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SER HOMBREImágenes arquetípicas de masculinidad

en Cien años de soledad

SER HOMBREImágenes arquetípicas de masculinidad

en Cien años de soledad

Lisímaco Henao Henao

Institución Universitaria de Envigadowww.iue.edu.co

Jaime Alberto Molina Franco Rector

Henry Roncancio GonzálezVicerrector Académico

Juan Gabriel Vélez MancoJefe de Investigación

Titulo Ser hombre: imágenes arquetípicas de masculinidad en Cien años de soledad© 2009 Institución Universitaria de EnvigadoCra 27B N.º 39 A sur 57, Envigado, AntioquiaISBN 978-958-99189-1-3

Diseño de cubierta: Erledy Arana Grajales, Imprenta Universidad de AntioquiaDiagramación, diseño, impresión y terminación: Imprenta Universidad de AntioquiaTeléfono: (574) 219 53 30. Telefax: (574) 219 53 32Correo electrónico: [email protected]ín, Colombia

Impreso y hecho en Colombia / Printed and made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita del autor.

A “los hombres de mi vida”: A mi padre, mis abuelos, hermanos, tíos y amigos,

Quienes soportan, cuestionan o simplemente viven, este ser hombres en ocasiones tan difícil.

Presentación 11

Prólogo. Los avatares psíquicos de lo femenino y lo masculino 15

Uno. Realismo mágico y realidad psíquica. En torno a los fundamentos de todo acontecer 27

I. Definir la realidad: Un problema histórico 27

II. Descripción de la realidad y relato. El periodismo como literatura 30

III. Realismo mágico y realidad psíquica 35

Dos. Retorno a Macondo: La soledad del coronel Aureliano Buendía 43

¿Qué es ser hombre? 47

Tres. Imágenes masculinas: José Arcadio, lo femenino y la mujer 55

Epílogo. Ser hombre. Un asunto sin resolver 71

Bibliografía 87

Contenido

Presentación

Los hombres y mujeres de este momento histórico tenemos la obliga-ción moral de enfrentar preguntas clave para nuestro crecimiento

como individuos, preguntas de cuya respuesta, paradójicamente, depende también el destino de las sociedades y de la naturaleza que nos rodea. Se trata, entonces, de la relación conocida desde la antigüedad entre la par-te y el todo, el adentro y el afuera, y también de lo que se conoció como al anima mundi, el alma del mundo. En este texto presento una visión de conjunto de dicha relación, partiendo de los fenómenos de época que afectan directamente la conformación de la masculinidad o masculini-dades y del horizonte mítico expresado por Gabriel García Márquez en Cien años de soledad.

Es este el producto tanto de un ejercicio profesional como de vivencias íntimas, motivo por el cual me siento agradecido con quienes desde uno y otro ámbito han contribuido a su publicación. A la Institución Universi-taria de Envigado por el auspicio, en el año 2007, de la investigación que permitió la concreción de estas ideas, y en ella a quienes en ese entonces lideraron su gestión: al Coordinador de Investigaciones del Departamento de Psicología (hoy Decano) psicólogo César Augusto Jaramillo, al Decano de Psicología del momento magíster en Educación y psicólogo Víctor Ortega y, ya en el presente, a todo el equipo del Sistema de Investigaciones (SIUNE). Agradecimientos especiales también a mi Alma Máter, la Universidad de Antioquia, que participa en la edición de este texto.

En el otro sentido, el vivencial, agradezco de corazón a los alumnos y alumnas de mis cursos de investigación en la IUE por estar ahí y “obligar-me” continuamente a una reflexión creativa sobre al acto de investigar. A los hombres que me han acompañado en el camino, tal como aparece en la dedicatoria, con especial mención de mi hermano, licenciado en Filosofía

Lisímaco Henao Henao12

Gonzalo Henao Henao, quien en mi adolescencia pusiera en mis manos, con la habilidad del gran maestro que es, la novela de Gabo. Ese regalo encuentra hoy su más profundo destino en este libro.

Los Amantes (detalle). Rodrigo Arenas Betancourt(fotografía de Jorge Narváez. En Revista Ars. N.º 1. Colombia, 2006)

PrólogoLos avatares psíquicos de lo femenino

y lo masculino

El análisis nos muestra muchas veces que la niña,después de haberse visto obligada a renunciar al padre como objeto erótico,

exterioriza los componentes masculinos de su bisexualidad constitucional y se identifica no ya con la madre, sino con el padre, o sea con el objeto perdido.

Esta identificación depende, naturalmente,de la necesidad de sus disposiciones masculinas,

cualquiera que sea la naturaleza de estas.S. Freud1

Es un hecho bien conocido que el sexo está determinadopor una mayoría de genes masculinos o femeninos.La minoría de genes del sexo opuesto no se pierde.

Por eso, el hombre posee una faceta de carácter femenino, es decir, tiene una figura femenina inconsciente:

un hecho del que él no suele ser consciente en absolutoC. G. Jung2

Plantear una problemática como la de los imaginarios de masculini-dad y su relación con los fenómenos contemporáneos de crítica y

transformación de roles implica, necesariamente, un planteamiento inicial del horizonte teórico desde el que se pretende dar luces a la misma. Debido a la complejidad y actualidad del tema, será preciso tener en cuenta diver-

1 Freud, Sigmund. Los textos fundamentales del psicoanálisis. Ed. Altaya. Barcelona, 1993 p. 567.

2 Jung, Carl Gustav. Los arquetipos y lo inconsciente colectivo. O. C. 9/I, § 512 Ed. Trotta. Madrid, 2002, p. 267.

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sas posiciones teóricas y discursivas que faciliten el acceso a los fenómenos observados. Algunas perspectivas provenientes del feminismo, la sociología o los discursos acerca de la llamada “posmodernidad” se impondrán como una manera de enriquecer los hallazgos del trabajo de campo. Provisio-nalmente, sin embargo, es preciso establecer un horizonte o, mejor, una brújula que guíe estos primeros acercamientos. Se trata de aquellas bases que, en investigación cualitativa, se tienen siempre por modificables en el proceso mismo de indagación.

Las voces citadas al inicio corresponden a dos de los iniciadores del psicoanálisis, separados por sus desarrollos teóricos pero unidos por la pre-gunta acerca del cómo de la constitución de las diferencias actitudinales de hombres y mujeres. Aunque no se pretende desarrollar aquí una completa “teoría del psicoanálisis”, sí será necesario profundizar en conceptualizacio-nes desarrolladas por Carl Gustav Jung y algunos “posjunguianos” interesa-dos en los temas de la relación psíquica de los géneros. En cuanto a Freud, resaltemos solamente que al hablar de “bisexualidad constitucional” y de “disposiciones masculinas cualquiera que sea su naturaleza”, como factores determinantes de la constitución de las actitudes masculinas (en este caso en la mujer), nos sugiere la existencia de unos elementos inconscientes, verdaderas categorías (Kant) que permiten la construcción, en el aparato psíquico, de la masculinidad. No interesa aquí el forzar las palabras de Freud para argumentar a favor de disposiciones heredadas, simplemente leemos en este párrafo (y en otros), una pregunta sugerida por el maestro vienés, una pregunta que desarrollaría en el sentido del complejo de Edipo y de las elecciones de objeto. En otras palabras: la respuesta freudiana se orienta hacia la constitución de lo femenino y lo masculino como una función de la construcción de la conciencia.

El camino que toma Jung es de otra índole: relacionando los mitos y símbolos de diversas culturas, los sueños y síntomas de sus pacientes y la constitución biológica del individuo, plantea una premisa fundamental: la existencia de los arquetipos, en este caso de un arquetipo para lo masculino y de otro para lo femenino, de tal manera que “el hombre posee una faceta de carácter femenino, es decir, tiene una figura femenina inconsciente: un hecho del que él no suele ser consciente en absoluto”. A estas disposiciones las llamaremos, con la analista junguiana Polly Young-Eisendrath, elementos de la “contrasexualidad” para diferenciarlas del género. De esta manera se establece como punto de partida la claridad conceptual de que el género

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se refiere a aquellas atribuciones que para hombres y mujeres la cultura ha construido, mientras que la contrasexualidad señala hacia adentro del individuo, representando la parte masculina inconsciente de las mujeres y la femenina inconsciente de los hombres, las cuales se personifican en sueños, mitos y síntomas, razón por la cual Jung las postula, más que como meros conceptos, como verdaderas “personificaciones”.

Y es que esta tendencia a personificar en psicoanálisis, a dar caracte-rísticas personales a funciones, movimientos o tendencias psicológicas no es exclusiva de Jung. El mismo Freud realizó dicho ejercicio al pasar de una primera explicación del aparato psíquico de tipo topográfico: inconscien-te – preconsciente – consciente (1915) a una segunda: yo – Ello – superyó (1923), denominando así con pronombres a las partes de su nuevo esquema, cosa que le fue muy criticada en su momento. Lo que es propio de la obra junguiana es la multiplicación de personificaciones o instancias psíquicas a las que denominará arquetipos; veamos en qué consisten, enfatizando sobre todo en los que nos competen por ahora: los arquetipos de lo masculino y lo femenino.

En el arco que traza la libido (para Jung un concepto general de la energía no exclusivamente sexual), al pasar desde lo puramente instintivo hasta su expresión psíquica, gran cantidad de símbolos se han construido alrededor de la diferenciación de los sexos. No es de extrañar, diremos con Jung, que un tema tan fundamental desde el punto de vista biológico, dejara su huella en los terrenos del espíritu.

Una serie de mitos y representaciones religiosas se refieren a la unión de los opuestos; por ejemplo el tema de las Syzygia3 o parejas andróginas de dioses, el cual, según Jung “...expresa que con algo masculino siempre se da al mismo tiempo lo correspondiente femenino”.4

3 Vendría a constituirse el arquetipo en un “autorretrato del instinto”, estas imágenes de conjunción de opuestos podrían corresponder, o ser la representación de la androginia biológica constitutiva de lo humano. En su obra Aión, Jung afirma que, además de constar de las experiencias que los géneros tienen uno del otro y de los arquetipos mismos, las Syzygias representan “...la proporción de femineidad que tienen el varón y de masculinidad que tiene la mujer” (En Aión. Contribuciones a la simbólica del sí-mismo, p. 34.

4 C. G. Jung. Arquetipos e inconsciente colectivo, p. 61.5 Íd. p. 55.

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Este tema de las bodas divinas, “...se retrotrae por un lado hasta las oscuridades de la mitología primitiva y por el otro hasta las especulaciones filosóficas del gnosticismo”.5 Entre las numerosas imágenes que se agrupan alrededor de esta idea, podemos hacer notar la de la unión de Dios y la Sabiduría en el Antiguo Testamento, la de Cristo con la Iglesia en el dogma católico, las nupcias de los elementos en la alquimia medieval6 y, desde lue-go, el mito platónico del andrógino originario del que se habrían separado los opuestos masculino y femenino, motivo sobre el que volveremos en el capítulo dos.

Estas imágenes expresan entonces, un arquetipo que integra opues-tos y cuya expresión simbólica dio lugar a la creación de grandes sistemas religiosos así como a la transferencia a los padres, por parte del niño, de características divinas. Es decir que, con anterioridad a la creación de representaciones divinas y a la proyección de cualidades mágicas en los padres, está inscrita en el inconsciente colectivo esta preformación, quizás como un “reflejo” o “representación psíquica”, de la constitución biológica (la mencionada bisexualidad genéticamente comprobada).

Pero así como el niño va diferenciando a sus padres él mismo va siendo objeto de una diferenciación dictada por su cultura, resultado de la cons-titución sexual anatómica, las imágenes proyectadas sobre cada sexo y de un tercer factor proveniente del arquetipo; veamos como.

Jung dedujo de sus observaciones acerca del funcionamiento psíquico, que, a partir del original arquetipo de la pareja de opuestos se opera una escisión de la cual surgen dos arquetipos subsecuentes: el animus, es decir la parte masculina de aquella pareja y el anima, su parte femenina. El ra-zonamiento que permite llegar a esta afirmación es el siguiente: la cultura potencia la construcción de un Yo adaptado a ciertas normas sobre lo que uno debe ser de acuerdo con su sexo. De esta manera un varón será “como son los varones”, mientras que la mujer tratará de construir su identidad a partir de lo que su contexto supone que ella “debe ser”. Ahora bien, debido a que el arquetipo bisexual corresponde a todos; la parte de él que no puede ser realizada conscientemente por el yo permanecerá inconsciente y, por

6 “En las nuptiae chimycae o matrimonium alchymicum, los contrarios supremos en forma de lo masculino y lo femenino se funden en una unidad que no tiene entonces contrastes y en consecuencia es incorruptible” (En: Símbolos de transformación. Ed. Paidós, Barcelona, 1998. N. del T. Infra p. 235).

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ende, será proyectada. Así, los varones proyectarán su parte femenina en las mujeres, empezando por la madre y prosiguiendo hacia todas las mujeres de su entorno por lo que —al menos mientras no se haga consciente de dicha proyección y la realice integrando a la conciencia los valores femeninos que ve “en el afuera”—, esta feminidad permanecerá inconsciente. Lo mismo operará para la mujer, invirtiendo sexos las figuras mencionadas.

Por la definición de arquetipo que se viene desarrollando aquí, podemos suponer que el anima nuclea una serie de imágenes que dan cuenta de sus significados en una cultura determinada. De esta manera se han formado mitos y leyendas acerca de hadas, brujas, heroínas, magas, guías y diosas, que expresan cualidades que la literatura nombra como lo femenino. Pero definir lo femenino, dejando por fuera la experiencia de las personas con-cretas no sería hacerle justicia al concepto de anima creado por Jung para su aplicación práctica. Según él, cuando un hombre actúa desde su anima, es decir, cuando se identifica con sus aspectos femeninos o es invadido por estos: “...están en juego la vanidad y la sensibilidad personales...”7 o “...el anima instila el veneno de su seducción y engaño...”8 e incluso llega a afirmar que “...en el varón la obnubilación animosa es del orden de la sentimentalidad y el resentimiento...”.9

Pero ¿es esto el anima? En términos estrictos esta pregunta está mal formulada, pues como afirmara el mismo Jung, no deben confundirse representaciones arquetípicas (como son estas), con el arquetipo en sí, el cual es una hipótesis formulada a partir de las evidencias en los indivi-duos10 es decir, las imágenes que aparecen en sus sueños o que campean

7 C. G. Jung. Aión, p. 28.8 Ibíd. p. 29.9 Íd.10 Se trata, entonces, de la proyección, cuyo contenido está fuertemente marcado por ideas

de sexo culturalmente establecidas. El arquetipo en sí, se deduce de la proliferación de imágenes referidas a pares de opuestos: alma-cuerpo, espíritu-materia, mal-bien, etc., y que hallan su correspondencia biológica en la distribución de cromosomas de naturaleza opuesta en cada sexo. Jung expone este punto al admitir que, aunque en la proyección el anima tenga forma femenina: “Esta comprobación empírica no significa de ningún modo que el arquetipo en sí tenga igual naturaleza. La syzygia masculino-femenina es sólo uno de los posibles pares de opuestos, si bien es uno de los más corrientes” (En Arquetipos e Inconsciente Colectivo, p. 66). Se mantiene así el concepto de arquetipo, como molde vacío, lo cual es garantía de que, por rígidos que sean sus representaciones, no tienen por qué ser las únicas posibles.

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detrás de nuestros síntomas. Lo que sí podemos discutir es la naturaleza de estas representaciones.

Cuando decimos que sobre la mujer se proyectan imágenes como irra-cionalidad, sentimentalismo, sensualidad y materialidad; estamos hablando de aquello que los varones tenemos como representación de lo que es la mujer y, a la vez, es la manera (limitada), como nos acercamos a lo femeni-no interior. Estas imágenes, nos dice Young-Eisendrath,11 provienen de las opiniones y prejuicios que la cultura occidental, encarnada en el varón, ha construido acerca de lo femenino y de la mujer.

Pero Jung llamó la atención también sobre otros aspectos del anima; para él este arquetipo representa la vida en su plenitud, la cual, por tender hacia lo vivo, tiende hacia la naturaleza, incluyendo la propia (el cuerpo de cada uno). Así mismo, detectó como producto de la activación de este arquetipo el desarrollo de una sabiduría particular: “Es verdad que el anima es impul-so vital, pero además tiene algo extrañamente significativo, algo así como un saber secreto o sabiduría oculta, en notable oposición con su naturaleza élfica irracional”.12

Jung advierte, sin embargo, que estas cualidades se manifiestan “...sólo a quien discute con el anima”.13 es decir, a quien integra sus proyecciones, siendo los aspectos negativos del anima y sus desastrosos efectos un producto de la represión de lo femenino. En otras palabras, la oscuridad en la que parece morar lo femenino es producto de su desconocimiento por parte de la conciencia, la cual ha sido construida sobre la negación de aquella parte de la totalidad psíquica representada por el anima.

Prosiguiendo con la discusión; si lo arquetípico es la bisexualidad constitutiva de lo humano y el anima una de sus partes, de la cual sabemos por la proyección y si las imágenes de esta proyección son producto de una construcción cultural, la pregunta no es tanto qué es el anima en sí, sino, qué se proyecta como femenino en las mujeres, pues ello es lo que determina las representaciones, las imágenes que emergen del alma de cada uno. El mito o el relato folklórico, la obra artística e incluso el chiste no serán otra cosa, entonces, que una expresión más de aquello que la cultura constru-

11 En Ser mujer. Varios autores. Ed. Kairos. Barcelona, 1993.12 Ibíd, p. 37.13 Íd.

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ye alrededor de uno de los opuestos.14 Así, por ejemplo, si en relatos de todo el mundo aparece una representación de lo femenino como la “bruja malévola”, oscura y destructora; esto nos permitirá sospechar que, en la cultura en la que se forjan dichas leyendas, la psique individual y colectiva tiene que atender a estos aspectos inconscientes, no aceptados, de sí mis-ma. Si, además, las consideraciones colectivas sobre lo femenino apuntan a que este corresponde a la sensibilidad artística, el amor a la naturaleza, la valoración del cuerpo o la conexión con la vida interior, será lícito ra-zonar que los aspectos desatendidos sobre los cuales llama la atención tan agresivamente la bruja se refieren a estos valores. Y al parecer esto es así, pues los valores de lo Masculino definido como racionalidad, objetividad y orden jerárquico de la experiencia, han sido privilegiados en la cultura occidental, siendo reprimida tanto en varones como en mujeres su contra-parte arquetípica: lo femenino.

El analista norteamericano Robert M. Stein utiliza la imagen del dios Apolo para caracterizar esta actitud cultural que encarna en los in-dividuos. Apolo expresa ese dominio de una razón desapasionada, que analiza y calcula trascendiendo lo instintual:

Apolo es un dios que mira el universo desde muy lejos, desde un estado absoluto de distancia e impersonalidad. Su principal interés es la claridad, el orden y la moderación. Desde las alturas de su Olimpo, es un observador desapasionado de nuestras pobres luchas mortales y de nuestros destinos individuales. La elevación espiritual es una clave de su esencia, olvidándose del valor eterno de la individualidad humana y del alma aislada. Se ocupa más de lo que trasciende lo personal, de lo inmutable, de las formas eternas. A esta deidad apolínea, que yo creo que domina nuestra conciencia occidental, no le interesan las necesidades del alma humana individual.15

14 En este punto surgen interrogantes acerca de la posibilidad de encontrar nuevas imágenes que enriquezcan el actual esquema cultural: ¿Dónde están estas imágenes? Investigadoras como Riane Eisler en su obra El cáliz y la espada proponen que deben ser rescatadas las historias y los mitos de antiguos pueblos, en los cuales, en vez de la dominación del patriarcado, regía un esquema de participación, en el que el principio femenino regulaba las relaciones entre los individuos, con la naturaleza y la divinidad, la cual, según los hallazgos arqueológicos, tenía una representación femenina: se trataba de una diosa.

15 Robert M. Stein en Ser mujer, p. 81.

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Estas cualidades han sido asimiladas por los hombres de occidente como “aquello que es ser hombre”, integrando entonces a la fuerza física cierto distanciamiento con respecto a los propios sentimientos, la objetivi-dad como búsqueda valorada colectivamente (lo cual dio luz al positivismo) y una marcada desatención hacia el entorno natural y su explotación des-medida (en pos del “desarrollo” como acumulación de bienes materiales al servicio de los descubrimientos científicos de una “razón positiva”). En el terreno individual el varón se hace conforme a los dictados de una mítica que lo ubica como señor y dueño de la naturaleza e incluso de la mujer, tal como lo confirma el mito judeocristiano de la expulsión del paraíso terrenal, lo cual determina la competencia con los otros hombres en cuanto a la posesión de dichos valores.

Lo femenino, en cambio, se encuentra mucho más cercano a las cualidades de Dionisos, un dios de la naturaleza y la cercanía con todo lo vivo:

Su mundo [el de Dionisos] es la vida y el misterio de la savia y los poderes de la tierra. Personifica la proximidad y la unión, en contraste con la distancia y el desapego de Apolo. Mientras que la distancia y la claridad de Apolo enfatiza la capacidad de conocer, Dionisos nos sumerge en el contacto inmediato con los demás y con la inmediatez de la vida.16

Es de este impulso dionisiaco de implicación y cercanía con las cosas vivas de donde proviene, posiblemente, esa sabiduría que intuía Jung en lo femenino, pues tal proximidad hace que un ser humano pueda inteligir acciones y soluciones por el bien de la vida. En este sentido, y refiriéndose a su experiencia con el trabajo terapéutico de la integración de lo femenino, afirma Stein:

También he experimentado un tipo de lógica, muy directa, rápida, clara y pragmática, que se centra con precisión en atender a una situación inmediata que implica el bienestar de una persona. Creo que el uso del intelecto es femenino, en contraste con la impersonalidad y falta de atención hacia el individuo del intelecto apolíneo.17

16 Íd.17 Ibíd, p. 85.

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Conforme a la posibilidad de que los opuestos subyacen a todo ser humano, estos dos aspectos no deberían, sin embargo, separarse. Sin Apo-lo, la energía que crea hueso e instinto no podría haber ascendido hasta expresiones como la ciencia o el sistema moral; y sin Dionisos pierde lo humano la posibilidad de conexión e intimidad con su propia naturaleza, con la de los demás y con la creatividad en general, expresada en el arte y los sentimientos religiosos.

Frente a estas reflexiones, analistas junguianos como Stein, Sukie Cole-grave y James Hillman, proponen tomar las representaciones de lo femenino como lo arquetípico desdeñado por la cultura tanto en varones como en mujeres, aspecto que se refiere a la relación con la naturaleza en cada uno, a la proximidad con los otros, la intimidad, el sentimiento y la entrega, es decir, aquello que Jung denominaba lo “unitivo del Eros”.18 De esta manera la imaginería de Eros será utilizada también para caracterizar al anima, pues señala hacia la capacidad para unir y hacer conexiones, cualidades propias del dios griego. Ahora bien, puesto que las representaciones del Eros se hallan fuera de la conciencia o poco desarrolladas en ella, el anima pasará a ser el arquetipo por excelencia de la relación con el inconsciente, con la propia interioridad, será la “guía del alma”, como la denomina Hillman.19 Como consecuencia para el ámbito terapéutico, este arquetipo deberá ser potenciado y redescubierto en todos los seres humanos.

El material aportado hasta ahora permite una primera aclaración: Los arquetipos no se refieren a personas concretas, son, como dijimos al princi-pio, personificaciones psíquicas descubiertas a partir de evidencias clínicas y antropológicas. La masculinidad y las masculinidades son entonces formas de ver el mundo y de verse a sí mismos que los hombres han tomado de un fondo arquetípico, solo en parte consciente y en gran parte inconsciente, que se ha construido como oposición a lo llamado femenino atribuido hasta ahora a las mujeres. En suma, se trata de imágenes apropiadas por cada sexo, a partir de configuraciones que no siempre han pasado por la conciencia individual.

En términos generales podemos afirmar que el arquetipo del animus y una amplia batería de sus representaciones ha triunfado en occidente y ha

18 Aion, p. 28.19 En Los espejos del yo. Varios autores. Ed. Kairos, Barcelona, 1994, p. 58.

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configurado una manera de ver el mundo que por mucho tiempo se mantuvo inamovible permitiendo a individuos de todas las clases (tanto varones como mujeres), encontrar las identificaciones del yo necesarias para conducirse por la vida. Sin embargo lo inconsciente parece tener un impulso propio a volverse consciente; es así como surgieron movimientos en la cultura que anunciaron la necesidad del despliegue de un universo de posibilidades desconocidas para las mujeres, pero también, como lo hemos afirmado, para los hombres. Así mismo, no debiera extrañarnos que fueran las mujeres las que iniciaran el movimiento debido básicamente a dos razones: la primera cultural y la segunda psíquica. Por un lado la percepción del sometimiento o la negación de capacidades propias de una parte de la sociedad y por la otra la necesidad de desplegar todo el abanico de las posibilidades del ser, algo que Jung denominaba “la tendencia a la completud”. En este orden de ideas es importante anotar que los hombres no alcanzaron a sentir como propia esta tendencia debido a esa otra tendencia cultural según la cual el hombre ya está hecho, terminado, pues lo masculino triunfó “desde el principio” y, por lo tanto, su completud estaría garantizada por el éxito de un orden de por sí masculino. Esta idea, por supuesto, se basa en un equívoco que trataré de mostrar en las páginas que siguen.

Exploraremos, entonces, los efectos que para el hombre trajo consigo la tendencia a la completud expresada por las mujeres mediante sus luchas y las evidencias que de ello quedan en el trabajo clínico de psicólogos y psicoanalistas. Pero antes debemos internarnos en el horizonte imaginario que constituyó por muchos siglos al “ser hombre” del latinoamericano; nos serviremos para ello de una gran obra: Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, ya que, el hecho de ser una obra reconocida y aceptada colecti-vamente habla del carácter colectivo de sus imágenes, de su resonancia en el alma latinoamericana y de su capacidad para captar la gran variedad de temas arquetípicos, el aspecto dramático del psiquismo individual y colectivo.

Detalle de La Casa del Telegrafista. Museo provisional.Aracataca (fotografía de Lisímaco Henao Henao)

UnoRealismo mágico y realidad psíquica.

En torno a los fundamentos de todo acontecer

El mundo es más fuerte que el hombre,pero la interpretación del mundo

es más fuerte que el mundo

Malraux

I. Definir la realidad: Un problema histórico

En los tiempos que corren, los de la llamada posmodernidad, tiempos en que se anuncia la caída de los anteriormente sobreva-

lorados criterios de objetividad y se nombran valientemente la limitación significante del lenguaje, la realidad como construcción y los multiversos como resultado de la reflexión sobre ella, es oportuno retomar el realismo mágico, ese método literario ejercido con maestría por Gabriel García Már-quez, para señalar su lugar dentro de un concepto más amplio y abarcante: el de realidad psíquica.

La discusión acerca de la definición acertada de lo que se constituye como realidad no es exclusiva de la posmodernidad. Existe un ejercicio de autoengaño común en cada generación, que consiste en dar por supuesta la originalidad de las ideas que la conmueven. En nuestra tradición occidental los griegos son los primeros en plantearse el problema del acercamiento a la comprensión de la experiencia y podemos ubicar una primera dicotomía entre Platón y Aristóteles; Platón con su discurso sobre las ideas eternas, la futilidad de lo empírico como simple reflejo o sombra de las mismas y la

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consecuente posibilidad de un mundo matematizable, con base en la investi-gación de aquellas formas que prefiguran toda experiencia: “Si se subdivide la materia hasta el límite, solo nos queda la forma: matemáticas”.1

Y Aristóteles quien confía en una metodología de aproximación sensi-ble a la naturaleza de tipo descriptivo y empírico, en sus palabras un “trato directo con las cosas” o empireia, en el que prima lo particular como infor-mante y la concepción de un mundo no estático e infinitamente variable; todo esto, bajo el primado del contacto con la materia como método privi-legiado. Platón, por su parte, llega incluso a oponerse a la idea de átomo propuesta por Demócrito, por parecerle demasiado materialista y en cambio propone las formas geométricas como protoformas de la materia misma. En estas antiguas propuestas filosóficas podemos encontrar una pregunta fundamental acerca del cómo del conocimiento: ¿Es el concepto globalizante y ordenador del mundo o, por el contrario, es la experiencia particular del mundo lo que puede dar finalmente con la verdad sobre lo existente?

Encontramos así, en la filosofía griega, los origenes del formalismo y el sustantivismo como tendencias epistemológicas que, a la larga, conducirían a la discusión entre el valor de la abstracción versus el de la descripción em-pírica, en las llamadas ciencias sociales y humanas, lo que conocemos como la oposición positivismo-fenomenología. En el siglo xii del tiempo cristiano esta discusión se plantearía como nominalismo vs. realismo. Se presenta-ba por aquel entonces el problema de definir si ciertos conceptos o ideas generales (los universales), tenían existencia por sí mismos o eran meros artificios del lenguaje. Algunos pensadores defendían que dichas potencias invisibles (la justicia, el terror, el tiempo, la verdad, la humanidad, etc.), no eran más que “nomina”, simples palabras, jamás realidades per se, pues lo real es lo perceptible por los sentidos; estos eran los llamados nominalistas. Por otro lado, y más en la tradición platónica, había quienes argumentaban que estas grandes ideas eran realidades por sí mismas, realidades efectivas, razón por la cual fueron denominados realistas. Por supuesto podemos ad-vertir que el término “realista”, como lo entendemos hoy, define a un sujeto totalmente opuesto al de la baja edad media, lo cual puede ser índice de cómo la tendencia nominalista pasó a dominar la llamada modernidad. En

1 Para una ampliación de las oposiciones filosóficas y su relación con una epistemología de la ciencia y la investigación remito a Delgado Juan Manuel y Gutiérrez Juan. Métodos y técnicas ciualitativas de investigación en ciencias sociales. Ed. Síntesis. Madrid, 1995.

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el presente texto podemos advertir cómo al hablar de realismo nos estamos refiriendo al concepto ya domesticado por la tendencia nominalista que lo define como aquello desprovisto de imaginación (lo cual, como veremos es desafiado por el realismo mágico).

En la modernidad el eco nominalista se percibe en los ideales ilustra-dos y en la aparición del método científico, pues estas estructuras de cono-cimiento y relación con el mundo responden a las altas aspiraciones de objetividad de la época y a la subsiguiente necesidad de despojar al mundo de sus caracteres imaginativos, animistas o idealistas; es así como los grandes representantes de la filosofía y ciencias modernas plantean la necesidad de un desencantamiento del mundo, que conduzca a la obtención de un sujeto racional y libre de las ataduras de la tradición (Hobbes, Rosseau, Diderot), y a la matematización de la realidad, su estructuración como un sistema de leyes descriptibles, mediante la lógica que en ciencia se privilegiará como lógica matemática (Galileo, Newton).2 ¿Cómo no percibir en la duda cartesiana acerca de las percepciones y su confianza en el pensamiento, las reverberaciones de aquellas discusiones griegas y medievales? Por supuesto que con Descartes se inicia una particular definición de estas oposiciones: la racionalidad, la posibilidad lógica, se impone frente a la sensación, la intuición y otros fenómenos supuestamente “engañosos”, no formalizables vía la parafernalia del yo occidental.

Es esta tradición de oposiciones la que recogerán las ciencias sociales mediante la confrontación entre positivismo y fenomenología respectiva-mente. Mientras que el positivismo plantea que existen leyes universales en la base de los hechos y causas sociales y que estas actúan independientemente de los sujetos (A. Comte, E. Durkheim), la fenomenología defenderá que la realidad que importa es aquella que las personas perciben como importante, es decir que los hechos sociales solo existen en virtud del marco de referencia del actor social (J. Douglas, Schuts), lo cual parece allanar el camino hacia el postulado según el cual la realidad es una construcción subjetiva, abriéndose así la posibilidad de cuestionar los criterios de objetividad frente a los valores e imaginarios que sustentan la vida de individuos y sociedades.

2 Una visión crítica de la modernidad como intento de ordenamiento racional de lo social, con base en el ordenamiento científico del mundo puede encontrarse en Tourine A. Crítica de la modernidad. Fondo de Cultura Económica. México, 1998.

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II. Descripción de la realidad y relato. El periodismo como literatura

Se trata, entonces, en todos estos discursos, de lo que podríamos denominar el “problema de la realidad”. ¿Cómo describir la realidad? ¿Qué es? ¿Cómo se construye? ¿Cuál es la validez de los métodos de descripción de la realidad? Estas son preguntas que no sólo han competido a científicos, filósofos y profesionales de lo social; son cuestiones fundamentales para un campo importantísimo del quehacer de la humanidad: el arte. Todo tipo de arte hace una lectura y una propuesta acerca de la realidad. No en vano el romanticismo alemán aparece como correctivo a la lectura del mundo que se centraba exclusivamente en las luces de la razón (siglo xix), representando en sus obras (pintura y música, especialmente), la existencia y el reconocimiento de lo oscuro, lo sombrío y lo siniestro como partes inalienables de la experiencia humana. Lo mismo podríamos decir del surrealismo que, inspirado en la propuesta psicoanalítica (esa otra forma de reconocimiento de lo irracional que nos habita), evidencia el carácter ambiguo y subjetivo de la experiencia.

Entre de las artes, la literatura se presenta como una de las formas privilegiadas de descripción y conceptualización de la realidad, un ejercicio que, empero, no es exclusivo de los escritores; es una herramienta necesaria a todo aquel que quiera comunicar al mundo sus hallazgos. El científico, por ejemplo, la necesitará al momento de dar a conocer su obra, aun en los casos en que son más importantes las pruebas que los argumentos. Pero existe un campo intermedio, un terreno en el cual la objetividad y la subje-tividad luchan por definirse como garantes de la verdad: el periodismo. Es cuestión común en los círculos periodísticos el tema de si la información es mero retrato de la realidad o es narración literaria en algún sentido, y es cuestión fundamental en tiempos aciagos, de conflicto bélico o de guerras civiles; pues bien, Gabriel García Márquez se constituyó, en un momento de su historia, en terreno vivo de tal disputa. Entre 1947 y 1961 combinó el ejercicio periodístico y el literario, desempeñándose como reportero, redactor, corresponsal o cronista en periódicos como El Universal de Carta-gena, El Heraldo de Barranquilla, El Espectador de Bogotá y diarios y revistas venezolanos. Está claro que en los años más crudos de la época colombiana conocida como la Violencia (a partir de 1948), Gabo estaba ejerciendo estos dos oficios, de ahí que se encontrara afectado por la pregunta acerca de qué debía y podía decir el periodismo y cuál era el tono y la narrativa coherentes para la literatura que estaba construyendo en aquellos duros momentos.

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Eligio García Márquez, hermano del Nobel, ha escrito un profuso estu-dio sobre la historia de Cien años de soledad,3 y de paso, acerca de la vida de su autor. En ella nos habla de aquella escritura de tiempos de la Violencia, denominada por algunos críticos el “período realista” de Gabo, período en que amigos como Plinio Apuleyo Mendoza le instaban a “no ser escapista” escribiendo sobre trivialidades imaginarias, cuando el país se debatía en el horror de la muerte y la autodestrucción. Una descripción contundente de este período de la historia colombiana es la que hace el escritor peruano Mario Vargas Llosa, apuntando además sus consecuencias para la psicología de quienes la padecieron:

Desde luego no es para menos: que en un período de pocos años sucumban más de trescientas mil personas por vías de hecho, que el número de heridos y damnificados de un modo u otro alcancen todavía una cifra mayor, que departamentos enteros queden literalmente arrasados, y que todo ocurra en un país que, oficialmente, no está en guerra, explica de sobra que las víctimas y los testigos asociaran inconscientemente la violencia con viejos mitos, con terrores religiosos ancestrales, que la imaginación colectiva tendiera irresistiblemente, como en los habitantes de una ciudad del siglo xvii ante las epidemias devastadoras, a identificar en la violencia a una fuerza destructiva sobrenatural.4

Esa tendencia a mitologizar, anunciada por Vargas Llosa habría dado a García Marquez el material necesario para escribir La hojarasca (1955), considerada su primera obra realmente macondiana, la cual, una vez enviada a una incipiente editorial bogotana y tras su publicación, habría recibido elogios de la crítica, pero fracasado en su proceso de distribución a un pú-blico más amplio. No obstante, a pesar de haber producido una obra que ya se puede incluir dentro del realismo mágico, el escritor se debate en una búsqueda de su propio lenguaje y, aconsejado por sus amigos e influenciado por su labor como cronista, se dedicará a una narrativa más realista y que pareciera “menos escapista”. Es así como aparecen El coronel no tiene quién le escriba (1957), La mala hora (1961), y Los funerales de la Mamá Grande, este último un compendio de ocho cuentos iniciado en 1954, de los cuales

3 García Márquez, Eligio. Tras las claves de Melquíades. Grupo Ed. Norma. Bogotá, 2001.4 Citado por García Márquez, Eligio. Ibíd, p. 400.

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seis hacen parte de este período realista,5 en un estilo que el propio Gabo califica como realismo tradicional; libros que considera uno solo “con un mismo tema, unos mismos personajes, un mismo ambiente, que se repiten y se mezclan, como pedazos que tomo de aquí y coloco allá”.6 En cuanto al carácter transitorio, de búsqueda expresiva, de una manera propia de narrar el mundo afirma también:

Durante ese tiempo estaba experimentando, trataba de salir de la retórica latinoamericana. Disecar el lenguaje cada vez más, hacerlo más económico. Hasta que me encontré contra la pared. Los tres libros pertenecen al realismo tradicional. La mala hora es el que refleja más directamente la realidad.7

Se encontraba el Nobel influenciado por la escritura de Ernest He-mingway y su estilo narrativo, lo que le permitió “disecar el lenguaje” y continuar en los límites del periodismo. Hemingway, en El viejo y el mar, había mostrado, según palabras del mismo García Márquez, que “Para llegar a ese pescador temerario, el escritor había vivido media vida entre pesca-dores: para lograr que pescara un pez titánico, había tenido él mismo que pescar muchos peces y habría tenido que aprender mucho, durante muchos años, para escribir el cuento más sencillo de su vida”.8 Es la influencia de Hemingway la que le permitirá escribir la primera versión de “Relato de un náufrago” en 1955, una narración de hechos reales acontecidos años atrás, cuando un hombre cayó del buque ARC Caldas y despertó luego en una playa desierta.

Nos encontramos, entonces, frente a un intento de narrar la realidad que se aferra a la creencia de que “los hechos” pueden ser descritos fiel-mente, algo parecido al sustantivismo artistotélico pero que carece aún de la posibilidad interpretativa-fenomenológica. Otro plano de la narración, totalmente diferente, había sido intentado en La mala hora bajo la influencia

5 Según Eligio García Márquez, el primero y último de los cuentos de Los funerales... es decir “La siesta del martes” y “Los funerales de la Mamá Grande”, pertenecen ya al estilo del realismo mágico y al ciclo de Macondo. Ibíd, p. 403

6 Íd.7 Íd.8 Ibíd, p. 470.

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de escritores como Kafka, Virgina Wolf y William Faulkner.9 Estos, más cer-canos al naciente realismo mágico, le habían mostrado un método inusitado de narrar los acontecimientos arrojando sobre ellos una poderosa luz de imaginería fantástica, en un estilo que, no obstante, abandonaría momen-táneamente por temor a las acusaciones o a sentirse “escapista”, en una “época en que se discutía mucho la relación entre literatura y política”:

¿Y si después de todo —dijo de pronto—, resulta que el viejo Faulkner no es más que un malditísimo retórico, que nos tiene embrujados con su palabrería? ¿Si después de todo no viene a ser más que un Gabriel Miró menos relamido? Estas cosas no se saben en un principio a ciencia cierta y yo creo que casi siempre estamos en el principio de las cosas.10

De ese mundo de “palabrerías” vendría a salvarlo, también momentá-neamente, Hemingway, de manera que bajo la influencia de Hemingway, viviría Gabo su período realista.

Lo que tenemos aquí es una lucha librada en el interior de un hombre, una lucha entre dos concepciones opuestas acerca del cómo de la narración del acontecer; conflicto que ya la humanidad, como dijimos al principio, ha vivido en repetidas ocasiones, un drama que finalmente representa el viejo tema de la búsqueda de la verdad que se presenta en el mito como la confrontación del héroe joven y renovador con los poderes de la tradición encarnados en el viejo rey o en la madre dragón. Y como toda búsqueda honrada, la de este hombre tenía que proseguir y prosigue hasta encontrar una voz propia, una voz que toma forma en el realismo mágico, estilo que se adaptaba bien al mundo encantado del trópico en que creció. Así lo atestigua en varias ocasiones, por ejemplo, hablando de cómo su casa de Aracataca, donde vivió hasta los ocho años, le sirvió como modelo para la casa de los Buendía pues era “una especie de consultorio de todos los misterios del

9 García Márquez habla de la influencia de cada uno de estos escritores, por ejemplo de Kafka y su Metamorfósis: “me acosté en la cama, abrí el libro, así, y comencé: «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto». Cerré el libro y dije: Ahh, carajo, yo no sabía que esto se podía. Si la vaina es así yo también puedo... Si era posible decir esto y no se tomaba como un disparate sino como una realidad, probablemente yo podía llegar a ser escritor. Al día siguiente escribí mi primer cuento «La tercera resignación»”. Ibíd, p. 98.

10 Palabras de Gabriel García Márquez. Ibíd, p. 417.

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pueblo”: “Esa naturalidad creo que me dio a mí la clave de Cien años de soledad, donde se cuentan las cosas más espantosas, las cosas más extraordinarias con la misma cara de palo con que esta tía dijo que quemaran en el patio un huevo de basilisco, que jamás supe lo que era”.11

También reconoce el lugar importantísimo de su abuela y de su entorno en general, como parte de las influencias en su literatura:

[...] la pista me la dieron los relatos de mi abuela. Para ella los mitos, las leyendas, las creencias de la gente, formaban parte, y de una manera muy natural, de su vida cotidiana. Pensando en ella, me di cuenta de pronto de que no estaba inventando nada, simplemente captando y refiriendo un mundo de presagios, de terapias, de premoniciones, de supersticiones, si tú quieres, que era muy nuestro, muy latinoamericano. Recuerda, por ejemplo, a aquellos hombres que en nuestro país consiguen sacarle de la oreja los gusanos a una vaca rezándole oraciones. Toda nuestra vida diaria, en América Latina, está llena de casos como éste. De modo que el hallazgo que me permitió escribir Cien años de soledad fue el de una realidad, la nuestra, observada sin las limitaciones que racionalistas y estalinistas de todos los tiempos han tratado de imponerle para que les cueste menos trabajo entenderla.12

Y en otro lugar, vislumbra una conclusión acerca del porqué de la po-sibilidad de comprendernos en un mundo mágico, cosa que a culturas de otras latitudes les cuesta tanto:

Lo más perfectamente natural es que ese muerto (el de la casa de al lado) pudiera verse en la oscuridad. Y a los franceses se les ponen los ojos cuadrados cuando uno cuenta estas cosas. Lo que ocurre es que nosotros no hemos tenido el racionalismo ni el cartesianismo que ellos heredaron.13

En otras palabras: García Márquez des-vela la realidad mostrando la manera como es vivida por los latinoamericanos, no se trata de la reali-dad captada por el ojo de la modernidad que a cada misterio tratará de imponerle una explicación, con la intención de despojarla de su carácter

11 García Márquez, según conversación con Alfonso Fuenmayor, Ibíd, p. 359.12 Ibíd, p. 221.13 Ibíd, p. 418.

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numinoso e inquietante, a la manera de los “cazadores de mitos” de algún canal de televisión norteamericano. Se trata de cómo las personas de nues-tra cultura se las ven con los acontecimientos vía el mito y la leyenda, las dos vías regias hacia la comprensión amplia de la existencia. Aquí vale la pena recordar que ha sido esta la forma como los seres humanos de todos los tiempos han encontrado una manera de dar respuesta a las preguntas arquetípicas sobre el origen del universo, la naturaleza de las cosas y los acontecimientos principales de la existencia de los seres.

Ahora bien, transpuesta a la literatura, esta actitud de aceptación de la veracidad de los hechos racionalmente más inverosímiles es el elemento rector del método del realismo mágico, el cual es definido por el mismo García Márquez de la siguiente manera, al referirse al momento de supe-ración del realismo tradicional que su oficio de periodista, aparentemente, le había impuesto:

El realismo inmediato de El coronel no tiene quié n le escriba y La mala hora tiene un radio de alcance, pero me di cuenta de que la realidad es también los mitos de la gente, es la creencia, es su leyenda, que no nace de la nada, es creada por la gente sobre su historia, con su vida cotidiana, e intervienen en sus triunfos y en sus derrotas. Me di cuenta de que la realidad no era sólo los policías que llegan matando gente, sino también toda la mitología, toda la leyenda, todo lo que forma parte de la vida de la gente y todo eso hay que incorporarlo.14

Frente a la objetividad fría de la narrativa cientificista del acontecer, una narrativa realista a la manera del periodismo clásico, Gabo nos invitó a explorar, de nuevo, ese otro mundo, esas otras realidades que, si bien no soportan un examen cartesiano, son siempre universales pues se refieren a problemas y preguntas típicas y arquetípicas del ser humano, permitién-dole soportar día a día sus vicisitudes, facilitando el anclaje y a la vez la re-creación constante de un mundo que no es lógico ni necesariamente amable.

III. Realismo mágico y realidad psíquica

Entendemos por realidad psíquica a la serie de imágenes, afectos, intui-ciones y fantasías que, sobre la base de un registro inconsciente, presentan

14 Ibíd, p. 219.

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un carácter efectivo, es decir, tienen efecto sobre la personalidad total de un hombre o una mujer, incluyendo su representación corporal. Nos referimos a las experiencias que en todas las épocas de nuestra vida se originan en el interior del psiquismo (recuerdos, sueños, complejos, fantasías, alucina-ciones, afectos incontrolables, etc.), y que son percibidos e incluso sufridos como algo real. Afirma Carl Gustav Jung que las realidades psíquicas son experiencias “de rango no menor que las realidades físicas”,15 lo cual pone de relieve su carácter movilizador, actuante en la conciencia humana. La realidad psíquica es, originariamente, el modelo de toda realidad, es decir, todas nuestras construcciones por más abstractas que parezcan, descansan en imágenes psíquicas que son transformadas en el devenir histórico del pensamiento en obra “objetiva”. Pongamos como ejemplo “la casa”. Es primordialmente una imagen de protección, calor y sentimientos de ho-gar, que secundariamente genera en el mundo empírico todas las formas posibles de una casa; desde las cavernas de nuestros antepasados hasta el más lujoso penthouse.

Ahora bien, existen otras realidades psíquicas mucho más complejas, imágenes que han llevado a la humanidad a desarrollar, entre otros sistemas simbólicos, las grandes religiones. Las representaciones de la diosa en todas las culturas (Siva, Isis, la virgen María), son repercusiones en este mundo empírico de una imagen proveniente del psiquismo colectivo, de nuestra realidad psíquica: la imagen de lo femenino, en este caso en su connota-ción de lo “femenino sagrado”. De igual forma nuestros “héroes” míticos e incluso nuestros “héroes reales” que tarde o temprano empiezan a adquirir cualidades míticas, corresponden a una realidad psíquica denominada “lo masculino”, en este caso “lo masculino heroico”.

En este orden de ideas, pensadores como el psicólogo norteamericano James Hillman, se han dado a la tarea de deconstruir las disciplinas cien-tíficas y filosóficas para desentrañar el mito o la imagen psíquica que les subyace. Así, ha señalado al dios griego Zeus como imagen subyacente a los postulados científicos de la modernidad, debido a su carácter “potente, superior, omniabarcante, globalizante, voz atronadora y juicio rotundo, literalidad de las abstracciones de principio, ley y axioma y su fecundidad en la cultura”.16 Así mismo, cita a W. K. Guthrie, “quien relaciona ‹‹la idea de progreso›› con ‹‹el personaje mitológico plenamente personalizado›› de

15 Jung, Carl Gustav. Sobre el fenómeno del espíritu en el arte y la ciencia. O. C. 15, 148.16 Hillman James. Re-imaginar la psicología. Ed. Siruela. Madrid, 1999, p. 266.

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Prometeo, ‹‹dios de la previsión››”.17 Hillman explora también la realidad psíquica subyacente a la construcción psicoanalítica de Freud, relacionando su empeño de “hacer consciente lo inconsciente”, con el viaje heroico de muchos personajes griegos que incluía un descenso al Hades (imagen del inconsciente oscuro, desconocido y amenazante), y muchos de los conceptos freudianos tales como censura o súper yó con otras tantas figuras de la ima-ginación.18 Jung, por su parte, nunca disimuló el hecho de que sus conceptos no son realmente conceptos estrictamente hablando, son imágenes; hecho que evidencia al usar en su metapsicología, para las estructuras básicas de la psique, nombres provenientes de la imaginería mítica: Sombra, Anima, Puer, Anciano sabio, Trickster, etc.

Se advertirá que aunque es la conciencia la que registra los efectos de la mencionada realidad psíquica, las representaciones que la componen —que en adelante denominaremos imágenes arquetípicas, por su carác-ter primigenio y colectivo—, tienen un carácter inconsciente mientras un análisis exhaustivo no las saque a la luz. En este sentido el espíritu racio-nal ha sido muy hábil al considerar el modo mítico de pensar como algo meramente irracional, ilógico o subjetivo, en un esfuerzo por proteger los logros conseguidos con tanto esfuerzo de una lógica que le resulta ajena y, supuestamente, perniciosa para sus fines. Al respecto afirma Jung:

Si alguna vez se vuelven conscientes {los contenidos de la realidad psíquica}, se encubren y se disimulan intencionadamente, y de ahí que siempre se hayan asociado con el secreto, lo siniestro y el engaño. Se ocultan al hombre, y éste se esconde de ellas con deisidaimonia [terror sacro] amparándose tras el escudo de la ciencia y la razón.19

Y en otra parte aclara, refiriéndose a la experiencia de sociedades míticas como las que retrata García Márquez con su realismo mágico: “Lo

17 Ibíd, p. 270.18 Es de anotar que el mismo Freud intuyó en ocasiones el carácter mítico de sus postulados,

por ejemplo al afirmar: “la teoría de las pulsiones es, por así decirlo, nuestra mitología. Las pulsiones son seres míticos, grandiosos en su indeterminación”. Freud, S. Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis. Pg. También al referirse a la energía psíquica como “la diosa libido”. En este mismo sentido leemos el relato de su hija Anna Freud de los ataques y críticas que recibió cuando nombró a las instancias psíquicas con pronombres personales ello, yo y superyó. Cosa que parecía poco científica a sus detractores.

19 Jung, Carl Gustav. Sobre el fenómeno del espíritu en el arte y la ciencia. O. C. 15, 148.

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psíquico, para la experiencia originaria, no es, como para nosotros, la quintaesencia de lo subjetivo y de lo arbitrario; es algo objetivo, algo que brota de forma espontánea y que tiene en sí mismo su razón de ser”.20

Es, sí, algo objetivo, porque es efectivo en la realidad de las personas que lo viven, en los pueblos que conservan sus modalidades míticas de concebir el mundo; modalidades que, frente al carácter local y fijo del discurso científico, se presentan como soluciones universales y móviles en cuanto a su posibilidad imaginante y re-creadora de las interpretaciones del acontecer. Sin embargo no debemos dejarnos engañar por el prejuicio moderno que supone a la modernidad un producto de acabada objetividad, identificando realidad psíquica con pensamiento primitivo. La realidad psíquica, las imágenes arquetípicas con sus correspondientes emociones y estados de humor, irrumpen también de manera constante en el acontecer del ser más controlado racionalmente (incluso más en él que en cualquier otro por compensación psíquica): “Hasta el hombre más inteligente del mundo puede ser presa en ciertas ocasiones, de ideas de las que no logra desembarazarse, a despecho de los mayores esfuerzos de voluntad”.21

Ahora bien, el realismo mágico, con su capacidad de formular am-pliamente un mundo de imágenes y mitos que a las claras se nos antoja de un carácter marcadamente irracional, es garante de la realidad psíquica de nuestros pueblos, aún de aquella porción de latinoamericanos que se suponen ya “desarrollados” como seres modernos. Esto debido a lo que acabamos de mencionar como imposibilidad en el ser humano de desem-barazarse de los componentes inconscientes de su realidad psíquica, la cual lo constituye en sus reacciones y sus ideas. No podemos caer en el error de pensar que el realismo mágico solo retrata a un pueblo del litoral colom-biano pues, como afirma el escritor mexicano Carlos Fuentes, Macondo trasciende la localidad y se hace universal:

[En cien años de soledad] Toda la historia ‘ficticia’ coexiste con la historia ‘real’, lo soñado con lo documentado, y gracias a las leyendas, las mentiras, las exageraciones, los mitos de la gente, Macondo se convierte en un territorio universal, en una historia casi bíblica de las fundaciones y las generaciones y las degeneraciones, en una historia del origen y destino

20 Jung, Carl Gustav. Los complejos y el inconsciente. Ed. Altaya. Barcelona 1999, p. 22.21 Ibíd, p. 23.

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humano y de los sueños y deseos con los que los hombres se conservan o destruyen. Es decir: el escenario es el mismo; lo que ha cambiado es el poder imaginativo que lo ilumina. Ésa es la diferencia.22

Es decir, en Macondo y su gente está la Aracataca de Gabo y sus per-sonajes de la infancia, pero también cualquier comunidad humana con sus diversidades y aún más, el alma de cada uno de nosotros con sus imágenes arquetípicas que una y otra vez aparecen y desaparecen como factores que nos impulsan a avanzar o retroceder. Así mismo, en la masacre de las ba-naneras con sus tres mil muertos cargados como racimos de plátano en un tren de trescientos vagones, está la masacre real ordenada por el Decreto Número 4 del Jefe civil y Militar de la provincia de Santa Marta, firmado por el general Carlos Cortés Vargas el 6 de diciembre de 1928, pero tam-bién pervive el carácter olvidadizo de los latinoamericanos con respecto a su propia historia, nuestros odios actuales y el rencor nuestro de cada día. En Aureliano Buendía y su taller de platería, está el extraño que llegó de la Segunda Guerra Mundial a casa de García Márquez cuando él era muy pequeño y que se instaló en un taller al fondo de la casa pues era platero; pero también está el extraño de nuestra infancia, el que nos enseñó que existían territorios prohibidos o secretos. En el cura que levitaba, está monseñor Espejo, a quien la propia abuela del Nobel y todo el pueblo vio un día levantarse del suelo unos centímetros durante la oración, y está la profunda relación con lo sagrado que a todos nos convoca (relación siempre ambigua como la que tienen los habitantes de Macondo con sus párrocos), y que nosotros vivimos así sea en forma de superstición, religión o fe ciega en una filosofía o en un ser humano en los casos más patológicos.

Y así son muchos los ejemplos que dan cuenta de cómo el Nobel consi-gue introducir en la novela muchos hechos de su infancia, pero poniéndolos en un nivel que universaliza la experiencia, que habla de nuestra psique colectiva, de nuestra realidad psíquica. De esta manera el escritor encontró la manera de mostrar al mundo la realidad construida por los pueblos, mediante el rastreo de lo que él denomina “las fuentes populares y poco veraces”, fuentes que, al fin y al cabo, se refieren a la realidad en general pues evocan imágenes psíquicas exteriorizadas en mitos y leyendas que permiten al alma construir la realidad cada día.

22 Citado por García Márquez, Eligio. óp. cit. p. 31.

Detalle de “La Casa Liberal” en Aracataca Fotografía de Lisímaco Henao Henao

DosRetorno a Macondo: La soledad del coronel

Aureliano Buendía

Al momento de escribir estas páginas se impone la pregunta acerca de los motivos que fascinan tanto de Cien años de soledad, motivos

que al autor mismo de estas páginas le han llevado a leer la novela unas cinco veces desde que, a los dieciséis años, un hermano mayor le leyera las tres primeras páginas fascinado a su vez. En cada caso me abstraía yo del tiempo y del espacio consciente y me sumergía en ese mundo sintiéndome vagar por las calles de Macondo con aquellos personajes inverosímiles: con el gigante, agresivo, aventurero y mujeriego José Arcadio, con el sen-sible, misterioso, guerrero y artesano Aureliano; podía ver a José Arcadio el viejo, amarrado al castaño y dialogando con los muertos, a Úrsula reinventando la casa una y otra vez para sus nietos, a Remedios La Bella ascendiendo a los cielos en cuerpo y alma, o al padre Nicanor haciendo su acto de levitación para convencer a sus incrédulos parroquianos de la necesidad de una iglesia.

Es Cien años... una novela que ha fascinado a muchos en Colombia y fuera de ella. Y también es un mundo que atrapó la imaginación de su autor por un largo tiempo. Gabo ha escrito un gran número de relatos cortos, que dan cuenta de la mirada de otros personajes de Macondo o de hechos que ocurren en un universo mágico parecido que el lector identifica inmediatamente como cercano a la mítica aldea. Incluso en El general en su laberinto puede verse de nuevo al Coronel Aureliano Buendía que parece personificar a Simón Bolívar. Después García Márquez sale de Macondo, aunque en El amor en los tiempos del cólera y la autobiográfica Vivir para con-tarla, hace pequeñas incursiones a aquel mundo de las mariposas amarillas y las revoluciones fallidas.

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En cierto modo creo que preguntarme por los motivos de mi fascina-ción ha resultado de gran ayuda en el empeño de iluminar los motivos de la fascinación colectiva por esta obra. Baste con decir, por ahora, que aquel universo mítico me ha permitido leer en retrospectiva ciertas imágenes de mi construcción de masculinidad, así como la de parientes cercanos (la casa de los abuelos incluida) y pacientes.

Las identidades entre el relato macondiano y nuestros propios dramas tiene una explicación: Cien años de soledad es la construcción creativa de un latinoamericano y, ya que se ha ganado un prestigio colectivo, podemos suponer que ella expresa, como toda gran obra contenidos de nuestra conciencia colectiva y del inconsciente colectivo mismo, por lo que resulta totalmente válida la indagación propuesta, cuyo propósito es develar las imágenes arquetípicas que constituyen nuestra masculinidad. Dicho en un lenguaje junguiano, el inconsciente colectivo ha usado a García Márquez para expresarse, para mostrarse como si en un sueño lo hiciera.

De entre las figuras masculinas de la novela sobresalen los primeros hijos de la estirpe, y entre ellos, tomaremos en primer lugar al coronel Aureliano Buendía. De niño retraído y silencioso fue el único de los dos hermanos que se interesó por la alquimia del gitano Melquíades y por el oficio de artesano, el mismo que, en su adultez, se transformaría en líder de un movimiento revolucionario de carácter nacional. A continuación una semblanza del personaje:

El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados uno tras otro en una sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estrecticina que habría bastado para matar a un caballo. Rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el presidente de la república. Llegó a ser comandante general de las fuerzas revolucionarias, con jurisdicción y mando de una frontera a la otra, y el hombre más temido por el gobierno, pero nunca permitió que le tomaran una fotografía. Declinó la pensión vitalicia que le ofrecieron después de la guerra y vivió hasta la vejez de los pescaditos de oro que fabricaba en su taller en Macondo. Aunque peleó siempre al frente de sus hombres, la única herida que recibió se la produjo él mismo después de firmar la

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capitulación de Neerlandia que puso fin a casi veinte años de guerras civiles. Se disparó un tiro de pistola en el pecho y el proyectil le salió por la espalda sin lastimar ningún centro vital. Lo único que quedó de todo eso fue una calle con su nombre en Macondo.1

Durante mis paseos por Macondo he visto a Aureliano Buendía ponerse las botas y salir con sus amigos a salvar al mundo. Los he visto atravesando la selva y venciendo con sus machetes a una naturaleza en apariencia indómita, una naturaleza en la que su tradición había visto duendes, brujas y dioses y que al golpe del hierro forjado se convertía en mera maleza, simple y sólida piedra, tan solo agua y tierra.

He visto al coronel riendo del misterio que sus abuelos veían en todo, del padre Nicanor y sus levitaciones, de Petra Cotes y sus lecturas de la baraja, le he visto desconfiando de sus propias intuiciones:

[...] recordó de pronto que un doce de octubre, en plena guerra, lo despertó la certidumbre brutal de que la mujer con quien había dormido estaba muerta. Lo estaba, en realidad, y no olvidaba la fecha porque también ella le había preguntado una hora antes en que día estaban. A pesar de la evocación, tampoco esta vez tuvo conciencia de hasta qué punto lo habían abandonado los presagios, [...]2

Lo he visto dirigiendo un discurso a sus compañeros de lucha, un dis-curso que reivindica el derecho al librepensamiento, a la explotación de los recursos y a la destrucción total del enemigo: esos otros hombres que al otro lado del campo de batalla escuchan un discurso que reivindica lo mismo. Treinta y dos veces dirigirá un discurso parecido y treinta y dos veces será vencido para terminar compartiendo con sus antiguos compañeros de lucha la soledad, el odio y la espera de un sentido para lo vivido:

Los últimos veteranos de quienes se tuvo noticia aparecieron retratados en un periódico, con la cara levantada de indignidad, junto a un anónimo presidente de la república que les regaló unos botones con su efigie para que los usaran en la solapa, y les restituyó una bandera sucia de sangre

1 García Márquez, Gabriel. Cien años de soledad. Ed. Círculo de Lectores. Barcelona, 1975, p 92.

2 Ibíd, p. 224.

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y de pólvora para que la pusieran en sus ataúdes. Los otros, los más dignos, todavía esperaban una carta en la penumbra de la caridad pública, muriéndose de hambre, sobreviviendo de rabia, pudriéndose de viejos en la exquisita mierda de la gloria.3

También he visto a Aureliano quitarse su uniforme para tomar a esa niña que sus lugartenientes le han traído como presente, admirando por un momento su belleza para luego descargar “su virilidad” sobre ella. Unas horas después alguien llamará a su tienda y su amigo de campaña Gerineldo Márquez le anunciará que otro de sus hijos ha nacido, el número dieciseis de otras dieciseis mujeres diferentes. Gerineldo se lo anuncia aunque sabe y entiende que por lógica este niño también será enviado a su abuela Úr-sula Iguarán para que le cuide. La profundidad de las relaciones con las madres de sus hijos llegará solo hasta el sudor de unas cuantas noches, tal como ha sido siempre:

[...] en el vacío de tantas mujeres como llegaron a su vida en igual forma, no recordó que fue ella la que en el delirio del primer encuentro estaba a punto de naufragar en sus propias lágrimas, y apenas una hora antes de morir había jurado amarlo hasta la muerte. No volvió a pensar en ella, ni en ninguna otra, después de que entró en el taller con la taza humeante, y encendió la luz para contar los pescaditos de oro que guardaba en un tarro de lata.4

En sus regresos esporádicos a Macondo la vieja Úrsula le injuriará una y otra vez por su frialdad, el abandono de sus hijos y su capacidad de matar incluso a su propio suegro. Aureliano recordará que su hermano no fue a la guerra pero que también, como él, fue un “hombre a cabalidad”. Se volvió un trotamundos y un mujeriego que, una vez descubierto el amor se suicidó o fue asesinado por su mujer. La relación entre hermanos también cumplió con los criterios culturales de la hombría: se redujo a algunos mo-mentos de complicidad en cuanto a la información sobre la sexualidad en su adolescencia, para luego caer en una distancia “viril”, que se interpuso para siempre entre ellos.

3 Ibíd, p. 208.4 Ibíd, p. 225.

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Macondo es verdaderamente un lugar de hombres y de mujeres, pero también de una profunda soledad, una en la cual muchos hombres se en-cuentran en la actualidad y que los lleva al análisis, la psicoterapia, la religión o las adicciones. Es la soledad que queda después de haber intentando vivir las imágenes que la cultura puso a nuestra disposición para reivindicarnos como hombres en un esfuerzo que, sin embargo, nos deja con el sinsabor de que algo no está bien. Algo en nosotros llama a la puerta de diversas maneras: como cuestionamiento de parte de la mujer que socialmente se ha liberado, como fracaso de una racionalidad que se hace insuficiente para dar cuenta de lo que somos y como tragedia de una actitud belicista que quita más de lo que da.

Al preguntarnos por esta soledad y, específicamente, por la soledad del guerrero que representa el coronel Aureliano Buendía, profundizamos en la pregunta que últimamente se viene dirigiendo desde dentro y desde fuera a la mayoría de los hombres de este mundo occidental, quienes han intentado construirse en los ideales que la modernidad les ha trazado, la pregunta es esta:

¿Qué es ser hombre?

Antes de avanzar debemos detenernos y pensar si la pregunta es tan clara como parece. ¿Está suficientemente explorada la genealogía del concepto “hombre”, como para poder sacar conclusiones sobre su naturaleza?. Al inten-tar trabajar a conciencia sobre dicha pregunta, se descubre uno, como buen occidental, estableciendo oposiciones. Es decir que para explorar en esta genealogía, es necesario considerar aquello que percibimos como opuesto a “hombre”, entonces aparece el par hombre/mujer. Este par de conceptos se origina en una percepción fundante de lo humano: la diferencia. Esta diferencia se origina, por un lado, en una función biológica (la procreación) y, por el otro en la estructura genital anatómica (la genitalidad). Las demás diferencias parecen ser producto de estas dos, son imágenes y conceptos que sobre estas dos se construyeron posteriormente y que no son idénticos en todas las culturas ni en todos los tiempos. En otras palabras, la imagen arquetípica masculina y femenina tiene su asiento en el cuerpo inicialmente y, solo con posterioridad, en la evolución de la especie humana, ha tomado el carácter simbólico. Es a este proceso de pasar de lo biológico a lo imaginario al que denominamos “proceso de espiritualización”, lo cual quiere decir que en la base de lo típicamente humano encontramos lo común con otras especies y con la naturaleza en general.

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Para el caso de occidente podemos resumir las imágenes construidas sobre aquella originaria diferenciación biológica de la siguiente manera: por funciones sociales (uno a la guerra y la otra a cuidar los hijos), por fuerza física (mayor desarrollo muscular en él, mayor tejido adiposo en ella), por la relación con la naturaleza (una cuida de la casa y la huerta y el otro es el matarife), por la relación con el misterio (una que manipula los elementos y que sabe del proceso de la vida y la muerte, frente al otro que sacrifica la vida para agradar a los dioses o para establecer su poder).

Para comprender este movimiento diferenciador podemos remontarnos al momento en que el ser humano llegó a la construcción que llamamos con-ciencia y que le permitió conocer, nombrar y en cierta medida controlar el mundo (el mito hebreo del paraíso da buena cuenta de ello). Este momento ha sido catalogado como un salto cualitativo desde la horda primitiva hacia la emergencia de las individualidades. Posteriormente, al reconocerse a sí mismo y a sus congéneres, este ser humano recién liberado de las ataduras de la inconsciencia colectiva encontró las diferencias más evidentes y por circunstancias del medio y la capacidad de conciencia que en cada estadio fue desarrollando distribuyó roles a cada uno de los miembros del par de “opuestos”. En este desarrollo de la conciencia encontró en un momento determinado (germen de la modernidad), que la manipulación de la na-turaleza le daba ciertos beneficios, encontró la razón y sus métodos y los valoró por sobre todas las cosas. Lo demás, es decir, la tradición, la religión, el misterio como forma de conocer, curar o comunicarse, debían adaptarse al nuevo desarrollo de la conciencia o desaparecer. En Cien años de soledad este movimiento de la conciencia es representado por la relación entre Melquíades y José Arcadio Buendía. Este último es el alumno que sueña con transformar los metales, utilizar la lupa como instrumento de guerra, hacer navegable el río o hacer de Macondo un pueblo totalmente de hielo; mientras que Melquíades es el sabio y viejo maestro. José Arcadio, imbuido por los nuevos descubrimientos no tardará en olvidarse de la casa, la mu-jer y los hijos. Es el hombre entrando en la modernidad, desencantando el mundo y entregándose a los delirios de los nuevos descubrimientos, a otros encantamientos podríamos decir, que a él le parecen más objetivos que los de la tradición.

El mundo es, entonces, iluminado por el aspecto racional de la con-ciencia, por lo que la conciencia se definirá a sí misma como una luz que va aclarando la oscuridad de la que proviene, es decir, la naturaleza y que solo accede al conocimiento vía las oposiciones, en otras palabras, dividiendo la

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experiencia en pares de opuestos. Hablo ya no solamente de los opuestos masculino/femenino, sino de todos los que van apareciendo a lo largo de nuestro desarrollo cultural: racional/irracional, objetivo/subjetivo, científico/mítico, conciente/inconsciente, etc. Es interesante observar que esta división la encontramos incluso en algunas teorías sobre el cerebro y no ha faltado quién postule una especie de confrontación entre hemisferios por el poder rector de la conciencia.

En cuanto a los géneros, aparece toda una serie de imágenes de lo que en cada par de opuestos debe depositarse y de lo que cada uno debe ocu-parse. Pervive una gran discusión acerca del origen de estas atribuciones, ciertas evidencias, por ejemplo, hacen dudar de una distribución del trabajo por características físicas (la existencia en algunas culturas de mujeres gue-rreras y cazadoras), así que toda teoría que fundamente las atribuciones del género desde la lógica mujer gestante/hombre guerrero, debe tomarse en cuenta bajo ciertas reservas. El hecho de que nuestras explicaciones sobre el estos asuntos resulten todas cuestionables en algún momento, quizás se deba a que se trata de imágenes construidas desde el contexto cultural en que nos movemos.

Con el paso del tiempo las atribuciones de cada uno de los géneros fueron llamadas características masculinas o femeninas y, al considerarlas innatas, la cultura siguió desarrollándose sin notar que esto no era un pro-ducto natural, sino una construcción sobre nuestras diferencias anatómicas. Hay una hermosa imagen de Platón que parece sugerir esta idea de que lo masculino y lo femenino como diferenciación es un producto división que efectúa la conciencia para conocer. Es el mito del Andrógino. Nos dice Pla-tón que existió en el origen un ser redondo que tenía tanto características masculinas como femeninas, que en un momento dado se dividió dando lugar a los hombres y mujeres de hoy (y quizás a un tercer sexo que no prosperó). Se dice que desde entonces buscamos nuestra otra mitad pues no somos seres completos sin ella.

Lo que tenemos aquí es una imagen, una percepción del ser humano sobre sí mismo, una que comparten muchas personas aún en la actualidad y que se expresa poéticamente como la idea de la “media naranja”. Esta imagen nos sugiere que hay una necesidad en todas y todos de buscar algo más, algo que genera una sensación de completud, de integración. Nuestra tendencia a literalizar, es decir, a percibir la realidad como una construcción invariable y sólida, no sujeta a los cambios de la imaginación de la época, nos ha impedido leer el mito de Platón como una metáfora de

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la búsqueda de cada uno de su propia realización, del sentido en sí mismo. Esta tendencia es también la que nos ha llevado a pensar que lo masculino es aquello propio solo del hombre y que lo femenino es lo que invariablemente perteneciente solo a la mujer.

La misma liberación femenina empezó por la imagen más básica y literal de lo femenino, su representación más próxima: la mujer en sus representaciones biológica y social. Este hecho es tan lógico como el he-cho de que la reacción más virulenta contra este movimiento proviniera de la imagen más básica y literal de lo masculino: el hombre en su ámbito social. La modernidad había desechado la imaginación y sus subrogados como obstructores del desarrollo del pensamiento científico y valorado los logros de la razón y la producción en masa y sus beneficios; por lo tanto la mujer quiso tener también eso tan valorado en la cultura pues ella se sabía tan valiosa como aquellos hombres a quienes se les adjudicaba como naturales esos logros.

Hoy se habla de nuevas masculinidades e incluso de liberación del hombre. Al mismo tiempo, algunas feministas empiezan a preguntarse por otros terrenos de liberación de lo femenino. Al parecer cada uno está buscando eso que le falta por liberar de la opresión de la literalización. Carl Gustav Jung anunció esta búsqueda al plantear su teoría de los arquetipos. Nos permitió pensar que ellos guían a la conciencia en su búsqueda y que tanto el arquetipo femenino como el masculino nacen con nosotros como posibilidades de ese anhelo a la completud, es decir, también existe una tendencia arquetípica a su integración psíquica.

Los arquetipos masculino y femenino se han expresado en imágenes en todas las culturas y se dibujan, se veneran, se sueñan o se literalizan en los otros y las otras de nuestros amores y nuestras obsesiones. Es probable ima-ginar que fenómenos de época como la búsqueda de experiencias bisexuales sea una metáfora, de aquel deseo del alma por la integración. Pensarlo como patología o como mero daño moral es, nuevamente, literalizar.

El coronel Aureliano Buendía va tras la mujer porque su alma, eso que en nosotros sabe de nuestras tendencias arquetípicas y que por lo tanto sabe más que el yo, necesita de imágenes que le permitan proyectar todas sus posibilidades. Llega solo hasta la mujer literalizada porque la cultura no le ha dado más posibilidad de imaginar lo suave, lo creativo, lo misterioso y lo mágico. El coronel, el hombre, no se quedará con ninguna porque ninguna

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le dará la suavidad, creatividad, misterio o magia que su vida necesita pues él no tiene palabras para pedirlo, ni imágenes para imaginarlo a partir de la mujer y mucho menos en él mismo.

El coronel va en pos de la guerra porque en él existe un anhelo natural hacia el poder, el falo. Pero etimológicamente hablando falo significa luz, así como Zeus significa resplandor. La virilidad quiere resplandecer pero como no encuentra en la cultura otras maneras valoradas de hacerlo, “bri-lla” sus botas y su fusil y va a buscar el triunfo que le permita acceder a “las estrellas” y al poder y brillo que dan el triunfo sobre el otro.

Aureliano se siente viril como tantos dioses lo fueron. Pero cada dios tiene sus límites. En Grecia por ejemplo, incluso el incontenido Zeus sabe hasta dónde puede llegar y tiene un contacto profundo con Eros (el amor) y con Hermes (la negociación y la profundidad), incluso el terrible Yahvé reflexiona sobre la posibilidad de su poder destructivo frente a Noé. Sin otras imágenes que la virilidad literalizada en la fuerza, Aureliano y muchos aurelianos de este mundo se vuelven fríos y distantes con los niños, las mu-jeres y con los demás hombres (con lo infantil, lo femenino y lo masculino mismo) o, en el peor de los casos, abusadores, violadores y tramposos; encontrándose solos frente a los escasos logros en términos de sentido de su, así, empobrecida virilidad.

La creatividad es algo que nos pertenece como hombres también. No procreamos, pero es para nosotros una necesidad arquetípica crear. Esta necesidad encuentra imágenes literalizadas de la creación y de esta manera nuestra capacidad se ve reducida al crecimiento económico desmedido y la acumulación, así como a la destrucción de la naturaleza para poder seguir produciendo (nuestra burda forma de creatividad).

Pero la historia del coronel Aureliano Buendía no es tan desalentadora. Su final nos muestra una imagen sugerente: se dedica a crear pescaditos de oro. Los destruye siempre que llega a veinticinco para poder volver a empezar, parece mostrarnos que eso que resplandece (el oro de la integración, diría Jung), eso que es flexible, ágil y juguetón como un pez, que nos pone a ima-ginar como un pez, que fluye con el agua y goza de su propio movimiento hacia las profundidades, puede redimirnos de una vida pegada a las rígidas ataduras de la literalidad. Si bien este oficio privado de Aureliano es una imagen de la producción en cadena, es un pequeño logro para quien dedicó su vida a la destrucción.

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La posmodernidad se asoma como una época desafiante de las estruc-turas rígidas de la modernidad en todos los ámbitos. Quizás esté abriendo el camino para que los hombres encontremos el necesario contacto con el misterio, el poder, la virilidad, la suavidad y la creatividad yendo más allá de la ilusión de la mujer como objeto y de la destrucción de la otredad como único medio para autoafirmarse.

Nuestras construcciones sobre lo que somos son productos del ejercicio de nuestra razón sobre nosotros mismos. Quizás no haya nada masculino o femenino, quizás somos simplemente seres humanos y nuestra búsqueda sea la completud de aquello que nos falta realizar. Quizás la pregunta no sea qué es ser hombre, qué es ser mujer, o cómo me posiciono frente a una mujer o un hombre. Quizás la pregunta fundamental es ¿Qué es ser un ser humano? Si esa fuera la pregunta, cambiaríamos la queja de algunos hom-bres conmovidos por los primeros logros del feminismo, la cual se expresa más o menos en la frase “No soy nada sin poder”, y la cambiaríamos por una pregunta que nos acogiera a todos, y a todas: ¿Qué somos sin poder, sin amor, sin creatividad, sin sueños? Eso en el caso de que ya podamos desliteralizar esos conceptos y transformarlos en imágenes vivas, brillantes y cambiantes como los pescaditos de oro del coronel Aureliano Buendía.

Remedios La Bella, asciende a los cielos en cuerpo y alma. Escultura cerca a la estación del tren en Aracataca (fotografía de Lisímaco Henao Henao)

TresImágenes masculinas: José Arcadio,

lo femenino y la mujer

En la compleja trama genealógica de Cien años de soledad son los dos primero vástagos de la unión entre José Arcadio Buendía y Úrsula

Iguarán los que parecen marcar la pauta de lo que serán los descendientes, tanto en personalidad como en contextura física; esto, sumado al hecho de que los nombres se repetirán incesantemente en cada nueva generación, determina una serie de constantes que son observadas por una Úrsula octogenaria:

En la larga historia de la familia, la tenaz repetición de los nombres le había permitido sacar conclusiones que le parecían terminantes. Mientras los Aurelianos eran retraídos, pero de mentalidad lúcida, los José Arcadio eran impulsivos y emprendedores, pero estaban marcados por un signo trágico.1

Como lo hemos afirmado en el capítulo anterior, la vida del coro-nel Aureliano Buendía estará signada por una imaginación desbordada —aunque malograda—, que se evidencia en una dedicación casi religiosa a la alquimia durante su niñez y temprana adolescencia, por los ideales de transformación del mundo que le llevaron a promover treinta y dos guerras civiles y, finalmente, por la forma en que vivió sus últimos días en medio de aquellos pescaditos que fundía y volvía a construir una y otra vez, como prueba de una frustración terrible de los más caros anhelos.

1 Ídem, p. 157.

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En cuanto a José Arcadio, tenemos la siguiente descripción:

José Arcadio, el mayor de los niños, había cumplido catorce años. Tenía la cabeza cuadrada, el pelo hirsuto y el carácter voluntarioso de su padre. Aunque llevaba el mismo impulso de crecimiento y fortaleza física, ya desde entonces era evidente que carecía de imaginación. Fue concebido y dado a luz durante la penosa travesía de la sierra, antes de la fundación de Macondo[...]2

Esta “falta de imaginación” se expresa en su nulo interés por los asuntos de la alquimia que tanto fascinaban a su padre y por su dedicación a la cacería, tema del que nos ocuparemos más adelante. Por medio de este personaje García Márquez se permitirá plasmar un rasgo profunda-mente simbólico del entorno en que se desarrolla Cien años...: la cultura del falo.

El joven José Arcadio participó apenas en el proceso. Mientras su padre sólo tenía cuerpo y alma para el atanor, el voluntarioso primogénito, que siempre fue demasiado grande para su edad, se convirtió en un adolescente monumental. Cambió de voz. El bozo se le pobló de un vello incipiente. Una noche Úrsula entró en el cuarto cuando él se quitaba la ropa para dormir, y experimentó un confuso sentimiento de vergüenza y piedad: era el primer hombre que veía desnudo, después de su esposo, y estaba tan bien equipado para la vida, que le pareció anormal. Úrsula, encinta por tercera vez, vivió de nuevo sus terrores de recién casada.3

El falo, arquetípico símbolo de poder, adorado en muchas culturas como símbolo de fertilidad, permanencia y soberanía, tiene en su representación más primaria, al pene, un peso real en la vida de este personaje. Su pene gigantesco se transforma en algún momento en su forma de vida (se alquila a las mujeres de la tienda de Catarino).

Pero José Arcadio, al contrario de su prolífico hermano, solo tendrá un hijo, fruto de su primer amor, una mujer muchos años mayor que él llamada Pilar Ternera, nigromante que se dedicaba a leer el futuro en la baraja. Un día

2 Ídem, p. 18.3 Ídem, p. 27.

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en que ella andaba por la casa Buendía, entró en contacto con la genitalidad del joven José Arcadio, desencadenándose en él una obsesión enfermiza:

José Arcadio sintió que los huesos se le llenaban de espuma, que tenía un miedo lánguido y unos terribles deseos de llorar. La mujer no le hizo ninguna insinuación. Pero José Arcadio la siguió buscando toda la noche en el olor de humo que ella tenía en las axilas y que se le quedó metido debajo del pellejo. Quería estar con ella en todo momento, quería que ella fuera su madre, que nunca salieran del granero y que le dijera qué bárbaro, y que lo volviera a tocar y a decirle qué bárbaro.

Un día no pudo soportar más y fue a buscarla a su casa. Hizo una visita formal, incomprensible, sentado en la sala sin pronunciar una palabra. En ese momento no la deseó. La encontraba distinta, enteramente ajena a la imagen que inspiraba su olor, como si fuera otra. Tomó el café y abandonó la casa deprimido. Esa noche, en el espanto de la vigilia, la volvió a desear con una ansiedad brutal, pero entonces no la quería como era en el granero, sino como había sido aquella tarde.4

Hasta aquí tenemos la imagen arquetípica de un masculino que desa-rrolla pobremente su imaginación y cuya relación con su cuerpo, al parecer por razones compensatorias, se sobredesarrolla. Hay varios datos que corro-boran estos hechos. Pilar Ternera es quien tiene un contacto privilegiado con la imagen y la capacidad de interpretarla mediante la lectura de las cartas, el tabaco y otros artificios; ella representa, de esta manera, un lugar privilegiado donde José Arcadio puede proyectar su limitada imaginación y es muy probable que debido a esto se haya disparado en él la obsesión. La proyección siempre opera allí donde un contenido se encuentra poco desarrollado o inconsciente totalmente para una persona; de esta manera la persona encuentra en el entorno otro que “se ocupe” de dicho contenido. Pero Pilar Ternera ofrece, además, el atributo de la voluptuosidad y lascivia necesarias para que el componente consciente: el deseo sexual exacerbado, también encuentre su satisfacción. En otras palabras: Pilar es satisfactora para el aspecto inconsciente (proyectado) y para el consciente (experimentado).

El cuerpo de José Arcadio, descrito como gigantesco (al morir tuvieron que construirle un féretro de dos metros y treinta centímetros de largo y un

4 Íd.

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metro y diez centímetros de ancho), parece referirse al énfasis que pone un cierto tipo de hombres en la materia,5 en el contacto empírico con el mundo, puesto que imaginar mundos posibles, poemas o canciones, ha quedado fuera de su alcance. A esto parece referirse también su fascinación por la cría de animales, la efervescencia de la genitalidad y la caza como su trabajo favorito. Estos tres elementos conservan un rasgo común: el contacto con la vida material, con lo mineral de la vida podríamos decir, lo cual es indicativo de un ocuparse del mundo en su versión más primitiva en términos evoluti-vos, si tomamos en cuenta que la cultura es una construcción relativamente reciente y que, evolutivamente, el ser humano hubo de ocuparse, primero que todo, de adaptarse al medio físico y de defenderse de los depredado-res. Este primitivismo se conserva a veces como tendencia inconsciente en muchos hombres y aparece en el ámbito de la clínica, generando diversos problemas neuróticos puesto que, en nuestro mundo, ya nadie puede vivir solo de evidencias, en el simple “ver para creer”; resulta claro que “un algo” de otro orden nos reclama a todos, una búsqueda que muchos hombres solo pueden iniciar a partir del síntoma, tal como lo explicitaremos en el capítulo siguiente. Por otra parte, es propio de lo femenino este saber de la materia; lo comprendemos al observar ciertas vivencias de las mujeres, sus privilegiadas vivencias con respecto al cuerpo (menstruación y gestación, por ejemplo), lo cual les permite desarrollar una particular relación con lo actual, lo concreto, un espíritu práctico evidenciado en su habilidad para el manejo económico y una capacidad especial para atender al cuerpo como proveedor de información y de sanación; características todas ellas que pueden, al ser vividas sin la suficiente diferenciación, conducirlas a varia-das formas de materialismo. En este orden de ideas podemos pensar que esta tendencia sensualista de José Arcadio sea producto de su proyección, también, de este aspecto de lo femenino.

Encontramos que Pilar Ternera representa, en la realidad empírica, la imagen arquetípica de lo femenino de la realidad psíquica de José Arcadio. Nos referimos a esta configuración arquetípica de lo femenino como aquella imagen inconsciente que busca ser reconocida en todos los hombres y que en él está personificada por el ser que se ocupa, en su mundo, de los juegos

5 Valga decir: y un cierto tipo de mujeres también. Ellas, por sus vivencias privilegiadas con respecto al cuerpo (menstruación y gestación, por ejemplo), desarrollan una relación particular con la materia, con lo concreto, un espíritu práctico (evidenciado en su habilidad para el manejo económico), que en ocasiones las lleva también al materialismo.

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de la imaginación y a quien toma también como objeto sexual. Estas dos tendencias parecen sintetizarse en una escena, su primer encuentro sexual, el cual es descrito con la sugerente imagen de la búsqueda en la oscuridad de la casa de ella:

Desde el instante en que entró, de medio lado y tratando de no hacer ruido, sintió el olor. Todavía estaba en la salita donde los tres hermanos de la mujer colgaban las hamacas en posiciones que él ignoraba y que no podía determinar en las tinieblas, así que le faltaba atravesarla a tientas, empujar la puerta del dormitorio y orientarse allí de tal modo que no fuera a equi-vocarse de cama. Lo consiguió. Tropezó con los hicos de las hamacas, que estaban más bajas de lo que él había supuesto, y un hombre que roncaba hasta entonces se revolvió en el sueño y dijo con una especie de desilusión: “Era miércoles”. Cuando empujó la puerta del dormitorio, no pudo impedir que raspara el desnivel del piso. De pronto, en la oscuridad absoluta, comprendió con una irremediable nostalgia que estaba completamente desorientado. En la estrecha habitación dormían la madre, otra hija con el marido y dos niños, y la mujer que tal vez no lo esperaba. Habría podido guiarse por el olor si el olor no hubiera estado en toda la casa, tan engañoso y al mismo tiempo tan definido como había estado siempre en su pellejo. Permaneció inmóvil un largo rato, preguntándose asombrado cómo había hecho para llegar a ese abismo de desamparo, cuando una mano con todos los dedos extendidos, que tanteaba en las tinieblas, le tropezó la cara. No se sorprendió, porque sin saberlo lo había estado esperando. Entonces se confió a aquella mano, y en un terrible estado de agotamiento se dejó llevar hasta un lugar sin formas donde le quitaron la ropa y lo zarandearon como un costal de papas y lo voltearon al derecho y al revés, en una oscuridad insondable en la que le sobraban los brazos, donde ya no olía más a mujer, sino a amoníaco, y donde trataba de acordarse del rostro de ella y se encontraba con el rostro de Úrsula, confusamente consciente de que estaba haciendo algo que des-de hacía mucho tiempo deseaba que se pudiera hacer, pero que nunca se había imaginado que en realidad se pudiera hacer, sin saber cómo lo estaba haciendo porque no sabía dónde estaban los pies v dónde la cabeza, ni los pies de quién ni la cabeza de quién, y sintiendo que no podía resistir más el rumor glacial de sus riñones y el aire de sus tripas, y el miedo, y el ansia atolondrada de huir y al mismo tiempo de quedarse para siempre en aquel silencio exasperado y aquella soledad espantosa.6

6 Ibíd, p. 29.

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La oscuridad y la noche han sido, desde siempre, símbolos asociados a lo inconsciente, en particular de lo femenino desconocido o temido. Es así como la figura de la bruja, en la mayoría de los relatos, aparece como un ser nocturno cuyos rituales de iniciación se realizan a media noche y en torno a un diablo negro7 a quien debe darse el famoso beso negro. Así mismo, el momento privilegiado del encuentro con lo desconocido, con el inconsciente, es la negra noche, pues es durante esas horas que comúnmente nos entregamos a los sueños y en el que el velo que cae sobre el sentido de la vista “permite” otro tipo de percepciones. También es posible agregar algo más: tradiciones de corte patriarcal como la occidental siempre han puesto símbolos de luz para designar los más caros logros conscientes (lo atestiguan expresiones como “las luces de la razón”, o designaciones como el “iluminismo” o “la ilustración”, por ejemplo), queriendo representar así que la conciencia y su función racional ha vencido las oscuras etapas de nuestro primitivismo instintivo, animal. Sin embargo, en este proceso, han sido sumidos en la oscuridad, junto a todo lo peligrosamente regresivo de nuestra animalidad, los símbolos que representan el campo de lo femenino: la intuición, la imaginación, la escucha atenta de las voces del cuerpo, en general, los fenómenos llamados irracionales.

Por todo esto nos es lícito plantear que la escena en que José Arcadio busca a Pilar Ternera en la oscuridad, representa una primera búsqueda de eso femenino que desde su inconsciente es reclamado y que desde un principio hemos definido como “la imaginación” de la que carece y que se expresa también en su compulsión sexual, pero que implica, además, un sinnúmero de significados más. Llama la atención el hecho de que en esta búsqueda nocturna, él fantasee el rostro de su madre, pues la madre es la primera imagen de lo femenino para nosotros; ella determina en mucho el rumbo de nuestras posteriores búsquedas fijándose en algunos casos in-cluso, como objeto más allá de los primeros años de vida. En José Arcadio parece que esta fijación se simboliza en su característico apego al entorno cercano, al cuerpo como genitalidad, a una cierta simbiosis con lo materno,

7 He realizado un examen amplio de la imagen de “la bruja” como tema arquetípico en una obra inédita titulada El Llamado del Eros. El tema de la bruja como imagen arquetípica del retorno de lo femenino inconsciente. La bruja es un tema universal que adquiere unas características particulares en el entorno latinoamericano y específicamente en la cultura colombiana. Su manifestación dramática se presenta en las sensaciones vividas por hombres y mujeres de una presencia nocturna que les impide moverse o que les asfixia. Existen incluso técnicas míticas para defenderse de ellas.

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la tierra y la materia; lo que le impide elevarse más allá de sus posibilidades instintivas, aunque contendría la semilla de su evolución. A esto debemos agregar el hecho de que Úrsula tiene unas características que validarían una identificación proyectiva de José Arcadio con ella; es una mujer que tiene todo el tiempo los pies en la tierra. Ella organiza el hogar y es la poseedora de algunos bienes materiales (el oro de sus antepasados), mientras que su esposo se dedica a dudosas aventuras pseudocientíficas. Para José Arcadio fantasear con la madre es, entonces, una forma primitiva de imaginación que no le permite trascender los límites del instinto (representado en el mundo material), pues se detiene en la imagen conocida de la madre física, la cual pro-yecta por necesidad en Pilar Ternera (necesidad de evitar el incesto, diríamos con Freud). Ella es lo femenino que busca ansiosamente en la oscuridad. Por supuesto no caeremos en el error de simbolizar a la madre como lo peligroso solamente, el tema del incesto trasciende el peligro de la unión con la madre real o de un estado infantil (esta es solo una posibilidad), y nos lleva a las más variadas posibilidades del símbolo madre. Diremos con Jung que, retornar a la madre, es un retorno también a las fuentes de toda evolución posterior, pues en esta imagen arquetípica encontramos todas las analogías telúricas (corporales, de la naturaleza, de la vivencia comunitaria, de lo nutricio, del cuidado del otro) que pueden permitirnos un salto evolutivo sin igual, en términos individuales y colectivos.

Ahora detengámonos un momento en el padre, el viejo José Arcadio Buendía; un hombre totalmente opuesto a Ursula y al mismo hijo mayor. Es poseedor de una imaginación desbordada que le lleva a intentar cuanto artificio los gitanos le puedan ofrecer; dicha imaginación será finalmente su perdición, le poseerá hasta terminar en mundos de los que no podrá salir, quedando incomunicado con su familia hasta el final de sus días. La imagen postrera del viejo patriarca de Macondo es la de un anciano amarrado a un árbol, en un estado que podríamos calificar como psicótico, hablando con seres que solo él ve y yendo en su fantasía de un cuarto a otro, hasta encontrar el cuarto de la muerte definitiva, en la cual le espera su viejo amigo el gitano Melquíades. Los gitanos, entonces, simbolizan esa rica posibilidad imagina-ria que el realismo mágico recoge, pero, al mismo tiempo; el peligro de una unilateralidad en la fantasía que puede perder a los seres humanos. En Cien años de soledad conviven, al mismo tiempo, la posibilidad de la imaginación como búsqueda de satisfacción de necesidades del alma, y la fantasía como un mundo in extremis que puede sustituir a la realidad consensual que nos permite interactuar, cosa bastante peligrosa para la conciencia.

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En la novela los gitanos mismos se transforman. Dos tribus pasan por allí. La primera es la de Melquíades, llena de asombrosos descubrimientos —en realidad descubrimientos comunes que devienen asombrosos gracias al estado premoderno de Macondo y a la habilidad comercial de los gitanos—, son personajes venidos de los confines del mundo y dispuestos a ofrecer la felicidad a quien la quiera comprar. La segunda oleada de gitanos es una ya más parecida a una caravana de circo, desencantada, desprovista de promesas y dispuesta a sacar a los lugareños hasta el último centavo, aun con la limitada y vana promesa de la satisfacción sexual, denotando el paso, también en el universo de la tribu nómada, desde una lógica simbólica hacia otra más literal. Estos gitanos dan cuenta de la transformación misma del mundo operada en la modernidad. Empiezan a desaparecer las realidades marcadas por la fantasía con sus explicaciones lúdicas y mágicas y son reemplazadas por la realidad de la materia fría y aun así, efectiva, representada por la ciencia. Pero Macondo se muestra de nuevo como estructura imaginaria de la reali-dad occidental, al señalar claramente el fenómeno dado con la llegada de la modernidad: las viejas creencias y prácticas son la base para la construcción de lo nuevo, que luego desechará esa base por anticuada e indemostrable. Así, la química surgirá de la alquimia pero la despreciará como obsoleta y poco “realista”, lo mismo ocurrirá con la física y su relación con la metafísica e incluso, en muchos casos, con las llamadas ciencias del espíritu y su relación con el mundo espiritual, sus verdades y experiencias.

Pero prosigamos con la historia y lo que nos sigue mostrando. En este estado de cosas el siguiente paso de José Arcadio será huir con los gitanos, más precisamente tras una niña gitana, cosa bastante lógica en su búsqueda. Pero… ¿de qué huye?

Un día Pilar Ternera le comunica a José Arcadio: “Ahora sí eres un hombre... vas a tener un hijo”. ¿Puede generarle este anuncio algo más que una conmoción total? Un hijo representa una creación física y corpórea re-presentativa del contacto físico y corpóreo de José Arcadio con la realidad, pero también, y esto lo intuye todo hombre, una exigencia lúdica y mágica tremenda. El niño es la imaginación y la fantasía hecha carne, un símbolo para el que alguien como José Arcadio no está preparado:

José Arcadio no se atrevió a salir de su casa en varios días. Le bastaba con escuchar la risotada trepidante de Pilar en la cocina para correr a refugiarse en el laboratorio, donde los artefactos de alquimia habían revivido con la bendición de Úrsula. José Arcadio Buendía recibió con alborozo al hijo

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extraviado y lo inició en la búsqueda de la piedra filosofal, que había por fin emprendido [...] A pesar de su fingido interés, José Arcadio no entendió nunca los poderes del huevo filosófico, que simplemente le parecía un frasco mal hecho. No lograba escapar de su preocupación. Perdió el apetito y el sueño, sucumbió al mal humor, igual que su padre ante el fracaso de alguna de sus empresas, y fue tal su trastorno que el propio José Arcadio Buendía lo relevó de los deberes en el laboratorio creyendo que había tomado la alquimia demasiado a pecho.8

La alquimia resulta ser un refugio transitorio y un paso en falso. Un acontecimiento que se corresponde con ciertos movimientos del alma huma-na frente al peligro de la confrontación con lo desconocido. Un fenómeno común en la clínica psicológica, en la que advertimos por ejemplo, que algunos pacientes “simulan” (no siempre conscientemente) un logro que en realidad representa una huida elaborada de aquello que realmente deberían confrontar. José Arcadio abandona rápidamente este refugio que, de hecho, nada tiene que ver con él y, como paso siguiente de su búsqueda, se alejará del peligroso entorno familiar, de la amenaza del entorno materno y de un hijo cuya infancia no sería capaz de asumir.

Hablamos aquí de la amenaza materna en el sentido del impulso ar-quetípico en todo ser humano hacia la separación con respecto a nuestro origen, un camino que conduce a responder a la pregunta de “quién soy como individuo”. Este impulso o tendencia arquetípica se encuentra mag-níficamente expresada en La Odisea de Homero, verdadera epopeya que se ha convertido en estructural para la conformación del yo occidental; allí la búsqueda del padre representa claramente el alejamiento del que hablamos: alejamiento del entorno familiar para ir al encuentro del mundo, de un pa-dre en términos de un orden, pero también de otra madre en términos de la comunidad humana ampliada. En Cien años... esta pregunta es fundamental y está simbolizada por el peligro omnipresente durante toda la obra de la posibilidad del incesto, pues una vieja leyenda dice que por reproducirse entre familiares finalmente alguno de los descendientes nacerá con una cola de cerdo, evento que efectivamente ocurre y marca el fin de la estirpe. El incesto, no obstante, se opera aquí de manera tan literal que impide observar sus cualidades simbólicas, la posibilidad que representa de un retorno al “paraíso perdido”, a ese mundo acogedor y lleno de imaginación que pue-

8 Ibíd, p. 32.

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de permitir el encuentro con las analogías necesarias para la continuación del camino. Es esta una visión del “problema del incesto” o de la regresión psíquica que no ve en él tan solo algo patológico, sino también, en ciertas personas, una verdadera necesidad al presentarse un estancamiento en el presente. Veamos cómo logra plantearlo la novela.

Pero el miedo que empuja a José Arcadio a alejarse del hogar y del arquetipo de la infancia representado por su futuro hijo, es disfrazado en la conciencia por una modalidad sensual de su búsqueda masculina: Se va tras una niña-mujer.

Ansioso de soledad, mordido por un virulento rencor contra el mundo, una noche abandonó la cama como de costumbre, pero no fue a casa de Pilar Ternera, sino a confundirse con el tumulto de la feria. Después de deambular por entre toda suerte de máquinas de artificio, Sin interesarse por ninguna, se fijó en algo que no estaba en juego; una gitana muy joven, casi una niña, agobiada de abalorios, la mujer más bella que José Arcadio había visto en su vida. Estaba entre la multitud que presenciaba el triste espectáculo del hombre que se convirtió en víbora por desobedecer a sus padres.9

“La noche del sábado José Arcadio se amarró un trapo rojo en la cabeza y se fue con los gitanos.”10

Vislumbramos ya los contornos de su nuevo camino: con una mujer “casi una niña” y “con los gitanos”. ¿Definitivamente índices de que algo importante va a cambiar en su vida? La respuesta a esta pregunta tardará en llegar. Muchas cosas ocurrirán en Macondo. El hijo, al que se le pondrá por nombre Arcadio, crecerá como uno más de los Buendía y el destino seguirá su curso, muertes y nacimientos, matrimonios y milagros, hasta que un día, sin aviso de nadie, llegará el gigante fálico en que se ha convertido José Arcadio.

No logrará adaptarse a la vida familiar, sumergido en una orgía de juego, sexo y borracheras en el barrio de tolerancia, dando a entender que quizás nada ha encontrado en sus viajes por el mundo, fascinantes según sus propios relatos. Sin embargo algo definitivo ocurre: se enamora perdida-

9 Ibíd, p. 33.10 Ibíd, p. 34.

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mente de Rebeca, la niña de origen desconocido que fuera adoptada pocos años antes por la familia. Con este hecho (la fijación a la niña-hermana), se renueva la tendencia al incesto, tema que atraviesa toda la novela, pues hasta ese momento Rebeca era considerada su hermana. José Arcadio así lo demuestra cuando le dice “Eres muy mujer, hermanita”. El incesto aparece de nuevo entonces con aquel simbolismo claro de un retorno al vientre materno, al hogar, al paraíso perdido del cual todos salimos alguna vez y que para este hombre en particular es representado en el encuentro con lo femenino en su símbolo físico: la mujer. Asistimos entonces a una dramática que expresa el sentido prospectivo11 de tal retorno: José Arcadio ha encontrado de esta manera su propio hogar, se convierte él mismo en un hombre de hogar. Construye su casa para él y su mujer y se dedica a trabajar y usurpar tierras para ampliar su patrimonio familiar. Así lo des-cribe García Márquez:

José Arcadio había doblegado la cerviz al yugo matrimonial. El carácter firme de Rebeca, la voracidad de su vientre, su tenaz ambición, absorbieron la descomunal energía del marido, que de holgazán y mujeriego se convirtió en un enorme animal de trabajo. Tenían una casa limpia y ordenada. Rebeca la abría de par en par al amanecer, y el viento de las tumbas entraba por las ventanas y salía por las puertas del patio, y dejaba las paredes blanqueadas y los muebles curtidos por el salitre de los muertos.12

Detengámonos en esta descripción y en dos posibles niveles para su comprensión. Por una parte, el personaje en sí es transformado por la vora-cidad y la ambición de la mujer. Esto significa que toda aquella desaforada búsqueda de confirmación de la hombría en el mundo, que hemos adjudi-cado a José Arcadio, es la solución misma para su falta de enraizamiento (solución representada por la proyección, en la relación con la mujer, de una

11 Se utiliza el término “prospectivo” en psicología analítica (Jung), con referencia a todo aquello que puede conducir a una transformación de la personalidad. No se utiliza como criterio moral en el sentido de que el evento constituya necesariamente algo “positivo” pues sería permitirnos un juicio de valor emitido por el ego consciente quien, en muchas ocasiones, utiliza estos juicios para impedir eventos necesarios psíquicamente. En este caso José Arcadio se transforma en un hombre de hogar, pero no en un hombre moralmente bueno, quizás no estaba dotado para ello o quizás no hacía parte de su destino.

12 Ibíd, p. 100.

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relación más elevada con el mundo). Por otro lado, debemos escuchar con atención el tono de esta descripción y pensar por un momento que quien la hace es, precisamente, un hombre: Gabriel García Márquez. Hasta el momento hemos evitado a toda costa hacer análisis psicológicos del autor, pero nos daremos brevemente esta licencia, puesto que llama la atención la frase categórica: “José Arcadio había doblegado la cerviz al yugo matri-monial… de holgazán y mujeriego se convirtió en un enorme animal de trabajo.”. Estas frases están cargadas de ese sentimiento sombrío que sobre el matrimonio gravita en opinión de muchos hombres: el matrimonio es una carga, un yugo, la mujer es una especie de cárcel para la libertad masculina o, por lo menos, transforma al hombre, de la triste condición de holgazán, a una peor: la de animal de carga.13 Y es que la búsqueda de José Arcadio parece terminar precisamente en este espacio psíquico, el de la sumisión al orden superior de la vida, que en términos positivos no podríamos ver como otra cosa que el amor. Sí, José Arcadio Buendía —hijo, otrora andariego, sátiro y mundano—, terminará sus días no menos mundano, pero en una tierra firme, la tierra del origen, la de la madre-esposa (recordemos que Rebeca es casi su hermana) y la de la madre-tierra (Macondo como imagen de todo lo mater-no). No podríamos decir que ha encontrado ese mundo de imágenes que le prometiera Pilar Ternera, ni aquel de los gitanos con quienes huyó y mucho menos el del destino del vagabundo que “Le había dado sesenta y cinco veces la vuelta al mundo, enrolado en una tripulación de marineros apátridas”. No. Este hombre lleva su búsqueda hasta la tierra misma, termina sus días como cazador y usurpador de tierras, es el contacto íntimo con la materia de la que nunca logró levantarse. Y es que su muerte es índice final de esto que afirma-mos. Un día llega de cacería e ingresa a su casa. Rebeca repetiría por el resto de sus días que se bañaba mientras todo ocurrió. Se escucha de pronto el estruendo de un disparo y luego José Arcadio es encontrado tirado en el piso de su habitación, con un hilillo de sangre que le sale de un oído. Este hombre ha escuchado lo que ha podido de la vida y, al parecer, en el día de su muerte, trata de establecer comunicación con esa madre-tierra, con la máter-materia por última vez, pues su sangre se transforma en un llamado a la madre real en una de las descripciones más bellas que podemos encontrar en la obra:

13 Como veremos en el último capítulo, la psicología clínica puede dar fe de este “miedo a la castración” (léase mejor “miedo a tocar tierra”, a la limitación), expresado por muchos hombres mediante el donjuanismo, como escape de un compromiso serio con una sola mujer, con el hogar y sus responsabilidades.

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Un hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la calle, siguió en un curso directo por los andenes disparejos, descendió escalinatas y subió pretiles, pasó de largo por la calle de los Turcos, dobló una esquina a la derecha y otra a la izquierda, volteó en ángulo recto frente a la casa de los Buendía, pasó por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a las paredes para no manchar los tapices, siguió por la otra sala, eludió en una curva amplia la mesa del comedor, avanzó por el corredor de las begonias y pasó sin ser visto por debajo de la silla de Ama-ranta que daba una lección de aritmética a Aureliano José, y se metió por el granero y apareció en la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan.

—¡Ave María Purísima! —gritó Úrsula.

Siguió el hilo de sangre en sentido contrario, y en busca de su origen atravesó el granero, pasó por el corredor de las begonias donde Aureliano José cantaba que tres y tres son seis y seis y tres son nueve, y atravesó el co-medor y la sala y siguió en línea recta por la calle, y dobló luego a la derecha y después a la izquierda hasta la calle de los Turcos, sin recordar que todavía llevaba puestos el delantal de hornear y las babuchas caseras, y salió a la plaza y se metió por la puerta de una casa donde no había estado nunca, y empujó la puerta del dormitorio y casi se ahogó con el olor a pólvora quemada, y encontró a José Arcadio tirado boca abajo en el suelo sobre las polainas que se acababa de quitar, y vio el cabo original del hilo de sangre que ya había dejado de fluir de su oído derecho.14

Y agreguemos finalmente que, tan unido estaba a este mundo, a los avatares de sus elementos más telúricos, que su materia misma, su cuerpo corruptible, se volvió un problema para el pueblo. No había ataúd donde quedara bien y el olor a pólvora no desaparecía, ni siquiera con los recursos más disparatados, así mismo, una vez enterrado, su tumba siguió despidien-do aquel olor a pólvora hasta muchos años después, cuando la compañía bananera la cubrió con láminas de hormigón.

Rebeca se encerró hasta su muerte (solo se le vio salir en una ocasión), y para siempre quedó la duda sobre la autoría del crimen. Contemplar la posibilidad de que la mujer que amara a José Arcadio Buendía y a la que uniera su destino le diera muerte, no deja de causar impresión en quienes

14 Ibíd, p. 116.

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leemos la obra. Esto solo podría explicarse como la consecuencia lógica, en términos simbólicos, de un incesto realizado y no trascendido. Es decir, al no alejarse lo suficiente de la fuente, la madre nutricia se convierte en madre devoradora (la voracidad de su vientre y la desmedida ambición de que habla el autor), de hecho en muchas mitologías es así como ocurre, pero en la mayoría de los casos ser devorado por el monstruo conduce a un nivel superior debido a la lucha que allí se libra. Incluso Orfeo, el dios músico de la mitología griega, que también es asesinado por las mujeres que le adoran, tiene la oportunidad de pervivir al convertirse su cabeza en oráculo. Pero José Arcadio no tendrá otra oportunidad, a menos que tomemos el olor de su tumba también en términos simbólicos, es decir, a menos que admitamos que ese aroma de la pólvora represente algún tipo de mensaje para la estirpe, algo así como un recordatorio de una vida que buscó afanosamente en la mujer un femenino que solo es posible verificar en el propio ser. Entonces podríamos reconocer que cuando se literaliza una búsqueda esta misma literalidad nos puede matar, que a falta de sim-bolización solo puede comparecer la muerte real y que cuando negamos la imaginación, podemos sucumbir a la fría materialidad, tan fría como el hormigón final de la tumba de José Arcadio.

El Plebiscito. Débora Arango.

EpílogoSer hombre

Un asunto sin resolver

Cuando el saber está muy elaborado y resulta muy firme para los hombres, cuando ha cristalizado en formulaciones filosóficas y jurídicas, en correspondencia con una estabilidad política y social, qué es lo humano y qué no lo es resulta muy cierto, y las fronteras de lo inhumano aparecen muy claras. Pero cuando el poder y el saber establecido se desequilibran y entran en crisis, cuando el mundo en el que vive el hombre se amplía y sus bordes anteriores se rompen, entonces las fronteras que eran nítidas se difuminan. La definición que los hombres tienen de sí mismo se torna problemática y hay que encontrar sus nuevos límites

Jacinto Choza y Pilar Choza. Ulises, un arquetipo de la existencia humana

Llegados a este punto de nuestro estudio nos es posible ofrecer una visión panorámica del fenómeno de las llamadas “nuevas

masculinidades”, fenómeno que no podrá escapar a la crítica, pero que se hace imagen significativa de nuestra contemporaneidad. Esta visión es el resultado de una indagación en tres terrenos: los personajes masculinos de la obra Cien años de soledad: Aureliano y José Arcadio Buendía, la teoría de C. G. Jung y las evidencias clínicas de la consulta masculina en el ámbi-to psicoterapéutico. Las preguntas que guían este trabajo se refieren a las estructuras psíquicas de lo que llamamos realidad pero, específicamente,

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a esa parte de la realidad que llamamos masculinidad en un contexto oc-cidental que ha sido acusado, desde varios frentes, de detentar un claro talante patriarcal, esto es, totalizador desde una simbólica masculina. Por lo tanto las preguntas podrían plantearse así:

• ¿Existenotrasformasdemasculinidadapartedelasdesarrolladasen occidente? y si acaso existieran ¿Cómo se reconocen?

• ¿Estánestasnuevasformasnecesariamenteemparentadasconlasformas de femineidad propuestas para las mujeres?

• Si,comosehaafirmado,larealidadhasidoconstruidaenlamo-dernidad bajo una lógica masculina y esta lógica está cambiando ¿A dónde iría a parar el hombre unitario por el que nos reconocemos y con qué lenguaje nombrar ese nuevo hombre y sus realidades?

Evidentemente el ser humano ha regresado a la edad de las preguntas fundamentales, a la típica ¿quién soy yo? de la adolescencia, la cual es tam-bién la pregunta típica de las épocas de transición. Como afirman los autores citados al inicio de este capítulo, en los momentos en que a la humanidad se le han impuesto preguntas fundamentales acerca del ser, la definición que tenemos de nosotros se torna problemática y es preciso encontrar los nuevos límites. Y es que vivimos un momento apasionante de la historia de la humanidad, un resurgimiento de aquellas preguntas fundamentales acerca de nuestro lugar en el cosmos, en el mundo, en la sociedad y en el psiquismo individual. Pero estos cuatro aspectos (cosmos, mundo, sociedad y psiquismo), se encuentran efectivamente fusionados, por más que la mente occidental necesite separarlos para poder conocerlos. Están inevitablemente unidos desde que es la misma psique la que imagina y habla de lo que per-cibe y desde que es un yo, como representante de esa psique, el que toma la palabra, el que escribe, por ejemplo, estas palabras.

Este yo tiene un tiempo y un espacio trazados imaginariamente como base de sus percepciones por lo que puede vérselas con un ayer, con un mañana y con un presente. Al mismo tiempo puede, entonces, situarse entre un arriba y un abajo, en un aquí. En 1946 Adorno y Horkheimer publica-ron su obra Dialéctica de la ilustración, con la que, se dice, inauguraron el pensamiento posmoderno y la crítica a la modernidad. Allí postulan que el Ulises de Homero es el modelo precursor, en la antigüedad, de la cons-trucción de realidad moderna. Afirman que en este Ulises se plantea por

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primera vez, de manera acabada, la multidimensionalidad humana en una unidad racional, mediante este yo heroico y su relato de estructura lineal. Allí aparecen el tiempo y el espacio del yo organizados de manera cohe-rente, como una serie de tareas de identificación realizadas por un sujeto, en lucha con el mundo y con los dioses, con lo real y con lo imaginario.

Pues bien, en 1932 el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung, había publicado un artículo sobre el otro Ulises, la controversial y magnífica obra de James Joyce, haciendo notar la evidente transgresión a toda linealidad espacial y temporal que contiene la obra. Jung no esconde su sorpresa frente a la estructura pa-radójica de la novela y, más que su sorpresa, su aceptación de que no tiene, él mismo, los elementos discursivos para comprenderla:

Yo tenía un viejo tío que pensaba linealmente. En una ocasión me paró en la calle y me preguntó: ¿Sabes cómo tortura el diablo a las almas que han ido a parar al infierno? Le dije que no, a lo que repuso: Las deja esperar. Dicho esto, siguió su camino. Esta observación volvió a mi mente la primera vez que quise abrirme camino a través del Ulises. Cada frase es una expectativa que no se cumple; finalmente, uno acaba por no esperar nada de pura resignación y, para su renovada consternación, va percatándose poco a poco de que ha acertado. De hecho, no ocurre nada, no se produce nada y, sin embargo, una secreta esperanza, que pugna con una desesperanzada resignación, arrastra al lector de página en página […] Llegado a la página 135 caí finalmente en un sueño profundo […]Cuando, tras largo tiempo, desperté, mis ideas se habían despejado lo bastante como para que decidiera empezar a leer el libro de atrás para adelante. Este método resultó tan aplicable como el usual, es decir, que el libro también puede leerse desde atrás, pues en él no hay delante ni detrás, arriba ni abajo. Todo podría haber sido así, o llegar a ser así en el futuro. Uno puede leer una conversación de atrás hacia adelante con el mismo placer, pues no desvirtúa las agudezas. Como totalidad, no tiene ninguna, cada frase es una agudeza. También se puede interrumpir la lectura en la mitad de la frase: la primera parte de la frase tiene aún [sic] suficiente razón de ser para mantenerse en pié [sic] o parecerlo. De ese carácter vermiforme, capaz de generar una cola a partir de la cabeza sesgada y añadirle a la cola una cabeza, está imbuido el libro entero.1

1 Jung, Carl Gustav. O. C. Vol. 15, 165. Las cursives son mías.

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De esta manera Jung se presenta como testigo y protagonista de un conflicto, surgido entre una obra que él considera fruto de una forma de pensamiento no comprometida con la racionalidad moderna y una mente como la suya, formada en los más estrictos cánones de la racionalidad. Pero en el transcurso de su ensayo dará cuenta también de su comprensión acerca de esta obra: ella constituye una forma de relato que se ubica más allá de la modernidad, pero no más allá en el sentido de más adelante o anterior, sino, más allá en el sentido de una forma de ver el mundo que se aparta de los límites y las coordenadas del yo moderno y su espacio-tiempo “euclidiano”. Según algunos autores, con esta crítica, Jung “levantaba acta de nacimiento de la subjetividad posmoderna”.

Leer a Jung como un pensador posmoderno nos permite acercarnos a una psicología de la complejidad, apta para leer muchos de los fenómenos contemporáneos.2 Nos plantea la aceptación de una unidad primordial del sujeto con el objeto representada, por ejemplo, en la simbiosis del neonato con la madre o en los fenómenos de proyección colectiva en los movimien-tos de masas. Nos dice que esta unidad primordial debe ser y es rota en el transcurso de la vida, en el proceso de formación del yo, el cual va surgiendo desde ese centro en principio caótico, donde tiempo y espacio, masculino y femenino, afuera y adentro se hallan indiferenciados. Un estado que, no obstante el paso de los años, subsiste —de lo cual da sobrada cuenta el es-tado del sueño, durante el cual volvemos a ese espacio-tiempo primigenio, ilógico y prerracional—.

Ahora bien, este proceso de diferenciación pasa por varias etapas, de las cuales la primera ocupa la infancia, adolescencia y primera juventud temprana y da como resultado la conformación de un yo más o menos defi-nido, más o menos constante, más o menos lineal y más o menos fortalecido, frente a su primitiva indiferenciación. En esta primera parte del proceso se afirmarán una serie de características psicológicas que se atribuirán a cada sexo. Construiremos entonces lo que es ser hombre y lo que es ser mujer gracias a la instrucción de la cultura, pero también gracias a que la psique viene preparada para ello. Es decir, al pertenecer a la especie humana, venimos con unos determinados patrones de conducta, una metáfora de los instintos de los animales que en nosotros tienen rasgos particularmente

2 Resulta curioso, por decir lo menos, que Jung denominara incialmente a su sistema “psicología compleja” o “psicología de los complejos”.

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humanoides, patrones de conducta a los que denominamos arquetipos. Uno de estos arquetipos es el masculino, el otro el femenino. Cuando nos deno-minamos a nosotros mismos “hombres”, es porque este arquetipo ha sido activado por la cultura, con sus valoraciones, sus mitos y sus símbolos.3

La psicología analítica es una psicología de la complejidad y, por lo tanto, apropiada para una psicología posmoderna por una razón más: sigue la tradición psicoanalítica clásica del descentramiento del sujeto consciente, al proponer que el yo es un complejo más entre muchos otros. Es decir que a pesar de ser el más especializado en su relación con la realidad, este yo es móvil y contingente, motivo por el cual, en un momento determinado, pa-tológico o no, puede otro complejo asumir las riendas del psiquismo, lo que de manera reiterada produce la común queja del yo en el ámbito terapéutico: “no se qué me pasó”, “no era YO”, “así no soy YO”, “estaba fuera de mí”; lo que denota falta de voluntad en el yo pero gran voluntad ejercida desde otro complejo o “personaje interior”.

Otro aspecto importante en esta visión del mundo es que el arquetipo masculino no existe sólo para los hombres, este también pervive en las mujeres de manera inconsciente, mientras que el arquetipo femenino está, por la naturaleza de nuestro psiquismo, inscrito en el varón. Esto debido a que de ese ser indiferenciado que éramos al principio se privilegiaron solo algunos componentes en el yo mientras que los otros quedaron en estado latente. Sabemos que también biológicamente el cuerpo conserva rastros de dicha indiferenciación por lo que podemos hablar de una bisexualidad constitutiva, lo que permite que, incluso, algunas personas se identifiquen con lo masculino o lo femenino, sin importar el sexo.

Según la psicología de Jung, existe para todos nosotros una finalidad, un desarrollo natural al que él denominó “proceso de individuación” y que implica una tendencia humana hacia la integración de las oposiciones (el término “integración” llama la atención acerca de que se trata no de una involución o regresión al estado pretérito de fusión simbiótica, sino a la convergencia de los opuestos en un nuevo nivel de conciencia). En su práctica terapéutica observó que esta tendencia se ponía en evidencia, sobre todo, en las personas que superaban la mitad de la vida (denominaba así a la parte que ocupa la infancia, adolescencia y primera juventud), intentos

3 En el prólogo establecíamos ya el cómo de esta conformación a partir de los arquetipos.

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de integración de los aspectos latentes, los masculinos en las mujeres y los femeninos en los varones, además de muchas otras oposiciones en las que se ha operado el mismo proceso inicial de diferenciación.

En nuestra época asistimos a un replanteamiento de los roles. El femi-nismo ha despertado elementos psíquicos que antes no se creían propios de las mujeres, como si ellas estuviesen integrando aquellos valores latentes y no desarrollados hasta ahora, debido a las presiones de la cultura. Pero lo que en principio parecía un cambio obligado por el feminismo, obligado solo por las mujeres y sus necesidades particulares, hemos de reconocerlo como una necesidad arquetípica de integración de opuestos, como una respuesta a esta tendencia innata hacia la individuación, hacia el sí-mismo como totalidad. En otras palabras, la naturaleza del arquetipo ha utilizado la conciencia de las mujeres y producido sus movimientos liberacionistas para desarrollarse en la conciencia, para dar a luz un ser integrado en todas sus potencialidades. Del ente primordial que somos al nacer surgió la diferenciación, hombres y mujeres hicimos este proceso tanto a nivel individual como colectivo, pero con el paso del tiempo también ha sido empujado el ser humano a la inte-gración con aquella otra parte que quedó sepultada, reprimida colectiva e individualmente.4

En las mujeres este movimiento hacia la integración ha tomado su for-ma de acuerdo con su situación en la cultura. Ha sido necesario, así, que la dinámica se dé primero en lo político, en el mundo exterior, en las relaciones laborales, familiares y de pareja. Esto debido a que era allí, en el mundo exterior, donde a primera vista estaban necesitando de integrar sus poten-cialidades negadas en el proceso de diferenciación de roles. Es innegable la manera como este movimiento ha influido en la construcción de sus propias

4 Los efectos psicológicos de estos cambios se evidencian en la clínica, tal como lo manifiesta la psicoanalista barranquillera Zaída Puentes: “En la relación de los hombres con los hijos sí me parece que hay algo bien importante, es como si no existiera el padre, estamos como en un momento en que mamá hace todo (esa mujer maravilla). Antes era solo en la casa, ella trabaja, organiza los hijos, la empleada, compra, etc., llega un momento en que hace tanto que el hombre no tiene nada que hacer en su casa. Así que finalmente los hombres van quedándose fuera y, al quedarse fuera, traen otras relaciones. Entonces, y esto es bien frecuente, muchos consultan porque hay una relación con su mujer, hay otra relación afuera, no saben qué hacer con los dos hogares y pasa que a las dos las quieren y no saben qué hacer con esa situación, de tal manera que no saben cómo ser hombres, ni cómo ser padres, ni saben qué hacer. Yo diría que hay una gran desorientación en ese sentido, que el hombre ha perdido su lugar” [entrevista 3].

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narrativas y es cierto también que los movimiento de las mujeres han empe-zado, en los últimos años, a profundizar en una liberación en lo espiritual, mediante sus aproximaciones a lo femenino sagrado y a unas formas propias de organización. Los movimientos feministas vienen reconociendo, así, que este no es un proceso acabado pues no siempre las mujeres, en su proceso de liberación y cambio de roles, se han integrado como seres más comple-tos. El fenómeno del cambio de roles lo que ha conseguido demostrar, y ya es mucho, es que no existen tales actitudes y aptitudes genéricas, que no son propias de los hombres o propias de las mujeres sino estructuras universalmente humanas.

Hasta ahora hemos afirmado que la integración psíquica, que genera un ser humano más desarrollado y completo, implica el advenimiento a la conciencia de aquellos elementos de la contrasexualidad psíquica in-consciente qué fueron desechados en el proceso de constitución del yo. Pero... ¿sabemos realmente que es lo femenino y qué es lo masculino como para proponernos integrarlo?, porque definitivamente lo femenino no es reducible al cuidado del cuerpo o a la expresión de los sentimientos, ni lo masculino al desarrollo de competencias gerenciales o a la relación con el mundo exterior. El mundo que conocemos los occidentales, la rea-lidad presentada como lucha contra las fuerzas de la naturaleza, como su transformación en pos del “bienestar” humano, la valoración de la razón por sobre la emoción y el sentimiento (el cartesiano cogito ergo sum), la organización de lo real y lo imaginario en torno a valores jerárquicos, desde el coro de los ángeles y los arcángeles hasta la empresa como es-calera ascendente, los valores míticos y místicos vistos como lo irracional que se debe desterrar para lograr un mundo desencantado, la diversidad sexual, étnica, y religiosa como elementos por eliminar para lograr un mundo uniforme (ideal muchas veces solapado en los discursos sobre la igualdad)… etc., etc., etc., ¿Es todo ello una creación masculina?, ¿es esto lo masculino realmente? Aunque estudiosas y estudiosos de la cultura plan-tean que este mundo es una construcción del patriarcado ¿están sugiriendo que necesariamente el patriarcado es una construcción de los hombres? Y aún que así fuera ¿implica esto que es una construcción masculina? ¿De dónde provienen asociaciones como las de lo femenino con la tierra la naturaleza, la humedad y los sentimientos y lo masculino con el cielo el espíritu, lo seco y el control racional?

La respuesta a estos interrogantes los encontramos en los mitos que emergieron tanto en la tradición griega como en la judeocristiana. Nuestra manera lógica de explicar el mundo, viene direccionada desde los mitos

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que la antecedieron. Así, el dios cristiano es un dios solar, está en los cielos, y por lo tanto muere y resucita exactamente igual todos los días, tal como Urano y Helios, los antiguos dioses griegos. Ello demarca una forma de pensamiento que privilegia la objetividad (“el sol sale para todos”), la co-lectivización (“el sol alumbra a todos por igual”) y el monoteísmo en la religión y en el pensamiento (“como un solo sol”).

Pero han existido míticas diferentes a esta, por lo que podemos afirmar que la masculinidad, entendida desde los mitos solares, es solo una posibili-dad entre muchas. Existen mitos en donde el dios o el héroe está asociado con la tierra y con la luna, de hecho en la misma Grecia encontramos a dioses masculinos rigiendo los poderes y los ritos de la tierra, tal es el caso de Dionisos, dios a quien Karl Kerényi caracterizara como un dios de la naturaleza en el culto a la vida indestructible o zoé en términos griegos.5 Así mismo, ¿acaso no era Poseidón el dios del mar y Hades el dios de las profundidades terrenas? Veamos algunos ejemplos más:

Dumuzi: Dios de la agricultura en la antigua Sumer.

Toro Salvaje: Imagen de masculinidad protectora y generadora de vida, salvaje y sin domesticar. Sumerio

Enki: Dios sumerio. Terrestre, fluido y mágico de las profundidades y del saber.

Ogún: Dios Africano. El salvaje protector de los bosques.

Hefestos: Griego. Trabaja en la profundidad de las montañas.

Orfeo y Pan: Dioses griegos de la música y la vida salvaje.

Poseidón: Dios oceánico de las sensaciones profundas, fluidas y apasionadas.

Hermes: Quien entre otras cosas puede viajar a las profundidades de la tierra y regresar.

5 Llama la atención que el analista Robert M. Stein, a quien citamos en la introducción, interprete a Dionisos como representante de lo femenino. Evidentemente son las características “psicológicas” del personaje y no su “apariencia física” lo que lleva a Stein a hacer tal afirmación. Evidentemente Stein hace una interpretación desde nuestra cultura, en la cual esas características pertenecen a lo femenino. En otras culturas podría suceder (y ha sucedido), que estos valores son propios de los hombres y pueden serlo de un hombre determinado sin que esto necesariamente le haga más “femenino” o menos “masculino”.

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Osiris: En Egipto, dios del río Nilo. Representa un tipo de masculinidad fluyente, cíclica y terrestre que engendra la vida y la apoya.

Geb: El Padre-Tierra en Egipto, padre de Osiris.

Osiris: Egipto. El Señor de La Luna.

Horus: Egipto. Conocido como el anciano que se convirtió en Niño, tiene la Luna como su ojo Izquierdo.

Nanna: En la antigua Sumer, era el Padre Luna.

San Luna, Dugad y Moling: El Padre Luna para los antiguos druidas de Irlanda.

El Hermano Luna: para los esquimales de la isla de Baffin.

Myesyats: En Serbia, era el tío Baldo (Tío Luna). En Groenlandia, Malasia, Nueva Zelanda, Australia, Babilonia, se le conoce también como el Padre Luna.

Este catálogo viene a mostrarnos dos cosas: por un lado que los símbolos de lo masculino y lo femenino no son fijos, que pueden variar de una cultura a otra y de un tiempo a otro y, por otro lado, que las atribuciones hechas a partir de una simbólica determinada, pueden sesgar los caracteres profundos de la misma. En otras palabras, un hombre podría sentirse vinculado a la tierra y a los poderes germinativos y maternales sin que por ello debamos señalarlo como un hombre femenino o feminizado. Es importante anotar que en la mayoría de estos mitos el dios conserva su fuerza viril y el falo como importante símbolo de su capacidad creadora, por lo tanto, también debemos anotar que la renuncia al falo no es imprescindible, ni siquiera un rasgo distintivo de un hombre que ha tomado la vía de la transformación y de la integración.6

6 Sin embargo, en el ámbito clínico, puede observarse como muchos hombres, debido a su interiorización de los valores tradicionales asociados con el falo (símbolo del poder generador masculino) y a los cambios de roles, sienten que pierden su posición, por ejemplo, en la pareja. El psicólogo Ricardo Valencia (Bogotá) anota al respecto: “Mientras que el mundo contemporáneo nos ha demostrado que es necesario que los dos salgan a trabajar y que incluso si alguien se tiene que quedar, incluso es más rentable para la pareja que sea el hombre el que se quede en casa y que sea la mujer la que trabaje. Digamos que esa es una transformación económica y social que trae necesariamente implicaciones en el mundo de las parejas. Esos cambios en la forma de la producción económica, en el mundo del trabajo, trae cambios en las relaciones familiares y en las relaciones de pareja” [Entrevista 1].

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Es importante anotar que cuando hablamos del falo, hablamos de un símbolo que representa mucho más que el pene. Phallos significa origi-nariamente “generación”, creatividad, la posibilidad permanente de una conexión con la tierra como símbolo de quien recibe este poder generativo. Es decir que existe una fuerza generatriz, capaz de tocar al mundo y hacerlo de nuevo o de hacer que dé a luz un ser. Solo tardíamente en la historia de la humanidad el falo pasó a ser símbolo de un poder que defiende y ocupa territorios por medio de los falos-espadas, falos-fusiles y falos-palabras. Solo tardíamente el falo se convirtió en la espada que divide lo verdadero de lo falso, donde lo falso resulta ser el conocimiento ancestral, el mito y la comunidad como valor, mientras que lo verdadero viene a ser la lógica racional, el poder económico y la importancia individual, solo con el llamado hombre moderno el falo se identificó con la conciencia racional.

Es en este sentido que comprendemos la literalización del falo, el que en José Arcadio aparece como símbolo de un poder genital y violento, que lo lleva a depender de sus logros físicos y de la ocupación de territorios, como quien se guía por un animal instinto de territorialidad. Esto le lleva, como a muchos hombres, a identificar el sagrado poder del falo con el literalizado poder sobre las mujeres y sobre los demás hombres, actitudes que vienen siendo puestas en cuestión por los cambios en la distribución de roles y derechos.7 Es este choque el que trae como consecuencias un número cada vez mayor de consultas por disfunciones relacionadas con ese falo literalizado.8

7 Ricardo Valencia nos recuerda la interpretación freudiana de esta tendencia a hacer de las mujeres objeto sexual, tendencia que lleva a algunos hombres a no quedarse con ninguna y, por lo tanto, a no desarrollar relaciones auténticas: “Entonces, más que una búsqueda, yo creo que se combinan varias cosas, una cosa son esas tendencias instintivas de las cuales no nos podemos desligar, pero por otra parte también el asunto, un poco de que solamente con muchas es que me puedo satisfacer, como que soy tan macizo y tengo tanto que con una sola no basta, que para todas alcanza (más o menos), entonces creo que aquí se combinan varias cosas psicológicas. Y por otra parte, a veces con temores, por ejemplo pacientes que dicen que si me comprometo con esta mujer me siento castrado, hay una fantasía mental descrita por Freud y es la de la vagina dentada, que es una cosa ahí muy metida como en el inconsciente y es que si me meto con una sola mujer me castro y ya no voy a poder tener otra posibilidad de relación con nadie más, con ninguna otra mujer [Entrevista 1].

8 El doctor en Psicología José Manuel González (Barranquilla), especialista e investigador en temas de sexualidad masculina, ha hecho notar la relación entre los cambios de roles y patologías como disfunción eréctil, eyaculación precoz e impotencia (según su experienci, principales motivos de consulta en la costa Caribe colombiana) de la siguiente manera: “Creo que el incremento en el motivo de consulta eyaculación precoz, es por una presión

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Estos cambios en la concepción del símbolo fueron operados en lo que llamamos la Cultura Occidental y así terminaron definiendo lo masculino, pero no podemos decir que esta simbólica sea más masculina que la lógica lunar y telúrica de otros pueblos. Lo que quizás podamos afirmar es que las búsquedas contemporáneas rompen con un orden y los hombres y las mujeres buscan nuevas maneras de ser.

En definitiva es poco lo que sabemos de lo típicamente masculino, lo único que sabemos es que tenemos penes o vaginas y que eso generó toda una imaginería en cuanto a lo que podíamos ser en comparación con las fuerzas creadoras de la naturaleza, las que, análogamente, fertilizan o dan forma. Y sabemos también que el “creador” del mito,9 el ser humano primitivo quien, al no encontrarse tan distanciado de la naturaleza como nosotros, sintió que cualquier evento en ella tenía que ser simultáneamente un evento también en él, el mundo interno y externo se le pobló de figuras con apariencia de mujeres y apariencia de hombres, a veces hombres-luna, otras mujeres-Luna, pero en último término hombres y mujeres dotados de una conexión profunda con el misterio. De lo que nos enteramos después fue que podíamos manipular a la naturaleza a nuestro amaño, que ella era, además de salvaje, también dócil y maleable; de manera que surgió un tipo de pensamiento que, seleccionando sus propios mitos, propuso el distan-ciamiento con respecto al origen y la superposición de la razón humana a su propia raíz.

En esta nueva historia prevalecieron los mitos solares mientras que los viejos mitos desaparecieron o se relegaron al lugar de la anécdota o el disparate “primitivo”. Prevaleció Apolo, el que mira desde la lejanía los pobres destinos individuales, a quien le importa la ley colectiva, dios de la objetividad y la generalidad científica pues, aunque la ciencia y los científicos no lo admitan, adoran a un dios, adoran a Apolo y a sus sucesores solares.

femenina. La mujer está dejando cada vez más claro que ella quiere tener orgasmos… entonces hay una presión de la mujer explícita o sutilmente y el tipo viene a consultar porque siente que no está cumpliendo” [Entrevista 2].

9 “Creador” entre comillas pues no podemos comprender el mito más que como una emergencia, en la psique, de elementos del inconsciente colectivo que se corresponden con una situación particular. Tal como sucede con los sueños, son los símbolos los que se presentan debido a dicha correspondencia con el mundo exterior. Nadie puede crear un mito, como nadie puede crear un sueño o una alucinación, esto sería, de nuevo, caer en la trampa de un ego en estado de inflación.

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Esto hizo que prevaleciera también una construcción identitaria de los sujetos apoyada en esos valores: distancia objetiva, racionalidad, supresión de la emoción y los sentimientos como distorsionadores del pensamiento, poco desconfianza frente a los aspectos trascendentes de la vida debido a lo poca demostrables y replicables que resultaban ser. La consecuencia final es un mundo como el de la modernidad, donde la actitud psicológica más valorada es la extravertida, la que valora lo exterior como fuente de toda verdad y que genera fenómenos contemporáneos como el de la imagen externa relacionada con la autoestima y, por consiguiente, las patologías relacionadas con el cuerpo. En este mundo es también la función del pensar la más desarrollada y la que más se promociona, lo que en la actualidad nuestros países latinoamericanos están fomentando mediante el culto al pensamiento científico y a su directo descendiente: El aparato productivo (productivo de bienes materiales).10

Fue en este proceso que la mitad de la humanidad, la que al parecer detentaba los rasgos excluibles, recibió toda la carga de la sospecha y la negación. En primer lugar la mujer, quemada por bruja debido a su rela-ción con la naturaleza y los misterios, excluida del derecho al voto por su tendencia a disentir de una manera emocional, y relegada exclusivamente al hogar debido a que “evidentemente”, literalmente diríamos, era quien se embarazaba. Luego, cuando la mujer demostró que también podía ser extravertida y racional y que podía decidir sobre su maternidad, los roles y derechos cambiaron, con el peligro subsiguiente, para ellas, de convertirse en colaboradoras del mismo impulso modernizante. Pero no solo las muje-res sufrieron los embates de esta nueva lógica, muchos hombres debieron formar sus propios movimientos liberacionistas. Tal es el caso del romanti-cismo, que acudió en ayuda de los elementos oscuros y prehumanos de la naturaleza que corrían el peligro de ser anulados en la embriaguez de la luz de la razón y de sus progresos. Así mismo, y hasta nuestros días, los hom-bres que no se adaptan a los valores masculinos imperantes son señalados como “invertidos” (una denominación clásica para el sujeto homosexual que lleva en sí mismo el juicio cultural contra todo lo diverso) o, en otros

1071 Llama la atención lo que la doctora Puentes anota al respecto, al relacionar los motivos de consulta de los hombres con una dificultad para preguntarse por sí mismos: “La mayoría de los que llegan acá acuden generalmente por los hijos, por ellos mismos no preguntan, no he tenido muy pocos que consultan de pronto por depresión, angustia, problemas laborales, en sí yo diría que acá yo no alcanzo que se esté dando esa pregunta (la de las nuevas masculinidades)” [Entrevista 3].

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casos, ineficaces, débiles u objeto de interpretaciones patologizantes. Pero como afirma Polly Jung-Eisendrath, la impotencia es la manifestación, en el hombre, de su no adecuación a ciertos órdenes o del sobreesfuerzo invertido en tal adecuación11 y no está de más preguntarse si la fragilidad, debilidad e impotencia se presentan como alarma necesaria frente al abuso cultural del que es objeto el hombre.

Este orden occidental del pensamiento eligió sus dioses, pero, como he-mos demostrado, no podemos afirmar con seguridad que, por ser sus dioses literalmente masculinos, este sea un orden masculino. Lo que sí podemos afirmar con cierta seguridad es que este orden reprimió en hombres y muje-res aquellos elementos que no formaban parte de su mítica, aunque tampoco podamos afirmar que dicha mítica reprimida es femenina y que aquello que adviene con las nuevas masculinidades es femenino pues, como vimos, otras culturas han tenido dioses fálicos que, no obstante, detentan valores opuestos a los que el orden colectivo occidental defiende.

En definitiva podemos decir que la masculinidad construida como objetividad racional y distancia afectiva también es nueva, en especial con respecto a antiguas formas basadas en lógicas míticas diversas, formas que aún prevalecen en culturas como las de las islas de la Polinesia y culturas indígenas andinas, en las cuales los hombres son los guardianes del miste-rio y de los secretos de la tierra e incluso están encargados de la atención afectiva de los hijos.

En cuanto a las nuevas masculinidades, esas que se anuncian en la atención que empiezan a prestar los hombres a su apariencia y a la expre-sión de sus sentimientos, debemos afirmar que aunque se muestran como

11 El doctor José Manuel González afirma respecto al hombre de la costa Caribe colombiana: “En nuestro medio es el hombre el que menos se está moviendo fuera de su rol. El hombre costeño tiene un pánico a que cualquier cambio en su rol sea interpretado como que se está volviendo marica. Esto es terrible en la costa Caribe. El hombre costeño acepta cualquier cosa, menos dejar la duda de su virilidad… y esto en relación no solo con las mujeres, también en su afectividad con los niños y con sus compañeros de trabajo” [Entrevista 2].

Ricardo Valencia anota por su parte que “si no tuviéramos núcleos homosexuales no podríamos tener amigos entrañablemente cercanos, con unos afectos bastante intensos del mismo género, entonces solamente nos relacionaríamos con seres del otro género. Lo que pasa es que no todos actúan su homosexualidad, no todos tienen que llevar esos afectos a una satisfacción sexual. Esto hace posible también la relación de amistad entre hombres y mujeres, que el afecto no siempre se tenga que vincular a la satisfacción sexual” [Entrevista 1].

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premonitorias de posibles cambios reales en la forma de vernos a nosotros mismos, no han conducido a la transformación del orden colectivo. Para apoyar esta hipótesis quiero dejar algunos interrogantes a disposición de quienes se atrevan a pensarlos:

• Silasmasculinidadessonrealmentenuevasylamujerestálibe-rando sus potencialidades otrora reprimidas

• ¿Aquésedebequelostratadosmundialesdecontroldearmasy contra el calentamiento global siguen sin ser firmados por los países más bélicos y contaminantes del mundo, cuyos dirigentes son hombres y mujeres que podrían muy bien considerarse a sí mismos nuevos? Y los ciudadanos de estos países… ¿cómo es posible que no se movilicen frente a estos anticuados modelos de relación con la naturaleza y con los otros?

• EnpaísescomoColombia(ymuchísimosmás),dondetantolosdirigentes políticos como los actores armados son cada vez más jóvenes y de tendencias supuestamente progresistas (nuevos mas-culinos quizás) ¿por qué siguen escaseando propuestas para una resolución del conflicto armado menos violenta y más compro-metida con la transformación real de las relaciones de poder?

• Silaspolíticasmundialesylocales,asícomolasgerenciasdelasgrandes industrias están en manos de hombres y mujeres nuevos ¿de qué manera ellos y ellas están incidiendo en la disminución de la degradación del aire de nuestras ciudades?

• ¿Porquélosíndicesdemaltratoyviolenciaintrafamiliarcontinúanen aumento en casi todo el mundo, si nuestras mujeres y hombres son supuestamente nuevos?

• ¿Cómoexplicarelhechodequelosesquemasdemaltratolaboralno disminuyan y se continúe despidiendo a los trabajadores y las trabajadoras debido a sus problemas emocionales o no se atien-dan sus reclamos en términos humanos? ¿Esto no debería estar cambiando debido a que las gerencias vienen siendo ocupadas por mujeres liberadas y hombres nuevos, sentimentales, detallistas, preocupados por su apariencia y sensibilizados con el arte?

Probablemente estos interrogantes sean demasiado duros, quizás agre-sivamente masculinos, pero ahondando en el asunto debemos reconocer que los cambios sobre los cuales se viene discutiendo en grupos de trabajo

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y debates académicos, se dan en escalas tan pequeñas que no permiten vislumbrar un movimiento estructural en la manera como nos vemos a no-sotros mismos y como vemos a los otros, a las otras y al entorno en general (podemos, no obstante, guardar la esperanza de que, como tantas veces, un pequeño movimiento conduzca algún día a grandes transformaciones). También existe otra posibilidad: ya que las formas de masculinidad que los hombres habíamos usurpado con tanta seguridad han sido evidentemente puestas en duda, es posible que estemos intentando, con estos nuevos fenó-menos de masculinidad, paliar el dolor y la inseguridad que genera el perder un lugar tan importante, a la par que observamos que una gran cantidad de hombres, para hacer frente a dicha inseguridad recurren a lo conocido (las formas tradicionales modernas) y se aferran a ello nuevamente con deses-peración. Por esto al parecer nada cambia esencialmente y, por el contrario, las patologías masculinas se pueblan de imágenes de impotencia y terror ante los límites.12

Finalmente, es importante anotar que al entrevistar a clínicos cuyo trabajo se desarrolla en diferentes regiones del país, puede uno hacerse a una idea del carácter local de los discursos y las prácticas basadas en nuevas masculi-nidades.13 Llega uno a sospechar que estos discursos hacen parte más de una

12 La psicoanalista Zaída Puentes Sánchez afirma sobre este tipo de defensa en los hombres: “En un 80% son mujeres las que consultan. Los hombres muy poquitos y generalmente cuando vienen, vienen también con la compañera, y no porque estén muy convencidos de que en realidad hay algo que hacer, él tiene la idea de que él es así y que eso no cambia, que ella es la qué tiene que adaptarse y la de los cambios es ella. El hombre es bastante resistente al cambio o a aceptar que hay problemas incluso. Hay mucha tendencia a negarlos” [Entrevista 3: psicoanalista Zaída Puentes Sánchez. Barranquilla].

13 Se evidencia el carácter cultural de la difusión de las nuevas ideas en las siguientes apreciaciones de los entrevistados, e incluso, en las contradicciones que parecen darse entre sus testimonios:

“Y las otras formas de relación de los hombres, por ejemplo, vistos por la televisión o por los viajes, cada vez más la gente atraviesa el mundo en sus vacaciones y trae historias, tenemos televisión de otros lados del mundo y observamos otras formas distintas de ser hombres y de establecer relaciones de amistad. En nuestra sociedad difícilmente pasamos del saludo de mano a otra cosa, pero sabemos que no muy lejos, en Argentina, los hombres se saludan y se despiden de beso cuando hay unas cosas afectivas de por medio. Entonces que tengamos otras formas, otras opciones de ser masculinos también hace que pensemos en otras formas de masculinidad” [Entrevista 1: especialista en Clínica Psicoanalítica doctor Ricardo Valencia. Bogotá].

El hombre costeño tiene mucho miedo de moverse de su rol, lo que yo siento que ya no pasa tanto en Bogotá, en Medellín o en Cali. Creo que en la medida en que en Bogotá, Medellín o Cali, ha disminuido la homofobia, en la medida en que ha habido

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tendencia económica, que vende productos y recetas a quienes las quieran adquirir, sin mucha preocupación porque el mundo realmente cambie, porque la realidad realmente se transforme para el bien de una sociedad más preocupada por crear vínculos profundos entre los seres humanos y prácticas más comprometidas con el cuidado del planeta.

Lo que es posible reconocer en tantos fenómenos de nuestra época (nuevas masculinidades incluidas), es la expresión general del intento de la psique colectiva por regularse a sí misma. La compensación psíquica opera siempre que en la conciencia se da una extralimitación, una unila-teralidad en su dirección. En este orden de ideas el inconsciente colectivo viene generando una serie de símbolos que algunos individuos sensibles e intuitivos perciben y traducen para la cultura. La pregunta más inquie-tante que nos queda es si podremos evitar el ir de un extremo al otro, si podremos evitar el disparate de negar lo logrado hasta ahora y recurrir a fuerzas y símbolos para los que no estamos preparados. Siempre es posible moverse entre estos dos extremos: la represión total de lo nuevo o la fascinación extrema por lo desconocido. Vislumbramos desde ya los efectos de ambos movimientos tanto en lo individual como en lo colectivo, esperemos que con los nuevos discursos vengan también los métodos para encontrar el camino medio del que nos han hablado, desde hace muchos siglos, los sabios de todo el mundo.

menos rechazo hacia la homosexualidad, el hombre que no es homosexual tiene más cabida para atreverse a explorar roles femeninos, a ser más tierno, a ser más agradable, a vestirse de una forma menos tradicional. Creo que en Barranquilla y en general la costa Caribe (Soledad, Malambo, Santa Marta), hay mucho miedo de salirse del rol tradicional, del rol patriarcal, del rol machista” [Entrevista 2: doctor José Manuel González. Barranquilla].

“Yo lo veo más a nivel digamos de la televisión, de las revistas, o sea de lo que está sucediendo en el mundo; pero algo así como que digamos que es un problema que está sucediendo en la costa, que el hombre se esté cuestionando lo que está sucediendo con su rol no. Yo no lo aprecio así” [Entrevista 3: Psicoanalista Zaída Puentes Sánchez. Barranquilla].

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Impreso en enero de 2010