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Sobre el concepto de nación CORINA YTURBE Universidad Nacional Autónoma de México 1. Un día antes de la celebración del aniversario de la independencia de nuestro país, uno de los editorialistas del diario Reforma festejaba esta fiesta «nacional» con un artículo sobre «Cuesta y el nacionalismo», lamentándose de que el nacionalismo siguiera siendo en México «una idea bien vista [...] como algo noble, como el desinteresado amor por la nación», cuando se trata de «una superstición que ha provocado las peores guerras y las tonterías más aberrantes [...]. La máscara del chovinismo y del racismo, el desprecio de lo ajeno, una defensa de la tradición que niega el derecho al cambio [...]». Los nacionalistas —sostiene— son «adoradores de lo suyo y enemigos del exterior, que perciben como una amenaza. Cada uno de ellos defiende el postulado básico del club: lo que importa es lo nuestro; primero nosotros [...]». Final- mente, comentando las ideas de Jorge Cuesta sobre el «engaño nacionalista», afirma: «El nacionalismo es eso: un fraude. Inventa un pueblo homogéneo con una historia común y un futuro compartido: instaura una fraternidad excluyen- te: nos envuelve en una cinta hermética que nos protege de un exterior abomi- nable; fantasea sobre la irrepetibilidad de nuestro destino».' En la revista Ne- xos, en el número de septiembre, «mes de la patria», encontramos una serie de colaboraciones sobre «las creencias deleznables del nacionalismo mexicano»: el mito de la soberanía, el mito nacionalista, en suma, sobre «los absurdos del engaño nacionalista».^ Por otro lado, la entrada «nacionalismo» de la Enciclopedia Internacional de Ciencias Sociales, elaborada por Hans Khon, empieza con estas líneas: «El nacionalismo es un credo político que subyace a la cohesión de las sociedades modernas y legitima su pretensión de cohesión».^ David Miller sostiene que los filósofos deberían reconocer el valor de las lealtades exigidas por el nacionalis- mo, aun cuando no tengan un fundamentado teórico-filosófico fuerte.'* Ronald Beiner, por su parte, señala que uno de los significados del nacionalismo con- siste en satisfacer «el deseo humano de un sentido de pertenencia, de arraigo, de fidelidad y memoria colectiva, así como el deseo de buscar apoyo político y protección para estos sentimientos».^ Perry Anderson^ habla de un «nacionalis- mo romántico» a partir del cual la nación es definida por la «cultura» —los modos de vida, la lengua, el origen común— siendo la lengua el fundamental. En otras concepciones del nacionalismo se habla de nación «política», definida por la ciudadanía y fundada sobre el derecho dentro de un Estado. RIFP / 22 (2003) pp. 53-67 53

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Sobre el concepto de nación

CORINA YTURBE Universidad Nacional Autónoma de México

1. Un día antes de la celebración del aniversario de la independencia de nuestro país, uno de los editorialistas del diario Reforma festejaba esta fiesta «nacional» con un artículo sobre «Cuesta y el nacionalismo», lamentándose de que el nacionalismo siguiera siendo en México «una idea bien vista [...] como algo noble, como el desinteresado amor por la nación», cuando se trata de «una superstición que ha provocado las peores guerras y las tonterías más aberrantes [...]. La máscara del chovinismo y del racismo, el desprecio de lo ajeno, una defensa de la tradición que niega el derecho al cambio [...]». Los nacionalistas —sostiene— son «adoradores de lo suyo y enemigos del exterior, que perciben como una amenaza. Cada uno de ellos defiende el postulado básico del club: lo que importa es lo nuestro; primero nosotros [...]». Final­mente, comentando las ideas de Jorge Cuesta sobre el «engaño nacionalista», afirma: «El nacionalismo es eso: un fraude. Inventa un pueblo homogéneo con una historia común y un futuro compartido: instaura una fraternidad excluyen-te: nos envuelve en una cinta hermética que nos protege de un exterior abomi­nable; fantasea sobre la irrepetibilidad de nuestro destino».' En la revista Ne­xos, en el número de septiembre, «mes de la patria», encontramos una serie de colaboraciones sobre «las creencias deleznables del nacionalismo mexicano»: el mito de la soberanía, el mito nacionalista, en suma, sobre «los absurdos del engaño nacionalista».^

Por otro lado, la entrada «nacionalismo» de la Enciclopedia Internacional de Ciencias Sociales, elaborada por Hans Khon, empieza con estas líneas: «El nacionalismo es un credo político que subyace a la cohesión de las sociedades modernas y legitima su pretensión de cohesión».^ David Miller sostiene que los filósofos deberían reconocer el valor de las lealtades exigidas por el nacionalis­mo, aun cuando no tengan un fundamentado teórico-filosófico fuerte.'* Ronald Beiner, por su parte, señala que uno de los significados del nacionalismo con­siste en satisfacer «el deseo humano de un sentido de pertenencia, de arraigo, de fidelidad y memoria colectiva, así como el deseo de buscar apoyo político y protección para estos sentimientos».^ Perry Anderson^ habla de un «nacionalis­mo romántico» a partir del cual la nación es definida por la «cultura» —los modos de vida, la lengua, el origen común— siendo la lengua el fundamental. En otras concepciones del nacionalismo se habla de nación «política», definida por la ciudadanía y fundada sobre el derecho dentro de un Estado.

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Podríamos mencionar varios otros autores que le dan al nacionalismo senti­dos distintos. No pocos teóricos han intentado establecer distintos tipos de nacio­nalismo o cuáles son las áreas que cubren con el fin de despejar malos entendidos y centrar la discusión en tesis menos confusas. Pero, sin ir más allá, no es difí­cil constatar que la categórica misma de nacionalismo es intnnsecamente equívoca. El nacionalismo representa una fluidez y variedad de sentimientos, aspiraciones y valores culturales que, en gran medida, dificultan su investigación sistemática. A lo largo de su historia, este fenómeno ha tomado formas diferentes e incluso contradictorias: conservador, liberal, fascista, comunista, cultural, político, separa­tista, integracionista, etc. Hay, con todo, como señala Beiner, una desproporción entre la importancia política del nacionalismo, como uno de los fenómenos socia­les más importantes del mundo moderno, y la falta de compromiso intelectual ya sea para reivindicar o para refutar sus reclamos normativos. Paradójicamente, sólo en estos últimos años, cuando el presupuesto mismo del nacionalismo se ha visto amenazado por los procesos de globalización que desafían y al mismo tiempo provocan la reacción (a veces la resurrección) de movimientos nacional-patrióti­cos, el mundo de los intelectuales ha empezado a interesarse por este fenómeno de manera más cuidadosa y más profesional, ocupándose incluso del plano nor­mativo. El presente trabajo se ofrece como un reconocimiento y una primera reflexión sobre los principales temas tocados desde distintos puntos de vista en la literatura reciente sobre esta cuestión.

Por un lado, no es difícil constatar la carencia de grandes contribuciones filosóficas sobre el nacionalismo. Parecena que, desde un punto de vista teórico, la idea misma de nacionalismo no es susceptible de un examen crítico riguroso, si no es para objetar la solidez del objeto mismo (que es doble: nación y nacio­nalismo). Las identidades nacionales son ficticias, como puede verse tratando de responder preguntas sobre cómo se constituyen las naciones, qué es lo que las distingue entre sí, porqué sus territorios tienen esos límites geográficos y no otros. Pretender, además, que nuestras obligaciones morales deberían definirse por las fronteras nacionales es una idea que no puede defenderse racionalmente. Otra dificultad para su tratamiento teórico es que si bien las teorías nacionalistas parecen estar atrapadas en la contradicción entre universalismo y particularismo, pues en general el nacionalismo busca la uniformidad y defiende la noción de una identidad nacional originaria —que debería ser conservada contra toda dis­gregación—, no apuntan como la filosofía a concepciones políticas o morales universales. No es extraño, entonces, que las contribuciones más importantes sobre el tema provengan de sociólogos e historiadores, cuya preocupación no se centra en la reivindicación de la legitimidad de las aspiraciones nacionales como asunto de principio general, sino en análisis concretos sobre movimientos nacionalistas particulares.

El campo de los fenómenos nacionalistas abarca cuestiones tan variadas como el crecimiento de las naciones y el estado nacional, la identidad étnica y

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la comunidad de los que, a su vez, se desprenden numerosos temas: raza y racismo, fascismo, lenguaje, proteccionismo, minorías, género, inmigración, ge­nocidio, etc. De ahí que el estudio de las naciones y del nacionalismo no puede limitarse a una sola perspectiva, sino que necesariamente requiera de un enfo­que multidisciplinario en donde cada disciplina —^historia, antropología, ciencia política, sociología, lingüística, geografía, derecho y, finalmente, filosofía, en sus varios estilos— estudie aspectos específicos del tema.̂

Finalmente, una razón más para la dificultad de su estudio sistemático es que la reflexión teórica sobre la nación y el nacionalismo no sólo tiene una dimensión académica. Desde un punto de vista político, el nacionalismo es cuestionado por las consecuencias prácticas de las lealtades nacionales. Cuando los lazos emocio­nales de la nacionalidad se invocan para persuadir a los ciudadanos de apoyar a líderes y políticas, muchas veces ello atenta contra su libertad o los expone a la explotación económica. Basta recordar también cuántas veces la apelación a los intereses nacionales se usa para justificar actos de agresión internacional. El nacio­nalismo hoy es el reflejo de un debate que rebasa las fronteras de la academia y que tiene sus raíces en los equilibrios específicos que definen la nueva época que empezó a delinearse en los últimas décadas del siglo XX, con la espectacular caída de los regímenes comunistas de Europa centro-oriental, con el colapso y desinte­gración de la Unión Soviética y con la consecuente y definitiva disolución del orden bipolar de las potencias que había dominado por casi 50 años, desde el final de la segunda guerra mundial, la dinámica de la política internacional.' Al mismo tiempo, tiene que ver con el surgimiento de cuestiones nacionales y de movimien­tos nacionalistas con frecuencia orientados en sentido étnico, con aspiraciones de autonomía, con rasgos separatistas o secesionistas, que han generado un sinnúme­ro de «pequeñas patrias», viejas o nuevas.

Sólo después de todo este torrente de nacionalismos anti-coloniales y ét­nicos los problemas de la nación, del nacionalismo y del estado nacional han vuelto a ser problemas decisivos de nuestro tiempo. Sin embargo, hay que decir que han llegado a ser tales a pesar de que todas estas transformaciones parecerían haber vuelto estructuralmente obsoleto al estado nacional en su for­mato tradicional, en tanto que, en no pocas ocasiones, se ha mostrado incapaz de enfrentar los conflictos que presentan los procesos globales, volviendo más complejo el problema de las relaciones entre «ciudadanía política» e «identi­dad nacional».'" Habría que preguntarse si tiene razón Hobsbawn cuando sos­tiene que naciones y nacionalismo han dejado de ser hoy «un elemento de primera importancia para el desarrollo histórico», cuando el principio de nacio­nalidad parece avanzar de manera triunfal, multiplicando una serie de «mun­dos locales», que se oponen al «mundo global» actual, cada vez más uniforme e interdependiente.

Además de las razones ya señaladas, ¿por qué resulta tan difícil definir el nacionalismo? En primer lugar, porque este concepto no funciona solo,

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sino que aparece siempre en relación con otros conceptos, en particular, pero no sólo, con el de «nación». Antes que nada hay que medir la relación entre «nación» y «nacionalismo». Ya sea que se comprenda el nacionalismo como un sentimiento de lealtad hacia una nación, o como la actitud que atribuye un valor especial a las características distintivas de una nación o, sobre todo, como la teoría, o mejor dicho, la ideología que afirma que la humanidad está dividida naturalmente en naciones, y que hay una serie de criterios determi­nados para identificar una nación y para reconocer a sus miembros, el nacio­nalismo se define fundamentalmente por la concepción de «nación» con la que está relacionado.

En !o que sigue quisiera apuntar a algunos problemas que se han planteado en el intento por definir el concepto de «nación», este concepto escurridizo pero dotado al mismo tiempo de un extraordinario poder de sugestión. Se trata de iniciar una aproximación a la categoría de nacionalismo, con el fin de contribuir a su elucidación, para así comprender mejor esa serie de cuestiones sobre la «identidad nacional» que marcan nuestro tiempo y cuyo carácter dramático no puede negarse. Sin conceptos claros es imposible identificar y estudiar casos particulares, y se corre el riesgo de que narraciones poco claras y sin fundamen­to se tomen por descripciones y explicaciones analíticas.

2. Desde hace por lo menos dos siglos, la «nación» constituye un punto de referencia fundamental para la historia política, social y cultural, desempeñando un papel decisivo en los mecanismos de formación y de consolidación de las identidades de los más diversos tipos de comunidades y funciona, al mismo tiempo, como una fuerza histórica de primera importancia, suscitando discu­siones apasionadas y a veces dolorosas. Sin embargo, la «nación» es un objeto muy complejo, conceptualmente fluido y, por lo mismo, altamente controverti­do. La palabra «nación» es utilizada de manera tan amplia e imprecisa que hace que el lenguaje del nacionalismo llegue a significar poco o casi nada. La nación es «una idea clara en apariencia, pero fácil de ser gravemente mal entendida», dice Renán es su famosa conferencia «¿Qué es una nación?»."

Hobsbawn señala que al enfrentar la cuestión nacional, «es mejor empezar con el concepto de "la nación" y no con la realidad que representa. Ya que la "nación", como la concibe el nacionalismo, puede reconocerse eventualmente; la "nación" real sólo puede reconocerse a posteriori»}^ Esta relación entre na­cionalismo y nación según la cual se opone una «realidad», la nación, a una «ideología», el nacionalismo, puede ser percibida de maneras muy distintas ya que subyacen varias cuestiones oscuras: puede considerarse que la ideología nacionalista es el reflejo de la existencia de las naciones, o que son las naciones las que se constituyen a partir de ideologías nacionalistas; la nación misma puede ser considerada como un «estado» o como una «sociedad».

En todo caso, esta perspectiva exige poner especial atención en los cam-

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bios y transformaciones del concepto de nación. «Nación» y «nacionalismo» no son conceptos construidos en un vacío abstracto, sino que tienen sus raíces en realidades sociales, históricas y locales. En tanto que la historia concreta de las naciones y de los nacionalismos ha estado y sigue estando estructuralmente condicionada por las configuraciones particulares que este concepto ha asumi­do, puede afirmarse que «la historia de la "palabra" y del "concepto" es tam­bién y al mismo tiempo la historia de la "cosa"».'^ Esta idea de que la historia del concepto o idea de nación es al mismo tiempo una historia de las naciones, tendría que apoyarse en la reconstrucción de los complejos procesos a través de los cuales las naciones, las más variadas formas de conciencia nacional y la propia idea de nación han llegado a definirse, lo cual rebasa el propósito de este trabajo. Aquí me limitaré a mostrar algunos de los intentos más significativos sobre la cuestión de la definición de «nación».

Para responder a esta pregunta —¿qué es una nación?— habrá que tener en cuenta dos puntos: a) la fisonomía de una nación resulta del cruce, complejo y variable, de factores heterogéneos como la raza, la religión, la etnia, el territo­rio, la lengua, las tradiciones, la cultura, una herencia de memorias compartidas, un sistema de instituciones políticas o una historia política común, b) En conse­cuencia, cada nación constituye el producto de circunstancias únicas e irrepeti­bles, de un desarrollo histórico específico, en el que los distintos elementos, o algunos de ellos, operan de modo y con resultados cada vez distintos. La «na­ción» no es, pues, una entidad social inmutable; las naciones son entidades históricamente nuevas, y fundamentalmente cambiantes. Ello no implica, desde luego, ignorar que hay elementos, una cierta lógica, que son comunes, es decir, no excluye que pueda hablarse de una «idea de nación».

3. Los intentos por definir el concepto de nación se mueven, en general, en dos frentes: a) en términos de definiciones rivales, donde lo que está en juego es la prioridad o el balance entre los elementos «subjetivos» —como voluntad, me­moria, conciencia— y los elementos «objetivos», como territorio y lenguaje. b) Se discute la nación como una forma de identidad que compite con otras. Se reconoce que debe distinguirse de otros conceptos identificación colectiva, como clase, religión, género, raza y comunidad religiosa, pero hay poco acuer­do sobre el papel de la etnicidad en la identidad nacional.

Igualmente, no hay acuerdo entre los teóricos sobre los factores «subjeti­vos» y los «objetivos» en la definición de las naciones. Los intentos por estable­cer criterios objetivos para explicar porqué ciertos grupos se han convertido en «naciones» y otros no, en general, toman un criterio, o una combinación de criterios tales como el lenguaje, un territorio común, una historia común, rasgos culturales, etc. Un ejemplo de este tipo de definiciones es la de Stalin: «Una nación es una comunidad estable, históricamente constituida, formada sobre la base de tener en común un lenguaje, un territorio, una vida económica, y una

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constitución psicológica que se manifiesta en una cultura común».''' Este tipo de definiciones objetivas no funcionan porque, por lo general, sólo ídgunos miem­bros de la clase más amplia de entidades que satisfacen tales definiciones pue­den describirse como «naciones»: o los casos que corresponden a la definición no son «naciones» o si ya lo son, dichas «naciones» no corresponden al criterio o a la combinación de criterios. Además, como señala Hobsbawn, «los crite­rios usados con este fin —lenguaje, etnicidad o lo que sea— son confusos, cambiantes y ambiguos [...]».'̂

La alternativa de una definición objetiva es una subjetiva. Un ejemplo es la definición propuesta por Emest Renán, la cual dominó por mucho tiempo las reflexiones de las ciencias histórico-sociales. Para Renán la nación no se funda sobre una serie cambiante de caractensticas «objetivas» o materiales —raza, lengua, religión, territorio o una historia política compartida— sino en la «con­ciencia nacional», en una específica «voluntad» de ser una nación. Renán resu­me así su concepción: La nación, lejos de fundarse sobre el principio de la raza («la historia humana difiere esencialmente de la zoología»), sobre la lengua («la lengua invita, pero no obliga, a unirse»), sobre la religión, «la religión se ha convertido en una cuestión personal; tiene que ver con la conciencia de cada uno [...] pero ha salido casi por completo de las razones que trazan los confines de los pueblos»), sobre una comunidad de intereses («un Zollverein no es una patria») o sobre «geografía» («una nación [...] no es un gmpo determinado por la configuración del suelo»), sen'a por el contrario «un alma, un principio espiri­tual» fundado, por un lado, sobre «la posesión común de una rica herencia de recuerdos» y, por otro, sobre «el deseo de vivir juntos, [sobre] la voluntad de seguir haciendo valer la herencia recibida de manera indivisible». «La nación —concluye Renán— es una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que uno ha hecho y por aquellos que uno está dispuesto a hacer otra vez. [...] La existencia de una nación (disculpen la metáfora) es un plebisci­to de todos los días; es, como la propia existencia del individuo, una perpetua afirmación de la vida».'^ La objeción que se le puede hacer es que el definir la nación por la conciencia de los miembros pertenecientes a elleí, no sólo es una tautología sino que no nos permite reconocer una nación más que a posteríorí. Puede, asimismo, desembocar en un voluntarismo que sugiere que todo lo que se requiere para crear una nación es la voluntad de ser una. No es que Renán desconozca que las naciones tienen elementos objetivos en común; se puede «querer ser una nación» de maneras muy distintas: por un supuesto o real ori­gen común; por un patrimonio cultural de masa como una lengua o una religión compartida; por la pertenencia a una misma comunidad política actual o del pasado. Es decir, incluso desde el punto de vista de una definición «subjetiva» o «voluntarista» de la nación, no se puede prescindir completamente de los mis­mos elementos «objetivos» antes señalados. Sin embargo, al insistir en la con­ciencia o en la voluntad como criterios para reconocer a una nación, está subor-

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diñando las maneras, múltiples y complejas, a ti-avés de las cuales los indivi­duos se definen y se redefinen a sí mismos como miembros de un grupo, a una sola opción: la de pertenecer a una «nación».

4. No existe, pues, un criterio satisfactorio para decidir cuáles de las muchas colectividades humanas pueden ser llamadas «nación». Además, esta noción, al igual que la de nacionalismo, no funciona sola, sino que aparece siempre en una cadena de otras nociones, cuyas características son la imprecisión y la polise­mia, como por ejemplo «comunidad», «pueblo», «etnia» y «cultura».

En el intento de dar una respuesta a la cuestión de qué es lo que distingue la forma de comunidad que instituye la nación de otras comunidades históricas, se mezclan una serie de oposiciones, de las cuales la primera es la de comuni­dad «real» y comunidad «imaginaria». Benedict Anderson propone definir la nación como «una comunidad política imaginada»." Es imaginada porque ni en la nación más pequeña, sus miembros se conocen entre sí y, sin embargo, en la mente de cada uno vive la imagen de su comunidad. En la formación de la identidad nacional se recurre a la historia, extrayendo de ella acontecimientos, ejemplos, fechas emblemáticas. Se pretende que, a partir de esta «historia», los individuos adquirirán un sentido de pertenencia a la sociedad y por extensión al Estado-nación. Cada uno de ellos proyectará su existencia individual en la tra­ma de esa narración colectiva, en el reconocimiento de un nombre común, y sobre tradiciones vividas como la huella de un pasado remoto. Al igual que la «historia nacional», que produce una visión más o menos uniforme de los pro­cesos históricos y sociales, estas tradiciones las más de las veces son fabricadas e inculcadas, y es a partir de ellas que se «inventa» una nación, incluso ahí donde no existe. Hobsbawn señala que en términos de la invención de la tra­dición hay tres innovaciones particularmente relevantes: el desarrollo de la edu­cación primaria, como el equivalente secular de la iglesia, la invención de las ceremonias públicas y la producción masiva de monumentos públicos.'^ A par­tir de este escenario definido por el Estado, vinculando todas estas invenciones de tradición, formales e informales, oficiales y no oficiales, políticas y sociales, quedaba establecido el marco de referencia para las acciones cruciales de los individuos, que determinaban sus vidas como sujetos y como ciudadanos.

En realidad, siguiendo a Anderson en contra de la idea de Gellner que asi­mila «invención» y «fabricación» a «falsedad», no existen comunidades «rea­les», «genuinas» o «verdaderas», sino que toda comunidad social es imaginada, y lo que distingue a una comunidad de otra es, justamente, el modo en que es imaginada. «Las naciones como algo natural, una manera de Dios para clasifi­car a los hombres, algo como un destino político inherente [...], son un mito; el nacionalismo, que algunas veces toma culturas pre-existentes y las transforma en naciones, algunas veces las inventa, y con frecuencia destruye culturas pre­existentes: esto es una realidad»." La afirmación, entonces, de una realidad o de

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una identidad colectiva llamada «nación» y la creencia en su existencia no es un dato originario, sino una construcción a posteriori.

Para que la nación pueda ser imaginada como comunidad, es necesario «inventaD> o «producÍD> al «pueblo».̂ " El pueblo es una comunidad que se reconoce de antemano en la institución estatal, a la cual reconoce como «suya» frente a otros Estados (por eso es una comunidad limitada) y, sobre todo, for­mula sus aspiraciones de reforma o de revolución social como proyectos de transformación de «su Estado» nacional. Este «pueblo» no existe de manera natural: la ideología nacionalista es la encargada de la fabricación del pueblo como «comunidad nacional», es decir, de producir el efecto de unidad gracias al cual el pueblo puede aparecer como un pueblo», como la base y origen del poder político (es una comunidad soberana). La historia, el arte y las ideolo­gías, los métodos políticos utilizados por el Estado, combinando fuerza y educa­ción, los medios de comunicación contribuirán a construir esta representación compartida y esta comunidad imaginada. Pero, si bien la nación, la comunidad nacional, constituida a partir de mecanismos que fijan señales compartidas y universos comunes esenciales, aparece más allá de las diferencias y de las iden­tidades particulares, asegurando una integración horizontal en las sociedades diversificadas, es evidente que no se suprimen todas las diferencias; éstas se relativizan y se subordinan, de manera que la fundamental, vivida como irre­ductible, sea la diferencia simbólica entre «nosotros» y «los extranjeros». No se trata de oponer una identidad colectiva a identidades individuales: toda identi­dad es individual —siempre es el individuo quien se identifica a sí mimo, asi­milándose a otros o diferenciándose de ellos— pero es histórica, no se adquie­re de forma aislada; es decir, es construida en un campo de valores sociales, de normas de comportamiento y de símbolos colectivos. La cuestión es explicar de qué manera las referencias de la identidad individual se transforman con el tiempo y el entorno institucional. '̂

¿Quiénes deben ser los llamados a formar el «pueblo»? Aunque a primera vista la noción de pueblo parezca evidente, en tanto que los pueblos tienen nombres y largas historias, el pueblo no existe naturalmente. Aunque esté ten-dencialmente constituido, no existe de una vez y para siempre, sus límites cam­bian con cada caso particular, su forma es fluctuante. No obstante, para que el pueblo se constituya como una unidad, el nacionalismo sostiene que el pueblo, esta comunidad instituida por el Estado, tiene una base «étnica» dada. Se trata, en realidad, de una «etnicidad ficticia», de una construcción, que le atribuye a cada individuo una sola identidad étnica, repartiendo así a toda la humanidad en diferentes etnicidades que corresponden potencialmente a otras tantas naciones. Las poblaciones históricas quedan, pues, arraigadas en un hecho «natural», con profundas raíces en el pasado, al mismo tiempo que se establece un sentido de «pertenencia» que rebasa toda contingencia y proporciona una base sobre la cual se apoyan las reivindicaciones políticas del presente. Sin embargo, «ningu-

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na nación posee naturalmente una base étnica, pero a medida que las formacio­nes sociales se nacionalizan, las poblaciones que incluyen o que excluyen, que se reparten o que dominan son "etnitizadas", es decir, representadas en el pasa­do o en el futuro como si formaran una comunidad natural, poseyendo una identidad de origen, de cultura, de intereses, que trasciende a los individuos y a las condiciones sociales».̂ ^ La afirmación de la identificación colectiva a través de una etnia, una estirpe, de la que pueden encontrarse un origen y una descen­dencia pura con un pasado inmutable,̂ ^ supone la idea de que nada cambia o hubiera podido cambiar, cuando en realidad el sentido del pasado, es decir, la manera como comprendemos el pasado real, cambia sin cesar. Y este sentido del pasado, estas realidades sociales más profundas y mas antiguas y, por tanto, más legítimas sirven para explicar porqué ciertas estructuras actuales deberían permanecer o desaparecer, o incluso renacer, porqué ciertas situaciones deben o no pueden ser modificadas para reivindicar «derechos especiales» para ciertos grupos. Se trata, una vez más, de un pasado inventado, no sin consecuencias para los fenómenos políticos del presente.

5. Con frecuencia, la historia de las naciones es presentada bajo la forma de una narración que le atribuye continuidad a una especie de sujeto. La formación de la nación aparece, así, como el «cumplimiento» de un «proyecto» secular, marcado por etapas y tomas de conciencia que los historiadores, de acuerdo a sus distintas posiciones o tomas de partido, hacen aparecer como más o menos decisivas. Esta ¡dea de que la nación es una manifestación de la peculiaridad de la nacionalidad, se basa en una doble ilusión: por un lado, en la creencia de una especie de sustancia invariable, que generaciones más o menos «continuas», una tras otra, se han ido transmitiendo; por otro lado, en la creencia de que la evolución de los gmpos humanos depende de ese proyecto y es la única posi­ble, como si se tratara de un destino lineal del que no se puede escapar.

Este mito de los orí'genes y de la continuidad nacionales desconoce el hecho, de! que han dado cuenta los historiadores: la historia de las naciones no consiste en una línea de acontecimientos de evolución necesaria, sino en un encadenamiento de acontecimientos coyunturales, cualitativamente distintos, donde ninguno implica necesariamente a los siguientes. Como señala Hobs-bawn, «no debemos dejamos engañar por una paradoja curiosa, pero compren­sible: las naciones modernas y toda su impedimenta reclaman, en general, ser lo opuesto de novedosas, sino más bien enraizadas en la más remota antigüedad, y lo opuesto de construidas, sino más bien comunidades humanas tan "naturales" que no requieren más definición que la autoafirmación».̂ '*

Aunque hay una gran discusión sobre cuándo aparecen las naciones. Tomaré el criterio de Hobsbawn, Gellner, Anderson y otros, según el cual «la característi­ca básica de la nación moderna y todo lo que está relacionado con ella es su modernidad».̂ '' Gellner y Hobsbawn hacen referencia a una fase precisa de la

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existencia de las naciones: la época en la que empezaron a entrar en relación «con una forma determinada de estado territorial moderno, o sea el "Estado-nación". Pueden encontrarse usos más antiguos de la palabra "nación" —los griegos, los romanos, en la Edad Media— pero no es sino hasta la época moderna cuando tuvo inicio en sentido propio la "idea de nación"».̂ ^ Incluso los teóricos que sos­tienen que las naciones, las formas de la conciencia nacional y, en cierta medida, la misma idea de nación tienen una historia que precede a la aparición de las naciones y de los estados-nación de los siglos XVIII y Xix, están de acuerdo en que entre esa historia y estos acontecimientos se produce una fractura profunda y las naciones que se afirman y se consolidan en tomo al final del siglo XVlll son algo radicalmente distinto de las que existían hasta entonces. Las naciones empe­zaron a producir identidades fuertes y a configurarse al mismo tiempo como suje­tos históricos de primera importancia sólo a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Fueron decisivas, al menos en Europa, las transformaciones radicales que se produjeron a lo largo de la Revolución francesa y de la época napoleónica: en ese momento, aparecen todas las principales variantes de las complejas cuestiones que hasta hoy siguen caracterizando el desarrollo de las naciones y de los nacionalis­mos. Gellner, por ejemplo, sostiene que las naciones y el nacionalismo adquieren su sentido específico en relación con la formación y la consolidación de una «sociedad industrial orientada al crecimiento». Representan fenómenos típicos de la modernidad, impensables en el universo pre-modemo de las tradicionales «so­ciedades agrarias». Es más, se trata de una entidad social sólo en la medida en que se relaciona con un cierto tipo de estado territorial moderno, la «nación-estado»: «No tiene sentido discutir la nación y el nacionalismo más que en la medida en que ambos se relacionan a él».̂ ^

Siendo la nación algo novedoso en la historia, Hobsbawn sugiere que la mejor manera de entender su naturaleza es recurriendo al discurso político y social de aquellos que empezaron a usar este concepto de manera sistemática, bajo el nombre de «el principio de nacionalidad», a partir de 1830. La idea según la cual la nación consiste en un sentimiento específico de pertenencia, no se afirma naturalmente o por generación espontánea. Surge por el impulso de un proyecto consciente promovido por élites intelectuales y grupos políticamen­te activos. Por ello, Gellner sostiene que no es de la nación de donde surgieron los nacionalismos, sino que son los nacionalismos los que han fabricado la idea de la nación, a través de una obra «de ingeniería» utilizando elementos étnicos, éticos, biológicos, lingüísticos, culturales: la «invención de tradiciones».^* Hobs­bawn sostiene la misma idea señalando que «el nacionalismo viene antes que las naciones» y «no son las naciones las que hacen a los estados y forjan el nacionalismo, sino al contrario». La transformación de la idea de nación en una potente y movilizadora ideología de masa pertenece, por tanto, a la historia del nacionalismo y de los movimientos nacionalistas.

A partir de ese momento, la idea de nación irá mostrando su ambigüedad

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política, poniéndose al servicio de causas con orientaciones políticas opuestas, «pensada a la vez como proyecto o como restauración, como meta voluntarista o como origen naturalista». Por un lado, la nación se propuso como «una uni­dad cohesionada "más amplia", capaz de superar los localismos micro-comu­nitarios en los que estaban divididas las sociedades del anden régime, de tras­cender los desniveles sociales y de sanar las desigualdades».^' Ello fue posible a raíz de dos grandes transformaciones. Primero, el advenimiento de la sociedad industrial dio vida a nuevos actores colectivos y a sociedades cada vez más móviles, igualitarias, homogéneas, produciendo nuevas exigencias de identidad, de comunicación social y de legitimación política a las que las naciones y los nacionalismos dieron una respuesta extraordinariamente eficaz. Segundo, el triunfo progresivo de los principios de soberanía popular y de gobierno demo­crático produjeron dos efectos de gran importancia histórico-política: a) se ligó de manera indisoluble el concepto de «nación» al de «pueblo»; b) la nación misma, así interpretada, se convierte en el fundamento de la legitimidad de los poderes políticos y, en general, de cualquier concepción auténticamente moder­na de la soberanía. Estas transformaciones muestran cómo el concepto de na­ción está estructuralmentc ligado a otras categonas fundamentales del léxico político del mundo occidental, como pueblo, soberanía (popular), estado.

Pero, por otro lado, la nación ha sido presentada como «una base sólida de resistencia comunitaria para la defensa y protección de vínculos concretos de sentido y afecto, contra la invasión de fuerzas anónimas, uniformadoras y al mismo tiempo desgarradoras, individualizantes y despersonalizadas, provenien­tes de los nuevos universalismos del mercado y de los derechos del hombre».̂ * Porque, si en nombre de la idea de nación se alcanzó la superación de los par­ticularismos heredados de la sociedad de rangos, la transformación de los subdi­tos desiguales en ciudadanos iguales, la realidad mostraba lo contrario; en nom­bre de la idea de nación se combatía contra otras naciones, no sólo para liberar­las de imperios, dinastías, antiguos regímenes, sino que se trataba de verdaderas guerras de conquista.

Entre las transformaciones sufridas por la idea de nación, la más relevante es que se convirtió, sobre todo y en sentido excepcional, en la ideología especí­fica del estado nacional. Al mismo tiempo, se convirtió en una ideología de masa de enorme fuerza, que tiene de hecho su único antagonista ideológico y político real en las doctrinas y en los movimientos inspirados en el socialismo, el comunismo y el internacionalismo o el cosmopolitismo de la época contem­poránea. Y se convirtió también en el vehículo de un «egoísmo nacional». De esta manera, aparece que la historia de la idea de nación pertenece en sentido fuerte a la historia del nacionalismo.

6. En el lenguaje político y en el vocabulario de las ciencias histórico-sociales, el término «nacionalismo» es habitualmente usado para indicar fenómenos de

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naturaleza y de escala muy distinta. Se hace referencia al prcx;eso histórico de la formación del estado nacional; al conjunto de ideas, teorías e ideologías que de varias maneras afirman el principio del valor de la «nación»; a los movimientos organizados y a los partidos que sobre la base de tales teorías proyectan fundar, consolidar y expandir el propio estado nacional; a un sentimiento específico de pertenencia, que puede ser «natural» y de «integración» social, que cumplió una función decisiva en los procesos de modernización.

La palabra «nacionalismo» ha sido asociada a diferentes épocas históricas. Hay un consenso general en colocar los inicios de la «época del nacionalismo» en tomo a la segunda mitad del siglo XVIll. Como acabamos de señalar en relación con la idea de nación, el nacionalismo es también referido al mismo tiempo a las luchas de liberación nacional que se desarrollaron en Europa en el siglo XIX, así como a los planes de opresión y de conquista que convulsionaron al mundo en el siglo de las dos guerras mundiales. A las políticas imperialistas de las grandes potencias europeas y a las ideologías anti-imperialistas de las «naciones emergentes» en el llamado Tercer Mundo; a partidos de derecha y de izquierda, a movimientos racistas y democráticos: a orientaciones reaccionarias y progresistas. A lo largo de su historia, esta palabra se convirtió en predomi­nantemente polisémica, dividiéndose de manera constante, entre un nacionalis­mo «bueno» y uno «malo»: el que tiende a construir un Estado y el que tiende a subyugar; el nacionalismo de la liberación y el nacionalismo de conquista; el que tolera a otros nacionalismos, los justifica y los incluye en una misma pers­pectiva histórica, y el que los excluye radicalmente, en una perspectiva imperia­lista y clasista; el que tiene que ver con el amor (incluso excesivo) y el que tiene que ver con el odio. '̂ Para comprender estas transformaciones y estas referencias contradictorias habría que reconstruir la historia de la palabra «na­cionalismo», seguir el recorrido complejo y a veces fragmentario de este térmi­no-concepto que, del lenguaje normativo de las pasiones políticas, de manera progresiva y problemática, se introdujo en el vocabulario de las ciencias históri-co-sociales. Como en el caso del vocablo «nación», al menos en parte la histo­ria de la palabra es ya una historia de la cosa. Pero ésta ya es otra historia.

7. Es un hecho que el lenguaje de la nación sigue construyéndose en tomo a la idea de restaurar la (supuesta) unión originaria de pueblos —de «naciones»— que se encontraban bajo el dominio directo o la hegemonía de estados o dinas­tías «extranjeras». En una primera fase, al menos en principio, la idea de nación fue el medio de un sentido de pertenencia más que de exclusión. No generó guerras de conquista, sino sólo de «liberación».

El cambio decisivo a partir del siglo XIX fue que la «nación» dejó de ser la ideolot̂ ía de una élite política y/o intelectual empeñada en la constmcción de una unidad política y estatal más amplia, para convertirse en la ideología legiti­mante de un estado ahora ya consolidado y dotado, por definición, de los atri-

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butos característicos de la soberanía. En virtud de esta referencia, la idea de nación siguió desempeñando un papel importante de tipo «integrador», sosteni­do por instituciones públicas como la escuela y el ejército. Pero dicho papel podía cargarse de implicaciones profundamente iliberales, legitimando retórica­mente tendencias a la homologación y al reclutamiento, que a su vez podían autorizar la persecución de presuntos «enemigos» internos: de elementos «anti­nacionales», como el socialista, el hebreo... En este contexto, la idea de nación podría de nuevo retóricamente legitimar y alimentar la «voluntad de potencia» del estado nacional, las lógicas clásicas de la razón de estado, la opresión colo­nial, la noción de una misión específica del Estado-nación en la política mun­dial y, por tanto, la guerra.

Después de 1945, en virtud de su total descrédito, el nacionalismo dejó de ser una ideología sostenible en la vieja Europa. Sin embargo, ha resurgido como una de las ideologías portadoras de los procesos de descolonización y de «liberación nacional». Pero «el nacionalismo es una pasión tóxica. En dosis sanas es fuente de encuentro, pertenencia, identidad, sociabilidad. En dosis locas es garantía de bravata, exclusión, irracionalidad y violencia. Ninguna pasión nacionalista largamente ejercida deja de producir deformidades en los senti­mientos colectivos».̂ ^ Por desgracia, las «dosis sanas» duran poco y muy pron­to se convierten en «dosis locas». Como nos lo ha mostrado la historia en repetidas ocasiones, parecería que una vez que se logra alcanzar la homogenei­dad y la integración necesarias para el funcionamiento del estado, el nacionalis­mo muy pronto abandona su papel en pro de la «liberación nacional» para convertirse en su contrario, en un nacionalismo de dominación. Condicionado por la lógica de la era de la globalización, el nacionalismo es la ideología que sostiene las exigencias de identidad de los pueblos, de las etnias, de las minorías y el valor asociado a las diferencias causando graves conflictos. Por ello, si su «invención» ofreció en el pasado una base «natural» a los Estados europeos para legitimar su soberanía como «nacional», hoy esta idea se está volviendo en contra de los propios Estados: «Concebidos y legitimados como instrumentos de pacificación interna y de unificación nacional, los Estados se han convertido en las mayores amenazas para la paz exterior, así como fuentes de peligro para la paz interna, y en factor permanente de disgregación».'-' Debilitado por la persistencia del tribalismo, en una relación complicada con los fundamentalis-mos religiosos, una tarea pendiente es la de explicar la ambivalencia de los efectos del nacionalismo que van desde el civismo y el patriotismo, el populis­mo, el etnicismo, la xenofobia, el chovinismo, el imperialismo y, una de sus caras más temibles, el racismo.

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NOTAS

1. J. Silva-Herzog Márquez, «Cuesta y el nacionalismo», Reforma, 15 (septiembre 2003), p. 16A.

2. Mexos, 309 (septiembre 2003). 3. H. Khon, «Nationalism», en D. Sills (ed.), International Encydopeclia of the Social

Sciences, vol. 11, The Macmillan Company & Free Press, p. 63. 4. D. Miller, «In defence of nationality», en J. Hutchinson y A.D. Smith (eds.), Nationalism.

Crilical Concepts in Poliiical Science, vol. 1, pp. 1.676-1.694, Londres y Nueva York, Rout-ledge, 2000.

5. R. Beiner, «Introduction: Nationalism's Challenge to Political Philosophy», en Ronald Beiner(ed.), Theorizing Nationalism, SUNY, 1999,

6. P. Anderson, «Intemationalism: a Breviary», New Left Review, 14 (marzo-abril 2002). 7. Breuilly, por ejemplo, señala que el nacionalismo cubre tres áreas de interés: la doctri­

na, la política y los sentimientos (t/. J. Breuilly, «Approaches to nationalism», en J. Hutchin­son y A.D. Smith [eds.], Nationalism. Critical Concepts in Political Science, vol. V, ed. cit., pp. 324-352).

8. Cf. J. Hutchinson y A.D. Smith (eds.), Nationalism, Oxford, Mass., Oxford University Press, 1994.

9. Hobsbawn sostiene que todos estos acontecimientos introducen nuevos elementos en la historia del nacionalismo: «Básicamente, las "cuestiones nacionales" de 1989-1992 no tienen nada de nuevo. Peitenecen abrumadoramente a la casa tradicional de las causas nacionales, Europa». Por lo que respecta a Asia y América Latina, no ve ninguna señal de separatismo serio. Y en África, «la fricción entre grupos étnicos y los conflictos, con frecuencia sangrientos, son más viejos que el programa político del nacionalismo, y sobrevivirán a él» (E.J. Hobsbawn, Nations and Nationalism since 1780. Programme, Myth, Reality, Cambridge University Press, 2.''ed., 1992).

10. F. Tuccari, La naz.ione, Roma, Laterza, 2000, p. 6. 11. E. Renán, «Qu'est-ce qu'une nation?», en J. Hutchinson y A.D. Smith, Natioiuili.wi, ed. cit. 12. E.J. Hobsbawn, Nations and Nationalism since 1780. Programme, Mytli, Reality, Cam­

bridge University Press, 2." ed., 1992, p. 9. 13. F. Tuccari, La naz.ione, Roma-Bari, Laterza, 2000, p. 13. 14. J. Stalin, «The Nation», en J. Hutchinson y A.D. Smith (eds.), NationalLtm, ed. cit., p. 20. 15. E.J. Hobsbawn, Nations and Nationalism since 1780. Programme, Myth, Reality, ed.

cit., p. 6. 16. E. Renán, «Qu'est-ce qu'une nation?», en J. Hutchinson y A.D. Smith, Nationalism, ed. cit. 17. B. Anderson, Imaginad Communities, Londres-Nueva York, Verso, 2003, p. 6. 18. E.J. Hobsbawn, «The Nation as Invented Tradition», en J. Hutchinson y A.D. Smith

(eds.), Nationalism, ed. cit., pp. 77-78. 19. Gellner, Nations and Nationalism, Nueva York, Comell University Press, 1983, pp. 48-49. 20. Cf. E. Balibar, «La forme nation: histoire et idéologie», en E. Balibar y L Wallerstein,

Race, nation, classe. Les identités ambigúes, Pan's, La Découverte, 1997, pp. 127ss. 21. E. Balibar, «La forme nation: histoire et idéologie», en E. Balibar y I. Wallerstein, Race,

nation, classe. Les identités ambigúes, ed. cit., p. 128. 22. Ibíd.,p. 130. 23. M. Bovero, «Europa 2001. Tra unith e divisioni», en Teoría política, XVII, n.° 2,

2001, p. 68. 24. E.J. Hobsbawn, «The Nation as Invented Tradition», en J. Hutchinson y A.D. Smith

(eds.), Nationalism, ed. cit., p. 76.

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25. E.J. Hobsbawn, Natiims and Nationalism since 1780. Prograinme, Myth, Reality, ed. cit., p. 14.

26. A.D. Smith, por ejemplo, insiste en el hecho de que los orfgenes de la nación deben buscarse en los acontecimientos pre-modemos de las «comunidades étnicas». Cf. A.D. Smith, Nationalism. Theory, Ideology, Hixtory, Oxford, Polity, 2001.

27. E.J. Hobsbawn, Nations and Nationalimn .since 1780. Programme, Myth, Reality, ed. cit., p. 10.

28. Por «tradiciones inventadas hay que entender un conjunto de prácticas, normalmente gobernadas por reglas abierta o tácitamente aceptadas y de un ritual o una naturaleza simbólica, que buscan inculcar ciertos valores y normas de comportamiento a través de la repetición, lo que de manera automática implica continuidad con el pasado. [...] son respuestas a situaciones nuevas que toman la forma de referencia a situaciones pasadas, o que establecen su propio pasado mediante una cuasi-obligatoria repetición. [Hay] un contraste entre el cambio constante y la innovación del mundo moderno y el intento por estructurar al menos algunas partes de la vida social como inmutable e invariable [...]» (E.J. Hobsbawn y T. Ranger [eds.], The Invention of Tradition, Cambridge University Press, 2002, pp. 1-2).

29. M. Bovero, «Europa 2001. Tra unitá e división», ed. cit., p. 67. Véase, además, «Nazio-ne, nazionalitá, autodeterminazione. E'compatibile l'autodeterminazione dei popoli con i diritti umani?», p. 4.; «"Comun¡t5", "cultura", "etnie" edintomi. Parole truccate, pregiudizi diffusi» [«"Comunidades", "culturas", "etnias" y sus alrededores. Palabras amañadas, prejuicios difusos», Configuraciones (México), 10-11 (octubre 2{X)2 - marzo 2003), pp. 7-15].

30. Cf. M. Bovero, «Nazione, nazionalitá, autodeterminazione. E'compatibile rautodetermi-nazione dei popoli con i diritti umani?», p. 4.

31. E. Balibar, «Racisme et nationalisme», en E. Balibar e I. Wallerstein, Race, nailon, clas.se. Les idenlités amblguüs, ed. cit., p. 68.

32. Nexos, 309 (septiembre 2003), p. 35. 33. L. Ferrajoli, «La soberanía en el mundo moderno», en L. Ferrajoli, Derechos y garan­

tías. La ley del más débil, Madrid, Trotta, 1999, p. 150.

Corina Yturbe. Es investigadora en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Su último libro es «Pensar la democracia: Norberto Bobbio» (México, UNAM, 2002).

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