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SISTEMA DE DERECHOS FUNDAMENTALES

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CONSEJO EDITORIAL

RICARDO ALONSO GARCÍA

LUIS DÍEZ-PICAZO

EDUARDO GARCÍA DE ENTERRÍA

JESÚS GONZÁLEZ PÉREZ

AURELIO MENÉNDEZ

ALFREDO MONTOYA MELGAR

GONZALO RODRÍGUEZ MOURULLO

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LUIS MARÍA DÍEZ-PICAZO Catedrático de Derecho Constitucional

SISTEMA DE DERECHOS FUNDAMENTALES

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132 CAP. V.-TITULARIDAD Y EJERCICIO DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

del art. 25.2 CE, según la cual no podrán ser privados de otros derechos fundamentales que aquellos «expresamente limitados por el fallo conde-natorio, el sentido de la pena y la ley penitenciaria». El examen porme-norizado de este precepto constitucional ha de hacerse en sede de princi-pio de legalidad penal.

5. La renuncia a los derechos fundamentales Junto a la situación de los menores e incapaces, el otro gran pro-

blema de ejercicio de los derechos fundamentales es si cabe la renuncia a los mismos. Tampoco aquí hay muchos datos legislativos o jurispruden-ciales, si bien el problema se plantea con relativa frecuencia. Baste pen-sar en ejemplos tales como la necesidad de manifestar las propias creen-cias para acceder a un puesto de trabajo, la venta de un reportaje gráfico a una revista, la huelga de hambre, etc.

El punto de partida ha de buscarse de nuevo en el derecho civil. Recogiendo la doctrina civilista tradicional, el apartado segundo del art. 2 CC dispone que las renuncias de derechos sólo son válidas «cuando no contraríen el interés o el orden público ni perjudiquen a terceros». Así, por lo que específicamente afecta a los derechos fundamentales, parece que el gran límite a su renuncia vendría impuesto por el ineludi-ble respeto al orden público. Lo que ocurre es que, en una perspectiva liberal-democrática, son precisamente los derechos fundamentales los que constituyen el armazón de la propia idea de orden público. Como ha señalado repetidamente el Tribunal Constitucional, en un Estado de-mocrático de derecho el orden público no puede ser entendido como simple tranquilidad en la vía pública impuesta por la autoridad, sino que ha de ser visto como el pacífico ejercicio de los derechos fundamentales por parte de todos (STC 63/1995, 42/2000, etc.). Es más: ésta es la idea que late bajo el art. 10.1 CE cuando afirma que los derechos inviolables inherentes a la persona son uno de los elementos que constituyen el «fundamento del orden político y de la paz social». Por tanto, si el pací-fico ejercicio de los derechos fundamentales constituye la esencia misma del orden público, mal puede decirse que éste es el límite a la eventual renuncia a aquéllos. Ello equivaldría a negar el carácter básico de los derechos fundamentales y a disolver el propio orden público sobre el que se apoya la sociedad democrática y su ordenamiento jurídico. Todo lo anterior explica por . qué la doctrina civilista suele sostener que los derechos de la personalidad son irrenunciables; y, como se vio más arriba, cabe a estos efectos, habida cuenta de su común ratio garantista, una asimilación entre los conceptos de derechos de la personalidad y de derechos fundamentales. Habría que concluir, pues, que los derechos fundamentales son irrenunciables.

Ahora bien, siguiendo siempre las enseñanzas del derecho civil, es preciso diferenciar entre renuncia a un derecho en general y renuncia

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5. LA RENUNCIA A LOS DERECHOS FUNDAMENTALES 133

al mismo en un caso concreto o, si se prefiere, renuncia al derecho en cuanto tal y renuncia a uno o varios actos de ejercicio de ese derecho. Mientras que la renuncia en general a los derechos fundamentales es sin duda inadmisible —uno no puede renunciar a su libertad personal para darse en servidumbre, o renunciar a su libertad de expresión para conde-narse al silencio permanente—, dista de ser evidente que no se pueda renunciar a ejercer en un caso concreto las facultades que otorga un determinado derecho fundamental. Así, por ejemplo, nada parece opo-nerse a que, cuando se entra al servicio de una empresa, uno se compro-meta expresamente a no iniciar actividades económicas en el mismo sec-tor de actividad de aquélla, renunciando así al ejercicio de la libertad de empresa; o que, cuando se acepta un cargo de naturaleza política, uno se comprometa implícitamente a no afiliarse al partido de la oposición, renunciando así al ejercicio del derecho de asociación. Más claro aún es el supuesto en que el titular del derecho no reacciona frente a una vulneración del mismo: nadie está obligado, por ejemplo, a exigir repara-ción frente a un insulto o a reclamar contra las dilaciones judiciales indebidas. En definitiva, los derechos fundamentales son derechos subje-tivos y éstos se caracterizan por dejar a su titular la facultad de hacer valer, cuando lo estime oportuno, la protección de los intereses protegi-dos por aquéllos. Este último, precisamente, parece que debe ser el crite-rio general en materia de renuncia a actos de ejercicio de los derechos fundamentales: es a las personas, actuando de manera consciente y libre, a quienes debe corresponder la decisión de cuándo ejercer sus derechos fundamentales. No obstante, esta afirmación necesita algunas matizacio-nes ulteriores.

Ante todo, es de crucial importancia subrayar que la renuncia al ejercicio de los derechos fundamentales no puede hacerse jamás a favor del Estado: los poderes públicos no pueden imponer, favorecer o aceptar una renuncia de esa índole, porque ello equivaldría a admitir su desvin-culación de los derechos fundamentales; derechos cuya función primor-dial es precisamente limitar a los poderes públicos. Así, por ejemplo, el Tribunal Constitucional ha afirmado que un sindicato no puede ser ex-cluido de una mesa de negociación con la Administración por el hecho de no haber desconvocado previamente una huelga (STC 80/2000), o que incluso los funcionarios que ocupan puestos de libre designación gozan de libertad de expresión respecto de las materias de su competen-cia (STC 29/2000). En este terreno, la dificultad surge a propósito de las relaciones de sujeción especial, en virtud de las cuales una persona se halla inserta dentro de una organización administrativa en virtud de alguna característica específica (militar, funcionario, estudiante en cen-tro público, etc.) y, por consiguiente, sometida a potestades más incisivas que las que pesan sobre ella como simple ciudadano. Pues bien, ¿cabe decir que en aquellas relaciones de sujeción especial cuyo nacimiento requiere la libre adhesión del particular —y que, tras la abolición del

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134 CAP. V.-TITUI.ARIDAD Y EJERCICIO DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

servicio militar obligatorio, son todas salvo la reclusión en prisión—existe una especie de renuncia tácita por la que son admisibles limitacio-nes de derechos fundamentales más intensas que las aplicables a la gene-ralidad de los ciudadanos? Es dificil dar respuesta a este interrogante. Ciertamente, la inserción en determinadas organizaciones públicas com-porta restricciones de ciertos derechos fundamentales. Por poner un ejemplo obvio, la pertenencia a las Fuerzas Armadas entraña una inevita-ble restricción de la libertad deambulatoria. Pero tal vez se tiende a hacer un uso excesivo y poco crítico del concepto de relaciones de sujeción especial para justificar restricciones de derechos fundamentales. A ello no siempre es ajeno el Tribunal Constitucional, como lo demuestra, en-tre otras, la STC 137/1990, que terminó por justificar la alimentación forzosa de determinados reclusos en huelga de hambre —cierto, una vez que hubieron perdido la consciencia— con el argumento de que la Administración, precisamente por tratarse de una relación de sujeción especial, tiene también especiales deberes de velar por la integridad de los reclusos. Debe tenerse presente, en todo caso, que el concepto de relaciones de sujeción especial carece de anclaje directo en la Constitu-ción, de manera que debería ser empleado con mucha cautela a la hora de examinar la admisibilidad de restricciones a los derechos fundamen-tales. Más aún, respecto de los reclusos en establecimientos penitencia-rios —que, por razones obvias, encarnan la relación de sujeción especial más intensa— el ya mencionado art. 25.2 CE establece precisamente el principio contrario: las restricciones de derechos no se presumen por el hecho de haber sido condenado a pena de privación de libertad. Idén-tico principio debería valer a fortiori para las demás relaciones de suje-ción especial.

En segundo lugar, a la vista de cuanto precede, parece que el pro-blema de la renuncia al ejercicio de los derechos fundamentales surge principalmente en el seno de relaciones entre particulares. Ello significa que la respuesta dependerá en gran medida de la posición que se adopte ante la cuestión, de alcance más general, de si los derechos fundamenta-les tienen «eficacia horizontal», es decir, si rigen también en las relacio-nes jurídico-privadas. Aun así, cualquiera que sea la posición adoptada en esta materia, no conviene olvidar que la renuncia al ejercicio de los derechos fundamentales es siempre revocable. Dicho con mayor preci-sión, los actos de ejercicio de derechos fundamentales —tanto si son puros comportamientos materiales (viajar por el territorio nacional, ex-presar una opinión, etc.) como si son actos jurídicos propiamente di-chos, cuya finalidad es precisamente producir determinados efectos jurí-dicos (votar en las elecciones generales, presentar una demanda ante un juzgado, fundar un sindicato, etc.)— deben reputarse siempre legítimos y válidos cualesquiera que sean los compromisos previamente adquiridos de no realizarlos. Lo contrario equivaldría a que el ordenamiento diera por bueno que las personas se desarmaran de aquellas facultades y garan-tías que él mismo considera básicas.

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6. LA EFICACIA ENTRE PARTICULARES DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES 135

En tercer lugar, cosa distinta de la permanente revocabilidad de la renuncia al ejercicio de los derechos fundamentales es, por supuesto, que la revocación del compromiso de no ejercer un derecho fundamen-tal debe dar lugar, llegado el caso, a indemnización «por los daños y perjuicios causados, incluyendo en ellos las expectativas justificadas». Esta regla es expresamente establecida por el art. 2 de la Ley Orgánica de Protección Civil del Derecho al Honor, la Intimidad y la Imagen, de 5 de mayo de 1982, para la revocación del consentimiento a intromisio-nes en la intimidad o la utilización de la propia imagen (STC 117/1994); y parece generalizable a los demás derechos fundamentales. Aunque este deber de indemnizar normalmente será de naturaleza contractual, nada se opone a que, si concurren los requisitos correspondientes, dicha revo-cación pueda dar lugar a daños extracontractuales. Ni que decir tiene, además, que, a efectos de valorar la responsabilidad del sujeto, deberá tomarse en consideración si la revocación se hizo o no de buena fe. Dicho todo lo anterior, en este punto es importante hacer una aclara-ción: no hay contradicción en afirmar simultáneamente que la renuncia al ejercicio de los derechos fundamentales es revocable en todo mo-mento —y, por tanto, los actos de ejercicio de los mismos serán válidos con independencia de los compromisos en contrario previamente adquiridos— y que los daños causados por la revocación deben ser in-demnizados. Es verdad que no hay ilícito en el ejercicio del propio dere-cho; pero, en esta hipótesis, la ilicitud no deriva del ejercicio del dere-cho, sino de la ruptura de la palabra dada o de la defraudación de la expectativa creada. Por volver a los ejemplos puestos más arriba, no pa-rece que quepa predicar la nulidad de la constitución de una sociedad por el empleado que se había comprometido a no concurrir con su empleador, o de la afiliación del político de la mayoría al partido de la oposición; lo que no implica, por supuesto, que el ordenamiento no pueda prever sanciones de otro tipo por el incumplimiento de esos com-promisos (anulación de los actos de competencia desleal, pérdida de ciertos beneficios en la asamblea correspondiente, etc.).

Por último, no hay que ignorar que tal vez haya algunos derechos fundamentales que, habida cuenta de la envergadura de la lesión que se derivaría de su falta de ejercicio, no admiten renuncia alguna. Tal sería seguramente el caso del derecho a la vida, por su carácter irreparable, y acaso también de la integridad física y de la libertad personal. No hay que olvidar, sin embargo, que incluso respecto de estos derechos se plan-tean supuestos límite, en los que es dudoso si cabe la renuncia. Baste pensar en el llamado «testamento vital» como modalidad de eutanasia pasiva, o en las prácticas masoquistas entre adultos que consienten.

6. La eficacia entre particulares de los derechos fundamentales

Una vez analizados los problemas relativos al sujeto activo de los

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136 CAP. V.-TITULARIDAD Y EJERCICIO DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

derechos fundamentales, hay que abordar lo que se refiere al sujeto pa-sivo de los mismos. Aquí la gran cuestión es si los derechos fundamenta-les rigen en las relaciones entre particulares. La duda surge porque la función clásica y primordial de los derechos fundamentales es operar como límite a la acción de los poderes públicos, no reglamentar o encau-zar las relaciones jurídico-privadas. Aun así, como se verá a continuación, puede haber argumentos para sostener que los derechos fundamentales deben también desplegar su eficacia —en mayor o menor medida, según distintos puntos de vista— en las relaciones entre particulares. Es a esto a lo que suele denominarse «eficacia horizontal» de los derechos funda-mentales —que se contrapone a su normal eficacia «vertical», en las relaciones entre los particulares y los poderes públicos— o a veces, utili-zando una difundida expresión alemana, Drittwirkung, que literalmente significa eficacia frente a terceros. Los supuestos en que se plantea la posible eficacia horizontal de los derechos fundamentales son numero-sos: ¿puede invocar la libertad de cátedra el docente de un centro pri-vado que es sancionado por opiniones vertidas en clase?; ¿se vulnera la libertad de asociación por expulsar de un club a un socio que se opone a la orientación de su junta directiva?; ¿viola la libertad sindical la em-presa que no promociona a un trabajador por el hecho de ser represen-tante sindical?; ¿puede invocar la libertad de expresión —o, en su caso, el derecho a la tutela judicial efectiva— quien es sancionado por su em-pleador por haber testificado contra él en juicio? Los ejemplos podrían multiplicarse.

La cuestión de la eficacia entre particulares de los derechos funda-mentales se ha visto normalmente oscurecida por el hecho de que en ella se entrecruzan dos problemas relativamente distintos, que no siem-pre son adecuadamente separados: por un lado, está el problema proce-sal, relativo a cuáles serían los procedimientos idóneos para hacer valer los derechos fundamentales en relaciones entre particulares; por otro lado, se halla el problema sustantivo de fondo, que no es otro sino si los derechos fundamentales deben desplegar su eficacia en las relaciones jurídico-privadas. A menudo la perspectiva procesal ha condicionado el análisis sustantivo. De aquí que convenga analizar ambos problemas por separado.

Por lo que hace al problema procesal, las dudas derivan del art. 41.2 LOTC, que dispone que el recurso de amparo protege frente a violacio-nes de derechos fundamentales «originadas por disposiciones, actos jurí-dicos o simple vía de hecho de los poderes públicos del Estado, las Co-munidades Autónomas y demás entes públicos de carácter territorial, corporativo o institucional, así como de sus funcionarios o agentes». El recurso de amparo no cabría, así, frente a vulneraciones de derechos fundamentales imputables a personas privadas. Es sabido que al recurso de amparo suele atribuirse un lugar central dentro del sistema de garan-tías de los derechos fundamentales, hasta el punto de que, según cierta

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6. IA EFICACIA ENTRE PARTICULARES DE I.OS DERECHOS FUNDAMENTALES 137

corriente de opinión, aquellos derechos que no son susceptibles de pro-tección por vía de amparo no serían genuinos derechos fundamentales. Pues bien, si se adopta esta perspectiva, es fácil dar un paso más y decir que, en la medida en que frente a particulares no hay acceso al recurso de amparo, los derechos fundamentales no rigen en las relaciones jurí-dico-privadas. Quienes estiman que los derechos fundamentales deben tener eficacia horizontal han intentado superar esta dificultad por dos vías: bien afirmando que existe una laguna en la Ley Orgánica del Tribu-nal Constitucional, que podría ser colmada por vía jurisprudencia) (efica-cia directa); bien sosteniendo que, dado el carácter subsidiario del re-curso de amparo, habrá siempre una resolución judicial previa que no haya satisfecho la demanda de protección del derecho fundamental que se considera vulnerado, de manera que cabrá dirigirse contra aquélla como medio indirecto de solicitar el amparo del Tribunal Constitucional frente a un particular (eficacia indirecta) . Ambas construcciones, inspira-das en el similar debate habido en Alemania, tienen algo de artificioso y a ninguna de ellas se ha adherido claramente el Tribunal Constitucio-nal. Hay que destacar, sin embargo, que éste no ha parecido hallar jamás obstáculos insuperables cuando ha creído oportuno conocer de recursos de amparo formulados contra particulares: desde muy temprano, a veces lo ha hecho justificándose mediante el argumento de la eficacia indi-recta, si bien en otras ocasiones simplemente ha obviado el problema, adoptando de manera tácita el argumento de la eficacia directa. Véanse, entre muchas otras, las STC 18/1984, 47/1985, 170/1987, 177/1988, etc.

Esta actitud del Tribunal Constitucional bastaría por sí sola para demostrar que el problema procesal tiene una importancia secundaria a la hora de determinar si los derechos fundamentales deben desplegar eficacia horizontal. Conviene añadir, además, que no se trata, en puri-dad, de una dificultad de rango constitucional. Es sólo el art. 41.2 LOTO el que no prevé el recurso de amparo entre particulares, no la Constitu-ción. Los arts. 53 y 161 CE no sólo no dicen nada a este respecto, sino que dejan un amplio margen de apreciación al legislador a la hora de regular el recurso de amparo. Nada se opondría, en principio, a una reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional que permitiera, en mayor o menor medida, el recurso de amparo frente a particulares. Por lo demás —y éste es, probablemente, el dato decisivo—, por impor-tante que sea el recurso de amparo dentro del sistema de garantías de los derechos fundamentales, no hay que olvidar que éstos pueden y de-ben ser protegidos por otras vías procesales. Así, no hay dificultades pro-cesales para invocar derechos fundamentales frente a particulares en los procesos ordinarios —lo que implicaría que el juez debe dotarlos de un valor superior al de derechos de rango simplemente legal— y, más aún, pueden ser protegidos mediante el procedimiento preferente y sumario previsto por el art. 53.2 CE. Esto es lo que ocurría con la Ley de Protec-ción Jurisdiccional de los Derechos Fundamentales de 1978, que conte-

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138 CAP. V.-TITULARIDAD Y EJERCICIO DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

nía una sección civil, hoy derogada por la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil de 7 de enero de 2000; y es lo que ocurre con algunos procedimien-tos especializados, como destacadamente el de tutela de la libertad sindi-cal (art. 175 y siguientes LPL). La mención a la Ley de Protección Juris-diccional de los Derechos Fundamentales es particularmente relevante porque, dado que dicha ley fue aprobada por las mismas Cortes que elaboraron la Constitución, representa un indicio de que el propio cons-tituyente no excluyó de raíz la posibilidad de que los derechos funda-mentales desplegaran alguna eficacia en las relaciones entre particulares.

A la vista de todo lo anterior, parece claro que la eficacia entre particulares de los derechos fundamentales es principalmente un pro-blema sustantivo. Básicamente, la respuesta depende de la posición filo-sófico-política que se mantenga acerca de la naturaleza del Estado demo-crático de derecho —esto es, del grado de liberalismo político que se sustente— y, sobre todo, de la visión de la Constitución que se adopte. Este último punto es muy importante, pues la eficacia entre particulares de los derechos fundamentales es uno de los temas en que con mayor claridad puede percibirse cómo existen dos visiones, potencialmente en-frentadas, sobre la función que debe cumplir un texto constitucional: para unos, la Constitución contiene simplemente las reglas del juego de una sociedad democrática, de manera que, en tanto en cuanto se respe-ten dichas reglas, cualquier opción adoptada por la mayoría de turno es válida y legítima; para otros, en cambio, la Constitución recoge un pro-grama de configuración de la sociedad, por lo que las principales decisio-nes colectivas quedan de alguna manera predeterminadas por ella. Mien-tras que la primera visión suele denominarse como «Constitución abierta», la segunda podría bautizarse como «Constitución como código genético del ordenamiento». La idea de Constitución abierta es, sin duda, intelectualmente más refinada, aunque sólo sea porque no pre-tende que la respuesta a todas las necesidades colectivas se halla escon-dida en una especie de documento sacro, sino que piensa que ha de ser producto de una búsqueda constante mediante el conflicto y la delibera-ción; pero no hay que olvidar que, en la práctica, es extraordinariamente frecuente la invocación de la Constitución en todo género de situacio-nes. Ni que decir tiene que, a medida que se aleja uno de la primera visión para acercarse a la segunda, va resultando progresivamente más fácil justificar mayores niveles de eficacia horizontal de los derechos fun-damentales.

Pues bien, una vez encuadrado el dilema de fondo, hay que señalar inmediatamente que la Constitución española no da argumentos definiti-vos en un sentido u otro. Es verdad que el art. 53 CE, de crucial impor-tancia para fijar el entero régimen de los derechos fundamentales, co-mienza diciendo que éstos «vinculan a todos los poderes públicos», sin hacer referencia alguna a los particulares; es decir, el art. 53 CE se basa en la idea clásica de que la función de los derechos fundamentales es,

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6. LA EFICACIA ENTRE PARTICULARES DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES 139

en sustancia, servir de barrera a la acción del Estado. Pero siempre cabría replicar que el art. 9 CE dispone que «los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución». El texto constitucional propor-ciona puntos de apoyo a unos y otros. Ni siquiera la jurisprudencia cons-titucional parece guiarse por un criterio claro y constante, sino por consi-deraciones de justicia material: el Tribunal Constitucional estima que ciertos derechos fundamentales, al menos en determinadas situaciones, merecen protección frente a particulares. Así, llegados a este punto, sólo cabe hacer algunas consideraciones críticas de carácter general.

Ante todo, el margen de discrepancia entre quienes mantienen y quienes rechazan la eficacia horizontal de los derechos fundamentales puede ser reducido mediante un esfuerzo de precisión conceptual. Hasta aquí se han empleado las expresiones «horizontal», «entre particulares» y «en relaciones jurídico-privadas» como perfectamente equivalentes. No obstante, es preciso hacer una distinción: una cosa es la naturaleza (pri-vada o pública) de las normas que regulan una determinada relación y otra, no siempre coincidente, la naturaleza de los sujetos que participan en dicha relación. Esto es importante porque, cuando cualquier ente público participa en una relación jurídica, queda vinculado por los dere-chos fundamentales incluso si dicha relación está regulada por normas de derecho privado. En otras palabras, según el art. 53 CE los poderes públicos —cualquiera que sea su función (legislativa, ejecutiva o judicial) y su ámbito (estatal, autonómieo o local)— están plenamente sometidos a los derechos fundamentales, por lo que sería un fraude a la Constitu-ción admitir que puedan ser dispensados de esta constricción simple-mente mediante leyes que sujeten su actuación al derecho privado. El legislador, que goza de un amplio margen de apreciación para determi-nar el régimen (privado o administrativo) de actuación de la Administra-ción pública, no puede usar dicha libertad de configuración del ordena-miento para relajar la vinculación de aquélla a los derechos fundamentales. En este contexto, pues, lo que importa que sea particular o privado es el sujeto, no la relación jurídica en cuanto tal.

En segundo lugar, y en parecida perspectiva, también es posible aproximar posiciones entre defensores y detractores de la eficacia hori-zontal de los derechos fundamentales en aquellos supuestos en que, aun tratándose de un sujeto privado, éste ostenta algún tipo de privilegio concedido por el Estado que no tendría en cuanto simple particular. Aquí la lista de posibles ejemplos es larga: concesionarios de servicios públicos, concesionarios de dominio público, beneficiarios de subvencio-nes públicas, etc. En la medida en que dentro de una relación, que no deja de ser entre particulares, uno de ellos puede valerse de facultades o ventajas exorbitantes, parece que hay una conexión relevante con los poderes públicos que justifica el despliegue de la eficacia de los derechos fundamentales; y ello, sencillamente, porque los poderes públicos no son enteramente neutrales en cuanto a la paridad de armas en dicha

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140 CAP. V.-TITULARIDAD Y EJERCICIO DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

relación: quien se ve favorecido por el Estado debe asumir también las correspondientes cargas. Esta es, por lo demás, la solución que se da al problema de la eficacia horizontal de los derechos fundamentales en el derecho norteamericano, bajo la denominación de doctrina de la state action: normalmente los derechos fundamentales vinculan sólo a los po-deres públicos; pero, si hay algún tipo de intervención estatal relevante a favor del particular, éste queda vinculado a los derechos fundamentales.

En tercer lugar, una vez circunscrito el ámbito de lo verdadera-mente problemático a aquellos supuestos en que no hay sujeto público —cualquiera que sea la naturaleza de las normas en juego— ni interven-ción pública relevante en la relación, parece que la postura negativa no sólo parte de presupuestos intelectuales más refinados, sino que conduce a resultados más coherentes. En efecto, negar que los derechos funda-mentales rijan entre particulares presenta dos ventajas. Por un lado, en el plano teleológico, pone de relieve que, por sugestiva que parezca, la idea de que los particulares deben verse vinculados en su actuación por los derechos fundamentales es incompatible con la autonomía privada y, por tanto, tendencialmente contraria a la noción misma de libertad. Por otro lado, presenta también una ventaja en el plano sistemático: dado que resulta irrealista, precisamente por ser contrario a la autono-mía privada, sostener que todos los derechos fundamentales deben regir plenamente en cualesquiera relaciones entre particulares, los defensores de la eficacia horizontal se ven abocados a diferenciar derechos y situa-ciones; pero entonces la dificultad es prácticamente insalvable, porque no es claro qué criterio racional y objetivo puede emplearse para decidir cuándo debe haber eficacia horizontal y cuándo no, naturalmente sin dejarse caer en puras consideraciones de justicia material. En este sen-tido, negar eficacia entre particulares a los derechos fundamentales es más coherente.

En cuarto lugar, negar eficacia horizontal a los derechos fundamen-tales no implica necesariamente negar, asimismo, la absoluta irrelevancia de éstos para la regulación de las conductas de los particulares. Negar dicha eficacia horizontal significa únicamente sostener que los derechos fundamentales no pueden ser invocados directamente ex constitutione frente a particulares. No significa, en cambio, que el legislador no pueda extender la esfera de aplicación de esos derechos a las relaciones entre particulares; y ello en el bien entendido de que se trataría de derechos de rango legal y, por tanto, derechos que el legislador puede crear, modi-ficar y suprimir con un notable margen de libertad de apreciación. Esta clase de leyes es conocida en el derecho norteamericano —que, como se dijo, rechaza la eficacia horizontal de los derechos fundamentales—como civil rights acts. Más aún, puede ocurrir que a veces el legislador esté constitucionalmente obligado a desarrollar y proteger los bienes ju-rídicos o valores subyacentes a ciertos derechos fundamentales también respecto de las relaciones entre particulares, dictando a este fin la legisla-

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7. LA EFICACIA JUSTIFICANTE DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES 141

ción civil o penal necesaria. Es evidente, en efecto, que los valores subya-centes a determinados derechos fundamentales están expuestos en simi-lar medida a agresiones públicas y privadas. Así, por ejemplo, la vida, la integridad física, el honor, la intimidad, etc. En este terreno, la Constitu-ción impone al legislador un deber de producir una regulación protec-tora: no ofrece muchas dudas que una ley despenalizadora del homicidio o del allanamiento de morada, al igual que una ley que negara la condi-ción de daño a la utilización no consentida de la imagen ajena, sería muy probablemente inconstitucional. El Tribunal Constitucional se ha pronunciado expresamente en este sentido al menos respecto de la vida humana (art. 15 CE), tanto en el caso del aborto como en el de la reproducción asistida: que la Constitución no otorgue un derecho direc-tamente invocable no implica que no imponga un deber de protección legal —una «obligación positiva» del Estado, como la denomina la juris-prudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos— cuya efectivi-dad a veces exige que sea incluso penal (STC 53/1985 y 212/ 1996) .

Por último, no cabe olvidar que en algunas ocasiones el Tribunal Constitucional otorga genuina eficacia horizontal a los derechos funda-mentales, es decir, sin que haya sujeto público en relación privada, inter-vención pública relevante o intermediación legislativa. Ello parece ocu-rrir principalmente en dos sectores: las relaciones laborales (STC 1/ 1998, 140/1999, 224/1999, 153/2000, etc.) y las relaciones internas de las asociaciones (STC 218/1988, 56/1995, 104/1999, etc.) . Se trata de terreno abonado para ello. En las relaciones laborales, aunque el art. 4 ET dispone expresamente la aplicabilidad de algunos derechos funda-mentales (integridad física, intimidad, no discriminación y reunión) más allá de los de ámbito específicamente laboral (libertad sindical, negocia-ción colectiva y huelga), el Tribunal Constitucional va a menudo más allá de lo previsto por la ley porque esas relaciones se caracterizan por una cierta supremacía —en alguna medida, incluso, reconocida por el propio ordenamiento jurídico— del empleador sobre el empleado. En cuanto a las relaciones internas de las asociaciones, porque están teñidas de las tensiones por el poder que caracterizan a cualquier organización. Con todo, en ambos supuestos sería preferible que el legislador indicara claramente qué derechos fundamentales —y en qué medida— desplie-gan eficacia.

7. La eficacia justificante de los derechos fundamentales

Los derechos fundamentales poseen lo que certeramente Juan Igna-cio UGARTEMENDÍA ha denominado una «eficacia justificante». Significa que quien ejerce un derecho fundamental no puede, en principio, ser perseguido por ello, ni sufrir consecuencia negativa alguna. Se trata de una aplicación de la conocida máxima neminem laedit qui suo iure utitur: