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Isaac Rosa La habitación oscura Seix Barral Biblioteca Breve

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Isaac Rosa

Nació en Sevilla en 1974. Ha publicado las novelas La malamemoria (1999), posteriormente reelaborada en ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (Seix Barral, 2007); El vano ayer (Seix Barral, 2004), que fue galardonada en 2005 con el Premio Rómulo Gallegos, el Premio Ojo Crítico y el Premio Andalucía de la Crítica, y llevada al cine conel título de La vida en rojo; El país del miedo(Seix Barral, 2008), reconocida por los editores con el Premio Fundación José Manuel Lara como mejor novela del año, y La mano invisible(Seix Barral, 2011). Es también autor de relatos, de la obra teatral Adiós, muchachos (1998), y coautor del ensayo Kosovo. La coartada humanitaria (2001). Considerado uno de los doce narradores más relevantes del panorama literario actual por el suplemento El Cultural, su obra ha sido traducida a varios idiomas. Es colaborador habitual en revistas, medios digitales y radio, y miembro del colectivo de reflexión Qué hacemos.

Fotografía de la cubierta: © Ilya SekachevDiseño de la cubierta: Departamento de Arte y Diseño, Área Editorial Grupo Planeta

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Isaac RosaLa habitación oscura

Sobre Isaac Rosa

«Un prosista cuidadoso y brillante, dotado para la ironía y la parodia», Ricardo Senabre, El Cultural.

«Nunca se sale indemne de las novelas de Isaac Rosa», Eva Díaz Pérez, El Mundo Andalucía.

«La ironía de Isaac Rosa es tan penetrante que se ocupa tanto de la obra como de los protagonistas, el autor e incluso los lectores, entre ellos, los crí-ticos… En sus manos, la novela adquiere un valor universal», Martin Silber, Le Monde.

«Se mueve entre la ficción que deja sin aliento y el ensayo… Uno de los escritores más sólidos e inte-resantes de la actual narrativa española», Carmen Méndez, Expansión.

«Excelente», José María Pozuelo Yvancos, ABCD las Artes y las Letras.

«Isaac Rosa sigue su ruta crítica con la realidad», Winston Manrique Sabogal, Babelia.

«Unos mecanismos narrativos impecables e impla-cables», Joaquín Arnáiz, La Razón.

«Un exquisito placer al leer… Isaac Rosa habla sin caer en un solo cliché», Ijoma Mangold, Süddeutsche Zeitung.

«Un estilo extremadamente variado, ágil, irónico, de una excepcional singularidad», Arnaud Moulhica, Page.

«Una escritura tenaz, insistente», L. Barrera, El Perió-dico Extremadura.

Isaac RosaLa habitación oscura

Un grupo de jóvenes decide construir una «habitación oscura»: un lugar cerrado donde nunca entra la luz. Al principio la utilizan para experimentar nuevas formas de relacionarse, para practicar sexo anónimo sin con-secuencias, por una mezcla de juego y transgresión. A medida que van enfrentándose a la madurez con sus decisiones, desengaños y reveses, la oscuridad se con-vierte para ellos en una forma de alivio.

Con el paso del tiempo, la incertidumbre social y la vulnerabilidad personal se instalan en sus vidas y la ha-bitación oscura aparece entonces como un refugio. La realidad se va filtrando cada vez más al interior, mien-tras algunos piensan que no son tiempos de esconderse sino de contraatacar, aunque con sus decisiones pongan en riesgo al resto del grupo.

La habitación oscura es una exploración de las posibili-dades literarias de la oscuridad pero también, una mirada generacional: un retrato de quienes crecieron confiados en la promesa de un futuro mejor que ahora ven alejarse. A través de las vidas de quienes a lo largo de quince años entran y salen de ella, vemos el duro despertar a la realidad de una generación que se siente estafada.

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CORRECCIÓN: SEGUNDAS

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FORMATO

SERVICIO

SEIX BARRAL (B. BREVE)

8/7-10/7 tope

COLECCIÓN

13,3X23-RUSITCA CON SO-LAPAS

26-03-2013DISEÑO

REALIZACIÓN

CARACTERÍSTICAS

CORRECCIÓN: PRIMERAS

EDICIÓN

5 tintas-CMYK + Pantone 187C

IMPRESIÓN

FORRO TAPA

PAPEL

PLASTIFÍCADO

UVI

RELIEVE

BAJORRELIEVE

STAMPING

GUARDAS

Folding 240grs

Brillo

INSTRUCCIONES ESPECIALES

+ FAJA (Pantone 187C) P.Brillo

DISEÑO

REALIZACIÓN

26-06-2013

2-7-2013

pvp

18,0

0 €

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Traducción del inglés porBeatriz Iglesias

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UNO

No te quedes ahí. Vamos, entra, ya estamos todos. Trasla cortina, la puerta: está abierta, solo tienes que empu-jarla, mientras en tu espalda pesa la tela que se cierra de-jando atrás la escasa luz del pasillo. La puerta cede sinesfuerzo, y al avanzar un par de pasos sientes que la oscu-ridad se ha solidificado en tu cara, áspera, pero no: es elsegundo cortinaje, que pende de una barra en semicírcu-lo para no entorpecer el recorrido de la puerta. Pareceuna exageración, dos cortinas, pero solo así estamos se-guros de que no se filtra ni una aguja de claridad cada vezque alguien entra o sale de la habitación oscura. Es unpaño corrido, deja de manotear para abrirte paso: solopuedes franquearlo por los laterales, a la manera en queaccedes a un templo. Una vez dentro buscas referencia enla pared más próxima: apoyas la mano en la superficiemullida. Desde ahí puedes continuar por el perímetro, sinsoltar el tabique; o dar unos pasos hacia el centro de laestancia, con las manos adelantadas. No hay riesgo dechocar con ningúnmueble, ya lo sabes, todo el mobiliariose limita a tres colchones alineados en la pared del fondoy un par de sofás en los laterales. La precaución de adelan-

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tar las manos es por los ocupantes de la habitación oscu-ra, para no chocar. Aunque nunca hemos sabido al entrarcuántos estaríamos ya dentro, si había alguien en un rin-cón o eras el primero en llegar, hoy sí estamos todos. Solofaltabas tú y ya has llegado. Busca tu sitio, encuentra untrozo de pared donde no haya nadie apoyado, ve palpan-do los cuerpos a tu paso, sentados en el suelo como rocasagrupadas, hasta que después de tocar una cabeza no hayaotra próxima, y déjate caer ahí, cierra el círculo. No ha-bles, no preguntes, sabemos que hoy es un día especial,diferente, pero nadie ha querido romper el silencio que hasido inseparable a la oscuridad desde el primer día. Todoshemos entrado como si fuese un día más: por separa-do, hemos dejado los zapatos en el pasillo, agitamos ape-nas el aire interior al abrir la cortina, hemos parpadeadoen el vacío y recibido en la piel ese calor denso que siemprenos ha electrizado. Algunos llevábamos mucho tiemposin venir, y al llegar tenemos el reflejo primerizo de girarla cabeza en todas direcciones buscando ese mínimo ras-guño de luz que las pupilas necesitan para reconstruir elmundo, para dar al espacio un límite, pero no hay nada.No es oscuridad absoluta porque sabemos que no existetal cosa, es el ojo quien no consigue ver esa mínima luzque permanece hasta en la sima más profunda como unbrillo residual e indestructible. Pero esto es lo más pareci-do al absoluto, no hemos conocido oscuridad igual enotra parte aunque lo intentásemos: en casa, donde pormucho que bajes la persiana y cierres cortinas y puertas,siempre se filtra un hilo de luz que excita las pupilas yensanchadas acaban por distinguir algo, un volumen, unasombra más espesa que las otras. Aquí no. Tampoco elsilencio existe en términos absolutos, lo sabemos, pormucho que nos empeñamos en insonorizar la habitación

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oscura. Cuando termines de acomodarte en el suelo ycese el rozar de ropa y crujir de articulaciones con que hasatronado desde tu llegada, entenderás por qué hoy tam-poco hablamos, por qué pese a lo mucho que tenemosque decirnos hemos preferido preservar este silencio quenunca es total: incluso cuando estuvimos a solas aquídentro, cuando no había ninguna respiración próxima, niroce, ni chasquido de lengua o deformación de colchón,era nuestro propio cuerpo el que hacía vibrar el fondo deloído: la respiración, el pulso, el retorcerse de las tripas, elzumbido vivo del organismo amplificado cuando el oídono encuentra un sonido externo al que confiarse y enton-ces se vuelve hacia dentro y busca. Hoy queremos apurarhasta el último instante este silencio, porque esto es unadespedida, ya lo sabes: esto se acaba, es el fin de la habita-ción oscura, así que disfruta por última vez la falta de luzy de sonido, aspira con fuerza antes de perder este olorque todavía la memoria retendrá un tiempo al salir: unengrudo de muchos olores que espesan la atmósfera ce-rrada, este aire picante que se te cuela en la nariz cuandocruzas la segunda cortina, acumulado durante años comouna enorme bola hecha de trapos viejos que si pudiése-mos separar y aislar iríamos reconociendo uno a uno. As-pira con fuerza porque no volveremos a olerlo, es el final:hoy el tiempo se pliega sobre sí mismo, un folio dobladoen dos mitades para que principio y fin se superpongan,para que este último día coincida con aquella primeratarde en que también estábamos aquí todos como hoy:sentados en círculo y callados, en aquella ocasión dan-do la bienvenida a la habitación oscura con la misma de-voción con que hoy la despedimos. Tiempo plegado, omás bien tiempo circular, como si hubiésemos vuelto a lacasilla de salida, como si un parpadeo hubiese durado

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quince años y en realidad nunca nos hubiésemos movidode aquí. El recuerdo estalla en el centro de la habitación ynos recorre como un calambre compartido. Aunque no lodigamos, todos sentimos que hace solo un par de segun-dos que hemos apagado la luz por primera vez, como sifuese esta tarde y no aquella tarde lejana cuando sacamosal pasillo las sillas viejas y los trastos polvorientos que losanteriores inquilinos habían dejado aquí, cegamos conuna tabla el ventanuco de ventilación, extendimos cintaaislante en las rendijas, taladramos la pared para fijar lasbarras de las cortinas, tapamos el resquicio inferior de lapuerta con un listón, remachamos los clavos, limamos lasastillas de la madera del suelo, grapamos planchas de es-puma en las paredes, cortamos segmentos a medida paracubrir los últimos rincones. Nos detuvimos ante los espe-jos, dos grandes tableros que ocupaban la mitad de unapared desde el tiempo en que este sótano acogió clases debaile en el vecindario: discutimos qué hacer con ellos,quitarlos o dejarlos; hubo argumentos supersticiosos a fa-vor de descolgarlos o cubrirlos con planchas, pero acor-damos mantenerlos por lo excitante de entrar en una ha-bitación oscura y sabernos replicados, aunque durantetodos estos años, salvo si una mano rozaba la superficiefría, nunca nos acordamos de que aquí seguía habiendoun espejo muerto, que nuestros movimientos se duplica-ban en negro. Pero hoy sí: hoy pensamos en el espejocomo si no llevase quince años fundido, como si hubiése-mos dejado de verlo hace solo un segundo, justo antes deapagar la luz, después de haber repasado las grapas de lasparedes y reforzado el precinto de las rendijas y extendidolas alfombras y traído los sofás y colchones y encendidouna linterna que ensanchó nuestras sombras en las pare-des y permitió desmontar el tubo fluorescente del techo,

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para a continuación revisar de nuevo todo: pasamos lapalma de la mano por suelos y planchas acústicas buscan-do algún filo que en lo oscuro pudiese arañarnos; estira-mos bien las alfombras y las clavamos a la tarima paraevitar pliegues donde tropezar; y una vez comprobadotodo, cerramos la puerta y corrimos la cortina interior.Nos miramos unos a otros, repartidos por la estanciacomo ahora estamos, quizás al entrar hoy nos hemos sen-tado inconscientemente en el mismo sitio que ocupába-mos aquel día inaugural, cuando la linterna nos deslum-bró al identificarnos en su recorrido circular como si nosfuese despidiendo uno a uno. El espejo devolvió un ful-gor, su última palabra. Y entonces apagamos la luz, unaluz que no ha vuelto a encenderse desde entonces y quehoy esperamos como si en cualquier momento fuese aalumbrarnos para cerrar el círculo, doblar el folio, plegarel tiempo, completar la simetría que debería llevarnos,como en una moviola invertida, a ponernos ahora en pie,abrir la cortina y la puerta, instalar de nuevo el fluores-cente en el techo, desclavar las alfombras, sacar los sofás ycolchones, arrancar las planchas de espuma que aíslan lasparedes, despegar la cinta de las rendijas, liberar el ven-tanuco, desatornillar la barra de la cortina, sacar todos losmateriales y volver a meter en la habitación las sillas viejasy los trastos polvorientos que un día almacenó, antes desalir al pasillo y cerrar tras nosotros la puerta que aqueldía abrimos.

Pero habría que ir un poco más atrás, remontar aún másel tiempo, no quedarnos en aquella tarde inaugural enque cegamos ventanas y acolchamos las paredes.Habría queretroceder unas cuantas semanas más, hasta la primera

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habitación oscura, que en realidad no fue oscura, no deltodo; y tampoco fue habitación, no esta. Pero sin aquellaprimera oscuridad, accidental, inesperada como fue, noestaríamos hoy aquí, sentados en círculo, sin vernos aun-que adivinándonos unos a otros como si nuestros ojos sehubiesen adaptado después de tantos años. Aquella pri-mera vez: hacía solo dos meses que alquilábamos el local,y aunque la habitación siempre estuvo aquí, al fondo deun pasillo tras bajar la escalera, solo la habíamos abierto elprimer día, cuando el propietario nos dio las llaves y to-mamos posesión eufóricos: inspeccionamos hasta el últi-mo rincón del local, abrimos esta puerta y decidimos quenos valdría como trastero. Aquella primera vez: era sába-do, y por entonces nadie faltaba a la cita. El resto de lasemana íbamos y veníamos, nos cruzábamos a veces, cadauno usaba el local para lo que necesitaba: despacho detrabajo, sala de estudio para quienes todavía estaban en launiversidad o preparaban oposiciones, taller para aficio-nes que exigían más espacio del que permitían un piso oun dormitorio todavía en casa de los padres, lugar tran-quilo donde el clarinetista podía estudiar sin quejas veci-nales, y algunas noches picadero, alcoba discreta dondeculminar salidas nocturnas, para lo que también estable-cimos turnos. Pero los sábados estábamos todos, usába-mos el local como antes el salón de algún piso comparti-do, los bares o las explanadas de asfalto con el maleterodel coche abierto. Aquella primera vez: fue posible porqueéramos otros, no estos que ahora aguardamos nerviosos,casi podemos oír los latidos de quienes nos rodean. Éra-mos otros, por eso ocurrió: si nos hubiese pasado diezaños después, nuestra reacción habría sido distinta, al irsela luz habríamos bromeado y reído a oscuras pero sinacercarnos, respetando esas distancias corporales que el

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tiempo va ensanchando. Y si nos hubiera pasado quinceaños más tarde, es decir, si nos hubiese pasado a los quesomos hoy, buscaríamos a toda prisamecheros y pantallasde teléfono para restablecer la vista, y a continuación lla-maríamos a la compañía eléctrica para protestar. Pero en-tonces no, entonces éramos otros. Si hoy evocamos aque-lla primera vez la memoria nos burla, porque en lafotografía del recuerdo nos vemos pero no como éramos,sino como somos hoy. Con las ropas juveniles de enton-ces, sí, repartidos por los sofás de la planta de arriba comoaquel día, pero en realidad con los cuerpos de hoy, conestos rostros que han acumulado gravedad, cansancio,desgaste; nos cuesta recordar quiénes fuimos. Tendría-mos que hacer girar otra vez la moviola hacia atrás, de-sandar el tiempo para restaurar lo perdido y vernos comoéramos. Haz la prueba, gira la manivela con fuerza y veráscómo la vida se revierte y según retroceden los años nosvamos quitando todo lo que hoy nos pesa; vemos cómo lapiel se estira, borra susmanchas y recupera brillo, la carneaflojada se endurece, las ojeras se absorben, la columnavertebral se endereza, miles de pelos salen arrastrándosede los desagües para volver a ensartarse en el cuero cabe-lludo, el diente que alguien perdió regresa a su encía dedonde expulsa al implante que se hizo pasar por él; vemosneuronas resucitar, células despertar para reconstruirmúsculos, huesos, órganos; la grasa se diluye en las arte-rias, el hollín de los pulmones se desprende y sale por lasfosas nasales de vuelta a las chimeneas, tubos de escape ycolillas que desde el cenicero crecen hasta volver a ser ci-garrillos; litros de lágrimas evaporadas o desecadas en pa-ñuelos y mangas se licuan y remontan a contracorrientelas mejillas hasta introducirse en las glándulas lagrimales;si giras más rápido conseguirás que los hijos mengüen

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hasta volver al útero y se compriman en un óvulo que sereimplanta en el ovario no sin antes expulsar varias gotasde semen al exterior que se unen a toda aquella semilladispersa por vaginas, preservativos y trozos de papel hi-giénico para meterse en las vergas originarias con la mis-ma fuerza con la que un día salieron; si entre todos acele-ramos lamanivela conseguiremos que la habitación enteragire y en el torbellino los muertos que en estos años ente-rramos recompondrán sus órganos bajo tierra para salirde ataúdes y nichos sacudiéndose la tierra o, más difíciltodavía, resurgirán de partículas de ceniza que desde unaplaya resisten el viento para volver al interior de la urna yde allí al crematorio donde el fuego los convertirá otra vezen cuerpos que al salir del horno serán llevados al hospitalpara abrir los ojos en una cama mientras los tumores sereducen y las células rechazan las radiaciones. Gira la ha-bitación, el planeta entero invirtiendo su deriva para queborremos la firma de contratos de trabajo, hipotecas y li-bros de familia, para que deshagamos mudanzas volvien-do a empaquetar todo, para que devolvamos a las fábricasy a la tierra todo lo consumido, y viajemos de espaldas porotros países dejándolos de conocer, y escupamos docenasde uvas de fin de año y vomitemos toneladas de comida yalcohol y saquemos de las venas medicamentos y sustan-cias tóxicas, y anulemos decisiones y revirtamos rupturasy solo así, rehaciendo todo ese camino de regreso, sería-mos capaces de ser otra vez aquellos que un día se queda-ron a oscuras por primera vez. Nosotros, los de entonces.

Ahora sí, míranos, hemos completado el viaje hacia atrás.Ahí estamos: aquella primera vez. Estamos todos, inclusoquienes hoy faltan. Apenas se entienden nuestras conver-

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saciones porque hablábamos todos, con carcajadas exage-radas y la música tan alta. Si te fijas en algún reloj de losque asoman bajo las mangas comprobarás que era ya no-che avanzada, llevaríamos tres o cuatro horas bebiendo yfumando, puedes medirlo en el espesor grisáceo del aire,en los ceniceros llenos y las botellas vacías, en la ronquerade alguna risa o el enrojecimiento de los ojos, la dilata-ción de las pupilas nos animaliza la mirada. Al fondo, enel sofá del rincónmás próximo a la escalera, casi en penum-bra, puedes ver a dos parejas que ya se habían apartado delgrupo y se comían simétricos, cada pareja en un extremodel sofá. No vemos bien quiénes son, pero no importa,podríamos ser cualquiera de nosotros, en aquel tiempolos emparejamientos eran cambiantes. De repente, comoen un parpadeo simultáneo, estábamos a oscuras y la mú-sica cesó. La invisibilidad no era total, fíjate, nada que vercon esta ceguera de aquí dentro: por las rendijas de la per-siana entraba algo de claridad, escasa pero suficiente paradistinguir nuestros bultos repartidos por la sala, siluetasnegras que empezaron a reír y gritar, silbidos, hasta quealguien abrió la puerta y salimos a la calle para comprobarque no éramos los únicos sin luz. Ahí estamos, en la ace-ra, tambaleándonos y estremecidos de frío, descubriendouna noche impropia de la ciudad: las farolas apagadas, losedificios con tan solo un destello de linterna o demecheroen alguna ventana, el parque cercano como un horizontede repente inmenso, y arriba lomás sorprendente, aunquela mayoría estábamos demasiado borrachos para apre-ciarlo: el cielo, las estrellas visibles como hacía siglos en laciudad, su brillo venido de millones de kilómetros y queesa noche encontraba un reconocimiento negado por dé-cadas de alumbrado eléctrico. No sabíamos si el apagón seextendía por el barrio o la ciudad entera, el planeta todo

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fundido, hacia donde miramos no encontramos más des-tello que los faros de un coche que nos deslumbró un ins-tante. Regresamos dentro, y al cerrar la puerta desapareci-mos, solo entraba por la ventana esemínimo esplendor deluna y estrellas que todavía daba forma a la calle. Ahí nostienes otra vez, convertidos en sombras ebrias que chocanunas con otras. Alguien prende un mechero, su cara aso-ma monstruosa sobre la llama hasta que otro se lo arreba-ta de un manotazo: apaga eso, quedémonos mejor a oscu-ras. A partir de aquí solo intuimos desplazamientos devolúmenes, oímos el ruido de botellas vacías por el trope-zón de alguien, las risas de los demás, y es nuestra memo-ria la que enciende una luz falsa para alumbrar lo que cadauno recuerda como si lo hubiese visto, cuando en realidadtodo era ese sacudirse de sombras. Uno intentó sentarseen el sofá y lo hizo sobre otro que ya estaba ahí, y al serempujado se volcó sobre otra que a su vez cayó encima deunas piernas en el sofá de enfrente. Nadie dijo palabra al-guna, solo reíamos o gritábamos, y en seguida participá-bamos todos del juego de empujones y caídas, desde elsuelo nos levantábamos para volver a desplomarnos, ga-teábamos y al adelantar lamano topábamos con una cabe-za, una espalda, un pecho, empujábamos y éramos empu-jados, caíamos sobre los que ya habían caído, los quejidoseran acallados por las risas, si alguien buscaba refugio enun sillón encontraba que ya tenía inquilino, uno, varios,imposible saber cuántos en aquella confusión de brazos,piernas, cabezas amontonadas y desplazadas por el es-trecho cuadrilátero que marcaban los sofás. Una cara seencontrópegadaaotra cara, sus alientos alcohólicos se iman-taron, la lengua entró con fiereza, dientes chocaron, ma-nos agarraron con fuerza cabezas para no dejarlas escapar,cuerpos rodaron, una nariz se clavaba en una oreja y al

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girarse encontraba otra boca caliente, una mano se metióbajo una camiseta, otra forcejeó con botones sin saber quéencontraría debajo, sonó una cremallera, una uña lastimóun pezón, diez dedos disputaron por un mismo broche.Nos dimos cuenta de que teníamos los ojos cerradoscuando el fogonazo traspasó los párpados, al volver la luz.

Cuántas veces hemos recordado aquella primera vez,cuántas veces en estos años. Ahora mismo, cuando estaúltima reunión a oscuras se convierte en un viaje en eltiempo, cuántos de nosotros nos cruzamos en un mismorecuerdo, el de aquella noche que pesó durante los díassiguientes, con escozor de resaca pero también con laviveza de un deseo que nadie nombraba mientras espe-rábamos otro apagón, otra avería eléctrica que nos de-volviese al momento en que la compañía restableció elsuministro en el barrio, en la ciudad, en el planeta, y labombilla revivida nos inmortalizó en un cuadro de cuer-pos enredados, paralizados en el último gesto que creía-mos invisible a los demás: la lengua en otra boca, un pe-cho al aire, un pantalón por los tobillos, dos cuerposvolcados sobre un sofá y una tercera mano intrusa entreellos. Tardamos unos segundos en recomponernos, rígi-dos, contuvimos la respiración y no soltamos la presahasta que asumimos que la luz había vuelto para quedar-se, que no era un chispazo aislado, no podíamos seguircontando con el amparo de la oscuridad. Bastó que al-guien se incorporase para que el nudo se soltase y to-dos nos separásemos. Nos desenredamos, recolocamos laropa y nos pusimos en pie, sofocados y confusos, algunosescaparon a la calle con la excusa de comprobar que laelectricidad había vuelto a todo el barrio, otros encendie-

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ron cigarros o echaron hielo en un vaso. Alguien pusomúsica, nada que decir, azorados, incapaces de más queuna risa nerviosa, intentábamos reanudar una conversa-ción pero las frases languidecían y si nos mirábamos a losojos leíamos con facilidad otra conversación que en sub-títulos circulaba bajo las palabras oídas. Poco a pocoabandonamos el local, la reunión terminó antes de lo ha-bitual e inauguramos un tiempo de espera que nadie sa-bía cuánto duraría, si sería un paréntesis o no habría re-greso. Durante dos semanas esperamos otro apagón,nadie lo decía pero todos lo esperábamos. No hablamosde lo sucedido, ni siquiera cuando coincidíamos en el lo-cal entre semana. No nos pesaba vergüenza, lo ocurridono era muy diferente de otros arrebatos de promiscuidaden que habíamos cruzado emparejamientos en una mis-ma noche. No era vergüenza sino el temor de que nom-brarla arruinase la experiencia, impidiese su repetición.En realidad nunca hemos hablado de aquel primer día, elpacto de silencio que después nos impusimos respecto atodo lo que ocurriese en la habitación oscura lo hicimosextensible a esa primera vez, y todavía hoy, si alguien seatreviese a romper el silencio y propusiera hablar de aque-llo, se quedaría solo, escucharía el eco de su voz sin répli-ca. No hablamos de ello cuando volvimos a reunirnos alsábado siguiente, todos juntos de nuevo en el local, denoche, con la luz encendida. No faltó nadie, como si au-sentarse fuese una forma de censura, de renuncia, peroninguno puso voz a un recuerdo que cuanto más silen-cioso, más pesaba en el ambiente, más entorpecía las con-versaciones y más falseaba las risas. Habría bastado quealguien se pusiera en pie, apagase la música y, a la manerade quien propone un brindis, dijese: ya está bien, dejémo-nos de tonterías y hablemos de lo único de lo que pode-

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mos hablar, de lo que llevamos toda la semana mastican-do, de aquello cuyo recuerdo nos ha excitado a solas y nosha llevado a masturbarnos con los ojos cerrados. Pero no,nadie dijo nada así, nos esforzamos en levantar conversa-ciones que no alcanzaban para cubrir los silencios, mi-rando el fondo del vaso o el techo emborronado de humo,y ni siquiera el sofá del rincón tuvo inquilinos esa noche,como si nadie quisiera apartarse del grupo en previsiónde un segundo asalto que no se produjo y que nos hizoesperar otra semana, alargar el paréntesis otros siete díasdurante los que nos esquivamos, apenas nos cruzamos alentrar o salir del local, hasta llegar a un nuevo sábado:decisivo por estar lo suficientemente cerca de aquel díacomo para mantener en tensión el deseo, pero lo bastantelejos como para arriesgar su extinción si dejábamos pasarotra semana; podía pasar que no se repitiese y quedasepara siempre como un episodio fugaz, un recuerdo de ál-bum que, con el tiempo y ya desactivado quizás fuésemoscapaces de contarnos divertidos, os acordáis de aquellanoche que se fue la luz, qué locos éramos, qué jóvenes.Así que, dos semanas después del apagón, volvimos a en-contrarnos todos en el local. La expectación se percibíaen la impaciencia con que atendíamos diálogos, en loprolongado de los silencios, en el disco que terminó ynadie se levantó a cambiar, en todo lo que bebimos y fu-mamos de más esa noche, en la risa imbécil que secunda-mos cuando un intercambio de miradas encendió unenorme neón donde estaba escrito lo que todos callába-mos. Reímos durante unos segundos, con algo de aliviopor decirlo todo sin pronunciar una palabra, pero tam-bién estiramos la risa como si convocásemos lo que ven-dría después, pues tras esa risa de reconocimiento nopodíamos ya regresar a la conversación anterior, y por

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eso no hubo sorpresa cuando alguien, sin anunciarlo,apagó la luz. Por unos segundos pareció que junto a labombilla nos había desconectado a todos; permanecimosinmóviles, callados. No era como la otra vez, nos veíamosdemasiado: la ventana tenía la persiana levantada y nodejaba entrar ahora la radiación de la luna y las estrellassino el resplandor amarillo de una farola. Nos veíamos lapiel, aunque ensombrecida, distinguíamos los ojos bri-llantes, los dientes blancos de risa congelada, hasta queotra mano, no sabemos si la misma del interruptor, tiróde la correa de la persiana y la dejó caer como una guillo-tina que con su golpe cerraba el paréntesis. Las rendijastodavía filtraban unos hilillos de luz, suficientes para quedespués de unos segundos las pupilas reconstruyesen elespacio y pudiésemos localizarnos, poco más que siluetasrecortadas. No sabemos quién empezó, queremos creerque todos a la vez, que nadie vaciló ni esperó: nos pusi-mos en pie y confluimos en el centro de la sala, en el cua-drilátero entre sofás, y con cautela primero fuimos tocán-donos la cara, el cuello, los hombros, como si de verdadfuésemos desconocidos, con la misma intención con laque tiempo después nos palparíamos en la habitación os-cura, no para dibujar rasgos que permitiesen la identifica-ción sino como una forma de decir: aquí estoy, aquí esta-mos. La mansedumbre inicial dio paso a la furia,obedeciendo a una señal que nadie dio pero que todosoímos nos lanzamos unos sobre otros, con una prisa queera enseñanza de la vez anterior, por si en cualquier mo-mento volvía la luz. Nos arrastramos al suelo clavándo-nos huesos y perdiendo la referencia del cuerpo máspróximo, besamos y fuimos besados, nos arañamos alempujar manos bajo la ropa, facilitamos botones y cre-malleras, mordimos todo lo que estaba al alcance, meti-

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mos dedos, sacudimos, abrimos piernas o empujamoscon rodillas entre otras piernas, nos retiramos a tiempoy buscamos otro cuerpo que volcar, nos hicimos daño,nos manchamos manos y vientres, hasta que fuimos rin-diéndonos, apartándonos del tumulto para quedar con laespalda apoyada en un sofá o en una pared, en silencio,oyendo las respiraciones como una sola, abrochándonosy metiendo brazos por mangas. Comprendimos que noera posible encender la luz, que no queríamos vernos así,no estábamos preparados para enfrentarnos a nuestrasmiradas todavía inflamadas ni al paisaje resultante, noqueríamos saber quién estaba a nuestro lado, para quetoda esa información no pesase al salir, para que lo suce-dido no tuviese consecuencias. Así permanecimos variosminutos, las bocas secas y los músculos aflojados, hastaque alguien se puso en pie, entrevimos su perfil cruzandola habitación, escuchamos sus pasos, lentos y arrastradospara no pisar a nadie, abrió y cerró la puerta de la calle,deprisa, apenas un segundo de luz callejera que no llegó aretratarnos. Tras él fuimos saliendo los demás, a interva-los, respetando turnos no establecidos para no encon-trarnos al alcanzar la calle.

Hoy no es sábado, hoy es jueves: solo nos ha fallado esedetalle de calendario para que esta última reunión fueseel cierre perfecto, la distancia que va desde un sábado ini-cial a otro final, desde aquí el tiempo se despegaría comoun lienzo que al soltarse de su bastidor pierde la tensión yse enrolla sobre sí mismo solapando las imágenes del úl-timo tramo, todavía fresca la pintura, con las del princi-pio ya secas, ajadas. Hoy es jueves, y hace varios sábadosque no nos reunimos, pero entonces era una cita sema-

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nal; se hizo costumbre en aquellos primeros tiempos deoscuridad imperfecta, de interruptor apagado cada vezun poco antes: cada sábado duraba menos la luz, por im-paciencia y porque necesitábamos beber y fumar menos,la desinhibición era un regalo de la oscuridad. Durante lasemana seguíamos usando el local, ya no nos evitábamosaunque a nadie se le ocurría apagar la luz un martes o unmiércoles mientras compartía la sala de arriba con otrosque trabajaban o estudiaban: nos reservábamos para lanoche del sábado, donde nos reuníamos como antes ydurante un par de horas éramos los de siempre, hundidosen los sofás o sentados en la alfombra, la misma música,humo y risas, hasta que sin necesidad de hablarlo, con unentendimiento natural basado en la observación de nues-tros ojos vidriosos, la desgana en prolongar la conversa-ción, las carcajadas más fáciles, alguien se levantaba ypulsaba el interruptor. Tal vez eran las pupilas, que ibanganando capacidad de desentrañar la penumbra, pero enaquellos primeros sábados aún nos reconocíamos, nosbastaba el perfil sombrío para adivinar de quién se trata-ba, y en los cruces todavía había preferencias y rechazos,se formaban emparejamientos que no siempre se inter-cambiaban, algunos se reunían por descarte, se produjoalgún desencuentro, hubo quien decidió retirarse antesde apagar la luz y quien prefería quedarse en un rincón,escuchando el roce de los demás. Esa mínima visibilidad,esa posibilidad de reconocimiento, hizo que con el pasode las semanas el arrojo del principio se debilitase: ya nonos lanzábamos todos sobre todos nada más quedarnos aoscuras, y aunque la mayoría buscaba y era buscada, laproximidad de los otros se fue volviendo incómoda desdeel momento en que no todos participaban: la mínima pe-numbra bastaba para entrever a los espectadores, y quie-

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nes follaban en la alfombra o en un sofá se sentían obser-vados, como si ellos fuesen los únicos a oscuras y el restomirase tras un espejo trucado. La falta de luz dejaba deser una protección para mostrarnos aún más desnudos,sin saber si el de enfrente reconocía, con sus pupilas ex-pandidas, los movimientos de tus manos, la mueca de-sencajada de tu rostro. Y sin embargo, pese a perder eseímpetu seguíamos buscando la oscuridad, y cada sábadoapagábamos un poco antes, hasta en alguna ocasión pul-sar el interruptor al poco de llegar para pasar así la veladaentera, beber, fumar, conversar a media voz o quedar ca-llados, oyendo la música que sonaba diferente sin luz, o aveces sin música, en silencio, adivinando nuestros bultos,contornos sin rostro, los cigarrillos inflamados en la cala-da. Escuchábamos el tintineo de hielos, la respiración delmás cercano, el roce del sillón, el chasquido salival de dossombras fundidas. Así podíamos pasar tres, cuatro horas,sintiendo el alcohol y el hachís de otra manera, el espaciodilatado, el edificio mecido como una cápsula que sehunde en el mar, las brasas que dejaban en el aire unaestela ralentizada, el ruido de la calle filtrado por la gela-tina que nos envolvía, el techo elevado varios metros onosotros más hundidos en el sofá, en el suelo, en la corte-za terrestre. Nadie se movía, lo mínimo para aproximar elvaso a los labios, para recibir el cigarro compartido, y losque persistían en aprovechar todo minuto de oscuridadpara encontrarse, se besaban y acariciaban con cuidadode no alterar el instante, de no romper esa continuidadque como una cadena nos mantenía unidos, una corrien-te de energía que hacía rotar la sala y nos iba centripetan-do hasta amalgamarnos, y entonces sí, cuando la nochealcanzaba esa temperatura, la cadena se tensaba y nosarrastraba de nuevo hacia el fondo.

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