Simonetti-Virgolini. Criminología, política y mala conciencia

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© 2003 Editores del Puerto s.r.l. Paraná 341 - 8 9 C (1017) Ciudad Autónoma de Buenos Aires Telefax (54-11) 4372-8969/4375-4209 delpuerto@ interlink.com. ar Diseño: Hernán Bonomo/Diego Grinbaum Impreso en septiembre del 2003 en LATINGRARCA S.R.L. Rocamora 4161. (1184) Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Tirada: 1.000 ejemplares. Hecho el depósito de ley 11.723 Registro de propiedad Intelectual Nº 181.336 Impreso en Argentina NUEVA DOCTRINA PENAL 2003/A Consejo Consultivo Nacional José I. Cafferata Nores Jaime Malamud Goti Eugenio R. Zaffaroni Equipo de Redacción Alejandro Alvarez Gabriel I. Anitua Mary Ana Beloff Eduardo A. Bertoni Alberto Bovino Valeria Calaza Gabriela E. Córdoba Christian Courtis Leonardo Filippini Laura G i u l i a n i Fabricio O. Guariglia Andrés Harfuch Florencia Hegglin Gustavo Herbel Paula Honisch Paula Litvachky Gimol Pinto Leonardo Pitlevnik Andrea Pochak Maximiliano A. Rusconi Marcos G. Salt Natalia Sergi Máximo Sozzo Ignacio F. Tudesco Editor responsable: Alberto Bovino Propietario: Editores del Puerto s.r.l. Ciudad Autónoma de Buenos Aires Argentina Este material es para uso de los estudiantes de la Universidad Nacional de Quilmes, sus fines son exclusivamente didácticos. Prohibida su reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial correspondiente.

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Hecho el depósito de ley 11.723 Registro de propiedad Intelectual Nº 181.336 Impreso en Argentina

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Consejo Consultivo Nacional José I. Cafferata Nores Jaime Malamud Goti Eugenio R. Zaffaroni

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CRIMINOLOGÍA, POLÍTICA Y MALA CONCIENCIA

José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini

I. Castigo criminal y obligación política Resulta arduo reflejar las relaciones que existen entre la criminología

y la política. Diríase que son como una pareja cuyos integrantes no pue- den vivir el uno sin el otro y que, sólo en función de esta relación mutua encuentran su identidad o su razón de ser, pero que al mismo tiempo, ya sea por conveniencia, por vergüenza, por convenciones sociales, o a veces por la interferencia de otras relaciones anteriores, se ven forzados a des- conocerse y negarse de manera recíproca.

Desde la criminología, la negación asoma por ese olvido obstinado y desdeñoso que intenta profesar respecto de la política cuando escoge sus temas centrales. Finge no saber que ésta constituye el marco natural en el que se desenvuelven tanto su discurso como las prácticas que ese discur- so intenta explicar, orientar y justificar.

Por lo general, la actividad de la criminología se despliega en torno de una especie de ortodoxia confusa, informal -o más bien informe-, en la que parece no encontrar un lugar adecuado para la dimensión política -o no le encuentra ninguno-, como si se tratara de algo que sucede en otro lado y que no afecta al discurso criminológico, que se entretiene en determinar las razones generales y abstractamente previsibles por las cua- les siempre habrá gente dispuesta a violar la ley, o los motivos por los cua- les las agencias de control siempre se dedican a perseguir a determinados sujetos sociales, siempre los mismos, ya definidos como peligrosos previa- mente a cualquier peligro, en lugar de a los delincuentes, y al margen del daño social que en definitiva éstos causan.

¿De qué hablamos cuando nos referimos a la dimensión política? No se trata sólo del reconocimiento de que, tanto en la formulación

de las definiciones formales e informales de la desviación como en la con- figuración de los sistemas punitivos, el poder político -expresado por y a través del Estado- interviene de manera decisiva. Admitir esa interven- ción, fácil cuando es ostensible, más difícil de rastrear cuando se ejerce co- mo una oscura influencia detrás de las bambalinas, es simplemente un

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punto de partida elemental. Pero no dice mucho acerca de las caracterís- ticas de la relación que se establece, y mucho menos de algunas de sus consecuencias.

Es que, por lo general, se concibe al discurso criminológico como una operación externa, que en un idioma de términos técnicos o cientí- ficos llega tardíamente para sumarse a la órbita de un orden construido por otros y ya acabado, al cual traduce e intenta interpretar de manera especular.

Esta concepción parte de una operación lógicamente imposible, pero que la criminología ha cumplido en los hechos: la de fingir ignorancia o desinterés por hacerse cargo de que las prácticas punitivas y los saberes que las despliegan proceden del corazón mismo del orden político y ope- ran en el mismo lenguaje a través del cual éste es expresado, discutido y criticado. No es casual que las reconstrucciones históricas del discurso de la criminología hayan develado que los sistemas punitivos y sus explica- ciones técnico-científicas guardan una íntima relación con el modo en el que se formulan los requerimientos de orden social o, como se ha dado en llamar, de control social1.

Y aquí es donde se encuentra una relación necesaria que condiciona la ubicación social de la disciplina en relación a la política, puesto que es ésta la que, al precisar los contenidos del orden público, elabora las defi- niciones de los crímenes, esto es, de los comportamientos (y a veces de los propios actores de esos comportamientos) que por distintas y contingen- tes razones desaprobará. La criminología no puede, en consecuencia, ha- cerse cargo de definir el crimen, porque ya lo ha hecho la política, uno de cuyos objetos es el de determinar las diferencias entre lo tolerable y lo in- tolerable, desde el punto de vista de un criterio de bien público.

Esta determinación de lo bueno y de lo malo social, en suma, de lo lícito y de su contracara grosera que es el crimen, se le impone a la crimi- nología como un dato lógicamente previo, creado por el poder político. En la famosa definición de John LOCKE que afirma que el "poder político es el derecho de dictar leyes bajo pena de muerte"2 se encuentran los términos

1 PAVARINI, Massimo, Control y dominación: teorías criminológicas burguesas y proyecto hegemo- níaco, Ed. Siglo XXI, México, 1998, ps. 17-18; para citar una de esas reconstrucciones, la más reciente, véase MELOSSI, Dario, Stato. controllo sociale, devianza, Ed. Bruno Mondadori, Milano, 2002.

2 "el poder político es el derecho de dictar leyes bajo pena de muerte y, en consecuencia, de dictar también otras bajo penas menos graves, a fin de regular y preservar la propiedad y am- pliar la fuerza de la comunidad en la ejecución de dichas leyes y en la defensa del Estado fren- te a injurias extranjeras. Y todo ello con la única intención de lograr el bien público"; LOCKE, John, Segundo tratado sobre el gobierno civil, 1, Ed. Alianza, Buenos Aires, 1990, p. 35.

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que enlazamos. Es la política quien dicta las leyes e impone las penas. Ni haría falta hablar de BECCARIA, para quien las leyes son las condiciones con arreglo a las cuales los hombres se asocian y la pena es sólo la consecuen- cia necesaria de su violación3.

Realmente se requiere un esfuerzo portentoso para convencerse de que cuando se evoca el crimen no se está hablando de política. Pero una vez que se logra esto, resultará natural que no se sepa qué es lo que le puede quedar a la criminología como objeto, aunque sí habrá seguridad de qué es lo que no le queda.

Queda fuera de la misión y de las posibilidades de la criminología el análisis del orden al que el sistema y los discursos punitivos concurren a proteger, que se constituye así como un fenómeno espontáneo y externo, lógicamente previo a su pretensión científica autónoma. Si invadiera ese campo, la criminología renegaría de la especialización técnico-científica que le aporta una identidad diferenciada. Esta situación explica porqué la criminología termina ubicándose, casi siempre, en una posición de apén- dice científico, puesto que, como lo primero parece ser el orden y, por pre- tender ser una ciencia del desorden, sólo por aquél se justificará su exis- tencia4.

Pero la prescindencia en el análisis del orden no es una actitud vana, ni una demostración de neutralidad, ya que si el orden queda fuera de la cuestión, el delito se transforma en un fenómeno cuya naturaleza respon- de a leyes dotadas de una lógica propia que, en última instancia, son mar- ginales a aquellas constitutivas del orden social; o por lo menos otras y di- ferentes. Ello equivale a admitir la espontaneidad del delito y también la de sus aparentes soluciones: las penas, las medidas alternativas, los regí-

3 "Las leyes son las condiciones con que hombres independientes y aislados se unieron en sociedad, fatigados de vivir en un continuo estado de guerra y de gozar una libertad con- vertida en inútil por la incertidumbre de conservarla. Sacrificaron una parte de ella para go- zar la restante con seguridad y tranquilidad. La suma de todas estas porciones de libertad sa- crificadas al bien de cada uno constituye la soberanía de una nación, y el soberano es et legítimo depositario y administrador de ellas. Mas no bastaba con formar este depósito; era necesario defenderlo de las usurpaciones privadas de cada hombre en particular, quien trata siempre de quitar del depósito no sólo la propia porción, sino también la de los otros. Se re- querían motivos sensibles que bastaran para desviar el ánimo despótico de cada hombre de su intención de volver a sumergir las leyes de la sociedad en el antiguo caos. Estos motivos sensibles son las penas establecidas para los infractores de las leyes..."; BECCARIA, Cesare. De los delitos y de las penas. II, Ed. Aguilar, Madrid, 1969, p. 72.

4 Véase SIMONETTI, José, M., LOS elementos sociales en la construcción de la cuestión criminal. El problema del conocimiento y la política, en El ocaso de la virtud, Ed. Universidad Nacional de La Plata/Universidad Nacional de Quílmes, 1998.

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menes de seguridad, tratamiento, etc. Parafraseando aquel título maravi- lloso de HULSMAN, aquellas penas perdidas sólo son un reflejo de la previa y correlativa pérdida de una idea del crimen5.

Este resultado peculiar no es sorprendente, sólo proviene de la resis- tencia a admitir que el orden social es una construcción artificial del cual las leyes constituyen los términos de la asociación y por lo tanto contie- nen un mandato. Perdida esta idea, se pierde la dimensión social de la trasgresión.

Pero esta prelación originaria, que condiciona ciertamente el estatu- to epistemológico de la criminología y su propio rol social, no agota lo que debe entenderse por dimensión política.

Desde un punto de vista formal, la definición y el castigo del crimen se desenvuelven en el marco de lo que, desde siempre, ha sido señalado como el tema central de la obligación política, esto es, el deber de obede- cer las leyes. Está claro que el deber de obediencia sólo puede ser enten- dido en función de los correlativos poderes de crear y de hacer cumplir las leyes y de aplicar las penas, poder que desde la modernidad ha sido asu- mido por el Estado de una forma tal que, contemporáneamente, es preci- samente la pretensión de exclusividad en el ejercicio de esos poderes lo que caracteriza al Estado de la manera más distintiva6.

Sin embargo, y en este orden de cosas, no hay argumento crimino- lógico que haya dejado atrás el principio de la soberanía popular instala- do fuertemente a partir del siglo XVII, cuando se afirma en Inglaterra el principio de la soberanía del Parlamento. La idea de soberanía reclama la de la inexistencia de ningún poder por encima, lo cual no es otra co- sa que el reconocimiento de que no puede haber un poder por encima del de dictar las leyes. Y desde su reconocimiento explícito por la Revo- lución Gloriosa de 1688 en Gran Bretaña, la Americana de 1776 y la Francesa de 1789, el principio de la soberanía popular nunca ha perdido vigencia.

5 HULSMAN, Louk y BERNAT DE CELIS, Jacqueline, Peines Perdues, le système penal en ques- tion, París, 1982 (trad, española: Sistema penal y seguridad ciudadana, Ed. Ariel); el título fue re- tomado por ZAFFARONI. Eugenio R. en En busca de las penas perdidas: deslegitimación y dogmática jurídico-penal, Ed. Ediar, Buenos Aires, 1989.

6 "Por Estado debe entenderse un instituto político de actividad continuada, cuando y en la medida en que su cuadro administrativo mantenga con éxito la pretensión al monopo- lio legítimo de la coacción física para el mantenimiento del orden vigente"; WEBER, Max, Eco- nomía y sociedad, Ed. FCE, México, 1996, ps. 43-44.

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Asimismo y aunque la pretensión del monopolio de la fuerza señala el desarrollo de los modernos Estados territoriales, el ejercicio de la facul- tad de dictar y aplicar la ley y de imponer las penas corresponde más bien a una de las caras del antiguo poder de imperium que, por lo menos des- de la Edad Media7, comprendía el derecho del príncipe de reclamar la ri- queza o la vida de sus súbditos a través de la recaudación de los impues- tos y de la llamada a las armas, y el de constituirse en Juez para resolver las diferencias, aplicando la ley e imponiendo las penas8.

La facultad del ejercicio de la función de juzgar y castigar deriva do- blemente del viejo concepto de imperium y del principio de la soberanía popular, cuya esencia exquisitamente política difícilmente podrá ser pues- ta en duda. Es curioso que muchos criminólogos olviden que la moderna pena es un resultado de la expropiación a las víctimas y a su linaje de la facultad de castigar, que constituía el núcleo de la venganza privada, para devenir en un monopolio estatal que es paralelo y consecuencia del desa- rrollo de la función legislativa. Pues si no se tratara de la ley dictada por el pueblo: ¿En nombre de qué y de quién se castiga su transgresión?9.

En relación con ello corresponde agregar aquí que la ley que el prin- cipe aplicaba raramente era la suya, en el sentido de provenir de su pro- pio acto legislativo. Entre otras razones, principalmente porque los go- bernantes feudales raramente legislaban. El orden jurídico medieval reconocía en la costumbre, y especialmente en la costumbre judicial, la principal fuente del derecho. Así los príncipes aplicaban la ley del país (art. 39 de la Carta Magna de 1215), que encontraban vigente por la reiterada aplicación judicial de sus principios, a la cual juraban explícito acatamien- to, como fuera el caso del juramento del "Coronation Oath" a través del cual los reyes de Inglaterra se comprometían a cumplir con la ley. De mo- do tal, aun en el medioevo era una verdad aceptada, que era el derecho el que hacía al rey y no a la inversa10, ya que los reyes también estaban

7 Sin duda que existen antecedentes más antiguos, provenientes del derecho público romano; sin embargo, su examen excede los propósitos de este trabajo.

8 FIORAVANTI, Maurizio, Constitución; de la antigüedad a nuestros días, Ed. Trotta, Madrid, 2001.

9 No es menor este argumento para explicar los motivos por los cuales las dictaduras esconden sus crímenes. Una pena que no es aplicada en nombre del pueblo sólo es un crimen inconfesable.

10 Se trata del principio expresado por Henry de BRACTON: Ipse autem rex non debet esse sub homine sed sub deo et sub lege, quia lex facit regem. Véase la nota siguiente.

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sujetos a la ley, como se desprende con claridad de la doctrina británica del "Rule of Law"11.

II. La coartada de "lo social" Pero, sin embargo, el discurso criminológico que se despliega en tor-

no a esas funciones estatales ha adquirido una autonomía negadora de esa esencia, a través de una empeñosa y persistente recurrencia a conceptos tomados de las ciencias naturales y sociales, desarrollados para su aplica- ción a los problemas de la convivencia social sobre la base de cambiantes criterios técnicos y científicos.

La radical reticencia de la criminología positivista a ocuparse de -si- quiera a reconocer- los aspectos políticos involucrados en ella fue segui- da por el desarrollo de los estudios sociológicos que pusieron en primer plano, sobrepuesto al problema originario de la obediencia política, el di- fuso concepto de control social. Y sobre esta base los sistemas punitivos se convirtieron en una parte más del abigarrado conjunto de mecanismos so- ciales -estatales y no estatales, formales e informales, primarios y secun- darios- que confluyen en la creación y en el aseguramiento del consenso, ahora más bien llamado conformidad, y en la estigmatización de las for- mas desviadas de conducta que pueden, de alguna manera, ser los con- ductores del disenso, de la disfuncionalidad o de la incomodidad social.

Bajo esta perspectiva, la criminología siempre consideró a estos me- canismos en función de una serie de parámetros técnicos que expresaban, en términos aparentemente neutrales, los binomios de conformidad-des- viación, normalidad-anormalidad, salud-enfermedad, igualdad-desigual- dad en función de la distribución social de las oportunidades, etc. Y el in- dividuo vino a ser considerado una especie de máquina defectuosa, de racionalidad disminuida.

Tal como expresa Hannah ARENDT, refiriéndose sobre todo a la eco- nomía con su pretensión de establecer regularidades sobre el comporta- miento humano, pero en todo caso también aplicable a las ciencias que en un sentido más general han hecho de este comportamiento su objeto pro-

11 Sobre la sumisión del rey a la ley véase Charles HOWARD MCILLWAIN, Costituzionalismo antico e moderno; versión castellana del Centro de Estudios Constitucionales (CEC), Madrid, 1991. En este texto se analiza el desarrollo de este principio, explicitado en el siglo XIII por Henry de BRACTON en De I.egibus et Consuetudinibus Angliae, quien distingue entre dos faculta- des regias, gobernaculum y la iurisdictio, es decir, la facultad de gobernar y la de declarar la ley aplicable a los casos sometidos a su decisión. Este segundo concepto supone que la ley era preexistente al acto de juzgar y externa a quien tomaba la decisión.

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pió, que "sólo pudo adquirir carácter científico cuando los hombres se convirtieron en seres sociales y unánimemente siguieron ciertos modelos de conducta, de tal modo que quienes no observaban las normas podían ser considerados como asociales o anormales"12.

El déficit de racionalidad constituyó, por lo general, tanto la explica- ción del comportamiento desviado, que apuntaló la identidad epistemoló- gica de la criminología a lo largo de su no tan dilatada historia, como las variadas justificaciones de los sistemas estatales de castigo y de las técni- cas empleadas por éstos para superar, neutralizar o gobernar esas caren- cias, condicionando la experiencia social y la identidad individual de los hombres. Y continúa ARENDT, en relación con la "muy amplia pretensión de las ciencias sociales que, como 'ciencias del comportamiento', apuntan a reducir al hombre, en todas sus actividades, al nivel de un animal de conducta condicionada"13.

Y de esta forma esos sistemas punitivos han desenvuelto un discurso, explicativo, orientador y justificador que, al reducir los problemas del cri- men a ciertas formas más o menos definidas o difusas de patologías per- sonales o sociales, rehuye enfrentar la dimensión política en la que estas "patologías" y sus consecuencias sociales y políticas (además de individua- les) se inscriben y se manifiestan.

Esta autolimitación del discurso en relación a la política puede invo- car una coartada casi perfecta: los sistemas penales ejercen sus efectos (también) en el plano simbólico, de los valores y de la cultura, y contri- buyen a otorgar significados y moralidades a los objetos del universo so- cial, a los comportamientos individuales y a las relaciones sociales, a las personas y a sus conciencias, a sus impulsos, a sus necesidades y a sus de- seos. De esta forma, la dimensión estrictamente política termina opacán- dose en relación a la rica y multiforme variedad de significados culturales y sociales con las que los sistemas de penalidad estatal interactúan. Esta variedad es el objeto de numerosas disciplinas que enraizan en el conoci- miento del individuo y de la sociedad (y sobre todo de su economía) y ello ha permitido la difusión de una cultura del castigo impregnada de concep- tos (y de objetivos) instrumentales, sobre una base técnico-científica des- tinada a gobernar el mundo de la desviación, entendido éste como un mundo que puede ser conceptualmente diferenciado y aislado de la nor- malidad.

12 ARENDT, Hannah, La condición humana, Ed. Paidós, Barcelona, 1998, p. 53. 13 ARENDT, La condición humana, cit., p. 55.

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La coartada es casi perfecta. Es cierto que los sistemas punitivos, en- tre los que la cárcel juega un papel simbólicamente central, a la vez que reflejan las tendencias de significado que la sociedad expresa, también contribuyen a construir esos significados, y que por ello, esta dinámica puede ser examinada desde distintas perspectivas no necesariamente po- líticas: la construcción de sentido, la introyección de los valores, el asegu- ramiento de la conformidad, el establecimiento de una disciplina social, la viabilidad de un modo de producción, son sólo algunos de los términos que expresan esas perspectivas que, en el fondo, se refieren a las diversas formas que asume la definición de un orden tolerado y un desorden re- primido.

Una vez desmantelada aquella idea moderna del orden social como una creación artificial y conciente de los hombres, sobre la base de las de- cisiones colectivas y reiteradas acerca de los contenidos del bien público, de la cosa pública, de la cosa del pueblo, del bien común, de la república o, en síntesis, del bien; la sociedad de los hombres también se transforma en algo espontáneo, librado a leyes propias y casi inaccesibles. Se abre así la posibilidad del discurso destinado a discutir sobre las causas más o me- nos generalizadas, pero siempre de raíz individualista, de por qué alguien viola las leyes.

Y a la espontaneidad del delito que se obtuviera mediante su disocia- ción del orden social, le sigue como conclusión lógica la correlativa idea de la espontaneidad del orden social.

III. La dimensión política del castigo y sus condiciones Y, desde el ángulo que hemos descripto, parece en general sobrea-

bundante o excesivo el énfasis que ponemos en que tanto las prácticas co- mo los discursos del castigo se inscriben en la relación política de mando y obediencia, porque ésta parece representar un estuche excesivamente formal y consecuentemente limitado para la variedad de significados con- tenidos en la idea de castigo. Sin embargo, lo que suele olvidarse -y esta clase de olvido nunca puede ser ingenua- es que la relación política por la cual el ciudadano (antes el súbdito) debe obedecer y el soberano está legitimado a mandar y a castigar la desobediencia requiere dos condicio- nes que examinaremos someramente.

La primera es la creación de sujetos dóciles, esto es, la construcción de subjetividades que se encuentren en condiciones de introyectar los pa- rámetros de conducta tolerados o favorecidos por el Estado, y que efecti- vamente puedan autogobernarse en función de esas pautas14. El poder de

14 Véase MELOSSI, Stato. controllo sociak, devianza, cit., cap. I.

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mando del soberano carece totalmente de sentido si no encuentra quie- nes están dispuestos a la obediencia, y ello significa que esta obediencia es voluntaría, proviene de un acto de aceptación de la validez del orden nor- mativo que impone el Estado. Aunque la obligación política requiere la capacidad de imponer castigos, carece de sentido si ella no se inscribe en la existencia (y en la creación) de una masa de sujetos que autocensuran su posible desobediencia: esta autocensura es, en el otro extremo, la con- dición de posibilidad de cualquier técnica de disciplina social.

En términos sociológicos es posible hablar de la internalización de las pautas de conducta social, o de los procesos de socialización, pero en tér- minos políticos de lo que se trata es de la creación y del aseguramiento de una masa de ciudadanos dispuestos a transformarse en sus propios vigi- lantes: la coerción estatal a través de la pena se convierte en (o debe ser sustituida por) una autocoerción a través de la introyección de las reglas y los valores culturales, del mandato y de la autoridad de la ley, de los lí- mites a la libertad individual y, en general, de la eficacia del sentimiento de culpa (o de la conveniencia, según los casos). Se trata, en todo caso, de una racionalidad común que configura, más que una cierta capacidad subjetiva, una trama de relaciones sociales.

Desde este punto de vista, los sistemas de penalidad estatal cumplen un rol destacado en la creación de la moralidad general y en la generación de una cierta disciplina social. Aunque ese rol tenga una valencia simbó- lica más que material, aquélla es suficiente para otorgarle un valor signi- ficativo en el mantenimiento del statu quo. No debe olvidarse que en las grandes transformaciones sociales puestas en marcha desde la Ilustración, la difusión de reglas de ascetismo moral y de contracción al trabajo, com- binadas con el diferimiento de las gratificaciones en el marco de una éti- ca del sacrificio, constituyeron las bases originarias de la construcción de las poblaciones útiles para los procesos de mercantilización e industriali- zación que extendieron el capitalismo por toda Europa y los Estados Uni- dos y que pusieron a la cultura occidental en el lugar que hoy ocupa.

Y aunque la cárcel no cumplió con las finalidades materiales que de manera genérica indicaba su certificado de nacimiento, su presencia y su simbolismo fueron ciertamente una parte significativa en la producción de individuos capaces de autogobernarse (someterse y resignarse) en rela- ción con las necesidades de disciplina impuestas por el sistema de produc- ción industrial y los nuevos requerimientos de orden público en las ciu- dades de los siglos XVIII y XIX.

La construcción de subjetividades burguesas por una parte y proleta- rias por la otra fue, entonces, una parte del establecimiento del orden po- lítico burgués de la Modernidad. Sin ella, el desarrollo y la extensión del capitalismo y del liberalismo político no habrían sido posibles. Pero nada indica que en la actualidad haya dejado de existir esta relación, aunque el orden burgués ya no pueda ser considerado de la misma manera y aun- Criminología, política y mala conciencia 105

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que la noción de modernidad se encuentre, hoy, sujeta a viva discusión: sigue siendo capital, para la conformación de formas aceptables de convi- vencia humana, el establecimiento de modos de relación social que exclu- yan de la manera más espontánea posible la perpetración de actos crimi- nales o socialmente gravosos.

Y de esto se sigue que en modo alguno pueda negarse que cuando se habla de crimen, aún en función de las dinámicas y transformaciones an- tropológicas y culturales en los que los sistemas de penalidad se inscriben, se está hablando, inequívocamente, de política. Y la razón es simple: esas transformaciones y sus consecuencias en el área social forman parte de un proyecto definido o establecido desde el ámbito de lo político, destinado a expresar una convivencia posible y a imponer una generalizada conformi- dad a las reglas propias de esta convivencia. Y, por lo tanto, aún aprecian- do los mecanismos punitivos desde este ángulo, en modo alguno puede negarse su pertenencia a la política y su dependencia de las leyes que go- biernan a esta última.

Pero sin esa gigantesca tarea de transformación de los sujetos tampo- co habría sido posible la construcción de aquella otra condición del formi- dable aparato estatal de los Estados nacionales, que de alguna manera (aunque desgastada y en crisis) persiste hasta la actualidad: la legitimidad del poder político.

Como la contracara del autogobierno individual, de la autocensura espontánea de la cultura burguesa (y proletaria), el orden que esas nue- vas subjetividades debían respetar -las leyes que debían obedecer- debía tener el atributo de la legitimidad. La pretensión del ejercicio monopólico del poder de castigar, del uso de la fuerza, requiere en todo caso que ésta sea legítima y ésto, en palabras sencillas, significa que deben existir moti- vos conscientes (que deben compartirse) para que los ciudadanos obedez- can las reglas del poder político, expresadas por medio de la ley.

La legitimidad se funda sobre todo en una creencia15, que se refiere a la validez de un orden normativo, que así es incorporado a la experiencia individual y social: en suma, se trata de un acto individual y colectivo de aceptación. De allí la obediencia política como experiencia social y de allí, además, el hecho de que el orden social no repose sólo en la efectividad o en el ejercicio material del sistema estatal de castigos puesto a garantía de ese orden normativo, sino sobre todo en su presencia mayormente simbó- lica. Lo que importa es, justamente, que sea escasa o infrecuente la nece- sidad de hacer uso material del poder de coacción estatal.

15 WEBER, Economía y sociedad, cil., ps. 170 y siguientes.

106 José M. Simonettl y Julio E. S. Virgolini

Doctrina

Pero si bien la legitimidad puede ser considerada como una creencia, también es un modo de relación, puesto que la primera proviene de la for- ma, de los modos o de las condiciones en las que se establece el orden so- cial y se definen las reglas de la convivencia: la legitimidad no atañe sólo al contenido de esas reglas, sino también, y quizás en un sentido origina- rio, a los modos en las que éstas son consagradas. De allí la conocida tipo- logía de las formas legítimas de dominio de Max WEBER, de las cuates, por su pertinencia a la sociedad occidental (y también tardo occidental) inte- resa la última: el dominio legal racional que, en definitiva, no representa otra cosa que la sucesiva e histórica racionalización del fundamento del poder político que ya se hallaba en LOCKE: el consenso16.

Es por eso que, aquí, la legitimidad es un modo de relación que se traduce en un presupuesto de la validez, tanto de la pretensión estatal de obediencia como del deber ciudadano de obedecer. El sistema de penas impuesto por el Estado se encuentra pues sujeto a esta doble condición, sobre la que reposa tanto la legitimidad como la efectividad cotidiana de ese sistema.

Y en ambos aspectos se trata de requisitos marcados y determinados por la política. De esta manera, el marco natural en el que se desarrolla el discurso de la criminología y la operación de los sistemas penales no que- da satisfecho solamente con su obvio parentesco con el derecho penal y las demás disciplinas que los regulan de manera inmediata, sino que hun- de sus raíces en la conformación de la trama de las relaciones políticas y en el empleo del derecho como su instrumento. El derecho que le es más próximo es, aunque suene raro, el derecho de la Constitución pero, por lo general, el discurso de la criminología ignora estos requerimientos, como si pertenecieran a un ámbito que le es del todo independiente.

IV. La (de)construcción de la autonomía científica de la criminología

Aquí podemos adelantar el problema central afrontado en este traba- jo, que se ubica en una segunda paradoja que afecta el estatuto epistemo- lógico de la disciplina, que al mismo tiempo que hereda un objeto defini- do desde la esfera de la política, pretende ignorar las determinaciones de la política sobre ese mismo objeto, que giran en torno a los problemas del consenso y de la legitimidad.

16 "Este poder político tiene su origen exclusivo en un pacto o acuerdo establecido por mutuo consentimiento entre aquellos que componen la comunidad"; LOCKE, Segundo tratado sobre el gobierno civil, cit., p. 174.

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Y por lo tanto desenvuelve un discurso conjeturando que esas deter- minaciones de la política relativas a la obligación política -al deber de obediencia y al correlativo poder de castigar- le resultan ajenas y están privadas de toda consecuencia. Sin duda, en ello influye el impacto deses- tabilizador que tiene la cuestión criminal sobre algunas concepciones de las ciencias sociales, lo que proviene de una relación antigua y oscura que existe entre el crimen y la política. Aquí se encuentran el origen y el fun- damento de las visiones fenoménicas de la cuestión criminal, propias de los discursos ortodoxos de la criminología.

En efecto, el nacimiento y el posterior desarrollo de la criminología como disciplina con pretensiones de autonomía científica se realizó en el compartimentado y hermético marco de una metodología nacida según la inspiración y bajo el peso de dos obsesiones persistentes, la etiología y el correccionalismo: el crimen constituía un resultado más o menos predeci- ble de una o más causas científicamente determinables que, a su vez, po- dían ser corregidas o eliminadas a través de una cierta operación a desple- gar sobre los individuos portadores.

Esta obstinación se expresaba en la afirmación, cambiante en las for- mas pero permanente en la sustancia, de una cierta mitología del crimen o de la desviación, concebidos como una realidad objetivamente distingui- ble del mundo de la normalidad (legalidad). Ambas, por lo general, se ex- plicaban bajo el modelo del déficit, entendido siempre en clave patológi- ca, aunque se lo ubicara, según los casos o las teorías, bien en el individuo, bien en la sociedad.

Y por lo tanto, la etiología recurrió sucesiva o simultáneamente a un buen número -en constante crecimiento- de manifestaciones de enfer- medad o anormalidad individual o social: déficits radicados en la perso- na, expresados en el desarrollo antropológico, en el equilibrio hormonal o genético, o en la estructura del cuerpo o de la personalidad, etc.; déficits vinculados con el ambiente, reflejados en parámetros varios como la es- tructura familiar, la pobreza, la educación, las tensiones, la competencia, los incentivos culturales desmedidos, las oportunidades sociales desigual- mente desplegadas, etc. De esta forma, el delincuente, ya sea considerado en su individualidad o como perteneciente o integrado a diversos grupos, ostentaba pruebas objetivamente verificables que lo convertían en un ser defectuoso, tanto por estar animado de instintos antisociales, por encon- trarse gobernado por un autocontrol insuficiente o por carecer de fortale- za para resistir las presiones del entorno.

Estos postulados fundacionales, desplegados en torno a las categorías de la mitología, la etiología, la patología y el correccionalismo, entre otros, fueron los que otorgaron a la disciplina una identidad definida hacia fines del siglo XIX, en el marco de una metodología y de unas certezas que au- guraban quedarse para siempre. Y de manera correlativa, justificaron la erección de la imponente arquitectura de los sistemas penal-correcciona- 108 José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini

Doctrina

les y la creación de una burocracia judicial-penitenciaria gobernada por reglas de racionalidad abstracta.

Para esa época ya se habían alcanzado las condiciones de posibilidad de un discurso metodológicamente diferenciable de la política, que había ganado una relativa autonomía a través de una concepción científica mo- delada según el método de las ciencias naturales: el conocimiento cientí- fico, la teoría, podía aspirar a independizarse respecto de la política enten- dida como praxis, y por lo tanto ésta quedaba despojada de una dignidad que sólo, de allí en más, podía ser adjudicada al conocimiento empírica- mente comprobable17. Sólo así, bajo la cobertura de lo causal y científica- mente previsible, el discurso científico pudo intentar acompañar o sumar- se al gobierno del confuso universo de lo imprevisible, al que desde entonces llamaría criminal o desviado.

Sin embargo, lo que se produjo en los primeros sesenta años del si- glo XX, al correr de las sucesivas teorías (especialmente las que abrevaron en una fuente decididamente sociológica), fue la paulatina disolución de los postulados fundantes de la disciplina, y ello abrió una brecha en la que una inicialmente tímida y confusa relevancia de la política se fue instalan- do con fuerza en aquel discurso de raíz científica que, paradójicamente, en su origen había formado parte de la formidable fundación política del Estado de la modernidad.

Entonces, cuando se ha vuelto imposible insistir en una ontología di- ferenciada del crimen y del mundo conformista, del delito económico y de las relaciones económicas básicas, del crimen organizado y de la política criminal (en el sentido de una alianza entre el crimen y la política), del delincuente y del hombre normal, se ha hecho insoslayable hacer referen- cia a la incidencia que la dimensión del poder tiene en esa construcción.

Y a partir de allí, aunque con bastante timidez, parquedad o cierta vergüenza, el discurso de la criminología ha debido ir reconociendo sus vínculos con la política o, de una manera aparentemente menos conno- tada, con lo que de modo difuso e innominado se ha dado en llamar el poder. Este giro se tradujo en la incorporación al discurso de la crimino- logía de algunas perspectivas que señalaban la presencia incisiva del po- der del Estado o de los grupos dominantes de la sociedad, a lo largo del complicado, pero riquísimo derrotero que la disciplina siguió desde los años 60.

Pero, aún admitiendo la presencia de esta nueva dimensión, las refe- rencias criminológicas más ortodoxas suelen agotarse en la descripción de

17 HENNJS, Wilhelm, Política y filosofía práctica, Ed. Sur, Buenos Aires, 1973.

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los aspectos fenomenológicos de las situaciones que se estudian, como una perspectiva más de los procesos de su formación, y no suelen ser ex- ploradas todas las consecuencias que la inmediatez de la política, especial- mente aquéllas que se vinculan a las reglas de la legitimación del poder político que se expresa en el derecho (y en el derecho penal), pueden te- ner sobre el objeto preciso del discurso de la criminología.

Es evidente, no obstante, la existencia de una preocupación política real entre los criminólogos de las últimas décadas18, especialmente en el multiforme ámbito de la llamada criminología crítica, que es la que, en realidad, ha traído a la luz el problema que denominó como la dimensión del poder19. En ese ámbito, asistimos a desarrollos que se encuentran real- mente preocupados por una serie de cuestiones que aunque no siempre explícitos, necesariamente rozan la política, entre las que sobresale el te- ma de la justificación de la pena20.

Sin embargo, aún desde esta última perspectiva se suelen separar los distintos planos que abordan un único fenómeno como si pudieran ubi- carse en (o pertenecieran a) dos mundos ajenos: por una parte el de la efi- cacia de los sistemas de control social y la crítica técnico-ideológica más o menos inmediata a sus distintas modalidades y consecuencias, para lo que basta el discurso criminológico que es ahora a medias consciente de las implicaciones políticas propias del ámbito en el que se mueven los resor- tes del control social, y por la otra el plano más general y fundante de la crítica filosófica o política en sentido estricto.

Y por lo tanto, como los objetos propios de la política han quedado fuera del campo para el que la criminología se encuentra habilitada, a causa de su propia autolimitacion no se extraen o no pueden extraerse

18 Nos referimos especialmente a la llamada criminología crítica, cuyas líneas académi- cas tanto en los países centrales como en América Latina son tan variadas y dinámicas que no es posible, aquí, ofrecer un panorama que no caiga en injustas exclusiones. Debe, no obstan- te, relevarse la excepcional preocupación política que muchos criminólogos latinoamericanos, en el marco de un pensamiento crítico que adoptó Como herramienta metodológica el inte- raccionismo simbólico y como modelo interpretativo de la realidad el pensamiento marxista, desarrollaron en torno a las condiciones de exclusión social y política de los pueblos de este continente, desnudando el rol cumplido por el discurso criminológico habitual en el mante- nimiento de las formas de opresión.

19 Véase, en general, BARATTA, Alessandro, Criminología crítica y critica del derecho penal, Ed. Siglo XXI, México. 1986.

20 ¿A qué otra cosa se debe, por ejemplo, el reflorecimiento de las discusiones sobre la justificación del castigo en el marco de los desplazamientos represivos motivados por la crisis de seguridad urbana, aun cuando se hayan traducido, por lo general, en clave de estrategias de control social?

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conclusiones sobre la medida en la que la crítica (o la crisis) filosófico-po- lítica afecta o puede afectar en concreto al sistema punitivo, o cómo debe ser definida una crisis de legitimidad o, finalmente, cuáles son las impli- caciones que ésta debería o podría tener sobre el discurso o la actuación de los criminólogos.

Y consecuentemente el problema de la legitimidad se suele estibar de manera forzada dentro del compartimiento de las teorías sobre la justifi- cación de la pena21, o desenvolver alrededor de la búsqueda del referen- te material de la criminalidad, como un anclaje desde el cual se pueda juz- gar extrasistemáticamente el sistema punitivo. Esta última constituye el abordaje más audaz y consistente que se haya hecho para resolver la pri- mera de las vinculaciones con la política que más arriba hemos señala- do22, procurando suministrar criterios propios para la determinación del objeto de la disciplina; sin embargo, y como era de esperar, la corriente principal o confusamente ortodoxa de la criminología no ha corrido el riesgo de adoptar esa búsqueda como un objetivo prioritario.

V. El problema de la política criminal La tarea de establecer las mediaciones de la política con las ciencias

del comportamiento criminal y de los castigos ha sido, por lo general, de- legada a otra disciplina o, quizá con menor pretensión terminológica, a

21 Encendido en los últimos años (casi solamente) por la controversia provocada por las corrientes sistémicas del penalismo alemán. Se trata de la teoría de la prevención general positiva, o de prevención-integración, de Günther JAKOBS y las críticas que ella ha desperta- do. Véase sobre este punto JAKOBS, Günther, Derecho penal. Parte general, Ed. Marcial Pons, Ma- drid, 1995, cap. 1; ZAFFARONI, E. Raúl, Derecho penal. Parte general. Ed. Ediar, Buenos Aires. 2000, cap. 2. Sin embargo, las cuestiones examinadas en torno a esta discusión son totalmen- te ajenas a los problemas de legitimidad política y se desenvuelven en el magro terreno de la eficacia, bajo el lenguaje de la racionalidad instrumental; bajo estos términos, un sistema pu- nitivo está justificado si: a) los fundamentos de su discurso de justificación son éticamente aceptables; b) si actúa de modo congruo con sus objetivos declarados y; c) si no desarrolla cos- tos adicionales que comprometen esa ecuación.

22 véanse BARATTA, Alessandro y PAVARINI, Massimo, La frontiera mobile della penalitá nel sistemi di contrallo sociale della seconda meta del ventesimo secólo, en "Dei Delitti e Delle Pene", En Scientifiche Italiane, Napoli, 1998, vol. 1, p. 7; y BARATTA, Alessandro, La política crimínale e il diritto pénale della costituzione: nuove rifleísioni sul modello intégrato delle scienze penali, en Dei Delitti e Delle Pene", Ed. Scientifiche Italiane, Napoli, 1998, vol. J. Buscando un anclaje en el concepto de derechos humanos, véase SCHWENDINGER, Herman y Julia, ¿Defensores del orden o custodios de los derechos humanos?, en TAYLOR, WALTON y YOUNG, Criminología crítica, Ed. Siglo XXI, México, 1985. También, en sentido sociológico, HESS, Henner y SCHEERER, Sebastian, Cri- minalitá come provincia di senso; proposte per una teoría genérale, en Dei Delitti e Delle Pene, Ed. Scientifiche Italiane, Napoli, 1999, vols. 1-2.

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otro concepto: el de política criminal. De alguna manera superficial, esta expresión intenta resolver los incómodos puntos de contacto que se pro- ducen entre la política cuando es entendida como técnica y la criminolo- gía y el derecho penal, entendidas como las ciencias destinadas a aportar- le un contenido. Se construye así una unidad ciertamente precaria, que intenta participar de ambas esferas: la de la decisión de las políticas a adoptar en relación al material que presuntamente aportarían las ciencias vinculadas a la cuestión criminal.

Pero la superposición de términos no resuelve lo que la autolimita- ción del discurso científico había convertido en una contradicción o en un enfrentamiento en sentido epistemológico. Este campo es el punto en el que se hace evidente el juego de las espontaneidades que identificáramos más arriba, porque resulta muy difícil asociar delito y orden social cuan- do previamente se ha trabajado para disociarlos.

Y existe además una contradicción que se mantiene, aunque en otros términos; es la que se plantea entre los fines de una política destinada a expresarse en reglas de derecho y en prácticas (y en un discurso) encami- nadas a reducir la violencia en la sociedad, frente a un derecho, unas prác- ticas y unos discursos impregnados de violencia, dada su naturaleza coac- tiva. El hecho de que estas últimas expresen la pretensión al monopolio estatal de la violencia de una manera inexorable oscurece la relación en- tre ambos términos, especialmente por la sospecha de que las ciencias cri- minales, que han nacido de su separación de la política, tienen como ob- jetivo fortalecer o justificar esa misma separación.

Dicho de manera concisa, la expresión política criminal designa el sector de la política pública que se refiere a la tarea de la definición de los delitos y de las situaciones problemáticas, a los procesos de criminaliza- ción y a las consecuencias individuales y sociales que ambos producen23.

Y aunque aquí se determinan los objetos posibles de una tal política sectorial, el hecho de que ellos no puedan ser expresados sino a través de acciones o programas de gobierno implica admitir una dimensión políti- ca en la que estos fenómenos se desenvuelven, lo que no se trata de una dimensión sólo formal, sino que es sustancial porque en ella se reiteran los principios que dan contenido a la política del Estado y su orientación concreta.

Pero el uso corriente de la expresión política criminal suele limitarse a decir, en cambio, que los objetos de una tal política han adquirido una dimensión pública, en un sentido general, en razón de su ubicación den- tro de la actividad estatal o burocrática, y que las fuentes de las decisiones

23 Cf. BARATTA, La política crimínale e il diritto pénale della costituzione, citado.

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Doctrina

pertinentes se encuentran en el gobierno. Pero admitir que el derecho pe- nal y la criminología tienen relación con el poder político y que esa rela- dón se expresa a través de la política criminal, traducida en programas oficiales, sin expresar en qué consisten esas relaciones y qué condiciona- mientos generan, es decir poco.

Existe una perspectiva de mayor alcance: la apelación a la política cri- minal suele acompañar al reconocimiento de que las prácticas y los dispo- sitivos penales derivan de universos de mayor amplitud y que su configu- ración y su operación están condicionados por los requerimientos o la influencia directa o indirecta de las esferas culturales, económicas y políti- cas; en este último caso se cita especialmente la política social encaminada a la protección o al control de los sectores socialmente más débiles24. Pero decir esto tampoco resuelve nada y sólo conduce a un cierto nuevo funcio- nalismo surgido de la discriminación entre las funciones instrumentales y no instrumentales de la penalidad25 o, en todo caso, a admitir que los sis- temas penales se encuentran gobernados, orientados o configurados hacia la satisfacción de intereses o requerimientos que suelen exceder -o hasta contradecir- los propósitos declarados de control y gobierno de la crimina- lidad. Que desde el ángulo de la política se emitan directivas o provengan influencias en ese sentido significa, lo que ya no es poco, que ella es una de las fuentes que integran la construcción del problema criminal, pero no resuelve la índole de sus relaciones recíprocas, que deben ser establecidas en función de los condicionamientos que la política, en sí misma, tiene que ejercer respecto de la criminología entendida como teoría.

24 A propósito de la extensión del intervencionismo del Estado en las sociedades del Welfare es posible ubicar una cierta superposición entre los variados mecanismos asistencia- les del Estado benefactor y los dispositivos que regulan la formación del consenso. Es a partir de esa aparente coincidencia que se expande el concepto de control social, en términos ope- rativos, como abarcativo de todos los mecanismos sociales que tienden a producir ese consen- so y asegurar la socialización, incluyendo así bajo una misma clave de lectura a instituciones tan disímiles como la cárcel y las escuelas. Véase sobre este punto COHEN, Stanley, Visiones de control social, Ed. PPU, Barcelona. 1988; sobre las raíces ideológicas y políticas del concenso, véanse sobre todo PITCH, Tamur, Resposabilità limítale, Ed. Feltrinelli. Milano, 1989; y MitjBpi, Dario, el Estado del control social, Ed. Siglo XXI, México, 1992.

25 Me refiero, en especial, a la ligazón que en varios sentidos se establece entre los sis- temas punitivos o entre algunos de sus institutos, con la esfera moral, la infraestructura eco- nómica o las tecnologías del poder, en los célebres relatos de DURKHEIM, de RUSCHE y KIRCHHEI- MER y de FOUCAULT, de los cuales GARLAND ha hecho un estudio sugestivo. Véase GARLAND, David, Pena e societá moderna, Ed. II Saggiatore, Milano, 1999. Criminología, política y mala conciencia 113

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Si por política criminal se entiende, en cambio, la fijación de los me- dios técnicamente aptos para alcanzar los fines preventivos o represivos26, su papel se reduce a mera táctica operativa y no se puede distinguir de los discursos jurídicos del derecho o de los tendencialmente científicos de la criminología, cuyo agotamiento en una esfera técnica es evidente. Donde por política criminal se entiende simplemente la búsqueda de la eficacia, se pierden los contenidos esenciales de la política, que queda reducida a técnica instrumental.

La fijación de los medios supone la determinación previa de los fines, pero en la política criminal ellos se encuentran confundidos: la elección de los medios aptos para la prevención supone que ésta ha sido determi- nada como fin, y sólo de cierta manera y con exclusión de cualquier otra. Pero esto, como involucra la determinación de las formas acordadas de convivencia, corresponde a la política y no a la política criminal, entendi- da en su sentido habitual.

El objetivo y los alcances de la prevención dependen estrictamente de la noción de bien común, y éste constituye el fin de la política, por lo que debe ser precisado en esta sede y de acuerdo con las condiciones propias de este campo; y esto incluye la determinación, también por la política, de la clase genérica de los medios y de sus implicaciones posibles, por lo me- nos en un sentido general, puesto que la prevención como fin genérico no puede ser procurada a costa del bien común. La relación entre los fines y los medios nunca ha sido mejor expresada que por Wilhelm HENNIS, con estas palabras:

"Una ciencia política que pierde de vista los fines no puede por sí misma enunciar algo sobre los medios. Pues los medios se refieren a los fines, y só- lo cuando se han 'dado' los fines y se ha planteado el problema puede co- menzar la máquina científica de cálculo a calcular la relación entre medios y fines"27.

La determinación de los fines arrastra también la de los medios idó- neos, y ninguna de ellas puede ser delegada a una esfera de competencia técnica, porque así es sustraída a la política y a las condiciones que presiden el consenso, y aquí consenso es cosa distinta de la mera conformidad socio-

26 O de contención del disenso o, en una formulación extensiva, los de formación del consenso en cuanto conformidad de mercado. Véase ARENDT, La condición humana, cit., ps. 48 y siguientes.

27 HENNIS, Política y filosofía práctica, cit., p. 98.

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lógica. Y no es sobre la mera conformidad sociológicamente entendida o técnicamente procurada que reposa la legitimidad de un orden sobre el que se asientan las reglas del monopolio de la violencia y el castigo social.

VI. Autolimitación del discurso y legitimidad Y aunque es crucial en la política, el tema de la legitimidad del orde-

namiento parece carecer de repercusiones sensibles sobre la forma o el contenido de una disciplina que, como la criminología, apunta a desple- garse sobre las formas de ejercicio del poder de castigar que, justamente, es el que pretende garantizar la estabilidad de aquel ordenamiento.

Es posible que esta independencia aparente entre, por una parte, un saber destinado a explicar el crimen y las formas en que éste es castigado y, por la otra, el conjunto de los fundamentos, las teorías y las prácticas sobre las que reposa el poder de castigar, sea en sustancia una de las con- secuencias previsibles del hecho de que este poder se ha rutinizado y na- turalizado a través de las formas técnicas cotidianas que asumen los pro- cedimientos burocráticos de la policía, los tribunales y las penitenciarías. En una especie de confusión entre el poder de castigar y las formas coti- dianas en que el castigo es ejercido, el análisis sobre estas formas y sus presupuestos inmediatos ha terminado desplazando toda consideración sobre el poder que fundamenta el castigo mismo. Y esto hasta un punto en que al análisis científico sobre los modos técnicos y los presupuestos empíricos del castigo le resultan ajenas, como si fueran especulaciones va- namente teóricas y despojadas de todo sentido práctico, las determinacio- nes de la política sobre el objeto de la criminología.

Se trata de una forma -no exclusiva, por otra parte, de la criminolo- gía- de oscurecimiento de la política. Existen razones para ello, pero éstas suelen parecer, más bien, sutiles coartadas: nadie duda de la obvia dificul- tad que entraña la formulación de juicios que suelen ubicarse en un im- preciso nivel valorativo y que, por lo tanto, parecen ser extremadamente reacios a la verificación empírica; además, siendo la teoría política una ciencia práctica, la posibilidad de establecer un parámetro de legitimidad de sus consecuencias, sino con validez universal por lo menos de manera teóricamente generalizable, es excepcionalmente difícil.

Pero la inviabilidad de un objetivo no suele arredrar a la criminolo- gía, que ya había acometido empresas similares al intentar descubrir, por ejemplo, las causas de la criminalidad, considerando al hombre un pro- ducto defectuoso cuyo comportamiento social (por lo menos el que es considerado enfermo o patológico) podía ser previsto y calculado científi- camente y, más aún, al intentar producir una teoría unitaria de las causas de la criminalidad. Si la primera era imposible, mas lo era la segunda, es- pecialmente dada la esencial heterogeneidad de las situaciones y de los comportamientos a examinar y de la inescrutable mediación de subjetivi- dades diversas. No obstante todo ello, ambas empresas han sido empren-

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didas con empeño e invariable ineficacia por generaciones enteras de crí- minólogos y sociólogos de la desviación28.

Claro que estas empresas imposibles han sido las que otorgaron a la criminología su identidad propia, fundada en la persistencia de ciertas ca- racterísticas ontológicas (presumidas por sus postulados fundacionales) de su objeto y en cierta unidad de su metodología. En cambio, enfrentar la tarea de establecer las mediaciones entre la política y la criminología apa- reja el peligro de la disolución (de la criminología o de sus oficiantes). Y es por esto que ambos campos se desarrollaron de forma independiente, a través de discursos cuyos innegables puntos de contacto eran considera- dos como si fueran un motivo de vergonzosa y contradictoria confusión.

El desarrollo de la criminología se efectuó así en torno de una auto- limitación, expresada en su separación de la política y en la negación de las determinaciones y de las consecuencias que derivan de ésta, aunque se encuentren referidas a las relaciones precisas que constituyen el objeto de la disciplina. Esta autolimitación fue la que impidió que se hubieran explorado mínimamente los efectos que para su discurso y para las prác- ticas punitivas deberían o podrían tener las crisis de legitimidad. La visión propia "de los sistemas punitivos se ha desplegado, de esta forma, como si su operación técnica y el discurso que la anima fueran en general inde- pendientes del marco político.

Pero esta autolimitación se revela como una coartada artificial: exis- ten algunas situaciones estrechamente vinculadas con el problema de la legitimidad que, aunque proceden de una inicial asunción valorativa, se remiten a presupuestos que sí pueden verificarse empíricamente.

Esa posibilidad proviene del hecho de que la sociedad de los hombres es el conjunto de ellos asociados voluntariamente en pos de un objetivo común, cambiante en sus contenidos circunstanciales, pero siempre ima- ginado como un bien; el bien común. Esa asociación supone que se han afrontado y resuelto, por lo menos a grandes trazos, tanto la forma que ha de asumir la sociedad como el ejercicio del poder en ella. Estas cuestiones son las que indican, de un modo general, cuáles son las condiciones bajo las cuales estos hombres se han asociado y se encuentran incluidos en esa sociedad. La expresión de esas condiciones se encuentra en las leyes.

Es pues la ley la que marca los presupuestos bajo los que puede ejer- cerse legítimamente la autoridad y, consiguientemente, puede requerirse legítimamente el deber de obediencia, pero es un error reducir esa ley só- lo a las reglas que de manera formal expresan la pretensión de autoridad

28 Debe hacerse la salvedad de la teoría de la asociación diferencial de Edwin SUTHER- LAND, seguramente el más digno y mejor logrado de los intentos de establecer las bases de una teoría explicativa unitaria.

116 José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini

Doctrina

del Estado o su facultad de castigar. Deben ser comprendidas, sobre y an- te todo, las leyes que marcan las condiciones (o más bien los motivos o los objetivos) de la inclusión de los ciudadanos dentro de la asociación, y tam- bién los de su permanencia.

En otras palabras, esta idea de la sociedad como un entramado de in- clusión requiere atender dos órdenes de problemas. El primero de ellos es el relativo al contenido de los fines comunes que, simplificadamente, no son otra cosa que el conjunto articulado y sistemático de los intereses in- dividuales, contenidos en un tramado básico formado por las condiciones mínimas de satisfacción, desarrollo, salud, seguridad, educación y justicia que la comunidad y el Estado consideran indispensables para su funcio- namiento. El restante consiste en las formas que debe adoptar la convi- vencia a lo largo de dicho proceso. Aquí es donde se encuentra el sistema de las libertades, limitaciones y vínculos que instituye la ley, que consti- tuye el tejido formal de la convivencia. Se establece allí lo prohibido, las sanciones y los procedimientos.

Ambos comparten un eje común, que es la consideración de la ley como la definición de las condiciones de inclusión de los ciudadanos en la comunidad social y política, en el sentido de que sólo en virtud de rela- ciones establecidas, mediadas y reguladas por la ley es posible concebir los términos de una convivencia.

La presencia (subsistencia) y efectividad de la ley en su función de es- tablecer y conservar las condiciones de la inclusión, constituye un paráme- tro empírico de legitimidad. No nos referimos aquí a la legitimidad que, de modo originario, suele predicarse respecto del poder del Estado o, lo que es su expresión pública, del derecho del Estado, atendiendo a las formas o modalidades de formación del consenso político. En cambio, lo que es tam- bién posible es examinar esos mismos atributos en cuanto a los modos sub- siguientes de relación de los ciudadanos con la ley o, lo que viene a ser lo mismo, con las condiciones o los motivos de la asociación: el punto que se propone es que si se deterioran -y esto sí es empíricamente verificable- esos modos de relación la legitimidad del sistema entra en crisis29.

29 La legitimidad se fundamenta, sobre todo, en una especie de creencia en la validez o en la fuerza obligatoria de un determinado ordenamiento. Esa creencia, que permite consi- derar legítimo o no un orden fundado en el empleo monopólico de la coacción estatal no constituye una cara que se distinga netamente de la cara opuesta. Legítimo e ilegítimo no con- forman una dicotomía con fronteras netas; su ponderación proviene de proporciones y el tránsito entre una y otra es fluido. Pero las condiciones y los presupuestos de una u otra con- dición son perceptibles. En este sentido, "La legitimidad de una dominación debe considerar- se sólo como una probabilidad, la de ser tratada prácticamente como tal y mantenida en una proporción importante" (WEBER, Economía y sociedad, cit„ p. 171). Pero el hecho de que sea una probabilidad no excusa la necesidad de concentrarse en mantenerla.

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En otros términos, esos presupuestos, marcados por la relación de in- clusión que está determinada por la presencia y la efectividad de la ley, quedan invalidados por la situación opuesta, que es la de la exclusión, se- ñalada por la ausencia o la inefectividad de la ley.

VII. Exclusión y Estado de derecho Y en este marco debemos traer a la reflexión el análisis de algunos

elementos de los dos procesos paradigmáticos de la particular construc- ción de las relaciones sociales y políticas que se dan en América Latina, en los que la ley, en lugar de marcar los términos de la inclusión de los ciu- dadanos en la sociedad, se transforma en la herramienta o el modo en el que la exclusión se alcanza, se manifiesta y se consolida.

Esos dos procesos son los de la corrupción, especialmente la de las instituciones bajo la forma de la ilegalidad del poder, y la exclusión social.

Debe destacarse, antes que nada, que de ninguna manera es posi- ble considerarlos separadamente, como si sólo se tratara de dos fenóme- nos que en todo caso o casualmente coinciden en un mismo tiempo y espacio. Corrupción y exclusión social son, en cambio, los modos, dis- tintos en expresión y modalidades pero homólogos en significación y consecuencias, en los que los procesos de utilización privada o particu- lar de la ley pública y la correlativa exclusión de la ciudadanía de su producción y de sus efectos, se manifiesta en las sociedades latinoame- ricanas.

No viene al caso entrar en análisis fenomenológicos de la corrupción y la exclusión, que por otra parte abundan. Pero es importante poner de manifiesto un aspecto que resulta común a ambos fenómenos y al que ge- neralmente se presta poca atención. La corrupción del funcionario consis- te en la utilización del espacio público, del pueblo, o de todos, con una fi- nalidad y en beneficio de los intereses de un actor privado, que ha corrompido al funcionario para monopolizar el uso de sus funciones y pri- var a la colectividad del derecho a su utilización. Más sencillamente: la co- rrupción es el acto de ocupar privadamente el espacio público o de usar las decisiones públicas en beneficio privado y excluir de estos ámbitos al público, es decir, al pueblo soberano.

De manera invertida, pero concurrente, la exclusión implica un im- pedimento insalvable para el ejercicio de los derechos fundamentales, a cuyo reconocimiento y preservación está destinado el espacio público.

En síntesis, así como la corrupción es un modo de ilegalidad del po- der destinado a excluir al público del beneficio de la ley, en función de la utilización de ésta en beneficio privado, la exclusión consiste en la impo- sibilidad generalizada de obtener el reconocimiento de derechos funda- mentales por el Estado.

118 José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini

Doctrina

Pero esta es una conclusión fragmentaria del universo más general y complejo que se pone en movimiento alrededor de los temas de la corrup- ción y la exclusión, y que abarca las relaciones entre lo público y lo priva- do, la relación entre el Estado y la ciudadanía, el concepto de ley y el de equidad.

En primer lugar y como explica Carl SCHMITT30, el Estado es la uni- dad política de un pueblo. Pero éstas son ideas más antiguas; con estos mismos conceptos formula CICERÓN su idea de la república: "AFRIC. Así, pues, la cosa pública (república) es lo que pertenece al pueblo; pero pue- blo no es todo conjunto de hombres reunido de cualquier manera, sino el conjunto de una multitud asociada por un mismo derecho que sirve a to- dos por igual (...) Así pues, todo pueblo, que es tal conjunción de multi- tud, como he dicho, toda ciudad, que es el establecimiento de un pueblo, toda república, que como he dicho es lo que pertenece a un pueblo, debe regirse, para poder perdurar, por un gobierno. Este debe servir siempre y ante todo a aquella causa que lo es también de la formación de la ciudad; luego puede atribuirse a una sola persona o a unas pocas escogidas o pue- de dejarse a la muchedumbre de todos"31. O también. Res publica id est res populi (Cosa pública es -lo mismo que- la cosa del pueblo)32.

Se trata de dos elementos mediados entre sí, la utilidad común, el bien común -a todos los ciudadanos- o, para decirlo en términos más ac- tuales, una comunidad de valores, que se realiza a través del derecho compartido (iuris consensus y communio utilitatis)33. Y es oportuno destacar la introducción de un término como el de una multitud "asociada", en el sentido de hombres que se hacen socios porque comparten algo, que de- berán administrar de un modo común, lo que implica que ese exceso so- bre la mera agrupación no es un dato cuantitativo, sino que es una situa- ción producida por un acto de voluntad. El Estado, como unidad política del pueblo, es así el producto de un acto voluntario del pueblo que lo con- forma.

Esta unidad se plantea actualmente bajo la forma del Estado de dere- cho, que se basa sobre dos principios, el de participación, que está referi-

30 Véase SCHMITT, Carl, Teoría de la Constitución, Alianza Editorial, Madrid, 1996. Espe- cialmente los capítulos 12, Los principios del Estado burgués de derecho, y 13, El concepto pro-pio del Estado de derecho.

31CICERÓN, Tulio M., Sobre la República, I, 24, Ed. Gredos, Madrid, 1984, p. 62. 32 CICERÓN, Sobre la República, cit.. I, ps. 25-39. 33Populus autem non omnis hominum coetus quoquo modo congregatus, sed coetus multitudi-

nis iuris consensu et utilitatis communione sociatus", ibidem.

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do a los términos en que todos y cada uno de los ciudadanos participan de los derechos fundamentales, y el de la división de poderes. La expresión derechos fundamentales no confluye como una referencia simple a dere- chos que son muy importantes, sino a aquellos derechos que constituyen el fundamento de la participación de los ciudadanos en el Estado o, dicho con más claridad, aquellos derechos en función de cuyo reconocimiento y defensa vale la pena o es necesario participar, en el sentido de ser partíci- pe o parte, de un Estado. Por este motivo son derechos importantes y és- te es el eje del concepto de exclusión explicado más arriba.

Esta exigencia de los fines de la participación implica que el Estado ha de contener inexorablemente un elemento específicamente político, a pe- sar y más allá de toda su juridicidad o normatividad, en cuanto Estado de derecho. O, dicho de otro modo, los ciudadanos integran o participan del Estado porque éste tiene como objeto la defensa de sus derechos, que por ese motivo son los derechos fundamentales. Para la defensa y promoción de estos derechos fundamentales los ciudadanos conforman un Estado.

¿Cómo se defienden dichos derechos? A través del imperio de la ley. Pero no hay ninguna Constitución que sea, puramente y sin residuo, un sistema de normas jurídicas para la protección del individuo frente al Esta- do. En síntesis, el Estado de derecho, como dice F. STAHL: "no significa fina- lidad y contenido del Estado, sino sólo el modo y el carácter de su realiza- ción". ¿Cuál es el modo y carácter de su realización? Resulta una paradoja que se cumplan ciertos fines sustanciales que parecen estar más allá de la ley, sólo a través de su estricto cumplimiento. De modo tal que para que el imperio de la ley realice su sustancia política y a la vez conserve su cone- xión con el Estado de derecho es necesario introducir en el concepto de ley ciertas cualidades. En otras palabras, el Estado de derecho presupone el im- perio de la ley, pero entendiendo en ello un concepto determinado de ley, dotada de varios requisitos. Uno de ellos es que el legislador quede vincu- lado a su propia ley, para que ésta no sea arbitraria. Y la vinculación del le- gislador a la ley es posible, sin embargo, sólo en tanto la ley sea una nor- ma con ciertas propiedades: rectitud, razonabilidad, justicia, etc. El debate ideológico que aquí se abre sólo puede ser obviado teniendo en cuenta que todas estas propiedades presuponen y requieren que la ley sea una norma general. O, como señalaban los Girondinos, "los caracteres que distinguen las leyes son su generalidad y su duración indefinida". Se trata del presu- puesto de la igualdad jurídica de los ciudadanos34.

34 Al respecto es oportuno traer como nota aclaratoria el "fragmento teórico de rara expre- sividad" de uno de los primeros glosadores que recoge Paolo GROSSI: "Aequitas es la armonía derivada de los hechos conforme a la cual en causas similares se debe aplicar un Derecho si- milar" (GROSSI, Paolo, El orden jurídico medieval, Ed. Marcial Pons, Madrid, 1996, p. 180).

120 José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini

Doctrina

Lorenzo VON STEIN señalaba que "La ley surge siempre, según su más alta esencia, de la conciencia común de la vida del Estado, y se propone por eso alcanzar también siempre dos metas; quiere, por una parte, cap- tar lo idéntico en todas las relaciones de hecho, y fijar la voluntad del Es- tado precisamente para lo idéntico en todo lo diverso. La ley, pues, tiene que "fijar todos sus objetos con unidad y homogeneidad"; la ordenanza surge de los hechos y con ellos "de las singularidades y cambio de los mis- mos"35.

En este marco, y poniendo estas conclusiones en sintonía con el con- cepto de corrupción, no es posible definirla simplemente como un fenó- meno particular del universo criminal, sino además como la exclusión di- recta de la ley de unos ciudadanos por y en beneficio de otros, a través de su uso monopólico por intereses privados que capturan el Estado por me- dio de la corrupción de sus funcionarios. No se trata entonces solamente de un eventual perjuicio material, sino que también implica una ruptura de los principios del Estado de derecho a través de la privación del carác- ter general de la ley.

La exclusión, por su parte, supone que muchos ciudadanos resultan privados de sus derechos fundamentales aunque igualmente siguen aso- ciados a un Estado del cual en realidad no participan. Su integración al Es- tado resulta meramente nominal, ya que se encuentran excluidos del al- cance de la ley. Así, la exclusión consiste en colocar a un ciudadano fuera de la ley, entendiéndose esta expresión en el sentido de que ya no es una condición, en oposición a lo que decía BECCARIA36, de su asociación al cuerpo político.

Ha sido FERRAJOLI el que, en tiempos recientes, lo ha dicho con ma- yor claridad: "Precisamente, en virtud de estos caracteres, los derechos fundamentales, a diferencia de los demás derechos, vienen a configurarse como otros tantos vínculos sustanciales normativamente impuestos -en garantía de intereses y necesidades de todos estipulados como vitales, por eso 'fundamentales' (la vida, la libertad, la subsistencia)- tanto a las deci- siones de la mayoría como al libre mercado. La forma universal, inaliena- ble, indisponible y constitucional de estos derechos se revela, en otras pa- labras, como la técnica -o garantía- prevista para la tutela de todo aquello que en el pacto constitucional se ha considerado fundamental. Es decir, de esas necesidades sustanciales cuya satisfacción es condición de la convi- vencia civil y a la vez causa o razón social de ese artificio que es el Estado

35 Citado en SCHMITT, Teoría de la Constitución, cit., p. 151. 3° Véase la cita de BECCARIA transcripta en la nota 3.

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(...) cuando se quiere garantizar una necesidad o un interés, se les sustrae tanto al mercado como a las decisiones de la mayoría. Ningún contrato, se ha dicho, puede disponer de la vida. Ninguna mayoría política puede dis- poner de las libertades y de los demás derechos fundamentales (...)

De aquí la connotación 'sustancial' impresa por los derechos funda- mentales al Estado de derecho y a la democracia constitucional. En efec- to, las normas que adscriben -más allá e incluso contra las voluntades contingentes de las mayorías- los derechos fundamentales: tanto los de li- bertad, que imponen prohibiciones, como los sociales, que imponen obli- gaciones al legislador, son 'sustanciales', precisamente por ser relativas no a la 'forma' (al 'quién' y al 'cómo', sino a la 'sustancia' o 'contenido' (al qué) de las decisiones (o sea, al qué no es lícito decidir o no decidir)"37.

De modo tal que exclusión y corrupción son las notas relevantes de un proceso que degrada la condición de ciudadano y sus vínculos con el derecho. Por ello y al mismo tiempo son los disparadores empíricos más caracterizados de la crisis de legitimación del poder político y ésta, como que constituye la determinación política más esencial en materia de deber de obediencia, debe tener alguna consecuencia en el área del discurso que lo desarrolla y justifica técnicamente. Así, corrupción y exclusión apare- cen como la negación del Estado de derecho y de la representación, y constituyen una verdadera crisis de la legitimidad política.

La incomprensión de estos elementos nodales de la corrupción y la exclusión transforman el principio de la seguridad del derecho (represen- tada en la seguridad de ejercicio de los derechos particulares que el Esta- do de derecho y el derecho deben garantizar) en una discusión de conte- nido instrumental acerca del derecho a la seguridad, concebido como la protección de la integridad física y la propiedad frente a atentados calleje- ros38. Y esta clase de seguridad debe comprarse en el mercado.

Pero esta incomprensión no es vana ni inocua. Los epistemólogos que cultivaron la idea de la espontaneidad de la sociedad, sumada a la co- rrelativa idea de la espontaneidad del crimen, nos han llevado de la ma- no a esta confusa y precaria noción del derecho a la seguridad. Aceptado ello, sólo queda discutir sobre la calidad y la organización de los medios defensivos frente al peligro que representan los excluidos, que efectiva- mente están fuera de la ley.

37 FERRAJOLI, Luigi, Derechos y garantías. La ley del más débil, Ed. Trotta, Madrid, 1999, p. 51. 38 La disyuntiva entre las expresiones terminológicamente semejantes, pero conceptual

y políticamente opuestas se halla en BARATTA, La política crimínale e il diritto pénale della costitu- zione, citado.

122 José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini

Doctrina

Es que la exclusión no consiste simplemente en un nivel grosero de pobreza y de ruptura de los lazos sociales, sino en dejar a vastos sectores de la población por afuera de la ley, al ser privados de los derechos que les corresponden como ciudadanos. Si un Estado no quiere o no puede pro- veer seguridad física, ni justicia, ni salud, ni educación, ni trabajo, ni tu- telar la propiedad privada39, no ha de existir motivo alguno para que los hombres formen parte de él, se asocien. Rotas las condiciones de la aso- ciación, se ha roto el Estado y desaparece la sociedad. La única relación con el derecho que conservan los excluidos está dada por su posibilidad de ser alcanzados por un sistema penal a cuya formación son ajenos.

Y en este escenario se abre espacio para la pregunta central: ¿Cómo subsiste la criminología cuando el deber político de obediencia -sobre cu- ya validez desarrolla su discurso- ha sido invalidado por las propias deter- minaciones de la política? ¿O hará caso omiso de esta circunstancia y pro- seguirá como si nada hubiera pasado?

VIII. Un derecho penal anormal Si se acepta que la determinación del bien común y de los medios ap-

tos para perseguirlo, en tanto condiciones de la legitimidad del Estado de derecho, son parte de la esfera de acción de la política, también debe acep- tarse que este designio general condiciona todos los discursos particulares en que se despliega el conocimiento necesario para operar en cada medio. La criminología sólo es uno más de ellos.

La crisis de legitimidad y de representación que provocan la exclu- sión de la ley, la ilegalidad del poder, la corrupción y la destrucción de los vínculos ciudadanos; en fin, la privación de la cosa pública y del derecho común, constituye una, sino la principal, de las determinaciones frente a cuyos alcances el discurso de la política criminal parece estrecharse. Este cuadro debería tener alguna resonancia sobre el sistema institucional de castigos, salvo que se pretenda afirmar que éste no participa de la cons- trucción y la recreación de la legitimidad.

Sin embargo, poco se suele decir en punto a las consecuencias que la pérdida de la legitimidad tiene sobre el discurso o sobre el rol social de la cri- minología, a pesar de que situaciones como ésta son las que con mayor evi- dencia expresan la ambivalente relación entre la criminología y la política.

Aunque en una perspectiva dirigida a desarrollar un control externo del sistema penal, Alessandro BARATTA ha precisado el problema de esta exacta manera:

39 Es el caso del "corralito" argentino.

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"La normalidad del sistema penal es una consecuencia de la validez ideal y del respeto efectivo del pacto social, y por lo tanto de la vigencia de la cons- titución. Del pacto social la paz es por lo demás condición necesaria, pero no suficiente: las otras condiciones necesarias se deben buscar en la eficacia de las normas que regulan la organización y la división de los poderes del Esta- do y garantizan los derechos fundamentales de los ciudadanos/hombres (...) La utopía concreta de la alianza de las víctimas de la modernidad y de una re- formulación del pacto social que garantice la 'inclusión de los excluidos' in- dica el recorrido para un proceso político de dimensiones planetarias que conduce, más allá de los límites del pacto social moderno, a formas más altas de 'desarrollo humano' en las cuales la relación entre necesidades, capacida- des y derechos fundamentales alcanzará un nivel superior. Este camino de las luchas políticas pacíficas pasa también por una interpretación y una aplica- ción dinámica de la constitución de los Estados sociales de derecho, por una política de desarrollo social y de protección integral de los derechos (derechos civiles, sociales, económicos, culturales y de participación política), protec- ción que no es solamente la finalidad (indicada por lo menos bajo la forma de los principios generales de la acción estatal), sino también la garantía de funcionamiento de estas constituciones. Si no se recorre este camino, si el re- corrido es obstaculizado o interrumpido, el desarrollo humano impedido, si se eleva el nivel de la desigualdad y de la violencia estructural en la sociedad, entonces no están las condiciones suficientes para la existencia de un dere- cho penal normal, aunque se haya realizado en todo o en parte la condición necesaria: la paz"40.

Es difícil encontrar mejores palabras para expresar el nudo del pro- blema que estos párrafos que proceden del corazón de la criminología, pe- ro que ya no pueden identificarse plenamente con ella ni con los esque- mas fundantes de la disciplina. Porque es evidente que, en este punto, la imposibilidad de concebir un derecho penal normal excede el rango habi- tual de las preocupaciones que nutren la agenda de los teóricos del saber penal, porque esa imposibilidad está vinculada a niveles inaceptables de desigualdad y de violencia estructural.

¿Cuál es la diferencia? La desigualdad y la violencia sociales son la experiencia histórica de la condición humana; la acción de los hombres ha reaccionado contra ellas bajo las formas de la política y del derecho. Am- bos, la política y el derecho, o la política con el derecho, se han constitui- do como el arte y los medios con los que se intenta derrotar la desigual- dad y acorralar a la violencia.

40 BARATTA, La política crimínale e il diritto penale della costituzione, cit, ps. 19-20.

124 José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini

Doctrina

Pero si la desigualdad y la violencia bastaran para negar legitimidad al poder de la política y a la fuerza del derecho, no se puede entonces con- cebir forma alguna de convivencia pacífica ni esperanza de lograrla. ¿O es que acaso la política no puede ser la esperanza de la igualdad y el derecho un instrumento de la paz?

No se trata sólo de la vieja retórica de la modernidad, sino de reco- nocer que la desigualdad, la pobreza y la violencia son términos que tie- nen un lugar permanente en la política y en el derecho, que existen por- que han sido llamados a derrotarlas. Ese lugar es el que autoriza a que estos problemas se resuelvan legítimamente acudiendo a los lenguajes de la política, del derecho y de la ciencia. Sólo desde allí pueden tener cabi- da las especulaciones corrientes tendientes a establecer si los niveles de pobreza o las discrepancias entre las aspiraciones personales y las chances sociales (como las que generan el íntimo descontento con el que los teó- ricos del escepticismo de izquierda resuelven la dinámica criminal gene- rada por lo que ellos llaman deprivación relativa41) inciden o no -y cuán- do, cómo y cuánto- en la producción de determinados fenómenos sociales incómodos o violentos.

Pero otro es el contexto en el que, como señala BARATTA, debe partir- se de condiciones anormales, en las que el derecho ha sido destruido o, lo que es lo mismo, han desaparecido las condiciones para la convivencia, y esto aunque la paz haya sido asegurada por medio de alguna forma efec- tiva de dominación. No es esta clase de paz la condición del derecho, sino los acuerdos que hacen los hombres sobre la cosa común, la utilitatis comu- nione de CICERÓN, como el vínculo sobre el que se edifica un pueblo, o lla- namente el "bien común" de LOCKE. BARATTA se refiere precisamente a la destrucción de esos acuerdos, lo que se produce cuando alguien es exclui- do de él, o cuando la paz es conseguida a fuerza de violencia.

El resultado es la imposibilidad de un derecho penal normal, lo que denota precisamente la ausencia de derecho, la privación de la ley o de los caracteres políticos de la ley (en especial la generalidad), ya que ha deja- do de ser un derecho común que vincule a los ciudadanos, para consti- tuirse en un ordenamiento hostil que somete a una parcialidad en bene- ficio de otra. Un derecho penal anormal es en sustancia un derecho ilegítimo, por haber degenerado en un acto de fuerza o, en otras palabras, en un mero poder de hecho.

41 Sobre esta concepción, véase por todos LEA, John y YOUNG, Jock, ¿Quehacer con la ley y el orden?. Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 200); su crítica en PITCH, Tamar, Respomabilita limí- tate, citado.

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IX. El derecho penal sin ley (o la ley penal sin derecho) Un derecho penal anormal puede tener muchas caracterizaciones.

Pero el derecho se vuelve anormal cuando deja de ser el vínculo entre los ciudadanos ("las leyes son las condiciones con arreglo a las cuales los hombres, naturalmente independientes, se unieron en sociedad..."42), y a partir de ello se presenta bajo variadas formas que son sólo un síntoma que expresa su falta de legitimidad43.

En términos generales BARATTA denominó como eficientismo o fun- cionalismo a estas formas, que son representativas de un cierto derecho penal de la emergencia, al que reconduce una crisis duplicada: la del sis- tema económico y social producto de la globalización y de las políticas neoliberales, y la del sistema representativo y de los partidos políticos.

El eficientismo reúne una serie de características que señalan una pro- funda transformación de los sistemas penales y una degradación de las ga- rantías sustanciales y formales del derecho penal liberal44. No está represen- tado por una única teoría o perspectiva, sino que agrupa una vasta gama de políticas penales y de teorías criminológicas que admiten importantes dis- tinciones en su concepción y en su forma de expresión operativa45.

Sin embargo, algo los mancomuna; se trata del hecho de que la ma- yoría de ellas, apunta a despolitizar los conflictos, para llevar su gestión a términos administrativos o tecnológicos, aunque las técnicas concretas va- ríen de una perspectiva a la otra. Por sobre estas variaciones hay dos fun- damentos permanentes: la conciencia de que en la actual situación de las sociedades occidentales46 es imposible vivir sin tener que convivir con el

42 Véase la nota 3. 43 Aunque debe reconocerse la posibilidad de un reflujo: un derecho penal autoritario

fundado en la eficiencia y no en la justicia pavimenta el camino hacia la degradación del ciu- dadano, porque envilece su estatuto de libertades. Como en todas estas cuestiones, las expre- siones que se emplean aluden más a procesos que a conceptos terminados o a realidades aca- badas, puesto que entre éstas suele existir, como acostumbra a advertir Max WEBBR, un tránsito fluido, que en modo alguno es unidireccional y, agrego, es siempre el producto de in- teracciones complejas.

44 Su examen detenido no es el objeto de este trabajo. 45 Una visión crítica sobre todas ellas en PAVARINI, Massimo, Il Grottesco della penologia

contemporánea, en CURI, Umberto y PALOMBARINI, Giovanni, Diritto penale mínimo, Ed. Donzelli, Roma, 2002; WACQUANT, Loic, Las cárceles de la miseria, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1999.

46 Recordemos que todos estos planteos tienen su origen en las sociedades postindus- triales como respuesta a los problemas específicos que en ellas se han manifestado, por lo que su traducción a las realidades latinoamericanas requiere de innumerables y sutiles ajustes. So- bre los problemas de traducción, véase Sozzo, Máximo, Tradutttore traditore, traducción, impor-

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Doctrina

problema criminal, que por su magnitud y sus efectos ha devenido en una presencia cotidiana e inevitable47, y la desesperanza en la posibilidad de cambiar las actitudes y los comportamientos de las personas a través de la acción de los sistemas penales, por lo que éstos deberían concentrarse en la disminución de las oportunidades para el delito, y esto de dos formas: acudiendo a la prevención de situaciones ambientales favorables a la co- misión de delitos, o excluyendo a ciertas personas o grupos, considerados de riesgo, de toda posibilidad de delinquir a través de su neutralización.

Por lo tanto, en cualquiera de sus variantes, ese sistema penal eficien- tista actúa simplemente como un medio perfeccionado de defensa o de au- todefensa frente a la agresión de "los otros", lo que sólo sirve para expresar inconscientemente la culpa y el miedo a una violencia a cuya producción no se ha sido ajeno, y se traduce en sistemas técnicos que, sin hacer muchas preguntas sobre causas, razones o motivos, procuran obtener resultados medidos en términos de eficacia estadística o de costo beneficio.

Nada de esto tiene que ver con el bien común, ya que la hostilidad es el alma de todas estas estrategias, y ella sólo admite la división y la exclu- sión. Es, más bien, el corazón de un presunto derecho de emergencia, que no es el derecho excepcional que la emergencia concede al soberano48. El derecho de emergencia regula las relaciones de la sociedad tal como las re- gularía el derecho de guerra, pero sólo en razón de la hostilidad instalada: su objetivo es la obtención de la paz con la hegemonía de uno de los ban- dos hostiles, sin que importen los medios. La diferencia es que la emer- gencia, que debería ser exclusivamente una situación de peligro extremo para la subsistencia del Estado49, no es ya el presupuesto de este derecho

□ tación cultural e historia del presente de la criminología en América latina, en "Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal". n° 13, Ad-Hoc, Buenos Aires, 2001. Una de las diferencias más notables entre ambos contextos radica en la distintas profundidades y efectos de sus res- pectivas crisis sociales, que mientras aquí operan como una barrera material a la importación acrítica de teorías y estrategias desarrolladas para ámbitos distintos, al mismo tiempo señalan la necesidad de enfrentar los problemas teóricos y prácticos -tal como se hizo en los países de capitalismo central- reformulando y desarrollando la teoría, pero esta vez y aquí en función de una crisis de grado y de una calidad y unas consecuencias infinitamente superiores y en ver- dad, inferiores).

47 GARLAND, David, The Culture of High Crime Societies, en "The British Journal Crimi- nology", Oxford University Press, vol. 40, 2000.

48 Sobre la soberanía como el derecho a decidir el estado de excepción, véase SCHMITT, Carl, Teología política, cuatro ensayos sobre la soberanía, Ed. Struhart, Buenos Aires, 1998.

49 FERRAJOLI, Luigi, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Ed. Trotta, Madrid, 1997, p. 807 y siguientes.

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penal de falsa emergencia, cuya raíz bélica se deduce de la antigua vincu- lación que el origen del derecho penal tiene, además de con el derecho re- ligioso, con el derecho militar50.

El actual derecho de emergencia proviene del reconocimiento in- consciente de que la emergencia está instalada como fundamento de la sociedad. La relación que nutre este derecho no es la de la ciudadanía, si- no la enemistad. Los términos bélicos en los que se expresa este nuevo sis- tema penal eficientista traducen y encarnan un paso más en la exclusión social, y en la percepción de ésta no ya como un hecho desgraciado e in- deseable y que es menester superar, sino como el contexto inevitable en el que debe desplegarse una supervivencia siempre amenazada, que sólo requiere ser gobernado técnicamente. Una vez más, la realidad social es el fruto espontáneo de váyase a saber qué fuerzas desconocidas.

La idea de despolitización no implica un mero ocultamiento de las re- laciones, sino también -y lo que es más importante- la renuncia a orde- nar el mundo a través de la política y el derecho. Se pierde así el carácter central del derecho, que es la idea del "ars iuris", es decir, la determina- ción de ordenar la vida, de sujetar y vincular a todos, para transformarse en un arma. En este punto, en cambio, se ha perdido toda esperanza de convivencia humana. La experiencia social de la exclusión determina un estado comparable a la guerra51. En palabras de HOBBBS:

“Es por ello manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que les obligue a todos al respeto, están en aquella condi- ción que se llama guerra; y a una guerra como de todo hombre contra todo hombre. Pues la guerra no consiste sólo en batallas, o en el acto de luchar; si- no en un espacio de tiempo donde la voluntad de disputar en batalla es sufi- cientemente conocida (…) Lo que puede en consecuencia atribuirse al tiem- po de guerra en que todo hombre es enemigo de todo hombre, puede igualmente atribuirse al tiempo en el que los hombres también viven sin otra seguridad que la que les suministra su propia fuerza y su propia inventiva. En tal condición no hay lugar para la industria; porque el fruto de la misma es inseguro. Y, por consiguiente, tampoco cultivo de la tierra, ni uso de los bie- nes que pueden ser importados por mar, ni construcción confortable, ni ins-

50 RESTA. Eligio, La certeza y la esperanza, ensayo sobre el derecho y la violencia, Ed. Pai- dós, Barcelona, 1995, p. 78, con cita de Max WEBER.

51 Baste para ello observar las primeras planas de los periódicos y las noticias de los de- más medios de comunicación de Argentina, que diariamente dan cuenta de una abrumadora cantidad de asesinatos y secuestros de personas decentes por un lado, y de la correlativa muerte de los delincuentes en manos de las fuerzas del orden por el otro.

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trumentos para mover y remover los objetos que necesitan mucha fuerza; ni conocimiento de la faz de la tierra; ni cómputo del tiempo; ni artes; ni letras; ni sociedad; sino, lo que es peor que todo, miedo continuo y peligro de muer- te violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta"52.

Y esto no es una extrapolación innecesaria, porque sólo puede ha- blarse de bien común en la medida en que es un objetivo que debe ser perseguido a través de un poder común y viceversa. La relación íntima entre los conceptos de bien común y poder común radica en el reconoci- miento básico de que ambos son comunes porque constituyen el funda- mento de las relaciones entre los ciudadanos. No puede ser común un bien para algunos, ni tampoco un poder al servicio de esta causa. El dere- cho que de allí derive será también parcial y un derecho parcial es anor- mal, porque sus leyes no pueden ser generales.

Puede parecer excesivo el empleo de la hipótesis del estado de natu- raleza y las condiciones de hostilidad que allí imperan para explicar el gé- nero de situaciones a que nos venimos refiriendo. Pero aunque de mane- ra originaria ese concepto pudo haber sido una pura idea del intelecto, un recurso metodológico necesario, también es posible identificar retazos de la realidad que se le parecen con aterradora cercanía53 y que, en un sen- tido más esencial, se vinculan precisamente por la privación o, lo que vie- ne a ser su equivalente, la inexistencia de la ley como vínculo de unión.

La exclusión en América Latina participa de estos caracteres. Ella tie- ne sus actores históricos, algunos ancestrales y algunos nuevos: los pique- teros, los campesinos sin tierra, los llamados "ahorristas" de la clase me- dia argentina despojada, los desocupados, los protagonistas de los cacerolazos, las asambleas barriales, los indios expulsados de sus tierras por el Estado o grupos paramilitares, etc., aparecen como testimonios vi- vos, emergentes de la impotencia del derecho y de la política en la cons- trucción y la preservación de la cosa pública. Ya ni siquiera pueden for- mar parte de aquel ejército de reserva de MARX en un proceso que ha adquirido los caracteres y las proporciones de un genocidio.

Fuera de la sociedad que alguna vez integraban y de la ley por deci- sión ajena, luchan por ser incluidos y reconocidos por ésta. Esta suerte de

52 HOBBES, Thomas, Leviatán, Editora Nacional, Madrid, 1980, p. 224. 53 La situación en Bagdad, en los días que siguieron a la caída del régimen de Saddam

HUSSEIN y antes de que las tropas atacantes hubieran podido controlar la situación, parecen expresar algunos de los trazos más notorios del estado de naturaleza.

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guerra civil de baja intensidad es un hecho político, donde entran en jue- go la soberanía y la violencia de la soberanía, pero no la moderación y la neutralización de esta violencia bajo las reglas del Estado de derecho. Y de la guerra o de la ocupación surge la resistencia como hecho.

Y aquí, en las situaciones que aún en tiempos de paz pueden ser equivalentes a un tal tipo de guerra, nuevamente se descubre la raíz polí- tica del problema del crimen y el castigo. Es la paradoja de que precisa- mente en las teorías y en las estrategias de una política criminal que, con mala conciencia, pretende despolitizar y administrar técnicamente los conflictos se redescubre el alma política de la contraposición entre quie- nes mandan y entre quienes ahora ya ni siquiera pueden obedecer, y los términos de esta oposición ya exceden a las mediaciones técnicas del de- recho o las científicas de la criminología.

Es que, como ya se recordó, los discursos y las prácticas del castigo es- tatal se desenvuelven dentro de una relación caracterizada por los polos aparentemente opuestos del mando y la obediencia, pero es en el marco de esta relación en la que se juegan los términos de la legitimidad, que so- brepasan sus aspectos estrictamente formales. En cambio, en el vocabula- rio y en el horizonte habituales de las ciencias penales o criminológicas lo que parece importar es la mera presencia de ambos actores: por una par- te el Estado con su pretensión de orden y castigo, y por la otra los ciuda- danos con su obligación de respetar las leyes y soportar los castigos (con- secuencialmente justos y técnicamente adecuados) debidos a su desobediencia. Pero se trata aquí de una relación sólo formal; sus restan- tes elementos permanecen ocultos y no es posible reconstruirlos adecua- damente con la corriente apelación a "lo social".

Esos elementos no son otros que las determinaciones de la política sobre la relación entre gobernantes y gobernados, que reclaman participa- ción y consenso, ciudadanía efectiva e inclusión, existencia y efectividad de un derecho compartido y cosas (experiencias, objetivos y proyectos) comunes: en suma, se requiere la legitimidad de la pretensión de obedien- cia. Es sólo en este ámbito, cuyas condiciones están dictadas por la políti- ca y no por la ciencia ni por un derecho reducido a técnica de regulación de comportamientos, que tiene sentido el discurso propio de las ciencias sociales y, entre ellas, el de la criminología. Fuera de él, la pretensión de castigo deriva en un escándalo.

Si desde el punto de vista de la política es deletérea la desobediencia generalizada a las leyes y por lo tanto la impunidad deviene intolerable, también desde esa perspectiva la aplicación de las leyes penales a los ex- cluidos se vuelve igualmente intolerable. El ejercicio de la función penal del Estado se degrada así a un simple acto de fuerza sobre individuos que ya habían sido privados de la ley y que sólo con mala conciencia, con (también) intolerable mala conciencia, pueden ser castigados mediante la invocación de un derecho que les es ajeno porque no los rige o lo hace parcialmente.

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Doctrina

Es posible que se trate del último umbral de las ciencias sociales, tras- puesto el cual vuelven a confundirse con la política como praxis, de la que originariamente habían nacido.

X. Tiranía y derecho de resistencia Pero aquí se revela un nuevo y último escenario, cuya caracteriza-

ción más adecuada reclama la presencia de dos términos ilustres de la ciencia política: la tiranía y el derecho de resistencia; han sido olvidados, y casi no reaparecen en el vocabulario de las preocupaciones habituales o en la literatura reciente, y jamás en los textos de la criminología, y ello a causa no sólo de la disolución de lo político, sino principalmente a la de esa apariencia de estación terminal que ha asumido la sociedad occiden- tal de capitalismo avanzado, bajo el espejismo de la lejanía de los horro- res del nazismo.

Pero un Estado que ni siquiera intenta representar al pueblo, porque ya no puede ni quiere, sino sólo a los intereses de una parte, es una tira- nía en los términos más clásicos de la política, porque tirano era el con- ductor que dividía al pueblo en función de una facción y en su sólo bene- ficio54. En el uso de los antiguos, la tiranía era temida porque atentaba contra la unidad del pueblo, ya que se caracterizaba por ser un régimen que sólo atendía los intereses de una parte, y por lo tanto sus notas eran la ausencia o la privación de la cosa común, lo que se expresa en y es a la vez la consecuencia de la carencia de un derecho común. En el uso me- dieval, el tirano se contraponía al príncipe justo, porque era el que no res- petaba el derecho, y el empleo del término expresaba sobre todo el temor a la arbitrariedad, a la vulneración de los antiguos derechos radicados en el tiempo y en la costumbre55. Estas ideas fueron retomadas más adelan- te por los revolucionarios que, casi a disgusto, debieron poner de relieve el desconocimiento de los intereses de las colonias americanas por su rey británico, y llevaron a la independencia de los Estados Unidos56.

Ambas acepciones son válidas para la situación de exclusión, porque la privación del derecho y de la cosa común van acompañados por la pri-

54 FIORAVANTI, Maurizio, Constitución, de la antigüedad a nuestros días. Ed. Trotta, Madrid 2001.

55 En general, véase BOBBIO, Norberto, La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político, Ed. FCE, México, 1996, y FIORAVANTI, Constitución, de la antigüedad a nues- tros días, citado.

56 Véase FIORAVANTI, Maurizio, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las consti- tuciones, Ed. Trotta, Madrid, 1996, capítulo 2, Revoluciones y doctrinas de las libertades.

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vación de los derechos particulares que señalan las condiciones de vida y de estatus que un régimen constitucional democrático está llamado a res- petar. El acostumbramiento a esas condiciones es una de las causas del de- suso de la expresión, por lo que las formas modernas de tiranía no parecen sobresalir aunque, sin embargo, el término tiene una directa aplicación a las condiciones de dominación para las que la exclusión de la generalidad de la población se ha constituido en un presupuesto de la gobernabilidad y de los proyectos económicos de los sectores más aventajados.

Sin embargo, se trata de un problema o de un aspecto del problema para el cual han desarrollado una especie de ceguera las ciencias sociales, y entre ellas la criminología, a pesar de que despliega un discurso sobre los modos punitivos en que el Estado ejerce esa dominación. En efecto,

"La ceguera ante el fenómeno de la tiranía tiene una historia que se remon- ta a un pasado remoto, y cuyo esclarecimiento constituiría una tarea urgen- te. Corre paralela con la decadencia de la teoría del derecho a la resistencia: cuando ya no es posible representarse al tirano, falta también la representa- ción del correspondiente y necesario derecho a la resistencia. El hilo conduc- tor propio por el cual podría seguirse la desaparición de la teoría de la tiranía es también aquí el del rechazo de la orientación práctico-moral y finalista de la política, y su nueva orientación por la problemática del poder y de la for- mación de la voluntad, provista de un mínimo de valoraciones (...) Pero nos parece que cuando se pierde de vista la diferenciación fundamental entre do- minación justa y dominación tiránica, no debería hablarse de realismo sino de ceguera ante los hechos 'reales' realmente determinantes"57.

No existen motivos para descartar, de manera irreflexiva, la variedad de matices y de contenidos aportados por el lenguaje de la política clásica que, por otra parte, puede otorgar nuevas y más profundas significaciones a las (aparentemente) descoloridas situaciones del presente. En ese orden, debería repensarse el uso del término tiranía como expresión de la más grave crisis del Estado de derecho y del principio representativo, a raíz de la privación del derecho y de la cosa común que se manifiestan y difun- den a través de la corrupción y de la exclusión social.

Pero también, correlativamente, deberían reactualizarse los términos y los alcances del derecho que sucede necesariamente a la tiranía, o que es generada por la presencia de ésta, que es el derecho de resistencia.

Está claro que en el origen de su discusión en la filosofía política, el derecho a la resistencia sólo podía ser ejercido, con sumisión pero firme-

57 HENNIS, Política y filosofía práctica, cit, ps. 88-89.

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za, bajo la forma de recomendaciones o exhortaciones al soberano con el objeto de que éste no se transformase en tirano, esto es, que no descono- ciera la ley del país, arraigada en el tiempo y en la costumbre. La transi- ción entre el príncipe justo y el tirano implicaba el desconocimiento del antiguo derecho que mantenía sujetos a los hombres, cada uno en su es- tamento respectivo, pero ligados a su señor por un juramento de sumisión que de la misma manera contenía vinculaciones y límites al poder. Pero es obvio que originariamente el derecho a la resistencia no había sido con- cebido como un verdadero derecho subjetivo, perteneciente a las masas populares, de un modo que habilitase su empleo a través de formas vio- lentas de rebelión. Era, más bien, una prerrogativa proveniente de la cer- canía con el príncipe y de la necesidad que éste tenía de contar con la aprobación de los estamentos, el consejo del reinó o el Parlamento, para decidir, de acuerdo con la ley de país, sobre ciertas materias que requerían este acuerdo58.

Sólo en tiempos revolucionarios, y luego del definitivo resquebraja- miento de la tradición medieval del rey en Parlamento59, el derecho a la resistencia dejó de constituir una prerrogativa limitada a sugerencias o re- comendaciones dirigidas a un soberano siempre respetado, para devenir en un verdadero derecho que podía legitimar, si las condiciones lo exi- gían, a la propia rebelión armada; ello sólo pudo ser posible en el marco de la búsqueda de un nuevo principio de legitimación de la soberanía, ra- dicado ahora en el pueblo.

En términos más modernos y más acotados, el derecho de resistencia es la expresión del reclamo de la sociedad por el respeto a los derechos, concebidos como verdaderos derechos subjetivos, en una situación de opresión. Una de sus variantes más conocidas es la que se conoce como desobediencia civil, esto es, la negativa a obedecer una ley que se consi- dera injusta, a través de una acción pública y colectiva. De ella, ni la au- sencia de violencia ni la aceptación voluntaria de la sanción constituyen su característica principal60, sino el hecho de constituir una expresión de disenso y de falta de acatamiento a la ley que se ejecuta en público, y la

58 Véase FIORAVANTI, Constitución: de la antigüedad a nuestros días, citado. 59 La expresión es de origen inglés -King in Parlament-, pero el principio en el que se

funda puede ser extendido al resto de los países europeos en atención al rol similar que de- sarrollaron los Estados Generales franceses y las Cortes españolas, entre otros.

60 ARENDT, Hannah, Desobediencia civil, en ARENDT, Hannah, Crisis de la república, Ed. Tau- rus, Madrid, 1999, ps. 81 y siguientes.

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expresión de un grupo en el que el número, por tratarse de política, lo que requiere pluralidad, es significativo e influyente.

Para situaciones cuya gravedad es infinitamente menor a las circuns- tancias que se han descripto en el texto, Hannah ARENDT ha sugerido que la desobediencia civil parece ser la única forma de cambiar el estado de las cosas:

"La desobediencia civil surge cuando un significativo número de ciudadanos ha llegado a convencerse o bien de que ya no funcionan los canales norma- les de cambio y de que sus quejas no serán oídas o no darán lugar a acciones ulteriores, o bien, por el contrario, de que el Gobierno está a punto de cam- biar y se ha embarcado y persiste en modos de acción cuya legalidad y cons- titucionalidad quedan abiertas a graves dudas"61.

Las situaciones afrontadas en este trabajo parecen expresar una cri- sis de otras dimensiones. Pero de la misma manera en que la experiencia de la exclusión (y la corrupción) política y social remite directamente a la cuestión de la obligación política, de una forma destructiva, la desobe- diencia civil remite a la esperanza de un derecho más justo. Porque sub- yace en la protesta el hecho de que no están alcanzados por la obligación política quienes no integran la sociedad, por cuanto ellos ocupan un lu- gar donde el Estado no tiene derecho a mandar, ni el poblador -aquí ya no es ni súbdito ni ciudadano, cualidades que constituyen subjetividades cuya existencia interesa preservar, porque señalan pertenencia, asocia- ción, derechos y libertades, y también constricciones y obligaciones del mismo modo en que establecen seguridades y protecciones- está obliga- do a obedecer.

Es posible, entonces, que en el vocabulario de un nuevo derecho pe- nal de la emergencia, pero emergencia aquí entendida en el sentido pro- pio de una situación límite62, deba hallar su lugar este nuevo binomio de tiranía-resistencia, y que la conjugación de este vocabulario reclame la formulación de nuevas categorías para reaccionar, desde el derecho, con- tra su propia destrucción.

61 ARENDT, Crisis de la república, cit., p. 82. 62 Es innegable la dificultad que existe para establecer o siquiera para sugerir el rumbo

a seguir en una situación límite, y prueba de ello es la conocida invocación a los cielos que John LOCKE señalara como último recurso para ese tipo de circunstancias, en el Segundo Tra- tado sobre el Gobierno Civil (Ed. Alianza, Madrid, 2000, cap, 14, p. 170).

134 José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini

Doctrina

Ese proceso debería sugerir la formación de una nueva concepción del discurso de la criminología, en el que se encuentren claros los límites y los objetivos de su saber, que no pueden estar divorciados o permane- cer indiferentes a las determinaciones esenciales de la política. La concien- cia de estas determinaciones podrá evitar que el discurso artificial y voca- cionalmente técnico-científico de la criminología se despliegue en un progreso indefinido e irreflexivo hacia metas instrumentales63, sino que, en palabras de ARENDT,

"la investigación estrictamente científica en Humanidades, la llamada Geistes- wissenschaften, que se relaciona con los productos del espíritu humano, debe tener un final. La incesante e insensata demanda de saber original en muchos campos donde ahora sólo es posible la erudición, ha conducido, bien a la pu- ra irrelevancia, el famoso conocer cada vez más acerca de cada vez menos, bien al desarrollo de un seudosaber que actualmente destruye su objeto"64.

El final es, sin duda, la idea de Justicia y de bien común, sobre la que debe reposar no sólo la reflexión de la ciencia, sino su objetivo y dirección.

Y aquí la ambigüedad de la criminología se traduce en una paradoja, la de que sólo puede expresar sus rasgos más auténticos cuando se enfren- ta al riesgo de su disolución en la política y decide correrlo; no han de fal- tarle razones, porque la elección opuesta ha de asegurarle ese tipo de en- gañosa tranquilidad que siempre otorga el sumergirse en una banalidad minuciosa, que suele ser el cómodo refugio de la mala conciencia.

63 Como los múltiples ejemplos de lo que puede denominarse, genéricamente, la cri- minalización de la pobreza.

64 ARENDT, Crisis de la república, cit., p. 136.

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