Shakespeare Suicidio

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1 Administración Nacional de Educación pública Consejo de Formación en Educación Instituto de Profesores Artigas Curso: LITERATURA UNIVERSAL II SEGUNDO PARCIAL DE EVALUACIÓN Encargado del curso: Prof. Álvaro Revello Buen edificio es la horca Muerte y suicidio en el período trágico 1599 1609 Germán Andrés Ríos Grupo 2°A C.I: 4.973.834 1 Octubre 2015

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Estudio acerca del suicidio en la obra de William Shakespeare, y su relación con las transformaciones de la mentalidad en la edad barroca y en la cultura protestante.

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Administración Nacional de Educación pública Consejo de Formación en Educación Instituto de Profesores Artigas

Curso: LITERATURA UNIVERSAL II SEGUNDO PARCIAL DE EVALUACIÓN

Encargado del curso: Prof. Álvaro Revello

Buen edificio es la horca Muerte y suicidio en el período trágico 1599 – 1609

Germán Andrés Ríos Grupo 2°A

C.I: 4.973.834 – 1

Octubre 2015

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“Ni las torres de piedra, ni los muros de bronce forjado, ni la prisión subterránea, ni los fuertes anillos de hierro pueden reprimir las fuerzas del alma”. Este aserto, puesto en labios de Casio cerca del final del primer acto de la tragedia Julio César, bien podría representar la expresión entusiasta de la fe renacentista en el hombre y en sus virtudes. Sin embargo, para entender el verdadero alcance y sentido de las palabras, se debe leer el complemento de la sentencia: “porque la vida cansada de estas barreras del mundo jamás pierde el poder de libertarse a sí misma”. Es decir, en el tramo finisecular del llamado cinquecento (Julio César se estrenó un año antes del cambio de siglo, en 1599) el pulso de optimismo vital característico de los albores de la edad moderna ha entrado en un proceso de irrefrenable deterioro, y en su lugar las sociedades europeas conocen el malestar, la angustia de la existencia y el desánimo generalizado. En palabras del catedrático español José Antonio Maravall, “la gran aurora renacentista” toca a su fin, al tiempo que “se difunde un pesimismo inspirado por las calamidades que durante varias décadas se van a suceder”1. El hombre, “imprevistamente abandonado solamente a su destino terrestre y la exigencia de entenderlo”2, se halla incapaz de integrar armónicamente las coyunturas en las que vive a su ser interior. Dicha integridad, al decir de Gabriele Baldini, “está rajada por una fractura irremediable y su equilibrio trastocado para siempre”.3 El conflicto de la época se modula, pues, a partir de las esperanzas insatisfechas depositadas en esa fuerza del espíritu humano; un aumento en las aspiraciones sociales, como continúa explicando Maravall, provoca la confrontación de los intereses contrapuestos, y aun cuando las violencias recíprocas no fueran mayores que las que existieron en períodos anteriores de la historia, una sensación de colapso colectivo se apodera de los hombres. La pugna no resuelta entre el pujante racionalismo y el viejo orden medieval hace tambalear las tentativas de resolución de dicho cuadro, y es en el extremo más angustioso de este dilema donde el alivio de un solo golpe mortal parece la solución ante la percepción de un sufrimiento continuo. Así, sigue argumentando Casio: “de la parte de tiranía que sufro me puedo sustraer cuando quiera”, a lo que su compañero de conspiración, Casca, agrega: “También lo puedo yo. Cada siervo lleva en su propia mano el poder de acabar su servidumbre”.

Teniendo como antecedente la inmolación amorosa de los protagonistas en Romeo y Julieta, el suicidio se presenta como motivo reiterado en el período que los especialistas en la obra shakespeareana denominan “de las grandes tragedias”, y que constituye el objeto de estudio de este trabajo. Dicho período se extiende entre 1599-1600 y 1608-1609 (las fechas son aproximadas) e incluye la mayoría de las piezas más celebradas del autor, a saber: Hamlet, Macbeth, Othello, Antonio y Cleopatra, King Lear (las que aquí se analizarán) entre otras. En todas ellas encontramos reiterado este esquema según el cual las aflicciones vitales generan una pesadumbre opresiva cuya única vía de escape, como posible liberación, está en una muerte precipitada. Un estudio en profundidad puede proporcionarnos algunas claves para enriquecer dicho esquema.

1 MARAVALL, José Antonio – La cultura del barroco. Barcelona: Ariel, 1975. Pág. 307.

2 BALDINI, Gabriele – Shakespeare. Los hombres de la historia n°65. Bs. As.: CEDAL, 1969. Pág. 96.

3 Ibídem. Pág. 101.

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Conviene hacer aquí, previo al desarrollo del tema, algunas

consideraciones preliminares sobre puntos que, por no estar del todo esclarecidos, no son profundizados en las páginas siguientes o arrojan hipótesis meramente parciales. En primer término, parte de la crítica shakespeareana identifica, en este período creativo del autor, no solo el signo de un malestar social provocado por la inestabilidad política, las sangrientas luchas religiosas (de larga data en la Inglaterra isabelina) o las pestes y enfermedades, sino también la evidencia de una depresión personal. Edmund Chambers y John Dover Wilson son dos de los autores que siguen tales hipótesis, y citan entre las posibles causas de ese período depresivo la muerte en 1596 de uno de los hijos de Shakespeare, Hamnet, o el fracaso en 1601 de una revuelta contra la reina Isabel I, encabezada por el Conde de Essex, mecenas y amigo personal del poeta, quien fue ejecutado a raíz del hecho. Menos documentadas aún son las conjeturas acerca de un desengaño amoroso provocado por la “Dama morena” que aparece en algunos de los sonetos del autor. A falta de información fehaciente, no se siguen estas líneas de investigación en el estudio de la recurrencia con que aparecen las ideas suicidas en este período autoral.

Otro punto no elucidado refiere a las ideas religiosas del bardo, de quien se sabe que provenía de un hogar católico y que fue sepultado en la iglesia de su pueblo natal. Dado que no existen más puntos de apoyo para una identificación religiosa ni aún política, la crítica coincide con más o menos matices en señalar lo que Harold Bloom llama el “nihilismo pragmático” shakespeareano.4 Este trabajo se propone señalar el modo en que algunos de los cambios de mentalidad propiciados por el protestantismo pudieron influir en los planteos metafísicos de Shakespeare, incluyendo sus ideas sobre el suicidio, sin que ello signifique identificarlo plenamente con la espiritualidad reformista.

La bibliografía consultada tampoco permite establecer un diagnóstico claro acerca de la recepción que los suicidios shakespeareanos pudieron haber tenido en la sociedad isabelina. Se sabe que, al influjo del puritanismo dominante, existía desde 1578 la función del Master of the Revels, autoridad encargada de aplicar la censura a las obras que se considerasen moralmente perniciosas o reprobables. La actividad teatral en sí permanecía bajo sospecha y durante largo tiempo el Támesis fue la valla natural que resguardaba la decencia de la sociedad londinense, en tanto a sus afueras las compañías teatrales desarrollaban su labor, alternando con otros elementos marginados por la ley y las costumbres. Hacia el 1600 Shakespeare ya tiene labradas una fama como dramaturgo y una posición favorable ante la corte isabelina, lo cual no es garantía de que sus creaciones

4 John Dover Wilson, aunque reconoce que son “los grandes hombres del país, los acontecimientos políticos

y sociales del momento, lo que constituye el verdadero trasfondo” del teatro shakespeareano, afirma que “Shakespeare no oculta nada y no condena nada” y más adelante agrega: “Nunca se entrega profundamente a una causa o a una opinión, cualquiera que sea su afecto o su admiración por los que la sostienen, puesto que la vida misma con toda su infinita variedad es mucho más interesante que cualquier opinión, doctrina o punto de vista acerca de ella”. Gabriele Baldini señala por su parte que “la comedia exige, más que otra obra de arte, un temple de moralista, y Shakespeare debe su grandeza al hecho de que ignora todo compromiso ético”.

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siempre hayan salido indemnes frente a los aparatos censores. 1599 es el año en el que, precisamente sobre la ladera del Támesis, se inaugura el Globe Theatre, propiedad de William Shakespeare entre otros inversores. Es un dato que puede tener relevancia si se considera, como señala Pierre Bourdieu, que “la vida intelectual se organizó progresivamente en un campo intelectual, a medida que los creadores se liberaron, económica y socialmente, de la tutela de la aristocracia y de la Iglesia y de sus valores éticos y estéticos”.5 Esto no implica afirmar que súbitamente Shakespeare se vio libre de ataduras y en posición de desarrollar un teatro nuevo y distinto de sus obras precedentes; lo que sí cabe destacar es que, mientras sus dramas históricos de la primera época se orientan a formular una síntesis, con claros componentes ideológicos, sobre la formación de la nacionalidad inglesa, el período de las grandes tragedias no ofrece tesis alguna, sino la filosa interrogante, el desgarramiento, la “náusea” (es expresión de Baldini) existencial al desnudo. Por ello tiene una raíz artística más personal y gracias a ello también ha prevalecido en mucho mayor medida que las piezas de tema histórico.

Del tabú religioso y la condena moral hacia el suicidio no deben quedar dudas; cítense las siguientes referencias ofrecidas por Emile Durkheim en su famoso estudio sobre el tema: “En Inglaterra desde el siglo X, […] [se] asimilaba a los suicidas a los ladrones, a los asesinos, a los criminales de toda especie. Hasta 1823 imperó el uso de arrastrar el cuerpo del suicida por las calles, con un palo pasado al través, y enterrarlo en un camino público, sin ninguna ceremonia. […] El suicida era declarado felón y sus bienes, incorporados a la corona.”6 La crudeza de la descripción ilustra, además del castigo, cómo la sensibilidad popular de la época estaba acostumbrada a los espectáculos sangrientos y de crueldad extrema. En el mismo sentido se ha señalado la práctica habitual del “bear baiting”, consistente en peleas de osos y otros animales, en el mismo recinto de las representaciones teatrales, y John Dover Wilson recuerda a este propósito que las ejecuciones públicas eran “el espectáculo más caro a la chusma londinense”7. Dejemos aquí mencionado, aunque no se pretende profundizar el tema, que J.A. Maravall advierte la intencionalidad coactiva con la que los grupos de poder (la Iglesia y la monarquía principalmente) fomentaban la exhibición de tormentos y toda clase de espectáculos de sangre, como medida de control que amedrentase a las masas.8

5 Más concretamente, Bourdieu señala que “la dependencia de los escritores respecto de la aristocracia y

sus cánones estéticos se mantuvo mucho más tiempo en la literatura que en materia de teatro, porque quien quería publicar sus obras tenía que asegurarse el patrocinio de un gran señor y, para conseguir su aprobación y la del público aristocrático al cual necesariamente se dirigía, tenía que plegarse a su ideal cultural, […] por el contrario el escritor de teatro de la época isabelina dejó de depender exclusivamente de la buena voluntad y la benevolencia de un solo patrón”. (BOURDIEU, Pierre - Campo intelectual y proyecto creador. Problemas del estructuralismo. México: Siglo XXI Editores, 1967. Págs. 242-243.) 6 DURKHEIM, Emile – El Suicidio. Madrid: Ediciones Akal, 1995.

7 DOVER WILSON, John – El verdadero Shakespeare. Bs. As.: Eudeba, 1964.

8 “Esos sentimientos no sólo son tolerados, sino con mucha frecuencia fomentados por los mismos órganos

de poder, tal vez para ambientar la aplicación de sus propias medidas represivas, pero más bien, a nuestro entender, para excitar las pasiones de las masas, a las que se dirigía y en las que se apoyaba, a fin de hacer más cerrada su adhesión, más ciega su obediencia y su aceptación de una política, más enérgica su

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La suma de estos elementos nos permite la siguiente aproximación: el suicidio es solo uno, y seguramente no el más brutal, de los “crímenes” que el teatro de Shakespeare pone en escena. De hecho esta expresión puede considerarse, en ciertos casos, metafórica, ya que las muertes de varios personajes como es el caso de Ofelia, Porcia, Lady Macbeth o Regan (por razones de la infraestructura de los teatros de la época, desprovistos de telón u otros implementos útiles a los cambios escénicos) ni siquiera ocurren frente a los ojos de los espectadores. En las obras de trasfondo histórico, como Julio César o Antonio y Cleopatra, la acción reproduce con fidelidad los acontecimientos tomados de las fuentes bibliográficas en las que se basa, tal es el caso de las Vidas paralelas de Plutarco, por lo cual los suicidios de los personajes no obedecen a una decisión ética o estética del autor. Tenemos presente, además, al momento de elaborar estas líneas, que el suicidio como motivo ficcional goza de insignes ejemplos en la construcción de héroes y heroínas, en todas las épocas y en sociedades igualmente reacias a su aceptación, desde Antígona y Yocasta o la Melibea celestinesca hasta Anna Karenina, Madame Bovary o el joven Werther. El lugar que ocupa en la obra shakespeareana no es, en ningún modo, excepcional, y se inserta en una cultura que, aun cuando deplora el pecado, exalta la truculencia y el horror.

******* La edad moderna testimonia, en una larga transición proveniente del otoño

medieval (según la expresión de Huizinga) un cambio de actitud frente a la muerte, indisoluble de los demás aspectos del viraje antropocentrista de la cultura. En su libro Ensayo sobre la muerte en Occidente, el historiador francés Philippe Ariès rastrea los pormenores de este proceso, caracterizado de la siguiente manera: a partir del siglo XII paulatinamente las clases más favorecidas en términos de poder y de instrucción adquieren una conciencia de la propia muerte, distinta de la concepción puramente biológica que es común entre el vulgo, es decir, la defunción como etapa irremisible de un ciclo vital poco más complejo que el de los demás animales: nacer, crecer, trabajar, reproducirse. La muerte hasta el medioevo es un fenómeno socializado y asumido como destino colectivo; el agonizante se hace rodear de sus seres queridos y se deja partir, como el Maese Don Rodrigo, “con voluntad placentera” hacia un descanso anhelado. Adelantemos que en el período de las tragedias shakespeareanas al que nos abocamos, solamente el inicio de King Lear refleja esta visión de los hábitos frente al deceso; la pieza nos introduce al momento en que el protagonista se dispone a dejar en orden sus asuntos mundanos, preparando el terreno para envejecer y morir en paz.

Si se ha estudiado la innovación pictórica renacentista del retrato como reflejo de un anhelo burgués de trascendencia, también en el arte funerario, según indica Ariès, cobra relevancia el personalismo de las placas recordatorias. Durante

intervención cuando hubiera que acudir a ellas, en caso de guerra interna o externa”. (MARAVALL, J.A – op.cit. Pág. 335)

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más de ocho siglos los sepulcros eran anónimos, y a partir de la Alta Edad Media la sobriedad de las placas que solo señalaban el nombre da paso a la representación de la imagen, incluso al vaciado del rostro del occiso y la reproducción de una máscara con sus facciones sobre la lápida. Más importante es el hecho de que el impulso al esfuerzo personal como fuerza motora de la vida, como factor de ascendencia social y realización de las ambiciones (valores centrales en la moral burguesa en formación), ubica a la muerte como interrupción violenta del proceso y por ello, la asimila al fracaso. En la cultura de la competencia dicho fracaso se cierne como un temor que ensombrece la existencia de los hombres, por eso explica Ariès que “la muerte es a partir de ahora considerada –cada vez más- como una transgresión que arranca al hombre de su vida cotidiana, de su sociedad razonable, de su trabajo monótono, para someterlo a un paroxismo y arrojarlo a un mundo irracional, violento y cruel.”9

“La muerte se convirtió en el lugar donde el hombre tomó, mejor que en ningún otro, conciencia de sí mismo”10. […] “En el espejo de su propia muerte cada hombre redescubría el secreto de su individualidad”11. Es esta la mejor síntesis que ofrece Ariès de la transformación que venimos explicando. Para entender la dimensión de crisis espiritual que conlleva son útiles los siguientes apuntes de Max Weber en su afamado estudio del protestantismo: “Los círculos aristocráticos ya emancipados en su fuero interno de la tradición […] se comportaban de otro modo, […] les asaltaba la duda de lo que puede haber más allá de la muerte”12. Con la precaución de no apartarnos del tema, es importante marcar que la obra lírica de Shakespeare, y más concretamente una parte considerable de sus célebres sonetos, trabaja una concepción filosófica sobre la muerte y sobre la llamada doctrina del tiempo circular, en la que se cifra una esperanza de trascendencia en el acto de la progenie (entendida tanto en el sentido biológico de engendrar hijos como en la perpetuidad que otorga, por ejemplo, dejar escritos versos que sobrevivan al poeta). Pero la presencia de la divinidad es un reflejo tenue; incluso uno debe preguntarse si el escritor no se consuela, al sostener que la expresión poética puede mantener inmarcesible en la evocación la belleza que el tiempo destruye en el plano material, de su falta de fe en una forma superior de la eternidad. Tal escepticismo metafísico quita, en las tragedias, toda posibilidad de contemplación serena y empuja a los personajes al desconsuelo y la locura; aquí solo cabe coincidir con Chambers en que “la filosofía de las tragedias no es una filosofía cristiana”. Más aun, cuando Harold Bloom asegura que la universalidad del bardo se ha logrado “sustituyendo a la Biblia en

9 ARIÈS, Philippe – Historia de la muerte en Occidente. Barcelona: Acantilado, 2011. Págs. 64-65.

10 Ibídem. Pág. 56.

11 Ibídem. Pág. 61.

12 Más adelante Weber profundiza el planteo de este dilema en las mentalidades de la época: “por encima

de todos los intereses de la vida en este mundo estaba el más allá, con todos sus enigmas, lo que preocupaba con ilimitada intensidad. No había creyente que dejara de plantearse tales problemas irremediablemente: ¿soy parte del círculo de los elegidos? Y, ¿cómo sabré que me asiste la seguridad de que lo soy? Tales problemáticas confinaban a un segundo plano toda obsesión mundanal” (WEBER, Max – La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Madrid: Globus).

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la conciencia secularizada”13 nos preguntamos si no será porque la misma conciencia shakespeareana avanza ya en vías hacia la secularidad.

Volvamos brevemente a Ariès, quien sostiene que “los hombres se convencieron de la vanidad de la fama en el momento en que empezaron a dudar también de la eternidad.”14 Retomar la concepción medieval de las tres vidas (la terrenal, la de la fama, y la del plano celestial) e intentar aplicarla a las tragedias de Shakespeare nos lleva a constatar, contra la afirmación de Ariès, que el proceso que señala no es conjunto; con más frecuencia veremos repetida la noción de una trascendencia a partir de la fama que una afirmación de fe en la vida ultraterrena.

“Se quemará a Cleopatra junto a Antonio. Ninguna tumba de la tierra encerrará a una pareja tan famosa”, anuncia Octavio al final de la tragedia, con similar disposición que la que expresaban Montesco y Capuleto al cierre de Romeo y Julieta, cuando prometían sendas estatuas para el recuerdo de los dos amantes. “Muerto está el noble Timón, cuya memoria ha de sobrevivir” declara Alcibíades junto a la tumba del protagonista en el tramo último de Timón de Atenas. En Julio César, Casio y Bruto conjeturan sobre el renombre eterno que les ha de dar su conspiración contra el emperador (“¡Dentro de cuántas edades se volverá a representar esta nuestra grandiosa escena en naciones aún no nacidas y en idiomas que están aún por crearse! ¡Cuántas veces se verá en esos juegos futuros desangrar a César, que yace ahora al pie de la base de Pompeyo, no menos insignificante que un puñado de polvo! Y cuantas veces suceda, otras tantas nuestro grupo será apellidado el de los hombres que libertaron nuestra patria”). “Más gloria tendré yo por este día de derrota que Octavio y Marco Antonio por su vil conquista”, se dice Bruto segundos antes de atentar contra su vida. En Hamlet y en Othello, las últimas preocupaciones terrenales de los héroes se encaminan a preservar al menos una región de pureza en sus nombres mancillados por el crimen; el moro pide a quienes están a punto de verlo morir que recuerden y cuenten en sus cartas, junto a los excesos y pecados que determinaron su caída, los servicios que prestó lealmente a su estado; el príncipe danés disuade a Horacio, cuyo primer impulso tras el desenlace de la tragedia es también el de matarse con el vino envenenado que fulminó a la reina, que permanezca en la tierra para divulgar su historia y disculpar su conducta errática ante los ojos del mundo. “Si esto permanece oculto ¡qué manchada reputación dejaré después de mi muerte!”, se lamenta.

En comparación con estos ejemplos, los pasajes que manifiestan una creencia tradicional en la inmortalidad del alma y en el cumplimiento de una justicia divina, son menos numerosos. Es cierto, sí, que en el acto tercero de Hamlet, Claudio busca la expiación de su culpa por medio de la oración, y que por esa misma oración Hamlet detiene su venganza, a fin de no premiar al usurpador del trono con un pasaje al paraíso. También es cierto que la muerte violenta de Ofelia suscita el resquemor sobre el destino de su alma, pero la afirmación de Laertes sobre la bienaventuranza celestial de su hermana (“Y a ti, clérigo zafio, te anuncio que mi hermana será un ángel del Señor, mientras tu estarás bramando

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BLOOM, Harold – Shakespeare: La invención de lo humano. Bogotá: Norma, 2001. 14

ARIÈS, Philippe – Op. cit. Pág. 295.

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en los infiernos”) resuena más como un anatema anticlerical que como un sentimiento cristiano genuino y serenamente asimilado. Acaso en esta etapa temprana del período trágico Shakespeare permanece aún bastante ligado a ciertas concepciones cristianas, más diluidas en el devenir de su dramaturgia. La traición de Claudio al rey Hamlet, eco de la historia de Caín y Abel, la simbología del sueño del monarca en el jardín y del usurpador presentado como serpiente que ciñe la corona, todo conlleva reminiscencias bíblicas. Aún más, la escena del cementerio en Hamlet da ocasión para que Shakespeare reelabore, en clave moderna, el tópico medieval del ubi sunt. “¿Qué se hicieron tus burlas, tus brincos, tus cantares y aquellos chistes repentinos que de ordinario animaban la mesa con alegre estrépito?” interroga el príncipe al cráneo de Yorick, el bufón muerto. “Y esa otra, ¿por qué no podría ser la calavera de un abogado? ¿Adónde se fueron sus equívocos y sutilezas, sus litigios, sus interpretaciones, sus embrollos?”15

El orden nobiliario del que proviene Hamlet (para quien “la mano que no trabaja es la que tiene más delicado el tacto”) se encuentra en descomposición (“ya el villano sigue tan de cerca al caballero, que muy pronto le desollará el talón”), y la igualdad de los despojos mortales de los hombres ilustres y de los simples plebeyos es una evidencia demoledora. Pero en la conciencia del siglo XVII el conflicto no se resuelve, como en tiempos de Arcipreste, por la invectiva contra el rasero nivelador de la muerte “enemiga del mundo”; antes bien, se presenta como un absurdo que anula toda noción de orden, de sentido vital, de coherencia: “un rey puede pasar progresivamente a las tripas de un mendigo”. Esta ruptura se hace más acerba y alcanza el grado de una feroz misantropía en los años que separan a Hamlet de piezas como King Lear o Timón de Atenas; con similares detonantes (descalabro de la institución familiar, resentimiento de los vínculos humanos, caos político en el más amplio sentido del término) la síntesis que se ofrece adquiere su forma más radical: “la vida es un cuento narrado por un idiota, y que nada significa”. Estamos ante el nihilismo del que hablaba Bloom, y no puede ser casual que todas las menciones a un plano superior al de los hombres aparezcan reducidas a la alusión difusa de unos dioses que se entretienen jugando con nosotros, como niños que matan insectos.

El extendido sentimiento de confusión, de incertidumbre y aun de abandono espiritual que se difunde en países como Inglaterra durante estos tiempos será mejor comprendido si retomamos el trabajo de Max Weber, para abocarnos a la doctrina protestante de la predestinación. Esta reforma del dogma católico establecía, a grandes rasgos, que la salvación o la condena eterna de cada hombre había sido determinada por Dios desde el momento previo a la misma creación, de lo cual resultaba que ninguna acción humana podía influir en una modificación de dicho designio (también se desprendía de esta doctrina la inexistencia del purgatorio, por lo que algunos autores han visto un trasfondo católico en la figura errante del espectro del rey Hamlet). Tal como lo sintetiza Weber “Dios es libre, esto es, no está sujeto a ley alguna, y solo es factible la comprensión de sus designios y hasta el conocimiento de ellos, cuando se hubo complacido en manifestárnoslo. Únicamente existe en nosotros la posibilidad de

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También Antonio, en Julio César, evoca al emperador asesinado según un esquema similar: “Todas tus conquistas, glorias, triunfos, despojos, ¿han venido a reducirse a esa mezquina condición?”

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atenernos a estas fracciones de la verdad perdurable; todo lo demás – en torno a nuestro propio destino – se encuentra en una nebulosa, y cualquier intento de esclarecer el enigma es imprudente además de imposible”16. No es difícil imaginar, al cabo de estas explicaciones, que los feligreses de la época compartieran la angustia que expresa el Duque de Albany en King Lear: “El juicio del cielo nos aterra”.

********** Cuando Emile Durkheim analiza el fenómeno del suicidio en las sociedades

industriales europeas de fines del siglo XIX, aplicándole las reglas de su método sociológico, constata entre las poblaciones protestantes una tendencia mayor a la autoeliminación que entre las poblaciones católicas. Y concluye: “el protestante es más el autor de su creencia. La Biblia se deja en sus manos y ninguna interpretación de ella se le impone. […] la inclinación del protestantismo por el suicidio debe estar en relación con el espíritu de libre examen, que anima esta religión”.17 Volvemos así al planteo inicial: no es que el mayor grado de libertad fomente el quitarse la vida, pero sí, en el choque de una aspiración libertaria y una realidad opresiva, aniquiladora de las alternativas, la propia vida resulta ser el último espacio disponible de afirmación de la libertad. Buena parte de los suicidas shakespeareanos repiten este esquema: Romeo y Julieta, incapaces de un sometimiento al linaje familiar que implique la renuncia a su bien más preciado; Antonio y Cleopatra, quienes presienten su destino de esclavos ante el triunfo inminente de César; los propios Casio y Bruto, una vez derrotados en la guerra que decidieron entablar.

El modo del desenlace no siempre es el mismo, aunque se advierten ciertas categorías. Así, Shakespeare pone frecuentemente a sus personajes femeninos en el trance de ese “paroxismo” al que hacía referencia Ariès; esta decisión parece obedecer al preconcepto de la irracionalidad y la falta de temple femeniles, que tanto lamentaba Hamlet en su propio carácter. Y si tal cuadro psicológico se amolda bien a las figuras adolescentes de Ofelia o Julieta, incluso a la naturaleza más bien sumisa de Porcia, resulta más forzado cuando se aplica a personalidades como la heredera de Lear, Regan, y más que nada a la implacable Lady Macbeth. Otro tipo tratado con menor delineamiento de la personalidad es el de los subalternos y sirvientes: Ticinio es un soldado romano que en la tragedia de Julio César se mata acompañando la suerte de Casio, con la misma espada de su señor; en tanto el Conde de Kent, fiel criado del rey Lear, dice al final de esta

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WEBER, Max – Op. cit. Pág. 132. El autor agrega al respecto en la siguiente página: “Debido a tan cruel apasionamiento perturbador, esta doctrina había de redundar en el espíritu de los hombres de la época, que la vivieron con todas sus profundas consecuencias, en un sentimiento de inaudita soledad interior del hombre. Para los hombres de la Reforma, la dicha eterna era el pensamiento más determinante. El hombre se sentía irremediablemente obligado a seguir él solo la senda hacia un destino ignorado, dispuesto desde la eternidad. No había quien pudiera ayudarle, ni tan solo el predicador, puesto que únicamente el elegido estaba capacitado para entender espiritualmente la palabra de Dios; tampoco podía hallar ayuda en los sacramentos, ya que, ciertamente, son los medios ordenados por Dios para acrecentar su propia gloria”. 17

DURKHEIM, Emile – Op. cit. Págs. 148-149.

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pieza cuando se ha consumado la muerte de su amo: “Me llama mi señor y no me negaré a seguirlo”. Si aceptamos, de acuerdo con Durkheim, que “el suicidio varía en relación inversa del grado de desintegración de los grupos sociales de que forma parte el individuo” y que “cuanto más debilitados son los grupos a que pertenece, menos depende de ellos, más se exalta a sí mismo para no reconocer otras reglas de conducta que las fundadas en sus intereses privados”18, podrían ser estos abnegados los únicos que escapan a la regla. En el sentido contrario también lo sería Horacio, quien renuncia al alivio de quitarse la vida y asume la penosa tarea de seguir viviéndola para limpiar el nombre de su príncipe.

Hemos hecho estas apreciaciones con la conciencia de los recaudos que se deben tener al trasladar una descripción sociológica al ámbito de unos personajes ficticios. La tentación de aceptar su absoluta validez se vuelve extrema al cotejar el siguiente pasaje: “En la medida en que duda el creyente, es decir, se siente menos solidario de la confesión religiosa de que forma parte y se emancipa de ella, en la medida en que la familia y la sociedad se le hagan extrañas, se convierte en un misterio para sí mismo y entonces no puede escapar a la pregunta irritante y angustiosa: para qué”.19

Creemos haber dejado en claro ya los tenues reflejos de la religiosidad en las tragedias shakespeareanas del período estudiado, pero en lo que refiere al resto de la sentencia, al extrañamiento de la familia y de la sociedad en su conjunto, la cita de Durkheim parece creada a la medida de Hamlet, un personaje que si no llega a cometer suicidio acaso se deba solo a su agudísima y célebre duda existencial. En su monólogo del acto III, escena IV, sorprendemos al príncipe precisamente en la tortuosa búsqueda de ese “para qué”, empujado por el derrumbe de su mundo conocido, que no logra reconstruir. El escepticismo lo aparta de todos los núcleos que lo contenían y de la experiencia personal de la pérdida se forja en su ánimo un panorama de hipocresía reinante, de justicia postergada, de felonía impune, de desamor, de cobardía frente al destino. La libertad otra vez está en el puñal que la mano del desesperado puede empuñar, por eso la búsqueda de un “para qué”, de un motivo, es el único motor para continuar viviendo. Aunque Hamlet es la pieza donde quizás más acuciantemente se ha plasmado esta crisis (Baldini considera que “en el universo copernicano que testimonia la búsqueda de Hamlet el hombre ya no es más medida del conocimiento de sí mismo”20), el planteo puede extrapolarse a cualquiera de las tragedias shakespeareanas de esta etapa. La súbita debilidad de Macbeth se produce en el momento en que pierde la férrea seguridad en el designio de las brujas; la renuncia que hacen Othello o Timón en sus respectivas tragedias señala que ya no hay paz ni justicia que puedan integrarlos nuevamente al tejido social y humano que provocó su drama; la muerte que procura, como un remedio, el Conde de Gloucester cuando se arroja por un falso precipicio en el acto cuarto de King Lear surge, más que de la ceguera, del hastío de la contemplación de un mundo caótico. Unos en estado de locura y otros en reflexiva aceptación, los personajes de Shakespeare hacen el alto final cuando se desvanece el dilema que

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DURKHEIM, Emile – Op. cit. Pág. 214. 19

Ibídem. Pág. 219. 20

BALDINI, Gabriele – Op. cIt. Pág. 101.

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corroía a Hamlet; Durkheim sostiene, pero el bardo habría puesto su firma a la sentencia, que “la vida no es tolerable sino cuando se vislumbra en ella alguna razón de ser.”21

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DURKHEIM, Emile – Op. cit. Pág. 216

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