Sin novedad en el frente erich ma remarque

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"Soy joven , tengo veinte años,pero no conozco de la vida más quela desesperación, el miedo, lamuerte y el tránsito de unaexistencia llena de la más absurdasuperficialidad a un abismo dedolor. Veo a los pueblos lanzarseunos contra otros y matarse sinrechistar, ignorantes, enloquecidos,dóciles, inocentes. Veo a los másilustres cerebros del mundoinventar armas y frases para hacerposible todo eso durante mástiempo y con mayor rendimiento."Este clásico de la literaturaantimilitarista es un relato

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inclemente y veraz de la vidacotidiana de un soldado durante laprimera guerra mundial.

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Erich Mª Remarque

Sin novedad enel frente

ePUB v1.1deor67 14.07.11

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EL AUTOR Y SUOBRA

En Osnabruck, del estado de la BajaSajonia, Alemania, nació el 22 de juniode 1898 Erich María Remarque, autorde la famosa novela Sin novedad en elfrente. Sus padres, de ascendenciafrancesa, fueron Peter Maria y AnnieRemarque. El futuro escritor cursó susestudios, primero, en el Instituto y en elSeminario de su ciudad natal, y, luego,en la Universidad de Munster. Contrajomatrimonio con Ilse Jutta Zambona, dela que se divorció años después. El 25

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de febrero de 1958, por segunda vez, secasaba con la actriz cinematográficaPaulette Goddard. Mucho antes de esto,empero, Remarque había adquirido yacelebridad como escritor. Obligado aabandonar sus estudios cuando sólocontaba dieciocho años de edad y hacíados que había empezado la PrimeraGuerra Mundial, fue incorporado alejército y mandado al frente de batalla,donde luchó hasta el término de lacontienda. Por consiguiente, nuestroautor, en 1918, al ser desmovilizado,tenía veinte años y era uno de los tantosjóvenes de la generación que, como élmismo escribió, «había sido destruida

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por la guerra, no obstante haberescapado de la metralla». Aunque cabeañadir que él resultó herido gravementeen un combate y devuelto al frente unavez curado. Ya en la vida civil intentóinútilmente abrirse camino comoorganista en la capilla de un asilo, luegocomo profesor de música, maestro deprimera enseñanza, empleado decomercio y más tarde buscó mejorfortuna al trasladarse a la Costa Azulfrancesa. De nuevo en Alemania, sededica a la publicidad, a la críticateatral y a escribir artículos paraalgunos periódicos, hasta acabar comocronista de la revista Sport im Bild.

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Tampoco logra en tales menesteres nisiquiera una situación más o menosestable. Sin embargo, de estas últimasexperiencias, sobre todo de sus crónicasdeportivas, ha adquirido un estiloliterario ágil, conciso y objetivamentesugestivo. En plena consciencia de ello,cree llegado el momento de escribir ellibro que ya había consideradonecesario publicar cuando debiópermanecer días y noches en lastrincheras, obligado a luchar y a matarpor los campos de batalla. Sin rodeosestilísticos ni huecos evasivos, delmodo más directo y verídico, quiere dara conocer el testimonio recogido en

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aquella hecatombe, junto a suscamaradas, que son los que, en realidad,hicieron la guerra y desde entonces sesienten angustiados por el más cruel delos desengaños; explicar toda la miseriay el horror que acompañaronconstantemente al combatiente yprecedieron la agonía de los quequedaron sepultados bajo tierra. Sólo enAlemania, al final de la contienda, lacifra de muertos llegó a más de ochomillones. Imperiosa se hace en él lanecesidad de escribir el libroproyectado, ahora que crece en su ánimouna espantosa aversión ante lasmanifestaciones de desaforado

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nacionalismo y los desfiles, premilitaresque de nuevo se imponen al puebloalemán. Frente a esta tempestuosaamenaza no quiere esperar más paraproclamar, a través del simple dietariode un combatiente —él u otro cualquiera—, cómo la guerra de 1914-1918 nohabía tenido otro fin que el de degradaral hombre y ahogar con lágrimas ysangre los más preciosos ideales decultura y civilización. Mucho más por eltemor que se hubiese perdido lamemoria de todo ello y, estúpidamente,la humanidad reincidiera en la mismalocura; temor que, desgraciadamente,había de resultar profético con el

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estallido de la Segunda Guerra Mundialy que a Alemania le costaría ahora otrostreinta y ocho millones más de muertos.Así es como Remarque se lanzó aescribir Sin novedad en el frente (con eltítulo original de Im Westen NichtsNeues). Empezó publicándose, en 1929,en forma de folletín en la WossischeZeitung, con la condición por parte deldirector de que ningún suscriptorprotestara. El autor aceptó. A cadacapítulo que aparecía, mayor era elnúmero de lectores de la revista. Ciertoque hubo algunas protestas, pero fueronmuchísimas más las muestras deentusiasmo con que era recibida la obra,

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sobre todo por la desmitificación de losheroicismos bélicos que representabafrente al violento renacer de losfanatismos guerreros en Alemania.Terminada la narración en el periódico,se editó en volumen aparte, cuyosejemplares se agotaron en pocos días.Igual sucedió con las sucesivasreimpresiones. En un año y medio sevendieron más de un millón deejemplares. Traducida, enseguida, aveinticinco idiomas distintos, obtuvouna tirada mundial de cuatro millones deejemplares, agotados asimismo actoseguido. Desde entonces, sigue siendouno de los libros más leídos en todo el

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mundo. Que recordemos en estemomento, se han hecho de Sin novedaden el frente dos películas, unacoproducción franco-alemana y otraamericana, ésta dirigida por LewisMilstone y teniendo como principalesintérpretes a Lew Ayres y LouisWolheim. Por tanto, Remarque pasósúbitamente del anonimato a lacelebridad mundial. Sin embargo, loscírculos políticos y militares adictos alnazismo reaccionaron con irritación ylograron que la lectura de la obra fueseprohibida en muchos sectores de lapoblación alemana. Hasta que, con lasubida al poder de Hitler, Remarque

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tuviera que exiliarse en el extranjero,fuera desposeído en 1933 de sunacionalidad alemana y quemadopúblicamente su libro. Refugiado,primero, en París, el escritor se fue,luego, a Suiza, donde permaneció unosaños. Después se trasladó a EstadosUnidos, cuyo país le concedió lanacionalidad en 1939. No es hasta 1948cuando regresa a Europa para instalarsedefinitivamente en Suiza, residiendo enla actualidad en su «Villa Böcklin»,Porto Ronco, en Locarno. Desde suprimer libro, lleva publicadas,sucesivamente, otras muy notablesnovelas, muchas de ellas de inmediato

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éxito internacional: Retorno, en 1931;Tres camaradas, 1937; Flotsam, 1941;Arco de Triunfo, 1946; Chispa de vida,1951; Tiempo para querer, tiempo paramorir, 1954; El obelisco negro, 1957;Para el Paraíso no hay favoritos, 1961, yNoche en Lisboa, 1964.

E.P.

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Capítulo 1

Nos encontramos en la retaguardia, anueve kilómetros del frente. Ayer nosrelevaron. Ahora tenemos el estómagolleno de judías con carne de buey,estamos saciados y satisfechos. Inclusohan sobrado para esta noche y cada unode nosotros ha podido llenar sufiambrera para la cena. Además haydoble ración de salchicha y de pan. Estova bien. Hacía mucho tiempo que no sehabía presentado un caso como éste; elfurriel, con su cara roja como un tomate,viene en persona a ofrecernos la

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comida. Llama con una seña a todos losque pasan y les sirve una buena ración.Casi está desesperado pues no sabecómo vaciar de rancho su caldera.Tjaden y Müller han encontrado un parde baldes y se los han hecho llenar hastalos topes, como reserva. Tjaden lo hacepor gula, Müller por precaución. Nadiepuede explicarse dónde diablos meteTjaden tanta comida. El sigue, comosiempre, más seco que un arenqueprensado.

Pero lo mejor es que también hemostenido doble ración de tabaco. Diezcigarros, veinte cigarrillos y dospastillas para mascar, a cada uno. Es

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una cantidad muy razonable. Hecambiado mis pastillas por loscigarrillos de Katczinsky, con lo queahora tengo cuarenta. Suficientes para undía.

Si he de decir la verdad, no nosestaban destinadas tantas provisiones.Los prusianos no son tan espléndidos.Todo lo debemos a un simple error.

Hace quince días que nos hicieron ira la primera línea, a relevar. Nuestrosector estaba bastante en calma y, poresto, el furriel recibió para el día denuestra vuelta la cantidad habitual deprovisiones, y había preparado lonecesario para los ciento cincuenta

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hombres de nuestra compañía. Pero, sinembargo, el último día precisamente,con gran sorpresa por nuestra parte, laartillería pesada inglesa hizo de lassuyas sin parar, ametrallando sindescanso nuestra posición, ycausándonos tantas bajas que sóloregresamos ochenta hombres.

Volvimos por la noche y nosacostamos enseguida para poder, porfin, descabezar un buen sueño; Kat tienerazón; al fin y al cabo no sería tandesagradable la guerra si pudiésemosdormir un poco más. En primera líneacasi no nos es posible y los turnos dequince días se hacen muy largos.

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Era ya mediodía cuando losprimeros de nosotros salimos,agachados, de las barracas. Media horamás tarde cada uno había cogido ya lafiambrera y nos apiñábamos en torno desu majestad la manduca que, por cierto,despedía un olor fuerte y apetitoso.Delante, como es natural, estaban losmás hambrientos: Albert, el máspequeño y también el que tiene las ideasmás claras de todos nosotros, cosa que,por cierto, sólo le ha permitido llegar,con mucho esfuerzo, a soldado deprimera; Müller, que todavía arrastrapor todas partes sus libros de texto ysueña en unos utópicos exámenes

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(incluso en medio de un bombardeo seabstrae pensando en sus teoremas defísica); Leer, que lleva una enormebarba y siente una gran predilección porlas mujeres de los prostíbulos paraoficiales, jura y vuelve a jurar,refiriéndose a ellas que, por orden de laComandancia General, están obligadas allevar camisas de seda y que, para losclientes que sobrepasen el grado decapitán, deben tomar antes un baño. Elcuarto soy yo, Pablo Baümer. Los cuatrotenemos diecinueve años, los cuatrohemos salido de la misma clase para ir ala guerra.

Inmediatamente detrás de nosotros

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están situados nuestros amigos. Tjaden,un cerrajero delgadísimo que tienenuestra misma edad, el mayor goloso dela compañía. Se sienta a comer secocomo un espárrago y se levanta máshinchado que una pulga preñada; HaieWesthus, de la misma edad, un mineroque puede, con toda facilidad, meter unpan de munición en su puño y cerrándolopreguntaros: «¿Sabes lo que tengo aquídentro?»; Detering, un campesino quesólo piensa en su alquería y en su mujer;finalmente, Estanislao Katczinsky, eljefe de nuestro grupo, pícaro, tenaz,desprendido, con cuarenta años, caraterrosa, los hombros caídos y un

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magnífico olfato para oler el peligro, labuena comida y los escondrijos másseguros.

Nuestro grupo formaba en cabeza dela gran serpiente que se enroscabadelante del rancho y comenzábamos aimpacientarnos porque el furriel seguíaquieto como un muñeco, esperando. Porfin, Katczinsky le gritó:

—¡Vamos, Enrique, abre de una veztu caldera!; todos sabemos que lasjudías están listas.

Él, sin embargo, movió la cabezacon aburrimiento:

—Cuando estéis todos aquí…Tjaden, insinuó con malicia:

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—Ya estamos todos.El furriel se hacía el sueco.—¡Eso quisierais! ¿Dónde están los

demás?—¡No serás tú quien los harte hoy!

Ambulancia y fosa común…El hombre vaciló como si le

hubieran golpeado en la cabeza:—¡Y yo que he cocinado para ciento

cincuenta hombres!Kropp le dio un empujón.—Bueno, sírvenos la comida de una

vez. ¡Empieza, que ya es hora!Súbitamente una idea luminosa cruzó

por el cerebro de Tjaden. Su carapuntiaguda, de rata, empezó a aclararse,

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se le contrajeron los ojos de malicia, y,temblándole las mejillas, se acercó alfurriel tanto como le fue posible:

—¡Pero, hijo mío!…, o sea que hasrecibido también pan para cientocincuenta hombres, ¿no es cierto?

El cabo, desconcertado todavía,movió la cabeza afirmativamente.

Tjaden le cogió por la guerrera.—¿Y salchichas también?La cara, roja como un tomate, asintió

de nuevo.A Tjaden le temblaban las

mandíbulas.—¿Y tabaco?—Sí, de todo.

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Tjaden se volvió radiante.—¡Dios!, ¡a esto se le llama tener

churra! Entonces… ¡Todo es paranosotros! A cada uno le toca… espera…¡justo: doble ración!

Pero el «Tomate» había despertadopor fin y dijo:

—¡No, eso no puede ser!—¿Por qué no puede ser, vamos a

ver, tío zanahoria? —preguntóKatczinsky.

—Lo que es para ciento cincuenta nopuede ser para ochenta.

—Ya te lo demostraremos —gruñóMüller.

—El rancho, bueno; pero de las

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otras raciones sólo os puedo dar ochenta—insistió el «Tomate».

Katczinsky se amoscó.—¿Quieres que te releven o qué? No

has recibido pitanza para cientocincuenta hombres, sino para la segundacompañía; y nos la darás. La segundacompañía somos nosotros.

Le rodeamos con malas intenciones.Nadie podía soportarle porque, por suculpa, en la trinchera, habíamos comidomás de una vez frío y con retraso; encuanto silbaban un poco las bombas yano se atrevía a acercarse con la calderay nuestros compañeros de turno teníanque andar mucho más que los de las

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otras compañías. Bulcke, por ejemplo,de la primera, se portaba mucho mejor.Estaba gordo como una marmota, perocuando convenía arrastraba las calderashasta la primera línea. Estábamos puesde un humor que aseguraba la leña si nose hubiera presentado, de pronto, elteniente que nos mandaba. Se informó dela causa del jaleo y se limitó a decir:

—Sí, ayer tuvimos muchas bajas.Después miró en la caldera y

añadió:—Tienen buen aspecto estas judías.El «Tomate» hizo un gesto

afirmativo:—Las he hecho con carne y manteca.

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El teniente nos miró. Sabía lo quepensábamos. Sabía, además, muchasotras cosas porque se había hechohombre entre nosotros y no era más quecabo cuando llegó a la compañía.Levantó de nuevo la tapa y olfateó.

—Traedme un buen plato a mítambién —dijo mientras se alejaba— yrepartid todas las raciones. Bastante lasnecesitan.

El «Tomate» puso cara de imbécilmientras Tjaden bailaba a su alrededor.

—¡Si no te perjudica en nada!Parece creerse el dueño de laIntendencia, éste… ¡Vamos, empieza,viejo asqueroso, y no te descuentes!

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—¡Así te ahorquen! —refunfuñó el«Tomate».

Estaba atónito. Era incapaz decomprender tamaña sinrazón. El mundohabía perdido el sentido común y, comosi quisiera demostrar que todo le eraindiferente, nos distribuyó, además,voluntariamente media libra de mielartificial por cabeza.

Hoy realmente es un buen día. No hafaltado ni el correo. Casi todos hemosrecibido un par de cartas y algunosperiódicos. Ahora nos vamos,ganduleando, hacia el prado, detrás de

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las barracas. Kropp lleva bajo el brazola tapa de un barril de margarina.

En la orilla derecha del prado hanconstruido una gran letrina general, unedificio sólido y bien cubierto. Peroesto lo dejamos a los caloyos, quetodavía no han aprendido a gozar de lascosas. Nosotros sabemos algo mejor.Así veríais, repartidas por todas partes,unas cajas individuales que sirven parael mismo objeto. Cuadradas, limpias,hechas todas ellas de madera, bienacabadas, con un asiento cómodo eirreprochable. De los lados penden unasasas que permiten transportarlas.

Ponemos tres de ellas en círculo y

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tomamos asiento confortablemente. Nonos levantaremos antes de dos horas.

Todavía me acuerdo de quévergüenza pasábamos al principio,siendo reclutas, cuando en el cuarteldebíamos utilizar la letrina general. Notiene puertas y los hombres, hasta veinte,se sientan el uno al lado del otro, comoen un tren. De una sola mirada puedesabarcarlos a todos; el soldado ha deestar siempre bajo vigilancia.

Con el tiempo hemos aprendido algomás que a dominar esta pequeñavergüenza. Ahora conocemos otrascosas.

Pero aquí, al aire libre, la cosa

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resulta una verdadera delicia. No meexplico ya por qué antes cerrábamostímidamente los ojos delante de estascosas tan naturales como el comer o elbeber. Quizá ni sería necesariomencionarlas si no fuera porque jueganen nuestras vidas un papel esencial, apesar de haber constituido para nosotrosuna auténtica novedad; los veteranos lasconocían tiempo ha.

Para el soldado, su estómago y sudigestión son un campo mucho másfamiliar que para cualquier otro hombre.Las tres cuartas partes de su léxicoprovienen de aquí, y la expresión de sualegría, al igual que la de su más

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colérica indignación, encuentran en estaspalabras su fuerza descriptiva. Esimposible, de otra forma, expresarsemás clara y rotundamente. Nuestrasfamilias y nuestros profesores seescandalizarán cuando volvamos, peroaquí es el idioma universal.

Todas estas actividades hanrecobrado su inocencia gracias a suforzosa publicidad. Más aún: lasconsideramos tan naturales queapreciamos lo confortable de laoperación de la misma manera que, porejemplo, cuando podemos jugar un buentute en un lugar seguro, al abrigo de losobuses. No es por casualidad que para

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designar los comadreos de cualquiertipo, hayamos encontrado la expresión«chafarderías de letrina». Estos lugaresson, en el servicio, los rinconespreferidos para charlar, los sustitutos delas tertulias del café.

En estos momentos nos sentimosmejor aquí que en cualquier «water-closet» de lujo con baldosas blancas.Aquello tan sólo será más higiénico.Aquí se está magníficamente.

Son horas de una maravillosainconsciencia. Sobre nuestras cabezas seextiende el cielo azul. En el horizontebrillan los globos cautivos, atravesadospor rayos de sol, y las nubes

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blanquecinas de los «shrapnells». Devez en cuando, persiguiendo a un avión,se levantan como una espiga muy alta.

El sordo rumor del frente apenas nosllega, como el de una tormenta lejana.Los abejorros que pasan zumbandocerca de nosotros lo dominanfácilmente.

A nuestro alrededor se extiende elprado florido. Los tiernos tallos de lahierba ondean levemente. Algunasmariposas vienen hacia nosotros con suvuelo vacilante, planean con sus alasblancas en el aire, suave y tibio, delverano agonizante.

Leemos cartas y periódicos.

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Fumamos. Nos sacamos los cascos y losdejamos en el suelo cerca de nosotros.La brisa juega con nuestros cabellos,juega con nuestras palabras y nuestrospensamientos.

Las tres cajas sobre las que noshemos sentado están cercadas deamapolas, rojas y brillantes.

Ponemos sobre nuestras rodillas latapa del barril de margarinaimprovisando así una mesa para jugar alas cartas. Kropp ha traído una baraja yempezamos.

Se podría estar sentado aquí todauna eternidad.

De los barracones nos llegan los

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sones de un acordeón. De vez en cuandoabandonamos las cartas paracontemplarnos. Alguno de nosotros dice:

—Muchachos…, muchachos…O bien:—Y pensar que esto hubiera podido

terminarse.Por un momento caemos en el más

profundo silencio. Vibra en nosotros unaemoción fuerte y contenida. La sentimos,no es necesario expresarla. Fácilmentehubiera podido ocurrir que uno denosotros no se encontrara hoy aquí,sobre estas cajas. Ha faltado muy poco,¡maldita sea! Por esta razón, todo nosparece ahora fuerte y vivificante. Las

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amapolas rojas y la buena comida, loscigarrillos y la brisa.

Kropp pregunta:—¿Alguien ha vuelto a ver a

Kemmerich?—Está en San José —respondo.Müller cree que la bala le atravesó

la parte superior del muslo. Un buenpasaporte para volver a casa.

Decidimos ir a visitarle después decomer.

Kropp se saca una carta del bolsillo.—Kantorek me dice que os salude

de su parte.Nos reímos. Müller tira el cigarrillo

y exclama:

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—Aquí quisiera verle.Kantorek era nuestro profesor; un

hombre pequeño y severo, con levitagris y cara de musaraña. Tenía, pocomás o menos, la misma estatura que elsuboficial Himmelstoss, el «terror deKlosterberg». Resulta cómico, por otraparte, que la desgracia en este mundovenga tan a menudo de la mano dehombres cortos de talla. Son mucho másenérgicos que los altos. Siempre heevitado formar parte de compañíasmandadas por hombres pequeños; engeneral son inaguantablemente necios.

Kantorek, en las horas de gimnasia,nos atiborró de discursos hasta que toda

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nuestra clase, con él a la cabeza, fuimosa la Comandancia del distrito paraalistarnos. Todavía lo veo delante demí, preguntándonos con los ojosrelampagueantes tras los cristales de lasgafas y la voz conmovida:

—Iréis todos, ¿no es cierto?Estos pedagogos llevan, con

excesiva frecuencia, los sentimientos enel bolsillo del chaleco; ciertamente deesta forma pueden distribuirlos encualquier momento. Pero nosotros,entonces, no lo sabíamos.

Sólo uno se resistió a venir. JosephBehm, un muchacho gordo y bonifacio.Más tarde, sin embargo, se dejó

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convencer. No tenía otra alternativa.Quizás otros pensaran como él, pero eramuy difícil confesarlo, pues en aquellaépoca incluso vuestros padres teníanpresta la palabra «cobarde» paraechárnosla al rostro. Y es que entoncesnadie presentía lo que iba a pasar. Losmás razonables eran, sin duda, la gentesencilla y pobre; enseguida consideraronla guerra como un desastre, mientrasque, por el contrario, los acomodadosno cabían en su piel de alegría; y sinembargo, ellos, mejor que nadie,pudieron prever las consecuencias.

Katczinsky dice que de eso tiene laculpa la educación, que nos atonta. Y

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pensad que cuando Kat afirma algo, esque antes lo ha meditado bien.

Casualmente, Behm fue de losprimeros en caer. Recibió una bala enlos ojos durante un combate y lodejamos por muerto. No pudimosrecogerle porque debimos retrocederprecipitadamente. Por la tarde lo oímosgritar y vimos cómo se arrastraba por elcampo. Sólo había perdido elconocimiento. Como no podía ver,zigzagueaba loco de dolor, sinaprovechar ninguna defensa, sincubrirse. Así le mataron a tiros desde elotro lado, antes que nadie de nosotroshubiera podido salir a buscarlo.

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Naturalmente eso no puede serrelacionado con Kantorek; ¿cómoterminaríamos, si no, empezando por verahí una culpabilidad? Existen miles deKantoreks y todos están convencidos deque lo que hacen, tan cómodo para ellos,es lo mejor que pueden hacer.

Precisamente en esto consiste sufracaso.

Habrían debido ser para nosotros,jóvenes de dieciocho años, losmediadores, los guías, que noscondujeran al mundo de la madurez, almundo del trabajo, del deber, de lacultura y del progreso, hacia el porvenir.A veces nos burlábamos de ellos y les

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jugábamos alguna trastada, pero en elfondo teníamos fe en ellos. La noción dela autoridad, que representaban, lesotorgaba a nuestros ojos mucha másperspicacia y sentido común. Pero elprimero de nosotros que murió echó porlos suelos esta convicción. Tuvimos quedarnos cuenta de que nuestra edad eramucho más leal que la suya; no teníanpor encima de nosotros más ventajas quela frase huera y la habilidad. El primerbombardeo nos reveló nuestro error, y aldarnos cuenta de ello, se derrumbó, conél, el concepto del mundo que noshabían enseñado.

Mientras ellos seguían escribiendo y

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discurseando, nosotros veíamosambulancias y moribundos; mientrasellos proclamaban como sublime elservicio al Estado, nosotros sabíamos yaque el miedo a la muerte es mucho másintenso. Con todo, no fuimos rebeldes, nidesertores, ni cobardes —teníansiempre tan dispuestas estas palabras—;amábamos a nuestra patria tanto comoellos y al llegar el momento de unataque, nos lanzábamos a él con coraje.Pero ahora distinguíamos. Ahorahabíamos aprendido a mirar las cosascara a cara y nos dábamos cuenta que,en su mundo, nada se sostenía. Nossentimos solos de pronto, terriblemente

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solos; y solos también debíamosencontrar la salida.

Antes de visitar a Kemmerich,hacemos un paquete con todas sus cosas;podría necesitarlas durante el camino.

En el ambulatorio hay muchomovimiento; como siempre, hiede afenol, a pus y a sudor. Uno seacostumbra a muchas cosas en lasbarracas, pero aquí nos sentimosdesfallecer. Preguntamos dónde estáKemmerich; lo han puesto en una sala ynos recibe con una débil expresión dealegría y una agitación impotente.Mientras estaba sin conocimiento le hanrobado el reloj.

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Müller mueve la cabeza y dice:—Ya te lo había dicho; no puede

llevarse un reloj tan bueno encima.Müller es un poco tocho y siempre

quiere tener razón. De otra formacallaría, porque se ve muy claro queKemmerich no saldrá nunca de esta sala.Que recupere o no el reloj, esindiferente. Lo máximo que podríamoshacer sería mandarlo a su casa.

—¿Cómo va eso, Franz? —preguntaKropp.

Kemmerich agacha la cabeza.—Bien, bastante bien, si no fuese

por estos terribles dolores en el pie.Miramos las mantas que lo cubren.

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Su pierna está dentro de un cesto dealambre sobre el que se abomba la ropade la cama. Doy a Müller un golpe derodilla, pues es capaz de contarle aKemmerich lo que nos han dicho lossanitarios antes de entrar: queKemmerich no tiene ya pie; le hanamputado la pierna.

Su aspecto es horrible. En la cara,pálida y apagada, tiene ya aquellasextrañas líneas que tan bien conocemospor haberlas visto centenares de veces.No son propiamente líneas sino másbien señales. Bajo la piel ya no late lavida que se ha replegado a los límitesdel cuerpo; la muerte trabaja el interior

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del organismo y ya es dueña de los ojos.He aquí a nuestro compañeroKemmerich, que hace poco todavíaasaba carne de caballo con nosotros y searrellanaba, cuidadosamente, en elinterior de los grandes embudos quedejan los obuses. Es él y, sin embargo,ya no es él. Su fisonomía se hadifuminado, se ha hecho imprecisa ydesteñida como aquellas placasfotográficas sobre las que se han tomadodos instantáneas. Su misma voz tiene untono ceniciento.

Recuerdo ahora la escena de nuestrapartida. Su madre, una buena mujer muygorda, le acompañó a la estación.

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Lloraba sin parar y tenía el rostrodescompuesto y abotargado. Kemmerichse sentía molesto, pues ella era la menosserena de todas. Literalmente sedeshacía en sebo y agua. La pobre mujerse había fijado en mí y, agarrándome porel brazo, me suplicaba a cada momentoque cuidara a su Franz. Ciertamente elmuchacho tenía cara de niño y unoshuesos tan flojos que con sólo cuatrosemanas de llevar mochila detentaba yaunos hermosos pies planos. ¡Pero cómoes posible cuidar a alguien en campaña!

—Bien —dice Kropp—, ahora teirás a casa. Si hubieras tenido queesperar a un permiso, tenías, como

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mínimo, para tres o cuatro meses.Kemmerich asiente con la cabeza.

No puedo mirar sus manos, son como lacera. Bajo las uñas lleva todavía elbarro de las trincheras, de un color azuloscuro; parece veneno. Pienso que estasuñas irán creciendo mucho tiempotodavía, como una fantasmal vegetaciónsubterránea, cuando Kemmerich ya noviva. Me parece verlo, tenerlo delantede mí; las uñas se arrollan comotirabuzones y crecen, crecen juntamentecon el cabello encima del cráneo que sedescompone, como la hierba encima deuna tierra bien abonada. ¿Cómo esposible esto?

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Müller se agacha.—Hemos traído tus cosas, Franz.Kemmerich hace un signo con la

mano.—Ponlas debajo de la cama.Müller lo hace. Kemmerich vuelve a

hablar de su reloj. No sé cómotranquilizarlo sin inspirarle recelo.Müller se levanta con un par de botas deaviador en la mano. Son unas soberbiasbotas inglesas, de cuero amarillo ysuave, que deben llegar a la rodilla y seabrochan con unos cordones a lo largode toda la caña. Algo espléndido,envidiable.

Müller las contempla y

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entusiasmado, las compara con susbastos zapatones y pregunta:

—¿Piensas llevarte también estasbotas, Franz?

Los tres tenemos el mismopensamiento: aunque sanara no podríautilizar más que una, o sea, que notendrían ningún valor para él. Tal comoestán las cosas es una lástima que sequeden aquí, porque los sanitarios lasrapiñarán en cuanto muera.

Müller insiste:—¿No quieres dejarlas aquí?Kemmerich no lo quiere. Son la

mejor pieza de su equipo.—Podríamos cambiártelas —sigue

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Müller—. Aquí, en campaña, esnecesaria una cosa así.

Pero Kemmerich no quiere ni oírhablar de ello.

Toco a Müller con el pie, y éste,dudando todavía, vuelve a poner lasbotas en su lugar, bajo la cama.

Permanecemos con él algunosminutos más y luego nos despedimos:

—Que te vaya bien, Franz.Le prometo volver mañana. Müller

también; piensa en las botas y quierevigilarlas.

Kemmerich gime. Tiene fiebre.Fuera, detenemos a un sanitario y lepedimos que dé una inyección a

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Kemmerich.El se niega.—Si quisiéramos dar morfina a

todos, necesitaríamos muchos barriles.—Por lo visto, sólo te dignas servir

a los oficiales —dice Kropp,rencorosamente.

Intervengo y empiezo por alargar uncigarrillo al sanitario. Lo toma ydespués le pregunto:

—Tú no debes estar autorizado paraponer inyecciones, ¿verdad?

Mi pregunta le ofende.—Si tampoco me creeréis, no veo

por qué he de decíroslo…Le pongo dos cigarrillos más en la

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mano.—Vamos, pues, haznos este favor.—Bueno, sea —dice.Kropp entra con él. Desconfía y

quiere verlo. Nosotros esperamos fuera.Müller vuelve a empezar con lo de

las botas.—Me irían de primera. Con estas

barcas siempre llevo los pies llenos deampollas. ¿A ti te parece que viviráhasta mañana después del servicio? Sirevienta esta noche ya podemosdespedirnos de ellas.

Albert regresa.—¿Qué os parece? —pregunta.—Está listo —dice Müller,

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categórico.Volvemos hacia los barracones.

Pienso en la carta que tendré queescribir a su madre. Tengo frío yquisiera beber una copita deaguardiente. Müller arranca briznas dehierba y se las pone en la boca.Súbitamente, el pequeño Kropp tira sucigarrillo y lo pisotea con furia, mira asu alrededor con el rostro desencajado ydeshecho. Balbucea:

—¡Qué mierda! ¡Qué malditamierda!

Andamos todavía un buen rato.Kropp se ha calmado. Todos sabemosde qué va. Era una crisis del frente.

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Todos la hemos sufrido alguna vez.Müller le pregunta:—A propósito. ¿Qué te decía

Kantorek?El otro estalla en carcajadas:—Decía que nosotros éramos la

juventud de hierro.Reímos con rabia. Kropp se deshace

en insultos; está contento de poderdesahogarse.

—¡Esto, esto es lo que creen ellos,los millares de Kantoreks! Juventud dehierro. ¿Juventud? Ninguno de nosotrostiene más de veinte años, pero no somosjóvenes. Nuestra juventud… Estas cosasson ya agua pasada… Somos viejos,

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muy viejos nosotros.

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Capítulo 2

Me resulta extraño pensar que en micasa, en un cajón de la mesa-escritorio,yacen un montón de poemas y elcomienzo de un drama: «Saúl». Hededicado muchas veladas a estas cosas ycasi todos — ¿no es cierto?— hemoshecho algo parecido; pero ahora todoesto me parece tan irreal que ya ni me esposible imaginarlo.

Desde que estamos aquí, nuestravida anterior ha quedado rota sin quenosotros hayamos tomado parte en ello.A veces intentamos recuperarla

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lanzando una ojeada a nuestras espaldas,al pasado; intentamos encontrar unaexplicación a este hecho, pero no loconseguimos. Precisamente paranosotros, muchachos de veinte años,todo resulta particularmente turbio. ParaKropp, Müller, Leer, para mí, paratodos nosotros, a quienes Kantorekseñala como «la juventud de hierro».Los que son mayores están ligados conmás fuerza al pasado; tienen una base,mujer, hijos, profesión, intereses,ataduras tan fuertes ya, que la guerra nopuede destruir. Pero nosotros, los deveinte años, sólo tenemos a nuestrospadres, y, algunos, a la novia. No es

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gran cosa, pues a nuestra edad es cuandola autoridad de los padres es más débily las muchachas no nos dominantodavía. Exceptuando esto, no existíamucho más para nosotros; un poco defantasía, algunas aficiones y la escuela;nuestra vida no llegaba más allá. Detodo esto no ha quedado nada.

Kantorek diría que nos encontramosjustamente en el «umbral de laexistencia». Debe ser así, poco más omenos. No habíamos echado raíces y laguerra nos ha arrancado; se nos hallevado, como un río, en medio de sucorriente. Para los que son mayores, laguerra es una interrupción, pueden

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seguir pensando más allá de este hecho.Pero a nosotros nos ha cogido de lleno yno sabemos cómo terminará. Lo únicoque conocemos ahora es que nos haembrutecido de una manera extraña ymelancólica, a pesar de que, a menudo,no podamos ni siquiera sentirnos tristes.

El hecho de que Müller ambicionelas botas de Kemmerich no quiere decirque sea menos compasivo que otro aquien el dolor impida pensar en estascosas. No. Simplemente, él sabe hacerdistinciones. Si las botas pudieran serde alguna utilidad a Kemmerich, Müller

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correría descalzo por encima delalambre de púas antes que maquinarnada para cogérselas. Pero ahora lasbotas son algo que ya no tiene nada quever con Kemmerich, y, en cambio,Müller puede perfectamente usarlas.Kemmerich morirá, sea quien sea el quese las lleve. ¿Por qué, pues, no ha deintentarlo Müller si tiene más derecho aellas que cualquier sanitario? CuandoKemmerich haya muerto será demasiadotarde. Por esta razón, Müller ya está,desde ahora, a la expectativa. Hemosperdido la noción de las demásrelaciones, puramente artificiales. Sólolos hechos cuentan, sólo los hechos son

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importantes para nosotros… Y lasbuenas botas van escasas.

Antes era distinto. Cuando fuimos ala Comandancia del distrito paraalistarnos, éramos todavía una clase deveinte alumnos jóvenes que, con ciertoorgullo, fueron a afeitarse juntos —algunos lo hacían por primera vez—antes de pisar las losas del cuartel. Noteníamos planes para el porvenir; y eranescasos, entre nosotros, aquellos aquienes algunas ideas definidas sobre sucarrera o profesión pudieran orientarlesla existencia.

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En cambio, rebosábamos ideasvaporosas que daban a la vista, eincluso a la guerra, un matiz idealizado ycasi romántico.

Aprendimos la instrucción militar endiez semanas, y en tan poco tiempo, nostransformamos más radicalmente que endiez años de colegio. Supimos que unbotón reluciente es más importante quecuatro tomos de Schopenhauer. Alprincipio, sorprendidos; después,indignados; por fin, indiferentes,constatamos que lo importante noparecía ser el espíritu sino el cepillopara las botas, no el pensamiento sino elsistema, no la libertad sino la rutina.

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Nos habíamos alistado llenos deentusiasmo y buena voluntad, y, sinembargo, se hizo todo lo posible paraque nos hartáramos. Transcurridas tressemanas ya no nos parecía inconcebibleque un excartero con galones tuvieramás poder sobre nosotros que el queantes tenían nuestros padres y nuestrosprofesores, y que todos los núcleos decultura reunidos, desde Platón hastaGoethe. Con nuestros jóvenes ojosdespiertos veíamos que la nociónclásica de patria, enseñada por losmaestros, se realizaba allí, por elmomento, en un abandono tal de lapropia personalidad que nadie se

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hubiera atrevido a exigírsela al másínfimo de sus sirvientes. Saludar,cuadrarse, desfilar, presentar armas, darmedia vuelta a la derecha, media a laizquierda, golpear con los tacones,aguantar insultos y mil otras estupideces.Habíamos creído que nuestra misiónsería muy distinta y nos encontramos conque nos preparaban para el heroísmocomo quien adiestra caballos de circo.Sin embargo, nos acostumbramospronto. Incluso comprendimos que unaparte de todo aquello era tan necesariacomo superflua la otra. El soldado tienela nariz muy fina para estas cosas.

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Nuestra clase fue repartida, engrupos de tres o cuatro, entre variassecciones, y nos encontramos conpescadores, campesinos, obreros ymenestrales frisones, con los que prontointimamos. Kropp, Müller, Kemmerich yyo fuimos asignados a la novenasección, que mandaba el caboHimmelstoss.

Este tenía fama de ser el más brutalde todo el cuartel y ese era su orgullo.Bajo y grueso, con más de doce años deservicio, llevaba un bigote hirsuto depelo rojizo, como de zorra. Cartero deoficio. A Kropp, Tjaden, Westhus y a mínos llevaba entre ceja y ceja, quizá

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porque presentía nuestra mudaresistencia.

En una sola mañana tuve que hacerledos veces la cama. Siempre encontrabaalgún detalle no demasiado correcto yentonces echaba la ropa al suelo. Veintehoras de trabajo —con pausas,naturalmente— me costó darle brillo aun par de zapatos suyos, viejos y duroscomo piedras, hasta que se los dejé másblandos que la mantequilla y no pudoponerme ningún pero. He fregado,siguiendo sus órdenes, la sala en quedormíamos con un cepillo de dientes.También por orden suya, Kropp y yohabíamos empezado a sacar la nieve del

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patio del cuartel con un rasclillo y uncepillo ordinario, y hubiéramos seguidohasta quedar helados si no hubierapasado, por casualidad, un teniente quenos hizo parar y abroncó enérgicamentea Himmelstoss. La desgraciadaconsecuencia fue que el cabo nos cogiómás rabia todavía. Me asignó lasguardias de cuatro domingosconsecutivos y el resto de los días tuveque pasármelos «de semana» en lacompañía. Hice tantas veces losejercicios «A la bayoneta» y «Cuerpo atierra» con el equipo completo y el fusilen un campo húmedo y recién labrado,que, finalmente, hecho una bola de

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fango, caí al suelo desmayado. Cuatrohoras más tarde, Himmelstoss pasabarevista a mis cosas, ya bien limpias; mismanos, sin embargo, estaban llenas decortes y sangraban. Con Kropp, Westhusy Tjaden me he mantenido cuadrado másde un cuarto de hora en un día de fríointensísimo, sin guantes, cogiendo conlas manos desnudas el cañón helado delfusil, bajo la implacable vigilancia deHimmelstoss que espiaba el menormovimiento para contarlo como unafalta. Una noche tuve que bajar, encamisa, ocho veces desde el pisosuperior al patio porque miscalzoncillos sobrepasaban, en algunos

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centímetros, el borde del escabel sobreel que cada uno de nosotros debíadepositar nuestra ropa. A mi lado corríael cabo de servicio Himmelstoss,pisándome los dedos del pie. En losejercicios de esgrima, con bayonetacalada, siempre tenía que vérmelas conel propio Himmelstoss, pero mientras yome esforzaba por manejar el pesadomosquetón reglamentario, él utilizabauno de madera, mucho más ligero, que lepermitía llenar de cardenales mis brazoscon toda comodidad. De todas formas,un día me indignó tanto que lo envestífuriosamente y lo derribé de un golpe enel estómago. Cuando quiso quejarse, el

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comandante, riendo, le aconsejó queotro día se cubriera mejor. Comprendíque conocía a «su» Himmelstoss y quese alegraba de que, por una vez, lehubiera tocado la peor parte. Me revelécomo un campeón trepando por la barrafija y nadie me superaba en las flexionesde rodillas. El solo sonido de su voz noshacía temblar, pero ni una vez consiguió,aquella especie de mula cuartelera, quese nos encogiera el ombligo.

Un domingo, Kropp y yoatravesábamos el patio llevando,colgando de un palo que sujetábamosuno por cada extremo, un cubo lleno conlos excrementos de la letrina. En eso

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divisamos a Himmelstoss que iba apasear luciendo su brillante uniforme.Al pasar cerca de nosotros se detiene yal preguntarnos si nos agradaba aquellatarea, simulamos un tropezón y levaciamos en los pantalones nuestracarga. Vociferó, naturalmente, pero yaestábamos hartos.

—¡Os mandaré al calabozo! —gritaba.

Kropp, cansado ya de oírle, le dijo:—Antes se llevará a cabo una

investigación y entonces hablaremos.—¡Mide tus palabras cuando te

dirijas a un cabo! —gritó Himmelstoss—. ¿Es que te has vuelto loco? ¡Espera

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a que te pregunten! ¿Qué quieres hacer?—Descargar nuestro buche a

propósito del cabo —dijo Kropp,apoyando sus manos en las costuras delpantalón, tal como ordena el reglamento.

Himmelstoss se hizo cargo de lasituación y se fue sin decir palabra.Antes tuvo, no obstante, tiempo degemir:

—¡Me las pagaréis!Pero su poder había terminado.

Intentó resucitarlo en los campos deejercicio con su «¡A la bayoneta!» y su«¡Cuerpo a tierra!». Nosotrosobedecíamos, claro está, porque unaorden es una orden y ha de cumplirse.

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Pero lo hacíamos todo tan lentamenteque el hombre se exasperaba.Colocábamos cómodamente la rodilla enel suelo; después apoyábamos un brazoy así lo íbamos haciendo todo. Mientrasél, furioso, había dado ya otra orden.Antes de que nosotros empezáramos asudar, él estaba completamente ronco.

Finalmente nos dejó en paz. Esverdad que seguía llamándonos «cerdosindecentes», pero con más respeto.

También había, naturalmente,muchos cabos como Dios manda; hastame esforzaré para creer que eran lamayoría. Pero cada uno de ellos sóloprocuraba mantener el mayor tiempo

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posible su agradable situación en laretaguardia y eso sólo podíanconseguirlo siendo muy rigurosos conlos reclutas.

Hemos conocido todo lo que exigela higiene de un cuartel y muchas veceshemos aullado de rabia. Algunos denosotros enfermaron y a Wolf le costómorir de una pulmonía. Pero noshabríamos encontrado ridículos sihubiéramos aflojado. Llegamos a serduros, despiadados, vengativos,desconfiados, secos… y nos fue bien,esto era justamente lo que nos hacíafalta. Si nos hubieran mandado a lastrincheras sin este período de formación

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habríamos enloquecido. Así estábamospreparados para lo que nos aguardaba.

No desmayamos; nos adaptamos.Nuestros veinte años, que tantas cosasnos dificultaban, representaron para esouna ayuda. Lo más importante fue, sinembargo, que se despertó en nosotros unvigoroso sentimiento de solidaridadpráctica que más tarde, en campaña, sedesarrolló hasta convertirse en lo únicobueno que la guerra produce: lacamaradería.

Estoy sentado sobre la cama deKemmerich. Cada vez está más abatido.

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A nuestro alrededor todo se agita. Hallegado un tren-ambulancia y se escoge alos heridos transportables. El médico hapasado por delante de Kemmerich sin nisiquiera mirarlo.

—Será en el próximo viaje, Franz—le digo.

Se incorpora apoyándose en laalmohada.

—Me han amputado.Luego lo sabe. Asiento con la cabeza

y respondo:—Ya puedes estar satisfecho de

haber salido tan bien librado.Calla.Yo prosigo:

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—Podían haber sido las dos piernas,Franz. Wegeler ha perdido el brazoderecho, esto es mucho peor. Además,ahora te vas a casa.

Me mira.—¿Tú crees?—Naturalmente.Repite:—¿Tú crees?—Seguro, Franz. Antes habrás de

convalecer de la operación.Me indica que me acerque. Me

inclino sobre él y murmura:—No lo creo.—No digas tonterías, Franz; dentro

de un par de días te convencerás. ¿Qué

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significa una pierna amputada? Aquícuran cosas mucho más graves.

Levanta una mano.—Fíjate en estos dedos.—Esto es a causa de la operación.

Aliméntate bien y verás cómo terecuperas. ¿Os dan suficiente comida?

Me enseña una bandeja medio llenatodavía. Me exalto.

—Franz, has de comer. Comer es loprincipal. Aquí, por fortuna, tenéissuficiente.

Protesta con la mano. Después deuna pausa, dice lentamente:

—Antes hubiera querido serguardabosque mayor, pero ahora…

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—Todavía puedes serlo. Existenunos aparatos ortopédicos maravillosos.Ni te das cuenta de que te falta algo. Seadhieren a los músculos. Con una manoartificial de éstas puedes mover losdedos y trabajar, incluso escribir. Ytodavía se inventarán cosas mejores.

Permanece inmóvil durante un rato,luego murmura:

—Coge las botas para Müller.Asiento y me pregunto qué podría

decirle para animarlo. Se le han borradolos labios y su boca parece mayor, losdientes le sobresalen, parecen de yeso.La carne se funde, la frente se abombacada vez más, los pómulos se agudizan.

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Va elaborándose el esqueleto. Los ojosse hunden. Dentro de un par de horashabrá terminado.

No es el primero que contemplo así,pero con éste hemos crecido juntos y lacosa es distinta. He copiado sus temasde examen. En el colegio llevaba casisiempre un vestido oscuro algo raído enlas mangas y ceñido por un cinturón.Era, además, el único que lograba hacerla plancha en la barra fija. Cuando lahacía, los cabellos ondulaban como sedadelante de su cara. Kantorek se sentíaorgulloso de esto. No podía sufrir loscigarrillos. Su piel era muy blanca.Tenía algo de niña.

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Miro mis botas. Son grandes ybastas, me sujetan los pantalones queestán metidos dentro formando bolsa;cuando estamos derechos tenemos unaspecto fuerte y robusto, vestidos conestos anchísimos tubos. Pero cuando nosdesnudamos para bañarnos podemoscontemplar realmente nuestras delgadaspiernas y estrechas espaldas. Entoncesno somos ya soldados sino casi unoschiquillos que parecen incapaces dellevar una mochila. Es un instanteextraño este de vernos desnudos; somosentonces personas civiles y nos sentimoscomo tales.

A Franz Kemmerich, en el baño, se

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le veía pequeño y delgado como unniño. Ahora está tendido aquí. ¿Por qué?Sería preciso traer al mundo entero anteesa cama y decirle:

—Este es Franz Kemmerich, dediecinueve años. No quiere morir. ¡Nopermitáis que muera!

La cabeza me da vueltas. Esteambiente saturado de fenol y gangrenaempapa los pulmones; es algo espeso,pesado, que os ahoga.

Oscurece. El rostro de Kemmerichva palideciendo… Destaca encima de laalmohada y adquiere una lividez queparece brillar débilmente. Mueve suslabios con dulzura. Me acerco y suspira:

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—Si encontráis el reloj, enviadlo acasa.

No le contradigo. Es inútil ya. Nohay posibilidad de convencerlo. Mehumilla no saber ayudarle. Esta frente,con las sienes hundidas, esta boca queno es más que dentadura, esta narizafilada… Y aquella mujer gordallorando en su casa a la que habré deescribir… Me gustaría haber terminadoya la carta.

Los practicantes van y vienen conbotellas y palanganas. Uno de ellos seacerca, echa una escrutadora miradasobre Kemmerich y se aleja. Se adivinaque espera. Debe necesitar la cama. Me

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acerco mucho a Franz y le digo como siesto pudiera salvarlo:

—Quizá te lleven al sanatorio deKlosterberg, Franz; allí, entre las torres.Entonces, desde la ventana, podráscontemplar los campos hasta elhorizonte, donde están plantadosaquellos dos árboles. Ahora es la mejorépoca, cuando el trigo va madurando. Alatardecer, iluminados por el sol, loscampos parecen nacarados. ¡Y aquellaavenida, la de los álamos, cerca deltorrente en que pescábamos! Podrásvolver a tener un acuario y criar peces,pasearás tanto como quieras sinnecesidad de pedir permiso a nadie y

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podrás tocar el piano cuando teapetezca.

Me inclino sobre su rostro enpenumbras. Respira todavía lentamente.Tiene la cara húmeda: llora. ¡Quéestupidez he cometido con mi torpediscurso!

—Vamos a ver, Franz.Le doy la vuelta sujetándole, con

cuidado, por la espalda y pongo mimejilla sobre la suya.

—¿No quieres dormir un poco?No responde. Las lágrimas le

resbalan por la cara. Querría secárselas,pero mi pañuelo está muy sucio. Pasauna hora. Sigo sentado, preparado,

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espiando cada uno de sus gestos por sidesea algo. Si por lo menos abriera laboca y gritase… Pero sólo llora con lacabeza inclinada hacia un lado. Nohabla de su madre ni de sus hermanos;no dice nada. Debe encontrarse ya lejosde todo esto. Ahora está solo con supequeña vida de diecinueve años y lloraporque le abandona.

Esta es la muerte más conmovedora,más dolorosa que yo he visto. Y eso quela de Tjaden fue también terrible.Aullaba llamando a su madre, él, unmuchacho fuerte como un oso con losojos desorbitados por el terror, alejabacon la bayoneta al médico que intentaba

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reconocerlo hasta que cayó muerto.De pronto, Kemmerich gime y

comienza a jadear.Doy un salto y salgo, chocando con

todos, mientras pregunto:—¿Dónde está el médico? ¿Dónde

está el médico?Veo una bata blanca y la sujeto con

fuerza.—Venga enseguida. Franz

Kemmerich está agonizando.El médico deshace la presa de mis

dedos y pregunta a un practicante queestá a su lado:

—¿Qué quiere decir eso?El otro responde:

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—Cama 26. Una pierna amputada.—¿Y yo qué quieres que haga? —

gruñe el médico—. Hoy he amputadocinco.

Me aparta con la mano y dice alpracticante:

—Vaya a ver lo que sucede.Y corre hacia la sala de

operaciones.Tiemblo de rabia mientras

acompaño al hombre. Murmura:—Una operación después de otra

desde las cinco de la mañana. Esto esuna locura, créeme. Hoy, dieciséisdefunciones, con el tuyo serándiecisiete. Seguro que llegamos a veinte.

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Me fallan las fuerzas. De pronto, nopuedo más. No quiero quejarme, seríatonto. Querría dejarme resbalar hasta elsuelo y no levantarme más.

Estamos ante la cama deKemmerich. Ha muerto. Tiene todavía elrostro húmedo de lágrimas. Sus ojos hanquedado semiabiertos; unos ojosamarillentos, como viejos botones deasta.

El sanitario me empuja:—¿Te llevas sus cosas?Asiento con un gesto.Prosigue:—Hemos de llevárnoslo enseguida,

necesitamos la cama. Hay algunos

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esperando ahí fuera, en el pasillo.Recojo las cosas y quito a

Kemmerich su chapa de identidad. Elpracticante me pide la libreta militar.No la tiene aquí. Le digo que quizásestará en la oficina de la compañía. Voy.A mis espaldas se llevan a Franz en unacamilla de campaña.

Al salir, la oscuridad y el viento meparecen una liberación. Respiro confuerza, tan intensamente como me esposible y siento en la cara, más quenunca, el beso tibio y suave del aire. Depronto me llenan el pensamientoimágenes de prados floridos, de jóvenesmuchachas, de nubes blancas. Los pies

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se mueven solos; me apresuro, corro.Pasan soldados muy cerca de mí. Suspalabras, que no llego a percibir conclaridad, me conmueven. La tierra estásaturada de energías que me inundan,pasando a través de mis botas. La nochechisporrotea de luces eléctricas, elfrente resuena sordamente como unconcierto de tambores. Mis miembros semueven ágilmente, siento misarticulaciones llenas de vigor, aspirocon fuerza, resoplo… La noche estáviva. Yo también estoy vivo. Tengohambre, siento una avidez mucho másprofunda que la que nos produce elestómago…

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Müller me está esperando en lapuerta de la barraca. Le doy las botas.Entramos y se las prueba. Le estánclavadas.

Busca entre sus provisiones y mealarga un buen trozo de salchicha.Además, tenemos té caliente y ron.

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Capítulo 3

Recibimos refuerzos. Se cubren lasbajas, y en las barracas pronto estánocupadas todas las colchonetas. Son, enparte, veteranos, pero también nos hanendosado veinticinco muchachos delúltimo reemplazo. Tienen casi un añomenos que nosotros.

Kropp me da con el codo:—¿Has visto a estos críos?Le digo que sí. Abombamos el

pecho, nos hacemos afeitar en el patio,metemos las manos en los bolsillos delpantalón, miramos de arriba abajo… y

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nos sentimos unos empedernidosveteranos.

Katczinsky se nos une. Paseando porlos establos llegamos adonde seaposentan los jóvenes recién llegados,que ahora están recibiendo sus caretasantigás y su ración de café.

Kat pregunta a uno de los másjóvenes:

—¿Hace mucho tiempo que no ossirven un pienso que valga la pena?

El otro hace una mueca:—Por la mañana, pan de nabos; al

mediodía, nabos; por la noche, lonjas denabo y ensalada de nabos.

Katczinsky silba con suficiencia:

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—¿Pan de nabos? Habéis tenidomucha suerte porque también lo hacende serrín. ¿Qué te parecerían unasjudías? ¿Quieres una buena ración?

El muchacho enrojece.—Me estás tomando el pelo.Katczinsky le dice tan sólo:—Trae tu fiambrera.Le seguimos llenos de curiosidad y

nos lleva hacia un pequeño barril cercade su colchoneta. Está lleno hasta lamitad de judías con carne de buey.Katczinsky se instala detrás del barril ydice, adoptando aires de general:

—¡El ojo atento y las manos largas!Esta es la consigna de los prusianos.

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Estamos perplejos. Pregunto:—Pero, Kat, tragón, ¿de dónde has

sacado todo esto?—Y muy contento que se ha puesto

el «Tomate» de que me las llevara. Lehe dado por ella tres trozos de seda deparacaídas. Bueno, toma, las judías fríasson excelentes.

Con aire protector, da una buenaración al joven y le dice:

—Cuando vuelvas con la fiambrerate pones en la mano izquierda un cigarroo un trozo de tabaco para mascar. ¿Hasentendido?

Después se vuelve hacia nosotros:—Naturalmente, esto no os afecta a

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vosotros.

Katczinsky es insustituible, estádotado de un sexto sentido. Tipos deesta clase existen en todas partes, peroal principio los demás no se dan cuenta.En cada compañía hay uno o dos;Katczinsky es el más hábil que conozco.Creo que es zapatero de oficio, peroesto no quiere decir nada; él sabe algode todos los oficios. Es muy útil ser suamigo. Nosotros, Kropp y yo, lo somos;Haie Westhus también, pero sólo amedias. Haie es, más que nada, elórgano ejecutor, pues trabaja bajo las

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órdenes de Kat cuando hay que terminaralgo a trompazos. Por esto goza,naturalmente, de algunas ventajas.

Por ejemplo, llegamos de noche a unvillorrio absolutamente desconocido, unlugar triste y solitario, donde se ve a lalegua que todo ha sidoconcienzudamente saqueado. El lugar enque nos alojamos es una pequeña yoscura fábrica que ya ha sido adecuadapara esto. Dentro han puesto camas, esdecir, un par de listones colocados en elsuelo y sobre los que se ha clavado untrozo de tela metálica.

La tela metálica es dura. No tenemosmantas para poner debajo. La nuestra la

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necesitamos para cubrirnos. La lona delas tiendas es muy delgada.

Kat se da cuenta y dice a HaieWesthus:

—¡Ven conmigo!Se van por el pueblo desconocido.

Media hora más tarde vuelven congrandes brazadas de paja. Kat haencontrado un establo que era utilizadocomo pajar. Ahora podríamos dormirtranquilos si no tuviéramos esa horriblegazuza.

Kropp pregunta a un artillero, que yahace tiempo permanece destacado enestos alrededores:

—¿Hay alguna cantina por ahí

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cerca?El otro se ríe.—¡Qué va a haber! No hay nada que

hacer aquí, no encontrarás ni una cortezade pan.

—¿No hay ni un solo habitante?El artillero escupe.—Claro que hay alguno. Pero se

pasan el santo día alrededor de nuestrascalderas por si pueden llevarse algunacosa.

Mal negocio. Tendremos queapretarnos los cinturones y esperar amañana cuando llegue la pitanza. Peroveo a Kat que se pone el casco y lepregunto:

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—¿Dónde vas ahora, Kat?—A exprimir un poco la situación.Y sale cachazudamente.El artillero suelta una risita burlona.—¡Ves, ves! No vuelvas muy

cargado.Decepcionados nos tumbamos

meditando la posibilidad de echar manoa las provisiones de reserva. Pero estoes muy arriesgado e intentamosdescabezar un sueñecito.

Kropp parte un cigarrillo y me da lamitad. Tjaden habla del plato típico desu país, judías con tocino. Excomulga aaquellos que las hacen sin ponerajedrea. Es necesario, por de pronto,

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cocerlo todo junto y no — ¡por el amorde Dios!— como lo hacen algunos quecuecen por separado las patatas, lasalubias y el tocino. Alguien amenaza conhacer picadillo a Tjaden si no se callainmediatamente. Se extiende el silenciopor el vasto dormitorio improvisado.Sólo crepitan un par de velas puestas enel cuello de unas botellas; de vez encuando el artillero suelta un escupitajo.Vamos adormeciéndonos poco a poco,cuando se abre la puerta y aparece Kat.Me parece un sueño, lleva dos panesbajo el brazo y en la mano un saco,manchado de sangre, lleno de carne decaballo. Al artillero le cae la pipa de la

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boca. Palpa el pan.—Es pan auténtico y todavía está

caliente.Kat calla. El ha conseguido pan y lo

demás no le importa. Estoy convencidode que si lo enviaban al desierto, alcabo de una hora hubiera conseguido lonecesario para una cena de carne asada,dátiles y vino.

Dice concisamente a Haie:—Haz fuego.Después saca de su chaqueta una

sartén y de su bolsillo un poco de sal yde manteca. Ha pensado en todo. Haieenciende fuego. Crepita la leña en lanave vacía. Nosotros salimos,

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arrastrándonos, de la cama.El artillero duda. No sabe si alabar

a Kat procurando conseguir algunatajada. Pero Kat ni le mira, como siignorase su existencia. El artillero semarcha maldiciendo.

Kat conoce la manera de que elasado de caballo quede tierno. No ha deser puesto enseguida en la sartén; de estaforma sale duro. Antes ha de cocersecon un poco de agua.

Nos sentamos en círculo con elcuchillo en la mano y nos hartamos.

Este es Kat. Si en un lugar, sólodurante una hora cada año fuera posibleencontrar algo comestible, exactamente

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en aquella hora Kat, como súbitamenteiluminado, se pondría el casco, saldría yse dirigiría, sin una vacilación, comoguiado por una brújula, a encontrarlo.

Lo encuentra todo. Si hace frío,encuentra braseros y leña, heno y paja,mesas, sillas y, sobre todo, manduca. Esuna cosa enigmática, uno creería quehace encantamientos con el aire delcielo. Su obra maestra fue procurarsecuatro latas de langosta. Nosotros, noobstante, hubiéramos preferido manteca.

Nos hemos tendido apoyados en lasparedes de la barraca donde da el sol.Hiede a alquitrán, a verano, a sudor depies.

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Kat se sienta a mi lado, le gustahablar. Hoy al mediodía, nos han hechohacer ejercicios de salutación una horaseguida porque Tjaden ha saludado a uncomandante de modo pocoreglamentario. Kat no se lo saca de lacabeza. Me dice:

—Perderemos la guerra por sabersaludar demasiado.

Kropp se acerca lentamente, conpasos de cigüeña, descalzos yarremangados los calzones. Tiendeencima de la hierba los calcetines queacaba de lavar. Kat mira al cielo, seecha un rotundo pedo y añade, soñador:

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«Judía tras judíasoltarán su melodía».

Empiezan a discutir y apuestan unabotella de cerveza sobre el resultado deun combate aéreo que tiene lugar sobrenuestras cabezas.

A Kat no hay quien puedaconvencerle de que es errónea suopinión que, como buen gato viejo delfrente, expresa en rimas compuestas porél mismo:

«Con buena comida y pagala guerra pronto se acaba».

Kropp, en cambio, es un pensador.

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Opina que una declaración de guerrahabría de ser una especie de fiestapopular, con taquillas a la entrada ymúsica, como en las corridas de toros.Los ministros y generales de los dospaíses bajarían a la plaza en traje debaño, armados con estacas y que sedieran una buena somanta. El país cuyosgenerales y ministros sobreviviesensería el vencedor. Esto sería mássencillo y todo iría mejor que ahora,cuando han de pelearse quienes sonajenos al asunto.

La proposición tiene éxito. Después,la conversación deriva hacia ladisciplina militar.

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Una imagen atraviesa mi cerebro. Elcaluroso mediodía en el patio delcuartel. El calor, pesado como una losa,lo invade todo. El edificio parecemuerto. Todo está dormido. Sólo seescucha el repicar de unos tambores queensayan. Se han reunido todos en algúnlugar y se ejercitan tonta, monótona,estúpidamente. El calor del mediodía, elpatio del cuartel y el ejercicio de lostambores, ¡qué perfecto cuadro!

Las ventanas aparecen vacías yoscuras. En algunas penden pantalonesde terliz puestos a secar. Miramos haciaellas con envidia. Las habitaciones sonfrescas.

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Salas de las compañías, oscuras ycerradas, con vuestras camas de hierro,vuestros cubrecamas a cuadros, vuestrosarmarios altos y estrechos con suescabel delante. ¡También vosotraspodéis llegar a ser el objeto de nuestrosdeseos! ¡Vistas desde aquí, tenéisincluso un encantador parecido con lacasa paterna, habitaciones que oléis acomida rancia, a gente dormida, a humo,a ropa usada!

Katczinsky las evoca conespléndidos colores, las describe conuna gran emoción. Pagaríamos lo quefuera para poder volver. No nosatrevemos ya a aspirar a más.

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¡Vosotras, horas de instrucción alamanecer!

—¿De qué se compone el fusilmodelo 98?

¡Vosotras, horas de gimnasiadespués de comer!

—Los que sepan tocar el piano queden un paso al frente. Media vuelta a laderecha. Presentaos en la cocina parapelar patatas.

¡Nos revolcamos en estos recuerdos!De pronto, Kropp rompe a reír y grita:

—En Löhne cambio de tren.Este era el juego predilecto de

nuestro cabo. Löhne es una estación deempalme. Para que no se equivocaran

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los que se marchaban con permiso,Himmelstoss nos hacía ensayar elcambio de tren en la sala de lacompañía. Teníamos que aprender queen Löhne se atraviesa la vía por un pasosubterráneo, para poder tomar el tren deenlace. Las camas hacían las veces depaso subterráneo y cada uno de nosotrosse situaba a la izquierda de la suya.Entonces se ordenaba:

—En Löhne cambio de tren.Y todos, como centellas, pasábamos

por debajo de la cama al otro lado. Esteejercicio lo hacíamos durante horas.

Mientras, el avión alemán ha sidoalcanzado seriamente. Cae como un

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cometa entre una estela de humo. Kroppha perdido con esto una botella decerveza y cuenta, malhumorado, sudinero.

—Seguro que Himmelstoss, comocartero, es un hombre modesto —digo,en cuanto se calma la decepción deAlbert—. ¿Por qué, pues, es tan animalcomo cabo?

La pregunta anima a Albert:—No es sólo Himmelstoss. Esto les

pasa a muchos. En cuanto se ven congalones o con un sable ya no son losmismos; van tan envarados que pareceque hayan comido cemento armado.

—Esto es culpa del uniforme —

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insinúo.—En parte, sí —dice Kat y se

arrellana como para un gran discurso—,pero la causa es otra. Mira: si adiestrasun perro a comer patatas y cuando yaestá acostumbrado le echas un pedazo decarne, verás que, a pesar de todo, locaza al vuelo porque eso está en sunaturaleza. Si a un hombre le echas unpoco de poder hará lo mismo, se tiraráde cabeza a cogerlo. Es muy natural,porque el hombre, en el fondo, no esmás que un animal cualquiera y sólo mástarde recibe una capa de decencia, comouna croqueta la recibe de harina. La milise basa en esto: que uno tenga siempre

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poder sobre otro. Lo malo es que, todosjuntos, tienen demasiado poder. Un cabopuede marear a un quinto hastaenloquecerlo. Un teniente puedehacérselo a un cabo y un capitán a unteniente. Y como ya lo saben todos, seadaptan enseguida. Coge un sencilloejemplo. Volvemos de hacer instruccióny estamos reventados, entonces suenauna orden: «¡A cantar!» Cantamospesadamente, sin ganas, porque cada unode nosotros tiene suficiente conarrastrar, penosamente, su fusil. Por estarazón, como castigo, la compañía damedia vuelta y ha de hacer una hora másde ejercicio suplementario. Regresamos,

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nos vuelven a mandar: «¡A cantar!», ycantamos bien. ¿Qué quiere decir esto?Que el comandante se ha salido con lasuya porque tiene poder para hacerlo.Nadie le censurará; al contrario, lotendrán por hombre enérgico, que no seafloja. Y eso es una nadería, hay muchasotras cosas que nos martirizan. Decidmeahora:

¿Un particular, sea quien sea, en quéprofesión puede permitirse algoparecido sin que le rompan la cara? Esosólo es posible en el ejército. Ya loveis, se les suben los humos a la cabeza.Y cuanto más cagones eran en la vidacivil, más ínfulas tienen aquí.

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—Dicen que ha de haber disciplina—añade Kropp, displicente.

—Sí, siempre tienen razón —rezonga Kat—. Quizá sea necesaria.Pero no se puede convertir la disciplinaen un sistema de chinchar a los demás.Háblale de esto a un cerrajero, a unobrero, a un mozo cualquiera;explícaselo a un caloyo, que es lo quesomos aquí la mayor parte; lo único queél ve es que le hacen saltar la piel de laespalda, que le llevan al frente y conoceexactamente lo que es necesario y lo queno lo es. Creedme, lo que debe aguantaraquí un pobre soldado es demasiado.¡Las ve de todos los colores!

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Todos estamos de acuerdo. Cadauno de nosotros sabe que la rigidez de lavida militar termina sólo en la trinchera,pero que vuelve a empezar a pocoskilómetros del frente y, ciertamente, dela manera más estúpida, con saludos ycon el paso de desfile. El soldado debeestar siempre ocupado, esto es una leyde hierro.

En este momento aparece Tjaden,con el rostro cubierto de pequeñasmanchas rojas. Está tan emocionado quetartamudea. Radiante de satisfacción,nos dice, recalcando cada sílaba:

—Himmelstoss está en camino.Viene al frente.

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Tjaden siente por Himmelstoss unodio a muerte porque en el cuartel quisoeducarle con sus métodos. Tjaden sufrede incontinencia de orina; por la noche,cuando duerme, sin darse cuenta se meaen la cama. Himmelstoss sostenía, sinquerer apearse del burro, que esto erapereza de levantarse y halló un mediodigno de su persona para curar a Tjaden.

Encontró, en otra sala, a otro meónque se llamaba Kindervater. Los pusojuntos. Las literas estaban colocadas,como es habitual, de dos en dos y unaencima de la otra.

Los bajos de la cama eran una

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simple tela metálica. Himmelstoss lospuso de forma que la cama de unoquedara justo bajo la del otro. Elhombre que dormía en la inferior lopasaba, naturalmente, tan mal comoqueráis. A la noche siguiente hacía quese cambiaran para que el de debajopudiera tomar su revancha. Esta era laautoeducación de Himmelstoss.

El procedimiento era infame, pero laidea tenía cierto valor. Lastimosamenteno sirvió de nada porque se fundaba enuna hipótesis falsa: en ninguno de losdos casos era pereza; se adivinabaenseguida por el mal color que teníanlos desgraciados. La cosa terminó

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durmiendo uno de ellos cada noche en elsuelo, con el riesgo de agarrar un buenconstipado.

Entretanto, Haie se ha sentado cercade nosotros. Me guiña el ojo y se frota,con calma, sus enormes manazas. Hemosvivido juntos la jornada más hermosa denuestra vida militar. Fue la noche antesde partir hacia el frente. Nos habíandestinado a un regimiento de recienteformación y antes nos mandaron a laguarnición para recoger el uniforme decampaña y el resto del equipo; no en eldepósito de los reclutas, sino en otrocuartel. Partíamos a la mañana siguiente.Nos dispusimos, pues, aquella noche a

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arreglarle las cuentas a Himmelstoss. Lohabíamos jurado hacía ya muchassemanas. Kropp lo deseaba tanto que sehabía decidido, cuando llegara la paz, aestudiar la carrera de Correos parallegar a ser superior de Himmelstosscuando éste volviera a su oficio decartero. Ya por adelantado lagozábamos sólo de pensar cómo se lascobraría. Era precisamente por esto porlo que nunca pudo conseguir que nosarrugáramos; porque teníamos laesperanza de que nos las pagaría máspronto o más tarde, a mucho tardarcuando terminara la guerra.

Mientras, queríamos zumbarle de lo

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lindo. ¿Qué podía sucedemos si él nonos reconocía y a la mañana siguientepartíamos de madrugada?

Conocíamos la taberna que visitabacada noche. A la salida, para ir alcuartel, tenía que pasar por un callejónoscuro y deshabitado. Lo esperamosallí, detrás de un montón de piedras. Yome había procurado una sábana.Temblábamos de impaciencia por sabersi vendría solo. Finalmente, escuchamossus pasos, nos eran bien conocidos porhaberlos oído con demasiada frecuenciaaquellos días en que al amanecer abríabruscamente la puerta y bramaba: «¡Enpie todos!»

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—¿Solo? —murmuró Kropp.—¡Solo!Tjaden y yo nos deslizamos con

precaución hasta el otro extremo de laspiedras.

Ya brillaba la chapa de su cinturón.Himmelstoss parecía algo alegre;cantaba. Pasó, sin sospechar nada, pordelante de nosotros.

Le saltamos encima con la sábana enla mano. Pasamos, por detrás, la sábanahasta la cabeza, tiramos enseguida haciaabajo y lo dejamos metido como en unaespecie de saco blanco que le impedíalevantar los brazos. Su canción sequebró.

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Haie Westhus se acercórápidamente. Nos indicaba, para ser elprimero, que aguardáramos un poco.Con intensa fruición íntima se colocó enposición, levantó un brazo como unposte de señales, una mano como unapala de acarrear carbón y descargósobre el blanco saco una trompadacapaz de tumbar a un buey.

Himmelstoss dio una vuelta decampana, aterrizó cinco metros más alláy comenzó a bramar. Ya lo habíamosprevisto y teníamos dispuesta unaalmohada. Haie se agachó, puso el cojínsobre sus rodillas y agarrando al cabopor el lugar donde tenía la cabeza, lo

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apretó encima con toda su alma. Losgritos se ahogaron. De vez en cuando,Haie aflojaba un poco la presión paradejarlo respirar, y entonces aquel sordojadear se convertía en un grito estridenteque Haie ahogaba de nuevo.

Tjaden desabrochó los tirantes deHimmelstoss, le bajó los pantalonesmanteniendo el vergajo entre susdientes. Después se levantó y comenzóel baile.

Era una magnífica escena.Himmelstoss en el suelo y Haieinclinado sobre él, aguantándole lacabeza, sobre sus rodillas con unamueca de diabólica alegría y la boca

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entreabierta de placer; después losrayados calzoncillos, agitándose con laspiernas cruzadas y haciendo, a cadalatigazo, las más originalescontorsiones; delante, de pie, elinfatigable Tjaden pegando con la furiade un leñador. Tuvimos que arrancarlede allí a la fuerza para poder tomarparte en la paliza.

Por fin, Haie puso nuevamente enpie a Himmelstoss y quiso obsequiarlo,como fin de fiesta, con una escenaíntima. Parecía que quisiera coger lasestrellas de tanto como levantó la zarpapara soltarle un solemne tortazo.Himmelstoss se convirtió en una peonza.

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Haie lo puso de nuevo en situación y learreó, con mucho estilo, un magníficoizquierdazo. Himmelstoss berreó comoun poseído y se escapó corriendo acuatro patas. Su culo rayado de carterobrilló al claro de luna. Nos largamos algalope.

Haie todavía se detuvo, y le dijo,con odio satisfecho, un poco enigmático:

—La venganza es como unalonganiza…

Considerándolo bien, Himmelstosspodía estar contento, puesto que su lemade que los unos deben educar a los otroshabía dado unos frutos muy apreciables,al menos en lo que a él se refiere.

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Éramos adelantados discípulos de susmétodos.

Nunca ha sabido a quién debía aquelobsequio. Y bien mirado, todavía salióganando una sábana, pues fuimos a porella al cabo de unas horas y ya no laencontramos.

Confortados por los recuerdos de lanoche anterior, partimos al amanecer,bastante serenos. Es por esta razón queuna larga barba, ondulando al viento,pudo calificarnos emocionada de«juventud heroica».

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Capítulo 4

Nos mandan a primera línea, afortificar. Al atardecer llegan loscamiones. Subimos. La noche escalurosa y la oscuridad parece unamanta bajo la que nos sentimos a gusto.Nos une; incluso Tjaden, el avaro, me daun cigarrillo y me lo enciende.

Vamos apretados el uno contra elotro; nadie puede sentarse. Tampoco esla costumbre. Müller, por fin de buenhumor, lleva sus botas nuevas.

Los motores roncan, los cochestraquetean y crujen. Las carreteras están

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gastadas y llenas de agujeros. Loscamiones tienen prohibido encender losfaros y caemos en los baches que noshacen ir de un lado a otro con peligro decaer fuera del coche. Esto no nosinquieta. ¿Qué puede suceder? Un brazoroto es mejor que un agujero en elvientre, y más de uno querría,precisamente, una ocasión para dar unpaseo por su tierra.

Cerca de nosotros corren en largascolumnas los coches del convoy demuniciones. Van deprisa, nos avanzancontinuamente. Les gritamosbellaquerías y nos responden.

Se hace visible una pared, pertenece

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a una casa apartada de la carretera. Depronto aguzo el oído. ¿Me engaño?Vuelvo a escuchar con claridad elgraznido de una oca. Doy una ojeada aKatczinsky y él me la devuelve. Hemosentendido.

—Kat, estoy oyendo a un aspirante anuestra cazuela.

Afirma:—Cuando volvamos. Ya sé dónde

está.Naturalmente, Kat sabe dónde está.

Seguro que conoce las ocas que existenen veinte kilómetros a la redonda.

Los camiones llegan a la zonaocupada por la artillería. El

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emplazamiento de las piezas estácamuflado con ramas para ocultarlas ala vista de los aviadores. Parece unafiesta militar de los Tabernáculos. Esasglorietas tendrían un aspecto hermoso yplácido si sus ocupantes no fuerancañones.

El aire está lleno de humo y niebla.Notamos en la lengua el gusto amargo dela pólvora. Los estampidos resuenantanto que el camión tiembla; el eco vaperdiéndose a nuestras espaldas; todo setambalea. Nuestros rostros vancambiando insensiblemente. No vamos alas trincheras, es cierto; sólo a fortificar,pero en cada uno de los rostros se puede

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leer: «He aquí el frente, estamos en susdominios».

Esto no es todavía miedo. Quien,como nosotros, ha estado muchas vecesen primera línea, tiene la piel curtida.Sólo aquellos reclutas tan jóvenes estánemocionados. Kat les instruye:

—Esto ha sido un 30,5, se conocepor el ruido del disparo. Enseguidaoiréis la explosión.

Pero el ruido sordo de lasexplosiones no llega hasta aquí. Loahoga el rumor general del frente. Katescucha con atención:

—Esta noche habrá jarana.Todos atendemos. El frente está

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intranquilo. Kropp dice:—Los «Tommys» ya tiran.Se oyen claramente los disparos.

Son las baterías inglesas, a la derechade nuestro sector. Empiezan con unahora de antelación. Nosotros empezamossiempre a las diez en punto.

—¿Qué les pasa ahora a aquéllos?—grita Müller—. ¿Se les ha adelantadoel reloj?

—Os digo que habrá jaleo, lo sientoen mis huesos —dice Kat, moviendo loshombros.

Cerca de nosotros disparan trescañonazos. La llamarada corta al sesgoel aire y la niebla, los cañones gruñen y

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runrunean sordamente. Sentimos unescalofrío, pero estamos contentosporque mañana nos encontraremos denuevo en las barracas.

Nuestros rostros no están máspálidos ni más encendidos que antes; nimás rígidos ni más lacios, y, a pesar detodo, son distintos. Notamos como si sehubiera establecido en nuestra sangre uncontacto eléctrico. No es hablar porhablar, es un hecho. Es el frente, es laconciencia de encontrarnos en él lo queha motivado este contacto. En elmomento en que silban los primerosobuses, en que el aire se desgaja con losprimeros disparos, os llega de pronto a

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la venas, a las manos, a los ojos, unansia intensa, contenida, un estar ojoavizor, un vigoroso despabilamiento, unextraño aguzamiento de los sentidos.Con un brinco el cuerpo queda dispuestoa todo.

A veces me parece que es el aireagitado y brillante que penetra con susilencioso vuelo en nuestro interior; oquizás el mismo frente que irradia algúnfluido movilizador de desconocidasfibras nerviosas.

Cada vez sucede igual, cuandovenimos somos soldados, alegres ogruñones; pero en cuanto llegamos a lasprimeras baterías cada una de nuestras

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palabras tiene otro sonido.Si Kat, ante las barracas, dice:

«Habrá jaleo», no expresa nada más quesu opinión. Pero cuando lo dice aquí, lafrase toma el brillo de una bayonetabañada por la luna, atraviesa, en línearecta, nuestros pensamientos, se acerca aaquella subconsciencia que se hadespertado en nosotros y le dice conoscura significación: «Habrá jaleo».Quizás es nuestra vida más íntima y mássecreta la que se estremece y se aprestaa defenderse.

Para mí el frente es un siniestroremolino. Cuando todavía estamos lejosy nos encontramos en aguas tranquilas

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sentimos ya aquella fuerza que nossorbe, que nos atrae, lentamente,inevitablemente, sin que podamosofrecerle ninguna resistencia. De latierra y del aire brotan, no obstante,fuerzas de defensa; sobre todo de latierra. Para nadie tiene tanta importanciala tierra como para el soldado. Cuandode bruces se aprieta contra ella,dilatadamente, con violencia; cuandohunde en ella su rostro y sus miembrosposeído por el mortal terror del fuego,entonces la tierra es su único amigo, suhermano, su madre. Gime por su estupory su miedo en el corazón de aquelsilencio, en aquel refugio acogedor; ella

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lo recibe y después lo deja marcharhacia diez segundos más de carrera y devida, para recogerlo de nuevo, tal vezpara siempre.

¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra,con tus relieves, con tus agujeros ysalientes donde uno puede lanzarse yencogerse! Tierra, en las convulsionesdel horror, en los espantos de ladestrucción, en los mortíferos aullidosde las explosiones, tú nos envías lainmensa contraofensiva de la vidarecuperada. El loco torrente de nuestraexistencia destrozada refluye de ti, através de nuestras manos; por esto,habiendo escapado a la muerte, hemos

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buscado tus entrañas y en la alegríamuda y angustiosa de haber sobrevividoa este minuto, te hemos mordido confuerza.

Una parte de nuestro ser retrocedemiles de años en cuanto estallan losprimeros obuses. Es el instinto de labestia el que despierta en nosotros, elque nos guía y nos protege. No esconsciente, es mucho más rápido, másseguro, más infalible que la concienciaclara. No puede explicarse.

Vas andando sin pensar en nada, y,de pronto, te encuentras agachado en elinterior de un embudo mientras, porencima de tu cabeza, vuelan los pedazos

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de un obús; no te acuerdas, sin embargo,de haber oído silbar a la bomba ni dehaber pensado en esconderte. Sihubieras de fiar en ti mismo, tiempo haque tu cuerpo no sería sino un montón decarne esparcida por todas partes. Es esteotro elemento, este instinto perspicaz elque nos ha movilizado y salvado sinsaber cómo. Si no fuera por él, deFlandes a los Vosgos no quedaría ya unsolo hombre.

Cuando nos ponemos en caminosomos simples soldados, alegres ogruñones. Cuando llegamos a la zona delfrente, nos convertimos en hombresfiera.

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Nos acoge un bosquecillo raquítico.Atravesamos las cocinas de campaña.Nos apeamos detrás del bosque. Loscamiones regresan. Mañana, antes de laaurora, vendrán a buscarnos.

La niebla y el humo cubren losprados a la altura del pecho. Arribabrilla la luna. Por la carretera pasantropas. Los cascos de acero reflejanpálidamente la luz lunar. Las cabezas ylos fusiles emergen de la niebla.Cabezas que se mueven, vacilantescañones de fusil.

La niebla termina algo más allá. Lascabezas se convierten en figuras.

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Guerreras, pantalones y botas salen dela bruma como de un mar lácteo. Vanformados en columna. La columnamarcha hacia adelante, las figuras vanhaciéndose compactas, tomando aspectode cuña y ya no podemos distinguir unade otra; sólo vemos un oscuro calce queavanza hacia adelante extrañamentenutrido por las cabezas y los fusilesflotantes que van saliendo del estanquebrumoso. Ya no son hombres. Son unacolumna.

Por un camino transversal pasancañones ligeros y carros de municiones.Los lomos de los caballos brillan alclaro de luna, sus movimientos son

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hermosos, levantan vivamente la cabezay puede verse lucir sus ojos. Los carrosy los cañones parecen resbalar sobre unfondo de paisaje lunar. Los jinetes, consus cascos de acero, parecen caballerosde tiempos pasados; es algo de unaextraña belleza que cautiva.

Llegamos a la base de zapadores.Algunos de nosotros cargan en susespaldas unas barras de hierro curvas yafiladas; los demás pasan unos lingotesmetálicos por el centro de unos rollos dealambre espinoso y se los llevan. Lacarga es incómoda y pesada.

El terreno está desbastado. Los decabeza gritan:

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—¡Cuidado! A la izquierda hay unembudo.

—¡Ojo! Una trinchera…Vamos con los ojos muy abiertos,

los pies y el bastón palpan el terrenoantes de avanzar. Súbitamente, el grupose detiene; damos de narices contra elhombre que nos precede y maldecimos.

Unos camiones destrozados por lametralla nos impiden el paso. Otroaviso:

—Apagad los cigarrillos y las pipas.Estamos casi en las trincheras de

primera línea. Entretanto, ha oscurecido.Rodeamos un bosquecillo y el sector delfrente queda ante nosotros.

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Un incierto resplandor rojizo seextiende por todo el horizonte. Se agitacontinuamente atravesado por losrelámpagos de las baterías. Por encimade nuestras cabezas se elevan las bolasluminosas, rojas o plateadas, queestallan y se deshacen en una lluvia deestrellas blancas, verdes y encarnadas.Los cohetes franceses se abren en espigay despliegan un paracaídas de seda quebaja lentamente, planeando. Lo iluminantodo con una claridad diurna, elresplandor llega hasta nosotros, vemosnuestra sombra netamente recortada enel suelo. Planean unos minutos antes deconsumirse. Enseguida surgen otros, se

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elevan de todas partes rodeados por unalluvia de estrellitas coloreadas.

—¡Qué hervidero! —dice Kat.El fragor de las piezas de artillería

se condensa hasta convertirse en un solotrueno opaco y ensordecedor por entreel que destacan únicamente lasexplosiones de los obuses. Crepita elmartilleo seco de las ametralladoras. Elaire, por encima de nosotros, está llenode invisibles ataques, de aullidos ysilbidos. Son proyectiles de pococalibre; pero de vez en cuando, enmedio de ellos resuenan, con sus vocesde órgano, los obuses de artilleríapesada que atraviesan la noche y van a

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caer lejos, a nuestras espaldas. Tienenun aullido ronco y lejano como deciervos en celo y vuelan muy altos porencima de los gritos y silbidos de losproyectiles menores. Los reflectorescomienzan a explorar la negrura delcielo. Resbalan por ella como látigosgigantescos. Uno de ellos se inmovilizay apenas tiembla un poco. Llega otroenseguida, se cruzan, puede verse entrelos dos un pequeño insecto negro quepugna por escaparse: el avión. El piloto,cegado, pierde la seguridad y vacila.

Clavamos fuertemente las estacas dehierro a distancias regulares. Siemprehay dos hombres que sostienen los

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rollos; los otros van desenredando elalambre, este asqueroso alambre depúas largas y espesas. No estoyacostumbrado a hacerlo y me araño unamano.

Al cabo de unas horas hemosterminado. Pero todavía falta un ratopara que lleguen los camiones. Lamayoría de nosotros se tiende paradormir. Yo lo intento, pero hacedemasiado fresco. Se siente laproximidad del mar; el frío nosdespierta a cada momento.

Por fin logro adormecerme. Cuandode pronto levanto con presteza elcuerpo, no sé dónde estoy. Veo las

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estrellas, los cohetes y, por un momento,tengo la impresión de haberme dormidoen un jardín, durante una fiesta. No sé sies de día o de noche, estoy acostado enla cuna pálida del crepúsculo y esperodulces palabras que han de serpronunciadas inmediatamente, palabrasamorosas y tranquilas. ¿Lloro? Paso lamano por mis ojos, ¡qué extraño! ¿Soyun niño? ¡Qué piel más suave! Sólo duraun segundo, reconozco enseguida lasilueta de Katczinsky. El veterano estátranquilamente sentado fumando su pipa,una pipa con tapadera, naturalmente.Cuando se da cuenta de que estoydespierto, dice:

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—Te has asustado. Era sólo unaespoleta que ha ido a enterrarse en lamaleza.

Me incorporo. Me sientoextrañamente solo. La presencia de Katreconforta. Mira pensativamente hacia elfrente y exclama:

—Qué hermosos fuegos artificialessi no fueran tan peligrosos…

Detrás de nosotros estalla un obús.Algunos reclutas se levantan asustados.Dos minutos más tarde cae otro, máscerca que el primero. Kat vacía su pipade un golpe.

—Ya empezamos.La cosa se pone seria. Huimos

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rastreando tan rápidamente comopodemos. El siguiente obús cae ya enmedio de nuestro grupo.

Se oyen gritos. En el horizonte subencohetes verdes. Vuela el fango, lametralla silba. Se la siente caer todavíacuando la explosión ha enmudecido hacerato.

A nuestro lado un reclutaacobardado se ha tendido en el suelo, unmuchacho de pelo blanco como el linoque entierra el rostro en sus manos. Elcasco ha rodado de su cabeza y yace portierra. Lo cojo e intento ponérselo.Levanta los ojos, aparta el casco yarrastrándose como un niño, oculta su

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cabeza en mis brazos. Se aprieta contrami pecho. Le tiemblan las delgadasespaldas. Unas espaldas como las deKemmerich.

Le dejo hacer, y para que el casco lesirva de algo, se lo pongo sobre lasposaderas; no es por embromarle, sinodespués de haber considerado que, talcomo está, esta es la parte mássobresaliente de su cuerpo. Aunteniendo ahí una buena porción de carnelas heridas duelen terriblemente.Además, uno ha de pasarse meses ymeses en el hospital, tendido boca abajoy casi seguro que te levantas cojo. Enalgún lugar, la explosión ha pegado de

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verdad. Se oyen gritos entre lasdetonaciones.

Por fin vuelve la calma. El fuegopasa ahora por encima de nuestrascabezas y castiga las últimas posicionesde reserva. Nos arriesgamos a lanzaruna ojeada. Cohetes rojos cruzan elcielo. Posiblemente habrá un ataque.

Aquí la cosa está tranquila. Mesiento y sacudo las espaldas del recluta.

—Ya se ha terminado, muchacho.Esta vez hemos salido bien librados.

Mira a su alrededor, asustado.Le digo para tranquilizarle:—Ya te acostumbrarás.Ve el casco y se lo pone. Lentamente

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va volviendo en sí. De pronto, seruboriza y adopta un gesto de turbación.Se toca con la mano la parte trasera yme mira, desazonado. Enseguidacomprendo: cólico del frente. No esrealmente por esto que le había puesto elcasco en aquel lugar.

Intento consolarlo, diciéndole:—No tienes por qué avergonzarte;

muchos, antes que tú, durante elbautismo de fuego, han llenado suspantalones. Vete detrás de aquellasmatas, sácate los calzoncillos y tíralos.Eso es todo.

Lo hace. El frente vatranquilizándose, pero los gritos no

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cesan.—¿Qué pasa, Albert? —pregunto.—Allí abajo algunas columnas han

recibido muy fuerte.Los gritos siguen. No son humanos;

los hombres no aúllan tanhorrorosamente. Kat dice:

—Caballos heridos.No había oído nunca gritar a un

caballo y apenas puedo creerlo. Es ladesolación del mundo, es la criaturamartirizada, es un dolor salvaje yterrible el que gime aquí. Palidecemos.Detering se levanta.

—¡Criminales, verdugos! Matadlosde una vez.

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Es agricultor y entiende en caballos.Esto debe herirle profundamente. Comohecho a propósito, el fuego ha cesadocasi por completo. Los gemidos de losanimales se oyen más distintamente. Nopuede saberse de dónde vienen ya, enmedio de este paisaje quieto y plateado.Son invisibles, espectrales; por todaspartes, entre cielo y tierra, se escucha elclamor inmenso de estos gritos.

Detering se enfurece y chilla conrabia:

—¡Matadlos, matadlos de una vez!¡Maldita sea!

—Primero han de recoger a losheridos —dice Kat.

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Nos levantamos y buscamos el lugar.Si pudiéramos ver a los caballos la cosasería más soportable. Meyer tiene unosbinoculares. Vemos un grupo oscuro desanitarios con literas y unos grandesbultos negruzcos que se mueven. Son loscaballos heridos. Pero no todos.Algunos intentan galopar, caen y vuelvena correr. Hay uno con el vientre abiertodel que le cuelgan las entrañas. Tropiezacon ellas y cae, pero se levanta denuevo.

Detering toma el fusil y apunta. Kat,con un golpe, desvía hacia arriba el tiro.

—¿Te has vuelto loco?Detering tiembla y tira el fusil al

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suelo.Nos sentamos y nos tapamos las

orejas. Pero estos terribles gemidos,estas angustiosas quejas, estos plañidosimpresionantes resuenan y penetran portodas partes.

Estamos acostumbrados a muchascosas. Pero esto nos produce un sudorfrío. Uno querría levantarse y correrhuyendo a algún lugar donde no seoyeran los gritos. Con todo, no sonhombres sino tan sólo caballos.

De la oscura hilera destacan otra vezunas camillas. Después suenan unosdisparos aislados. Los grandes bultostiemblan un poco y caen. ¡Por fin! Pero

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todavía no ha terminado. Los soldadosno pueden acercarse a los caballosheridos, que huyen, aterrorizados, contodo el dolor en la inmensidad de susbocas abiertas. Una de las figuras searrodilla y suena un disparo; un caballocae. Después otro… El último se apoyaen las patas delanteras y gira en redondocomo en un «carrusel» circense.Después se sienta, y derechas todavíasus patas delanteras, sigue girando…Probablemente tiene la grupadestrozada. Un soldado corre hacia él yle dispara. Despacio, sumiso, varesbalando hasta el suelo.

Nos sacamos las manos de las

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orejas. Los gritos han terminado. En elaire queda tan sólo un suspiroprolongado que va extinguiéndose.Después, de nuevo, los cohetes, el cantode las bombas y las estrellas… casi nosparece extraño.

Detering pasea arriba y abajo,maldiciendo:

—Me gustaría saber qué culpatienen ellos.

Al cabo de un rato vuelve aempezar. Su voz está conmovida, tienecasi un sonido ceremonial cuando dice:

—Creedme. La mayor vileza de todoesto es que los animales tengan quehacer la guerra.

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Nos vamos. Ya es hora de volver alos camiones. El cielo se ha aclarado unpoco. Las tres de la madrugada. Elviento es fresco, frío incluso; la palidezde la hora tiñe de gris nuestros rostros.

Avanzamos a ciegas, en hilera,atravesamos trincheras y embudos,llegando de nuevo a la zona de niebla.Katczinsky está inquieto; mala señal.

—¿Qué te pasa, Kat? —preguntaKropp.

—Ya querría estar en casa.«En casa» quiere decir en las

barracas.—No tardaremos mucho, Kat.

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Está nervioso.—No sé, no sé…Llegamos a las últimas trincheras y

después a los prados. Volvemos a ver elbosquecillo; desde aquí conocemos yael terreno palmo a palmo. He aquí elcementerio de los cazadores, con sustúmulos y sus cruces negras.

En este momento oímos detrás denosotros unos silbidos que vancreciendo hasta convertirse en un fragorde trueno. Nos hemos agachado; cienmetros más allá se abre una nube defuego.

Al cabo de unos segundos, una partedel bosque se eleva lentamente en el

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aire. Es un segundo obús que acaba deestallar y ha arrancado tres o cuatroárboles que vuelan, lentamente, porencima de lo demás, antes de romperseen pedazos y caer. Ya zumban comoválvulas de caldera, los obuses quesiguen… Fuego intenso.

—¡Cubríos! —aúlla alguien—.¡Cubríos!

Los prados son lisos, el bosque estádemasiado lejos y es peligroso; no hayotro escondrijo que el cementerio, lostúmulos y las tumbas. Nos abalanzamoshacia ellos, tropezando en la oscuridad,y cada uno de nosotros se lanza detrásde un montículo de tierra y se aplasta

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contra él como un escupitajo.Justo a tiempo. La oscuridad

enloquece, tiembla y se enfurece.Sombras más negras que la noche selanzan con rabia sobre nosotros, nospasan por encima con sus enormesjorobas. El fuego de las explosionesestremece de relámpagos el cementerio.

No hay escapatoria. Al resplandorde las granadas arriesgo una ojeadahacia los prados. Son como un martempestuoso, las llamas de losproyectiles brotan como surtidores. Esimposible pasar a través de ellos.

El bosque desaparece, quedadestrozado, trinchado, hecho migas.

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Hemos de quedarnos aquí, en elcementerio.

Delante de nosotros, la tierrarevienta. Llueven terrones. Siento ungolpe. La metralla se ha llevado una demis mangas. Cierro el puño. No meduele. Esto, sin embargo, no metranquiliza, las heridas no duelen hastamás tarde. Me palpo el brazo. Estáarañado, pero entero. Recibo un golpeen la cabeza y voy a perder elconocimiento. Un pensamiento meatraviesa como un rayo: «¡No tedesmayes!» Me hundo en la oscuridadde un abismo, pero emerjo de nuevoenseguida. Un trozo de metralla ha

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tropezado contra mi casco, pero veníade tan lejos que no ha tenido fuerza paraatravesarlo. Limpio mis ojos de barro.Frente a mí se ha abierto un granagujero; puedo distinguirloborrosamente. No es frecuente que losobuses caigan en el mismo lugar. Poresta razón quiero meterme en él. Saltode mi escondite y quedo tendido bocaabajo, como un pez.

Pero la cosa vuelve a empezar. Meencojo inmediatamente y tiento, con lasmanos, para encontrar un refugio. Tocoalgo a mi izquierda e intento apretarme asu lado, pero cede, gimo, la tierra seagrieta, la presión del aire me maltrata

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los oídos, me oculto bajo la cosa que noresiste, me cubro con ella, es madera,madera y ropa, un miserable cobertorcontra la furia de la metralla.

Abro los ojos; mis dedos aprietanuna manga, un brazo. ¿Un herido? Lollamo… No responde. Un muerto. Mimano palpa más allá, encuentra astillasde madera… ¡Ah, sí! Estamos en uncementerio. El fuego, no obstante, esmás fuerte que cualquier otraconsideración. Apaga, adormece losreparos; me hundo todavía más abajodel ataúd; él me protegerá, aunqueencierre en su interior la misma muerte.Delante de mí se abre el embudo. Lo

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acaricio con la mirada, habré delanzarme hacia él de un salto. Me dan ungolpe en la cara, una mano me agarrapor la espalda. ¿Ha despertado elcadáver? La mano me sacude, me doy lavuelta y un momentáneo resplandor mepermite ver el rostro de Katczinsky.Tiene la boca abierta, grita algo. Nooigo nada. Me sacude con fuerza,acercándose cada vez más. En uninstante de menor ruido me llega su voz:

—¡Gas! ¡Gaas! ¡Haz que corra!Cojo la careta. Algo alejado de mí

hay alguien tendido. Sólo pienso en unacosa: ha de saberlo.

—¡Gaas! ¡Gaas!

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Grito, me arrastro hacia él, le hagoseñales con la careta. No se da cuentade nada. Empiezo de nuevo… Tan sólose encoge asustado; es un recluta. Mirocon desesperación a Kat. Ya llevapuesta la careta. De un golpe me saco elcasco que rueda por el suelo y me pongola mía. Me acerco al hombre, tomo sumáscara y se la pongo sobre la cabeza;él la coge, lo dejo, y de un salto, memeto en el embudo.

La explosión sorda de las granadasde gas se mezcla con el estallido de losproyectiles. Una campana resuena entreel fragor del bombardeo; tambores,carracas metálicas, hacen correr la

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noticia: ¡Gas, gas, gas!Algo cae a mi espalda, una, dos

veces. Froto las ventanitas de la careta,empañadas por el aliento. Son Kat,Kropp y otro. Los cuatro nos estamosquietos, inmóviles, en una tensiónangustiosa, atentos, sin respirar apenas.

Estos primeros minutos con lamáscara deciden entre la vida y lamuerte. ¿Estará bien cerrada? Conozcolas terribles imágenes del hospital;enfermos de gas que en un ahogo quedura días y días escupen, a pedazos, suspulmones calcinados.

Con precaución, los dientes cerradossobre la cápsula, respiro. El vaho ya se

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arrastra por el suelo y se insinúa entodos los agujeros. Como una medusa,ancha y viscosa, se apodera de nuestroembudo, lo llena. Doy un empujón a Kat.Es preferible salir y tendernos arribaque no quedarnos en el agujero, donde elgas se acumula. Pero no podemoshacerlo. El fuego cae, de nuevo, comouna granizada. Es algo más que elcontinuo estallido de los obuses, escomo si la tierra aullase. Algo se nosviene encima haciendo un ruido seco.Cae muy cerca de nosotros; es un ataúdque debe haber sido lanzado al aire poruna explosión.

Veo que Kat se mueve y me acerco.

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El ataúd ha caído sobre el brazo delcuarto soldado que estaba con nosotrosen el embudo. El hombre intenta, con laotra mano, quitarse la careta. Kropp ledetiene a tiempo, le dobla el brazo y lesostiene fuertemente la muñeca contra laespalda.

Kat y yo nos disponemos a liberarleel brazo herido. La tapa del ataúd estáfloja y partida. La arrancamos confacilidad y sacamos el cadáver, que caeresbalando como un saco. Despuésprobamos de levantar el ataúd.

Afortunadamente, el hombre haperdido el conocimiento y Albert puedeayudarnos. Ahora ya no es necesario que

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vayamos con tanto cuidado, pero nosapresuramos tanto como nos es posiblehasta que el ataúd, con un crujido, cedebajo la acción en palanca de nuestraspalas.

Ha aclarado un poco. Kat coge untrozo de madera de la tapa, la pone bajoel brazo roto y lo aseguramos con lasvendas de nuestras curas individuales.Es todo lo que podemos hacer, demomento. La cabeza me hierve y mepalpita en el interior de la careta; parecea punto de estallar. Los pulmones estáncongestionados. Para respirar sólodisponen siempre del mismo alientoviciado. Se me hinchan las venas de las

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sienes. Parece que vaya a ahogarme.Una luz grisácea llega hasta

nosotros. Arriba el viento barre elcementerio. Subo hasta el borde delembudo. Al resplandor turbio de laalborada veo una pierna seccionada, labota está intacta. La distingo claramentepor un instante.

Ahora alguien se levanta unosmetros más allá. Froto las ventanitas quevuelven a empañarse enseguida por eljadeo a que me fuerza la tensión; mirofijamente… El hombre ya no llevacareta.

Espero unos segundos —no cae,mira a su alrededor buscando alguna

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cosa, da unos pasos—, el viento halimpiado de gas el cementerio, el aireestá libre. Entonces yo también,jadeando, me arranco la máscara y caigoal suelo. El aire me penetra como sifuera agua helada, los ojos quierenabandonar sus órbitas, me inunda lafrescura de la ola y pierdo el sentido.

El bombardeo ha cesado. Me asomoal embudo y hago señas a los demás.Suben y se quitan la máscara. Cogemosen brazos al herido, uno de nosotros lesostiene el brazo maltrecho. Nosalejamos así, deprisa, tropezando por el

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camino.El cementerio es una ruina. Ataúdes

y cadáveres están diseminados por todaspartes. Es como si hubieran muerto denuevo; pero cada uno de ellos, al serdestrozado, ha salvado la vida de uno delos nuestros.

La puerta ha sido destruida; losraíles del tren de campaña que pasa porlos alrededores están arrancados y selevantan, curvados, hacia el cielo.Delante de nosotros hay alguien tendido.Nos detenemos; sólo Kropp sigueadelante llevando al herido.

El que está en el suelo es un recluta.Tiene una nalga llena de sangre; está tan

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abatido que saco mi cantimplora llenade té con ron. Kat me detiene y seinclina sobre él:

—¿Dónde te han dado, compañero?Mueve los ojos; está demasiado

débil para responder.Le cortamos con precaución los

pantalones. Gime.—Tranquilo, tranquilo. Esto te

aliviará.Si tiene una bala en el vientre no

puede beber. No ha vomitado, buenaseñal. Desnudamos su nalga. Es unmontón de carne picada con astillas dehueso. Le han destrozado la articulación.Este muchacho no andará jamás.

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Le froto las sienes con los dedoshúmedos y luego le doy un buen trago demi cantimplora. Los ojos se le animan.Hasta ahora no nos hemos dado cuentade que también sangra por el brazoderecho. Kat deshace unos paquetes devendas y las coloca, tan extendidascomo puede, para poder cubrir laherida. Busco un pedazo de ropa paraenvolverlo, no lo encuentro y corto unpoco más sus pantalones para poderhacer una venda con un trozo de suscalzoncillos; pero no lleva. Entonces mefijo en su cara: es el mismo muchachode antes, el del pelo color lino.

Entretanto, Kat ha encontrado un

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pequeño paquete de vendas en elbolsillo de un cadáver; las aplicamoscon cuidado en la herida. Digo al joven,que nos mira atentamente:

—Vamos a buscar una camilla.Abre la boca y suspira:—No os mováis de aquí.Kat dice:—Volvemos enseguida. Vamos a

buscar una camilla para poder llevarte.No sabemos si nos ha comprendido.

Lloriquea como un niño a nuestrasespaldas:

—No os marchéis.Kat se da la vuelta y susurra:—¿No sería mejor, simplemente,

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agarrar un revólver y que estoterminara?

Este muchacho apenas si resistirá eltransporte y, con mucha suerte, podrávivir algunos días. Lo que ha sufridohasta ahora no es nada comparado conlo que pasará hasta morir. Por elmomento está aturdido y no siente nada.Dentro de una hora será un haz aulladorde insoportables dolores. Los días quele quedan de vida significan para él unatortura rabiosa e ininterrumpida. ¿Aquién puede aprovechar que él vivaestos pocos días?

—Sí, Kat; deberíamos coger elrevólver.

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—Dámelo —dice, y se detiene.Está decidido, me doy cuenta.

Miramos a nuestro alrededor, pero ya noestamos solos. Delante mismo denosotros se va formando un grupo, deembudos y agujeros surgiendo cabezasde soldados.

—Vamos a buscar una camilla.Kat mueve la cabeza.—Unos muchachos tan jóvenes…Y repite:—Unos muchachos tan jóvenes, tan

inocentes…

Nuestras bajas son menores de lo

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que podría suponerse: cinco muertos yocho heridos. No ha sido más que unapequeña sorpresa de artillería. Dos denuestros muertos estaban en el interiorde una tumba que había quedado aldescubierto; sólo hemos tenido quecubrirlos de tierra.

Nos ponemos en marcha. Trotamosen silencio, uno detrás de otro, en largahilera. Los heridos son transportados ala ambulancia. La mañana es turbia, losenfermos corren arriba y abajo connúmeros y fichas. Los heridos gimen.Empieza a llover.

Al cabo de una hora llegan loscamiones y subimos. Vamos más anchos

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que antes.Llueve con más fuerza. Extendemos

lonas y las colocamos sobre nuestrascabezas. El agua tamborilea encima. Alos lados se deslizan trenzas de lluvia.Los camiones chapotean en los agujerosy nosotros nos mecemos de un lado aotro, adormecidos.

En la parte delantera del camión vandos hombres con unas largas horquillas.Vigilan los cables del teléfono queatraviesan la carretera; cuelgan tan bajosque podrían decapitarnos. Ellos loslevantan a tiempo con sus largos palos ylos hacen pasar por encima de nuestrascabezas. Oímos su aviso:

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—¡Cuidado con el alambre!Soñolientos nos agachamos un

momento y nos volvemos a levantar.Es monótono el balanceo del

camión. Son monótonos los gritos deestos hombres. Cae monótonamente lalluvia. Cae sobre nuestras cabezas,sobre las cabezas de los cadáveres quehan quedado allí, sobre el cuerpo delpobre recluta con la herida, demasiadogrande para su nalga, cae sobre la tumbade Kemmerich, cae sobre nuestroscorazones.

No sucede nada. Sólo los gritosmonótonos:

—¡Cuidado con el alambre!

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Encogemos las piernas y nosadormecemos de nuevo.

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Capítulo 5

Resulta pesado matar los piojos deuno en uno cuando se tienen acentenares. Estos animalitos son algoduros y oír cada vez el pequeño ruidoque producen las uñas llega a aburrir.Por esta razón, Tjaden ha fijado con unalambre la tapa de una caja de betúnencima de una vela encendida. Lospiojos se tiran, sencillamente, encima deesta pequeña sartén, sueltan unchasquido y ya están listos.

Nos sentamos a su alrededor, lacamisa sobre las rodillas, desnudo el

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busto al aire tibio del atardecer, con lasmanos en la masa. Haie tiene unospiojos de un tipo muy particular; llevanuna cruz roja encima de la cabeza. Espor esto que pretende haberlos traídodel hospital de Thourhout, donde debíanser propiedad privada de algún médicoprincipal. También quiere aprovechar lagrasa que, poco a poco, va formándoseen la lata para limpiar los zapatos, y estáriéndose de su ocurrencia durante mediahora seguida.

Hoy, sin embargo, no tiene muchoéxito; nos preocupa otra cosa.

El rumor se ha confirmado.Himelstoss está aquí. Llegó ayer y ya

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hemos oído su tan conocida voz. Pareceque maltrató con exceso a dos reclutas.El lo ignoraba, pero uno de ellos erahijo del gobernador civil. Eso lereventó.

Aquí las pasará moradas. Tjadenestá pensando ya, desde hace horas,todas las respuestas que podrá darle.Haie contempla ensimismado susenormes remos y me guiña el ojo.Aquella paliza fue el punto culminantede su existencia; me ha contado quealgunas veces todavía sueña en ella.

Kropp y Müller conversan. Kropp es

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el único que posee algo de comer, unafiambrera llena de lentejas que hamangado, seguramente, en la cocina delos zapadores.

Müller mira las lentejas con elrabillo del ojo, pero conteniéndosepregunta:

—¿Albert, tú qué harías si de prontoviniera la paz?

—No hay paz —replica Albert,secamente.

—Bueno, hombre, pero si… —insiste Müller—, ¿tú qué harías?

—Largarme —ladra Kropp.—Claro que sí. ¿Y luego?—Emborracharme.

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—No digas tonterías. Hablo en serio—dice Müller.

—Yo también —responde Albert—.¿Qué otra cosa iba a hacer, si no?

Kat se interesa por la pregunta.Reclama a Kropp un tributo de lentejas,éste se lo da, piensa unos momentos ydice:

—Podría emborracharse uno, escierto, pero mejor sería coger el primertren y volar a casita. Qué cosas dices,Albert, la paz…

Busca su cartera de bolsillo, de telaencerada, y saca una fotografía queenseña orgullosamente a todo el mundo:

—¡Mi vieja!

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Después la guarda otra vez y gruñe:—Maldita guerra piojosa…—Tú puedes decirle esto —le digo

yo—. Tú tienes una mujer y un hijo.—Claro, he de procurar que no les

falte la comida.Nos reímos.—Seguro que no les faltará, Kat. Si

es necesario, tú harás una requisa.Müller está hambriento. Por esto no

se da por satisfecho. Despierta con unsobresalto a Haie de sus sueños deazotinas.

—Haie, ¿y tú qué harías si se hicierala paz?

—Te dejaría el culo como un tomate

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por hablar, precisamente aquí, de estascosas —digo yo—. ¿Cómo se te haocurrido esto ahora?

—¿Cómo puede llegar el estiércol altejado? —responde lacónicamenteMüller, y se vuelve hacia Haie Westhus.

Una pregunta semejante esdemasiado, así, de pronto, para Haie.

Mueve calmosamente su rostro llenode pecas:

—¿Quieres decir si terminara laguerra?

—Eso es. Tú lo entiendes todoenseguida.

—Habría mujeres de nuevo, ¿no? —dice Haie relamiéndose.

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—Sí, también.—¡Diablos! —exclama Haie y su

rostro se distiende. —Agarraría a unamoza bien maciza, robusta y recia,¿sabes? De aquellas que tienen de todolo necesario para que dé gustopalparlas… y al catre. Figúrate,¡colchones de pluma y somier! Hijosmíos, me pasaría ocho días sin ponermelos pantalones.

Se hace el silencio. La imagen esdemasiado admirable. Se nos pone lapiel de gallina. Por fin, Müller despiertay pregunta:

—¿Y después?Hay una pausa. Pero enseguida Haie

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declara, algo cohibido:—Si fuera cabo me quedaría con los

prusianos y me reengancharía.—Haie, estás más loco que una

cabra —le digo.El replica, sin enfadarse:—¿Has trabajado en las minas tú?

Pruébalo.Y diciendo esto, saca una cuchara de

su bota y la mete en la fiambrera deAlbert.

—No puede ser peor que fortificaren tierras de Champagne —digo.

Haie, masticando, hace una muecairónica.

—Pero es más largo. Y no hay

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manera de escaparte.—Con todo, siempre se está mejor

en casa, Haie.—Depende, depende —dice, y se

queda pensativo con la boca abierta.Se puede leer en su rostro lo que

medita. Ve una pobre barraca, en lasminas de carbón; piensa en un trabajopesado, de la mañana a la noche, bajo uncalor asfixiante; en el escaso salario, enla ropa constantemente sucia…

—En la mili, cuando hay paz, no tehas de preocupar por nada —dice porfin—. Cada día te sirven el pienso, o, delo contrario, armas un escándalo depronóstico; cada semana tienes ropa

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limpia, como un gran señor; haces tuservicio de cabo y tienes además unmagnífico uniforme. Por la noche ereshombre libre y puedes hacer lo que se teantoje.

Se está encantando con su idea. Leestá gustando de verdad.

—Y cuando tienes doce años deservicio, te dan un certificado depensión y te haces guardia rural. Estáspaseando todo el santo día.

La visión de este porvenir tanagradable le hace sudar.

—Imagínate cómo deben tratarte.Aquí un coñac, allí medio litro decerveza… Con un guarda todo el mundo

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quiere estar a bien.—Nunca serás cabo, Haie —objeta

Kat.Haie le mira sobresaltado y calla.

Por su cabeza bailan, con todaseguridad, los luminosos atardeceres deotoño, los domingos en los prados, lascampanas del villorrio, las tardes y lasnoches con las muchachas, los buñuelosde alforfón con grandes ojos grasientos,las horas de tranquila charla en lataberna…

Necesita tiempo para sacarse de lacabeza tantas fantasías. Es por ello quegruñe, enfadado:

—Siempre estáis diciendo tonterías

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vosotros.Se pone la camisa pasándola a

través de su gran cabeza y se abrocha laguerrera.

—¿Y tú qué harías, Tjaden? —gritaKropp.

Tjaden sólo piensa una cosa.—Vigilar para que Himmelstoss no

se me escapara.Seguro que sería de su agrado

poderlo meter en una jaula y atizarlecada mañana.

Le dice a Kropp, entusiasmado:—Yo de ti intentaría llegar a

teniente. Entonces podrías arrastrarlohasta dejarle el culo lleno de ampollas.

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—¿Y tú, Detering? —siguepreguntando Müller, que con su maníade preguntar podrá ser un magníficomaestro de escuela.

Detering habla poco. Pero quiereresponder a esta pregunta. Mira haciaarriba y dice tan sólo:

—Todavía llegaría a tiempo para lacosecha.

Dicho esto, se levanta y se aleja.Está preocupado. Su mujer ha de

encargarse de la alquería, y, porañadidura, le han requisado doscaballos. Cada día lee los periódicosque van llegando para enterarse de sillueve en su rincón oldenburgués. De

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otra forma, no podrán recoger el heno.En este momento aparece

Himmelstoss. Viene directamente hacianuestro grupo. A Tjaden le brotan lasmanchas rojas en el rostro. Se tiende enla hierba y cierra los ojos de emoción.

Himmelstoss está algo indeciso, supaso se hace más lento. A pesar de todo,sigue avanzando. Nadie hace ademán delevantarse. Kropp se lo mira con interés.

Está de pie a nuestro lado y espera.Como que nadie abre la boca suelta un:

—¿Y bien?Transcurren unos segundos.

Evidentemente, Himmelstoss no sabe dequé modo tomárselo. Debe de estar

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deseoso de hacernos sentir su autoridad.Pero parece haber aprendido que elfrente no se asemeja al cuartel. Quiereintentarlo de nuevo y en vez de dirigirsea todos lo hace a uno solo, creyendo quele será más fácil obtener respuesta.Kropp es el más cercano a él. Es poresto que le honra con un:

—¿Qué, también por aquí?Albert no siente necesidad de trabar

amistad con él y responde, secamente:—Y un poco antes que usted, si no

me equivoco.El rojo mostacho tiembla.—¿Es que ya no me conocéis

vosotros, o qué?

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Tjaden abre ahora los ojos.—Eso parece.Himmelstoss se vuelve hacia él:—Este es Tjaden, ¿no?Tjaden levanta la cabeza.—¿Y tú, sabes quién eres tú?Himmelstoss está estupefacto.—¿Desde cuándo nos tuteamos? Me

parece que todavía no hemos dormidojuntos en las cunetas.

No sabe qué hacer ante estasituación. No esperaba una hostilidadtan manifiesta. Sin embargo, demomento, quiere reservarse; seguro quealguien le ha llenado la cabeza conaquellas tonterías de los tiros por la

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espalda.Lo de las cunetas ha exaltado a

Tjaden y el enfado le presta agudeza:—No, hombre, en las cunetas

dormías tú solo.Himmelstoss está que hierve. Pero

Tjaden no le deja reaccionar, tiene quedecirle todo lo que guarda.

—¿Quieres saber quién eres tú? ¡Unhijo de puta! Ya lo sabes. Hacía tiempoque quería decírtelo.

La satisfacción contenida durantemuchos meses brilla en sus blancosojillos porcinos cuando suelta con vozestentórea el «hijo de puta».

Himelstoss se ha desbocado:

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—¿Qué quieres, tú, perro sarnoso,mala bestia? Levántate cuando te hablaun superior. ¡Cuádrate!

Tjaden hace un gesto majestuoso:—Puedes ir a descansar,

Himmelstoss. Retírate.El cabo es ahora la encarnación

furiosa del reglamento militar. Ni elpropio Káiser se sentiría más ofendido.Aúlla:

—¡Tjaden, te lo mando comosuperior jerárquico: levántate!

—¿Y qué más? —pregunta Tjaden.—¿Obedeces o no mi orden?Tjaden le responde serena y

categóricamente, utilizando, sin saberlo,

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la más antigua de las citas clásicas, altiempo que levanta levemente susposaderas.

Himmelstoss se marcha como unrayo:

—¡Te haré comparecer delante delConsejo de Guerra!

Lo vemos alejarse en dirección a laoficina de la compañía.

Haie y Tjaden rompen a reír conestentóreas carcajadas. Haie lo hace contanta fuerza que se le desencaja lamandíbula y queda, de pronto, comoalelado, con la boca abierta de par enpar. Albert se la coloca de nuevo en susitio de un puñetazo.

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Kat está preocupado:—Si lo cuenta, te la cargarás.—¿Crees tú que lo hará? —pregunta

Tjaden.—Seguro —respondo.—Como mínimo serán cinco días en

el calabozo… —dice Kat.Tjaden se queda tan fresco.—Cinco días en chirona son cinco

días de gandulear.—¿Y si te envían a un penal? —

pregunta Müller, con su manía porapurar las cosas.

—Entonces estaré mucho mástiempo sin ver la guerra.

Tjaden ha nacido con buena estrella.

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No se preocupa por nada. Se marcha conHaie y Leer para que no le encuentrenenseguida.

Müller, como siempre, no haterminado todavía. Se agarra de nuevo aKropp.

—Dime, Albert, si realmente tefueras a casa, ¿qué harías?

Kropp, que ha terminado de comer,está ahora satisfecho y, por lo tanto, másamigable.

—¿Cuántos seríamos, exactamentede nuestro curso?

Lo contamos: éramos veinte, sietehan muerto, cuatro han sido heridos yhay uno en el manicomio. Apurándolo

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mucho, encontraríamos doce.—Tres son tenientes —dice Müller

—. ¿Tú crees que se dejarían abroncarpor Kantorek?

Ninguno de nosotros lo cree; nadiese dejaría ahora abroncar por Kantorek.

—¿Qué opinas, en realidad, de latriple acción que hay en el «GuillermoTell»? —rememora de pronto Kropp,echándose a reír.

—¿Cuáles eran los fines deHainbund de Gotinga? —preguntatambién Müller, con voz severa.

—¿Cuántos hijos tuvo Carlos elTemerario? —replico tranquilamente.

—Nunca serás nada en este mundo,

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Bäumer —gime Müller.—¿Cuándo tuvo lugar la batalla de

Zama? —quiere saber Kropp.—Te falta seriedad moral, Kropp.

Siéntate. Estás suspendido —respondoyo.

—¿Qué funciones considerabaLicurgo como las esenciales en unEstado? —murmura Müller, mientrasaparenta afianzarse unas gafas.

—¿Debe decirse: Nosotros,alemanes, tememos a Dios, pero a nadiemás en el mundo.»? O bien: ¿«Nosotros,los alemanes…»? Pensadlo —digo yo.

—¿Cuántos habitantes tieneMelbourne? —canturrea Kropp.

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—¿Cómo queréis prosperar en estemundo sin saber esto? —respondo conindignación a Albert.

—¿Qué se entiende por «cohesión»?—dice éste, con aire triunfal.

De toda esta hojarasca apenas si nosha quedado nada. Tampoco nos haservido de gran cosa. Nadie nos enseñó,en la escuela, cómo prender uncigarrillo cuando hace viento o llueve,ni cómo puede encenderse un fuegocuando la leña está húmeda; tampoconos enseñaron que el vientre es el mejorlugar para clavar la bayoneta porque nose encalla como en las costillas.

—¿Qué sacamos de todo esto si

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tendremos que volver a los bancos de laescuela?

Yo no lo creo posible y respondo:—Quizá nos dejarán hacer un

examen especial.—Para esto también has de

prepararte. ¿Y si te aprueban, qué? Noes gran cosa ser estudiante. Si no tienesdinero has de trabajar igualmente comoun negro.

—Algo mejor sí que es. Aunque estono quiere decir que lo que estudies nosean tonterías.

Kropp encuentra la expresión denuestros sentimientos:

—¿Cómo puede uno tomarse en

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serio todo aquello cuando se ha estadoaquí, en el frente?

—¡Pero bien has de tener unaprofesión u otra! —objeta Müller comosi fuera el propio Kantorek.

Albert se limpia las uñas con elcuchillo. Quedamos asombrados anteeste refinamiento de pipioli.

Pero es, simplemente, que estápensativo. Guarda la navaja y declara:

—Sí, eso es. Kat, Detering y Haievolverán a su trabajo porque lo tenían yaantes de venir. Himmelstoss también.Pero nosotros no teníamos ninguno.¿Cómo podremos acostumbrarnos aalgo, después de esto? —Y señala hacia

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el frente.—Habríamos de ser rentistas y

poder vivir solos en medio de un bosque—digo, pero me avergüenzo enseguidade este afán de grandezas.

—¿Qué pasará si volvemos? —diceMüller, perplejo.

Kropp se encoge de espaldas.—No lo sé. Primero volvamos.

Después, ya veremos.Realmente, nadie de nosotros sabe

cómo responder a la pregunta.—¿Qué podríamos hacer? —

inquiero.—Nada me atrae —responde

Müller, cansado—. Cualquier día

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revientas y entonces, ¿qué? Yo, laverdad, no creo que lo contemos.

—Cuando lo pienso, Albert —digodespués de una pausa, tendiéndome en elsuelo— quisiera que al oír la palabra«paz», y suponiendo que la paz sefirmara realmente, pudiera hacer algoinimaginable, ya ves si soy ambicioso.Algo, ¿sabes? que fuera la dignacompensación de haber vivido estezafarrancho. Pero no puedo encontrarnada. En cuanto a lo que es más posible,estas porquerías del colegio, de losestudios, del sueldo, etc., me dannáuseas tan sólo de pensarlo; son la latade siempre, es repugnante. No encuentro

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nada, Albert, no encuentro nada.De pronto, todo se me aparece

oscuro y desesperado.Kropp también piensa en esto.—Todos las pasaremos moradas. ¿Y

los que se han quedado atrás no sepreocupan de eso? Dos años disparandoy echando bombas de mano no podemossacárnoslos de encima como quien secambia los calcetines.

Todos estamos de acuerdo, no seránada fácil; y no sólo para nosotros, sinopara todos aquellos que se encuentren enla misma situación, unos más, otrosmenos. Es el destino común de nuestrageneración.

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Albert lo expresa muy bien:—La guerra nos ha estropeado a

todos.Tiene razón. Ya no somos jóvenes.

Ya no queremos conquistar el mundo.Somos fugitivos. Huimos de nosotrosmismos. De nuestra vida. Teníamosdieciocho años y empezábamos a amarel mundo y la existencia; pero hemostenido que disparar contra esto. Laexplosión de la primera granada nosestropeó el corazón. Estamos al margende la actividad, del esfuerzo, delprogreso… Ya no creemos en nada; sóloen la guerra.

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La oficina de la compañía se anima.Parece que Himmelstoss ha sembrado laalarma. A la cabeza de la columna trotael gordo sargento mayor. Es curioso quecasi todos los sargentos mayores seantan obesos.

Detrás viene Himmelstoss sedientode venganza. Sus relucientes botasbrillan al sol.

Nos levantamos. El sargento mayorpregunta, sin aliento:

—¿Dónde está Tjaden?Nadie lo sabe, naturalmente.

Himmelstoss nos mira con los ojosrelampagueantes de rabia.

—Seguro que lo sabéis, aunque no

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queráis decirlo. ¡Hablad de una vez!El sargento mira a su alrededor. A

Tjaden no se le ve en parte alguna.Entonces lo intenta con otro sistema.

—Dentro de diez minutos, Tjadendebe presentarse en la oficina.

Y se marcha. Himmelstoss le siguecomo si fuera su estela.

—Tengo el presentimiento de quecuando volvamos a hacer trabajos defortificación me caerá un rollo dealambre en los pies de Himmelstoss —insinúa Kropp.

—Todavía hemos de reírnos muchoa su costa —dice Müller, entrecarcajadas.

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Esta es ahora nuestra mayorambición. Hacer la vida imposible a uncartero.

Me voy a la barraca y explico aTjaden lo que ha ocurrido para quepueda escapar.

Después nos cambiamos de sitio ynos tendemos para jugar a las cartas.Somos unos maestros en esto, en jugar acartas, maldecir y hacer la guerra. No esmucho para hombres de veinte años… yes demasiado a esta edad.

Transcurrida media hora,Himmelstoss vuelve a estar connosotros. Nadie le hace caso. Preguntapor Tjaden y nos encogemos de

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hombros.—Tendríais que irle a buscar —

insiste.—¿Qué quiere decir «tendríais»? —

pregunta Kropp.—Sí, vosotros…—Le ruego que evite tratarnos con

demasiada familiaridad —dice Kropp,con gesto de comandante.

Himmelstoss parece caer de lasnubes.

—¿Quién os trata con familiaridad?—Usted.—¿Yo?—¡Sí!Medita. Receloso, mira a Kropp de

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reojo como preguntándose a qué vieneeso. De todas maneras, esta vez no estámuy seguro de tener razón y prosigueobsequiosamente:

—¿O sea, que no le habéisencontrado?

Kropp se tiende sobre la hierba ydice:

—¿Ya había usted estado por aquí?—Esto no te importa —responde

Himmelstoss, secamente—. Exijo unarespuesta.

—De acuerdo —replica Kropp,levantándose—. Mire allí abajo,aquellas nubecitas blancas. Son losproyectiles ingleses. Ayer estuvimos.

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Cinco muertos y ocho heridos. Y sólofue una escaramuza. Cuando volvamos,si usted viene con nosotros, los hombresvendrán antes de morir, se cuadraránante sus narices y le dirán: «¿Quierehacer el favor de ordenar que me retire?¡He de reventar!» Precisamente alguiencomo usted nos estaba haciendo faltaaquí.

Vuelve a sentarse y Himmelstosssale en estampida.

—Tres días de arresto —aventuraKat.

—Cuando vuelva, dejádmelo a mí—digo a Albert.

Pero ya se ha terminado. Por la

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noche al pasar lista, se abre unainformación. En la oficina está Bertinck,nuestro teniente, y nos hace comparecera todos, de uno en uno.

Yo debo presentarme también comotestigo y explico por qué se ha rebeladoTjaden. La historia de los meonesimpresiona. Llaman a Himmelstoss ydebo repetir mi declaración.

—¿Es cierto eso? —preguntaBertinck a Himmelstoss.

Este se resiste, pero ha de asentirfinalmente cuando Kropp hace lasmismas declaraciones.

—¿Por qué no me lo dijisteis? —pregunta Bertinck.

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Nos callamos. El ya sabe elresultado que dan en el ejército lasreclamaciones por estas tonterías. Porotra parte, ¿existe en el ejército elderecho a reclamar? El teniente se hacecargo y empieza sermoneando aHimmelstoss haciéndole ver que elfrente no es el patio de un cuartel.Después le toca a Tjaden, que recibeuna bronca todavía más fuerte, ademásde tres días de arresto. Por fin elteniente impone también a Kropp un díade arresto, mientras le guiña el ojo.

—No hay otra solución —dice,compadeciéndolo.

Es un buen muchacho.

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El arresto no es desagradable. Ellocal que se utiliza es un antiguogallinero; recibirán visitas porquesabemos el modo de entrar. Si lasentencia hubiera sido de prisión leshubieran metido en un sótano. Antestambién nos ataban a un árbol, peroahora está prohibido. A veces nos tratanya como seres humanos.

Una hora después de que Tjaden yKropp estén en su cercado, vamos ahacerles una visita. Tjaden nos saludacon un «kikirikí». Después jugamos a lascartas hasta el anochecer. Como esnatural, gana el roñoso de Tjaden.

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Cuando nos marchamos, Kat mepregunta:

—¿Qué te parecería una oca asada?—No estaría mal —respondo.Subimos a un camión de la columna

de municiones. El viaje nos cuesta doscigarrillos. Kat ha estudiado bien ellugar. El establo pertenece al estadomayor de un regimiento. Decido ser yoel que agarre la oca y me hago instruirpor Kat. El establo está detrás del muroy no se cierra más que por un pestillo.

Kat junta las manos, pongo el pie enel improvisado estribo y me subo sobrela pared. Él, mientras, vigila.

Una vez en el otro lado, me quedo

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unos instantes quieto para acostumbrarmis ojos a la oscuridad. Después veo elestablo. Me acerco despacio, sin hacerruido, palpo el pestillo, lo levanto yabro la puerta.

Distingo dos manchas blancas. Dosocas… ¡M…! Mientras estaré cogiendoa una, la otra se pondrá a chillar. Lasdos a un tiempo, entonces… Si actúocon rapidez podré agarrarlas.

Doy un salto y les caigo encima.Cazo enseguida a una y poco después ala otra. Como un poseso les golpeo lacabeza contra la pared para atontarlas.Pero no debo tener fuerza suficiente. Losanimales aletean furiosos. Yo lucho con

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rabia, pero ¡Dios!, qué fuerza tiene unaoca. Me hacen rodar de un lado a otro.A oscuras, estos dos pellejos blancosson abominables; me han nacido alas enlos brazos, casi temo elevarme hacia elcielo como si llevase un par de globoscautivos en las manos.

Ya empiezan a hacer ruido; una delas gargantas ha podido aspirar aire yronca como un despertador. Antes depoder ocuparme de ello se oye fuera unruido de patas, recibo un golpe, caigo alsuelo y escucho un furioso gruñido. Unperro. Miro de reojo; está dispuesto alanzárseme a la garganta. Me quedoinmediatamente quieto y, sobre todo,

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aprieto la garganta contra el pecho.Es un perro de presa. Al cabo de lo

que me parece una eternidad echa haciaatrás la cabeza y se sienta a mi lado. Sinembargo, cuando intento moverme,vuelve a gruñir. Pienso. La única cosaque puedo hacer es intentar desenfundarel revólver. Es absolutamenteimprescindible que salga de aquí antesde que llegue alguien. Muevo mi manocentímetro a centímetro.

Tengo la impresión de que tardohoras. El más leve movimiento vaseguido de un peligroso gruñido; estoyun rato inmóvil y vuelvo a empezar.Cuando tengo el revólver en la mano

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comienzo a temblar. Lo aprieto contra elsuelo e intento pensar en lo que he dehacer: levantar el revólver y dispararantes de que el perro me salte encimapara poder así ganar la pared.

Aspiro aire lentamente y eso metranquiliza. Después contengo larespiración, levanto la mano y suena eltiro; el perro da un salto, gimiendo,llego a la puerta del establo y tropiezocon una de las ocas que se me habíanescapado.

La cojo sin detener mi galope, lalanzo por encima del muro y lo escalocorriendo. Todavía estoy arriba cuandoel perro, que se ha recuperado corre

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detrás de mí. Salto. A diez pasos meespera Kat con la oca entre los brazos.En cuanto me ve sale a escape.

Por fin podemos recuperar elaliento. La oca está muerta, Kat haterminado en seguida con ella. Laqueremos asar inmediatamente para quenadie se dé cuenta. Voy a buscar lostrastos y la leña y nos metemos en unpequeño cobertizo abandonado queusamos siempre para cosas así. La únicalinterna está cubierta con trapos.Tenemos dispuesto una especie defogón, una plancha de hierro colocadasobre unos ladrillos. Encendemos fuego.

Kat pela y dispone la oca. Las

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plumas las guardamos aparte,cuidadosamente. Queremos hacernoscon ellas unos cojines con lainscripción: «Duerme en paz entre elbombardeo.»

El fuego de artillería del frentezumba en torno a nuestro refugio.Repentinos resplandores nos iluminan elrostro; en la pared bailan las sombras.De vez en cuando se oye un «crac»sordo y el cobertizo tiembla. Bombas deaviación. Una vez oímos gritosahogados. Una barraca debe de haberrecibido.

Los aviones roncan; el «tac tac» delas ametralladoras se escucha con más

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claridad. Pero de donde estamos nosurge ni un rayo de luz que puedadelatarnos.

Así, pues, nos sentamos el uno frenteal otro, Kat y yo, dos soldados de raídaguerrera, que asan una oca en medio dela noche. No hablamos demasiado, perotenemos, el uno para el otro, másdelicadas atenciones de las que puedenprestarse dos enamorados. Somos doshombres, dos débiles chispas de vida;fuera reinan la noche y el círculo de lamuerte. Estamos sentados en su orilla,amenazados y resguardados a un tiempo;por nuestras manos resbala la grasa;nuestros corazones se tocan y la hora

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que estamos viviendo es semejante allugar en que nos encontramos; el dulcefuego de nuestras almas hace bailar en éllas luces y las sombras de nuestrossentimientos. ¿Qué sabe él de mí? ¿Quésé yo de él? En otro tiempo, ninguno denuestros pensamientos hubieracoincidido; ahora nos sentamos frente auna oca, sentimos nuestra existencia ynos pertenecemos tanto el uno al otroque ni siquiera nos es necesario decirlo.

Se tarda un buen rato en asar unaoca, —a pesar de que esté tierna ygruesa. Por esto nos vamos relevando.Mientras uno la unta con grasa, el otroduerme. Poco a poco va extendiéndose

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un delicioso olorcillo.Los ruidos de fuera llegan

continuados, forman como una cadena,como un sueño en el que, sin embargo,no llega a desvanecerse el recuerdo.Veo, adormilado, cómo Kat levanta lacuchara, cómo la hunde. Le quiero;quiero sus espaldas, su figura angulosa ycurvada… Y al mismo tiempo, veo,detrás de él, bosques y estrellas; una vozamable murmura palabras que meconsuelan, a mí, a un soldado que consus gruesas botas, su cinturón y sumorral marcha, diminuto bajo el cieloaltísimo, por el camino que se abre anteél; olvidadizo y pocas veces triste,

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soldadito marchando siempre bajo elancho cielo nocturno.

Un soldadito y una voz amable; sialguien quisiera mimarle, quizá nosabría ya comprenderlo, este soldadocon sus gruesos zapatones y el corazónenterrado, que anda porque lleva botas yse ha olvidado de todo, excepto deandar. ¿O es que no hay flores en elhorizonte y un paisaje tan plácido que elsoldado siente necesidad de llorar?

¿No se levantan allí las imágenesque él no ha podido perder porque nuncalas ha poseído, turbadoras y huidas yapara siempre? ¿No están allí, lejos, susveinte años?

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Mi cara está húmeda. ¿Dónde estoy?Kat está delante de mí, su curvadasombra gigantesca me cubre paternal.Habla en voz baja, sonríe y regresa alfogón.

Después dice:—Ya está.—Sí, Kat.Me desperezo. En medio del

cobertizo brilla el hermoso asado.Sacamos nuestros tenedores plegables,los cuchillos y cortamos una pata cadauno. Lo acompañamos con pan demunición que vamos untando en la salsa.Comemos despacio, muy a gusto.

—¿Te gusta, Kat?

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—Mucho. ¿Y a ti?—Mucho, Kat.Somos hermanos y nos ofrecemos

mutuamente los mejores bocados.Cuando he terminado enciendo uncigarrillo. Kat un cigarro. Todavía hasobrado mucho.

—¿Qué te parece, Kat, si lleváramosun trozo a Kropp y Tjaden?

—¡Buena idea! —dice él.Cortamos un pedazo y lo

envolvemos cuidadosamente en un papelde periódico. En realidad, el restoqueremos llevárnoslo a la barraca, peroKat se ríe y dice tan sólo:

—Tjaden.

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Ya lo veo, nos lo hemos de llevartodo. Es así cómo marchamos hacia elgallinero para despertar a aquel par.Antes hemos envuelto cuidadosamenteaparte las plumas.

Kropp y Tjaden se creen víctimas deuna alucinación. Después todo sonsorbeteos y mordiscos. Tjaden mantieneun ala entre sus dos manos y la varoyendo como quien toca una armónica.Se bebe la salsa de la cazuela y dice conla boca llena:

—Eso sí que no lo olvidaré nunca.Volvemos a la barraca. He aquí de

nuevo el cielo, las estrellas, el alba queapunta y yo que ando bajo ellos, soldado

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con botas gruesas y el vientre lleno,soldadito en la alborada…

Pero a mi lado marcha, anguloso ycurvado, Kat, mi camarada.

El contorno de las barracas nosllega, en la penumbra del amanecer,como un sueño profundo y oscuro.

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Capítulo 6

De boca en boca va corriendo la vozde que se prepara una ofensiva.Partimos hacia el frente dos días antesde lo previsto. Por el camino pasamosdelante de una escuela devastada por losobuses. Arrimados a ella, a lo largo dela pared frontal, se levanta un doblemuro, muy alto, de ataúdes en maderaclara, nuevos y sin pulir. Huelen todavíaa resina, a pino, a bosque. Como mínimohay cien.

—Está bien preparada la ofensiva—dice Müller, maravillado.

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—Son para nosotros —murmuraDetering.

—No digas tonterías —leinterrumpe Kat.

—Ya puedes estar contento si a titambién te toca uno —dice Tjaden,riendo irónicamente—. No vaya a serque para cubrir tu facha de muñeco depim-pam-pum, se contenten conenvolverla en una lona.

Los demás también dicen tonterías ygastan bromas pesadas, pero, ¿cómopodríamos privarnos de ello? Losataúdes son, efectivamente, paranosotros. En estas cosas, la organizaciónfunciona a las mil maravillas.

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Por todas partes, delante denosotros, se oyen rumores. La primeranoche intentamos orientarnos. Como queel sector está bastante tranquilo,podemos escuchar el rodar de lostransportes, detrás del frente enemigo,interrumpido hasta la madrugada. Katdice que no es que evacuen sino quetraen tropas; tropas, municiones,cañones.

La artillería inglesa ha sidoreforzada, nos damos cuenta enseguida.A la derecha de la alquería hay, comomínimo, cuatro baterías más del 20,5 ydetrás del tronco del chopo hanemplazado lanzaminas. Además, han

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traído gran cantidad de estos pequeñosmonstruos franceses con espoleta depercusión.

Estamos deprimidos. Dos horasdespués de haber entrado en los refugiossubterráneos, nuestra propia artilleríanos bombardeaba las trincheras. Es latercera vez en cuatro semanas. Si fueraun error de puntería nadie se quejaría,pero esto sucede porque los tubos de loscañones están desgastados; los obusesse pierden por nuestro sector de tanimprecisos como son, a veces, losdisparos. Esta noche, dos hombres caenheridos por esta causa.

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El frente es una jaula en la que se hade aguardar, nervioso, lo que sucederá.Estamos detrás de las rejas que formanla trayectoria de las granadas y vivimosen la tensión de la incertidumbre.

El azar planea sobre nuestrascabezas. Cuando llega un obús puedoagacharme, pero nada más; el lugar enque caerá no puedo ni conocerlo nicambiarlo.

Este azar es el que nos haceindiferentes. Hace unos meses estaba enun refugio subterráneo, jugando a lascartas; al cabo de un rato me levanté yfui a visitar a unos amigos, en otrorefugio. Cuando volví, del primero no

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quedaba nada; lo había destrozado unobús de gran calibre. Regresé de nuevoal segundo refugio y llegué tan sólo atiempo de ayudar a desenterrarlo. En elintervalo lo había hundido unaexplosión.

Tanto puedo ser herido por azarcomo por azar conservar la vida. En unrefugio hecho a prueba de bombas puedoquedar destrozado y, en campo raso,puedo permanecer diez horas seguidasbajo el fuego graneado sin que meproduzca ni un simple arañazo. No essino por simple azar que el soldadoconserva la vida. Y cada soldado cree yconfía en el azar.

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Debemos vigilar nuestro pan. Lasratas se han multiplicado mucho en estosúltimos tiempos, desde que lastrincheras no están ya tan bienordenadas. Detering pretende que estoes una señal inequívoca de que habráserenata.

Las ratas aquí resultan singularmenterepugnantes porque son muy grandes.Son de las llamadas «ratas de cadáver».Tienen una cara abominable, maligna,completamente pelada, puede cogerosnáusea sólo con ver sus largas colasdesnudas.

Parecen tener mucho hambre. Han

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roído el pan a casi todos, Kropp haenvuelto el suyo con una lona y se lo hapuesto como almohada, pero no puededormir porque las ratas le corren por elrostro para llegar hasta él. Deteringquiso hacer el pillo; ató un alambre altecho y colgó de él su paquete de pan.Cuando por la noche encendió sulámpara de bolsillo pudo darse cuentade que el paquete oscilaba. Una rataenorme cabalgaba encima.

Tomamos finalmente una decisión.Recortamos con cuidado los trozos depan que han sido roídos por las ratas;tirarlo todo no podemos hacerlo deninguna manera porque sino no

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tendríamos nada que comer mañana.Las rebanadas que hemos cortado se

amontonan en el centro del refugio. Cadauno coge su pala dispuesto a pegar.Detering, Kropp y Kat preparan suslinternas.

A los pocos instantes oímos yamordiscos y tirones. Van en aumento,delatan un sinfín de minúsculas patitas.Entonces brillan repentinamente laslámparas y todos golpeamos a un tiemposobre el negro montón movedizo que sedeshace chillando. La cosa hafuncionado. Con la pala tiramos lospedazos de rata por encima del parapetoy nos preparamos de nuevo.

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El truco tiene éxito algunas vecesmás. Después las ratas ya no vuelven,sin duda, porque han sospechado algo oporque huelen la sangre. Sin embargo, ala mañana siguiente nos damos cuenta deque ha desaparecido el pan que habíaquedado en el suelo.

En el sector vecino, las ratas hanatacado a dos grandes gatos y a unperro. Los han matado a mordiscos y selos han comido.

A la mañana siguiente nos dan quesoholandés. Reparten casi un cuarto debola a cada uno. Por una parte, esto va

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bien porque el queso es gustoso yalimenticio, pero por la otra, no nosacaba de gustar, pues hasta ahora, estasbolas rojas han sido siempre el indiciode que habrá mucho jaleo. Nuestropresentimiento se acentúa cuandoreparten aguardiente. De momento nos lobebemos, pero no estamos de buenhumor.

Pasamos el día organizandoconcursos de tiro a las ratas y paseandode un lado a otro. Nos aumentan lasprovisiones de cartuchos y de granadasde mano. Nosotros mismos revisamoslas bayonetas. Algunas de estas armastienen, además del filo, el anverso

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trabajado en forma de sierra. Cuando losde aquí enfrente cogen a alguien que lalleva, le zumban sin compasión. En elotro sector encontraron a algunos de losnuestros con la nariz cortada y los ojospinchados con sus propias bayonetas.Después les habían llenado la boca deserrín y así les ahogaron.

Algunos reclutas todavía llevan estetipo de machetes, los tiramos y losremplazamos por otros. De todasmaneras, la bayoneta ha perdidoimportancia. En los ataques se suelepreferir una pala y las granadas demano. La pala, bien afilada, es un armamás ligera y con más aplicaciones. Sirve

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no sólo para clavarla bajo la barbilladel adversario, sino también para dargrandes tajos; tiene un buen golpe,especialmente si pegáis en diagonal y leacertáis entre el cuello y la espalda,podéis abrirlo con facilidad hasta mediopecho. La bayoneta cuando se clavasuele encallarse; entonces es precisoponer el pie sobre el vientre del caído yapretándole con fuerza dar un buen tirónhacia arriba para poder sacarla.Mientras, es posible que ya os hayanarreado. Además, la bayoneta sueleromperse con facilidad.

Por la noche resuenan los avisos de:¡Gas! Estamos aguardando el ataque y

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nos tendemos con las máscarascolocadas, dispuestos a sacárnoslas tanpronto como se presente la primerasombra.

Amanece sin que haya sucedidonada. Tan sólo aquel rodarininterrumpido de aquí enfrente, quellega a atacarnos los nervios. Trenes,trenes, camiones, camiones. ¿Quédiablos deben estar concentrando?

Nuestra artillería los cañonea sincesar, pero siguen, siguen sin detenerse.

Tenemos los rostros cansados y nonos atrevemos ni a mirarnosmutuamente.

—Será como en Somme. Después

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tuvimos siete días y siete noches debombardeo continuo —dice Kat,sombrío.

No gasta bromas desde que estamosaquí, y esto es una mala señal, porqueKat es un gato viejo y huele las cosas.Sólo Tjaden está contento con lasbuenas raciones y con el ron; inclusoopina que regresaremos tranquilamente,igual como hemos venido, sin quesuceda absolutamente nada.

Casi puede parecerlo. Pasa un día ydespués otro… Por la noche estoy decentinela sentado en un pozo deobservación. Por encima de mí suben ycaen cohetes y paracaídas luminosos.

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Estoy atento, excitado, mi corazón latecon fuerza. A cada momento miro laesfera luminosa de mi reloj, la agujaparece inmóvil. El sueño se cuelga demis párpados, muevo los dedos del pie,dentro de las botas, para mantenermedespierto. Hasta la hora del relevo nosucede nada; tan sólo continuamente elrumor sordo del otro lado. Poco a poconos tranquilizamos y nos ponemos ajugar a las cartas… Quizá tendremossuerte.

El cielo está poblado de globoscautivos. Se dice que los de enfrente hantraído incluso tanques y que la aviaciónde combate cooperará también en el

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ataque… Sin embargo, esto nos interesamenos que lo que cuentan de los nuevoslanzallamas.

Nos despertamos en plena noche. Latierra resuena sordamente. Sobrenuestras cabezas hay un terriblebombardeo. Nos apiñamos, unos sobreotros, en los rincones. Puedendistinguirse obuses de todos loscalibres.

Cada uno palpa sus cosas y seasegura, a cada momento, de que lo tienetodo. El refugio tiembla. La noche essólo un trueno y un relámpago. Nos

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miramos al fulgor de las explosiones, ycon la cara pálida y los labios prietos,movemos tristemente las cabezas.

Sentimos en nuestra propia carne lospesados proyectiles que se llevan, trozoa trozo, el parapeto, remuevenfuriosamente la tierra de las rampas ydestrozan los bloques superiores, decemento armado. Escuchamos el choquesordo y rabioso, parecido al zarpazo deuna fiera, que se produce cuando el obúscae en la trinchera. Por la mañanaalgunos reclutas tienen la cara verde yvomitan. Son demasiado inexpertostodavía.

Lentamente, una asquerosa luz gris

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que hace empalidecer el fulgor de losestallidos va filtrándose por lasgalerías. Ha amanecido. Se mezclanahora, con el fuego de la artillería, lasexplosiones de las minas. Producen unaconmoción de locura. Donde caen seabre una fosa común.

Salen los que van a hacer el relevo;los observadores entran tambaleándose,llenos de barro; tiemblan. Uno de ellosse tiende en silencio, en un rincón, y sepone a comer; el otro, un reservista,solloza; la presión del aire lo ha lanzadodos veces por encima del parapeto sinocasionarle nada más que un ataque denervios.

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Los reclutas se lo miran. Eso secontagia con rapidez; hemos de tenercuidado. Algunos labios ya empiezan atemblar. Es bueno que se haga de día;quizás el ataque se efectúe esta mismamañana. El fuego no disminuye. Seextiende también a nuestras espaldas.Por todas partes brotan surtidores debarro y metralla. La artillería cubre unazona muy vasta.

El ataque no empieza, pero el fuegosigue siendo intenso. Poco a poco vamosensordeciendo. Apenas habla nadie.Tampoco le oiríamos.

Nuestra trinchera ha sido casidestruida. En muchos lugares sólo

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alcanza medio metro de altura. Estállena de agujeros, de embudos, demontones de tierra. Estalla una granadadelante mismo de nuestra galería.Quedamos a oscuras. Hemos quedadosepultados y debemos desenterrarnos.Al cabo de una hora, la entrada queda denuevo expedita y nosotros estamos algomás calmados porque hemos tenido enqué ocuparnos.

El comandante de nuestra compañíaentra a gatas y nos comunica que dosrefugios han sido totalmente destruidos.Los reclutas se tranquilizan al verle.Dice que hoy por la noche intentarántraernos víveres.

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Esas palabras tienen un sonidoconsolador. Nadie había pensado enello, si exceptuamos a Tjaden. Así,pues, recibiremos algo del exterior; sipueden llegar con los víveres es que lacosa todavía no anda tan mal, piensanlos reclutas. No queremosdesengañarlos; nosotros sabemos que lacomida es tan importante como lasmuniciones y que es únicamente por estopor lo que intentarán traérnosla.

Sin embargo, no lo consiguen. Saleuna segunda expedición. Regresatambién sin nada. Lo intenta, finalmenteKat, y ha de volver sin haberlo logrado.Nadie puede pasar; no existe una cola de

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perro tan delgada como para escapar aun fuego semejante.

Nos apretamos algo más el cinturóny cada mordisco al pedacito que nosqueda lo masticamos tres veces. Pero noes suficiente; tenemos una formidablegazuza. Ya voy reservándome uncuscurro; me como la miga y guardo lacorteza en el morral. De vez en cuandola roo un poco.

La noche es insoportable. Nopodemos dormir; miramos fijamentehacia adelante y dormitamos.

Tjaden lamenta que malgastáramos

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para matar ratas aquellos pedazos depan roídos. Hubiéramos debidoguardarlos cuidadosamente. Ahora selos comerían todos. También nos faltaagua, pero no es aún tan urgente.

Al amanecer, cuando todavía estáoscuro, se produce un momento deemoción. Por la entrada se precipitanunas cuantas ratas que saltan y empiezana trepar por las paredes. Las lámparasde bolsillo iluminan la confusión. Todose llena de gritos, maldiciones y golpes.Es una descarga de la rabia y ladesesperación acumuladas durante tantashoras, la que ahora estalla. Las carasestán crispadas, los brazos golpean, los

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animales chillan; nos cuesta trabajodetenernos, casi nos hubiéramosagredido los unos a los otros.

Esta excitación nos ha agotado. Nostumbamos nuevamente y aguardamos. Esun milagro que en nuestro refugio no sehaya producido todavía ninguna baja. Esuno de los pocos que todavía semantienen en pie.

Entra un cabo. Trae pan. Tressoldados han conseguido atravesar, porla noche, la línea de fuego y han vueltocon algunas provisiones. Han contadoque el fuego, sin decrecer, ni unmomento, llega hasta las posiciones dela artillería. Es un enigma de dónde han

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podido sacar tantos cañones los de aquídelante.

Hemos de aguardar, aguardar. Amediodía ocurre lo que me temía. Unode los reclutas sufre un ataque. Ya hacíarato que observaba cómo le crujían losdientes, inquieto, y cómo abría y cerrabalos puños. Conocemos en exceso estosojos asustados que parecen querer saltarde la cabeza. Hace poco rato estabaaparentemente tranquilo. Se hundía pordentro como un árbol podrido.

Ahora se levanta, se desliza,arrastrándose a escondidas, a través dela galería, se para unos momentos yluego corre hacia la salida. Le pregunto:

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—¿Dónde vas?—Vuelvo enseguida —responde

intentando pasarme delante.—Espera todavía un poco que el

fuego disminuirá. Escucha con atencióny su mirada brilla, un momento, conlucidez. Después, de nuevo, tiene elturbio estallido de un perro rabioso;calla y me empuja hacia un lado.

—Aguarda un minuto, camarada —grito. Kat se da cuenta, y en el momentoen que el otro me empuja, él lo coge pordetrás y lo sostenemos fuertemente entrelos dos.

Empieza a gritar enseguida:—¡Dejadme! ¡Dejadme! ¡Quiero

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salir de aquí! No escucha a nadie ygolpea a diestro y siniestro. Tiene laboca babeante y se atraganta conpalabras sin sentido que suelta aborbotones, comiéndose la mitad. Es unataque de terror de la trinchera. Tiene laimpresión de que aquí se está ahogandoy sólo siente un ansia: huir. Si lodejáramos correría hacia cualquier partesin cubrirse. No sería el primero.

Como sigue furioso y los ojosempiezan a darle vueltas en las órbitas,no tenemos más remedio que atizarle unpoco para que se ponga en razón. Lohacemos deprisa y sin piedad;conseguimos así que, por el momento,

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vuelva a sentarse tranquilo. Los otroshan palidecido al verlo; supongo que lesservirá de lección. Un fuego tan intensoes demasiado para estos pobresmuchachos; han pasado directamente delcampo de instrucción a un infierno queharía encanecer a un veterano.

El aire es irrespirable y esto nosataca más todavía los nervios. Estamossentados como en nuestra tumba y tansólo aguardamos una cosa: quedarenterrados.

De pronto, un aullido y un relámpagoextraordinarios lo llenan todo; el refugiocruje por todas sus junturas bajo laexplosión de un obús. Afortunadamente,

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era ligero; los bloques de cemento hanresistido. Se oye un espantoso tintineometálico, las paredes tiemblan, vuelanfusiles y cascos, barro y polvo. Entrauna humareda sulfurosa. Si en vez deestar en este refugio tan reciohubiéramos estado en otro más débil,como los que construyen ahora, nadie denosotros habría sobrevivido.

Sin embargo, el efecto producido eslamentable. El recluta de antes vuelve agritar como un loco y se le añaden otrosdos. Uno de ellos se escapa y huyecorriendo. Tenemos demasiado trabajocon los que quedan. Yo me lanzo detrásdel fugitivo y pienso si debo dispararle

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a las piernas; pero algo silba, me echoal suelo, y cuando me levanto, la paredde la trinchera está llena de pedazos demetralla caliente, trozos de carne yrestos de uniforme adheridos. Regreso.

El primero parece haberse vueltoloco realmente. Si lo soltamos se lanzade cabeza contra el muro, con la furia deun macho cabrío. Por la nochetendremos que intentar llevarle aretaguardia. De momento lo atamos demanera que podamos soltar rápidamentesus ligaduras en caso de ataque.

Kat propone jugar a las cartas. ¡Quéhacer, si no! Quizás así el tiempotranscurra más deprisa. ¡Pero, no!

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Atendemos a cada obús que cae cerca ynos equivocamos al contar las bases ono jugamos al palo que corresponde.Tenemos que dejarlo. Parece queestemos sentados en el interior de unacaldera de gran sonoridad encima de laque están dando furiosos golpes portodos lados.

Todavía otra noche. La extrematensión nerviosa nos sume en una obtusaimpasibilidad. Es una tensión mortal,como si con un cuchillo mellado osrascasen, de arriba abajo, toda lamedula espinal. Las piernas ya no nossostienen, las manos tiemblan, el cuerpono es ya más que una delgada piel sobre

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un delirio apenas contenido, sobre unaullido sin fin que sube por nuestragarganta a punto de estallar. No tenemosya ni carne ni músculos; no nosatrevemos ni a mirarnos por temor aalgo desconocido. Apretamos los labiose intentamos pensar: «Esto pasará…Esto pasará… Tal vez salgamos de éstatodavía.»

De repente, dejan de caer obuses anuestro alrededor. El fuego continúa,pero ha avanzado un poco; nuestratrinchera está libre. Tomamos lasgranadas de mano, las tiramos delante

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del refugio y saltamos fuera. Aquelterrible bombardeo ha cesado, peroahora efectúan, a nuestras espaldas, unintenso fuego de bloqueo. Ya está aquíel ataque.

Nadie podría creer que en estedesierto removido quedaran hombres;pero ahora emergen de todas lastrincheras los cascos de acero y acincuenta metros de nosotros hanemplazado ya una ametralladora queempieza a crepitar en seguida.

Las defensas de alambre estándestruidas, pero todavía puedencontener un poco. Vemos acercarse a losatacantes. Nuestra artillería

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relampaguea. Matraquean lasametralladoras y crepitan los fusiles.Los del otro bando se esfuerzan poravanzar. Haie y Kropp comienzan alanzar granadas de mano. Haie alcanzahasta sesenta metros y Kropp hastacincuenta; eso está comprobado y esmuy importante. Los de enfrente nopodrán hacernos demasiado daño hastaque no estén a menos de treinta metros.Reconocemos las caras contraídas, loscascos planos: son franceses. Llegan alos restos de las defensas de alambre ytienen ya bajas visibles. Laametralladora que está cerca de nosotrosha segado toda una fila; después tenemos

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muchas dificultades para disparar ypueden acercarse más. Veo a uno quecae en la trampa de un pozo con elrostro hacia arriba. El cuerpo se hundecomo un saco, pero las manos quedancolgadas del alambre como si quisieraorar. Después el cuerpo se le separatotalmente y cae dentro, sólo quedan lasmanos seccionadas por las balas,colgadas del alambre con colgajos decarne de los brazos.

Cuando nos disponemos a retrocederemergen, delante de nosotros, tresrostros. Bajo uno de los cascos apareceuna barbita negra, puntiaguda y dos ojosque me miran fijamente. Levanto la

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mano, pero me es imposible lanzar lagranada en dirección a estos ojossingulares. Durante un instante delocura, la batalla gira como untorbellino alrededor de mí y de los ojos,únicos puntos inmóviles; después,delante de mí, la cabeza se levanta, veouna mano, un movimiento y en seguidami granada vuela hacia allí.

Retrocedemos corriendo mientraslanzamos alambre de púas dentro de lastrincheras y disponemos granadas apunto de estallar que nos guardan lasespaldas con sus explosiones. Desde lacercana posición, las ametralladorassiguen disparando.

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Nos hemos convertido en animalespeligrosos. No combatimos, nosdefendemos de la destrucción. Nolanzamos las granadas contra loshombres — ¡qué sabemos nosotros enestos momentos de todo esto!—, es lamuerte la que nos acorrala agitandoaquellas manos y aquellos cascos. Porprimera vez, después de tres días,podemos mirarla a la cara; por primeravez, después de tres días, podemosdefendernos. Nos posee una rabia loca.Ya no hemos de esperar, impotentes,tendidos sobre el túmulo; destruimos ymatamos para defendernos, paradefendernos y también para vengarnos.

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Nos agachamos detrás de cadarelieve del terreno, detrás de cadaestaca de hierro, y lanzamos a los piesde quienes nos persiguen paquetes deexplosivos, antes de huir. Lasdetonaciones de las bombas de manorepercuten con fuerza en nuestros brazosy piernas; agachados como los gatos,corremos inundados por esta ola que senos lleva y que nos hace crueles, quenos convierte en salteadores de caminos,asesinos, demonios si queréis; por estaola que multiplica nuestro vigor enmedio de la angustia, del odio y delansia de vivir, que busca nuestrasalvación y que nos salva. Si tu propio

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padre viniera con los de enfrente, nodudarías en lanzarle una granada alpecho. Hemos evacuado las trincherasde primera línea. ¿Son trincherastodavía? Están deshechas, aniquiladas;no son sino fragmentos de trinchera,agujeros unidos por pequeños canales,embudos, nada más. Pero las bajas delos de delante aumentan. No habíanprevisto tanta resistencia.

Mediodía. El sol quema; el sudornos muerde los ojos; lo secamos con lamanga. De vez en cuando hay sangretambién. Nos acercamos a una trinchera

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que tiene mejor aspecto. Está ocupada ypreparada para resistir; nos acoge.Nuestra artillería entra en acciónpoderosamente y cierra con llave laposición.

Las tropas que nos perseguían seencallan. No pueden continuar. El ataqueha sido paralizado por la artillería.Espiamos. El fuego salta, de pronto, cienmetros más allá y nos lanzamos alataque. A mi lado un obús se lleva lacabeza de un soldado de primera. Corretodavía unos pasos, mientras la sangrebrota de su cuello como de un surtidor.

No llegamos al cuerpo a cuerpo. Losotros se retiran. Llegamos a nuestras

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trincheras destrozadas y seguimosavanzando.

¡Oh, estos regresos! Habéis llegadoa las acogedoras posiciones de reservay quisierais dejaros resbalar,desaparecer en ellas. Y he aquí quedebéis volver atrás, sumergiros denuevo en el horror. Si en semejantesmomentos no fuéramos autómatasquedaríamos tendidos, exhaustos,incapaces del menor acto de voluntad.Pero nos sentimos arrastrados de nuevohacia adelante, sin voluntad también y,no obstante, con un furor homicida y unarabia demencial; queremos matar, pues,esos de ahí abajo, ya que son ahora

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nuestros mortales enemigos; sus fusiles ysus granadas se dirigen contra nosotros.Si no los aniquilamos, ellos nosaniquilarán a nosotros.

La tierra parda, esta tierra parda,rasgada y reventada, que luce grasientabajo los rayos del sol, sirve de fondo aun terrible juego de autómatas; nuestrojadeo se asemeja al ruido de un muellemal engrasado; nuestros labios estánsecos y nuestra cabeza más pesada quedespués de una noche de borrachera…Es así como avanzamos, vacilantes, y ennuestras almas resecas y acribilladaspenetra con un dolor lacerante la imagende esta tierra parda iluminada por este

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sol grasiento, con estos soldados,todavía palpitantes unos, muertos ya losotros, tendidos todos sobre el suelo,como si éste fuera su fatal destino, quenos agarran las piernas y gritan cuandonosotros les pasamos por encima.

Hemos perdido todo sentimiento desolidaridad, apenas nos reconocemoscuando la imagen de un compañero caebajo la mirada de nuestros ojosalucinados. Somos cadáveresinsensibles que por un truco, por unapeligrosa brujería, podemos todavíacorrer y matar.

Un joven francés se queda atrás; lealcanzamos y levanta las manos. En una

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de ellas lleva todavía el revólver, no sesabe si quiere disparar o rendirse. Ungolpe de pala le rompe la cara. Otro quelo ve intenta huir corriendo, pero unabayoneta se clava, con un silbido, en suespalda. Da un salto y con los brazosextendidos y la boca muy abierta,gritando, vacila con la bayonetaoscilando entre los hombros. Otro tira elfusil, se agacha y se cubre los ojos conlas manos. Lo dejamos atrás, con losotros prisioneros, para transportarheridos.

De pronto, en nuestra persecución,llegamos a las líneas enemigas.

Vamos tan cerca de nuestros

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adversarios que casi conseguimospenetrar juntos en ellas. Merced a estotenemos pocas bajas. Nos ladra unaametralladora, pero la hacemosenmudecer con una granada de mano.Sin embargo, en los pocos segundos queha disparado, ha podido herir en elvientre a cinco hombres. Kat, de unculatazo, deshace el rostro de uno de losservidores de la ametralladora queestaba ileso. A los otros losatravesamos con nuestras bayonetasantes de que puedan servirse de lasgranadas de mano. Después, sedientos,nos bebemos el agua del refrigerador.

Se oye por todas partes el ruido de

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las tenazas y los cortafríos que rompenlas alambradas y se echan tablonesencima de las estacas que las sostienen.Corriendo por estas estrechas pasarelassaltamos a las trincheras. Haie clava lapala en el cuello de un gigantescofrancés y tira la primera granada; noscubrimos unos segundos detrás de unparapeto y luego el trozo de trincheraque tenemos a la vista queda expedito.La segunda silba diagonalmente contrala esquina y abre vía libre; mientrascorremos vamos lanzándolas contra losrefugios ante los que pasamos. La tierratiembla; todo es humareda, gemidos yexplosiones. Tropezamos con jirones de

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carne sanguinolenta que nos hacenvacilar; con blandos cuerpos. Caigosobre un vientre abierto encima del quereposa un quepis de oficial, limpio eintacto.

El combate va decayendo. Perdemoscontacto con el enemigo. Como que aquíno podríamos sostenernos durantemucho tiempo, volvemos a lasposiciones anteriores protegidos por elfuego de nuestra artillería. En cuanto nostransmiten la orden penetramoscorriendo en los cercanos refugios parallevarnos todas las conservas queencontramos a mano —especialmentelatas de «Corned-beef» y de mantequilla

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— antes de marchar.Llegamos en buenas condiciones.

Momentáneamente, los otros no inicianotro ataque. Estamos más de una horatendidos, jadeando, descansando sin quenadie hable. Estamos extenuados, tanextenuados que a pesar de la terriblegazuza, que tenemos nadie se acuerda delas latas de conserva. Sólo poco a pocovamos convirtiéndonos, de nuevo, enalgo semejante a hombres.

El «Corned-beef» de ahí enfrente esfamoso en todo el sector. Llega a ser, devez en cuando, la razón principal de unode esos súbitos ataques que efectuamosa menudo, pues nuestro avituallamiento

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es, generalmente, malo; siempre estamoshambrientos.

En conjunto hemos requisado cincolatas. Ellos sí que van bienpertrechados. Es una delicia sualimentación comparada con la nuestra,pobres hambrientos que debemos tragarmermelada de nabos. La carne circula enabundancia en el otro lado, sólonecesitan cogerla. Haie ha pescado,además, una barra de pan francés y se laha puesto en el cinturón como una pala.Uno de los extremos está sanguinolento,pero no importa, ya lo cortaremos.

Es una suerte que ahora tengamoscomida abundante; todavía precisaremos

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nuestras fuerzas. Comer hastasatisfacerse es algo tan valioso como unbuen refugio. Es por esta razón quepensamos tanto en la alimentación; nospuede salvar la vida.

Tjaden ha robado dos cantimplorasllenas de coñac. Corren de mano enmano.

La artillería comienza a darnos subendición vespertina. Anochece; selevanta la neblina del interior de losembudos. Diríase que están llenos decosas misteriosas, parecidas afantasmas. El vaho blanquecino se

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arrastra tímidamente de un lado a otroantes de osar levantarse por encima delos bordes. Después se alarga en largasfajas pálidas de embudo en embudo.

Refresca. Estoy de centinela yescruto fijamente la oscuridad que tengodelante. Me siento deprimido, comosiempre después de un ataque; por estome es tan penoso quedar a solas con mispensamientos. No son propiamentepensamientos, son recuerdos que measaltan ahora aprovechando midebilidad y que me impresionanextraordinariamente.

Suben los cohetes luminosos… ydelante de mí aparece una imagen. Es un

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atardecer estival, estoy en el claustro dela catedral contemplando los rosalesfloridos, en medio del jardincilloclaustral, donde están enterrados loscanónigos. A mi alrededor se levantanestatuas de piedra representando losmisterios del rosario. No hay nadie; ungran silencio planea por encima de esteflorido recuadro; el sol calienta lasenormes piedras grises. Las acaricio conmi mano y noto su tibieza. Sobre elángulo derecho del tejado de pizarra selevanta la torre verde de la catedral,destacando en el azul tierno y mate de latarde. Entre las columnitas brillantes delclaustro se goza de aquella suave

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frescura que sólo puede encontrarse enlas iglesias; yo estoy allí, inmóvil,pensando que cuando tenga veinte añospodré conocer los turbadores goces quesugieren las mujeres.

Esta imagen está tan cerca de mí queme asusta, llega a tocarme antes dedesvanecerse con el fulgor de lainmediata bola luminosa.

Cojo el fusil y lo examino. El cañónestá húmedo; pongo encima la mano, loaprieto y froto la humedad con misdedos.

En los prados que había más allá denuestro pueblo se levantaba una largahilera de chopos, cerca de un torrente.

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Podía vérseles desde muy lejos y aunquetan sólo hubiera una hilera lesllamábamos la chopera. Ya de niñossentíamos predilección por estosárboles; nos atraían inexplicablemente.Pasábamos días enteros en susproximidades y escuchábamos su ligeromurmullo. Sentados bajo ellos, en laorilla del torrente, dejábamos balancearnuestros pies en el agua clara y rápida.El olor puro del riachuelo y la melodíade la brisa en los chopos dominabannuestra fantasía. ¡Los amábamos tanto!Todavía ahora, la imagen de aquellosdías me hace latir el corazón, antes dedesaparecer.

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Es curioso que todos los recuerdosque despiertan en nosotros tengan dosparticularidades. Siempre están llenosde silencio; es lo que tiene más fuerza enellos. E incluso, si en la realidad fuerondiferentes, no por ello dejan de produciresta impresión. Son aparicionessilenciosas, que sólo me hablan conmiradas y gestos, mudas… Suemocionante silencio me obliga aapretar el fusil contra mí para noabandonarme a esta deliciosadisgregación en la que mi cuerpo querríasumergirse, fundiéndose dulcemente conlas potencias mudas que están detrás delas cosas.

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Son tan silenciosas porqueprecisamente el silencio es ahorainconcebible para nosotros. Nunca haysilencio en el frente y su zona es tanvasta que siempre nos encontramos enella. Hasta en la retaguardia, en los másatrasados depósitos y en los lugaresdonde vamos a descansar, el rumor delfrente llega constantemente a nuestrosoídos. Nunca nos alejamos lo suficientepara no oírlo. En estos últimos días hasido insoportable.

Este silencio es la causa de que lasimágenes del pasado despierten ennosotros más tristeza que deseo. Unainmensa y desesperanzada melancolía.

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Estas cosas han sido, pero no volverán.Han pasado, pertenecen a un mundo queha terminado para nosotros. En el patiodel cuartel nos producían un furiosoanhelo y una incontenible rebeldía, nossentíamos atados todavía a ellos, lespertenecíamos y ellos nos pertenecíanaunque estuviéramos separados. Surgíantambién en las canciones de soldado quecantábamos cuando íbamos al campo demaniobras, marchando entre el alba y lasnegras sombras del bosque; era unaevocación vehemente que brotaba denuestro interior. Pero aquí, en lastrincheras, lo hemos perdido todo. Ya nose eleva en nosotros ningún recuerdo;

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hemos muerto. El recuerdo planea a lolejos, en el horizonte. Es una especie deaparición, un enigmático reflejo quedespierta, al que tememos y al queamamos sin esperanza. Es fuerte comonuestro deseo, pero es inaccesible y losabemos. Es tan vano como la esperanzade llegar a general.

Y aunque volviéramos a este paisajede nuestra infancia, apenas sabríamosqué hacer allí. Las delicadas y secretasfuerzas que suscitaba en nosotros nopueden renacer. Podríamos encontrarnosallí de nuevo y pasear. Podríamoscontemplarlo, amarlo e inclusoemocionarnos con el recuerdo. Pero

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todo sería parecido a la agridulcecontemplación de la fotografía de uncamarada muerto; sus rasgos, su rostro ylos días que pasamos juntos se animan anuestro recuerdo. Pero no es élrealmente.

Ya no nos sentimos atados comoantes a este paisaje. No fue la noción desu belleza y de su espíritu lo que nosatrajo, sino lo que teníamos en común, elarmónico sentimiento de una fraternidadentre las cosas y los acontecimientos denuestro ser, sentimiento que nosmantenía aparte y nos hacía

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incomprensible el mundo de nuestrospadres; pues, en cierto modo, nosotrosestábamos siempre dulcementeinclinados y abandonados al nuestro, eincluso las cosas más insignificantesdesembocaban siempre, para nosotros,en la ruta del infinito. Quizás esto eratan sólo el privilegio de nuestrajuventud; no veíamos todavía ningúnlímite ni admitíamos término a cosaalguna. Teníamos el impulso de lasangre, que nos identificaba con elcorrer de nuestros días.

Hoy pasaríamos por los prados denuestra juventud como viajeros. Hemossido consumidos por las realidades;

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conocemos las diferencias comocomerciantes y las necesidades comocarniceros. Ya no somosdespreocupados, somos terriblementeindiferentes. Ciertamente podríamosestar allí, pero, ¿viviríamos?

Estamos abandonados como niños ysomos experimentados como ancianos.Somos groseros, tristes, superficiales…Creo que estamos perdidos.

Se me hielan las manos y tengoescalofríos; no obstante, la noche essuave. Sólo la niebla es fría, esa nieblasiniestra que se arrastra alrededor de los

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cadáveres que hay delante de nosotros yque les sorbe la última y escondida gotade vida. Mañana estarán lívidos,verdosos y su sangre aparecerá negra ycoagulada.

Suben todavía los cohetes luminososy lanzan su brillo despiadado sobre unpaisaje pétreo, lleno de cráteres y de luzfría, como de astro lunar.

Bajo mi piel, la sangre lleva terror einquietud a mis pensamientos. Sedebilitan y tiemblan, quieren calor yvida. No pueden resistir sin consuelo niilusiones; se retuercen ante la desnudaimagen de la desesperación.

Se oye un tintineo de calderas y

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tengo, de pronto, el vehemente deseo decomer algo caliente; me iría bien, mecalmaría. Me domino apesadumbradoaguardando la hora del relevo.

Después me meto en el refugio yencuentro dispuesto un gran tazón desopa. Está hecha con manteca y essabrosa. Me la como despacio. Yguardo silencio, a pesar de que losdemás están de buen humor, pues elfuego ha decrecido.

Los días transcurren y cada hora es,al mismo tiempo, incomprensible yevidente. Alternamos los ataques con loscontraataques, y poco a poco, loscadáveres van amontonándose en el

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campo lleno de embudos que hay entreambas trincheras. Los heridos que caencerca podemos, generalmente,recogerlos. Hay algunos, sin embargo,que quedan demasiado tiempodesatendidos y les oímos morir.Estamos, desde hace dos días, buscandoinútilmente a uno de ellos. Debepermanecer tendido boca abajo sinpoder darse la vuelta. No puede tenerotra explicación el que no leencontremos, ya que sólo cuando se gritacon la boca a ras del suelo se hacedifícil precisar la dirección de la voz.

Debe tener una mala herida, uno deesos disparos traidores que no son tan

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graves como para debilitar el cuerpo ymatar con rapidez, ni tan leves comopara que se puedan soportar los dolorescon esperanzas de salvación. Kat opinaque tiene la pelvis destrozada o una balaen la columna vertebral. No puede seruna herida en el pecho, pues en ese casono tendría tanta fuerza para gritar. Siestuviera herido de otra parte, loveríamos moverse.

Poco a poco, su voz vaenronqueciendo y tiene un sonido tandesgraciadamente confuso que diríaseproviene de todas partes. La primeranoche salieron tres veces a buscarlo,pero cuando creían haber encontrado la

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dirección y avanzaban hacia aquel lugar,la voz gritaba de nuevo desde otro lado.

Buscamos inútilmente hasta lamadrugada. Durante todo el díaexploramos el terreno con binoculares;nada. El segundo día la voz es ya másdébil. Nos damos cuenta de que elhombre tiene los labios y la gargantacompletamente secos.

Nuestro comandante prometepermiso anticipado y tres días desuplemento al que lo encuentre. Es unbuen cebo, pero sin él también haríamoslo posible, porque sus gritos sonterribles. Kat y Kropp salen una vez, amedia tarde. Una bala lame la oreja de

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Albert y le arranca el lóbulo. Unatemeridad inútil. Vuelven sin el herido.

Y con todo, podemos entenderperfectamente lo que grita. Primero sólopide socorro. La segunda noche debetener fiebre; habla de su mujer y de sushijos. Oímos muchas veces el nombre«Elisa». Hoy sólo llora. Por la noche, lavoz no es ya más que un ronquido. Peroresuena todavía débilmente hasta elamanecer. Lo oímos bien porque elviento sopla en dirección a lastrincheras. Por la mañana, cuando todoscreemos que ha muerto hace rato, unestertor gutural llega de nuevo hastanosotros.

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Los días son calurosos y loscadáveres están insepultos. No podemosrecogerlos a todos, no sabríamos dóndemeterlos. Las mismas granadas seencargan de enterrarlos. Algunos tiene elvientre hinchado como un globo y losgases que lo llenan les hacen silbar,eructar y moverse. El cielo es azul, sinnubes. Los atardeceres son bochornosos,el calor sube de la tierra. Cuando soplael viento hacia nuestro lado, nos trae elolor de la sangre, dulzona y espesa, querepugna y empalaga; el tufillo de muerteque exhalan los embudos parece unamezcla de cloroformo y podredumbreque nos produce náuseas y vómitos.

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Las noches se calman y comienzaenseguida la caza de anillos de cobre delas granadas y de los paracaídas de sedade las bolas luminosas. En realidadnadie sabe por qué son tan codiciadosestos anillos. Los coleccionistas opinan,simplemente, que son valiosos. Hayalgunos que recogen tantos, que vuelvencurvados por el peso a las trincheras.

Haie, por lo menos, da una razón:quiere enviarlos a su prometida para quelos utilice como ligas. Esto causa,naturalmente, enorme hilaridad entre losfrisones. Se golpean las rodillasmientras dicen: «¡Qué cosas tienes!

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¡Este Haie se las sabe todas!» Tjaden,sobre todo, no puede contenerse. Tieneen sus manos la anilla más grande y acada momento mete la pierna dentrocomo para indicar el espacio que quedatodavía vacío.

—¡Caramba, Haie! Debe de tenerunos buenos muslos… Ya lo creo, unosbuenos muslos.

Los pensamientos le suben algo másarriba:

—¡Y qué culo debe tener también!Casi como el de un elefante.

Todavía no tiene bastante, y añade:—Cómo me gustaría jugar con ella a

darnos golpecitos en los jamones.

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¡Palabra que sí!Haie está radiante porque su

prometida tiene tanto éxito, y dice,orgulloso:

—Sí, está buena.Los paracaídas tienen aplicaciones

más prácticas… Tres o cuatro, según laanchura del pecho, bastan para unablusa. Kropp y yo los hacemos servir depañuelos de bolsillo. Otros los envían asu casa. Si las mujeres supieran elpeligro que se corre a veces buscandoestos trapitos, tendrían un buensobresalto.

Kat encuentra a Tjaden golpeandotranquilamente los anillos de un obús

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que no ha estallado, para sacarlos. Acualquier otro le habría estallado entrelas manos, pero Tjaden, como siempre,tiene suerte.

Dos mariposas juegan durante todala mañana por delante de nuestratrinchera. Son de color limón; en lasalas amarillas tienen unos puntitos rojos.¿Qué puede haberlas hecho venir? Enninguna parte hay flores ni plantas. Seposan sobre la dentadura de un cráneo.Los pájaros son tan despreocupadoscomo ellas: hace tiempo ya que se hanacostumbrado a la guerra. Cada mañanavemos volar alondras entre ambosfrentes. Hace aproximadamente un año,

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pudimos observar a una pareja queempollaban y consiguieron, ciertamente,criar a sus pequeñuelos.

Por lo que a las ratas se refiere,ahora nos dejan tranquilos. Están ahídelante; todos sabemos por qué. Seengordan. Cuando divisamos una, latumbamos de un tiro. Por la nochevolvemos a oír aquel rodar, al otro lado.De día tenemos tan sólo fuego normal,de manera que podemos dedicarnos arehacer las trincheras. No nos faltandistracciones, pues los aviones seencargan de proporcionárnoslas.Diariamente todos los combates tienensu público.

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A los aviones de caza todavíapodemos soportarlos, pero a losaparatos de observación los odiamoscomo a la peste porque atraen sobrenosotros el fuego de la artillería.Transcurridos unos minutos, desde suaparición, nos cae encima un diluvio de«shrapnells» y de granadas. Por su culpaperdimos once hombres en un día; cincode ellos enfermeros. Dos quedaron tandestrozados que Tjaden afirmaba que sehubiera podido escoger en una cucharalo que de ellos quedó enganchado en lapared de la trinchera y enterrarlo luegometido en una olla. Otro tiene laspiernas cortadas y arrancado el bajo

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vientre. Reposa, muerto, con el pechoinclinado sobre la trinchera. Su cara esamarilla como un limón; entre la barbabrilla todavía la brasa de un cigarrillo.Va ardiendo hasta que se le apaga en loslabios con un leve crujido.

Provisionalmente, colocamos a losmuertos en un gran embudo. Por elmomento, hay tres capas.

Súbitamente, el fuego recobra todasu intensidad. Pronto volvemos a estarsentados con aquella rigidez angustiosade la espera inactiva.

Ataque, contraataque, choque,

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contrachoque; todo esto son palabras,pero, ¿qué es lo que encierran? Tenemosmuchas bajas, sobre todo reclutas. Ennuestro sector recibimos refuerzos. Sonmuchachos de un regimiento que se hacreado hace poco, casi todos jovencitosdel último reemplazo. Apenas siconocen la instrucción; no han podidohacer más que ejercicios teóricos antesde entrar en campaña. Lo que es unagranada de mano sí lo saben; pero notienen ni la menor idea de lo querepresenta cubrirse, y, sobre todo, lesfalta vista para ello. Un relieve delterreno ha de ser de medio metro paraque ellos lo vean.

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A pesar de que los refuerzos nos sonmuy necesarios, los reclutas son más unestorbo que una ayuda. En esta zona deviolentos ataques se encuentrandesamparados y caen como moscas. Laguerra de posiciones que hoy se practicarequiere conocimientos y experiencias.Es necesario comprender el terreno; espreciso saber el ruido de los distintosproyectiles y conocer sus efectos. Se hade prever dónde caerán, saber cómo seextiende la metralla y el mejor sistemapara defenderse de ella.

Lógicamente estos muchachos noconocen nada de esto. Los trinchan atodos porque apenas distinguen un

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«shrapnells» de una granada; caensegados porque escuchan llenos deangustia el silbido de las inofensivas«carboneras» de grueso calibre que caenmuy lejos de nosotros y no se dan cuentadel ligero murmullo vibrante de aquellospequeños monstruos que estallan a rasde suelo. Se apelotonan como borregosen vez de dispersarse e incluso losheridos son rematados por los aviadorescomo si se tratara de liebres.

Estas caras pálidas de tanto comerzanahoria; estas miserables manoscrispadas; la lamentable valentía deestos pobres perros que, a pesar detodo, avanzan y atacan, de estos pobres

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perros valerosos que, intimidados, no seatreven a quejarse en voz alta y que conel vientre, el pecho, los brazos o laspiernas destrozadas gimen sigilosamentellamando a sus madres y callan si seaperciben de que son observados.

Sus delgados rostros puntiagudos,levemente sombreados por el pelonaciente, tienen en la muerte laespantosa inexpresividad de loscadáveres de niños.

Se os hace un nudo en la gargantacuando los veis levantarse, correr haciaadelante y caer. Quisierais darles unazurra por ser tan bobos; cogerlos enbrazos y sacarlos de aquí, donde no

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tienen nada que hacer. Llevan susguerreras grises, los pantalones y lasbotas, pero a la mayor parte el uniformeles viene ancho, les cuelga de todaspartes. Sus espaldas son demasiadoestrechas; sus cuerpos demasiadodelgados. No hay ningún uniforme hechoa la medida de estos niños.

Por cada veterano caen cincoreclutas.

Un inesperado ataque con gases selleva a una multitud de ellos. Ni se handado cuenta de lo que les esperaba.Encontramos todo un refugio lleno decaras azuladas y labios negros. Los dedentro de un embudo se han sacado la

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careta demasiado pronto. No sabían queel gas se mantiene más tiempo en losagujeros; cuando vieron que los dearriba iban sin careta, se sacaron la suyay respiraron suficiente gas como paraquemarles los pulmones. Su estado esdesesperado; las bocanadas de sangreles estrangulan y unas terribles crisis deahogo les llevan irremisiblemente a lamuerte.

En un lugar de la trinchera meencuentro, de pronto, delante deHimmelstoss. Nos metemos en el mismorefugio. Todos estamos tumbados en el

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suelo, conteniendo la respiración,aguardando la orden de ataque.

Al salir corriendo hacia afuera, apesar de mi excitación, un pensamientoatraviesa mi cerebro como una bala: noveo a Himmelstoss. Salto de nuevo,rápidamente, al refugio y me loencuentro tumbado en un rincón, con unpequeño arañazo de bala, haciéndose elherido. Pone una cara como si lehubieran zurrado. Está aterrorizado;realmente, él también es nuevo aquí.Pero yo me enfurezco al pensar queaquellos niños corren por fuera,mientras él está escondido.

—¡Fuera! —le grito, rabiosamente.

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No se mueve. Le tiemblan los labiosy hacen bailar su mostacho.

—¡Fuera!Encoge las piernas, se aprieta contra

la pared y me enseña los dientes, comoun perro.

Lo cojo del brazo y quierolevantarlo por fuerza. Empieza a gemir.Entonces me dominan los nervios. Loagarro por el cuello, lo sacudo como aun saco mientras su cabeza va de un ladoa otro y le grito en sus mismas narices:

—¡Mala bestia! ¿Saldrás o no?¡Perro, cerdo! ¿Querías escaparte?

Tiene los ojos vidriosos; golpeo sucabeza contra la pared.

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—¡Asqueroso! —le doy una patadaen las costillas.

—¡Cerdo! —Y de un empujón loecho fuera de cabeza.

Pasa una nueva oleada. Al frentecorre un teniente. Nos ve y grita:

—¡Adelante! ¡Adelante! ¡Venid connosotros!

Y lo que no había conseguido mipaliza lo consigue este grito.Himmelstoss oye a un superior, gira a sualrededor como si despertara y se une alos que avanzan.

Yo lo sigo y veo cómo salta. Vuelvea ser el mismo Himmelstoss del patiodel cuartel. Ya ha atrapado al teniente y

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sigue corriendo, delante de todos…

Fuego graneado, fuego de bloqueo,fuego de cortina, minas, gases, tanques,ametralladoras, granadas de mano…Palabras, palabras, pero en ellas seencierra todo el horror de este mundo.Nuestras caras están cubiertas decostras; nuestro pensamiento aniquilado;estamos mortalmente cansados. Cuandollega una orden de ataque debemosdespertar a puñetazos a más de uno paraque nos siga. Tenemos los ojosinflamados, las manos destrozadas, loscodos rotos, las rodillas nos sangran.

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¿Pasan semanas, meses, años? Días,tan sólo días… Vemos desaparecer eltiempo, cerca de nosotros, en los rostrosdescoloridos de los moribundos;tragamos la comida, corremos, lanzamosgranadas, disparamos, matamos, nostiramos al suelo, estamos extenuados,embrutecidos, y sólo nos sostiene unacosa: darnos cuenta de que todavía loshay más extenuados, más embrutecidos,más desvalidos que nosotros; saber quenos miran con los ojos muy abiertos,como si fuéramos dioses, porque hemosescapado tantas veces de la muerte.

Los pocos momentos de tranquilidadlos aprovechamos para instruirles.

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—¿Ves esa marmita vacilante? Esuna mina que llega.

¡Tírate al suelo! Pasa de largo. Perocuando venga hacia aquí, corre enseguida. Corriendo puedes escaparte.

Adiestramos sus oídos a percibir elpérfido murmullo de estos proyectilespequeños, que apenas hacen ruido; hande aprender a distinguir su zumbido demosquito en medio de aquella batallainfernal; les enseñamos que son máspeligrosos que los grandes que se oyen,venir a lo lejos. Les demostramos cómodeben esconderse de los aviadores;cómo se simula estar muerto cuando losatacantes os alcanzan; cómo se prepara

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una granada para que estalle mediosegundo antes del choque. Lesenseñamos a lanzarse como rayos en elinterior de los embudos cuando vienengranadas de percusión; les hacemos vercómo se limpia de enemigos unatrinchera utilizando un paquete debombas de mano; les explicamos lasdiferencias de tiempo entre lasexplosiones de las bombas enemigas ylas nuestras; procuramos que se dencuenta del silbido especial de lasgranadas de gas y les instruimos entodos los trucos que pueden librarles dela muerte.

Nos escuchan, son dóciles; pero en

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cuanto la cosa empieza de veras, laemoción les impide recordar en lainmensa mayoría de las veces y lo hacentodo al revés.

Traen a Haie Westhus con la espaldacompletamente abierta. A cadainspiración se ve, por la herida, latirleel pulmón. Todavía tengo tiempo deestrechar su mano.

—Esto se ha terminado, Pablo —gime, mordiéndose el brazo de dolor.

Vemos vivir hombres a quienes unobús se les ha llevado la cabeza; vemoscorrer soldados a quienes una explosiónles ha arrancado los pies; siguencorriendo a trompicones, destrozándose

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los sangrientos muñones, hasta elembudo más cercano; un soldado deprimera marcha dos kilómetrosapoyándose tan sólo en las manosporque tiene deshechas las rodillas; otrose va hacia la ambulancia y por encimade las manos, que aprieta contra suvientre, le cuelgan los intestinos; vemosgente sin boca, sin mandíbula inferior,sin rostro; encontramos a uno quedurante dos horas ha estado apretandocon los dientes la arteria de su brazopara no desangrarse. Sale el sol,anochece, silban las granadas, termina lavida…

A pesar de todo, este trocito de

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tierra removida en el que nosencontramos, se ha mantenido contrafuerzas muy superiores. Sólo hemoscedido unos centenares de metros. Peroen cada metro hay un cadáver.

Nos relevan. Ruedan los neumáticosbajo nuestros pies. Vamos derechos,aturdidos, y cuando el grito: «¡Cuidadocon el alambre!» llega, doblamos lasrodillas. Era verano cuando pasamospor aquí; los árboles estaban todavíaverdes. Ahora tienen un aspecto otoñal yla noche es gris y húmeda. Los camionesse detienen, bajamos, un grupo

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entremezclado, lo que queda de muchosnombres. A los lados, en la oscuridad,hay gente, y gritan los números de losregimientos, de las compañías. A cadavoz se destaca un grupo, un grupitoinsignificante, miserable, de soldadossucios y pálidos, un grupitoterriblemente pequeño, un restoterriblemente reducido.

Alguien grita ahora el número denuestra compañía. Es él, nos damoscuenta; es el comandante. Así, pues, havuelto. Lleva el brazo en cabestrillo.Avanzamos hacia él. Reconozco a Kat yAlbert.

Nos apelotonamos, nos apoyamos

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los unos en los otros, nos contemplamos.Y otra vez, y otra aún, oímos gritar

nuestro número. Ya puede chillar, ya; nose le oye en los hospitales, ni en la fosa.

De nuevo:—Segunda compañía. ¡Aquí!Y después, en voz baja:—¿No queda nadie más de la

segunda compañía?Calla. Su voz ha enronquecido

levemente cuando dice:—¿Estáis todos aquí?Y ordena:—¡Numerarse!La mañana es gris. Era verano

todavía cuando partimos. Era verano y

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marchamos ciento cincuenta hombres.Ahora tenemos frío; estamos en otoño.Las hojas crujen, las voces tiemblancansadas.

—Uno…, dos…, tres…, cuatro…Y al llegar al número treinta y dos,

callan. Se hace un silencio prolongadoantes de que una voz pregunte:

—¿Nadie más?Y espera. Luego ordena en tono muy

bajo:—Por pelotones…Y la voz se encalla. A duras penas

puede terminar:—Segunda compañía…Y penosamente:

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—Segunda compañía… A paso decampaña… ¡Adelante!

Una hilera, una corta hilera oscila,lentamente, en la mañana.

Treinta y dos hombres.

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Capítulo 7

Nos envían más hacia la retaguardiaque de costumbre, a un campamento dereclutas, para que podamos reconstruirnuestros efectivos. La compañía necesitaun refuerzo de más de cien hombres.Entretanto, cuando no estamos deservicio, ganduleamos de un lado a otro.Al cabo de un par de días llegaHimmelstoss. Desde que ha estado enlas trincheras parece haber perdido sualtanería. Nos propone unareconciliación. A mí me parece bienporque me di cuenta de cómo ayudaba a

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transportar a Haie Westhus cuando teníala espalda abierta. Y como por otraparte, parece estar mucho másrazonable, no encontramos ningúninconveniente en que nos invite a tomaralgo en la cantina. Tan sólo Tjadendesconfía y se mantiene reservado.

Sin embargo, incluso él se dejaconvencer cuando Himmelstoss explicaque remplaza al cocinero que se hamarchado de permiso. Para demostrarlo,nos trae dos libras de azúcar, que nospodemos repartir, y media libra demantequilla especialmente para Tjaden.Además, gestionará que nos destinen ala cocina durante los tres próximos días,

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para pelar patatas y nabos. La comidaque nos sirve es un excelente banquetede oficiales.

Así, pues, de momento, volvemos atener las dos cosas que hacen lafelicidad del soldado: buena comida ydescanso. Realmente, es muy poco.Hace unos años nos habríamosdespreciado terriblemente. Ahora casiestamos satisfechos. Todo es cuestión decostumbre; hasta la trinchera. Estacostumbre es la que nos permite,aparentemente, olvidar tan deprisa.

Anteayer estábamos todavía enmedio del fuego; hoy hacemos tonteríasy perdemos el tiempo por los

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alrededores; mañana volveremos a lastrincheras. En realidad, sin embargo, noolvidamos nada.

Mientras permanecemos encampaña, los días de frente, cuando yahan transcurrido, descienden comopiedras hasta el fondo de nuestro ser,porque son demasiado pesados comopara meditarlos enseguida. Siquisiéramos hacerlo nos suicidaríamos,pues me he dado cuenta de esto: podéissoportar los horrores mientras agacháissimplemente la cabeza; pero en cuantoreflexionáis, os matan.

Del mismo modo que nosconvertimos en bestias cuando vamos al

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frente, porque esto es lo único que nospermite aguantar, somos unos bromistassuperficiales y dormilones cuandoencontramos un campamento de reposo.No podemos impedirlo, es más fuerteque nosotros. Queremos vivir, sea comosea; no queremos cargarnos consentimientos que pueden ser muydecorativos en tiempos de paz, pero queaquí no sirven para nada.

Kemmerich ha muerto. Haie Westhusestá agonizando. Y en lo que respecta aHans Kramer, el día del juicio tendránmucho trabajo si han de ir recogiendo ysoldando los pedazos de su cuerpo,alcanzado de lleno por una granada.

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Martens ya no tiene piernas. Meyer hamuerto. Marx ha muerto. Hämmerling hamuerto. Ciento veinte hombres denuestra compañía están tendidos enalgún lugar con la piel agujereada.

Naturalmente, esto es triste. Pero,¿qué podemos hacer nosotros pararemediarlo? Nosotros vivimos. Sipudiéramos salvarlos ya lo veríais; nonos importaría arriesgar la piel, no lopensaríamos ni un momento, porquecuando nos da la gana, también sabemoslucir el genio; no conocemos apenas elmiedo; el terror de la muerte sí, peroesto es distinto, esto es puramente físico.

Sin embargo, nuestros compañeros

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han muerto; no podemos salvarlos;reposan, por fin. ¡Quién sabe lo que nosespera a nosotros! Por esto queremosacostarnos y dormir o comer hasta quenuestro estómago no pueda recibir nadamás y beber mucho y fumar, para llenarlas horas. La vida es corta.

El horror del frente se hunde hacialo más recóndito de nuestro ser encuanto le volvemos la espalda; loacuciamos con bromas innobles yferoces. Cuando alguien muere decimosque «ha encogido el culo» y hablamospor el estilo de todas las cosas. Esto nos

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libra de volvernos locos. Sólo lopodremos resistir mientras nos lotomemos de esta manera.

¡Pero no olvidamos! Lo que cuentanlos periódicos de guerra a propósito delexcelente buen humor de las tropas, queorganizan bailes y fiestas en cuantodejan el frente, es un bulo estúpido. Nohacemos estas cosas porque estamos debuen humor, sino que estamos de humorporque de otro modo reventaríamos. Detodas maneras, estas cosas no pueden yadurar mucho; nuestro humor cada día esmás negro.

Lo sé; todo lo que ahora, mientrascombatimos, baja al fondo de nuestro

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ser como si fuera de piedra, emergerá denuevo cuando la guerra termine yentonces será cuando empiece el debatea vida o muerte.

Los días, las semanas, los años defrente resucitarán, nuestros camaradasmuertos se levantarán y marcharán connosotros, los cerebros recuperarán sulucidez, tendremos un objetivo. Y asíavanzaremos; a nuestro lado loscamaradas muertos; los años de frente anuestra espalda… Marcharemos, pero,¿contra quién? ¿Contra quién?

A este lugar vino, hace algún tiempo,

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un teatro de campaña. Se ven todavía,sobre una puerta, los cartelesmulticolores que anunciaban lasrepresentaciones. Kropp y yo loscontemplamos con los ojos como platos.No podemos creer que todavía quedencosas así. Hay una muchacha con unvestido de verano color claro y uncinturón rojo, charolado, que le ciñe lacintura. Apoya una mano encima de unabarandilla y tiene en la otra un sombrerode paja. Lleva medias y zapatos blancos,unos hermosos zapatos, con hebilla ytacón alto. A sus espaldas brilla el marazul con alguna cresta de espuma. A unlado se ve el luminoso color de una

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bahía. Es una muchacha realmenteespléndida, con una nariz fina, los labiosrojos, largas piernas; de una limpieza yuna pulcritud inimaginables. Seguro quedebe bañarse dos veces por día y nuncatiene barro bajo las uñas. Como mucho,quizá tenga alguna vez en ellas un pocode arena de la playa.

A su lado hay un hombre conpantalón blanco, americana azul y gorrade marino; pero éste nos interesa muchomenos.

La muchacha de la puerta es paranosotros un prodigio. Habíamosolvidado por completo que existierancosas así, e incluso ahora llegamos a

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dudar de nuestros propios ojos. En todocaso, hacía años que no veíamos nadaparecido, nada que pudieracomparársele en cuanto a belleza y adicha. He aquí la paz; ha de ser así,pensamos con emoción.

—Fíjate tú, qué zapatos tan ligeros;no podría resistir ni un kilómetro demarcha —digo, y me doy cuentaenseguida de mi estupidez, es imbécilpensar en una marcha frente a unaimagen como ésta.

—¿Qué edad debe tener? —preguntaKropp.

Yo supongo:—Veintidós años, como máximo,

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Albert.—Así sería mayor que nosotros. Te

aseguro que no tiene más de diecisiete.Sentimos un escalofrío.—Albert, esto sí que valdría la

pena, ¿no te parece?Asiente.—Yo también tengo un pantalón

blanco en casa.—Un pantalón blanco, sí —digo yo

—. Pero una chavala así…Nos miramos mutuamente de arriba

abajo. No hay mucho que ver. Ununiforme descolorido, remendado ysucio a cada lado. Es inútil intentarestablecer comparaciones.

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Por esta razón, arrancamosinmediatamente el joven del pantalónblanco, rascando sobre el papel yponiendo mucho cuidado en no romper ala muchacha. Así ya hemos conseguidoalgo. Después, Kropp propone:

—Podríamos ir a que nosdespiojaran.

Me resisto, porque esto perjudica laropa y vuelves a tener piojos al cabo dedos horas. De todas maneras, después dehaber admirado un poco más el cartel,me rindo. Voy más allá todavía:

—También podríamos buscar unacamisa limpia…

Albert, no sé por qué, opina:

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—Mejor serían unos calcetines.—Quizá también unos calcetines,

pues. Vamos a especular un poco.Pero llegan Leer y Tjaden,

acercándose con paso perezoso. Ven elcartel y en un abrir y cerrar de ojos, laconversación sube de tono. Leer fue elprimero de nuestra clase que tuvo un lío,y nos contaba intimidades emocionantes.Se anima a su manera delante de laimagen y Tjaden le ayuda con energía.

No es precisamente que nos repugne—el que no dice porquerías es que no essoldado— sino que en este momento noestamos de humor para escucharlos. Poresta razón les dejamos solos y nos

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vamos al establecimiento dedesinfección para que nos maten lospiojos, con el mismo empaque que sinos dirigiéramos a una tienda elegantede modas para caballero.

Las casas en las que nos alojamosestán cerca de un canal. Al otro lado delcanal hay estanques rodeados dealamedas; al otro lado del canal haytambién mujeres.

Las casas de nuestro lado han sidoevacuadas. Pero en las otras todavíavive, de vez en cuando, alguien.

Por la tarde nadamos. Se acercan

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tres mujeres caminando por la orilla.Van andando despacio y no desvían sumirada, a pesar de que no llevamos trajede baño.

Leer las llama. Ríen y se paran amirarnos. En un francés chapurreado lesgritamos algunas frases, lo que nos pasapor la cabeza, todo mezclado, deprisapara que no se vayan. No sonprecisamente cosas demasiado finas,pero, ¿de dónde podríamos sacarlas?

Hay una morena, esbelta. Cuando ríese le ven brillar los dientes. Accionavivamente; la falda le cae, holgada,alrededor de las piernas. A pesar de queel agua está fría nos esforzamos en

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interesarlas con nuestros ejercicios denatación para que se queden.Arriesgamos alguna broma y ellas nos lacontestan sin que comprendamos nada.Reímos y hacemos signos con las manos.Tjaden es más razonable. Corre a casa,trae un pan de munición y se lo enseña.

Esto tiene éxito. Con signos y gestosnos dicen que vayamos, pero nopodemos hacerlo. Está prohibido subir ala otra orilla. En todos los puentes haycentinelas. Sin un pase no hay nada quehacer. Por esto les decimos que venganellas; pero mueven la cabeza y señalanhacia los puentes. Tampoco las dejanpasar.

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Se marchan. Andan despacioremontando el canal, siempre por laorilla. Las acompañamos nadando.Después de unos centenares de metrostoman otro camino y nos enseñan unacasa que se levanta apartada entreárboles y maleza. Leer les pregunta siviven allí.

Ríen… Sí, aquella es su casa.Les decimos que intentaremos ir

cuando los centinelas no puedan vernos.Por la noche. Esta misma noche.

Levantan las manos, las colocanplanas la una contra la otra, ponen lacabeza encima y cierran los ojos. Hancomprendido. La morena esbelta inicia

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unos pasos de baile. Una rubia balbuceaen alemán:

—Pan… bueno…Les aseguramos calurosamente que

se lo traeremos. Y además, otras cosasbuenas. Ponemos los ojos en blanco yqueremos designar estas cosas con lasmanos. Leer está a punto de ahogarse alquererles indicar que les traerá unpedazo de salchichón. Si hiciera faltales prometeríamos todo un almacén devíveres. Se alejan, volviéndose todavía,de vez en cuando. Subimos a la otraorilla y observamos si entran realmenteen aquella casa. Podían habernosengañado. Después, nadando, volvemos

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a nuestro lugar.Nadie puede atravesar sin pase los

puentes.No es problema. Atravesaremos

nadando por la noche. La emoción seapodera de nosotros y no nos deja. Nopodemos estarnos quietos en partealguna y vamos a la cantina.Precisamente hay cerveza y una especiede ponche.

Bebemos ponche y nos contamosextraordinarias aventuras, inventadas dearriba abajo. Cada uno creegustosamente al otro y espera su turnopara poder contar una más gorda. Lasmanos se agitan nerviosamente, fumamos

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innumerables cigarrillos. Hasta queKropp dice:

—Sería una buena idea llevarlestambién unos cuantos cigarrillos.

Los guardamos en nuestroscasquetes.

El cielo toma un color verde demanzana sin madurar. Somos cuatro,pero sólo podemos ir tres; debemosdesembarazarnos de Tjaden, dándoleponche y ron hasta que no se tengaderecho. Cuando oscurece nos vamos acasa. A Tjaden lo llevamos en medio.Estamos encendidos, radiantes,rebosantes de deseos de aventura. Lamorena esbelta es para mí; ya hemos

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escogido y está decidido. Tjaden caesobre su colchoneta y se pone a roncar.De pronto despierta y nos mira con unacara de pícaro que nos alarma; nos hacepensar que se ha burlado de nosotros yque todo el ponche que ha bebido no leha hecho efecto. Pero vuelve adesplomarse hacia atrás y se duerme.

Cada uno de nosotros coge un panentero y lo envuelve en papel deperiódico. Envolvemos también loscigarrillos y tres buenas raciones deembutido de hígado que precisamentenos han dado esta noche. Eso es ya unobsequio decoroso.

De momento colocamos las cosas en

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el interior de las botas; porque las botasdebemos llevárnoslas para no pisar, enél otro lado, alambres y trozos decristal. Pero como tenemos que pasarnadando, no podemos llevarnos ningúnotro vestido. De todas maneras, estáoscuro y no vamos muy lejos. Salimoscon las botas en la mano. Nosdeslizamos sigilosamente en el agua.Nadamos de espaldas, sosteniendo lasbotas, con todo su contenido, por encimade nuestras cabezas.

Cuando llegamos a la otra orilla, nosizamos con precaución, sacamos lospaquetes y nos ponemos las botas. Lascosas las llevamos debajo del brazo.

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Así nos ponemos en marcha, a pasoligero; mojados, desnudos, con las botaspor único vestido. Encontramosenseguida la casa. Está oscura, entre elfollaje. Leer tropieza con una raíz y searaña el codo.

—No es nada —dice, alegremente.Las ventanas están tapiadas con

maderos. Andando sin hacer ruidodamos la vuelta a la casa e intentamosespiar por los resquicios. Nosimpacientamos. De pronto, Kroppvacila:

—¿Y si estuviera un comandantedentro, con ellas?

—Echamos a correr y listos —dice

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Leer, bromeando—. El número denuestro regimiento que lo lea aquí. —Yse da una palmada en las nalgas.

La puerta de la casa está abierta…Nuestras botas hacen poco ruido. Seabre una puerta. Un resplandor nosilumina. Una mujer, asustada, grita.Nosotros decimos:

—Pst… Pst… Camarade… Bonami…

Y levantamos, como un conjuro,nuestros paquetes.

Ahora vemos también a las otrasdos. La puerta se ha abiertocompletamente y estamos a plena luz.Nos reconocen y se echan a reír al

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contemplar nuestro indumento. Seretuercen, carcajeándose, en el dintel dela puerta. ¡Con qué gracia se mueven!

—Un moment —dicen.Desaparecen, e inmediatamente, nos

lanzan unas piezas de vestir con las queescasamente podemos cubrirnos.Después nos dejan entrar. Una pequeñalámpara ilumina la habitación. Hacecalor. Huele un poco a perfume.Deshacemos nuestros paquetes y se losofrecemos. Les brillan los ojos. Se veque tienen hambre.

Estamos algo cohibidos. Leer, conun signo, les indica que coman. La cosavuelve a animarse enseguida: traen

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platos y cuchillos y se lanzan encima delos víveres. Cada raja de embutido lalevantan en el aire con admiración, antesde comérsela. Nosotros nos sentamos,orgullosos, a su lado.

Nos confunden con su parloteo. Nocomprendemos demasiado, peroadivinamos que son palabras amables.Debemos parecerles muy jóvenes. Lamorena esbelta me acaricia los cabellosy dice lo que dicen siempre las mujeresfrancesas:

—La guerre… grand malheur…pauvres garçons…

Le cojo el brazo, lo oprimo confuerza y hundo mi boca en la palma de

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su mano. Sus dedos me aprietan lasmejillas. Sobre mí se abren sus ojosturbadores, la suavidad de su pielmorena y sus labios rojos. La bocapronuncia palabras que no comprendo.Tampoco comprendo del todo sus ojos;dicen mucho más de lo que nosotrosesperábamos al venir.

Al lado de esta habitación están losdormitorios. Al levantarme veo a Leerque, con su rubia, se dirige decidido auno de ellos mientras habla en voz alta.El sabe de qué van estas cosas. Peroyo…, yo estoy entregado a un lejanosentimiento, mezcla de dulzura yviolencia, y me pierdo en él. Siento en

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mí algo que desea y que cae, al mismotiempo. La cabeza me da vueltas; aquíno hay nada que pueda sostenerme.Hemos dejado las botas, nos han dadopantuflas y no llevo encima nada quepueda recordarme la insolente seguridaddel soldado; no tengo el fusil, ni elcinturón, ni la guerrera, ni el casco. Meabandono a esta incertidumbre, que paselo que quiera… Pero, a pesar de todo,tengo un poco de miedo.

La morena esbelta mueve sus cejascuando reflexiona. En cambio, cuandohabla las mantiene inmóviles. A vecestambién lo que ella me dice queda sóloinsinuado; el sonido no llega a palabra,

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queda ahogado o suspendido, vibrante,sobre mi cabeza; como un arco, comouna trayectoria, como un cometa. ¿Quésabía yo de todo esto? ¿Qué es lo que séahora? Las palabras de esta lenguaextranjera, de la que apenas sicomprendo algo, me adormecen y meinundan de una gran calma en la quedesaparece la habitación Levementeiluminada y queda tan sólo, vivo y claro,su rostro que se inclina sobre mí.

Cuan complejo es un rostro que nosera extraño todavía una hora antes y queahora se reclina hacia nosotros con unaternura que no surge de él mismo, sinode la noche, del mundo y de la sangre

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que asoman su brillo en él. Todos losobjetos de la habitación pareceninfluidos y transformados, toman unaspecto particular, y mi piel blanca meinspira un sentimiento casi respetuosocuando el resplandor de la lámpara lailumina y la acaricia una mano fresca ymorena.

Qué distinto es esto de lo que sucedeen los burdeles para soldados, a los quetenemos autorización para ir y ante losque se forman largas colas. No quisieraacordarme de ello; pero, sin darmecuenta, me vuelve continuamente a lamemoria y me asusta pensar que quizánunca pueda librarme de este recuerdo.

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Siento los labios de esta muchachamorena y esbelta y aprieto contra elloslos míos; cierro los ojos y quisiera quetodo hubiera oscurecido; la guerra, sushorrores y sus ignominias; despertarmede nuevo joven y alegre. Pienso en lafigura de la chica del cartel, y por uninstante, creo que mi vida depende tansólo de hacerla mía. Después me hundo,cada vez más profundamente, en estecuerpo que me abrasa. Quizá searealmente un milagro.

No sé cómo nos encontramos denuevo todos juntos. Leer tiene un aire

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triunfal. Nos despedimos efusivamente ynos metemos otra vez en nuestras botas.El aire nocturno refresca nuestroscuerpos ardientes. Los álamos selevantan altivos en la oscuridad ymurmuran. No corremos; andamos el unoal lado del otro, dando grandeszancadas.

Leer comenta:—¡Eso sí que vale un pan de

munición!Yo no me atrevo a hablar. Ni

siquiera estoy contento.Escuchamos pasos y nos

escondemos detrás de un arbusto.Los pasos se acercan. Están a

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nuestro lado. Vemos a un soldadodesnudo, tan sólo con botas, comonosotros. Lleva un paquete bajo el brazoy pasa corriendo. Es Tjaden que parecetener prisa.

Ya ha desaparecido.Nos reímos. Mañana habrá jaleo.Llegamos a nuestras colchonetas sin

que nadie se dé cuenta.

Me reclaman en la oficina. Elcomandante de la compañía me alargaun certificado de permiso, una hoja deruta y me desea buen viaje. Miro cuántosdías me han dado. Diecisiete. Catorce

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de licencia y tres para el viaje. Es pocotiempo para el trayecto. Solicito que meden cinco días. Bertinck me señala lahoja de ruta; me doy cuenta de que no hede volver inmediatamente al frente, sinoque debo presentarme, cuando termine elpermiso, a un cursillo en uncampamento.

Los otros me envidian. Kat me dabuenos consejos. Me dice que cuandoesté allí, intente colocarme en algúnlugar seguro.

—Si eres un poco listo te quedarás.Bien mirado, hubiera preferido no

tener que marcharme hasta dentro deocho días; todo este tiempo lo

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pasaremos aquí, y aquí se está bien.Naturalmente, he de invitarles a la

cantina. Nos emborrachamos un poco.Yo me entristezco; estaré fuera duranteseis semanas; realmente es una gransuerte. Pero, ¿qué habrá sucedidocuando regrese? ¿Los encontraré a todostodavía? Haie y Kemmerich ya noestán… ¿Quién seguirá? Bebemos y losmiro a todos. Albert, a mi lado, fuma;está contento. Siempre hemos andadojuntos. Delante está Kat, con sushombros caídos, su amplio pulgar y suvoz tranquila. Después, Müller, con susdientes salidos y su risa que parece unladrido. Tjaden, con sus ojillos de rata.

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Leer, que se está dejando barba y pareceun hombre de cuarenta años.

Sobre nuestras cabezas se extiendeuna espesa humareda. ¡Qué sería delsoldado sin tabaco! La cantina es suverdadero refugio. La cerveza es másque una bebida, es el indicio de que unopuede estirar y encoger, sin peligro, susmiembros. Y lo aprovechamos;alargamos las piernas tanto como nos esposible y escupimos a destajo. ¿Paraqué seguir contando? ¡Qué impresiónproduce todo esto cuando uno se marchaal día siguiente!

Por la noche atravesamos de nuevoel canal. Casi temo decirle a aquella

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morena tan esbelta que me voy; quecuando vuelva estaremos, de seguro, enotra parte; que no volveremos a vernos.Ella, sin embargo, tan sólo mueve unpoco la cabeza y no parece sentirlomucho. Al principio me es difícilcomprenderlo; después voy viendoclaro. Leer tiene razón. Si hubierapartido hacia el frente, entonces habríadicho muchas veces: «Pauvre garçon»,pero un permisionario… de esto noquieren saber nada, no es tan interesante.¡Que se vaya al diablo con sus caricias ysu parloteo! Empezaba a creer enmilagros y todo lo hacía un pan demunición.

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A la mañana siguiente, después de ira despiojarme, me dispongo a coger eltren de campaña. Albert y Kat meacompañan. En el apeadero nos dicenque el tren tardará todavía dos horas ensalir. Ellos dos han de regresar porqueestán de servicio. Nos despedimos.

—Suerte, Kat; suerte, Albert.Se alejan, volviéndose de vez en

cuando para agitar su mano. Sus figurasse empequeñecen. Cada una de susfrases, cada uno de sus movimientos meson muy conocidos. Los reconoceríadesde muy lejos. Por fin, desaparecen.

Me siento en la mochila y espero.Tengo, de pronto, una loca

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impaciencia por marchar.Me detengo en muchas estaciones;

hago cola delante de algunas calderas desopa; me acuesto sobre una tabla. Sinembargo, después, el paisaje va siendoturbador, inquieto, conocido… Resbalaa través de los cristales, en medio de lanoche, con sus villorrios de casasblancas cuyo tejado de paja se hunde enellas como un gorro, con sus campos detrigo que brillan nacarados bajo losrayos oblicuos del sol, con sus jardines,con sus graneros y con sus grandes tilos.

Los nombres de las estaciones seconvierten en palabras vivas que mehacen latir el corazón. El tren traquetea;

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yo estoy de pie, en la ventana,agarrándome con fuerza al bastimento.Estos nombres limitan mi juventud.

Prados llanos, campos, alquerías;una yunta de bueyes avanza contra elcielo por un camino que corre paraleloal horizonte. Una barrera; al otro ladoaguardan campesinos, muchachas quejuegan en las calzadas, caminos que seinternan campo a través, caminos lisos,sin artillería en marcha.

La tarde va cayendo, y si el tren nohiciera tanto ruido, yo tendría quechillar. La llanura se ensancha a lolejos. Empiezan a destacar, sobre elhorizonte, las montañas teñidas de azul

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pálido. Reconozco la líneacaracterística de Dolbenberg, esta crestadentada que se rompe bruscamentedonde termina la frondosa cimera de losbosques. Detrás debe estar ya la ciudad.

Pero ahora todo se inunda y seconfunde en una luz de un rojo dorado.El tren se retuerce en una curva, luegoen otra… E irreales, difusos, oscuros,los álamos se levantan, a lo lejos, unodetrás de otro, en larga hilera desombra, de luz y de languidez.

El paisaje gira lentamente con ellos;el tren los rodea, los intervalos seacortan; los álamos no son ya más queun bloque, y por un momento, sólo veo

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uno. Después, los otros van volviendo aocupar su lugar detrás del primero yquedan todavía un buen rato solos contrael cielo antes de que los cubran lasprimeras casas.

Un paso a nivel. No puedosepararme de la ventana. Los demáspreparan ya sus cosas. Yo repito en vozbaja los nombres de las calles que sedeslizan por debajo de nosotros:

—Bemerstrasse… Bemerstrasse…Ciclistas, carros, hombres, allí

abajo… Es una calle gris y un viaductogris, pero me emociona como si fuera mipropia madre.

Después el tren se detiene y he aquí

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la estación con sus ruidos, sus gritos ysus rótulos. Me cargo la mochila a laespalda, abrocho las correas, cojo elfusil y bajo vacilante los peldaños delvagón.

En el andén miro a mi alrededor. Noconozco a nadie de toda esta gente quese empuja con prisas. Una dama de laCruz Roja me ofrece algo para beber.Me aparto. Sonríe con estupidez,demasiado convencida de suimportancia.

«Mirad, estoy dando café a unsoldado», parece pensar. Me llama«camarada». Eso faltaba.

Fuera, delante de la estación,

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murmura el río cerca de la calle; brota,emblanquecido por la espuma, de lasesclusas del molino. A su lado selevanta la antigua torre de vigía, ydelante, el viejo tilo de vivos colores,con el atardecer a su espalda.

Nos hemos sentado aquí tantasveces; hace ya mucho tiempo. Hemospasado por este puente y hemosrespirado el olor fresco y pútrido delagua estancada; nos hemos inclinadosobre la mansa corriente del agua eneste lado de la esclusa, donde verdesplantas trepadoras y algunas algascuelgan de los soportes del puente; y enel otro lado, durante los calurosos días

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veraniegos, nos hemos deleitadocontemplando el vivo brotar de laespuma, mientras hablábamos denuestros profesores.

Atravieso el puente, miro a derechay a izquierda; el agua tiene algas todavíay todavía cae formando un arco de colorclaro. En la vieja torre están, comoantaño, las planchadoras con sus brazosdesnudos ante la ropa blanca, y el calorde las planchas se extiende por lasventanas abiertas. Juegan los perros enla larga calle estrecha; delante de laspuertas hay gente curiosa que me miranpasar, sucio y cargado.

En esta pastelería hemos comido

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helados y nos hemos ejercitado a fumarlos primeros cigarrillos. De esta calleque atravieso conozco todas las casas,el colmado, la droguería, la panadería.Y, después, estoy ya delante de la puertaoscura, con su gastado picaporte, y mimano parece agobiada. La abro; merecibe una extraña frescura que me haceparpadear.

La escalera cruje bajo mis botas.Arriba chirría una puerta; alguien sale amirar por encima de la barandilla. Es lapuerta de la cocina la que han abierto.Están haciendo buñuelos de patatas y suaroma llena toda la casa. Hoy es sábado,debe ser mi hermana la que se asoma

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allí arriba. De momento siento una granvergüenza y agacho la cabeza. Despuésme saco el casco y miro hacia lo alto.Sí, es mi hermana mayor.

—¡Pablo! —grita—. ¡Pablo!Sí, soy yo. La mochila tropieza con

la barandilla; ¡pesa tanto el fusil!Abre de golpe una puerta y grita:—¡Mamá, mamá! Pablo está aquí.No puedo subir ni un solo peldaño

más. «Madre, madre; Pablo está aquí.»Me apoyo en la pared y aprieto

nerviosamente el casco y el fusil. Loscojo con todas mis fuerzas, pero me esimposible dar un paso adelante. Laescalera desaparece ante mis ojos; me

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golpeo el pie con la culata; rechino misdientes con rabia, pero soy impotentefrente a esta única palabra que mihermana ha pronunciado; nada puedohacer. Me violento para obligarme a reíry a hablar, pero no puedo articular niuna palabra; y así permanezco, clavadoen la escalera, desgraciado, desvalido,en una convulsión terrible; no quiero y,sin embargo, las lágrimas resbalan sincesar por mi rostro.

Mi hermana regresa y me pregunta:—Pero, ¿qué tienes?Me domino y, vacilando, subo hasta

el rellano. Dejo el fusil en un rincón, lamochila contra la pared y el casco

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encima. Me saco, también, los correajescon todo lo que cuelga de ellos. Despuésdigo furioso:

—¡Dame un pañuelo, mujer!Saca uno del armario y me enjugo la

cara. Colgada en la pared, sobre micabeza, está la caja de cristal con lasmariposas que coleccionaba antes.

Siento la voz de mi madre que mellega desde la alcoba:

—¿No se ha levantado? —preguntoa mi hermana.

—Está enferma —responde.Entro. Tomo su mano y digo tan

tranquilo como puedo:—Ya estoy aquí, mamá.

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Está acostada, quieta, en lapenumbra. Después me pregunta,temerosa, mientras siento su mirada queme palpa:

—¿Estás herido?—No, me han dado un permiso.Está muy pálida. Temo encender la

luz.—¡Y yo aquí, acostada y llorando,

en vez de alegrarme! —dice.—¿Te encuentras mal, mamá? —le

pregunto.—Hoy me levantaré un poco. —Y se

dirige a mi hermana que ha de corrercontinuamente a la cocina para que no sele queme la cena—: Abre aquel bote de

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confitura de serbas, también. ¿Verdadque te apetecen? —me pregunta.

—Sí, mamá; hace mucho tiempo queno he comido.

—Parece que hayamos presentido tuvenida —dice mi hermana riendo—;buñuelos de patatas, tu plato preferido y,además, confitura de serbas.

—Es que es sábado —digo yo.—Siéntate a mi lado —me pide mi

madre.Me mira. Sus manos son blancas,

enfermizas y delgadas comparadas conlas mías. Nos decimos pocas cosas y leagradezco que no pregunte nada.Después de todo, ¿qué podría decirle?

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Todo aquello que era posible se harealizado. He escapado ileso y estoysentado cerca de ella, mientras en lacocina mi hermana prepara la cenacantando.

—Hijo mío— dice mi madre en vozbaja.

En nuestra familia nunca hemos sidode una ternura expansiva. No suele sercostumbre de gente pobre que trabajamucho y tiene muchas preocupaciones.Por otra parte tampoco lo comprenden;no les gusta repetir lo que ya saben.Cuando mi madre dice «hijo mío»expresa tantas cosas como otra quehablara por los codos. Estoy convencido

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de que el bote de serbas es el único queha habido en la casa desde hace muchosmeses y que lo han guardado para mí, lomismo que estas galletas, ya algorancias, que me ofrece. Seguro que pudoconseguirlas en alguna ocasiónexcepcional y las guardó enseguidapensando en mí.

Estoy sentado al lado de su cama yen la ventana brillan el marrón y oro delos castaños del bar que hay enfrente.Respiro despacio, profundamente, y medigo:

—Estás en tu casa, estás en tucasa…

Pero no me abandona un cierto

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embarazo, aún no me he acostumbrado aestas cosas. Aquí está mi madre, aquí mihermana, mi caja para las mariposas, mipiano de caoba…, pero yo todavía no heconseguido entrar del todo. Un velo y unúltimo paso me separan de las cosas.

Es por esto que voy a buscar, ahora,mi mochila, la pongo sobre la cama ysaco lo que he traído: un queso de bolaentero que me procuró Kat; dos panes demunición, tres cuartos de libra demantequilla, dos latas de embutido dehígado, una libra de manteca y unsaquito de arroz.

—Seguro que podréis utilizarlo…Asienten con la cabeza.

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—¿Están muy mal, por aquí, lascosas? —les pregunto.

—Sí, no hay mucha abundancia. ¿Ypor allí abajo tenéis bastante?

Sonrío señalando las cosas que hetraído.

—No siempre tenemos tanto, perova bien, hasta cierto punto.

Erna se lleva los víveres. De pronto,mi madre me coge vivamente de la manoy me pregunta temblorosa:

—¿Sufrís mucho allí abajo, Pablo?Mamá, ¿qué he de contestarte? Tú no

lo comprenderás, nunca podráscomprenderlo y es mucho mejor así.Preguntas que si sufrimos… Tú,

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madre… Muevo la cabeza y digo:—No, mamá, no es para tanto.

Somos muchos, ¿sabes? Así no es tanpesado.

—Sí, pero hace poco que estuvoaquí Enrique Brademeyer y contaba queera terrible lo de allí abajo, con losgases y todo lo demás.

Es mi madre la que habla. Dice «conlos gases y todo lo demás». Nocomprendo lo que dice, tan sólo temepor mí. ¿He de contarle que una vezencontramos a los ocupantes de trestrincheras enemigas paralizados en susactitudes como heridos por el rayo? Enlos parapetos, en los refugios,

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exactamente en el lugar en que habíansido sorprendidos, estaban, en pie ocaídos, con la cara azulada, muertos.

—Pero, mamá, ¡se dicen tantascosas! —respondo—, Brademeyer lodecía porque sí. Ya ves que he vueltoentero e incluso he engordado.

Ante la temblorosa inquietud de mimadre vuelvo a encontrar mi calma.Ahora ya puedo moverme arriba yabajo, hablar y responder sin temer tenerque apoyarme, de pronto, en la pared,porque ahora el mundo se ha vueltoblando como la goma y las venas no sonsino un haz de flojas hilachas. Mi madrequiere levantarse. Entretanto voy a la

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cocina para estar con mi hermana.—¿Qué tiene?Se encoge de espaldas.—Hace unos meses ya que está en

cama, pero no quería que te lodijéramos. La han visitado muchosmédicos. Uno de ellos dijo queprobablemente sería, de nuevo, cáncer.

Voy a presentarme a la ComandanciaMilitar del distrito. Atravieso,lentamente, las calles. Aquí y allá,alguien me dirige la palabra. Apenas sime detengo; no conservo ya demasiadasganas de hablar. Cuando salgo del

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cuartel, oigo una voz que me llamagritando desmesuradamente. Me doy lavuelta, sumido todavía en mispensamientos y me encuentro delante deun comandante. Me apostrofa:

—¿No sabes saludar?—Perdone, mi comandante —

farfullo turbado—; no le había visto.Grita aún más fuerte:—¿Tampoco sabes expresarte

correctamente?Querría abofetearlo, pero me

contengo porque está en juego elpermiso. Me cuadro y digo:

—No había visto a mi comandante.—¡Pues ve con cuidado! —replica

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—. ¿Cómo te llamas?Se lo digo.Su gruesa cara roja todavía está

exaltada.—¿De qué cuerpo?Contesto reglamentariamente.—¿Dónde estás de servicio?Pero me he hartado y le digo:—Entre la Ceca y la Meca.—¿Cómo dices?Le explico que tan sólo hace una

hora que he llegado del frente creyendoque esto va a calmarle. Pero meequivoco. Todavía se enfurece más:

—Y querías introducir aquí lascostumbres del frente, ¿no? Pues no hay

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nada que hacer. Aquí, gracias a Dios,reina el orden.

Me dice:—¡Veinte pasos atrás enseguida!

¡Adelante, marchen!Tengo una rabia loca, pero nada

puedo contra él; si se empeñaba podíahacerme arrestar enseguida. Corro haciaatrás, después avanzo a paso militar ycuando llego a seis metros de él hago unpreciso saludo que no abandono hastahaberme alejado otros seis metros.

Entonces me llama y me dice,afablemente, que por esta vez dejaráprevalecer la indulgencia sobre elreglamento.

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Le expreso mi agradecimiento sinabandonar mi rigidez.

—¡Retírate! —me ordena.Doy media vuelta golpeando

fuertemente con los tacones y memarcho.

Esto me ha estropeado la tarde. Meapresuro para llegar a casa y tiro eluniforme en un rincón.

También lo hubiera hechoigualmente. Después saco del armario unvestido de paisano y me lo pongo.

Me encuentro extraño. El traje mequeda corto y estrecho. He crecido en elservicio. El cuello y la corbata me danmucho trabajo. Finalmente, mi hermana

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termina por hacerme el nudo. ¡Quéligero es un vestido de estos! Se tiene laimpresión de ir tan sólo en calzoncillosy camisa.

Me miro en el espejo. ¡Qué fachamás extraña! Un niño de primeracomunión, crecidito, tostado por el sol,me está contemplando, desde allí, muyasombrado.

A mi madre le satisface que vayavestido de paisano; así le parece quesoy un poco más de ella.

Mi padre, sin embargo, hubierapreferido que andará siempre con eluniforme; hubiera querido pasearme, así,por las casas de todos sus amigos.

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¡Qué hermoso es estar sentado,tranquilamente, en cualquier lugar! Porejemplo en la terraza del café deenfrente de casa, bajo los castaños,cerca de la bolera. Las hojas de losárboles caen encima de la mesa y por elsuelo. Pocas, tan sólo. Las primeras.Tengo delante un vaso de cerveza: en elregimiento he aprendido a beber. Elvaso está mediado y quedan todavíaalgunos tragos de líquido fresco, ademáspuedo pedir otra y otra, si quiero. Nohay listas que pasar aquí. No estallanobuses. Los niños del propietario juegana los bolos y el perro reposa su cabeza

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sobre sus rodillas. El cielo es azul y porentre el follaje de los castaños veo latorre de la iglesia de Santa Margarita.

Todo está bien, me gusta. Pero nohay forma de separarse de la gente. Laúnica que no pregunta es mi madre. Peromi padre ya es distinto. Él quisiera queyo le contara algo del frente, tienedeseos que me parecen conmovedores yestúpidos a un tiempo. No tengo, ya, conél una verdadera intimidad. Lo que másle hubiera gustado es que me pasase elsanto día contando cosas. No se dacuenta de que estas cosas no puedencontarse y me gustaría, por otra parte,darle gusto; sin embargo, sería

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peligroso, no podría traducir a palabraslo que he pasado; me da miedo de quetodo se agigante y que, luego, no me seaposible dominarlo. ¿Dónde estaríamosnosotros si tuviéramos conciencia de loque sucede allí abajo?

Me limito, por lo tanto, a contarlealgunas anécdotas divertidas. Él, noobstante, me pregunta si he tomado parteen algún combate cuerpo a cuerpo. Ledigo que no y me levanto para salir.

Sin embargo, no consigo nada conello. En la calle, después de habermeasustado dos veces con el chirrido delos tranvías que me parecen gemidos degranada, alguien me da un golpecito en

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la espalda. Es mi profesor de gramáticaalemana que me asaetea con laspreguntas de rigor:

—¿Qué, cómo va por allá abajo?¿Terrible, no, terrible? Sí, es horroroso,pero debemos aguantar. Y, por lomenos, tienen comida abundante segúnme han contado. Usted hace muy buenacara, Pablo. Está fuerte. Aquí,naturalmente, va peor. Pero es lógico,muy comprensible, lo mejor debe sersiempre para nuestros soldados.

Me arrastra hacia su peña. Mereciben de manera grandiosa. Todo unseñor director me da la mano y me dice:

—¿Conque llega usted del frente?

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¿Y qué tal el espíritu de las tropas?Excelente, claro está, excelente, ¿no?

Le respondo que todos quisieranvolver a casa.

Se ríe estrepitosamente.—¡Hombre, naturalmente! ¡De esto

estoy convencido! ¡Pero antes tienen quezurrar bien a los gabachos! ¿Fuma?Tome, encienda uno. Mozo, traiga unacerveza para nuestro joven guerrero.

Lástima que haya aceptado elcigarro, porque esto me obliga aquedarme. Todos desbordan debenevolencia; no puedo quejarme. Y, no

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obstante, me siento enojado y fumo tanrápidamente como puedo. Para haceralguna cosa me bebo de un trago el vasode cerveza. Mandan traerme otroenseguida; son gente que saben lo que sedebe a un soldado. Discuten sobre loque habremos de anexionarnos. Eldirector, con su cadena de hierro para elreloj —cambiada por la de oro segúncostumbre patriótica—, es el que quieremás territorios: toda Bélgica, lasregiones hulleras de Francia y zonasmuy vastas de Rusia. Expone las razonesconcretas por las que debemosquedarnos con todo esto y se mantieneinflexible hasta que los otros ceden

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finalmente. Después comienza aexplicarnos en qué lugar es necesarioromper el frente francés y, entonces, sedirige a mí:

—¡Hala, dense un poco deprisa!Avancen ustedes de una vez y abandonenesta eterna guerra de posiciones. Barrana estos bergantes y tendremos paz.

Respondo que, según mi opinión,una rotura del frente es imposibleporque los del otro lado tienen muchasreservas.

Además la guerra no se parece ennada a como uno se la imagina.

Niega con superioridad todo lo quele digo y me demuestra que no entiendo

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una palabra del asunto.—Quizá tenga razón en lo que a los

detalles se refiere, pero se trata deltotal, y usted no está en condiciones dejuzgarlo. Usted sólo ve el pequeñosector en que presta el servicio y le faltauna visión del conjunto. Cumple con sudeber, arriesga la vida, esto es digno detodos los honores —cada uno de ustedesdebiera tener la cruz de hierro— pero,antes que nada, es necesario romper elfrente enemigo en Flandes, con un ataquemasivo, y luego obligarles a replegarsedesde allí arriba.

Jadea y se seca la barba.—Han de arrollarlos

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completamente, de arriba a abajo… Y,después, hacia París.

Me gustaría saber cómo se loimagina, y engullo el tercer vaso decerveza. Encarga otro inmediatamente.

Pero me levanto. Él me mete todavíaalgunos cigarros en el bolsillo y medespide con un golpe en la espalda.

¡Que vaya muy bien! Esperamos oírpronto grandes noticias.

Había imaginado de otro modo mipermiso. Hace un año era distinto. Deboser yo el que he cambiado. Entreentonces y ahora se abre un abismo.

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Entonces yo no conocía la guerra. Sólohabía estado en sectores tranquilos. Hoynoto que, sin haberme dado cuenta, mehe ido gastando y deprimiendo. No meencuentro bien aquí. Esto es para mí unmundo extraño. Unos preguntan y otrosno, pero bien se ve que todos estánorgullosos de su actitud; a menudoincluso llegan a decir, con la entonaciónde quien comprende las cosas, que deesto no se puede hablar. Entoncesafectan un pequeño aire de superioridad.

Lo que más me gusta es estar solo;así nadie me estorba. Porque todosacaban diciendo lo mismo: «la cosa vabien» o «la cosa va mal». A uno le

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parece una cosa, a otro otra.Encauzan siempre la conversación

hacia lo que les interesa máspersonalmente. En otro tiempo yo vivía,seguramente, así; pero hoy no puedoacostumbrarme a esto de ninguna forma.

Me hablan demasiado. Tienenpreocupaciones, planes, deseos que nopuedo experimentar como ellos. A vecesme siento con alguien en la terraza de uncafé e intento hacerle comprender que loesencial, en resumen, es poder estarsentados allí tranquilamente. Ellos,naturalmente, lo comprenden y loreconocen, están de acuerdo conmigo;pero sólo con palabras, sólo con

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palabras, aquí está la diferencia. Losienten, pero sólo a medias; su otro yoestá ocupado en otras cosas; están encierto modo divididos; ninguno de elloslo experimenta con todo su ser; ni yomismo sé bien lo que pienso.

Cuando los veo allí, en sushabitaciones, en sus despachos, en susocupaciones, entonces todo me atraeirresistiblemente y quisiera hacer comoellos y olvidar la guerra. Pero al mismotiempo todo me repugna. Es taninsignificante. ¿Cómo pueden llenar suvida? Habría que aplastarlo todo.¿Cómo puede existir eso mientras allíabajo la metralla vuela zumbando por

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encima de los embudos, suben loscohetes luminosos, se llevan a losheridos en las lonas de las tiendas y loscamaradas se agachan en las trincheras?Son otra clase de hombres los de aquí,una clase de hombres que no comprendodel todo, que envidio y desprecio. Apesar de todo pienso en Kat, en Albert,en Müller, en Tjaden… ¿Qué estaránhaciendo? Quizás están sentados en lacantina. ¿O nadando? Pronto deberánregresar a primera línea.

En mi habitación, detrás de la mesa,hay un sillón de cuero oscuro. Me siento

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en él.En las paredes, clavados con

chinchetas, hay muchos grabados que yohabía sacado de las revistas ilustradas.También hay, en medio de ellos,postales y dibujos que me habíangustado. En la esquina una pequeñaestufa de hierro. En la pared de enfrentelas estanterías con mis libros.

En esta habitación he vivido yo antesde ser soldado. He ido comprando loslibros poco a poco, con el dinero queganaba dando lecciones. Muchos deellos los he adquirido en librerías deviejo —todos los clásicos, por ejemplo— cada volumen costaba un marco y

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veinte pfennings encuadernado en telaazul. Los he comprado—completos,porque era muy meticuloso; no teníaconfianza en las ediciones de «obrasescogidas», dudaba de si habríanescogido lo mejor. Por esto hecomprado siempre «obras completas».Los he leído con interés pero, la mayorparte, no me satisficieron. Por esta razónfui inclinándome hacia los otros libros,los modernos, que, naturalmente, eranmucho más caros. Algunos me losprocuré no muy honradamente. Me loshabían dejado y no los devolví porqueno quería privarme de ellos.

Una de las estanterías está llena de

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libros de texto. Los trataba con pococariño y han sido muy trabajados.Tienen páginas arrancadas; ya se sabepara qué. Debajo hay cuadernos,paquetes y cartas empaquetados, dibujosy ensayos.

Querría sumergirme en mispensamientos de aquel tiempo. Untiempo que está todavía encerrado enesta habitación —me doy cuenta enseguida—; que estas paredes hanconservado. Mis manos reposan en elrespaldo del sillón; ahora me pongo máscómodo y levanto, también, las piernas;así permanezco confortablementesentado, en el rincón, entre los brazos de

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la butaca. La ventana abierta me muestrala imagen familiar de la calle con la altatorre de la iglesia al fondo. Hay algunasflores sobre la mesa. Portaplumas,lápices, una concha que me servía depisapapeles, el tintero… Nada hacambiado aquí.

Así permanecerá todo, si tengosuerte, cuando la guerra termine y yoregrese para siempre. Me sentaré igualque ahora, contemplando mi habitación yaguardando.

Estoy inquieto; pero no quisieraestarlo porque no hay motivo. Quierosentir de nuevo esta atracción íntima y,tranquila, esta sensación de un deseo

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fuerte e indefinible, como antes, cuandome ponía delante de mis libros. La brisade deseos que se levantaba entonces delos lomos multicolores ha deenvolverme de nuevo; ha de fundir estepesado bloque de plomo que llevo enalguna parte como un peso muerto ydespertar, de nuevo, en mi ser, aquellaimpaciencia por el porvenir, aquellaalegría alada que sentía en el mundo delos pensamientos. Quiero que merestituya el perdido interés de mijuventud.

Estoy sentado y espero.Se me ocurre que he de visitar a la

madre de Kemmerich. También podría

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ver a Mittelstaedt que debe estar en elcuartel. Miro por la ventana. Más alláde la soleada calle surge una cordillerade tonos ligeros y difusos que setransforma en un claro día otoñal…Estoy sentado cerca del fuego y, con Katy Albert, comemos patatas que hemoscocido en los rescoldos.

Pero no quiero pensar en esto yaparto el recuerdo. Quiero que lahabitación me hable, que me posea y melleve, quiero sentir, aquí mi intimidad,quiero escuchar su voz para saber,cuando vuelva al frente, que la guerra esahogada por la dulce ola del regreso;entonces ya ha pasado; ya no nos

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carcome; no tiene más poder sobrenosotros que el puramente exterior.

Los lomos de los libros se alinean eluno al lado del otro. Los reconozcotodavía y recuerdo cómo los ordené. Lesimploro con la mirada: «Habladme,acogedme; acógeme tú, vida mía deantaño; tú, vida despreocupada y bella,vuelve a poseerme…»

Espero, espero.Pasan imágenes delante de mí; no me

llenan, son tan sólo sombras yrecuerdos.

Nada…, nada…Aumenta mi inquietud.De pronto surge en mí un terrible

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sentimiento de extrañeza. No puedoencontrar el pasado. Me rechaza. Esinútil que implore y me esfuerce. Nadavibra. Indiferente y triste, seco como unréprobo mientras se me escapa elpasado. Al mismo tiempo temoconjurarlo con demasiada fuerza porqueno sé lo que podría pasar. Soy unsoldado y, sobre todo, he de atenerme aello.

Me levanto cansado y miro por laventana. Después cojo un libro y lohojeo intentando leer algo. Lo dejo ytomo otro. Tiene pasajes subrayados.Busco, hojeo, cojo otros libros. Se vanamontonando a mi lado. Tomo otros

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todavía… Hojas, cuadernos, cartas.Permanezco aquí, mudo, delante de

todo ello como ante un tribunal.Descorazonado.Palabras, palabras, palabras…, ya

no me pertenecen.Lentamente devuelvo los libros a su

lugar.Ya ha pasado, esto.Salgo en silencio de mi habitación.

No renuncio todavía. Es verdad queno vuelvo a entrar en mi dormitorio,pero me consuelo pensando que algunosdías no significan, ni mucho menos, un

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final definitivo. Después —más tarde—tendré años enteros para dedicarlos aesto. De momento me voy al cuartel avisitar a Mittelstaedt y nos sentamos ensu habitación. Hay aquí una atmósferaque no me gusta pero a la que estoyacostumbrado.

Mittelstaedt me tiene preparada unanoticia que me electriza enseguida. Medice que Kantorek ha sido incorporado afilas con la última reserva.

—Imagínate —dice, mientras sacados espléndidos cigarros— que salgodel hospital, llego aquí y me doy denarices con él. En cuanto me reconoceme alarga la pata y dice con su voz de

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ganso: «¡Hombre, Mittelstaedt! ¿Cómole va?» Entonces yo me lo mirofijamente y le respondo: «ReservistaKantorek, el servicio es el servicio y elaguardiente es el aguardiente. Eso ya notendría que decírtelo. Cuádrate cuandoestés hablando con un superior.» Sihubieras visto la cara que puso. Unamezcla de pepinillos en vinagre y degranada sin estallar. Con timidez intentó,todavía, tratarme amistosamente. Yo leladré con más fuerza. Entonces puso enjuego su artillería de grueso calibre yme preguntó confidencialmente:«¿Quiere que le proporcione un examenextraordinario?» La rabia me hizo

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estallar. Quería recordarme…¿entiendes? Pues bien, también yo lerecordé algo: «Reservista Kantorek;hace dos años que con tus sermones noshiciste alistar en la Comandancia deldistrito. Con nosotros venía José Behmque, realmente, se alistó a la fuerza.Cayó tres meses antes de la fecha en quele tocaba incorporarse. Sin ti hubieraesperado hasta entonces. ¡Y ahora,retírate! Ya volveremos a hablar deello.» Me fue fácil conseguir que meagregaran a su compañía. Lo primeroque hice fue llevármelo al almacén paraque le dieran un hermoso equipo. Podrásverlo enseguida.

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Bajamos al patio. La compañía estáformada. Mittelstaedt ordena descanso ypasa revista.

Por fin diviso a Kantorek y he demorderme los labios para no estallar encarcajadas. Viste una especie de túnicacon dobleces, de un azul desteñido. Enla espalda y en los brazos lleva unosgrandes remiendos de color más oscuro.Aquella guerrera tenía que haberpertenecido a un gigante. En cambio elpantalón, negro y deshilachado, es muycorto. Apenas le llega a la mitad de lapantorrilla. Los zapatos sonextraordinariamente grandes, de unadureza de hierro, unas antiquísimas

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barcas con la punta curvada hacia arribay abrochadas a los lados. Comocompensación el casquete es demasiadopequeño, un harapo terriblemente sucio,una cosa roñosa y miserable. El aspectodel conjunto es lastimoso.

Mittelstaedt se para delante de él:—Reservista Kantorek: ¿Esta es

manera de limpiarse los zapatos? Meparece que no aprenderás nunca.Mediocre, Kantorek, insuficiente…

Interiormente grito de gozo. Así eracomo Kantorek hablaba a Mittelstaedt enla escuela. Con el mismo tono de voz:«Mediocre, Mittelstaedt, insuficiente…»

Mittelstaedt, mientras, continúa su

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crítica:Mira a Boettcher. Es ejemplar.

Tendrías que fijarte más en él.Apenas puedo creerlo. También

Boettcher está aquí, Boettcher, elportero de nuestra escuela. ¡Y él es elejemplo! Kantorek parece quererdevorarme con la mirada. Yo me río ensus narices, sin malicia, y contemplo sufacha como si no le hubiera reconocido.

¡Qué aspecto de estúpido tienevestido así! Y es esto lo que nos habíallegado a infundir un miedo mortalcuando se sentaba en su cátedra y con ellápiz en la mano atacaba a alguien conlos verbos irregulares franceses que,

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después, en Francia, no nos han servidode nada. Hace apenas dos años; y ahorael reservista Kantorek se vebruscamente despojado de su prestigio,con las rodillas torcidas, con unosbrazos como asas de olla, con las botassucias y en una actitud ridícula; unacaricatura de soldado. No puedoconcordar en mi interior esta visión deahora con la amenazadora imagensentada en la cátedra, y me gustaría,palabra, saber qué haría yo si algún díaeste alcornoque se atreviera apreguntarme a mí, un veterano, cosascomo ésta: «Bäumer, conjugue elimperfecto del verbo "aller".»

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Ahora, Mittelstaedt ordena algunosejercicios de formación en guerrilla. AKantorek, benévolamente, lo designajefe de grupo.

Eso tiene su explicación particular.El jefe de grupo, en la formación deguerrilla, marcha siempre a veinte pasospor delante de los demás. Si se ordena,pues: «¡Media vuelta… Marchen!» lalínea sólo debe cambiar de dirección;por el contrario, el jefe de grupo, que seencuentra, de pronto, veinte pasos másatrasado que el resto, debe correr comoun caballo al galope para recuperar suposición al frente de los otros. Enconjunto cuarenta pasos a la carrera. Y

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si, cuando apenas ha llegado, se vuelvea ordenar: «¡Media vuelta…,Marchen!», ha de volver a correr haciael otro lado. De esta forma la línea datan sólo, cómodamente, media vuelta yalgunos pasos mientras el jefe se lanzade un lado a otro como una pelota. Elconjunto forma parte de una de lasrecetas predilectas de Himmelstoss.

Kantorek no puede aspirar a otrotratamiento por parte de Mittelstaedt, yaque por su culpa éste no pudo pasar a uncurso superior. En cuanto a Mittelstaedt,sería muy asno si no aprovechara estamagnífica oportunidad antes de volver alfrente. Es posible que se muera algo más

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a gusto cuando la «mili» te haproporcionado una ganga así.

Entretanto Kantorek salta de un ladoa otro como un jabalí asustado. Al cabode un rato, Mittelstaedt lo detiene ycomienza entonces el importanteejercicio de: «Cuerpo a tierra».Andando sobre las rodillas y los codos,sosteniendo el fusil reglamentariamente,Kantorek pasa arrastrando su vistosafigura por la arena, delante mismo denosotros. Jadea de lo lindo y su jadeo escomo música en nuestros oídos.

Mittelstaedt lo anima, e intentaconsolar al reservista Kantorek con citasdel profesor Kantorek:

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—Reservista Kantorek, tenemos lasuerte de vivir una gran época; hemos dehacer, pues, un esfuerzo supremo ysuperar, unidos, lo que ella pueda tenerde amargo.

Kantorek escupe un pedazo demadera sucia que se le había metido enla boca y suda.

Mittelstaedt se inclina sobre él y leamonesta con insistencia:

—Y es necesario, sobre todo, quelas pequeñeces no nos hagan olvidarnunca el gran proceso histórico,reservista Kantorek.

Me extraña que Kantorek no suelteun estallido y reviente, especialmente

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ahora que sigue la hora de gimnasia yMittelstaedt le imita magistralmentetirando de él por el fondillo de lospantalones, mientras hace contraccionesen la barra fija, para ayudarle a poner labarbilla sobre la barra y mantener unaposición de cuerpo convenientementerígida. Estas operaciones vaamenizándolas con sabios discursos,exactamente igual que Kantorek hacíacon él.

Después distribuye los servicios deldía.

—Kantorek y Boettcher, iréis abuscar el pan. Coged el carretón.

Unos minutos más tarde, la pareja

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marcha con la carreta. Kantorek,rabioso, va con la cabeza gacha.

El portero anda alegremente porqueel trabajo es muy fácil.

La tahona está situada en el otroextremo de la ciudad. Ambos debenatravesar, tanto a la ida como a lavuelta, toda la población.

—Llevan ya algún tiempo haciendoesto —dice irónicamente Mittelstaedt—.Hay gente que espera, todos los días,para verlos pasar.

—Es magnífico —respondo yo—;¿pero todavía no se ha quejado?

—Lo intentó. Nuestro comandante serió mucho cuando oyó esta historia. No

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puede ver a los maestros de escuela. Porotro lado, cortejo a su hija.

—Te estropeará los exámenes.—Me da igual —dice Mittelstaedt

tranquilamente—. Además, sureclamación sólo ha servido para que yopudiera demostrar que, la mayoría de lasveces, hace tan sólo servicios ligeros.

—¿Por qué no le das de firme algunavez?

—Lo encuentro demasiado infeliz —responde Mittelstaedt en un tono demagnánima superioridad.

¿Qué es un permiso? Un cambio que,

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después, todavía os hace más penoso elregreso. Ya se mezcla ahora, en todo, laangustia de la despedida. Mi madre memira en silencio —cuenta los días, lo sé—; cada mañana está más triste. Un díamenos, piensa. He escondido mimochila; no quiero que pueda recordarlenada.

Las horas pasan aprisa cuando semedita. Me domino y acompaño a mihermana que va al matadero a por unaslibras de huesos. Es una concesiónespecial y ya desde primeras horas de lamañana la gente hace cola. Algunos sedesmayan.

No tenemos suerte. Después de

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aguardar, relevándonos, tres horasseguidas, la cola se deshace. Se hanterminado los huesos.

Afortunadamente me dan, cada día,mi ración militar. De esta forma puedollevar algo a casa y disponemos de unacomida un poco más nutritiva.

Las jornadas son cada vez máspenosas y los ojos de mi madre cada vezmás tristes. Quedan todavía cuatro días.He de ir a visitar a la señoraKemmerich.

Esto es algo que no puededescribirse. Esta mujer trémula quesolloza y me sacude gritando: «¿Por quévives tú, si él ha muerto?», que me

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inunda de lágrimas y exclama: «¡Por quéestáis allí abajo vosotros…, unos niñoscomo vosotros!», que se deja caer sobreuna silla y llora: «¿Lo has visto? ¿Haspodido verle todavía? ¿Cómo murió?»

Le respondo que recibió una bala enel corazón y murió enseguida. Me miradudando:

—Mientes. Lo sé mejor que tú. Hesentido en mi carne el largo horror de lamuerte. He oído sus gritos, por la nochehe sufrido con su angustia… dime laverdad, quiero saberla, he de saberla.

—No —respondo—, yo estaba conél. Murió instantáneamente.

Me suplica en voz baja:

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—Dímelo. Debes decírmelo. Yo séque quieres consolarme, pero, ¿no te dascuenta de que me atormentas mucho máshorriblemente que si me dijeras laverdad? No puedo soportar estaincertidumbre. Dime cómo murió porterrible que haya sido. Siempre serámejor de lo que yo imagino.

No se lo diré, aunque me hicierapicadillo. La compadezco pero, almismo tiempo, la encuentro algoestúpida. Debería contentarse con lo quele digo. Kemmerich ha muerto, sepa o nosepa cómo fue. Cuando se han vistotantos cadáveres no se comprende queuno sólo despierte tanto dolor. Por esto

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le digo con impaciencia:—Murió enseguida. Ni siquiera se

dio cuenta. La cara le quedó muynatural, apenas si se notaba nada.

Calla. Después pregunta, lentamente:—¿Puedes jurarlo?—Sí.—¿Por lo que te es más sagrado?Dios mío, ¿qué es lo que todavía

considero sagrado? Estas cosas cambianaprisa en nosotros.

—Sí, murió en el acto.—¿Te conformas con no volver del

frente si esto no es verdad?—Que yo no regrese del frente si él

no murió instantáneamente.

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Estoy dispuesto a aceptar, todavía,lo que sea; pero ella parece que al finme cree. Solloza y llora un buen rato. Hede contarle punto por punto cómo fue einvento una historia que casi me creo yomismo.

Cuando me voy, me besa y me regalaun retrato de Kemmerich. Se ve con suuniforme de recluta, apoyado en unamesa redonda con patas de abedul sindescortezar. A su espalda hay un bosquepintado. Sobre la mesa un vaso decerveza.

La última noche que paso en casa.

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Todo el mundo está taciturno. Meacuesto temprano, cojo la almohada y laaprieto contra mí, hundo en ella lacabeza. ¡Quién sabe si podré volver adormir en almohadas de plumas!

Mi madre entra, ya muy tarde, en lahabitación. Me cree dormido y yo loaparento. Hablar, velar con ella mesería demasiado penoso.

Se está sentada allí casi hasta elamanecer a pesar de que sufrefísicamente y, de vez en cuando, seencorva por el dolor. Por fin, ya nopuedo aguantar, simulo que medespierto.

—Vete a dormir, mamá. Cogerás

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frío aquí.—Luego tendré tiempo para dormir.Me incorporo.—No me voy al frente enseguida,

mamá. Primero estaré cuatro semanas enel campamento de barracas. Desde allívendré todavía algún domingo.

Calla. Luego me dice en voz baja:—¿Tienes mucho miedo?—No, mamá.—Quiero decirte una cosa: ten

cuidado con las mujeres francesas. Sonmalas…

¡Ah, madre! Para ti todavía soy unniño… ¿por qué no puedo apoyar lacabeza en tu falda y llorar? ¿Por qué

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siempre he de ser el más fuerte y el mássereno? Yo también quisiera, de vez encuando, sollozar y ser consolado. Enrealidad no soy mucho más que un niño;en el armario está colgado todavía mipantalón corto. ¡Hace tan poco tiempode esto! ¿Por qué ha pasado ya?

Tan tranquilo como me es posible ledigo:

—Donde estamos nosotros no haymujeres, mamá.

—Sé prudente allí abajo, en elfrente, Pablo.

¡Madre, por qué no te cojo entre misbrazos y morimos juntos! ¡Qué pobresdesgraciados somos!

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—Sí, mamá, lo haré.—Cada día rezaré por ti, Pablo.¡Ay, madre, madre! Levantémonos y

huyamos, huyamos hacia el pasado,hasta que no hallemos nada de toda estamiseria. Hacia el pasado, hacia la épocaen que estábamos solos los dos, madre.

—Podrías conseguir un puesto demenos peligro.

—Sí, mamá, quizá me destinen a lacocina. Es muy posible.

—Acéptalo, ¿me oyes?, los demásque digan lo que quieran…

—No me preocupa eso, mamá.Suspira. Su rostro es un suave

resplandor en la oscuridad.

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—Debes acostarte ahora, mamá.No responde. Me levanto y le pongo

mi manta sobre los hombros. Se apoyaen mi brazo, vuelve a tener dolores. Lallevo así hasta su habitación. Me quedo,todavía, un rato a su lado.

—Y ahora, mamá, has de ponertemuy buena para cuando yo vuelva.

—Sí, sí, hijo mío.—No me enviéis nada de lo vuestro.

Allá abajo tenemos comida suficiente.Aprovechadlo todo vosotros.

Qué poca cosa parece en su camaesta mujer que me ama más que a nadaen el mundo. Cuando intento marcharmedice, precipitadamente:

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—Me he podido procurar un par decalzoncillos. Son de buena lana. Teabrigarán. No te los olvides.

¡Ah, mamá! Yo sé lo que te hancostado este par de calzoncillos; ir de unlado a otro, hacer colas, mendigar…¡Madre, madre! ¿Cómo puedecomprenderse que yo deba separarme deti? ¿Quién tiene derecho sobre mí sinotú? Todavía estoy sentado cerca de ti ytú estás aquí acostada. ¡Deberíamosdecirnos tantas cosas! Pero nuncapodremos…

—Buenas noches, mamá.—Buenas noches, hijo mío.La habitación está a oscuras. Se

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escucha la respiración de mi madre. Yel tic tac del reloj. Fuera, el vientoacaricia la ventana. Rumorean loscastaños.

En el pasillo tropiezo con mimochila que ya está preparada porqueparto al amanecer.

Muerdo la almohada; aprietoconvulsivamente las barras de hierro dela cama. No tenía que haber venido. Enel frente me sentía indiferente y, amenudo, sin esperanzas. Nunca podrévolver a sentirme así. Yo era unsoldado; ahora no soy más que unsufrimiento; por mí, por mi madre, portodo esto, interminable y desconsolador.

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No debí venir.

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Capítulo 8

Reconozco, todavía, las barracas delcampamento. Aquí es dondeHimmelstoss educó a Tjaden. Pero noconozco apenas a nadie. Todos hancambiado como pasa siempre.Únicamente queda alguno de los queantes tan sólo veía de pasada.

Cumplo mecánicamente mi servicio.Por las noches voy casi siempre alHogar del Soldado. Hay revistas que,sin embargo, no leo nunca. Y hay,también, un piano en el que me gustatocar. Sirven dos mujeres, una de ellas

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joven.El campamento está cerrado por una

cerca de estacas y alambre de púas.Cuando regresamos tarde del Hogar delSoldado necesitamos un pase paraentrar. Pero quien se entienda bien conel centinela puede pasar, naturalmente,sin el papel.

Cada día hacemos ejerciciostácticos de compañía en el arenal, entrematas de enebro y abedules. Essoportable cuando uno se resigna.Corremos hacia adelante, nos tiramos alsuelo y, entonces, el aliento hace oscilarlos tallos de hierba y las florecitas. Laarena clara, vista de tan cerca, es pura

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como en un laboratorio, formada pormiles y miles de minúsculos granitos. Sesiente un extraño deseo de hundir lamano en ella.

Sin embargo, más hermosos son losbosquecillos con su cenefa de abedules.Cambian de color a cada instante. Ahoralos troncos brillan con una esplendorosablancura mientras, sedosa y alada,planea entre ellos, como pintada alpastel, la luz verdosa que tamiza elfollaje. Un momento después todo es deun azul opalino que se platea en loslímites del bosque y funde la antiguatonalidad verde; pero enseguida, cuandouna nube pasa ante el sol, todo oscurece

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hasta llegar casi al negro en el lugarcubierto por la sombra. Y esta sombracorre a través de los troncos como unfantasma y los hace palidecer, hasta quese aleja después por el arenalperdiéndose en el horizonte. Se yerguende nuevo los abedules como solemnesestandartes, llevando en sus blancostroncos el incendio, oro y grana, delcoloreado follaje.

Me abstraigo a menudo en este juegode luces delicadas y de sombrastransparentes, hasta el punto que no oigocasi las voces de mando. Cuando uno sesiente solo es cuando empieza aobservar la naturaleza y a amarla. Aquí

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yo no tengo ninguna relación ni tampocodeseo, con los que me rodean, más tratoque el usual. Apenas si nos conocemos,entre nosotros, para hacer algo más quecharlar un poco y, por la noche, jugaralguna partida de cartas.

Al lado de las barracas hay el grancampamento de los rusos. Está,ciertamente, separado del nuestro poralambre espinoso; pero, sin embargo,los prisioneros consiguen pasar hacianuestro lado.

Tienen un aspecto tímido y temerosoa pesar de que, la mayor parte, son altos

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y barbudos. Parecen unos humildesperros de San Bernardo a quienesalguien haya zurrado.

Se deslizan silenciosos por losalrededores de nuestras barracas yhurgan en los barriles de basura. ¡Esposible imaginar lo que encontrarán enellos! Nuestra comida es ya escasa ymala. Nabos cortados en seis trozos ycocidos tan sólo en agua; pequeñaszanahorias llenas, todavía, de tierra. Laspatatas picadas son ya un manjarexquisito y la suprema delicia es unasopa de arroz, muy clara, en la que, sesupone, deben nadar unos pequeñospedazos de tendón de buey. Sin

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embargo, están cortados a trocitos tanmenudos que no es posible encontrarlos.Naturalmente nos lo comemos todo. Sialguien, por casualidad, se siente tanopulento que no termina de rebañar elplato, hay diez más que esperan hacerlocon mucho gusto. Tan sólo los restos quela cuchara no puede coger caen, juntocon el agua del fregadero, en losbarriles de basura. También alguna vezpueden mezclarse pieles de zanahoria,unos pocos pedazos de pan enmohecidosy otras porquerías.

Esta agua insustancial, turbia y suciaes lo que buscan los prisioneros. Laextraen ávidamente de los pútridos

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barriles y se la llevan bajo sus blusas.Produce extrañeza ver de cerca a

nuestros enemigos. Tienen unos rostrosque os hacen pensar; caras de buenoscampesinos con la frente ancha, amplianariz, labios gruesos, grandes manos ycabello espeso. Habría que emplearlesen labrar, segar o recoger las manzanas.Tienen un aspecto todavía más bonachónque el de nuestros campesinos frisones.

Entristece ver sus movimientos, suforma de mendigar un poco de comida.Todos están muy débiles porque recibenlo justo para no morirse de hambre.Nosotros mismos hace tiempo ya que nosaciamos nuestro apetito.

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Sufren de disentería y alguno deellos, con mirada temerosa, os enseña aescondidas el paño de su camisa suciode sangre. Tienen las espaldas y lacerviz inclinadas, las rodillas dobladasy os miran oblicuamente, de abajo aarriba, cuando os alargan la mano y conlas pocas palabras que conocenmendigan…, mendigan con sus suaves ydulces voces de bajo que evocan lasgrandes estufas encendidas y lassilenciosas estancias de su país.

Algunos los echan al suelo de unapatada; sin embargo, son los menos. Lamayor parte no les hace nada; pasan, sinmirarles, por delante de ellos. A veces,

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palabra, da rabia verlos tan miserables yes entonces cuando les dan algúnpuntapié. Si, al menos, no mirasen deesta manera. ¡Cuánta aflicción puedecaber en aquellas dos pequeñas manchasque podríais tapar con vuestrospulgares; en los ojos!

Por la noche vienen a las barracas ytratan de comerciar. Cambian cuantotienen por un poco de pan. A veces lesva bien porque las botas que llevan sonbuenas y las nuestras malas. El cuero delas suyas, tan altas, es de una suavidadextraordinaria, verdadero cuero deRusia. Los hijos de campesinos que hayentre nosotros y que reciben víveres de

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su casa, pueden adquirirlas. El precio deun par de botas es, poco más o menos,dos o tres panes de munición o un pan yun salchichón pequeño y reseco.

Sin embargo, hace ya tiempo quecasi todos los rusos se han desprendidode lo que tenían. No llevan nada másque un miserable vestido e intentancambiar pequeñas esculturas y diversosobjetos que hacen con fragmentos demetralla y con pedazos de cobre de lasanillas de obús. Por estas cosas,naturalmente, sacan muy poco, a pesarde que están hechas con mucho trabajo.Las cambian por unas rebanadas de pan.Nuestros campesinos son tozudos y

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diestros en el regateo. Sostienen elpedazo de pan o de salchicha bajo lasmismas narices del ruso hasta que eldeseo de comérselo le hace palidecer,pone los ojos en blanco y todo le daigual. Entonces ellos envuelvencuidadosamente su presa, sacan su grancuchillo de bolsillo y, poco a poco,calmosamente, cortan para sí mismos unpedazo de pan de sus provisiones y,después de cada mordisco, roen comorecompensa un pedazo de su salchichónseco. Es irritante verlos comer así; teentran ganas de golpear sus durascabezas. Hay que decir, sin embargo,que apenas les conocemos.

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Estoy muy a menudo de centinelacon los rusos. En la oscuridad puedenverse sus figuras alargadas moviéndosecomo cigüeñas enfermas, como enormespájaros. Se acercan al alambre yaprietan el rostro, oprimen con susdedos la malla. A veces se colocan unoal lado de otro, en largas hileras,respirando la brisa que les llega de losbosques y del brezal.

No suelen hablar y si lo hacen dicenpocas cosas. Son más humanos y, casidiría, más fraternales entre ellos quenosotros. Pero esto quizá provenga tansólo de que se sienten desgraciados. No

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obstante la guerra ha terminado paraellos; aunque es preciso reconocer queesperar tan sólo la disentería no es unavida agradable.

Los viejos reservistas que losvigilan cuentan que antes estaban muchomás animados. Tenían, como sueleocurrir siempre, relaciones sexualesentre ellos y, a menudo, se enzarzabanen peleas a puñetazos o a cuchilladas.Ahora están ya embotados eindiferentes. La mayoría ni siquiera semasturba de tan débiles como seencuentran; antes la cosa llegaba aalcanzar tales proporciones que lohacían, a un tiempo, todos los hombres

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de un barracón.Permanecen de pie, contra la

alambrada. De vez en cuando uno deellos oscila y desapareceinmediatamente, otro ocupa su lugar enla hilera. La mayoría no hablan. Algunostan sólo os piden la colilla.

Contemplo sus oscuras siluetas. Susbarbas ondean con la brisa. No sé deellos nada excepto que son prisionerosy, precisamente, esto es lo que meconmueve. Su vida es anónima einocente… Si supiera algo más de ellos,cómo se llaman, cómo viven, cuáles sonsus anhelos, qué es lo que les mueve, miemoción tendría un objeto y podría

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convertirse en compasión. Ahora, sinembargo, detrás de ellos no veo sino eldolor de la criatura, la terriblemelancolía de la existencia y la falta demisericordia en los hombres.

Una orden ha convertido a estassombras tranquilas en enemigosnuestros; otra orden podría convertirlesen nuestros amigos. En una mesacualquiera, unos caballeros que nadie denosotros conoce firman un escrito y heaquí que, desde aquel momento, porlargo tiempo, nuestra supremaobligación consiste en hacer aquelloque, en tiempo normal, es abominadopor todo el mundo y castigado con la

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última pena. ¡Quién sería capaz dehacer, todavía, distinciones viendo aestos hombres tranquilos, con sus carasde niño y sus barbas de apóstol! Cadacabo es para los reclutas y cadaprofesor para los alumnos un enemigopeor que estos hombres para nosotros.Y, no obstante, volveríamos a dispararcontra ellos y ellos contra nosotros, siestuvieran libres.

Me aterro; no debo adentrarme enestos pensamientos. Esta senda conduceal abismo. Todavía no ha llegado lahora. Pero no quiero perder esta idea,quiero conservarla, quiero esconderlacuidadosamente hasta que la guerra

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termine. Mi corazón late con fuerza;¿será éste mi propósito, aquellafinalidad definitiva, la única en la quepensaba en la trinchera, aquella que yobuscaba como mi razón para vivirdespués de esta gran catástrofe de todala humanidad? ¿Será ésta la labor quejustifique mi vida futura, la misión dignade estos años de horror?

Saco mis cigarrillos, los parto por lamitad y los reparto entre los rusos. Seinclinan y los encienden. Ahora en suscaras brillan unos puntitos rojos. Meconsuelan: parecen ventanitas de algunaalquería en la oscuridad, indicando queen su interior existe un acogedor refugio.

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Pasan los días. Una mañananeblinosa entierran a otro ruso; ahora,casi cada día mueren algunos.Precisamente estoy de centinela cuandolos sepultan. Los prisioneros cantan unhimno religioso; lo cantan a variasvoces y resuena, sin embargo, muydébilmente, como si apenas fueranvoces, como un órgano lejano, allí, en elbrezal. Las exequias son breves.

Por la noche vuelven a alinearse enla alambrada y respiran la brisa de losbosques de abedules. Las estrellas sonfrías. Ahora conozco ya a algunos quehablan bastante bien el alemán. Uno deellos es músico y me cuenta que había

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actuado como violinista en Berlín.Cuando le digo que yo tecleo un poco elpiano va a por su violín y se pone atocar. Los demás se sientan y apoyan suespalda en la alambrada. El permanecede pie, tocando; a veces adquiereaquella expresión de irrealidad quetienen los violinistas cuando cierran losojos; después balancea, de nuevo, suinstrumento al compás de la música y mesonríe.

Debe tocar canciones popularesporque los otros compañeros leacompañan tarareando. Son como unaoscura cordillera que resonase pordebajo de la tierra. Y la voz del violín

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se levanta por encima de ella como unaesbelta adolescente, clara y solitaria.Las voces callan y queda tan sólo elinstrumento —tiene un sonido delgado ydébil, en la noche; diríase que tiembla;hemos de acercarnos para oírlo; mejorestaríamos en una sala—; aquí, al airelibre, entristece escuchar esta voz quevaga solitaria.

No me conceden permiso ningúndomingo porque hace poco que he tenidouna licencia larga. Por esta razón, eldomingo anterior a mi partida vienen averme mi padre y mi hermana mayor.

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Pasamos el día en el Hogar del Soldado.¿Dónde podíamos ir, si no queríallevarles a los barracones? Al mediodíavamos a pasear por el campo.

Las horas transcurren tristemente.No sabemos de qué hablar. Por fin lohacemos de la enfermedad de mi madre.Ya se ha confirmado que tiene cáncer.Está en el hospital y la operarán muypronto. Los médicos confían en quesanará, pero nosotros no conocemostodavía ningún caso de curación decáncer.

—¿Dónde está? —pregunto.—En el hospital de Santa Lucía —

dice mi padre.

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—¿En qué clase?—En tercera. No sabemos lo que

costará la operación. Ella misma quisoque la pusiéramos en tercera clase. Dijoque así podría distraerse un poco más…y es más barata.

—Así está en una sala común. ¡Contal de que pueda dormir por las noches!

Mi padre asiente con la cabeza.Tiene un rostro fofo y lleno de arrugas.Mi madre ha estado enferma muy amenudo y aunque, en realidad, sólo haido al hospital cuando se ha vistoobligada, de todas maneras ha costadomucho dinero y, por esta razón, la vidade mi padre ha sido muy sacrificada.

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—Si por lo menos supiéramos loque costará la operación —dice él.

—¿No lo habéis preguntado?—Directamente, no. No puede

hacerse… Si resulta que el médico semolesta no es conveniente, ¿sabes?;verás, al fin y al cabo son ellos los queoperarán a tu madre.

—Sí —pienso amargamente—,somos así nosotros, los pobres. Nuncanos atrevemos a preguntar el precio apesar de que nos preocupeterriblemente. En cambio, los otros, losque no precisan saberlo, encuentran muynatural fijar por adelantado el precio dela operación. Y con ellos el médico no

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se molesta nunca.—Las vendas, además, también son

muy caras —dice mi padre.—¿La casa de socorro no contribuye

en nada? —pregunto.—Hace demasiado tiempo que tu

madre está enferma.—¿Y vosotros tenéis algo?Mueve la cabeza.—No. Pero puedo volver a hacer

horas extras.Sí, ya lo sé; permanecerá hasta

medianoche en su mesa, doblando,pegando y cortando. A las ocho de latarde comerá alguna de esas cosas sinninguna sustancia que se obtienen a

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cambio de los bonos de racionamiento.Después tomará unos polvos contra eldolor de cabeza y… vuelta a empezar.

Para distraerle un poco, le cuentoalgunas anécdotas que se me ocurren.Chistes de soldado y cosas por el estilo,que se refieren a generales o sargentosmayores que, de una forma u otra, hanquedado en ridículo.

Después les acompaño a la estación.Me dan un bote de mermelada y unpaquete de buñuelos de patata que mimadre todavía tuvo tiempo de cocinarpara mí.

El tren parte y regreso alcampamento.

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Por la noche extiendo un poco demermelada sobre algunos buñuelos eintento comérmelos. No me gustan.Entonces salgo para dárselos a losrusos. Pienso, sin embargo, que los hahecho mi misma madre y que, quizá,tenía dolores mientras estaba frente alfogón. Coloco el paquete dentro de lamochila y tomo dos, tan sólo, paradarlos a los rusos.

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Capítulo 9

Viajamos algunos días en el tren.Aparecen en el cielo los primerosaviones. Pasan convoyes de transporte.Cañones, cañones. Nos recibe elferrocarril de campaña. Busco miregimiento, nadie sabe, con exactitud,dónde se encuentra. Pernocto encualquier lugar; por la mañana meproporcionan víveres y algunas vagasinstrucciones. Cojo la mochila y el fusily me pongo de nuevo en camino.

Cuando llego al pueblecito, que estádestruido, ya no queda nadie. Me dicen

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que nos han organizado como divisiónvolante destinada a correr por todaspartes donde huela a cuerno quemado.No me hace ninguna gracia esto. Mecuentan que hemos sufrido muchas bajas.Pregunto por Kat y Albert. Nadie sabenada.

Sigo buscando, voy de un lado a otrocon una inquietud extraña. He deacampar todavía dos noches como unpiel roja. Por fin obtengo noticiasconcretas y, por la tarde, puedopresentarme en la oficina de lacompañía.

El sargento mayor me retiene. Lacompañía llegará dentro de dos días; no

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es preciso mandarme al frente.—¿Qué tal el permiso? —me

pregunta—. Espléndido, ¿no?—Así, así —respondo.—Sí… —suspira—, si no se tuviera

que volver… Eso es lo que amarga lasegunda mitad.

Ganduleo por allí hasta la mañanaque llega la compañía. Gris, sucia,malhumorada, mustia. De un salto memeto entre las filas y buscoávidamente… Allí está Tjaden y aquíMüller que se está sonando. Encuentrotambién a Kat y Kropp. Disponemosnuestras colchonetas una al lado de otra.Me siento culpable al mirarles y, sin

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embargo, no hay motivo. Antes deacostarme saco el resto de los buñuelosy la mermelada para que también elloslos prueben.

Los dos buñuelos de los extremos sehan enmohecido un poco, pero todavíapueden comerse. Los reservo para mí ydoy los más frescos a Kat y Albert.

Kat come y pregunta:—¿Los ha hecho tu madre?Hago un gesto afirmativo.—Se conoce en el sabor.Tengo ganas de llorar. No me

reconozco a mí mismo. Pero ahora todoirá mejor; vuelvo a estar con Kat, Alberty los demás. Me encuentro en mi

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ambiente.—Has estado de suerte —murmura

Kropp adormeciéndose—. Se dice quenos mandan a Rusia.

¡A Rusia! Allí ya no hay guerra.En la lejanía retumba el frente.

Tiemblan las paredes de las barracas.

Nos mandan hacer una rigurosalimpieza. Las órdenes se suceden. Nospasan revista una vez tras otra. Lo queestá roto lo cambian por equipo en buenestado. En todo esto yo puedo pescaruna irreprochable guerrera nueva y Kat,naturalmente, un equipo completo. Corre

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la voz de que se acerca la paz, pero laotra versión es más aceptable,seguramente nos mandan a Rusia. Sinembargo, ¿para qué necesitamos enRusia un uniforme en buen estado? Porfin todo queda aclarado: el Káiser vienea pasar revista. Ahora se explican todosestos preparativos.

Ocho días trabajando sin parar, estoparece un cuartel de reclutas con tantoejercicio y tanta limpieza. Todosestamos enfadados y nerviosos; unalimpieza tan exagerada ya no es paranosotros y el paso de desfile todavíamenos. Precisamente estas cosas son lasque nos ponen furiosos cuando estamos

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en las trincheras.Por fin llega el momento. Nos

cuadramos, rígidos, y aparece el Káiser.Sentimos curiosidad por ver su aspecto.Pasa por delante de nosotros, andando alo largo de las hileras y, a decir verdad,me decepciona un poco; por lasfotografías me lo había imaginado másalto, más vigoroso y, sobre todo, conuna voz de trueno.

Reparte cruces de hierro y habla conalgunos. Después nos retiramos.

Al cabo de un rato lo comentamosentre nosotros. Tjaden dice asombrado:

—¿Así, éste es el que manda másque nadie? ¿Delante de éste se han de

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cuadrar todos, absolutamente todos?Medita.—¿Hindemburg también ha de

cuadrarse delante de él? ¿Qué osparece?

—Naturalmente —contesta Kat.Tjaden todavía no está satisfecho.

Piensa un rato y pregunta:—¿Y un rey? ¿También un rey debe

cuadrarse delante de un emperador?Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero

parece que no. Ambos están en un planotan elevado que ya no debe regir esto decuadrarse.

—¡Qué cosas se te ocurren! —diceKat—. Lo esencial, para ti, es que tú sí

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debes cuadrarte.Sin embargo Tjaden está

completamente fascinado. Suimaginación, tan pequeña normalmente,trabaja ahora a todo gas.

—¿Sabéis? —declara—, no puedocomprender que un káiser tenga que ir alretrete igual que yo.

—Pues ya puedes jurarlo —diceKropp riendo.

—Muchacho, tres locos y túsumaríais siete locos —añade Kat—.Tienes piojos en el cerebro Tjaden. Siquieres un consejo, vete a dar una vueltapor las letrinas a ver si se te aclaran lasideas y no hablas como un niño de teta.

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Tjaden desaparece.—Me gustaría saber una cosa —dice

Albert—. ¿Hubiera estallado la guerrasi el Káiser se hubiera negado?

—Seguro —afirmo—. Todos dicenque él no la deseaba.

—Bien; si se hubiera negado él tansólo quizá sí. Pero si lo hubieran hechoveinte o treinta personas en el mundo…

—Es muy probable que no —concedo—, pero precisamente estaspersonas son las que la han querido.

—Es curioso pensar en esto —sigueKropp—; nosotros estamos aquí paradefender nuestra patria. Pero tambiénlos franceses defienden la suya.

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Entonces, ¿quién tiene razón?—Quizá los unos y los otros —

murmuro sin convicción.—Correcto —dice Albert y leo en

su cara que quiere meterme en uncallejón sin salida—, pero nuestrosprofesores, nuestros pastores y nuestrosperiódicos dicen que sólo tenemos razónnosotros y quiero creerlo; sin embargo,los profesores, los pastores y losperiódicos franceses pretenden tenerrazón tan sólo ellos. ¿Cómo te loexplicas?

—No lo sé —digo yo—. Sea comosea, estamos en guerra y, cada mes,entran en ella nuevos países.

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Vuelve Tjaden. Está todavía muyexaltado y se mete, de nuevo, en laconversación. Ahora quiere saber cómose produce una guerra.

—Generalmente porque un paísofende gravemente a otro —respondeAlbert con cierto tonillo desuperioridad.

Pero Tjaden permanece impasible.—¿Un país? No lo comprendo. Una

montaña alemana no puede ofender a unamontaña de Francia. Ni un río, ni unbosque, ni un campo de trigo…

—¿Eres tonto o lo aparentas? —gruñe Kropp—. No he querido deciresto. Un pueblo ofende a otro…

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—Siendo así, yo no tengo nada quehacer aquí —replica Tjaden—; no mesiento ofendido en absoluto.

—¡A ti van a darte explicaciones, site parece! —dice Albert enfurecido—;¿no te das cuenta de que eres mediamierda que no pinta nada?

—¡Pues me marcho a casaenseguida! —insiste Tjaden ante lahilaridad de todos.

—Pero, ¡pedazo de idiota! Se tratadel pueblo en conjunto, es decir, delEstado… —grita Müller.

—El Estado, el Estado… —diceTjaden haciendo sonar los dedos conmalicia—. Guardia civil, policía,

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contribuciones, he aquí a vuestroEstado. Si eso es lo que interesa, paga túel pato.

—De acuerdo —le apoya Kat—. Esla primera vez que has dicho algorazonable, Tjaden. Entre el Estado y lapatria hay algunas diferencias.

—Pero se corresponden mutuamente.No existe una patria sin Estado.

—Está bien; sin embargo, piensa quela mayoría de nosotros somos gentessencillas. Y, en Francia casi todos loshombres son, también, obreros, peones opequeños empleados. ¿Cómo puedequerer atacarnos un zapatero o uncerrajero francés? No, tan sólo es el

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Gobierno. Yo no había visto ningúnfrancés antes de venir y a la mayoría defranceses les debe pasar lo mismo connosotros. Tampoco les han preguntado aellos.

—Entonces, ¿por qué hay guerra? —pregunta Tjaden.

Kat se encoge de hombros.—Alguien debe sacar tajada.—Este no soy yo, palabra —dice

Tjaden irónico.—Ni tú ni ninguno de nosotros.—¿Quién, entonces? —insiste

Tjaden—. El Káiser tampoco saca deella ningún provecho. Tiene ya todo loque necesita.

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—Yo no lo aseguraría —replicó Kat—. Hasta el momento no había tenidoninguna guerra. Y todo gran emperadornecesita, por lo menos, una guerra. Sino, no se hace célebre. Verás, míralo entus libros de clase.

Los generales también se hacencélebres en la guerra —dice Detering.

—Aún más que los emperadores —continúa Kat.

—Seguro que también hay, detrás deellos, otros que piensan hacerse ricos acosta de la guerra —gruñe Detering.

—Yo creo, más bien, que es unaespecie de fiebre —dice Albert—.Nadie la quiere en realidad y, de pronto,

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se presenta. Nosotros no la hemosquerido, los otros dicen que tampoco…y, con todo, medio mundo está en danza.

—Sin embargo, ellos mienten másque nosotros —respondo yo—;acordaos, si no, de aquellas hojas quecogimos a unos prisioneros y en las quedecían que nos comíamos a los niñosbelgas. Los estúpidos que escriben estascosas deberían ser colgados. Ellos sonlos verdaderos culpables.

Müller se levanta.—No obstante, es mejor que la

guerra se haga aquí y no en Alemania.Mirad estos campos llenos deembudos…

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—Eso es verdad —confiesa elmismo Tjaden—; pero todavía seríamejor que no la hubiera en ningún sitio.

Y se aleja muy orgulloso porque nosha dado una lección, a nosotros quesomos estudiantes. Su opinión esrealmente típica de estas latitudes;topamos con ella a menudo y nopodemos replicar nada porque excluyela noción de las conexiones entre lascosas. El sentimiento nacional delsimple soldado consiste en encontrarseaquí, y basta. No quiere oír hablar denada más. El resto lo juzga desde unpunto de vista práctico y según sumentalidad.

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Albert se tumba, malhumorado, en lahierba.

—Es preferible no hablar de todoeste enredo.

—Tampoco vamos a sacar nada enlimpio —confirma Kat.

Para terminarlo de arreglar noshacen devolver casi todas las piezasnuevas que nos habían dado y nosendosan de nuevo nuestros andrajos.Aquello era tan sólo para la parada.

En lugar de ir hacia Rusia, volvemosal frente. Por el camino atravesamos unbosque lamentable, de árboles astillados

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y con la tierra reventada. En algunoslugares se abren unos espantososagujeros.

—¡Dios! Han zumbado fuerte aquí—digo a Kat.

—Lanzaminas —responde,indicándome que mire hacia arriba.

De los árboles cuelgan cadáveres.Un soldado desnudo está suspendido enla horquilla de dos ramas. Lleva,todavía, puesto el casco, pero ningunaropa cubre su cuerpo. En realidad tansólo una mitad está allí arriba, el busto;le faltan las piernas.

—¿Cómo ha sido esto? —pregunto.—Sí, mira, que le han desenfundado

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de una explosión —gruñe Tjaden.Kat dice:—Es curioso; ya lo hemos

observado otras veces. Cuando una minate coge de lleno, sales disparado delvestido. Debe ser la presión del aire.

Sigo mirando. Realmente es así.Allá abajo hay tan sólo colgajos deuniforme. En otro lugar está enganchadauna pasta sanguinolenta que antes eranmiembros humanos. Hay un cuerpotendido en el suelo que lleva, por todovestido, un trozo de calzoncillos en unapierna y el cuello de la guerrera. Por lodemás, va desnudo; el uniforme cuelgade un árbol. Le faltan los dos brazos,

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como si se los hubieran destornillado.Uno de ellos se halla a más de veintemetros, entre unas matas. El cadáverestá boca abajo. En los lugares de lasheridas que han dejado los brazosarrancados, la tierra está oscurecida porla sangre. Bajo sus pies la hierbaaparece aplastada y trinchada, como siel hombre hubiera, todavía, pataleado.

—No son bromas, Kat —digo yo.—Tampoco lo es un pedazo de

metralla en pleno vientre —respondeencogiéndose de hombros.

—No os pongáis tiernos —protestaTjaden.

Todo esto debe ser reciente; la

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sangre está fresca todavía. Como seaque vemos tan sólo cadáveres no nosdetenemos, ya avisaremos a la primeraambulancia. Al fin y al cabo nuestrotrabajo no consiste en hacerles la tarea aesas bestias de carga.

Ha de salir una patrulla paraconstatar hasta qué punto estánocupadas, todavía, las posicionesenemigas. A causa de mi permisoexperimento frente a los otros unsentimiento muy especial y, por esto, meofrezco voluntario. Concertamos el plan,nos deslizamos a través de la alambrada

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y nos separamos para arrastrarnos cadauno por su lado. Al cabo de un ratoencuentro un embudo poco profundo yme dejo resbalar dentro. Desde aquíobservo los alrededores.

El terreno está batido por unmoderado fuego de ametralladoras.Toda la zona está regada por las balas;no muy densamente, pero, sin embargo,lo suficiente para no permitirme levantardemasiado los huesos de este agujero.

Un cohete luminoso despliega en elaire su paracaídas. El terreno parececuajarse bajo una claridad lívida.Después, la oscuridad se le cierraencima, mucho más tenebrosa que antes.

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En la trinchera han dicho que habíanegros aquí delante. Es desagradable.No se les puede ver bien y, además, sonmuy diestros para patrullar. En cambio,cosa rara, a menudo son, también, muyimprudentes; tanto Kat como Kropptumbaron, una vez cada uno, toda unacontrapatrulla porque los negros, en supasión por los cigarrillos, marchabanfumando. Kat y Albert no tuvieron másque tomar como referencia los puntitosbrillantes de los cigarrillos.

Cerca de mí zumba una pequeñagranada. No la he oído venir y tengo unsobresalto. Al mismo tiempo se apoderade mí un terror loco. Estoy aquí solo y

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casi desvalido en la oscuridad… quizáshace rato que, desde otro embudo, unosojos me están observando y una granadade mano está dispuesta a ser lanzadapara destrozarme. Intento dominarme.No es la primera patrulla que hago nitampoco es particularmente peligrosa.Pero es la primera vez después delpermiso y, por otra parte, no conozco elterreno.

Procuro convencerme de que miemoción es estúpida, que, de seguro, nohay nadie espiándome en la oscuridad,si fuera así no podrían hacer un fuegotan rasante.

En vano. Mil pensamientos asaltan

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mi cabeza, en confuso tropel; siento laexhortadora voz de mi madre; veo a losrusos, con sus barbas flotantes al viento,apoyados en la alambrada; se presentadelante de mí la agradable visión de unacantina con sus mesas, de un cine enValenciennes; en mi imaginaciónangustiada, veo la horrible boca gris deun fusil implacable que me persiguesilenciosamente, amenazándome cuandointento mover la cabeza. Sudo por todoslos poros de mi cuerpo.

Permanezco en el agujero. Miro lahora; han transcurrido muy pocosminutos. Tengo la frente húmeda; losojos mojados; me tiemblan las manos y

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jadeo en voz baja. No es más que unterrible acceso de miedo, un simple yvulgar terror canino de sacar fuera lacabeza y avanzar.

Mi ansiedad, desbordada como unapasta clara, se concreta en mi deseo depermanecer aquí. Mis miembros se hanincrustado en la tierra; hago unatentativa vana… no quieren ceder. Meaprieto contra el suelo; no puedoavanzar; resuelvo quedarme.

Pero me inunda enseguida una olarenovadora, una ola de vergüenza, dearrepentimiento y de entereza. Melevanto un poco para observar. Meescuecen los ojos de tan fijamente como

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miro la oscuridad. Se eleva un coheteluminoso y vuelvo a agazaparme.

Sostengo una lucha insensata y turbiacontra mí mismo, quiero salir de miagujero y, a pesar de todo, me precipitoen él. Me digo: «Debes hacerlo; por tuscamaradas; no es una misión muyarriesgada». Pero añado enseguida: «Ya mí qué me importa. Tengo sólo unavida que perder…» «Todo es a causa deeste permiso», pienso, con amargura,para excusarme. Pero ni yo mismo locreo; me siento desfallecer; meincorporo poco a poco, me levanto, sacolos brazos, me apoyo en ellos, izo micuerpo y quedo, la mitad fuera y la otra

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dentro, tendido en el borde del embudo.Pero siento unos rumores y vuelvo adeslizarme dentro. A pesar del ruido dela artillería pueden oírse unosmurmullos sospechosos. Escucho; losrumores están a mi espalda. Es nuestragente que pasa por la trinchera. Ahoraoigo también voces ahogadas. Por eltono de una de ellas diríase que es Katquien habla.

De pronto me invade un calorextraordinario. Estas voces, estas pocaspalabras murmuradas a mi espalda,estos pasos en la trinchera que estádetrás de mí, me arrancan del angustiosoaislamiento, del terror a la muerte en el

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que iba, casi, a abandonarme. Sonmucho más que mi vida, estas voces; sonmucho más que el amor de una madre yque el miedo; son lo más fuerte y lo máseficaz para protegeros que existe en elmundo; son las voces de los camaradas.

No soy ya un poco de vida,temblorosa, sola en las tinieblas…, lespertenezco y ellos me pertenecen; todostenemos la misma vida; estamos unidosde una forma simple y profunda. Querríasumergir el rostro, apretarme contraestas voces que me han salvado y queme sostendrán.

Cautelosamente me deslizo fuera delembudo y me arrastro hacia adelante.

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Después avanzo gateando, con el rostroa ras de suelo. Todo va bien. Miro dereojo a mi alrededor, para orientarme;me fijo en los fogonazos de la artilleríacon el fin de encontrar el camino deregreso. Después intento ponerme encontacto con el resto de la patrulla.

El miedo subsiste, pero es un miedorazonable, una precaución extremada. Lanoche es ventosa y las sombras bailan,aquí y allá, con los fogonazos de laartillería. Es por esto que veodemasiado y demasiado poco al mismotiempo. A menudo, el terror me paraliza,pero no sucede nada. De esta maneraavanzo bastante y vuelvo atrás trazando

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un semicírculo. No he encontrado a losdemás. Cada metro que me acerco anuestras trincheras me infunde másaplomo; avanzo, ahora, muy deprisa,pues tendría poca gracia que me hirierauna bala perdida.

Me acomete un nuevo temor. Noencuentro con exactitud la dirección.Silenciosamente me agazapo en unembudo e intento orientarme. Hasucedido más de una vez que alguien hasaltado alegremente en una trinchera yno se ha percatado de que era enemigahasta que ha sido demasiado tarde.

Al cabo de un rato vuelvo a aguzarel oído. No encuentro el camino. La

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maraña de embudos me parece ahora tanindescifrable que, en mi turbación, no séhacia dónde avanzar.

Quizá me arrastro paralelamente alas trincheras y entonces eso puededurar indefinidamente. Es por esta razónque doy, de nuevo, una vuelta.

¡Estos malditos cohetes! Parece quetarden una hora en apagarse; no se puedehacer ningún movimiento sin que unabala silbe a tu alrededor.

Sin embargo, no hay más remedio,he de salir. Deteniéndome de vez encuando, avanzo penosamente rastreandocomo un cangrejo y me corto las manoscon los fragmentos dentados de metralla,

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más afilados que cuchillas de afeitar. Aveces tengo la impresión de que el cielose aclara un poco en el horizonte; peroesto puede ser, también, una ilusión.

Poco a poco voy dándome cuenta deque mi vida depende de los movimientosque haga.

Estalla una granada. En seguida dosmás. Empieza la danza. Una lluvia defuego. Las ametralladoras crepitan. Demomento no puedo hacer más quequedarme aquí. Al parecer los otrospreparan un ataque. Se elevan de todaspartes cohetes luminosos. Sin parar.

Estoy encogido en el interior de ungran embudo. Con agua hasta el vientre.

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Cuando el ataque haya comenzado, mehundiré tanto como pueda en el aguafangosa, procurando no ahogarme.Fingiré estar muerto.

Súbitamente me doy cuenta de que elfuego se acorta. Me dejo resbalar haciael interior del charco con el casco en elcogote y el rostro levantado, lo justopara permitirme respirar.

Permanezco inmóvil pues empieza aaproximarse un tintineo y escucho unospasos pesados, cada vez más cerca.Todos mis nervios se contraen comohelados. El rumor pasa sobre mi cabeza,la primera oleada de asaltantes se aleja.No he tenido más que un pensamiento

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desgarrador: «¿Qué hacer si alguiensalta dentro del agujero?» Ahoradesenfundo el puñal, lo aprieto confuerza y lo hundo, sin soltarlo, en ellodo. «Si alguien salta dentro loapuñalaré enseguida —este pensamientome martillea la cabeza— le atravesaréla garganta para que no pueda chillar; nohay más remedio. Estará tan asustadocomo yo y el mismo terror nosabalanzará el uno sobre el otro; espreciso que yo sea el primero.»

Ahora disparan nuestras baterías.Los obuses estallan a mi alrededor. Estome enfurece hasta la locura; sólo faltaríaque me mataran mis propios

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compañeros; maldigo y rechino dedientes dentro del lodo; es una explosiónde rabia; finalmente no puedo hacernada sino gemir e implorar.

Las detonaciones retumban en misoídos. Si los nuestros contraatacan estoysalvado. Aprieto la cabeza, contra elsuelo y escucho un sordo rumor, comoexplosiones de minas lejanas; luego lalevanto un poco y oigo el ruido que mellega de arriba.

Las ametralladoras claquetean. Séque nuestras alambradas de espino semantienen firmes y casi intactas. Estáncargadas, en una de sus partes, con unacorriente de alta tensión. Aumenta el

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fuego de fusilería. El enemigo no puedepasar, deberán replegarse.

Me hundo de nuevo, preso de unatensión extremada. El crujir, elarrastrarse, el tintinear son perceptiblesde nuevo. Por en medio de ellos se oyeun agudo grito aislado. Los acribillan abalazos. El ataque ha sido repelido.

Ya clarea algo más. Cerca de míescucho unos pasos apresurados. Losprimeros. Ya han pasado. Otros. Lasráfagas de ametralladora se encadenansin cesar. Precisamente cuando intentodarme la vuelta oigo un súbito rumor y

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con un golpe sordo, un cuerpo cae en elembudo, resbala y se me viene encima.

No pienso ni decido nada…Apuñalo con furia y siento, tan sólo,cómo aquel cuerpo se estremece y seafloja doblándose como un saco. Mimano está pegajosa y mojada cuandovuelvo en mí.

El otro jadea roncamente. Parececomo si bramara, cada expiración escomo un grito, como un trueno…, perotan sólo me lo parece a causa de missienes que laten con fuerza. Quisierataparle la boca, llenársela de tierra,coserlo a puñaladas para que callara,pues me está traicionando…, pero ha

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vuelto en sí y, de pronto, me siento tandébil que no puedo levantar la manocontra él.

Me arrastro, pues, hacia el rincónmás alejado y permanezco allí,mirándolo fijamente, el cuchilloempuñado, dispuesto a saltarlenuevamente encima en cuanto se mueva.Pero no hará ya nada más. Bien que loconozco en su estertor.

Lo veo confusamente. No tengo másque un deseo, huir. Si no lo hago prontohabrá demasiada luz; ya ahora es difícil.Sin embargo, cuando intento sacar lacabeza me doy cuenta de laimposibilidad de escaparme. El fuego

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de las ametralladoras es tan espeso queme acribillará antes del primer salto.

Lo pruebo con el casco, lo levantoun poco para ver el nivel a que pasan lasbalas. Un instante después, un proyectilme lo arranca de la mano. El fuego esrasante. No estoy suficientementealejado de las posiciones enemigas ysería cazado enseguida por los buenostiradores si intentara huir.

La luz va aumentando. Espero,consumiéndome, un ataque de losnuestros. Tengo los nudillos de losdedos blancos de tanto como aprieto lasmanos, implorando que cese el fuego ymis camaradas puedan acercarse.

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Los minutos se eternizan. No meatrevo a contemplar la oscura figura queestá tendida en el embudo. Me esfuerzoen mirar hacia otro lado y espero,espero. Los proyectiles silban tejiendouna espesa malla de acero y no cesan, nocesan.

Me doy cuenta de que tengo la manollena de sangre y siento, de pronto,náuseas. Cojo un puñado de tierra yfroto mi piel; por lo menos, ahora, estásucia y no puede verse la sangre.

El fuego no decrece. Viene de ambosfrentes con la misma intensidad. Seguroque los míos hace rato que meconsideran perdido.

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Amanece; una claridad gris, la deldía que nace. El estertor continúa. Metapo las orejas, pero pronto aparto lasmanos ya que, de otra manera, no podríaoír lo que pasa fuera.

La figura de enfrente se mueve. Meestremezco e, involuntariamente, lamiro. Los ojos me quedan ahoraincrustados en ella. Un hombre con unbigotito está tendido allí, con un brazomedio doblado sobre el que apoya lacabeza inerte. La otra mano reposasobre el pecho ensangrentado.

«Ha muerto —me digo—; debeestarlo; no se da cuenta de nada; esto

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que gime es tan sólo el cuerpo. Pero lacabeza intenta levantarse y el gemido sehace más fuerte, es sólo un momento…»Después la frente cae, nuevamente,sobre el brazo. No ha muerto; agonizapero no ha muerto. Me acerco a élarrastrándome; me detengo, apoyo elcuerpo en las manos; rastreo de nuevoun poco, espero; después un poco más;un atroz recorrido de tres metros, unlargo y terrible recorrido. Por fin, estoya su lado.

Entonces, abre los ojos. Debe dehaberme oído y me mira con unaespantosa expresión de terror. Elhombre permanece inmóvil, pero se lee

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en sus ojos un deseo de huir tan intensoque, por un momento, creo que tendráfuerzas suficientes para arrastrar elcuerpo a centenares de kilómetros. Perosigue inmóvil, completamente quieto y,ahora, silencioso; el estertor ha cesado,pero los ojos aúllan; toda la vida se haconcentrado en ellos en unextraordinario esfuerzo para huir, en unalucinante terror de la muerte y de mí.

Se me doblan las articulaciones ycaigo sobre los codos.

—No, no —le digo en voz baja.Sus ojos me siguen. Soy incapaz de

hacer cualquier movimiento mientras élme mire.

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Entonces aparta, lentamente, su manodel pecho; tan sólo un poco, la desplazaalgunos centímetros; pero estemovimiento relaja la fuerza de los ojos.Me inclino hacia adelante y le digo «no»con la cabeza mientras murmuro en vozbaja:

—No, no, no…Levanto la mano en el aire para

demostrar que quiero ayudarle y se lapaso por su frente.

Los ojos retroceden, aterrorizados,al verla acercarse; pierden su fijeza, lospárpados se cierran, la tensión cede. Ledesabrocho el cuello de la guerrera ycoloco su cabeza más cómodamente.

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Tiene los labios semiabiertos; seesfuerza por articular alguna palabra. Suboca está seca y yo no he traído lacantimplora. Pero hay agua entre el lododel fondo del embudo. Bajo hasta allí,saco el pañuelo, lo extiendo sobre elbarro, aprieto y recojo en las manosunidas el agua amarillenta que vafiltrándose.

La bebe. Le traigo más. Después ledesabrocho la guerrera para curarlo sies posible. He de intentar hacerlo, detodas maneras, para que, si me cogenprisionero los de aquí enfrente, se dencuenta de que he querido socorrerle y nome fusilen. Intenta impedirlo, pero su

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mano está muy débil. La camisa se hapegado a la herida y no puede apartarla;está abrochada a su espalda, no tengootra solución que cortarla.

Busco el cuchillo y lo encuentro.Pero en el momento en que intento cortarla camisa vuelve a abrir los ojos ypuedo leer en ellos una explosión deterror loco, parecen gritar. He decerrárselos, taparlos, murmurando envoz baja:

—¡Pero si quiero ayudarte,camarada!…

Y añado en francés:—Camarade, camarade, camarade…

—insistiendo en esta palabra para que la

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comprenda.Tiene tres puñaladas. Las cubro con

mis paquetes de vendas. Por debajo deellas se desliza la sangre. Las aprietocon más fuerza y, entonces, gime.

Es todo lo que puedo hacer. Ahoraha de esperar, esperar.

¡Ah! ¡Aquellas horas! Vuelve acomenzar el estertor… ¡Con qué lentitudmuere un hombre! Porque me doyperfecta cuenta de que no se salvará. Heprocurado convencerme de lo contrariopero, hacia el mediodía, sus gemidoshan aniquilado mi vana esperanza. Si,

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por lo menos, no hubiera perdido elrevólver durante el rastreo, le mataríade un tiro. No puedo apuñalarle.

Al mediodía alcanzo el límitecrepuscular del pensamiento. El hambreme trastorna; casi lloraría de tantoapetito, pero no puedo hacer nada pararemediarlo. Varias veces voy a buscaragua para el moribundo y bebo yomismo.

Es el primer hombre que he matadocon mis propias manos a quien puedocontemplar tan detenidamente, dándomecuenta de que su muerte es obra mía.Kat, Kropp y Müller ya han pasado poresto, al igual que muchos otros; a

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menudo en un cuerpo a cuerpo…Pero cada jadeo desnuda mi

corazón. Este moribundo tiene el tiempode su parte y me hiere con él como conun cuchillo invisible; el tiempo y mispensamientos.

¡No sé lo que pagaría para quesobreviviese! ¡Es tan penoso estartendido aquí dentro y tener que verle yoírle!

Muere a las tres de la tarde.Respiro. Sin embargo, es por poco

tiempo. Pronto el silencio me parecemás difícil de soportar que los gemidos.Querría oír de nuevo aquel jadeo,intermitente, ronco; a veces leve como

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un silbido, otras ruidoso y profundo.Es insensato lo que hago, pero he de

ocuparme en algo. Pongo el cadáver enotra posición para que descanse con máscomodidad, aunque no se dé cuenta denada. Cierro sus ojos. Son castaños. Elpelo negro se riza un poco sobre lassienes.

La boca es gruesa y tierna bajo elbigote; la nariz algo curvada; la pielmorena; no está ahora tan pálido comocuando agonizaba. Durante unosinstantes, su rostro parece casi el de unhombre sano; después se transformarápidamente en una de estas extrañascaras de muerto que he visto tan a

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menudo y que todas se asemejan.Seguro que su esposa piensa en él;

ignorando lo que ha sucedido. Tienecara de haberle escrito a menudo, quizásella reciba todavía alguna carta, mañanao de aquí en una semana; es posibleincluso que reciba dentro de un mesalguna misiva extraviada. La leerá y leparecerá que él le está hablando.

Mi estado empeora; ya no puedocontener mis pensamientos. ¿Cómo debeser esta mujer? ¿Como aquella morenaesbelta del otro lado del canal? ¿Mepertenece ya a causa de lo que hasucedido? ¡Ah! ¡Si Kantorek estuvieraaquí, a mi lado! ¡Si mi madre me viera

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ahora! Seguramente el muerto hubierapodido vivir treinta años más con sóloque yo hubiera podido recordar mejor elcamino de regreso. Si hubiera pasadodos metros hacia la izquierda, ahoraestaría en la trinchera y escribiría otracarta a su mujer.

¡Pero qué asco de todo esto! Es eldestino de cada uno. Si Kemmerichhubiera tenido la pierna diez centímetrosa la derecha, si Haie se hubieraagachado cinco centímetros más…

El silencio se prolonga. Hablo, hede hablar forzosamente. Por esto me

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dirijo al muerto y le digo:—Camarada, no quería matarte. Si

volvieras a saltar aquí dentro, no loharía, a condición de que tú tambiénfueras razonable. Pero ante todo, tú hassido para mí una idea, una combinaciónque vivía en mi cerebro y que exigía unadecisión; es esta combinación lo que yohe apuñalado. Tan sólo ahoracomprendo que tú eras un hombre comoyo. He pensado en tus granadas de mano,en tu bayoneta, en todas tus armas…Ahora veo tu mujer y tu rostro, aquelloque tenemos en común. ¡Perdóname,camarada! Siempre nos damos cuentademasiado tarde de las cosas. ¿Por qué

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no nos dicen continuamente que vosotrossois unos pobres infelices comonosotros, que vuestras madres viven enla misma angustia que las nuestras y quetodos tenemos el mismo miedo a lamuerte, el mismo agonizar y los mismosdolores? ¡Perdóname, camarada! ¿Cómopodías ser mi enemigo? Si tiráramosestas armas y este uniforme, tú podríasser mi hermano, al igual que Kat yAlbert. ¡Toma veinte años de los míos,compañero, y levántate! Toma más, siquieres, pues yo no sé tampoco quéhacer con ellos.

Quietud. El frente está tranquilo, siexceptuamos el fuego de fusilería. Las

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balas cruzan espesas. No disparan alazar, apuntan bien en ambos lados. Nopuedo marcharme.

—Escribiré a tu mujer —digoprecipitadamente al cadáver—. Quieroescribirle; ha de saberlo por mí…Quiero decirle todo lo que te digo a ti;no quiero que sufra; la ayudaré yayudaré también a tus padres y a tusniños…

Su guerrera está desabotonada. Lacartera es fácil de encontrar. Sinembargo, dudo antes de abrirla. Dentroestá la cartilla con su nombre. Mientrasyo lo ignore quizá pueda todavíaolvidar; quizá el tiempo borre esta

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imagen. Pero su nombre será un clavodel que no podré desprenderme nunca.Tendrá la fuerza de evocarlo todo, dereproducirlo, de presentármelo siempredelante. Indeciso, permanezco con lacartera en la mano. Me cae al suelo y seabre. Fotografías y cartas se extiendenpor tierra. Lo recojo para volverlo aguardar, pero la depresión que metortura, toda esta incierta situación, elhambre, el peligro, estas horas pasadascerca del muerto, me han desesperado.Quiero acelerar el desenlace y aumentarmi tormento; terminar de una vez, comoquien golpea contra la pared, pase loque pase, una mano mordida por un

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dolor insoportable.Son fotografías de una mujer y una

niña. Pequeñas fotografías deaficionado, tomadas ante una paredcubierta de hiedra. También hay cartas.Intento leerlas. La mayor parte de laspalabras no las entiendo, cuestadescifrarlas, sé muy poco francés. Perocada vocablo que puedo traducir meatraviesa el pecho como una bala, comouna puñalada.

Estoy extraordinariamentesobreexcitado. Sin embargo, comprendotodavía que nunca podré escribir a estagente como pensaba hace poco.Imposible. Miro de nuevo los retratos;

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no son gente rica. Podría enviarlesdinero anónimamente, si más tarde ganolo suficiente. Me aferró a esta idea; almenos es un pequeño soporte. Estamuerte está ligada a mi vida, he aquí porqué debo hacerlo todo y prometerlo todopara salvarme. Juro, pues, ciegamente,que no quiero vivir más que para él y sufamilia. Es a él a quien me dirijo con loslabios húmedos cuando murmuro esto,mientras en lo más profundo de mi seralienta la esperanza de rescatarme quizácon esta pequeña argucia, salir de aquí,y más tarde siempre estaré a tiempo dearrepentirme y volver a considerar estosjuramentos. Es por esto que abro la

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cartilla y leo, lentamente:—Gerard Duval, tipógrafo.Con el lápiz del muerto apunto la

dirección en una carpeta y despuésrápidamente vuelvo a metérselo todo enla guerrera.

He matado al tipógrafo GerardDuval. Tengo que hacerme tipógrafo,pienso, trastornado. Tengo que hacermetipógrafo, tipógrafo…

Por la tarde me calmo un poco. Mimiedo era infundado. El nombre ya nome turba. La crisis va remitiendo.

—Camarada —le digo al cadáver,serenamente ya—. Hoy tú, mañana yo.Pero si salgo de ésta, camarada, lucharé

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contra todo esto que nos ha destrozado alos dos. A ti, quitándote la vida… ¿Y amí? La vida también. Te lo prometo,camarada. ¡Esto no ha de suceder jamás!

El sol nos llega en diagonal. Estoyaturdido por la fatiga y el hambre. Elayer parece una niebla; no me quedanesperanzas de salir de aquí. Desfallezcoy no me doy cuenta de que anochece. Seacerca el crepúsculo. Ahora me da laimpresión de que se aproximarápidamente. Todavía una hora. Siestuviéramos en verano, tres. Todavíauna hora.

Súbitamente, tiemblo aterradotemiendo que, entretanto, me suceda

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algo. Ya no pienso en la muerte; haperdido significado para mí. Con unasacudida se levanta en mi interior eldeseo de vivir y todo lo que me habíapropuesto se hunde ante este anhelo. Estan sólo para no exponerme a unadesgracia que musito mecánicamente:

—Lo cumpliré todo. Cumpliré todolo que te he prometido.

Pero sé, desde ahora, que no esverdad.

De pronto, se me ocurre que mispropios camaradas pueden dispararsobre mí, cuando yo me acerquerastreando; no saben que yo esté aquí.Gritaré tan pronto como pueda para que

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me oigan venir. Permaneceré tendidoante la trinchera hasta que merespondan.

La primera estrella. El frente siguetranquilo. Tomo aliento, y en miemoción, me hablo a mí mismo:

—Sobre todo, no hagas ningunatontería, Pablo… Calma, Pablo,calma… Si tienes serenidad podrássalvarte…

Pronunciando mi nombre me pareceoírselo decir a otro y tiene más fuerzasobre mí.

La oscuridad se hace más densa. Miemoción decrece; por prudencia aguardohasta que se elevan los primeros

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cohetes. Entonces repto fuera delembudo. He olvidado el cadáver.Delante de mí se abre la noche quecomienza y el campo de batallapálidamente iluminado. Veo un agujero;en el momento en que la luz se extingue,salto hacia él; palpo delante de mí conprecaución, encuentro otro embudo y meagazapo dentro; así voy deslizándomehacia adelante.

Me acerco. Entonces, a la luz de uncohete, vislumbro algo que se mueveentre las alambradas y queda despuésinmóvil. Me detengo. Con el próximocohete puedo verlo con más claridad.Son seguramente camaradas de nuestra

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trinchera. Pero soy prudente hasta quereconozco sus cascos. Entonces grito.

En seguida resuena mi nombre comorespuesta:

—¡Pablo! ¡Pablo!Vuelvo a gritar. Son Kat y Albert,

que, con un trozo de lona, han salido abuscarme.

—¿Estás herido?—No, no…Nos dejamos resbalar dentro de la

trinchera. Pido de comer y lo devoro.Müller me tiende un cigarrillo. En pocaspalabras les cuento lo que me hasucedido. No es nada del otro jueves;cosas así ocurren todos los días. Tan

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sólo el ataque nocturno presta un interésparticular a la historia. Pero Kat, unavez en Rusia, permaneció dos díasdetrás del frente enemigo sin poderregresar a nuestras posiciones.

Del tipógrafo muerto no digo nada.Pero a la mañana siguiente no puedo

resistirlo. He de contárselo a Kat yAlbert. Ambos me tranquilizan.

—No podías evitarlo. ¿Qué queríashacer, si no? Para esto estás aquí.

Los escucho tranquilizado,consolado por su presencia. ¡Quétonterías he soñado dentro de aquelembudo!

—Mira allí —me dice Kat.

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En los parapetos hay algunostiradores. Tienen fusiles equipados concatalejos y examinan el sector enemigo.De vez en cuando, suena un disparo.

Ahora oímos sus exclamaciones:—¡Tocado!—¿Has visto el brinco que ha

pegado?El sargento Oellrich se da la vuelta y

se apunta, orgullosamente, un impacto.Hoy está en cabeza del campamento detiro con tres disparos que, de formaindudable, han hecho blanco.

—¿Qué te parece esto? —preguntaKat.

Yo agacho la cabeza.

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—Si sigue así, hoy por la nochelucirá otro pájaro coloreado en el ojalde la solapa —dice Kropp.

—O lo ascenderán enseguida asargento mayor de segunda —añade Kat.

Nos miramos.—Yo no lo haría —murmuro.—Sí, pero te ha ido muy bien verlo

precisamente ahora.El sargento Oellrich vuelve al

parapeto. La boca de su fusil sedesplaza lentamente de un punto a otro.

—Ya ves que es perder el tiempohablar de tu historia —dice Albert,balanceando la cabeza.

Incluso yo no puedo comprenderlo

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ya.—Fue a causa del tiempo que tuve

que permanecer con él —digo—. Al finy al cabo, la guerra es la guerra.

El fusil de Oellrich suelta unestampido breve y seco.

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Capítulo 10

Nos ha tocado una ganga. Hemossido encargados, con ocho hombres más,de vigilar un pueblecito que ha tenidoque ser abandonado después de un fuertebombardeo.

Principalmente hemos de velar porel depósito de víveres, que todavía noha sido evacuado. Nuestra comidadebemos proporcionárnosla de entre lasexistencias. Para trabajos así somosúnicos. Kat, Albert, Müller, Tjaden,Leer, Detering, todo nuestro grupo estáaquí. Es verdad que Haie ha muerto,

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pero no obstante, hemos tenido muchasuerte porque todas las demás unidadeshan sufrido más bajas que la nuestra.

Escogemos como refugio un sótanoconstruido con cemento, al que se baja,desde la calle, por medio de unaescalera. Además, la entrada estáprotegida por un muro de hormigón.

Desplegamos una gran actividad.Tenemos otra vez una buena ocasiónpara estirar no sólo las piernas, sinotambién el espíritu. Y sabemosaprovechar estas ocasiones, ya quenuestra situación es demasiadodesesperada como para que podamossoportar el sentimentalismo. Esto tan

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sólo es posible mientras las cosas novan todavía excesivamente mal.Nosotros no tenemos otra salida que serpositivos. Tan positivos que a veces measusto cuando un pensamiento de otrostiempos, de antes de la guerra, cruza pormi cabeza. Realmente, sin embargo, nodura mucho tiempo.

Debemos tomar nuestra situación lomejor que podamos. Es por esta razónque aprovechamos cualquier ocasiónpara pasar directamente, brutalmente,sin transición, del terror a lachiquillada. No podemos remediarlo,nos abalanzamos a ciegas. Ahoraestamos ocupados, con entusiasmo, en

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organizar un idilio; un idilio,naturalmente, con el hartazgo y el buendormir.

Para empezar, adornamos nuestramadriguera con colchones que hemosrapiñado de las casas vecinas. El culode un soldado también sabe apreciar lasdelicias de un lugar blando. El sueloqueda libre tan sólo en el centro de lanave. Después nos procuramos mantas yedredones, cosas de una suavidadmagnífica. El pueblecito nos provee, concreces, de todo lo necesario. Albert y yoencontramos una cama de caoba,desmontable, con un dosel de seda azuly unos adornos de encaje. Sudamos

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como mulas para transportarlo, perosería una lástima dejar escapar una cosaasí; y más si tenemos en cuenta que,dentro de unos días, lo habrándestrozado todo a cañonazos.

Kat y yo hemos efectuado unapatrulla de reconocimiento por lascasas. Al poco rato hemos encontrado yauna docena de huevos y dos libras demantequilla bastante fresca. De pronto,se oye un gran estrépito en la sala vecinay una estufa de hierro atraviesa,zumbando la pared, pasa volando por lahabitación, y a un metro de nosotros,agujerea la otra pared y desaparece. Dosenormes boquetes. Provenía de la casa

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de enfrente en la que ha estallado unobús.

—¡Qué churro! —dice Kat, con unarisita.

Y proseguimos la exploración. Depronto, levantamos las orejas y echamosa correr. Nos detenemos, de pronto,como hechizados; en un pequeño establoretozan dos lechoncitos. Nos frotamoslos ojos y volvemos a mirarprudentemente; sí, sí, todavía están allí.Los agarramos. No hay duda, son doscochinillos de carne y hueso.

Esto representa un magníficobanquete. A cincuenta metros de nuestrorefugio hay una casita que sirvió de

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alojamiento para oficiales. En la cocinahallamos un inmenso fogón, con dosasadores, sartenes, ollas y cazuelas. Hayde todo, incluso un inmenso montón deleña cortada a pequeños trozos, queencontramos en un cobertizo… Esverdaderamente Jauja.

Desde primeras horas de la mañanatenemos dos hombres en los campos,buscan patatas, zanahorias y guisantes.Somos personas finas, que rechazan lasconservas del depósito de víveres.Queremos comida fresca. En nuestradespensa hay ya dos coliflores.

Hemos matado a los cerditos. Katlos ha liquidado enseguida. Queremos

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hacer, para —acompañar el asado, unosbuñuelos de patata, pero no tenemosrallador. Pronto lo arreglamos;practicamos, con unos clavos, algunosagujeros en una lata e improvisamosuno. Tres hombres se ponen gruesosguantes para protegerse las manos yrallan las patatas. Otros dos se las vanpasando, ya peladas, y así vamos muydeprisa.

Kat adereza los gorrinos, laszanahorias, los guisantes y la coliflor.Para ésta prepara incluso una salsablanca. Yo frío buñuelos de cuatro encuatro. Transcurridos diez minutos, yasé agitar la sartén, de forma que los que

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están tostados de un lado den mediavuelta en el aire y caigan del otro. Loslechones se asan enteros. Todos losrodeamos como si fueran un altar.

Mientras, llegan visitas: dosradiotelegrafistas a los que invitamosgenerosamente. Se sientan en un salóndonde hay un piano. Uno de ellos toca,el otro canta «Cerca del Weser». Lohace con mucho sentimiento, pero concierto acento sajón. A pesar de todo,llega a emocionarnos, mientras delantedel fogón, preparamos todas estasmaravillas.

Poco a poco vamos percibiéndonosde que habrá jaleo. Los globos cautivos

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deben haber observado el humo denuestra chimenea, han dado el aviso yahora nos cubren de fuego. Son estosmalditos y pequeños monstruos quehacen un pequeño agujero y reparten lostrozos de su metralla a gran distancia ylamiendo el suelo. Silban cada vez máscercanos, a nuestro alrededor, pero nopodemos abandonar el banquete. Estosbotarates están afinando su puntería.Algunos pedazos de metralla entran porla ventana de la cocina. El asado estácasi a punto, pero freír los buñuelos esmás difícil. Los obuses estallan tancerca, que cada vez más a menudo susesquirlas rebotan contra el muro de la

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casa y entran por las ventanas. Cuandooigo un silbido que se acerca, meagacho con la sartén de los buñuelos enla mano y corro a agazaparme detrás dela pared de la ventana. Después melevanto y sigo friendo.

Los sajones dejan de tocar. Unpedazo de metralla se ha incrustado enel piano. Nosotros estamos listos yorganizamos la retirada. En cuanto haestallado un obús, dos hombres,llevando las ollas de la verdura,franquean corriendo los cincuentametros que nos separan del refugio. Losvemos desaparecer.

Otra explosión. Nos agachamos e

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inmediatamente trotan dos hombres más,cada uno de ellos con una gran cafeterallena hasta el borde de auténtico café.Antes de que estalle otro obús ya hanllegado al refugio.

Ahora, Kat y Kropp se encargan delplato fuerte: una gran sartén con losdorados lechones. Un silbido de obús,un agazapamiento y atraviesan, a lacarrera, los cincuenta metros a campodescubierto. Frío los cuatro últimosbuñuelos; he de hacer cuerpo a tierrados veces todavía, pero son cuatro másy es mi plato predilecto. Después cojola bandeja llena y me acerco a la puerta.Se oye un fuerte aullido y una explosión.

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Salgo al galope, apretando la frentecontra mi pecho. Estoy ya casi en elrefugio cuando oigo acercarse unsilbido. Salto como un ciervo, rodeo elmuro como un rayo, la metralla golpeacontra él, caigo escaleras abajo; medestrozo los codos, pero no he perdidoun solo buñuelo ni me ha caído labandeja.

La comida comienza a las dos. Durahasta las seis. Hasta las seis y mediatomamos café —café de oficiales, deldepósito de víveres— y fumamoscigarros y cigarrillos de la mismaprocedencia. A las seis y media,empezamos a cenar. A las diez echamos

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fuera las osamentas de los cochinillos.Después sigue el coñac y el ron, tambiéndel bendito depósito de víveres, yfumamos de nuevo grandes y gruesoscigarros de aquellos que incluso llevanvitola. Tjaden opina que tan sólo faltauna cosa: muchachas de las delprostíbulo para oficiales.

Antes de acostarnos oímos unosmaullidos. Hay un gatito gris delante dela puerta. Lo hacemos entrar y le damosde comer. Esto nos vuelve a despertar elapetito. Cuando nos vamos a la camaestamos todavía masticando.

Pasamos una mala noche. Hemoscomido demasiada grasa. La carne

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fresca de lechón recarga los intestinos.Es un continuo entrar y salir del refugio.Fuera hay siempre dos o tres hombres encuclillas, con los pantalones bajados yblasfemando. Yo mismo he de salirnueve veces. Hacia las cuatro de lamañana batimos el record: los oncehombres, centinelas e invitados, estamosagachados fuera del refugio.

Casas en llamas se levantan comoenormes antorchas en la noche. Lasgranadas estallan furiosamente cerca denosotros. Columnas de municionesatraviesan velozmente la calle. Se hundeuna pared del depósito de víveres. Apesar de la metralla que cruza los aires,

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los conductores de camión se lanzanhacia él, como un enjambre de abejaspara robar pan. Les dejamos hacertranquilamente. Si les dijéramos algo, esposible que intentaran darnos una paliza.Lo tomamos de otro modo. Les decimosque somos los centinelas del pueblo, ycomo sabemos de dónde sacarlas,cambiamos latas de conserva por otrascosas que nos faltan. ¿Qué importa sitodo quedará destruido? Buscamoschocolate y comemos tabletas enteras.Kat dice que esto va muy bien para losestómagos descompuestos.

Pasamos casi quince días comiendo,bebiendo y ganduleando. Nadie nos

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molesta. El pueblo va desapareciendobajo los obuses y nosotros nos damos ala buena vida. Mientras se aguante tansólo una parte del depósito, todo nos daigual y no deseamos sino permaneceraquí hasta el fin de la guerra. Tjaden seha vuelto tan señorito que sólo fuma lamitad de los cigarros. Declaraorgullosamente que ésta es sucostumbre. Kat también está muycontento. Lo primero que grita por lamañana es:

—Emilio, tráeme caviar y café.Nos hemos convertido en personas

muy distinguidas. Cada uno de nosotrostoma al otro por su ordenanza y le da

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órdenes.—Kropp, me pica la planta del pie.

Intenta atrapar este piojo.Diciendo esto, Leer estira la pierna

como una actriz y Albert lo arrastrahasta el comienzo de la escalera.

—¡Tjaden!—¿Qué?—No es preciso que te cuadres,

Tjaden. Por otra parte, no se dice «qué»,sino «a sus órdenes». Vamos a ver:¡Tjaden!

Tjaden le responde el «lámeme elculo» de Goetz von Berlichingen, quesiempre tiene dispuesto.

Recibimos la orden de marcha al

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cabo de ocho días. El paraíso haterminado. Dos grandes camiones nosrecogen. Vienen repletos de tablones,pero encima de ellos, Albert y yocolocamos todavía nuestra cama condosel de seda azul, con dos colchones ydos edredones de encaje. En la cabecerahay un saco para cada uno repleto de lasmejores viandas. De vez en cuando, laspalpamos y las longanizas, las latas deembutido de hígado y las cajas decigarros nos exaltan. Cada hombre selleva un saco lleno.

Kropp y yo hemos salvado, además,dos sillones de terciopelo rojo. Losponemos sobre la cama y nos

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acomodamos en ellos como siestuviéramos en un palco. Sobrenuestras cabezas se ahueca, como unbaldaquín, la seda azul del dosel.Llevamos en la boca un enorme cigarropuro. Así, desde esta altura, vamoscontemplando la comarca.

Viaja con nosotros una jaula de loroque hemos encontrado para el gato. Este,en su interior, runrunea frente a un platode carne.

Ruedan lentamente los camiones porla carretera. Cantamos. A nuestrasespaldas, los obuses levantan surtidoresen el pueblo abandonado.

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Unos días más tarde vamos aevacuar un pueblo. Por el caminoencontramos a los habitantes fugitivos,expulsados de sus casas. Transportansus enseres en carretones, cochecitos deniño o amarrados a la espalda. Tienen elcuerpo curvado y los rostros llenos deangustia, desesperación, terror yresignación. Los niños se cuelgan de lasmanos de sus madres; a veces es unamuchacha la que conduce a lospequeños, que avanzan tropezando yvolviéndose continuamente. Algunos sellevan sus miserables muñecas. Todosenmudecen al pasar por delante denosotros.

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Vamos aún en columna de viaje. Losfranceses no bombardearán un pueblo enel que todavía quedan paisanos suyos.Pero unos minutos después, el aire aúlla,tiembla la tierra, resuenan gritos: unobús ha destrozado la retaguardia. Nosdesplegamos y nos echamos al suelo. Yal instante, noto cómo se funde en míaquella tensión que bajo el fuego meempujaba a hacer inconscientemente lomejor. El pensamiento «estás perdido»late en mi interior con una terribleangustia que me ahoga… De pronto, ungolpe seco, como un latigazo, en lapierna izquierda. Oigo gritar a Albert,que está cerca de mí.

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—¡Levántate, Albert, huyamos! —aúllo—. Estamos al descubierto, encampo raso.

Se levanta tambaleante y corre. Yovoy a su lado. Debemos saltar un setoque es más alto que nosotros. Kropp seagarra a las ramas; lo levanto por unapierna; grita, le doy un empujón y vuelapor encima del obstáculo. De un brincosalto detrás de él y caigo en una cisternaque hay al otro lado.

Tenemos la cara llena de agua y debarro, pero el refugio es bueno. Noshundimos en él hasta el cuello. Cuandosilba algún proyectil, metemos la cabezadentro del agua.

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Después de haberlo hecho unadocena de veces, ya no puedo más.Albert también gime.

—Si no nos vamos, caigo y meahogo.

—¿Dónde te han dado?—Creo que en la rodilla.—¿Puedes correr?—Me parece…—¡Hala, pues!Saltamos a la cuneta de la carretera

y corremos, encorvados, hacia adelante.El fuego nos persigue. La carreteraavanza, en dirección al polvorín. Siexplota, no encontrarán ni uno solo denuestros botones. Cambiamos el plan y

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atravesamos diagonalmente los campos.Albert afloja la marcha.—Corre tú, yo te sigo —dice, y se

tira al suelo.Le cojo del brazo y le sacudo.—Levántate, Albert. Si te tumbas,

estás listo… ¡Vamos, yo te ayudaré!Por fin alcanzamos un pequeño

refugio. Kropp se deja caer al suelo y lovendo. Tiene la herida encima mismo dela rodilla. Después me examino. Elpantalón está sanguinolento y sangrotambién por el brazo. Albert me cubrelas heridas. Ya no puede mover lapierna y nos maravillamos ambos dehaber llegado hasta aquí. Lo ha hecho

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tan sólo el miedo. Habríamos huido,aunque la metralla se nos hubierallevado los pies, corriendo entoncessobre los muñones.

Puedo arrastrarme un poco todavía ygrito al ver pasar un carro que nosrecoge. Va lleno de heridos. Un cabo desanidad nos pone una inyecciónantitetánica en el pecho.

En el ambulatorio conseguimoscolocarnos uno al lado del otro. Nos danuna sopa aguada que devoramos conavidez y menosprecio, pues aunqueacostumbrados a tiempos mejores,tenemos mucha hambre.

—A casa ahora, Albert —dije.

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—Esperémoslo —responde—. ¡Sipor lo menos supiera lo que tengo!

Van intensificándose los dolores.Las vendas queman como el fuego.Bebemos y bebemos sin parar. Un vasotras otro.

—¿A qué distancia de la rodillatengo la herida?

—En el extremo más cercano a diezcentímetros… —respondo.

En realidad quizá no lleguen a tres.—Estoy decidido —dice al cabo de

un rato—. Si me amputan la pierna mesuicido. No quiero andar tullido por elmundo.

Permanecemos así, tendidos,

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encerrados en nuestros pensamientos.Aguardando.

Por la noche nos trasladan alquirófano. Me asusto y decidorápidamente qué es lo que haré, pues essabido que los médicos militares sedeciden muy pronto a amputar. Siempretienen prisa y esto es mucho mássencillo que dedicarse a hacercomplicados remiendos. Me acuerdo deKemmerich. De ninguna manerapermitiré que me cloroformicen, aunquehaya de romper la crisma a unos cuantossanitarios.

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La cosa marcha. El médico hurga enla herida desde todos los ángulos.Pierdo el mundo de vista.

—¡Estate quieto! —gruñe, y sigueescarbando.

Bajo la viveza de la luz, losinstrumentos brillan como malignasbestezuelas. El dolor es insoportable.Dos enfermeros me sostienenfuertemente por los brazos, pero de unasacudida logro soltarme e intentogolpear las gafas del médico, que se dacuenta y retrocede de un salto.

—¡Cloroformizadme a este hombre!—grita, furioso.

Entonces me sosiego.

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—Perdone, doctor. Me estaré quieto,pero no me cloroformice.

—Bien, bien —murmura cogiendode nuevo los instrumentos.

Es un muchacho rubio que tienecomo máximo unos treinta años, conaspecto de estudiante y unas antipáticasgafas de oro. Me doy cuenta de queahora sólo pretende hacerme sufrir;revuelve en la herida, y de vez encuando, me echa una mirada por encimade sus gafas. Tengo las manosdestrozadas de tanto apretar los asiderosde la mesa de operaciones. Pero antesreventaré que soltar el más mínimoquejido.

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Ha encontrado un trozo de metralla yme lo pasa por las narices. Parecesatisfecho de mi actitud, pues ahora mevenda cuidadosamente y dice:

—Mañana a casa.Después me escayolan. Cuando

regreso al lado de Kropp le explico quemañana, probablemente, llegará un trensanitario.

—Tenemos que hablar con elsargento mayor de sanidad para que nosdeje ir juntos, Albert.

Consigo hacer llegar a manos delsargento, con algunas frases apropiadas,un par de mis cigarros con vitola. Loshuele y pregunta:

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—¿Tienes más?—Un buen manojo, y mi camarada

—señalo a Kropp— también. Nosgustaría mucho a ambos poderofrecérselos desde la ventanilla del trensanitario.

Naturalmente, comprende enseguida.Los vuelve a oler y dice:

—Entendidos.Por la noche no podemos dormir ni

un momento. En nuestra sala muerensiete hombres. Uno de ellos, antes deagonizar, canta durante más de una horahimnos religiosos, con una estranguladavoz de tenor. Otro se arrastra desde lacama a la ventana. Queda tendido allí,

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como si hubiera querido mirar porúltima vez al exterior.

Nuestras literas están en el andén.Aguardamos la llegada del tren. Lluevey la estación no tiene marquesina. Lasmantas son delgadas. Hace ya dos horasque esperamos.

El sargento mayor nos cuida comouna madre. A pesar de que me encuentromuy mal, no olvido nuestro plan. Comoquien no quiere la cosa, le enseño elpaquete y le doy un cigarro poradelantado. A cambio, nos cubre conuna lona de tienda de campaña.

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—¡Hombre, Albert! —exclamó depronto—, ¿Y nuestra cama con dosel?¿Y el gato?

—¿Y las butacas? —añade.Las butacas de terciopelo rojo. Por

la noche nos sentábamos en ellas comopríncipes y nos proponíamos alquilarlaspor horas, más tarde. A cigarrillo porhora. Hubiera sido una vida sinpreocupaciones y un buen negocio.

—Albert —digo con brusquedad—,¿y los sacos de comida?

Nos entristecemos. Tan bien comonos hubieran venido estas cosas… Si eltren llega a partir un día más tarde,seguro que Kat nos encuentra y nos trae

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la mercancía.¡Qué fallo! En el estómago llevamos

tan sólo una sopita de harina, escasacomida de hospital, mientras en nuestrossacos hay latas de cerdo asado enconserva. Sin embargo, estamos tandébiles que ya ni podemos indignarnos.

Las literas están caladas cuando yaentrada la mañana llega el tren. Elsargento procura que nos instalen en elmismo vagón. Hay un enjambre deseñoritas de la Cruz Roja. A Kropp leponen abajo.

A mí me levantan un poco paracolocarme en la litera que está encimade la suya.

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—¡Dios mío! —se me escapa.—¿Qué pasa? —pregunta la

enfermera.Vuelvo a mirar la cama. Está hecha

con sábanas blancas como la nieve, deuna limpieza inimaginable, que todavíaconservan los dobleces de la plancha.En cambio, mi camisa no ha sido lavadadesde hace seis semanas y estáenormemente sucia.

—¿No puede acostarse solo? —inquiere la enfermera, solícita.

—Sí, eso sí —respondo, sudando—.Pero antes saquen la ropa de la cama.

—¿Por qué?Experimento la sensación de que

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estoy hecho un cerdo. ¿Yo he demeterme aquí dentro?

—Es que esto quedará…Titubeo.—¿Algo sucio? —pregunta,

animándome—. No importa. Yavolveremos a lavarlo.

—No, no es por esto… —digo,nervioso.

Me asombra la presencia de lacivilización.

—Si usted ha estado en la trinchera,bien podemos lavar unas sábanasnosotras —continúa.

La miro. Es joven y atractiva. Vamuy limpia y es fina como todo lo que

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hay aquí. No puede comprenderse queno esté reservado a los oficiales; uno seencuentra cohibido y, en cierta manera,casi amenazado, aquí dentro.

La mujer, sin embargo, parece unverdugo. Me obliga a decírselo todo.

—Es que… —me detengo.Ya hubiera debido comprender lo

que deseo.—¿Qué más?—¡Los piojos! —grito finalmente.Se ríe.—También necesitan pasarlo bien

algunos días.Ahora ya no me importa. Me meto en

la litera y me cubro con la sábana.

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Una mano golpea levemente elcubrecama. El sargento mayor. Se largacon los cigarros.

Al cabo de una hora nos damoscuenta de que el tren está en marcha.

Despierto por la noche. Kropptambién se mueve. El tren ruedasilenciosamente por los raíles. Todo meparece todavía incomprensible; unacama, un tren, el regreso a casa.

En voz baja, digo:—¡Albert!—¿Qué?—¿Sabes dónde está el retrete?—Me parece que está en la otra

punta, a la derecha de la puerta.

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—Voy a ver.Está oscuro. Palpo el borde de la

cama y quiero bajar con precaución.Pero el pie no encuentra ningún apoyo;resbalo, no puedo utilizar la piernaescayolada, y caigo al suelo en medio deun gran estruendo.

—¡Maldita sea! —digo.—¿Te has dado un golpe? —

pregunta Albert.—Ya has podido oírlo, ¿no? —

gruño—. Aquí, en la cabeza…En un extremo del vagón se abre la

puerta. Se acerca la enfermera con unaluz y me ve.

—¿Se ha caído de la cama?

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Me toma el pulso y pone su mano enmi frente.

—Pues no tiene fiebre.—No —confieso.—¿Estaba soñando?—Eso parece —digo, eludiendo la

respuesta.Ya vuelve el interrogatorio. Me mira

con sus ojos brillantes; es tan fina y tanmaravillosa que todavía me atrevomenos a decirle lo que deseo.

Me ayuda a meterme de nuevo en lacama. ¡La estoy haciendo buena! Encuanto se haya marchado, tendré quevolver a bajar a toda prisa. Si fuera unamujer vieja, sería más fácil decírselo,

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pero todavía es muy joven; veinticincoaños, como máximo. No hay nada quehacer. No puedo decírselo. Entonces,Albert viene en mi ayuda. No le cohíbetanto porque la cosa no se refiere a éldirectamente. Llama a la enfermera. Ellase vuelve.

—Señorita, él desearía…Pero tampoco Albert sabe ya

expresarse correcta y decorosamente.Entre nosotros, en el frente, esto searregla con una sola palabra, pero aquí,delante de una señorita como ésta… Depronto, sin embargo, Albert se acuerdadel colegio y dice de corrido:

—El quisiera salir un momento.

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—¡Ah! Bueno —dice la enfermera—. Para eso no era necesario que bajarade la cama con la pierna escayolada.¿Qué desea que le traiga? —pregunta,volviéndose hacia mí.

Este nuevo giro me llena de un terrormortal, ya que no tengo ni la menor ideade cómo se llaman técnicamente estascosas.

La enfermera me ayuda.—¿El grande o el pequeño?¡Qué vergüenza! Sudo como una

mula, y, por fin, digo con voz insegura:—Bien, pues… tan sólo el

pequeño…A pesar de todo, todavía he estado

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de suerte.Me trae una especie de botella. Al

cabo de algunas horas ya no soy elúnico. A la mañana siguiente, nos hemosacostumbrado y pedimos lo quenecesitamos sin enrojecer.

El tren va despacio. De vez encuando se detiene para descargar a losmuertos. Se detiene a menudo.

Albert tiene fiebre. Yo voy bien. Meduele, pero lo peor son los piojos quetengo bajo la escayola. Me picaterriblemente y no puedo rascarme.

Pasamos los días medioadormecidos. El paisaje resbalasilenciosamente por la ventana. La

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tercera noche llegamos a Herbesthal.Oigo decir a la enfermera que Albert, acausa de su fiebre, deberá quedarse enla próxima estación.

—¿Hasta dónde va el tren? —pregunto.

—Hasta Colonia.—Albert, permaneceremos juntos —

le digo—. Ya lo verás.En la próxima ronda de la

enfermera, contengo la respiración y lasangre se me sube a la cabeza. Mepongo rojo. La enfermera se detiene.

—¿Le duele?—Sí —gimo—. Así, de pronto…Me da un termómetro y pasa de

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largo. No sería un buen discípulo de Katsi no supiera lo que es necesario hacer.Estos termómetros no son gran obstáculopara un soldado veterano. Se tratasimplemente de hacer subir el mercurio;entonces se inmoviliza dentro del tubitoy no vuelve a bajar.

Sostengo el termómetro bajo elbrazo, puesto al revés, oblicuamente, ycon el índice lo froto sin cesar; despuéslo sacudo boca abajo. Así obtengo 37,9grados. No es suficiente. Una cerillacolocada con precaución le hace subirhasta 38,7.

Cuando la enfermera regresa, vuelvoa retener el aliento; respiro muy

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despacio, con intermitencias, la mirofijamente con los ojos muy abiertos,como encantado, me agito y murmuro:

—No puedo más…Apunta mi nombre en una ficha. Sé

perfectamente que, si no esimprescindible, no me desharán elescayolado.

Albert y yo hemos sidodesembarcados juntos.

Estamos en un hospital católico, losdos en la misma sala. Hemos tenidosuerte, pues los hospitales católicos soncélebres por su buen trato y por su

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excelente comida. Nuestro tren hallenado todas las salas; entre nosotroshay muchos casos graves. Hoy todavíano pueden reconocernos porque faltanmédicos. Por los pasillos pasancontinuamente las camillas con ruedasde goma y siempre va alguien en ellas.Es una maldita postura esta de estartanto tiempo tumbado. Sólo es buenacuando se duerme.

La noche pasa intranquila. Nadiepuede pegar un ojo. Al amanecer vamosadormeciéndonos. Despierto cuandoclarea. La puerta está abierta y oigovoces en el pasillo. Los otros tambiéndespiertan. Uno que está aquí desde

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hace tiempo nos explica lo que pasa.—Es que aquí arriba, en el pasillo,

las monjas rezan cada mañana. Lollaman la oración matinal; abren lapuerta para que todos recibáis vuestraparte.

Eso podrá ser una buena idea, pero anosotros nos duelen la cabeza y loshuesos.

—¡Qué burrada! —digo—.Precisamente ahora que habíamoslogrado dormir un poco.

—Aquí arriba tienen los casos másleves. Por esto lo hacen —contesta.

Albert gime. Enfurezco y grito:—¡Cállense los de ahí fuera!

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Al cabo de un minuto aparece unamonja. Pequeña, con su hábito blanco ynegro, parece un bibelot.

Alguien dice:—¡Cierre la puerta, hermana!—Estamos rezando; por esto está

abierta —responde.—Es que queremos dormir todavía.—Es mejor rezar que dormir.Se está quieta mientras sonríe

candorosamente.—Además, ya son las siete.Albert vuelve a gemir.—¡Cerrad la puerta! —grito.Se turba. Parece no poder

comprender una cosa así.

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—¡Pero si también rezamos porusted!

—No me importa. ¡Cierre la puerta!Desaparece, dejando la puerta

abierta. Vuelve a oírse la letanía. Meexalto y digo:

—Contaré hasta tres. Si mientras nohan callado, les tiraré algo.

—Yo también —añade otro.Cuento hasta cinco. Entonces cojo

una botella, afino bien mi puntería y latiro al pasillo a través de la puerta. Serompe en mil pedazos. Cesa el rezo.Aparece un enjambre de monjas,gruñendo en voz baja.

—¡Cerrad la puerta! —gritamos.

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Se marchan. La pequeña es la últimaen salir.

—¡Herejes! —murmura.Pero cierra la puerta. Hemos

vencido.

A mediodía viene el inspector delhospital y nos echa un rapapolvo. Nospromete el calabozo y no sé cuántascosas más. Ahora bien, un inspector dehospital, al igual que un inspector devíveres, a pesar de llevar un gran sabley unas hermosas charreteras, al fin y alcabo no es más que un funcionario aquien ni los caloyos se toman en serio.

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Le dejamos hablar. En realidad, ¿quépuede ocurrir?

—¿Quién tiró la botella? —pregunta.

Y antes de que pueda decidir si debodenunciarme, alguien dice:

—¡Yo!Un hombre de barba enmarañada se

incorpora en el lecho. Todos nospreguntamos por qué se acusará.

—¿Usted?—Sí, señor. Estaba alterado porque

nos han despertado sin necesidad. Heperdido el control. No sabía lo que mehacía.

Habla como un libro.

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—¿Cómo se llama?—José Hamacher, de la segunda

reserva.El inspector se va.Le preguntamos, intrigados:—Pero, ¿por qué te has acusado? No

habías sido tú.Ríe irónicamente.—No importa. Tengo licencia de

caza.Así se comprende. Quien tiene

«licencia de caza» puede permitírselotodo.

—Sí —explica—. Recibí una balaen la cabeza, y por esta causa, meextendieron un certificado conforme

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algunas veces soy irresponsable de misactos. Desde entonces me lo paso muybien. No pueden enojarse. Ylógicamente todo marcha como la seda.Va listo ese mastuerzo. He dicho quehabía sido yo porque lo de la botella mehizo mucha gracia. Si mañana vuelven aabrir la puerta les echaremos otra.

Estamos encantados. Con JoséHamacher en nuestro grupo, podemosarriesgarnos a todo.

Después, vienen a buscarnos lassilenciosas camillas.

Las vendas están pegadas a laherida. Bramamos como toros.

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En nuestra sala hay ocho hombres.El que está más grave es Pedro, unmuchacho de pelo negro y ensortijado.Tiene un tiro en el pulmón; cosadelicada. Francisco Wächter, que está asu lado, tiene un brazo destrozado. Alprincipio no tenía mal aspecto, pero latercera noche nos llama para quehagamos sonar el timbre, pues le pareceque pierde sangre.

Llamo enérgicamente. La hermanaque está de guardia no aparece. Alanochecer la hemos hecho correr muchode un lado a otro, porque todosllevábamos vendajes nuevos y, por lotanto, nos dolían las heridas. Este quería

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la pierna vuelta hacia un lado; aquél laquería hacia el otro. Un tercero pedíaagua. El cuarto que le pusiesen bien laalmohada. La gruesa anciana haterminado por gruñir aviesamente ycerrar la puerta de un golpe. Ahora debesospechar algo parecido y por eso noviene. Aguardamos. Después, Franciscome dice:

—Vuelve a llamar.Lo hago. La monja, sin embargo, no

se deja ver. En esta ala del hospital, porla noche no hay más que una hermana deguardia; quizá tenga, ahoraprecisamente, trabajo en otra sala.

—¿Estás seguro, Francisco, de que

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sangras? —le pregunto—. Porque si no,volverá a haber escándalo.

—Tengo la cama empapada. ¿Nopodéis dar la luz?

Imposible. El interruptor está al ladode la puerta y no puede levantarse nadie.Pongo el pulgar sobre el botón deltimbre y aprieto hasta notar calambresen el dedo. La monja debe estar echandoun sueñecito. En realidad, tienen muchotrabajo y van muy cansadas todo el día.Además, están rezando continuamente.

—¿Tendremos que tirar algunabotella? —pregunta José Hamacher, elde la «licencia de caza».

—Aún lo oiría menos que el timbre.

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Por fin se abre la puerta. Entra lavieja con el ceño fruncido. Cuando se dacuenta de lo que le sucede a Francisco,se apresura gritando:

—¿Por qué no me ha avisado nadie?—¡Pero si hemos tocado el timbre!

Aquí nadie puede andar.Ha perdido mucha sangre y le

renuevan los vendajes. A la mañanasiguiente contemplamos su rostro; lotiene alargado y amarillo, en cambio, lanoche anterior su aspecto era casisaludable.

Ahora viene con más frecuencia unahermana.

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De vez en cuando vienen también avisitarnos damas de la Cruz Roja… Sonafables, pero a menudo algo torpes.Cuando nos arreglan la cama nos hacendaño casi siempre, y entonces se azarantanto que aún nos hacen más.

Las monjas son más hábiles. Sabencómo manejarnos, pero a veces nosgustaría que fueran más alegres.Algunas, ciertamente, son joviales; esexcelente. ¿Quién no haría cualquiercosa por la admirable hermanaLibertina, que esparce, sólo con supresencia, el buen humor y la alegría portodo el ala del hospital? Y hay más deuna como ella. Por éstas seríamos

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capaces de arrojarnos al fuego. Nopodemos quejarnos; nos tratan tan biencomo a civiles. En cambio, uno sehorroriza con sólo pensar en loshospitales de campaña.

Francisco Wächter no se recupera.Un día se lo llevan y ya no vuelve. JoséHamacher sabe de qué se trata.

—No volveremos a verle. Se lo hanllevado a la habitación de la muerte.

—¿De qué habitación hablas? —pregunta Kropp.

—Bueno; pues de la habitacióndonde se muere.

—¿Qué quieres decir? —preguntade nuevo Kropp.

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—Una habitación que hay al finaldel pasillo, en el extremo de estepabellón. Se llevan allí a los que están apunto de espichar. Hay dos camas.Todos la llamamos «la habitación de lamuerte».

—Pero, ¿por qué lo hacen?—Así no tienen tanto trabajo luego.

Además, les es más cómodo porque lahabitación está situada al lado mismodel ascensor que lleva al depósito decadáveres. Quizá también lo hagan paraque no muera nadie en las salas. Podríacausar mal efecto a los demás. Por otraparte, estando solos pueden asistirlesmejor.

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—¿Y el moribundo?José se encoge de hombros.—Generalmente no se da cuenta de

nada.—¿Lo saben todos esto?—Los que hace tiempo que estamos

aquí, es lógico que lo sepamos.

Por la tarde traen otro herido a lacama de Francisco Wächter. Algunosdías después vuelven a llevárselo. Joséhace un significativo gesto con la mano.Todavía vemos llegar y partir a algunosotros.

A veces, cerca de la cama, están

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sentados parientes que lloran o hablanen voz baja, cohibidos. Una mujeranciana no quiere marcharse de ningunamanera, pero no está permitido pasar lanoche aquí. Al día siguiente vuelve muyde mañana, pero demasiado tarde ya; alacercarse a la cama ve que está ocupadapor otro. Ha de bajar al depósito. Nosreparte las manzanas que le traía. Pedrotambién empeora. Su hoja detemperatura presenta un mal aspecto y undía la camilla de ruedas se detiene antesu cama.

—¿Adonde me llevan? —pregunta.—A la sala de curas.Le colocan en la camilla, pero la

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monja comete la imprudencia dedescolgar la guerrera y ponerla tambiénencima de la carriola para ahorrarse unviaje. Pedro se da cuenta enseguida yquiere tirarse de la litera.

—¡Yo me quedo aquí! —grita.Le obligan a tenderse de nuevo.

Grita afónico, con su pulmónatravesado:

—¡No quiero ir a la habitación de lamuerte!

—¡Pero si te llevamos a la sala decuras!

—Entonces, ¿por qué ha cogido laguerrera?

Casi no puede hablar. Ronco,

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agitado, murmura:—Dejadme aquí.Se lo llevan sin responderle. Antes

de llegar a la puerta intentaincorporarse. Su cabeza, negra y crespa,vacila; tiene lágrimas en los ojos.

—¡Volveré! ¡Volveré! —grita.La puerta se cierra. Todos estamos

conmovidos, pero callamos. Por fin,José dice:

—Muchos han dicho lo mismo. Perouna vez allí, no hay quien aguante.

Me operan y paso dos díasvomitando. Mis huesos no quieren

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soldarse, según dice el secretario delmédico. A otro se le han unido mal y hantenido que volvérselos a romper. Es undesastre. Entre los recién llegados haydos soldados jóvenes que tienen los piesplanos. Al hacer la visita, el médicoprincipal se da cuenta y se detiene anteellos encantado.

—Eso hay que arreglarlo —explica—. Os haremos una pequeña operacióny los pies quedarán como nuevos. Tomenota, hermana.

Cuando se ha marchado, José, que losabe todo, les advierte:

—No os dejéis operar. Es tan sólouna manía de sabio que tiene el viejo. Se

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entusiasma como un salvaje en cuanto vea alguien así. Os operará los pies y,efectivamente, dejaréis de tenerlosplanos, pero os quedarán zambos y todavuestra vida tendréis que andar conmuletas.

—Pero, ¿qué podemos hacer?—Negaos. Estáis aquí para que os

curen las heridas y no los pies planos.¿No los teníais igual en el frente? ¡Puesya está! Ahora todavía podéis correr,pero si caéis en las zarpas de esevejestorio, bajo su bisturí, quedaréistullidos para siempre. Necesita conejospara experimentar. Para él, la guerra,precisamente por esto, es una época

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magnífica; como para todos los médicos.Allí abajo, en el centro sanitario, hayuna docena de individuos que él operó yque sólo pueden arrastrarse. Algunosestán allí desde el año catorce o quince.No hay ni uno que pueda andar mejorque antes. Casi todos lo hacen peor y lamayoría con las piernas enyesadas.Cada medio año vuelve a agarrarlos yles rompe de nuevo los huesos,asegurándoles que pronto sanarán. Idcon cuidado; si vosotros os negáis, él nopodrá hacer nada.

—Muchacho —dice uno de ellos,con voz cansada—, mejor es en los piesque no en la cabeza. ¿Sabes, por

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casualidad, lo que puede ocurrirte sivuelves al frente? Que hagan lo quequieran mientras pueda regresar a casa.Es preferible tener los pies zambos queestar muerto.

El otro, un joven como nosotros, noquiere que se lo hagan. A la mañanasiguiente, el viejo los manda llamar alos dos y les habla y amenaza hasta queacceden. ¡Qué otra cosa podían hacer!No son sino unos pobres caloyos y él esun pez muy gordo. Regresan escayoladosy cloroformizados.

Albert sigue mal. Vienen a buscarlepara amputar. Le cortan la pierna. Ahoraapenas habla. Un día dice que, cuando le

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sea posible, cogerá un revólver y sesuicidará.

Llega otro cargamento. A nuestrasala vienen dos ciegos.

Uno de ellos, muy joven, es músico.Las hermanas no traen nunca cuchillocuando le sirven la comida, ya que unavez se lo arrebató a una de ellas. Apesar de esta precaución, se produce unincidente. Por la noche, mientras le dande cenar, llaman a la hermana desde otrasala y ella deja el plato y el tenedorencima de la mesita. El busca a ciegas eltenedor y cuando lo ha encontrado, se loclava con fuerza sobre el corazón;después coge un zapato y golpea el

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mango con toda su fuerza. Pedimosauxilio y se precisan tres hombres paraarrancarle el instrumento del pecho. Lasromas púas habían penetradoprofundamente. Nos inquieta durantetoda la noche y nadie puede dormir. Porla mañana sufre una violenta crisisnerviosa.

Las camas siguen desocupándose.Transcurren días y más días entredolores, angustias, gemidos y agonías.La «habitación de la muerte» ya noresuelve el problema; faltan camas. Porla noche la gente muere incluso ennuestra sala. Los óbitos se suceden contanta rapidez, que las monjas se ven

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impotentes para dar abasto.Sin embargo, un día se abre

bruscamente la puerta de la sala y Pedroentra tendido en la camilla. Está pálido,demacrado, pero se incorpora triunfalluciendo sus enmarañados rizos negros.La hermana Libertina, con el rostroradiante, lo conduce hasta su antiguacama. Ha vuelto de la «habitación de lamuerte» cuando hacía tiempo ya que lecreíamos enterrado. Mira a sualrededor.

—¿Eh? ¿Qué os parece?Y el mismo José debe reconocer que

es la primera vez que esto sucede.

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Paulatinamente, alguno de nosotrospodemos levantarnos. También a mí medan dos muletas para cojear de un lado aotro. Sin embargo, las utilizo poco. Nopuedo soportar la mirada de Albertmientras paseo por la sala. ¡Mecontempla con unos ojos tan extraños!Por eso, algunas veces me escapo haciael pasillo; allí puedo moverme con máslibertad.

En el piso de abajo están los heridosen el vientre, en la columna vertebral, enla cabeza y los amputados de dosmiembros. En el ala derecha están losheridos en los maxilares, los enfermosde gases o los que han recibido tiros en

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la nariz, las orejas y la garganta. En elala izquierda los ciegos, los heridos enel pulmón, en la pelvis, en lasarticulaciones, en los riñones, en lostestículos y en el estómago. Aquí uno seda cuenta de en cuántos lugares puedeser herido un hombre.

Dos enfermos mueren de tétanosbacilar. La piel se les pone lívida, losmiembros rígidos y, finalmente, durantemucho tiempo, sólo los ojos parecenvivos. Hay algunos con el miembroherido suspendido en el aire por unaespecie de horca, mientras debajo, en elsuelo, una palangana recoge el pus quegotea de la herida. Cada dos o tres horas

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vacían el recipiente. Otros están metidosen un aparato de distensión continua congrandes pesas colgando de su cama. Veoheridas en los intestinos que estánconstantemente llenas de excrementos.El secretario del médico me muestraradiografías de rodillas, omoplatos ycaderas completamente astillados.

No puede comprenderse que encimade unos cuerpos tan destrozados sesostengan todavía rostros humanos enlos que la vida siga su curso cotidiano.Y este es tan sólo uno de losinnumerables centros sanitarios, es unsolo hospital. Los hay a miles enAlemania; a miles en Francia; a miles en

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Rusia. ¡Qué inútil debe ser todo lo quese ha escrito, hecho o pensado en elmundo, cuando todavía es posible unacosa así! Forzosamente, todo ha de sermentira e insignificancia cuando lacultura de miles de años no ha podidoimpedir que se derramaran estostorrentes de sangre ni que existieran esascárceles del dolor y el sufrimiento. Tansólo el hospital da un auténticotestimonio de lo que es la guerra.

Soy joven, tengo veinte años, perono conozco de la vida más que ladesesperación y la muerte, la angustia yel tránsito de una existencia llena de lamás estúpida superficialidad a un

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abismo de dolor. Veo que los pueblosson lanzados los unos contra los otros, yse matan sin rechistar, sin saber nada,locamente, dócilmente, inocentemente.Veo cómo los más ilustres cerebrosinventan armas y frases para hacerposible todo esto durante más tiempo ycon mayor refinamiento. Y como yo, loven todos los hombres de mi edad, aquíy entre los otros, en todo el mundo;conmigo lo está viviendo toda migeneración. ¿Qué harán nuestros padressi un día nos levantamos y les exigimoscuentas? ¿Qué esperan de nosotroscuando la guerra haya terminado?Durante años enteros, nuestra ocupación

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ha sido matar; ha sido el primer oficiode nuestra vida. Nuestro conocimientode la vida se reduce a la muerte. ¿Quépuede, pues, suceder después de esto?¿Qué podrán hacer de nosotros?

El más viejo de nuestra sala esLewandowski. Tiene cuarenta años yhace diez meses que está en el hospitalcon una grave herida en el vientre. Hastaestas últimas semanas no ha mejorado losuficiente para poder cojear, encorvado,por la sala.

Hace unos días que está muyinquieto. Su mujer le ha escrito, desde

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su pueblecito de Polonia, diciéndole queha podido reunir el dinero que cuesta elviaje y que viene a verle.

Ya está en camino y puede llegar deun momento a otro. Lewandowski noprueba bocado. Incluso nos cede lasalchicha con coles después de darlealgunos mordiscos. Siempre va arriba yabajo con la carta entre los dedos.Todos la hemos leído una docena deveces. Y ya no recuerdo en cuántasocasiones hemos examinado el sello.Apenas son legibles las letras entrehuellas de dedos sucios y manchas degrasa; finalmente, sucede lo inevitable.Lewandowski empeora y tiene que

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acostarse de nuevo.Hace dos años que no ha visto a su

mujer. Entretanto, ella ha tenido un niño.Lo trae. Sin embargo, no es esto lo quepreocupa a Lewandowski. El creíapoder obtener autorización para salircuando ella llegara. Ya que,naturalmente, verse está muy bien, perocuando uno vuelve a encontrar a sumujer después de tanto tiempo, quiere, sies posible, algo más.

Lewandowski ha hablado de ellocon todos nosotros durante horasenteras; en el servicio no tenemossecretos de este tipo, y nadie lo haencontrado censurable. Los que ya

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pueden salir a la calle le han indicadoalgunos rincones propicios; paseos yparques donde podrá hacerlo sin que lemolesten. Incluso alguien sabe de unahabitación.

Pero, ¿cómo se las arreglará ahora?Lewandowski ha tenido que acostarse yestá preocupado. Si debe privarse deesto, todo le es ya indiferente.Intentamos consolarle y le prometemosarreglarlo de una forma u otra. Al díasiguiente, por la tarde, llega su mujer;una cosa menuda y marchita con ojillosde pájaro asustado, que lleva unaespecie de manteleta negra llena decintas y lazos. Sabe Dios de dónde la

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habrá sacado.Murmura algo en voz baja y

permanece tímidamente en el dintel. Seasusta al ver que hay seis hombres.

—Vamos, María —diceLewandowski, y las palabras parecentropezar con su nuez—. Entra sin miedo,que no te harán nada.

Entra y va de uno a otro dándonos lamano. Después nos enseña el niño que,mientras, se ha ensuciado en lospañales. Abre una gran bolsa bordadacon lentejuelas de la que saca un pañallimpio para mudar, diestramente, alpequeño. Con esto parece haberseanimado algo, y marido y mujer

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comienzan a charlar.Lewandowski está muy nervioso.

Nos mira a cada momento con sus ojoscomo platos en los que brilla ladesilusión.

La hora es favorable. El médico yanos ha visitado. Sólo alguna que otramonja podría asomar la nariz por lasala. Es por esto que uno de nosotrossale a espiar al pasillo. Vuelve y dice:

—No se ve ni una rata. Vamos, Juan,díselo pronto y termina de una vez.

Empiezan a hablar en su idioma. Lamujer nos mira ruborosa y cohibida.Sonreímos amistosamente, y con lasmanos le hacemos unos gestos

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desenvueltos como queriendo decir:«¡Venga, venga!» ¡Al diablo losprejuicios! Estaban bien en otro tiempo;ahora el ebanista Juan Lewandowski,soldado herido, ha vuelto a ver a sumujer. ¡Quién sabe cuándo seencontrarán de nuevo! ¡Quiere poseerlay la poseerá: la cosa es sencilla!

Dos hombres se colocan ante lapuerta para detener a las monjas yentretenerlas si por casualidad quisieranentrar. Están dispuestos a vigilar duranteun cuarto de hora.

Lewandowski sólo puede tendersesobre un lado. Por esta razón debemoscolocarle unas almohadas en la espalda.

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Albert se hace cargo del niño; nosotrosnos volvemos un poco; la manteletanegra desaparece debajo del cobertor ynos ponemos a jugar a cartas hablandoen voz alta de cualquier cosa. Todo vabien. Tengo en las manos un juegoterrible, pero todavía conservoesperanzas de arreglarlo. Así llegamoscasi a olvidar a Lewandowski. Al cabode un rato, el niño empieza a llorar, apesar de que Albert lo mecedesesperadamente. Después oímos unleve crujido, un ligero rumor, y cuandoincidentalmente levantamos la cabeza,vemos que el niño tiene ya el biberón enla boca y está con su madre. La cosa ha

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funcionado.Ahora nos sentimos como una gran

familia. La mujer está muy animada yLewandowski, empapado en sudor, nossonríe desde su cama.

Vacía la bolsa bordada y salen deella unas excelentes salchichas.Lewandowski coge el cuchillo como sifuera un ramo de flores y corta la carneen pedazos. Nos señala con un gestomagnánimo y la mustia mujercita vasonriendo de uno a otro, mientrasdistribuye las porciones. En estosmomentos, la encuentro hasta bonita. Lellamamos «mamá». Ella, contenta, nosahueca las almohadas.

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Al cabo de unas semanas he de ir,cada mañana, al Instituto Zander. Allísujetan mi pierna a un aparato y laobligan a hacer movimientos. El brazoha sanado hace tiempo.

Del frente van llegando mástransportes. Las vendas no son ya detela; están hechas simplemente con papelblanco y rizado. En el frente escasea eltejido para los apósitos.

El muñón de Albert sana bien. Laherida casi está completamente cerrada.Dentro de algunas semanas tendrá que ira un instituto de prótesis. Sigue hablandopoco y es mucho más serio que antes. Amenudo se interrumpe a la mitad de una

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conversación y se queda mirandofijamente hacia adelante. Si no estuvieracon nosotros hace tiempo que se hubierasuicidado. Sin embargo, ahora hasuperado el período más difícil. A vecesnos contempla mientras jugamos acartas.

Obtengo un permiso deconvalecencia.

Mi madre no quiere dejarmemarchar. ¡Está tan débil! Todo ha sidopeor todavía que la última vez.

Después me reclaman del regimientoy regreso al frente.

Me es doloroso despedirme de miamigo Albert Kropp. Pero en la vida

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militar uno se acostumbra a todo; escuestión de tiempo.

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Capítulo 11

Ya no contamos las semanas.Estábamos en invierno cuando llegué, yal estallar las granadas, los terroneshelados eran casi tan peligrosos como lametralla. Ahora los árboles han vuelto averdear. Nuestra vida oscila entre elfrente y las barracas. En parte yaestamos acostumbrados; la guerra es unacausa de muerte como el cáncer o latuberculosis, como la gripe o ladisentería. Sólo que los casos mortalesson más frecuentes, más variados y máscrueles.

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Nuestros pensamientos son comobarro que el paso del tiempo vamoldeando: buenos cuando estamos enlas barracas e inexistentes mientraspermanecemos bajo el fuego. Hayembudos en los campos y en nuestrosespíritus.

Todos son así, no sólo nosotros. Noexiste el pasado, nadie sabe a cienciacierta cómo era. Las diferencias creadaspor la cultura y la instrucción casi se hanborrado, apenas son perceptibles. Aveces proporcionan algunas ventajaspara sacar mejor partido de unasituación; pero a menudo ocasionaninconvenientes, pues suscitan escrúpulos

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que ya tenían que haber desaparecido.Es como si antes todos hubiéramos sidomonedas de distintos países; las hanfundido, y ahora todas llevan el mismocuño. Si se quieren encontrar diferenciasha de acudirse a la primera materia.Somos soldados, y tan sólo después,extraña y vergonzosamente, nosconsideramos individuos. Hay entrenosotros una gran fraternidad que, deuna manera singular, reúne un reflejo dela camaradería de las cancionespopulares, algo del sentimientosolidario de los presidiarios y eldesesperado auxilio mutuo de loscondenados a muerte; una fraternidad

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que lo funde todo y lo sitúa en un planode nuestra existencia, donde incluso enmedio del peligro, sobresale de laangustia y la desesperación de la muertey se apodera rápidamente de las horasrescatadas para la vida, sin que en todoello encuentre lugar el patetismo. Siquisiéramos definirla, diríamos que esheroísmo y trivialidad al mismo tiempo;pero, ¿quién se preocupa de esto?

Es a causa de ese estado de ánimoque cuando se anuncia un ataqueenemigo, Tjaden traga a toda prisa susopa de guisantes con tocino, porqueignora si dentro de una hora seguirávivo. Hemos discutido mucho a

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propósito de si esto está bien o malhecho. Kat lo desaprueba diciendo quees preciso contar con la eventualidad derecibir una bala en el vientre, cosa quees mucho más peligrosa si el estómagoestá lleno que si está vacío.

Estos son nuestros problemas; noslos tomamos muy en serio y no podríaser de otro modo. La vida, aquí en lafrontera de la muerte, tiene una línea deextraordinaria simplicidad, se limita alo estrictamente necesario; el resto estáprofundamente dormido. Esto es nuestroprimitivismo y nuestra salvación. Si noscomportáramos de otro modo, haríatiempo ya que habríamos enloquecido,

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desertado o muerto. Es como unaexpedición a las regiones polares; todamanifestación vital ha de aplicarse, tansólo, a conservar la existencia y debeforzosamente orientarse en este sentido,el resto está de más, ya que consumiríainútilmente energías.

Es el único modo de salvarnos, y amenudo, yo me considero un extrañocuando en las horas de tranquilidad, elreflejo misterioso de otros tiempos merevela, como en un espejo empañado, elcontorno de mi actual existencia;entonces me admira que esa inefableactividad que conocemos por vida hayapodido adaptarse incluso a esta forma.

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Todas las demás manifestaciones estánsumidas en un sueño invernal; la vida estan sólo un constante estar alerta contrala amenaza de la muerte; nos haconvertido en bestias pensantes paraentregarnos el arma del instinto; haembotado nuestra sensibilidad para queno desfallezcamos ante el horror que,con la conciencia clara, nos aniquilaría;ha despertado en nosotros el sentido decamaradería para librarnos del abismodel aislamiento; nos ha prestado laindiferencia de los salvajes para que, apesar de todo, podamos encontrarsiempre el elemento positivo y nos seaposible conservarlo como defensa

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contra los ataques de la nada; vivimosasí una existencia cerrada y dura,puramente superficial y sólo de vez encuando, un acontecimiento hace saltaralgunas chispas de nuestro interior.Entonces, sin embargo, se levanta ennosotros una enorme llamarada, pesaday terrible, de anhelo.

Estos son los momentos peligrososque nos demuestran que, no obstante, laadaptación es sólo artificial; que no esverdadera calma, sino únicamente unapotente tendencia a la calma. Por lo querespecta a las formas exteriores de vida,no se diferencian apenas de aquellas quedetentan los negros de la selva; pero

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mientras ellos pueden permanecersiempre así porque es su estado naturaly seguirán desarrollándose tan sólo porel esfuerzo de sus facultades, ennosotros sucede lo contrario; nuestrasfuerzas interiores están obligadas, no aun desarrollo, sino a una regresión.Ellos son libremente normales; nosotrosforzosamente artificiales.

Y es con espanto que por la noche,al despertar de un sueño y a la merceddel encantador torrente de visiones quenos inunda, sentimos la fragilidad delsoporte y la debilidad del muro que nossepara de las tinieblas. Somos llamitasligeramente protegidas por delgadas

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pantallas contra la desatada tempestaddel aniquilamiento y de la locura, acausa de la que oscilamos y algunasveces casi nos extinguimos. Después, elsordo rumor de la lucha es como unanillo que nos rodea; nos acurrucamosen nosotros mismos, y con los ojos muyabiertos, contemplamos la noche.Tenemos como único consuelo el jadeode los camaradas que duermen, y asíesperamos el amanecer.

Cada día y cada hora, cada granaday cada muerte, van royendo este frágilsoporte, y los años lo liman

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rápidamente. Me doy cuenta de que,poco a poco, va desmoronándose a mialrededor.

Aquí tenemos, como ejemplo, laestúpida historia de Detering.

Era uno de los más encerrados en símismos. Su desgracia provino de habervisto, en un huerto, un cerezo florido.Precisamente regresábamos del frente, yal dar un rodeo, ya cerca de lasbarracas, se nos apareció, como unamaravilla, a la suave luz de la alborada.No tenía ni una sola hoja; era unramillete compacto de flores blancas.

Por la noche encontramos a faltar aDetering. Compareció por fin trayendo

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en la mano unas ramas de cerezo florido.Le gastamos bromas preguntándole siiba a pedir la mano de su novia. No noscontestó nada y se acostó enseguida. Amedianoche le oigo removerse; pareceque prepara el equipaje. Me huelo undesastre y me acerco. Aparenta no darsecuenta. Le digo:

—No hagas tonterías, Detering.—¿Qué dices? No… Es que no

puedo dormir.—Entonces, ¿por qué has ido a

coger las ramas de cerezo?—¡Me parece que puedo ir a coger

lo que se me antoje! —contesta, ceñudo.Y al cabo de un rato, prosigue:

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—En casa, en el jardín, tengocerezos; cuando florecen, si te los mirasdesde el pajar, parecen una sábana muyblanca. Ahora es el tiempo.

—Quizá pronto te den permiso.También pueden licenciartetemporalmente; como eres labrador…

Asiente con la cabeza, pero estácomo alucinado. Cuando estoscampesinos se sienten trastornados,tienen una extraña expresión en elrostro, una mezcla de vaca y de diosmelancólico, medio estúpida, medioconmovedora. Para distraerle de suspensamientos, le pido un pedazo de pan.Me lo da sin replicar. Mala señal, ya

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que normalmente es muy mezquino. Poresto permanezco despierto. No sucedenada; a la mañana siguiente está comosiempre. Probablemente se ha dadocuenta de que le observaba. A pesar detodo, al cabo de dos días desaparece.Me doy cuenta enseguida, pero no digonada para concederle más tiempo. Quizálogre escapar. Ya algunos hanconseguido penetrar en Holanda.

Al pasar lista se nota su ausencia.Transcurrida una semana oímos decirque ha sido detenido por los gendarmes,esos despreciables policías militares.Había tomado la dirección de Alemania—cosa que naturalmente no tenía

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ninguna perspectiva de éxito— ysiempre había actuado con unaimprudencia semejante. Cualquierapodía darse cuenta, al ver esto, de que lahuida no era sino una invenciblenostalgia y un ofuscamiento pasajero.Pero, ¿qué saben de esto los señoresmiembros del Consejo de Guerra, a cienkilómetros del frente?

A veces, sin embargo, estospeligrosos sentimientos que reprimimosdesde hace tiempo, estallan de otromodo, como calderas recalentadas. Esnecesario, pues, contar también el fin

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que tuvo Berger.Hace tiempo ya que nuestras

trincheras se han hundido y nuestrofrente es muy elástico de forma quepropiamente no hacemos ya guerra deposiciones. Cuando se han sucedidoataques y contraataques, el frente estádestrozado y se combateencarnizadamente de embudo a embudo.La primera línea no existe y surgen, portodas partes, grupos, verdaderos nidosdentro de cada agujero, desde los cualesse prosigue la lucha.

Estamos en un embudo; por el flancoavanzan los ingleses que consiguendesplegarse y se sitúan en nuestra

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retaguardia. Quedamos cercados. Esdifícil rendirse; la niebla y el humooscilan entre nosotros; nadie se daríacuenta de que quisiéramos capitular;quizá tampoco lo deseamos. En casosasí, ni uno mismo sabe lo que quiere.Oímos cómo se acercan las explosionesde las granadas. Nuestra ametralladoraesparce su fuego contra el semicírculofrontal. El agua del refrigerador seevapora y nos apresuramos a pasarnosel bidón de uno a otro; orinamos dentroy así volvemos a disponer derefrigerante para seguir disparando. Sinembargo, a nuestra espalda, seaproximan las detonaciones. Unos

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minutos más y estaremos listos.De pronto, otra ametralladora

empieza a disparar furiosamente muycerca de nosotros. Es Berger quien haido a por ella; y ahora, un contraataqueque se inicia detrás de nosotros noslibera y nos pone en contacto con laslíneas de segundo término.

Cuando nos encontramos ya bastanteprotegidos, uno de los que ha ido abuscar la comida explica que a algunoscentenares de pasos hay un perromensajero herido.

—¿Dónde está? —pregunta Berger.El otro describe el lugar. Berger

sale para salvar al animal o para

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rematarlo. Hace medio año, esto ni tansólo le hubiera preocupado; hubieratenido más sentido común. Intentamosretenerlo, pero como está decidido, nopodemos hacer otra cosa que llamarleloco y dejarle hacer; estos ataques dedelirio del frente son peligrosos si no seconsigue derribar enseguida al hombre ymantenerlo bien cogido. Berger mide unmetro ochenta centímetros y es el másforzudo de toda la compañía.

Realmente está loco, pues ha deatravesar la zona de fuego. Pero le haalcanzado el rayo que siempre nosacecha y le ha trastornado. A otros lescoge por gritar furiosamente y correr

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como poseídos. En una ocasión, uno denosotros se puso a escarbar el suelo conlas manos, los pies y la boca para abrirun agujero y enterrarse en él.

Claro que muchas veces estas cosasson simuladas, pero las mismassimulaciones son ya un indiciosuficientemente significativo. Berger,que quería salvar a un perro, fuerecogido con un tiro en la pelvis. Uno delos hombres que lo transportaban sellevó una bala en la pantorrilla.

Müller ha muerto. Le han disparado,a quemarropa, una granada en pleno

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vientre. Ha vivido todavía media horacon todo el conocimiento y presa deterrible dolores. Antes de morir me hadado su cartera y me ha legado susbotas, las mismas que heredó deKemmerich. Me van bien y me laspongo. Después de mí, las heredaráTjaden. Se lo he prometido.

Es verdad que nos han dejadoenterrar a Müller, pero no reposa en pazdemasiado tiempo. Nuestras líneasretroceden. Hay demasiado «Corned-beef» y demasiada harina blanca detrigo aquí delante. Demasiadosregimientos ingleses y americanos derefuerzo. Y demasiados cañones nuevos.

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Demasiados aviones.Nosotros, por el contrario, estamos

flacos y hambrientos. Nuestra comida esmala y tan adulterada, para que sea másabundante, que incluso enfermamos. Losfabricantes de Alemania se hanenriquecido, pero a nosotros nos ardenlos intestinos. Las letrinas estánconstantemente llenas de hombres encuclillas. Deberían enseñarse, a la genteque se ha quedado en casa, estos rostrosgrises, pálidos, miserables, vencidos;estos cuerpos doblegados a los que elcólico roba la sangre del vientre y que,con los labios crispados y temblorososde dolor, tan sólo pueden remedar una

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sonrisa y decir:—No vale la pena volverse a subir

los pantalones.Nuestra artillería está acabada. Le

faltan municiones. Los tubos de loscañones están tan gastados que disparancon poca precisión, y frecuentemente,envían sus obuses sobre nuestras líneas.

Nos faltan caballos. Nuestras tropasde refresco son muchachitos anémicosque necesitan un tratamiento médico, queno pueden llevar ni la mochila y que tansólo saben morir. A millares. Noconocen nada de la guerra. No sabensino avanzar y dejarse fusilar. Un soloaviador se divirtió tumbando a dos

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compañías enteras cuando acababan debajar del tren, antes de que supieran loque quiere decir cubrirse.

—Pronto se vaciará Alemania —dice Kat.

No nos queda ya esperanza de queesto pueda terminar. Ni lo imaginamossiquiera. Se puede recibir una bala ymorir; se puede quedar herido yentonces el hospital es el destino máspróximo. Si no os amputan, más pronto omás tarde se cae en las zarpas de uno deestos médicos militares que llevan unacruz por méritos de guerra en la solapa ydice:

—¡Cómo! ¿Por una pierna algo más

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corta que la otra? En el frente no esnecesario correr si se tiene valor. Estehombre es útil. ¡Retírate!

Kat nos cuenta una de esas anécdotasque circulan por todo el frente, desdelos Vosgos hasta Flandes; la del médicomilitar que va cantando los nombres deun registro y a medida que los hombresvan saliendo de la fila, sin ni tansiquiera mirárselos, dice:

—Útil. Precisamos soldados allíabajo.

En esas nombra a uno que lleva unapierna de madera y el médico repite:

—Útil.Y entonces —Kat refuerza la voz—,

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el hombre contesta:—Yo llevo ya una pierna de madera,

pero si ahora vuelvo al frente y un obúsme vuela la cabeza, me haré poner unade madera y seré médico militar.

Estamos profundamente satisfechosde esta respuesta.

Puede haber buenos médicos, ymuchos de ellos, realmente, lo son; peroentre el centenar de reconocimientos quedebe sufrir cada soldado ha de caer, unavez u otra, en las garras de estosfabricantes de héroes, que se esfuerzancontinuamente en transformar el mayornúmero posible de inútiles totales otemporales de sus listas, en útiles para

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el frente.Circulan muchas anécdotas

parecidas. La mayor parte mucho máscrueles todavía. Sin embargo, eso notiene nada que ver con la rebelión ni conla indisciplina. Somos leales, perollamamos a las cosas por su nombre; haymucha suciedad, mucha injusticia ymucha vileza en el ejército. ¿No esenorme que, a pesar de todo, regimientotras regimiento acepten ir a una luchacada vez más desesperada, y que sesucedan los ataques, con una línea queva retrocediendo y haciéndose pedazos?Los tanques, de los que antes nosreíamos, se han convertido en un arma

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terrible. Se acercan, blindados,avanzando en largas hileras yrepresentan para nosotros, más quecualquier otra cosa, todo el horror de laguerra.

Los cañones que nos martillean sincesar no están a nuestra vista; las líneasofensivas del enemigo se componen dehombres como nosotros; pero estostanques son máquinas, llevan cadenassin fin, como la guerra; son la imagenmisma del exterminio cuandoimplacables bajan lentamente al fondode los embudos y vuelven a aparecer,irresistibles, verdadera flota deacorazados, aullando y escupiendo

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fuego; invulnerables bestias de aceroque aplastan a muertos y heridos… Anteellas nos encogemos dentro de nuestradelgada piel; frente a su colosal pujanza,nuestros brazos son como pajas, nuestrasgranadas de mano como cerillas.

Granadas. Gases. Tanques…Triturar. Devorar. Morir.

Disentería. Gripe. Tifus… Ahogar.Calcinar. Morir.

Trinchera. Hospital. Fosa común…No existen otras posibilidades.

En un ataque cae Bertinck, elcomandante de nuestra compañía. Era

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como uno de estos magníficos oficialesque va siempre delante en los momentosde peligro. Hacía dos años que estabacon nosotros y nunca le habían herido;alguna vez tenía que tocarle. Estamos enun agujero, rodeados por el enemigo.Junto al olor de la pólvora nos llega unafetidez como de aceite o petróleo.Divisamos dos hombres con unlanzallamas; uno lleva el depósito a laespalda, el otro sostiene la manga pordonde ha de salir el fuego. Si logranacercarse tanto como para alcanzarnosestamos fritos, ya que, precisamenteahora, no podemos retroceder.

Disparamos contra ellos. Pero a

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pesar de esto, consiguen aproximarse ynuestra situación empeora. Bertinck estácon nosotros en el agujero y al darsecuenta de que no les acertamos porquebastante trabajo tenemos en protegernosde la violencia del fuego enemigo, tomaun fusil, se arrastra fuera del embudo, ytendido apunta mientras se levanta unpoco sobre los codos… Dispara… Almismo tiempo, una bala le alcanza. Lehan herido. Él, sin embargo, ni se muevey vuelve a apuntar. Abate un instante elfusil y después consigue ponerlo enposición. Por fin suena el disparo.Bertinck suelta despacio el arma y dice:

—Bien.

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Y rueda hacia dentro. De los doshombres, el que iba detrás está herido.Cae. Al otro se le escapa la manga dellanzallamas; el fuego se extiende portodas partes y el hombre arde. Bertincktiene una bala en el pecho. Al cabo deun rato, un trozo de metralla se le llevael mentón. El mismo pedazo tienetodavía fuerza para abrir un enormeagujero en la cadera de Leer. Este gime,se apoya sobre los brazos y se desangrarápidamente. Nadie puede asistirle.Transcurridos unos minutos se doblacomo un pellejo vacío. ¿De qué le haservido ser tan buen matemático en laescuela?

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Pasan los meses. Este verano de1918 es el más sangriento y el máspenoso. Los días parecen ángeles de oroy azul planeando, inasequibles, sobre elcírculo de la muerte. Todos sabemosque vamos a perder la guerra.

No se habla mucho de ello.Retrocedemos; después de esta granofensiva, no podremos volver a atacar;no tenemos gente ni municiones.

Pero la campaña continúa… Lamuerte continúa…

Verano de 1918… Jamás la vida, ensu forma más humilde, nos ha parecidotan deseable como ahora; las amapolas

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rojas de los prados que circundannuestros barracones; los brillantesinsectos en los tallos de la hierba; loscálidos atardeceres en las frescashabitaciones penumbrosas; los negros ymisteriosos árboles del crepúsculo; lasestrellas y el lento fluir del agua; lossueños y el gran reposo… ¡Oh, vida,vida, vida!

Verano de 1918… Jamás se hansoportado más silenciosos dolorescuando llega el momento de partir haciael frente. Los salvajes y acuciantesrumores de armisticio y de paz correnpor todas partes, trastornan nuestroscorazones y hacen la partida más dura

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que nunca.Verano de 1918… Jamás la vida del

frente ha sido tan amarga ni tan dolorosacomo en las horas de fuego, entonces,cuando con los rostros lívidos bajo elbarro, las manos se crispan en un solo:«¡No! ¡No! ¡Ahora que está terminando,no! ¡Ahora no!»

Verano de 1918… Brisa deesperanza que recorre los camposcalcinados, fiebre furiosa de laimpaciencia, de la decepción,estremecimiento doloroso de la muerte,pregunta sin respuesta. ¿Por qué? ¿Porqué no se termina? ¿Y por qué laten esosrumores que presagian el fin?

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Vuelan tantos aviones en este sector,y tienen tanta puntería, que cazan como aliebres a los soldados aislados. Porcada avión alemán, hay como mínimocinco ingleses o americanos. Por cadasoldado alemán hambriento y extenuadoen la trinchera hay cinco de vigorosos yfuertes al otro lado. Por cada pan demunición hay cincuenta latas de carne enconserva aquí enfrente. No nos hanvencido, ya que, como soldados, somosmejores y más expertos que ellos;simplemente nos han aplastado,machacado con su enorme superioridadnumérica.

Ha llovido durante algunas semanas;

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cielo gris, tierra gris que se deshace enel agua, muerte gris. Cuando vamoshacia el frente, en los camiones, lahumedad penetra a través de los capotesy los uniformes y persiste mientraspermanecemos en las trincheras. No nossecamos nunca. Aquellos de nosotrosque todavía llevan botas se las cierranpor arriba con sacos de arena para queel lodo tarde más en entrar. Los fusilesse encasquillan, los uniformes estáncubiertos de barro, todo está inundado ydiluido, todo es una masa de tierraaceitosa, empapada, chorreando, concharcos amarillentos en los que flotanespirales rojas de sangre y donde los

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muertos y los supervivientes vanhundiéndose lentamente.

La tempestad azota nuestras cabezas.El granizo de metralla arranca de estaturbia masa amarilla y grisácea losgritos infantiles de los heridos, y por lasnoches, la vida hecha pedazos gimepenosamente hacia el silencio. Nuestrasmanos son tierra, nuestros cuerposfango, nuestros ojos charcos de lluvia.No sabemos ni siquiera si vivimos.

Después, el calor nos aplasta en losembudos, pegajoso y húmedo como unamedusa; y uno de estos últimos díasveraniegos, al ir a buscar los víveres,Kat cae herido. Estamos solos. Le vendo

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la herida; parece que le han fracturadola canilla. Es un tiro en el hueso y Katgime desesperadamente.

—¡Precisamente ahora!¡Precisamente ahora!

Le consuelo.—Quién sabe lo que durará esto

todavía. Tú, momentáneamente, te librasde todo.

La herida sangra violentamente, Katno puede permanecer solo mientras voya por una camilla. Por otra parte no creoque haya cerca ninguna estaciónsanitaria.

Kat no pesa mucho. Así pues, me locargo a las espaldas y me dirijo al

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puesto de socorro.Descansamos dos veces. El

transporte le produce fuertes dolores.Apenas hablamos. Me desabrocho laguerrera y respiro con fuerza; sudo ytengo el rostro hinchado por el esfuerzo.A pesar de todo le doy prisa porque ellugar es peligroso.

—¿Sigamos, Kat?—No queda más remedio, Pablo.—Vamos, pues.Lo levanto. Se sostiene sobre la

pierna sana y se apoya en un árbol.Entonces cojo con precaución la piernaherida, tomo impulso y le paso el brazopor debajo de la rodilla de la pierna

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intacta.El camino se hace más difícil. De

vez en cuando silba alguna granada.Corro tanto como me es posible pues lasangre de Kat va regando el suelo.Apenas si conseguimos protegernos delos obuses porque antes de que podamoscubrirnos ya han estallado.

Nos metemos en un pequeño embudopara descansar un poco. Le doy té quellevo en mi cantimplora. Fumamos uncigarrillo.

—Bueno, Kat —digo con melancolía— ahora tendremos que separarnos.

Me contempla en silencio.—¿Te acuerdas de cuando

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requisamos aquella oca? ¿Y de cuandome libraste de aquel jaleo el día que,siendo todavía un pobre caloyo, mehirieron por primera vez? Yo todavíalloraba entonces. Hace casi tres años,Kat.

Afirma con la cabeza.Nace en mi interior el miedo a

quedarme solo. Cuando se hayan llevadoa Kat, ya no me quedará aquí ningúnamigo.

—Kat, tenemos que volver a vernos,de todos modos, si se hace la paz antesde que tú regreses.

—¿Con el hueso así quieres quevuelva? —pregunta amargamente.

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—Haciendo reposo se te curarábien. La articulación está intacta.Todavía puede soldarse.

—Dame un cigarrillo —me dice.—Quién sabe si todavía podremos

hacer algo juntos, más tarde, Kat.Estoy muy triste. Es imposible que

Kat —mi amigo Kat, el de los hombroscaídos y el bigotito suave; Kat, al queconozco de forma muy distinta que a losdemás hombres, Kat, con el que hevivido estos años—, es imposible que ély yo no volvamos a vernos jamás.

—Dame tu dirección, de todosmodos, Kat; para cuando yo esté encasa. Te voy a dar, también la mía. Te la

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escribo aquí encima.Me meto el papel en el bolsillo.

¡Qué abandonado me siento ya, a pesarde que todavía esté a mi lado! ¿Y si medisparara una bala en el pie, para poderestar a su lado?

De pronto, Kat, suelta un gemido yempalidece.

—Vámonos —barbotea.Me levanto de un salto, febrilmente,

para ayudarle. Me lo cargo a la espalday empiezo a correr; una carreramoderada, amortiguada, para que supierna no se bambolee mucho.

Tengo la garganta seca; delante demis ojos bailan lucecitas rojas y negras

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cuando, con los dientes furiosamenteapretados, implacable conmigo mismo,llego, por fin, tambaleándome alhospital de sangre.

Una vez allí se me doblan lasrodillas; me quedan fuerzas todavía paracaer del lado en que Kat tiene la piernasana.

Unos minutos después me incorporolentamente. Las piernas y las manos metiemblan con violencia; a duras penaspuedo coger la cantimplora y beber untrago. Los labios también me tiemblan.Sin embargo, sonrío… Kat está en lugarseguro.

Al poco rato empiezo a distinguir el

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confuso lío de voces que me resuena enlos oídos.

—Podías haberte ahorrado eltrabajo —dice el enfermero.

Le miro sin comprender. Me señalahacia Kat.

—Ha muerto.No me doy cuenta de lo que dice.—Tiene una bala en la canilla —le

respondo.El sanitario no se inmuta.—Sí, esto también…Me doy la vuelta. Mis ojos están,

todavía, turbios; vuelve a empaparme elsudor; me resbala por los párpados. Melo enjugo y miro a Kat. Está caído,

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inmóvil.—¡Desmayado! —digo rápidamente.El enfermero silba en voz baja.—De esto entiendo más que tú. Está

muerto. Me apuesto lo que quieras.Niego con la cabeza.—¡Imposible! Hace sólo diez

minutos que he estado hablando con él.Está desmayado.

Las manos de Kat todavía estáncalientes; lo levanto por los hombrospara darle una fricción con té. Noto quemis dedos se humedecen. Los saco dedetrás de su cabeza y me doy cuenta deque están llenos de sangre. El sanitariovuelve a silbar entre dientes.

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—¿Lo ves, hombre?Sin que yo me diera cuenta, Kat ha

recibido, por el camino, un pedazo demetralla en la cabeza.

Tiene un pequeño agujero; ha debidoser un trozo minúsculo. Pero ha sidosuficiente. Kat ha muerto.

Me levanto lentamente.—¿Quieres llevarte sus cosas? —

pregunta el cabo.Asiento con un gesto y me las da.El sanitario está admirado.—¿Erais parientes?No, no éramos parientes. Nunca lo

hemos sido…¿Ando quizá? ¿Tengo, todavía, pies?

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Levanto los ojos del suelo y miro a mialrededor. Me vuelvo y doy una vueltaentera sobre mí mismo; después otra yme detengo. Todo sigue igual que antes.Sólo que, el reservista EstanislaoKatczinsky, ha muerto.

Nada más.

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Capítulo 12

Otoño. Ya no quedan muchosveteranos. Soy el último de los siete denuestra clase. Todos hablan de paz yarmisticio. Si vuelven a desengañarlosse producirá una catástrofe. La ilusiónes excesivamente fuerte; no laabandonarán sin estallar. Si no llega lapaz llegará la revolución.

Tengo catorce días de reposo porquehe respirado un poco de gas. Paso todoel tiempo sentado en un jardín, tomandoel sol. El armisticio llegará pronto,estoy convencido de ello. Entonces

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podremos regresar a casa.Aquí se encallan mis pensamientos,

no puedo ir más allá. Lo que con másfuerza me mueve son los sentimientos.El ansia de vivir, la nostalgia, la sangre,la embriaguez de considerarme salvado.Pero esto no son fines.

Si hubiéramos regresado a casa en1916, el dolor y la fuerza que habíamosvivido hubieran desatado una tormenta.Si volvemos ahora, estamos débiles,deshechos, calcinados, sin raíces y sinesperanza. Ya no podremos orientarnosni encontrarnos a nosotros mismos.

Tampoco nos comprenderá nadie;tenemos delante una generación que,

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ciertamente, ha vivido estos años connosotros, pero ya tenía hogar y profesióny regresará ahora a sus antiguasposiciones, en las que olvidará laguerra; detrás de nosotros sube otra,parecida a la que formábamos, que nosresultará extraña y nos arrinconará.Estamos de más incluso para nosotrosmismos. Envejeceremos; algunos seadaptarán, otros se resignarán y lamayoría quedaremos absolutamentedesamparados. Se escurrirán los años y,por fin, sucumbiremos.

Sin embargo, es posible que esto melo haga pensar tan sólo la melancolía yel trastorno, y que ambos desaparezcan

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cuando me encuentre de nuevo bajo losálamos, escuchando el dulce cantar delfollaje. No puedo creer que se hayaevaporado completamente aquellaternura que llenaba de inquietud nuestrasangre, aquella incertidumbre, aquelencantamiento, aquella ansia de futuro,los mil rostros del porvenir, la melodíade los sueños y de los libros, el deseo yel presentimiento de la mujer… No esposible que todo se haya hundidodefinitivamente en los bombardeos, enla desesperación, en los burdeles parasoldados.

Los árboles tienen aquí un doradoestallido multicolor; los frutos de las

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serbas rojean entre el follaje. Carreterasblancas se pierden en el horizonte y lascantinas zumban con rumores de paz,como panales de abejas.

Me levanto.Estoy muy sosegado. Ya pueden

llegar los meses y los años. No podránquitarme nada más. No me quitarán nadamás. Estoy tan solo y tan desesperadoque puedo recibirlos sin temor. La vidaque me ha conducido a través de estosaños, late todavía en mis manos, en misojos. Ignoro si la he superado. Peromientras ella siga ahí dentro intentaráabrirse camino, lo quiera o no lo quierami «Yo».

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Cayó en octubre de 1918, un día tantranquilo, tan quieto en todos lossectores, que el comunicado oficial selimitó a la frase: «Sin novedad en elfrente».

Había caído boca abajo y quedó,como dormido, sobre la tierra. Al darlela vuelta pudieron darse cuenta de queno había sufrido mucho. Su rostro teníauna expresión tan serena que parecíaestar contento de haber terminado así.