvación o ala hoguera, para un verdadero lector lo que importa es el placer.

Pero ¿qué es este placer? ¿En qué consiste ese extraño sentimiento de intimidad com- partida, de sabiduría regalada, de maestría del mundo a través de un mero juego de pa-labras, de entendimiento adquirido como por acto de magia, de manera profunda e in-

traducible? ¿Por qué nos lleva a rechazar ciertos libros sin misericordia y a coronar aotros como clásicos de nuestra devoción si algo en ellos nos conmueve, nos ilumina,

 pero por sobre todo nos deleita?

Como lectores, nuestro poder es aterrador e inapelable. No nos enternecen ni las súpli-cas de los críticos ni las lágrimas de los lectores que nos han precedido. Implacables, através de los siglos, juzgamos y volvemos a juzgar a los libros que ya se creían a salvo.Por puras razones de gusto, en el paraíso de la lectura, Cervantes ocupa el lugar queMartorell y Galba han perdido a pesar del juicio del mismo Cervantes. ¿Nuestros abue-los adoraban a Anatole France y a Mazo de la Roche? A nosotros no nos gustan: al in-fierno con ellos. ¿Melville fue despreciado y Kafka vendía apenas unos pocos ejempla-

res? Hoy Melville está sentado a la diestra de Dante y una primera edición de La meta-morfosis de Kafka vale unos seis mil euros. Si debemos justificarnos, inventamos razo-

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nes estéticas, culturales, filológicas, históricas, filosóficas, morales. Pero la verdad esque, a fin de cuentas, nuestros juicios son casi todos refutables fuera del campo hedonis-ta.

El lema de todo verdadero lector es De gustibus non est disputandum. "De gustos no se

discute", o, como se dice en castellano, "sobre gustos no hay nada escrito". El proverbiolatino dice la verdad; la traducción castellana miente. Nuestro placer no admite argu-mentos; admite en cambio una infinidad de escritos, los exige. Al fin y al cabo ¿qué sonlas bibliotecas sino archivos de nuestros gustos, museos de nuestros caprichos, catálo-gos de nuestros placeres?

El placer de la lectura, que es fundamento de toda nuestra historia literaria, se muestravariado y múltiple. Quienes descubrimos que somos lectores, descubrimos que lo somoscada uno de manera individual y distinta. No hay una unánime historia de lectura sinotantas historias como lectores. Compartimos ciertos rasgos, ciertas costumbres y forma-lidades, pero la lectura es un acto singular. No soñamos todos de la misma manera, no

hacemos el amor de la misma manera, tampoco leemos de la misma manera.

Para ciertos lectores, el placer de la lectura es uno de intimidad. Ese espacio amorosoque un lector crea con su libro no admite otra presencia. El niño que lee bajo la manta ala luz de una linterna cuando se le ha ordenado dormir, el adolescente acurrucado en elsillón para quien el único tiempo que transcurre es el del cuento que está leyendo, eladulto aislado de sus congéneres en un atiborrado vagón de tren o en un bullicioso café,encuentra su placer en un mundo creado sólo para él. Proust volvía al comedor una vezque la familia había salido a pasear para hundirse en el libro que estaba leyendo, rodea-do solamente de los platos pintados colgados en la pared, del almanaque, del reloj, todosobjetos, nos dice, "muy respetuosos de la lectura" que "hablan sin esperar respuesta y

cuya jerga, a diferencia de la de los humanos, no trata de reemplazar el sentido de las palabras leídas con un sentido diferente". Dos horas de placer hasta la entrada de la co-cinera que, con sólo decir "así no puede estar cómodo. ¿Y si le traigo una mesita?", loobligaba a detenerse, a buscar su voz desde muy lejos, a sacar las palabras de su escon-dite detrás de los labios y a responder, "no, gracias", con lo cual el encanto quedabaroto. El placer de la lectura no admite terceros.

Pero hay lectores para quienes la experiencia compartida prolonga y profundiza el pla-cer de la intimidad. Acabo de leer un párrafo que me encanta y, antes de cerrar el libro o

 pasar a otra página, quiero leérselo a otros, regalar a un amigo el nuevo placer descu- bierto, formar un pequeño ruedo de admiradores de ese texto. Dar un libro a otro lector 

es decirle: "Éste fue mi espejo; ojalá sea el tuyo". Es así como creamos asociaciones delectores que tienen algo de sociedades secretas, y es gracias a ellas que ciertos autoresno han desaparecido de nuestras bibliotecas canónicas. He regalado innumerables ejem-

 plares de Su mujer mona de John Collier, de la autobiografía de Henry Green, de Contrala corriente de James Hanley, de Rosaura a las diez de Marco Denevi, para poder hablar de lo que me gusta, para que mi placer tenga un eco. En su diario, Hervé Guibertcuenta que compró las Cartas a un joven poeta de Rilke para leer al mismo tiempo quesu amigo el libro que éste se había llevado de viaje.

Intimidad solitaria y compartida. La lectura nos ofrece también el placer de la inteligen-cia. ¿Qué otro arte nos permite pensar con Pascal, razonar con Montaigne, meditar con

Unamuno, seguir los vericuetos de la mente de Vila-Matas o de Sebald? No se trata dedejarse convencer con argumentos ajenos, lo que se ha llamado "terrorismo intelectual".

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Se trata de ser invitados a un momento de reflexión, de convertirnos en testigos de lacreación de una idea, como ocurre en los diálogos de Platón o en las novelas de Gom-

 browicz. Se trata de escuchar y pensar. El resultado puede o no ser compartido; pocoimporta, ya que el recorrido intelectual no prevé ni conclusión ni destino preciso. Ce-rramos ciertos libros y nos sentimos más inteligentes, resultado que el autor no puede

nunca prever. "El arte alcanza una meta que no es la suya" escribió Benjamin Constant.Lo mismo puede decirse de la lectura.

El placer de la inteligencia significa al menos dos cosas: disfrutar del uso de la razón ydisfrutar del reconocimiento del mundo. Es banal recordar que la lectura nos lleva aregiones insospechadas; menos banal es recordar que nos hace ciudadanos de tales re-giones. Para un lector, todo libro es un museo del universo y, a veces, el universo mis-mo. Los lectores habitamos El Cairo de Naguib Mahfouz, las islas de Conrad, el Madridde Galdós, pero también la luna de Wells y de Verne, los universos soñados por Love-craft y Ursula K. Le Guin, el País de las Maravillas de Lewis Carroll. Hay un cuento (yano sé quién lo escribió) en el que un hombre leyendo las aventuras de otro que se pierde

en el desierto muere de hambre y de sed en su cama, rodeado de comida y de bebida. Deforma algo más moderada, todo lector conoce el placer de habitar el mundo creado por otros, de ser su explorador y su cartógrafo.

Un auténtico explorador goza de lo que encuentra, sea bueno o sea malo; un lector tam- bién. Que un libro nos parezca pésimo, no significa que no nos pueda dar placer. Losgrandes poetas nos deleitan; otros menos agraciados también son capaces de hacerlo. Elinglés Charles Waterton, famoso conocedor de las selvas de Suramérica, se extasiabaante los animales más feos de la creación, como por ejemplo el sapo de Bahía, repug-nante criatura que el Dr. Waterton cogía tiernamente en su mano y acariciaba con cari-ño, mientras hablaba emocionado de la profunda mirada y espléndido brillo de los ojos

del batracio. Igual hacen los lectores con cierta mala literatura. Parafraseando a Wilde,yo diría que hay que tener un corazón de piedra para no morirse de risa ante ciertas

 páginas de Azorín o de Ángeles Mastreta. O ante este verso del poeta mexicano DíazMirón: "Tetas vastas como frutos del más pródigo papayo". Tales abominaciones tienenla marca de un genio.

Tom Stoppard escribió que para saber si un escritor es bueno o malo, hay que pregun-tarle a su madre. Más interesante, más entretenido, más placentero es descubrir si es unvisionario. Quiero decir, si es capaz de revelarnos en su obra esos pequeños secretos quemisteriosamente dan sentido al universo, diciéndonos lo que no sabíamos que sabíamos.Elijo una frase al azar, de la novela de Ana María Moix Las virtudes peligrosas: "La

experiencia, en contra de lo que la gente suele opinar, no es ninguna forma de sabiduría... La experiencia, créame, amigo, no es más que una forma de nostalgia".

Tales revelaciones resultan menos insólitas que verdaderas. El lector sabe que, en talescasos, el placer no resulta de la sorpresa, que es obra del azar, sino de la confirmaciónde algo que ya ha intuido vagamente. La orden de Diaghilev a Cocteau -Étonnez-moi! "¡sorpréndame!"- es el deseo de un empresario, no el de un auténtico lector. El lector acepta las sorpresas del texto como un preámbulo amoroso -descubrir que alguien tomacafé en lugar de té, que duerme del lado izquierdo de la cama, que tararea La violetera en la ducha- pero luego busca un conocimiento más íntimo, más profundo del texto, unafamiliaridad que se extiende y se renueva con cada relectura. "Cuando diseño un

 jardín", dice un personaje de Thomas Love Peacock, "distingo lo pintoresco y lo hermo-so, y agrego una tercera calidad que llamo lo inesperado". "¿Ah sí? Entonces dígame",

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responde su interlocutor, "¿qué nombre le da usted a esa calidad cuando alguien recorreel jardín por segunda vez?".

Tampoco debemos olvidar el placer de la memoria. Leer es recordar. No solamente esos"actos ocurridos hace mucho tiempo" sino también "los actos recientes de nuestros

días". No solamente la experiencia ajena contada por el autor sino también la nuestra,inconfesada. Y no solamente las páginas del texto que vamos leyendo, memorizando las palabras a medida que adquirimos otras nuevas que olvidaremos en la página siguiente,sino también los textos leídos hace tiempo, desde la infancia, componiendo así una an-tología salvaje que va creciendo en nuestro recuerdo como la obra fragmentaria de unmonstruoso autor único cuya voz es la de Andersen, la de San Agustín, la de Quevedo,la de Javier Cercas, la de Cortázar. Leer nos permite el placer de recordar lo que otroshan recordado para nosotros, sus inimaginables lectores. La memoria de los libros es lanuestra, seamos quienes seamos y estemos donde estemos. En ese sentido, no conozcomayor ejemplo de la generosidad humana que una biblioteca.

Leer nos brinda el placer de una memoria común, una memoria que nos dice quiénessomos y con quiénes compartimos este mundo, memoria que atrapamos en delicadasredes de palabras. Leer (leer profunda, detenidamente) nos permite adquirir concienciadel mundo y de nosotros mismos. Leer nos devuelve al estado de la palabra y, por lotanto, porque somos seres de palabra, a lo que somos esencialmente. Antes de la inven-ción del lenguaje, imagino (y sólo puedo imaginarlo porque tengo palabras), imaginoque percibíamos el mundo como una multitud de sensaciones cuyas diferencias o lími-tes apenas intuíamos, un mundo nebuloso y flotante cuyo recuerdo renace en el entre-sueño o cuando ciertos reflejos mecánicos de nuestro cuerpo nos hacen sobresaltar ydarnos vuelta. Gracias a las palabras, gracias al texto hecho de palabras, esas sensacio-nes se resuelven en conocimiento, en reconocimiento. Soy quien soy por una multitud

de circunstancias, pero sólo puedo reconocerme, ser consciente de mí mismo, gracias auna página de Borges, de Jaime Gil de Biedma, de Virginia Woolf, de un sinnúmero deautores anónimos. La lombriz de la conciencia (como la llamó Nicolà Chiaromonte enotra página que me define) denota la incisiva, constante, obsesiva búsqueda de nosotrosmismos. La lectura añade a esta obsesión la consolación del placer.

El placer ha sido denigrado en nuestra época al entretenimiento superficial, a la distrac-ción, a la facilidad, a la satisfacción egoísta. Confundimos información con conocimien-to, terrorismo con política, juego con habilidad manual, valor con dinero, respeto mutuocon tolerancia altiva, equilibrio social con comodidad personal. Creemos que estar con-tentos (o creer que estamos contentos) es ser felices. Quienes están en el poder nos di-

cen que para sentir placer tenemos que olvidarnos del mundo, someternos a normas au-toritarias, dejarnos subyugar por míseros paraísos, deshumanizarnos. Pero el auténtico

 placer, el que nos alimenta y nos anima, tiende a lo contrario: a tomar consciencia deque somos humanos, que existimos como pequeños signos de interrogación en el vastotexto del mundo. Quienes tenemos la fortuna de ser lectores sabemos que es así, puestoque la lectura es una de las formas más alegres, más generosas, más eficaces de ser conscientes.

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ALBERTO MANGUEL

Propuestas para definir al lector ideal

29/11/2003

El lector ideal es el escritor en el instante anterior a la escritura.

El lector ideal sabe aquello que el escritor sólo intuye

El lector ideal no reconstruye un texto: lo recrea.

El lector ideal no sigue el hilo de la narración: avanza con él.

Un célebre programa de radio para niños en la BBC siempre comenzaba con la pregun-

ta: "¿Estáis sentados cómodamente? Entonces podemos empezar". El lector ideal sabe

sentarse cómodamente.

Imágenes de san Jerónimo lo muestran detenido en su traducción de la Biblia, escu-

chando la palabra de Dios. El lector ideal debe aprender a escuchar.

El lector ideal es un traductor. Es capaz de desmenuzar un texto, retirarle la piel, cortar-

lo hasta la médula, seguir cada arteria y cada vena, y luego poner en pie a un nuevo ser 

viviente. El lector ideal no es un taxidermista.

El lector ideal existe en el momento que precede a la creación.

Para el lector ideal, todos los recursos literarios son familiares.

Para el lector ideal, toda anécdota es novedosa.

"Uno debe ser algo inventor para leer bien". Ralph Waldo Emerson.

El lector ideal tiene una ilimitada capacidad de olvido. Puede borrar de su memoria el

hecho de que Dr. Jekyll y Mr. Hyde son la misma persona, que Julien Sorel será decapi-

tado, que el nombre del asesino de Roger Ackroyd le es conocido.

El lector ideal no se interesa por los escritos de Michel Houllebecq.

El lector ideal sabe aquello que el escritor sólo intuye.

El lector ideal subvierte el texto. El lector ideal no se fía de la palabra del escritor.

El lector ideal procede por acumulación: cada vez que lee un texto, agrega una nueva

capa de memoria al cuento.

Todo lector ideal es un lector asociativo. Lee como si todos los libros fueran la obra de

un único escritor, prolífico e intemporal.

El lector ideal no puede volcar su conocimiento en palabras.

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Al cerrar un libro, el lector ideal siente que, de no haberlo leído, el mundo sería más po-

 bre.

El lector ideal es como Joseph Joubert que arrancaba de los libros de su biblioteca las

 páginas que no le gustaban.

El lector ideal tiene un perverso sentido del humor.

El lector ideal nunca cuenta sus libros.

El lector ideal es a la vez generoso y avaro.

El lector ideal lee toda literatura como si fuera anónima.

El lector ideal usa con placer el diccionario.

El lector ideal juzga a un libro por su cubierta.

Al leer un libro de hace siglos, el lector ideal se siente inmortal.

Paolo y Francesca no eran lectores ideales, ya que le confiesan a Dante que, después del

 primer beso, ya no leyeron más. Un lector ideal hubiese dado el beso y seguido leyendo.

Un amor no excluye al otro.

El lector ideal no sabe si es o no el lector ideal hasta después de acabado el libro.

El lector ideal comparte la ética de Don Quijote, el deseo de Madame Bovary, el espíri-

tu aventurero de Ulises, la desfachatez de Zazie, al menos mientras dura la narración.

El lector ideal recorre con placer senderos conocidos. "Un buen lector, un lector con

mayúscula, un lector activo y creativo es un relector". Vladímir Nabokov.

El lector ideal es politeísta.

El lector ideal guarda, para un libro, la promesa de la resurrección.

Robinsón no es un lector ideal. Lee la Biblia para encontrar respuestas. Un lector ideal

lee para encontrar preguntas.

Todo libro, bueno o malo, tiene su lector ideal.

Para el lector ideal, todo libro es, en cierta medida, su autobiografía.

El lector ideal no tiene una nacionalidad precisa.

A veces, un escritor debe esperar varios siglos para encontrar a su lector ideal. Blake

necesitó ciento cincuenta años para encontrar a Northrop Frye.

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El lector ideal según Stendhal: "Escribo para apenas cien lectores, para seres infelices,

amables, encantadores, nunca morales o hipócritas, a quienes me gustaría complacer.

Apenas si conozco a uno o dos".

El lector ideal ha sido infeliz.

El lector ideal cambia con la edad. El lector ideal de los Veinte poemas de amor de Ne-

ruda a los catorce años puede no serlo a los treinta. La experiencia empaña ciertas lectu-

ras.

Pinochet, al prohibir Don Quijote por temor a que el libro pudiera leerse como una de-

fensa de la desobediencia civil, fue su lector ideal.

El lector ideal nunca agota la geografía de un libro.

El lector ideal debe estar dispuesto a no sólo suspender su incredulidad sino a adoptar 

una nueva fe.

El lector ideal nunca dice: "Si solamente...".

Escribir en los márgenes de un libro es marca del lector ideal.

El lector ideal proselitiza.

El lector ideal es veleidoso sin sentirse jamás culpable.

El lector ideal puede enamorarse de al menos uno de los personajes de un libro.

Al lector ideal no le preocupan los anacronismos, la verdad documental, la precisión

histórica, la exactitud topográfica. El lector ideal no es un arqueólogo.

El lector ideal exige rigurosamente que se mantengan las leyes y reglas que cada libro

crea para sí mismo.

"Hay tres clases de lectores: la primera, aquellos que gustan de un libro sin juzgarlo; la

tercera, aquellos que lo juzgan sin gustarlo; y otra, entre las dos, que juzgan mientras

gustan de un libro y gustan de un libro mientras lo juzgan. Estos últimos dan nueva vida

a una obra de arte, y no son muchos". Goethe, en una carta a Johann Friedrich Rochlitz.

Los lectores que se suicidaron después de leer Werther no eran lectores ideales sino me-

ramente sentimentales.

El lector ideal es pocas veces sentimental.

El lector ideal desea llegar al final del libro y, al mismo tiempo, que el libro no acabe.

El lector ideal nunca se impacienta.

Al lector ideal no le interesan los géneros literarios.

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El lector ideal es (o parece ser) más inteligente que el escritor. Pero no por eso lo me-

noscaba.

Llega un momento en que todo lector se considera un lector ideal.

Las buenas intenciones no producen lectores ideales.

El Marqués de Sade: "Sólo escribo para quienes pueden entenderme, y éstos me leerán

sin correr peligro".

El Marqués de Sade se equivoca: el lector ideal siempre corre peligro.

El lector ideal es el personaje principal de toda novela.

Valéry: "Un ideal literario: saber por fin no llenar la página de nada excepto el lector".

El lector ideal es alguien con quien el escritor podría pasar la noche, a gusto, con unacopa de vino.

 No debe confundirse lector ideal con lector virtual.

Un escritor no es nunca su propio lector ideal.

La literatura depende, no de lectores ideales, sino de lectores suficientemente buenos.

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ALMUDENA GRANDES

El milagro de La Nueva Gloria

02/01/2011Era una caja de cartón corriente, más bien pequeña, y algo en su aspecto le llamó la

atención.

José Alberto Gutiérrez estaba muy acostumbrado a ver cajas de cartón en la calle, por-

que desde hacía tiempo trabajaba de noche, como conductor de un camión de recogida

de basuras en la ciudad de Bogotá. Junto a los cubos, en las esquinas o al lado de las

 papeleras, las cajas de cartón formaban parte del paisaje de su vida, pero aquella le pa-

reció especial. Parecía que alguien hubiera puesto mucho cuidado en abandonarla, por-

que estaba cerrada, apartada de las bolsas, casi alineada con las baldosas de la acera. Por 

eso, mientras sus compañeros se afanaban en la parte trasera, él se bajó del camión y se

acercó a ella. Al levantarla en vilo, comprobó que estaba llena, y como pesaba mucho,volvió a dejarla en el suelo antes de abrirla. Entonces, a la luz de una farola, leyó dos

nombres. Arriba, en letras mayúsculas, León Tolstói. Debajo, en caracteres más gran-

des, de florida caligrafía, Ana Karenina.

Aquella caja estaba llena de libros. No le dio tiempo a leer más títulos, porque cuando

levantó el primero, sus compañeros le reclamaron. Ya habían terminado y quedaba mu-

cha basura que recoger, así que José Alberto volvió al camión, pero decidió llevarse la

caja con él. Al volver a casa, antes de acostarse, fue mirando todos aquellos libros, le-

yendo los títulos y los textos de las solapas, estudiando sus portadas y las fotos de sus

autores para colocarlos después en una estantería. Se reservó, eso sí, Ana Karenina, para

empezar a leerlo inmediatamente.

Esa novela de Tolstói cambió la vida de José Alberto Gutiérrez. También su trabajo,

 porque desde que la encontró, salió cada noche a recorrer las calles de Bogotá de otra

manera. Estaba seguro de que el propietario de aquella caja se había desprendido de sus

libros porque no tenía más remedio, porque necesitaba el espacio que habían ocupado

hasta entonces para otros nuevos, porque se había mudado, había tenido un hijo o había

heredado una biblioteca con títulos duplicados. De lo contrario, calculó, los habría arro-

 jado en el cubo de su casa o de mala manera sobre un contenedor. Eso significaba que la

ciudad estaba llena de cajas que le esperaban, y que su misión era encontrarlas, recibir 

los libros sin futuro que sus dueños le habían encomendado, y darles cobijo, un nuevo

lector, una nueva vida.

José Alberto encontró muchos otros libros en cajas de cartón, más bien pequeñas, posa-

das con cuidado sobre las baldosas de la acera, a veces solitarias, a veces en grupos de

dos o tres, cerca de los portales de edificios en obras, de los camiones de mudanzas, de

los solares donde se apilaban muebles rotos o trastos viejos. Y siguió rescatándolos,

mirándolos, acariciándolos, atesorándolos en sus estanterías como si fueran nuevos.

Hasta que llegó a tener tantos que su riqueza empezó a parecerle un abuso. Si Bogotá le

regalaba libros todas las noches, sería justo que él se los devolviera a Bogotá algún día.

Aunque el nombre de su barrio es La Nueva Gloria, allí nunca había existido ningu-

na biblioteca pública. José Alberto Gutiérrez miró hacia arriba y después a su mujer,

Luz Mery, cuyo taller de costura ocupaba toda la primera planta de la casa. Los libros

hacen más falta, le dijo, y cuando la convenció, su casa se convirtió en la primera bi- blioteca comunitaria de La Nueva Gloria, un lugar para leer, para tomar y devolver li-

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 bros prestados, para compartir lecturas. La mirada amorosa de Ana Karenina preside

desde entonces muchas otras historias de un amor más feliz que el suyo, el amor de mu-

chos adultos, muchos niños del extrarradio bogotano que han descubierto la emoción de

la literatura en unas páginas rescatadas de la basura.

Esta biblioteca tiene un nombre, La Fuerza de las Palabras y un lema aún más hermoso.

Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca. Jorge Luis Borges escri- bió estas palabras, y José Alberto Gutiérrez las tomó prestadas para situar a su amparo

un proyecto cada vez más ambicioso. Ahora, cuando personas de toda Colombia le env-

ían a diario libros nuevos y usados para ampliar unos fondos que cuentan ya con más de

diez mil títulos, ha convertido la primera planta de su casa en la sede de una fundación

que aspira a sostener nuevas bibliotecas comunitarias en distintos barrios marginales de

Bogotá, y no descarta extenderlas a otras ciudades de Colombia. Quien desee seguir la

trayectoria de este pequeño y gran milagro, puede consultar su página web,

www.lafuerzadelaspalabras.com.

En diciembre de 2010, José Alberto Gutiérrez acudió a la Feria Internacional del Libro

de Guadalajara, México, para dar difusión a su proyecto. Después, volvió a Bogotá,donde sigue conduciendo cada noche un camión de la basura.

(Este artículo es para María de los Ángeles Naval, que al conocer a José Alberto, en la FIL, miró a los escritores que la rodeaban y preguntó: 'Y esta historia... ¿quién la va acontar?').

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ANTONIO MUÑOZ MOLINA

20 años, 20 lecciones

22/01/2011

 La lectura enseña tanto como el ejercicio de la escritura. Una celebración como la pre-

 sente puede servir de pretexto para extraer conclusiones, para poner en claro algunas

de las enseñanzas que ese ir y venir a través del lenguaje deja en quienes aman la lite-

ratura.

1 He aprendido que la ficción no tiene por qué ser la forma superior de la literatura na-

rrativa. Quizás una novela sólo deba escribirse cuando no queda más remedio: cuando

lo que hace falta decir sólo puede ser dicho inventando.

2 He aprendido las ilimitadas posibilidades expresivas que contiene el relato estricto deciertos hechos: muchas de las mejores páginas de literatura que he leído en este tiempo

 pertenecen a libros de historia, a memorias, a biografías, a textos de divulgación cientí-

fica, a artículos o reportajes de periódico.

3 He aprendido las ventajas de sumergirse en otro idioma: en el viaje de ida se descubre

la música propia de otras lenguas y la voz verdadera de escritores a los que uno creyó

conocer bien leyendo traducidos; en el viaje de vuelta uno se vuelve más sensible a la

 poesía implícita en su propia lengua, que antes no siempre advertía.

4 He aprendido algo que le oí decir a Salman Rushdie en Granada, en 1995: mientras

escribe una novela un escritor de prosa debe leer mucha poesía, para aprender de su

disciplina verbal y no dejarse llevar por la autoindulgencia palabrera. En la poesía seaprende precisión.

5 He aprendido a desconfiar del estilo, que cuando no es sino el sonido singular de la

 propia voz puede convertirse en una colección de muletillas, automatismos y parodias

de lo que uno mismo ya ha escrito.

6 He aprendido que uno debe desconfiar de sus facultades, reales o presuntas, y sacar 

todo el provecho que pueda de sus limitaciones.

7 He aprendido que escribir es empeñarse y es dejarse llevar en la misma medida en que

es contar algo que se sabe y también aventurarse en lo que no se sabe y no habrá manera

de que llegue a saberse si no es mediante la escritura misma.

8 He aprendido que la percepción del lector común aficionado a la literatura tiende a ser 

más aguda y más libre de prejuicios que la de la media de los expertos, críticos o profe-

sores.

9 He aprendido que los prejuicios y los malentendidos lo influyen a uno mucho más de

lo que cree, de modo que hace falta estar en guardia siempre contra ellos: quizás si Vir-

ginia Woolf no hubiera sido una mujer yo no habría tenido que llegar a los cincuenta

años para descubrir la radicalidad estética y la hondura humana de novelas como  Mrs.

 Dalloway o To The Lighthouse. 

10 He aprendido que por muchos años que uno cumpla y mucha familiaridad crea tener 

con la literatura siempre está haciendo descubrimientos jubilosos que lo deslumbran,como un geógrafo o un explorador al que le fuera dado descubrir una nueva montaña,

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un nuevo continente: así encontré hace unos años Vida y destino, de Vasili Grossman,

que era como un Everest en el que casi nadie hubiera reparado, o Under the Volcano, 

que debí haber leído cuando era más joven, pero que tal vez por la edad a la que llegué a

ella me hizo una impresión todavía más profunda.

11 He aprendido que en la música o en la pintura -y en la fotografía, y en el dibujo- se

contienen lecciones fundamentales para mi oficio de escribir: en la música un sentido dela composición y del flujo del tiempo que organiza el relato de una manera más flexible

y menos evidente que la trama argumental; de la pintura, una disciplina de la observa-

ción y el espacio. En el dibujo y en la música de jazz hay un aprendizaje específico, o

tal vez sólo un propósito: el instante atrapado en un instante; el acto mismo de la escri-

tura como momento supremo, presente soberano que no existía antes ni será posible, al

menos de la misma forma, un minuto después.

12 He aprendido que los únicos estimulantes que necesito para escribir están dentro de

mí mismo, en la orgía electroquímica de los neurotransmisores que combinan súbita-

mente imágenes del recuerdo o de la fantasía en un sueño lúcido. Por comparación con

esa efervescencia el efecto de cualquier droga, de la nicotina o del alcohol es una baga-tela, un gasto inútil de energía física y mental.

13 He aprendido que el ejercicio físico y las tareas prácticas ayudan a que se dispare la

imaginación y a que las ideas, las imágenes, las conexiones, las palabras, surjan más

velozmente. Gracias a la ebriedad de oxígeno de una carrera o de una buena caminata o

a la atención alerta y la multiplicidad de pequeñas tareas necesarias para cocinar un

arroz he inventado personajes o situaciones o giros argumentales que de otra manera no

habrían surgido.

14 He aprendido que una parte muy grande del trabajo de escribir un libro se ha ido

haciendo sin que uno se diera cuenta mucho antes de que comience la escritura. El pro-

yecto de una novela o de cualquier texto narrativo sólo vale algo cuando es el resultadode la cristalización de experiencias, lecturas, imágenes, recuerdos, deseos, que de pronto

se hacen visibles y se vinculan entre sí como en un mapa de conexiones neuronales.

15 He aprendido que ninguna vivencia, ninguna historia, es en sí misma tan particular o

tan local que no pueda hacerse universalmente inteligible; y también que nada hay tan

 provinciano como ciertas formas enfáticas de cosmopolitismo.

16 He aprendido que en cada generación hay un cierto número de escritores jóvenes que

llegan a convencerse, con la ayuda de algunos periodistas y críticos, de que su juventud

no es un hecho transitorio y bastante frecuente, sino un rasgo absoluto de originalidad y

talento.

17 He aprendido que de todos los personajes que inventa un novelista el menos sólido,

el menos verdadero, el más convencional, suele ser el personaje público en el que se

convierte a sí mismo.

18 He aprendido a convivir con la inseguridad y con el desaliento, con la incertidumbre

irremediable sobre el valor de lo que he hecho, con la vulnerabilidad ante los juicios

negativos y la sospecha de que puedan ser menos infundados que algunos elogios.

19 He aprendido que nada más terminado un libro ya empieza a convertirse en un re-

mordimiento que unas veces se cura con el tiempo y otras no, y para el que solo existe

el antídoto de empezar otro libro en el que será posible no cometer los mismos errores:

si hay suerte, se cometerán errores distintos.

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20 He aprendido que todo lo que me gusta me gusta todavía más que hace veinte años:

escribir, leer, mirar cuadros o películas, escuchar música, pasearme por las ciudades que

amo, estar cerca de las personas queridas, acordarme de las que se fueron, que a veces

vuelven en los sueños; y me pregunto qué cosas que ahora ni sospecho aprenderé si vivo

otros veinte años, qué historias de las que ahora no sé nada surgirán en la imaginación y

se convertirán en libros, no necesariamente novelas, libros que se parezcan tan poco alos que he escrito ahora como mi vida presente a la de hace veinte años.

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ANTONIO MUÑOZ MOLINA

La disciplina de la imaginación 

22/09/98 

 No creo que pueda avanzarse mucho en la reflexión sobre el lugar de la literatura y

de la palabra escrita en la enseñanza si no se revisa la absurda y rígida distancia que

ha venido estableciéndose en España entre lo que se llama educación y lo que se lla-

ma cultura. Los escritores muertos o momificados por la gloria pertenecerían, para

entendernos, al reino de la educación, y los vivos al de la cultura, lo cual no debe de

estar muy lejos de aquel siniestro refrán del muerto al hoyo y el vivo al bollo. El

muerto al hoyo de los manuales, de los apuntes y de los comentarios de texto, y el vi-

vo al bollo precario, pero en ocasiones sustancioso, de las conferencias de postín y delos premios y los convites oficiales. ¿No hubo, hasta hace uno par de años, un Minis-

terio de Educación y otro de Cultura? Y aun cuando ahora están juntos, ¿alguien se ha

 parado ha pensar si hay alguna relación entre lo que hace la parte educativa del minis-

terio bífido y lo que hace su lado cultural, o lo que queda de cualquiera de los dos

después de los traspasos a las autonomías?

Para ahondar más las diferencias, debe anotarse que la Cultura es el campo del

 prestigio, mientras que la Educación apenas ocupa páginas de verdadera relevancia en

los periódicos, ni es motivo, en general, de la atención sincera y preocupada de los

que se dedican al periodismo, y casi tampoco de los que se dedican a la política, in-

cluso a la política educativa. Cuando un asunto relacionado con la enseñanza provocatitulares es infaliblemente porque está siendo usado como pretexto para alguna reyer-

ta partidista. Se oculta así, por una mezcla de intereses y de falta de interés, lo que

cualquier profesor y cualquier padre saben y sufren, que la educación, sobre todo la

 pública, está sometida a una degradación y un descrédito cada vez mayores, padeci-

dos en la misma medida por quienes la imparten y por quienes deberían ser sus bene-

ficiarios.

La cultura es un escaparate y una coartada, en ocasiones de lujo, sobre todo para

los gerifaltes de las satrapías autonómicas y municipales que gastan sin el menor 

escrúpulo de responsabilidad presupuestaria. La educación es un oficio que ha sido

despojado en los últimos años de toda su dignidad pública y de gran parte de su legi-

timidad moral. Para alcanzar la categoría de lo culto no es necesario saber, sino estar 

al día. Más que el maestro ilustrado y perseverante importa el nebuloso gestor de ac-

tos culturales, el intermediario que seguramente no sabe hacer de verdad nada, pero

que se las sabe todas, y por lo tanto puede ofrecer al político lo que éste más aprecia y

exige, un brillo de modernidad inatacable, un titular de periódico o unos segundos en

la televisión.

Los planes de estudio y las temibles reformas educativas, que tienen la infatigable

virtud de empeorar todo desastre, por definitivo que éste pareciera, marginan cada

vez más no ya a los saberes humanísticos, como piensan algunos inocentes, sino a to-

dos los saberes por igual: pero al mismo tiempo que el poder político perpetra lo que

alguna vez he llamado la exaltación de la ignorancia, se inviste de cualquier manera ya cualquier precio de los oropeles más lujosos de la cultura. Pondré un ejemplo que

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me parece de una claridad aleccionadora. Hace unos años se celebró en Madrid una

magnífica exposición de Velázquez, con motivo del tercer centenario de su muerte, a

la que acudieron no sé cuántos cientos de miles de alumnos de enseñanza primaria y

de institutos de bachillerato. En apariencia era una oportunidad de encuentro entre

esos dos ámbitos ajenos entre sí de la educación y la cultura. Pero, dejando a un lado

que la mayor parte de los cuadros pueden verse a diario en el Prado, y que las colas ylas multitudes difícilmente permitían la contemplación de tantas obras maestras, cabe

 preguntarse con tranquilidad en qué medida estaban adiestrados la mayor parte de los

alumnos para mirar y entender la pintura. Si desde los primeros años de la escuela no

se han desarrollado en ellos sus habilidades casi innatas para el dibujo y la valoración

del color; si en los planes de estudio la Historia de España, por no decir la Historia

Universal, ha sido resumida en un vago híbrido que antes de la última reforma se

llamaba ciencias sociales, cuando no en la historia (falsificada) de su comunidad

autónoma o su comarca; si apenas han tenido ocasión de saber cuál es el pasado real

del país donde viven y de conocer y gozar la literatura del tiempo en que vivió Veláz-

quez; si es posible que muchos de ellos, por no saber, no sepan escribir correctamente

ese nombre ni ponerle el acento, ¿cómo podrían juzgar y disfrutar esa pintura y mirar esos rostros que para ellos proceden de un mundo tan remoto como el planeta Satur-

no? Pero ya dije que no se trata de saber, sino de estar al día, y para estar al día no

hay que estudiar ni entender a Velázquez, o a Goya, o a los pintores y arquitectos del

tiempo de Felipe II cuyas obras se están recordando ahora en el Escorial: basta con

haber estado en una exposición, con haber participado siquiera como figurantes en el

espectáculo de la cultura.

Añadiré un segundo ejemplo, que se repite con mucha frecuencia. A un concierto

de música clásica asiste un grupo de alumnos de ESO o Bachillerato, generalmente

inducidos por un profesor voluntarioso y heroico que los acompaña fuera de su hora-

rio de trabajo sin recibir compensación alguna. Empieza el concierto y al cabo deunos minutos los chicos se impacientan, tosen, se aburren, aplauden a destiempo,

 provocan miradas de disgusto de los acomodadores y de los entendidos. Es inútil lle-

varlos a esos sitios, dirán, porque no entienden de música, porque ni les interesa ni

tienen curiosidad. Invadido por los bárbaros el reino de la cultura, sin más remedio

hay que devolverlos al gueto de la educación. Y con una estupidez muchas veces

aliada al cinismo, al repudio le sucede el lamento: la gente no tiene oído, la televisión

y los deportes los han embrutecido, se organizan exposiciones que permanecen de-

siertas y conciertos a los que no acude casi nadie, se publican libros y casi no se ven-

den ni se leen más que los éxitos más zafios, nuestros índices de lectura son, y aquí

viene la repulsiva y extendida palabra, tercermundistas. Y aceptado este hecho sin

molestarse en indagar las razones, se acentúa sin embargo el carnaval de la alta cultu-ra y se abandona a su suerte a quienes viven extramuros de ella, los que nunca

amarán la ópera ni leerán a Joyce ni merecerán comprender la pintura moderna.

Los escritores se lamentan de la falta de lectores, los concejales de cultura com-

 prueban con resignación que sus salas de conferencias tienden a permanecer vacías, a

no ser que exhiban en ellas a algún figurón del espectáculo de la cultura, o de la cul-

tura del espectáculo. Pero nadie parece darse cuenta de que la razón principal para

que no exista esa asidua multitud que llamamos el público está en el gran foso abierto

entre la educación y la cultura, entre el saber y el estar al día, entre el trabajo lento,

disciplinado, y fértil sólo a largo plazo, y la pirueta instantánea concebida para recibir 

al día siguiente el halago de un titular y condenada a extinguirse sin dejar ni un rastrode ceniza.

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Con alguna frecuencia, por un impulso residual de militancia que me queda de los

tiempos en que estaba convencido de que la voluntad libre y la solidaridad de los

hombres podían hacer más habitable el mundo, voy a dar conferencias a institutos de

 bachillerato, y siempre compruebo, con tanto entusiasmo como melancolía, una doble

verdad. Primero, que en esas aulas está el mejor público que puede desear un escritor,

el más receptivo, el más limpio de vanidad y de prejuicios; segundo, que hay muy pocas cosas tan hirientes como el contraste entre el dispendio ilimitado de las cere-

monias culturales organizadas por cualquier ayuntamiento, diputación o comunidad

autónoma, y la penuria absoluta en la que casi siempre se desenvuelven los centros

 públicos de enseñanza. Pero ya saben que el nuestro es un país en el que al mismo

tiempo que se celebran conciertos de las mejores orquestas del mundo, muchos de sus

conservatorios de música se encuentran en condiciones nigerianas, y donde las admi-

nistraciones públicas se gastan en canales de televisión consagrados a emitir basura

comercial e ideológica el dinero que luego escatiman en bibliotecas o en plazas de

 profesores.

Se preguntarán por qué todavía casi no he hablado de literatura. Pero lo cierto es

que desde el principio no he dejado de hacerlo, pues no es posible reflexionar sobre el

sentido de la literatura sin establecer las condiciones precisas en las que se produce y

las relaciones entre el acto de escribir y el acto de leer, entre la solitaria invención de

un libro y la reinvención simétrica que a su vez lleva a cabo el lector, ese personaje

desconocido, imprevisible y con mucha frecuencia inexistente. Si la literatura, como

tiende a creerse ahora, es un adorno, un fetiche de prestigio para pavonearse ante los

ojos embobados de la tribu, si es una materia fósil y apartada de la vida que sólo pue-

de interesar a los eruditos universitarios, entonces tienen razón quienes la desdeñan y

quienes la eliminan poco a poco de los planes de estudio, y también tiene razón esa

mayoría abrumadora del público que jamás se interesa ni se interesará por ella.

Si la literatura es superflua, es decir, si no es útil para vivir y no alude a hondurasfundamentales de la experiencia humana, lo mismo los escritores que los profesores,

que nos ganamos la vida gracias a ella, tendremos razón si nos sentimos impostores,

y si en rachas de desaliento pensamos que carece de sentido dedicarse a un oficio que

no le importa a nadie más que a nosotros. Recuerdo que cuando yo estudiaba lo que

hace cerca de treinta años era sexto de bachillerato, la clase de literatura consistía en

una ceremonia entre tediosa y macabra. Un profesor de cara avinagrada subía cansi-

namente a la tarima con una carpeta bajo el brazo, tomaba asiento con lentitud y des-

gana, abría la carpeta y comenzaba a dictarnos una retahíla de fechas de nacimientos

y muertes, títulos de obras, y características de diversa índole que era preciso copiar 

al pie de la letra, porque en el caso de que no supiéramos el año de la muerte de Cal-

derón de la Barca o las cinco o seis características del Romanticismo corríamos el pe-

ligro de suspender el examen. Afortunadamente para mí, a esa edad yo ya era un

adicto irremediable a la literatura y había tenido ocasiones espléndidas de disfrutarla,

 pero comprendo que para la mayor parte de mis compañeros de clase, cuyas únicas

noticias sobre la materia eran las que les daba aquel lúgubre profesor, la literatura ser-

ía ya para siempre ajena y odiosa. Y del mismo modo que la educación religiosa del

franquismo fue una espléndida cantera de librepensadores precoces, la educación lite-

raria era, y en ocasiones sigue siendo, una manera rápida y barata de lograr que los

adolescentes se mantuvieran obstinadamente alejados de los libros.

A nadie le interesa aprender cosas inútiles. Desde que nacemos nuestros aprendi-

zajes están ligados a nuestro instinto de supervivencia y a nuestra necesidad de com- prender el mundo y hacernos una idea razonable de nuestra posición en él. Queremos

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saber lo que nos resulta necesario, y buscamos fuera de nosotros lo que existe como

un esbozo o una intuición dentro de nosotros mismos. Por eso sólo amaremos los li-

 bros si nos damos cuenta de que nos son útiles y de que pertenecen al reino de nuestra

 propia vida. Leer no es hacer méritos para aprobar un examen ni para demostrar que

se está al día. Un libro no se debería adquirir por las misma razones por las que se

compra el temario de una oposición o una camisa de moda. Un libro verdadero –  porque también hay libros impostores– es algo tan material y necesario como una ba-

rra de pan o un vaso de agua. Como el agua y el pan, como la amistad y el amor, la

literatura es un atributo de la vida y un instrumento de la inteligencia, de la razón y de

la felicidad. Pero no hay que culpar a la mayor parte de los posibles lectores de que

no lo sepan. Tampoco parecen saberlo muchos escritores, o si lo saben guardan el se-

creto.

Un amigo mío que se dedica a enseñarla dice que la literatura no es cultura, sino

algo más serio y más elemental. La literatura, su médula, es una consecuencia del ins-

tinto de la imaginación, que opera con plenitud en la infancia y que poco a poco suele

ir atrofiándose, como todo órgano que se deja de usar. De mayores nuestra imagina-

ción se mueve con tanta torpeza como nuestra mano izquierda, y ya no sabemos re-

cordar que hubo un tiempo en que el juego y la fábula eran en nosotros no una mane-

ra desmañada de huir de la realidad cuando tenemos tiempo o ganas o cuando nos de-

  jan, sino la forma soberana del conocimiento. Mediante el juego aprendíamos las

normas y las leyes del mundo, igual que los griegos del tiempo de Hesíodo se fami-

liarizaban con ellas mediante la poesía. Nuestra imaginación se apoderaba de las co-

sas, transmutando su realidad ostensible en una apariencia maleable que obedecía a

nuestros deseos. Lo que para los mayores era siempre un desván o un jardín también

era desván y jardín para nosotros, pero teníamos la potestad de convertirlos en gruta y

en selva. Nuestro padre, que según luego descubrimos con cierta decepción es un

hombre común, entonces era un héroe o un gigante bondadoso o temible. El tiempo,ahora tan fugitivo, tan cuadriculado en horas y minutos, era tan vasto entonces como

el tamaño que tienen en el recuerdo las habitaciones del pasado. Para los griegos, los

versos de Hesíodo y de Homero eran la expresión más detallada y fidedigna de las

leyes de la naturaleza y de la memoria antigua de los héroes y los dioses. Del mismo

modo, en esa edad de oro de nuestra primera infancia, placer y aprendizaje, juego y

verdad, imaginación y descubrimiento, eran sinónimos. Como para los pueblos primi-

tivos, nuestra forma de conocimiento era la mitología. El papel que ésta ocupa en la

memoria y en la vida cotidiana de una tribu amazónica lo ocupaban los cuentos en

nuestra infancia. A medida que crecemos y que se nos empieza a adiestrar para el tra-

  bajo, para la mansedumbre y la desdicha, el hábito de la imaginación se vuelve in-

cómodo o peligroso, y desde luego inútil, y sin darnos cuenta lo vamos perdiendo, no porque éste sea un proceso tan natural como el del cambio de voz, sino porque hay

una determinada presión social para que nos convirtamos no en individuos sanos, fe-

lices y autónomos, sino en súbditos dóciles, en empleados productivos, en lo que an-

tes se llamaba hombres de provecho. Se rompe entonces lo que al principio estuvo

unido, se trazan fronteras rigurosas que seguramente ya no sabremos romper, y el

 juego, la fábula, la imaginación, quedan despojados de su soberanía y convertidos en

  proscritos, o lo que es peor, en bufones, como esos jefes indios que después de la

rendición de sus tribus lanzaban sus gritos de guerra y se pintaban la cara no para ca-

 balgar con libertad y orgullo por praderas sin límite, sino para actuar de comparsas en

el circo de Buffalo Bill.

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Pero la imaginación es muy fuerte y tarda en ser vencida. Yo creo que el período

de nuestras vidas en que se libra la batalla más difícil, que resulta también ser la defi-

nitiva, transcurre al final de la infancia y en la adolescencia, y no es casual que sea en

ese tiempo cuando nos aficionamos a la literatura y a la rebeldía y cuando se decide

inapelablemente nuestro porvenir. Es entonces cuando los libros, si nos hemos edu-

cado para acercarnos a ellos, nos importan más, porque intuimos que ocupan un lugar estratégico en la disputa, con frecuencia desconcertada y amarga, entre la realidad y

el deseo, que por desgracia ya no son evidencias idénticas. Estoy convencido de que

el escritor lo es en la medida en que al crecer ha seguido guardando dentro de sí el

fuego sagrado de la imaginación, el impulso antiguo y nunca desfallecido por inter-

 pretar el mundo no sólo o no exclusivamente mediante el análisis, sino mediante la

narración y la fábula, y de suspender de vez en cuando las leyes inflexibles de la evi-

dencia para mirar al otro lado y descubrir lo que las apariencias aceptadas ocultan.

Pero hay veces en que la literatura, fingiendo ser leal a la imaginación y a sus se-

veras responsabilidades –pues no hay responsabilidad mayor que la de conocer el

mundo y averiguar qué lugar ocupa en él nuestra propia vida, y qué es el valor de

nuestros actos– en realidad se ha convertido en criada, y emplea la ficción no para

expresar una verdad que sólo a través de ella puede decirse, sino para mentir. Enton-

ces la literatura establece un juego que es profundamente tramposo, porque para lo

que sirve es para enajenarnos de la verdadera vida, para no dejarnos distinguir entre

los fantasmas y los seres reales, entre las voces y los ecos. Los juegos y los cuentos

nos enseñaban a vivir, igual que los mejores libros. Esa literatura farisea contra la que

yo quisiera estar siempre en guardia a lo único que nos enseña es a permanecer ence-

rrados, a desconfiar de la vida, incluso a desdeñarla. La literatura que importa, ya lo

dije, es como el agua y el pan, y su lectura nos contagia el vigor tan necesario de la

lucidez y el vitalismo. La literatura de simulacros es como un narcótico que nos indu-

ce a la pasividad de los fumadores de opio. Comprenderán que ésta sea la más cele- brada. Comprenderán también que desde mi punto de vista la tarea del que se dedica

a introducir a los niños y a los jóvenes en el reino de los libros es la de enseñarles que

éstos no son monumentos intocables o residuos sagrados, sino testimonios cálidos de

la vida de los seres humanos, palabras que nos hablan con nuestra propia voz y que

 pueden darnos aliento en la adversidad y entusiasmo o fortaleza en la desgracia. De-

cía Ortega y Gasset que los grandes escritores nos plagian, porque al leerlos descu-

 brimos que están contándonos nuestros propios sentimientos, pensando ideas que no-

sotros mismos estábamos a punto de pensar. En este sentido, yo no creo que el escri-

tor sea alguien aislado de los otros y singularizado por el genio o el talento. El escri-

tor, más bien, sería el que más se parece a cualquiera, porque es aquél que sabe intro-

ducirse en la vida de cualquier hombre y contarla como si la viviera tan intensamentecomo vive su vida misma.

La literatura, pues, no es aquel catálogo abrumador y soporífero de fechas y nom-

 bres con que nos laceraba mi profesor de sexto, sino un tesoro infinito de sensacio-

nes, de experiencias y de vidas que están a nuestra disposición igual que lo estaban a

la de Adán y Eva las frutas de los árboles del Paraíso. Gracias a los libros nuestro

espíritu puede romper los límites del espacio y del tiempo, de manera que podemos

vivir a la vez en nuestra propia habitación y en las playas de Troya, en la calles de

 Nueva York y en las llanuras heladas del Polo Norte, y podemos conocer a amigos

tan fieles y tan íntimos como los que no siempre tenemos a nuestro lado, pero que vi-

vieron hace cincuenta años o cinco siglos. La literatura nos enseña a mirar dentro denosotros y mucho más lejos del alcance de nuestra mirada y de nuestra experiencia.

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Es una ventana y también es un espejo. Quiero decir: es necesaria. Algunos la consi-

deran un lujo. En todo caso, es un lujo de primera necesidad.

Pero que sea necesaria, que responda a un impulso que late en cada uno de noso-

tros, que se parezca al juego y al sueño, no quiere decir que sea un tesoro puesto al

alcance de la mano, que cualquiera pueda sin esfuerzo escribirla y leerla. Cunde des-

de hace ya demasiados años la superstición irresponsable de que el empeño, la tena-cidad, la disciplina, la memoria, no sirven para nada, y de que cualquiera puede hacer 

cualquier cosa a su antojo. Eso que llaman lo lúdico se ha convertido en una categoría

sagrada: del aula como lugar de suplicio que aún llegamos a conocer los de mi edad

se ha pasado a la idea del aula como permanente guardería, lo cual es una actitud

igual de estéril, aunque mucho más engañosa, porque tiene la etiqueta de la renova-

ción pedagógica. Un síntoma de esa tendencia a la pereza y a la falta absoluta de rigor 

es una mediocre película que estuvo de moda hace unos años, y que ganó todos los

oscars posibles. Me refiero a Amadeus, de Milos Forman. En ella se nos presenta a

Mozart como un joven cretino al que el genio le ha sido conferido por una especie de

capricho de Dios. Salieri, que es estudioso, perseverante, concienzudo, resulta ser un

fracasado. Mozart, un idiota que no para de reír y de emborracharse y que lleva la pe-

luca torcida se sienta de pronto al clave y compone una música milagrosa. El genio,

según esta película, y según la creencia que parece imponerse ahora, no requiere tra-

 bajo ni disciplina, sino nada más que espontaneidad, juventud y descaro. Pero todos

sabemos, aunque de vez en cuando se nos olvide, que las cosas que más instintiva-

mente llevamos a cabo, las que nos parece que nos salen sin esfuerzo, han requerido

un aprendizaje muy lento y muy difícil, y que la lentitud y la dificultad nos han tem-

 plado mientras aprendíamos. Hablamos con naturalidad nuestro idioma, y se nos ol-

vida los años que nos costó aprenderlo. Caminamos sin dificultad y sin ser conscien-

tes de nuestros pasos, pero hizo falta que nos cayéramos muchas veces y que vencié-

ramos el miedo y el vértigo para que pudiéramos andar erguidos por primera vez. Losmayores logros del arte, de la música, de la literatura, del deporte, tienen en común

una apariencia singular de facilidad. Pero a ese atleta que en menos de diez segundos

corre cien metros ese instante único le ha costado años de entrenamiento, y ese músi-

co que toca delante de nosotros sin mirar la partitura y ese aficionado que se la sabe

de memoria y goza de cada instante de la música han pasado horas innumerables con-

sagrados al estudio de aquello que más aman, negándose al desaliento y a la facilidad.

Se nos educa –cuando se nos educa, cosa cada vez menos frecuente– para , y menos

aún en los grandilocuentes actos culturales, en las conversaciones chismosas de los

literatos o en los suplementos literarios de los periódicos. Donde está y donde impor-

ta la literatura es en esa habitación cerrada donde alguien escribe a solas a altas horas

de la noche, o en el dormitorio donde un padre le cuenta un cuento a su hijo, que talvez dentro de unos años se desvelará leyendo un tebeo, y luego una novela. Uno de

los lugares donde más intensamente sucede la literatura es un aula donde un profesor 

sin más ayuda que su entusiasmo y su coraje le transmite a uno solo de sus alumnos

el amor por los libros, el gusto por la razón en vez de por la brutalidad, la conciencia

de que el mundo es más grande y más valioso de todo lo que puede sugerirle la ima-

ginación. La enseñanza de la literatura sirve para algo más que para descubrirnos lo

que otros han escrito y es admirable: también para que nosotros mismos aprendamos

a expresarnos mediante ese signo supremo de nuestra condición humana, la palabra

inteligible, la palabra que significa y nombra y explica, no la que niega y oscurece, no

la que siembra la mentira, la oscuridad y el odio.

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CARLOS GARCÍA GUAL 

Utilidad de la ficción

30/10/2010Si hoy me pregunto por qué amo la literatura, la respuesta que de forma espontánea me

viene a la cabeza es: porque me ayuda a vivir, "escribió T. Todorov en el prólogo a su

libro La literatura en peligro. Y añadía luego: "La literatura, más densa y más elocuente

que la vida cotidiana, pero no radicalmente diferente, amplía nuestro universo, nos invi-

ta a imaginar otras maneras de concebirlo y de organizarlo". En esa misma línea, Alber-

to Manguel subraya la importancia de los relatos de ficción para una comprensión

auténtica y panorámica del mundo y de nuestra accidental existencia. Ya que vivimos en

un tiempo y un espacio histórico muy limitados, la lectura de textos literarios nos abre

ventanas a experiencias y mundos de otros horizontes; nos invita a entender, imaginar, y

convivir otras aventuras, dramas y realidades, y así ahondar en el conocimiento de lo

humano, es decir, de nosotros mismos, más allá de nuestra casual y exigua circunstan-cia. El encuentro con esas ficciones estimula nuestro imaginario, educa nuestra concien-

cia y habla de cuán interesante y múltiple es la condición humana.

Sobre la utilidad vital de las ficciones escribe Manguel: "Las ficciones pueden ayudar-

nos, aliviarnos, iluminarnos y mostrarnos el camino. Sobre todo, pueden recordarnos

nuestra condición, traspasar la apariencia superficial de las cosas... pueden alimentar 

nuestra conciencia... para saber qué somos, un conocimiento esencial que nace de la

confrontación con la voz de otro. Soñar historias, contar historias, escribir historias, leer 

historias, son artes complementarias que otorgan palabras a nuestro sentido de la reali-

dad...". (También Vargas Llosa, con claro estilo, ha comentado cómo ese mundo ficticio

de la literatura, con "la verdad de las mentiras", paradójicamente, nos ofrece una verdadmás honda que la de la limitada experiencia personal). Para ilustrarlo, Manguel evoca

ficciones y fantasmas familiares: Gilgamés, Casandra, Don Quijote, Kafka, y otros, que

nos sugieren propuestas audaces de un mundo interesante y mejor.

Lector, autor y personajes de ficción configuran un triángulo esencial en ese proceso de

comunicación. En el capítulo 'Los ladrillos de Babel' recuerda el espectacular progreso

de los medios de la difusión de la escritura "desde los tiempos de las tablillas meso-

 potámicas hasta los medios electrónicos de hoy, bancos de memoria más vastos y fia-

 bles que el cerebro humano" (abrumadora e infinitamente más vastos). Pero a la par 

advierte que, tras tantos avances, "leer no es dominar un texto, y (como bien sabían los

antiguos bibliotecarios de Alejandría) la acumulación de saber no equivale a conoci-miento". Leer bien e interpretar a fondo los textos aún requiere siempre tiempo, memo-

ria e inteligencia. (Aunque sea una tarea, en efecto, bastante más cómoda que en Babi-

lonia o Alejandría). Los impactantes avances electrónicos mejoran el instrumental, pero

no cambian el encuentro: la verdadera lectura sigue siendo un desafío intelectual y un

arte y una educación sentimental. Moraleja: "Para ello (leer bien) necesitamos prescin-

dir de las tan cacareadas virtudes de lo rápido y lo fácil y recuperar el valor positivo de

ciertas cualidades casi perdidas: la profundidad de la reflexión, la lentitud del avance, la

dificultad de la empresa".

En su conocido ensayo sobre La experiencia de la lectura ya C. S. Lewis insistía en que

los buenos libros, los que proporcionan una ampliación de nuestra conciencia, se dife-

rencian de los otros en que "proponen una buena lectura", y necesitan lectores críticos ycon gusto. "El valor de la literatura se verifica cuando tiene buenos lectores". Ser buen

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lector no requiere ser pedante, docto, erudito, ni nada parecido. Leer bien requiere aten-

ción, agudeza y tiempo. Y ese educado hábito es lo que ahora, con la proliferación de

 publicaciones y la literatura de consumo rápido y entretenimiento fácil, parece muy

amenazado. Este es el asunto central del último capítulo de Manguel: la comercializa-

ción de la literatura, que se hace trivial y banal para el consumo de una sociedad masiva

y mediática. "Las cadenas de librerías venden el espacio de sus escaparates y mesas almejor postor, de forma que lo que ve el público es aquello que la editorial paga para que

se vea. En consecuencia, pilas de libros que anunciados como best sellers ocupan la

mayor parte del espacio físico de la librería y todos ellos, como las salchichas, llevan

una fecha de caducidad implícita que garantiza una producción constante". Novelas

superficiales inundan el mercado, gozan de amplia publicidad bien pagada, y con len-

guaje facilón e intriga trepidante ofrecen saciar las ansias lectoras de un público espeso,

vasto, apresurado y unánime. La publicidad es engañosa; la crítica a menudo negligente.

 No es fácil, en mi opinión, definir qué es buena literatura; hemos de recurrir al juicio

de los raros buenos lectores. Aún quedan; incluso entre los viajeros en metro. Como los

 buenos relatos, amigas voces de alerta, a contrapelo de las modas, siguen ahí, incorrup-

tibles. La ciudad de las palabras, razonado y ameno elogio de la ficción, lo demuestra.

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CONSTANTINO BÉRTOLO

Leer, ¿Para qué?

26/05/1997

Aun sin ánimo alguno de hacer Historia parece evidente que nunca la lectura ha gozado de tanunánime encomio en nuestro país. Y en tal loa se aúnan aquellas instancias sobre las que tradicio-

nalmente ha recaído el juicio sobre la actividad de leer -la escuela, la Iglesia, el Estado-, los secto-res histórica e intrínsecamente interesados -lo que bien podríamos llamar la intelligentzia cultural

del país- y, muy recientemente, pero con gran ímpetu, lo que podemos llamar la inteligencia mer-cantil.- la industria del ocio y sus servicios adyacentes. No deja de ser curioso que el énfasis so-cial del encomio recaiga sobre la actividad tomada en abstracto: leer, sin apenas ninguna referen-cia concreta acerca del qué leer, su por qué o su para qué. Los argumentos para el fomento de lalectura -lectura de textos literarios- son múltiples y variados, pero a grandes trazos se puedenagrupar bajo tres rótulos: la lectura como modo de entretenimiento, la lectura como conocimientoy la lectura como vehículo de cultura.

Leer para entretenerse es un argumento que se utiliza con énfasis de evidencia: leo para entrete-nerme. Sin embargo, las dificultades comienzan cuando se trata de buscar qué hay debajo de eseentretenerse. Si consultamos el diccionario de la Real Academia veremos que en la salida del

término se encuentran las siguientes acepciones: "1. Distraer a alguien impidiéndole hacer algo. 2.Hacer menos molesta y más llevadera una cosa. 3. Divertir, recrear el ánimo de uno. 4. Dar lar-

gas, con pretextos, al despacho de un negocio". Como vemos, en la primera y la cuarta acepciónsubyace una conciencia difusa de que leer no es un que hacer, sino todo lo contrario: un dejar dehacer. Por recrear el ánimo debe entenderse la acción de lograr que éste se sienta satisfecho con-sigo mismo. Divertir, en ese sentido, sería alcanzar el contentamiento propio. Lo cual presuponeun descontento anterior, una carencia.

De lo hasta aquí expuesto se desprende que quienes, por mor de entretenimiento, nos incitan a la

lectura, o bien quieren que dejemos de hacer aquello que tenemos que hacer, o bien, conscientesde algún descontento que nos atenaza, desean que satisfagamos nuestra carencia con un sucedá-neo: la lectura, fomentando así la irresponsabilidad y el autoengaño.

Si volvemos a ese entretenerse como hacer menos molesta y más llevadera una cosa, cabría pen-sar si esa cosa es una tarea (trabajar ocho horas en una oficina), una situación (el desamor, el pa-ro) o una condición (la mortalidad del hombre), y sólo en función de que esa tarea fuera buena(encaminada al bien común), esa situación inevitable e involuntaria y esa condición irreductible,

 podríamos decir que ese entretener sería deseable. En cualquier otro caso, lo que se nos estaría proponiendo so capa de entretenimiento es lo que en castellano recto deberíamos llamar falso

consuelo.

Irresponsabilidad, autoengaño y falso consuelo no parecen argumentos muy válidos para unadefensa de la lectura. Pero supongamos -y alejemos así cualquier acusación de calvinismo- que,dada la frágil condición humana, pueda ser bueno para el hombre poder en alguna medida y oca-sión ser irresponsable (descansar de la seriedad), o autoengañarse (descansar de uno mismo), o

darse falso consuelo (en medio de un pasar del tiempo que es pasar hacia la muerte). Desde talsuposición -que por conveniencia o convencimiento parece estar muy extendida- ese entretenerserecobra cierta validez, pero no deja por eso de enseñar sus insuficiencias. Porque: ¿qué es lo en-tretenido? Y en el caso que nos atañe: ¿qué lectura, de qué libro, es la más entretenida? Lo entre-tenido es una cuestión de preferencias, y, por tanto, si las instancias y grupos sociales que abande-

ran ese fomento abstracto de la actividad de leer no definen preferencias -lean esto mejor que lootro-, lo único que están fomentando es el todo vale y el arréglatelas como puedas. Y lo malo del

todo vale es que lo que en verdad encubre es que no todo vale lo mismo, que lo que más vale es lo

que más se hace valer, es decir, lo que más se promociona. Entretenerse escondería así su verda-dero rostro: la aceptación de los valores dominantes.

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La lectura como medio de conocimiento constituye otro de los grandes ejes de la argumentación afavor de la lectura. Por medio de ella, se argumenta, conocemos mundos y vidas a los que no podríamos tener acceso de otra forma. Es evidente que la lectura puede proporcionar esquemas o

 pautas para el conocimiento de los mecanismos de las relaciones humanas, la creación, manipula-ción y uso de los sentimientos, o para el análisis de las relaciones de poder dentro de una socie-dad. Aunque también es evidente que la validez de tales conocimientos estará en función de lacalidad de los textos leídos, de ahí que la defensa de la lectura por la lectura -sin especificar crite-rios o títulos concretos- no deja de ser un eslogan confusionista.

Se podrá alegar que en cualquier caso todas las lecturas enseñan, que en todas las lecturas se in-corporan conocimientos y que desde ese entendimiento no hay lectura mala. Tal postura respondea un concepto cuantitativo -economicista en el fondo- del conocer que ignora o niega que el co-nocer humano es un conocer para la acción y que la bondad de toda acción viene determinada por su sentido.

La tercera línea de argumentación a la que se acude para ese encomio de la lectura del que veni-mos hablando reside en su entendimiento como instrumento de acceso a la cultura, y por eso con-vendría delimitar el contenido de tan evasivo término. Al menos hasta el siglo XVII cultura era el

nombre de un proceso: la cultura (cultivo) de algo: de la tierra, de los animales, de la mente. En elsiglo de la Ilustración, y a través de un proceso de contaminación en el que ocupa un papel rele-

vante la aparición del término civilización, la cultura pasó a describir un estado, un estadio en eldesarrollo humano y así había personas cultas o incultas del mismo modo que había países civili-

zados y países salvajes o no civilizados. Pasó así a ser algo conmensurable desde el punto de vistacuantitativo: se tenía mucha, poca o ninguna cultura. La cultura ya no era, por tanto, el proceso decultivo y cuidado de las facultades humanas -la imaginación, la prudencia, la inteligencia- sino unresultado, es decir, un "capital", una suma de bienes conmensurables y, por tanto, factibles de ser mercantilizados, al modo que hoy se habla, por ejemplo, de la necesidad de contar con "una cultu-ra empresarial". Cierto que el romanticismo introdujo, a modo de contrarréplica, una propuestasemántica diferente para el concepto de cultura. Frente a esa cultura como algo "exterior", el mo-vimiento romántico propuso un entendimiento de la cultura como un proceso de desarrollo "inter-

ior", o "espiritual", o "íntimo". Acceder a la cultura sería, por tanto, conocer aquello que hay queconocer (la cultura como conocimientos) y sentir aquello que hay que sentir (la cultura como vidainterior). 

Desde esta perspectiva, el encomio de la lectura en cuanto vía de acceso a la cultura lo que tradu-ce es una doble imposición social: lo que hay que leer y lo que hay que leer -sentir- en lo que selee. La primera imposición reflejaría la pertinencia ilustrada, mientras que la segunda recogería la pertinencia romántica. Lo curioso es que el encomio general de la lectura del que venimoshablando escamotea la necesidad de pronunciarse sobre una u otra cuestión -qué leer, qué sentir-y en aras de una pretendida neutralidad deja la contestación a ambas preguntas en manos del mer-cado cultural, en manos de lo que hay, y su aparente no imposición se revela así como una impo-sición sumamente eficaz en cuanto que tira la piedra y esconde la mano. La mano invisible.

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Del leer y el pensar

En este texto, tomado de una selección de pensamientos de Arthur Schopenhauer, el

autor establece la "diferencia" que hay entre leer y  pensar . Se trata de un ejemplo de

reflexión filosófica sobre las relaciones entre el lenguaje y el pensamiento. Para ello, elfilósofo determina el no-ser (pensar no es reproducir ideas ajenas)  y el  ser (es asimila-

ción propia) del  pensar . Schopenhauer establece, además, la "identidad" entre el lengua-

 je y el pensamiento, mediante la analogía entre la nutrición corporal y la mental.

"Si leemos, piensa otro por nosotros, sólo repetimos su proceso mental. Es como si el

discípulo trazara con la pluma los rasgos escritos con lápiz por el maestro. La lectura

nos quita en gran parte el trabajo del pensar. Así nos sentimos aligerados al pasar de

nuestros propios pensamientos a la lectura. Pero durante la lectura es nuestra naturaleza

realmente el campo de batalla de pensamientos extraños. Así sucede que pierde poco a

 poco la capacidad de pensar por sí mismo, aquel que lee mucho y casi todo el día, dis-

trayéndose con pasatiempos irreflexivos en los intervalos, igual que pierde la manera deandar, quien siempre está montado a caballo. Es el caso de muchos sabios: se han leído

tantos. Porque la lectura continua reanudada en todo momento libre, atrofia intelectual-

mente, más aún que el continuo trabajo manual porque éste permite, al menos, algunos

 pensamientos propios. Como un resorte pierde su elasticidad por la presión de un cuer-

 po extraño, así el espíritu pierde la suya por constante presión de ideas extrañas, y como

el exceso de alimentación corrompe el estómago, perjudicando al cuerpo, también llena

y ahoga el espíritu el exceso de alimentación intelectual. Cuanto más se lee, menos hue-

llas de lo leído queda en el espíritu: es como una pizarra sobre la cual están escritas mu-

chas cosas las unas sobre las otras. Así no se llega a asimilar, y no se consigue el apro-

 pio de lo leído. Si se lee siempre sin reflexionar sobre ello, no arraiga y se pierde. En

general sucede con el alimento espiritual como con el corporal: apenas se asimila lacincuentava parte de lo que se come. El resto desaparece por evaporación, respiración,

etc. Los pensamientos puestos en el papel, no son, en general, más que las huellas de un

 paseante en la arena; se ve el camino que ha tomado, pero para ver lo que ha visto hay

que emplear sus propios ojos."

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JOSÉ MARIA MERINO

La materia de las palabras

23/12/1986A partir de los años treinta y hasta la mitad de nuestro siglo se afirmó que la novela no

 podría superar jamás el gran realismo del siglo XIX. Se nombraba a Proust y a Joyce

como los precursores de la crisis definitiva y se vaticinaba la muerte segura de la nove-

la, cuyos contenidos naturales habrían de quedar absorbidos por los procedimientos au-

diovisuales de comunicación y entretenimiento.Al fin resultaron falsas aquellas profec-

ías: la novela ha mostrado un vigor creciente y ha ofrecido hasta la fecha una diversidad

que, sin ceñirse ya a la estricta referencia de la sociedad de la época, como hizo en la

segunda mitad del siglo pasado, presenta múltiples perspectivas, según el modo de

hacer y las obsesiones de cada autor.

Es fácil comprobar que la novela se ha adaptado a las visiones más variadas, en cuanto ala forma de narrar y a la estructura de los relatos, y que ha dado cabida a toda clase de

ficciones sin dificultar ninguna especulación ética, estética o fantástica. Hay aspectos de

nuestra cultura y hasta de nuestra experiencia individual que se nutren primordialmente

de la verosimilitud de ternas y mitos novelescos.

También la novela de nuestro siglo, recuperando la tradición simbólica de algunos mo-

delos clásicos, muestra su eficacia para sondear en la condición, peripecias y metamor-

fosis de personajes, estirpes, grupos y hasta pueblos enteros, transmutados mediante lo

literario en presencias autosuficientes, que no precisan de referentes vivos para conven-

cer al lector de su verdad, y que tantas veces resultan además parábolas esclarecedoras

de la realidad no literaria.

 No era la novela lo que estaba en crisis, sino una determinada manera de entenderla.

Pero recientes polémicas sobre el papel del novelista en la sociedad parecen apuntar el

reverdecimiento de aquellas doctrinas que veían la novela como algo subsidiario de la

realidad: un mero reflejo, el espejo a lo largo del camino de la cita famosa; como si de

nuevo la novela estuviese obligada a cumplir las funciones de los tiempos en que ella

era el medio principal para la transmisión de ideologías y la crítica de costumbres.

Sin embargo, parece que no puede mantenerse un concepto de realidad similar al deci-

monónico o al acuñado por cierta crítica sociologista para exigir el permanente vicariato

y compromiso de la novela con la realidad no novelesca. Elementos tan dispares como

las nuevas concepciones cósmicas, la narrativa en imágenes, el psicoanálisis o la simul-

taneidad de los sucesos más lejanos con su general difusión testifican la crisis del propio

concepto de realidad, que no es nunca unívoca ni está perfilada con absoluta diafanidad.

Actualmente es preciso convenir que la realidad está configurada también por la novela;

que la realidad se compone, por una parte, de hechos, relaciones y normas, pero que, por 

otra, incluye la imaginario, y que es patrimonio de la novela, precisamente, lo imagina-

rio construido mediante la pura materia de las palabras. Y del mismo modo que desco-

nocer la importancia del lo imaginario sería amputar y simplificar gravemente lo com-

 plejo de nuestra realidad, no aceptar la preponderancia de la novela -y de toda la ficción

literaria- dentro de lo imaginario manifestaría un peligroso olvido del ámbito y de la

 potencia de ese signo, identificador por excelencia de lo humano, que constituye la pa-

labra.

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Debería considerarse también que, frente a otros campos en que lo imaginario se ofrece

de modo compulsivo, creando seres, paraísos o terrores capaces de angustiar y violentar 

al hombre, emplazando el cumplimiento de su destino más allá de la muerte, la novela

representa lo imaginario no compulsivo, acomodado siempre a nuestra medida; por eso

asumimos la posible seducción de su lectura como algo, plenamente integrado en la

vida cotidiana, sin perjuicio de los elementos oscuros e inefables que a su través pode-mos conocer o intuir. De ahí que las novelas, en el ejercicio de su función liberadora,

tengan capacidades que desbordan su indiscutible virtud como remedio de soledades.

Libertad

Por su afirmación en lo imaginario, pertenecen las novelas a las zonas más libres de la

conciencia, y se marcan allí con señales susceptibles de reconciliar a los hombres con

sus sueños y permitirles sospechar que, del mismo modo que la realidad imaginaria

 puede moldearse, podría también ser moldeada la realidad vigil, integrada cada vez en

mayor medida por aspectos problemáticos en que juegan fuerzas capaces de arrollarnos

a todos.

Y, sin embargo, mientras se asume -aunque amargamente- la tiranía de los gigantescos

engranajes de esa otra parte de la realidad en lugar de reivindicar el desarrollo urgente

de lo imaginario, se sospecha de ello, se pretende constreñirlo y acotarlo. Pues no signi-

ficaría otra cosa volver a prescribir para la novela funciones instrumentales concretas

respecto de la realidad no novelesca. Sin olvidar que la novela, en su utilización institu-

cional, no pasa de ser simplemente un medio para la enseñanza de la lengua, con fre-

cuencia aplicado en meros procesos de autopsia.

Frente a las exigencias de compromiso de la novela con la realidad no novelesca habría

que demandar compromiso de la realidad no novelesca con lo imaginario, y muy en

especial con la novela. Esto debe suponer la plena libertad de los narradores para que

transformen sus obsesiones en novelas, pero también llevaría consigo la decidida im- plantación de lo imaginario novelesco en la formación de los ciudadanos, concediendo

un papel muy rele-vante al embeleso de su lectura.

Más allá de los efectos inmediatos que puedan conseguir contra la injusticia los de nues-

tros literarios, más allá del acercamiento, mediante la literatura, a los dolores intolera-

 bles del mundo, la asunción de la novela en libertad como factor importante de la reali-

dad y una distinta consideración social del goce y del ejercicio de lo imaginario nove-

lesco podrían sin duda enriquecer a los hombres y mujeres del siglo que viene, para que

fuesen más hábiles que nosotros en hacer fructificar la libertad, la tolerancia y un pro-

greso diferente al que, sin elaborarse desde el territorio de los sueños, se atrinchera a

menudo, paradójicamente, en el de las peores pesadillas.

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JOSÉ MARÍA MERINO

El arte de leer

10/06/2003Escribir textos y descifrarlos mediante su lectura es para nosotros una actividad común,

que no tiene nada de misteriosa. Sin embargo, para una sociedad humana que no cono-

ciese la escritura, esa actividad que consideramos corriente y hasta banal podría alcan-

zar resonancias mágicas. Recordemos la fascinación de Atahualpa al ver cómo los espa-

ñoles trazaban sobre una hoja blanca extraños signos capaces de llevar consigo una in-

formación certera. La perspicacia del destronado emperador inca le llevó a comprender 

que aquellos signos escritos eran un vehículo para la transmisión del pensamiento, aun-

que no podía saber si se trataba de una cualidad natural de los conquistadores o de un

arte que, por muy sorprendente que pareciese, podía ser enseñado y aprendido. Daba

fuerza a sus dudas que Pizarro, el señor que mandaba en sus captores, no pareciese estar 

dotado de aquella virtud que sus inferiores poseían. Cuentan las crónicas que, para co-nocer la verdad, Atahualpa hizo que uno de sus carceleros le escribiese el nombre de

Dios en la uña de uno de sus pulgares. Ante la ignorancia y el desconcierto de Pizarro

cuando le mostró su pulgar, Atahualpa comprendió que la escritura y su silencioso des-

velamiento no eran un don natural de los extranjeros, sino un arte que, paradójicamente,

el jefe de todos ellos desconocía.

Acaso deberíamos recuperar algo de la curiosidad y el asombro del inteligente y desdi-

chado emperador inca a la hora de afrontar la iniciación a la lectura en los jóvenes, des-

de lo que tiene de aptitud o habilidad singular para descifrar ficciones. En tiempos no

muy lejanos, iniciar en la lectura de ficciones apenas necesitaba estímulos, pues, aparte

de los libros, la imaginación de los jóvenes no encontraba demasiados alicientes parasus expansiones. Los jóvenes lectores que llegaban al mundo de la ficción literaria lo

habían conseguido por sus propios medios, y a menudo de espaldas a sus tutores educa-

tivos. Hoy deberíamos afrontar la iniciación a la lectura de ficciones como si se tratase

de un arte especial, de una actividad que requiere ciertas orientaciones y prácticas.

Los jóvenes reciben las enseñanzas a que les obligan los programas académicos a través

de libros de texto cuya asimilación forma parte de los deberes escolares, por medio del

estudio. Enfrentados a los libros de texto, la mayoría de los jóvenes no conceden de

entrada ningún crédito a esos otros libros que, aunque contengan poemas o ficciones y

constituyan ámbitos verbales susceptibles de generar diversión y placer, se presentan

con el mismo aspecto físico que los demás, y también cubiertos de letra impresa. Lejosde la letra impresa, los estimulantes actuales de la imaginación juvenil se encuentran en

otros objetos y artificios, encaminados a los efectos y emociones audiovisuales, donde

la complejidad y riqueza del discurso escrito ha sido sustituido por otros conceptos de la

comunicación. Además, tal como está la relación de la mayoría de las familias con los

libros, la iniciación a la lectura de ficciones ha dejado de pertenecer al ámbito de lo

doméstico. Hoy corresponde sobre todo al profesorado iniciar a los jóvenes en sus se-

cretos. Si tal instrucción se concibiese como la enseñanza de un arte, debería sustentarse

en un sucesivo desvelamiento, y sin duda requeriría una cuidadosa selección de textos,

adecuados a cada grupo de futuros lectores, y su presentación óptima para facilitar un

análisis mucho más sentimental y estético que gramatical, dirigido a despertar el interés

 profundo de los iniciados. El camino de seducción podría acarrear técnicas diferentes, pero el objetivo debería ser mostrar que, mientras en los libros de texto comunes las

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 palabras impresas no pretenden transmitir otra cosa que información y conocimientos,

en los libros literarios las palabras impresas se transforman en imágenes mentales que

revelan los secretos de las conductas, elaboran sucesos extraordinarios e iluminan mun-

dos vigorosos. Así, la iniciación en la lectura de poemas, de ficciones, debería ser afron-

tada como si se tratase de una sabiduría peculiar, de un grado superior a la simple apti-

tud lectora precisa para desentrañar cualquier texto ordinario. Como si, en el caso de lalectura literaria, el libro fuese un instrumento musical y el lector el intérprete que repro-

duce y hace resonar su melodía por la gracia de su destreza.

El asunto es difícil, porque para desempeñar la tutela de ese proceso hay cualidades que

están alejadas de la mera pedagogía. En la iniciación al arte de leer hay mucho de con-

tagio. Sólo los buenos lectores pueden transmitir el encantamiento de la lectura y des-

 pertar su gusto en los jóvenes. Por eso en la dificultad del caso, que cuenta con la adver-

sidad añadida de esa mezcla de lengua y precaria literatura de que se componen los ac-

tuales programas académicos, está ante todo la cuestión de cómo formar a esos profeso-

res que, para la mayoría del alumnado, deben ser el elemento iniciador natural de la afi-

ción a la lectura, y que no podrán cumplir medianamente su función sin ser ellos mis-

mos expertos y gozosos lectores.

Quizá las actuales facultades de filología requieran la creación de especialidades en lite-

ratura pura, o pura literatura, que traten las ficciones literarias como textos para ser leí-

dos desde la intuición, la fruición y el embeleso, sin tanto énfasis en las estructuras lin-

güísticas. Unas especialidades académicas destinadas a estudiantes que sean sinceros

lectores, y cuyas posibilidades de carrera profesional se orienten, precisamente, a la en-

señanza de la literatura. Junto a ello sería conveniente contar con un sistema educativo

de nivel medio en que el impulso de la imaginación literaria se estimase por sí mismo,

sin instrumentalizar la literatura para otros fines, es decir, donde se valorasen claramen-

te las capacidades que, por el mero hecho de leer, puede avivar la literatura en el joven

alumnado. Dar importancia a la lectura de ficciones en sí misma y afrontar su enseñanzacomo un arte en que es preciso iniciarse como en otro cualquiera, requiere recuperar un

sentido de la lectura que, en la actualidad, puede estar siendo mixtificado en todos los

órdenes educativos.

Como descubrió con sorpresa el emperador inca, leer no es un don natural, sino un arte,

un arte que no ha perdido nada de su capacidad profundamente formativa de la persona-

lidad y del gusto estético, pero que debe mantenerse vivo con atención y cuidado. Nues-

tra cultura ha venido encontrando históricamente en la pluralidad de los libros y en la

imaginación literaria los mejores fundamentos de su idea de los derechos individuales y

colectivos, a costa de terribles esfuerzos y luchas dramáticas contra los defensores de la

ignorancia y los enemigos del pensamiento libre. Cuando el "fomento de la lectura" parece haberse convertido en un cómodo latiguillo político, que no compromete otros

recursos que ciertas campañas publicitarias, no vendría mal una reflexión seria sobre la

verdadera dimensión pública de esa lectura que se proclama querer fomentar y los pre-

cisos instrumentos materiales y humanos que deberían desarrollarla.

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JOAQUÍN LEGUINA

ELOGIO DE LA LECTURA

“¡Lee para vivir!”(G. Flaubert en carta a Louise Collet)

Todas las artes se nutren de la misma materia, persiguen una misma ilusión, pues pre-tenden trasladar emociones, bellamente expresadas, pero sólo hablaré aquí del libro, dela literatura. Y no le viene mal al libro que se le haga un elogio, que será también laexaltación de la memoria, de toda la memoria de este mundo. Un homenaje pertinenteen un país, como el nuestro, en el cual más de la mitad de los adultos que pueden hacer-lo (apenas existen ya analfabetos en España) declaran no leer jamás un libro.

A la información se llega hoy fácilmente. Al menos, a eso que llamamos “información”.Una información, generalmente manipulada, que con frecuencia nos abruma y hastamartiriza. Sin embargo, ¿cómo llegamos a la sabiduría? Para eso, entre otras cosas,están los libros. Además, leer, y leer bien, es uno de los más grandes placeres que puededarnos la soledad. El más saludable desde el punto de vista espiritual.

Leemos porque nos es imposible conocer a toda la gente a la que desearíamos poder escuchar. También, porque la amistad es vulnerable y puede desaparecer a manos de laincomprensión y de la muerte.

El deseo de leer consiste en preferir. Amar, a fin de cuentas, es regalar nuestras prefe-rencias a quienes preferimos y estos sutiles repartos pueblan nuestra libertad. A menu-

do, lo único que nos habita son los amigos y los libros.He dicho que la lectura es un placer profundo y solitario, pero también nos permite co-nocer “al otro” y conocernos a nosotros mismos. Al fin y al cabo, como dejó escritoEmerson, los libros “nos llevan a la convicción de que la naturaleza que los escribió esla misma que aquélla que los lee”. En el libro vamos a sentirnos próximos a nosotrosmismos. Es él quien nos va a convencer de que compartimos una naturaleza única, por encima del tiempo.

Desde la niñez, que se pasa delante del televisor, se accede hoy a la adolescencia frenteal ordenador, y a la universidad que, quizá, reciba a un estudiante difícilmente dotado

 para admitir la idea según la cual es preciso soportar, tanto el haber nacido, como el

destino mortal que nos aguarda. Es ésta una visión pesimista, pero, en todo caso, nodeseo, no quiero, caer en un tópico, el que asegura que “todo tiempo pasado fue mejor”, pues sigue siendo cierto, como escribió Franz Kafka hace ya más de un siglo: “jamás leharemos entender a un muchacho, que por la noche está metido en una historia cautiva-dora, que debe interrumpir su lectura y acostarse”.

El poeta francés Georges Perros era profesor de literatura en Rennes y leía a sus alum-nos. Una de ellos, una muchacha, recordaba aquellas lecturas con añoranza: “Él (Perros)llegaba al instituto los martes por la mañana, desgreñado por el viento y por el frío, ensu moto azul y oxidada. Encorvado, con un chaquetón de marinero, la pipa en la mano.Vaciaba una bolsa de libros sobre la mesa, se ponía a leer y era la vida…

 No había más luminosa explicación del texto que el sonido de su voz. Nos hablaba detodo, nos leía todo. Todo estaba allí pletórico de vida. Perros resucitaba a los autores,

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que acudían a nuestra clase completamente vivos, como si salieran de Chez Michou, elcafé de enfrente”.

 No hay nada milagroso en esta narración, el mérito del profesor es prácticamente nuloen esta historia. El placer de leer estaba allí, secuestrado por un miedo adolescente ysecreto: el miedo a no entender.

Si al encanto del estilo se une la gracia de la narración, cuando lleguemos a la última página y cerremos el libro, nos seguirá acompañando el eco de su voz: “Muchos añosdespués, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recor-dar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo”.

Leer, leer… pero ¿de dónde sacar tiempo para leer? El tiempo para leer, como el tiempo para amar, siempre es tiempo robado. ¿Robado a qué? Robado al deber de vivir, pero,dichosamente, el tiempo para leer, igual que el tiempo para amar, dilata el tiempo devivir. La lectura no depende de la organización del tiempo social, es, al igual que elamor, una manera de ser. Basta una condición para la reconciliación con la lectura: no

 pedir nada a cambio.

La reina Victoria llevaba trece años reinando cuando nació Stevenson, que murió sieteaños antes que ella. La reina Victoria reinó sobre su imperio sesenta y cuatro años ydentro de dos siglos pocos sabrán quién fue y, sin embargo, la mayor parte de nuestrostataranietos seguirán navegando en la Hispaniola hacia “La isla del tesoro”.Dios o la naturaleza, según se mire, ejercen el derecho a exigir nuestra muerte, peronadie, tampoco ellos, reclama de nosotros la mediocridad. Leemos para huir de ella.

 Nos acercamos a Shakespeare, a Cervantes o a Galdós porque la vida que nos trasladanes de un tamaño mayor del natural. En verdad, su escritura es una bendición en un sen-tido estricto: “la vida plena en un tiempo sin límites”.

Leer es un goce, aunque resulte, a veces, un placer difícil. Pero esa dificultad placenterallega, y no en pocas ocasiones, a lo sublime. Además, otorga una versión de lo sublime

 para cada lector. Se lee para iluminarse uno mismo, y aunque no sea posible encender lavela que alumbre al vecino, se le puede indicar donde está la candela.

La literatura pretende un objetivo que parece inalcanzable: trasladar al lector la emociónde la vida en toda su complejidad. El milagro reside en la capacidad del escritor paraconseguirlo. Un milagro que, por suerte, se repite con alguna frecuencia. Un milagroestético, que no depende de la ideología, de la metafísica o la filosofía del autor, sino desu talento. Un talento que se reclama del alma solitaria, del ser profundo, de nuestrarecóndita interioridad.

Su memoria, la del creador, es, también, nuestra memoria. Una buena novela, una obrade teatro o un poema están contagiados de todos los trastornos de la Humanidad, inclui-do el miedo a la muerte, que el arte pretende transmutar en una ilusión, la de ser inmor-tal a través de la propia obra.

“Toda mala poesía es sincera” escribió Oscar Wilde, pero no se trata de eso, no es lasinceridad la que maltrata una obra, sino la espontaneidad. Lo espontáneo se producesin cultivo, sin el sumo cuidado que el creador ha de poner siempre en su hacer. Un tra-

 bajo hercúleo, que el lector ha de percibir con la sencillez y naturalidad con las que secontempla lo bello.

Un elogio de la lectura exige dedicar algún tiempo, por muy corto que sea, a El Quijote,

la primera novela y, para muchos, la mejor. Un libro placentero en el que pasa todo loque puede pasar.

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Destacaré, dentro de esta obra magna, aquello que, a mi juicio (y al de tantos críticos),destaca por encima de todo: las relaciones entre el caballero y Sancho Panza. Ustedes

 pueden abrir la segunda parte del libro al azar y lo más probable será que se encuentrena Don Quijote y su escudero hablando, un intercambio, probablemente, malhumorado o

 burlón, pero en cuyo fondo aparece el respeto afectuoso que las personas debieran te-

nerse entre sí. Se escuchan y el escuchar los cambia. Hamlet se escucha tan sólo a símismo e igual le ocurre al capitán Ahab de “Moby Dick”, la novela de Melville; tam- bién a la quijotesca Emma Bovary, que muere de tanto escucharse a sí misma. Por elcontrario, Alonso Quijano y su escudero, de tanto oírse, acaban por parecerse el uno alotro, aunque mantengan intactas su coherencia e identidad individuales.

Sancho y Don Quijote son un dúo amalgamado por el afecto y las riñas, pero existe en-tre ellos algo más que cariño y respeto mutuos. Son compañeros de juego, y el juego estodo un mundo con sus propias normas y su propia realidad. En efecto, lo cómico oridículo guarda estrecha relación con lo necio, pero el juego no es necio, está más alláde la estupidez o de la necedad. Don Quijote no es un loco o un necio, sino un jugador,

alguien que juega a ser caballero andante. Él se ha inventado un tiempo y un lugar idea-les y en ellos se mantiene fiel a su propia libertad. Al fin es derrotado, abandona el jue-go, regresa a la “cordura” y muere.

Existen críticos cervantinos que persisten en colocarle a Don Quijote el sambenito denecio y loco y que señalan la supuesta intención de Cervantes en satirizar el “indiscipli-nado egocentrismo de su héroe”. Mas, si eso fuera cierto, no habría libro, porque ¿quiénquerría leer los hechos de Alonso Quijano? Herman Melville, y él sabía muy bien por qué, dijo que Don Quijote era “el sabio más sabio que jamás ha vivido”.Cervantes, con su obra, divierte a todo tipo de lectores, pero el lector activo, al cabalgar 

 junto a los dos aventureros, llegará a compartir con ellos la conciencia de que son per-sonajes de una historia. Una historia inmortal.

En esta incitación a la lectura, que aquí intento, me es obligado hacer mención a la poes-ía. La poesía es la culminación de la literatura, porque es una forma profética, donde lalucha desigual entre el creador y las palabras llega a ser titánica. Aunque en los tiemposactuales, en los que reina la trivialidad, no se quiera saber nada de profetas y hasta setome como verdad revelada la gran sandez, según la cual “una imagen vale más que mil

 palabras”, un buen poema, lo lea poca o mucha gente, sigue siendo una culminación, unhomenaje a la palabra, al origen del ser humano, a aquello que nos hace diferentes de lanaturaleza, de la animalidad, porque, como es sabido, el hombre piensa con palabras ysólo ellas permiten la comunicación entre las personas.

Leer poesía es, ante todo, una llamada a la atención. En efecto, un poema bueno se dis-tingue de otro malo, porque aquél soporta con éxito la lectura atenta y vigilante. El poe-ta valioso manifiesta su creatividad abarcando mucho en breve espacio. Al fin y al cabo,el buen poeta es un visionario, capaz de mostrarnos objetos, sentimiento y seres con unaintensidad desmesurada, llena, además, de connotaciones espirituales.

La poesía, además, es capaz de ayudarnos a construir ese imprescindible diálogo interior que Machado describió al confesar: “converso con el hombre que siempre va conmigo”.

Porque necesariamente hablamos con esa alteridad que nos acompaña, conviene que esediálogo nos haga algo mejores y en ese proceso, al que la lectura nos impulsa y ayuda,

 podemos descubrir que somos más profundos y extraños de lo que creíamos.

Voy a leerles a este propósito unos versos de Luis Cernuda, en homenaje a su memoriaen el centenario de su nacimiento, que se cumple en septiembre de 2002. Como ustedes

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saben, Luis Cernuda salió de España hacia el exilio en Inglaterra en febrero de 1938.Stanley Richardson, un amigo inglés que habría de morir en Londres durante un bom-

 bardeo en 1940, lo sacó de España en la citada fecha para que Cernuda diera unas con-ferencias en la Inglaterra inmediatamente anterior al acuerdo de Munich con los nazis yque, según el entonces Primer Ministro, Neville Chamberlain, iba a significar “la paz de

nuestro tiempo”.Muchos años después escribió Cernuda: “Al comienzo de la aquélla [la guerra civil]estuve en la ignorancia de la persecución y matanza de tantos compatriotas míos (losespañoles no han podido deshacerse de una obsesión secular: que dentro del territorionacional hay enemigos a los que deben exterminar o echar del mismo), mas luego ad-quirí una consciencia tal de esos sucesos, que enturbiaba mi vida diaria; hasta el puntode que, fuera de mi tierra, tuve durante años cierta pesadilla recurrente: me veía allá,

 buscado y perseguido. Sufrir de tal sueño es cosa que, simbólicamente, me enseñó bas-tante respecto a mi relación subconsciente con España”.

El poema que les voy a leer lo escribió Cernuda a los pocos años de salir de España y

les “sonará” a ustedes, entre otras razones, porque Paco Ibáñez lo usó en una hermosacanción. También yo estoy en deuda con este poema, pues a sus versos se debe el títulode una de mis novelas, “Tu nombre envenena mis sueños”, novela que Pilar Miró llevóal cine en la que fue su última película.

El poema se titula “Un español habla de su tierra” y pertenece a la sección “Las nubes”de su poemario continuamente renovado “La realidad y el deseo”.Las playas, paramerasAl rubio sol durmiendo,Los oteros, las vegasEn paz, a solas, lejos;

Los castillos, ermitas,Cortijos y conventos,La vida con la historia,Tan dulces al recuerdo.

Ellos los vencedoresCaínes sempiternos,De todo me arrancaron.Me dejan el destierro.

Una mano divinaTu tierra alzó en mi cuerpo

Y allí la voz dispusoQue hablase tu silencio.

Contigo solo estaba,En ti sola creyendo;Pensar tu nombre ahoraEnvenena mis sueños.

Amargos son los díasDe la vida, viviendoSólo una larga esperaA fuerza de recuerdos.

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Un día, tú ya libreDe la mentira de ellos,Me buscarás. Entonces¿Qué ha de decir un muerto?

El trallazo final, esos últimos, terribles y premonitorios cuatro versos resumen la amar-gura de la ausencia, el dolorido sentir del maltratado con el destierro, lejos de la “ma-drastra de sus hijos verdaderos”, esa España perdida a la que, sin nombrarla, se dirige el

 poema para, primero, describirla y para reprocharle sus perversidades después, cuandolos vencedores, los “caínes sempiternos” que de todo lo arrancaron, le dejaron tan sóloel recuerdo de un nombre que envenena sus sueños.

Los versos de Luis Cernuda nos llegan con todo el dolor de la nostalgia. En el sentidomás literal de esa palabra, que en griego significa precisamente “el dolor del regreso”.Un regreso que resultó imposible, un viaje que, sin embargo, este hombre emprendiócada día, como Ulises, durante el resto de su atormentada vida de exiliado.

“La existencia en Mount Holyoke, (Massachussets)-lugar de los Estados Unidos dondeCernuda vivió impartiendo clases durante algunos años-, se me hizo imposible: los lar-gos meses de invierno, la falta de sol (un poco de luz puede consolarme de tantas cosas),la nieve, que encuentro detestable, exacerbaban mi malestar”, escribiría en 1958. Se lenegaban, en efecto, “la vida con la historia, tan dulces al recuerdo”.

El paso del tiempo le va a traer a Cernuda, a sus versos, la amarga indiferencia, o el re-chazo, que aparece, sincera o sólo despechadamente, en uno de sus últimos poemas,cuyo título, “Es lástima que fuera mi tierra”, resulta bien significativo:

Soy español sin ganasQue vive como puede bien lejos de su tierraSin pesar ni nostalgia. He aprendidoEl oficio de hombre duramente,Por eso en él puse mi fe. Tanto que prefiero

 No volver a una tierra cuya fe, si una tiene, dejó de ser la mía,Cuyas maneras rara vez me fueron propias,Cuyo recuerdo tan hostil se me ha vueltoY de la cual ausencia y tiempo me extrañaron.

La vida y la historia de España, “tan dulces al recuerdo”, con el paso de los años se lehan inundado de desesperanza. Una tierra ya lejana, “la tierra de los muertos, adondeahora todo nace muerto… en medio del silencio”, como escribió Luis Cernuda en estemismo poema, cuyo fragmento les acabo de leer.

Quizá los versos de Luis Cernuda expliquen mejor que cualquier tratado de Historia el profundísimo desgarro moral que significaron la persecución y la matanza que comen-zaron en España un luminoso día de julio en 1936 y que el retorno de la democracia,con la deriva amnésica que acompañó a la reconciliación, no ha conseguido restañar.Recordar a Cernuda en su centenario no puede quedarse en la glosa de sus hermososversos, porque en ellos late en carne viva la tragedia de España.

Para concluir les glosaré otro poema, que siempre me emociona y que escribió el poetade Alejandría, Constantino Cavafis. Un poeta que, aparentemente, nos habla en tonomenor, tratando oblicuamente los grandes acontecimientos de la Historia. “Muchos poe-tas son exclusivamente poetas –dijo en una ocasión Cavafis-. Yo soy un historia-

dor/poeta”. En efecto, muchos poemas de Cavafis están construidos con el material dela Historia. Pero no con la brillante cartulina de la evocación épico-histórica usual. Por 

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el contrario, Cavafis se ejercita una y otra vez en iluminar ese difícil punto de intersec-ción en el que por un momento coinciden, tantas veces en sentidos opuestos, el destino

 personal y el de la Historia misma. Su mundo no es el de la Historia heroica, no es el deltriunfador Octavio, sino el del derrotado Antonio, que, perdida la batalla de Anzio, estáa punto de perderlo todo, incluida su vida.

Quizá, para Cavafis, la única, definitiva victoria, sea la capacidad de asumir, en un actosupremo de la voluntad, el propio destino, aun cuando comprobemos que el ideal perse-guido no existe o cuando, existiendo, se aleja definitivamente de nosotros como ocurreen el poema “El dios abandona a Antonio”, que es el que les voy a leer, en la versiónque de él hizo en lengua castellana el inolvidable José Ángel Valente. Dice así:

Cuando, de pronto, a media noche oigas pasar una invisible compañíacon exquisitas músicas y voces,no lamentes en vano tu fortunaque cede al fin, tus obras fracasadas,

los ilusorios planes de tu vida.Como dispuesto de hace tiempo, como valiente, dile adiós a Alejandría que se aleja.Y sobre todo no te engañes: en ningún caso piensesque es un sueño tal vez o que miente tu oído.A tan vana esperanza no desciendas.Como dispuesto de hace tiempo, como valiente, como quien digno ha sido de tal ciudad,acércatea la ventana. Y ten firmeza. Oyecon emoción, mas nuncacon el lamento y quejas del cobarde,goza por vez final los sones,

la música exquisita de la tropa divina,despide a Alejandría que así pierdes

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JAVIER CERCAS

Por qué escribir

11/03/2007

 No hay ni un solo escritor en el mundo al que no le hayan hecho cien veces esta pregun-

ta. Los escritores contestamos como podemos: unos, con una solemnidad embustera

(valga la redundancia); otros, con un chiste laboriosamente excéntrico; otros, con lo que

han contestado otros escritores; otros, mirando a quien formula la pregunta como si fue-

ra el tipo más imbécil de la OTAN y murmurando con gesto de asco que la pregunta no

es pertinente (cuando la triste verdad es que no se le puede hacer a un escritor una pre-

gunta más pertinente que ésa); la mayoría, me temo, mintiendo como perros. Me aver-

güenza confesar que hasta hoy he incurrido en todas esas infamias, pero sobre todo en la

última; me enorgullece proclamar que eso se ha acabado: en este mismísimo momento,

gracias a la gentileza inaudita de este periódico, que me paga religiosamente cada mes

 por escribir tonterías, me dispongo a decir la verdad, toda la verdad y etcétera. Con to-das sus consecuencias. Pero atiendan bien, porque es la última vez que la digo.

Escribo porque me encanta que me pregunten por qué escribo. Escribo porque me abu-

rro y porque si no escribiera me aburriría muchísimo más. Escribo porque escribir no

sirve absolutamente para nada y sin embargo mientras escribo tengo la absoluta seguri-

dad de que sirve absolutamente para todo. Escribo porque absolutamente nada tiene

ningún sentido y sin embargo mientras escribo absolutamente todo parece tener un sen-

tido absoluto. Escribo para leer mejor y también para dejar de vez en cuando de leer,

 porque el mucho leer embota (esto último lo dijo Nietzsche, que escribía pensamientos

 paseados). Escribo para escribir algún día un libro paseado. Escribo porque a los ocho

años leí Pimpinela escarlata y desde entonces no he hecho otra cosa que intentar plagiar 

esa novela. Escribo porque a los 15 años yo era un salido y un día otro salido que

además era un cabrón me dijo que escribiendo se ligaba, y cuando descubrí que me hab-

ía engañado ya era demasiado tarde para quitarme el vicio. Escribo porque a los 15 años

yo tenía una profesora radiante: un día la interrumpí en clase al grito de que estaba

 buenísima y ella, que estaba explicando a Borges, me expulsó de clase y yo me impuse

como penitencia la lectura de las obras completas de Borges, cosa que todavía no he

terminado de hacer y que no creo que termine de hacer nunca, porque en realidad es im-

 posible. De más está decir que escribo porque a partir de los 15 años no me ha pasado

absolutamente nada que tenga algún interés. Escribo porque me pagan por escribir ton-

terías. Escribo porque todavía no he encontrado una forma más decente de ganarme lavida. Escribo (me explico) porque no sé hacer nada útil, ni siquiera atarme los cordones

de los zapatos: si supiera curar a los enfermos, no escribiría; si supiera rematar en plan-

cha un libre indirecto, créanme, no escribiría. Escribo porque sí y porque me da la gana,

y a quien le parezca mal que me lo diga en la calle. Escribo para poder pensar (esto,

creo, lo dijo Cabrera Infante). Escribo porque cuando escribo tengo la impresión acu-

sadísima de que soy una persona inteligente y también de que todos los que me rodean

son todavía más inteligentes que yo, sólo que ellos no se dan cuenta.

Escribo para que me lea mi madre, que es la única que me leía cuando no me leía nadie

y la única que me leerá cuando ya nadie me lea (¡un abrazo, mamá!). Escribo para que

me lean dos tipos que están muertos y dos o tres que todavía están vivos. Escribo paraque me lea usted (¡sí, usted, el de la tercera fila, no se esconda!). Escribo porque escribo

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como Dios (esto, Dios me perdone, es mentira). Escribo porque no creo en Dios. Escri-

 bo porque en un mundo sin Dios, escribir, como reírse (pero esto lo dijo Kafka), es casi

una obligación moral, o quizá metafísica. Escribo para llevar la contraria, pero todavía

no he descubierto a quién. Escribo para entender cosas que sé que no hay manera huma-

na de entender, con la esperanza de que ese esfuerzo fracasado por entenderlas sea ya

una forma de entenderlas. Escribo porque la vida es una mierda, y los hombres, un hata- jo de indeseables y de cobardes, pero cuando escribo salgo a la calle cantando canciones

tirolesas y sintiéndome John Wayne y con ganas de abrazarme al primero que pasa y

echarme a llorar de tristeza en su cuello. Escribo porque si no escribiera no tendría ni un

solo motivo para respetarme, muy pocos para levantarme por la mañana y casi todos pa-

ra convertirme en un peligrosísimo oligofrénico, de lo que se deduce que el Estado de-

 bería subvencionarme para que siguiera escribiendo. (No escribo, por cierto, para que

me quieran más: las personas que me quieren me querrían igual si no escribiera, y las

 personas que no me quieren no me querrían ni aunque dejase de escribir). Escribo para

 joder a los que no quieren que escriba y para alegrar a los que quieren que siga escri-

 biendo. Escribo porque, entre nosotros, escribir mola (esto, seguro, debió de decirlo al-

guien, probablemente un chino). Escribo por todas estas cosas y por muchísimas más.En realidad, escribo por casi todo, porque cualquier excusa es buena para escribir. A ve-

ces (Dios me perdone) he llegado incluso a escribir para hacerles creer a quienes me le-

en que no quiero que me pregunten nunca más por qué escribo.

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Esther Tusquets 

Los lectores, la moda y la cultura

 La moda sobre la cultura cada vez hace más evidente sus estragos. Y los libros son unbuen ejemplo de ello, tanto por los temas a que se apuntan algunos escritores como a

los títulos que no paran de comprar los lectores. Los clásicos y la literatura de calidad 

empiezan a ser para pedantes y la vida de los nuevos buenos libros se abrevia. Es el 

imperio de los best sellers de dudosa calidad, de los libros mediáticos, de lo que toca

leer para no quedar fuera del momento.

22-04-2006

A nivel individual y a nivel de un país, la moda es inversamente proporcional a la cultu-

ra: cuanto mayor es la base cultural, menor es la fuerza de la moda, que se vuelve avasa-lladora si dicha base es ínfima. Esta regla rige en todos los campos, y se detecta de for-

ma muy evidente en el lenguaje, donde las palabras comodín y los giros de nuevo cuño

invaden de inmediato el habla de las personas poco preparadas, o de los más jóvenes, y

casi no afectan a la gente culta; o en el vestir, donde son también los muy jóvenes y

menos educados los que se apuntan a ciegas en lo que les dicen que se va a llevar aque-

lla temporada, por disparatado que sea y aunque personalmente no les favorezca en ab-

soluto.

¿Qué ocurre en el ámbito de la lectura? Creo que en este ámbito las consecuencias del

desmesurado predominio de la moda son funestas. Me informan amigos editores de que

las ventas de los títulos de éxito, de los best sellers, se han duplicado, mientras que lasventas de los otros títulos van camino de reducirse a la mitad. O sea que, como norma

general, de los títulos de los que se vendían 300.000 (que no deben de rebasar los diez

 por año) se pasa fácilmente a los 600.000, y de aquellos de los que se vendían de 2.000

a 5.000 (el grueso de la edición) no se alcanzan a menudo los 1.000 y cuesta llegar a los

3.000. Estas cifras pueden no ser exactas, pero la tendencia es incuestionable. En Espa-

ña no se venden más libros, en España se venden más best sellers. Unos pocos títulos

(algunos excelentes, otros regulares, la mayor parte "mediáticos") se convierten en obje-

tos obligados de consumo: todo el mundo los debe tener, todo el mundo los debe haber 

leído. La mayoría de gente lee "lo que toca" y "cuando toca". Si comentas que estás le-

yendo un clásico, te consideran pedante o excéntrica; si dices estar leyendo un libro pu-

 blicado hace cuatro o cinco años, les admira que sufras tamaño retraso en tus lecturas.

Creo que las mujeres de la burguesía de los años cuarenta -mi madre, mis tías, las ami-

gas de mi madre y de mis tías- no sólo eran mejores lectoras, sino que (a pesar de que

también consumían los best sellers, menos "mediáticos" y algunos excelentes, de su

época: Lo que el viento se llevó, Rebeca, Sinuhé el egipcio) elegían mejor sus restantes

lecturas: se recomendaban títulos unas a otras; si un libro les gustaba, seguían con los

del mismo autor, la misma colección, el mismo género, porque, como en el caso de las

cerezas, un libro trae siempre a otro. Y me parece que ese orden de lectura es para mí el

mejor.

Se lee "lo que toca" y "cuando toca". Se lamenta en una entrevista reciente Javier Mar-ías: "Los libros tienen cada vez menos vida... Antes cabía la posibilidad de que un libro

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fuera ganando sus lectores, tuviera un crecimiento paulatino a lo largo de una cantidad

de tiempo apreciable, mientras que ahora da la impresión de que no... Hay ese afán de la

gente de leer lo que todo el mundo lee a la vez, de leerlo en el momento en que toca

leerlo, que es el momento de su publicación. En las últimas apariciones de mis libros he

tenido una sensación que me resulta de lo más incómoda. Cuando yo todavía estoy

haciendo la promoción del libro, que lleva entre un mes y dos, cuando ya termino y me paro y como quien dice levanto la cabeza para ver qué ocurre con ese libro, me encuen-

tro con que ya ha pasado".

Oigo y leo constantemente que la gente no compra más libros, no lee más, por culpa de

la televisión, de Internet. Antes decían que la culpa era del cine. Obviamente al ser 

humano le gusta que le cuenten historias; es más, creo que se trata de una de las necesi-

dades inherentes a la especie. Se contaban primero sólo de palabra, luego sólo de pala-

 bra y por escrito. Con el cine y la televisión surge la posibilidad de que nos las cuenten

utilizando también imágenes. Es magnífico. Quizá compitan, quizá resten tiempo a la

lectura, y eso ¿qué importa? El cine ha dado ya multitud de obras maestras, y las sigue

dando (creo que no he leído ninguna novela estos últimos meses que sea tan bella y to-que cuestiones que me tocan de tan cerca como Saraband, el último Bergman, ni que

narre una historia de amor tan conmovedora como Million Dolar Baby, de Clint East-

wood). Y sólo censuro a ese medio extraordinario, a ese invento fabuloso, que es la te-

levisión, que haya dado todavía tan pocas, y que la calidad media sea abominable.

 No, los enemigos reales de los buenos libros no son el cine, ni la televisión, ni los nue-

vos medios de contar historias: son los best sellers de poca o nula calidad, apoyados por 

 premios literarios y promociones millonarias (o, y eso me parece alentador y positivo,

elegidos a veces espontáneamente por el público), son ese horror de libros que llama-

mos "mediáticos". Es, en definitiva, el predominio absoluto de la moda sobre la cultura.

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El regreso a Ítaca (1)

 por JUAN GOYTISOLO

"¿Dónde está nuestra España? ¿Dónde queda? ¿Qué han hecho de ella?...". Éstas fue-ron algunas de las preguntas que asaltaron a Max Aub tras su visita a España en 1969

 y que plantea en su libro La gallina ciega. Un texto que refleja la tristeza y la incerti-dumbre de un intelectual que debe abandonar su país, al que no reconoce a la vuelta.

 Pero, ¿qué pensaría hoy? 

Cuando Max Aub viaja a España después de treinta años y siete meses de exilio, suvuelta no es un regreso. Nadie le espera en Ítaca: anónimo como cualquier forastero, seacerca a su antigua mansión y escucha el ladrido recriminador de los perros. "No sólotreinta años -nos dice-. Hace más: el tiempo multiplicado por la ausencia". El país quedejó no es ya el destruido física y moralmente por la guerra civil ni el yermo descritomagistralmente por Gregorio Morán en su estudio sobre el ocaso de Ortega. El cambiooperado a comienzos de los sesenta lo presiente de lejos, sin las anteojeras que imponenlos credos e ideologías. Aub no vio, como yo, el efecto conjugado de la emigración dedos millones y pico de obreros y campesinos al Eldorado europeo y de la irrupción ma-siva del turismo en una España cerrada hasta entonces al exterior y aislada por el régi-men con una especie de cordón sanitario. Mis reflexiones sobre esa mutación, expuestas

 brevemente en abril de 1964 en el ensayo 'Examen de conciencia' ( El furgón de cola,Ruedo Ibérico, París, 1967), fueron juzgadas derrotistas y heréticas por el PCE de Carri-llo y por quienes vaticinaban el derrumbe inminente del franquismo por la lucha revolu-

cionaria de las masas. España había perdido la aureola nostálgica de una causa noble pero perdida y se transformaba en algo que no había previsto el bando vencedor ni elvencido. Mi novela Señas de identidad refleja esta conciencia escindida entre el ser y eldeber ser, entre la España que fue y la que confusamente aspiraba a ser. El "ayer se fue,/ mañana no ha llegado" de Quevedo que se cita en el libro cifra mi estado de ánimoante aquel giro inesperado y la nueva etapa histórica que se abría a todos.

Pero la ausencia de Max Aub era más larga y más dramática que la mía. Él había vividoel heroísmo de la guerra y el derrumbe de las esperanzas puestas en la República, y el

 precio que pagó por ello fue, como sabemos, muy alto. Perdió, pero no se arrepintió nile doblegaron. Pasó por los campos de concentración de Daladier y del régimen de Vi-

chy y vivió la amargura del exilio en el México posterior a Cárdenas. Allí le conocí en1962, lúcido mas no pesimista ni desengañado. Mi aproximación a su obra fue gradual yun tanto desordenada. Contribuí al éxito de la traducción de Josep Torres Campanals enFrancia, pero no leí La gallina ciega cuando hubiese debido hacerlo, esto es, en 1971,en el momento de su edición por Joaquín Mortiz. Inútil decir cuán profundamente losiento. La cólera, pasión, tristeza, rebeldía que destila el libro eran muy similares a lasmías. Pero, ¿cómo, de qué forma tan justa y casi portentosa pudo captar Max Aub larealidad inhóspita del país en esta etapa bisagra: la de una España que tenía muy pocoque ver con la soñada por el exilio republicano ni con la forjada en la posguerra por elgeneral Franco y los suyos? La gallina ciega se presenta como el diario de una estanciade 74 días en la Península, pero es mucho más que esto: un documento excepcional de

un escritor comprometido, sí, mas para quien los problemas políticos son problemasmorales y cuya clarividencia le convierte en un testigo del fuste de un Jovellanos o un

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Blanco White. A momentos, mientras avanzaba en la lectura de la obra, imaginaba loque habría escrito el segundo si en lugar de quedarse para siempre en Liverpool hubiesedecidido viajar aun brevemente a España durante la regencia de María Cristina deBorbón. Max Aub lo hizo y todos debemos agradecérselo.

Las etapas de su recorrido -Barcelona, Valencia, Madrid, Zaragoza...- son reseñadas avuela pluma, pero con una precisión y agudeza que entremezclan ironía y desgarro, ob-servaciones cáusticas y la expresión a la vez digna y dolorida de una incicatrizable heri-da moral: como resume Aznar Soler en el excelente prólogo a la edición de 1995, Aub"se debate dramática y dolorosamente entre su memoria histórica y la realidad" que con-templa. "España, observa gráficamente Aub, se metió en un túnel hace treinta años ysalió a otro paisaje". Y, ¡vaya uno! Incluso para quien se hubiera ausentado solamentediez años, desde fines de los cincuenta hasta la fecha de su viaje, el cambio operado enlas grandes ciudades y a lo largo del litoral mediterráneo habría sido también espectacu-lar y desconcertante. El "milagro" económico se había llevado a cabo con un sistema

 político que negaba la existencia de otras libertades que las de enriquecerse y medrar.

"España ha dejado de ser romántica: ya no es la de ¡victoria o muerte! o si quieres, la de¡no pasarán!, sino la de la mediocridad mejor o peor; es la España del refrigerador y lalavadora...".

Aub describe minuciosamente en su diario esta "España nueva, híbrida", con el afán "dedivertirse, de buen vivir, el destino del turismo, de los biquinis, de las minifaldas, de los

 bares" y en donde las librerías están casi siempre desiertas y las terrazas de los cafésatestadas. "Chistes, chistes y fútbol". Como en la ex Unión Soviética, el chiste inocuo esla válvula de escape que contribuye al afianzamiento del sistema y crea en quien lo suel-ta y lo escucha una ilusión de libertad (en Moscú, en 1965, los escritores oficiales mecontaron decenas y decenas y apenas si recuerdo uno. Las hablillas y el vodka a granelformaban parte de la estrategia global de continuidad de los mandamases).

Los compatriotas con quienes se cruza Aub en las calles de la ciudad en la que se crió,"hablan alto, toman vermut, cerveza, vino, juegan a la lotería, se apasionan por el fútboly lo demás les tiene sin cuidado, como no sea la salud". Y ¿la política? ¿El recuerdo dela huelga de Asturias? ¿De las luchas de Comisiones Obreras en el cinturón industrialde Barcelona? "Nadie se queja -escribe- ni se puede quejar. Para mayor diversión pue-den hablar mal del régimen cuando les dé la gana y donde quieran. Escribir sería otracosa. Pero, aquí, ¿quién escribe?".

El diagnóstico frío de la metamorfosis encubre no obstante un sentimiento de dolor queaflora a menudo a la superficie del texto. Estas irrupciones del escritor que se forjó du-rante los años esperanzadores de la República y asiste a la desertización ética y culturalcausada por el franquismo confiere al libro una dimensión dramática, de sobrecogedoraverdad:"¿Dónde está nuestra España? ¿Dónde queda? ¿Qué han hecho de ella?... Esto que veo,España, es la realidad. Lo que pienso que es... no es la realidad... Aquí no es que nohaya libertad. Es peor: no se nota su falta".

Tales juicios, por duros e injustos que hoy nos parezcan, venían de alguien cuya vida y

obras encarnaban el ejercicio de aquélla y no había sufrido por tanto la terapéutica deobediencia y silencio a la que fue sometida la población española desde el llamado Año

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de la Victoria. Las nuevas generaciones podían imaginar lo que era la libertad -y laejercían ya en el ámbito de su vida privada- pero no habían vivido con ella, por lo queno podían añorarla. Estas diferencias de perspectiva explican la frecuente incompren-sión de los españoles del interior respecto a los del exilio y la tentativa más o menoslograda de marginarles a partir del pacto de olvido -borrón y cuento nuevo, como diría

Julián Ríos- que abrió el cauce a la transición.

A la conciencia de esta dicotomía entre la nueva libertad en el espacio individual y elapartamiento mayoritario de la esfera pública (la acción ejercida por publicaciones co-mo Triunfo, Cuadernos para el Diálogo, Por Favor y Cambio 16 no se manifestaríasino años más tarde) se agrega el legítimo sentimiento de tristeza de Max Aub ante laignorancia casi general de su obra novelesca y teatral así como la de otros exiliados desu maltratada generación:"¿Cómo es posible que nadie, nadie, me haya dicho una sola palabra acerca de mis no-velas?... Que ningún periodista [se acercara] a preguntarme: '¿Usted estuvo aquí conHemingway?' '¿Usted estuvo aquí con Malraux?' '¿Qué hizo Dos Pasos durante la gue-

rra?".

Y a la salida de la elegante recepción en casa de Laín con la crema de la intelectualidadevocada en la letra del chotis de Agustín Lara, comenta: "Nadie me pregunta por nadie.

 Nadie manifiesta el menor interés por verme otro día, por preguntarme acerca de lo quesea. Les tiene sin cuidado. Esperaba algunas preguntas referentes al residuo de españo-les emigrados, sus hijos o México. Ni una palabra".

Tal vez la página más conmovedora del libro sea aquélla, correspondiente al 29 de sep-tiembre de 1969, de su paseo solitario y nocturno por las calles desiertas de Madrid, enlas que sus lágrimas son idénticas a las que derrama Larra, pues escribir en España esllorar. Lágrimas sobre sí, pero también sobre el país "usurpado", el que fue antes de lagran matanza y que ya no volverá a ser.

 La gallina ciega abunda en reflexiones sobre los escritores del 98 (Baroja, anárquico, dederechas y antisemita; Ortega: "¿Qué rebelión? ¿Qué masas?... Los que se rebelaronfueron los militares") así como en bocetos y semblanzas de la generación que creció y"fue educada contra sí misma" en el muermo interminable de la posguerra (Gil deBiedma, más informado y lúcido que los restantes, opina Aub; Ángel González, cuyoideal estriba en "dar clases en Estados Unidos durante seis meses y pasar aquí el restodel año, escribiendo, viendo a los amigos, y bebiendo..."; Carlos Barral: "Sentado en la

mesa de su despacho parece el Pachá de los libros. Aire protector y Gran Justicia, dic-tamina infalible"). Más desolador es el retrato de quienes vivieron, como él, la guerra yvueltos del exilio se convirtieron en fantasmas de sí mismos (Antonio Espina, Juan GilAlbert, cuya recuperación, por obra de Gil de Biedma, se inició algo más tarde). Susamigos y conocidos de antes, más o menos adaptados al clima de asfixia intelectual re-inante, son evocados también con cariño e indulgencia: Vicente Aleixandre, generoso ycordial; Dámaso Alonso, académico acomodaticio y agresivo con los homosexuales,

 pero autor de Hijos de la ira en el Madrid siniestro de los cuarenta; Francisco Ayala,digno y leal a sus ideas. Los arrepentidos del franquismo (Laín) y los impenitentes (unesperpéntico Luys de Santamarina que despotrica de la novela de Sánchez Ferlosio) sonretratados de forma incisiva pero con elegancia. Los párrafos que dedica a Américo

Castro constituyen un espléndido homenaje a quien tuvo la inteligencia y el valor desacudir los fundamentos míticos de nuestra cultura y cuya obra sólo ahora empieza a ser 

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comprendida cabalmente en España con la resurrección a veces sangrienta de los nacio-nalismos ("aquí debieran haberle recibido en andas, bajo palio, aquí debían de haberle

 pedido, de rodillas, que enseñara a tanto ignorante. Y nada. La enorme mayoría ni si-quiera sabe que está y vive en Madrid Américo Castro").

En otro orden de cosas, sus observaciones irónicas sobre el entonces director general deCultura Popular y hoy dirigente del PP (¡siempre con el pueblo!) Carlos Robles Piquer no tienen desperdicio. La visita de Max Aub a España -este "turista al revés" que viene"a ver lo que no existe"- provocó, como era de esperar, los ataques biliosos de EmilioRomero y ¡oh divina sorpresa! de Francisco Umbral. Con esa mezcla tan carpetovetóni-ca de superioridad e ignorancia que le caracterizan, este último pontifica sobre "los bru-

 jos que llegan tarde" -pues ahí están ya ellos, los ahijados de Juan Aparicio y demáslumbreras del régimen-, y cuyo retorno, dice, "nos los trae desembrujados". Quienessostienen contra toda evidencia documental la existencia de dos Umbrales (el franquistade ayer y el progre de hoy) deberían leer, como nos invita el prologuista de La gallinaciega, los juicios perentorios que le endilga, en 1994, desde su trono literario de plásti-

co: "Max Aub era un señoruco que ni siquiera era español sino un viajante de comerciosuizo que llegó a España y se quedó. Su prosa es lo que puede esperarse de un viajantede comercio suizo". Si comparamos estas líneas fétidas con las que escribían los tam-

 bién castizos plumíferos del régimen sobre la diputada socialista judía Margarita Nelkenen plena guerra civil hallaremos la continuidad ideológica soterrada que va del fascismo

 puro y duro del bando vencedor a la supuesta progresía de hoy.

Para comprender el designio primordial de Max Aub al componer  La gallina ciega hayque leer el párrafo en el que especifica lo que "debe leerse en filigrana a través de todaslas hojas" del libro: la evocación del que llama el Guerrero invencible:"Aquí está presente quien quiso ser marino, fue cadete del Alcázar toledano, teniente enEl Ferrol, capitán marroquí en 1915, comandante a los 23 años; dio el Tercio con él y a

 poco fue teniente con él. Matamoros no le llamaban, pero lo fue. Coronel por méritos deguerra, general a los 33 años, la República le dio ocasión de ejercer su talento; aplastóen 1934 las sublevaciones de Asturias y Cataluña; preparó la suya... Venció... Durantemás de 30 años supo llevar a España por el camino del silencio y la ignorancia. Nuncale importó la palabra dada. Fue un político verdadero y quedará de él recuerdo impere-cedero. No por nada su monumento se llama Valle de los Caídos".

Yo tuve la suerte de redactar su elogio fúnebre en noviembre de 1975. La cicatería deldestino no se lo permitió a Max Aub; pero pensaba en él y en quienes mantuvieron

heroicamente hasta el fin, como él, la fidelidad a los principios por los que generosa-mente lucharon al escribir mi In memoriam. La vida de Aub fue truncada por la derrotade la República y la saña de los vencedores la persiguió hasta la tumba e incluso hastaultratumba. Recordarlo ahora es un deber elemental de justicia.

¿Qué pensaría Aub de la España boyante del nuevo milenio? ¿De este país de nuevosricos, nuevos libres y nuevos europeos que en cifras macroeconómicas va a más y cultu-ralmente a menos? ¿De esa sociedad desmemoriada, satisfecha de sí misma, que premiala mediocridad porque se reconoce en ella? Si en 1969 juzgaba con amargura, pero con

 justeza, una europeización "basada en la ignorancia" y en la adopción mimética de lacultura de diseño y de la trivialidad, ¿qué diría hoy de esa España "olvidadiza, incons-

ciente, lejana de cualquier rebeldía", en donde la mayoría de los que manejan la plumase limitan, como dice José María Ridao, a poner letra a la música nacional? Nuestro

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 parnaso, tan finamente captado por Aub gracias a su condición de "apestado", reiterasus ciclos y los perfecciona. "Ahora los pillos, más pillos; los aprovechados, más apro-vechados; los callados, más herméticos. ¿Quién dice en voz alta lo que piensa". Y aña-diría yo: y ¿quién lo escribe? Lo que observaba Blanco White sobre el hábito nacionaldel disimulo mantiene su esterilizadora vigencia.

El paisaje al otro lado del túnel no cesa de transformarse. Todo va bien en la España deAznar, pese al terrorismo de ETA y los dramas de la inmigración. Los medios de trans-misión del pensamiento más reductivo y basto machacan su mensaje en millones dehogares a lo largo del día. La vida literaria y cultural es un escaparate de figurones y unaarrebatiña de listos. La lógica empresarial convierte a los escritores en periodistas, deordinario insulsos, y a los periodistas en escritores que paren regularmente obras de arte.Las diferencias se borran y, en razón de la ausencia de valores, todo vale. Como observóAub, "la mayoría de los que escriben no son escritores. Por eso se enfadan cientos con-tra tan pocos".

España entró en la modernidad en los años sesenta de la mano de Franco y los tecnócra-tas del Opus Dei: el país así creado conserva las huellas y paga el peaje de aquel periodode tutoría. Los rasgos más llamativos de la modernidad importada conviven con los delcaciquismo político o empresarial y el más rancio casticismo. Y, ante tan extraordinariamixtura, cabe preguntarse, como el autor de La gallina ciega: ¿debemos alegrarnos?

En unas notas escritas en el avión que le devuelve al exilio definitivo, todavía sobre te-rritorio español, Max Aub pone un rayo de luz al relato de su descorazonador retorno aÍtaca:"No puedo ser pesimista porque de esta general ignorancia petulante saldrá siempre unaminoría que se dé cuenta de lo que sucede en el mundo y escriba, aun en español, poe-mas como los mejores nacidos en otros idiomas. La inteligencia no tiene remedio".

La reedición de La gallina ciega, de Max Aub, preparada por Manuel Aznar Soler, fue publicada por la editorial Alba en 1995.

(1)Artículo de Opinión aparecido en el periódico EL PAIS, en el mes de agosto.

(*) JUAN GOYTISOLO nació en Barcelona en 1931, se exilió en París en pleno fran-quismo, cuando apenas tenía 25 años, y fue asesor literario de la prestigiosa editorial

Gallimard. Al tiempo que publicaba novelas como Señas de identidad , Reivindicacióndel conde don Julián o Coto vedado, Juan Goytisolo dio clases en varias universidadesde Estados Unidos. Se instaló después en Marraquech, donde tiene su domicilio habitualdesde hace años, aunque pasa temporadas en Francia y en España sin olvidar sus cons-tantes viajes para dar conferencias. Ha escrito varias novelas, pero Goytisolo también ha

 prodigado sus ensayos, como el reciente De la Ceca a la Meca, y sus libros periodísti-cos como su Cuaderno de Sarajevo, en el que narra su estancia en la asediada capital

 bosnia donde se convirtió en uno de los escasísimos intelectuales occidentales que vivióde cerca el drama de la antigua Yugoslavia. Ha nadado siempre a contracorriente en elmundo de la cultura. Es prácticamente el único escritor español que habla árabe y de-fendió y defiende, contra viento y marea, la marroquinidad del Sáhara español. Estos

apuntes de su vida y de su obra dan idea de que Juan Goytisolo es uno de los escritoresmás inclasificables del panorama literario.

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Otras obras de Juan Goytisolo son: El furgón de cola; Juan sin Tierra; Disidencias; Makbara; Crónicas sarracinas; Paisajes después de la batalla; Contracorrientes; Cotovedado; En los reinos de taifa; Las virtudes del pájaro solitario; La cuarentena; Arge-lia en el vendaval; El sitio de los sitios; Paisajes de la guerra con Chechenia al fondo;

 Las semanas del jardín. Un círculo de lectores; y su último libro Pájaro que ensucia su

 propio nido.

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  - 1 -

ROSA MONTERO

Leer

30/05/2006

Menos mal que, además de guerras y de hambrunas, además de criminales y fanáticos,

existen también libros en el mundo. Decía Camus que la literatura era la mejor arma que

tenemos los humanos para comunicarnos y para luchar contra el horror y el caos. Pienso

en sus palabras estos días, mientras me paseo por la estupenda Feria del Libro de Ma-

drid, atestada de casetas, de viandantes y del maldito polen primaveral. Y recuerdo a

John Clyn, aquel humilde monje irlandés que en 1348, durante la Gran Peste que ani-

quiló en menos de un año a la mitad de la población europea, vio morir uno tras otro a

todos sus hermanos de congregación. Antes de caer él también víctima de la enfermedad

 bubónica, Clyn escribió con todo cuidado el relato de lo sucedido y dejó al final espacioen blanco en su pergamino para que otras manos pudieran continuar su trabajo, "si al-

guien de la estirpe de Adán sobrevive a la pestilencia". Cuánta esperanza se necesita pa-

ra hacer algo así en un momento en que parece que el mundo se acaba. Con similar em-

 puje, la pequeña Anna Frank escribía su diario frente a ese otro Apocalipsis provocado

 por Hitler. Y lo cierto es que, de algún modo, Clyn y Anna vencieron a la peste y a los

nazis. Cada vez que leemos sus textos o les recordamos, encendemos una vela contra la

oscuridad.

Lectores y escritores (que a su vez también son lectores) formamos una larga cadena a

través del tiempo y del espacio, y nos vamos pasando de mano en mano esas pequeñas

llamas temblorosas que al final terminan iluminando el mundo. Leer y escribir son actos

de reafirmación de la vida. Se trata de un logro colectivo, porque individualmente so-

mos muy poca cosa. Clara Obligado, en su interesante obra La sonrisa de la Gioconda

(Temas de Hoy), dice que, si leemos un libro a la semana desde los 10 años hasta los 80,

al final sólo habremos leído unos 3.600. ¡Qué pocos! Redoblo el ritmo de mis lecturas,

cumpliendo con pasión la cuota que me corresponde como eslabón de esta cadena de

 palabras. Y por otro lado, y a la luz de estas cifras tan exiguas, ¡qué suerte increíble y

qué privilegio que haya personas que leen lo que escribo! A todas y cada una de ellas,

muchas gracias.

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ROBERTO BENIGNI

¿Por dónde andas, querido lector? Déjate ver

28/05/2006

El Talmud empieza en la página dos para indicarle precisamente al lector que incluso

cuando haya terminado de leerlo no habrá comenzado aún. Y Maquiavelo nos dice: hay

 personas que lo saben todo, pero eso es lo único que saben. Entonces, ¿para qué leer?

Pues porque acaso en el mundo, como en los cuentos de hadas, quede alguien que haga

algo que nos enseñaron cuando éramos muy pequeños y que todos hemos olvidado.

¡Que Dios te bendiga, querido lector! Pero ¿quién eres?, ¿por dónde andas? ¡Déjate ver!

Tú quizá estés leyendo ahí, tranquilamente, sin darte cuenta de tu unicidad. Definitiva-mente, los escritores son ya más numerosos que los lectores y dentro de poco será el

escritor quien le pida un autógrafo al lector, decía Shane hace ya mucho tiempo. Pero

ahora sólo ha quedado un lector: tú. ¡Que Dios te guarde! Borges decía: que otros se

 jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue

dado leer. Otros tiempos.

Y es que ya no lee casi nadie. Ni siquiera los críticos, quienes sostienen que si leyeran

un libro para reseñarlo después, ello podría alterar su juicio y hacer que se sintieran

condicionados por lo que leen, así que, en definitiva, no podrían escribir lo que quieren

 porque ellos también, como es lógico, lo que quieren por encima de todo es escribir y

no leer. Tal vez porque estamos hechos a imagen y semejanza de nuestro Creador. Y lo

cierto, efectivamente, es que ni el Padre eterno se ha leído jamás libro alguno, pero esosí, ha escrito uno. En el que nos señala una infalible vía para vivir en paz. Y por cómo

va el mundo podemos darnos cuenta, una vez más, de que nadie se lo ha leído.

Sí, es que ya no lee casi nadie. Ni siquiera los corectores de pruebas (y si correctores

aparece escrito otra vez con una sola erre, será la mejor prueba de ello). ¡Así pues, ama-

do lector, que Dios te bendiga de nuevo! Porque estás leyendo. ¡Y un guión, por añadi-

dura! ¿Y qué es un guión? (*). El guionista es como el Espíritu Santo. Aquel que insufló

en el alma del Señor todas las tramas, los enredos, los diálogos y se leyó la Eternidad

 para escribir después lo que el autor realizó en siete días. Y que desde entonces nosotros

nos limitamos a repetir. Tal vez sea por eso por lo que ya casi nadie lee. Porque todo ha

sido dicho ya. E incluso que todo ha sido dicho ya, ya ha sido dicho. No hay nada nuevo bajo el sol, decía el Eclesiastés.

De modo que quizá haya que ir a ver lo que hay encima del sol para encontrar alguna

novedad. Pero es que la novedad, como dijo Prévert, es la cosa más antigua que existe.

Pues intentemos renovarnos entonces con las vanguardias. Pero es que, como dijo Gore

Vidal, en el mundo todo cambia excepto las vanguardias. ¿Y entonces? ¿Qué hacer?,

como decía Lenin. ¡Caramba! ¡Es que no salimos de ahí! Me entran ganas de ponerme a

imprecar y de gritar: "¡Mierda!", si no fuera porque me tocaría pagarle derechos de au-

tor a Cambronne.

Pero tú, dichoso lector, que no tienes nada mejor que hacer, puedes creerme cuando te

digo que este guión, como hijo de mi entendimiento, es el más hermoso, el más gallardoy más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al orden de la

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naturaleza, que en ella cada cosa engendra su semejante. El autor sólo tiene que aprove-

charse de la imitación en lo que fuere escribiendo, que, cuanto ella fuere más perfecta,

tanto mejor será cuanto escribiere (Miguel de Cervantes, Don Quijote, I, Prólogo). Pen-

semos que el propio Picasso llegó a decir: "Yo no imito, copio".

Así pues, querido lector, disfruta de este maravilloso guión que, como toda obra de arte

seria, narra la génesis de su propia creación, como dice Jakobson. Sí, porque nosotrostambién lo hemos copiado todo en este guión, escrito, como diría Vincenzo Cerami, a

cuatro manos con Roberto Benigni. Todos nos hemos convertido en una especie de dio-

sa Eco, aquella que era incapaz de hablar la primera, que no podía callar cuando se le

hablaba, que sólo repetía los sonidos de las voces que le llegaban, según dijo Ovidio. De

modo que tiene razón KarlKraus cuando escribe: "¡Quien tenga algo que decir que dé

un paso adelante y calle!". Y es el mismo Kraus quien sostiene que la lengua es un sis-

tema de citas. ¡Y yo que lo estoy citando! Quisiera hacer lo mismo que Henry James,

quien dijo esta maravillosa frase: mi mente es de una pureza tal que jamás la ha ensu-

ciado una sola idea. También Walter Benjamin soñaba con publicar un libro enteramen-

te compuesto por citas. "A mí me falta la originalidad necesaria", le contestó George

Steiner. Pero a él también le hubiera gustado.

En efecto, inmediatamente después del creador de una buena frase viene, por orden de

mérito, el primero que la cita. Y aunque haya quien pueda no estar de acuerdo con esta

idea de Ralph W. Emerson, como por ejemplo Roland Barthes, cuando dice que no pue-

de reproducirse lo que ya ha sido dicho sin experimentar cierta sensación de culpa, lo

indudable es que la mera extracción de una cita, el contexto en el que la inserto, el sesgo

que le doy, la transforma y hace que se convierta en mía, como ha observado Michel

Butor. En caso contrario, ¿qué hacían autores como Paul Celan, quien dijo: "Jamás he

sabido inventar"?

Y creo, querido lector, que estarás de acuerdo conmigo. Entre otras cosas, porque lasobjeciones nacen a menudo del hecho de que quien las aduce no ha sabido hallar la idea

que se ataca. En efecto, yo no tengo nada que objetar a esta idea de Paul Valéry que

acabo de exponer. Precisamente por eso, ni siquiera me roza la idea de tener ideas, por-

que, además de ser atacado, me colocaría en situación de ser citado, por citar un pensa-

miento de Jean Rostand. No, no, estoy de acuerdo con Morselli: sólo quiero saber lo que

ya sé. Sobre todo porque estoy seguro de que si alguien dice hoy algo nuevo, eso quiere

decir que lo habrá leído en alguna parte, según leí en un libro de Kraus.

De acuerdo, voy terminando porque no olvido lo que les dijeron los espartanos a los

embajadores de Samos, tras pronunciar éstos un largo discurso: hemos olvidado el prin-

cipio, de modo que no hemos entendido la conclusión. O eso por lo menos cuenta Plu-

tarco. El lector me perdonará y quedará libre por fin para leer esta maravillosa historiaen la que, como ha confesado el divo Eco a propósito de El nombre de la rosa, no hay

una sola palabra que sea mía. Y con esto, querido lector, concluyo. Dios te dé salud y a

mí no me olvide. Vale. Por cierto, esta última frase es, una vez más, de Cervantes (Don

Quijote, I, Prólogo), citada por Stendhal en Rojo y Negro.

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RAFAEL ARGULLOL

La biblioteca que escapó del fuego

29/01/2011El 12 de diciembre de 1933, dos barcos de vapor, el Hermia y el Jessica, remontaron el

río Elba con un cargamento de 531 cajas. Abandonaban el puerto de Hamburgo con el

 propósito de dirigirse a los muelles del Támesis, en Londres. En las cajas, además de

miles de fotografías y diapositivas, estaban depositados 60.000 libros. En principio, se

trataba de un préstamo que debía prolongarse a lo largo de tres años. La realidad es que

los libros ya no emprendieron el viaje de regreso a su lugar de origen, consumándose,

así, el traslado definitivo, desde Alemania a Inglaterra, de la Biblioteca Warburg, una de

las empresas culturales más fascinantes del siglo pasado y quizá la que resulta más

enigmática desde un punto de vista bibliófilo.

Como estamos mucho más habituados a las imágenes de libros en las hogueras, resultadifícil de imaginar el proceso contrario: la salvación de una gran biblioteca del acecho

de las llamas. La de Alejandría fue incendiada varias veces, y tenemos abundantes noti-

cias sobre quema de libros en cualquier época sometida al fanatismo, hasta el pasado

más reciente. Por eso llama la atención lo ocurrido con la Biblioteca Warburg. Curio-

samente, todo fue muy rápido, pese a que las negociaciones secretas entre los alemanes

y británicos implicados en el plan de salvación de la biblioteca fueron largas y laborio-

sas. A principios de 1933, Hitler alcanzó el poder, y a finales de ese mismo año los

volúmenes que Aby Warburg había reunido en el transcurso de cuatro décadas ya se

encontraban en su nueva morada londinense. Los acontecimientos se precipitaron, so-

metidos al vértigo sin precedentes de un periodo que culminaría en el mayor desastre de

la historia. Los continuadores de la obra de Aby Warburg -pues este había fallecido unlustro antes- pronto advierten que será imposible proseguir con su labor bajo la vigilan-

cia nazi. En consecuencia, empiezan los contactos destinados al traslado. Primero se

 piensa en la Universidad de Leiden, en los Países Bajos, donde escasean los fondos para

el futuro mantenimiento. Después, en Italia, el lugar más adecuado de acuerdo con el

contenido de la biblioteca, pero el menos fiable tras el largo Gobierno de Mussolini.

Finalmente, se impone la opción británica. Eric M. Warburg, hermano de Aby, escribió

una crónica pormenorizada de las negociaciones que, como apéndice, se incluye en el

recién publicado texto de Salvatore Settis Warburg Continuatus. Descripción de una

biblioteca (Ediciones de la Central y Museo Reina Sofía). El relato nos introduce en una

trama de alta intriga.

¿Por qué era tan singular la Biblioteca Warburg? Es difícil obtener una respuesta unívo-

ca. De la lectura del libro de Salvatore Settis, así como de la del también reciente y muy

recomendable ensayo de J. F. Yvars Imágenes cifradas (Elba), se desprende una suerte

de paisaje de círculos concéntricos según el cual la misteriosa personalidad de Aby

Warburg abrazaría la estructura de su biblioteca, del mismo modo en que los hilos de la

telaraña no pueden comprenderse sin el instinto constructor del propio insecto. También

las explicaciones, ya clásicas, de Fritz Saxl, Ernst Cassirer, Erwin Panofsky o E. H.

Gombrich sobre el maestro de Hamburgo apuntan en la misma dirección. Lo que podr-

íamos denominar el caso Warburg se refiere a un hombre que dedicó su vida a la for-

mación de una biblioteca que, con el tiempo, sería muchos mundos al unísono: un edifi-

cio, construido en Hamburgo por el arquitecto Fritz Schumacher, que debía inspirarseen la elipse orbital de Kepler; un laberinto que atrapaba al visitante, según Cassirer; una

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colección organizada de acuerdo con criterios sutiles y completamente heterodoxos,

todavía no enteramente dilucidados; un polo espiritual que magnetizaba a cuantos se

acercaban y que daría lugar, primero en Alemania y luego -póstumamente respecto al

fundador- en Reino Unido, a la más prestigiosa tradición contemporánea en el territorio

de la Historia del Arte.

En el centro de la telaraña, el hombre, Aby Warburg, continúa siendo un misterio, al-guien mucho más evocado que leído, a pesar de que últimamente crece la edición de sus

escritos, incluido su crucial Atlas Mnemosyne (Editorial Akal), comparado, con razón,

 por Yvars con el Libro de los pasajes de Walter Benjamin. De Aby Warburg siempre se

recuerdan dos circunstancias que acotan su trayectoria vital. De sus últimos años se saca

a colación la enfermedad nerviosa que motivó su internamiento en un sanatorio y, en el

otro extremo de su biografía, se alude al adolescente que, en un gesto bíblico, renunció a

su primogenitura en el seno de una familia de la gran burguesía hamburguesa a condi-

ción de que, en el futuro, siempre dispusiera de los fondos necesarios para adquirir 

cuantos libros quisiera. A los 13 años, la edad en que se produjo esa renuncia, Aby pa-

recía haber adivinado ya sus dos pasiones futuras: coleccionar libros y organizar de ma-

nera revolucionaria su colección. El resultado fue, sobre todo después de la construcción

del edificio que obedecía a sus innovadores criterios, una biblioteca radicalmente distin-

ta a las demás.

Las estanterías de la Biblioteca Warburg reunían volúmenes que guardaban entre sí

"afinidades electivas", lo cual suponía extraños alineamientos de arte, medicina, filosof-

ía, astrología o ciencias naturales alrededor de unas imágenes simbólicas que, aisladas

en cada especialidad, perdían su fuerza genealógica. Así, por ejemplo, y para horror de

los historiadores ortodoxos, en los paneles del Atlas Mnemosyne Warburg juntaba moti-

vos alegóricos, fragmentos de cuadros, emblemas esotéricos, fórmulas matemáticas o

grabados sobre la circulación sanguínea en un solo plano de múltiples relaciones. Gra-

cias a esas "afinidades electivas", el historiador podía excavar el pasado a través demúltiples túneles que se iban entrecruzando en el subsuelo de la memoria (Mnemosyne 

era el frontispicio que presidía la Biblioteca Warburg). Esta idea, susceptible de ser 

aplicada a toda la historia de la cultura, era particularmente importante al tratar de iden-

tificar las fuentes antiguas del arte renacentista, como demostró el mismo Aby Warburg

con sus extraordinarias radiografías de El nacimiento de Venus y La Primavera de Bot-

ticelli. Sus discípulos experimentaron pronto que su biblioteca, lejos de ser un archivo

inerte, era un organismo vivo que trasladaba a la imaginación por las diversas islas del

conocimiento.

Lo que los dos barcos de vapor transportaban aquella gélida mañana de diciembre de

1933 no eran solo miles de libros cuidadosamente escogidos a lo largo de décadas, sinola semilla de una sabiduría singular que daría frutos magníficos. Parece que la decisión

del municipio de Hamburgo de prestar por tres años la Biblioteca Warburg irritó sobre-

manera a la Cancillería del Reich en Berlín. Empezaban las hogueras por todas partes y,

desde luego, era escandaloso que se hubieran escapado sigilosamente 60.000 posibles

víctimas.

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MARIO VARGAS LLOSA 

Elogio de la lectura y la ficción

08/12/2010

Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de laSalle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vi-da. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabrasde los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y delespacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje subma-rino, luchar junto a d'Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amena-zan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas deParís, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.

La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacitode hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primerascosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que seterminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vidahaciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía,las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.

Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz ycalva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcar-me en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara

tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían yalentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también,a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pa-sión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contrala adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa elcaos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.

 No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estabanlos maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el ta-lento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma -la escritu-ra y la estructura- lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dic-kens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan im-

 portantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, quelas palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidoscon la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camusy Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroís-mo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odi-sea y la Ilíada.

Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sussombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los se-cretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus

hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los ani-madores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias,

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hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podr-íamos leer ni fantasear historias.

Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos po- bres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir noera un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempreescribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casitodo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en unasociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la

 justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las con-ciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con quevolvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuandolos contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos

 peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos in-quietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igualque escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la fic-

ción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida talcomo es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condiciónhumana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de algunamanera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.

Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que lavida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano,una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos enel sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregún-tense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudada-nos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para repri-mirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque

saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sedi-ciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posi-

 bles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundoreal. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan lainsatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía esmás rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibili-dad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar lasmentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carcele-ros viven más seguros y mejor.La buena literatura tiende puentes entre gentes distintasy, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creen-cias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca se-

 pulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente enTokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina searroja al tren y Julien Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur , el urbano doctor JuanDahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, oadvertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, estánmuertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cris-to, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La litera-tura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que eri-gen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas yla estupidez.

Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la delos terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso,

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que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impo-ne la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada díaen diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas.Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el

 pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaus-

tos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevasformas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armasde destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidosredentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlosy derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el

 planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos in-timidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en lalarga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas suslimitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, losderechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternan-cia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos -

aunque nunca llegaremos a alcanzarla- a la hermosa y perfecta vida que finge la literatu-ra, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. En-frentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.

En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que elsocialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciabanen mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y elcolectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy -que trato de ser- fuelargo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de laRevolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y

vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirseentre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pactode Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Rével, IsaiahBerlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y delas sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuandola intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido alhechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolu-ción cultural china.

De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura fran-cesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire,Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólosería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia,a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una voca-ción como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camusestaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del des-cubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y elOdéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discur-sos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatralde la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos delgeneral De Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimientode América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que

hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manerade ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años pro-

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ducía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar,García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donosoy muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española ygracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina noera sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros

 barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticasy fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.

De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progre-sando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísi-

mo que hacer . Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata asecundarla, Venezuela, y algunas seudo democracias populistas y payasas, como las deBolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia estáfuncionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestrahistoria, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay,Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la

legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándoseal mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlodel presente.

 Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todoslos lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín,en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa.Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender co-sas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me

 parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, hayadebilitado eso que llaman "las raíces", mis vínculos con mi propio país -lo que tampoco

tendría mucha importancia-, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguiríanalimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuandoéstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del paísdonde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva máslúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene rever-

 berando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino,al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el queune a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.

Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellasexperiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi voca-

ción, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, meconmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lohe impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuvea punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernosdemocráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas yeconómicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, lade Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes deIrán, la del apartheid de África del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoyMyanmar). Y lo volvería a hacer mañana si -el destino no lo quiera y los peruanos no lo

 permitan- el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de Estado que aniquilara nues-tra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido,

como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su pro- pia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa

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el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profun-das que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsa-nas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción de-mocrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todoslos medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los

gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, comolas Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y LiuXiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a me-nudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando

 por su libertad, también luchan por la nuestra.

Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de "todas las sangres". No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todoslos peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas proce-dentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de lasculturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Para-

cas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo,de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, lashuacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, es-

 padas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Rena-cimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y a la lengua recia de Castilla que los Andesdulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, sumúsica y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escar-

 bamos un poco descubrimos que el Perú, como el aleph de Borges, es en pequeño for-mato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene unaidentidad porque las tiene todas!

La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y

debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despo- jos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españolesque fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellascríticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de Espa-ña, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez deredimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo contanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo yexterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación delos indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido.Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una solaexcepción a este oprobio y vergüenza.

Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agrade-cimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribu-na, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaríaen el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo ta-lento acaso -triste consuelo- descubriría algún día la posteridad. En España se publica-ron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral yCarmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. YEspaña me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás hesentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español por-que siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma

cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la histo-ria, la lengua y la cultura.

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De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Francoestaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en elcampo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas yresquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española ab-

sorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hastaentonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Bar-celona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos loscampos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en ciertomodo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores,escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se ins-talaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueronunos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajointelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmo-

 polita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez des-de los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron yfraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresacomún y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España de-mocrática la cultura sería la protagonista principal.

Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democra-cia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de cómo,cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan elsectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los delas novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad,

del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y des-igualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y suadopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero ydisparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante yaleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos,

 plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historiafeliz.

Detesto toda forma de nacionalismo, ideología -o, más bien, religión- provinciana, decorto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno pre-

 juicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y on-tológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el na-cionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dosguerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto co-mo el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insen-satas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vezde construir escuelas, bibliotecas y hospitales.

 No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del "otro", siempre se-milla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierradonde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños,

 paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos dela memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni

los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y

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 personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálidade que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.

El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre,mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas,

 porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a laCiudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarroboy el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban "el pie ajeno" -lindo ytriste apelativo-, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebés almundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecadomortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Mira-flores limeño -la llamábamos el Barrio Alegre-, donde cambié el pantalón corto por ellargo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chi-cas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis diecis-éis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado

casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo yfrecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, malay execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el

 pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase detormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado desanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigasdel Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesi-natos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.

El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuvela fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas

que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbe-llino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos

 prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los pro- blemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistasy a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace lasmaletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de loselogios: 'Mario, para lo único que tú sirves es para escribir".

Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sinouna realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba,donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de

Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los mur-ciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierracaliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gra-cia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padrehabía muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de mari-no, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Unamañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló queaquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él,a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y des-cubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los

 buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aven-

tura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondi-das, como quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatu-

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ra dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, derebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora,en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la de-sesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz queseñala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.

Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor,siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me hahecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una his-toria, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna expe-riencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinóluego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantas-mas en una historia. "Escribir es una manera de vivir", dijo Flaubert. Sí, muy cierto, unamanera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleandocon las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un caza-dor en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apeti-

to voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sen-tir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y pareceempezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sien-ten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamenteuna conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda

 poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez,tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses,sin cesar.

Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de susformas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desdeque, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur 

Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir undrama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatralhabría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vezmás hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a lasombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía al-guna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuelacentenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circun-dante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, demanera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenariocobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el

 papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, hereincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (de-

 bería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizovivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasadola vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos,el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).

La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a enten-derla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos.

Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera ygracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existen-

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cia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamosmás dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascen-dencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia,el más acá y el más allá del conocimiento racional.

Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros ante- pasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitíacomunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientesde amenazas -rayos, truenos, gruñidos de las fieras-, a inventar historias y a contárselas.Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primi-tivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largotranscurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo sobe-rano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar lasentrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas.Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como unamúsica nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo

donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas co-mer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar encolectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron deestar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores,y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquelconfinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambicio-nes que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitasde que estaba constelado su entorno.

Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias,además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la

literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas ge-neraciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectualque aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible

 para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo me- jor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vidano se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad peroignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de lasmáquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin litera-tura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privadosde lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mis-mo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.

De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vidatautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han mul-tiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos alletargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud,removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos ala que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las gran-des pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura sevuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de an-helos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad.Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acce-

der a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales yeternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la re-

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 beldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violen-cia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque lanuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de ali-viar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en

 posible lo imposible.

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LUISGÉ MARTÍN

¿Leer sirve para algo bueno?

30/08/2008La ópera ha sido considerada siempre el espectáculo artístico más completo y refinado.Aúna música, literatura y teatro. Para disfrutarla hay que ser una persona cultivada ytener educadas todas las capacidades estéticas. Es necesario, además, poseer una sensi-

 bilidad especial. Podríamos decir, por lo tanto, que los amantes de la ópera forman partede un linaje extraordinario. De una quintaesencia humana. En febrero de 2001, sin em-

 bargo, los socios del Círculo del Liceo de Barcelona -quintaesencia de la quintaesencia-decidieron rechazar el ingreso en el club operístico de las diez mujeres que, después desiglo y medio de absoluta hegemonía masculina abolida en unos nuevos estatutos, hab-ían solicitado la admisión. Entre esas mujeres -por si alguien duda de sus méritos- esta-

 ba Montserrat Caballé. Es decir, los seres más sensibles, los que se conmovían hasta el

retorcimiento del alma con la música de Verdi, con la voz doliente de María Callas ocon las quejas de amor de Madame Butterfly, se comportaban en la vida real como ga-ñanes de taberna.

Este suceso, excesivo y paradigmático, es un exordio vistoso, pero resulta fácil encon-trar diariamente muchos otros ejemplos que nos obligan a plantearnos si la cultura con-tribuye a iluminar las ideas o si, por el contrario, sirve sólo para empachar las mentes yemponzoñar los ánimos. Uno de nuestros novelistas jóvenes más eximios, a quien se ledebió de aparecer una virgen en algún camino de Damasco, como a Fernando Arrabal,escribe cada semana en los periódicos sesudos y floridos artículos en los que igual poneen cuestión la teoría de la evolución -"siempre me ha llamado la atención la rotundidad

con que se suele negar la intervención del misterio cuando se trata de explicar el origendel hombre; pero lo cierto es que, si existe un momento en la historia del universo enque parece más que probable la intervención del misterio, es precisamente el momentoen que el hombre irrumpe en el mundo"- que describe con extraño discernimiento lassociedades modernas -"matrimonios deshechos porque sí a velocidad exprés, hogaresdesbaratados con el menor pretexto o sin pretexto alguno, hijos desparramados y con-vertidos en carne de psiquiatra, abortos a mansalva, nuevas fórmulas combinatoriashumanas negadas a la transmisión de la vida, etcétera"-. A algunos otros escritores, nomenos eximios, les vemos participar en tertulias televisivas diciendo disparates y sim-

 plezas que sólo mejoran las de los invitados de Salsa rosa en el rigor de la gramática yen la riqueza del vocabulario. Y aquellos a los que no se les ha aparecido ninguna vir-

gen ni han sido invitados a ninguna tertulia no pueden tirar tampoco la primera piedra.En el sector editorial y en el mundo literario -un castillo de hombres cultos, de cultiva-dores de ese gran bien espiritual que es la lectura- se encuentra la mayor concentraciónde individuos biliosos, marrulleros, hipócritas, envanecidos, desequilibrados y tortuososque conozco. Incluyéndome, por supuesto, a mí mismo.

La gran obra de la literatura española cuenta la historia de un pobre hombre que, empa-chado de libros, salió a recorrer el mundo escudado por un analfabeto que no había leídoninguno. Todos conocemos las peripecias que les ocurrieron. Todos sabemos quiéncreaba los problemas y quién los resolvía luego; quién era soberbio y quién humilde;quien contemplaba la realidad y quién veía únicamente sus propias fantasías y vanaglo-

rias. Que cada cual elija un modelo, pero que no haya excusas: todos los libros son decaballerías.

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 No quiero hacer menosprecio de corte y alabanza de aldea, y ni siquiera estoy seguro desi soy abogado de dios o del diablo, pero desde hace años tengo la sospecha de que lalectura es menos benéfica de lo que se proclama continuamente con altavoces y prego-neros. O incluso que es dañina, que resabia. Hay dos virtudes que nadie le puede negar:su ejercicio produce un placer estético que sólo es superado por los que producen los de

la música y la sexualidad; y desarrolla, instrumentalmente, las capacidades de compren-sión y de construcción textual, que sirven para leer el prospecto de un medicamento, para redactar una carta o una reclamación, o para poder estudiar mecánica de automóvi-les o mecánica cuántica. Es decir, la lectura tiene una utilidad sensorial -si hay utilida-des así- y una utilidad práctica -valga el pleonasmo-, pero tal vez no tenga ninguna uti-lidad ética, que es la que más se pregona. "Los libros nos hacen libres", decía uno de loseslóganes publicitarios con los que el Ministerio de Cultura trataba de concienciarnos delos beneficios de leer. "El nacionalismo se cura viajando y leyendo", proclamaba JuanMaría Bandrés en aquellos años en los que se pensaba aún que las barbaridades de ETAeran cometidas sólo por ignorantes sin formación. Como Sócrates, en suma: "No hayhombres malos, sólo hay hombres ignorantes". Y continuamente escuchamos hablar con

desprecio o conmiseración de aquellos que no leen o que leen productos como El códi- go Da Vinci o La catedral del mar y no a Borges, a Paul Auster o a Vasili Grossman,que son algunos de los autores que al parecer nos hacen más libres y menos abertzales. 

Es decir, los apóstoles de la lectura hemos creído siempre que a través de ella se crearíaun mundo más justo, más tolerante, más inteligente y más pacífico. Más humano, ensuma. Hemos creído que alguien que se conmoviera con las desdichas adulterinas deAnna Karenina y el Conde Vronski no podría luego, por ejemplo, llamar alimañas aquienes cometen una infidelidad o se divorcian. Que quien se emocionara sumergiéndo-se en el alma insatisfecha de Emma Bovary no sería capaz de pegarle una paliza a sumujer o de negarle el ingreso en el Círculo del Liceo a Montserrat Caballé. Que aquel

que se estremeciera al conocer la vida de Primo Levi en Auschwitz o la de Anna Frank en Ámsterdam no tendría ya nunca la desvergüenza de -pongo por caso- votar a Batasu-na, apoyar la guerra de Irak, defender Guantánamo o enmascarar con palabrería liberta-ria la dictadura cubana. Hemos creído siempre, en fin, que los libros eran el manual deinstrucciones de la naturaleza humana y que quien leía terminaba descifrando sus meca-nismos y mejorando su rendimiento. Pero a la vista está que hemos creído mal.

A los niños y a los adolescentes les instigamos casi enfermizamente a que lean, anun-ciándoles las siete plagas si no lo hacen. Pero habría que preguntarse si esa obsesiónestá justificada por tantas plagas como decimos. ¿Son menos corruptos los que leen?¿Son menos despóticos en sus trabajos o en sus casas? ¿Respetan más las señales detráfico? ¿Sienten menos cólera, saben dominarla mejor? ¿Tienen mayor clarividencia

 política? ¿Son menos violentos? Hace años leí un artículo -seguramente de algún nor-teamericano extravagante- en el que se sostenía que entre los individuos de mayor nivelcultural estaban más extendidas las prácticas sadomasoquistas. No quiero poner deejemplo a Hannibal Lecter, pero creo que la duda es razonable.

Son no obstante los razonamientos desvariados de este texto, sin duda, la mejor pruebade que leer -lo hago mucho- no siempre trae provecho. -

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La pura alegría de leer 

Para el filósofo Emilio Lledó, las bibliotecas son memoria, diálogo y luz

15-09-2002

'Leer con el pasado es romper la monotonía de nuestro propio discurso' 

'Poder hablar con Sartre, con Borges, con Camus, con Kafka, eso nos completa' 

Es legendaria la explicación que dio Juan Rulfo cuando le preguntaron por qué habíaescrito su gran novela, Pedro Páramo: 'Busqué un libro así en la estantería y no lo hallé'.Lo dijo de muchas formas, y ésa fue una de ellas. Julio Cortázar explicó, en las primeras

 páginas de Rayuela, cómo escribir es una forma imprescindible de vivir, y en otro sitiodijo: 'Cuando uno quiere escribir, escribe. Si uno está condenado a escribir, escribe. Laliteratura es una forma de juego (...) un juego por el que uno puede llegar a jugarse lavida. Se puede hacer cualquier cosa, todo por ese juego'. Es una pura alegría, leer y es-cribir. Ernest Hemingway tenía siempre su ración de clásicos, desde Proust a Joyce yQuevedo, 'siempre estoy leyendo libros, no haría otra cosa'. El novelista y académicoAntonio Muñoz Molina recoge en Pura alegría, su libro de ensayos literarios, esta frasedel norteamericano Paul Theroux, hablando de géneros literarios: 'La diferencia entre laliteratura de viajes y la ficción es la misma que existe entre anotar lo que el ojo ve ydescubrir lo que la imaginación conoce. La ficción es pura alegría...'.

Como leer y releer: es pura alegría. Eso lo decía esta semana el filósofo y académicoEmilio Lledó, autor de El silencio de la escritura, hablando de la colección de clásicosque EL PAÍS propone a sus lectores: 'No es sólo releer; leer es leer siempre, y eso es sinduda una pura alegría'. El narrador de Marcel Proust explicaba en En busca del tiempo

 perdido: 'Lo que a mí me parece mal en los periódicos es que soliciten todos los díasnuestra atención para cosas insignificantes, mientras que los libros que contienen cosasesenciales no los leemos más que tres o cuatro veces en toda nuestra vida'. Y a veces noestán a mano, se escabullen de las estanterías, están en nuestra memoria, pero no lostenemos a mano para leerlos de nuevo. Algunos libros son inencontrables, o no estáncuando los precisa de nuevo la ansiedad de leer. Hemingway llevaba consigo sus librosfavoritos, 'mi ración de clásicos'. Pero el narrador de Proust prosigue su reproche: 'En el

momento ese en que rompemos febrilmente todas las mañanas la faja del periódico, lascosas debían cambiarse y aparecer en el periódico, yo no sé qué... los pensamientos dePascal, por ejemplo -y desató esta palabra con un tono de énfasis irónico para no parecer 

 pedante-. Y, en cambio, en esos tomos de cantos dorados que no abrimos más que cadadiez años es donde debiéramos leer que la reina de Grecia ha salido para Cannes, o quela duquesa de León ha dado un baile de trajes'.

Faulkner leía El Quijote todos los años, 'como algunos leen La Biblia; simplemente leouna escena o algo sobre un personaje, del mismo modo que me encontraría a un amigo

 para conversar unos minutos'. Jorge Luis Borges tuvo la vocación de ser él mismo una biblioteca, pero despreciaba sus propios libros: con una línea que pase a la historia de

entre todo lo que he escrito, bastaría. Sólo releería los clásicos, ésa era su única pasiónliteraria. Y le daba vergüenza tener lectores. Cuando publicó, en 1932, Historia de la

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eternidad, vendió en un año 37 ejemplares. 'Al principio quería encontrar a cada uno delos compradores para disculparme por el libro y también para agradecerles lo que hab-ían hecho. Hay una explicación para eso. Si usted piensa en 37 personas... esas personasson reales, quiero decir que cada una de ellas tiene un rostro propio, una familia, vive enuna calle en particular. Bueno, si uno vende, digamos, 2.000 ejemplares, es como si no

hubiera vendido nada, porque 2.000 es un número demasiado grande..., quiero decir,demasiado grande para poder imaginarlo. Pero 37 personas -y tal vez 37 son demasia-das, tal vez diecisiete son demasiadas, tal vez diecisiete hubiera sido mejor o hasta siete-, 37 todavía están al alcance de la propia imaginación'. A Julio Cortázar lo invitó unlector, en Barcelona, a compartir su merienda, cuando paseaba por las Ramblas: 'Ustedme ha dado mucho más que esta comida'.

Sólo les interesa escribir, o leer. Los escritores son lectores que escriben. Y los lectoresson luego sus cómplices, los 'semejantes' de los que hablaba Charles Baudelaire. En Laverdad de las mentiras, Mario Vargas Llosa (que comenta en ese libro varios de los li-

 bros que propone la colección de Clásicos del Siglo XX de EL PAÍS) dice que 'cuando

leemos novelas no somos los que somos habitualmente, sino también los seres hechiza-dos entre los cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis: el reductoasfixiante que es nuestra vida real se abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamenteexperiencias que la ficción vuelve nuestras'. Y sigue Vargas Llosa con esta reflexiónsobre la alegría de leer ficción: 'Sueño lúcido, fantasía encarnada, la ficción nos comple-ta, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de tener una sola vida y los apetitos y fantasías desear mil'.

 No lo dice de manera muy diferente el autor de El silencio de la escritura. En sus decla-raciones a este periódico, Emilio Lledó decía sobre la oportunidad que ofrece la biblio-teca de Clásicos del Siglo XX de EL PAÍS: 'Leer es una infinita compañía que no estáatada al presente pequeñísimo que vivimos... Poder hablar con Sartre, con Borges, conCamus, con Kafka, eso nos hace diálogo infinito, nos completa. Leer es un gran mila-gro, porque nos instala en una biblioteca, ese lugar donde espera la memoria para ilumi-nar el tiempo pasado, en el que inyectamos nuestro presente. La combinación de esasexperiencias ajenas y propias es lo que somos'. Y decía también Lledó, hablando del

 presente: 'Si esos señores de la guerra enriquecieran su pobre diálogo de la agresividady de la violencia con la lectura de obras como éstas, serían incapaces de pensar en ma-tar'.

Y sobre la propia idea de leer que propone esta biblioteca, dice Emilio Lledó: 'La idea

es estupenda. Hay que hacer leer. La función esencial de los seres humanos es nutrir suinteligencia, y para hacerlo lo más importante es el lenguaje. Leer con el pasado esromper con la monotonía de nuestro propio discurso, a veces tan empobrecido, llenar deaire nuevo la mente con todo lo que se ha escrito; la literatura es la verdadera joya de lahumanidad. Una biblioteca es por eso memoria, diálogo y luz'.

La propia colección que EL PAÍS propone lleva a recordar el leitmotiv de la literaturadel siglo, que según Lledó está al final de La montaña mágica, de Thomas Mann, 'y está

 presente en Kafka, en Sartre, en Böll, en Camus, en Joyce, en Moravia, en Cortázar...'.Dicen esas líneas a las que se refiere Lledó: 'De esta fiesta mundial de la muerte, de estamala fiebre que nos incendia en esta noche lluviosa, ¿se elevará el amor algún día?'.

Algunos libros señala el filósofo como parte de su propia biblioteca de la memoria: 'La

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náusea fue una obra revolucionaria, que descubrió el encuentro con la náusea de lo in-auténtico; el sentimiento filósofo se tiene que despertar con la náusea, es un principio dereflexión; La metamorfosis es el monstruo que todos llevamos dentro; La rebelión de lasmasas es un libro para discutir... Pero con todos los libros yo abriría un diálogo, claro,

 pues eso es leer y eso es releer: completarse gracias a la experiencia de los otros'.

Italo Calvino escribía, en Por qué leer los clásicos: 'Es clásico lo que persiste como rui-do de fondo incluso allí donde la actualidad más incompetente se impone. Queda elhecho de que leer los clásicos parece estar en contradicción con nuestro ritmo de vida,que no conoce los tiempos largos, la respiración del otium humanístico, y también encontradicción con el eclecticismo de nuestra cultura, que nunca sabría confeccionar uncatálogo de los clásicos que convenga a nuestra situación'.

Rulfo buscaba en su biblioteca un libro que ansiaba leer, el personaje de Proust queríahallar en el periódico los pensamientos de Pascal, e Italo Calvino imaginaba la gran

 biblioteca como ruido de fondo de la actualidad, rompiéndola... A lo mejor lo que pro-

 pone la biblioteca de Clásicos del Siglo XX de EL PAÍS es una combinación de todasesas propuestas, que Lledó define así: 'Una biblioteca es memoria, diálogo y luz, unestímulo constante para ejercer la pura alegría de leer'.

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VICENTE VERDÚ

¿Leer?

15 de febrero de 2001

Raffaele Simone ha escrito un libro, La tercera fase (Taurus), para alertar sobre ladesaparición del libro. Señal de que continúa esperanzado en que se le lea, señal de quetodavía el libro cuenta algo en nuestro mundo y prueba, finalmente, de que acasoRaffaele Simone no encuentra mejor manera que una nueva remesa de palabras escritas

 para asegurar la continuidad de esa cultura. ¿Puede, sin embargo, esperarse que sea así?

Si se enfrenta, de un lado, la entidad de un libro y, de otro, la consistencia de untelevisor o un ordenador a nadie le costará concluir de qué lado se inclinará la liza. Ellibro pertenece al orden de las herramientas artesanas y se corresponde con el universode la lentitud, mientras los otros son artefactos complejos y se abastecen de la velocidadque triunfa. El libro se ha confeccionado letra a letra, hilvanándose en ocasiones con lagesticulación de un párrafo o incluso sólo frase a frase, denegándose y reconciliándose

 para proseguir. La despaciosa escritura de un libro recuerda un itinerario a pie yrequiere una lectura cabal o equivalente. El escritor y el lector componen una parejadentro de un supuesto entorno sosegado y casi obligadamente antiguo. A esa relaciónconviene el reposo y la meditación, la oportunidad para ciertas cavilaciones y algunasilenciosa conversación. Muy diferente de lo que llega a ocurrir con los nuevos medios.Un trato con la televisión no se interrumpirá por el bullicio que sube de la calle, ni por el clamor de la aspiradora, ni por la barahúnda de un bar. Se sigue viendo televisión con

o sin ruido porque el aparato, fortalecido contra el estruendo, dispone de un resorte quehace predominar su volumen sobre los competidores. El libro, sin embargo, esdemasiado lábil y vulnerable a casi todo.

El libro es física y mentalmente de otra época. En el ordenador se encuentra también laescritura pero se trata de textos flexibles, incesantemente entregados a la volubilidad,voluntariamente ofrecidos a la intervención de cualquiera, permanentemente expuestosa la desaparición. La página del libro cree sencillamente en sí y sufreincondicionalmente sus errores. La página web en el ciberespacio es lo opuesto a la fe ya la fijeza. Su destino es la metamorfosis, ser alterada y alterarse, interactuar,descomponerse. En una realidad cambiante el ordenador se acomoda a los diferentes

 programas y se alimenta, en efecto, de softwares . La naturaleza del libro es, sinembargo, dura y rígida. Nace como un producto final y cuando se le consulta repite lostérminos de su dicción primera. El libro es como un pequeño animal doméstico que haresuelto convertirse en una invariable compañía. Puede parecer que no diga siempre lomismo pero lo dice siempre con las mismas palabras. Puede que, como ocurre respectoa los animales, no lo amemos siempre del mismo grado, pero él no altera su ración deamor. Ni su volumen.

El televisor, el ordenador nacen, además, con vida propia. Cada día se observan más ymás televisores y ordenadores encendidos sin un ser humano delante. Hablan,relampaguean, cantan, palpitan al margen de los habitantes de este mundo. Un libro, por 

el contrario, nos necesita inexcusablemente para vivir. Sin nuestra lectura atenta lashojas de un libro son un manojo de papeles impasibles, privados de voz, desprovistos de

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acción, carentes del menor relente de existencia. Desde el interior de los televisores olos ordenadores surgen tropeles de gentes, fieras o paisajes previamente emocionados,

 brotan exclamaciones, persecuciones, crímenes o pasiones anticipadamente estimulados por un guión, pero el libro no es nada sin nosotros. Por el mero asombro de ver, graciasa nuestra intervención, transfigurarse esta materia inerte en un ser despierto merecería la

 pena leer. Pero todavía más si, por añadidura, somos nosotros quienes en el tumulto dela misma experiencia sentimos multiplicarse el sentido y la intensidad de nuestras vidas.

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33 razones para leer... y más 

Para vivir más

Para detener el tiempo

Para saber que estamos vivosPara saber que no estamos solos

Para saber 

Para aprender 

Para aprender a pensar 

Para descubrir el mundo

Para conocer otros mundos

Para conocer a los otros

Para conocernos a nosotros mismos

Para compartir un legado común

Para crear un mundo propio

Para reír 

Para llorar 

Para consolarnos

Para desterrar la melancolía

Para ser lo que no somosPara no ser lo que somos

Para dudar 

Para negar 

Para afirmar 

Para huir del ruido

Para combatir la fealdad

Para refugiarnos

Para evadirnos

Para imaginar 

Para explorar 

Para jugar 

Para pasarlo bien

Para soñar 

Para crecer 

VIctoria Fernandez

Directora de la revista CLIJ

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LUISGÉ MARTÍN

¿Leer sirve para algo bueno?

30/08/2008La ópera ha sido considerada siempre el espectáculo artístico más completo y refinado.Aúna música, literatura y teatro. Para disfrutarla hay que ser una persona cultivada ytener educadas todas las capacidades estéticas. Es necesario, además, poseer una sensi-

 bilidad especial. Podríamos decir, por lo tanto, que los amantes de la ópera forman partede un linaje extraordinario. De una quintaesencia humana. En febrero de 2001, sin em-

 bargo, los socios del Círculo del Liceo de Barcelona -quintaesencia de la quintaesencia-decidieron rechazar el ingreso en el club operístico de las diez mujeres que, después desiglo y medio de absoluta hegemonía masculina abolida en unos nuevos estatutos, hab-ían solicitado la admisión. Entre esas mujeres -por si alguien duda de sus méritos- esta-

 ba Montserrat Caballé. Es decir, los seres más sensibles, los que se conmovían hasta el

retorcimiento del alma con la música de Verdi, con la voz doliente de María Callas ocon las quejas de amor de Madame Butterfly, se comportaban en la vida real como ga-ñanes de taberna.

Este suceso, excesivo y paradigmático, es un exordio vistoso, pero resulta fácil encon-trar diariamente muchos otros ejemplos que nos obligan a plantearnos si la cultura con-tribuye a iluminar las ideas o si, por el contrario, sirve sólo para empachar las mentes yemponzoñar los ánimos. Uno de nuestros novelistas jóvenes más eximios, a quien se ledebió de aparecer una virgen en algún camino de Damasco, como a Fernando Arrabal,escribe cada semana en los periódicos sesudos y floridos artículos en los que igual poneen cuestión la teoría de la evolución -"siempre me ha llamado la atención la rotundidad

con que se suele negar la intervención del misterio cuando se trata de explicar el origendel hombre; pero lo cierto es que, si existe un momento en la historia del universo enque parece más que probable la intervención del misterio, es precisamente el momentoen que el hombre irrumpe en el mundo"- que describe con extraño discernimiento lassociedades modernas -"matrimonios deshechos porque sí a velocidad exprés, hogaresdesbaratados con el menor pretexto o sin pretexto alguno, hijos desparramados y con-vertidos en carne de psiquiatra, abortos a mansalva, nuevas fórmulas combinatoriashumanas negadas a la transmisión de la vida, etcétera"-. A algunos otros escritores, nomenos eximios, les vemos participar en tertulias televisivas diciendo disparates y sim-

 plezas que sólo mejoran las de los invitados de Salsa rosa en el rigor de la gramática yen la riqueza del vocabulario. Y aquellos a los que no se les ha aparecido ninguna vir-

gen ni han sido invitados a ninguna tertulia no pueden tirar tampoco la primera piedra.En el sector editorial y en el mundo literario -un castillo de hombres cultos, de cultiva-dores de ese gran bien espiritual que es la lectura- se encuentra la mayor concentraciónde individuos biliosos, marrulleros, hipócritas, envanecidos, desequilibrados y tortuososque conozco. Incluyéndome, por supuesto, a mí mismo.

La gran obra de la literatura española cuenta la historia de un pobre hombre que, empa-chado de libros, salió a recorrer el mundo escudado por un analfabeto que no había leídoninguno. Todos conocemos las peripecias que les ocurrieron. Todos sabemos quiéncreaba los problemas y quién los resolvía luego; quién era soberbio y quién humilde;quien contemplaba la realidad y quién veía únicamente sus propias fantasías y vanaglo-

rias. Que cada cual elija un modelo, pero que no haya excusas: todos los libros son decaballerías.

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 No quiero hacer menosprecio de corte y alabanza de aldea, y ni siquiera estoy seguro desi soy abogado de dios o del diablo, pero desde hace años tengo la sospecha de que lalectura es menos benéfica de lo que se proclama continuamente con altavoces y prego-neros. O incluso que es dañina, que resabia. Hay dos virtudes que nadie le puede negar:su ejercicio produce un placer estético que sólo es superado por los que producen los de

la música y la sexualidad; y desarrolla, instrumentalmente, las capacidades de compren-sión y de construcción textual, que sirven para leer el prospecto de un medicamento, para redactar una carta o una reclamación, o para poder estudiar mecánica de automóvi-les o mecánica cuántica. Es decir, la lectura tiene una utilidad sensorial -si hay utilida-des así- y una utilidad práctica -valga el pleonasmo-, pero tal vez no tenga ninguna uti-lidad ética, que es la que más se pregona. "Los libros nos hacen libres", decía uno de loseslóganes publicitarios con los que el Ministerio de Cultura trataba de concienciarnos delos beneficios de leer. "El nacionalismo se cura viajando y leyendo", proclamaba JuanMaría Bandrés en aquellos años en los que se pensaba aún que las barbaridades de ETAeran cometidas sólo por ignorantes sin formación. Como Sócrates, en suma: "No hayhombres malos, sólo hay hombres ignorantes". Y continuamente escuchamos hablar con

desprecio o conmiseración de aquellos que no leen o que leen productos como El códi- go Da Vinci o La catedral del mar y no a Borges, a Paul Auster o a Vasili Grossman,que son algunos de los autores que al parecer nos hacen más libres y menos abertzales. 

Es decir, los apóstoles de la lectura hemos creído siempre que a través de ella se crearíaun mundo más justo, más tolerante, más inteligente y más pacífico. Más humano, ensuma. Hemos creído que alguien que se conmoviera con las desdichas adulterinas deAnna Karenina y el Conde Vronski no podría luego, por ejemplo, llamar alimañas aquienes cometen una infidelidad o se divorcian. Que quien se emocionara sumergiéndo-se en el alma insatisfecha de Emma Bovary no sería capaz de pegarle una paliza a sumujer o de negarle el ingreso en el Círculo del Liceo a Montserrat Caballé. Que aquel

que se estremeciera al conocer la vida de Primo Levi en Auschwitz o la de Anna Frank en Ámsterdam no tendría ya nunca la desvergüenza de -pongo por caso- votar a Batasu-na, apoyar la guerra de Irak, defender Guantánamo o enmascarar con palabrería liberta-ria la dictadura cubana. Hemos creído siempre, en fin, que los libros eran el manual deinstrucciones de la naturaleza humana y que quien leía terminaba descifrando sus meca-nismos y mejorando su rendimiento. Pero a la vista está que hemos creído mal.

A los niños y a los adolescentes les instigamos casi enfermizamente a que lean, anun-ciándoles las siete plagas si no lo hacen. Pero habría que preguntarse si esa obsesiónestá justificada por tantas plagas como decimos. ¿Son menos corruptos los que leen?¿Son menos despóticos en sus trabajos o en sus casas? ¿Respetan más las señales detráfico? ¿Sienten menos cólera, saben dominarla mejor? ¿Tienen mayor clarividencia

 política? ¿Son menos violentos? Hace años leí un artículo -seguramente de algún nor-teamericano extravagante- en el que se sostenía que entre los individuos de mayor nivelcultural estaban más extendidas las prácticas sadomasoquistas. No quiero poner deejemplo a Hannibal Lecter, pero creo que la duda es razonable.

Son no obstante los razonamientos desvariados de este texto, sin duda, la mejor pruebade que leer -lo hago mucho- no siempre trae provecho. -

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MARIO VARGAS LLOSA 

Elogio de la lectura y la ficción

08/12/2010

Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de laSalle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vi-da. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabrasde los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y delespacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje subma-rino, luchar junto a d'Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amena-zan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas deParís, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.

La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacitode hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primerascosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que seterminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vidahaciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía,las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.

Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz ycalva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcar-me en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara

tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían yalentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también,a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pa-sión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contrala adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa elcaos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.

 No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estabanlos maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el ta-lento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma -la escritu-ra y la estructura- lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dic-kens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan im-

 portantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, quelas palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidoscon la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camusy Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroís-mo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odi-sea y la Ilíada.

Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sussombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los se-cretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus

hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los ani-madores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias,

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hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podr-íamos leer ni fantasear historias.

Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos po- bres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir noera un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempreescribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casitodo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en unasociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la

 justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las con-ciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con quevolvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuandolos contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos

 peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos in-quietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igualque escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la fic-

ción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida talcomo es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condiciónhumana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de algunamanera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.

Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que lavida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano,una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos enel sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregún-tense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudada-nos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para repri-mirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque

saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sedi-ciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posi-

 bles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundoreal. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan lainsatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía esmás rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibili-dad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar lasmentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carcele-ros viven más seguros y mejor.La buena literatura tiende puentes entre gentes distintasy, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creen-cias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca se-

 pulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente enTokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina searroja al tren y Julien Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur , el urbano doctor JuanDahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, oadvertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, estánmuertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cris-to, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La litera-tura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que eri-gen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas yla estupidez.

Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la delos terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso,

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que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impo-ne la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada díaen diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas.Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el

 pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaus-

tos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevasformas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armasde destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidosredentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlosy derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el

 planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos in-timidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en lalarga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas suslimitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, losderechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternan-cia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos -

aunque nunca llegaremos a alcanzarla- a la hermosa y perfecta vida que finge la literatu-ra, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. En-frentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.

En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que elsocialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciabanen mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y elcolectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy -que trato de ser- fuelargo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de laRevolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y

vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirseentre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pactode Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Rével, IsaiahBerlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y delas sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuandola intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido alhechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolu-ción cultural china.

De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura fran-cesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire,Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólosería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia,a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una voca-ción como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camusestaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del des-cubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y elOdéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discur-sos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatralde la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos delgeneral De Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimientode América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que

hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manerade ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años pro-

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ducía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar,García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donosoy muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española ygracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina noera sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros

 barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticasy fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.

De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progre-sando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísi-

mo que hacer . Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata asecundarla, Venezuela, y algunas seudo democracias populistas y payasas, como las deBolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia estáfuncionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestrahistoria, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay,Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la

legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándoseal mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlodel presente.

 Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todoslos lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín,en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa.Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender co-sas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me

 parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, hayadebilitado eso que llaman "las raíces", mis vínculos con mi propio país -lo que tampoco

tendría mucha importancia-, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguiríanalimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuandoéstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del paísdonde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva máslúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene rever-

 berando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino,al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el queune a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.

Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellasexperiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi voca-

ción, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, meconmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lohe impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuvea punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernosdemocráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas yeconómicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, lade Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes deIrán, la del apartheid de África del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoyMyanmar). Y lo volvería a hacer mañana si -el destino no lo quiera y los peruanos no lo

 permitan- el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de Estado que aniquilara nues-tra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido,

como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su pro- pia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa

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el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profun-das que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsa-nas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción de-mocrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todoslos medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los

gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, comolas Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y LiuXiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a me-nudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando

 por su libertad, también luchan por la nuestra.

Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de "todas las sangres". No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todoslos peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas proce-dentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de lasculturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Para-

cas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo,de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, lashuacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, es-

 padas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Rena-cimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y a la lengua recia de Castilla que los Andesdulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, sumúsica y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escar-

 bamos un poco descubrimos que el Perú, como el aleph de Borges, es en pequeño for-mato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene unaidentidad porque las tiene todas!

La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y

debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despo- jos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españolesque fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellascríticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de Espa-ña, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez deredimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo contanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo yexterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación delos indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido.Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una solaexcepción a este oprobio y vergüenza.

Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agrade-cimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribu-na, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaríaen el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo ta-lento acaso -triste consuelo- descubriría algún día la posteridad. En España se publica-ron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral yCarmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. YEspaña me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás hesentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español por-que siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma

cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la histo-ria, la lengua y la cultura.

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De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Francoestaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en elcampo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas yresquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española ab-

sorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hastaentonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Bar-celona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos loscampos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en ciertomodo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores,escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se ins-talaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueronunos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajointelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmo-

 polita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez des-de los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron yfraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresacomún y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España de-mocrática la cultura sería la protagonista principal.

Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democra-cia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de cómo,cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan elsectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los delas novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad,

del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y des-igualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y suadopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero ydisparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante yaleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos,

 plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historiafeliz.

Detesto toda forma de nacionalismo, ideología -o, más bien, religión- provinciana, decorto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno pre-

 juicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y on-tológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el na-cionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dosguerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto co-mo el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insen-satas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vezde construir escuelas, bibliotecas y hospitales.

 No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del "otro", siempre se-milla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierradonde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños,

 paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos dela memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni

los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y

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 personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálidade que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.

El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre,mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas,

 porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a laCiudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarroboy el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban "el pie ajeno" -lindo ytriste apelativo-, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebés almundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecadomortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Mira-flores limeño -la llamábamos el Barrio Alegre-, donde cambié el pantalón corto por ellargo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chi-cas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis diecis-éis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado

casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo yfrecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, malay execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el

 pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase detormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado desanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigasdel Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesi-natos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.

El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuvela fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas

que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbe-llino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos

 prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los pro- blemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistasy a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace lasmaletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de loselogios: 'Mario, para lo único que tú sirves es para escribir".

Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sinouna realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba,donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de

Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los mur-ciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierracaliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gra-cia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padrehabía muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de mari-no, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Unamañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló queaquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él,a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y des-cubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los

 buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aven-

tura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondi-das, como quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatu-

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ra dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, derebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora,en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la de-sesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz queseñala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.

Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor,siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me hahecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una his-toria, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna expe-riencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinóluego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantas-mas en una historia. "Escribir es una manera de vivir", dijo Flaubert. Sí, muy cierto, unamanera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleandocon las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un caza-dor en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apeti-

to voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sen-tir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y pareceempezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sien-ten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamenteuna conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda

 poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez,tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses,sin cesar.

Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de susformas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desdeque, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur 

Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir undrama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatralhabría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vezmás hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a lasombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía al-guna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuelacentenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circun-dante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, demanera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenariocobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el

 papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, hereincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (de-

 bería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizovivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasadola vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos,el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).

La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a enten-derla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos.

Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera ygracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existen-

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cia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamosmás dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascen-dencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia,el más acá y el más allá del conocimiento racional.

Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros ante- pasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitíacomunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientesde amenazas -rayos, truenos, gruñidos de las fieras-, a inventar historias y a contárselas.Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primi-tivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largotranscurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo sobe-rano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar lasentrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas.Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como unamúsica nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo

donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas co-mer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar encolectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron deestar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores,y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquelconfinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambicio-nes que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitasde que estaba constelado su entorno.

Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias,además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la

literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas ge-neraciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectualque aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible

 para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo me- jor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vidano se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad peroignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de lasmáquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin litera-tura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privadosde lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mis-mo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.

De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vidatautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han mul-tiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos alletargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud,removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos ala que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las gran-des pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura sevuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de an-helos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad.Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acce-

der a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales yeternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la re-

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 beldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violen-cia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque lanuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de ali-viar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en

 posible lo imposible.

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RAFAEL ARGULLOL

La biblioteca que escapó del fuego

29/01/2011El 12 de diciembre de 1933, dos barcos de vapor, el Hermia y el Jessica, remontaron el

río Elba con un cargamento de 531 cajas. Abandonaban el puerto de Hamburgo con el

 propósito de dirigirse a los muelles del Támesis, en Londres. En las cajas, además de

miles de fotografías y diapositivas, estaban depositados 60.000 libros. En principio, se

trataba de un préstamo que debía prolongarse a lo largo de tres años. La realidad es que

los libros ya no emprendieron el viaje de regreso a su lugar de origen, consumándose,

así, el traslado definitivo, desde Alemania a Inglaterra, de la Biblioteca Warburg, una de

las empresas culturales más fascinantes del siglo pasado y quizá la que resulta más

enigmática desde un punto de vista bibliófilo.

Como estamos mucho más habituados a las imágenes de libros en las hogueras, resultadifícil de imaginar el proceso contrario: la salvación de una gran biblioteca del acecho

de las llamas. La de Alejandría fue incendiada varias veces, y tenemos abundantes noti-

cias sobre quema de libros en cualquier época sometida al fanatismo, hasta el pasado

más reciente. Por eso llama la atención lo ocurrido con la Biblioteca Warburg. Curio-

samente, todo fue muy rápido, pese a que las negociaciones secretas entre los alemanes

y británicos implicados en el plan de salvación de la biblioteca fueron largas y laborio-

sas. A principios de 1933, Hitler alcanzó el poder, y a finales de ese mismo año los

volúmenes que Aby Warburg había reunido en el transcurso de cuatro décadas ya se

encontraban en su nueva morada londinense. Los acontecimientos se precipitaron, so-

metidos al vértigo sin precedentes de un periodo que culminaría en el mayor desastre de

la historia. Los continuadores de la obra de Aby Warburg -pues este había fallecido unlustro antes- pronto advierten que será imposible proseguir con su labor bajo la vigilan-

cia nazi. En consecuencia, empiezan los contactos destinados al traslado. Primero se

 piensa en la Universidad de Leiden, en los Países Bajos, donde escasean los fondos para

el futuro mantenimiento. Después, en Italia, el lugar más adecuado de acuerdo con el

contenido de la biblioteca, pero el menos fiable tras el largo Gobierno de Mussolini.

Finalmente, se impone la opción británica. Eric M. Warburg, hermano de Aby, escribió

una crónica pormenorizada de las negociaciones que, como apéndice, se incluye en el

recién publicado texto de Salvatore Settis Warburg Continuatus. Descripción de una

biblioteca (Ediciones de la Central y Museo Reina Sofía). El relato nos introduce en una

trama de alta intriga.

¿Por qué era tan singular la Biblioteca Warburg? Es difícil obtener una respuesta unívo-

ca. De la lectura del libro de Salvatore Settis, así como de la del también reciente y muy

recomendable ensayo de J. F. Yvars Imágenes cifradas (Elba), se desprende una suerte

de paisaje de círculos concéntricos según el cual la misteriosa personalidad de Aby

Warburg abrazaría la estructura de su biblioteca, del mismo modo en que los hilos de la

telaraña no pueden comprenderse sin el instinto constructor del propio insecto. También

las explicaciones, ya clásicas, de Fritz Saxl, Ernst Cassirer, Erwin Panofsky o E. H.

Gombrich sobre el maestro de Hamburgo apuntan en la misma dirección. Lo que podr-

íamos denominar el caso Warburg se refiere a un hombre que dedicó su vida a la for-

mación de una biblioteca que, con el tiempo, sería muchos mundos al unísono: un edifi-

cio, construido en Hamburgo por el arquitecto Fritz Schumacher, que debía inspirarseen la elipse orbital de Kepler; un laberinto que atrapaba al visitante, según Cassirer; una

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colección organizada de acuerdo con criterios sutiles y completamente heterodoxos,

todavía no enteramente dilucidados; un polo espiritual que magnetizaba a cuantos se

acercaban y que daría lugar, primero en Alemania y luego -póstumamente respecto al

fundador- en Reino Unido, a la más prestigiosa tradición contemporánea en el territorio

de la Historia del Arte.

En el centro de la telaraña, el hombre, Aby Warburg, continúa siendo un misterio, al-guien mucho más evocado que leído, a pesar de que últimamente crece la edición de sus

escritos, incluido su crucial Atlas Mnemosyne (Editorial Akal), comparado, con razón,

 por Yvars con el Libro de los pasajes de Walter Benjamin. De Aby Warburg siempre se

recuerdan dos circunstancias que acotan su trayectoria vital. De sus últimos años se saca

a colación la enfermedad nerviosa que motivó su internamiento en un sanatorio y, en el

otro extremo de su biografía, se alude al adolescente que, en un gesto bíblico, renunció a

su primogenitura en el seno de una familia de la gran burguesía hamburguesa a condi-

ción de que, en el futuro, siempre dispusiera de los fondos necesarios para adquirir 

cuantos libros quisiera. A los 13 años, la edad en que se produjo esa renuncia, Aby pa-

recía haber adivinado ya sus dos pasiones futuras: coleccionar libros y organizar de ma-

nera revolucionaria su colección. El resultado fue, sobre todo después de la construcción

del edificio que obedecía a sus innovadores criterios, una biblioteca radicalmente distin-

ta a las demás.

Las estanterías de la Biblioteca Warburg reunían volúmenes que guardaban entre sí

"afinidades electivas", lo cual suponía extraños alineamientos de arte, medicina, filosof-

ía, astrología o ciencias naturales alrededor de unas imágenes simbólicas que, aisladas

en cada especialidad, perdían su fuerza genealógica. Así, por ejemplo, y para horror de

los historiadores ortodoxos, en los paneles del Atlas Mnemosyne Warburg juntaba moti-

vos alegóricos, fragmentos de cuadros, emblemas esotéricos, fórmulas matemáticas o

grabados sobre la circulación sanguínea en un solo plano de múltiples relaciones. Gra-

cias a esas "afinidades electivas", el historiador podía excavar el pasado a través demúltiples túneles que se iban entrecruzando en el subsuelo de la memoria (Mnemosyne 

era el frontispicio que presidía la Biblioteca Warburg). Esta idea, susceptible de ser 

aplicada a toda la historia de la cultura, era particularmente importante al tratar de iden-

tificar las fuentes antiguas del arte renacentista, como demostró el mismo Aby Warburg

con sus extraordinarias radiografías de El nacimiento de Venus y La Primavera de Bot-

ticelli. Sus discípulos experimentaron pronto que su biblioteca, lejos de ser un archivo

inerte, era un organismo vivo que trasladaba a la imaginación por las diversas islas del

conocimiento.

Lo que los dos barcos de vapor transportaban aquella gélida mañana de diciembre de

1933 no eran solo miles de libros cuidadosamente escogidos a lo largo de décadas, sinola semilla de una sabiduría singular que daría frutos magníficos. Parece que la decisión

del municipio de Hamburgo de prestar por tres años la Biblioteca Warburg irritó sobre-

manera a la Cancillería del Reich en Berlín. Empezaban las hogueras por todas partes y,

desde luego, era escandaloso que se hubieran escapado sigilosamente 60.000 posibles

víctimas.

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naturaleza, que en ella cada cosa engendra su semejante. El autor sólo tiene que aprove-

charse de la imitación en lo que fuere escribiendo, que, cuanto ella fuere más perfecta,

tanto mejor será cuanto escribiere (Miguel de Cervantes, Don Quijote, I, Prólogo). Pen-

semos que el propio Picasso llegó a decir: "Yo no imito, copio".

Así pues, querido lector, disfruta de este maravilloso guión que, como toda obra de arte

seria, narra la génesis de su propia creación, como dice Jakobson. Sí, porque nosotrostambién lo hemos copiado todo en este guión, escrito, como diría Vincenzo Cerami, a

cuatro manos con Roberto Benigni. Todos nos hemos convertido en una especie de dio-

sa Eco, aquella que era incapaz de hablar la primera, que no podía callar cuando se le

hablaba, que sólo repetía los sonidos de las voces que le llegaban, según dijo Ovidio. De

modo que tiene razón KarlKraus cuando escribe: "¡Quien tenga algo que decir que dé

un paso adelante y calle!". Y es el mismo Kraus quien sostiene que la lengua es un sis-

tema de citas. ¡Y yo que lo estoy citando! Quisiera hacer lo mismo que Henry James,

quien dijo esta maravillosa frase: mi mente es de una pureza tal que jamás la ha ensu-

ciado una sola idea. También Walter Benjamin soñaba con publicar un libro enteramen-

te compuesto por citas. "A mí me falta la originalidad necesaria", le contestó George

Steiner. Pero a él también le hubiera gustado.

En efecto, inmediatamente después del creador de una buena frase viene, por orden de

mérito, el primero que la cita. Y aunque haya quien pueda no estar de acuerdo con esta

idea de Ralph W. Emerson, como por ejemplo Roland Barthes, cuando dice que no pue-

de reproducirse lo que ya ha sido dicho sin experimentar cierta sensación de culpa, lo

indudable es que la mera extracción de una cita, el contexto en el que la inserto, el sesgo

que le doy, la transforma y hace que se convierta en mía, como ha observado Michel

Butor. En caso contrario, ¿qué hacían autores como Paul Celan, quien dijo: "Jamás he

sabido inventar"?

Y creo, querido lector, que estarás de acuerdo conmigo. Entre otras cosas, porque lasobjeciones nacen a menudo del hecho de que quien las aduce no ha sabido hallar la idea

que se ataca. En efecto, yo no tengo nada que objetar a esta idea de Paul Valéry que

acabo de exponer. Precisamente por eso, ni siquiera me roza la idea de tener ideas, por-

que, además de ser atacado, me colocaría en situación de ser citado, por citar un pensa-

miento de Jean Rostand. No, no, estoy de acuerdo con Morselli: sólo quiero saber lo que

ya sé. Sobre todo porque estoy seguro de que si alguien dice hoy algo nuevo, eso quiere

decir que lo habrá leído en alguna parte, según leí en un libro de Kraus.

De acuerdo, voy terminando porque no olvido lo que les dijeron los espartanos a los

embajadores de Samos, tras pronunciar éstos un largo discurso: hemos olvidado el prin-

cipio, de modo que no hemos entendido la conclusión. O eso por lo menos cuenta Plu-

tarco. El lector me perdonará y quedará libre por fin para leer esta maravillosa historiaen la que, como ha confesado el divo Eco a propósito de El nombre de la rosa, no hay

una sola palabra que sea mía. Y con esto, querido lector, concluyo. Dios te dé salud y a

mí no me olvide. Vale. Por cierto, esta última frase es, una vez más, de Cervantes (Don

Quijote, I, Prólogo), citada por Stendhal en Rojo y Negro.

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ROSA MONTERO

Leer

30/05/2006

Menos mal que, además de guerras y de hambrunas, además de criminales y fanáticos,

existen también libros en el mundo. Decía Camus que la literatura era la mejor arma que

tenemos los humanos para comunicarnos y para luchar contra el horror y el caos. Pienso

en sus palabras estos días, mientras me paseo por la estupenda Feria del Libro de Ma-

drid, atestada de casetas, de viandantes y del maldito polen primaveral. Y recuerdo a

John Clyn, aquel humilde monje irlandés que en 1348, durante la Gran Peste que ani-

quiló en menos de un año a la mitad de la población europea, vio morir uno tras otro a

todos sus hermanos de congregación. Antes de caer él también víctima de la enfermedad

 bubónica, Clyn escribió con todo cuidado el relato de lo sucedido y dejó al final espacioen blanco en su pergamino para que otras manos pudieran continuar su trabajo, "si al-

guien de la estirpe de Adán sobrevive a la pestilencia". Cuánta esperanza se necesita pa-

ra hacer algo así en un momento en que parece que el mundo se acaba. Con similar em-

 puje, la pequeña Anna Frank escribía su diario frente a ese otro Apocalipsis provocado

 por Hitler. Y lo cierto es que, de algún modo, Clyn y Anna vencieron a la peste y a los

nazis. Cada vez que leemos sus textos o les recordamos, encendemos una vela contra la

oscuridad.

Lectores y escritores (que a su vez también son lectores) formamos una larga cadena a

través del tiempo y del espacio, y nos vamos pasando de mano en mano esas pequeñas

llamas temblorosas que al final terminan iluminando el mundo. Leer y escribir son actos

de reafirmación de la vida. Se trata de un logro colectivo, porque individualmente so-

mos muy poca cosa. Clara Obligado, en su interesante obra La sonrisa de la Gioconda

(Temas de Hoy), dice que, si leemos un libro a la semana desde los 10 años hasta los 80,

al final sólo habremos leído unos 3.600. ¡Qué pocos! Redoblo el ritmo de mis lecturas,

cumpliendo con pasión la cuota que me corresponde como eslabón de esta cadena de

 palabras. Y por otro lado, y a la luz de estas cifras tan exiguas, ¡qué suerte increíble y

qué privilegio que haya personas que leen lo que escribo! A todas y cada una de ellas,

muchas gracias.

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VICENTE VERDÚ

¿Leer?

15 de febrero de 2001

Raffaele Simone ha escrito un libro, La tercera fase (Taurus), para alertar sobre ladesaparición del libro. Señal de que continúa esperanzado en que se le lea, señal de quetodavía el libro cuenta algo en nuestro mundo y prueba, finalmente, de que acasoRaffaele Simone no encuentra mejor manera que una nueva remesa de palabras escritas

 para asegurar la continuidad de esa cultura. ¿Puede, sin embargo, esperarse que sea así?

Si se enfrenta, de un lado, la entidad de un libro y, de otro, la consistencia de untelevisor o un ordenador a nadie le costará concluir de qué lado se inclinará la liza. Ellibro pertenece al orden de las herramientas artesanas y se corresponde con el universode la lentitud, mientras los otros son artefactos complejos y se abastecen de la velocidadque triunfa. El libro se ha confeccionado letra a letra, hilvanándose en ocasiones con lagesticulación de un párrafo o incluso sólo frase a frase, denegándose y reconciliándose

 para proseguir. La despaciosa escritura de un libro recuerda un itinerario a pie yrequiere una lectura cabal o equivalente. El escritor y el lector componen una parejadentro de un supuesto entorno sosegado y casi obligadamente antiguo. A esa relaciónconviene el reposo y la meditación, la oportunidad para ciertas cavilaciones y algunasilenciosa conversación. Muy diferente de lo que llega a ocurrir con los nuevos medios.Un trato con la televisión no se interrumpirá por el bullicio que sube de la calle, ni por el clamor de la aspiradora, ni por la barahúnda de un bar. Se sigue viendo televisión con

o sin ruido porque el aparato, fortalecido contra el estruendo, dispone de un resorte quehace predominar su volumen sobre los competidores. El libro, sin embargo, esdemasiado lábil y vulnerable a casi todo.

El libro es física y mentalmente de otra época. En el ordenador se encuentra también laescritura pero se trata de textos flexibles, incesantemente entregados a la volubilidad,voluntariamente ofrecidos a la intervención de cualquiera, permanentemente expuestosa la desaparición. La página del libro cree sencillamente en sí y sufreincondicionalmente sus errores. La página web en el ciberespacio es lo opuesto a la fe ya la fijeza. Su destino es la metamorfosis, ser alterada y alterarse, interactuar,descomponerse. En una realidad cambiante el ordenador se acomoda a los diferentes

 programas y se alimenta, en efecto, de softwares . La naturaleza del libro es, sinembargo, dura y rígida. Nace como un producto final y cuando se le consulta repite lostérminos de su dicción primera. El libro es como un pequeño animal doméstico que haresuelto convertirse en una invariable compañía. Puede parecer que no diga siempre lomismo pero lo dice siempre con las mismas palabras. Puede que, como ocurre respectoa los animales, no lo amemos siempre del mismo grado, pero él no altera su ración deamor. Ni su volumen.

El televisor, el ordenador nacen, además, con vida propia. Cada día se observan más ymás televisores y ordenadores encendidos sin un ser humano delante. Hablan,relampaguean, cantan, palpitan al margen de los habitantes de este mundo. Un libro, por 

el contrario, nos necesita inexcusablemente para vivir. Sin nuestra lectura atenta lashojas de un libro son un manojo de papeles impasibles, privados de voz, desprovistos de

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acción, carentes del menor relente de existencia. Desde el interior de los televisores olos ordenadores surgen tropeles de gentes, fieras o paisajes previamente emocionados,

 brotan exclamaciones, persecuciones, crímenes o pasiones anticipadamente estimulados por un guión, pero el libro no es nada sin nosotros. Por el mero asombro de ver, graciasa nuestra intervención, transfigurarse esta materia inerte en un ser despierto merecería la

 pena leer. Pero todavía más si, por añadidura, somos nosotros quienes en el tumulto dela misma experiencia sentimos multiplicarse el sentido y la intensidad de nuestras vidas.