Silvia Molina, Cuentos

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1 SILVIA MOLINA Selección y nota introductoria de EVODIO ESCALANTE UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL DIRECCIÓN DE LITERATURA MÉXICO, 2010

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Material de Lectura UNAM 65

Transcript of Silvia Molina, Cuentos

  • 1SILVIA MOLINA

    Seleccin y nota introductoria deEVODIO ESCALANTE

    UNIVERSIDAD NACIONAL AUTNOMA DE MXICO

    COORDINACIN DE DIFUSIN CULTURALDIRECCIN DE LITERATURA

    MXICO, 2010

  • 2NDICE

    NOTA INTRODUCTORIA 3

    LA CASA NUEVA 5

    EL PARASO PERDIDO 7

    AMIRA Y LOS MONSTRUOS DE SAN COSME 11

    CONFIESO 17

    LUCRECIA 24

  • 3NOTA INTRODUCTORIA

    Pareciera que existe una trabazn entre la inconscien-cia y el mal. Se peca por ignorancia, por desconoci-miento de la Ley, porque faltaron luces para advertir lareal consecuencia de nuestros actos. La perversin, as,estara fundada en una ausencia, en el hiato o la fisuraque surgen apenas en un parpadeo, en el ms leve des-cuido de la conciencia vigilante. El desconocimiento,como se sabe, es el origen de muchas desdichas. Elvaco, y no la abundancia, es lo que seduce infinita-mente, lo que atrae de un modo casi irresistible. Estaconcepcin del mal tiene la ventaja de abonarse losterritorios de la inocencia. Su sujeto privilegiado: elnio. Quin mejor que el nio para gratificarnos conla imagen de esa tabula rasa en la que la mano deldemonio escribe sus mejores poemas?

    Si los nios son perversos por naturaleza, esto es,porque no han todava introyectado las normas mora-les creadas por el mundo civilizado, entonces son losadultos quienes han de sealarles el camino del bien.Son ellos, los grandes, los que saben, los que discier-nen; slo ellos pueden atemperar la pltora instintivade los pequeos de manera que ceda su inclinacin acometer el mal. La coartada de los adultos pareceperfecta. Pero qu sucede cuando advertimos que losperversos no son los nios, faltos de luces, sino esosadultos resentidos que se vengan de las injurias que lavida les ha propinado, y que escogen para ejercer sudesquite los cuerpos de los inocentes? Qu sucedecuando las premisas se invierten? A qu suerte deirona nos enfrentamos como lectores?

    Lo que ms me impresiona en algunos de los textosde Silvia Molina es su capacidad para mostrar al des-nudo la infinita crueldad de los grandes en contra delos pequeos. Quiero decir: la manera en que lograinvertir la tabla de valores aceptada por todos paraensearnos la otra cara de la moneda. Los crueles y losperversos son los adultos. No tiene remedio: el tiempolos ha podrido. Es cierto: podran abstenerse. Podran

  • 4dejar que las cosas corrieran por s solas, por sus rum-bos particulares, pero no lo hacen. En el fondo, msdbiles que los dbiles, sucumben ante su ignorancia.Ante su extraa necesidad de ejercer el bien. Ante suilimitada mediocridad. Y propinan el golpe. Ah est,para quien se resista a creerlo, La casa nueva. Lasola lectura de este cuento bastar para que sepamoscul es el escalpelo con el que la mano de la escritoraha de abrirnos el mundo. Y para que adquiera nuevasresonancias el verso de Sabines que Silvia Molina hacolocado como epgrafe de su libro: Parece que lavida nos embiste...

    S, es cierto, nos embiste, pero no habra que incul-par a la vida sino a los otros. Esos otros hiperconscien-tes que nunca se equivocan, y que si se equivocan escon la vida de los dems. Llmense adultos, mayores,maestros, padres o seores. Esta coleccin de relatosde Silvia Molina propone una lectura irnica de estasituacin. Irnica no porque se desprenda de ella, sinoporque cala en su centro. Y porque escoge el mundode la infancia no para dar un perfil de su supuesta ino-cencia, sino para revelar las imbricaciones del mal.Slo asimilando y superando las deformaciones de esemundo preconstruido y que nos antecede, es que llega-mos a crecer. Los relatos de Silvia Molina nos colocande nuevo en esa encrucijada, al mismo tiempo maravi-llosa y atroz. Espero que los disfruten.

    EVODIO ESCALANTE

  • 5LA CASA NUEVA

    A Elena Poniatowska

    Claro que no creo en la suerte, mam. Ya est ustedcomo mi pap. No me diga que fue un soador; era unenfermo con el perdn de usted. Qu otra cosa?Para m, la fortuna est ah o, de plano, no est. Nadade que nos vamos a sacar la lotera. Cul lotera? No,mam. La vida no es ninguna ilusin; es la vida, y seacab. Est bueno para los nios que creen en todo:Te voy a traer la camita, y de tanto esperar, pues sevan olvidando. Aunque le dir. A veces, pasa el tiem-po y uno se niega a olvidar ciertas promesas; comoaquella tarde en que mi pap me llev a ver la casanueva de la colonia Anzures.

    El trayecto en el camin, desde la San Rafael, mepareci diferente, mam. Como si fuera otro... Me ibafijando en los rboles se llaman fresnos, insistal, en los camellones repletos de flores anaranjadasy amarillas son girasoles y margaritas, deca.

    Miles de veces habamos recorrido Melchor Ocam-po, pero nunca hasta Gutemberg. La amplitud y lalimpieza de las calles me gustaba cada vez ms. Noquera recordar la San Rafael, tan triste y tan vieja:No est sucia, son los aos, repelaba usted siempre,mam. Se acuerda? Tampoco quera pensar en nues-tra privada sin intimidad y sin agua.

    Mi pap se detuvo antes de entrar y me pregunt:Qu te parece? Un sueo, verdad?Tena la reja blanca, recin pintada. A travs de ella

    vi por primera vez la casa nueva... La cuidaba unhombre uniformado. Se me hizo tan... igual que cuan-do usted compra una tela: olor a nuevo, a fresco, aganas de sentirla.

    Abr bien los ojos, mam. l me llevaba de aqu pa-ra all de la mano. Cuando subimos me dijo:

    Esta va a ser tu recmara.Haba inflado el pecho y hasta pareca que se le cor-

    taba la voz de la emocin. Para m solita, pens. Ya notendra que dormir con mis hermanos. Apenas abr una

  • 6puerta, l se apresur:Para que guardes la ropa.Y la verdad, la puse all, muy acomodadita en las

    tablas, y mis tres vestidos colgados, y mis tesoros enaquellos cajones. Me dieron ganas de saltar en la camadel gusto, pero l me detuvo y abri la otra puerta:

    Mira, murmur, un bao.Y yo me tend con el pensamiento en aquella tina

    inmensa, suelto mi cuerpo para que el agua lo arrullara.Luego me ense su recmara, su bao, su vestidor.

    Se enrollaba el bigote como cuando estaba ansioso. Yyo, mam, la sospech enlazada a l en esa camotano se pareca en nada a la suya, en la que haransus cosas sin que sus hijos escuchramos. Despus,sali usted recin baada, olorosa a durazno, a manza-na, a limpio. Contenta, mam, muy contenta de haber-lo abrazado a solas, sin la perturbacin ni los lloridosde mis hermanos.

    Pasamos por el cuarto de las nias, rosa como susmejillas y las camitas gemelas; y luego, mam, por elcuarto de los nios que ya vers, ac van a poner loscochecitos y los soldados. Anduvimos por la sala,porque tena sala; y por el comedor y por la cocina ypor el cuarto de lavar y planchar. Me subi hasta laazotea y me baj de prisa porque tienes que ver elcuarto para mi restirador. Y lo encerr ah para quehiciera sus dibujos sin gritos ni peleas, sin nioscllense que su pap est trabajando, que se quema laspestaas de dibujante para darnos de comer.

    No quera irme de all nunca, mam. Aun encerradavivira feliz. Esperara a que llegaran ustedes, miraralas paredes lisitas, me sentara en los pisos de mosaico,en las alfombras, en la sala acojinada; me baara encada uno de los baos; subira y bajara cientos, milesde veces, la escalera de piedra y la de caracol; hornearamuchos panes para saborearlos despacito en el come-dor. All esperara la llegada de usted, mam, la deAnita, de Rebe, de Gonza, del beb, y mientras, tam-bin escribira una composicin para la escuela: Lacasa nueva.

  • 7En esta casa, mi familia va a ser feliz. Mi mam no se volvera quejar de la mugre en que vivimos. Mi pap no ir a la can-tina; llegar temprano a dibujar. Yo voy a tener mi cuartito,mo, para m solita; y mis hermanos...

    No s qu me dio por soltarme de su mano, mam.Corr escaleras arriba, a mi recmara, a verla otra vez,a mirar bien los muebles y su gran ventanal; y toqu lacama para estar segura de que no era una de tantaspromesas de mi pap, que all estaba todo tan realcomo yo misma, cuando el hombre uniformado meorden:

    Bjate, vamos a cerrar.Casi ruedo las escaleras, el corazn se me sala por

    la boca:Cmo que van a cerrar, pap? No es mi re-

    cmara?Ni con el tiempo he podido olvidar: Que iba a ser

    nuestra cuando se hiciera la rifa!

    EL PARASO PERDIDO

    A Claudia

    Hace poco recib una efusiva invitacin de mi hija,para atender un puesto en la kermesse de su escuela.Al principio mi negativa fue rotunda: dije un NO re-dondo, claro y prolongado.

    No sirvi de nada, Marisol insisti una semana:Por favor, mami.

    No puedo ir; tengo mucho trabajo. No entien-des? No es no.

    Marisol no dio su brazo a torcer.Cansada de escucharla, me sorprend poniendo en la

    balanza las cosas que perdera en una maana acep-tando la invitacin: escribir unas cuantas cuartillas,leer por lo menos un rato, preparar mi clase de la Uni-versidad... y lo que iba a perder declinndola: la sonri-sa franca de un cierto orgullo infantil: Mira, es mimam.

  • 8Aunque la proposicin me resultaba muy embarazo-sa, busqu una justificacin. En realidad, no son tantaslas oportunidades que tengo de compartir con Marisolsus experiencias, y no soy de aquellas personas que nolevantan ni un dedo por mejorar las relaciones familia-res. Cre que no me iba a arrepentir: Despus de todoes una maana, me dije.

    Oh, dioses! perd otra, en la compra de la lotera mehaban designado como cantante de la lotera, ydel material para decorar el puesto, porque haba quehacerlo.

    Aquel da tan esperado, llegamos muy temprano ala escuela para ganar un buen lugar. Escogimos la es-quina sombreada por un viejo manzano cuyas raceshaban comenzado a levantar las planchas de cementodel patio, y bajo la total supervisin de mi hija, arreglmi pequeo espacio. Colgamos globos amarillos de lasramas ms bajas del manzano, vestimos con papelcrep las mesitas que nos prestaron y dibujamos unacartulina, en donde, a pesar de tantas flores y estrellas,claramente se poda leer: Lotera.

    Otras seoras corran de aqu para all haciendoms o menos lo mismo en sus puestos; adems, jala-ban sillas, pelaban jcamas y naranjas, hacan tostadasy aguas frescas, le ponan agua a las tinas para la pescao inflaban globos para los dardos. Vea sus puestos y,la verdad, me llegu a sentir orgullosa del nuestro quepareca sencillo pero alegre.

    Marisol se despidi. Bajara al patio con sus com-paeros a las nueve en punto.

    Acababa de irse cuando empec a incomodarme. Noconoca a nadie, y mi ideal en la vida no era precisa-mente estar sentada detrs de un puesto en una ker-messe escolar. El calor comenz a mecerse en las ra-mas del manzano y pens que en cualquier momento elsilencio de la maana poda romperse en una griterainsoportable. La memoria me trajo imgenes de muylejos: record, entonces, lo importantes que habansido para m las fiestas de la niez: era todo un mundoblanco, emocionante, de muecas de trapo y jueguitosde t.

  • 9En eso estaba yo, cuando se abrieron las grandespuertas del patio para dar cabida a algo que desdedonde yo miraba, pareca un arco triunfal. Dos mozoslo colocaron justo enfrente de m: era un enorme co-razn rojo, adornado con un cupido en cada extremo.En la parte superior deca con letras negras: RegistroCivil. Enseguida trajeron varias cajas y finalmente unescritorio.

    Tras el registro civil estaban, por lo menos, unasseis seoras jvenes llenas de energa. Me qued pas-mada, ms que un vulgar puesto de kermesse, aquelloimitaba la escenografa de una pieza cmica o la inge-nuidad de una zarzuela.

    De las cajas fueron saliendo ramitos de flores; unaseora los colocaba en una charola. Un libro de registro,como de contador, qued sobre el mantel blanco puestosobre el escritorio. De otra caja surgieron un hermosovelo de novia pendiente de una coronita de azaharesy un gigantesco y aterciopelado sombrero de copa.

    Por supuesto, todas las mams habamos abandona-do nuestros puestos para observar de cerca aquellaextravagancia. Lo ltimo en aparecer fue un ciento depequeas argollas de enlace que, faltaba ms, tenandestinadas una bandeja de plata.

    Eres nueva? me pregunt una seora gorditade aspecto agradable.

    Dije que s, no s por qu; aunque me senta total yfrancamente nueva ante aquel espectculo: como actrizen butaca de galera. Tuve nostalgia por mi escritoriodesordenado y por la novela de Kundera.

    A quin tienes en la escuela? me dijo, despusde encender un cigarro.

    A una nia de siete aos, se llama Marisol.Yo tengo un nio de nueve en tercero. Me rog

    tanto que viniera que tuve que posponer a la masajista.Comenzaron a bajar los nios. Marisol se dej venir

    con todos sus compaeros de clase. Camin angustiadahasta mi puesto. La vi a los ojos: luca, realmente, orgu-llosa. Entonces, pretend afinar mi canto con maestrapara dejar a los nios contentos y no defraudar a mihija.

  • 10

    Al principio, la ostentacin del registro civil mantu-vo alejados a los nios; pero bast con que una parejitase animara: tuvieron que formar a los chiquillos paraevitar un tumultuoso desorden. A cada matrimonio sele colocaba velo y sombrero, se le daba ramo y argo-llas y se le entonaba la marcha nupcial.

    Cuando me di cuenta, Marisol haba desaparecido;cre descubrirla a lo lejos persiguiendo a unos nios.Yo estaba ms que cansada, aburrida y deseosa de quetodo terminara pronto.

    Ms tarde, detrs de m, escuch una vocecita fami-liar:

    Vas a ir a la lotera?No s.Es mi mam...Me volv hacia ellos: era un nio ms o menos de su

    edad. Marisol lo observ con fijeza y dio un paso ade-lante.

    Vas a ir al registro civil?No s.Vamos a la lotera; mi mam nos dar un premio.Marisol baj la cabeza y empuj con el pie un palo

    que estaba en el suelo.Te gusta el mastique? inquiri l.Si me gusta qu?El mastique.Mucho, a ti no?El nio asinti con la cabeza.Te gustan los perros? insisti l.Tengo dos cachorritos asegur Marisol; y son-

    re de su facilidad para mentir.Volv a darles la espalda y continu gritando la

    lotera apresurndome para no perderlos. Un momentodespus los escuch nuevamente:

    Te gustara ir conmigo al registro civil?

    Si me gustara qu? pregunt su amiguito. Noo la respuesta.

    Me invitas a comer para ver a los perritos? fuelo ltimo que lleg hasta m.

    Pasaron tomados de la mano rumbo al registro civil.

  • 11

    Not que mi hija estaba emocionada; se paraba en unpie y luego en el otro, y se alisaba con ambas manossu lacio cabello. Yo poda imaginar su exaltacin: po-seer todo aquello en un solo instante.

    Me di prisa en el juego y corr para ver de cerca laboda. Llegu justo en el momento en que le colocabanel velo. Con la luz del sol sobre su rostro pareca mshermosa y feliz.

    Yo me iba dejando llevar por el encanto; aquella es-cena haba vencido mis escrpulos: la sonrisa de mihija vala ms que toda una maana tras la mquina deescribir.

    Cuando una de las seoras tom el sombrero de copapara colocrselo al nio, l me vio y ech la carrera.

    De regreso a la casa, en el coche, la nia miraba porla ventanilla. Yo slo vea el pelo lacio sobre su espal-da. Iba yo apenada y manejando torpemente; ni siquie-ra saba cmo abordar a mi propia hija. Era la primeravez que algo as me suceda:

    Marisol...Se me atraves un coche y tuve que frenar con

    brusquedad; Marisol sigui aferrada a la ventanilla.Tampoco entonces volte.

    Mira Marisol... no deb... es que...Nunca dej de darme la espalda ni respondi. Ya en

    la puerta de la casa insist:Yo slo quera acercarme a...Entonces la nia sin cambiar de posicin, con una

    voz firme y completamente nueva para m, murmur:Ya cllate. Quieres?No pude verle la cara y no encontr ninguna palabra

    que darle: las dos cumplamos un acto de soledad.

    AMIRA Y LOS MONSTRUOS DE SAN COSME

    A Nora Melgar

    Ms de veinte aos han pasado y an me resisto a ol-vidar algunas escenas de mi educacin preescolar.

  • 12

    Esos hechos me parecen significativos ahora; en cam-bio, cuando tena seis aos no los pude comprender.

    Sin alternativa ni discusin, mis padres me inscri-bieron en el Colegio Francs de San Cosme. La histo-ria de una nia en un colegio catlico y adems bur-gus carece de importancia, a no ser que se considereque la nia no era catlica ni burguesa, y que se recuer-de la cercana del Museo del Chopo: estaba a un ladodel colegio, y las yeguas finas, como nos llamaban alas alumnas, casi ramos reliquias suyas. (Conoc elmuseo mucho tiempo despus. No hicimos aquel aouna visita escolar.)

    Sentada esta maana frente al gigantesco esqueletodel dinosaurio, en el Museo de Historia Natural, meinquiet no slo su magistral arquitectura sino la obsti-nada presencia, en mi mente, del ltimo patio del cole-gio de San Cosme.

    Cerr los ojos; me vi en aquel patio, con la cara pega-da a un gran portn de madera (creo que era rojo tierra).Del otro lado, en El Chopo, estaba aquel osario pre-histrico. Espibamos por rendijas y agujeros tratandode verlo... Se contaban historias aterradoras de l. Susexageradas descripciones podran igualarse en imagi-nacin a las de los primeros viajeros al Oriente.

    Nunca vi al dinosaurio, sin embargo, mis compae-ras escuchaban lo que yo deca observar a travs de lasrendijas. Nuestros relatos habran podido formar otroManual de zoologa fantstica.

    Mi padre, descendiente de rabes sin preocupacinreligiosa alguna, era, entonces, un pequeo comercian-te en telas de La Lagunilla. Mi madre, mujer hermosae ignorante, trabaj hasta antes de su boda en El Pala-cio de Hierro, atendiendo el departamento de ropainterior para caballero. Sorpresivamente pap heredla cadena de almacenes de importacin Telas Amira,y una buena suma de dinero. Compr una casa en lacolonia Polanco y decidi enviarme a lo que sus clien-tes llamaban el mejor colegio para mujeres. Dejcon tristeza la colonia Roma; nunca ms me dejaronsalir a la calle a jugar: era mal visto por los vecinos. Ami pap lo vea muy poco, trabajaba lo que se dice de

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    sol a sol; pero estar con l era una delicia. Su amor porm lo llevaba a todo; no hubo cosa que yo le pidieraque no hiciese... excepto una.

    A mi mam, de familia catlica no practicante, lanueva posicin la volvi frvola. Su papel como madrese limit a comprar aquellos incmodos uniformes delana azul marino con cuello, puos y cinturn deshila-dos y blancos. No pretendo ser injusta: aparte de obli-garme a ir a la escuela, debe haber hecho muchas cosaspor m, aunque la recuerdo muy poco en la casa. Per-fecta climber o parvenue, desperdiciaba su tiempo enreuniones sociales.

    No es ste el momento de entrar en detalles acercade las relaciones entre mis padres. Mi mam, adems,nunca me lo perdonara. He dicho algo de ellos, noporque pretenda hacer mi autobiografa sino porqueser ms fcil comprender mi extraa situacin en esaescuela.

    Vuelvo, pues, a la historia del monstruo.Yo deba esperar el autobs escolar en la esquina de

    mi casa, a las seis y media de la maana; es decir, os-curo todava; as que decid no levantarme de noche nisufrir las prisas en los jalones de pelo.

    Como todas las nias de Polanco, tuve nana: mevesta estando yo casi dormida, alisaba mi cola decaballo y me llevaba trotando a Mariano Escobedo.Renegaba, tirando de m, como a un perro necio queno quiere caminar. Tombamos un camin Santa Julialleno a ms no poder, donde invariablemente arrugabael esplendor del cuello almidonado y, ya a las puertasdel Francs, haca yo todo un escndalo.

    Ay, seora! se pone a chillar y grita que la en-cierran con un monstruo se quejaba, enojada, la nana.

    A pesar de los castigos, repeta el berrinche, afinan-do un detalle cada vez. Mi nana, como ahora me resul-ta fcil comprender, huy con el novio, ms que porpasin, por deshacerse de m. Pero tuve ocho nanasms aquel ao.

    No recuerdo cmo me hacan entrar al colegio. Veovagamente a mis paps hablando con la directora ycreo, repet una docena de veces:

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    Voy a ser buena ahora en adelante para que elNio Jess no se enoje conmigo.

    Mi padre, con cierta satisfaccin, aseguraba que yohaba heredado el carcter del abuelo y me deca muyquedo al odo, para no contrariar a mi mam:

    El Nio Jess es invento de los catlicos.Tal era el amor de pap por m que, para asegurar mi

    lugar en la escuela, regalaba a las religiosas, mensual-mente, diez yardas de lino importado. Yo se lo agra-deca besndole con ternura la calva.

    Tiene que ver el monstruo en todo esto? A mis ra-biosos seis aos gritaba por gritar; nunca medit elporqu de mi repugnancia al colegio. Aunque mi posi-cin social y religiosa no era la de la mayora de lasnias, en los juegos ramos iguales. Es verdad, en cali-ficaciones yo iba muy atrs y lea silabeando.

    Mi madre amaneci repentinamente con la ocurren-cia de que yo aprendiera a tocar el piano. Haba ido acasa de una amiga suya a jugar pker:

    Hubieras visto a la hijita de Magali me dijo,traa un vestido precioso de organd blanco. Se sent alpiano y nos toc una pieza di-vi-na.

    Dios mo! Mis primas jams enfrentaron aquellasestpidas vanidades; adems, iban a un colegio oficial.

    Contra la voluntad de mi madre no hubo pero quevaliera; me compr un vestido blanco de organd,habl con la directora del Francs para que all medieran las clasecitas y fuimos a la Chopin de dondesal con el Mtodo Beyer bajo el brazo. Mam llevabala lista de precios de los pianos en exhibicin.

    Confieso que la idea de tener aquel instrumento meencant y que ese da, nicamente ese da, agradec alos dioses los caprichos de mam porque en la SalaChopin escuch algo que ahora creo reconocer en unaGimnopedia de Satie. So con llegar a tocar aquellameloda.

    Dorm muy inquieta por la emocin: al da siguienteabrira con la maestra el Beyer y pondra las manospor primera vez en un piano. Me levant sin que medespertaran y cuando la nana entr a la recmara yaestaba yo vestida.

  • 15

    Ocho largos meses fui a clase de piano. Ocho infini-tos meses en que en vano rogu a pap me sacara de laescuela.

    A fin de ao la boleta de calificaciones deca REPRO-BADA. No me aceptaron para la primaria alegando quemi conducta era atroz e indigna de un colegio tan selec-tivo como aqul.

    Mi madre llor. Pap reclam sus cien yardas de lino.Esas vacaciones, mientras me daban clases particu-

    lares para ponerme al corriente y poder entrar a la Beni-to Jurez gan peso y no volv a sufrir de dolores deestmago ni de vmito repentino.

    Como en el colegio no le dijeron a pap por qu nome haban aceptado, yo tampoco dije nada. Las profe-soras lograron hacerme sentir culpable; pero no, nuncapude olvidar la pesadilla del monstruo.

    Voy a tratar de reconstruir aquellas escenas:Las diez en punto. Tomo el cuaderno pautado y el

    Beyer, salgo del saln y, apoyada en la baranda delcorredor, camino rumbo al stano de la casa de lasreligiosas. Me detengo en la escalera que une el corre-dor con el stano y me quedo observando los mosaicosdel piso: rosetones rojos, rayas verde y naranja. Luegocorro por la escalera semi-oscura hasta el cuarto dondeme esperan. Agazapada observo las letras negras de lapuerta; leo: pia-no, y no s cmo el Beyer, el cua-derno pautado y el lpiz se me resbalan de las manos.Cuando estoy recogindolos la puerta se abre:

    Cada da llegas ms tarde. Son diez y media.Entro. Mientras me siento a la mesa, la seorita

    Hilaria ha ido a accionar el metrnomo que est enci-ma del piano.

    Tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac...

    Por la rendija de la puerta se cuela una luz amarillay opaca. No recuerdo bien el cuarto; debi ser oscuroporque veo la bombilla encendida. La luz cae sobre elpelo blanco y quebrado de la seorita Hilaria, la nicamujer bigotuda que yo conoca.

    Estiro las piernas bostezando y la seorita Hilariagolpea la mesa con los nudillos, ordenndome que

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    cambie de posicin:Espalda recta!Me duele el estmago.Escucha el tiempo que te da el metrnomo.

    Comps cuatro cuartos y un y dos y tres y cuatrui...un y dos y tres y...

    Escucha el metrnomo. Escucha: tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac...

    Fjate. Mira el cuaderno: Do, re, mi, silencio. Mi,re, do, silencio. Marca con tu mano derecha: arriba,abajo, a la izquierda y a la derecha. Arriba, abajo, a laizquierda y a la derecha.

    Ocho densos y angustiosos meses en aquel horriblecuarto sin abrir el piano. Llegu a pensar que no tenateclas! Me saba de memoria todas las escalas, la clavede Sol, la clave de Fa, el valor de las notas, las corche-as... Por qu entonces la seorita Hilaria no me deja-ba hacer los ejercicios en el piano? Todo lo haca yosobre la mesa:

    Espalda recta, levanta las manos; un poco ms,brazo suelto; ac, desde el hombro. Reljate...

    Me duele el estmago.No te distraigas.No me gusta el solfeo, es muy aburrido. Quiero

    tocar el piano aunque sea para ver cmo suena.La seorita Hilaria se pone de pie y me levanta de

    una oreja. Nos dirigimos atropelladamente al piano.Ella quita, histrica, la tapa. Cada vez veo ms cercalas teclas: primero veo teclas blancas y teclas negras;luego, es un color gris lo que se estrella contra mi cara.

    Fue mi ltima leccin y yo, no la seorita Hilaria,qued expulsada una semana de la escuela.

    A mi regreso me encargu de difundir que en elcuarto de piano haba un monstruo ftido que torturabaa las nias: tena cabeza de serpiente, de dragn o demujer, segn estaba de humor, y emita un gemido defuria cuando las nias queran tocar el piano. Haba queescapar a la mortfera mirada del HILARIADISAURIO.

    Sus manos, garras encorvadas, me estrujaron

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    asegur.Sus colmillos de serpiente morderan a quien tratara

    de defenderse; prueba de su ferocidad era la herida demi cara.

    El monstruo, con su cabeza de mujer, haba dicho quedespus de insultarla corr tropezndome en los esca-lones del corredor. En cambio yo dije que no habapodido escapar porque el monstruo me haba hipnoti-zado con su inmensa cola que azotaba contra el pisohaciendo tac-tac, tac-tac, tac-tac...

    Me expulsaron porque la directora no crey que laseorita Hilaria, en un arrebato de histeria, se habametamorfoseado en aquel terrible ser.

    El invierno siguiente entr en la escuela Benito Ju-rez; y no fue sino mucho tiempo despus cuando supeque se contaba que el Monstruo de San Cosme vivaen aquel stano y que cada ao devoraba a una nia.

    A la hora del recreo, las nias espiaban por la cerra-dura de la puerta a la seorita Hilaria quien tocaba unamsica como de ngeles para atraer a sus vctimas.

    CONFIESO

    Somos la imagen fugaz e involuntariaque cruza la mente de los amantescuando se encuentran, en el instante enque se gozan, en el momento en quemueren. Somos un pensamiento secreto...

    Salvador Elizondo

    Hace das algo cambi; desde entonces, tu mirada mepesa sobre la conciencia. La madre superiora me sugi-ri que hablara contigo: La he venido observando,quiz l pueda ayudarla, agreg. Cmo decirle? Cmodecirte a ti, precisamente a ti, lo que me sucede? Por-que ya lo he averiguado y no s si podra decrtelo.

    Esta maana has llegado al convento con tu sotanaluida del codo izquierdo; pones como siempre, comoltimamente, tus anteojos sobre la mesa y comienzas a

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    leernos: La evolucin progresiva del arte es una fan-tasmagora propia del cerebro de los poetas. Evocandosensaciones erticas, producen la embriaguez de lossentidos. Y evoco esas sensaciones dentro de m; poreso no s quin soy ni por qu me encuentro en estelugar escuchndote.

    Salimos. Tal vez has hablado con la madre superio-ra. Te sigo.

    La puerta que da al atrio est casi cerrada; preguntassi podemos salir, a la hermana que como todas las ma-anas desempea all sus labores. Mientras empujasfuertemente la puerta entreabierta, me detengo, re-cuerdas?

    Una sensacin extraa nos rodea, sale de m. Con-fundo todo: el lugar, tus pasos, tus manos, el tiempo...Entonces comienzo a ser otra, la que el deseo de estamaana ha creado, y todo lo que habras podido encon-trar en m ya no existe porque se ha ido con el temorde haber amado infinitamente tu ser, aun sabiendoquin eres.

    Si slo pudieras darte cuenta o algo te llamara laatencin para intuir lo que sucedera en este atrio, nohabras pasado la puerta. Pero ahora es demasiadotarde, aqu estamos.

    Ya adentro, me ocupo de atrapar la maana, latransformo para devolvrtela. Es una maana en unjardn cerrado, en otra parte del mundo. Somos otros.He dejado tu sotana colgada tras la puerta; ahora traesun saco gris, luido el codo del brazo izquierdo, y tienesuna barba negra y un cabello rebelde que yo he inven-tado. Mis pantalones desteidos y la blusa blanca medan un aire despreocupado; adems, llevo el cabellorecogido hacia atrs.

    El jardn es diferente a ste en el que estamos: elpasto y las rosas de las hermanas han desaparecido;toda la superficie y las paredes estn empedradas, y ati, eso te gusta, lo s. Es un lugar tan silencioso y soli-tario como ste en el que estamos, y puesto que amaslos libros voy a situarlo al lado de una biblioteca. Esoquiere decir que hemos salido bajo la mirada de losque se encuentran leyendo all. Te parece bien?

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    Una muchacha que escriba ha dejado la pluma so-bre la mesa y se graba nuestra imagen cruzando esapuerta. Esa mujer, t lo sabes, es la parte de m quems temo; por eso, la obligu, a permanecer all aden-tro. Es la otra. Seguramente ahora se pregunta quinessomos y qu hacemos en este jardn cerrado, envueltoen un aire misterioso, de paz, dirase de convento.

    He volteado de reojo para ver si sigue observndo-nos; igual hubiera espiado a la hermana que trapea delotro lado de la puerta. Toma otra hoja en blanco y escri-be nuevamente. Algo me dice que se ha adueado denosotros y comienza a escribir nuestra historia. Iba adecrtelo, a advertirte que tuviramos cuidado; pero tsonres y pienso que mientes en la misma forma en queyo lo hago. Luego entonces no podra descubrirnos.

    Comienza a describir esta escena: un hombre jovenest sentado al lado de una muchacha bajo un fresno.El libro que coloqu entre los dos figura all. l sealael gorrin que revolotea en aquel charco. Nos describeigual que ahora: yo, contemplndote; t, sealando esepjaro que ha bajado a baarse. Pero en su texto, l noroz mi piel al levantar el brazo como lo haces ahoraque empiezas a obligarla a dudar de su manuscrito.

    Me he vuelto hacia ti, permanecemos sentados bajola sombra y me pienso mostrndote el libro: es unaedicin antigua de Las Gergicas, ilustrada, en verdadhermosa. Tambin si me animo te mostrar algo quehe escrito... Pero no debes olvidar que soy otra, poreso no encuentro nada qu decirte.

    Ignoro lo que piensas, prefiero ver tu rostro barbadoy esperar que rompas el silencio; mientras, busco en elfondo de m misma lo que dej la otra antes de irse.Quines somos?, por qu hemos venido aqu?, pre-gunto sin que puedas orlo, pues me hablas de estejardn, de las piedras que pisamos, del drenaje, deaquellos gorriones entre la hierba seca. Me hace rer;descubres la razn de su color hoja seca: engaar algaviln. Y nuestro color?, me digo. Despus de todocreo que no importa nuestra identidad si el viento noshace sentir reales y el espacio est lleno de esos rumo-res que slo se escuchan en la quietud. Importa si el

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    nombre que llevo no me corresponde? Lo que debeocuparnos es hacer nuestro este jardn. Seremos susdescubridores; as, evocarlo nos transmitir a esta ma-ana en la que no pasar nada, porque no tiene quepasar nada, verdad?

    nicamente hay un vidrio y una puerta entre nosotros.Qu dirn? Extrao ver gente afuera. Por primeravez alguien sale. Han preguntado a la seorita de labiblioteca que atiende la reserva si podan salir. Esacaso un lugar prohibido? Quin ha cruzado la puer-ta? Se han sentado bajo la sombra del fresno. l tomaun libro mientras ella me mira de reojo. Por su actitudparece que van a iniciar una confesin. Sera diverti-do escribir una historia: una novicia duda de su voca-cin; no, no, una novicia enamorada de su confesor.Tiene que decirle, no puede, lo oculta. O escribir locontrario: el confesor enamorado de la novicia, y comoescenario, el jardn de un convento en Coyoacn. Msinteresante, quiz, describir una situacin en la que nopasara nada. Una conversacin limitada a hablar deljardn: l se sienta al lado de ella, bajo la sombra de...

    Interrumpes mis preocupaciones: otra vez atrapas algoque pudo haber sido un recuerdo extraviado; as, en elporvenir o acaso en una lectura, me sentir asaltadapor el recuerdo de la lagartija. La sealas en este mo-mento, est escondida entre las piedras de la banca deenfrente. No puedo verla, permanece agazapada, inm-vil, engandome. Espero, saldr de su escondite; nopodr ocultarse toda la maana, no burlar nuestravigilancia.

    Hablas queda, dulcemente a la otra, pero ella esttras la puerta. Adivinando tu pensamiento escucho sinentender nada. Me concentro: es una farsa perfecta yhemos engaado a la otra que nos mira acechandodesde la ventana, convertida en numerosos personajes:la madre superiora, la hermana que trapea, los estu-diantes que leen o esa muchacha obstinada en atrapar-nos como se pesca a un dorado, como se enjaula a uncanario.

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    Cuando leas su relato vas a decir que todo es menti-ra: Aquella maana en el jardn de la biblioteca noexisti. Pondrs especial cuidado al aclarar que todofue sagazmente inventado por la otra; aburrida decidicolocar a dos personajes en el jardn frente a ella. Lesdio vida y t, ingenuamente, lo has credo...

    Sin embargo estoy segura de haber visto un gorrinbandose en el charco dejado por la lluvia durante lanoche, y la lagartija disimulndose entre las piedras.Est bien, est bien, admito: fuimos su invencin a partirde una lectura de Salvador Elizondo, y por divertirseha decidido manejarnos. Le pertenecemos? Entonces,no podemos abandonar voluntariamente este lugarmientras ella no lo decida. Cmo nos har salir? Qusuceder entre nosotros? Porque no es verdad que yote ame ni que t hayas rozado mi piel o me ests viendoa los ojos como en este momento lo haces. Me niego acreer cualquier cosa que t y yo no haramos de estaren otro lugar. Es necesario engaarla, comprendes?

    Sabes cul ser mi venganza? Poco a poco ellasentir demasiado real mi presencia; ser cada vez msese personaje que ella hubiera querido ser. No lo dudes,querr hacerme decir o hacer cosas; las que ella no hapodido ni podr ejecutar. Har desearnos: hablndoteal odo insinuar tomes mi mano; o cuando se sientasegura de poseerme va a escribir: Ella provoca sudeseo, all mismo, bajo la sombra del fresno. Pero nolo permitas ni lo consentir. Dejmosla en la duda: osomos cmplices en el descubrimiento de este lugar ohemos venido a pactar por nuestro silencio. Intentartodo: en esos momentos debemos ser otros: t pondrslos lentes sobre la mesa, yo recoger el libro que queramostrarte.

    Quisiera olvidarme de m misma y tambin un pocode ti. Quisiera no recordarte para ir recuperndote. Enrealidad, aprender de memoria esta maana: empe-zar como ahora, nombrando las plantas y los objetosde este lugar. Mientras, eres otro, el que tambin quie-re ser y no puede.

    Evocando sensaciones busco la embriaguez de lossentidos, por eso miro hacia dentro de m. Hemos lla-

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    mado al fresno por su nombre, al basalto, al durazno, alos gorriones, a las rosas; y sin embargo, sigo sin saberquin soy. A decir verdad, no me interesa un nombre yacaricio suavemente a la que se encuentra acurrucadadentro de m, a la otra. Si pudiera escoger deseara sert mismo y dejar de padecerme porque ser la nicamanera de encontrarme.

    Somos vctimas de un juego; la que escribe dentrode la biblioteca nos engaa. Est empeada en sacar-nos del atrio para torturarnos en este jardn. Dndeestn las rosas? Acaso has visto una flor? Una solaflor? Mrame, es probable que viendo tus ojos sepa laverdad; mrame, ser una regla del juego entre noso-tros.

    Quines son? Esa mujer no es una novicia ni estenamorada. l no es sacerdote ni est enamorado nison amantes ni se conocen ni nada. Tienen cara de sermaestro y alumna. Pudieron haber venido a la biblio-teca a ver la exposicin de dibujos canadienses: comoest cerrada decidieron salir. Seguramente l hahablado de su vida, de su proyecto de trabajo, de suantepenltima obsesin. Y ella quin es? Por quest leyendo un pequeo texto sobre un hombre y unamujer en un convento de Coyoacn?

    Iba a escribir sobre ellos pero se han rebelado; hecado en su trampa. Han utilizado su silencio en con-tra ma. Hubiera sido preciso aduearme por comple-to de sus movimientos, marcar el ritmo de su respira-cin, inventarles otra historia. Hubiera sido precisocerrar con llave el jardn. Pero deben someterse, de-ben comprender...

    Descansa un instante, apoya como ahora los brazos entus piernas, concntrate. Ya? Entonces, sin decirlo,piensa, qu has venido a cumplir a este jardn? Sabesquin eres? No te dejes engaar por el silencio y elrecogimiento de este lugar. Cierra los ojos y revisa unaa una todas las imgenes que puedas guardar de estesitio. Evoca todos los recuerdos, no olvides nada, nisiquiera aquel mnimo detalle de la lagartija. Ahora,

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    dilo: qu soy para ti?, cmo es que nunca me hasbesado? Podras decirme quin soy y qu he venido agozar aqu, contigo?

    Imagnate a ti mismo con tu saco gris luido del codoizquierdo abrir esa puerta, caminar hacia la sombra,sentarte bajo las ramas del fresno. Debes recordar losgorriones ocultos entre la hierba seca. No olvidesaquel que se baaba y vol cuando lo sealaste. Tegustan las piedras, lo has dicho, verdad? Hay algoque nunca vas a decirme: en este momento ves la figu-ra de Orfeo perdiendo a Eurdice, en los grabados dellibro que puse entre los dos. Ilustra la IV Gergica,est en la pgina 60. Cierras el libro y disimuladamen-te lo colocas en la banca mientras yo sigo ocupada enmirar de reojo hacia la ventana. No me lo dirs aunquetal vez eso me habra ayudado a saber quin soy. Peropiensa, de veras crees saber quin eres? Qu hasvenido a cumplir a este jardn?

    No quiero ser un recuerdo de nadie ni tuyo ni mo nide la otra. Es preferible alterar palabras, borrar gestos,ocultar miradas. No hay que esperar nada. Descifraresta maana debe ser impedido a toda costa. Por quesperar siempre algo? Nadie puede quedarse atrs deuna puerta e intentar comprender lo que pasa del otrolado. Somos demasiado para la que nos contempladesde el cristal, obsesionada en hacernos creer quepodemos ser personajes de su relato. No sabe por questamos aqu. No podr indagar nuestra complicidad,por eso debemos pactar, debemos pactar...

    Sera terrible que un da publicara nuestra historia,que decidiera descubrirnos, y provocara nuestro re-cuerdo. Es indispensable hacer a un lado el temor yabrir bien los sentidos: deja embriagarme con tu pre-sencia y mi presencia toda te envuelva. Grbate todo,aun el olor de estos rboles, de las rosas. Repasa una ymil veces el ruido de nuestros gestos, olvida parasiempre los ruidos de afuera convertidos en mil conjetu-ras sobre quines somos y qu hemos venido a pactaraqu. Estoy segura de que as nadie podr descubrir-nos, nadie podr, nadie.

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    Nuestras invenciones no influyenpoco en la incepcin y desarrollo denuestras desesperaciones totales. Yotambin he soado de acuerdo aestos preceptos. Circunstancias queparecen producidas por el azar, encon-tradas as, de pronto. Gestos de larealidad reveladores de un arcanoinsospechado e inquietante; se erael afn que imperaba. Gestos casisiempre incomprensibles. Muecas enlas que se esconde el diablo, comolagartos en las grietas.

    Salvador Elizondo

    LUCRECIA

    A Sara y Nito

    Nac en Tepexpan, un pueblo pequeo y pobre, al que sellega por la carretera a San Juan Teotihuacn. Mi puebloes, sin embargo, famoso: custodia en un museo rurallos prehistricos huesos de una mujer, mal llamada Elhombre de Tepexpan, y de un mamut. Sus extensos yridos campos estn llenos de obsidiana, serpientes yhierbas olorosas.

    Los habitantes de Tepexpan provienen de los cons-tructores de las pirmides del Sol y de la Luna, pero sugrandeza ha declinado al punto de que nadie la recuer-da. Los ancianos visten de blanco y aunque no sonintrpidos andan siempre con el machete en el cinto.Los jvenes emigran en busca de trabajo y desprecianel oficio ancestral: barbacoyero. A veces, un domingo,se presentan a visitar a la familia, a llevarse ropa lim-pia, a ver a la novia. Llegan transformados, con panta-lones y camisas a la moda, melenudos, altivos. Lasmuchachas se pasan la vida esperando que el novioregrese, que alguien llegue a sacarlas de la soledad; yen esa espera, lo nico que las hace felices son laspremoniciones, el invento de un futuro irremediable en

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    el que yo tambin aprend a creer.Adormecida sobre sus inmensas bardas, una antigua

    hacienda ocupa casi todo mi pueblo. Construida aprincipios de siglo, su arquitectura no es particular-mente bella. La hermosura consiste en la sobriedad delos muros, en sus trazos rectos, y en sus columnascuadradas.

    La Hacienda de Tepexpan, donde nac, alberga enuno de sus rincones el Hospital Nicols Bravo, unadependencia de Salubridad para enfermos crnicos nocontagiosos. Por los cincuenta nombraron a mi padredirector del hospital y llev a mi madre a la hacienda,en cuyo viejo casco vivamos muchas familias: las delos doctores y las del personal administrativo. Y den-tro del viejo casco, cada familia viva plcida e inde-pendientemente.

    En el segundo piso de la fachada tienen todava sushabitaciones las Hermanas de la Caridad, y all mismose eleva una misteriosa capilla. Las Hermanas entona-ban maitines que me hacan despertar soando conngeles y oraban en el crepsculo con una armona yun ritmo que no he podido olvidar.

    Crec rodeada de ahuehuetes y pirules. La flor delnopal, los entierros prehispnicos y la transformacinde los renacuajos eran para m cosa tan natural comolos semforos y los cines para mi prima Soledad, quienviva en la ciudad de Mxico.

    En aquel tiempo, mi mam estaba preada otra vezy por motivos que desconozco guard cama durantecasi todo su embarazo. Mi pap pasaba la mayor partedel da en el hospital; todas las tardes iba a buscarlo yme entretena platicando con los enfermos o jugandocon el telfono de la administracin: una cajita de made-ra a la que se le daba cuerda antes de descolgar.

    Los fines de semana venan a vernos mis abuelos,mis tos y mis primos, y no faltaban amigos de mipap; pero nosotros nunca bamos a ningn lado.

    Para Lucrecia, mi nana, la ciudad de Mxico era undesafo; all estaban, segn me deca, todos los hom-bres del pueblo. Lucrecia tena, en esa poca, los ojosms sinceros que yo conoca; su mirada haca alarde

  • 26

    de lealtad. Lucrecia rea con los ojos, pero cuando losdomingos traspasbamos las puertas de la haciendapara ir a la plaza donde se pona el tianguis, no levan-taba la vista del suelo y me hablaba casi en secreto.Aquella seora que va para all es la mam de Juan.Juan era su novio.

    Quera a Lucrecia y crea en su mgica palabra. Porlas noches, mientras ella me desvesta para dormir, merodeaba de las fantasas que desebamos: por supuestoque se casara con Juan y tendra un cuartito y... Yoaseguraba entenderla, pero una nia entiende apenaslas cosas de las muchachas enamoradas que vivensoando, porque un da Juan tambin se fue a Mxico.

    Con la ausencia del novio, Lucrecia cambi rotunda-mente. Tantos meses sin saber nada de l le dieron unamirada desapacible. Por las noches me contaba historiasde nahuales, de muchachas robadas, de espantados.

    Durmete o me convierto en vbora.No me asustes, Lucrecia. Adems, nadie puede

    convertirse en animal.No ests tan segura. Ojos de qu me ves?No los hagas as que me asustas.Me comenz a dar miedo estar con Lucrecia y se lo

    dije a mi mam: Lucrecia, me haces el favor de nocontarle tonteras a la nia; va a seguir con pesadillas.Pero Lucrecia no hizo caso y mi mam se vio obligadaa pedirle que se fuera al anochecer para regresar hastael da siguiente.

    Cuando mi prima Soledad vena a pasar las vacacio-nes con nosotros, yo le iba mostrando lentamente lossecretos de la hacienda: al fondo estaban los potreros yel jagey, las gallinas del administrador, el establoabandonado, la gruta de la Virgen del Rosario deFtima; luego, la huerta que cuidaban las Hermanas, yel campo, un campo soleado donde nos perdamos co-rriendo con el Cajeme, mi perro, o cazando mariposas yatrapando chapulines. Tambin la llevaba al hospital yle enseaba los enfermos contrahechos, las rapadas,los muchachos sin piernas, las viejitas calladas e in-mviles.

    A la una, Lucrecia iba a buscarnos.

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    La comida est lista.La una de la tarde era aburrida, larga y desesperante

    porque Lucrecia nos obligaba a dejar los juegos; ymientras nos serva la sopa de fideo, el arroz conpltano y el bistec, le preguntaba a Soledad cosas de laciudad de Mxico.

    Soledad era miedosa y educada. Saba cortar la car-ne y contestar: S, to. No, ta. Muchas gracias. Ten-a los ojos verdes y dos aos ms que yo; presuma deque cursaba tercer ao y de que divida y multiplicabade varias cifras.

    En Tepexpan no haba escuela, y el sol del campotostaba mi piel cada vez ms. No saba multiplicar nidividir pero paraba de manos al Tetabiate, mi caballo,y tres horas a la semana me era permitido conocer elmisterioso mundo de las Hermanas de la Caridad, puessuba a las habitaciones de Sor Mara Rosa, de quienrecib una sofisticada instruccin: los Mandamientosde la Ley de Dios y de la Santa Iglesia, entremezcla-dos con la vida de Fray Bartolom de Las Casas y deFray Toribio de Benavente; narraciones que yo leexiga por no repetir el silabario ni hacer sumas y res-tas. Cuando le recitaba de memoria los mandamientos,me regalaba estampitas de santos y me mostraba sucoleccin de objetos prehispnicos. Constantementevenan del pueblo a regalarle figurillas y vasijas conlos que tiempo despus mont un modesto museo a laentrada del hospital. Sor Mara Rosa me dejaba jugarcon las cuentas de jade y estampaba geomtricos sellosprecolombinos en mis manos.

    Sin embargo, la mam de mi mam quera que mefuera a vivir con ella para que se me quitara lo salva-je. La mam de mi pap, ms consentidora, asegurabaque ya tendra tiempo para ir a la escuela, pero meorillaba a tejer cadenitas con gancho y a bordar puntoatrs.

    Despus de la comida, Soledad y yo nos bamos asentar en las banquitas de la calzada que una a lahacienda con el hospital. Por all iban y venan losdoctores y las Hermanas. Sor Mara Rosa, con su tocaalmidonadsima, entre ellas.

  • 28

    En la calzada esperbamos a mi pap, bailbamos eltrompo o jugbamos a las canicas, y despus nosperdamos por los rincones de la hacienda seguidaspor el Cajeme que no me dejaba ni para dormir.

    Lucrecia nos buscaba antes de irse:Se las va a tragar el anochecer nos deca con

    una voz mustia y llena de risa.Volvamos acosadas por Lucrecia y un horizonte de

    sonidos extraos. Nos daba de merendar y luego sedespeda de mi madre:

    Hasta maana, seora. Ya vinieron por m.Era verdad: iba por ella la yerbera del pueblo.Con ella estoy aprendiendo.Qu cosa, Lucrecia?Cul hierba cura el dolor de estmago y cul es

    buena para el fro o el calor, con qu otra se quita elmal de ojo...

    Qu es eso?Lo que te voy a hacer si preguntas tanto, Soledad.Cuando las vacaciones terminaban, de alguna mane-

    ra yo comprenda ms a Lucrecia: la ciudad de Mxiconos privaba de los seres queridos.

    Un da Lucrecia se present sin sus hermosas tren-zas: se haba hecho permanente en Texcoco. Sentcomo si con su grueso cabello hubiera cortado el pocode cario que le quedaba por m. Tambin es ciertoque nos separ el nacimiento de mi hermano Romn:se afanaba planchando el altern de paales. Mi nanase haba transformado, sin remedio, en un ser violentoy distante, cuya mirada me pona nerviosa.

    Un domingo en el que estaban mis abuelos en casa,fui con los nios de la hacienda a buscar huevos de sin-cuate. Traa media docena en las bolsas de mi delantal,cuando al caer los aplast.

    Mira nada ms cmo vienes. Qu te embarrasteall?

    Eran huevos de sincuate, Lucrecia.Pues vas a ver... la sincuata los va a andar bus-

    cando y va a venir a estrangularte.Sus palabras cayeron infalibles sobre m: su mirada

    no menta. No habra escondite, no tendra salvacin.

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    Mis papas me haban prohibido participar en las explo-raciones en busca de serpientes o de sus cras. Culpa-ble de mi desobediencia corr a pedirles a mis abuelosque me llevaran a Mxico.

    Asociaba la crueldad de mi nana a su pelo chino, asus nuevos zapatos de tacn, a sus vestidos pegados, asu ambicin de irse, ella tambin, a la ciudad: Cuan-do venga Juan me voy a ir con l.

    Esa noche, cuando Lucrecia ya no estaba, mi abue-la, complacida, hizo mi maleta para una semana.

    Mis abuelos vivan en la calle de Morelia en la colo-nia Roma. La casa me recibi lgubre, oscura, y lafalta de espacio para jugar me ahog en la nostalgia dela hacienda.

    Regres desesperada por ver a mis paps, por cargara Romancito, por montar al Tetabiate, por perderme enel campo con el Cajeme. Adems tena que contarle aLucrecia lo horrible que era la vida en la ciudad: nome dejaron salir a la calle porque viene el robachicosde Romita y te lleva. Tena que sentarme derecha,caminar derecha, no poda poner los codos sobre lamesa. A mi abuelo no le gustaba el ruido, dorma sies-ta, y las carreras y los gritos estaban prohibidos, comoel trompo, las canicas y todo: Las nias son modosi-tas y juegan en silencio.

    No acabbamos de llegar, cuando mi madre, asusta-da todava, cont a la abuela lo que sucedi la nocheque nos habamos ido:

    Notamos al Cajeme muy inquieto. Iba y venaladrando y llorando; trataba de decirnos que en elcuarto de los nios haba algo. Pensamos que se habametido una rata. Romn y yo fuimos por unas esco-bas... No te imaginas, mam... Detrs del ropero estabauna sincuata de casi dos metros. Qu horror, mam.No sabes qu horror. La gente del pueblo tiene la creen-cia de que vienen cuando hay nios de pecho; dicenque se prenden a las mamas de las madres; por eso, lesdicen as, sincuates. Imagnate, no es que yo crea eneso, pero no he vuelto a abrir los ventanales del cuarto,y me ha quedado una inquietud muy grande. Me lapaso registrando por todos lados.

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    Y la sincuata, mam? me atrev, no s cmo,a preguntar.

    La mat tu pap confes triunfante. Corr abuscar a Lucrecia. En la cocina estaba otra muchachadel pueblo.

    Y Lucrecia? le dije.Dicen que a Lucrecia se la rob Juan y se la llev

    a Mxico.Todava hoy, cuando hablo con Soledad acerca de

    aquella poca, llegan hasta m los armoniosos cantosde las Hermanas de la Caridad y la voz templada deSor Mara Rosa: Fray Toribio de Benavente, Motoli-nia, tom el hbito de la orden de San Francisco, allen Espaa...; y tambin me atrevo a pensar que Lucre-cia, mi nana, fue teniendo algo de vbora.

    Silvia Molina, Material de Lectura,serie El Cuento Contemporneo, nm. 65,

    de la Coordinacin de Difusin Cultural de la UNAM.La edicin estuvo a cargo de Teresa Sols y Sergio Garca.