Selim el vendedor de alegrias

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Cuento de valores que se desarrolla en Estambul

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Selim,el vendedorde alegríaJacqueline Cervon

Ilustración

Alicia Cañas

Taller de lectura

Antonio M. Fabregat

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El pequeñovendedor de alegría

MANECÍA en Estambul, una gran ciu-dad situada en el extremo sureste de

Europa y construida sobre el Bosforo, el es-trecho que separa nuestro continente deAsia. Amanecía, y Selim, un niño turco, seapresuraba. Debajo del brazo izquierdo lleva-ba una mesita plegable, y de su mano dere-cha colgaba una jaula en la que parecía haberuna bola blanca y peluda.

A pesar de ser tan temprano, las calles yahervían de gente. En el mes de julio hacemucho calor en Estambul, y sus habitantesmadrugan para poder hacer un poco el vagodurante las calurosas horas del mediodía.

—¡Vaya, Selim! -dijo una mujer-. ¿Has veni-do a vendernos un poco de alegría?

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•Sí -contestó Selim-. Tengo que aprovecharlas vacaciones.

-¿Y sigues teniendo tu puesto en el mismolugar?

-Sí. Al lado de la mezquita Bayazit.

- M e pasaré a verte un día de éstos. Un po-co de alegría no me vendría mal...

Selim sonrió mientras se alejaba. Estaba con-tento. ¡Su oficio era tan bonito! Además, asíayudaba a su familia. Y no es que ganara unafortuna con sus papeletas: diez kourouchscada una no era mucho, sobre todo porquetenía que dar la mitad del dinero al viejo Salih,que era su proveedor y le prestaba la mesaplegable. Pero había días en que vendía hastaun centenar de papeletas, y para un niño dediez años eso representaba un dinerito.

Cuando Selim llegó a la mezquita Bayazit, elsol todavía no había alcanzado las sombras del.r. ¡iccras. Permanecía enganchado en los mi-n.iiolo.s de la mezquita, transformándolos enaltas flechas de oro que apuntaban al cielo.

Selim dejó la jaula en el suelo y desplegó lamesa.

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«He llegado tarde», pensó. «¡Cuánta gentehay ya!»

Su sitio estaba muy bien elegido. En aquellaacera se juntaban los que iban a rezar a lamezquita, los obreros que trabajaban en unacantera próxima y todas las mujeres que acu-dían a hacer sus compras al gran bazar queestaba justo al lado.

Las calles de Estambul están llenas de atrac-tivos para los paseantes. En ellas se puedejugar a los dardos, comer un pepino en sal-muera, una mazorca de maíz asada o uno deesos pasteles que innumerables vendedoresllevan en grandes bandejas en equilibrio so-bre su cabeza. Uno puede incluso limpiarselos zapatos, pesarse o dictar una carta a unescribano público.

Y también se puede pedir un poco de alegríaal conejo blanco de Selim. Porque lo que elniño llevaba en la jaula era un precioso conejoblanco.

Selim puso la jaula sobre la mesa y levantó larejilla que retenía al animalito.

II

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-Ven, Yazi -le dijo cariñosamente.

Lo cogió en brazos y frotó su nariz contra elsuave pelo. ¡Estaba tan templadito!

-¿Estás contento de trabajar conmigo? -lepreguntó en el hueco de una de sus grandesorejas rosadas.

Esto hizo cosquillas en la sensible oreja deYazi, que la sacudió de forma tan graciosaque Selim se echó a reír. Puso al conejo so-bre el tejadillo de la jaula y le dijo:

-Espero, Yazi, que recuerdes bien lo quehas aprendido.

Yazi lo miró con sus ojos rosas, moviendo sunaricilla y sus largos bigotes.

-Tu misión es muy importante -continuó Se-lim-. Tienes que adivinar la pena o la preocu-pación de mi cliente y elegir la papeleta quelo consolará. El viejo Salih es muy sabio; sabequé frases consuelan o dan ánimos. Peroquien las reparte eres tú, así que no lo olvi-des. A mí me llaman el vendedor de alegría,pero, en el fondo, no pinto nada.

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Yazi meneó la cabeza como para protestar.Selim debería saber que ellos dos eran inse-parables. Sin Yazi, Selim también podría ven-der sus papeletas, pero... ¿qué podría hacerYazi sin el niño? ¡Un pobre conejito blancosolo en una ciudad tan grande como Estam-bul, donde los coches corren tanto y tocantan fuerte el claxon, donde todo el mundo gri-ta, corre, frena, hace un millón de ruidos ate-rradores para un conejo! ¡Uf!

De momento, la riada de automóviles podíadiscurrir por la calle, la gente cruzarse en lasaceras y los obreros picar la piedra a golpe deburil y martillo en la cantera de al lado. Yazipermanecía tranquilo: mientras estuviera conSelim no corría peligro. Selim lo acarició yempezó su día de trabajo.

—Señora -decía con voz clara-, pídale a Yazique le saque una papeleta de la alegría. Se-ñor, no vaya tan deprisa: Yazi tiene buenasnoticias para usted. Sólo diez kourouchs lapapeleta, señoras y señores.

—¡Ah, qué bien me vienes, Selim! -dijo unaseñora gorda que salía toda sudorosa de lascallejuelas repletas de tiendas del gran ba-zar-. ¡Tengo tantas penas encima estos días!Vamos a ver lo que me dice tu conejo blanco.

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Dejó una moneda sobre la mesa. Selim sacóun estrecho cajón que encajaba en la parteinferior de la jaula y lo puso delante de Yazi.Unos papelitos de distintos colores, cuidado-samente enrollados y metidos cada uno enuna ranura, aparecieron puestos en fila. Yazipaseó su sonrosada nariz entre las papeletas,a la derecha, a la izquierda, a la derecha otravez... ¿Cuál elegiría? Selim y la señora gordalo miraban interesadísimos.

Al final, Yazi no se decidió ni por el papelitoverde ni por el azul. Eligió el amarillo paraaquella señora, lo agarró con los dientes, echóla cabeza hacia atrás para sacarlo de su ranura,y lo puso en la palma de Selim.

No todos los clientes sabían leer, sobre todolos más viejos, ya que en Turquía no hacemucho tiempo que es obligatorio ir a la es-cuela, de modo que el niño tenía la costum-bre de leer los mensajes en voz alta.

Desenrolló el papel con cuidado y descifró:

-«Si tu pastel se ha quemado, no lo sirvas enIa mesa. Tíralo y prepara otro. Tu trabajo severá compensado por la alegría de los tuyos.»

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La señora gorda, que había escuchado conatención, se quedó pensando. A ver, ¿qué re-lación podía existir entre sus problemas y unpastel quemado...?

De repente, se le alegró la cara. Había com-prendido. Efectivamente, ¿de qué servía abu-rrir a toda la familia con sus agobios? Eso lesresultaría tan agradable como comer un pas-tel quemado... Entonces, no sacudiría a loschicos, ni se quejaría a su marido, como solíahacer en los días malos. Iba a guardar suspreocupaciones para sí misma y a mostraruna cara sonriente, que alegrara a los suyos.

-Vendré a verte más veces -dijo-. Tu conejoes muy ladino; ha encontrado exactamente loque me hacía falta.

Entonces Selim se dio cuenta de que unamujer muy vieja miraba con curiosidad a Yazi.

—Acerqúese, señora -le dijo-. Solamentediez kourouchs por un poco de alegría.

-¿Qué alegría podrías darme? -preguntó laanciana con voz cascada-. A mi edad, lo queuna espera ya es la muerte.

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—Estoy seguro de que Yazi le elegirá la pape-leta que le conviene -respondió Selim conamabilidad.

—De acuerdo, aquí tienes tus diez kourouchs-replicó la anciana-. Te serán más útiles quea mí.

Selim cogió la moneda de la palma descarnadade la mujer y presentó el cajoncito a Yazi, que,sin vacilar, sacó una papeleta de color rosa.

Desenrolló el papel y leyó:

—«Cada minuto que pasa es como la ostraque esconde una perla llena de brillo. Abre laostra, toma la perla y al anochecer tendrás uncollar entero.»

El niño levantó la mirada hacia la anciana. Noentendía bien lo que significaba aquel conse-jo del viejo Salih. Pero la mujer sonreía.

—Mira -dijo ella- El sol calienta ahora las cúpu-las de la mezquita. Están acurrucadas unas con-tra otras como una carnada de gatitos reciénnacidos. ¿No te parecen muy lindas, vistas así?

Le guiñó un ojo.

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-Ésa es la primera perla de mi collar -aña-dió-. Tu conejo blanco tiene razón. Cada minu-to que pasa trae una alegría, aunque sea pe-queña. Basta con descubrirla... ¡Mira si soyuna vieja tonta, que no me había dado cuenta!

Ahora pensaba que, gracias al papelito rosa,le iba a saber mejor el pan en la comida, en-contraría más simpático el ronroneo de sugato y más tiernas las caritas de los niñosque jugaban en su barrio. ¡Cuántas perlaspara enfilar antes de que llegara la noche!

—¡Vaya, ahí está Selim! ¡Y sigue con sus pa-peletas!

El niño recibió un golpe en el hombro quecasi le hizo caer. Era Abdurrhaman, el cante-ro, que le daba así los buenos días. ¡Abdu-rrhaman, bruto donde los hubiera..., y tanburlón!

-Toma, tengo diez kourouchs para tirarlos-dijo-. ¡A ver si tu conejo sigue sabiéndose lalección!

Miró con curiosidad cómo Yazi elegía un pa-pel azul.

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—¿Nunca se los come? -preguntó riéndose.

—¡Ah, no...! -exclamó Selim-. ¡Jamás sele ocurriría comerse las alegrías de nuestrosclientes!

Abdurrhaman se tronchaba de risa.

—Anda, léeme de una vez tus zarandajas...

—«Cuando hierve la sopa, se sale de la olla sino bajas el fuego -leyó Selim-. ¿Ya quién leaprovechará entonces?»

—¡Palabra que tu conejo me ha confundidocon una mujer! -dijo Abdurrhaman dándoseuna palmada en el muslo-. ¡Como si yo en-tendiera de sopas! ¡Ja, ja, ja!

Y se marchó, riéndose. Pero a lo largo del díase acordaría de Selim y de su conejo blanco.La torpeza de un aprendiz le hizo ponerse fu-rioso. Abdurrhaman era un hombre bruto yde mal genio. Tenía en la mano el mazo de ta-llar la piedra y amenazó con él al torpe mu-chacho. De repente, se acordó del papel azul.

«La sopa se sale», pensó sin querer.

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De inmediato se le pasó el enfado y, todavíagruñendo, dejó el mazo. Desde luego, ¿aquién le hubiera servido que su cólera sedesbordase como la sopa hirviendo? Podíahaber golpeado al aprendiz. Entonces le ha-brían despedido, quizá hasta podrían haberlemandado a la cárcel...

«La verdad es que lo que vende ese Selim espura alegría», se dijo con sorpresa. «Voy a te-ner que comprarle una papeleta de vez encuando.»

Selim tenía una clientela fija. Era muy raroque una persona que le hubiera compradouna papeleta no volviera por más. La sabidu-ría del viejo Salín era como un bálsamo. Susfrases, que podían parecer misteriosas a!principio, siempre terminaban resolviendo laspreocupaciones de los clientes.

Selim era un chiquillo alegre y generoso pornaturaleza. Disfrutaba cuando una sonrisaasomaba de repente al rostro de alguien que,un momento antes, aparecía triste o preocu-pado. No se le ocurría nada mejor que haceren sus vacaciones, y solía decir con un entu-siasmo que no le fallaba nunca:

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—¡Diez kourouchs por un poco de alegría, se-ñoras y señores! De verdad que es muy barato.

Ahora, el sol incendiaba la calle y las aceras.Pero Selim se había situado a la sombra de lamezquita y se alegraba de ello, porque el díaera muy caluroso. Sin embargo, esa sombraiba encogiéndose a medida que el sol estabacada vez más alto en el cielo. Cuando ya noquedó más que una estrecha raya al pie de lamezquita, Selim volvió a meter a Yazi en lajaula, dobló su mesa plegable y se marchó deallí. La ciudad se adormecía a causa del calor,y sus habitantes irían a buscar un poco defresco en sus casas. Además, se acercaba lahora del almuerzo.

Selim recorrió en sentido contrario el mismocamino que había seguido por la mañana.Ahora notaba en sus bolsillos el peso de mu-chas monedas de diez kourouchs, y al pen-sarlo sonreía complacido. Los meses de ve-rano eran meses felices porque, con todasaquellas monedas, su madre podía compraralgunos caprichos que no se permitía a diario.¡Y seguro que pronto les prepararía una tortade miel y avellanas!

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Selim tenía prisa por llegar a casa. La mañanahabía sido larga y se la había pasado hablan-do casi sin parar. Tenía hambre, pero, sobretodo, mucha sed.

—¡Qué sofocado estás, Selim! -dijo una vozcerca de él-. ¿Cómo se te ocurre correr deesa manera, con el calor que hace y cargadocomo vas? Me apuesto lo que sea a que teestás muriendo de sed.

Era Mustafá, el aguador.

—¡Uf! ¡Sí! -dijo Selim aflojando el paso.

Los ojos se le iban hacia el bidón de cobre re-luciente que Mustafá llevaba a la espalda. Es-taba lleno de agua de regaliz, pero no le hacíagracia empezar a gastarse tan pronto una desus monedas de diez kourouchs.

-Espera un poco y bébete un vaso -le dijoMustafá.

Selim ya no tuvo valor para decir que no. ¡Elagua de regaliz estaba tan buena! Dejaba laboca fresquita, fresquita...

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Mustafá enjuagó una taza con agua de otrobidón que llevaba colgando de la cintura ydespués la llenó de agua de regaliz.

—Anda, bebe, muchacho...

Selim bebió con un suspiro de satisfacción.Después, dando otro suspiro, pero de remor-dimiento esta vez, se llevó la mano al bolsillo.

—No, no -dijo Mustafá-. Guárdate tu moneda.

—¿Quieres sacar una papeleta, entonces?-preguntó Selim.

—No, muchacho, no... -respondió Mustafáacariciando la cabeza de Selim amistosa-mente-. Yo estoy contento con mi suerte; nome falta la alegría. Tu conejo blanco no podríadarme nada más.

—Bueno, pues entonces... ¡muchas gracias,Mustafá! -dijo Selim-. Creo que ni siquieraYazi me podría haber dado una alegría comola tuya con tu vaso de refresco.

Recogió la jaula que había dejado en el suelopara beber más a gusto y se marchó.

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Mustafá se quedó mirando cómo se alejaba,con ojos amistosos. «Qué chaval más simpá-tico», pensó. «Y, además, valiente.»

Entonces su cara se puso triste de repente alpensar en su propia hija. Semra tenía seisaños. Era muy linda, con unos enormes ojosnegros y un cutis dorado. Cuando se vestíacon el ancho pantalón bombacho de vivos co-lores, a la moda turca, parecía una verdaderamuñeca. Pero era sorda de nacimiento. Poreso jamás había pronunciado una sola palabra.

«No, Selim», pensaba Mustafá. «Ni todas laspapeletas de tu conejo blanco bastarían parasalvar a mi pobrecita niña del silencio en queestá encerrada. Haría falta que la gente tu-viera muchísima sed todos los días del año.Tanta como hoy, con este calor, o más aún.Entonces yo ganaría dinero suficiente paramandar a mi hijita a uno de esos sitios dondeenseñan a hablar a los niños sordos.»

A Mustafá le hubiera gustado tener otro ofi-cio que le permitiera ganar más dinero. Pero,antes que él, su padre y, antes que su padre,su abuelo habían sido aguadores en Estam-bul. Mustafá no sabía hacer otra cosa que nofuera vender su agua de regaliz por las calles.

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Y esta vez era él quien suspiraba. ¿Cómo se-ría la voz de su hija Semra? Tenía que sermuy dulce, seguro, y clarita como el agua delmanantial.

Entonces perdió de vista a Selim, que dobla-ba la esquina de la calle llevando en el cajónque se sujetaba debajo de la jaula de Yazi laspapeletas rosadas y azules con frases paraalegrar a las gentes. Pero allí no había alegríaalguna para Mustafá, el aguador.

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¡Yazi hadesaparecido!

ELIM vivía en un barrio muy pobre, de-trás del gran bazar, en el primer piso de

una vieja casa de madera. Las paredes esta-ban hechas de tablas mal ensambladas, y elaire se colaba por todas las rendijas. En vera-no la vivienda era más bien fresca, pero eninvierno resultaba una nevera.

Era una casa muy modesta, pero Selim vivíafeliz en ella con Melahat, su hermanita, queacababa de cumplir tres años, Efik, el bebé, ymamá, que no necesitaba sacar ninguna delas papeletas de colores de su hijo para estaralegre. Siempre sonreía. Nunca gritaba a losniños, ni siquiera cuando Melahat rompía unplato, o cuando Selim despertaba al bebédando un portazo. Mamá era muy cariñosa, ySelim creía que su corazón era tan grande

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como para poder querer a todos los chiquillosde Estambul.

A esas horas, el padre no había llegado toda-vía. Era limpiabotas y no volvía a casa hasta lanoche.

Selim subió los escalones de cuatro en cua-tro y despertó a Rik, el gato gris que solíadormir hecho un ovillo en el umbral. En la ha-bitación principal, mamá le daba de comer aMelahat, que dio grititos de alegría al ver a suhermano.

—Selim, da Yazi a mí -dijo, tendiendo susmanos hacia el conejo.

Selim colocó la jaula junto a ella y la niñapasó dos deditos entre los barrotes. Despuéslos sacó a toda prisa y escondió la mano de-trás de la espalda.

—Yazi me va a comer -dijo riéndose-. Yazitiene mucha hambre.

Selim cogió un trozo de pan y se lo dio al co-nejo, que empezó a roerlo enseguida.

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Selim rebuscó en sus bolsillos.

—Cuenta, mamá -añadió Selim, poniendo to-das las monedas encima de la mesa.

-¡Qué bien! ¡Cuánto has trabajado, cariñomío! -dijo mamá con una voz muy dulce.

Y Selim se sintió tan rico como si las mone-das de diez kourouchs fueran de oro puro.

Mamá se inclinó hacia él y murmuró:

—Mañana domingo haré una torta de miel yavellanas.

Selim se echó a reír; ya se lo había imagina-do. Siempre podía adivinar las intenciones demamá, quizá porque respondían a sus pro-pios deseos.

-¿Has preparado ya la comida de padre?-preguntó.

-Sí, y la tuya también. Ya puedes marcharte.

Selim acostumbraba a llevar el almuerzo asu padre, y durante el verano se quedaba acomer con él. Era una comida muy sencilla,

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compuesta sólo de pan y queso de oveja, ycabía con facilidad en una bolsa pequeña.

Selim recogió la bolsa y se dirigió hacia la es-calera que llevaba hasta la planta baja.

—¡Y no te olvides de Yazi! -advirtió.

—No te preocupes -dijo mamá-. He prepara-do un buen guiso de verduras para la cena yhe guardado todas las mondaduras para él.

Su padre había elegido un barrio bastante aleja-do para instalar la gran caja donde transportabatodos sus betunes y cepillos, y que servía tam-bién para que los clientes apoyaran el pie enci-ma, mientras les lustraba los zapatos. La calledonde vivían estaba en una zona muy pobre ysus vecinos se los limpiaban ellos mismos.

Selim llegó a una plaza pequeña, junto a unbonito jardín adornado con palmeras y adel-fas. Al otro lado de la plaza se levantaban losminaretes de una mezquita muy hermosa. Al-rededor volaban las palomas, y las cigüeñasaleteaban al posarse en el jardín. El agua cla-ra corría en una fuente revestida de azulejos.

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Aquél era un barrio muy bonito, donde a na-die se le hubiera ocurrido pasear con los za-patos llenos de polvo, por lo que su padre te-nía muchos clientes.

Unos pitidos intermitentes llamaron la aten-ción de Selim. Un automóvil de marca ameri-cana se detuvo a su altura. Era un taxi. Por laventanilla asomó una simpática cabeza.

—¿Vas a buscar a tu padre? -preguntó el ta-xista-. Pues entonces sube, porque precisa-mente voy para allá.

Selim no se hizo de rogar y trepó al asientotapizado de cuero rojo, al lado del conductor.Inmediatamente se imaginó a sí mismo gran-de y fuerte, vestido con un traje estupendo ycalzado con unos relucientes zapatos. Aque-llo le dio risa. Era fantástico pasearse en au-tomóvil por aquellas estrechas callejuelas.En la vieja ciudad de Estambul hay pocos pa-sos de cebra, y menos aún guardias de cir-culación, de manera que los peatones y losautomovilistas se guían por una especie decódigo establecido por la costumbre. Un pe-queño toque de claxon equivale a decir:«Cuidado, que voy.» El peatón, entonces, separa en la acera o echa a correr si ya está

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cruzando la calle. Si el automóvil no toca labocina, eso significa: «Pasen ustedes, queyo me paro.»

Selim solía divertirse mucho esquivando loscoches. Pero ahora la diversión consistía encorrer al máximo, sin atrepellar a nadie. Se-lim daba vueltas a un volante imaginario, pi-saba un pedal que, por supuesto, no estabaen su lado, o maniobraba con una palancade cambios que no existía.

Pero la velocidad tiene un inconveniente: ¡sellega demasiado pronto! Ahí estaba ya la pla-za y, allá, su padre, sentado en un taburetedetrás de su caja de limpiabotas.

-Ya has llegado, chico -anunció el conductorparando el coche.

—Muchísimas gracias -dijo Selim-. Su taxies tan cómodo como las alfombras voladorasde los cuentos antiguos.

Para él, ése era el mejor elogio. El taxista seechó a reír.

—¡Ja, ja! ¡Ojalá pudiera volar por encima delos tejados! Bueno, si necesitas algo, avísa-

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me. Siempre habrá un rinconcito para ti enmi coche. ¡No abultas mucho!

—¡Gracias, gracias! -gritó Selim otra vez, co-rriendo hacia su padre.

Se sentó a su lado y le dijo:

—Te traigo la comida. ¡Este queso huele hoymejor que nunca!

—Eso es que hoy tienes más hambre, hijo-añadió el padre-. ¿Qué tal te ha ido el tra-bajo esta mañana?

—He tenido un montón de clientes. Mamáha prometido hacer una torta de miel y avella-nas para mañana.

—¡Estupendo! -dijo el padre-. Un rico postrepara el domingo. Yo también he tenido mu-chos clientes. ¡Hace tan buen tiempo! Lagente anda de buen humor y gasta el dinerocon más facilidad.

—Pues los que me buscaban a mí no esta-ban tan contentos, ni mucho menos -refle-xionó Selim.

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—Pero ahora se sienten mejor -dijo su pa-dre-. ¡Tú les alegras el corazón y yo hago bri-llar sus zapatos! ¿Qué te parece?

Y se echó a reír con aquella idea. El ancho bi-gote negro, como una gruesa raya en mediode su cara, temblaba al compás de su risa.

Ese bigote siempre había sido algo fascinan-te para Selim. Tenía la firme intención de de-jarse crecer el suyo cuando fuera mayor. Yentonces también tendría todas aquellas arru-guitas que salían, como abanicos pequeños,junto a los ojos de su padre. No conocía nadamás alegre y risueño que aquellos ojos.

Cuando acabó de comer se fue a saciar lased a la fuente de azulejos, y después se en-tretuvo un rato corriendo detrás de las palo-mas. Luego volvió a tomar el camino de sucasa. Pronto sería la hora de instalarse otravez al pie de la mezquita Bayazit para seguirvendiendo papeletas.

Al llegar a su vieja casa de madera subió losescalones de cuatro en cuatro, como de cos-tumbre. La puerta del piso estaba abierta, y lashabitaciones, silenciosas. A esa hora los dos

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pequeños dormían la siesta. La jaula de Yazi seencontraba en un rincón del cuarto. Estaba va-cía, pero Selim no se extrañó de aquello: Yaziestaba tan bien domesticado que tenía permi-so para pasearse por toda la casa y hasta porel descansillo de la escalera. Nunca se le habíaocurrido bajar los escalones; quizá se dabacuenta de que abajo empezaba un mundo lle-no de peligros para un conejito blanco...

Selim lo llamó en voz baja, para no despertara Efiky Melahat:

-¡Yazi! ¡Vamos, Yazi, ven, que ya es la hora!¡¡ ¡Yazi!!!

Pero quien acudió no fue Yazi, sino su mamá.Su rostro estaba tan serio que Selim se diocuenta enseguida de que algo había tenidoque pasarle a su conejo. Se puso pálido.

-¿Dónde está Yazi? -preguntó.

—No lo sé -dijo mamá con cara de preocupa-ción-. He salido a la calle un momento des-pués de irte tú y, al volver, me he encontradoa Melahat en las escaleras. «Yazi se ha ido»,me ha dicho, señalando hacia el piso bajo. Meha extrañado muchísimo, porque yo lo había

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dejado en su jaula. He subido con la niña has-ta aquí y la jaula estaba abierta... y vacía.

—¡Pero si Melahat no puede abrir la jaula!-exclamó Selim.

—Ya se va haciendo mayor, ¿sabes? Cada díaaprende a hacer cosas nuevas, y quizá hoyhaya sido capaz de abrir la rejilla.

—Pero..., pero Yazi tenía miedo de las esca-leras, mamá, tú lo sabes tan bien como yo-dijo Selim, angustiado.

Era imposible que Yazi se hubiera escapado.¡Mamá sólo intentaba tranquilizarle!

Y ella continuó:

—No sé lo que ha podido pasar. Quizá el gatotenga parte de culpa... Melahat me ha conta-do que Yazi y él se han peleado.

Selim tenía mucho cariño a Rik, pero la ver-dad es que era un gato viejo con bastantemal genio y a veces parecía como si tuvieraenvidia de Yazi. Estaba allí, acurrucado cercadel horno, lamiéndose concienzudamenteuna pata con los ojos medio cerrados.

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-¡Rik! ¿Qué le has hecho a Yazi, gato malo?-preguntó Selim furioso.

Pero Rik no dejó entrever más que una mira-da afilada y verdosa. Ni siquiera interrumpiósu aseo.

-¿Dónde puede estar, mamá? -preguntóSelim; le temblaba la voz.

-Lo he buscado por todo el barrio. Pero qui-zá se haya metido en algún rincón. Puedeque tengas más suerte que yo, porque siem-pre viene cuando tú lo llamas.

Selim suspiró, mirando la jaula vacía. Pensa-ba en todas las papeletas azules o rosas, lle-nas de frases para llevar alegría a la gente. Leentraron unas terribles ganas de llorar, perose contuvo. Quizá luego, pero ahora no. Noaquí, delante de mamá, para no entristecerla.Se acordó de la frase del pastel quemado: nohabía que hacérselo comer a los demás.

-Voy a buscarlo -dijo con valentía-. Segura-mente no habrá ido muy lejos. ¡Debe de es-tar muy asustado al encontrarse solo!

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Semra

UANDO llegó al piso bajo, Selim se sin-tió acobardado. ¡Había tantos lugares

en la calle, en Estambul, donde podía escon-derse un conejito!

Selim intentó alejar su angustia.

«Vamos a ver...», pensó. «Si yo fuera Yazi,¿adonde habría ido?»

La escalera desembocaba en un corredor es-trecho que, por un lado, daba a la ruidosa ca-lle, aplanada por el sol, y, por el otro, a un pa-tio oscuro y silencioso.

«Yo, desde luego, hubiera elegido el patio»,se dijo Selim, y fue hacia allá.

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Era un lugar estrecho, apretujado entre las ca-sas, que servía de trastero a los ¡nquilinos dela vecindad. Estaba abarrotado de hierros, decacerolas rotas, de muebles apolillados queacababan pudriéndose allí. ¡Lleno de escondi-tes estupendos para un conejito asustado!

-¡Yazi, Yazi! -llamó Selim-. ¡Ven, Yazi; notengas miedo!

Pero ninguna bola peluda y blanca aparecíapor allí, y Selim se decidió a explorar un poco.

En un rincón había cuatro enormes gatos pe-lirrojos comiendo. ¿Qué sería lo que comían?

su corazón latía con fuerza; casi ni se atrevíaa averiguarlo. Aquellos gatos eran capaces dematar ratas enormes, y más aún un conejitoindefenso.

De todos modos, era necesario salir de du-das, así que espantó a los gatos, y suspirócon alivio: allí no quedaba más que un mon-tón de espinas, restos de un pescado que ha-brían robado en alguna parte.

Entonces pensó en la gran cantidad de gatossin dueño que vivían en las calles de Estam-

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bul. Los había por todas partes, sobre todoen los barrios más pobres. Y, la mayoría bus-caban cualquier clase de comida y, desde lue-go, muchos de ellos no vacilarían en atacar aun conejo para comérselo.

—¡Yazi, Yazi! -llamaba Selim.

Removió hierros, levantó cacharros, abrió laspuertas destrozadas de los muebles..., bus-cando. Pero Yazi no estaba escondido allí; noaparecía por ningún lado, así que tuvo querendirse a la evidencia: el conejo había prefe-rido el ruido y el sol y se había escapado.a lacalle. Entonces, lo amenazaba otro peligro:los automóviles.

Selim corrió hasta la salida del patio y tuvoque guiñar los ojos para protegerse del res-plandor del sol. Tampoco se veía ningunabolita de pelo blanco en la calzada. ¿Habríasido capaz de refugiarse en una casa ajena?Puesto que no había más remedio, Selimdecidió llamar a todas las puertas y averi-guarlo.

—Perdone, señora -decía-. ¿Me permite us-ted que busque mi conejito blanco? Se meha escapado.

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-Busca si quieres, hijo... -respondía la se-ñora-, pero si tu conejo hubiera entrado enmi casa, me hubiera dado cuenta, digo yo.

Selim exploró de este modo todas las vivien-das de la calle y todos los patios de los edifi-cios. Pero Yazi seguía sin aparecer. El niñose asomó incluso a los respiraderos de lossótanos; pero no se veía ni la más mínimamancha blanca en aquellos subterráneos os-curos.

La última casa, en el extremo de la calle, erala de Mustafá, el aguador. Cuando Selim lla-mo a la puerta, nadie contestó. Pero, comoestaba entreabierta, se atrevió a empujarla.

(Seguro que Mustafá me daría permiso parabuscar a Yazi», se dijo.

En la habitación sólo estaba la pequeña Sem-ra. No volvió la cabeza cuando entró Selim;no lo había oído, porque era sorda. Jugaba:con un cartón, que estaba forrando con un

viejo trozo de lana.

Selim se acercó a ella.

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La niña le miró con sus grandes ojos negrossorprendida.

Selim nunca había visto a Semra hasta enton-ces. Había oído decir que era sordomuda,pero en realidad nunca había entendido lo pe-noso que aquello resultaba para ella misma ypara los que la rodeaban.

Llamó en voz baja, como si le diera vergüen-za hablar:

—¡Yazi, Yazi!

Le pareció oír que arañaban detrás de unapuerta, y la abrió con el corazón latiéndolemuy rápido: un gato negro se deslizó junto asus piernas, maullando.

Se llevó tal desilusión que hasta olvidó la sor-dera de Semra y se volvió hacia ella:

—¡Estaba convencido de que era mi conejoYazi! Él también tiene la costumbre de arañarla puerta para que le abran.

Había hecho un gesto que a Semra le parecióamenazador. Se levantó y miró con inquietud

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a Selim mientras apretaba contra ella su car-tón, como si fuera a quitárselo.

«Me tiene miedo», pensó Selim. «¡Claro!, nome conoce. Me meto en su casa, rebusco portodos lados y no puedo explicarle por qué...»

Le sonrió para demostrarle que no tenía malaintención, pero cuando quiso acercarse a ellaSemra retrocedió y fue a refugiarse en un rin-cón de la habitación.

Selim nunca se había sentido tan desprecia-do. Estaba acostumbrado a que le quisieratodo el mundo. Era alegre y honrado, servicialy animoso; ¿cómo no lo iban a querer? ¡Y aho-ra resultaba que esta niña tan linda le mirabacon sus grandes ojos negros como si fuera unenemigo!

Se quedó quieto, sin mover los brazos, parano asustarla; hasta se olvidó de que su cone-jo había desaparecido. Y cuanto más miraba aSemra, más aterrada parecía la chiquilla. Es-taba como hipnotizada, igual que un ratoncitodelante de un gato.

Y, efectivamente, había un gato en la habita-ción, al que Selim acababa de abrir la puerta

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un momento antes. Y precisamente ahora ve-nía a frotarse contra él, maullando. Eso le diouna idea al niño.

—Ven acá -dijo.

Se agachó, cogió al gato del suelo y se lo en-tregó a Semra.

-Toma. Enséñale la cajita que le estás pre-parando.

Pero el gato, aunque se frotase contra laspiernas de un extraño como saludo de bien-venida, se negaba a dejarse coger en brazos.Demostró su disgusto maullando de rabia yse defendió tan bien que escapó huyendo porla puerta abierta.

Selim salió a la calle. Estaba mareado, comosi fuera a vomitar. ¡Aquello era horrible!

-¡Selim! -dijo una voz detrás de él-. Haceun momento he visto una cosa blanca que se

colaba dentro de la mezquita Suleiman. Quizáfuera sólo un gato, pero a lo mejor es tu co-

nejo. Deberías asomarte a ver.

Era una de las mujeres a las que Selim habíaestado preguntando antes.

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Selim le sonrió agradecido y volvió a subir lacalle corriendo. Nunca hubiera creído tan te-merario a Yazi. ¡Mira que irse tan lejos! Yatreverse a entrar en la mezquita... Claro queYazi no podía saber que ése era un lugar deoración, donde los conejos no pintaban nadaen absoluto.

En Estambul hay muchas mezquitas: la Baya-zit, junto a la cual Selim instalaba su mesitaplegable, la de la bonita plaza donde su padrelimpiaba zapatos, y muchísimas más... Pero,por supuesto, la más grande era la mezquitaSuleiman. Estaba rematada por una especiede bosqueciilo de cúpulas y en las esquinastenía cuatro altos minaretes.

Aquellas torres eran como amigas íntimas deSelim. Tenía la costumbre de colocarse en lamisma entrada de la mezquita y echar la ca-beza hacia atrás todo lo que podía. Por enci-ma de él, los cuatro minaretes surgían haciael cielo y parecían unirse con el firmamentoazul. Era una visión que casi mareaba y, alcabo de un instante, Selim no sabía dóndequedaba la tierra exactamente. Le parecía es-tar allá arriba, en el cielo, volando en una al-fombra mágica, como en los viejos cuentos.

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Aunque tenía bastante prisa, decidió jugar unratito a pasearse por el cielo. Pero la desapa-rición de Yazi y el miedo de Semra pesabanmucho, y la alfombra mágica no lograba re-montar el vuelo aquella tarde.

Selim suspiró desilusionado y se coló por de-bajo de la pesada cortina de cuero que dabapaso a la mezquita. Se quitó las sandalias,porque nunca se puede entrar con calzado enesos templos. Además, había un guarda paravigilar que los visitantes entraran siempredescalzos, como es la costumbre.

-Tarik -le preguntó Selim-, ¿has visto entraraquí un conejo blanco?

-¡Un conejo...! -exclamó el guarda-. Pero¿cómo se te ocurre? Que yo recuerde, jamáshe visto que ningún conejo, ni blanco ni deningún otro color, haya osado penetrar en laMezquita, quitando el que está bordado en

la alfombra, y cuentan que Alá lo dejó ahí;omo castigo por haber entrado.

Señalaba un tapiz rojo, extendido en el suelode la entrada. Allí, en efecto, se veía la silue-

ta de un animal parecido a un conejo blanco,Aunque su color se había vuelto amarillentocon el paso del tiempo.

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Selim nunca se había fijado antes en él. Des-de luego, si se miraba de cerca el tapiz, noparecía tan... ¡conejo, al fin y al cabo! Pero nose atrevió a pisarlo y entró dando un rodeoen lugar de pasar por encima.

Ante él, veía las losetas cubiertas de alfom-bras de color rojizo y castaño. Una gran lám-para daba una luz suave a su alrededor, en elamplio espacio vacío entre las columnas don-de, un poco más tarde, vendrían los fieles aarrodillarse para rezar. De momento, en lamezquita no había nadie. Selim no iba a tenerningún problema para encontrar a Yazi, si esque se había escondido en ella. Pero por allíno merodeaba ningún bicho, y Selim salió dela mezquita.

Una vez fuera, se entretuvo un poco en el pa-tio. Quizá entre aquellas piedras tan anti-guas... Pero, al igual que en los otros sitiosdonde había estado buscando, allí tampocoencontró rastro alguno del conejito blanco.

Desanimado, se sentó en un múrete. Desdeahí se veían los tejados de la vieja ciudad,que descendían hasta el agua azul del Bosfo-ro, donde se cruzaban barcos de todo tipo.

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Al otro lado del estrecho estaba Asia. Selimsabía que, antiguamente, sus antepasadoslos turcos habían llegado de ese continentepara conquistar la ciudad de Estambul, queen aquella época se llamaba Constantinopla.Fue necesario sitiarla durante mucho tiempo,porque estaba muy bien amurallada.

«¡Qué bonita es!», pensó Selim, mirando suciudad.

Recordó entonces a una dienta de esa maña-na, la anciana que había admirado las cúpulas

de la mezquita Bayazit al sol del amanecer, yse preguntó si habría encontrado a lo largo deldía perlas suficientes para hacerse su collarimaginario. Porque Selim, aun con la mejor vo-luntad del mundo, no podía encontrar ninguna.

El recuerdo de Semra no se le iba de la cabe-za. Para imaginarse mejor cómo se sentiríaella, Selim se puso un dedo en cada oído yapretó hasta que no oyó nada más que el pul-

so de sus propias venas.

La ciudad enmudeció de golpe. Los bocina-zos, las sirenas de los barcos, el barullo de la

gente: todo desapareció. A todos los turcos,

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jóvenes y viejos, les gusta el ruido. A Selim leencantaba el estruendo de su ciudad. Estam-bul en silencio era como un cielo gris, una teladescolorida o una torta sin miel ni avellanas.

Entonces, de repente, como no había manerade encontrar a Yazi, y como Semra no podíaescuchar la vida que bullía a su alrededor, a Se-lim se le escapó un sollozo y cerró con fuerzalos ojos para impedir que las lágrimas corrieranpor sus mejillas.

Alguien le dio un golpecito en el hombro y élvolvió la cabeza. Tenía delante a la anciana depor la mañana. Casi no podía creerlo; hastase le olvidó mantener con fuerza los dedosen los oídos. Y los sonidos volvieron a oírse,como aprovechando la ocasión.

—¡Pero bueno...! -decía la vieja-. ¡Vengo abuscar aquí la última perla de mi collar y miralo que me encuentro! El niño que vende ale-gría todo lloroso.

—Yo... yo... no estoy... llorando-tartamudeóSelim.

—Ya veo -dijo la mujer, meneando la cabe-za-. Eres un crío valiente. En realidad, no llo-

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ras por fuera, pero sí que estás haciéndolopor dentro. Anda, cuéntame tus penas.

—No puedo contártelas. No hay que hacercomer a los demás un pastel quemado.

—¡Ah! -dijo la anciana-, ése debe de ser otrode los consejos de tu conejo blanco. Peromira: yo he comido tal cantidad de pastelesquemados en mi vida, que no me va a pasarnada malo si me toca otro pedazo. Y, ade-más, si puedo consolarte, habré encontradola perla más bonita de todo el día.

Selim la miró, dudando. Sentía una pena muygrande, pero ¿podía contársela a la señora?Selim decidió que sí y las palabras salieronatropelladamente de su boca, como un to-rrente que baja de la montaña.

—Semra tiene miedo de mí -dijo, sorbiendopor la nariz entre frase y frase-. Y el gato ne-gro se ha escapado... Yazi se ha escapadotambién, y ya no podré vender mis papeletas.Y casi ni me importa; de todos modos, nopuedo venderle ninguna alegría a Semra.

Y de nuevo le entraron ganas de llorar, y seapretó los ojos con los puños para sujetarselas lágrimas.

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La mujer meneaba la cabeza. No se había en-terado mucho de todo lo que Selim había di-cho. Lo que sí había entendido era que el chi-quillo se sentía desgraciadísimo.

—Vamos a ver... Primero, dime quién es Yazi.¿Tu conejo blanco? -le preguntó.

Selim dijo que sí con la cabeza.

—¿Y Semra?

—Es la hija de Mustafá, el aguador. No oyenada, ni el ruido de la puerta al abrirse, ni elmaullido del gato, ni las palabras que se le di-cen. Entonces, claro, tiene miedo...

—Ya me hago cargo -dijo la anciana.

—Ni siquiera Salih puede hacer nada por ella-continuó Selim.

—¿Salih es el que escribe esos papelitos quetú vendes?

—Sí, pero ahora me doy cuenta de que, enrealidad, lo que yo vendo no es alegría. Papádice que yo alegro los corazones de la gentey él saca brillo a sus zapatos... Pero no; alcabo de un rato, los zapatos vuelven a estar

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llenos de polvo, y mis clientes vuelven a te-ner las mismas preocupaciones encima.

—No estoy de acuerdo contigo -dijo la ancia-na con voz firme-. Los consejos de Salih pue-den servir para mucho tiempo, no sólo en elmomento de leerlos. Yo misma estoy decidi-da a volver a pensar en el mío cada día. Perome doy cuenta de que sientes pena porquecrees que nunca podrás hacer nada por esapequeña Semra.

La mujer le preguntó:

—¿Ha estado Semra en tratamiento médicoalguna vez?

—No lo sé. ¿Crees que Semra podrá oír al-gún día?

—Yo conozco a un niño que nació sordo..., ydurante muchos años estuvo en tratamiento.Ahora entiende perfectamente lo que se ledice y puede hablar igual que tú.

—Pero entonces... -interrumpió Selim.

—Entonces..., resulta que el tratamiento de-be de ser carísimo. Ya te lo he dicho, es unacosa muy larga, de años..., y un aguador no

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es nunca rico. Seguramente por eso la niñasigue estando sorda.

—Mustafá es pobre -dijo Selim-. Mi padretambién es pobre, y todas las personas queconozco en mi barrio son pobres.

—Yo tampoco soy muy rica que digamos -ex-plicó la vieja-. Pero a veces una buena ideapuede valer una fortuna. ¿Quién sabe? Si ten-go alguna idea un día de éstos, vendré a ver-te a la mezquita Bayazit. Siempre te colocasen el mismo sitio, ¿verdad?

—Sí... Pero es que ya no tengo a Yazi.

—¿Tu conejo? Anda, anda..., ése acaba vol-viendo. No creo que lo hayan atropellado,porque lo habrías visto por ahí. Ha debido deesconderse en alguna parte, y ya lo verásaparecer cuando se le pase el susto. ¡Hom-bre!, tú y él teníais pinta de hacer muy bue-nas migas, y a un amigo no se le olvida asícomo así. Ni siquiera un conejito abandonaríaa sus amigos... ¡Hala, hasta la vista, hijo mío!Me llamo Aixa, recuérdalo bien.

—Lo recordaré -dijo Selim-. ¡Hasta pronto,Aixa!

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Zuffu

CUANDO la anciana se marchó, Selimempezó a sentirse más contento. Era

como si Aixa se llevara, sobre sus espaldasdobladas por los años, el peso que había ago-biado al chiquillo durante toda la tarde.

Selim se levantó. Era hora de volver a casa.Sobre el Bosforo, el cielo se oscurecía depri-sa, y faltaba poco para que se hiciera de no-che. Al pasar por delante de la entrada de lamezquita, Selim echó la cabeza hacia atrástodo lo que pudo. Allí estaba su alfombra má-gica... Se subió. Semra venía a reunirse conél y con Yazi. Los tres juntos volaban alto, tanalto como para tocar la punta de los minare-tes. Y Semra hablaba con una voz tan claritacomo el chorro de agua que corría en la fuen-te de azulejos:

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«Selim, escucha el rumor de nuestra alfom-bra mágica al rozar el aire.»

Selim prestó atención, pero inútilmente. Nooía más que el barullo de la ciudad a lo lejos,por debajo de él, y respondió:

«Qué oído tan fino tienes, Semra. ¡Yo no looigo!»

Y se reía porque Semra le miraba como si letuviera lástima.

—¡Oye! ¿Has encontrado tu conejito blanco?-preguntó una voz.

De golpe y porrazo, la alfombra mágica aterri-zó, Semra y Yazi desaparecieron y Selim vol-vió a encontrarse solo delante de Tarik, elguardián de la mezquita.

—No-murmuró.

—Creía que sí. Parecías tan contento...

Como era imposible contarle a Tarik el secretode la alfombra voladora, Selim prefirió mar-charse. No, no había encontrado a Yazi. A esas

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horas el conejito debía de estar aún más asus-tado, porque se encendían luces por todaspartes. Los faros de los automóviles lo des-lumbrarían continuamente. Aixa había dichoque volvería cuando se hubiera tranquilizado.Pero ¿iba a poder tranquilizarse?, y... ¿sería ca-paz de encontrar el camino a casa? ¡Quizá hu-biera llegado hasta las orillas del estrecho!

Selim volvió a llamarlo:

—¡Yazi! ¡Yazi!

Se metió por callejuelas que no había explo-rado aquella tarde. Ojo avizor, vigilaba tratan-do de encontrar una mancha blanca a ras delpavimento.

Lo que encontró fue otro gato. Estaba hechoun ovillo en el quicio de una puerta. Molestoal ver a Selim, se levantó con aire ofendido yse fue con el rabo tieso. Casi sin darse cuen-ta, Selim lo siguió porque era blanco y porqueaquel animal que se deslizaba por las acerasoscuras le hacía concebir alguna esperanza.

Uno detrás del otro, el gato y el niño llegarona una calle estrecha que terminaba en un ca-

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llejón sin salida. Al fondo, un hombre tocabala flauta. El músico sacaba de su instrumentouna alegre musiquilla con mucho ritmo. Ungrupo de personas formaban un semicírculodelante de él y bailaban, apoyándose losunos en el hombro de los otros.

Selim olvidó todas sus preocupaciones, olvidóa Yazi, a Semra y hasta a la anciana Aixa quele había consolado. La música parecía circularpor sus venas como un refresco de burbujas.De pronto se sentía alegre y ligero, y sus piesbailaban solos. Por detrás del grupo, empezóa danzar también, imitándolos: ahora taco-neo, ahora salto, el pie hacia delante, ahoracruzar...

¡Era un juego estupendo! El flautista no pare-cía cansarse nunca, y en cuanto lanzaba alaire las últimas notas de una canción, ya em-pezaba la siguiente, sin pararse. En esto, lle-gó un hombre con un tamboril y empezó agolpearlo con ritmo. Resultaba aún mejor condos instrumentos. A Selim le parecía que eltambor retumbaba dentro de él. Y bailabacomo si se hubiera emborrachado con la mú-sica. ¡Lo había olvidado todo, menos seguirel ritmo sin perder el compás!

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Al final, el gato blanco lo sacó de aquel tran-ce. El animalito se deslizaba entre las piernasde los que bailaban y, al estorbar a uno deellos, rompió el ritmo.

Selim volvió a acordarse de Yazi y de Semra.Sobre todo de Semra, porque la callejuela es-taba llena de la alegre música de la flauta yde las cadencias del tamboril. Entonces sepuso los dedos en los oídos y, al momento, laflauta y el tambor dejaron de oírse. Sus piesse enredaron y perdieron el compás. Intentóseguir los pasos de los que bailaban, pero sinningún éxito.

De todos modos, ya que Semra no podía es-cuchar la música, a él se le quitaron las ganasde bailar. Salió del callejón y se metió por unacalle larga que llevaba hasta la suya. A su al-rededor, las gentes y los automóviles pasa-ban como sombras silenciosas mientras élseguía con los oídos tapados.

Cuando fue a atravesar la calzada, vio un auto-móvil que venía por la derecha. Parecía reducirsu velocidad, y se figuró que iba a pararse.Pero no oyó el toque de claxon que avisaba:«Cuidado, date prisa, que voy a pasar.» El con-ductor no sabía que Selim se había tapado los

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oídos, así que no frenó. Cuando se dio cuentade que el niño no había oído la bocina, ya erademasiado tarde. El guardabarros de su auto-móvil enganchó a Selim y lo lanzó sobre el pa-vimento, dos metros más allá.

Se oyeron gritos. Inmediatamente, Selim sevio rodeado por una ruidosa muchedumbre,pero él no la oía. Y no porque siguiera tapán-dose los oídos, sino porque había perdido elconocimiento.

El conductor había parado el coche y se habíabajado del asiento. Se acercó a Selim.

—¡Pero si he tocado el claxon! -dijo con voztemblorosa. Se dirigía a la gente-: ¡Les ase-guro que he tocado el claxon, pero él ha se-guido cruzando como si no lo hubiera oído!

—Es verdad, papá ha tocado el claxon -dijouna voz.

Un niño se había bajado también del auto y semantenía muy derecho al lado del conductor,que tenía aspecto de sentirse muy apenado.

—¡Pues claro que ha tocado, estoy seguro!-exclamó un hombre-. Yo he visto cómo haocurrido el accidente. Ha sido culpa del chico.

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—Muchas gracias, señor-dijo el muchacho-.Mi padre es el señor Averi. Yo soy su hijo, mellamo Zuffu. Le agradecemos mucho su testi-monio.

Aquellas palabras tan razonables parecían ex-trañas en boca de un chico tan pequeño. Laserenidad del muchacho contrastaba con elaire abrumado de su padre.

—Sí, sí, sí. He tocado el claxon -seguía repi-tiendo el señor Averi.

Parecía como si no supiera decir otras pala-bras. Se había agachado junto a Selim y conmucha precaución palpaba los brazos y laspiernas del niño.

—No parece que tenga nada roto -dijo al-guien-. Sencillamente, se ha debido de des-mayar.

—Pues yo, desde luego, he tocado el claxon-murmuró una vez más el señor Averi.

Con mucho cuidado, tomó en brazos a Selim.

—¿Hay algún médico por aquí cerca?

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—Sí, papá. Ahí mismo -dijo Zuffu.

Señalaba una casa cercana en la que se veíauna gran placa que anunciaba la consulta deldoctor Kharaman.

•—Es un médico muy bueno -dijo alguien.

Zuffu caminaba delante de su padre paraabrirle paso entre la multitud. Era un chico su-mamente decidido. Llamó a la puerta del doc-tor y, cuando ésta se abrió, se hizo a un ladopara dejar entrar a su padre con Selim en bra-zos.

—Yo me vuelvo al coche -dijo-. Tiene quequedarse alguien en el lugar del accidentepara responder a la policía cuando llegue.

Algunos curiosos los habían seguido hasta lapuerta del médico. Zuffu los miró atentamen-te y después se dirigió a uno de ellos.

—Señor, ha sido usted quien ha dicho antesque había visto cómo ocurrió el accidente,¿verdad?

—Sí, yo mismo -contestó el hombre.

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—Entonces sería mejor que esperase la lle-gada de los policías -dijo Zuffu-. Mi padre ne-cesita que usted le sirva de testigo.

Dicho esto, se dirigió al automóvil y se sentóen él con la mayor tranquilidad del mundo.

—Oye -dijo el hombre, que lo había segui-do-, ¿sabes que tu padre es afortunado al te-ner un hijo como tú? Nunca he visto un mu-chacho tan razonable. ¿Cuántos años tienes?

—Diez. Pronto voy a cumplir once -respondióZuffu, sin darse ninguna importancia.

No entendía lo que aquel hombre podía en-contrar fuera de lo normal en él. Un día habíavisto un accidente y sabía lo que había quehacer en esos casos. ¡Así de sencillo!

Lo único que le preocupaba en ese momentoera el muchacho herido. ¿Por qué no habíaoído la bocina? Zuffu recordó de repente queel chico llevaba las manos en las orejas alcruzar la calle. Entonces, ¿podría ser que sehubiera tapado los oídos con los dedos?

Zuffu se puso los dedos en sus propios oídos,para probar. Apretó con mucha fuerza, y no

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sintió más que un extraño murmullo. A su al-rededor, las bocinas de los coches, el ruido delos pasos en la acera, habían desaparecido.

«Me gustaría saber por qué se entretenía conesa clase de juego», pensó Zuffu.

Y se prometió aclarar ese misterio. Para él,los misterios no debían existir. Si se topabacon uno, siempre se las arreglaba hasta en-contrar una explicación. Solía observar conmuchísima atención lo que ocurría a su alre-dedor, y por eso conocía una cantidad de co-sas increíble para un niño de su edad.

* * *

El señor Averi se sentía orgulloso de su hijo,pero, en ese momento, no lo estaba de símismo en absoluto.

El doctor Kharaman había tendido a Selim enuna estrecha camilla, y el señor Averi le con-taba, por tercera vez, cómo había ocurrido elaccidente.

El doctor era un hombre alto y fuerte e inspi-raba confianza. Se dirigió ai señor Averi:

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—Vamos, vamos -dijo con una leve sonrisa-.No se preocupe usted tanto, por favor. Esteniño no tiene nada serio. Además, mire: estávolviendo en sí.

Efectivamente, Selim abría los ojos. Pero to-do giraba a su alrededor, como si el mundoentero estuviera embrujado por la cadenciade un tamboril y el canto de una flauta.

«No me acordaba de que estaba en mi alfom-bra mágica», pensó. «Debe de soplar un vien-to de tormenta, todo se mueve... Pero ¿porqué hay dos señores que me miran de esemodo, como si me quisieran examinar...?»

—Soy Selim; me llaman el vendedor de ale-gría -dijo en voz alta, por si acaso.

—Encantado de conocerte, Selim -dijo a suvez el doctor Kharaman-. Un coche acaba dedarte un golpe. ¿Te duele algo?

¡Vaya!, de modo que no estaba en su alfom-bra voladora. De repente recordó el coche, yque iba con los oídos tapados. Entonces, sehabía equivocado: el coche no iba a pararse;había seguido y le había atropellado. Eso mis-mo le esperaba a Semra si se atrevía a cami-nar sola por las calles. Cualquier día...

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—¿Te duele algo? -repitió el doctor.

—No -dijo Selim-. Pero todo me da vueltas.

—Eso se te pasará enseguida. Voy a sentarteen esta butaca..., así. ¿Te encuentras mejor?

—Tengo... Tengo ganas de vomitar... Estoymareado.

—No es nada. Vamos a darte un poco deagua fría en la cara para que se te pase elmareo y en un momento te encontrarás bien.

El doctor mojó una toalla y la pasó con suavi-dad por la cara de Selim.

Selim se escurrió de la butaca hasta el sueloy caminó hacia la puerta. Desde allí se volvióhacia el médico:

—Estoy mejor. Yo creo que ahora puedo vol-ver a mi casa.

—Te voy a llevar yo -dijo el señor Averi.

—Iba a pedírselo a usted -añadió el doctor-.No olvide decir a los padres del chico que tie-ne que guardar reposo. Mañana me lo vuelveusted a traer.

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—De acuerdo, doctor. Se lo traeré. ¿Sabe us-ted?, jamás había tenido un accidente, hastaahora... No puedo entender por qué este chi-quillo ha seguido cruzando. ¡Pero si yo habíatocado el claxon!

—No me cabe la menor duda -dijo el doc-tor, acompañándolos hasta la puerta-. Muybien, pueden irse, y no deje de traérmelomañana.

Fuera, Zuffu se las entendía con los policías.Ellos parecían sumamente extrañados de vera un niño pequeño con tanto sentido comúncomo una persona mayor.

—Aquí está papá -dijo Zuffu al ver llegar a supadre, que llevaba a Selim de la mano-.Papá, ya les he explicado todo, y aquí está eltestigo.

Señaló al hombre que había presenciado elaccidente y que seguía esperando allí. Des-pués, considerando que ahora le correspon-día a su padre hacerse cargo de la situación,se volvió hacia Selim.

—¿Nos subimos en el asiento de atrás? -lepropuso.

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Abrió la portezuela, ayudó a Selim a subirseal coche y volvió a cerrar cuidadosamente.

—Yo me llamo Zuffu -dijo-. ¿Y tú?

—Selim.

—¿No tienes nada roto?

Selim negó con la cabeza. Todo estaba aúnalgo borroso a su alrededor, como en un sue-ño. La cadera le dolía un poco, en el sitio don-de el coche le había golpeado. Tenía un ras-guño en un brazo y un pómulo arañado que ledolía, pero en realidad era poca cosa y no te-nía nada roto.

Cuando el señor Averi se puso al volante,Zuffu le preguntó a Selim algo que le teníamuy intrigado:

—¿Por qué jugabas a hacerte el sordo?

—¡Cómo! -exclamó el señor Averi, volvién-dose hacia Selim-. ¿Estabas jugando a queeras sordo?

—Pues claro, papá -respondió Zuffu-. Selimtenía las manos tapándose los oídos.

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—La calle no es un lugar apropiado para jugara semejante cosa -dijo el señor Averi con in-dignación-. ¿Es que no te das cuenta de quepodía haberte aplastado?

—No era un juego -replicó Selim-. No es na-da divertido no oír ni la música de la flauta, nilas bocinas de los coches, ni...

—Entonces, ¿por qué...? -empezó a pregun-tar Zuffu.

—Semra no oye nada..., ni por la mañana, nipor la noche; ni los ruidos de la calle, ni losde la casa; nunca... Yo puedo dejar de oír devez en cuando; si no hago eso, no me doycuenta de lo triste que es no oír.

—¿Quién es Semra? -preguntó Zuffu.

—La hija de Mustafá, el aguador.

—¿No ha seguido ningún tratamiento? -pre-guntó el señor Averi.

Pero no obtuvo respuesta, porque Selim yZuffu se habían tapado los oídos con los de-dos.

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Selim miraba a Zuffu, y Zuffu miraba a Selim.Los dos estaban muy serios; no era divertido,ni siquiera un poco, eso de no oír nada.

Selim sonrió agradecido; a Zuffu no se le ha-bía ocurrido burlarse de él, y no había duda-do en taparse los oídos para comprenderlemejor. Después, una ancha sonrisa alegró lacara de Zuffu. Le gustaba Selim. ¡Era tan su-mamente distinto a todos los chicos que co-nocía! Con los otros muchachos se podía co-rrer, jugar, pelear o discutir. Pero con Selimse podían hacer otras cosas asombrosas,como, por ejemplo, esa extraña experienciade ponerse en el lugar de una niña sorda...

Se quitó las manos de los oídos y se inclinóhacia el asiento de su padre.

—¡Qué buena idea has tenido al atrepellar aSelim, papá! -dijo tan contento.

—¿Cómo? -exclamó el señor Averi.

La sorpresa y la indignación le hicieron dar unvolantazo un poco brusco.

—¡Chiquillo bruto! -le regañó-. Con tus ton-terías has estado a punto de hacerme chocar

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con el autobús. ¿Puedes hacer el favor de ex-plicarme por qué había de ser una buenaidea, como tú dices, eh?

—Es que nunca habríamos conocido a Selimsi no lo hubieras atropellado -dijo Zuffu consu voz tranquila-, y es un chico al que estoyencantado de conocer.

Se apoyó en el confortable respaldo de suasiento dando un suspiro. Se sentía satisfe-cho cuando decía las cosas tal y como laspensaba.

Selim estaba sonriente. Él también se sentíacontento de haber conocido a Zuffu y, aun-que no lo dijera, tenía el corazón henchidopor ese dulce sentimiento que suele llamarseamistad.

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La salida

E L día siguiente fue uno de los más impor-• tantes en la vida de Selim. Y, sin embargo,

empezó de un modo muy aburrido: mamá nole dejaba levantarse de la cama.

—Si te levantas -dijo- no vas a ser capaz dequedarte quieto, y el doctor te ha recomen-dado muchísimo reposo.

Por suerte, había un consuelo: el señor Averiiba a venir a recogerlo por la tarde para llevar-le al médico y lo más probable era que Zuffuviniera con él.

El día anterior, antes de despedirse, los dosmuchachos habían entablado una gran amis-tad. Se habían contado sus respectivas histo-rias, y ahora Zuffu lo sabía casi todo sobre lavida de Selim.

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Sabía también que Yazi había desaparecido yque la anciana Aixa le había prometido quevolvería. Sabía que su padre era limpiabotas yque trabajaba no muy lejos de una plaza muybonita. Sabía que Rik, el gato, tenía mal ca-rácter, que Melahat era una hermanita muytraviesa y Efik un bebé tranquilo.

Sí, Zuffu se había enterado de verdad de lavida y milagros de Selim; era un chico llenode curiosidad y siempre quería saberlo todo.En cambio, Selim no sabía aún demasiadosobre Zuffu. Sólo que era un chico atrevido yabierto que no se desorientaba ni se aturdíapor nada de lo que ocurriera.

Selim sabía la dirección de Zuffu porque ha-bía oído al señor Averi dársela a su madre. Elseñor Averi era profesor y vivía en una casapequeña, cerca de las murallas de la ciudad.

Padre había vuelto a casa a la hora del almuerzo,y decidió esperar al señor Averi para conocerle.

—Es muy importante -dijo- conocer al hom-bre que se ha portado tan bien con el maja-dero de mi hijo. Porque, desde luego, pareceque estabas empeñado en que el coche tepasara por encima -repetía, riñéndole-. Si lle-go a ser yo el señor Averi, te hubiera dado tal

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tirón de orejas que te iban a crecer por lo me-nos un palmo, en vez de andar con mimos ycarantoñas como él ha hecho.

Pero Selim sabía que su padre le regañabamás por desahogarse que porque estuvierafurioso con él. En realidad, todavía estabanervioso sólo de pensar en el peligro que ha-bía corrido su hijo.

Todo tiene un final, hasta un largo reposo enla cama. Serían las dos de la tarde cuando lle-garon Zuífu y el señor Averi. Enseguida ha-blaron de la visita a! médico. Padre insistió enacompañar a Selim y al señor Averi a la con-sulta del doctor Kharaman, y éste sonriócuando vio entrar en su despacho al niño,flanqueado por los dos hombres.

—Hágale un reconocimiento exhaustivo -dijopadre-. Nunca se sabe lo que puede resultardespués... ¿Y si tuviera algún huesecillo rotopor alguna parte...?

Y mientras el médico le auscultaba, seguíatodos sus movimientos con mirada severa.

Al incorporarse, el doctor movió la cabeza ne-gativamente.

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—No -dijo-. Su hijo no tiene ningún huesoroto, ni pequeño ni grande. Este accidente nole va a dejar el menor rastro, una vez que sele hayan quitado los cardenales. Pero usted,como padre del chico, ha hecho bien en venir,porque he de decirle que este muchacho estábastante anémico. Le haría falta un clima mássano por algún tiempo, aire del campo. ¿Tieneusted pensado mandarle a algún sitio durantelas vacaciones?

Los bigotes de padre se quedaron lacios. Sa-cudió la cabeza con aire de impotencia.

—No tengo familia fuera de Estambul -dijo-.Selim nunca ha salido de la ciudad... El viajemás largo que ha hecho en su vida ha sidocruzar a la otra orilla del Bosforo.

—Bueno, me hago cargo... -dijo el doctor-.Puedo recetarle un reconstituyente, pero elaire puro, el cambio de altura..., todo eso nolo suple un frasco.

Mamá comprendió enseguida que algo nomarchaba bien en cuanto vio llegar a padrecon Selim y el señor Averi.

—¿Selim...? -empezó a preguntar, sin atre-verse a completar la frase.

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—No tiene nada -dijo padre-. Lo único esque el doctor lo encuentra un poco palidu-cho... Vamos, tráenos un pedazo de torta; tehe visto guardarla al mediodía. Seguro que alseñor Averi le encantará probarla... Y a los ni-ños también, por supuesto.

—¡Oh..., torta de miel y avellanas! -exclamóel señor Averi-. Hace un montón de tiempoque no la probamos... Mi mujer las hacía ri-quísimas... tiempo atrás.

—¿Y por qué no las hace ya? -preguntó Se-lim con interés.

—Mamá murió hace ahora cuatro años -dijoZuffu en voz baja-. Desde entonces, nunca co-memos en casa; solemos ir a un restaurante.

Ésa sería la segunda imagen que Selim iba atener de Zuffu: la de un niño huérfano que notenía cosas como el cariño de su mamá o losricos pasteles caseros que hacen las madres.Se puso triste porque no podía compartir a sumadre con su amigo, igual que compartíanaquella deliciosa torta de miel y avellanas. Pa-dre debió de sentir algo parecido, porque dijoal señor Averi ofreciéndole la fuente:

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—Sírvase un buen trozo. Por desgracia, mimujer no hace tortas con mucha frecuencia,pero a partir de ahora, cada vez que prepareuna, tendremos un pedazo para ustedes dos.

—¡Hmm! ¡Qué cosa tan rica! -dijo Zuffu en-tre bocado y bocado-. Papá siempre me diceque no debo ser goloso, pero, la verdad, aho-ra no lo puedo remediar. ¡Y estoy encantadocon lo que acaba usted de decirnos, señor!

La franqueza con que hablaba Zuffu les hizotanta gracia que todos se echaron a reír.

—Ése es el mejor piropo que podías echarlea mi mujer -dijo padre-. No tengas cuidado,que no me olvidaré de lo que te he prometi-do. Y tú, Selim, come también. Tenemos queacabar con esa anemia...

—Precisamente -dijo el señor Averi-, tengouna proposición que hacerle. He venido tem-prano porque me voy a llevar a Zuffu de vaca-ciones esta misma tarde. Me daría usted unaverdadera alegría si me permitiera llevarme aSelim con él, como compañero de juegos.

—¿Cómo? -preguntó padre, y sus bigotestemblaron de sorpresa.

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—Sí -continuó el señor Averi-; los dos mu-chachos parecen hacer muy buenas migas.Dos meses de vacaciones a orillas del lagoSapanca deberían devolverle el buen color aSelím, y además...

Entonces, Zuffu le interrumpió dando un gritode alegría:

—¡Ay, papá! ¡Qué vacaciones tan fantásticasnos estás proponiendo!

Después se dirigió a Selim:

—¡Ya verás! Lo vamos a pasar fenomenal allí;haremos cosas estupendas...

Pero la cara de Selim estaba más angustiadaque contenta. No podía marcharse, no teníaderecho... ¿Quién iba a buscar a Yazi? ¿Quiéniba a vender las papeletas de Salih a la gente?¿Y quién se iba a quedar esperando la ¡dea deAixa para solucionar el problema de Semra?

—Yo... yo no puedo ir -dijo-. Tengo trabajodurante estos meses de verano...

—¡Ah, vamos! -replicó padre-; eso no tienetanta importancia. En primer lugar, Yazi se haido de vacaciones por su cuenta y, desde lúe-

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go, tu salud es mucho más importante queganar unas cuantas monedas.

—Pe... pero yo tengo mis clientes -tartamu-deó Selim.

—No te preocupes por tus clientes -dijo pa-dre-. Estoy seguro de que Salih se encargaráde vender él mismo sus papeletas, con cone-jo blanco o sin él.

Y de aquella manera tan inesperada se deci-dió la marcha. Desde ese mismo momentohubo que arreglar un montón de cosas a todaprisa: preparar una bolsa con ropa para Selim,avisar al viejo Salih de que el niño se marcha-ba y llevarle a su casa la mesa plegable y laspapeletas que quedaban sin vender, correr deacá para allá...

Selim fue a las casas vecinas.

—Si encontráis a Yazi -decía a todos-, por fa-vor, llevadlo a mi casa...

Cuando subió al automóvil del señor Averi ha-bía resuelto algunos problemas, pero no el deponerse en contacto con Aixa. ¡Y ése era elmás importante!, porque ella era la que estababuscando la manera de ayudar a Semra. ¿Nohabía quedado en encontrarse con Selim al pie

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de la mezquita Bayazit? Y entonces, ¿qué iba apensar de él cuando se diera cuenta de que yano aparecía por allí con sus papeletas?

«¿Cómo podría hacer para mandarle un avi-so?», se preguntaba Selim, angustiado. «Nosé sus señas. Tampoco sé qué día irá a bus-carme, ni si será por la mañana o por la no-che... Si tiene una idea estupenda de pronto,se perderá sin remedio.»

Semra podría quedarse sorda para toda lavida, y todo por culpa de Selim, porque él semarchaba de vacaciones...

Cuando el automóvil entró prudentemente enel transbordador que les iba a llevar a la otraorilla, hasta Asia, Selim le dijo a Zuffu:

—Vamos a tener muchísimo que hacer en Sa-panca. Tendremos que ganar dinero para queSemra pueda curarse. Mucho dinero, porqueel tratamiento será muy largo y carísimo.

—Pero... ¿qué es lo que tenemos que hacer?-preguntó Zuffu asombrado.

Él no era un chico soñador, ni imaginativo, ninada por el estilo. Él jamás se había subido

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en una alfombra mágica. Tenía los pies firmessobre la tierra y sabía que dos niños de diezaños no pueden ganar un dineral en sólo dosmeses. Sin embargo, no quería desilusionar aSelim. Éste había dicho: «Tendremos que ga-nar dinero.» O sea, que contaba con él. YZuffu no dejaba en la estacada a un amigo, nisiquiera si el amigo tenía una idea un pocochalada. Y la idea de Selim podía ser una lo-cura, pero ¡era tan generosa!

—Bueno, de acuerdo -dijo-. Pues ganaremosdinero. Pero no creas que va a resultar muyfácil. ¿Tienes alguna idea?

—Todavía no... Pero ya encontraremos una,porque como nos hace falta... Acuérdate delo triste que es estar sordo...

El señor Averi se había bajado del coche du-rante la travesía: pero ahora volvía otra vez alvolante, porque el transbordador se acercabalentamente a la costa.

—Bueno, muchachos, ya estamos en Asia.

Al no escuchar ninguna respuesta, se volviópara mirar el asiento de atrás: los dos niñosse habían tapado los oídos con los dedos...

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Las cabrasde Sapanca

ESDE el día siguiente, el pueblecito deSapanca estuvo revolucionado. Por lo

general era un pueblo tranquilo, donde la gen-te se ocupaba de cuidar el ganado, cultivar loscampos de cereales y pescar en el lago cer-cano. Nunca habían visto deambular por susapacibles callejuelas a dos chicos con aire tanresuelto como Zuffu y Selim.

Casi habrían podido pasar por mellizos; teníanla misma estatura, las mismas cabezas con elpelo cortado a cepillo y los ojos oscuros. Sinembargo, la expresión de sus miradas era di-ferente: la de Selim tenía una serenidad es-pecial, mientras que la de Zuffu era más vivay brillante.

Era la primera vez que Zuffu iba de vacacio-nes a aquel lugar. Su padre había encontrado

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allí a un anciano matrimonio que, para ganarun poco de dinero, aceptaba albergar a unchico, o incluso a dos. De manera que nadieconocía a Zuffu en aquel pueblo. Nadie sabíahasta qué punto podría llegar a ser testaru-do..., pero los campesinos no iban a tardar enenterarse, por experiencia propia.

—No, no tengo trabajo para ti -le decía el gran-jero-, ¡Como comprenderás, no estábamos es-perando a que llegaras tú para tener pastor!

—No, no necesito un aprendiz -decía el pana-dero.

—Ni yo un ayudante -decía el pescador.

Pero Zuffu, sin azararse, contestaba que si lescontrataban a ellos el pan del panadero se haríamás deprisa, el ganado estaría mejor guarda-do y el pescador pescaría muchísimos máspeces.

Ninguno de estos argumentos lograba con-vencer al panadero, al granjero o al pescador,y, al final, los campesinos se mostraron tantercos como Zuffu.

Al caer la tarde, el pueblo entero hablaba deaquellos dos niños que habían venido de Es-

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tambul y parecían tener tantísimo interés enencontrar un trabajo. En el mesón, delante desus vasos de yogur batido, los hombres dis-cutían sobre eso. Y las mujeres, mientras re-cogían la ropa puesta a secar en las ramasmás bajas de los árboles, a la orilla del lago,también charlaban de lo mismo. Hacía muchotiempo que las gentes de Sapanca no teníanun tema de conversación tan apasionante.

De modo que, en el mesón, la gente hablabasin parar:

—Tampoco es que sea asunto mío ofrecerlestrabajo -decía uno-. Yo soy el que tiene me-nos tierras, y la cosecha está acabada. ¿Quétrabajo iba a darles yo?

—Pues yo -decía otro- quizá podría contra-tarlos para la trilla. Pero sería cosa de unosdías, nada más.

—¿Y qué se les puede pagar por eso? ¡Unoscrios de la ciudad, que en su vida han vistouna espiga!

—Por cierto, mirad: ahí está Rahmi -dijo unode los hombres-. Eso me da una idea.

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Se inclinó hacia delante y los otros aguzaronel oído para enterarse de lo que les decía envoz baja. Sus palabras debían de ser muy di-vertidas, porque todos se echaron a reír.

—¡Rahmi! ¡Eh, Rahmi! -llamaron-. Acércatea tomar un yogur con nosotros.

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El tal Rahmi se acercó con paso lento y pesa-do. Era un hombre muy grueso, de cara cua-drada cruzada por unos bigotes. Resultaba di-fícil llegar a ver su mirada bajo la visera de lagorra que llevaba encasquetada hasta las cejas.

—Rahmi -dijo uno de los hombres-, ¿has re-cibido la visita de esos chicos de Estambulque andan buscando trabajo?

—Sí-contestó Rahmi.

—¿Y los has contratado?

—¡Pues no me faltaba más! -exclamó Rahmicon tono gruñón.

—Hombre, tú eres el más rico de la zona, asíque deberías hacerlo -dijo el hombre, guiñan-do un ojo a sus compañeros.

—¿Quién, yo? -protestó Rahmi-. Pero si notengo trabajo para ellos. ¡Lo sabéis de sobra!

—Oye -dijo el hombre-; he visto trabajar a tupastor. Es demasiado viejo para guardar unrebaño tan grande como el tuyo. Para serpastor hay que correr detrás de las cabras y,desde luego, el viejo Ahmet parece incapazde hacerlo. Podrías contratar a esos dos chi-quillos para ayudarle; tu rebaño estaría mu-

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cho mejor guardado. ¡Y te iba a costar menosque nada!

—¡Menos que nada! Porque tú lo digas...

Si Rahmi era el más rico de la zona, tambiénera el menos generoso. Incluso se podía de-cir que era avaro. Los hombres del pueblo losabían bien y por eso encontraban divertidoconvencerle de que contratase a los dos ni-ños como pastores.

—Pues sí, menos que nada -insistió el hom-bre-. Se conformarán con cualquier cosa...,una moneda el domingo. Si esto te ayuda ano perder una cabra o un chivito, reconocerásque sales ganando.

—Hombre, pues no sé; habría que verlo -dijoRahmi, rascándose la cabeza por debajo de lagorra-. No digo que no. Se podría probar...

—Eso es, prueba. Cógelos por unos días, sinprometerles nada más.

—Bueno, ya veremos lo que se tercia -dijoRahmi vaciando su vaso-. Tengo que irme,porque hay mucho que hacer en la granja.

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Se levantó y empezó a alejarse con su pasolento y pesado.

—Y entonces, ¿qué pasa con los chicos? -legritó uno de los hombres.

—Bueno, bueno..., sí, de acuerdo -gruñóRahmi encogiéndose de hombros.

Cuando lo perdieron de vista, los hombres seecharon a reír. Estaban encantados: habíanfastidiado al avaricioso de Rahmi y, a la vez,le habían hecho un favor al viejo Ahmet, quea duras penas podía guardar solo aquel in-menso rebaño. Y, además, les habían echadouna mano a los dos niños.

De manera que, a la mañana siguiente, Zuffu ySelim oyeron hablar de Rahmi, del viejo Ah-met y del rebaño de cabras blancas. Como pa-recía su última oportunidad, corrieron a casade Rahmi, que les recibió protestando porqueya empezaba a dolerle la monedita que iba atener que darles el domingo.

Cuando Zuffu le agradeció que les proporcio-nara trabajo, el hombre gruñó:

—No te alegres tan deprisa. Todavía no he di-

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cho que me vayáis a servir. Por lo pronto, devosotros dos, uno sobra, eso seguro. Y lue-go, ya sé cómo sois los chiquillos. A lo másque llegáis es a asustar a las cabras, peroguardarlas..., ¡eso es otra cosa!

—No las asustaremos, señor -aseguró Se-lim-. Seguiremos al pie de la letra los conse-jos de Ahmet, el pastor.

—Bueno, eso ya se verá -dijo Rahmi.

—¿Cuánto vamos a ganar? -preguntó Selimcon timidez.

—¿Que cuánto vais a ganar...? ¡Pero bueno!Demostradme primero lo que sois capacesde hacer y hablaremos del asunto el domingoque viene.

Selim era muy poco lanzado en ese tipo dediscusiones, y miró a Zuffu con aire de inte-rrogación. ¿Por qué no intervendría él?

—Encontraréis a Ahmet con el rebaño al otrolado del cerro -dijo Rahmi-, porque él estátrabajando desde el amanecer. Tendréis quesalir de la cama más temprano de ahora enadelante, muchachos.

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—Nos levantaremos, señor; estamos confor-mes -dijo Zuffu con aire humilde.

Tomó a Selim de la mano y lo condujo haciael monte.

—¿Por qué no has dicho ni pío cuando Rahmise ha negado a decirnos cuánto nos iba a pa-gar? -le preguntó Selim.

—Ya has visto que no confiaba nada en noso-tros. Vamos a guardarle sus cabras tan bienque tendrá que reconocer a la fuerza que so-mos unos pastores buenísimos.

—¡Ah! -exclamó Selim, emocionado-. ¿Túcrees de verdad que ganaremos mucho dine-ro guardando ese rebaño?

—Hombre, lo que se dice mucho dinero, nolo creo. Pero sí algo -afirmó Zuffu-. Y si en-contramos otro trabajo que nos dé más, condejar éste, pues ya está. Lo más importantees no perder ni un solo día. Nuestras vacacio-nes sólo duran dos meses, ¿o es que se teha olvidado?

—No-respondió Selim suspirando.

De repente se daba cuenta de que iban a ha-cer falta más de dos meses para que dos ni-

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ños de su edad consiguieran el dinero sufi-ciente para el tratamiento de Semra.

Desde lo alto del monte, los chicos divisaronel rebaño. Efectivamente, era enorme. Ten-dría, por lo menos, sus quinientas cabezas. Es-taba formado por magníficas cabras blancasde pelo largo, rizado y lanoso. Los animalespastaban en un prado que bajaba por la laderahasta el lago. El viejo Ahmet se encontraba amedia altura de la ladera, para vigilarlas mejor.Ni siquiera tenía un perro para ayudarle. Haymuy pocos perros en Turquía y la mayoría delos rebaños están guardados sólo por el pastoro por el vaquero.

—Buenos días, Ahmet -dijo Zuffu, saludandoal anciano-. Éste es Selim y yo soy Zuffu.Rahmi nos manda para que te ayudemos.

—¡Ah!, de modo que era verdad -dijo Ahmet.

Su cavernosa voz salía por debajo de los bi-gotes grises que cruzaban su cara tostadapor el sol.

—Ya había oído hablar de vosotros al vaque-ro, pero creí que eran cuentos suyos -conti-nuó el viejo-. Rahmi no tiene los cordones de

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la bolsa muy flojos que digamos. ¡Que hayaempleado de golpe a dos muchachos paraque me ayuden a guardar sus cabras es ver-daderamente una cosa asombrosa!

Dio un suspiro.

—Eso es señal de que me encuentra dema-siado viejo para mi trabajo.

—¡Oh, no! -dijo Selim, angustiado-. No pien-ses eso, Ahmet. Ha sido porque le hemos in-sistido mucho para que nos diera algún traba-jo. Tenemos mucha necesidad de ganardinero, ¿comprendes?

—¿Dinero? ¡Ja, ja, ja...! ¡Pobres chiquillosinocentes! ¿No estaréis pensando que Rahnnios va a dar dinero?

—Pero..., bueno, si guardamos bien sus ca-bras... -contestó Selim muy asombrado.

—De todos modos, no tenemos donde elegir-dijo Zuffu-. No hemos encontrado ningunaotra cosa que hacer en todo el pueblo.

—No os preocupéis -dijo Ahmet frotando consus flacas manos las cabezas de los niños-. Alo mejor estoy equivocado. Quizá Rahmi no

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tenga el corazón tan duro como dice la gente,Vamos, voy a presentaros al rebaño.

Los dos chicos siguieron a Ahmet, que baja-ba la ladera a largas zancadas.

—¡Pues no eres tan viejo! -exclamó Selim-Por lo menos, andas muy deprisa.

Ahmet se volvió, sonriendo:

—Muchas veces no basta con andar -dijo-.Con frecuencia hay que correr. Y, ¡caramba!,correr ya no es lo mismo...

—¿Es que se te escapan muy a menudo tusanimales? -preguntó Zuffu, siempre práctico.

—No, por suerte. El rebaño está conducidopor aquel gran macho cabrío que veis allí. Él yyo somos buenos amigos y me ayuda a mane-jar a las hembras y a las crías. Pero a vecesocurre que una cabra se asusta. Y, además, lascabras son bichos muy caprichosos. A algu-nas, a veces, pueden darles ataques de locura.

—¡Qué bonitas son! -dijo Selim a la vez quehundía las manos en el espeso pelaje de unode aquellos animales.

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—Son cabras de angora... -explicó Ahmet-.¿No ves cómo tienen el pelo rizado? Su pieltiene mucha fama.

Su voz tenía un tono de orgullo, como si elrebaño le perteneciera. Aunque, en el fondo,¿no era más suyo que del verdadero dueño?Era él quien asistía a los nacimientos de loschivitos, quien los cuidaba con cariño y losveía crecer día a día hasta convertirse enaquellas cabras tan hermosas o en grandescarneros de cuernos retorcidos. ¡Ah, sí! Eracomo si él fuese el auténtico dueño.

Cuando una de aquellas cabras se moría, Ah-met sentía tanto pesar como si hubiese per-dido a alguien de su familia.

Los muchachos intuían todo eso oyéndolehablar o viéndole acariciar con sus viejas ma-nos aquellas pieles bien pobladas. Tambiénsentían cuánto querían los animales a su pas-tor; volvían hacia él sus amistosos ojos dora-dos, y el viejo carnero tenía un aire de simpá-tica malicia, como si compartiese secretoscon Ahmet.

—¡Si supierais la alegría que da recibir un ca-brito que acaba de venir al mundo! -dijo el

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pastor-. Es una cosita temblona, con pataslargas y torpes y una nahcita rosada que esuna preciosidad. Después coge seguridad,brinca y se convierte en la diversión de todoel rebaño.

—¡Ay! -suspiró Selim-. ¡Cuánto me gustaríatener en brazos a uno de esos chiquitines!

Estaba pensando en Yazi.

—Pues pronto podrás darte ese gusto -dijoAhmet-. Tengo una cabra jovencita que espe-ra su primer cabrito. Os la voy a presentar.

Ahmet hablaba de sus animales exactamenteigual que si fueran personas. Pero a Selim y aZuffu no se les pasaba por la cabeza reírse deaquello; al contrario, estaban de lo más serio.

—Pero... ¿dónde se ha metido? -decía Ahmet.

Miraba a su alrededor, avanzando a largos pa-sos entre los animales.

—Pues no la veo -añadió con aire de inquie-tud-. Ha debido de apartarse para tener sucría. Venid, tenemos que buscarla deprisa, novaya a ser...

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—¿Cómo te las arreglas para reconocerlas?-preguntó Zuffu-. ¡Son todas parecidísimas!

—Nada de eso -dijo Ahmet-. Enseguida apren-derás a distinguirlas tú también, ya lo verás.

—¿Dónde crees que se habrá ido? -preguntóSelim.

—No lo sé... -dijo Ahmet, preocupado-. Esmuy joven y un poco loquilla. Se le ha podidoocurrir cualquier idea extraña. Primero busca-remos cerca del lago. A lo largo de las orillashay algunas enramadas que son esconditesmuy buenos.

Pero cerca del lago las enramadas no escon-dían ninguna cabra blanca. Exploraron todo elmonte sin resultado. Dos horas más tarde,Ahmet tuvo que detenerse. Su viejo rostroestaba descompuesto: ¡por primera vez ensu vida había perdido una de sus cabras!

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Beek,la cabrita

ZUFFU y Selim estaban desconsolados. Yale habían tomado cariño a Ahmet y al re-

baño, y el disgusto del pobre pastor les dabamucha pena.

—¡Pero bueno!, esa cabra tiene que estar enalguna parte -dijo Selim frunciendo el ceño-.¡No creo que se haya ido volando en una al-fombra mágica!

Esta ocurrencia hizo sonreír al viejo pastor:

—Pues uno podría pensar que eso es lo queha hecho.

—Escuchad -dijo Zuffu-: desde luego, no haatravesado todo el monte; además, la hubié-ramos visto. No se ha podido esconder másque en las orillas del lago, aunque puede quebastante lejos de aquí. Vamos a recorrer toda

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la ribera. Selim irá por un lado y yo por elotro, todo lo lejos que haga falta.

—La verdad, chico, es la última esperanza quenos queda -dijo Ahmet- ¡Pero nunca se habíaapartado tanto del rebaño ninguna cabra!

Los dos muchachos hicieron lo que Zuffu ha-bía decidido. Uno se fue por el camino de laderecha y el otro por el de la izquierda.

—¡Cabrita, cabrita, te voy a encontrar! -can-turreaba Selim-. ¡Te voy a encontrar!

Repetía la misma frase sin cansarse, como sifuera una fórmula mágica que obligaría al ani-mal a salir de su escondite.

En aquel momento era lo único que le impor-taba. Desde luego, nadie mejor que Selim po-día comprender lo que estaba sintiendo elviejo pastor en aquellos instantes, porque¿acaso él mismo no había perdido también aYazi?

De modo que, canturreando «Cabrita, te voya encontrar», pasó resueltamente a la acción,arrastrándose debajo de los arbustos y apar-

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tando las ramas bajas de los árboles que cre-cían a lo largo de toda la ribera del lago.

Buscó y buscó durante mucho tiempo. Elagua del lago le atraía, porque el calor era ho-rrible. El sol estaba muy alto en el cielo y caíaa plomo sobre su cabeza casi pelada. Setomó un descanso para refrescarse la cabezay las piernas en el lago.

De repente se quedó inmóvil.

«A ver», se dijo; «si yo fuera una cabra, mehubiera ido a esconder en esa islita que hayahí enfrente.»

Aquello era más bien un islote que parecíaestar flotando cerca de la orilla, completa-mente cubierto de espesos matojos.

«Veamos», pensó Selim. «Para no mojarmelas patas, hubiera brincado. Pero de un solosalto no llegaría, es imposible.»

Buscó atentamente y se figuró que allí, so-bresaliendo en la superficie, tenía que haberuna piedra plana.

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Sí, allí estaba. Entró en el lago sin vacilar y fuea encaramarse sobre la piedra. Después se diocuenta de que había otra, a un salto de distan-cia, y también se subió a ella. Ahora el agua lellegaba ya hasta la cintura, pero le traía sin cui-dado. El corazón le palpitaba por la emoción.De piedra en piedra, llegó hasta el borde del is-lote, sin pensar ni por un momento en que po-día haberse hundido en aguas profundas. ¡Y nisiquiera sabía nadar!

Fue justo en el medio de la diminuta isla don-de descubrió a la cabra. Estaba allí, acurruca-da en un matorral, y debajo de ella se veíandos preciosos cabritillos que mamaban conansiedad.

—¡Ah, loca, toquilla! -dijo Selim, acariciandoa la madre-. ¿Por qué te has ido tan lejos?¿Es que no sabes que Ahmet está preocupa-dísimo por ti, so tonta?

Ahora lo que corría más prisa era tranquilizara Ahmet, así que pronto estuvo de nuevo enla orilla. Corrió de un tirón hasta el gran reba-ño y gritó desde lejos:

—¡He encontrado la cabra, Ahmet! ¡Y tienedos mellizos!

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¡Qué alegría la del pastor! A Selim no le hu-biera extrañado verle llorar de emoción.

—Voy a avisar a Zuffu -continuó Selim-. Encuanto estemos de vuelta, nosotros nos que-daremos con el rebaño y tú puedes ir a bus-car a tu cabra. No creo que haya peligro deque se escape ya; está en una isla, y con doscabritos recién nacidos.

—¿Dos, has dicho que ha tenido dos cabri-tos? -preguntó Ahrnet-. ¡Pobre animalito!Tengo que perdonarle la preocupación queme ha hecho pasar.

—Sí, dos cabritillos blancos y bien tragones-dijo Selim riendo.

Pronto se reunió con Zuffu, que se alegró deque Selim hubiese encontrado al animal. En-tonces los dos chicos se sentaron en lo altodel monte para vigilar mejor el ganado mien-tras que Ahmet se alejaba por la orilla del lago.

La espera se les hizo larguísima. Cuando Ah-met volvió a aparecer, seguido por la cabra,corrieron a su encuentro. El pastor llevaba enbrazos a los dos chivitos.

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Entregó uno a cada niño. ¡Eran una monada!Selim metió la cara en el suave pelaje del cue-llo del animal y casi le dieron ganas de llorarporque en aquel momento se acordó de Yazi.El cabrito era monísimo, pero ¡cuánto le hu-biera gustado poder abrazar a su conejo!

—Son dos hembras -dijo Ahmet-. ¿Cuál tegusta más, Selim?

—Son iguales -respondió Selim.

Y estrechando al animalito que tenía en bra-zos, y que no se decidía a soltar, añadió:

—No lo sé. Quizá esta misma.

—Entonces, estamos conformes. Ésa será latuya -dijo el pastor.

—¿Cómo que la mía? -preguntó Selim, queno podía creerse lo que estaba oyendo.

—Es la costumbre. Cuando una oveja o unacabra tiene mellizos, uno de ellos le pertene-ce al dueño y el otro es para el pastor. Asíque uno me toca a mí, y yo te lo doy. Sin ti,quizá no hubiera encontrado la cabra.

—Oye, ¿de verdad me la regalas? -preguntóSelim, sin creérselo del todo aún.

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—Sí, sí, de verdad -dijo Ahmet riendo.

—Zuffu, ¿te das cuenta...? -preguntó Selim-¡Tenemos una cabrita...! Le pondremos denombre Beek; ¿estás de acuerdo?

—Sí -respondió Zuffu-. Pero no te encariñesdemasiado con ella, porque hará falta vender-la para sacar algún dinero.

—Es verdad -dijo Selim-. Necesitamos el di-nero para Semra.

Se quedó pensando y no pudo contenerse:

—¡Pero si vendemos a Beek, tendrá que seral carnicero, y él la matará!

—Si vais a venderla -dijo Ahmet-, será mejorque esperéis a que haya crecido. Así conse-guiréis mejor precio.

—Sí, desde luego, eso sería lo más razonable-añadió Zuffu con calma.

—¡No, no! ¡Nunca venderemos a Beek! -gri-tó Selim con desesperación-. Tiene... ¡ten-dría que haber otra manera de ganar dinero!

—Pero ¿para qué os hace tanta falta el dine-ro? -preguntó Ahmet.

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Entonces Zuffu le puso al corriente de sugran proyecto y le habló de Semra.

—Tápate los oídos con los dedos -le dijo paraterminar su explicación-. ¡Verás lo triste queresulta no oír nada, ni siquiera los balidos detu rebaño!

—Está bien -dijo de pronto Selim, que habíapermanecido callado, dando vueltas a las co-sas-. Venderemos a Beek, sí..., pero un pocomás adelante, cuando valga ya mucho.

Zuffu se le quedó mirando. ¡Qué extraño!Ahora era a él al que le parecía imposiblevender a Beek. Selim se sentiría muy desgra-ciado si lo hacían, y Zuffu no quería verle tris-te de ningún modo.

Zuffu se puso a pensar y después habló:

—Si nos quedamos con Beek, dentro de unaño se habrá convertido en una linda cabra.Entonces, podrá tener un chivito. Al año si-guiente, Beek tendrá otro chivito y su hija asu vez también tendrá uno; tendremos, pues,cuatro cabras. Venderemos una y nos queda-remos con tres. Y al otro año, esas tres ca-bras tendrán tres crías. ¡Con lo que serán

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seis cabras! Entonces podremos vender doso tres, según nos convenga, y...

Ahmet, que se había estado riendo por lobajo, le interrumpió:

—Tu razonamiento no es malo..., pero te olvi-das de que también nacen machos. A pesarde eso, no es tan disparatada tu cuenta, por-que no es raro que las cabras tengan melli-zos. Incluso, a veces ocurre que tienen trescrías de un solo golpe. ¡Toda esa historia esmuy bonita, pero tendrías que esperar bas-tante tiempo para sacar algún dinero!

—Eso no importa: Zuffu tiene muchísima ra-zón -dijo Selim con los ojos brillantes de ale-gría-. Tampoco necesitamos una cantidadenorme de un solo golpe. No; con una canti-dad fija cada año, nos arreglaremos muy bien.

—Pero el problema -continuó Zuffu- será en-contrar la manera de criar nuestro rebaño. Al-rededor de mi casa en Estambul hay un jar-dincito, pero cuando tengamos diez cabrasno será suficiente, ni mucho menos.

—Todavía no tienes diez cabras... -dijo Ah-met, y puede que encuentres alguna solución

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de aquí a que las tengas. La verdad es quepareces estar lleno de ideas.

La cara del viejo pastor parecía aún más sur-cada de arrugas que antes, pero eran arrugasbonitas, porque estaba sonriendo y todasellas sonreían con él.

Sacó de su bolsillo una pequeña flauta quehabía hecho él mismo con una caña y se lallevó a los labios. ¡Anda! ¡Pues los dedos deAhmet no resultaban tan viejos! Estaban to-davía bien ágiles para hacerlos correr sobrelos agujeros de la flauta y tocar una buenamusiquilla de baile.

Interpretaba la misma canción que había to-cado el músico de Estambul un par de díasantes. Entonces Selim, con mucho cuidado,dejó a Beek al lado de su madre y se puso abailar. A ver..., ¿quién se quedaría antes sinaliento? ¿El pastor que soplaba en su flautacasera, o el chico que daba saltos, golpeabacon los tacones y brincaba con el mismo vi-gor que una cabra?

Zuffu miraba a Selim con la boca abierta. Élnunca había tenido ocasión de bailar aquella

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danza, aunque era muy popular en su país.Pero como a Zuffu nada le parecía demasiadodifícil para intentarlo, estudió con atención losgestos que hacía Selim y después empezó aimitarlos. Al final, emborrachado por lo alegredel ritmo, se puso a bailar también él. Selimapoyó su mano sobre el hombro de Zuffu,como era la costumbre, y Zuffu colocó tam-bién la suya sobre el hombro de Selim. Losdos, más como hermanos que como amigos,bailaron hasta agotarse bajo el soi ardientedel mediodía.

Dispersas a lo largo del cerro, las cabrasblancas habían dejado de pastar y volvieronsus cabezas hacia el viejo pastor que tocabala flauta y hacia los niños que bailaban alcompás.

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La gallinaroja

UY pronto todo el pueblo se enteró dela historia de la pequeña Semra y la de

Beek, la cabritilla que iba a tener una numero-sa descendencia. Ahmet se lo había contadoal vaquero, el vaquero al panadero, y éste atodos sus clientes.

Ahora, las gentes del pueblo se arrepentíande no haber hecho más por encontrar algúntrabajo para los dos muchachos.

—Si hubiésemos sabido antes por qué te-nían tanto interés en ganar dinero -comenta-ban-, hubiéramos hecho todo lo posible porayudarlos.

De modo que cuando alguien veía pasar aZuffu o a Selim, le proponía:

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—Oye, tengo un enjambre de abejas que seme ha escapado. Debe de estar bastante le-jos. ¿Podrías buscármelo?

O bien:

—Hace más de quince días que desapareciómi gallina roja. ¿No podrías tú intentar encon-trarla...?

O bien:

—Mis albaricoqueros se vienen abajo de tantafruta, y va a ser el tiempo de la recolección...Después habrá que poner a secar la cosecha.Tu ayuda me vendría muy bien.

Pero Zuffu y Selim decían que lo lamentabanmucho:

—Tenemos que guardar las cabras de Rahmi.No podemos ayudaros.

Y era verdad: se levantaban al amanecer yvolvían a casa con la puesta de sol. De no serpor la preocupación de Selim por Yazi y por suangustia al no poder ponerse en contacto conla vieja Aixa, los dos muchachos hubieran

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sido completamente felices. Beek era una ca-brita de lo más fuerte; sería un animal estu-pendo, capaz de traer al mundo muchas críasy conseguir así dinero para Semra.

Pero estaban Aixa y Yazi...

—Es una lástima -repetía Zuffu todo el día-.Supon que a Aixa se le haya ocurrido algunaidea para ayudar a Semra. Sería estúpido quela desperdiciáramos, porque el precio de unascabras no alcanzará siquiera para pagar el tra-tamiento de un solo año...

Selim suspiraba:

—Pero es que no sé su dirección -contesta-ba por décima vez-. Ni siquiera sé qué día nia qué hora pensaba venir a buscarme junto ala mezquita Bayazit.

—Yo voy a escribir a papá -decidió un buendía Zuffu-. Quizá él pueda encontrar algunasolución.

Así transcurrió toda la semana, llena de traba-jo y preocupaciones, pero también de juegoscon las cabras y de bailes locos al son de laflauta de caña del pastor.

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Llegó el domingo, el día en que Rahmi habíaprometido pagar a los dos chicos. Ya de no-che, se presentaron muy educadamente algranjero.

—¿Qué es lo que queréis? -les preguntó consu gruesa y ruda voz.

—Querríamos nuestro salario, por favor -dijoZuffu-. Hemos seguido todas las indicacio-nes de Ahmet y guardamos muy bien sus ca-bras sin asustarlas.

—Me han dicho que os pasáis el tiempo bai-lando-gruñó Rahmi.

—Sí, pero sólo cuando el rebaño está tran-quilo -replicó Selim-. A las cabras les gus-ta. Nos miran y no se les ocurre escapar.

—Bueno, bueno... -gruñó de nuevo Rahmi-.Toma, ahí va la semana.

Puso algunas monedas en la mano de Selim.Había muy poco dinero. Selim ganaba másen un solo día vendiendo sus papeletas.

—¿Y a mí? -preguntó Zuffu cuando el granje-ro ya se iba.

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Rahmi se volvió hacia él, tan furioso como sile hubiera picado una avispa.

—¿Qué quieres? ¿Es que no hay bastante pa-ra los dos? Me han dicho que ese viejo chala-do de Ahmet os ha dado su cabrita. ¡Nuncahe visto aprendices de pastor tan bien paga-dos por una semana de trabajo!

—La cabrita nos la ha regalado Ahmet, no us-ted -replicó Zuffu con voz muy calmada.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál es la diferencia? -dijo Rah-mi frunciendo el entrecejo-. Esa cabrita eshija de mi cabra, por si se te ha olvidado.

—Muy bien -añadió Zuffu, con la voz todavíamás tranquila-. Veo, señor, que usted no ne-cesita dos pastores; si los necesitara, no senegaría a pagarles bien. Así que, vamos abuscar trabajo en otra parte.

—¡Eso es, marchaos! -gritó Rahmi, furioso-.¡Mis cabras se guardarán divinamente solas!

—Por favor, señor -dijo la voz tímida de Se-lim-. Yo prefiero quedarme, aunque no mepague.

—¿Es que te has vuelto loco? -preguntó Zuf-fu, abriendo mucho los ojos.

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Selim sacudió la cabeza muy despacio.

—No te olvides de Ahmet -dijo a media voz.

Pensaba que debía hacer aquel pequeño sa-crificio por el viejo pastor. Al fin y al cabo, élles había regalado a Beek.

—Tienes razón -reconoció Zuffu-. Quédate tú.Yo voy a encargarme del enjambre de abejas,de la gallina roja, de los albaricoques...

A la mañana siguiente, los chicos se separa-ron de mala gana. Pero estaban en juego losintereses de Semra. ¡Había que ganar, comofuera, la mayor cantidad posible de dinero!

Zuffu encontró fácilmente a los campesinosque le habían ofrecido distintos trabajos.

—¿Qué pasa, has dejado a Rahmi? -le pregun-taban-. Te pagaba demasiado, ¿no es verdad?

Pero Zuffu tampoco quería andar criticándole,así que no contestaba más que «Ahmet sólonecesita un ayudante, no dos».

Empezó buscando la gallina roja.

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—No está por los alrededores -dijo el cam-pesino-; si no, ya la hubiera encontrado yo.Puede que la haya matado algún bicho, o quela haya atropellado alguien. Pero, de todosmodos, búscala a conciencia. Era la gallinamás hermosa de todo mi gallinero y la mejorponedora, además.

La gallina roja dio muchísimo que hacer a Zuf-fu hasta que la encontró. Tardó nada menosque dos días en descubrir su escondrijo.

La primera noche volvió a casa lleno de pol-vo, por haber estado arrastrándose bajo losmatorrales y resbalar hasta el fondo de loshoyos del terreno.

—No crea usted que vengo de jugar -dijo conpesadumbre al campesino-. He buscado esagallina roja sin descansar ni un solo momento.

—¡Vaya si te creo! -repuso el granjero dán-dole un cachetito amable en la mejilla.

Pero la segunda noche, cuando volvió, Zuffutraía la cara brillando de alegría.

—He encontrado la gallina roja -dijo- y, ade-más, no está muy lejos de aquí. Ha puestosus huevos y los está empollando.

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Llevó al granjero hasta un extremo del puebloy le enseñó una vieja carreta tumbada queparecía reposar en el suelo después de unalarga vida de trabajo.

—¡Será posible! ¡Pero si he buscado aquímás de diez veces! -dijo el granjero.

—Es que hay que meterse boca abajo, arras-trándose debajo de los tablones -contestóZuffu.

La gallina había escarbado tan bien en la tie-rra para hacer su nido, que estaba completa-mente oculta por la carreta. El granjero searrastró como le acababa de enseñar Zuffu.

—¡De modo que estás ahí, maldito bicho!-gruñó, pensando que aquella gimnasia ya noera propia de su edad.

La gallina parecía enorme, de tanto como ha-bía hinchado las alas y el buche para dar máscalor a los huevos que estaba decidida a em-pollar. El granjero la levantó un poco, sujetán-dola, y contó los huevos que había en el nido.

—No cabe duda, muchacho -le dijo a Zuffu-de que tu amigo y tú traéis suerte. Primero

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encontráis la cabra de Rahmi y resulta que tie-ne dos cabritos. Después descubres el escon-dite de mi gallina y está empollando una do-cena de huevos. Pues no voy a ser menosque el viejo Ahmet. Yo te había encargadoque buscaras mi gallina y has encontrado ade-más doce huevos, de modo que ésos son tu-yos. Dentro de unos días, habrá doce pollitosbien amarillos...

—Que se convertirán en gallinas, que pon-drán huevos, que incubarán... -continuó Zuf-fu, y le brillaban los ojos de entusiasmo.

—Claro que sí, y tendrán más pollitos -añadióel granjero, divertido-. Ya tenéis un rebaño enproyecto y ahora, fíjate, también un gallinero.

La alegría de Zuffu se tiñó de cierta inquietudcuando le contó su aventura a Selim.

—Todos esos animalitos jamás podrán caberen el jardín de mi casa -dijo-. ¿Cómo nos lasvamos a arreglar?

Pero Selim, en cambio, pensaba que todo tie-ne solución cuando uno se propone encon-trarla. Y él también tenía una novedad quecontarle a su amigo:

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—Le he escrito a la vieja Aixa.

—Pero... ¿qué dirección has puesto en la car-ta? -preguntó Zuffu.

—Es una historia muy larga -empezó a con-tar Selim-. Ayer vi cómo Rahmi le daba unempujón a un búfalo pequeño. Es un hombremuy bruto, y me recordó a Abdurrhaman, eltallista de piedra. Abdurrhaman también esmuy bestia, pero en el fondo es una buenapersona. Cuando nos marchamos de Estam-bul estaba tallando piedras cerca de la mez-quita Bayazit. Es una cantera enorme y lomás seguro es que él siga allí todavía. Le heescrito pidiéndole que esté atento por si pasaAixa y he incluido en la carta una notita paraella, dándole nuestras señas de aquí.

—¿Tú crees que Abdurrhaman podrá recono-cer a Aixa? -preguntó Zuffu- No es más queuna anciana como otra cualquiera. Deben depasar muchísimas como ella cerca de la mez-quita.

—Ya lo sé -dijo Selim-. Pero escucha lo quele he escrito a Abdurrhaman: «Cada vez queuna anciana se pare cerca de la mezquita, hazel favor de decir en voz muy alta: "¡Buenosdías, Aixa!". Entonces, si contesta, tendrás

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que preguntarle si está buscando a un niñollamado Selim».

—La verdad es que has tenido una buenaidea -reconoció Zuffu- Pero ¡menudo traba-jo le has encargado a Abdurrhaman, si tieneque estar pendiente de la gente que pasa porla calle a la vez que trabaja! ¡Con tal de queno corte torcidas todas las piedras!

—¡Qué va! -replicó Selim-. Dicen que es elmejor tallista de Estambul. Puede estar traba-jando con las manos y a la vez dejar la vistavagar un poco a su alrededor, estoy seguro.

Selim estaba acostumbrado a ver a su madrepreparar un pastel dándole vueltas y vueltas ala masa sin perder de vista a su hermanitaMelahat. También su padre sacaba brillo a loszapatos hasta que relucían como soles mien-tras miraba los polvorientos pies de la genteque caminaba por la plaza. Y a mamá nuncase le estropeaba un pastel. Y su padre no de-jaba pasar por su lado un par de zapatos cu-biertos de polvo sin preguntar a su dueño:«¿Un golpecito de cepillo a su calzado, se-ñor?»

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El enjambrede abejas

L día siguiente, por la mañana muy tem-prano, Zuffu salió en busca del enjam-

bre perdido.

Cuando en una colmena hay demasiadas abe-jas, parte de ellas suelen irse con una reinapara fundar una nueva colonia. Eso ¡es habíaocurrido a varias colmenas en el pueblo. Losgranjeros las encontraban suspendidas, comoen racimos, del alero de un tejado o de larama de un árbol. Entonces cogían con suavi-dad el nuevo enjambre y lo ponían en una col-mena nueva. Todos los enjambres que se se-paraban habían sido fácilmente encontrados ypudieron recuperarse; todos menos uno.

—Se han debido de ir muy lejos -comentó aZuffu el dueño de las colmenas-. Las he bus-cado por los árboles de las orillas del lago y

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por los cerros, en varios kilómetros a la re-donda. Y un enjambre no es igual que una ga-llina; no busca un escondite. Sí que vas a te-ner tarea, recorriendo caminos...

—Bueno, tengo buenas piernas -contestó Zuf-fu- Puedo ir tan lejos como sea necesario.

El hombre meneó la cabeza:

—Es que ni siquiera puedo orientarte acercade qué dirección debes seguir -dijo-. Confrecuencia, alguien del pueblo ve pasar el en-jambre; entonces es más fácil seguirle la pis-ta. Pero éste parece que ha elegido el día enque toda la gente del pueblo estaba ocupadaen el campo.

—Lo encontraré -repitió Zuffu.

Como era un chico muy bien organizado, deci-dió no buscar al azar. En su imaginación, hizoun trazado de los campos alrededor del lagoSapanca y los dividió como si fueran una tarta.Pensaba explorar un «trozo» cada día, dejandolos alrededores del pueblo y los del lago, porsupuesto, ya que el dueño había exploradoaquellos lugares antes de decírselo a él.

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Para evitar que se cansara demasiado, elcampesino le preparó un almuerzo para quese lo llevara. Así Zuffu podría pasar el día en-tero en los montes sin necesidad de volver alpueblo al mediodía.

Empezó entonces la pesada tarea. Era muy di-ferente de la del día anterior. Una gallina nuncase aparta demasiado de su gallinero, aunquepuede encontrar un buen escondrijo inespera-damente.

En cambio, ahora se trataba de explorar los ár-boles. No es que fueran muy numerosos, ex-ceptuando los que había en la orilla del lago. Al-rededor de Sapanca se extendían las colinasrojizas, manchadas de cuando en cuando por lamasa verde de una higuera o de un almendro.Pero hasta llegar a ellos era necesario cruzarlos barbechos que quedaban de la última cose-cha o atravesar terrenos sin cultivar, donde cre-cían libremente los cardos y pinchos. Zuffu nollevaba más calzado que sus sandalias, y pron-to estuvo lleno de cortes, rasguños y arañazos.Pero eso no le impedía avanzar.

A su vuelta al pueblo la primera noche, Zuffuhabía caminado cerca de veinte kilómetros

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por los montes. Estaba muerto de cansancioy durmió de un tirón, sin esperar siquiera lavuelta de Selim. Cuando éste llegó a la casitadonde se hospedaban, encontró una carta desu padre que le dio una alegría enorme. Lla-mó a su amigo:

—¡Zuffu! Ven, mira: tengo una carta de mipadre. ¡Zuffu!

Pero Zuffu no le oía. Al ver Selim lo dormidoque estaba, se guardó la carta en el bolsillo,pensando que ya tendría tiempo para contar-le la noticia al día siguiente.

Pero cuando Selim se levantó al amanecer,Zuffu seguía profundamente dormido. «¡Quécansado está!», pensó. Le dejó la carta al al-cance de la mano y se marchó corriendo. Es-taba un poco avergonzado porque había ele-gido el trabajo más fácil, y pensó proponerlea Zuffu que se cambiaran las tareas.

Zuffu se despertó al poco tiempo. Cuando vioel sol dando de lleno en la calle del pueblo yescuchó el cacareo de las gallinas y los mugi-dos de los búfalos, dio un salto y se levantó atoda prisa, sin ver siquiera la carta.

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—¡Qué tardísimo es! -se lamentó-. He dor-mido demasiado.

Desayunó rápidamente y se fue a las colinas.

Había trazado cuidadosamente en su cabeza elcamino que le había traído hasta el pueblo eldía anterior, y ahora seguía el borde de un trozode su pastel imaginario. Para no olvidarse deningún árbol, tenía que recorrer el mismo cami-no y después continuar dando la vuelta al lagoSapanca. Es decir, empezar el segundo corte.

Este día fue aún más penoso que el primeroporque su cansancio se sumaba al del día an-terior. Volvió a arañarse las piernas con losafilados carrizos y otra vez se pinchó las pan-torrillas con los cardos. Necesitó un día ente-ro para revisar no más de doce árboles, tandistantes se encontraban unos de otros.

Entre tanto, la carta se cayó debajo de la ca-ma y Zuffu tampoco la vio aquella noche. Yaestaba dormido cuando llegó Selim, y al le-vantarse éste a la mañana siguiente, Zuffu nose había despertado todavía. De manera quedurante tres días enteros estuvo sin enterarsede la noticia que tanto había alegrado a Selim.

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Tanto, que bailaba el día entero al son de laflauta de caña del pastor y achuchaba un mon-tón de veces a Beek, la cabritilla.

El cuarto día Zuffu volvió a partir hacia losmontes. El campesino lo vio marchar y me-neó la cabeza:

—Vaya un muchacho valiente -comentó a suvecino- Me apuesto cualquier cosa a que aca-ba encontrando el enjambre. Te confieso queyo no me hubiera tomado tanto trabajo.

—Cuando encuentre tus abejas -le contestóel vecino- haz el favor de mandármelo. Em-pezamos a recolectar los albaricoques...

Zuffu volvió poco después del mediodía.

—¡He encontrado el enjambre! -gritó al due-ño de-las colmenas cuando lo vio a lo lejos-.Está como a una hora de aquí, en una higuerasilvestre.

—Así que te has salido con la tuya -dijo elhombre, riéndose.

—¡Claro! -contestó Zuffu, riendo también-.Todo el árbol zumbaba como si fuera una col-

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mena enorme. Es un árbol muy viejo, el tron-co está hueco y las abejas se han instaladoen su interior muy confortablemente.

—¡Demonios! -dijo el hombre rascándose lacabeza-. Eso me va a complicar las cosas.Bueno, qué se le va a hacer; vamos para allá...,a menos que tú estés demasiado cansado.

—No -respondió Zuffu-. Hoy no he andadocasi nada. Me he quedado un buen rato allado de la higuera, porque no estaba muy se-guro de que fuera el enjambre que buscaba...

—Es ése, no te preocupes. Cuando un en-jambre se pierde, se corre la voz de puebloen pueblo, por todos los alrededores. ¡Traeríamala suerte quedarse con las abejas de otrapersona! No hay más enjambre perdido queel mío en estos momentos...

El hombre se encaminó a un almacén dondeguardaba algunas colmenas vacías para utili-zarlas en el caso de tener que instalar nuevascolonias de abejas.

—Mira -le dijo a Zuffu-; dime cuál de estascolmenas te gusta más.

—Esa azul me parece bonita -contestó él.

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—Has elegido bien -comentó el dueño de lascolmenas-. Está casi completamente nueva.¿Te sientes capaz de llevarla hasta la higuera?Yo voy a llevar los avíos para ahumar el en-jambre.

La colmena estaba hecha de madera, y nopesaba demasiado. Tardaron una hora en lle-gar al árbol que albergaba el enjambre.

—Apártate -le dijo el hombre a Zuffu-. Podríanpicarte.

Él se había colocado una especie de máscaracon la que se protegía la cara y metió las ma-nos en unos guantes muy gruesos. Al pie dela higuera prendió fuego a unas ramas ver-des, que enseguida empezaron a formar unhumo espeso. Poco a poco, las abejas, que alprincipio revoloteaban alocadamente, se fue-ron calmando hasta quedarse adormecidas.

—Ahora es el momento -dijo el hombre-. Elhumo las ha atontado.

Hundió las dos manos en el hueco del tron-co, sacó con suavidad una buena parte delenjambre, todo apiñado, y lo metió inmedia-tamente dentro de la colmena.

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—¿Y las demás? -preguntó Zuffu.

—Peor para ellas -dijo el campesino-. Algu-nas seguramente morirán y otras encontraránla colmena donde están sus compañeras. Te-nemos suerte porque hemos pillado a la rei-na; si nos hubiéramos llevado el enjambre sinella, todas las abejas se nos habrían muertomuy pronto.

—¿Y por qué pasa eso? -preguntó Zuffu.

—Se trata de algo muy misterioso -le explicóel hombre- pero así es. La reina, como sabrás,es la que pone los huevos, de donde salen laslarvas de las futuras abejas. Sin reina no haylarvas, y entonces ¿qué harían las abejas nodri-zas, que son las encargadas de alimentar a lascrías? ¿Para qué servirían las abejas soldados,que tienen la misión de defender a las más dé-biles? ¿Para qué trabajarían las abejas obreras,que son las que fabrican la miel?

—Ya comprendo -dijo Zuffu- Pero ¿está us-ted seguro de haber cogido a la reina?

—Uno no puede equivocarse; la reina es mu-chísimo más grande que las demás. Mira,echa un vistazo, pero muy rápido, porque lasabejas se van a despertar enseguida y se pon-drán furiosas por haberlas cambiado de sitio.

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Zuffu se arriesgó a mirar dentro de la colmena.

—¡Ah, sí, claro que está la reina! -dijo, en-cantado-. Bueno, pues va a tener usted unacolmena más -añadió.

—No -dijo el campesino muy despacio-; estacolmena será tuya. Te la doy como salario.¿Te conviene el trato?

—¡Oh, sí! -exclamó Zuffu sin aliento-. Se loagradezco muchísimo. Selim se va a volverloco de alegría.

—¿Y tú, no estás contento? -preguntó elcampesino, riéndose.

—¡Sí, sí, ya lo creo! ¿Sabe que ya tenemosun chivito y doce huevos que se van a abrirdentro de nada?

—Ya me he enterado. Y ahora eres dueño deuna colmena, además. Si todo sale bien, se-guramente tendrás un enjambre nuevo cadaaño. De aquí a algún tiempo podrás recogertu propia miel.

El campesino se ofreció a llevarle la colmenahasta el pueblo, pero Zuffu no le hubiera de-jado hacerlo por nada del mundo. ¡Estaba tan

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orgulloso! A través de la fina madera, oía elzumbido de sus abejas.

Esta vez estaba bien despierto cuando Selimvolvió a casa. ¡Qué alegría se llevó cuando lecontó la historia! Selim quiso ir a la finca don-de estaba instalada la colmena azul junto a lasotras. Después, los dos chicos fueron hasta elescondite de la gallina roja. Se arrastraron pordebajo de la carreta volcada y fueron recibidoscon un «clo-clo-clooo» muy poco acogedor.

—¿Tú crees que ya habrán salido los pollosdel cascarón? -preguntó Selim.

—Yo creo que no, porque no se oye nada-dijo Zuffu-. ¿No te has dado cuenta de quelos pollitos son de lo más ruidoso? Siemprehay alguno que está haciendo «pío-pío-pío».

—¡Ay! -suspiró Selim-. Sólo nos faltaría te-ner noticias de Aixa; entonces no podríamosdesear nada más.

—Noticias de Aixa y de Yazi -le recordó Zuffu.

—Pero ¿cómo? ¡Si Yazi ya ha aparecido! -ex-clamó Selim-. ¿Es que no has leído la cartade mi padre? Si la dejé a tu lado, el otro díapor la mañana...

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—Pues yo no la he visto -dijo Zuffu-. ¡Demodo que han encontrado a Yazi!

—Sí, ¿y a que no sabes dónde se había es-condido? ¡En casa de Semra! Mi padre diceque Mustafá, el aguador, se dio cuenta deque Yazi estaba en su casa la misma nocheen que salimos de Estambul. Y no pasabanada porque la niña se quedara con Yazi unosdías.

—En casa de Semra... Yo creía que habíasbuscado allí también.

—Había buscado, pero no muy bien. No meatreví porque Semra se asustó mucho al ver-me. Pero ahora me alegro, porque ya sé queno tenía miedo de mí, sino de que le fuera aquitar a Yazi. Ella estaba arreglando una cajapara el conejito, así que debe de estar cui-dándolo muy bien. Estoy seguro de que Yazise encuentra muy feliz con Semra.

—¿Así que tu padre no se lo ha llevado denuevo a tu casa?

Selim frunció las cejas.

—Por suerte, no se le ha ocurrido esa idea.Yazi no podía hacer solo nuestro trabajo, ¿no?

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De aquí al verano próximo, tal vez Semra es-tará un poco menos sorda, si conseguimosque empiece su tratamiento. Entonces podréexplicarle que necesito a Yazi durante las va-caciones. Y el resto del tiempo no me impor-ta que lo tenga ella; seguramente Yazi estaráconforme con ese arreglo.

—Seguro -dijo Zuffu-. Además, vas a tenerotros animales de los que ocuparte: Beek, lospollos, las abejas... Yo, desde luego, no podréencargarme de ellos solo, ¡sobre todo cuan-do críen!

—¿Sabes...? -dijo Selim, vacilante- Ahmetme ha dicho que sería malo para Beek quenos la lleváramos ahora, cuando nos vaya-mos, porque todavía no está destetada y noes bueno separarla tan pronto de su madre. Ynuestros pollitos también serán demasiadopequeños...

—Y, en Estambul, las abejas no van a encon-trar apenas flores de donde sacar su néctar-continuó Zuffu con cara de preocupación.

—No había pensado en eso. Entonces, ¿có-mo nos las vamos a arreglar?

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El albaricoquero

Ú deberías ir a guardar las cabras enmi lugar -le dijo Selim a Zuffu al día

siguiente-. Yo iré a recoger los albricoques.

—¡Ni hablar...! -respondió Zuffu-. El que tie-ne anemia eres tú; así que no debes can-sarte demasiado, si quieres volver a Estam-bul sano y fuerte. ¡Además, tú bailas muchomejor que yo!

Era la pura verdad; a su manera, Selim feste-jaba cada uno de los éxitos de ambos. Bailócuando les regalaron a Beek, bailó cuandoconsiguieron los pollos, bailó al recibir la col-mena azul. Había bailado cuando se le ocurrióla idea de enviar una carta a Abdurrhaman ycuando su padre escribió diciendo que habíaencontrado a Yazi.

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—No sé a cuál de los dos le gusta más darsaltos, si a Beek o a ti... -le decía Ahmet,muerto de risa.

De manera que fue Zuffu quien se encargóde recolectar los albaricoques.

Había una hermosa plantación justo a la sali-da del pueblo, y por una vez el trabajo de Zuf-fu sería más fácil y divertido. La recolecciónse hacía en grupo. Alrededor de los árboleshabía casi tantas mujeres como niños char-lando alegremente, igual que abejas zumban-do alrededor de un macizo de flores.

Cuando recogieron todos los albaricoques,hubo que cortarlos por la mitad y quitarles elhueso. Después los pusieron a secar encimadel tejado plano de la casa. El tiempo era muyseco y el sol ardía, así que los frutos prontoestarían listos para meterlos en sacos.

—¿Qué prefieres? -preguntó el hortelano aZuffu cuando terminaron-. ¿Algo de dinero ouno de estos árboles? Tengo uno pequeñoque empezará a dar fruto el verano que vie-ne. Si lo quieres, es tuyo.

Zuffu reflexionó un momento.

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—Pues preferiría el albaricoquero -dijo-. Asítendría un poquito de dinero todos los añoscon la venta de los albaricoques que diera elárbol. Pero...

—Pero... ¿qué? -preguntó el hortelano.

—Es que no sé si tendré sitio en mi jardín,que es muy pequeño, para las cabras, lospollos, las colmenas y un albaricoquero.

El hortelano se echó a reír.

—¡Vaya idea que has tenido! -dijo-. No tie-nes que llevarte el árbol. Está bien agarrado ala tierra donde ha crecido. Tendrías que veniraquí todos los veranos para recoger la fruta.

—¡Ah...! -exclamó Zuffu, encantado-. Si esasí, prefiero el arbolito. Me apetece muchísi-mo volver todos los años a Sapanca.

Más tarde, llevó a Selim a verlo.

—¡Mira qué bonito es! -exclamó, pasando lamano por el tronco-. El hortelano me ha di-cho que, aunque ahora es un árbol pequeño,promete ser estupendo. Cada año se pondrámás grande y dará un poco más de fruta.

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También me ha dicho que los albaricoques deSapanca son los mejores de Turquía, que seexportan a todos los países de Europa, espe-cialmente a Francia, y que quizá un día unniño como nosotros se comerá nuestros al-baricoques... ¡en París!

Selim se quedó con la boca abierta. Miraba elalbaricoquero con los ojos llenos de asombro.Nunca, ni siquiera cuando se imaginaba lascosas más raras, se le había ocurrido asomar-se a París sobre su alfombra voladora, ni aninguna ciudad concreta, en realidad. ¡Y losfrutos de aquel diminuto arbolito irían un día aesas ciudades que conocía sólo por los libros!

Entonces se echó a reír.

—Nos estamos convirtiendo en chicos impor-tantes -dijo, poniéndose muy derecho-. Yaíbamos a vender cabras, pollos, huevos ymiel. ¡Y ahora seremos exportadores, puestoque vamos a vender nuestros productos enel extranjero!

Hablaba en broma, pero luego se preocupó:

—¿Cómo vamos a hacerlo? No conocemos anadie en otros países.

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—El hortelano me ha dicho que podremosvenderlos con los suyos -dijo Zuffu- Él tam-poco conoce a nadie de fuera del pueblo. Hayun hombre de por aquí que se lleva todos losalbaricoques de la zona y se encarga de man-darlos a otros países.

Selim dio un gran suspiro. Le hubiera encan-tado conocer a aquella gente extranjera queiba a comerse los albaricoques de su árbol.¿Cómo sería la gente de otros países? ¿Sepasearían con la imaginación en alfombrasvoladoras, como él? No, seguro que no nece-sitaban alfombras mágicas, sino que podíansubirse en uno de esos cohetes que dan lavuelta hasta por detrás de la luna, paseándo-se por el espacio.

Selim, en cambio, prefería su alfombra vola-dora: se deslizaba con tanta suavidad por elaire, sin hacer ruido... Lo de la alfombra mági-ca era la única cosa que Selim no le habíacontado a Zuffu. Porque Zuffu quizá le empe-zaría a preguntar un montón de cosas, elcómo y el por qué. Tal vez aquel asunto noresistiera las preguntas de Zuffu.

En aquel momento, Zuffu estaba pensandoen algo completamente diferente.

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—Por supuesto, eso sería una solución -dijode repente.

—¿Qué estás diciendo? -preguntó Selim, sa-liendo de sus sueños de alfombras mágicas.

—Digo que sería una buena solución si Beek,los pollos y el enjambre pudieran quedarseaquí, igual que el albaricoquero. ¡No va a ca-ber todo en nuestro jardín!

—Pero no podemos hacer eso -dijo Selim-.Sería dar demasiado trabajo a la gente delpueblo. Un árbol no es lo mismo, porque cre-ce solo.

—Además, les costaría dinero -añadió Zuffu.

—¡Es verdad! Ni siquiera había pensado eneso. ¿Cómo nos las vamos a arreglar para darde comer a Beek y a los pollos?

—Podemos sacar las cabras fuera de la ciu-dad; allí hay hierba. Y compraremos granopara las gallinas con el dinero que saquemosde la venta de los huevos -dijo Zuffu.

Pero movía la cabeza con aire de duda, pen-sando que les iba a resultar muy difícil llevarlas cabras a pastar, vender huevos y comprar

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comida para los pollos los días en que hubie-ra colegio. ¿De dónde iban a sacar tiempo?

* * *

Ahora que algunos vecinos habían dadoejemplo, todos los campesinos del pueblopusieron interés en ayudar a Zuffu y a Selim.Mientras Selim continuaba pastoreando lascabras, Zuffu encontraba trabajillos en losque emplear su tiempo. Después llegó el mo-mento de la trilla, y ya no hubo día algunoque se quedara sin tarea.

El trigo se esparcía en una era de tierra batiday dura. Allí, dando vueltas alrededor de unaestaca clavada en el centro, como si fuerauna noria, un búfalo arrastraba un tablón detrilla en el que se subía un niño para encar-garse de arrear al animal. Las pisadas del bú-falo y el arrastre de la tabla, que frotaba el tri-go contra el suelo, separaban el grano de lacascara. Entonces se recogía el trigo y seechaba a puñados en una canasta grande yplana llamada criba. La criba se sacudía confuerza de modo que los granos de trigo que-daran dentro y el polvo y las cascarillas vola-ban hacia todos lados.

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Zuffu aprendió enseguida a llevar el búfalo.Los búfalos son rumiantes pacíficos, con bar-bas como flecos y grandes cornamentas cui-dadosamente enrolladas hacia su cuello.Nada les hace mayor ilusión que encontrar unhoyo lleno de agua o de barro para revolcaren él sus enormes corpachones oscuros. EnSapanca disponían del agua clara del lago, demodo que podían disfrutar con bastante fre-cuencia. Quizá por eso tenían tan buena vo-luntad para llevar a cabo el trabajo que se lesexigía.

Durante días y días Zuffu se paseó en redon-do, de pie, encima de la tabla que arrastrabaun gran búfalo. Después aprendió a sacudir lacriba lo bastante fuerte como para cerner elgrano y limpiarlo de polvo y paja. Durantemuchas horas, hizo volar en el aire puñados ymás puñados de trigo, mientras a su lado cre-cían dos grandes montones: uno de fina pajamolida y otro de trigo limpio.

Pasaban los días, y de cuando en cuando lle-gaba una carta de Estambul. Era del padre deZuffu o del de Selim, pero no llegó ningunade la anciana Aixa ni de Abdurrhaman, el ta-llista de piedra.

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—Puede que no haya recibido tu carta -le re-petía Zuffu a Selim una y otra vez-. La direc-ción que pusiste fue «Abdurrhaman, tallistade piedra en la cantera cerca de la mezquitaBayazit». Son unas señas un poco raras, laverdad. Lo más probable es que el cartero nohaya sabido encontrar a Abdurrhaman.

—O puede que la vieja Aixa no haya ido porallí-contestaba Selim-. ¡No habrá tenido to-davía ninguna idea!

Pensando en eso, los chicos se desanima-ban, porque aunque estaban seguros de queserían capaces de ganar mucho dinero másadelante, no se podía decir que tuvieran losbolsillos muy repletos por el momento.

Para consolarse, hacían recuento de sus rique-zas: tenían las monedas que Zuffu ganaba porllevar al búfalo o sacudir la criba. Tenían tam-bién el árbol frutal, y los pollos, que habían sa-lido del cascarón hacía bastantes días. Ya sepodía predecir cuáles iban a ser orgullosos ga-llos y cuáles serían lindas gallinas ponedoras.

Las abejas se habían acostumbrado a su nue-va colmena. Cada una se había encargado desu tarea: la reina ponía huevos, las nodrizas

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cuidaban de las larvas, las guerreras monta-ban guardia y las obreras ¡ban a libar el néctarde las pocas flores que habían resistido el solardiente del verano.

Beek crecía rápidamente. Ahora estaba reves-tida por un espeso vellón blanco y lleno debucles que era el orgullo de los dos mucha-chos. Selim arrimaba la cara al magnífico pela-je del animalitoy le decía:

—Nunca te vamos a vender, Beek. Te queda-rás con nosotros hasta que seas muy, muyviejecita, y cuando Semra pueda oír le dire-mos: «Mira, ésta es Beek, y si oyes y hablas,que sepas que es un poco gracias a ella, por-que ha traído al mundo muchos cabritillos.»

Pasaron los días y las semanas. Cuando ter-minó la recolección de las avellanas, que eranlos frutos más tardíos, llegó la hora de pensaren volver a la ciudad.

El señor Averi había escrito diciendo que eldomingo siguiente se acercaría a recoger a losdos chicos. Les quedaban sólo dos días parapreparar el traslado de Beek, los pollitos yla colmena. Pero Beek no estaba aún desteta-da, los pollitos caminaban detrás de la gallina

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a todas horas, sin apartarse de ella, y las abe-jas estaban ya muy acostumbradas a las flo-res de los alrededores.

Al atardecer, Selim fue a avisar a Rahmi, su pa-trón, de que se marchaba dos días más tarde.

—El domingo que viene -le dijo- Ahmet esta-rá otra vez solo para guardar el rebaño.

Vaciló un momento antes de continuar. Des-pués levantó los ojos hacia el hombre corpu-lento y brusco que estaba frente a él y siguió:

—Señor Rahmi, ¿no va a buscar usted a otrapersona para ponerla en mi lugar? Ya sé quehe pasado algunos ratos entretenido bailan-do, pero también he corrido bastante detrásde las cabras y he ayudado a Ahmet a reunirel rebaño. Ésa es una tarea demasiado pesa-da para que la haga Ahmet solo, porque yaestá muy viejo para correr a la misma veloci-dad que esos animales.

Rahmi tosió para simular que no le importabalo que le decía el muchacho; en realidad, teníaganas de mandarle a paseo. Pero, en el fondo,se daba cuenta de que el chico llevaba toda larazón. Por otra parte, Selim le gustaba; había

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algo en él que ablandaba su viejo y endurecidocorazón. Volvió a toser y después habló:

—Pensaré en eso que me dices. El vaqueroque trabaja para mí tiene un sobrino que qui-zá serviría... Pero dime, ¿por qué no has vuel-to por aquí ningún domingo?

Porque así era; Selim no había vuelto nuncamás a reclamar su paga.

—Ya había ganado a Beek -dijo sencillamen-te-. ¿Para qué iba a venir?

Rahmi tosió más fuerte. jAh, qué bien esta-ban en sus bolsillos las monedas de plata...!Allí se encontraban estupendamente, tan se-guras. Y, sin embargo, aquel muchacho vale-roso de mirada limpia tenía, al parecer, unabuena causa en que emplear su dinero, o, porlo menos, eso se decía en el pueblo. Rahmisacó un puñado de monedas de su bolsillo.

—Pon las manos -le dijo a Selim.

Dejó las monedas en las palmas del chico conmucho cuidado, ¡no fuera alguna de ellas a ro-dar hasta un rincón y perderse! Después vol-vió a meter la mano en su bolsillo, y luego

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otra vez, y otra, y otra... Las manos abiertasde Selim se llenaron de dinero.

—Pe... pero si ya tengo a Beek -murmuró elchico asustado al ver aquello.

—A Beek te la ha dado Ahmet, no yo -dijoRahmi, olvidándose de que antes había dichojustamente lo contrario.

Volvió a toser de nuevo antes de seguir:

—Quería decirte también que..., si quieres...,puedes dejar a Beek aquí. Ahmet se ocuparáde ella. Podrá encargarse además de cuidarlos cabritos que Beek tenga. Y hay hierba desobra en los montes para alimentar a tus ca-britas. También puedes traer tus polluelos ami gallinero. Tengo tal cantidad de gallinasque una docena más o menos no se va a no-tar; y no te preocupes por la comida. Lo quesí les pondremos será una anilla en la patapara reconocerlas.

—¡Oh! -exclamó Selim emocionado, incapazde decir nada más.

Pero Rahmi continuaba:

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—Y, ya que estamos, tráete también tu col-mena. Tengo más de cincuenta en el linderodel prado. Una más no me estorbará.

Con las manos llenas de monedas de plata,Selim ya no sabía qué hacer ni qué decir. Lehubiera gustado tanto dar las gracias a Rahmi,a quien todo el mundo encontraba tan avaro yque acababa de ser tan generoso con él.

Pero el hombre ya estaba gruñendo:

—¿A qué esperas? ¿No oyes el balido de lascabras? Ahmet no debe de saber ya ni dóndetiene la cabeza, ahora que le has dejado solo.¡Vamos, date prisa!

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La ideade Aixa

L domingo por la mañana, Selim y Zuffuprepararon su regreso. Primero fueron a

decir adiós al viejo Ahmet, y le hicieron mil yuna recomendaciones para la buena crianzade Beek.

—No os preocupéis por eso -dijo el viejo pas-tor-. Beek será la niña mimada del rebaño. Elaño que viene os encontraréis con una pre-ciosa cabrita, estupendamente criada.

—¡Qué lejos está el año que viene! -suspiróSelim, dando un fuerte abrazo a Beek.

—Pero vas a volver a ver a Yazi -le dijo Zuffupara consolarlo.

Y se lo llevó de allí casi a rastras, con muchaprisa, porque les quedaba todavía un montón

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de cosas por hacer antes de que llegara elseñor Averi. Había que poner anillas rojas enlas patas de sus doce pollos para reconocer-los, y llevarlos después al corral de Rahmi,además de instalar la colmena azul.

—Así será mejor -dijeron a los campesinosque les habían regalado los huevos y el en-jambre-. Como Rahmi es tan rico, podrá darde comer a una docena más de gallinas sinnotarlo siquiera. Y cuando se tienen cincuen-ta colmenas, una más tampoco da trabajo.

—¡Eso es lo que pensáis vosotros! -contes-taron los campesinos-. Pero ya veremos loque dice Rahmi.

—Pero si ha sido él quien nos ha dicho quelleváramos los pollos y las abejas a su casa,que allí se ocuparían de ellos.

—¿Él? ¿Rahmi? ¿Estáis seguro de que no lohabéis soñado? -preguntaron los campesi-nos, completamente estupefactos.

La noticia pronto dio la vuelta al pueblo. Lagente no se podía creer lo que estaba oyen-do, y sin embargo...

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Cuando el señor Averi llegó en su automóvil,los campesinos interrumpieron sus tareas. Nohabía tantas distracciones en Sapanca comopara perderse ese acontecimiento, y, además,era domingo.

Pronto el pueblo entero estuvo reunido en laplaza, alrededor del automóvil, así que losmuchachos no tuvieron que caminar muchopara ir a despedirse de sus amigos. Allí esta-ban todos los labradores que les habían ayu-dado. Y hasta Rahmi se acercó a la plaza consu paso lento y pesado.

—Hasta la vista, señor Rahmi -le dijo Zuffucon gran seriedad, alargándole la mano-. Es-pero que nuestras gallinas se lleven bien conlas suyas y que nuestras abejas no les quitena las de usted sus flores preferidas.

—Y que Beek no se vuelva demasiado gloto-na y no elija las mejores hierbas de su monte-añadió Selim.

Y, después de estas palabras, se puso de pun-tillas con la intención clarísima de despedir-se del alto y severo Rahmi dándole un abrazo.Rahmi echó una ojeada a la gente del puebloque, por supuesto, le estaba mirando. Enton-

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ees dudó un momento y, después, echándosela gorra hacia atrás, levantó en vilo a Selimcomo si fuera un cabritillo y le plantó dos so-noros besos en las mejillas. ¡Jamás se habíavisto a Rahmi dar un par de besos a un crío! Elasombro fue tan grande que en la plaza no seoía ni un solo ruido, a no ser el «kikirikí» de ungallo joven que todavía no cantaba muy bien yel mugido de un búfalo despistado.

Pero Selim se echó a reír porque Rahmi lleva-ba mal afeitada su áspera barba negra y le ha-bía pinchado las mejillas con ella. Zuffu seechó a reír con él y toda la gente del puebloallí reunida rió también. Las risas revolotea-ban alrededor del coche como las abejas alre-dedor de la colmena azul. Fue una despedidamuy alegre y de ella se habló durante muchotiempo entre la gente del pueblo.

En las breves cartas que Zuffu le había escri-to a su padre sólo había hablado de pasadade sus trabajos y de la meta que se habíanpropuesto Selim y él. Pero el señor Averi es-taba interesado en conocer algunos detalles.Con una sencilla pregunta, provocó una ver-dadera avalancha de respuestas. Se lo conta-ron todo: la historia de Semra, que se asusta-

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ba de todo porque no entendía cuando se lehablaba, que no podía escuchar la música, nilas bocinas de los coches, ni el balido de lascabras, ni el suave piar de los pollitos, ni elzumbido de las abejas... Y le contaron igual-mente la historia de Beek, la de los doce hue-vos que había empollado la gallina roja, la delenjambre perdido y la del albahcoquero.

—¿Te das cuenta, papá? Durante las vacacio-nes hemos ganado el dinero para pagarle untratamiento a Semra y que pueda curarse.

—¡Hmmm! -contestó el señor Averi-. Diga-mos que habéis conseguido una parte. Haráfalta mucho más que eso para costear untratamiento tan largo, sobre todo durante losprimeros años, antes de que Beek haya teni-do tiempo de traer al mundo muchos chivi-tos, las gallinas hayan incubado muchas ni-dadas y las abejas hayan formado muchosenjambres nuevos. Yo podré ayudaros unpoco, pero ni aun así habrá suficiente.

—Puede ser que Aixa, por su parte, haya en-contrado ya una buena idea -dijo Selim.

—¿Quién es Aixa? -preguntó el señor Averi-.Zuffu me habló de ella en una de sus cartas,pero reconozco que no me enteré muy bien.

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Entonces tuvieron que contarle también lahistoria de Aixa y la de Abdurrhaman, a quienhabían encargado que la encontrara. El señorAveri hizo una mueca.

—¿Y decís que ninguno de los dos ha dadoseñales de vida en estos dos meses? -pre-guntó-. Pues me parece demasiado tiempo.

Sin embargo, la esperanza no moría con faci-lidad en el interior de unos chicos tan decidi-dos y valientes como Zuffu y Selim.

—En todo caso, no podremos saber nada deellos hasta mañana -apuntó Zuffu-, porquehoy es domingo y seguramente Abdurrha-man no habrá ido a trabajar.

Ya en Estambul, los dos amigos no tuvierontiempo de acordarse mucho de la vieja Aixa.¡Qué alegría para Selim volver a reunirse conmamá, padre, Melahat, Efik el bebé y hastacon Rik, el gato! Y también qué alegría paraZuffu encontrarse acogido como si fuera elpropio hermano de Selim. Mamá había hechouna enorme torta de miel y avellanas, que seempezó en el momento en que llegaron losniños, para festejar su vuelta.

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—¿Yazi está bien? -preguntó Selim entre dosbocados de torta.

—Muy bien -dijo padre-. Mustafá me da no-ticias suyas casi a diario.

—¿Iremos a verlo? -preguntó Zuffu a Selim.

Tenía curiosidad por conocer al conejito blan-co, que, según contaba su amigo, era capazde adivinar las penas secretas de la gente. Ytambién sentía grandes deseos de ver a lapequeña Semra, por la que había trabajadotanto a lo largo del verano.

Selim vaciló antes de responder:

—Mañana... Tendremos tiempo mañana.

Llevaba tantos, tantísimos días imaginándosea Semra contenta y feliz, capaz de oír el másmínimo ruido, charlando con una voz tan clari-ta como el canto del chorro de agua en lafuente de azulejos... No se encontraba toda-vía con fuerzas para soportar el miedo en losojos de la pequeña... o si le hablaba y no reci-bía ninguna contestación.

—A quien tenemos que encontrar cuanto an-tes es a Aixa -murmuró Selim.

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Al día siguiente, bien temprano, los dos mu-chachos se encaminaron hacia la mezquitaBayazit. Pero los tallistas de piedra se habíanlevantado más pronto aún que ellos, y desdelejos se podían oír los ruidos de sus buriles ysus martillos.

—Seguro que el que hace más ruido es Ab-durrhaman -le dijo Selim a Zuffu.

Se acercaron a los trabajadores y Selim tocóa Abdurrhaman en un brazo para atraer suatención. El tallista dejó en el suelo el pesadomazo y lanzó una exclamación de sorpresa:

—¡Pero bueno! ¡El vendedor de alegría enpersona! ¿Así que estás de vuelta en Estam-bul? Te han sentado bien las vacaciones.¡Vaya colores que traes! Oye, y yo creo quehasta has crecido, chico, y estás más gordo.

—¿Has recibido mi carta? -preguntó Selim.

—¡Pues claro! No te he mandado contesta-ción porque me las arreglo mejor con el burilque con la pluma. ¡Y desde que salí del cole-gio no me he vuelto a acordar de la ortografía!

El tallista de piedra se echó a reír. Escribíasus historias en bloques de mármol: ahí sí

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que podía confiar en su pericia; jamás come-tía faltas.

—¿Has visto a Aixa? -preguntó Zuffu.

—Oye, pero ¿éste quién es? -preguntó Ab-durrhaman mirando de arriba abajo al chico.

—Es mi amigo Zuffu -contestó Selim.

—Los amigos de mis amigos son mis amigos-dijo Abdurrhaman tronchándose de risa.

Y le pegó un empujón amistoso a Zuffu.

—Selim es un chaval estupendo, así que unamigo suyo debe de ser estupendo también,seguro -continuó Abdurrhaman-. ¡Pues claroque he visto a Aixa! Parecía tan perdida ydespistada como una gallina a quien le hubie-ran quitado todos los huevos. Le di vuestradirección en Sapanca, y me dijo que os iba amandar una carta escrita por el escribano pú-blico... Porque ella no es que se haya olvida-do de la ortografía, como yo, lo que se le olvi-dó fue aprender a escribir, así de fácil. Y esque en su tiempo...

—Pues no hemos recibido ninguna carta -in-terrumpió Selim.

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Su voz se oía tan desolada que Abdurrhamanapoyó su manaza en el hombro del niño.

—Y entonces, ¿qué? ¿Es que te crees que Ab-durrhaman no tiene nada dentro de su cabezo-ta? Pues para que lo sepas, tengo tantas ¡deasaquí dentro -dijo el hombre golpeándose lafrente- como fuerza en mis músculos. Enton-ces yo pensé: «El escribano público está muybien, pero esta Aixa no tiene pinta de nadar enoro molido, ¡y eso cuesta caro! Quizá ella vaci-le antes de gastarse bastante dinero para es-cribir a Selim.» Así que lo que hice fue pedirlesu dirección; me pareció mejor.

—¡Ay, qué buenísima idea!

Los dos chicos habían hablado a la vez.

—Vive cerca de las murallas, al lado mismode aquella escuela pequeña que...

—¡Pero entonces es vecina mía! -exclamóZuffu-. Vamos allí ahora mismo. Muchísimasgracias, señor Abdurrhaman.

—¡Gracias, gracias...! -gritó a su vez Selim,que corría ya detrás de Zuffu.

—De nada, muchachos. Aquí estoy, para ser-viros -dijo Abdurrhaman con voz de trueno.

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Después levantó su pesado martillo, descar-gó un fuerte golpe sobre el buril y el mármolse rajó justo hasta donde tenía que cortarse.

Aixa no estaba en su casa. Sólo encontraronuna hermosa gata rubia muy mansa que sefrotaba contra sus piernas con visible gusto,como si les dijera: «Yo soy la encargada derecibir las visitas mientras mi ama está fuera.Miren ustedes mi buena educación, jovenci-tos; les estoy saludando. Ahora les toca a us-tedes hacerme una caricia, pero mucho cui-dado con mi rabo y con mis bigotes.»

Lo mejor era quedarse a esperar allí, acompa-ñados por una gata tan cariñosa. De modoque los dos niños aguardaron un buen rato yde pronto se sobresaltaron al oír una voz viejay cascada que habló detrás de ellos:

—¡Pero si es el joven Selim, y este otro se-guramente es Zuffu, su amigo!

—¡Aixa! ¡Cuánto me alegro de verte! -gritóSelim.

Su cara relucía de contento.

—Dime, ¿tienes ya muchos collares?

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—¡Uf, muchos...! -afirmó la anciana mujer-.Bastantes para llenar baúles y más baúles.

Zuffu abría los ojos llenos de asombro y noparecía entender ni una sola palabra de estaextraña conversación. Aixa le explicó:

—Se trata de alegrías pequeñitas que yo meentretengo en enhebrar a lo largo de las ho-ras. Era un consejo de tu amigo, conque pue-des pedirle la receta.

Selim intervino:

—¿Has encontrado alguna idea, Aixa?

—Sí-dijo la vieja-. Eso es lo que iba a contar-te cuando Abdurrhaman me reconoció al ladode la mezquita Bayazit y me contó que te ha-bías marchado a Sapanca.

—¿Y por qué no me escribiste?

—Pues porque me pareció que la sorpresasería mayor si yo ponía mi idea en prácticaantes de contártela. Veréis, venid conmigo...

E hizo entrar a los dos muchachos en la dimi-nuta y oscura habitación que le servía de vi-

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vienda. Aixa era verdaderamente pobre. Fuea abrir un baúl donde guardaba su ropa y sacóde allí una caja de cartón que en su día debióde guardar zapatos. La abrió: la caja estaba lle-na de monedas y billetes. Allí debía de haberuna pequeña fortuna, o al menos eso parecía alos ojos de los dos niños, que habían trabajadotantísimo para ganar un poco de dinero.

—Pero, Aixa..., ¿dónde has encontrado todoeso? -preguntó Selim, que hasta tartamudea-ba a causa de la emoción.

—No lo he encontrado -dijo Aixa-; lo he idojuntando moneda a moneda. Algunas me hancostado muchísimo trabajo...

Y se echó a reír dulcemente.

—¿Es que te has puesto a trabajar? -pregun-tó Selim, asombrado.

—No, no... Soy demasiado vieja para eso.

—Bueno, pero entonces...

—¿Entonces? Pues estuve pensando en esaniñita, Semra, sorda desde que nació. Me dijea mí misma que eso no era justo, que la sorde-ra es propia de la vejez, y que una niña peque-ña nunca debería sufrir semejante enferme-

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dad. Entonces me acordé de algunas personasque conozco, que son bastante sordas. Y todasson de mi misma edad..., lo normal. Me quedépensando: si efectivamente había alguien ca-paz de comprender la desgracia de esa peque-ña Semra, era toda la gente mayor que ya estásorda. De modo que me fui en busca de esaspersonas y les hablé de Semra, cosa que nosiempre me resultó fácil, podéis creerme. ¿Ha-béis intentado alguna vez que un sordo os es-cuche una historia? A veces tenía que dar gri-tos con tanta fuerza que después me quedabacon la voz ronca. Pero me volvía a casa llevan-do algún dinero, y con nuevas direcciones degente sorda. Entre unos y otros me parece quehe pasado revista a todos los sordos que vivenen Estambul. He visto algunos muy ricos, perootros terriblemente pobres. Y nunca, nunca,me han despachado con las manos vacías.

Los dos chicos la habían escuchado con laboca abierta. ¡Todo ese dineral! Entonces,¿había tal cantidad de gente sorda en aquellagran ciudad? Tanta gente incapaz de oír lascosas alegres de la vida..., las bocinas de loscoches o las flautas de los músicos...

—Bueno, tomadla; que es vuestra -dijo Aixa,poniendo la caja en las manos de Selim.

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—¡Oh, Aixa! Gracias a ti vamos a poder curara Semra.

—Gracias a mí es mucho decir... -murmuróAixa, medio disgustada-. Di más bien graciasa ti, Selim.

—Y a Zuffu -añadió rápidamente Selim-. ¿Sa-bes que nos hemos hartado de trabajar du-rante las vacaciones?

Le contó la historia de Beek, la de los docehuevos de la gallina roja, la del enjambre per-dido y la del albaricoquero. Y también la histo-ria de Rahmi, que había vaciado sus bolsillos ydejaría comer la hierba" de sus montes aBeek, el grano de sus cosechas a los docepollos y se ocuparía de cuidar la colmena azul.

—Por supuesto, sabíamos que todo eso noera bastante -concluyó Selim-. Cuando ten-gamos un rebaño de cabras, un gallinero yuna docena de enjambres de abejas, quizáseamos lo bastante ricos para pagar cada añoel tratamiento de Semra. Pero, mientras, sin tino hubiéramos podido ni pensar en empezar.

—¿Qué vas a hacer con todo ese dinero?-preguntó Aixa-. ¿Se lo darás a Mustafá?

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—No lo sé -dijo Selim-. ¿Qué opinas tú, Zuffu?

Zuffu arrugó la frente, como cada vez que seempeñaba en buscar la solución de un pro-blema difícil.

—El dinero no basta -dijo por fin-. Lo quenos haría falta sería conocer a alguien capazde aconsejar a Mustafá.

—Ya sé lo que vamos a hacer -añadió Se-lim-. Vayamos a visitar al doctor Kharaman.Él sabrá qué es lo mejor.

Selim recordaba las manos grandes, sabias ytranquilas que le habían hecho un reconoci-miento después de su accidente, de la frenteancha y el rostro sereno que le habían dadoseguridad cuando abrió los ojos al salir de sudesmayo. Se sentía seguro y confiado al ladodel doctor Kharaman y, sin duda alguna, Sem-ra también.

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El vendedorde alegría

LOS dos muchachos corrieron a casa deldoctor Kharaman. Pero el médico estaba

ocupado, y una vieja criada les llevó a la salade espera.

En Estambul, la consulta de un doctor no sedistingue de cualquier casa de comercio; tie-ne los mismos grandes anuncios para atraerla atención de la gente que pasa por la calle ylos cristales como vitrinas, detrás de los cua-les, en lugar de mercancías, se ven los clien-tes del médico. Así, desde la acera, se puedeadivinar si es o no un buen médico según lacantidad de pacientes que aguardan en lasala para pasar a la consulta.

A Selim siempre le habían fascinado las salasde espera y muy especialmente la del doctorKharaman, porque estaba en su mismo barrio.

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Con frecuencia aplastaba la nariz contra loscristales y miraba a los enfermos que llega-ban allí buscando un alivio para sus males. Elmédico era, también, un vendedor de felici-dad. Aunque el que elegía el remedio para losclientes no era un conejito blanco.

Cuando el doctor hizo pasar a su gabinete deconsulta a los dos muchachos, reconoció en-seguida a Selim.

—Ya veo que tu padre ha seguido mis conse-jos -dijo-. Desde luego, no ha sido aquí, enEstambul, donde has conseguido esos colo-res tan estupendos. No te has vuelto a resen-tir de tu accidente, espero.

—No, doctor-dijo Selim.

—Entonces, ¿para qué vienes a verme? ¿Lepasa algo a tu amiguito? Por cierto, tiene tanbuen aspecto como tú.

—Hemos venido para..., para esto -dijo Selimalargándole la caja llena de monedas y billetes.

Cuando el doctor la abrió, frunció el ceño.

—¿De dónde has sacado tanto dinero? -pre-guntó.

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—Me lo ha dado Aixa -respondió Selim.

Y tuvieron que contar otra vez toda la histo-ria. Los dos se quitaban la palabra de la boca,hablando de Semra, de la tristeza de su vidasin voces, sin música, sin bocinas. Hablaronde sus vacaciones en Sapanca, de Beek, lacabritilla blanca, de la gallina roja y del enjam-bre perdido, del albaricoquero y, en fin, deAixa y de la ¡dea tan estupenda que había te-nido. Cuando a Selim se le olvidaba algún de-talle, Zuffu tomaba la palabra. Cuando Zuffuomitía cualquier cosa, intervenía Selim.

El doctor los escuchaba, meneando la cabe-za. Estaba serio y muy interesado.

—Sí, conozco a Semra. Llevo tiempo aconse-jando a Mustafá que siga algún tratamiento,pero, por desgracia, Mustafá tiene un oficioque no da para mucho. Hasta ahora, jamáshabría podido esperar que llegara el día enque su hija estaría en condiciones de oír y dehablar. Pero... ¿por qué habéis venido a bus-carme a mí?

—Mustafá quizá no sepa dónde y cómo con-viene mandar a Semra y, desde luego, noso-tros no tenemos ni la menor idea -respondióSelim.

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—De modo que esto es una prueba de vues-tra confianza en mí -dijo el doctor con unavoz ronca que sonó un poco rara.

Nunca le había emocionado tanto la confianzade un cliente como ahora le conmovía la feque los dos niños depositaban en él.

—Sí-respondieron a la vez Selim y Zuffu.

—¿Habrá bastante dinero en esa caja? -pre-guntó Zuffu, siempre práctico.

—Para empezar, desde luego que sí-contes-tó el doctor.

—Más adelante ya tendremos el dinero denuestros cabritos, de nuestras gallinas, de loshuevos... -dijo Selim.

—Y también el de nuestra miel y nuestros al-baricoques -añadió Zuffu.

—Creo que será suficiente -dijo el doctor conuna sonrisa-. Si os parece, esta tarde pode-mos ir juntos a ver a Mustafá, cuando hayavuelto de su trabajo.

—Llega muy tarde a casa por las noches -ad-virtió Selim-. Mi padre dice que vende su

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agua de regaliz en los muelles hasta pasadala medianoche.

—Es cierto -dijo el doctor-. Mucha gente seacuesta tarde en esta ciudad. Entonces, ire-mos a verle enseguida, después del almuer-zo. ¿Pasáis a buscarme por aquí sobre la una?

El doctor acompañó a Selim y a Zuffu hasta lapuerta.

—Hasta luego, chicos -dijo, sonriéndoles.

Cuando volvió de despedirlos, Zaide, su cria-da, estaba poniendo en ordenias sillas de lasala de espera.

—Zaide, ¿te has fijado bien en esos dos mu-chachos que acaban de marcharse? -le pre-guntó el doctor.

La mujer asintió con la cabeza.

—Recuerda bien sus caras y recíbelos siem-pre que vengan como si fueran príncipes delos cuentos que tú me contabas hace tiem-po, cuando yo era niño.

«Y estoy casi seguro de que lo son», murmu-ró para sí, volviendo a su consulta.

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Se sentó detrás de su escritorio, colocó lasmanos encima de la caja de Aixa y permane-ció en silencio, como si soñara.

Dejó vagar su imaginación hacia el porvenir.En los años venideros, quizá Beek se olvida-ría de traer cabritillos al mundo, o quizá lostuviese y se le murieran. Podía ocurrir que loshuevos no se vendieran, y también que lasabejas no encontraran bastantes flores parafabricar su miel dulce y perfumada. Incluso elgranizo podía acabar con los albaricoques dela zona. Pero, ¿qué más daba todo eso?

«Yo estaré siempre dispuesto a completar lacantidad que se necesite para el tratamientode la pequeña Semra», pensó el doctor.

Al salir del gabinete del doctor Kharaman,Zuffu y Selim se sintieron aliviados y alegres.Por fin, todo estaba arreglado. ¡Menos mal!,porque las clases empezaban justamente aldía siguiente.

—¿Qué vas a ser tú cuando seas mayor?-preguntó Selim al cabo de un rato.

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—No lo sé todavía -dijo Zuffu-. Quizá estudiepara ser profesor, igual que mi padre.

—Yo voy a ser médico -afirmó Selim, muyserio.

Caminaban juntos a lo largo de las aceras,como buenos amigos.

—¿Adonde vamos? -preguntó de pronto Zuf-fu, que se había dado cuenta de que Selimno andaba al azar, sino con alguna ¡dea.

—A la mezquita Suleiman -dijo Selim.

Zuffu no conocía bien la magnífica mezquitaSuleiman. Estaba situada lejos de su barrio yde las grandes avenidas de la ciudad. Tal vezpor eso Zuffu nunca le había prestado muchaatención a aquel sitio.

Selim lo llevó hacia el patio. Al llegar a la granpuerta de entrada, oculta por una pesada cor-tina de cuero, le dijo:

—Deja la cabeza colgando hacia atrás todo loque puedas y mira hacia arriba, hacia la puntade los minaretes.

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Él mismo echó hacia atrás la cabeza, comodecía, y Zuffu lo imitó. Se quedaron así unosmomentos sin decir nada y después Zuffumurmuró:

—Qué cosa tan rara... Parece que la cabezame da vueltas..., como... como si estuvieramontado en una alfombra mágica, ¿sabes?,una de las alfombras voladoras de los cuen-tos antiguos...

Selim no le contestó, pero una gran sonrisaalegró su cara. Él volaba allá arriba, muy arri-ba, más allá de los minaretes. Ahora, sobresu alfombra mágica, el doctor Selim y su es-posa recibían a su amigo Zuffu, el maestro deescuela. Delante de ellos, una niña pequeñaestaba bailando.

—Es mi hijita Semra -decía el doctor Selim asu amigo Zuffu-. ¡Tiene tan buen oído comosu madre, o mejor!

La pequeña Semra, con los brazos levanta-dos graciosamente por encima de la cabezay los piececitos descalzos asomando por elamplio pantalón bombacho típico de las ni-ñas turcas, bailaba y bailaba al son de unaflauta y de un tamboril que no sonaban paranadie más que para ella.

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