Seleccion de Relatos Cortos

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Harry HARRISON Selección de relatos cortos de Harry Harrison 1

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Narrativa - cuentos

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Harry HARRISON

Selección de relatos cortos de Harry Harrison 1

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CONTENIDO:

Reseña Biográfica y Bibliográfica

El árbol de la vidaEl mecánicoLa rata de acero inoxidableLos malvados huyenOperación de rescate

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RESEÑA BIOGRAFICA DE

Harry Harrison

Biografía:

Nació en Connecticut, (EE.UU.) en 1925. Cursó sus estudios en Nueva York, y tras la Segunda Guerra Mundial ha vivido en varios países, hasta asentarse definitivamente en Irlanda.

Quizá su obra más conocida es ¡HAGAN SITIO! ¡HAGAN SITIO! Trata de los problemas de un mundo superpoblado en un futuro inmediato, donde se nos muestra el Nueva York de 1999. A mediados de la década de los cincuenta la idea de que la población mundial se duplicaría en el ano 2000 se transformó en un pensamiento común y esa idea se convirtió en pánico para muchos. ¡HAGAN SITIO! ¡HAGAN SITIO! es una de las manifestaciones clásicas de ese terror. Harrison agrega a su novela una lista de unas cuarenta sugerencias para una lectura posterior, que no son obras de ficción y abarcan desde Malthus a Vance Packard y J. K. Galbraith.

Fue llevada al cine con el título HASTA QUE EL DESTINO NOS ALCANCE (SOYLENT GREEN, 1973), dirigida por Richard Fleischer y protagonizada por Charlton Heston y Edward G. Robinson. Como es habitual, la película se centró en la anécdota catastrofista y aventurera de la novela, olvidando muchas de las reflexiones y un buen numero de las interesantes tesis de Harrison.

Tanto o más famosa es BILL, HEROE GALACTICO, escrita desde una óptica antimilitarista como parodia de TROPAS DEL ESPACIO de Heinlein, al monstruoso Trantor de Asimov y a los pulp desaforados de los años 30 y 40.

En el mundo anglosajón son también muy conocidas sus series de aventuras espaciales: la de El Mundo Muerto y la de La Rata De Acero Inoxidable.

En la primera, formada por MUNDO MUERTO, MUNDO MUERTO 2 y MUNDO MUERTO 3, el protagonista, Jason Dinalt, debe enfrentarse al planeta Pyrrus, cuya ecología parece conjurada pare eliminar al ser humano. La serie sigue con el mismo protagonista en otros planetas igualmente peligrosos.

La serie de libros sobre La Rata de Acero Inoxidable componen una obra ya clásica de la más desenfadada y amena ciencia-ficción de aventura... El gran éxito popular de la serie, ha hecho que Harrison volviera una y otra vez a ella a lo largo de los años. La serie consta ya de más de media docena de novelas, que han labrado la justa fama de este autor como el

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gran especialista en un tipo de space opera irónica y humorística, con un cierto gusto por el sarcasmo y el cinismo.

Su primera aparición pública fue en el primer relato de ciencia-ficción que Harrison publicara, en 1957, en la revista Astounding. Con ello Harrison resulta ser un descubrimiento más del mítico editor John W. Campbell, que con ello iniciaba entre ambos una fructífera relación que duraría muchos años.

Las primeras aventuras de Jim di Griz, narradas en los relatos publicados en Astounding entre 1957 y 1960, se reunieron en 1961 en el libro LA RATA DE ACERO INOXIDABLE.

En cierta forma, el aventurero cínico y amoral que compone Jim di Griz, se adelantaba al James Bond cinematográfico. El protagonista de LA RATA DE ACERO INOXIDABLE resulta como el Bond de Connery, un personaje sumamente atractivo pese (o tal vez gracias) a su cinismo y amoralidad. Además, Harrison sabe dotar a sus narraciones del ritmo adecuado y complementar la presencia de su personaje central con todo tipo de gadgets y una abundante parafernalia tecnológica muy conveniente en la mejor literatura de evasión y entretenimiento.

Pese a que Jim di Griz sea anterior al gran éxito cinematografío de James Bond, es licito pensar que fue el éxito de Bond lo que originó la continuidad de esta famosa serie de Harrison. Curiosamente, fue en 1966 tras las primeras cuatro películas de Bond, cuando se reedito en Gran Bretaña esta primera novela de las aventuras de la Rata de Acero Inoxidable. En los restantes libros que continúan la serie, resulta incluso evidente la voluntad irónica de Harrison y su intento de trasladar a la space opera una visión sarcástica del bondismo, de sus aventuras, de sus múltiples gadgets tecnológicos y, evidentemente, de su cinismo y del fingido desapego por todo lo que no sea la propia persona del protagonista v su misión.

La obra más reciente de Harrison es una ambiciosa trilogía que especula sobre como seria el mundo si los dinosaurios hubieran sobrevivido. Se compone de AL OESTE DEL EDEN, INVIERNO EN EDÉN y RETORNO A EDEN. La ambición y brillantez de dicha serie la trace comparable con la de Heliconia de Aldiss o la de El crisol del tiempo de Brunner.

También es destacable que de 1958 a 1966 fue guionista de FLASH GORDON, (creado por Alex Raymond por encargo del King Freatures Sindicate en 1934) que por aquel entonces dibujaba Dan Barry.

El tono de Harrison, aunque no toda su ironía, se encuentra en Dickson y en el mismísimo Heinlein. Las aventuras militares en el espacio narradas con ironía al estilo de BILL, HÉROE GALACTICO resucitan con gran amenidad en la serie Vorkosigan de Lois McMaster Bujold.

Fuentes: Miquel Barceló (CIENCIA-FICCIÓN, GUÍA DE LECTURA) Sebastián Bosch (Introducción a LA RATA DE ACERO INOXIDABLE) David Pringle (CIENCIA-FICCIÓN, LAS 100 MEJORES NOVELAS) René Jeanne y Charles Ford (HISTORIA ILUSTRADA DEL CINE), Isaac Asimov (SOBRE LA CIENCIA-FICCION), Claude Moliterni (DICCIONARIO DEL COMIC) y mis propias aportaciones.

www.ciencia-ficcion.com

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BIBLIOGRAFÍA GENERAL

Novelas

Año 1992   ¡El final de la epopeya! (The final incoherent adventure!). Coautor.Año 1991   En el planeta de los placeres insípidos. (On the planet of tasteless pleasure). Coautor

En el planeta de los diez mil bares. (On the planet of ten thousand bars). CoautorEn el planeta de los vampiros zombis. (On the planet of zombie vampires). Coautor

Año 1976   Catástrofe en el espacio. (Skyfall). Año 1966   ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! (Make room! Make room!).Año 1965   Bill, el héroe galáctico (Bill, the galactic hero). Año 1960   Mundo muerto. (Deathworld). Año desconocido  Estafador interestelar.

Universo cautivo.

CuentosAño 1986   En lo alto de la torre. The view from the top of the tower (corto). Año 1982   ¡Señor, se cambia! Coautor

Ataque y contraataque (corto). Doble y triple juego. El sello. Una extraña alianza

Año 1970   El árbol de la vida. (The ever branching tree) (corto). Año 1968   En las cataratas. (By the falls). Año 1964   Encuentro final. (Final encounter). Año 1963   Capitán Honorario Harpplayer, R.N. (Captain Honario Harpplayer, R.N.). Año 1956   El guante de terciopelo. (The velvet globe). Año desconocido  Brazo de la ley. (Arm of the law).

La batalla final. (The final battle). Te veo. (I see you). El mecánico. (The repairman). El robot que deseaba aprender. (The robot who wanted to know). Sucedió en el suburbano. Los malvados huyen. (The wicked flee) (corto).

www.ttrantor.org

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EL ARBOL DE LA VIDA 

Los chicos se habían dispersado por la playa, y algunos hasta se habían atrevido a meterse en el agua, donde las grandes olas verdes rompían sobre ellos. Brillando en un cielo muy azul, el sol quemaba la arena amarilla. Una ola se deshizo en espuma y subió silenciosamente por la orilla. Las palmas del Maestro se oyeron con claridad en el soleado silencio.

—Se ha terminado el recreo. Ponte la ropa, Grosbit-9, toda. La clase va a comenzar.Se acercaron al Maestro, lo más despacio que pudieron. Los bañistas salieron secos del

océano, y los otros no tenían ni un grano de arena adherido a la piel ni a la ropa. Rodearon al Maestro, dejando morir la charla, y él señaló dramáticamente una diminuta criatura que ondulaba por la arena.

—¡Uj, un gusano!—exclamó Mandi-2 con un delicioso estremecimiento, agitando sus rizos rojos.

—Un gusano, correcto. Un primer gusano, un gusano primitivo, un protogusano. Un gusano importante. Aunque no pertenece a la línea evolutiva que estamos estudiando, debemos detenernos a considerarlo. Un poco más de atención, Ched-3, se te cierran los ojos. Porque aquí, por primera vez, vemos segmentación, un paso tan importante en el desarrollo de la vida como lo fue el desarrollo de formas multicelulares. Ved, mirad con cuidado esa serie de anillos en el cuerpo de la criatura. Parece como si estuviera hecha de anillitos de tejido fundidos unos con otros, y así es.

Se inclinaron más, formando un círculo de cabezas bajas sobre el pardo gusano que se arrastraba por la arena. Se movió lentamente hacia Grosbit-9, que levantó el pie y pisó con fuerza la criatura. Los otros alumnos rieron furtivamente. El gusano se escurrió por el costado del zapato y continuó.

—Grosbit-9, tienes una actitud equivocada —dijo con seriedad el Maestro—. Se está gastando mucha energía para enviar a esta clase por el pasado, para que vean las maravillas de la evolución en acción. No podemos sentir, tocar ni oír el pasado ni cambiarlo, pero podemos movernos por él y verlo a nuestro alrededor. Así que contemplamos con admiración y respeto el poder que nos permite hacer esto, visitar nuestra Tierra como era hace millones de años, ver el océano de donde salió toda vida, mirar una de las primeras formas del árbol de la evolución, que se ramifica eternamente. ¿Y cuál es tu respuesta a esta experiencia imponente? ¡Pisoteas el anélido! Que vergüenza, Grosbit-9. Qué vergüenza.

Lejos de sentirse avergonzado, Grosbit-9 se mordisqueó un pellejo del pulgar y miró de reojo a su alrededor, con un principio de sonrisa burlona. El Maestro se preguntó, no por primera vez, cómo había entrado un 9 en su clase. Un padre con contactos importantes sin duda, amigos en puestos altos.

—Quizá sea conveniente que recapitulemos, para aquellos que no están prestando toda su atención.—Miró con dureza a Grosbit-9 al decir esto, sin efecto aparente—. La evolución es la manera en que hemos llegado al alto estado actual. La evolución es el avance de la vida, desde las criaturas unicelulares hasta el hombre, multicelular y pensante. No sabemos qué vendrá después de nosotros; lo que hubo antes lo estamos viendo ahora. Ayer observamos el rayo que cayó en el caldo químico de los mares y vimos la formación de los compuestos más complejos que se transformaron en las primeras formas de vida. Vimos como esta vida unicelular triunfaba sobre el tiempo y la eternidad, al desarrollar por primera vez la capacidad de dividirse en dos células, y luego dar las formas compuestas, multicelulares. ¿Qué recordáis de ayer?

—¡La lava derretida se vertía en el océano!—¡La tierra se levantó del mar!—¡Cayó el rayo en el agua!—¡Los bichos daban asco!

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El Maestro asintió con la cabeza, sonriendo, e ignoró el último comentario. No tenía idea de por qué Mandi-2 estaba matriculada en este curso de ciencia, y no creía que fuera a quedarse mucho tiempo

—Muy bien. Entonces llegamos a los anélidos, como este gusano. Segmentados, con cada segmento casi independiente. Aquí aparecen ya los vasos sanguíneos que llevan alimento a todos los tejidos de la forma más eficiente. Aquí tenemos la primera hemoglobina que transporta oxígeno a todas las células. Aquí está el primer corazón, una bomba que impulsa la sangre por los tubos. Pero falta algo todavía. ¿Sabéis qué es?

No había respuestas en sus caras, tenían los ojos agrandados de excitación.—Pensad. ¿Qué habría pasado si de veras Grosbit-9 hubiera pisado al gusano?—Lo habría despanchurrado —contestó Agon-1, con el espíritu práctico de los ocho años.

Mandi-2 se estremeció.—Correcto. Habría muerto. Es blando, sin caparazón ni esqueleto. Lo que nos lleva a la

rama siguiente del árbol de la evolución.El Maestro apretó el botón activador de la unidad de control que llevaba en la cintura, y la

computadora programada los llevó por el tiempo a su siguiente cita. Los envolvió algo gris y veloz, sin sensación de movimiento, que se desvaneció de pronto y fue reemplazado por una nebulosidad verde. A seis metros sobre sus cabezas, el sol rielaba sobre la superficie del océano, mientras a su alrededor pasaban rápidamente peces silenciosos. Un monstruo, todo placas y dientes brillantes, se lanzó sobre ellos, y Mandi-2 dio un gritito de sorpresa.

—Atended aquí, por favor. Los peces vendrán después. Primero debéis estudiar estos, los primeros equinodermos. Phil-4, señala un equinodermo y dinos qué significa la palabra.

—Equinodermo—dijo el muchacho, buscando la clave en su memoria. Las técnicas que todos los niños aprendían en los primeros años de escuela le pusieron las palabras en los labios. Igual que los demás, tenía una memoria perfecta—. En griego quiere decir piel con púas. Ese debe ser uno, la estrella de mar grande y peluda.

—Correcto. Un paso evolutivo importante. Antes de estos, los animales no tenían protección, como nuestro anélido, o tenían exoesqueletos, como los caracoles, las langostas o los insectos. Eso es limitado y poco eficaz. Pero un esqueleto interno puede proporcionar un soporte flexible y es ligero. Se ha dado un paso importante en la evolución. ¡Casi hemos llegado, niños! Este esqueleto interno simple evolucionó hacia un notocordio más práctico, un solo hueso de la longitud del cuerpo que protege una fibra nerviosa principal. Y los cordados, las criaturas que poseen este notocordio, están a un solo paso evolutivo de este... ¡todo esto!

El Maestro abrió los brazos mientras el mar se llenaba de vida. Un cardumen de peces plateados, de un metro de largo, pasó entre los estudiantes y a través de ellos, mientras depredadores de dientes afilados, parecidos a tiburones, atacaban. El Maestro había calculado bien el tiempo de su explicación para terminar en ese preciso momento dramático. Algunos de los niños más pequeños se encogieron ante la explosión de vida y muerte, mientras Grosbit-9 amagaba un puñetazo a uno de los gigantes que pasaba a su lado.

—Hemos llegado —dijo el Maestro, vibrante, arrastrado por su propio entusiasmo—. Los cordados dan paso a los vertebrados, la vida tal corno la conocemos. Un esqueleto interno fuerte y flexible protege los órganos blandos y proporciona sostén. El cartílago de estos tiburones—el mismo tipo de tejido que endurece vuestras orejas—se transforma en hueso duro en estos peces. Por decirlo así, la Humanidad está a la vuelta de la esquina. —Notó un tirón de su toga—. ¿Qué pasa, Ched-3?

—Tengo que ir al...—Bien; aprieta el botón de regreso en tu cinturón, y no te demores mucho.Ched-3 apretó el botón y se desvaneció, llevado de vuelta a su aula con excelentes

sanitarios funcionales. El Maestro hizo un gesto de fastidio, mientras la vida pululante giraba y se zambullía a su alrededor. Los niños se ponían difíciles a veces.

—¿Cómo supieron estos animales conseguir un notocordio y huesos? —preguntó Agon-1—. ¿Cómo encontraron el camino para terminar en los vertebrados y en nosotros?

El Maestro estuvo a punto de darle una palmadita en la cabeza, pero en cambio sonrió.—Buena pregunta, muy buena. Hay alguien que ha estado escuchando y pensando. La

respuesta es que no lo sabían, no fue algo planeado. El árbol de la evolución no tiene metas. Sus cambios son aleatorios, mutaciones causadas por alteraciones del plasma germinal causadas por la radiación natural. Las variaciones que tienen éxito viven, las otras mueren. Las Selección de relatos cortos de Harry Harrison 7

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criaturas con notocordio se movían con mayor facilidad, tenían más éxito que otras. Vivieron para seguir evolucionando. Lo que nos lleva a una nueva palabra que quiero que recordéis. La palabra es "ecología", y estamos hablando de nichos ecológicos. La ecología es el mundo entero, todo lo que contiene, la forma en que todas las plantas y los animales viven juntos y se relacionan unos con otros. Un nicho ecológico es el lugar donde vive una criatura en este mundo, el lugar especial donde puede medrar, sobrevivir y reproducirse. Todas las criaturas que hallan un nicho ecológico donde pueden sobrevivir, tienen éxito.

—¿La supervivencia de los más aptos? —preguntó Agon-1.—Has estado leyendo algún libro antiguo. Así se llamó en otro tiempo a la evolución, pero

era un nombre incorrecto. Todos los organismos vivos son aptos, porque están vivos. No puede haber uno más apto que otro. ¿Podemos decir que nosotros, los hombres, somos más aptos que las ostras?

—Sí —dijo Phill-4 con seguridad absoluta, prestando atención a Ched-3, que había reaparecido, surgiendo aparentemente del flanco de un tiburón.

—¿De veras? Ven aquí, Ched—3, y trata de prestar atención. Nosotros vivimos y las ostras viven. Pero, ¿qué pasaría si el mundo quedara de pronto cubierto totalmente por las aguas?

—¿Cómo podría pasar eso?—No importa cómo —saltó el Maestro, y respiró profundamente—. Digamos sólo que

sucede. ¿Qué le pasaría a toda la gente?—¡Se ahogarían todos! —dijo Mandi-2, con pena.—Correcto. Nuestro nicho ecológico habría desaparecido. Las ostras medrarían y cubrirían

el mundo. Si sobrevivimos, somos todos igualmente aptos a los ojos de la naturaleza. Ahora veamos cómo les va a nuestros animales con esqueleto en un nuevo nicho: la tierra firme.

Presión sobre un botón, un movimiento sin desplazamiento alguno, y se encontraron en la orilla fangosa de un pantano salobre. El Maestro señaló una aleta que cortaba las algas flotantes.

—La subclase de los crisopterigios, que significa aletas con flecos. Pececitos resistentes que han conseguido sobrevivir en esta agua estancada, adaptando sus vejigas natatorias para respirar aire directamente y obtener así el oxígeno. Muchos peces tienen estas vejigas, que les permiten mantenerse a cualquier profundidad, pero ahora les han dado un uso diferente. ¡Observad!

El agua se hizo más somera, hasta que sobresalió el lomo del pez, luego sus protuberantes ojos. Miró a su alrededor, como aterrorizado por este nuevo ambiente. Las sólidas aletas reforzadas por el hueso batieron el fango, empujándolo cada vez más lejos de su hogar, el mar. Luego se encontró fuera del agua, avanzando penosamente por el barro más seco. Una libélula planeó a baja altura, se posó, y fue engullida por la boca abierta del pez.

—Es la conquista de la tierra—dijo el Maestro, señalando el lomo del pez, que ya se perdía entre los juncos—. Primero las plantas, luego los insectos... ahora los animales. Dentro de pocos millones de años, aún más de 225 millones de años antes de nuestra época, tendremos esto...

Otra vez por el tiempo, alejándose, a la señal de una palabra clave, a otro escenario cenagoso, un pantano con helechos altos como árboles y un sol cálido que quemaba a través de nubes bajas.

Y vida. Vida que ruge, pisotea, come, mata. Los investigadores del tiempo debieron buscar con diligencia este lugar, este instante en la historia del mundo. No hacían falta palabras de descripción o explicación.

La era de los reptiles. Los pequeños escapaban rápidamente de la carnicería que los amenazaba. Un escolosaurio, acorazado como un tanque en miniatura, se abría paso entre el juncal, dejando una huella en el lodo al arrastrar la cola erizada de púas. Un gran brontosaurio se alzaba contra el cielo, agitando su cabecita tonta, con su escaso cerebro, al extremo del largo cuello, girándose para ver qué lo molestaba al recibir algún mensaje de su indiferente sistema nervioso. Arqueó el lomo, una montaña de carne, cartílago y hueso, y allí estaba la forma demoníaca del tiranosaurio. Sus patitas delanteras rascaban débilmente la piel correosa del otro, mientras sus dientes, afilados como cuchillas, de varios metros de largo desgarraban la pared de carne. El brontosaurio, inseguro todavía acerca de lo que estaba ocurriendo, alzó un cuarto de tonelada de barro, agua y plantas y masticó, dubitativo. Arriba, moviendo sus alas coriáceas, el pteranodonte pasó con las largas mandíbulas abiertas.Selección de relatos cortos de Harry Harrison 8

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—Uno está lastimando a otro —dijo Mandi-2—. ¿No puede hacer que paren?—Somos sólo observadores, niña. Lo que ves sucedió hace muchísimo y es inalterable.—¡Matar! —murmuró Grosbit-9, prestando atención por primera vez.Todos observaron, boquiabiertos ante la furia silenciosa.—Son reptiles, los primeros animales que consiguieron conquistar la tierra. Antes de ellos

fueron los anfibios, como nuestras ranas, atados todavía al agua, donde ponen los huevos y crecen las crías. Pero los reptiles ponen huevos que pueden incubar en la tierra. Se ha cortado la ligadura con el mar. La tierra ha sido conquistada al fin. No les falta más que una característica que les permita sobrevivir en todo el globo. Todos os habéis preparado para este viaje. ¿Puede alguien decirme qué falta?

Solo le respondió el silencio. El brontosaurio cayó, y le arrancaron grandes pedazos de carne. El pteranodonte se alejó, aleteando. Un chaparrón ocultó el sol.

—Me refiero a la temperatura. Estos reptiles obtienen buena parte del calor de sus cuerpos del sol. Deben vivir en un ambiente cálido, porque sus cuerpos se enfrían junto con el ambiente...

—¡Sangre caliente! —dijo Agon-1, excitado.—Correcto. Alguien, por lo menos, ha estudiado como debía. Vemos que sacas la lengua,

Ched-3. ¿Qué te parecería si no pudieras volver a meterla en la boca y te quedaras así? La temperatura corporal controlada, la última rama importante del árbol de la vida que se ramifica constantemente. La primera clase de los que podríamos llamar animales con calefacción central es la de los mamíferos. Los mamíferos. Si nos adentramos un poco más en esta selva veréis lo que quiero decir. No os retraséis, venid aquí. En este claro, todos. A este lado. Mirad aquellos matorrales. En cualquier momento...

Esperaron ansiosamente. Las hojas se agitaron y ellos se inclinaron hacia adelante. Asomó un hocico porcino, oliscó el aire y dos ojos suspicaces, ligeramente bizcos recorrieron el claro. Convencido de que no había peligro por él momento, el animal salió.

—¡Uh! ¡Qué feo es! —dijo Phill-4.—La belleza la pone el ojo del observador, jovencito. Te pido que contengas la lengua.

Este es un ejemplo perfecto de la subclase de los prototerios, las primeras bestias, el tritilodonte en persona. Durante muchos años se discutió si era un mamífero o un reptil. Tiene la piel suave y escamas lustrosas como un reptil, pero observad el pelo que crece entre las placas. Los reptiles no tienen pelo. Y pone huevos, como los reptiles. Pero esta hermosa criatura también amamanta a sus crías, como los mamíferos. Contemplad este puente entre la antigua clase de los reptiles y la naciente de los mamíferos.

—¡Oh, qué monada! —chilló Mandi-2 cuando cuatro réplicas diminutas y rosadas de la madre salieron de los arbustos, tambaleándose.

El tritilodonte se echó de lado y los pequeños empezaron a mamar.—Esa es otra cosa que los mamíferos introdujeron en el mundo—dijo el Maestro, mientras

los alumnos miraban fascinados—. El amor materno. Las crías de los reptiles, aunque nazcan vivas o se incuben de huevos, tienen que arreglárselas solas. Pero los mamíferos de sangre caliente necesitan calor, protección y alimento durante su desarrollo. Necesitan cuidados maternales y, como veis los reciben.

Algún sonido debió de inquietar al tritilodonte, pues se volvió, miró en redondo, y luego se levantó para meterse entre los arbustos, seguido por sus tambaleantes crías. En cuanto el claro quedó vacío, se acercó un voluminoso tricerátopo, con los grandes cuernos y la cresta ósea en alto. Diez metros de mole carnosa, arrastrando la cola.

—Los grandes lagartos perduran aún, pero se acercan a su destrucción final. Los mamíferos sobrevivirán, se multiplicarán y llenarán la Tierra. Más adelante discutiremos los diversos caminos recorridos por los mamíferos, pero hoy vamos a saltar millones de años hasta el orden de los primates, que puede que os resulte familiar.

Una jungla más alta profunda y enmarañada reemplazó a la anterior— un laberinto lleno de frutas, flores y vida. Cruzaban el aire pájaros multicolores, había nubes de insectos, y por entre las ramas se movían formas pardas.

—Monos—dijo Grosbit-9, y buscó algo que arrojarles.—Primates. Un grupo relativamente primitivo que ocupó los árboles, cerca de cincuenta

millones de años antes de nuestro tiempo. ¿Veis como se están adaptando a la vida arbórea? Tienen que ver con claridad al frente y juzgar correctamente las distancias, por eso tienen los Selección de relatos cortos de Harry Harrison 9

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ojos en la parte frontal de la cabeza y han desarrollado visión binocular. Para aferrarse a las ramas, las uñas se han acortado y aplanado, y el pulgar oponible les asegura un más firme asimiento. Estos primates continuaran su desarrollo hasta el día importante y maravilloso en que desciendan de los árboles y se aventuren a salir del abrigo de la selva protectora.

—África—dijo el maestro cuando la máquina del tiempo les transportó nuevamente a través de los siglos—. Podría ser hoy, tan poco han cambiado las cosas en el tiempo relativamente escaso que ha transcurrido desde que estos primates superiores avanzaron.

—No veo nada—dijo Ched-3, mirando la hierba de la estepa, agostada por el sol, y la jungla verde más allá.

—Paciencia. Comienza la escena. Observad la manada de antílopes que viene hacia nosotros. El paisaje ha cambiado, es más seco los mares de hierba hacen retroceder a la jungla. Aún hay comida en la jungla, frutos y nueces al alcance de la mano, pero la competencia se está haciendo feroz. Muchos primates diferentes ocupan ahora ese nicho ecológico, y son demasiados. ¿Hay otro nicho desocupado? ¡No aquí en la estepa! Aquí están los herbívoros de pie veloz, mirad como corren; su supervivencia depende de su rapidez. Porque tienen enemigos, los carnívoros que se alimentan de su carne.

Se levantó una polvareda, y los antílopes saltaron hacia ellos. Ojos grandes, fuertes pezuñas, reflejos de sol en sus cuernos Desaparecieron. Detrás venían los leones. Habían separado un gamo de la manada, las leonas lo rodearon e hirieron. Luego una zarpa lo derribó, y cayó muerto al instante, con la garganta mordida y la sangre roja y caliente empapando el polvo. Los leones comieron. Los niños miraban, enmudecidos y Mandi-2 moqueó y se frotó la nariz.

—Los leones comen un poco, pero ya están hartos de la presa anterior. El sol está casi en el cenit, y tienen calor y sueño. Encontrarán una sombra y se dormirán, y el cadáver quedará para los carroñeros.

Mientras el Maestro hablaba, el primer buitre estaba cayendo del cielo, plegando sus alas polvorientas y anadeando hacia la presa. Descendieron otros dos, que tironearon de la carne, riñendo y chillando mudamente.

Entonces salieron del borde de la jungla primero un simio, luego dos más. Parpadearon ante la luz del sol miraron temerosamente a su alrededor, y corrieron hacia el gamo muerto, ayudándose en su carrera con los nudillos de sus manos en el suelo. Los buitres empapados en sangre los miraron con aprensión, y levantaron el vuelo cuando uno de los simios les lanzó una piedra. Era su turno ahora. Ellos también arrancaron trozos de carne.

—Mirad y admirad, niños. El simio sin rabo sale de la selva. He aquí vuestros remotos antepasados.

—¡Míos no!—Son horribles.—Creo que voy a vomitar.—¡Niños, basta! ¡Pensad! Con el cerebro, no con las vísceras por una vez. Estos hombres-

simios o simios-hombres han ocupado un nuevo nicho cultural. Ya se están adaptando a él. Son casi sin pelo, por lo que pueden sudar y eliminar así calor cuando otros animales deben buscar refugio. Usan herramientas. Arrojan piedras para espantar a los buitres. Y mirad, aquél... tiene una piedra afilada que está empleando para cortar la carne. Van erguidos, con lo que les quedan las manos libres para la alimentación y la supervivencia. Está emergiendo el hombre y vosotros tenéis el privilegio de contemplar sus primeros pasos trémulos fuera de la jungla. Fijad esta escena en vuestra memoria, es gloriosa. Y la recordarás mejor, Mandi-2, si miras con los ojos abiertos.

Las clases de más edad solían mostrar mayor entusiasmo. Sólo Agon-1 parecía mirar con cierto interés. Bien, decían que un buen alumno hacía que una clase valiera la pena, que le hacía sentir a uno que había logrado algo.

—Aquí termina la lección de hoy, pero os diré algo sobre la clase de mañana.África desapareció, y surgió una tierra del norte, fría y barrida por la lluvia. Al fondo se

alzaban montañas, y una fina columna de humo subía de una casa baja, medio enterrada.—Veremos cómo salió el hombre de su ambiente de primate, se hizo seguro y fuerte.

Cómo estas gentes primitivas pasaron del grupo familiar a la sencilla comunidad neolítica. Cómo usaron herramientas y domaron la naturaleza. Averiguaremos quién vive en esa casa y qué hace. Es una lección que sé que esperáis con impaciencia.Selección de relatos cortos de Harry Harrison 10

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Parecía haber muy pocas pruebas que respaldaran su afirmación; el Maestro apretó el botón, y la clase terminó. Apareció el aula familiar; la campana tañía su dulce música. Gritando, sin mirar atrás, los niños salieron a la carrera y el Maestro, súbitamente cansado, desprendió los controles de su cintura y los guardó

En la puerta de la calle vio a una joven matrona, muy atractiva y sonrosada, con una miniatura de minifalda y el pelo rojo como una llama. La madre de Mandi-2, se dijo; debería haberse dado cuenta por el pelo; la vio coger la manita aún más pequeña y sonrosada en la suya. Salieron delante de él.

—¿Y qué aprendiste hoy en la escuela, querida?—preguntó la madre.Aunque no le parecía bien escuchar las conversaciones ajenas, el Maestro no pudo dejar

de oír la pregunta. Sí, ¿qué había aprendido? Sería bueno saberlo.Mandi-2 bajó los escalones a saltos, brincando de felicidad por estar nuevamente libre.—Oh, no mucho —dijo, y volvieron la esquina.Sin saberlo, el Maestro soltó un profundo suspiro de cansancio; giró en dirección contraria,

y se fue a su casa.

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EL MECÁNICO

El viejo tenía cara de pocos amigos, lo cual significaba que alguien iba a pasar un mal rato. Dado que estábamos solos, no se necesitaba una gran dosis de inteligencia para imaginar que ese alguien sería yo. Me adelanté a hablar, por aquello de que la mejor defensa es un buen ataque.

- Me marcho. No se moleste en decirme el desagradable trabajo que ha inventado para mí, puesto que me marcho, y no querrá usted revelarle los secretos de la compañía a una persona que ha dejado de pertenecer a ella...

El rostro del viejo se distendió en una amplia sonrisa y me pareció oírle cloquear mientras pulsaba un botón de su escritorio. Uno de los cajones de la mesa se abrió y el viejo sacó de él un grueso documento legal.

- Este es su contrato - dijo -. Establece cómo y hasta cuándo trabajará usted aquí. Un contrato encuadernado en acero y vanadio que no podría usted romper con una trituradora molecular.

Me incliné rápidamente, cogí el contrato y lo lancé al aire con un solo movimiento. Antes de que llegara al suelo había desenfundado mi Solar y, disparando contra él, lo reduje a cenizas.

El viejo volvió a apretar el botón y sacó otro contrato del cajón. Su sonrisa se hizo más amplia si cabe.

- Tenía que haber dicho un duplicado de su contrato... como éste.Hizo unas rápidas anotaciones.- Le descontarán trece créditos de su sueldo por el importe del contrato que ha destruido... así como

cien créditos de multa por disparar un Solar en el interior de un edificio. Me dejé caer sobre una silla derrotado, esperando que descargara el golpe. El viejo palmeó

cariñosamente mi contrato. - De acuerdo con este documento, no puede usted marcharse. Nunca. En consecuencia, tengo un

pequeño trabajo que creo va a gustarle. Un trabajo de reparación. La baliza luminosa de Centauro se ha apagado. Es una baliza Mark III...

- ¿Qué clase de baliza? - pregunté.Había reparado balizas hiperespaciales de un extremo a otro de la Galaxia y estaba convencido de

haber trabajado en todos los tipos o modelos que se habían fabricado. Pero nunca había oído hablar de aquélla.

- Una Mark III - repitió el viejo socarronamente -. Creo que es el tipo más antiguo de baliza que se ha fabricado... y en la Tierra nada menos. Teniendo en cuenta su emplazamiento en uno de los planetas del Centauro, no me extrañaría nada que fuera la primera baliza espacial que se instaló.

Contemplé las fotografías que me entregó el viejo y me estremecí de horror.- ¡Esto es una monstruosidad! Parece más una destilería que una baliza... y por lo menos tiene

quinientos metros de altura. Soy mecánico, no arqueólogo. Este montón de chatarra tiene más de dos mil años. Será mejor darlo de baja e instalar una baliza nueva.

El viejo se inclinó por encima de su mesa, echándome el aliento a la cara.- Costaría un año instalar una baliza nueva..., además de ser demasiado cara..., y esa reliquia se

encuentra en una de las principales rutas. En la actualidad algunas de nuestras naves se ven obligadas a dar un rodeo de quince años-luz.

Volvió a echarse hacia atrás, se secó las manos en su pañuelo y me recitó el Párrafo Cuarenta y Cuatro de las Obligaciones de la Compañía.

- Este departamento recibe el nombre oficial de Mantenimiento y Reparación, cuando en realidad tendría que llamarse Fuente de Complicaciones. Las balizas hiperespaciales están fabricadas para durar eternamente... o casi eternamente. Cuando una de ellas se estropea, no es nunca un accidente, y repararla no es nunca un asunto sin importancia.

Me lo estaba diciendo a mí... el tipo que hacía todo su trabajo sentado cómodamente en una oficina dotada de aire acondicionado.

Empezó a divagar.- ¡Cómo me gustaría mandar todo esto al diablo! Me dedicaría tranquilamente a la construcción de

naves y me ahorraría muchos quebraderos de cabeza. Pero las cosas son como son. Y ahora poseo una flota de naves que están equipadas para hacerlo casi todo... manejadas por un montón de irresponsables como usted.

Asentí lúgubremente a su índice acusador.

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- ¡Cómo me gustaría prenderles fuego a todos ustedes! Pilotos, mecánicos, soldados y cuantos intervienen en las reparaciones. Tengo que intimidar, sobornar y chantajear a la gente para que haga un sencillo trabajo. Si usted está asqueado, imagine cómo estaré yo. ¡Pero las naves tienen que seguir viajando! ¡Las balizas tienen que funcionar!

Era una despedida, y me apresuré a ponerme en pie. El viejo me entregó las notas acerca del Mark III y dedicó su atención a otros papeles, como si yo hubiera dejado de existir. En el instante en que llegaba a la puerta, el viejo alzó la mirada y me apuntó de nuevo con su índice.

- Y no se haga ilusiones vanas sobre la posibilidad de eludir su contrato. Podemos retener la cuenta corriente que posee en el Banco de Algol II mucho antes de que usted consiga sacar el dinero.

Sonreí sin demasiadas ganas, lo reconozco, como si nunca se me hubiese ocurrido la idea de mantener en secreto aquella cuenta. Mientras me dirigía hacia el vestíbulo traté de imaginar un medio de transferir el dinero subrepticiamente... sabiendo que en aquel mismo instante el viejo estaba planeando algún medio para evitarlo.

El asunto resultaba muy deprimente, de modo que me detuve a echar un trago antes de dirigirme al espaciopuerto.

Cuando la nave estuvo dispuesta, yo tenía ya una ruta trazada. La baliza más próxima a la averiada de Centauro se encontraba en uno de los planetas de Beta Circinus, y hacia allí debía encaminarme primero. Un corto viaje de sólo nueve días por el hiperespacio.

Para comprender la importancia de las balizas hay que comprender el hiperespacio. No es que haya mucha gente que lo entienda, pero resulta bastante fácil darse cuenta de que en ese no-espacio las normas ordinarias no tienen aplicación. La velocidad y las medidas son un problema de afinidad y no hechos constantes.

Las primeras naves que entraron en el hiperespacio no tenían ningún lugar adonde ir... ni ningún medio para saber si se habían movido. Las balizas resolvieron aquel problema y abrieron todo el universo. Están construidas sobre planetas y generan enormes cantidades de energía. La energía es convertida en radiaciones que son proyectadas a través del hiperespacio. Cada baliza tiene un código de señales que forma parte de sus radiaciones y representa un punto mensurable en el superespacio. La triangulación y la cuadratura de las señales de la baliza para convertirlas en datos destinados a la navegación se llevan a cabo de acuerdo con sus propias reglas. Las reglas son complicadas y variables, pero al fin y al cabo son reglas que un navegante puede seguir.

Para un salto hiperespacial son necesarias por lo menos cuatro balizas para una exacta orientación. Si se trata de un viaje largo, los navegantes utilizan hasta siete u ocho. De modo que cada una de las balizas es importante y todas tienen que estar funcionando. De atender a su funcionamiento nos encargamos los otros mecánicos y yo.

Viajamos en naves perfectamente equipadas con todo el material necesario; sólo un hombre en cada nave, porque la pesada maquinaria destinada a la reparación no deja espacio para más. Debido a la verdadera naturaleza de nuestro trabajo, pasamos la mayor parte del tiempo volando a través del espacio normal. Después de todo, cuando una baliza sufre una avería, ¿cómo puede ser localizada? A través del hiperespacio no, desde luego. Lo único que puede hacerse es acercarse el máximo a ella utilizando otras balizas y luego terminar el viaje por el espacio normal. Esto puede exigir meses enteros de navegación, y a menudo los exige.

El trabajo que me había encargado el viejo no parecía ofrecer perspectivas demasiado desagradables. Partiendo de los supuestos que me facilitó la baliza de Beta Circinus, le planteé un complicado problema de ocho incógnitas al piloto automático, utilizando como puntos de referencia todas las balizas a las cuales podía llegar. El piloto me proporcionó una ruta con un aproximado punto de llegada; con un factor de seguridad que formaba parte de la estructura y que yo no podía eliminar de la máquina.

Hubiera preferido correr el riesgo de estrellarme contra un planeta próximo a pasar el tiempo enjaulado a través del espacio normal. Pero, al parecer, la técnica sabía también esto. El piloto automático proporcionaba siempre un factor de seguridad, de modo que uno no podía meterse dentro de un sol, por mucho que lo intentara. Estoy convencido de que al prever aquel factor de seguridad la técnica no obedeció a motivos humanitarios. Lo único que le importaba a la técnica era no perder la nave.

A través de un salto de veinticuatro horas el robot analizador escudriñó todas las estrellas, comparándolas con el espectro del Próximo Centauro. Finalmente hizo sonar un timbre y parpadear una luz. Miré a través del ocular.

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Una última lectura con la fotocélula me dio la magnitud aparente, y una comparación con su magnitud absoluta mostró su distancia. No era tan larga como yo había creído: un vuelo de seis semanas, día más día menos. Después de marcar un rumbo en el piloto automático me introduje en el tanque de aceleración y me quedé dormido.

El tiempo transcurrió rápidamente. Rellené mi cámara por vigésima vez y casi terminé un curso de física nuclear por correspondencia. La mayoría de los mecánicos siguen esos cursos. Tienen un valor en sí mismos, ya que uno no sabe nunca qué clase de extraños elementos tendrá que manejar. Además, la compaña le paga a uno de acuerdo con las especialidades que domina. Todo esto, unido a un poco de pintura al óleo y unos ejercicios de gimnasia, me ayudó a pasar el tiempo. Estaba dormido cuando sonó el timbre de alarma que anunciaba la presencia de un planeta.

El planeta dos, donde según los antiguos mapas estaba situada la baliza, era una especie de globo de aspecto húmedo y pulposo. Trabajé duramente para poder utilizar con provecho las antiguas directrices, y finalmente localicé la zona correcta. En este oficio se aprende muy pronto cuándo y dónde se arriesga la propia piel. Por lo tanto, envié un Ojo Volador a la atmósfera exterior para que efectuara una investigación preliminar.

Los que habían instalado la baliza habían sido lo suficientemente perspicaces como para escoger un lugar fácilmente localizable, equidistante sobre una línea entre dos de los picos montañosos más altos. Tras haber localizado los picos, hice que el Ojo recorriera la distancia existente entre el primero y el segundo. El Ojo tenía un hocico y una cola de radar, y procuré que coincidieran respectivamente con cada uno de los picos. Al producirse la coincidencia corté los controles del Ojo y empecé a descender.

Desconecté el radar, conecté el tele-explorador y me senté a esperar que la baliza apareciera en la pantalla.

La imagen parpadeó, quedó automáticamente enfocada... y una gran pirámide apareció en la pantalla. Refunfuñando, hice girar el Ojo en círculos, examinando el terreno circundante. Era un terreno llano, pantanoso, sin la menor elevación. Lo único que sobresalía en un radio de diez millas era aquella pirámide..., que decididamente no era mi baliza.

¿O acaso lo era?Hice descender más el Ojo. La pirámide era un burda construcción de piedra, completamente lisa. En

la cima se divisaba un débil resplandor. La examiné más de cerca. En la cumbre de la pirámide había una cavidad llena de agua. Al verla me pareció recordar algo.

Fijando el Ojo en una ruta circular, rebusqué entre los planos del Mark III... y allí estaba. La baliza tenía un plano de sedimentación y encima de él una cavidad destinada a contener agua; el agua era utilizada para enfriar el reactor que proporcionaba energía al monstruo. Si el agua estaba aún allí, la baliza también estaba allí... en el interior de la pirámide. Los indígenas, que no habían sido mencionados por los imbéciles que construyeron la cosa, habían edificado una hermosa y recia pirámide de piedra alrededor de la baliza.

Dirigí otra mirada a la pantalla y comprobé que había fijado el Ojo en una órbita circular a unos veinte pies sobre la pirámide. La cima del montón de piedra estaba ahora cubierta de una especie de lagartos, al parecer las formas de vida locales. Iban armados con lo que parecían ballestas y trataban de alcanzar al Ojo: una nube de flechas y de piedras volaba en todas direcciones.

Conecté el circuito que devolvería automáticamente el Ojo a la nave.A continuación me dirigí a la cocina para echar un buen trago. Mi baliza no sólo estaba encerrada en

el interior de una montaña de piedra hecha a mano, sino que mi presencia había conseguido irritar a los seres que la habían construido. Un buen comienzo para un trabajo; un comienzo capaz de inducir a un hombre más fuerte que yo a buscar consuelo en la bebida.

Normalmente un mecánico permanece alejado de las civilizaciones indígenas. Son veneno puro. A los antropólogos puede no importarles que les diseccionen en beneficio de su ciencia, pero un mecánico no está dispuesto a ninguna clase de sacrificio por su trabajo. Por este motivo la mayoría de las balizas están situadas en planetas deshabitados. Si una baliza tiene que ser instalada en un planeta habitado, suele colocarse en algún lugar inaccesible.

Los motivos de que aquella baliza hubiera sido instalada al alcance de las garras locales se me escapaban de momento. A su debido tiempo me interesaría por ellos. Lo primero que tenía que hacer era establecer contacto. Para establecer contacto tiene uno que conocer el idioma local.

Y para esto hacía mucho tiempo que yo había ideado un sistema a prueba de imprudencias.Tenía un «espía» que había construido yo mismo. Parecía un trozo de roca de un pie de longitud

aproximadamente. Una vez en el suelo pasaba completamente inadvertido, pero resultaba un poco desconcertante verlo flotar. Localicé una ciudad indígena a unos mil kilómetros de distancia de la Selección de relatos cortos de Harry Harrison 14

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pirámide y dejé caer el Ojo. Aterrizó de noche a orillas del revolcadero de fango local. Allí acudirían a revolcarse los indígenas en gran número durante el día. Por la mañana, cuando llegaron los primeros indígenas, puse en marcha el aparato de grabación.

Al cabo de unos cinco días locales tenía un mar de conversación indígena en el archivador de la máquina de traducir y había anotado unas cuantas frases. Esto resulta muy fácil cuando se dispone de una máquina archivadora. Uno de los lagartos le gargarizó algo a otro, y el segundo se volvió en redondo. Anoté aquella expresión con la frase: «¡Eh, George!», y esperé una oportunidad para utilizarla. Aquel mismo día, más tarde, divisé a uno de ellos que iba solo y le grité: «¡Eh, George!» La frase gargarizó a través del altavoz en el idioma local y el lagarto se volvió en redondo.

Cuando uno tiene suficientes frases de referencia como ésta en el archivador de la máquina de traducir, la máquina se encarga de llenar las lagunas existentes. En cuanto la MT fue capaz de traducir de corrido cualquier conversación que oyera, pensé que había llegado el momento de establecer contacto.

Lo encontré con bastante facilidad. Era una versión centáurica de un pastor: apacentaba un rebaño de una forma de vida local especialmente repugnante, en las marismas situadas en las afueras de la ciudad.

Yo tenía uno de los Ojos oculto en una especie de caverna y aguardé a que pasara por delante de ella.Esto ocurrió al día siguiente. Susurré por el micrófono: - ¡Bienvenido, nieto pastor! El espíritu de tu abuelo te habla desde el paraíso.El pastor se detuvo como si acabaran de pegarle un tiro. Antes de que pudiera moverse pulsé un

interruptor, y un montón de dinero local, una especie de conchas de diversos colores, salió rodando de la cueva y aterrizó a sus pies.

- Ahí va algún dinero del paraíso, porque has sido un buen muchacho. - No procedía del paraíso, desde luego: la noche anterior lo había extraído de la Tesorería -. Vuelve mañana y charlaremos un poco - le grité a la figura que se alejaba precipitadamente.

Me complació muchísimo comprobar que antes de emprender la huida recogía el dinero.Después de aquello el Abuelo del paraíso sostuvo muchas conversaciones íntimas con su Nieto, el

cual no pudo resistir la tentación del dinero celeste. El Abuelo no había estado en contacto con las cosas desde su muerte, y el Pastor se alegró de poder satisfacer su curiosidad.

Me enteré de todo lo que necesitaba saber acerca de la historia, pasada y reciente, de aquel pueblo, y la información que obtuve no fue precisamente agradable.

Además de la pirámide construida alrededor de la baliza había una pequeña guerra alrededor de la pirámide.

Todo había empezado con el seísmo. Al parecer, los lagartos locales vivían en las distantes marismas cuando fue instalada la baliza, pero los constructores no les habían dado demasiada importancia. Eran una raza inferior que habitaba en un lejano continente. La idea de que la raza pudiera desarrollarse y llegar hasta aquel continente no se les había ocurrido a los mecánicos de la baliza. Pero eso fue precisamente lo que sucedió.

Un pequeño seísmo geológico formó un puente de tierra entre los dos continentes, y los lagartos empezaron a afluir al valle de la baliza. Y encontraron un brillante templo de metal del cual fluía un continuo chorro de agua mágica; el agua destinada a enfriar el reactor, que se renovaba a través de un condensador atmosférico instalado en el techo. La radiactividad del agua no perjudicaba a los indígenas. Produjo algunas mutaciones que resultaron beneficiosas.

Se edificó una ciudad alrededor del templo y, con el paso de los siglos, fue alzándose la pirámide alrededor de la baliza. Una categoría especial de sacerdotes servía al templo. Todo marchó bien hasta que uno de los sacerdotes violó el templo y destruyó las aguas sagradas. Desde entonces se habían producido revueltas, asesinatos y destrucciones. Pero las aguas sagradas no volvieron a fluir. Ahora, muchedumbres armadas luchaban alrededor del templo todos los días y un grupo de sacerdotes vigilaba la fuente sagrada.

Y yo tenía que meterme en medio de aquel jaleo y reparar la baliza.La cosa hubiera resultado bastante fácil de haber tenido cierta libertad de acción. Hubiera podido

hacer una fritada de lagartos, arreglar la baliza y largarme. Pero las «formas de vida indígenas» estaban muy bien protegidas. En mi nave había células espías, las cuales no había conseguido localizar en su totalidad, y a mi regreso proporcionarían un interesante informe de mis actividades.

Había que emplear la diplomacia. Suspiré y saqué el equipo de plasticarne.Utilizando como modelo tres instantáneas que había tomado del Pastor, moldeé una pasable cabeza

de reptil sobre mis propias facciones. La quijada quedaba un poco corta, ya que yo no poseía sus dentadas mandíbulas, pero esto no tenía demasiada importancia. Mi aspecto no tenía que ser exactamente igual que el suyo, sino únicamente perecido, lo suficiente para tranquilizar a los indígenas. Es natural. Si yo fuera un ignorante aborigen de la Tierra y me tropezara con un Espicano, cuyo aspecto recuerda el de un pez Selección de relatos cortos de Harry Harrison 15

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disecado, echaría a correr inmediatamente. Pero si el Espicano llevara un vestido de plasticarne que le diera un aspecto vagamente humanoide, no vacilaría en acercarme a él para entablar conversación por lo menos. Esto era lo que yo me proponía hacer.

Cuando estuvo modelada la cabeza, la uní a un atractivo traje de plástico verde, añadiéndole una cola. Estaba realmente satisfecho de que aquellos seres tuvieran cola. Los lagartos no iban vestidos y yo deseaba llevarme un montón de equipo electrónico. Moldeé la cola sobre un armazón de metal, y en el hueco así formado introduje todo el material que podía necesitar. A continuación me puse el traje.

Me contemplé en un espejo. El efecto era horrible, pero eficaz. La cola arrastraba por el suelo, pero esto hacía mayor el parecido.

Aquella noche llevé la nave hacia las colinas más próximas a la pirámide, un lugar seco al que los anfibios indígenas no se acercarían. Un poco antes del amanecer, el Ojo me cogió por debajo de los hombros y emprendimos el vuelo. Planeamos por encima del templo, a unos dos mil metros, hasta que se hizo de día, y entonces nos dejamos caer.

Nuestra llegada debió constituir un gran espectáculo. El Ojo estaba camuflado para que pareciera un lagarto volador, una especie de pterodáctilo de cartón, y sus alas, que se agitaban lentamente, no tenían nada que ver con nuestro vuelo, desde luego. Pero bastaba para impresionar a los indígenas. El primero que tropezó conmigo se puso a gritar y cayó de espaldas. Los otros llegaron corriendo. Se apelotonaron unos encima de otros, y cuando aterricé en la plaza, situada enfrente del templo, llegaban los sacerdotes.

Plegué mis brazos en un saludo regio.- ¡Salud, oh nobles servidores del Gran Templo! - dije.Desde luego no lo dije en voz alta, sino que me limité a susurrarlo para que pudiera ser captado por el

micrófono que llevaba oculto en el cuello. El micrófono trasladó mis palabras a la MT, y la traducción surgió por el altavoz que llevaba en la mandíbula.

Los indígenas parlotearon y la traducción surgió casi instantáneamente. Tenía el volumen muy alto y toda la plaza resonó.

Algunos de los más crédulos se aplastaron contra el suelo y otros huyeron gritando. Un tipo receloso levantó una lanza, pero nadie volvió a intentarlo después de que el Ojo pterodáctilo hubo agarrado al belicoso indígena para dejarlo caer en una charca.

Aprovechando la sorpresa general, me acerqué a las puertas del templo.- He de hablar con vosotros, nobles sacerdotes - dije.Y antes de que encontraran una respuesta adecuada me había colado en el templo.El templo era un pequeño edificio construido contra la base de la pirámide, y esperé no quebrantar

demasiados tabúes entrando en él. Nadie me detuvo, de modo que la cosa parecía marchar bien. Me encontré en una sala de forma alargada, con una especie de piscina en uno de los extremos. En la piscina chapoteaba un viejo reptil, uno de los jefes evidentemente. Me dirigí hacia él. Me acogió con una mirada fría, de pez, y luego gruñó algo.

La MT susurró a mi oído:- ¡En nombre de los trece pecados! ¿Quién eres y qué estás haciendo aquí?Erguí mi escamosa figura en un noble gesto y señalé hacia el techo.- He venido en nombre de tus antepasados para ayudarte. Estoy aquí para reparar las Aguas Sagradas.Esto despertó un murmullo de conversaciones detrás de mí, pero no pareció convencer al jefe. Se

hundió lentamente en el agua hasta que sólo fueron visibles sus ojos. Luego volvió a emerger y me apuntó con un dedo amenazador.

- ¡Eres un embustero! ¡Tú no eres ningún antepasado nuestro! Vamos a...- ¡Un momento! - grité antes de que llegara tan lejos en sus palabras que le resultara imposible

retroceder -. He dicho que tus antepasados me han enviado aquí en calidad de emisario... No soy uno de tus antepasados. No trates de hacerme ningún daño si no quieres que la cólera de los Muertos se vuelva contra ti.

Mientras pronunciaba estas palabras me volví hacia los otros sacerdotes, utilizando el movimiento para disimular el lanzamiento de una bomba de humo detrás de mí. La bomba abrió un hermoso agujero en el suelo, con un gran despliegue de ruido y de humo.

El Primer Lagarto supo entonces que yo hablaba en serio e inmediatamente convocó una reunión de sacerdotes. Tuvo lugar en la piscina pública, desde luego, y yo tuve que meterme en ella. Chapoteamos y gargarizamos durante una hora hasta dejar sentados los extremos más importantes de la operación.

Descubrí que todos ellos eran sacerdotes nuevos; los anteriores habían sido hervidos por haber permitido que las Aguas Sagradas dejaran de fluir. Yo les expliqué que estaba allí únicamente para ayudarles a recobrar las aguas. Cuando esto hubo quedado en claro salimos de la piscina dejando grandes Selección de relatos cortos de Harry Harrison 16

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charcos de agua y de fango en el suelo. Nos acercamos a una puerta cerrada y vigilada que conducía al interior de la pirámide. Mientras la abrían, el Primer Lagarto se volvió hacia mí.

- Ya debes de conocer la norma - me dijo -. Después de lo ocurrido con los antiguos sacerdotes fue ordenado que en adelante sólo los ciegos podrían entrar en el recinto sagrado.

Puedo jurar que al pronunciar aquellas palabras sonreía, si treinta dientes asomando por lo que parecía una raja en una vieja maleta pueden llamarse una sonrisa.

Hizo una seña a un sacerdote que se acercó portando un brasero de carbones encendidos lleno de hierros calentados al rojo. Dejó el brasero en el suelo, removió los carbones, sacó uno de los hierros y se volvió hacia mí. Estaba a punto de aplicar el hierro a uno de mis ojos cuando reaccioné.

- Desde luego - dije -, la norma es la ceguera. Pero, en mi caso, tendréis que cegarme antes de que abandone el sagrado recinto, no ahora. Necesito mis ojos para ver y reparar la Fuente de las Aguas Sagradas. Cuando las aguas vuelvan a fluir, yo mismo me aplicaré el hierro candente.

Tardaron medio minuto en digerir aquello, pero acabaron por reconocer que tenía razón. El verdugo local hizo una mueca de disgusto y añadió un poco más de carbón al brasero. La puerta se abrió de par en par y entré en la pirámide; a continuación la puerta volvió a cerrarse detrás de mí y me encontré a solas en la oscuridad.

Pero no por mucho tiempo... Oí un ruido cerca de mí y decidí encender mi linterna. Tres sacerdotes se acercaban al lugar donde me encontraba: las cuencas de sus ojos eran un deforme montón de carne quemada. Sabían lo que yo deseaba, y me señalaron el camino sin pronunciar una sola palabra.

Una agrietada escalera de piedra nos condujo ante una sólida puerta de metal, de la cual colgaba un letrero redactado con una escritura arcaica: BALIZA MARK III. PROHIBIDA LA ENTRADA A TODA PERSONA AJENA AL SERVICIO. Los constructores de la baliza habían confiado de un modo absoluto en la eficacia del letrero, ya que la puerta no tenía cerradura. Uno de los lagartos hizo girar el pomo y nos encontramos en el interior de la baliza.

Con los sacerdotes ciegos tropezando detrás de mí, localicé el cuarto de máquinas y encendí las luces. En las baterías de emergencia había un resto de carga, lo suficiente para proporcionar una débil claridad. Los reguladores e indicadores parecían encontrarse en buen estado; los revisé cuidadosamente y descubrí lo que ya había sospechado.

Uno de los lagartos había conseguido abrir una caja destinada a proteger los interruptores, los había estado manoseando y había cambiado accidentalmente la posición de uno de ellos: esto había producido el trastorno.

Mejor dicho, había iniciado el trastorno. La cosa no va a solucionarse volviendo a su posición normal el interruptor de la válvula del agua. Aquella válvula sólo debía ser utilizada en el curso de una reparación después de haber humedecido la pila. Como el agua había sido cortada mientras la pila estaba funcionando, los dispositivos de seguridad habían humedecido automáticamente la carga.

Hacer surgir de nuevo el agua no era ningún problema, pero en el reactor no quedaba ningún combustible.

No iba a complicarme la vida con el problema del combustible. La mejor solución sería instalar un nuevo generador. Yo tenía uno en la nave que era diez veces menor que el de la baliza y producía cuatro veces más energía. Antes de enviar a buscarlo revisé el resto de la baliza. En dos mil años tenía que haber alguna señal de desgaste.

Los mecánicos de aquella época remota habían trabajado bien, tuve que reconocerlo. El noventa por ciento de la maquinaria no tenía partes movibles y, en consecuencia, no había sufrido ningún desgaste. Otras partes habían sido reforzadas, previendo su posible desgaste. El conducto alimentador le agua que descendía del techo, por ejemplo. Las paredes del conducto tenían unos tres metros de espesor... y la abertura del conducto no era mayor que mi cabeza. De todos modos, había algunas cosas que yo podía hacer y anoté las piezas que necesitaba.

Las piezas, entre ellas el nuevo generador, estaban en la nave. El Ojo se encargó de recogerlas y de colocarlas en una caja metálica. Una hora antes de que amaneciera, el Ojo depositó la caja en el exterior del templo y se marchó sin ser visto.

Contemplé a los sacerdotes a través de mi «espía» mientras trataban de abrirla. Cuando se dieron por vencidos les grité unas órdenes a través de un altavoz instalado en la caja. Se pasaron la mayor parte del día arrastrando la pesada caja por el templo y subiéndola por las angostas escaleras que conducían a la baliza. Entretanto, me tomé un sueño reparador. Cuando desperté, la caja estaba junto a la puerta de entrada a la baliza.

Las reparaciones no me llevaron mucho tiempo, aunque los sacerdotes ciegos gruñeron lo suyo cuando me oyeron abrir un boquete en la pared para encajar el nuevo generador. Incluso coloqué un Selección de relatos cortos de Harry Harrison 17

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aparato en el conducto del agua para que sus Aguas Sagradas tuvieran la habitual radiactividad refrescante cuando empezaron a fluir de nuevo. En cuanto hube terminado con todo esto hice lo que los lagartos estaban esperando.

Conecté el interruptor que daba paso al agua.Transcurrieron unos minutos mientras el agua empezaba a gorgotear a través del seco conducto.

Luego llegó un rugido del exterior de la pirámide que debió de sacudir sus paredes de piedra. Entrechocando mis manos por encima de mi cabeza, me dispuse a enfrentarme con la ceremonia de quemar mis ojos.

Los lagartos ciegos estaban esperándome junto a la puerta, y su aspecto mohíno no presagiaba nada bueno. Cuando empujé la puerta descubrí el motivo de aquella actitud: la habían cerrado y atrancado por la parte exterior.

- Hemos decidido - dijo un lagarto - que te quedes aquí para siempre cuidando de las Aguas Sagradas. Nosotros atenderemos a todas tus necesidades.

Una deliciosa perspectiva: pasar toda la vida encerrado en una baliza con tres lagartos ciegos. A pesar de su hospitalidad no podía aceptarla.

- ¡Cómo! ¡Os atrevéis a disponer a vuestro antojo del mensajero de vuestros antepasados!Había dado todo el volumen a mi altavoz y la vibración casi me arrancó la cabeza de cuajo.Los lagartos gruñeron algo, y yo ajusté mi Solar para que proyectara un rayo delgado como la hoja de

un cuchillo y lo hice correr alrededor de la jamba de la puerta. Al cabo de un instante la puerta se derrumbó en medio de un gran estrépito.

Bajé corriendo las escaleras, abriéndome paso entre la multitud de asombrados sacerdotes y fui a enfrentarme con el Primer Lagarto, que seguía en su piscina. Al ver que me acercaba, se hundió lentamente debajo del agua.

- ¡Qué falta de cortesía! - grité -. Los antepasados están muy enojados, y sólo por su gran bondad permiten que las aguas fluyan de nuevo. Ahora tengo que marcharme. ¡Adelante con la ceremonia!

El verdugo estaba demasiado asustado para moverse, de modo que me acerqué al brasero y cogí uno de los hierros candentes. Una presión en las sienes hizo caer sobre mis ojos una lámina de acero debajo de la piel de plástico. A continuación apliqué el hierro candente a mis ficticias cuencas, y el plástico despidió un impresionante olor a quemado.

Un grito se alzó de la multitud mientras yo dejaba caer el hierro y zigzagueaba ciegamente. Tengo que admitir que la cosa resultó bastante fácil.

Antes de que pudieran reaccionar apreté el interruptor y mi pterodáctilo de plástico entró volando. No pude verlo, desde luego, pero supe que había llegado cuando los garfios de sus garras aferraron las láminas de acero de mis hombros.

Cuando alcé las láminas que cubrían mis ojos y practiqué unos agujeros en el chamuscado plástico, pude ver la pirámide disminuyendo de tamaño detrás de mí, el agua derramándose de la base y una alegre multitud de reptiles revolcándose en su corriente radiactiva. Pasé revista a los hechos para comprobar si había olvidado alguna cosa.

Primero: La baliza estaba reparada.Segundo: Los sacerdotes tenían que estar satisfechos.El agua fluía de nuevo, mis ojos habían sido debidamente quemados y ellos volvían a encontrarse en

una posición preponderante. A lo cual había que añadir:Tercero: El hecho de que, si se producía otra avería en la baliza, los sacerdotes no pondrían

obstáculos al mecánico que acudiera a repararla en las mismas condiciones. Por lo menos yo no había hecho nada que pudiera despertar su antagonismo hacia los futuros mensajeros de sus antepasados.

De todos modos mientras me despojaba del disfraz de lagarto pensé que no me disgustaría en absoluto que, llegado el caso, encargaran el trabajo a otro mecánico.

FIN

Edición digital de SadracBuenos Aires, Enero de 2002

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LA RATA DE ACERO INOXIDABLE

El autor de la famosa serie «Deathworld 1, 2 y 3» (publicado el primero en español con los títulos de «Mundo muerto» y «Mundo yerto») inició su carrera en el universo de la ciencia ficción como ilustrador para la revista «Worlds Beyond». No sabemos gran cosa de sus aptitudes de aquella época como ilustrador, pero por nuestra parte estamos plenamente satisfechos de que cambiara el pincel por la máquina de escribir... aunque siempre nos haya quedado la curiosidad de saber cómo eran sus dibujos.

  La Historia Humana nos demuestra que no todos los humanos son hombres; hay algunos

que son mulas otros que son lobos... y siempre hay algunas pocas ratas. Cuando la puerta de la oficina se abrió repentinamente, supe que todo había terminado.

Había sido un buen filón... pero se había acabado. Mientras entraba el policía, me recosté en el sillón y esbocé una alegre sonrisa. Tenía la misma expresión sombría y el mismo paso pesado que tienen todos... y la misma falta de sentido del humor. Casi podía adivinar lo que iba a decir antes de que abriese la boca.

-James Bolivar diGriz, le arresto bajo la acusación...

Estaba esperando la palabra bajo. Pensé que eso le daba un toque desenfadado al asunto. Mientras la decía, apreté el botón de ignición de la carga de pólvora negra situada en el techo, en el punto exacto bajo el cual se hallaba, y así se dobló la viga y la caja de caudales, de tres toneladas de peso, cayó justo sobre su coronilla. Quedó bien aplastado, sí señor. La nube de yeso se posó y todo lo que pude ver de él fue una mano, algo retorcida. Se agitaba un poco, y el dedo índice me apuntaba acusadoramente. Su voz sonaba algo ahogada por la caja de caudales, y parecía un tanto preocupada. En realidad, se repetía un poco.

-…bajo la acusación de entrada ilegal, robo, falsificación...

Siguió así durante un cierto tiempo. Era una lista impresionante, pero ya la había oído antes. No me molestaba en absoluto mientras llenaba mi maleta con el dinero de los cajones. La lista terminaba con una acusación nueva, y podría haberme jugado un montón así de alto de billetes de mil créditos a que sonaba un tanto dolida:

-Además, le será añadido a su expediente la acusación de ataque a un policía robot, lo cual ha sido una tontería, ya que mi cerebro y 'ni laringe están acorazados, y en mi cavidad ventral...

-Todo eso ya lo sé, muchacho; pero tu pequeño emisor-receptor está en la punta de tu aguzada cabeza, y lo que no quería era que dieses aún aviso a tus amigos.

Una buena patada hizo saltar la puerta de escape de la pared, y me dio acceso a las escaleras que bajaban al sótano. Mientras pasaba sobre cascotes esparcidos por el suelo los dedos del robot trataron de alcanzar mi pierna, pero ya me lo esperaba, por lo que fallaron por algunos centímetros. Ya he sido perseguido por los suficientes policías robot como para no saber lo indestructibles que son. Puedes volarlos, o derribarlos, y continúan persiguiéndote, aunque tengan que arrastrarse impelidos tan solo por un dedo incólume, y escupiéndote durante todo el tiempo moralidad azucarada. Esto es lo que estaba haciendo éste. Que si debía abandonar mi vida de crímenes y pagar me deuda con la sociedad, y todas esas paparruchadas. Todavía podía oír los ecos de su voz resonando escaleras abajo cuando llegué al sótano.

Ahora, los segundos estaban contados. Tenía unos tres minutos antes de que me pisaran los talones, e iba a emplear exactamente un minuto y ocho segundos en salir del edificio. No era mucha ventaja, y la iba a necesitar toda. Otra puerta disimulada se abría a la sala de desetiquetado. Ninguno de los robots me miró mientras la atravesaba. Me habría sorprendido si lo hubieran hecho, pues eran todos del tipo sencillo de grado M, con poco cerebro y buenos tan sólo para trabajos simples y repetitivos. Para esto era para lo que los había alquilado. No sentían ninguna curiosidad sobre el por qué estaban quitando las etiquetas de las latas llenas de frutos nitrogenados, o acerca de qué había al otro lado de la cadena sin fin que se llevaba

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estas latas a través de un orificio en la pared. Ni tan sólo miraron cuando abrí la Puerta Que Jamás Estaba Abierta y que daba al otro lado de esa pared. La dejé abierta detrás mío, pues ya no era ningún secreto.

Caminando cerca de la rugiente cadena sin fin, atravesé la irregular abertura que yo mismo había practicado en la pared del almacén del gobierno También había tenido que instalar la cadena sin fin, pues esto y el hacer el hueco eran actos ilegales que tenía que hacer por mí mismo. Otra puerta cerrada se abría al almacén propiamente dicho. La cargadora automática estaba apilando atareadamente latas en la cadena sin fin, tomándolas de los montones que llegaban hasta el techo. Esta cargadora ni tan solo tenía el bastante cerebro como para ser llamada robot, tan sólo estaba equipada con una cinta programada para que cargase las latas. La contorneé y troté a lo largo de la habitación. Tras de mí murieron los sonidos de mi actividad ilegal. Me reconfortaba el saber que todavía seguía funcionando a pleno rendimiento.

Había sido uno de los negocios más bonitos que había montado. Con una pequeña inversión alquilé el almacén contiguo al del gobierno. Un simple agujero en la pared me dio acceso a todo el stock de productos almacenados, productos a utilizar a tan largo plazo que yo sabía que permanecerían sin ser tocados durante meses o años en un almacén tan grande como este.

Naturalmente, sin ser tocados hasta que yo llegué.

Tras la perforación del agujero y la instalación de la cadena, el resto fue un negocio normal. Alquilé los robots para sacar las etiquetas antiguas y sustituirlas por las muy atractivas que me había hecho imprimir Entonces coloqué mis productos en el mercado en una forma estrictamente legal. Mi producto era mejor y, gracias a mi imaginativo sistema operativo, los costes eran muy bajos, por lo que podía permitirme vender más barato que mis competidores y hacerme todavía con unos jugosos beneficios. Los mayoristas locales se hablan dado cuenta rápidamente del saldo, y tenía pedidos para muchos meses por adelantado. Había sido un buen asunto... y podría haber durado algún tiempo más.

Ahogué esa línea de pensamientos antes de que comenzase. Si algo hay que aprender en mi tipo de negocios es que, cuando un negocio se acabó, ¡se acabó! La tentación de continuar un día más o de ingresar aún otro cheque puede ser casi irresistible, lo sé muy bien; pero también sé que es la mejor forma de relacionarse con la policía...

Date la vuelta y vete...

Y podrás estafar otro día.

Este es mi lema, y es un buen lema. Me hallo donde me hallo precisamente porque lo he seguido al pie de la letra.

Y el soñar despierto no ayuda a escapar de la policía.

Eché todos estos pensamientos de mi mente al llegar al extremo de la sala. Toda el área debía estar ya repleta de policías, así que tenía que moverme deprisa y no cometer errores. Una rápida mirada a derecha e izquierda. Nadie a la vista. Dos pasos adelante, y apretar el botón del ascensor. Habla puesto un contador en este ascensor de la parte de atrás, y sabía que se usaba por término medio tan sólo una vez al mes.

Llegó en unos tres segundos, vacío, y salté a su interior, apretando al mismo tiempo el botón que señalaba: azotea. El viaje pareció durar una eternidad, pero tan solo era una apreciación subjetiva. Según el contador duraba exactamente catorce segundos. Esta era la parte más peligrosa de la fuga. Me puse rígido mientras el ascensor frenaba. Llevaba en la mano mí calibre .75 sin retroceso, que podría acabar con un policía, pero tan sólo con uno.

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La puerta se abrió y me relajé. Nada. Debían tener toda el área rodeada en el suelo, pero no se habían preocupado en poner policías en la azotea.

Al aire libre podía oír por primera vez las sirenas... era un sonido maravilloso. Debían tener allí la mitad de todas las fuerzas de policía, a juzgar por el ruido que hacían. Aceptaba esto del mismo modo que un artista acepta los aplausos.

La pasarela estaba tras la caseta del ascensor, en el sitio donde la habla dejado. Algo descolorida por la humedad, pero igual de resistente. Unos pocos segundos para llevarla al borde de la baranda y recostaría contra el edificio contiguo.

Tranquilo. Este era el punto crítico en que la velocidad no contaba. Cuidadosamente hasta el final de la pasarela, con la maleta apretada contra mi pecho para mantener mi centro de gravedad sobre mi mismo. Paso a paso. Una caída de trescientos metros hasta el suelo. Si no miras hacia abajo no puedes caerte...

Pasado. Momento de apresurarse. Con la pasarela tras la barandilla, si no la ven al principio, mi pista estará cubierta al menos durante algún tiempo. Diez pasos rápidos y allí estaba la puerta de la escalera. Se abría con facilidad. Tenía que hacerlo, pues Por algo yo había puesto aceite en las bisagras, Una vez dentro, eché el cerrojo e inspiré larga y profundamente. Aún no había salido, pero la peor parte, en la que corría más riesgos ya había pasado. Dos minutos sin interrupciones y jamás encontrarían a James Bolivar, alias «Jim el escurridizo», diGriz.

El rellano de la escalera correspondiente a la azotea era un cubículo mal alumbrado y mohoso que jamás era visitado. Hacia semanas habla estado revisándolo cuidadosamente en busca de micrófonos o cámaras visoras, y no había hallado nada. El polvo parecía incólume, con la excepción de mis propias pisadas. Tenía que aceptar el riesgo de suponer que no los habrían colocado desde entonces. El riesgo calculado es algo que tiene que ser aceptado en mi profesión.

Adiós James diGriz, de noventa y ocho kilos de peso, con una edad aproximada de unos cuarenta y cinco años, obeso y de prominentes mejillas, un típico hombre de negocios cuya foto honra los archivos de la policía de un millar de planetas, lo mismo que sus huellas dactilares. Estas fueron lo primero que desapareció. Nada más fácil, cuando las usas son como una segunda piel y sin embargo bastan unas gotas de disolvente para que salgan como un par de guantes transparentes.

La ropa después, y entonces el corsé a la inversa: esa bella panza que me ciñe la cintura y que contiene veinte kilos de plomo mezclado con termita. Un rápido remojón de la botella de tinte y mi cabello recuperó su original tonalidad marrón, así como mis cejas. Los tapones nasales y los rellenos de las mejillas duelen al salir, pero tan solo es un segundo. Más tarde las lentillas de color azul. Este proceso me deja tan desnudo como cuando vine al mundo, y siempre siento como si hubiese nacido otra vez. Y, en cierto sentido, es verdad; me había convertido en un hombre nuevo, con veinte kilos menos, diez años menos y una descripción totalmente diferente. La maleta contenía un traje completo y unas gafas de montura oscura que reemplazaban a las lentillas. El dinero cabía fácilmente en un maletín.

Cuando me erguí, parecía ciertamente como si me hubieran quitado diez años. Estaba tan acostumbrado a usar aquel peso que ya no lo notaba... hasta ahora que me lo había quitado. Me sentía ligero.

La termita destruiría todas las evidencias. Hice un montón con todo y encendí la mecha. Prendió con un rugido y todo: botellas, ropas, maleta, zapatos, pesas, etc., ardió con un brillo alegre. La policía hallaría un punto requemado en el suelo, y el microanálisis tal vez les hiciese hallar algunas moléculas en las paredes, pero esto sería todo lo que hallarían. El resplandor de

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la termita ardiendo proyectó sombras danzantes a mi alrededor mientras bajaba tres pisos hasta el centésimo doceavo.

La suerte seguía acompañándome; no había nadie en el piso cuando abrí la puerta. Un minuto más tarde el ascensor rápido me dejaba, junto con un puñado de otros hombres de negocios, en el amplio vestíbulo.

Tan solo había una puerta abierta a la calle, y había una cámara portátil de TV enfocada hacia ella. No se hacía el menor intento de detener a la gente que salía o entraba al edificio, y la mayor parte de ella ni siquiera se daba cuenta de la cámara y del pequeño grupo de policías reunidos a su alrededor. Caminé hacia ella a un paso mesurado. Unos nervios templados sirven de mucho en este tipo de negocios.

Por un instante estuve de lleno en el campo de aquel frío ojo de cristal, luego pasé de largo. No ocurrió nada, así que no era sospechoso. Aquella cámara debía de estar conectada en directo con la computadora central en la Jefatura de Policía y, si mi descripción se hubiera parecido lo suficiente a la que constaba en su memoria, aquellos robots hubieran recibido inmediatamente la notificación y habría sido detenido antes de poder dar un solo paso más. No se puede superar a la combinación computadora-robot porque piensan y actúan en cuestión de microsegundos, pero se les puede eludir previendo anticipadamente las cosas. Yo lo había hecho una vez más.

Un taxi me llevó hasta unas diez manzanas de distancia. Esperé a que se perdiera de vista y tomé otro. Hasta que no me hallé en el tercer taxi no me sentí lo suficientemente seguro como para ir a la terminal del espaciopuerto. Los sonidos de las sirenas se hacían más y más lejanos, y tan solo ocasionalmente algún coche de la policía pasaba raudo en sentido contrario.

Estaban haciendo una montaña de un pequeño crimen, pero eso es lo usual en los mundos supercivilizados. El crimen es ya algo tan raro, que la policía enloquece cuando tropiezan con uno. Hasta cierto punto no podía culparles por ello; el poner multas de tráfico debe de ser un trabajo tremendamente aburrido. En realidad, creo que deberían agradecerme el que ponga un poco de excitación en sus aburridas vidas.

 Fue un bello paseo hasta el espaciopuerto, pues naturalmente se hallaba situado bien lejos

de la ciudad. Tuve tiempo de arrellanarme en el asiento y contemplar el paisaje mientras ponía en orden mis pensamientos. Hasta lo tuve para filosofar un poco. Uno de los motivos era que podía gozar de nuevo del placer de fumar un buen cigarro. En mi otra personalidad tan solo fumaba cigarrillos, y nunca he violado las costumbres de una personalidad, ni aún en los momentos del más estricto aislamiento. Los cigarros estaban todavía en la cigarrera de bolsillo en que los habla metido hacía seis meses. Di una larga chupada y lancé el humo contra el centelleante paisaje. Era bueno acabar un trabajo, tanto como el estar realizándolo. Nunca podía decidir qué era lo que más me gustaba. Supongo que era porque cada cosa tenía su tiempo de ser.

Mi vida es tan diferente de las de la absoluta mayoría de la gente que forma nuestra sociedad, que dudo que aunque quisiera pudiera explicársela. Viven en una enorme y rica unión de mundos que casi ha olvidado el significado de la palabra crimen. Existen unos pocos descontentos y algunos, aún menos, socialmente mal ajustados. Los pocos que aún nacen, a pesar de los siglos de control genético, son pronto atrapados, y su aberración es rápidamente rectificada. Algunos no hacen patente su debilidad hasta que llegan a adultos: son los que intentan realizar crímenes mezquinos, como escalos, descuidos en almacenes y así... Los llevan a cabo durante una o dos semanas, o durante uno o dos meses, según su nivel de inteligencia natural. Pero al fin, con la misma seguridad con que se da la degradación de las sustancias radioactivas, la policía alarga su brazo y los atrapa.

Esto es casi todo el crimen que se da en nuestra sociedad, organizada y aburguesada. Digamos que el noventa y nueve por ciento. Es el restante y vital uno por ciento el que da Selección de relatos cortos de Harry Harrison 22

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trabajo a los departamentos de policía. Ese uno por ciento soy yo y unos pocos como yo, un puñado de hombres esparcidos por toda la Galaxia. Teóricamente no podemos existir y, si existimos, no podernos operar. Pero lo hacemos. Somos las ratas del artesonado de la humanidad... operamos más allá de sus barreras y de sus reglas. La sociedad tenía más ratas cuando las reglas eran más flexibles, tal como los edificios de madera contenían más ratas que los de cemento que los sustituyeron, pero a pesar de eso aún tenían ratas. Ahora que la sociedad es toda de cemento armado y acero inoxidable hay menos rendijas entre las junturas y una rata tiene que ser inteligente para descubrirías. Una rata de acero inoxidable está en su elemento en este ambiente.

El ser una rata de acero inoxidable es algo solitario pero envanecedor... y es la experiencia más formidable que se pueda dar en la Galaxia si es que uno puede realizar impunemente su tarea. Los sociólogos no pueden ponerse de acuerdo sobre el motivo de nuestra existencia, y hasta algunos parecen dudar de ella. La teoría más comúnmente aceptada dice que somos víctimas de una enfermedad psicológica retardada que no muestra señales en la infancia, cuando podría ser detectada y corregida, y que tan solo se manifiesta más tarde, en la vida adulta. Naturalmente he pensado mucho sobre este tema, y no estoy en lo más mínimo de acuerdo con esta explicación.

Hace algunos años escribí un librito sobre este tema, bajo seudónimo, por supuesto, que fue bastante bien recibido. Mi teoría es que esta aberración es más bien filosófica y no psicológica. Llega un cierto momento en que algunos nos damos cuenta de que uno tiene que vivir fuera de las reglas de la sociedad o morir de absoluto aburrimiento. No hay ni futuro ni libertad en la vida así circunscrita, y la única otra vida posible es un rechace completo de las normas. Ya no hay lugar para el soldado de fortuna o para el caballero aventurero que puede vivir a un mismo tiempo dentro y fuera de la sociedad. Hoy en día es o todo o nada. Y, para preservar mi propia cordura, yo escogí el nada.

El taxi llegó al espaciopuerto justo cuando me encontraba en esta línea de pensamiento negativo, por lo que me alegró el poderla abandonan La soledad es lo único a lo que se le tiene que tener miedo en este tipo de negocios, pues ella y la autocompasión pueden destruirte si se apoderan de ti. La acción siempre me ha ayudado en estos casos, la excitación del peligro y de la huida aclaran siempre la mente. Cuando pagué el taxi estafé al conductor ante sus propias narices, sustrayendo uno de los billetes en el mismo momento en que se lo entregaba. Estaba tan ciego como una pared de cemento. Su credulidad me hizo ronronear de placer. La propina que le di compensaba con creces la pérdida, ya que tan solo hago estas pequeñeces para romper la monotonía.

Había un cobrador robot tras la ventanilla de venta de billetes. Tenía un tercer ojo en la frente, lo que equivalía a una cámara. Chasqueaba débilmente mientras adquirí mi billete, registrando mi rostro y destino. Era una precaución normal por parte de la policía, y me hubiera sorprendido el que no la hubiesen tomado. Mi destino se hallaba dentro del sistema, por lo que dudaba de que mi fotografía fuera a parar a otro lugar que a los archivos. No estaba dando un salto interestelar esta vez, como era mi costumbre tras un trabajo grande. No era necesario. Tras un trabajo en un planeta solitario o en un sistema pequeño, es imposible el seguir en él, pero Beta Cygnis tiene un sistema de casi veinte planetas, todos ellos con climas terrificados. Este planeta, el III, estaba ahora demasiado "caliente", pero el resto del sistema era terreno virgen. Había un alto nivel de rivalidad económica dentro de él, y sabía que sus departamentos de policía no cooperaban demasiado bien. Esto les iba a costar caro. Mi billete era para Moriy, planeta XVIII, extenso y esencialmente agrícola.

Había algunas pequeñas tiendas en el espaciopuerto. Las visité cuidadosamente, y adquirí una maleta nueva con un vestuario completo y otros artículos esenciales de viaje. Reservé el sastre para lo último. Me seleccionó un par de trajes de viaje y un faldellín de ceremonias, que me llevé al cuarto probador. Como por puro accidente, logré colgar uno de los trajes sobre la cámara oculta en la pared, e hice con los pies sonidos parecidos a los que hace alguien que se está desnudando, mientras me ocupaba del billete que acababa de adquirir. Una de las puntas de mi cortacigarros era un perforador, con el que alteré los orificios codificados que indicaban Selección de relatos cortos de Harry Harrison 23

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mi destino. Ahora me dirigía al planeta X, en lugar de al XVIII, y con esta alteración había perdido casi doscientos créditos. Este es el secreto para alterar billetes y otros documentos similares: no traten de elevar el valor facial... es muy probable que esto sea descubierto. Pero si bajan el valor facial, aunque sean sorprendidos, la gente estará segura de que todo se debe a un error mecánico. No hay ni la menor duda en ello, porque ¿para qué iba alguien a hacer una alteración en la que perdiese dinero?

Antes de que la policía pudiese sospechar, ya había sacado el traje de delante del visor, y me lo probé empleando en ello todo el tiempo necesario. Ya lo tenía casi todo dispuesto, y aún me quedaba una hora, más o menos, antes de que la nave partiese. Empleé prudentemente el tiempo en ir a una lavandería automática para lavar y planchar toda mi ropa nueva. No hay nada que atraiga más la atención de un aduanero que una maleta llena de ropa sin usar.

La aduana pasó sin problemas y, cuando la nave estuvo medio llena, subí a bordo, sentándome cerca de la azafata. Flirteé con ella hasta que se marchó, después de clasificarme en la categoría de Macho, impetuoso, molesto. Una solterona que se sentaba a mi lado también me clasificó en el mismo cajón y se puso a mirar por la ventanilla, dándome ostentosamente la espalda. Me adormilé contento, porque si hay algo me mejor que no ser apercibido es el ser apercibido y clasificado en una categoría. Tu descripción se mezcla con la de todos los otros de esa categoría, y allí acaba todo.

Cuando me desperté casi estábamos en el planeta X, por lo que seguí adormilado en el asiento hasta que aterrizarnos, y luego me fumé un cigarro mientras mi equipaje pasaba por la aduana. Mi maletín lleno de dinero no levantó sospechas, ya que previsoramente falsifiqué meses antes seis documentos que me acreditaban como mensajero bancario. En este sistema el Crédito Interplanetario era casi inexistente, así que los aduaneros estaban acostumbrados a ver pasar, en uno y otro sentido, montones de dinero líquido.

Confundí la pista un poco más, casi por hábito, y acabé hallándome en una gran ciudad industrial llamada Brouggh, situada a un millar de kilómetros del lugar en el que habla tomado tierra. Usando una documentación totalmente distinta, tomé alojamiento en un hotel tranquilo de los suburbios.

Normalmente, tras un trabajo grande como el último, descanso durante uno o dos meses, pero en esta ocasión no tenía deseos de descansar Mientras llevaba a cabo pequeñas compras por la ciudad con el fin de reconstruir la personalidad de James diGriz, tenía al mismo tiempo los ojos muy abiertos en busca de nuevas oportunidades para negocios. El primer día que salí hallé una que parecía ideal... y que cada día se me aparecía como mejor.

Una de las razones por las que he estado durante tanto tiempo fuera del alcance de la ley es porque nunca me repito. He imaginado algunos de los más impresionantes negocios, los he puesto en marcha una vez y luego los he abandonado para siempre. Casi lo único que tenían en común es que todos me daban dinero. Casi lo único a lo que, hasta hoy, no había llegado es al asalto a mano armada. Era ya tiempo de corregir esto.

Mientras estaba reconstruyendo la obesa personalidad del «escurridizo Jim», iba planeando los detalles de la operación. Casi al mismo tiempo que tuve a punto los guantes con las huellas dactilares acabé de planificar todo el negocio. Era simple, tal y como tienen que serlo todos los asuntos buenos, ya que, cuantos menos detalles hayan, menos cosas habrán que puedan ir mal.

Iba a atracar Moralo, los más grandes almacenes de la ciudad. Cada tarde, exactamente a la misma hora, un camión blindado se llevaba los ingresos del día al banco. Era un bocado apetitoso: una gigantesca suma en inidentificables billetes de pequeño valor facial. El único problema que se presentaba, al menos para mí, era cómo un solo hombre podría copar con el enorme peso y volumen de todo aquel dinero. Cuando tuve una respuesta para esto, la operación estuvo a punto.

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Claro está que todos estos preparativos tan solo fueron hechos en mi mente hasta que la personalidad de James diGriz estuvo de nuevo a punto. El día en que me coloqué otra vez aquella panza lastrada noté como si estuviera de nuevo de uniforme. Encendí mi primer cigarrillo casi con satisfacción, luego me puse al trabajo. Un día o dos para algunas compras y unos pocos robos sencillos, y ya estaba listo. Programé el trabajo para el día siguiente a primeras horas de la tarde.

La clave de la operación era un amplio camión-tractor que había comprado, y al que había efectuado algunas alteraciones en el interior Lo aparqué en un callejón, pero no importaba, ya que tan solo era usado por la mañana temprano. Era un simple paseo hasta los almacenes, a los que llegué casi al mismo tiempo en que aparecía el camión blindado Me recosté contra la pared del gigantesco edificio mientras los guardias sacaban el dinero. Mi dinero.

Para alguien con algo de imaginación supongo que aquello hubiera sido una visión atemorizadora: Por lo menos cinco guardias armados situados alrededor de la entrada, dos más en el interior del vehículo, así como el conductor y su ayudante. Como precaución adicional, cerca de la curva se hallaban tres rugientes monociclos, que acompañarían al camión para protegerlo por el camino. ¡Oh, muy impresionante! Tuve que ocultar una sonrisa tras mi cigarrillo cuando pensé en lo que iba a ocurrirles a esas elaboradas precauciones.

Había estado contando las carretadas de dinero a medida que salían por la puerta. Siempre había quince, ni menos ni más; esta costumbre me facilitaba el conocer el momento en que debía empezar a actuar. En el instante en que la catorceava era cargada en el camión blindado, aparecía en la entrada de los almacenes la quinceava. El chofer del camión había estado contando igual que yo, por lo que bajó de la cabina y se dirigió hacia la puerta trasera para cerrarla con llave cuando hubiera terminado la carga.

Estábamos perfectamente sincronizados mientras nos cruzamos andando: en el momento en que él llegaba a la puerta trasera, yo llegué a la cabina, subí a ella con tranquilidad y silenciosamente, y cerré la puerta tras de mi. El ayudante del conductor tuvo tan solo el tiempo justo para abrir la boca y desorbitar los ojos antes de que yo le colocase una bomba anestésica en el regazo; se derrumbó inmediatamente. Yo, naturalmente, llevaba los adecuados filtros nasales. Mientras con la mano izquierda ponía en marcha el motor, con la derecha lanzaba una bomba más grande por la ventanilla que unía la cabina con la parte trasera. Se oyeron unos confortantes golpes cuando los guardianes se derrumbaron sobre los sacos de dinero.

Todo esto me había llevado seis segundos. Los guardianes situados en la escalinata se estaban empezando a dar cuenta de que algo iba mal. Les hice un alegre saludo con la mano a través de la ventanilla y aceleré el camión blindado, sacándolo de la cuna. Uno de ellos trató de correr para lanzarse a través de la puerta abierta, pero ya era demasiado tarde. Todo había pasado tan rápidamente que ninguno de ellos habla pensado en disparar. Ya había yo previsto el que habría pocos balazos. La sedentaria vida de esos planetas atrofia los reflejos.

Los conductores de los monociclos se despertaron mucho más rápidamente, me perseguían antes de que el camión hubiera recorrido treinta metros. Moderé la marcha hasta que me alcanzaron y luego apretó el acelerador, manteniendo la velocidad exacta y suficiente para que no me pasasen.

Claro que sus sirenas estaban aullando y que hacían funcionar sus armas, era tal como yo lo había planeado. Bajamos por la calle como corredores de cohetes, y el tráfico se disolvió delante muerto. No tenían tiempo para pensar y darse cuenta de que lo que estaban haciendo era asegurar que el camino quedara libre para mi huida. La situación era realmente humorística, y me temo que solté una carcajada mientras conducía el camión por las estrechas esquinas.

Por supuesto que se habría dado la alarma, y que más adelante se debían estar bloqueando las carreteras... pero esos ochocientos metros pasaron rápidos a la velocidad a la Selección de relatos cortos de Harry Harrison 25

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que íbamos. Fue cuestión de segundos hasta que vi ante mí la boca del callejón. Dirigí el camión hacia ella, apretando al mismo tiempo el botón del transmisor de onda corta que llevaba en el bolsillo.

Se encendieron mis bombas de humo a todo lo largo del callejón. Como se puede suponer, eran de fabricación casera, como casi todo mi equipo, pero no obstante producían una nube adecuadamente densa en aquel estrecho callejón. Llevé el camión un poco hacia la derecha, hasta que el parachoques rozaba la pared, y reduje un poco la velocidad para así poder guiar por el tacto. Naturalmente, los conductores de los monociclos no podían hacer esto, ya que solo tenían la elección de detenerse o de lanzarse de cabeza a la oscuridad. Espero que tomaran la decisión correcta y que ninguno de ellos resultase herido.

Se suponía que el mismo impulso radial que había prendido las bombas de humo debía de haber abierto la puerta trasera del camión situado allí delante y bajado la rampa. Había funcionado estupendamente cuando hice la prueba, por lo que tan solo me quedaba esperar que ocurriera lo mismo en la práctica. Traté de estimar la distancia que había recorrido en el callejón contando el tiempo y la velocidad, pero me equivoqué un poco, las ruedas frontales del camión golpearon la rampa con un estampido destructor y el camión blindado rebotó, más que rodó, al interior del otro camión más grande. Me magullé un poco y me quedó justo el sentido suficiente para pisar el freno antes de que atravesase la cabina con el blindado.

El humo de las bombas lo convertía todo en una medianoche, lo cual, unido a mi cabeza atontada por el golpe, casi arruinó todo el asunto. Pasaron valiosos segundos mientras me recostaba contra la pared del camión tratando de volverme a orientar. No sé cuanto tiempo me llevó, pero cuando al fin trastabillé por la puerta de atrás ya podía oír las voces de los guardianes atravesando el humo. Oyeron la retorcida rampa crujir mientras la cerraba, por lo que tuve que tirar un par de bombas más para calmarlos.

Cuando subí a la cabina del camión-tractor el humo comenzaba a disiparse. Encendí el motor, poniendo en marcha el vehículo. Unos metros más allá, al salir del callejón, irrumpí a la luz del día. La bocacalle daba a una vía principal, y a unos metros por delante vi pasar dos coches de la policía echando chispas. Cuando mi camión salió a la calle, me fijé cuidadosamente en todos los testigos. Ninguno de ellos demostraba el más mínimo interés por el camión o por el callejón. Aparentemente, toda la conmoción estaba aún limitada al otro extremo del mismo. Di gas al motor y tomé la calle, alejándome de la tienda que acababa de robar.

Claro que tan solo recorrí unas pocas manzanas en esa dirección, para doblar luego por una travesía. En la siguiente esquina doblé de nuevo y regresé hacia Moralo, el lugar de mi reciente crimen. El aire frío que entraba por la ventanilla hizo que pronto me sintiera mejor, y hasta llegué a silbar una alegre cancioncilla mientras maniobraba el enorme camión por entre las calles.

Habría sido estupendo el pasar por delante de Moralo y ver lo que ocurría, pero esto solo hubiera sido buscar problemas. El tiempo seguía siendo importante. Había planeado cuidadosamente una ruta que evitaba toda la congestión del tráfico y ahora la estaba siguiendo escrupulosamente. Fue solo cuestión de minutos el llegar hasta el aparcamiento de carga situado en la parte de atrás del gran almacén. Allí habla un poco de inquietud a causa del robo, pero se difuminaba entre el bullicio normal de la carga y la descarga. Aquí y allá, un grupo de conductores de camión o de capataces estaban discutiendo sobre el acontecimiento, pero como los robots no cotillean, el trabajo normal continuaba. Los hombres estaban, naturalmente, tan excitados, que no se prestó ninguna atención a mi camión cuando lo llevé al aparcamiento, junto a los otros. Apagué el motor y me recosté en el asiento, con un suspiro de satisfacción.

La primera parte estaba completa. No obstante, quedaba la segunda, que era igual de importante. Rebusqué en mi panza entre el equipo que siempre llevo en los trabajos... para una emergencia como esta. Normalmente no confío en los estimulantes> pero aún estaba atontado Selección de relatos cortos de Harry Harrison 26

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por los golpes. Dos centímetros cúbicos de Linoten en mi cúbito anterior me aclararon rápidamente la cabeza. Volvía a caminar con paso seguro cuando me dirigí a la parte de atrás del camión.

El ayudante del conductor y los guardas todavía estaban inconscientes, y continuarían así por lo menos durante diez horas. Los dispuse ¿n una alineada fila en la parte delantera, donde no me molestaran, y me dispuse al trabajo.

El camión blindado casi llenaba la caja del camión, tal como había supuesto; por tanto, había asido las cajas a las paredes. Eran unas estupendas y fuertes cajas de embalaje con el nombre de Moralo bien visible en todas sus caras. Era un pequeño robo a su almacén que pasaría desapercibido, Las bajé y las monté para llenarlas. Pronto estaba sudando, y me tuve que quitar la camisa mientras comenzaba a meter el dinero en los embalajes.

Casi me llevó dos horas introducido y cerrar las cajas. Cada diez minutos o así' daba una ojeada a través de la mirilla de la puerta: tan solo se veía la actividad normal. Sin duda la policía debía tener la ciudad sitiada y debía de estar registrándola, casa por casa, en busca del camión. Estaba casi seguro de que el último sitio en el que se les ocurriría mirar sería en la parte de atrás del almacén robado.

El almacén en el que me había provisto de los embalajes también me había proporcionado un buen surtido de albaranes de envío. Pegué uno a cada una de las cajas, dirigiéndolas a diferentes lugares de recogida. Como es natural las puse a portes pagados, y ya estuve dispuesto para finalizar la operación.

Por entonces ya casi se había hecho oscuro, pero sabía que el departamento de envíos estaría ocupado casi toda la noche. Encendí de nuevo el motor y me dirigí lentamente, en marcha atrás, al muelle de envíos. Había un área relativamente tranquila allí donde se encontraban el sector de Carga y el de descarga. Detuve el camión lo más cerca que pude de la línea divisoria. No abrí la puerta de atrás hasta que todos los trabajadores se hallaron mirando en otra dirección. Aún el más estúpido de ellos se hubiera sentido curioso ante el hecho de que un camión descargase cajas de envío de la firma. Tras apilarías en la plataforma les eché una lona por encima, todo lo cual apenas me llevó unos pocos minutos. Tan solo cuando hube cerrado las puertas del camión volví a destaparías, y me senté sobre una de ellas para fumar un cigarrillo.

Antes de haberlo terminado, pasó un robot del departamento de envíos lo suficientemente cerca como para poderlo llamar.

-Ven aquí. Al M-19, que estaba cargando esto, se le quemó una banda de freno, así que ocúpate tú.

Sus ojos brillaron con la luz del deber. Algunos de los tipos M superiores se toman su trabajo muy a conciencia. Tuve que apartarme rápidamente cuando por las puertas situadas a mis espaldas aparecieron los camiones y las cargadoras M. Se oyó un ajetreo de carga y selección y mi botín desapareció por la plataforma. Encendí otro cigarrillo y miré durante un rato mientras las cajas eran codificadas, marcadas y cargadas en los camiones de envío o en las cintas transportadoras locales.

Todo lo que me quedaba por hacer era deshacerme del camión en alguna calle perdida y cambiar de personalidad.

Mientras estaba entrando en el camión, me di cuenta por primera vez de que algo andaba mal. Claro que me habla estado fijando en la puerta... pero no lo bastante. Habían estado entrando y saliendo camiones, pero, de pronto, me golpeó como un martillo pilón en el plexo solar el hecho de que eran siempre los mismos los que iban en una y otra dirección. Uno grande, rojo, de grandes distancias, estaba ahora mismo saliendo. Oí el eco de su tubo de escape rugir calle abajo... y luego morir con un lento gruñido. Cuando se volvió a oír no fue

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alejándose, sino que el camión apareció por la otra puerta. Había coches de la policía esperando tras la valía. Esperándome a mí.

Por primera vez en mi carrera sentí el pavor del hombre acorralado. Esta era la primera vez en que la policía estaba tras mis huellas sin haberlo yo previsto. Se había perdido el dinero, eso ya era seguro, pero eso ya no me importaba. Lo que querían ahora era atraparme.

Piensa primero, luego actúa. Por el momento aún estaba seguro. Naturalmente me estaban rodeando, pero lentamente, pues no sabían en qué parte del gigantesco aparcamiento me hallaba. ¿Cómo me habían encontrado? Este era el punto verdaderamente importante. La policía local estaba acostumbrada a un mundo casi sin crímenes, por lo que no podían haber dado con mí rastro con tanta rapidez. En realidad, no había dejado ningún rastro, por lo que quienquiera que hubiese preparado esta trampa lo había hecho tan solo con lógica y raciocinio.

Sin pensarlo, unas palabras saltaron a mi mente: El Cuerpo Especial.

Nunca se escribía nada acerca de él, tan solo se podían oír un millar de palabras susurradas en un millar de mundos a lo largo de la Galaxia. El Cuerpo Especial, la rama de la Liga que se ocupaba de los problemas que los planetas por sí solos no podían resolver. Se suponía que el Cuerpo había acabado con los restos de los Merodeadores de Haskell tras la paz, que había eliminado del juego a los ilegales comerciantes T & Z, y que finalmente habían cazado a Inskipp. Y ahora iban a por mí.

Estaban allí afuera, esperando a que tratase de abrir brecha. Estaban pensando en todos los caminos, igual que yo, y los estaban bloqueando. Tenía que pensar rápido y bien.

Tan solo había dos caminos hacia afuera: a través de las puertas o a través de la tienda. Las puertas estaban demasiado bien cubiertas para abrir brecha, y tal vez en la tienda hubiese otras posibilidades de escape. Tendría que hacerlo por allí. En el momento en que llegaba a esta conclusión, me di cuenta de que otras personas también habrían llegado a ella, y que ya debían estarse dirigiendo a cubrir esas salidas. Este pensamiento me dio miedo.. - y también me enfadó. La sola idea de que alguien pudiera ganarme pensando ya me era odiosa. De acuerdo, podían tratar de atraparme... pero les iba a costar. Todavía me quedaban unos cuantos trucos en la manga.

Primero, una pequeña pista falsa: Puse en marcha el camión, en primera, y lo apunté a la puerta. Cuando estaba en línea recta atoré el volante y salté por el lado opuesto de la cabina, volviendo al hangar de mercancías. Una vez estuve dentro apresuré el paso. Tras de mi pude oír algunos disparos, un fuerte golpe y muchos chillidos. Esto ya estaba mejor.

Las cerraduras nocturnas estaban conectadas en las puertas que llevaban a la tienda propiamente dicha. Era una alarma de tipo antiguo, que podía desconectar en escasos segundos. Mis ganzúas abrieron la puerta y le di una patada, echándome para atrás. No se oyeron timbres de alarma, pero sabía que, en alguna parte del edificio, un indicador señalaba que había sido abierta una puerta. Fui hasta la puerta más alejada del lado opuesto del edificio corriendo tanto como podía. Esta vez me aseguré de que la alarma estuviera desconectada antes de atravesar la puerta. La cerré tras de mi.

El trabajo más complicado del mundo es correr y no hacer ruido. Mis pulmones ardían cuando estaba llegando a la entrada de empleados. Unas pocas veces vi luces de linternas delante de mí y tuve que esconderme tras los mostradores, pero logré pasar sin ser visto, aunque más por suerte que por otra cosa. Ante la puerta por la que habría querido salir se hallaban dos hombres de uniforme. Permaneciendo tan pegado como pude a la pared me acerqué a unos siete metros de ellos antes de tirarles una granada de gas. Por un segundo estuve seguro de que llevaban puestas máscaras antigás y de que todo había terminado... luego se derrumbaron. Uno de ellos estaba bloqueando la puerta, por lo que lo aparté rodando con el pie y la abrí unos Centímetros.Selección de relatos cortos de Harry Harrison 28

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El reflector no podía haber estado a más de diez metros de la puerta: cuando se encendió noté más dolor que luz. Me tiré al suelo en el mismo instante en que se encendía, y los balazos de la pistola ametralladora perforaron una hilera de agujeros a lo ancho de la puerta. Mis oídos estaban sordos por el estrépito de las balas explosivas y casi no pude oír el ruido de los pasos a la carrera. Ya tenía mi calibre .75 en la mano, y coloqué todo un cargador a través de la puerta, apuntando alto para no herir a nadie. No los detendría, pero los haría ir más despacio.

Devolvieron el fuego, debía de haber un pelotón entero allí afuera. De la pared de atrás saltaron esquirlas de plástico, y los proyectiles silbaron por el corredor. Era una buena cobertura, así sabía que nadie me saldría por la espalda. Permaneciendo lo más plano que pude, repté en la dirección opuesta, fuera de la línea de tiro. Doblé dos esquinas antes de estar lo suficientemente lejos de las armas como para poderme arriesgar a ponerme en pie. Mis rodillas temblaban y mi visión estaba aún oscurecida por grandes manchas de color. El reflector había hecho un buen trabajo, casi no podía ver a la débil luz.

Seguí moviéndome lentamente, tratando alejarme lo más posible de los disparos. pelotón del exterior había disparado en ti' yo había abierto la puerta, lo que significaba que tenían órdenes de disparar contra quienquiera que tratase de abandonar el edificio. Una bella trampa. Los policías de dentro seguirían buscando hasta dar conmigo. Si trataba de salir me asarían. Comenzaba a sentirme como tina rata en una ratonera.

Todas las luces de los almacenes se encendieron y me quede parado, helado. Estaba cerca de la pared de una gran sala dedicada a artículos para granjas. M otro lado de la habitación se hallaban tres soldados. Nos divisamos al mismo tiempo, y me zambullí hacia la puerta mientras a todo mí alrededor rebotaban las balas. Los militares estaban también en ello, lo que significaba que se lo habían tomado muy en serio. M otro lado de la puerta había un grupo de ascensores... y escaleras subiendo hacia lo alto. Me metí en el ascensor de un salto y hundí el botón del sótano, logrando apenas salir antes que se cerraran las puertas. Las escaleras estaban en la dirección de los soldados que me perseguían, por lo que me pareció que corría hacia sus bocas de fuego. Debí de alcanzar las escaleras un instante antes de su llegada. Subí por ellas y llegué hasta el primer descansillo antes de que ellos estuvieran abajo. La suerte todavía me acompañaba. No me habían visto, y estarían seguros de que había ido hacia abajo. Me desplomé contra la pared, oyendo los gritos y los silbatos mientras dirigían su búsqueda hacia el sótano.

Pero en el grupo había uno listo. Mientras los otros estaban siguiendo la pista falsa, lo oí comenzar a subir lentamente las escaleras. No me quedaba ninguna granada de gas, todo lo que podía hacer era subir por delante de él, tratando de no hacer ningún ruido.

Venía lenta y pausadamente, y yo me mantuve por delante de él. De esta manera subimos cuatro pisos, yo en calcetines, con los zapatos entrelazados alrededor de mi cuello, y él con sus pesadas botas raspando suavemente contra el metal de los escalones.

Cuando inicié la subida al quinto piso me detuve, con el pie a mitad de un escalón.

Alguien estaba bajando... alguien que usaba el mismo tipo de botas militares. Hallé la puerta al pasillo, la abrí y me deslicé por ella. Ante mi se extendía un largo corredor, flanqueado por algún tipo de oficinas. Comencé a correr a lo largo de él, tratando de alcanzar una esquina antes de que aquella puerta se abriese y las balas explosivas me partiesen en dos. El pasillo parecía interminable, y de repente me di cuenta de que nunca conseguiría llegar al final a tiempo.

Era una rata buscando un agujero... y no había ninguno. Las puertas estaban cerradas, todas. Las iba probando mientras corría, sabiendo que no lo iba a lograr. Aquella puerta de la escalera se estaba abriendo tras de mí, y el arma se estaba levantando. No me atreví a darme la vuelta y mirar, pero lo podía sentir. Cuando la puerta se abrió bajo mi mano casi cal a través Selección de relatos cortos de Harry Harrison 29

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de ella antes de darme cuenta de lo que habla sucedido. La cerré tras de mi y me recosté contra ella en la oscuridad, jadeando como un animal agotado.

Entonces se encendió la luz y vi al hombre sentado tras el escritorio, sonriéndome.

Existe un límite para la cantidad de emociones que puede absorber un ser humano, y yo había sobrepasado el mío. No me importaba si me daba un balazo o me ofrecía un cigarrillo... habla llegado basta el final de mi camino. No hizo ninguna de las dos cosas; en lugar de eso, me ofreció un cigarro.

-Coja uno de estos, diGriz. Creo que son su marca.

El cuerpo es un esclavo del hábito. Aún cuando la muerte está a unos centímetros, responde a las costumbres establecidas. Mis dedos se movieron por sí mismos y tomaron el cigarro, mis labios lo apretaron y mis pulmones lo sorbieron hasta darle vida. Y, durante todo esto, mis ojos vigilaban al hombre tras el escritorio, esperando la muerte.

Se debió de notar. Me señaló una silla y tuvo buen cuidado de tener las dos manos a la vista sobre la mesa. Yo todavía tenía mi arma apuntada contra él.

-Siéntese, diGriz, y aparte ese cañón. Si quisiera matarle, lo podría haber hecho más fácilmente que guiándolo hasta esta habitación ----sus cejas se arquearon sorprendidas cuando vio la expresión de mi rostro-. ¿No me dirá que creyó llegar hasta aquí por casualidad?

Hasta ese mismo momento así lo habla creído, y esta falta de un razonamiento inteligente por mi parte me produjo una oleada de vergüenza que me devolvió a la realidad. Me habían sobrepasado mental y físicamente, y lo menos que podía hacer era rendirme a la evidencia. Lancé el arma sobre la mesa y me derrumbé sobre la silla ofrecida. Barrió la pistola hacia un cajón con rápida eficiencia y se relajó él también un poco.

-Me tuvo preocupado por un momento por la forma en que se quedó ahí delante, con los ojos locos y agitando esa pieza de artillería de campo.

-¿Quién es usted?

Sonrió ante lo abrupto de mi tono.-Bueno, no importa quien soy. Lo que importa es la organización a la que represento.-¿El Cuerpo?-Exactamente. El Cuerpo Especial. No creyó que se trataba de la policía local, ¿verdad?

Ellos tienen órdenes de dispararle a primera vista. Fue tan sólo después de que les dije cómo hallarle cuando dejaron que el Cuerpo interviniese. Tengo algunos de mis hombres en el edificio, son los que lo han traído hasta aquí. El resto son todos nativos, con dedos nerviosos en los gatillos.

No era muy halagüeño, pero era verdad. Me habían llevado de un lado para otro como a un robot de clase M, con cada movimiento programado por adelantado. El viejo tras el escritorio... pues ahora me daba cuenta de que debía de tener unos sesenta y cinco años, había demostrado ser superior a mí. El juego había terminado.

-De acuerdo, señor Detective. Me tiene usted atrapado, así que el recrearse en mi desgracia no tiene sentido. ¿Qué sigue ahora en el programa? ¿Reorientación psicológica, lobotomia... o simplemente el pelotón de ejecución?

-Me temo que nada de eso. Estoy aquí para ofrecerle un empleo en el Cuerpo.

Todo el asunto era tan ridículo que casi me caí de la silla en el ataque de risa que siguió a estas palabras. Yo, James diGriz, el ladrón interplanetario trabajando como policía. Era demasiado cómico.

El otro permaneció paciente, esperando hasta que hube terminado.-Admito que tiene su lado cómico -dijo-, pero sólo a simple vista. Si se para a pensarlo,

tendrá que admitir que no hay nadie más cualificado para atrapar a un ladrón que otro ladrón.

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Había bastante de verdad en eso, pero no iba a comprar mi libertad convirtiéndome en un cimbel.

-Una oferta interesante, pero no pienso salir de esto volviéndome traidor. ¿Sabe?, aún entre los ladrones existe un código de honor.

Esto lo enfadó. Era más alto de lo que parecía sentado, y el puño que agitó ante 'ni rostro era tan grande como un zapato.

-¿Pero qué clase de estupideces está diciendo? Suena como una frase de una película de gángsters de la televisión. ¡Nunca se ha encontrado con otro ladrón en su vida, y no lo hará nunca! Y silo hiciera, lo delataría alegremente si con ello pudiese sacar usted algún provecho. La esencia misma de su vida es el individualismo... eso y la emoción de hacer cosas que otros no pueden hacer. Bueno, eso ya se acabó, y lo mejor es que se convenza a usted mismo de ello. Ya no puede seguir siendo el play-boy interplanetario que solía ser... pero puede llevar a cabo un trabajo que va a necesitar de cada onza de su habilidad y talentos especiales. ¿Ha matado alguna vez a un hombre?

-No... no que yo sepa.-Bueno, no lo ha hecho. Le digo esto por si así va a dormir mejor por las noches. No es

usted un homicida, miré eso en su ficha antes de venir a buscarle. Es por eso por lo que sé que entrará en el Cuerpo, y que sentirá un gran placer en capturar al otro tipo de criminal que está enfermo, y no que simplemente realiza una protesta social. El hombre que puede asesinar y disfrutar con ello.

Era demasiado convincente, y tenía todas las respuestas. Tan sólo quedaba un argumento, y lo lancé en un último intento defensivo.

-¿Y qué hay con el Cuerpo? Si se enteran que está usted empleando a criminales semireformados para hacer trabajos sucios, nos fusilarán a los dos al romper el alba.

Esta vez era su turno de reírse. No veía qué era lo que le parecía tan cómico, así que lo ignoré hasta que hubo terminado.

-En primer lugar, muchacho, yo soy el Cuerpo, por lo menos su cabeza. ¿Y cuál cree que es mi nombre? ¡Harold Peters Inskipp ese es mi nombre!

-¿No será el Inskipp que...?-El mismo, Inskipp el Inatrapable. El hombre que desvalijó el Pharsydion II en pleno vuelo y

que realizó todas esas otras operaciones sobre las que estoy seguro de que leyó en su malgastada juventud. Fui reclutado en la misma manera que usted.

Me tenía atrapado. Debió ver mis ojos saltones, porque se preparó para hacerme mate.-¿Y quienes se cree que son el resto de nuestros agentes? No me refiero a los graduados

de limpia mirada salidos de nuestras escuelas técnicas, como la escuadra que tengo abajo, sino los agentes especiales. Los hombres que planean las operaciones, que realizan el trabajo de campo preliminar y que se preocupan de que todo vaya sobre ruedas. Son ladrones, todos ladrones. Contra mejores eran por sí solos, mejor es el trabajo que realizan para el Cuerpo. Este es un Universo grande y camorrista, y le sorprenderían algunos de los problemas que aparecen. Los únicos que podemos reclutar para hacer los trabajos son los que ya son expertos en ellos. ¿Le interesa?

Había pasado todo tan rápido y no había tenido tiempo para pensar, por lo que posiblemente iba a seguir arguyendo durante una hora. Pero en lo más recóndito de mi mente ya había llegado a una decisión. Lo iba a hacer. No podía decir que no.

Y, además, estaba comenzando a notar como un calorcillo. La raza humana es gregaria, esto era algo que sabia bien, aunque durante años lo hubiese estado negando.

Bueno, total, iba a seguir haciendo el trabajo más solitario en todo el Universo... lo único que ocurría era que ya no lo haría solo.

Titulo original: THE STAINLESS STEEL MT Selección de relatos cortos de Harry Harrison 31

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Traducción de Z. AlvarezNueva Dimensión 1969/1scaneado por [email protected] en dic.1997

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LOS MALVADOS HUYEN

—Vino rosso, un mezzo.

El vino tenia un sabor acre y denso que traía reminiscencias del polvo que se levantaba de la calle sin pavimentar, allí, fuera de la diminuta taberna. Vini e Bebite, decía el cartel cintado toscamente sobre la puerta. Vino y bebidas. El vino, de la cosecha local, las bebidas. Ponzoñosos brebajes coloreados en botellas de vidrios arañados. Fuera el sol brillaba restallante sobre las blanqueadas paredes de las casas. Birbante vació el vaso y lo llenó nuevamente con la botella de medio litro. Valiente, dijo, y el dueño, sacándole brillo a un vaso, y con el rostro sombrío sumido en una expresión de depresión constante, gruñó una respuesta que podría haber sido de asentimiento. Los tres hombres que se encorvaban sobre la pequeña mesa junto a la pared tenían la atención concentrada en el ajado mazo de cartas, extrañamente dibujadas, con las que jugaban.

Chiomonte era como cualquier otro pequeño pueblo italiano alejado de los caminos principales. Un solo camino, que también era la calle principal, conducía a él. Un pueblo aislado receloso de los extraños, la mente de sus habitantes tan bloqueada para el mundo exterior como bloqueado estaba el valle por las montañas que lo rodeaban. Golpeado por la pobreza, sin atractivos, no era lugar donde alguien pudiera detenerse más que por unos pocos minutos. Pero Birbante tenía buenos motivos para estar allí; él podía estar en cualquier lugar. Tomó un poco más de vino y luego, con la mano extendida sobre el mostrador, miró su reloj. Era casi mediodía. Cuando lo rozó con la punta del dedo el cuadrante se hizo transparente, revelando la presencia de otros cuadrantes y de un indicador con luces de colores. Nada había cambiado. Narciso no estaba cerca.

Sin embargo, no podía estar lejos. Los instrumentos que guardaba en el coche—el reloj era tan sólo un repetidor—se lo decían. Además, casi podía sentir su presencia; una facultad que había desarrollado después de años de perseguir a aquellos que no deseaban ser encontrados. Narciso había ganado más distancia que cualquier otro y había estado en libertad mucho más tiempo, pero eso no importaba. Birbante nunca había fracasado. No fracasaría ahora, con la ayuda de Cristo. Con los dedos rozó el bulto bajo su camisa, el crucifijo que allí colgaba. Encontraría a Narciso.

—Quisiera llevarme un litro de esto.

El dueño de la taberna lo miró de arriba a abajo con disgusto, como si el pedido fuera algo insólito.

—¿Tiene una botella?

—No, no tengo una botella —respondió Birbante con paciencia.

—Creo que aquí tengo una. Tendrá que pagar un depósito de cincuenta liras.

Birbante hizo un fatigado gesto de aceptación ante el pequeño hurto y luego se dedicó a observar mientras desde la trastienda surgía una botella polvorienta. Alguien la lavó con descuido bajo el grifo y luego, con un estropeado embudo, la llenó con el vino de una gran damajuana cubierta de mimbre. Fue coronada con un corcho ennegrecido. Birbante desparramó algunas monedas sobre el mostrador manchado y, cuando el dueño se extendió para alcanzarlas, le colocó a su lado una fotografía en colores.

—¿Conoce a este hombre?—preguntó.

El dueño recogió las monedas, una por una, ignorando al hombre de la fotografía, adusto, de cabello negro, corto e hirsuto y transparentes ojos azules.

—Mi primo —dijo Birbante—. Hace años que no lo veo. He oído que está por aquí cerca. Murió un tío, le dejó algo de dinero, no mucho, pero sé que querrá tenerlo. A cualquiera le viene bien el dinero. ¿No sabe dónde está?

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Mientras hablaba, Birbante sacó disimuladamente un arrollado billete de diez mil liras del bolsillo de su camisa, lo desplegó lentamente sobre el mostrador y lo dejó allí. El dueño miró el billete, luego a Birbante, quien pudo sentir que la mirada de los jugadores también estaba sobre él.

—No lo vi nunca.

—Es una lástima. Hay dinero de por medio.

Birbante plegó el billete, lo introdujo nuevamente en el bolsillo, tomó la botella y se marchó. El sol quemaba con una presión casi física; hurgó en el bolsillo del pantalón en busca de las gafas de sol y se las puso. Esa gente no se traicionaba. Si consideraban a Narciso como a uno de ellos, nunca lo delatarían ante un extraño. Es decir, no directamente.

El rojo brillante del convertible Alfa Romeo era el único toque de color en la calle blanqueada. Birbante empujó el vino debajo del asiento para que estuviera a la sombra y atravesó el sendero de guijarros desparejos hacia la oscura entrada de lo que parecía ser un almacén. No tenía letrero ni vidriera y tampoco los necesitaba; cualquiera en el pueblo sabría que ese era el almacén. Junto a la puerta había un lío de cuerdas y en la entrada colgaban algunas ristras de pimientos rojos. Birbante se abrió paso y pestañeó en la penumbra del interior. La mujer, vestida de negro, tenía el mismo aspecto sombrío e informe que la mercadería. No le devolvió el saludo y en silencio reunió los artículos que había pedido. Una horma de queso y una pequeña rodaja de pan de corteza gruesa. Los barriles de aceitunas despedían un olor a rancio y Bilbante los rechazó. Todo el tiempo permaneció en donde pudiera controlar la puerta de la taberna.

Uno de los viejos jugadores salió y se alejó dificultosamente calle abajo.

Era un buen augurio. Si Narciso estaba cerca y se informaba de su presencia, la cacería estaba a punto de concluir. El detector no era muy fiel en distancias cortas y sólo podía decirle que el hombre que buscaba estaba en algún lugar en un radio de diez a veinte kilómetros. Pero si Narciso sabía que le estaban buscando, la situación cambiaría radicalmente. Se sentiría atemorizado, inquieto, desdichado, poseído por alguna emoción violenta. Cuando eso ocurriera el detector, templado según el modelo neurológico de su cerebro, lo detectaría inmediatamente. Birbante miraba hacia adelante mientras regresaba al coche, pero cuando se sentó pudo observar en el espejo la calle que se extendía detrás. El viejo miró en dirección a él una vez y luego entró en una de las casas. Birbante colocó las provisiones debajo del asiento, junto al vino, y puso el motor en marcha. Hizo estos movimientos tan lentamente como le fue posible y fue recompensado por la aparición de un muchachito que salió de la misma puerta por la que había entrado el hombre. El muchacho pasó junto al coche corriendo, manteniendo la vista al frente.

Algo imposible, pensó Birbante, y el coche arrancó. Ningún muchacho italiano, cualquiera fuera su edad, podía pasar junto a un lustroso automóvil rojo como ése sin examinarlo de parachoques a parachoques. El muchacho llevaba un mensaje y el mensaje se refería a él. Narciso no podía estar lejos. Retrocedió por una callejuela angosta y giró para regresar hacia donde había partido. Lejos del muchacho. Sus instrumentos le dirían todo lo que necesitaba saber.

A medida que bordeaba el Valle, el camino se volvía zigzagueante; en uno de los recodos había descubierto un ancho espacio sombreado por algunos árboles. Se dirigió hacia allí y estacionó. Con el motor apagado, el placentero silencio sólo era interrumpido por el zumbido distante de los insectos. El valle se abría ante él, con tonos grises y pardos en su mayoría; los ralos campos verdes se extendían a ambos lados del pueblo. Chiomonte mismo lucía mucho mejor a esa distancia, con la rosada cúpula de su iglesia elevándose por encima de los edificios blancos. La pobreza y la suciedad no eran visibles. El suelo había sido pobre desde un principio y ahora estaba agostado por siglos de agricultura intensiva. Birbante bebió un buen trago de vino, cortó algunos trozos de pan y usó su cuchillo de bolsillo para cubrirlo con abundante queso. El pan estaba crujiente, el queso fuerte, una simple comida de campesino que le hizo recordar las montañas toscanas de su niñez. Parecía que Italia nunca iba a cambiar, dormitando en las tibias tardes de los siglos, bajo el suave tañido de miles y miles de campanas de Selección de relatos cortos de Harry Harrison 34

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iglesia, como aquellas que ahora repicaban a distancia. Ese mundo de fe yacía en la mano de Dios, los valles, aquellos surcos...

Con fogonazos agonizantes, el viejo autobús se acercaba por el camino, emitiendo chirridos de protesta cada vez que tomaba una curva. Para aumentar la afrenta, el conductor, apretado contra el volante como una araña, hizo sonar una penetrante bocina que destrozó la paz silenciosa de un momento antes.

Azorado, Birbante sacudió un puño a la parte trasera del autobús y maldijo mentalmente a su conductor. Sólo cuando se hubo aquietado con algo de vino, sólo entonces, se dio cuenta de qué manera se había permitido perder el control. ¡Había maldecido a ese hombre desconocido, a ese pobre hombre! El pensamiento fue tan eficaz como el hecho. Mientras luchaba con el tablero del automóvil sintió que el rostro se le cubría con un sudor que no tenía relación alguna con el calor. Tomando el pesado rosario de plata lo atrajo hacia sí y pidió perdón a Dios y al mismo tiempo Le suplicó que ignorara las blasfemias pronunciadas en un momento de cólera, pues en realidad no significaban nada. Y también entenderlo y perdonarlo porque era un ser humano y un cuerpo débil. Las plegarias lo calmaron y entonces descubrió que ese trabajo le estaba costando grandes sufrimientos, especialmente la última investigación que le habían asignado. Cuando regresara con Narciso les pediría a sus superiores una tregua, al menos un año, en algún apartado monasterio de montaña. Ellos se lo permitirían, ellos conocerían las presiones bajo las cuales debía trabajar.

Hacía tiempo que la aguja del cuadrante oscilaba requiriendo su atención; finalmente Birbante lo advirtió. Había estado tan inmerso en sus propios problemas que había olvidado su trabajo. La lección era clara: sus propios padecimientos y penurias debían volver a su lugar, así como la comida y el vino. Un poco de ayuno y abstinencia le harían bien. Más tranquilo, hizo minuciosos ajustes en los controles y lanzó una mirada de reojo a las agujas.

"Estás allí, Narciso, no lejos de mí y tan temeroso como yo de la justicia de Dios. Estamos en Sus manos y yo voy a ayudarte."

El coche arrancó e inmediatamente se deslizó a gran velocidad camino abajo. Birbante controló su entusiasmo y disminuyó la marcha. La cacería había sido larga y unos pocos minutos no harían ninguna diferencia. Cuando el camino se convirtió en una recta entre los campos que precedían al pueblo, enfiló hacia un costado y controló nuevamente sus instrumentos. Una reacción violenta, continua, siempre hacia adelante. Te estoy buscando, Narciso.

Algunas sombras se habían alargado; era el único cambio en Chiomonte desde que él se alejara, horas antes. Ahora conducía lentamente a través del pueblo manteniéndose en el centro del camino y controlando las agujas con sumo cuidado. Habría una intensa oscilación cuando pasara junto a Narciso y entonces sabría dónde se hallaba e inmediatamente después lo habría capturado. Con la ayuda de Dios. Palpó la cruz a través de la camisa; las agujas no se movieron.

Entonces las casas quedaron atrás y empezó la campiña, altos viñedos polvorientos apretándose junto al camino. Su presa debía de estar en las afueras del pueblo, en alguna de las granjas solitarias. A cada instante la señal se hacía más débil y pronto perdería la definida precisión que necesitaba; todavía apuntaba hacia adelante, hacia el vacío que se precipitaba camino abajo. Birbante sintió un súbito indicio de temor y apretó a fondo el acelerador. No, así no. Para encontrar a su presa se necesitaba raciocinio, no pánico. Detuvo el coche e hizo algunos ajustes precisos. Nada. Pero tenía que haber algo. Frustrado, dio pequeños golpes sobre el tablero como si pudiera hacerlo vibrar para obtener la información que buscaba; entonces estalló en una carcajada.

"Tan simple, realmente". Puso el coche en marcha una vez más. "El autobús. Recibió la advertencia y huyó subiendo a aquel autobús. Eso es todo. El fin de nuestro viaje ya está cerca, Narciso."

Ahora el Alfa Romeo se desplazaba a gran velocidad. Manejaba bien y rápido, devorando las rectas, deslizándose en las curvas. En un minuto divisó el autobús y la nube de polvo que dejaba a su paso. Birbante frenó bruscamente y disminuyó la velocidad, situándose detrás del vehículo, controlando sus Selección de relatos cortos de Harry Harrison 35

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instrumentos. Sería un poco embarazoso hacer bajar al hombre de un autobús repleto, pero era posible hacerlo sin provocar demasiada confusión. Finalmente, no hubo necesidad. Al tomar una curva, tan cerca del autobús que podía ver las siluetas en las ventanillas de atrás, sus agujas se agitaron, cambiaron de posición y Birbante frenó.

Narciso ahora iba a pie, por algún lugar a la derecha del camino; la señal de su cerebro perturbado permitía localizarlo con precisión; debía de haber visto el coche que lo perseguía. Lentamente, marcha atrás, retrocedió hasta que estuvo a la altura de un sendero rocoso y ondulante que se internaba en la campiña. Aquí. Subió por él, lentamente aún, pero a mayor velocidad que la que cualquiera podía alcanzar a pie o corriendo. En la cima de una loma, un hombre solitario estaba sentado sobre una roca junto al sendero, vestido con la rústica cazadora de los campesinos y apoyado en un bastón. Birbante redujo la velocidad para preguntarle si había visto pasar a alguien, pero cuando el hombre volvió el rostro hacia él permaneció en silencio.

Por un momento se contemplaron mutuamente. Luego Birbante apagó el motor del coche así como también los instrumentos ocultos.

—Tú eres Narciso Lupori. —No era una pregunta.

Narciso asintió con un movimiento de cabeza, los ojos azul pálido en singular contraste con la piel amarronada.

—Tienes ventaja sobre mí.

—Padre Birbante.

—Tendría que sentirme halagado, el más grande cazador de herejes.

—Si me conoces, entonces deberías saber que no estoy aquí para conversar contigo, ni para ayudarte, ni para mantener otra reunión anticristiana. Será todo mucho más fácil para ambos si entras en ese coche y regresas conmigo ahora.

—Paciencia, Birbante, paciencia. Aún el criminal condenado tiene un momento para pensar, una última comida. Hasta nuestro Salvador tuvo una última cena.

—En tus labios Su nombre es una blasfemia. Vendrás conmigo y esto es el final de todo.

—¿Lo es? —Narciso sonrió, aunque parecía no tener muchos motivos—. ¿Qué harás conmigo si me niego? ¿Matarme?

Birbante suspiró y tomó un instrumento que estaba en el asiento de al lado.

—Sabes que no matamos a nadie. Somos cristianos en un mundo cristiano y trabajamos con amor para elevar a las criaturas que nos rodean. Este instrumento te apresará y entonces yo me veré forzado a llevarte conmigo aunque opongas resistencia.

Birbante levantó el objeto, un tubo de plástico negro con un asa y botones en un extremo, decorado con gusto con un serafín dorado, y apuntó a Narciso.

Se oyó un estallido violento y el vidrio de la ventanilla se hizo añicos y cayó sobre la tierra. Birbante miró la ventanilla destrozada y luego al objeto negro que Narciso tenia en la mano, el cual despedía un sinuoso hilo de humo.

—Tienes que reconocer esta pistola—dijo Narciso—. Has visto ilustraciones en los libros de historia. Puede perforarte con la misma facilidad con que perforó el coche. Ahora arroja ese penter en el asiento de atrás antes de que lo haga yo.

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Birbante vaciló un momento, luego, cuando el arma estuvo a la altura de su cabeza, hizo lo que le habían ordenado. Se estremeció, pero permaneció en su lugar.

—No ganarás nada matándome. Yo estaré entre los santos y mártires y tú estarás todavía aquí, atrapado en este mundo imperfecto hasta que otros vengan a buscarte. No hay escapatoria. Arroja lejos de ti esa máquina diabólica y ven conmigo.

—No. Ahora apártate de ese coche para que no puedas cometer ninguna tontería y escúchame. Siéntate aquí para que podamos hablar. Ya puse la pistola a un lado.

—El Diablo todavía anda por este mundo —dijo Birbante, persignándose, mientras alisaba un parche de pasto seco antes de sentarse.

—Mucho mejor de lo que piensas. ¿No te sientes algo sorprendido al ver un arma como ésta, en esta época?

—Apenas. El año 1970 de Nuestro Señor es parte de nuestro oscuro pasado. Nada me sorprende.

—Tendrías que prestar más atención a nuestra historia. ¿No recibiste instrucciones sobre la era a la cual ibas a regresar?

—Suficientes. No somos los tontos que vosotros creéis en el Colegio de Inquisidores. Entre ambas eras hay sólo cuarenta y siete años. Vengo equipado; este coche es una réplica exacta de un modelo de la época.

—¡Ah! ¿Entonces lo trajiste contigo? Estaba por preguntarlo. Si conoces esta era tan perfectamente, sabes que es la Era de la Paz y que las Guerras Santas terminaron hace tiempo.

—Es verdad. Pero puesto que tienes esa arma, es evidente que hay pequeñas omisiones en los testimonios...

—¿O pías falsificaciones?

—¡Blasfemas!

—Por favor, discúlpame. Estoy tratando realmente de comunicarme contigo. Puesto que te han enviado tras de mí, supongo que sabes bastante acerca de mí, incluso por qué vine aquí.

—Así es. Eres el físico Narciso Lupori; en otros tiempos pertenecías a los Laboratorios del Vaticano en Castel Sant'Angelo. Eres un hombre de sorprendente inteligencia que tuvo en sus manos una gran responsabilidad, a pesar de no haber asumido el sacerdocio. Deberías haberlo hecho, y a causa de lo que has hecho las reglas serán más estrictas en el futuro. Nadie que no se haya ordenado en la Santa Iglesia tendrá tu responsabilidad. Fuiste tentado por algún demonio, por el Demonio y huiste a este lugar, y al pasado.

—¿Los sacerdotes pueden resistir mejor las adulaciones de Satán?

—¡Sin duda alguna!

—Y si te dijera que no hay ningún demonio, ningún Demonio detrás de mi, quizá ni Dios siquiera, en ninguna parte...

—¡Termina con esa blasfemia!

—Lo haré. Soy demasiado buen hijo de la iglesia como para decir en voz alta aún estas cosas que sé que son ciertas. Pero soy libre en otros aspectos, si es que no soy también libre de Él. Dudaba, por si quieres saber, dudaba de todo, y por eso estoy aquí. Dudaba de que el hombre tuviera la obligación de ser Selección de relatos cortos de Harry Harrison 37

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sumiso, de procrear y poblar la tierra y de destruir las llamadas formas inferiores de vida. Dudaba si existe algún designio divino detrás de la orden de que ciertos campos de investigación son intocables para siempre, toda el área de la Física.

—Dios lo dispuso así.

—No, lo siento, lo hicieron los hombres. Papas y cardenales. Hombres. Hombres que creen en una sola cosa y que decidieron que el resto del mundo debe atenerse a lo que ellos creen. Son dueños de un raciocinio sofocado, de poder, libertad, ambición y lo sustituyen todo con una nube gris de piadosa santidad.

—No puedes tocarme con esas palabras. Eres tú quien arderá para siempre en el infierno por decirlas. Ven conmigo. Arroja el arma. Regresa a aquellos que te ayudarán a purificar la mente.

—Aquellos que borrarán todo recuerdo, todo pensamiento original, dejándome como un vegetal para ser plantado con firmeza en tierra santa hasta que envejezca y muera. No. No voy a regresar contigo. Y tengo la extraña sensación de que tú tampoco vas a regresar.

—¿Qué estás diciendo?

—Exactamente eso. El futuro del que ambos vinimos no existe, no existirá. No en este mundo de este presente. ¿Por qué piensas que regresé tan lejos? Los primeros experimentos eran sólo tentativas; y nada parecía andar bien cuando intentamos investigar el pasado en algo más que unos pocos meses. Pensé que entendía, tenía una teoría que ahora sé que es correcta. Por eso usé el equipo que conseguí para remontarme al pasado a través de los años, solo, sin nada más que la ropa que llevaba sobre mis espaldas, arrugada y retorcida por el viaje. Encontré trabajo, suficiente para comer y sobrevivir y para examinar los libros. ¿Has oído hablar alguna vez del Rey Enrique VIII de Inglaterra?

—¿Por qué me preguntas eso, con que objeto? No soy un estudiante de historia secular.

—No es importante. Una figura menor de la historia, muerto a causa de una caída de caballo en el vigésimo año de su reinado. ¿Pero debes haber oído acerca de Martín Lutero?

—Por supuesto. Un clérigo alemán, más tarde un hereje y agitador. Murió en la prisión, no recuerdo el año.

—1515. Lo sé bien. Entonces, ¿que dirías si yo te dijera que Lutero no murió en prisión —no en este mundo— que por el contrario se expresó en contra de la Madre Iglesia en 1517 y encabezó un movimiento que dio origen a una nueva Iglesia?

—Una locura.

—Ya veremos. ¡Y el buen rey Enrique viviendo para fundar su propia iglesia! Yo también pensé que era una locura cuando lo leí por primera vez, pero una locura impetuosa, liberadora. Este mundo no es el paraíso... ¡lejos de ello! Pero la libertad todavía existe y los hombres trabajan por el bien de todos. Tendrás que aprender a gustar de él; tú también porque tú y yo estamos atrapados aquí. El futuro, tal como lo conocimos, no existe para nosotros ni existirá. Algo ha producido este cambio, quizá las alteraciones ocasionadas por nuestra penetración en el pasado sean la causa. Piensa Birbante perdiste por perseguirme, perdiste tu Iglesia y tu Dios, todo...

—¡Suficiente! ¡No sigas, mientes! —Birbante estaba de pie, las mejillas blancas. Narciso permanecía sentado, la cara retorcida en una sonrisa extraña.

—Te asusta, ¿no es verdad? ¿Si estás tan inquieto por qué no vas a ver? El gran transmisor temporal tiene que estar en el coche, pero tú tendrás el equipo de supervivencia sobre el cuerpo. Se le ordenó a todos los viajeros que los usaran. Ya no puedo hacer nada, no puedo escapar. Simplemente observa el dispositivo temporal y oprime el botón. Regresa a casa para ver cual de los dos está en lo cierto, luego Selección de relatos cortos de Harry Harrison 38

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vuelve aquí, una fracción de un instante después de tu partida. Yo estaré aquí, nada habrá cambiado. Excepto que tú conocerás la verdad.

Birbante estaba de pie, rígido, tratando de comprender, tratando de no creer. Narciso señaló la pistola silenciosamente, recordándole al otro la existencia de tales armas. Luego sacó del bolsillo un fragmento de un periódico, arrancado de la primera página de L’Osservatore, la publicación del Vaticano. A pesar suyo Birbante tuvo que leer los grandes titulares y mirar las ilustraciones. EL PAPA REZA POR LA PAZ, decía. PIDE A LOS HOMBRES DE TODAS LAS RELIGIONES QUE SE UNAN A ÉL EN UN DIA DE PLEGARIAS.

Profiriendo un grito áspero y sin palabras, el sacerdote le arrebató el papel y lo arrojó al suelo. Con el mismo movimiento sacó un instrumento de su bolsillo y tocó un botón.

Desapareció.

Narciso estaba sentado, los músculos rígidos, contando los segundos que transcurrían lentamente. Cuando boqueó en busca de aire se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración.

— ¡Solo! —gritó, incorporándose de un salto—. No regresó. Soy libre. No regresó porque no puede regresar. Está en otro futuro, en otro pasado, Dios sabe dónde. No me preocupa. ¡Ya no tengo nada que temer de ellos! El acto de su partida me ha liberado de él para siempre.

Sacó el revólver del bolsillo, estremeciéndose con su contacto, y lo arrojó a gran distancia. ¡Cómo había practicado para apuntar y hacer fuego! Deseando que quienquiera que estuviese persiguiéndole jamás descubriera que él era tan incapaz de matar como ellos que habitaban otro tiempo y otro espacio. Con la yema de los dedos recorrió suavemente el reluciente guardabarros del automóvil.

—Esto será mi fortuna y mi salvación. Puedo reproducir las celdas de la batería que lo alimenta e introducirlas aquí para reemplazar la infernal combustión de los motores que atormenta a esta gente. Si otros vinieran en mi búsqueda, incluso podría hacerlos desaparecer a través del tiempo. Aunque dudo que alguno tenga el valor de hacerlo cuando Birbante no aparezca.

Narciso se deslizó en el asiento y puso el motor en marcha, que susurró con silencioso poder.

"Entonces veré algo más que el pequeño rincón del mundo católico e italiano que conocí. Seré rico y viajaré. Aprenderé inglés e iré a las lejanas Américas donde gobiernan los ingleses y hablaré con los nobles mayas y aztecas en sus ciudades de oro. ¡Qué mundo maravilloso será este nuevo mundo!"

Puso los cambios, hizo girar el automóvil y lentamente desapareció de regreso, camino abajo.

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OPERACIÓN DE RESCATE

—¡Tira, tira, no pares! —gritó Dragomir, aferrando las cuerdas alquitranadas de la red. Junto a él, en la cálida oscuridad, Pribislav Polasek lanzó un gruñido al conseguir erguirse sobre las cuerdas húmedas. No era posible distinguir la red en las negras aguas, pero la luz azul atrapada en ella ascendía poco a poco hacia la superficie.

—Se está resbalando... —gimió Pribislav, y agarró con fuerza la áspera borda de la pequeña embarcación.

Pudo ver la luz azul del casco durante un instante, la mirilla de vidrio y el cuerpo cubierto con un traje especial, que se desvanecieron en la oscuridad y, a continuación, se escurrieron liberándose de la red. Tan sólo alcanzó a ver fugazmente una forma oscura antes de que desapareciera.

—¿Lo has visto? —preguntó—. Justo antes de hundirse, ha dicho adiós con la mano.—¿Cómo puedo estar seguro? La mano se ha movido. Podía haber sido la red o podría

seguir con vida. —Dragomir tenía el rostro inclinado, hasta tocar casi la cristalina superficie del agua, pero ya no había nada más que ver—. Podría estar vivo.

Los dos pescadores se recostaron en el barco y se escrutaron mutuamente bajo la dura luz de la lámpara de acetileno que sibilaba en la proa. A pesar de la gran similitud de sus anchos y sucios pantalones y sus descoloridas camisas, eran dos hombres muy diferentes. Las manos de ambos estaban profundamente curtidas y encallecidas tras una vida de duro trabajo; sus mentes habían perdido reflejos debido a los padecimientos y los años.

—No podemos sacarlo con la red —dijo finalmente Dragomir, hablando el primero, como de costumbre.

—Entonces necesitaremos ayuda —añadió Pribislav—. Hemos anclado aquí la boya, de manera que podremos volver a encontrar el lugar.

—Sí, necesitamos ayuda. —Dragomir abrió y cerró sus grandes manos y luego se inclinó hacia adelante para recoger el resto de la red—. El buceador, ese que sigue con Korenc, la viuda, sabrá qué hay que hacer. Se llama Kukovic y Petar dijo que se doctoró en Ciencias en la Universidad de Liubliana.

Se pusieron a remar y la pesada embarcación comenzó a desplazarse con ritmo firme por la superficie cristalina del Adriático. Antes de que hubieran alcanzado la orilla, el cielo había clareado y, cuando atracaron en el malecón de Brbinj, el sol se hallaba por encima del horizonte.

Joze Kukovic miró la bola ascendente del sol, que ya calentaba su piel, bostezó y se estiró. La viuda salió con el café, arrastrando los pies, farfulló un buenos días y lo depositó en la barandilla del porche. Jo apartó la bandeja a un lado y se sentó junto a ella, tomó la pequeña cazuela por su largo mango y vertió todo el café en su taza. El espeso café turco lo despertaría a pesar de la hora intempestiva. Desde la barandilla disfrutaba de una buena vista sobre la calle polvorienta y sin asfaltar hasta el puerto lleno ya de bullicio. Dos mujeres, con el agua de la mañana en cántaros de latón haciendo equilibrios sobre sus cabezas, se detuvieron a charlar. Los campesinos iban llegando con sus productos al mercado matutino, cestas de repollos y patatas y banastas de tomates, amarradas con correas sobre burros enanos. El rebuzno de uno de ellos quebró ásperamente la serenidad de la mañana, haciendo rebotar sus ecos en las construcciones amarillentas. Ya hacía calor. Brbinj era una aldea en el límite de ninguna parte, situada entre un océano vacío y colinas estériles, dormida durante siglos y muriéndose paulatinamente. No había distracciones allí, si no se tenía en cuenta el mar. Pero bajo la serenidad azul y plana del agua había otro mundo, que Joze amaba.

Las frías sombras, los profundos valles, tenían más vida que todo el litoral condenado por el sol que lo rodeaba. Aventura y emoción, también. Justo el día anterior, demasiado entrada la tarde para hacer una exploración de verdad, había encontrado una galera romana medio enterrada en la arena del fondo. Hoy sería el primer ser humano que penetrara en ella después de dos mil años. Sólo el cielo sabía lo que encontraría allí. Esparcidos alrededor de ella, en la arena, había hallado fragmentos de ánforas rotas. Quizá en el interior del casco hubiera alguna intacta.

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Mientras se deleitaba bebiéndose el café a sorbos, observó la pequeña embarcación amarrada en el puerto y se preguntó por qué los dos pescadores tenían tanta prisa. Casi corrían, y nadie corría allí en verano. El más corpulento de ellos se detuvo bajo su porche y lo llamó.

—Doctor, ¿podemos subir a verlo? Se trata de algo urgente.—Sí, por supuesto. —Estaba sorprendido y se preguntaba si realmente lo habrían tomado

por médico.Dragomir tomó la delantera sin saber muy bien por dónde empezar. Señaló el océano.—Cayó allí fuera la pasada noche, nosotros lo vimos, ¿quizá... un sputnik?—¿Un viajero? —Joze Kukovic arrugó la frente, sin estar muy seguro de lo que había oído.

Cuando las gentes del lugar estaban nerviosas, resultaba difícil seguir su dialecto. Para ser un país tan pequeño, Yugoslavia tenía que bregar con una multitud de lenguas.

—No, no era un putnik, sino un sputnik, una nave espacial rusa.—O americana. —Pri habló por primera vez, aunque nadie le hizo caso.Joze sonrió y tomó un sorbo de café.—¿Estáis seguros de que lo que visteis no era un meteorito? En esta época del año,

siempre hay una lluvia intensa de meteoritos.—Era un sputnik —insistió Dragomir, imperturbable—. La nave se precipitó lejos, en el

Jadransko Mor, y desapareció. Nosotros lo vimos. Pero el piloto espacial cayó casi encima de nosotros, en el agua...

—¿El QUÉ? —exclamó Joze, poniéndose bruscamente de pie y golpeando la bandeja del café, que cayó al suelo. A pesar de ser de latón y producir un gran estrépito, nadie se dio cuenta de ello—. ¿Había un hombre en esa cosa y consiguió salir?

Los dos pescadores asintieron simultáneamente y Dragomir continuó.—Vimos caer esa luz desde el sputnik cuando pasó sobre nosotros y cayó al agua. Yo tan

sólo alcancé a ver una luz. Remamos hasta allí tan deprisa como pudimos. Todavía se estaba hundiendo. Lanzamos una red y tratamos de capturarlo...

—¿Tienen al piloto?—No, pero cuando lo izamos lo bastante a la superficie, conseguimos ver que estaba

enfundado en un traje grueso con una ventana, como la del traje de buceo, y tenía algo en la espalda, algo como esas bombonas suyas.

—Dijo adiós con la mano —añadió Pri.—Quizá dijo adiós o quizá no, no hay manera de estar seguros. Volvimos a puerto en

busca de ayuda.El silencio se prolongó hasta que Joze se dio cuenta de que él era la ayuda que iban

buscando y que los pescadores le habían transferido a él la responsabilidad. ¿Qué debería hacer primero? El astronauta podría disponer de su propia reserva de oxígeno. Joze ignoraba qué volumen de aire tenían los suministros para los amerizajes, pero si era el suficiente, aún podría estar con vida.

Joze caminaba de un lado a otro mientras pensaba. Era de baja estatura y chaparro e iba vestido con sandalias y pantalones cortos. No era un individuo atractivo, su nariz era demasiado grande y sus dientes llamaban demasiado la atención, pero lo cierto es que daba cierta sensación de poder. Se detuvo y señaló a Pri.

—Vamos a tener que sacarlo. ¿Podéis encontrar el sitio?—Hay una boya.—Bien. Quizá necesitemos un médico. No tenéis ninguno aquí, pero... ¿hay uno en Osor?—El doctor Bratos, pero es muy mayor.—Mientras esté vivo, tendremos que contar con él. ¿Hay alguien en la aldea que sepa

conducir un coche?Los dos pescadores miraron el tejado y reflexionaron mientras Joze luchaba por controlar

su agitación.—Sí, creo que sí —respondió finalmente Dragomir—. Petar fue partisano.—Es cierto —remató el otro pescador—. Ha contado muchas Veces cómo robaron los

camiones alemanes y luego los conducían...—Está bien, entonces uno de vosotros irá en busca de ese Petar y le dará las llaves de mi

coche. Es un coche alemán, de modo que sabrá manejarlo. Decidle que traiga al doctor en seguida.Selección de relatos cortos de Harry Harrison 41

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Dragomir cogió las llaves, pero se las pasó a Pri, quien se marchó corriendo.—Y ahora vamos a ver si podemos sacar al piloto —dijo Joze agarrando su equipo de

buceo y adelantándose camino de la embarcación.Remaron codo con codo, aunque la potente palada de Dragomir hizo la mayor parte del

trabajo.—¿Qué profundidad tiene el agua aquí? —preguntó Joze, que ya estaba sudando mientras

el sol caía a plomo sobre su piel.—El Kvarneric es más profundo por Rab, pero nosotros estuvimos de pesca enfrente de

Trstenilc y allí el fondo estaba a unas cuatro brazadas. Ya estamos llegando a la boya.—Siete metros, no tendría que ser demasiado difícil encontrarlo. —Joze se arrodilló en la

cubierta de la barca y se puso su equipo de buceo. Se lo abrochó con fuerza, comprobó las válvulas y se dirigió al pescador antes de morder la boquilla.

—Mantenga el barco cerca de la boya y yo la usaré como guía mientras busque. Si necesito ayuda o que me lance un cabo, saldré a la superficie donde se encuentre el astronauta y entonces podrá acercarse con la embarcación.

Abrió el oxígeno y se lanzó por un lado. Las frías aguas lo fueron cubriendo hasta que desapareció totalmente bajo la superficie. Con una fuerte patada, Joze inició el descenso hacia el fondo, siguiendo la trayectoria de la cuerda de la boya. Casi en seguida vio al hombre con los brazos y piernas extendidos sobre la arena blanca del fondo.

Joze descendió buceando, obligándose a desplazarse con suavidad pese a su nerviosismo. Los detalles se hicieron más nítidos a medida que iba descendiendo. No existían señales que lo identificaran en el traje presurizante, de manera que podría ser americano o ruso. Era un traje sólido, de metal o plástico reforzado y de color verde, con una sola mirilla de vidrio plana en el casco.

Debido a que la distancia y el tamaño son engañosos bajo el agua, Joze llegó a la arena al lado del cuerpo antes de darse cuenta de que éste tenía menos de un metro veinte de estatura. Jo se quedó boquiabierto por la sorpresa y a punto estuvo de soltar la boquilla.

Entonces miró a través de la ventanilla y vio que la criatura que había en su interior no era humana.

Joze tosió un poco y expulsó una columna de burbujas; había estado reteniendo la respiración sin darse cuenta. Se limitó a flotar, batiendo las manos suavemente para permanecer en posición, contemplando el rostro del interior del casco.

Estaba quieto como una figura de cera, de cera verde con una superficie rugosa. Tenía dos hendiduras en el lugar de las fosas nasales, una rendija por boca y dos grandes globos oculares que, aunque no se dejaban ver, se adivinaban prominentes por la presión que parecían ejercer sobre los párpados cerrados. La disposición de las facciones era, en líneas generales, humana, pero ningún ser humano tenía la piel de ese color o contaba con una cresta carnosa, visible en parte a través de la ventanilla y que arrancaba por encima de los ojos cerrados. Joze fijó ahora su mirada en el traje, confeccionado con algún material desconocido, y en el compacto aparato de regeneración atmosférica que llevaba el alienígena en la espalda. Pero ¿qué clase de atmósfera? Volvió a mirar a la criatura y vio que sus ojos se habían abierto y que aquella cosa lo estaba observando.

El miedo fue su primera reacción: salió disparado hacia atrás como un pez sobresaltado. Entonces, enfadado consigo mismo, regresó sobre sus brazadas. El alienígena alzó un brazo lentamente y luego lo dejó caer con languidez. Joze miró a través de la mirilla y comprobó que los ojos habían vuelto a cerrarse. El alienígena estaba vivo, pero era incapaz de moverse. Quizá estuviera herido y sufriendo. Los restos de la nave de aquella criatura atestiguaban que algo había ido mal en el amerizaje. Sostuvo el diminuto cuerpo entre sus brazos tan suavemente como pudo, alcanzándolo desde abajo, y trató de soslayar una sensación de repulsión cuando el frío tejido del traje le rozó los brazos desnudos. Tan sólo era metal o plástico. Debía mantener una actitud científica. Cuando levantó y transportó aquella forma flácida y casi ingrávida hasta la superficie, sus ojos aún no se habían abierto.

—¡Eh, torpe y estúpido campesino, ayúdame! —gritó, escupiendo la boquilla y manteniéndose a flote sobre la superficie. Pero Dragomir sólo sacudió la cabeza en señal de terror y se retiró hasta el extremo de la proa al ver lo que el doctor había subido de las profundidades.

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—¡Es una criatura de otro mundo y no puede hacerte daño! —insistió Joze, pero el pescador no se acercó.

Joze maldijo a voz en grito y a duras penas consiguió subir a cubierta al alienígena. Luego saltó al interior de la embarcación. Aunque doblaba en tamaño a Joze, Dragomir se avino, por las amenazas de violencia, a coger los remos. No obstante, empleó el juego de escálamos más alejados y que dificultaron notablemente la palada. Joze arrojó su equipo de buceo al fondo del barco y miró más de cerca el tejido que se estaba secando del traje espacial del alienígena. En su entusiasmo creciente, su temor hacia lo desconocido quedó en el olvido. Él era físico nuclear, pero recordaba lo suficiente de química y mecánica para saber que aquel material era absolutamente imposible según los principios terrestres.

De color verde claro, era tan duro como el acero sobre las extremidades y el torso de la criatura, aunque era blando y se doblaba fácilmente en las articulaciones, como comprobó al levantar y dejar caer el flácido brazo. La mirada de Joze recorrió la figura diminuta del alienígena. Había un arnés grueso en el centro, más o menos donde un ser humano tendría la cintura; de él colgaba un abultado contenedor, como una escarcela más grande de lo normal. El traje no tenía costuras en apariencia de no ser... ¡por la pierna derecha! Estaba retorcida por dentro y aplastada como si hubiera sido atenazada por unas pinzas gigantes. Quizá eso explicara la falta de movimiento de la criatura. ¿Podría estar herida? ¿Sufría?

Sus ojos volvieron a abrirse y Joze advirtió con un gran sobresalto que el casco estaba inundado de agua. Debía de haberse filtrado. ¡La criatura iba a ahogarse! Agarró el casco tratando de desenroscarlo, tirando de él presa del pánico, mientras los ojos de la criatura lo miraban.

Entonces se obligó a pensar y lo dejó estar con vacilación. El alienígena aún estaba inmóvil, con los ojos abiertos y sin que salieran aparentemente burbujas de los labios o la nariz. ¿Respiraba? ¿Estaba inundado el interior o quizá siempre había tenido agua? ¿Era agua? ¿Quién sabía qué extraña atmósfera respiraría el alienígena: metano, cloro, dióxido de azufre? ¿Por qué no agua? El líquido ya estaba dentro, casi seguro, el traje no tenía filtraciones y la criatura parecía inalterada.

Joze levantó la vista y comprobó que las aterrorizadas paladas de Dragomir les habían conducido al interior del puerto. En la orilla ya se había concentrado una multitud, aguardándolos.

La embarcación estuvo a punto de volcar cuando Dragomir saltó hacia atrás lleno de pánico sobre el malecón. Fueron a la deriva y Joze agarró el cabo de amarre y lo enrolló en sus manos.

—Aquí —gritó—. Agárrenlo, átenlo a esa argolla.Nadie lo oyó. O si lo hicieron, fingieron lo contrario. Clavaron la vista en la verdosa figura

enfundada que yacía sobre el espacio de popa y una ola de murmullos se extendió, como el viento entre las ramas de los pinos. Las mujeres cerraron con fuerza los puños y cruzaron los brazos sobre el pecho.

—¡Cojan esto! —gritó Joze con los dientes apretados, esforzándose por no perder los estribos.

Arrojó la soga sobre las piedras del malecón y el gentío la evitó. Un joven la agarró y la pasó poco a poco por la herrumbrada argolla. Sus manos temblaban, tenía la cabeza ladeada hacia un lado y estaba rígidamente boquiabierto. Era un retrasado, demasiado simple para comprender lo que estaba pasando; se había limitado a obedecer la orden.

—Ayúdenme a desembarcar esta cosa —requirió Joze e, incluso antes de acabar de pronunciar todas la frase, se percató de la inutilidad de la petición.

Los campesinos se habían retirado, una muchedumbre con la expresión perdida que compartía el mismo temor hacia lo desconocido. Las mujeres eran muñecas enormes y atónitas envueltas en sus anchas faldas hasta las rodillas, con sus medias negras y zapatos altos de fieltro. Tendría que hacerlo por sí solo. Sin perder el equilibrio sobre el barco mecido por las olas, sostuvo al alienígena contra su pecho y lo depositó cuidadosamente sobre la pétrea superficie del malecón. El círculo de curiosos se apartó todavía más. Algunas mujeres prorrumpieron en alaridos y huyeron hacia sus casas mientras los hombres refunfuñaban cada vez más alto. Joze no hizo caso.

Esas gentes no le iban a resultar de ninguna ayuda e incluso podrían llegar a causarle problemas. Su propia habitación podía ser el lugar más seguro; dudó de que allí lo dejaran en Selección de relatos cortos de Harry Harrison 43

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paz totalmente. Acababa de recoger al alienígena cuando un recién llegado se abrió paso entre la concurrencia.

—Eh... ¿Qué es eso? ¡Un vrag! —El viejo cura señaló con horror al alienígena, que estaba en los brazos de Joze, y retrocedió mientras buscaba torpemente su crucifijo.

—¡Basta de supersticiones! —exclamó Joze con brusquedad—. No es ningún diablo, tan sólo es una criatura sensible, un viajero. Y, ahora, apártese de mi camino.

Joze avanzó y el gentío salió de estampida. Andaba tan rápidamente como podía, tratando de ocultar su premura y dejando atrás a la multitud. Oyó unos pasos rápidos a su espalda y volvió su mirada por encima del hombro. Era el sacerdote, el padre Perc. Su sucia sotana se agitaba y el aliento le silbaba en la garganta por el esfuerzo poco habitual.

—Dígame, ¿qué está usted haciendo..., doctor Kukovic? ¿Qué es esa... cosa? Dígame...—Ya se lo he dicho. Un viajero. Dos pescadores del lugar vieron algo procedente del cielo

que se estrelló. Este... alienígena salió de allí. —Joze lo explicó con tanta serenidad como pudo. Podría haber problemas con el pueblo, pero no si el sacerdote estaba de su parte—. Es una criatura de otro mundo, un animal que respira agua y está herido. Debemos ayudarlo.

El padre Perc se adelantó por un lado mientras observaba con disgusto evidente al alienígena inmóvil.

—Es una equivocación —farfulló—, esto es algo impuro, Sao duh...—No es ningún demonio ni diablo. ¿Quiere quitárselo de la cabeza? La Iglesia reconoce la

posibilidad de la existencia de criaturas de otros planetas, incluso los jesuitas teorizaron sobre ello, de modo que por qué no usted. Incluso el papa cree que existe vida en otros mundos.

—¿Ah, sí? ¿De veras? —preguntó el viejo cura haciendo parpadear sus ojos enrojecidos.Joze pasó por su lado y subió los peldaños que conducían a la casa de la viuda de Korenc.

No la vio por ningún lado mientras se dirigía a su habitación. Una vez allí, acostó suavemente en su cama el cuerpo aún inconsciente del alienígena. El sacerdote se detuvo vacilante en la entrada, enredando sus dedos en el rosario. Joze vigilaba la cama abriendo y cerrando las manos, igualmente indeciso. ¿Qué podía hacer? La criatura se encontraba herida. Quizá estaba muriéndose. Había que hacer algo. Pero ¿qué?

El lejano y pesaroso zumbido del motor de un coche se coló en la calurosa habitación y Joze a punto estuvo de suspirar de alivio. Era su coche. Lo reconoció por el sonido. En él vendría el médico. El vehículo se detuvo afuera y se escuchó el ruido de las puertas al cerrarse de golpe. Pero nadie apareció.

Joze aguardó impacientemente, cayendo en la cuenta de que las gentes del pueblo debían de estar entreteniendo al doctor contándole lo que había ocurrido. Transcurrió un largo minuto y Joze dio unos pasos por la habitación, pero se detuvo antes de sobrepasar al cura, quien continuaba de pie al lado del quicio de la puerta, en el interior de la habitación. ¿Qué los estaba deteniendo? Su ventana daba a un callejón y, por tanto, no podía ver la calle desde la que se accedía al inmueble. En ese momento, se abrió la puerta y pudo oír la voz susurrante de la viuda: «Allí dentro, recto por ahí».

Eran dos hombres, ambos cubiertos del polvo del camino. Obviamente, uno era el doctor, un hombre bajo y regordete, que llevaba un raído maletín negro y la calva cubierta de sudor. Cerca de él había un hombre joven, moreno y con la piel curtida por el viento, vestido como los demás pescadores. Debía de ser Petar, el ex partisano.

Petar fue el primero en acercarse a la cama, mientras el médico se limitaba a quedarse de pie, agarrando su maletín y mirando la escena sin querer verla.

—¿Qué es esta cosa? —preguntó Petar. Luego se agachó con las manos sobre las rodillas y escrutó a través de la mirilla—. Sea lo que sea, lo que está claro es que es feo.

—No lo sé. Es de otro planeta. Es lo único que sé. Y, ahora, hágase a un lado para que el médico pueda echarle un vistazo. —Joze hizo una señal y el médico se adelantó con reticencia—. Usted debe de ser el doctor Bratos. Yo soy Kukovic, profesor de física nuclear por la Universidad de Liubliana. —Quizá, ostentando un poco de prestigio, conseguiría ganarse la colaboración renuente de aquel hombre.

—Ah, sí, sí... ¿Cómo está usted? Es un verdadero placer conocerle, profesor, un honor, se lo aseguro. Pero ¿qué es lo que desea que yo haga? No le entiendo. —Tenía temblores ligeros pero constantes al hablar y Joze se dio cuenta de que era un anciano, con los ochenta bien cumplidos o más. Él tendría que haber sido el paciente.

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—Este alienígena..., o lo que sea..., está herido e inconsciente. Nuestra obligación es hacer lo que esté en nuestras manos para salvarle la vida.

—Pero ¿qué podemos hacer nosotros? La cosa está encerrada en una especie de armadura metálica. Mire, está inundada de agua. Yo soy un doctor, un médico de seres humanos, pero no de animales o criaturas como ésta.

—Ni yo tampoco, doctor. Nadie en la Tierra lo es. Pero debemos hacer lo que podamos. Debemos retirarle el traje al alienígena y averiguar cómo podemos ayudarlo.

—¡Eso es imposible! ¡Se derramará el líquido del interior!—Evidentemente, de manera que tendremos que tomar precauciones. Tendremos que

determinar qué líquido es, conseguir más y llenar la bañera del cuarto contiguo. He estado estudiando el traje, y el casco parece ser una pieza autónoma con abrazaderas que la fijan. Si las aflojamos, podremos obtener una muestra.

Durante unos segundos preciosos, el doctor Bratos se quedé allí de pie, mordisqueándose el labio antes de tomar la palabra.

—Sí, supongo que podríamos, pero ¿cómo tomaríamos la muestra? Esto es de lo más complicado e insólito.

—Da lo mismo con qué extraigamos la muestra —dijo Joze con brusquedad, mientras un sentimiento de frustración se iba apoderando de sus nervios, controlados con esfuerzo. Se volvió hacia Petar, quien andaba rondando en silencio, sosteniendo un cigarrillo con la mano ahuecada—. ¿Me ayudará usted? Coja un plato hondo o cualquier otra cosa de la cocina.

Petar asintió con la cabeza y salió de la habitación. Pudo oírse alguna queja apagada de la viuda, pero en seguida estuvo de vuelta con el mejor cazo que encontró.

—Está bien —dijo Joze, alzando la cabeza del alienígena—, ahora páselo por debajo.Con el cazo colocado, giró una de las abrazaderas. Se abrió, pero no sucedió nada más.

Pudo apreciarse una pequeña abertura en la junta, pero todo continuó seco. Sin embargo, cuando Joze liberó la segunda abrazadera, surgió repentinamente un chorro de líquido transparente a presión y, antes de que consiguiera cerrar la abrazadera a tientas, el recipiente estaba ya medio lleno. Alzó de nuevo al alienígena y, sin que nadie se lo dijera, Petar cogió el cazo y lo colocó sobre la mesa que había cerca de la ventana.

—Está caliente —dijo.Joze tocó la parte exterior del recipiente.—Está tibia, no caliente. Sobre unos cincuenta grados, calculo. Un océano caliente sobre

un planeta caliente.—Pero... ¿es agua? —preguntó el doctor Bratos con la voz entrecortada.—Supongo que sí, pero es usted quien se supone que debe averiguarlo. ¿Se trata de agua

dulce o salada?—Yo no soy químico..., ¿cómo puedo saberlo? Esto es muy complicado.Petar soltó una carcajada y cogió el vaso de agua de la mesita de noche de Joze.—No es tan difícil saberlo —dijo, e introdujo el vaso en el cazo. Elevó el vaso medio lleno,

lo olió, tomó un sorbo y arrugó los labios—. A mí me sabe a agua de mar corriente, aunque hay otro matiz como amargo.

Joze le cogió el vaso.—Esto podría ser peligroso —protestó el doctor, aunque no le hicieron ningún caso.—Sí, agua salada, agua salada tibia con un matiz acre. Tiene algo más que un simple

rastro de yodo. ¿Puede verificar la presencia de yodo, doctor?—Aquí... no, es bastante complicado. En el laboratorio, con el material adecuado. —Su voz

se fue apagando mientras abría el maletín sobre la mesa y buscaba en él algo a tientas. Sacó su mano vacía—. En el laboratorio.

—Aquí no disponemos de laboratorio ni de ninguna otra ayuda, doctor. Tendrá que bastarnos lo que encontremos por aquí, el agua de mar corriente habrá de valemos.

—Iré a por un cubo y llenaré la bañera —dijo Petar.—Vaya, pero no llene la bañera todavía. Lleve el agua a la cocina y la calentaremos.

Después la verteremos en el baño.—De acuerdo. —Petar pasó a toda prisa junto al silencioso sacerdote, que asistía a la

escena sin pestañear, y se marchó. Joze miró al padre Perc y pensó en la gente del pueblo.—Quédese aquí, doctor —dijo—. Este alienígena es su paciente y no creo que nadie,

aparte de usted, deba acercarse. De modo que siéntese a su lado.Selección de relatos cortos de Harry Harrison 45

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—Sí, naturalmente; eso es correcto —dijo el doctor Bratos, tranquilizadoramente, haciéndose a un lado con la silla y sentándose.

El fuego para el desayuno estaba todavía encendido en la gran cocina y ardió con más fuerza cuando Joze le echó más leña. En la pared colgaba la gran cuba de cobre para la colada. La cogió y la dejó caer sobre la cocina produciendo un sonido metálico. Detrás de él, la puerta del dormitorio de la viuda se abrió pero volvió a cerrarse de un portazo cuando él se volvió. Petar entró con un cubo de agua y la vertió en la cuba.

—¿Qué está haciendo la gente del pueblo? —preguntó Joze.—Simplemente pulular y molestarse unos a otros. No causarán problemas. Si está

preocupado por ellos, puedo regresar en coche hasta Osor y hacer venir a la policía o telefonear pidiendo ayuda.

—No, debería haber pensado en eso antes. En estos momentos, lo necesito aquí. Es usted la única persona no senil o ignorante.

Petar sonrió.—Iré a buscar más agua.La bañera era pequeña y la cuba, grande. Cuando echaron el agua caliente, se llenó hasta

más de la mitad, lo suficiente para cubrir al pequeño alienígena. La bañera tenía desagüe pero no grifos. La solían llenar con una manguera desde el fregadero. Joze cogió al alienígena con sus brazos, lo sostuvo contra su pecho como a un bebé y lo llevó a la bañera. Sus ojos volvieron a abrirse, siguiendo todos los movimientos sin hacer ninguna señal de protesta. Joze introdujo suavemente a la criatura en el agua, se irguió por un momento y respiró profundamente.

—Primero el casco, luego intentaremos descubrir cómo se abre el traje. —Se agachó y lentamente giró las abrazaderas.

Con las cuatro abrazaderas abiertas, el casco podía moverse libremente. Lo separó considerablemente, dispuesto a cerrarlo con rapidez al mínimo problema. El agua marina estaría ahora fluyendo hacia el interior, mezclándose con el agua alienígena y, a pesar de ello, la criatura no expresaba queja alguna. Después de un minuto, Joze extrajo el casco poco a poco, protegiendo la cabeza del alienígena con una mano para que no se golpeara con el fondo de la bañera.

Cuando hubo sacado el casco completamente, la cresta carnosa situada encima de los ojos se desplegó como el gorro de un bufón, llegando hasta más arriba del extremo superior de la verde cabeza. Un hilo metálico unía el casco con una placa brillante de metal adherida en un lado del cráneo de la criatura. Allí se apreciaba una hendidura y, lentamente, Joze extrajo la chapa metálica, quizá algún tipo de auricular. El alienígena estaba abriendo y cerrando la boca, dejando ver fugazmente unas protuberancias óseas amarillentas en su interior, y se podía oír un susurro muy tenue.

Petar pegó la oreja contra el exterior de la bañera metálica.—La cosa está hablando o lo que sea; puedo oírlo.—Permítame el estetoscopio, doctor —dijo Joze, pero, al no hacer el doctor ningún amago

de movimiento, él mismo lo desenterró del maletín. En efecto, cuando aplicó el instrumento sobre el metal, pudo oír un gemido que ascendía y disminuía. Era una forma de expresión de alguna clase.

—No nos es posible entenderlo..., todavía no —dijo devolviendo el estetoscopio al doctor, quien lo cogió automáticamente—. Lo mejor sería que tratáramos de quitarle el traje.

No había ninguna costura o cierre a la vista, ni Joze pudo encontrarlos cuando deslizó sus dedos por la suave superficie. El alienígena debió de haber entendido lo que estaban haciendo porque, de repente, alzó la mano y buscó a tientas el anillo de cierre por el cuello. Con un movimiento fluido el traje se abrió hacia abajo por la parte frontal y la abertura se bifurcó hasta más allá de ambas piernas. Se produjo un repentino brote de líquido azul de la pierna herida. Joze pudo apreciar fugazmente la carne verde y órganos extraños. Entonces, se volvió súbitamente.

—Rápido, doctor, su maletín. La criatura está herida. Este líquido podría ser sangre. Tenemos que ayudarlo.

—¿Qué puedo hacer? —dijo inmóvil el doctor Bratos—. Los medicamentos, los antisépticos... Podría matarlo..., no sabemos nada de la química de su organismo.

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—Pues entonces no use nada de lo que tenga. Esto es una lesión traumática. Usted podrá vendarla, detener la hemorragia, ¿verdad?

—Sí, sí, por supuesto —asintió el anciano y sus manos encontraron finalmente cosas que hacer que le resultaran familiares, extrayendo vendas y gasa estéril de su maletín, esparadrapo y tijeras.

Joze introdujo el brazo en el agua tibia y ahora turbia, se esforzó por llegar debajo de la pierna y agarró la carne verde y caliente. Era extraña pero no terrible. Levantó el miembro libre por encima del agua y vieron una brecha aplastada que supuraba un líquido espeso y azul. Petar se dio la vuelta, pero el doctor puso una almohadilla de gasa y tensó la venda a su alrededor. El alienígena trataba torpemente de encontrar algo en el traje desechado que estaba junto a él, en la bañera, retorciendo la pierna que Joze tenía agarrada. Éste bajó la vista y vio a la criatura coger algo de la escarcela. De nuevo, su boca se movía. Pudo oír el tenue sonido de su voz.

—¿Qué te ocurre? ¿Qué es lo que quieres? —preguntó Joze.La criatura sujetaba ahora el objeto contra su pecho con las dos manos; parecía que era

algún tipo de libro. Podría ser un libro, podría ser cualquier cosa.Sin embargo, estaba cubierto por una sustancia brillante con señales oscuras y, por el

lomo, parecía tener muchas páginas. Podría ser un libro. La pierna del alienígena giraba ahora en la mano de Joze y su boca se abría más, como si estuviera gritando.

—El vendaje se humedecerá si lo volvemos a poner en el agua —dijo el doctor.—¿Puede envolverlo con esparadrapo para sellarlo e impermeabilizarlo?—Mi maletín. Necesitaré algo más.Mientras estaban hablando, el alienígena empezó a convulsionarse hacia adelante y hacia

atrás, salpicando el agua de la bañera, liberando su pierna del dominio de Joze. Todavía sostenía el libro en la mano delgada y multidactilada, pero con la otra comenzó a arrancarse el vendaje de la pierna.

—¡Se está haciendo daño él mismo!, ¡deténganlo! ¡Es terrible! —dijo el médico, apartándose de la bañera.

Joze agarró del suelo un trozo de gasa arrugada.—¡Estúpido! ¡Viejo imbécil! —gritó—. ¡Las compresas que ha usado estaban impregnadas

de sulfanilamida!—Siempre las uso, son las mejores. Son americanas. Impiden que las heridas se infecten.Joze lo apartó de un empellón y sumergió sus brazos en la bañera para retirar los

vendajes, pero el alienígena se soltó y se levantó, incorporándose por encima de la superficie del agua, boquiabierto. Sus ojos estaban asimismo abiertos y examinaban el entorno. Joze retrocedió cuando la boca del alienígena arrojó un chorro de agua. Se pudo oír un sonido de gargarismos cuando el chorro se convirtió en un simple goteo y, entonces, cuando el aire alcanzó por vez primera sus cuerdas vocales, un aullido creciente de dolor. El alarido resonó en el techo de escayola en una agonía inhumana mientras la criatura extendía completamente los brazos y caía de bruces en el agua. Ya no volvió a moverse y Joze supo, sin necesidad de reconocimiento alguno, que el alienígena estaba muerto.

Un brazo colgaba retorcido fuera de la bañera aferrando todavía el libro. Poco a poco, los dedos se distendieron y, mientras Joze observaba la escena aturdido, incapaz de moverse, el libro cayó al suelo con un golpe seco.

—¡Ayúdeme! —dijo Petar, Joze se dio la vuelta y vio que el médico se había caído y el partisano estaba de rodillas, inclinado sobre él—. Se ha desmayado o le ha dado un ataque al corazón. ¿Qué podemos hacer?

La ira de Joze desapareció cuando se arrodilló. El médico parecía respirar con regularidad y tenía el rostro pálido, de modo que quizá había sido sólo un mareo. Sus párpados se abrieron y cerraron. El sacerdote se acercó y observó por encima del hombro de Joze.

El doctor Bratos abrió los ojos, mirando de uno a otro los rostros inclinados sobre él.—Lo siento —dijo torpemente y sus ojos volvieron a cerrarse en un intento de desaparecer

de la vista de los demás.Joze se puso de pie y se dio cuenta de que estaba temblando. El cura se había marchado.

¿Se había acabado todo? Quizá nunca hubiesen podido salvar al alienígena, pero deberían haberlo hecho mejor. En aquel momento vio la humedad delatora en el suelo y se dio cuenta de que el libro había desaparecido.Selección de relatos cortos de Harry Harrison 47

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—¡Padre Perc! —exclamó, gritando su nombre como un insulto. El cura había cogido el libro, ¡aquel inestimable libro!

Joze salió corriendo al vestíbulo y vio al sacerdote regresar de la cocina. No había nada en sus manos. Con súbito pavor, Joze comprendió lo que el viejo cura había hecho y pasó rápidamente por su lado en dirección a la cocina y, una vez allí, corrió al horno y lo abrió violentamente.

Allí, entre los leños ardiendo, yacía el libro. Estaba abierto y echaba vapor, casi humo, al secarse. Era evidente que se trataba de un libro, tenía signos de algún tipo sobre las páginas. Se volvió para hacerse con una pala pero el fuego explotó detrás de él, lanzando una llamarada blanca por toda la habitación. Casi le alcanzó el rostro, pero no reparó en ello. Sobre el suelo quedaron astillas ardiendo y dentro del horno tan sólo el fuego original. Fuera cual fuere el material del que estaba hecho aquel libro, era altamente inflamable en estado seco.

—¡Era el Mal! —exclamó el cura desde la entrada—. Un Sao duh, un ser abominable con un libro demoníaco. Hemos sido alertados de que cosas como ésta ya han sucedido antes sobre la Tierra, y los fieles siempre debemos defendernos.

Petar pasó rudamente por su lado y ayudó a Joze a sentarse en una silla, retirando las ascuas de su piel desnuda. Joze no sentía las quemaduras. Todo lo que percibía era una fatiga sin límites.

—¿Por qué aquí? —se preguntó—. ¿De entre todos los lugares del mundo, por qué aquí? Unos grados más hacia el oeste y la criatura habría caído cerca de Trieste, con cirujanos, hospitales, asistencia, servicios. O si se hubiera mantenido sobre su órbita un poco más, podría haber divisado las luces y haber aterrizado en Rijeka. Algo se podía haber hecho. Pero ¿por qué aquí? —Se puso en pie y agitó el puño en la nada... y contra todo—. ¡Aquí, en esta cloaca del país, llena de retrasados y dominada por las supersticiones! ¿En qué clase de mundo vivimos donde un acelerador de electrones de cinco millones de voltios está al lado de la estupidez más primitiva? Que esta criatura, que debía de venir de tan lejos, cayera tan cerca... ¿Por qué?, ¿por qué?

¿Por qué?Joze se dejó caer de espaldas sobre la silla sintiéndose más viejo de lo que nunca antes se

había sentido y cansado más allá de toda medida. ¿Qué podrían haber aprendido de aquel libro?

Suspiró. Y su suspiro llegó de un lugar tan profundo de su interior que su cuerpo pareció traspasado por un escalofrío, como si lo sacudiera una terrible fiebre.

FIN

Edición digital: Carlos Palazón

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