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Seguid…la Santidad, sin la cual nadie verá al Señor Hebreos 12:14 Thomas Brooks (1608 - 1680) Traducido y adaptado para estudios bíblicos dominicales por: Julio C. Benítez B. Iglesia Bautista Reformada “La Gracia de Dios”

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Seguid…la Santidad,

sin la cual nadie verá al Señor Hebreos 12:14

Thomas Brooks (1608 - 1680)

Traducido y adaptado para estudios bíblicos dominicales

por:

Julio C. Benítez B.

Iglesia Bautista Reformada “La Gracia de Dios”

2

Impresión para la Asociación Latinoamericana de Iglesias

Bautistas Reformadas A-LIBRE

Publicado y distribuido por:

Iglesia Bautista Reformada la Gracia de Dios

Medellín, Colombia

ISBN:

Impreso en Medellín

Iglesia Bautista Reformada La Gracia de Dios

www.caractercristiano.org

Asociación Latinoamericana de Iglesias Bautistas

Reformadas

A-LIBRE

Medellín, Colombia

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TABLA DE CONTENIDO

Prólogo 4

I. Introducción: Un llamado a ser diligentes en la

santidad, primera parte 5

II. Un llamado a ser diligentes en la santidad,

Segunda parte, 22

III. Un llamado a ser diligentes en la santidad, Tercera

parte, Razones para examinar nuestra santidad 48

IV. Un llamado a ser diligentes en la santidad, Cuarta

parte, Evidencias de la verdadera santidad 64

V. Un llamado a ser diligentes en la santidad, Quinta

parte, La verdadera santidad odia todas las clases

de pecado 82

VI. Buscad la santidad, Otras señales o evidencias de

la santidad real 102

VII. Buscad la santidad, Otras señales o marcas de la

santidad real 119

VIII. La santidad real ama y medita en la Palabra de

santidad 136

IX. Razones para que las personas no santificadas

busquen la santidad 153

4

Prólogo

Nadie puede ver sin ojos y sin luz. Y al leer el versículo en

Hebreos 12:14 “Seguid…la Santidad, sin la cual nadie

verá al Señor”, que habla de “seguir” y de “ver”, es

inevitable recordar el precioso versículo del Salmo 119:

105 “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi

camino”, y entender que la santidad, según está descrita en

Su Palabra, es el camino para acercarnos a Dios y verlo.

Si consideramos que la santidad es para el hombre la única

forma de felicidad, y que ella misma es una obra

sobrenatural del Espíritu Santo, quien nos infunde santos

principios que desarrollamos con el uso y en el ejercicio

de los medios de gracia; que además es imputada, legal,

interna y externa, evidente, real, que no es imaginaria ni es

vanidad, entonces, debemos exponernos a este escrito del

predicador y autor puritano inglés, Thomas Brooks.

Este libro nos permite entrar a Las Escrituras y, de manera

clara, concisa y documentada, entender qué relación

tienen “palabra”, “santidad” y “camino”, como lección

urgente y necesaria para esta generación depravada actual.

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I. Un llamado a ser diligentes en la santidad,

Primera parte

Hebreos 12:14

Introducción

El decaimiento espiritual que se deriva de las aflicciones y

adversidades que debemos afrontar en este peregrinaje

hacia la Santa Sión, debe ser combatido con total

diligencia, pues si persistimos en una actitud fría hacia las

cosas espirituales y nos dejamos hundir en la depresión,

entonces, muy probablemente, nos adentraremos en los

lúgubres senderos que conducen a la apostasía, es decir,

iniciaremos el camino del abandono paulatino de la

preciosa fe cristiana.

El autor de la carta a los Hebreos no desea este horrendo

final para sus lectores sino que, por el contrario, les

exhorta a levantar las manos caídas y las rodillas

paralizadas. Que prosigamos nuestro peregrinaje espiritual

con valor en medio de cualquier aflicción o decaimiento.

Por lo tanto, él da a sus lectores instrucciones prácticas de

cómo levantar las manos caídas y las rodillas paralizadas.

Dos acciones constantes nos mantendrán activos en

nuestro peregrinar: Buscar con diligencia la paz y la

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santidad, es decir, la clave para no dejarnos vencer por la

depresión espiritual que producen las aflicciones de esta

vida, es mantenernos ocupados en dos cosas

fundamentales en la vida cristiana: Las buenas relaciones

horizontales, con mis hermanos y el prójimo en general, y

las buenas relaciones verticales, es decir, la comunión con

Dios.

Ya hemos visto que no se trata sólo de mantenernos

pasivamente en paz con las personas, sino de trabajar

arduamente para estar en paz con todos; no ser gestores

de odio o rencillas, pues el verdadero hijo de Dios se

caracteriza por ser un portador de paz, un mensajero de

paz y un hijo de paz.

En nuestro presente estudio analizaremos la segunda parte

del versículo 14, en Hebreos 12: “Seguid…la santidad, sin

la cual nadie verá al Señor”.

Podemos decir de la santidad lo mismo que dijimos de la

paz: El autor nos está mandado a perseguirla, a buscarla

con la misma diligencia de aquel que persigue a una presa

con el fin de cazarla. La santidad no es algo sencillo de

tener; por lo tanto, requiere que estemos ocupados todo el

tiempo en conseguirla, y cuando la hemos alcanzado,

entonces la vamos a seguir, hasta el fin de nuestros días.

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Aprenderemos que la santidad real es la única forma de

felicidad. Todos los hombres deben ser santos en la tierra

o nunca tendrán la visión beatífica, es decir, sin santidad

en la tierra nunca llegaremos a ver la gloria de Dios en el

cielo.1

Nuestro texto tiene dos partes fundamentales: Primero, el

mandato de seguir la santidad y, segundo, un argumento

para cumplir con nuestro deber.

El mandato de seguir la santidad.

“Seguid… la santidad, sin la cual nadie verá al Señor”.

Vamos a iniciar definiendo qué es la santidad. En las

Sagradas Escrituras se nos habla de la santidad desde

distintos aspectos y es necesario conocerlos pero, toda vez

que los dones de Dios son imitados y falsificados,

entonces nos será necesario mirar algunas formas de

santidad que son meras imitaciones, para luego enfocarnos

en la verdadera santidad, la cual es necesaria para poder

tener la dicha bienaventurada de ver a Dios.

1 En este estudio seguiré con bastante fidelidad al puritano Thomas

Brooks en su escrito: The Crown and glory of Christianity, or,

Holiness, the only way to happiness. Recuperado de

http://www.gracegems.org/Brooks/crown_and_glory_of_christianity

2.htm Ago-23-12

8

En primer lugar, definiendo lo que es la santidad, con el

fin de determinar a cuál santidad se refiere nuestro autor, y

que es necesaria para poder ver a Dios, la Biblia nos habla

de una santidad imaginaria, producto de nuestras vanas

imaginaciones y de meras opiniones de hombres: “Hay

generación limpia en su propia opinión, si bien no se ha

limpiado de su propia inmundicia” (Prov. 30:12).

Estas personas eran muy malas, pero tenían una gran

opinión de su falsa bondad. Eran muy sucios, y se miraban

como si tuvieran una gran pureza. Sus manos eran

asquerosas, sus corazones estaban invadidos de horrorosas

tinieblas, y todo en ellos no era más que maldad y vileza,

pero ellos eran puros ante sus propios ojos. Ellos estaban

sucios por dentro y por fuera, sucios en el cuerpo y

asquerosos en su alma. La inmundicia se había extendido

sobre ellos y, sin embargo, trataron de cubrir su

inmundicia con una santidad de mera opinión. Los peores

hombres presumen de sí mismos santidad y honorabilidad.

Nunca ha habido una generación de hombres que se

revolcaran en el más putrefacto lodo del pecado, y que a la

misma vez haya mantenido una elevada opinión de su

propia moralidad, bondad y santidad. Esta generación no

tiene su alma y conciencia lavadas por la sangre de Cristo,

ni ha sido santificada por el Espíritu Santo y, sin embargo,

9

se vanagloriaban de su pureza y santidad como si hubieran

sido purificados por Cristo.

Hay muchos que se creen lo mejor de lo mejor en el

cristianismo, que son como oro puro ante sus propios ojos,

pero no son más que vil escoria. Ellos se creen más santos

que los demás, pero no son más que humo lacrimógeno

delante de los ojos de Dios, “Extendí mis manos todo el

día hacia un pueblo rebelde, que anda por el camino que

no es bueno, en pos de sus pensamientos; un pueblo que

de continuo me provoca en mi propio rostro, sacrificando

en huertos y quemando incienso sobre ladrillos; que se

sientan entre sepulcros y pasan la noche en lugares

secretos;… que dicen: Quédate donde estás, no te

acerques a mí, porque yo soy más santo que tú. Estos son

humo en mi nariz, fuego que arde todo el día” (Is. 65:2-5).

Ellos eran muy licenciosos, muy ingratos, muy rebeldes,

muy supersticiosos, muy idólatras más, sin embargo, se

contaban entre los piadosos. Eran peores que otros y, con

todo, se creían mejores que los demás. Ellos estaban muy

mal, pero se consideraban muy buenos. Eran más impuros,

más profanos y más contaminados que otros y, así que, se

consideraban más puros y más santos que los demás.

La generación de los “puros ante sus ojos” ha existido

desde hace mucho tiempo y seguirá existiendo hasta el fin

10

de la era presente. Ellos se visten de una santidad

imaginaria, pero no es más que una santidad fraudulenta

porque practican la peor iniquidad.

Esta raza de “santos en su imaginación” hoy día persiste

dentro del pueblo que se llama cristiano, pero no es algo

nuevo; dentro del antiguo pueblo del Señor también se

encontró esta clase de santidad basada en las opiniones

humanas: “Efraín dijo: Ciertamente he enriquecido, he

hallado riquezas para mí; nadie hallará iniquidad en mí,

ni pecado en todos mis trabajos” (Os. 12:8). Israel había

acumulado iniquidad tras iniquidad sobre su cabeza, sin

embargo, no podía soportar el ser acusado de maldad. A

pesar de que era notoriamente culpable de los más altos

crímenes, no obstante, pensaba que estaba libre de pecado

y limpio de todo mal. Ellos pretendían ser inocentes

cuando en realidad eran culpables de gran maldad.

Esta clase de falsa santidad lleva a sus practicantes a

pensar vanamente que el putrefacto lodo que los cubre es

como un dulce y refrescante ungüento, que los pútridos y

hediondos bichos que tienen pegados a su piel en realidad

son piedras preciosas. A ellos les pasa lo mismo que a la

iglesia de Laodicea: “Porque tú dices: Yo soy rico, y me

he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no

sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre,

11

ciego y desnudo” (Ap. 3:17). Ellos pensaban que no tenían

necesidad de nada más, cuando en realidad no tenían nada

de cristiano en ellos.

El pecado del hombre es lo que le lleva a pensar que él es

lo que no es, y se esfuerza por parecer ante el resto lo que

en realidad no es. Usted dice que está lleno de bienes y no

necesita nada, pero no, esos no son más que vanos e

ilusorios sueños porque usted es un ignorante de su propio

estado de miseria. Usted dice que es rico pero Dios sabe

que es pobre y miserable. Usted dice que ve, pero es

ciego, está desprovisto de vida espiritual; no puede ver sus

propias necesidades, ni cómo Cristo las puede satisfacer;

no puedes ver su propio vacío, ni cómo la plenitud de

Cristo lo puede llenar; no puede ver su propia maldad, ni

la santidad de Cristo; no puede ver su propia pobreza, ni

las riquezas de Cristo; no puede ver su propia

insuficiencia, y mucho menos la toda-suficiencia de

Cristo; no puede ver su propia vanidad, ni la gloria de

Cristo. Muchas personas tienen mucho conocimiento de

muchas cosas pero poco se conocen a sí mismos, pocos

conocen el peligro en que están, o su infelicidad o su

miseria.

Según lo que hemos visto, hay una santidad imaginaria

que no es verdadera santidad. Una santidad imaginaria

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sólo traerá al hombre felicidad imaginaria.

Lastimosamente muchas personas, que se hacen llamar

cristianas, viven en este ilusorio sueño; pero esta clase de

santidad no es de la que habla nuestro autor sagrado

porque a través de estas ilusiones no podremos ver a Dios.

Los cristianos que son bastardos y no hijos, meros

creyentes profesantes, “santos bastardos”, nunca

heredarán con los herederos de la gloria, sino que serán

expulsados de la presencia del Señor, de la gloria de su

poder hacia la más miserable oscuridad, porque se

sintieron satisfechos y complacidos en sus espíritus con

una santidad bastarda, engreída y falsa.

En segundo lugar, existe una santidad que es externa o

visible ante los demás. Los vicios escandalosos son

dejados a un lado y se cumplen con los deberes religiosos

o cristianos: Asistir a los cultos, tener el devocional

familiar, ofrendar económicamente, evangelizar, entre

otros. Son personas con una conducta prácticamente

irreprochable: No se ofenden con nadie, son buscadores de

la paz, no mienten, no roban, son justos en sus negocios,

prácticamente no hay tacha o falta alguna en ellos. Casi

pudiera comparárseles con algunos personajes bíblicos,

los cuales tuvieron un testimonio impecable ante la

iglesia, la sociedad y sus propias familias. Por ejemplo,

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Zacarías y Elizabeth, los cuales “…eran justos delante de

Dios, y andaban irreprensibles en todos los

mandamientos y ordenanzas del Señor” (Lc. 1:6); o se les

puede comparar con los apóstoles, los cuales podían decir:

“Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa,

justa e irreprensiblemente nos comportamos con vosotros

los creyentes” (1 Tes. 2:10).

Los verdaderos creyentes, los que han sido justificados

por Dios y tienen la esperanza bienaventurada de poder

verlo, evidencian la santidad interna hacia el mundo

exterior, y Pablo dice de ellos: “Para que seáis

irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en

medio de una generación maligna y perversa, en medio de

la cual resplandecéis como luminares en el mundo” (Fil.

2:15). Sin esta santidad visible y externa no hay verdadera

felicidad, no hay esperanza de la dicha bienaventurada de

poder ver a Dios. Los que afirman tener un corazón

regenerado y santificado, mientras en lo externo son

peores que el diablo, se engañan a sí mismos, y para ellos

no es la felicidad prometida de poder ver a Dios. La

condición de regeneración y santificación interna,

indefectiblemente, se hará notoria a través de una vida de

santidad y pureza con Dios y con los hombres.

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Sin embargo, no toda muestra externa de santidad

realmente es fruto de un corazón regenerado, de lo cual

Pablo afirma: “Y también el que lucha como atleta, no es

coronado si no lucha legítimamente” (2 Tim. 2:5).

Algunos parecen estar en la lucha y tienen todas las

evidencias externas de vida cristiana, pero realmente no lo

son en su interior, no son legítimamente creyentes.

Un hombre puede ser visiblemente santo a los demás y

realmente no ser santo. Un hombre puede tener un vestido

exterior de santidad, más ella está ausente de su espíritu y

de su ser interior. Hay muchos que hacen un espectáculo

glorioso de santidad delante de los hombres, más son

abominables ante los ojos de Dios. Algunos son como el

preciado oro ante los ojos de los hombres, pero ante Dios

no son más que insignificante y despreciable polvo:

“Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos

delante de los hombres; más Dios conoce vuestros

corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime,

delante de Dios es abominación.” (Luc. 16:15).

Judas, Simón el mago, Demas, los escribas y los fariseos,

todos ellos manifestaban una santidad externa que causaba

gran admiración ante los hombres y la iglesia, pero en sus

corazones no había regeneración: “!Ay de vosotros

escribas y fariseos, hipócritas! Porque limpiáis lo de

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fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de

robo y de injusticia. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos,

hipócritas! Porque sois semejantes a sepulcros

blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran

hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de

muertos y de toda inmundicia. Así también vosotros por

fuera, a la verdad, os mostráis justos a los hombres, pero

por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad.” (Mt.

23: 25, 27 y 28).

En lo exterior eran religiosos, pero interiormente eran

malos; tenían apariencia de santidad, pero por dentro

estaban llenos de impurezas; eran justos en lo externo,

pero inmundos e impíos por dentro. Esta clase de

pecadores puede ser clasificada como una de las peores

que existen, ya que tratan de cubrir sus vicios e

inmundicias interiores con disfraces de santidad exterior.

Estos se envuelven con el manto de la santidad, pero no

aman la santidad.

Recordemos esta gran verdad: Aunque sin santidad visible

nadie verá al Señor, no obstante, algunas personas tienen

una santidad visible, más nunca lo verán. La santidad

visible que verá al Señor es aquella que procede de una

santidad interna y de corazón. La santidad visible, sin

regeneración en el corazón, sólo conducirá al infierno.

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Ahora, no nos confundamos en este tema, llegando a

conclusiones falaces, porque las dos cosas son necesarias:

Una santidad interna produce frutos de justicia visibles a

los demás (santidad externa). No pensemos de la misma

manera como algunos impíos, que se hacen llamar

cristianos, quienes con el fin de justificar su mal hablar, su

vestir vulgar y sus acciones impías, usan para su propia

perdición las palabras de la Escritura: “Porque Jehová no

mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que

está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón” (1

Sam. 16:7), y en aras de no ser un fariseo, entonces vamos

a descuidar nuestra santidad externa; porque si nuestra

santidad interna y externa no es mayor que la de los

fariseos y escribas, tampoco veremos a Dios: “Porque os

digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los

escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”

(Mt. 5:20).

En tercer lugar, existe algo que podríamos llamar la

Santidad legal. Esta consiste en una conformidad exacta,

perfecta y completa, en el corazón y en la vida, a toda la

voluntad revelada de Dios. Esta fue la santidad que tuvo

Adán en su estado de inocencia, él era perfecto porque ella

se derivaba directamente de Dios. Adán conocía

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perfectamente la voluntad de Dios, y en él obró un

principio divino que lo llevó a conformarse a ella.

La santidad era algo natural para Adán, así como para

nosotros lo es el pecado. Y si él se hubiese mantenido

firme en esa gloriosa condición de perfección, entonces

nosotros hubiésemos sido naturalmente santos desde el

vientre de nuestra madre, así como ahora somos

naturalmente pecadores y rebeldes.

La santidad en Adán fue tan natural y tan agradable, así

como el pecado es tan natural y agradable a nosotros en

nuestra condición caída. Pero esta santidad se perdió

desde el día en el cual Adán, por insinuación de Satanás,

cedió a la tentación. Desde ese momento todos nacemos

sin santidad, como dice el salmista: “He aquí, en maldad

he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Sal.

51:5).

Ahora, si el autor de la carta a los Hebreos estuviera

hablando de esta clase de santidad, entonces no habría

para nosotros ninguna esperanza de poder ver a Dios con

inconmensurable dicha, pues caímos de ese estado de

gloria y felicidad, de justicia y santidad. Dejamos nuestro

lugar de dicha perfecta para convertirnos en miserable

polvo, en una ráfaga de viento que pronto se va, en un

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sueño pasajero, una sombra, una nube de humo, un

despreciable gusano, un alma envilecida.

Cuando el hombre pecó se convirtió en completa vanidad:

“En verdad, cada hombre en su mejor estado es completa

vanidad” (Sal. 39:5). El ser humano, luego de la caída,

llegó a envilecerse de tal manera que, cuando él ha

alcanzado las alturas morales y de tranquilidad, y logra

tener todas aquellas cosas que se consideran vitales para la

felicidad -Buen status económico y social, una linda

familia, hermosos y obedientes hijos, comodidades, buena

salud, entre otros-, en sí mismo no es más que vanidad,

sólo vanidad, totalmente vanidad.

El hombre, antes de su caída, estaba revestido de honor y

era la mejor de las criaturas, pero luego de caer en el

pecado se convirtió en la peor. El pecado lo puso por

debajo de las bestias que perecen: “El buey conoce a su

dueño, y el asno el pesebre de su señor; Israel no

entiende, mi pueblo no tiene conocimiento. ¡Oh gente

pecadora, pueblo cargado de maldad, generación de

malignos, hijos depravados! Dejaron a Jehová,

provocaron a ira al santo de Israel, se volvieron atrás”

(Is. 1:3); “Ve a la hormiga, oh perezoso, mira sus

caminos, y sé sabio” (Prov. 6:6). Es terriblemente

humillante para el humanismo contemporáneo que una

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hormiga pueda ser nuestra maestra en el cumplimiento del

deber ante Dios, mientras nosotros no somos más que

viles criaturas, inteligentes para el mal pero depravadas y

corrompidas de mente y corazón para cumplir con nuestro

deber “Aún la cigüeña en el cielo conoce su tiempo, y la

tórtola y la grulla y la golondrina guardan el tiempo de su

venida; pero mi pueblo no conoce el juicio de Jehová

¿Cómo decís: Nosotros somos sabios…?” (Jer. 8:7), ¡Qué

vergonzoso para nuestros ilustres moralistas! La cigüeña y

la grulla son más sabias que nosotros.

El que una vez fue la imagen de Dios, la gloria del

paraíso, el gobernante del mundo, ahora se ha convertido

en una carga para el cielo y para sí mismo, y en un esclavo

de los demás.

Todo esto nos muestra que nosotros estamos por fuera de

esa santidad legal. De manera que si el autor hablara de

esta clase de santidad, entonces ningún hijo de Adán

tendría esperanza de ver a Dios.

En cuarto lugar, hay una santidad imputada. Es decir, la

santidad de Cristo es impartida, atribuida y otorgada al

creyente, por la mera gracia de Dios, a través de la fe, sin

necesidad de obra alguna.

Ahora, la santidad de Cristo que es imputada al creyente

no es su santidad esencial, como la de Dios, pues esa sólo

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le pertenece a Él y no puede ser compartida con la

criatura.

La santidad de Cristo es su santidad mediadora que le es

impartida al creyente, es decir que se refiere a lo que él

hizo para nosotros como mediador. Su santidad mediadora

es su pureza personal diaria con la cual vivió en este

mundo bajo el gobierno de la Santa Ley del Señor, su

perfección de vida. Esta santidad incluye su obediencia

activa a la Voluntad del Padre, su sometimiento de

corazón a los preceptos divinos, y el perfecto

cumplimiento de los mandamientos de la Ley. Su santidad

mediadora también incluye su obediencia pasiva, es decir

sus sufrimientos, a través de los cuales soportó y cumplió

con el castigo y las maldiciones que la Ley del Señor

demandaba sobre el pecado.

Esta santidad mediadora, de obediencia activa a los

mandatos de la Ley del Señor y de sometimiento

voluntario a los castigos por el pecado, es imputada al

creyente, y en virtud de esta imputación ahora somos

totalmente justos y perfectos ante los santos ojos del Señor

“Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha

sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación

y redención” (1 Cor. 1:30). A través de esta santidad

mediadora que nos es imputada es que somos “…sin

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mancha ni arruga” (Ef. 5:25-27), “…completos en él”

(Col. 2:10), “…sin mancha delante del trono de Dios”

(Ap. 14:5). Sin esta santidad mediadora nunca podríamos

tener la felicidad de ver a Dios. Dios es un Dios de pureza

y santidad tan infinitas, que ninguna santidad que esté por

debajo de aquella que nos es imputada por Cristo, nos

permitirá estar de pie delante de su Trono (Hab. 1:13).

Nunca podremos reclamar el cielo por nuestra santidad

inherente, pues ella es imperfecta. Pero si podremos

reclamar el cielo por la santidad que nos ha sido imputada

a través de la santidad mediadora de Cristo. Esta santidad

de Cristo, que nos es imputada mediante la fe, nos da el

derecho a heredar la felicidad eterna de poder ver a Dios.

¿Has creído en Cristo de corazón? ¿Ya no confías en tu

propia santidad imaginaria o externa? Entonces ahora

tienes la santidad de Cristo y para ti es la promesa de la

esperanza beatífica, y un día tu corazón será

perfeccionado en felicidad porque podrás ver a Dios.

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II. Un llamado a ser diligentes en la santidad

(Segunda parte)

Hebreos 12:14

En la sesión pasada iniciamos el análisis del mandato de

Hebreos 12:14 “Seguid…la santidad, sin la cual nadie

verá al Señor”.

Ya hemos dicho que este mandato incluye la idea de

perseguir la santidad, buscarla con ahínco y seguirla sin

cesar cuando se la ha hallado.

También estuvimos estudiando a qué santidad se refiere el

autor, porque no se trata de la santidad imaginaria, ni de la

santidad meramente externa; pero tampoco se trata de la

santidad legal que tenía Adán antes de la caída.

Finalizamos estudiando la santidad que nos es imputada a

través de Cristo, la cual se convierte en la base de nuestra

santidad práctica, aquella santidad que nos es ordenado

buscar, seguir y cultivar.

La santidad imputada, la regeneración y la justificación, es

una obra de gracia en la cual nosotros somos pasivos y no

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nos es necesario trabajar, pues esto es obra exclusiva del

Señor en nosotros. Pero la santidad imputada, que debe ser

buscada es una obra sobrenatural del Espíritu en nosotros,

usando los medios de gracia que nos ha dado, en cuya

búsqueda se requiere la responsabilidad humana que ha

sido activada por la gracia del Señor.

La palabra griega para santidad en nuestro texto de estudio

es hagiasmon, que significa consagración. Sin esta

consagración es imposible ver a Dios, dice nuestro autor.

Esta santidad, que debe ser buscada y perseguida, ha sido

llamada la santidad inherente, interna y cualitativa. Esta

santidad inherente radica en dos cosas esenciales:

Primero, en la infusión de santos principios, cualidades

sobrenaturales o gracias en el alma, como dice Pablo en

Gálatas 5:22-23 “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo,

paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre,

templanza.” Estos hábitos de la gracia no son más que el

carácter que identifica a la nueva naturaleza que ha sido

implantada en nosotros por el Espíritu Santo: “Y vestíos

del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y

santidad de la verdad” (Ef. 4:24). La santidad es

inherente, no a la vieja naturaleza, sino al nuevo hombre

que ha sido generado de una manera sobrenatural en

nosotros por Dios mismo. Todo aquel que ha nacido de

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nuevo tiene en su ser la semilla de la santidad, y un

cambio total empieza a producirse desde el momento en el

cual el Espíritu Santo le regenera.

Buscar la santidad no consiste en un camino moralista en

el cual vamos a hacer nuestro mejor esfuerzo para cultivar

una ética elevada, no; la santidad en el creyente es el

producto natural de esa infusión que hizo en nosotros el

Espíritu de Dios, en el cual la nueva naturaleza siempre

tiende a lo que agrada a Dios, porque ella vive para Dios y

quiere glorificarle siempre.

Hay una semilla de santidad que ha sido implantada en

nosotros y que produce hábitos de gracia, sin los cuales

nunca tendremos la esperanza de experimentar el gozo

enorme de ver a Dios “Todo aquel que es nacido de Dios,

no practica el pecado, porque la simiente de Dios

permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de

Dios” (1 Juan 3:9); “Y el que nos confirma con vosotros

en Cristo, y el que nos ungió, es Dios, el cual también nos

ha sellado, y nos ha dado las arras del Espíritu en

nuestros corazones” (2 Cor. 1:21-22). “Usted puede saber

mucho sobre Dios, es posible que escuche mucho de Dios,

puede hablar mucho de Dios, puede presumir de sus

grandes esperanzas en Dios y, sin embargo, si no tiene

estos hábitos de santidad nunca llegará al puerto bendito

25

de la felicidad en Dios, sin estas semillas de santidad

nunca segará una cosecha de bendición.”2

En segundo lugar, esta santidad inherente y cualitativa se

desarrolla en el uso y en el ejercicio de las gracias que

nos han sido dadas de manera sobrenatural, a través del

caminar en santidad. No se trata sólo de poseer una nueva

naturaleza que es santa y amante de la santidad, sino que

esta nueva naturaleza, que está en nosotros, nos debe

conducir a producir frutos de santidad en nuestra vida

diaria, en todo lo que somos, pensamos, sentimos o

hacemos. “En verdad comprendo que Dios no hace

acepción de personas, sino que en toda nación se agrada

del que le teme y hace justicia” (Hechos 10:35); “Pero si

andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión

unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos

limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7); “Porque la gracia de

Dios se ha manifestado para salvación a todos los

hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y

a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa

y piadosamente” (Tito 2:12).

2 Brooks, Thomas. The Crown and Glory of Christianity. Recuperado

de

http://www.gracegems.org/Brooks/crown_and_glory_of_christianity

2.htm Septiembre 6 de 2012.

26

No podremos cultivar hábitos santos sino hacemos actos

santos. Los hábitos santos se reflejan en una vida

decorosa. Los hábitos santos se evidencian en obras santas

que los demás pueden ver. Los hábitos espirituales se

desarrollan de la misma manera que sucede con nuestros

hábitos naturales –entre más los ejercitamos a través de la

práctica diaria, más se incrementan y fortalecen-. Aquel

que tiene una nueva naturaleza espiritual santa,

desarrollará una vida santa. Es imposible que esto no se

dé. Si la semilla de la santidad ha sido sembrada en

nosotros por el Espíritu Santo, entonces se producirán en

nosotros los frutos de una vida práctica santa.

Ahora, luego de haber entendido a qué se refiere el autor

con la santidad, procederemos a analizar la segunda

declaración de nuestro versículo: “…sin la cual nadie verá

al Señor”. Vamos a probar, bíblicamente, a través de

varios argumentos, que sin esta santidad práctica ninguna

persona tendrá la esperanza de ver a Dios. “El creyente

puede fallar en <seguir la paz con todos los hombres>,

aunque él sufrirá pérdida y atraerá sobre sí la vara del

castigo de su Padre, sin embargo, esto no supone la

pérdida del cielo. Pero sucede lo contrario con la santidad:

a menos que se nos haga partícipes de la naturaleza divina,

a menos que haya devoción personal a Dios, a menos que

27

haya una sincera aspiración a ser conformados a Su

voluntad, entonces, nunca se alcanzará el cielo. Solo hay

un camino que lleva al país de la bienaventuranza eterna,

y esa es la autopista de la santidad, y al menos que (por

gracia) andemos en esa senda, nuestro curso

inevitablemente terminará en las cavernas de la

condenación eterna.”3

La advertencia de nuestro autor debe hacer que todos

temblemos delante de la Palabra de Dios, porque lo que él

está diciendo es que, debido a la santidad inefable de Dios,

delante de él no podrá estar ninguno que no ame, busque,

persiga y practique la santidad. Así haya sido miembro de

una iglesia bíblica, diácono, pastor o predicador de las

preciosas doctrinas de la gracia; así conozca de la A a la Z

la doctrina de la seguridad de la salvación o la

perseverancia de los santos; si la vida no está marcada por

ese principio de santidad que Dios implanta en los suyos,

entonces, nunca veremos a Dios y moraremos en la eterna

oscuridad.

3 Pink, Arthur. An Exposition of Hebrews. Recuperado de:

http://www.pbministries.org/books/pink/Hebrews/hebrews_094.ht

m En: Septiembre 12 de 2012

28

Los antinomianos, algunos dispensacionalistas extremos y

otros grupos cristianos de tendencia amplitudista niegan la

necesidad de la santificación en el creyente, de la

consagración o la obediencia a los santos mandatos del

Señor. Ellos creen que la santidad imputada nos libra de la

necesidad de trabajar en nuestra santificación práctica.

Ellos dicen que, puesto que ahora no hay condenación

para los creyentes, entonces ya no pecan, es decir, ningún

acto o pensamiento malvado que cometan les llegará a ser

contado como pecado.

Pero esto no es lo que enseñan las Sagradas Escrituras:

“Pues, no nos ha llamado Dios a inmundicia sino a

santificación (consagración).” (1 Tes. 4:7).

“Pero gracias a Dios, que aunque eras esclavos del

pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de

doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados del

pecado, vinisteis a ser siervos de justicia. Hablo como

humano, por vuestra humana debilidad; que así como

para iniquidad presentasteis vuestros miembros para

servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para

santificación presentad vuestros miembros para servir a

la justicia” (Ro. 6:17-19).

La palabra hagiasmos, siempre que la encontramos en el

Nuevo Testamento, hace referencia a la purificación ética

29

e “…incluye la idea de separación, es decir, <la

separación del espíritu de toda impureza y corrupción, y

una renunciación de los pecados hacia los que nos llevan

los deseos de la carne y de la mente>.”4

Las Escrituras nos enseñan que el hombre es justificado

delante de Dios sólo por la fe, sin necesidad de obras, pero

esta fe que justifica no está sola. La justificación es

seguida, inmediatamente, por la santificación, porque Dios

envía su Santo Espíritu a todos los que son justificados, y

este Espíritu es el de la santificación.

La verdadera santidad no consiste en la mera rectitud

moral, pues, “…un hombre puede vanagloriarse de grande

adelanto moral, y sin embargo ser un bien conocido

extranjero en cuanto a la santificación. La Biblia no exige

pura y simplemente un mejoramiento moral, pero sí un

mejoramiento moral en relación con Dios, por causa de

Dios y con el propósito de servir a Dios.”5 Muchos

predicadores en la actualidad presentan sus sermones

desde una perspectiva ética humanista, pero este error sólo

será corregido cuando se vuelva a presentar la verdadera

doctrina de la santificación. El Dr. Berkhof presenta una

4 Berkhof, Luis. Teología Sistemática. Página 633

5 Berkhof, Luis. Teología Sistemática. Página 637

30

definición de la santificación muy interesante: “La

santificación puede definirse como aquella operación

bondadosa y continua del Espíritu Santo, mediante la cual

Él, al pecador justificado lo liberta de la corrupción del

pecado, renueva toda su naturaleza a la imagen de Dios y

lo capacita para hacer buenas obras.”

No podremos buscar la santidad de manera correcta hasta

que hayamos entendido lo que la Biblia nos enseña sobre

la santidad, pues muchos creyentes creen que se trata de

un mero esfuerzo moral y de la voluntad humana; y,

aunque requiere esfuerzo de parte del creyente, es

necesario entender que la santidad es una obra divina. La

santificación “…consiste fundamental y principalmente en

una operación divina en el alma, por medio de la cual,

aquella disposición santa nacida en la regeneración queda

fortalecida y se aumenta su santa actividad. Se trata de una

obra que en esencia es de Dios, aunque hasta donde Él

emplea medios, el hombre puede cooperar y se espera que

coopere mediante el uso adecuado de estos medios.”6

Que la santidad es una obra sobrenatural queda claro en

muchos pasajes de la Biblia:

6 Berkhof, Luis. Teología Sistemática. Página 638

31

“Y el mismo Dios de paz o santifique por completo; y todo

vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado

irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo.

Fiel es el que os llama, el cual también lo hará” (1 Tes.

5:23-24).

“Y el Dios de paz que resucitó de los muertos a nuestro

Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas, por la

sangre del pacto eterno, os haga aptos en toda obra

buena para que hagáis su voluntad, haciendo él en

vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo;

al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén”

(Heb. 13:20-21).

La santificación consiste en dos partes fundamentales: La

mortificación del viejo hombre y la vivificación del nuevo

hombre. El viejo hombre hace referencia a nuestra

naturaleza de pecado, la cual debe ser debilitada, no

alimentada, y golpeada hasta que pierda por completa su

fuerza. Es deber del creyente, por la gracia del Espíritu

Santo, considerarse muerto a la naturaleza de pecado, la

cual ha sido crucificada: “Sabiendo esto, que nuestro viejo

hombre fue crucificado juntamente con él, para que el

cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos

más al pecado” (Ro. 6:6). “Pero los que son de Cristo han

32

crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gál.

5:24).

Pero, además de este aspecto negativo en la santificación,

se requiere de uno positivo, es decir, vivificar el nuevo

hombre que fue creado en Cristo Jesús para buenas obras

(santidad). Esta vivificación “…consiste en aquel acto de

Dios por medio del cual se fortalece la disposición santa

del alma, se aumenta la actividad santa, y de este modo se

engendra y promueve un nuevo curso de vida. La vieja

estructura de pecado va destruyéndose por grados, y una

nueva estructura es originada en Dios

Ahora, analicemos a la luz de las Sagradas Escrituras

algunas de las razones por las cuales:

Sin santidad nadie verá al Señor

1. El primer argumento, la Biblia nos enseña de una

manera clara y simple que Dios ha cerrado y trancado la

puerta del cielo para todos los que viven en impiedad

“¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de

Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los adúlteros, ni los

afeminados, ni los que se echan con varones, ni los

ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los

maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de

33

Dios. Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya

habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el

nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro

Dios” (1 Cor. 6:9-11).

El cielo es una herencia inmaculada e impoluta, y ninguno

de los que vive como impío podrá ser partícipe de la

misma. El cielo rechazó los ángeles cuando cayeron de su

justicia y santidad. Pero ahora algunas personas creen que

los estándares de santidad del cielo han cambiado, y que

Dios aceptará en su seno a personas que se deleitan en la

maldad. ¿Podrá ese mismo cielo, que excomulgó a los

ángeles que pecaron, albergar a injustos que se creen

dignos del amor de Dios? Seguro que no. Estos pecadores,

que con sus maldades hacen llorar y gemir a la tierra,

¿Podrán ser recibidos arriba para también hacer llorar y

gemir al cielo? De seguro que no.

En Gálatas 5:19-21 la Palabra de Dios también es clara en

afirmar que los que andan practicando la maldad no

entrarán al reino de los cielos, y no tienen la

bienaventurada esperanza de poder ver a Dios: “Y

manifiestas son las obras de la carne, que son: Adulterio,

fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías,

enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones,

herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías y

34

cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os

amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que

practican tales cosas no heredarán el reino de Dios.”

Antes de que los impíos vayan al infierno Dios les dice,

una y otra vez, que ellos no heredarán el Reino de Dios.

2. Un segundo argumento bíblico que demuestra que sin

santidad nadie tendrá la dicha bienaventurada de ver a

Dios es el siguiente: Sin santidad los hombres son

extraños ante Dios, y por lo tanto, no pueden ser admitidos

en la convivencia con Él. Dios no ama el vivir con

extraños. Ahora, todas las personas profanas e impías

están en esta condición: “En aquel tiempo estabais sin

Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los

pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el

mundo” (Ef. 2:12). En este pasaje hay cinco “sin” que

identifican a los impíos:

a. Estaban sin Dios, el autor de la esperanza

b. Estaban sin Cristo, el fundamento de la esperanza

c. Estaban fuera de la iglesia, el lugar de la esperanza

d. Estaban sin los pactos de la promesa, es decir, estaban

sin las preciosas promesas que Dios en su pacto había

hecho, las cuales son el suelo y la razón de la esperanza.

35

e. Y, por último, estaban sin la gracia de la esperanza; no

tenían ninguna esperanza de la comunión con Cristo, sin la

esperanza de la comunión con los santos y sin esperanza

de la reconciliación con Dios.

Ellos son unos completos desconocidos ante Dios y no se

preocupan por sus almas.

El Dios del Antiguo Testamento no aceptaba extraños en

su santuario, y por lo tanto, ¿Será que Dios, ahora,

aceptará extraños en el reino de los cielos? De seguro que

no “Y dirás a los rebeldes, a la casa de Israel. Así ha

dicho Jehová el Señor: Basta ya de todas vuestras

abominaciones, oh casa de Israel; de traer extranjeros,

incircuncisos de corazón e incircuncisos de carne, para

estar en mi santuario y para contaminar mi casa, de

ofrecer mi pan, la grosura y la sangre, y de invalidar mi

pacto con todas vuestras abominaciones. Así ha dicho

Jehová el Señor: Ningún hijo de extranjero, incircunciso

de corazón e incircunciso de carne, entrará en mi

santuario…” (Ez. 44:6, 7 y 9).

Ningún extraño o extranjero tiene derecho a entrar al

santuario de Dios, tampoco el que no tenga santidad

interna, ni santidad en sus corazones, ni santidad práctica

en sus vidas y, por lo tanto, Dios nunca le permitirá la

entrada al Reino de los cielos: “No todo el que me dice:

36

Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que

hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.

Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿No

profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera

demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?

Entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí,

hacedores de maldad” (Mt. 7:21-23). “Y entró el rey para

ver a los convidados, y vio allí a un hombre que no estaba

vestido de boda. Y le dijo: Amigo, ¿Cómo entraste aquí,

sin estar vestido de boda? Más él enmudeció. Entonces el

rey dijo a los que servían: Atadle de pies y manos, y

echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el

crujir de dientes” (Mt. 22:11-13).

Insisto, si Dios cerró las puertas del Tabernáculo a todos

los extraños a Él, al pacto y a la iglesia, también cerró la

puerta a todos los que son extraños a Cristo y a su Palabra.

A los palacios no entran los extraños, sino los príncipes,

los hijos, los amigos, los conocidos, los favoritos, y de la

misma manera es en el palacio de los cielos. No vamos a

admitir que extraños convivan con nosotros, y Dios no

admitirá en su cielo a personas que nunca tuvieron

familiaridad con él.

37

3. Un tercer argumento bíblico para demostrar que sin

santidad nadie podrá tener la dicha de habitar eternamente

en la gloriosa y gozosa presencia de Dios es este: Las

personas profanas están en comunión y familiaridad con

Satanás y, por lo tanto, Dios no tendrá ninguna comunión

o familiaridad con ellos “No os unáis en yugo desigual

con los incrédulos; porque ¿Qué compañerismo tiene la

justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las

tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué

parte el creyente con el incrédulo? ¿Y qué acuerdo hay

entre el templo de Dios y los ídolos?” (1 Cor. 6:14-16).

Si no puede haber comunión íntima entre un incrédulo y

un creyente, entre la justicia y la injusticia, o entre la luz y

las tinieblas, de la misma manera Dios no tiene comunión

con Satanás ni con aquellos que le pertenecen. Todos los

que hacen maldad y se complacen en ella son hijos del

diablo, en consecuencia, Dios no los podrá recibir en su

Reino celestial “Vosotros sois de vuestro padre el diablo,

y los deseos de vuestro padre queréis hacer” (Jn. 8:44);

“…en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la

corriente de este mundo, conforme al príncipe de la

potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos

de desobediencia” (Ef. 2:2).

38

Los pecadores tienen una relación de profunda amistad y

compañerismo con Satanás, así ellos no lo miren de esa

manera. Ahora, ¿No será una blasfemia afirmar que un

Dios santo tendrá comunión con aquellos que son amigos

del diablo? Si Dios expulsó a Satanás del cielo, ¿Acaso

dará cabida a los súbditos de Satanás en su reino celestial?

Si el cielo era demasiado santo para Satanás y los

demonios, ¿Descansarán en el seno divino los que tienen a

Satanás como compañero?

4. Un cuarto argumento bíblico que demuestra la

imposibilidad de que algún ser humano vea a Dios sin

santidad es este: La gente profana es contraria a Dios. Su

naturaleza, sus principios, sus prácticas, sus objetivos, sus

mentes, sus voluntades, sus afectos, sus intenciones, sus

juicios y sus resoluciones son contrarios al nombre, la

naturaleza, la gloria y la verdad de Dios.

Nadie que lleve una vida marcada por la oposición a Dios

en sus actos, pensamientos e intenciones, tendrá la

esperanza de gozar de Su presencia, pues Dios mismo está

en oposición a él “Si anduviereis conmigo en oposición, y

no me quisiereis oír, yo añadiré sobre vosotros siete veces

más plagas según vuestros pecados” (Lev. 26:21).

39

Así como es imposible unir al este con el oeste, o al norte

con el sur, o a las tinieblas con la luz, o al cielo con el

infierno, también es imposible que un Dios santo abrace a

un pecador impío. Las personas impías son contrarias a

Dios en todo lo que hacen y piensan, así ellos se

consideren buenas personas o creyentes.

En Isaías 22:12-13 hay una terrible acusación que Dios

hace contra los impíos: “Por tanto, el Señor Jehová de los

ejércitos, llamó en este día a llanto y a endechas, a

raparse el cabello y a vestir cilicio; y he aquí gozo y

alegría, matando vacas y degollando ovejas, comiendo

carne y bebiendo vino, diciendo: Comamos y bebamos,

porque mañana moriremos”. El Señor los está llamando al

arrepentimiento, a que lloren y se lamenten por sus

pecados para así encontrar el favor divino, pero ellos

hacen lo contrario. El impío prosigue en su vida licenciosa

y se entrega a la alegría y al goce de este mundo, porque

sabe que mañana morirá; pero no se acuerda que luego de

la muerte viene la eternidad, y ésta será horrible para él si

no la puede disfrutar en la presencia de Dios. El impío

siempre hace lo contrario a Dios, está en oposición a él.

Algunas corrientes doctrinales de nuestro tiempo han

inventado la idea de que existen dos clases de creyentes:

Los espirituales y los carnales. Según esta interpretación,

40

ambos son salvos y redimidos, pero creo que esta no es la

enseñanza de las Sagradas Escrituras. La persona que es

carnal anda según la carne o la naturaleza pecaminosa;

pero si andamos en la carne no agradamos a Dios y Dios

tampoco está agradado con nosotros, porque estaríamos en

oposición a Él, en enemistad contra Él “Porque el

ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del

espíritu es vida y paz. Por cuanto los designios de la

carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a

la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según

la carne no pueden agradar a Dios” (Ro. 8:6-8); “!Oh

almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo, es

enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser

amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Stg.

4:4).

El impío no podrá ver a Dios porque en él no hay

santidad, porque él es contrario a Dios. Un Dios santo no

puede tener comunión con un corazón impío porque son

como el agua y el fuego, como el lobo y el cordero. No

puede haber amistad donde hay antipatía espiritual.

5. En quinto lugar, sin santidad nadie puede tener

comunión espiritual con Dios. Una persona puede orar,

pero no puede tener comunión con Dios en la oración sin

41

la santidad. Puede participar de la Cena del Señor, pero no

puede tener comunión con Dios en este sacramento sin la

santidad. Puede entrar en la comunión con los santos, pero

no puede tener comunión con Dios en la reunión de los

santos sin santidad. Puede leer y meditar en las Escrituras,

pero no puede tener comunión con Dios en la lectura y

meditación de la Palabra sin santidad “Porque Jehová tu

Dios anda en medio de tu campamento, para librarte, y

para entregar a tus enemigos delante de ti; por tanto, tu

campamento ha de ser santo, para que él no vea en ti cosa

inmunda, y se vuelva de en pos de ti” (Deut. 23:14).

Un Dios santo solo puede estar en compañía de aquellos

que andan en santidad. La santidad es el vínculo que une a

Dios con las almas. Dios se unirá solamente con aquellos

que se han unido a él en la santidad; pero si él ve

inmundicia y maldad, seguramente se alejará. El Espíritu

Santo trata de mentirosos a aquellos que dicen estar en

comunión con Dios mientras mantienen estrechas y

familiares relaciones con el pecado “Si decimos que

tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas,

mentimos, y no practicamos la verdad” (1 Jn. 1:6).

Muchas personas pueden parecer creyentes sinceros y

amantes del Señor; pueden ser fieles a la iglesia, y asistir

puntualmente a todos los cultos; pueden participar de los

42

sacramentos y estar en las reuniones de oración, pero si

ellos no andan en santidad, Dios no tiene ninguna

comunión con ellos.

Escuchemos la acusación que Dios hace contra el pueblo

de Israel y traigamos sabiduría al corazón “No fiéis en

palabra de mentira, diciendo: Templo de Jehová, templo

de Jehová, templo de Jehová es este. Pero si mejorareis

cumplidamente vuestros caminos y vuestras obras; si con

verdad hiciereis justicia entre el hombre y su prójimo, y

no oprimiereis al extranjero, al huérfano y a la viuda, ni

en este lugar derramareis la sangre inocente, ni

anduviereis en pos de dioses ajenos para mal vuestro, os

haré morar en este lugar, en la tierra que di a vuestros

padres para siempre. He aquí, vosotros confiáis en

palabras de mentira, que no aprovechan. Hurtando,

matando, adulterando, jurando en falso, e incensando a

Baal, y andando tras dioses extraños que no conocisteis,

¿Vendréis y os pondréis delante de mí en esta casa sobre

la cual es invocado mi nombre? (Jer. 7:4-10).

Así como muchos hombres se levantan temprano y se

acuestan tarde, y trabajan todo el día para hacerse ricos

pero no consiguen nada, y siguen siendo cada vez más

pobres; de la misma manera muchas personas tratan de

cumplir con todo lo que consideran debe hacer un buen

43

cristiano, pero al final no crecen en el Señor porque

simplemente no andan en santidad, Dios no está en

comunión con ellos. Sin la santidad Dios no nos puede

abrazar en esta tierra, y mucho menos nos tendrá en su

seno en el cielo.

Deseo concluir este estudio, a modo de aplicaciones,

dando algunas razones del por qué sin la santidad real o

práctica no tendremos nunca la verdadera felicidad que

consiste, esencialmente, en poder ver a Dios.

Primero, Dios ha dicho que sin santidad nadie lo verá, y

tengamos por cierto que lo que Dios dice es verdad y

tendrá cabal cumplimiento. Dios no miente y no dejará

que ninguna de sus palabras caiga al piso. Nosotros somos

cambiantes, pero en Dios no se da esta clase da cambios.

Lo que él dijo será.

Segundo, la santidad es ese principio que nos lleva a

desear a Dios, a estar en comunión con él; que nos

capacita para estar con Dios en el cielo y para que Dios

esté en nuestros corazones. Si el corazón es limpio, Dios

es para ese hombre y ese hombre es para Dios.

Tercero, el cielo es un lugar santo, donde habita el Santo,

donde está el templo santo y es el reinado de la santidad;

por lo tanto, nadie que no sea santo podrá estar en ese

lugar, ni siquiera se sentirá a gusto allí. Nuestra vida en la

44

tierra es una preparación para la vida eterna en la

presencia de Dios, por lo tanto, es necesario ejercitarnos

en amar, buscar y vivir en santidad.

Las personas que no buscan la santidad no tienen un

corazón dispuesto para ir al cielo. Puede que de vez en

cuando hablen del cielo, o en ocasiones levantes sus ojos y

manos hacia arriba, o que de vez en cuando expresen sus

vagos deseos de ir allá; pero es fácil verificar en sus vidas

que realmente no tienen un corazón preparado para vivir

en los santos cielos.

Haré algunas preguntas que nos ayudarán a saber si

realmente nuestro corazón está preparado para la felicidad

eterna de ver a Dios en los cielos:

¿Con qué frecuencia usted piensa en la vida y la muerte,

en Dios, en el cielo y en el infierno? ¿Ha escogido la vida

antes que la muerte? ¿El cielo antes que el infierno?

¿Quiere ir al cielo pero no extiende sus manos para

aferrarse a los medios de gracia que Dios le da para

llevarlo a su presencia?

¿Endurece su corazón contra Cristo, que es el único

camino al cielo?

¿Desea disfrutar del cielo pero nunca piensa en él y vive

en este mundo como si no existiera el cielo?

45

¿Quiere disfrutar de la felicidad eterna pero ha hecho un

pacto con la muerte y con el infierno a través de su vida de

pecado?

¿Quiere gozar del paraíso celestial donde estarán para

siempre los santos, pero en esta tierra detesta la compañía

de personas piadosas, y no se deleita con los que

realmente van camino al cielo?

¿Quiere ir al cielo de la felicidad eterna pero nunca habla

del cielo, ni ora por el reino celestial, ni trabaja ni mira

para el cielo, ni lo anhela, ni lucha y tampoco espera ir

allí?

Las personas impías no tienen un corazón dispuesto para

la vida en el cielo; no quieren estar en el infierno, pero

tampoco en el cielo. Además, si a una persona que se

deleita en la maldad se le permitiera la entrada al cielo, de

seguro que no encontrará en él ninguna felicidad, pues el

cielo será un infierno para los impuros de corazón.

Los impuros pueden desear el cielo porque es un lugar

libre de aflicciones, problemas, enfermedades y de otras

cosas negativas que tenemos en esta tierra; pero realmente

ellos no podrán gozar ni un minuto del cielo, porque allí

todo es santo: Los que lo habitan son santos, lo que se

hace es santo, sus goces son santos. Un corazón impuro no

podrá desear un cielo así.

46

Deseo terminar esta sesión con algunas cortas

aplicaciones:

Mucha gente vive engañada en este mundo y creen que, de

alguna manera, Dios tendrá misericordia de ellas y les

concederá el cielo, aunque nunca pensaron en el cielo ni

se interesaron en las cosas de Dios. Otros creen que Dios

los aceptará en su gloria porque cumplieron con ciertos

ritos y deberes religiosos, aunque en su corazón nunca

hubo un pensamiento sincero respecto a Dios y su Palabra.

Algunas otras creen que en la eternidad vivirán con Dios y

con Cristo, aunque en sus corazones jamás amaron al Hijo

y mucho menos al Padre. Pero estos no son más que vanos

pensamientos e ilusorias esperanzas. Jesús fue muy claro

cuando dijo: “Bienaventurados los de limpio corazón,

porque ellos verán a Dios” (Mt. 5:8).

Si ha evaluado su vida y llegó a la conclusión de que usted

no tiene ninguna esperanza de ver a Dios, entonces lo

invito para que venga en arrepentimiento ante Cristo,

suplique su misericordia, y le ruegue te dé el don de la

salvación. Él no rechaza a los que vienen a él en

humillación y arrepentimiento. Él Espíritu de Dios lo

regenerará e imputará en usted la santidad de Cristo,

pondrá en su corazón la semilla de la santidad y verá

cómo, desde ese mismo instante, empezará a crecer en

47

usted un vivo y sincero deseo por las cosas santas, y

pronto estará dando frutos de real santidad; el gozo del

Señor avivará su alma porque usted podrá contarse, y con

total seguridad, entre aquellos millares de millares que

tendrán la felicidad eterna de ver a Dios.

48

III. Un llamado a ser diligentes en la santidad

(Tercera parte)

Razones para examinar nuestra santidad

Hebreos 12:14

Ya hemos aprendido que la santidad real es la única forma

de felicidad. Debemos ser personas santas en la tierra, o de

lo contrario nunca tendremos la bendición infinita de ver a

Dios en su santo cielo. Indudablemente será de gran

consuelo para nuestra alma examinar si en nosotros

realmente se encuentra esta verdadera santidad, sin la cual

no hay felicidad.

Debido a nuestra gran aversión a examinarnos a nosotros

mismos presentaré algunas consideraciones bíblicas con el

fin de provocar vuestros corazones a emprender esta vital

tarea de examinar si tenemos o no la santidad real; éste es

un asunto de vida o muerte.

En primer lugar, sí es posible saber si tenemos o no la

santidad real. A la luz del Espíritu, de la Palabra y de

nuestras conciencias, podemos ver si la santidad, que es la

imagen de Dios, está grabada en nuestra alma. Aunque no

podemos subir al cielo para buscar en los registros de la

gloria, con el fin de verificar si nuestro nombre está

escrito en el libro de la vida, no obstante, sí es posible

49

bajar a las recámaras de nuestra alma, o ingresar a las más

recónditas salas de nuestro corazón para leer las

impresiones de la santidad en nosotros. Es cierto que este

trabajo será duro debido a que nuestro corazón es

engañoso y cambiante; sin embargo, es posible que una

persona haga una búsqueda imparcial en su propia alma,

de forma diligente, minuciosa y particular, hasta estar

segura si tiene esa santidad real que le asegura la felicidad

eterna, trayendo a su corazón tranquilidad y regocijo.

Ahora, si la evaluación no arroja buenos resultados, si

muchos pecados aún están arraigados en el corazón, si las

obras de la carne tienen un peso muy grande en su vida y

todavía halle deleite constante en algunas clases de

pecado, entonces es momento de suplicar a Dios su gracia

y misericordia.

El fin de las autoevaluaciones o autoexámenes es corregir

lo deficiente en nosotros, de manera que al final, cuando

se dé la gran prueba, no seamos descalificados. Si bien la

puerta que conduce a la salvación es estrecha y angosto el

camino, no obstante, esto que parece difícil para nosotros

es posible para la gracia de Dios “Entonces Jesús,

mirando alrededor dijo a sus discípulos: ¡Cuán

difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen

riquezas! Ellos se asombraban aún más, diciendo entre sí:

50

¿Quién, pues, podrá ser salvo? Entonces Jesús,

mirándolos dijo: para los hombres es imposible, más para

Dios; no; porque todas las cosas son posibles para Dios”

(Mr. 10:23, 26-27).

Es posible para nosotros saber si esta semilla de la gracia

y la santidad se ha formado o no en nuestro interior, de

manera que la busquemos y preguntemos por ella; si la

buscamos, de seguro que la encontraremos, porque eso fue

lo que prometió Cristo “Pedid, y se os dará; buscad, y

hallaréis; llamad, y se os abrirá (Mt. 7:7).

En segundo lugar, consideremos esto: Debiera ser un

aspecto de gran preocupación para nosotros el saber si

tenemos esta santidad real o no. Nuestras almas dependen

de ella, la eternidad depende de ella, nuestro todo depende

de ella. Un error en este aspecto puede conducir a un

hombre a su eterna miseria. Es bueno que conozcamos el

estado de nuestros cuerpos, o de nuestras familias, o de

nuestros bienes; pero es de mucho más valor, y de

infinitas consecuencias, conocer el estado de nuestra

propia alma.

Ningún hombre vive tan miserablemente, y ninguno

muere tan tristemente, como aquel que no conoce a su

propia alma. ¡Cuántos hay que conocen mejor a los demás

51

que a sí mismos! Que son capaces de dar buena cuenta de

sus propiedades, más nada saben de sus propias almas.

Muchos en esta vida son como el hombre rico y avaro que

conocía las minucias de sus riquezas, pero no sabía nada

de la necesidad de su propia alma “También les refirió una

parábola, diciendo: La heredad de un hombre rico había

producido mucho. Y él pensaba dentro de sí, diciendo:

¿Qué haré, porque no tengo donde guardar mis frutos? Y

dijo: Esto haré: Derribaré mis graneros, y los edificaré

mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; y

diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados

para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero

Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y

lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace

para sí tesoro, y no es rico para con Dios” (Lc. 12:16-21).

Cuántas personas hay en este mundo que quieren saber

qué les depara el futuro: Si tendrán o no riquezas, si van a

vivir muchos o pocos días, si encontrarán o no al príncipe

azul, si sus empresas prosperarán o no; pero nunca tienen

curiosidad por saber cuál será el estado eterno o la

condición actual de su alma, si tienen o no la verdadera

santidad, sin la cual no tendrán la verdadera y perdurable

felicidad.

52

De entre todas las personas que adquieren gran

conocimiento, el más grande es aquel que conoce el estado

de su propia alma. Un error externo me puede hacer daño,

pero un error acerca de mi condición espiritual me puede

destruir. Mis errores externos tendrán consecuencias

temporales, pero una equivocación respecto a mi alma,

tendrá desastrosas consecuencias eternas.

Todos los seres humanos nos encontramos en una de estas

dos condiciones espirituales, y es necesario examinarnos

para saber en cuál estamos: O somos personas naturales o

somos espirituales; estamos en oscuridad o estamos en

luz; estamos en vida o estamos en muerte; estamos bajo el

amor de Dios o estamos bajo su ira; somos ovejas o somos

cabras; somos hijos de Dios o somos esclavos de Satanás;

vamos por el camino ancho de la destrucción, o vamos por

la senda angosta de la salvación. Por lo tanto, lo más

importante para el ser humano es saber en cuál de las

condiciones se encuentra. Examinemos nuestros caminos,

nuestras obras y nuestras intenciones, con el fin de saber

qué es lo que hay en nuestro corazón: El natural pecado o

la gracia de Dios.

En tercer lugar, consideremos que la disposición atenta y

comprometida de hacerse esta prueba o examen es una

53

evidencia esperanzadora de verdadera integridad y

santidad. Las almas no santificadas odian la luz, prefieren

ir a la oscuridad del infierno que ser pesadas en la balanza

del santuario. “Y esta es la condenación: Que la luz vino

al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la

luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que

hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que

sus obras no sean reprendidas. Más el que practica la

verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus

obras son hechas en Dios” (Jn. 3:19-21).

Así como el oro puro no tiene temor al horno de fuego que

lo probará, de la misma manera el corazón puro, el alma

santificada, se atreve a exponerse ante el juicio de Dios

“Si anduve con mentira, y si mi pie se apresuró a engaño,

péseme Dios en balanzas de justicia, y conocerá mi

integridad” (Job 31:5-6); “Escudríñame, oh Jehová, y

pruébame; examina mis íntimos pensamientos y mi

corazón” (Sal. 26:2). Pero así como un alumno perezoso,

que no estudió bien la lección, tiene temor a la prueba y

preferiría huir de ella; de la misma manera el corazón no

santificado evade la prueba o el juicio, porque sabe que

todo en él es malo. Así como no queremos vernos mucho

en el espejo cuando las arrugas han invadido nuestro

rostro, el no santificado evade verse en el espejo del

54

Evangelio con el fin de que sus deformidades, impiedades

y maldades no sean descubiertas.

Es una evidencia esperanzadora de santidad e integridad

cuando una persona somete a prueba la veracidad o

falsedad de la misma. Escuchemos lo que nos dice Pablo:

“Porque el que se cree ser algo, no siendo nada, a sí

mismo se engaña. Así que, cada uno someta a prueba su

propia obra, y entonces tendrá motivo de gloriarse sólo

respecto de sí mismo, y no en otro” (Gál. 6:3-4).

En cuarto lugar, consideremos que hay muchos que se

engañan respecto a su vida espiritual. Es muy fácil

engañarse así mismo “Hay generación limpia en su propia

opinión, si bien no se ha limpiado de su inmundicia”

(Prov. 30:12). Algunos creen que están en una posición

espiritual de mucha firmeza, pero luego se manifiesta que

su fortaleza espiritual era nula “Así que, el que piensa

estar firme, mire que no caiga” (1 Cor. 10:12). Ellos caen

de su vana confianza espiritual y su vida se convierte en

un completo infierno.

Hay algunos que creen ser algo cuando en realidad no son

nada: “Porque el que se cree ser algo, no siendo nada, a sí

mismo se engaña” (Gál. 6:3). Hay muchos que tienen

apariencia de piedad, pero no tienen poder espiritual.

55

Pablo advierte que en estos tiempos habrá mucha gente

“…que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la

eficacia de ella, a éstos evita”, estas personas serán muy

estudiosas de la Biblia, y escucharán cuanto sermón

puedan, pero no crecerán en santidad real, pues,

“…siempre están aprendiendo, y nunca pueden llegar al

conocimiento de la verdad” ¿Por qué? Porque “…éstos

resisten a la verdad; hombres corruptos de entendimiento,

réprobos en cuanto a la fe” (2 Tim. 3:5, 7-8).

Hay muchos que tienen un gran nombre de estar vivos,

pero en realidad están muertos. Hay iglesias completas

que se jactan de su espiritualidad, cuando en realidad

Cristo las mira como muertas: “Yo conozco tus obras, que

tienes nombre de que vives, y estás muerto” (Ap. 3:1).

Hay muchos que están muy seguros de su integridad, y sin

embargo están llenos de horrible hipocresía. Muchos

portan la lámpara de la profesión cristiana pero no tienen

el aceite de la gracia en sus corazones. Hay muchos que

se visten con un ropaje de gracia, piedad y santidad

práctica, los cuales se atreven a juzgar y cuestionar a los

demás basados en su compromiso práctico con la santidad,

pero la verdad es que la mayoría de los hombres no los

superan en maldad (Is. 9: 17 y 8-11; Ap. 3:16-18; Is. 65:2-

5; Mt. 25).

56

Hay muchos ahora en el infierno quienes tuvieron una

gran confianza de que iban al cielo. Hay muchos que

pueden gritar con confianza: La muerte ya no me tocará,

yo no iré al infierno, libre soy de condenación; sin

embargo la ira de Dios está a punto de caer sobre ellos y el

infierno está abriendo sus fauces para devorarlos.

El corazón del hombre está lleno de amor propio, auto-

adulación e hipocresía, y por lo tanto, más de un creyente

en lo exterior, también cree que lo es en el interior.

Algunos creen ser los mejores cristianos del mundo, y

dicen disfrutar de la más grande felicidad espiritual, y

esperan que el cielo muy pronto los reciba como los más

justos sobre la tierra, pero en realidad escucharán la voz

airada de Cristo que les dirá: “No os conozco” (Mt. 25:12).

En nuestro caminar nos vamos a encontrar con muchas

personas que presuntuosamente hablan de su santidad, de

su salvación y la seguridad de ir al cielo, cuando en

realidad no tienen el poder de una vida santa. Cuando

veamos a esta clase de personas, debemos auto-

examinarnos y preguntarnos si nosotros también estamos

en la misma condición. Es mejor pasar por el doloroso

examen, que vivir engañados en una vana confianza.

Muchos países llevan el no honroso primer lugar en

falsificaciones de monedas, pero no hay moneda que más

57

se falsifique en el mundo cristiano que la que lleva la

estampa de la santidad. Así como hoy día usted puede

conseguir abalorios o baratijas que brillan como si fueran

oro, también muchas personas aparentan una santidad que

parece brillar como la real, pero no es más que pura

fantasía, por lo tanto, podemos ser fácilmente confundidos

si no hacemos un examen cuidadoso de nuestra santidad.

¿Usted puede abstenerse de pecados graves o

escandalosos? Lo mismo hace el formalista ¿Ayuna y ora?

Eso también lo hacen los fariseos ¿Puede llorar y derramar

lágrimas? Esaú también lo puede hacer ¿Está arrepentido

por las consecuencias que trajeron sus pecados? Judas

también lo hace. Como Cornelio, ¿puede dar abundante

limosna? Los fariseos también lo hacen ¿Cual Zaqueo,

usted puede creer? Simón el mago también creyó ¿Cual

David, confiesa su pecado? No olvide que Saúl también lo

hizo ¿Como David, se deleita al acercarse a la casa de

Dios? Los hipócritas que acusa Isaías también lo podían

hacer. Tal como Ezequías, ¿usted se humilla ante Dios?

Recuerde que Acab lo hizo también ¿Recibe la Palabra de

Dios con gozo? El oyente del terreno entre piedras

también lo hizo (Mt. 25:1-4; Esd. 8; Est. 4; Dan. 9; Mt.

6:16; Lc. 18:11; Mt. 27; Heb. 12; Mt. 6; Hch. 10:1-4; Lc.

19:11; Hch. 21:8).

58

Así como no todo lo que brilla es oro, no siempre es

santidad lo que los hombres cuentan por santidad.

Debemos evaluar muy bien nuestra santidad porque no

sólo los dones pueden ser falsificados, sino también el

fruto del Espíritu.

Lo falso puede ser fácilmente confundido con lo

verdadero: La fe real con la falsa, el amor verdadero con

el falso amor, el verdadero arrepentimiento con el falso

arrepentimiento, la obediencia verdadera con la falsa

obediencia, el verdadero conocimiento con el falso

conocimiento; de la misma manera, la falsificación de la

verdadera santidad no es fácil de distinguirla de la real.

Muchos han sido engañados al comprar diamantes, pues si

no lo miran de cerca y cuidadosamente bajo una potente

luz, recibirán una piedra falsa. La santificación falsa es tan

parecida a la verdadera que, sin los rayos divinos que nos

guíen, seremos fácilmente engañados por nosotros

mismos.

En quinto lugar, debemos considerar que si luego de

examinarnos a la luz de la Palabra, la oración y con la guía

del Espíritu Santo, encontramos que nuestra santidad es

real, entonces se allanará el camino a la felicidad. Nuestra

felicidad eterna depende de la santidad real, pero nuestra

59

tranquilidad actual depende de nuestro conocimiento de la

santidad real. La santidad genuina es garantía de un cielo

en la eternidad, pero también es garantía de un cielo en

esta tierra.

El que tiene la verdadera santidad y lo sabe, tiene dos

cielos. Un cielo de alegría, consuelo, paz y satisfacción en

esta vida, además de un cielo de felicidad y

bienaventuranza en la eternidad. Pero el que tiene la

santidad real y no lo sabe, sin duda será salvo, aunque así

como por fuego; él tendrá la infinita felicidad de ver a

Dios en la eternidad, pero caminará con dudas y no podrá

disfrutar al máximo la gracia de Dios en esta tierra.

Cuando una persona es heredera de una gran herencia, y lo

sabe; cuando una persona es hija de un hombre poderoso,

y lo sabe; cuando una persona está fuera de todo riesgo y

peligro, y lo sabe; cuando el perdón de una persona está

firmemente sellado, y lo sabe; entonces su alegría y

confianza se elevan hasta el cielo. Cuando un hombre es

santo, y lo sabe, la primavera de la alegría y el consuelo

divino nacen en su alma, como el aumento de las aguas en

el santuario que vio Ezequiel el profeta (Ez. 47:2-5). Las

aguas de la felicidad pasarán de ser un hilo que corre

imperceptible a un río que lo cubre todo.

60

Estar seguros de nuestra real santidad traerá un manantial

de gozo y consuelo. Hará que las pesadas aflicciones se

conviertan en aflicciones ligeras “Por tanto, no

desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior

se va desgastando, el interior no obstante se renueva de

día en día. Porque esta leve tribulación momentánea

produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno

peso de gloria” (2 Cor. 4:16-18).

Saber si usted tiene la verdadera santidad le hará

perseverante y ferviente, constante y abundante en la obra

del Señor; fortalecerá su fe, levantará su esperanza,

inflamará su amor, aumentará su paciencia, y aclarará su

celo. Todo lo hará con dulce misericordia, cada deber será

dulce, todo mandamiento será dulce, y cada providencia

será dulce. Se quitarán todos sus miedos y preocupaciones

pecaminosas. La felicidad permanecerá bajo cualquier

pesada carga, y esto hará que la muerte sea más deseable

que la vida “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir

es ganancia. Porque de ambas cosas estoy puesto en

estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo

cual es muchísimo mejor” (Fil. 1:21, 23).

Saber que tienes santidad real le hará más fuerte para

resistir la tentación, más victorioso sobre la oposición y

más silencioso frente a las situaciones difíciles. Las

61

noches de invierno se convertirán en días de diáfano

verano, la cruz en corona y cada desierto en un paraíso.

Pero, ¿Qué pasa si luego del examen descubres que tu

santidad es falsa? Habrás ganado mucho, no hay razón

para caer en el sin fin desespero, pues es una gran

misericordia el que hallas llegado a ese conocimiento,

porque tú mismo sabrás que estás perdido. Es una

misericordia el que puedas ver tu propia miseria, recuerda

que a Canaán se llega a través del desierto, y el camino al

cielo es por las puertas del infierno. Tras el conocimiento

de su propia maldad, su tristeza germinará, se detestará, se

condenará y estará enfermo por su pecado; pero esto hará

que usted rompa su relación con Satanás y se una a Cristo.

Ahora usted deberá decir de todo corazón: “Varones

hermanos, ¿Qué haremos?” (Hch. 2:37).

En esta condición usted podrá clamar con sinceridad

“Qué debo hacer para que mi naturaleza pecaminosa sea

cambiada, mi duro corazón sea ablandado, mi mente ciega

sea iluminada, mi conciencia contaminada sea limpiada,

mi pobre alma desnuda sea adornada con la gracia de la

santidad”. Entonces su clamor, su grito, su oración será:

“!Oh! nadie, sino Cristo. Nadie, sino Cristo que me

perdone; nadie, sino Cristo que me justifique; nadie, sino

62

Cristo que me salve; nadie, sino Cristo que reine sobre

mí”.

Ahora el lenguaje de su alma será: “Aunque yo pensaba

que era un sabio, ahora me veo como un tonto e ignorante,

más Cristo será sabiduría para mí (1 Cor. 1:30-31); ahora

me veo a mí mismo con el color rojo de la culpa y el

oscuro de la muerte, pero Cristo será justicia para mí;

ahora me veo a mi mismo como impuro, pero Cristo será

santificación para mí; ahora me veo a mí mismo en una

condición deplorable, pero Cristo será mi redención; ahora

me veo pobre y miserable, pero Cristo será mi riqueza;

ahora me siento hambriento, pero Cristo me dará el pan de

vida; ahora me siento perdido, pero Cristo me buscará;

ahora temo que estoy muriendo, pero Cristo me dará la

vida eterna “Más por él, estáis vosotros en Cristo Jesús, el

cual nos ha sido por Dios sabiduría, justificación,

santificación y redención” (1 Cor. 1:30). “Por tanto, yo te

aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para

que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no

se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos

con colirio, para que veas” (Ap. 3:18).

Ahora el lenguaje de su alma será como el de los leprosos

que dijeron “¿Para qué nos estamos aquí hasta que

muramos?” (2 R. 7:3). Si nos quedamos en esta falsa

63

santidad, moriremos. Si nos quedamos en nuestros

pecados, moriremos. Si nos quedamos en nuestros meros

deberes, moriremos. Si nos quedamos en esta forma de

piedad, moriremos. Si nos quedamos en nuestro nombre

de estar vivos, moriremos. Por lo tanto, vamos a

levantarnos y nos aventuraremos a llevar nuestras vidas a

Cristo; él nos dará las fuerzas para que busquemos y

sigamos a la santidad, sin la cual nadie verá al Señor.

IV. Un llamado a ser diligentes en la santidad

(Cuarta parte)

Evidencias de la verdadera santidad

64

Hebreos 12:14

Hemos aprendido en nuestro texto de estudio que la única

forma de verdadera y eterna felicidad es buscar la

santidad, pues sin ella será imposible tener la

bienaventuranza beatífica, es decir, no podremos ver a

Dios.

Hemos aprendido que esta santidad práctica se deriva de

nuestra santidad imputada, la cual nos es asignada o

atribuida con base en la vida y obra de Cristo, en el

momento en el cual nacemos de nuevo. Pero todo aquel

que tenga esta santidad imputada indefectiblemente

trabajará para andar en santidad práctica, unos más que

otros, pero todos estaremos trabajando en el asunto.

Si una persona dice ser salva, porque hizo una oración de

fe, se bautizó, es miembro de una iglesia y realiza alguna

función dentro de ella, más no busca, persigue y práctica

la santidad real, el tal debe prestar seria atención al

llamado que hace el autor sagrado, pues si nunca busca

esta clase de santidad, es muy probable que no haya sido

contado entre los salvos, ni tendrá la dicha de ver a Dios

en la eternidad.

Hoy día tenemos mucho cristianismo falso. Las iglesias

evangélicas o cristianas están llenas de personas que no se

preocupan por la santidad, ellos han encontrado una forma

65

de agradar al mundo y vivir en la iglesia. Muchos sólo se

interesan en los asuntos espirituales con el fin de

experimentar algún bienestar físico, emocional o

económico; pero no están interesados para nada en sus

almas o en la vida eterna. Por otro lado, algunos grupos

evangélicos insisten mucho en la santidad, pero ésta no es

más que una manifestación orgullosa del legalismo; entre

ellos y los fariseos del tiempo de Cristo no hay mucha

diferencia.

Es necesario recuperar la doctrina bíblica de la santidad,

pues sin ella no veremos a Dios, y nuestro cristianismo no

será más que una religión temporal, vacía y sin verdadera

esperanza.

No es tan grande el número de los que han de ser

eternamente felices, el número de los que han de alcanzar

la dicha de ver a Dios en la eternidad. Son muy pocos los

que buscan esta santidad sin la cual no hay verdadera

felicidad “Pero tienes unas pocas personas en Sardis que

no han manchado sus vestiduras; y andarán conmigo en

vestiduras blancas, porque son dignas” (Ap. 3:4). Entre

los muchos miembros de la iglesia de Sardis solo unos

pocos eran santos, tanto en lo interior como en lo exterior.

Lo mismo puede estar pasando en nuestras iglesias hoy

día.

66

En toda la historia de la iglesia, a pesar de los muchos que

se identifican como miembros de ella, pocos realmente

son contados entre los santos, y por ende, entre los salvos

“Recorred las calles de Jerusalén, y mirad ahora, e

informaos; buscad en sus plazas a ver si halláis hombre,

si hay alguno que haga justicia, que busque verdad; y yo

la perdonaré” (Jer. 5:1). La respuesta es evidente, era muy

difícil hallar un santo en Israel.

“Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se

pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra,

para que yo no la destruyese; y no lo hallé” (Ez. 22:30).

Muchos creyentes e iglesias aplican este texto,

simplemente, como un llamado a la intercesión por el

pueblo, pero en realidad el que hace vallado, el que puede

interceder efectivamente por el pueblo, es el que vive en

santidad práctica. No obstante, no era fácil en ese tiempo,

así como no lo es hoy, encontrar verdaderos hombres que

vivan en santidad.

La situación espiritual del pueblo de Israel era terrible,

muy parecida a lo que vivimos hoy día en la iglesia

cristiana “Hay conjuración de sus profetas en medio de

ella, como león rugiente que arrebata presa; devoraron

almas, tomaron haciendas y honra, multiplicaron sus

viudas en medio de ella. Sus sacerdotes violaron mi ley, y

67

contaminaron mis santuarios; entre lo santo y lo profano

no hicieron diferencia, ni distinguieron entre inmundo y

limpio; y de mis días de reposo apartaron sus ojos, y yo

he sido profanado en medio de ellos. Sus príncipes en

medio de ella son como lobos que arrebatan presa,

derramando sangre para destruir las almas, para obtener

ganancias injustas. Y sus profetas recubrían con lodo

suelto, profetizándoles vanidad y adivinándoles mentira,

diciendo: Así ha dicho Jehová el Señor; y Jehová no había

hablado. El pueblo de la tierra usaba de opresión y

cometía robo, al afligido y menesteroso hacía violencia, y

al extranjero oprimía sin derecho” (Ez. 22:25-29).

El Señor Jesús también afirmó que pocos son los que en

realidad forman parte de los escogidos para salvación, a

pesar del gran número de personas que hacen una

profesión de fe y caminan por mucho tiempo en las reglas

externas del cristianismo “Porque muchos son llamados y

pocos escogidos” (Mt. 22:14). Pocos realmente responden

a su llamamiento santo y sólo estos pocos caminarán con

Cristo vestidos de blanco. La simiente santa realmente es

muy pequeña y sólo a ella le será dado el reino de los

cielos “No temáis, manada pequeña, porque a vuestro

Padre le ha placido daros el reino” (Lc. 12:32).

68

El camino que conduce a la felicidad es el de la santidad,

y este es un camino angosto porque solo hay un estrecho

espacio para que caminen el Dios santo y un alma santa.

Pocos son los que realmente se interesan, gustan, aman y

preguntan por Cristo. Más del 70% de la población

mundial no es cristiana, siguen religiones como el

islamismo, hinduismo, budismo, taoísmo, confucionismo,

chamanismo y el ateísmo. Sólo un 30% de la población se

identifica como cristiana, pero entre esta cantidad un alto

porcentaje lo componen católicos romanos y ortodoxos

(entregados a la idolatría). Otro porcentaje está compuesto

por distintas sectas: Testigos de Jehová, mormones,

adventistas, pentecostales unitarios (los cuales no creen en

el Cristo bíblico). El diminuto porcentaje que queda de

evangélicos incluye a liberales y racionalistas que

abandonaron la autoridad de las Sagradas Escrituras

(tampoco siguen al Cristo Bíblico). El poco porcentaje

restante también incluye grupos neo-carismáticos que se

interesan, principalmente, por la salud del cuerpo, la

prosperidad material, y poco interés tienen realmente por

Cristo y la santidad. Otros grupos dispensacionalistas

extremos promueven un cristianismo carnal, es decir, ellos

creen que los salvos pueden vivir como mundanos y, aun

así, tendrán la esperanza de ver a Dios; si descontamos

69

todos estos grupos del porcentaje de personas que se

identifican como cristianos bíblicos, quedamos con un

reducto muy pequeño de creyentes que forman parte de

iglesias que pueden ser consideradas bíblicas, pero aún

hay que descontar más, pues muchos de los miembros de

iglesias sanas no verán a Dios, no son realmente

creyentes, pues, son orgullosos, avaros, carnales,

legalistas, indiferentes y tibios. Realmente el grupo de los

salvos es un remanente pequeño en comparación con la

población mundial que se identifica como cristiana.

Ahora, la pregunta que cada uno debe hacerse es: ¿Estoy

yo en el número de los que tendrán la verdadera felicidad

de poder ver a Dios? ¿Cómo podemos conocer si

realmente estamos buscando esta santidad que nos

permitirá ver a Dios?

Miremos algunas marcas o señales que identifican a los

que tienen la santidad práctica:

1. Una persona que tiene la verdadera santidad,

experimenta gran admiración y es impactado por la

santidad de Dios.

Los profanos, los que no tienen la verdadera santidad,

admiran y toman los otros atributos de Dios, pero sólo los

santos aman la santidad de Dios. La cristiandad sensual de

nuestro tiempo alaba el poder y el amor de Dios, pues,

70

esto le es necesario para sentirse bien; pero pocos alaban

en Dios lo que los santos de la Biblia exaltaron.

Sólo un verdadero santo podrá deleitarse en la magnífica y

majestuosa santidad de Dios: “¿Quién como tú, oh Jehová,

entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad,

terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?

(Éx. 15:11). La santidad es la gloria del creador y los

santos sienten gran placer en esta Su gloria: “Tú verdad

cantaré a ti en el arpa, oh Santo de Israel” (Sal. 71:22);

“Regocíjate y canta, oh moradora de Sion; porque grande

es en medio de ti el Santo de Israel” (Is. 12:6). Los

habitantes de Sión han de gritar y salir rugiendo en señal

de alegría porque en medio de ellos está el Santo de Israel.

La santidad de Dios es fuente de alegría para los santos.

Sólo los santos son cautivados por la gloria de la santidad

del Santo Dios. Los ángeles del cielo viven para deleitarse

y proclamar la santidad de Dios “Y el uno al otro daba

voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los

ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria” (Is. 6:3).

Los santos serafines al triplicar la aclamación de la

santidad de Dios, no sólo denotan la eminencia

superlativa, la gloria y la excelencia de la santidad divina,

sino que también revelan cómo, en gran medida, ellos se

ven impresionados y cautivados por la santidad de Dios.

71

Para los ángeles santos, la santidad de Dios es el brillante

diamante en el anillo de Su gloria.

La gente impía se interesa por muchos de los atributos de

Dios, pero nunca por Su santidad. El pecador carnal se

deleita en la paciencia y la longanimidad de Dios. Este

pecador dice: “!Cuán paciente es Dios! Alabo su

paciencia, me agrada su paciencia. Él ha estado esperando

tantos años por mi arrepentimiento. Su paciencia es tal

que, si no fuera por ella, hace tiempos me hubiese

condenado en el infierno, pero aún espera

longánimamente para que yo vaya al cielo”.

El pecador presuntuoso se interesa solo por la misericordia

y la bondad de Dios y él puede decir: “Aunque he pecado

así y así, sin embargo Dios ha sido misericordioso

conmigo, y aunque peco todos los días de esta forma y de

esta otra, sin embargo, Dios sigue siendo propicio a mí, y

aunque mañana peque setenta veces siete, Dios seguirá

siendo propicio a mí. Dios no se complace en la muerte

del pecador, ni en la condenación de las almas ¡Alabemos

la misericordia de Dios!”

El pecador próspero encuentra gran deleite y alaba la

generosidad y la liberalidad de Dios. Él también podrá

decir: “!Qué generoso es Dios! ¡Qué Dios tan liberal es

este! Él llena mis graneros, llena mis maletas, me prospera

72

en el país y en el extranjero, me ha bendecido con un

cuerpo saludable, con muchas propiedades, con una

esposa amable, con un comercio cada vez más creciente,

excelentes empleados y prósperos niños.”

Pero ¿Encontraremos en todo el mundo a un pecador que

sea impactado y se deleite en la santidad de Dios?

Ciertamente no hay nada que haga a Dios tan formidable y

terrible ante la gente impía como la santidad de Dios. El

impío sólo quiere conocer de Dios aquellos atributos que

satisfacen sus deseos egoístas, son como el pueblo

pecador de Israel que se interesaba en escuchar

predicaciones falsas: “Porque este pueblo es rebelde, hijos

mentirosos, hijos que no quisieron oír la ley de Jehová;

que dicen a los videntes. No veáis; y a los profetas: No

nos profeticéis lo recto, decidnos cosas halagüeñas,

profetizad mentiras; dejad el camino, apartaos de la

senda, quitad de nuestra presencia al Santo de Israel” (Is.

30:9-11). Ellos decían, como muchos que se hacen llamar

cristianos dicen hoy: “No nos prediquen tanto del Santo de

Israel. Oh, sí por una vez nos dejaran de molestar con el

mensaje de la santidad de Dios. Predíquennos mejor del

Dios misericordioso, del Dios compasivo y paciente. Pero

ustedes siempre predican del Santo, Santo, Santo Dios.

¡Qué fastidio! No podemos soportar ese mensaje.”

73

Nada infunde tanto terror al pecador como un discurso

sobre la santidad de Dios. Es como la escritura con la

mano de Dios en la pared del palacio de Belsasar (Dan.

5:4-6). Nada hace que le duela más la cabeza a un pecador

que escuchar un sermón sobre la santidad de Dios.

Pero, a las almas santas no hay discurso que más le

convenga y satisfaga, que más placer y ganancia le genere,

que aquel que le revela plena y poderosamente la gloria de

la santidad de Dios.

Esta es una verdad eterna: El que ama verdaderamente la

santidad de Dios y ama a Dios por su santidad, sin duda

es participante de la santidad real que un día tendrá la

dicha de verlo por la eternidad.

2. La verdadera santidad es “difusiva”, es decir, se

difunde, se extiende y se propaga por toda el alma. Se

propaga a la cabeza, el corazón, los labios y la vida;

adentro y afuera.

“Toda gloriosa es la hija del rey en su morada; de

brocado de oro es su vestido” (Sal. 45:13), la hija del rey

es toda gloriosa porque ella, completamente en su interior,

está vestida de santidad. Su mente está adornada con la

santidad, su voluntad está inclinada a la santidad; todos

sus afectos están vestidos de la santidad; su amor es un

74

amor santo, su dolor es un dolor santo, su alegría es una

alegría santa, su miedo es un miedo santo, su celo es un

celo santo.

Y en el exterior su vestido es de “oro labrado”, es decir,

su vida y su conversación, que es lo más visible a los

demás, como la ropa que usa, está muy reluciente y

brillante en gracia y santidad. La verdadera santidad es

extensa, invade a todo el ser humano. No hay un solo

aspecto de la vida cristiana que no sea influenciado por la

santidad “Y el mismo Dios de paz os santifique por

completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea

guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor

Jesucristo” (1 Tes. 5:23).

La verdadera santidad es una levadura divina que fermenta

a todo el hombre. Así como la levadura se difunde a través

de toda la masa de harina, la santidad también se difunde a

través de todo el hombre. Ningún aspecto de la vida podrá

quedarse ajeno a la santidad. Así como la belleza de

Absalón se extendió por todo su cuerpo “… desde la

planta de su pie hasta su coronilla” (2 Sam. 14:25), la

belleza de la santidad se extiende por todos los miembros

del cuerpo y por todas las facultades del alma. Así como el

templo de Salomón era glorioso, tanto por dentro como

75

por fuera, la santidad hace que todo sea glorioso, tanto en

el interior como en el exterior.

Así como el pecado de Adán se extendió a través de todo

el hombre, a través del segundo Adán (Jesús) la santidad

se propaga a todo el hombre. Miremos cómo la santidad

que estaba en Jesús se difundió y extendió por todo su ser.

Toda su persona era sagrada: Su naturaleza era santa, su

corazón era santo, su lenguaje era santo. De la misma

manera la santidad se extiende en nosotros, abarcando la

cabeza, las manos, el corazón, los labios y la vida:

“…sino, como aquel que os llamó es santo, sed también

vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 P.

1:15). La verdadera santidad abarca todo el ser, y no hay

nada, nada que quede sin ser santificado.

“El fruto del Espíritu es en todo bondad, justicia y

verdad” (Ef. 5:9), y el que es verdaderamente bueno, es

todo bueno, tiene la bondad grabada en su comprensión,

en su juicio, en su voluntad, en sus mociones, en su

disposición y en su conversación.

El que no tiene todo influenciado por la bondad, no es

bueno. Hay algunos que tienen nueva la cabeza, pero viejo

el corazón; palabras nuevas, pero voluntades antiguas;

nuevas expresiones, pero viejos afectos; nuevos recuerdos,

pero mentes viejas; nuevas nociones, pero viejas

76

conversaciones; ellos están tan lejos de la verdadera

santidad, así como el diablo y los falsos sistemas

religiosos están lejos de la felicidad.

En cada persona santa han acontecido muchos milagros

divinos: Un hombre muerto ha sido restaurado a la vida,

un hombre ciego recobró la vista, un hombre sordo

recuperó su capacidad auditiva, un mudo recobró el habla,

un cojo ahora puede caminar, un poseído por el demonio

ahora tiene la gracia, un corazón de piedra fue convertido

en corazón de carne, y una vida de maldad fue

transformada a una vida de santidad. Por eso Pablo pudo

decir: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva

criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son

hechas nuevas” (2 Cor. 5:17). Si esto ha pasado con usted,

entonces puede ser contado entre los santos que tendrán la

felicidad eterna de ver a Dios.

3. En tercer lugar, la gente que tiene la verdadera santidad

considera a los santos en alta estima y valor.

El mundo es ciego al verdadero valor espiritual, ellos

tienen en gran estima y aprecio a los que poseen grandes

propiedades, prestigiosas profesiones, o visten con ropa

fina, más no valoran a las personas por la santidad. Dios,

quien valora lo que realmente tiene valía, se complace en

estar en la compañía, no de los grandes de este mundo,

77

sino de los santos, así no posean riquezas “Para los santos

que están en la tierra, y para los íntegros, es toda mi

complacencia” (Sal. 16:3).

Lo que realmente diferencia a un hombre de otro, y lo que

exalta a un hombre por sobre otro, es la santidad. Un

hombre santo es mejor que su vecino rico, y es en gran

manera estimado por Dios, los ángeles y los santos. No

hay un hombre que se compare con el justo: “Mejor es el

pobre que camina en su integridad, que el de perversos

caminos y rico” (Prov. 28:6).

Un hombre de verdadera santidad prefiere al santo Job,

aunque sea en medio de cenizas, antes que al malvado

Acab en su trono; tiene en gran estima al santo Lázaro,

aunque vestido con harapos y cubierto de llagas, que a un

miserable rico que se viste de ropas costosas y anda en sus

maldades; prefiere a los pobres y andrajosos cristianos, en

vez de los nobles paganos, pues, mientras estos ricos serán

arrojados al infierno, los pobres cristianos serán sus

príncipes compañeros en el reino de los cielos.

El hombre natural considera que el más rico es el mejor

hombre del pueblo, pero el santo considera al justo como

el mejor hombre. El mundo admira como mejores

hombres a los que se visten de ropa lujosa o tienen mucha

fama, pero un santo admira a aquel cuyo interior y

78

exterior, cuyo corazón y vida, cuyo cuerpo y alma están

vestidos de santidad y pureza.

Ciertamente un hombre santo considera que no hay mejor

mujer que una mujer santa, mejor niño que un niño santo,

mejor amigo que un amigo santo, mejor ministro que un

ministro santo, mejor empleado que un empleado santo.

Las excelencias internas son mucho más importantes para

un hombre santo, que todas las glorias exteriores. Las

almas puras son las almas más selectas en todo el mundo.

Para el hombre santo todas las excelencias mundanas son

como el cobre, el latón o el plomo; pero la santidad le son

como la plata refinada, el oro de Ofir, la perla de gran

precio. Si usted aprecia a las personas por su santidad,

entonces usted es una persona santa. Ningún hombre

puede apreciar verdaderamente la santidad en las otras

personas si no tiene la santidad en su propio corazón.

4. En cuarto lugar, el que es verdaderamente santo

continuará creciendo en santidad. Un hombre santo, en

este mundo caído, nunca podrá ser lo suficientemente

santo. Él no le pone límites a su santidad. La perfección de

la santidad es la meta que él tiene. Él ora, llora, estudia y

se esfuerza para llegar al más alto grado de santidad. El

santo experimenta lo mismo que sucedió con Pablo “No

que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que

79

prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui

también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no

pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago:

olvidando ciertamente lo que queda atrás, y

extendiéndome a lo que está adelante, prosigo a la meta,

al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo

Jesús” (Fil. 3:12-14).

El que tiene la verdadera santidad sembrada en su

corazón, nunca estará satisfecho con su nivel de santidad.

Ninguna medida de santidad va a satisfacer a su santa

alma. Siempre sus deseos serán para más santidad, así

como pedía el salmista: “Una cosa he demandado a

Jehová, ésta buscaré; que esté yo en la casa de Jehová

todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura

de Jehová, y para inquirir en su templo” (Sal. 27:4). La

belleza de la santidad impacta e inflama su corazón, de tal

manera que no puede dejar de desear ser más y más santo.

Dice el alma: “Señor, yo deseo ser más santo para que

pueda glorificar más tu nombre, para que pueda cumplir

mejor mi profesión, para que pueda servir más a mi

generación. Señor, deseo ser más santo para pecar menos

contra ti, y para que pueda disfrutar más de ti.”

Un hombre santo tiene fe para mayor santidad, pues él

siempre espera más santidad. En toda situación espera más

80

santidad, y bajo toda providencia espera más santidad.

“Por lo cual, oh amados, estando en espera de estas

cosas, procurad con diligencia ser hallados por él sin

mancha e irreprensibles, en paz” (2 P. 3:14). El santo,

cuando está en prosperidad, espera que Dios lo haga más

celoso, agradecido, alegre, fértil y útil. Y cuando está en la

adversidad, espera que Dios inflame su amor, aumente su

fe, aumente su paciencia, fortalezca su sumisión y aquiete

su corazón en una santa resignación ante la providencia de

Dios.

Los que no son verdaderamente santos no se esfuerzan

para llegar a los más altos estándares de santidad. La

verdadera santidad no tiene restricciones ni limitaciones.

La verdadera santidad hace que un hombre sea santamente

codicioso. El conquistador nunca llega a hacer suficientes

conquistas; el ambicioso jamás tendrá lo suficiente; los

mundanos nunca tienen abundante riqueza, así como un

hombre santo, en este lado de la eternidad, nunca tendrá

suficiente santidad.

5. En quinto lugar, donde hay verdadera santidad hay un

santo odio e indignación contra toda impiedad e

injusticia: “De todo mal camino contuve mis pies”, ¿Por

qué?, “…para guardar tu palabra” (Sal. 119:101). “De

81

tus mandamientos he adquirido inteligencia; por tanto, he

aborrecido todo camino de mentira” (v. 104). El bien de

la Palabra divina produjo en su corazón odio contra el

pecado: “Por eso estimé rectos todos tus mandamientos

sobre todas las cosas, y aborrecí todo camino de mentira”

(v. 128).

Un hombre santo sabe que todo pecado ataca la santidad,

la gloria, la naturaleza, el ser y la ley de Dios; por lo tanto,

su corazón se levanta contra todo lo que sea pecado.

Como los fariseos contra Cristo, el santo levanta su mano

contra el pecado y grita: ¡Crucifíquenle, crucifíquenle!

El que tiene la verdadera santidad mira a todo pecado

como un duelo para el Espíritu, como un irritante del

Espíritu, como un extinguidor del Espíritu. Mira a todo

pecado como una deshonra a Dios, como un enemigo de

Cristo, como una herida al Espíritu, como un reproche al

evangelio y como una polilla que carcome la santidad.

Un pecado predominante es suficiente para destruir el

alma para siempre. En la historia bíblica algunas personas

pretendieron la santidad, pero algún pecado dominaba sus

vidas y esto fue su ruina. Judas servía al Señor como los

demás, pero era codicioso; Simón el Mago se bautizó y

servía en la iglesia, pero amaba la fama y el honor

mundano; Demas, fue consiervo de Pablo y le ayudó

82

mucho en su ministerio, pero amaba más a este mundo.

Muchos pretenden ser santos, pero todavía están

amarrados a un pecado, el cual les puede conducir a la

destrucción eterna. Como dijo el pensador Séneca: “El que

alberga un vicio, tiene a todos los demás vicios con él”.

Así como Sansón perdió su fuerza al tomar una siesta, y

Adán perdió el paraíso por comer un fruto, así muchos

hombres, al favorecer un pecado, pierden a Dios, el cielo y

sus almas para siempre.

El impío, el que no tiene la santidad verdadera, en

ocasiones podrá levantarse contra el pecado, pero lo hará

por las consecuencias tristes o desastrosas que produjo en

él, porque dañó su nombre o su honor y le causó

vergüenza; pero nunca lo odiará porque la santa ley de

Dios haya sido violada, o porque el Dios santo haya sido

rechazado, o porque el amante Salvador haya sido

crucificado de nuevo, o porque el bendito Espíritu haya

sido contristado. El hombre santo odia el pecado porque

éste contamina el alma, pero el impío lo odia porque

destruye el alma. El hombre santo odia el pecado porque

éste es una afrenta a la santidad de Dios, más el impío lo

odia porque provoca la justicia de Dios.

83

V. Un llamado a ser diligentes en la santidad

(Quinta parte)

84

Hebreos 12:14

La verdadera santidad odia todas las clases de pecado

1. El corazón de un hombre santo se levanta contra los

pecados secretos, contra aquellos que no son visibles a las

demás personas. Cuando José fue tentado para tener

relaciones íntimas, secretas y ocultas en la alcoba de la

esposa de Potifar, su corazón se levantó contra el pecado y

clamó con sinceridad: “¿Cómo, pues, haría yo este grande

mal, y pecaría contra Dios? (Gén. 39:9). Los santos no

toleran el pecado oculto y considerarían como gran

maldad el darles cabida en la profundidad de sus

corazones: “Si he mirado al sol cuando resplandecía, o la

luna cuando iba hermosa, y mi corazón me engañó en

secreto, y mi boca besó mi mano; esto también sería

maldad juzgada; porque habría negado al Dios soberano”

(Job 31:26-27).

El apóstol Pablo, luego de su conversión, no cayó en

ningún pecado escandaloso, no obstante él exclamó con

gran angustia: “Pero veo otra ley en mis miembros, que se

rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a

la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de

mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Ro.

7:23-24). Pablo experimentaba gran desesperación por los

85

pecados que estaban en lo profundo de su corazón, los

más íntimos en su mente.

Una persona que tiene la santidad real sabe lo terrible

tanto de aquellos pecados que se cometen abiertamente

como de aquellos que son secretos. El santo ora con

sinceridad para ser librado de ambas formas de pecar:

“¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de

los que me son ocultos” (Sal. 19:12). El santo sabe que

hay que arrepentirse de los pecados secretos, así como de

los visibles, y que Dios conoce nuestros pecados más

ocultos, así como los pecados abiertos. David había

pecado en lo secreto, y trató de ocultar su maldad delante

de los hombres, pero a Dios no se le escapa absolutamente

nada, y por eso le dijo a través del profeta: “Porque tú lo

hiciste en secreto…” (2 Sam. 12:12). El santo sabe que sus

pecados secretos se interponen entre Dios y él, estorbando

la santa comunión y el disfrute de su presencia: “Pusiste

nuestras maldades delante de ti, nuestros yerros a la luz

de tu rostro” (Sal. 90:8).

El santo sabe que los pecados secretos muy pronto se

harán públicos si no procede rápidamente al

arrepentimiento, al odio y la mortificación de su maldad

(ver el caso de David cuando adulteró con Betsabé o el de

Judá cuando adulteró con Tamar). Él sabe que los pecados

86

secretos son perniciosos y muy dañinos, así como lo son

las enfermedades que secretamente se van desarrollando

en nuestro cuerpo. Él sabe que los pecados secretos son un

terrible dolor para el espíritu, de la misma manera que los

pecados visibles: “Bienaventurado el hombre a quien

Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay

engaño. Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi

gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó

sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedales de

verano” (Sal. 32:2-4).

2. El corazón de una persona santa se levanta en odio

contra los pecados que parecen ser menores. Sabemos

que no hay pecado pequeño, porque no hay infierno

pequeño, condenación pequeña, ley pequeña o un Dios

pequeño para castigar esta clase de pecados. Pero hay

algunos pecados que, puede decirse, son menores en

comparación con aquellos pecados asquerosos, muy

detestables y odiosos.

Hay pecados que parecieran ser como el mosquito, y otros

como el camello. Al menos así los vemos muchas veces:

“!Guías ciegos, que coláis el mosquito, y tragáis el

camello!” (Mt. 23:24). El santo odia con todo su corazón,

tanto al pecado que es como el camello, como al pecado

87

que parece ser un simple mosquito: “La mentira aborrezco

y abomino; tu Ley amo” (Sal. 119:163). El santo aborrece

con horror, odia y detesta la mentira como al mismo

infierno; por lo tanto, es cuidadoso en cada palabra que

pronuncia delante de los hombres; antes de hablar revisa

bien lo que va a decir, con el fin de no mentir en lo más

mínimo. En ocasiones hacemos bromas que implican decir

cosas que no son ciertas totalmente y, aunque en principio

esto causa risa, en el fondo el santo queda con una

impresión de dolor y pecado en su corazón, porque sabe

que la mentira estuvo en sus labios, así haya sido en algo

que parece mínimo.

El corazón del santo se vuelve tan sensible al pecado que

el más mínimo asomo de maldad le causa terror, angustia

y dolor. Cuando David hizo un pequeño corte en el manto

de Saúl, no cometió un pecado que podríamos considerar

escandaloso, pero la semilla de la santidad implantada en

su corazón le hirió grandemente en la conciencia:

“Después de esto se turbó el corazón de David, porque

había cortado la orilla del mando de Saúl” (1 Sam. 24:5).

Así como la paloma experimenta gran terror, y huye con

desesperación del Halcón sólo con encontrarse una pluma

de su adversario, el santo temor ha sido implantado en el

corazón del creyente, y no puede dejar de detestar y

88

aborrecer el más mínimo asomo de pecado en su vida. Su

corazón se levanta contra los más suaves movimientos o

inclinaciones hacia el mal, así ellos aparezcan vestidos de

reluciente plata, pretendiendo ser por una buena causa,

porque el santo sabe que los pecados son contrarios a la

Ley justa, al Dios santo, al bendito Salvador y al Espíritu

consolador “Por lo cual, si la comida le es a mi hermano

ocasión de caer, no comeré carne jamás, para no poner

tropiezo a mi hermano” (1 Cor. 8:13).

El santo odia a los pecados “pequeños”, porque sabe que

le conducirán a pecados “mayores”. Sólo una mirada más

de la cuenta y David cayó en adulterio, trayendo como

consecuencia dolor, aflicción, quebrantamiento y

sequedad en los huesos ¿Por qué? Porque había violado la

santa Ley de Dios en la cual se había deleitado.

Jacob empieza con tres mentiras, diciendo a su Padre: Yo

soy Esaú, tu primogénito y he hecho como me ordenaste;

pero el pecado no se queda satisfecho con esto, y le

conduce a tomar el nombre de Dios en vano, poniéndolo

en medio de su engaño: “Entonces Isaac dijo a su hijo:

¿Cómo es que la hallaste tan pronto, hijo mío? Y él

respondió: Porque Jehová tu Dios hizo que la encontrase

delante de mí” (Gén. 27:20). ¡De qué naturaleza tan

89

invasora es el pecado! De qué manera insensible y

repentina se infiltra en el alma.

El corazón del santo sabe que los pecados “menores” han

expuesto, tanto a pecadores como a santos, a castigos muy

grandes. Un santo recuerda que un hombre fue apedreado

hasta la muerte por recoger leña en el día de reposo (Núm.

15:32-36). Él recuerda cómo Saúl perdió dos reinos a la

vez, su propio reino y el reino de los cielos, por salvar el

mejor ganado de Agag. Él recuerda cómo el siervo inútil,

por no mejorar su talento, fue arrojado a las tinieblas de

afuera. Él recuerda cómo Ananías y Safira murieron

instantáneamente por decir una mentira. Él recuerda cómo

la esposa de Lot, por una mirada de curiosidad, se

convirtió en estatua de sal. Él recuerda cómo Adán fue

expulsado del paraíso por comer una fruta, y cómo los

ángeles del cielo fueron expulsados por no conservar su

posición. Él recuerda cómo Moisés fue excluido de la

tierra santa porque habló precipitadamente sobre la roca.

Él recuerda cómo el joven profeta murió atacado por un

león, simplemente por comer un bocado de pan y beber un

poco de agua, en contra de la orden de Dios, a pesar de

que fue convencido para desobedecer por la profecía de un

profeta viejo, quien dijo haber recibido esto de una

revelación del cielo (1 Reyes 13). Él recuerda cómo

90

Zacarías se volvió mudo por dudar de las noticias traídas a

él por el ángel Gabriel (Lc. 1:19-62).

El recuerdo de todas estas cosas debe producir odio e

indignación contra los pecados más “pequeños”.

Solo una pequeña gota de veneno puede difundirse en un

vaso de agua y matar al más robusto de los hombres. Un

fuego muy pequeño ha convertido en cenizas a grandes

edificios. Un pequeño pinchazo con una espina ha sido

causa de muerte para muchas personas. Una pequeña

mosca puede dañar el perfume del perfumista. De la

misma manera, los pecados que consideramos “pequeños”

pueden exponer al peligro a muchos y también pueden

acarrear grandes castigos y, por lo tanto, no es de extrañar

si el corazón de una persona santa se levanta en contra de

ellos. Los pecados que son aparentemente más pequeños

provocan al Gran Dios y son muy perjudiciales para el

alma, en consecuencia, son odiados por los verdaderos

cristianos.

Un corazón santo sabe que un Dios santo espera que los

pecados “pequeños” sean rechazados y evitados. Él sabe

que la víbora debe ser aplastada cuando aún está en el

huevo. Dios exigió que los más pequeños de Babilonia

fueran estrellados contras las piedras (Sal. 137:9). No sólo

hay que matar a los pecados grandes sino a los pequeños,

91

porque ellos pueden matar el alma. Así como una pequeña

punzada en el corazón puede matar a un hombre, solo un

poco de pecado puede maldecir para siempre el alma de

una persona. Dios ordena a sus hijos: “Absteneos de toda

especie de mal” (1 Tes. 5:22).

El pecado es una cosa tan odiosa que, si no somos

consistentes en matarlo, sólo una pequeña ocasión puede

atraernos hacia él, por lo tanto, el santo lo evita y huye de

él así como se escapa del infierno.

Un corazón santo sabe que cuando el pecado está en el

pensamiento, cuando es sólo una idea, y no se le mata allí,

esa idea se convertirá en una acción, la acción en hábito, y

el hábito conducirá a la condenación del alma y del

cuerpo.

Nada habla mayormente de la santidad en una persona que

el evitar cualquier ocasión para el pecado, sea éste

escandaloso o secreto, sea éste considerado grande o

menor.

3. Un corazón santo sabe que la complacencia del menor

de los pecados es motivo para cuestionar su integridad y

sinceridad espiritual. Él tiene muchos motivos para

sospechar de sí mismo, pues por una bagatela se atreve a

dañar la relación con Dios y a afectar su conciencia. El

92

que está dispuesto a violar la ley de Dios por un bocado de

pan, también está listo para vender su alma por cualquier

precio “Hasta por un bocado de pan prevaricará el

hombre” (Prov. 28:21).

El que pervierte la justicia por unas pocas piezas de plata,

qué no hará por un cofre lleno de oro. El que puede vender

al pobre por un par de zapatos, destruirá a todos los pobres

por el precio correcto: “Así ha dicho Jehová: Por tres

pecados de Israel, y por el cuarto, no revocaré su castigo;

porque vendieron por dinero al justo, y al pobre por un

par de zapatos” (Amós 2:6). El que va a vender a su

Salvador, una vez, por treinta monedas de plata, lo

venderá con frecuencia por una suma mayor (Zac. 11:12).

El que se atreve a mentir para preservar su patrimonio,

cometerá pecados mayores para obtener lo que más ama

en la vida. El recuerdo de todas estas cosas hará que en el

corazón del santo se despierte la indignación y el odio

contra cualquier clase de pecado.

4. Un corazón santo sabe que el costo del perdón de los

pecados fue la preciosa sangre de Cristo. “Sin

derramamiento de sangre no se hace remisión” (Heb.

9:22). Ella se derramó para la remisión de todos nuestros

pecados, tanto los que consideramos grandes como los

93

menores: “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de

todo pecado” (1 Jn. 1:7). Los pecados que consideramos

menores no se limpian con agua bendita, ni con el

“purgatorio”, ni con azotes, ni con ayunos, ni con llanto,

ni con la bendición de un obispo. Sólo la sangre de Cristo

puede limpiarnos de todos nuestros pecados. No hay ni

una sola mancha que esté en el corazón del creyente que

pueda limpiarse sino sólo con la sangre del Cordero.

Se dice que cuando Lutero estaba muriendo, se le apareció

Satanás y le presentó un largo pergamino en el cual

estaban escritos todos sus pecados: Sus palabras, sus

pensamientos y sus actos más perversos. Lutero le

respondió: Todo esto es verdad, Satanás, pero hay una

cosa más que debes decir de todos estos mis pecados, y es

esta: La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todos

nuestros pecados. Entonces desapareció el diablo, que

había sido vencido. Sea verdad o no esta historia, lo cierto

es que ningún pensamiento vano, ni una sola palabra

ociosa, ni una palabra de enojo, ni una palabra sin sentido,

puede ser perdonada sino sólo por la sangre de Jesucristo;

y si esto es así, que nuestros pecados más simples y

cotidianos fueron también causantes de las grandes

aflicciones de Cristo, entonces pensar en ello debe

94

provocar una santa indignación y odio contra la menor

corrupción.

Cuando el emperador Julio César fue asesinado, Antonio

mostró al pueblo su chaqueta ensangrentada, y esto

provocó tal indignación de ellos contra los asesinos que

gritaban: ¡Matad a los asesinos! Y fueron y quemaron sus

casas y a todos los que estaban dentro de ellas. De la

misma forma, cuando un corazón santo mira a sus

pecados, incluso a los que consideramos menores, como

aquellos que causaron la muerte del Príncipe de Gloria

¡Cuánta indignación y odio se levanta en el alma contra

ellos!

Un corazón santo sabe que el menor de los pecados, en

cierta medida, puede alejar el alma de Dios. Así como las

pequeñas nubes pueden interponerse entre el sol y

nosotros, los pecados más pequeños se interponen entre

Dios y nuestras almas. Así como un pequeño detalle o un

pequeño olvido, o una pequeña gesticulación, pueden

enfriar la relación entre dos amigos, entonces pequeños

pecados pueden generar un poco de frialdad y distancia

entre nuestro amado Dios y nosotros (Hch. 15:35-41).

Para Cristo, los pecados más pequeños son vistos como

grandes rebeliones contra el Dios santo; pero el corazón

impío mira a estos pecados como algo insignificante:

95

Junto con Acán va a ser esclavo de un lingote de oro, con

Gieze va a servir a la injusticia por unas monedas de plata

y dos mudas de ropa, con Adán va transgredir la Ley de

Dios por una fruta, y con Esaú va a vender sus privilegios

de la primogenitura y la gloria futura por un plato de

lentejas.

Los corazones de los impíos pueden levantarse contra los

pecados más graves porque no sólo están contra la Ley de

Dios, sino contra la luz y las leyes de la naturaleza y las

leyes de las naciones. Sus almas pueden levantarse contra

los pecados que son condenados por las leyes de los

hombres –como el asesinato o el robo-, más tendrán en

poca cosa los vanos pensamientos, las palabras ociosas,

los juramentos cotidianos, las pequeñas mentiras, el

chisme, las omisiones, las truhanerías o el uso en vano del

nombre de Dios.

5. Un corazón santo no sólo se levanta contra los pecados

que parecen “menores”, sino contra los que son amados,

contra los pecados que traemos arraigados o contra

aquellos que se convirtieron en una costumbre.

Todas las personas desarrollamos ciertos pecados

particulares en nuestra vida: Enojo, gritería, codicia,

egoísmo, entre otros; y cuando venimos a Cristo nos

96

enfocamos en luchar contra los pecados más escandalosos

como la fornicación, las borracheras u otros diferentes;

pero es necesario levantarse contra los pecados que más

hemos amado o consentido “Fui recto para con él, y me

he guardado de mi maldad” (Sal. 18:23), es decir, el

salmista se levantó contra su pecado amado, al cual estaba

más inclinado. Se requiere orar insistentemente al Señor

con el fin de ser librados de nuestros pecados más amados,

ya que ellos no nos dejan tan fácilmente. Se requiere

mucha diligencia en leer una y otra vez lo mandamientos

de Dios que atacan a esos pecados amados, hasta que

podamos verlos como son: Asquerosos, monstruos del

mal, pútridos y ofensivos contra Dios.

La idolatría fue el pecado más amado de Israel, ellos

sufrieron la ira de Dios, una y otra vez, a causa de su amor

por la idolatría. Parecía que nada pudiera quitar ese

pecaminoso amor de sus corazones. Pero el Señor anunció

que vendría un tiempo en el cual Él mismo enviaría su

Espíritu de santidad sobre el pueblo, y odiarían a ese

pecado tan amado y arraigado: “Entonces profanarás la

cubierta de tus esculturas de plata, y la vestidura de tus

imágenes fundidas de oro; las atraparás como trapo

asqueroso; ¡Sal fuera! Les dirás” (Is. 30:22). Amaban

tanto a los ídolos que los vestían con los atuendos más

97

costosos, pomposos y gloriosos, así como nosotros

recubrimos con muchas justificaciones razonables

nuestros pecados amados; pero cuando el Espíritu de

Santidad viniera sobre ellos, podrían mirar lo asqueroso

que era ese pecado, entonces lo odiarían, lo detestarían y

lo aborrecerían con una santa indignación, y ante ellos, ya

no sería más agradable o amado, sino que se mostraría su

completa asquerosidad, y lo verían como un trapo

menstruante. Entonces, impactados de la verdadera

santidad, le dirían al pecado amado: ¡Vete de aquí! ¡Yo

nada tengo que ver contigo! ¡Dios hizo un divorcio entre

tú y yo!

El Señor nos conceda en Su gracia tener ese mismo trato

para con nuestros pecados arraigados.

Pero el corazón impío siempre buscará una manera para

seguir amando sus pecados arraigados. Ellos dirán como

Lot: Déjenme quedar con un poco de esta maldad “¿No es

ella pequeña?” (Gén. 19:20); o como David, cuando habló

de Absalón, pedirán que no les toquen al pecado de su

deleite: “Tratad benignamente, por amor de mí al joven

Absalón” (2 Sam. 18:5).

Los corazones impuros se apegan tanto a sus pecados

amados que ellos se convierten en el objeto del deleite, así

como Dalila lo era a Sansón, o Herodías a Herodes, o la

98

codicia a Judas, o el sentarse en las primeras sillas a los

fariseos.

Un corazón santo odia y desprecia a todos los pecados,

tanto a los pequeños como a los grandes, tanto a los

pecados abiertos como a los secretos, tanto a los pecados

amados como a aquellos que menos le agradan. La

santidad real nunca se mezclará con ningún pecado, ni

incorporará algún tipo de corrupción.

6. Los que tienen la auténtica santidad están sinceramente

afectados y afligidos, apenados y preocupados por su

propia vileza y falta de santidad. Job era un santo varón,

recto, temeroso de Dios y apartado del mal; pero él era

consciente de que todavía necesitaba crecer más en

santidad y eso lo hacía ver, ante sus santos ojos, como un

ser vil: “He aquí yo soy vil; ¿Qué te responderé? (Job

40:4).

De la misma manera Agur, un santo hombre de Dios, se

lamenta de su falta de entendimiento: “Ciertamente más

rudo soy yo que ninguno, ni tengo entendimiento de

hombre. Yo ni aprendí sabiduría, ni conozco la ciencia del

Santo” (Prov. 30:2-3). Aunque todos los seres humanos

somos rudos o brutales, los santos hombres son más

sensibles de su brutalidad y se lamentan de ello. Los

99

hombres impíos son más brutales que las bestias, y sin

embargo ellos no son conscientes de eso y no se lamentan

de ello.

Vemos al santo David llorando y diciendo angustiado

“Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está

siempre delante de mí” (Sal. 51:3); y luego, cuando miró

con envidia la prosperidad de los impíos, reconoció que

aún no era tan sabio “Tan torpe era yo, que no entendía;

era como una bestia delante de ti” (Sal. 73:22). La palabra

hebrea behemoth, que aquí se traduce como “bestia”, por

lo general se refiere a los animales más grandes, de

manera que el salmista confiesa que él era como una gran

bestia.

También vemos al profeta Isaías quejándose de que sería

desecho, cortado en mil pedazos delante de la presencia de

Dios, porque era un hombre de labios inmundos “!Ay de

mí! Que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de

labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios

inmundos han visto mis ojos al Rey, Jehová de los

ejércitos” (Is. 6:5).

Vemos a un santo Daniel confesando con dolor sus

pecados y los del pueblo: “Hemos pecado, hemos

cometido iniquidad, hemos hecho impíamente, y hemos

100

sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus mandamientos

y de tus ordenanzas” (Dan. 9:5).

Vemos al apóstol Pedro exclamando: “Apártate de mí,

Señor, porque soy un hombre pecador” (Luc. 5:8).

Vemos al santo Pablo quejándose, no de sus

perseguidores, sino de la rebelión que todavía hay en sus

miembros “Pero veo otra ley en mis miembros, que se

revela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a

la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de

mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Ro.

7:23-24).

Un corazón santo se lamenta por aquellos pecados que no

puede conquistar. Una persona santa vaciará su dolor, por

las manchas que hay en su alma, en las corrientes de la

tristeza que es según Dios (2 Cor. 7:10). Una persona

santa ve a sus pecados como los verdugos de Su Salvador;

ve a sus pecados como los grandes agitadores y

separadores entre Dios y su alma, y por eso siente gran

tristeza. Él ve sus pecados como reproches a Su santo

Dios, y como heridas en su conciencia; todo esto le causa

aflicción.

Cuando un santo peca, mira hacia arriba y allí ve a Dios

con el ceño fruncido; mira hacia abajo, y ve a Satanás

acusándole; mira dentro de sí mismo, y ve su conciencia

101

sangrante y rabiosa; mira afuera de él y encuentra a los

santos hombres de luto por su pecado, y a los impíos

ridiculizándole y burlándose de su caída. Todas estas

cosas causan aflicción al alma santa.

El impío llora y se lamenta por los castigos y las

consecuencias desagradables del pecado, pero el santo

clama a causa del pecado mismo, y ruega ser librado de él.

102

VI. Buscad la santidad

Otras señales o evidencias de la santidad real

Hebreos 12:14

1. La santidad real hace que los deberes sagrados del

alma sean algo natural en el creyente. Los santos deberes

ahora son fáciles de practicar y son agradables al alma.

Es por eso que a la oración se le llama “la oración de fe”,

porque la fe santa hace que la oración sea algo natural en

el verdadero creyente “Y la oración de fe salvará al

enfermo” (Stg. 5:15). Para un hombre santo es tan natural

orar como lo es respirar, o como volar es para un ave.

También la santidad hace que la obediencia sea algo

natural en el creyente, esa es la razón por la que a la

obediencia se le llama “la obediencia de la fe” “…para

que obedezcan a la fe” (Ro. 16:26). Tan pronto como las

semillas de la santidad y de la fe son implantadas en

Pablo, él puede gritar: “Señor, ¿Qué quieres que yo

haga?” (Hch. 9:6).

La verdadera santidad hace que en el creyente sea natural

el querer oír la voz de Dios, por eso se le llama “oír con

fe” (Gál. 3:2, 5). El salmista encontró gran deleite en ir a

103

la casa de Dios “Yo me alegré con los que decían: A la

casa de Jehová iremos” (Sal. 122:1); y los santos

mencionados por Isaías se gozaban en escuchar la Palabra

de Dios “Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa

del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y

caminaremos por sus sendas. Porque de Sión saldrá la

ley, y de Jerusalén la Palabra de Jehová” (Is. 2:3).

La verdadera santidad hace que la paciencia sea algo

natural en el creyente. Es por eso que se le llama “la

paciencia de la esperanza”, “Acordándonos sin cesar

delante del Dios y Padre nuestro de la obra de vuestra fe,

del trabajo de vuestro amor y de vuestra constancia en la

esperanza en nuestro Señor Jesucristo” (1 Tes. 1:3).

La verdadera santidad hace que nuestro santo amor sea

fructífero en la santa labor. Por eso el apóstol Pablo habla

del “trabajo de vuestro amor” (1 Tes. 1:3). El santo amor

es muy laborioso. Nada hace a un cristiano más

industrioso y diligente en el servicio a Dios que el amor

santo. El santo amor no sólo nos hará orar y alabar, sino

que también nos hará esperar y trabajar; y también hará

que nosotros estudiemos más de Cristo, admiremos más a

Cristo y vivamos para Cristo. El santo amor producirá en

nosotros el querer gastarnos para Cristo “Porque ninguno

de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si

104

vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el

Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que

muramos, del Señor somos” (Ro. 14:7-8). “Y yo con el

mayor placer gastaré lo mío, y aún yo mismo me gastaré

del todo por amor de vuestras almas” (2 Cor. 12:15).

La santidad del amor que ha sido derramado en nuestros

corazones hace que el santo servicio sea una cosa

deliciosa y fácil “Me regocijaré en tus estatutos” (Sal.

119:16); “Me regocijaré en tus mandamientos, los cuales

he amado” (v. 47); “Si tu ley no hubiese sido mi delicia,

ya en mi aflicción hubiese perecido” (v. 92). El honor es

muy agradable para el hombre ambicioso, así como el

placer lo es para el hombre voluptuoso, o la adulación

para el hombre orgulloso, la indulgencia al hombre

intemperante, la venganza al hombre envidioso o el

indulto al hombre que había sido condenado; pero no hay

placer más grande y deleitoso para el hombre santo que

cumplir con sus santos y piadosos deberes “Mi corazón ha

dicho de ti: Buscad mi rostro. Tú rostro buscaré, oh

Jehová” (Sal. 27:8).

Pero lo mismo no sucede en el corazón impío. Los

hombres malos son muy reacios a los santos deberes: No

quieren escuchar la Palabra de Dios, son reacios a la

oración, tienen aversión a la lectura de la Palabra, son

105

enemigos del auto-examen a la luz del evangelio, y

desprecian el día del Señor. Será más fácil convencer a un

criminal para que se entregue a la justicia, que conducir a

un corazón impuro hacia el cumplimiento de los sagrados

deberes.

Pero si en algún momento un impío inicia el cumplimiento

de los deberes sagrados, es decir, se entrega a la oración, a

la lectura de la Palabra o a asistir a los cultos en el día del

Señor, motivado por las fuertes sacudidas que produce el

Espíritu Santo en una persona, por los reproches de la

conciencia, por la educación recibida de padres piadosos,

por el ejemplo de amigos santos, porque ha visto los ricos

tesoros de las promesas divinas o porque ha sentido el

desagrado de Dios y su vara ha estado sobre él, porque ha

visto los destellos del infierno o del cielo o se encuentra

en terrible necesidad, entonces el cumplimiento de sus

deberes para Dios será como una pesada carga, y en poco

tiempo los habrá abandonado.

Cuando este impío no vea lo que desea recibir de parte de

Dios, en aquel momento abandonará su efímero y egoísta

cristianismo, le sucederá lo mismo que al pueblo de Israel

“Clama a voz en cuello, no te detengas; alza tu voz como

trompeta, y anuncia a mi pueblo su rebelión, y a la casa

de Jacob su pecado. Que me buscan cada día, y quieren

106

saber mis caminos, como gente que hubiese hecho

justicia, y que no hubiese dejado la ley de su Dios; me

piden justos juicios, y quieren acercarse a Dios. ¿Por qué,

dicen, ayunamos, y no hiciste caso; humillamos nuestras

almas, y no te diste por entendido?” (Is. 58:1-3).

Cuando el impío “decide” servir al Señor, lo hace con

pesadez de corazón, de mala gana, brindando al Señor

todo aquello que no le cueste nada, ofreciendo lo más

insignificante y sacrificándose lo menos que pueda. Ellos

son como el pueblo de Israel: “Habéis además dicho: ¡Oh,

que fastidio es esto! Y me despreciáis, dice Jehová de los

ejércitos; y trajisteis lo hurtado, o cojo, o enfermo, y

presentasteis ofrenda. ¿Aceptaré yo eso de vuestra mano?

Dice Jehová. Maldito el que engaña, el que teniendo

machos en su rebaño, promete, y sacrifica a Jehová lo

dañado. Porque yo soy Gran Rey, dice Jehová de los

ejércitos, y mi nombre es temible entre las naciones”

(Mal. 1:13-14). El impío siente mucho dolor en traer lo

mejor de sus posesiones al Señor, y cuando la conciencia

lo motiva a dar, procura entregar lo de menor valía. Ellos

dan y hacen lo más insignificante para el Señor, pero se

sienten cansados porque creen que hicieron mucho para el

Gran Rey.

107

El corazón santo piensa que lo que hace por Dios es muy

poco, mientras que el impío cree que cada cosa

insignificante hecha para Dios es demasiado grande. El

verdadero creyente, al igual que lo santos ángeles, se

deleita en hacer muchas cosas para el Señor, sin hacer

ruido; pero el impío hace mucho ruido por un

insignificante servicio. Un alma no santificada tiene una

trompeta en su mano derecha para tocarla siempre que da

un centavo con la mano izquierda (Mt. 6:2).

2. Donde hay verdadera santidad, se ejercitará y

desarrollará la justicia para con los hombres, la rectitud

basada en el honor de Dios, los mandamientos divinos, la

voluntad de Dios y la deuda al evangelio. La santidad real

delante de Dios siempre está acompañada de justicia y

rectitud para con los hombres: “Y vestíos del nuevo

hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la

verdad” (Ef. 4:24); “Porque la gracia de Dios se ha

manifestado para salvación a todos los hombres,

enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los

deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y

piadosamente” (Tito 2:11-12). Estos versículos contienen

la suma del deber cristiano: Debemos vivir sobriamente

con nosotros mismos, en justicia y rectitud hacia el

108

prójimo, y piadosamente delante de Dios; esta es la real y

verdadera piedad, y el todo del hombre.

El santo Abraham imprimió para toda la posteridad su

buena fama y su honor delante de Dios, porque siempre

actuó en justicia y rectitud hacia los hombres “Entonces

Abraham se convino con Efrón, y pesó Abraham a Efrón

el dinero que dijo, en presencia de los hijos de Het,

cuatrocientos ciclos de plata, de buena ley entre

mercaderes” (Gén. 23:16). Abraham pagó el valor

acordado, en la moneda acordada, sin ninguna

falsificación, todo de buena ley. Abraham era justo en sus

negocios y cumplía con todo lo que pactaba, no salía con

evasivas ni cambiaba las reglas de juego. El santo es legal

y justo en todos sus negocios.

El santo Jacob no se aprovechó del dinero que los egipcios

dejaron dentro de los costales llenos de trigo, sino que

ordenó a sus hijos regresar a Egipto y devolver el dinero

“Y tomad en vuestras manos doble cantidad de dinero, y

llevad en vuestra mano el dinero vuelto en las bocas de

vuestros costales; quizá fue equivocación” (Gén. 43:12).

El que tiene la verdadera santidad no se atreve a tomar

ventaja de los errores de otros, sino que actúa con justicia

y devuelve a cada uno lo suyo.

109

El santo Moisés no buscó su provecho personal a costa de

los demás, no le hizo mal a nadie, antes siempre obró

pensando en el bienestar de los otros “… ni aún un asno

he tomado de ellos, ni a ninguno de ellos he hecho mal”

(Núm. 16:15).

El santo Samuel también vivió en justicia y rectitud

delante de los hombres. Nunca engañó a nadie, ni tomó lo

que no le pertenecía “Aquí estoy; atestiguad contra mí

delante de Jehová y delante de su ungido, si he tomado el

buey de alguno, si he tomado el asno de alguno, si he

calumniado a alguien, si he agraviado a alguno, o si de

alguien he tomado cohecho para cegar mis ojos con él; y

os lo restituiré. Entonces dijeron: Nunca nos has

calumniado ni agraviado, ni has tomado algo de mano de

ningún hombre” (1 Sam. 12:3-4). Samuel siempre se

ejercitó en el deber y la justicia. Él no era de los que pedía

prestado y luego no pagaba, porque el justo siempre hace

lo correcto. El santo, así le salga un comprador que le dé

un mejor precio, vende su producto al precio inferior que

había acordado con el primer cliente; el santo no acepta

que se hable mal de su vecino, no calumnia y siempre

hace el bien a los demás. Esta clase de santidad es la que

caracteriza a los que podrán ver a Dios, a los que vivirán

en Su eternal tabernáculo “Jehová, ¿Quién habitará en tu

110

tabernáculo? ¿Quién morará en tu monte santo? El que

anda en integridad y hace justicia, y habla verdad en su

corazón. El que no calumnia con su lengua, ni hace mal a

su prójimo, ni admite reproche alguno contra su vecino.

Aquel a cuyos ojos el vil es menospreciado, pero honra a

los que temen a Jehová. El que aun jurando en daño suyo,

no por eso cambia; quien su dinero no dio a usura, ni

contra el inocente admitió cohecho. El que hace estas

cosas, no resbalará jamás” (Sal. 15).

Daniel también fue un hombre de verdadera santidad. A

pesar de que sus enemigos buscaron ocasión para acusarle

ante el rey, luego de indagar minuciosamente la forma

cómo él manejaba todos los asuntos que le habían sido

encomendados, ninguna falta pudieron encontrar, pues era

un hombre de justicia y rectitud “Entonces los

gobernadores y sátrapas buscaban ocasión para acusar a

Daniel en lo relacionado al reino; mas no podían hallar

ocasión alguna o falta, porque él era fiel, y ningún vicio

ni falta fue hallado en él” (Dan. 6:4).

Zacarías y Elizabet caminaron delante del Señor, no sólo

en los mandamientos de la primera tabla, sino en los de la

segunda, es decir, anduvieron en rectitud y justicia ante

Dios y ante los hombres “Ambos eran justos delante de

111

Dios, y andaban irreprensibles en todos los

mandamientos y ordenanzas del Señor” (Lc. 1:6).

Los apóstoles también son ejemplo de lo que identifica a

una persona que anda en verdadera santidad “Admitidnos:

a nadie hemos agraviado, a nadie hemos corrompido, a

nadie hemos engañado” (2 Cor. 7:2). Por el contrario, los

falsos apóstoles, los que no tienen la santidad verdadera,

se especializaban en defraudar, en engañar con sus falsas

doctrinas, en corromper la moral de las personas, en

explotar y robar a sus incautos seguidores.

Los apóstoles eran santos delante de Dios y también

andaban en justicia y rectitud ante los demás “Vosotros

sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e

irreprensiblemente nos comportamos con vosotros los

creyentes” (1. Tes. 2:10).

Pero no sucede lo mismo con aquellas personas que sólo

tienen una santidad aparente. Ellos no se interesan en

actuar justa y rectamente hacia los hombres. A esta clase

pertenecen los escribas y fariseos, que bajo el pretexto de

orar, devoraron las casas de las viudas y que, bajo una

apariencia de piedad, actuaron codiciosamente con

injusticia y crueldad. Su aparente santidad para con Dios

no se reflejaba en el actuar recto delante de los hombres,

por el contrario, eran tan injustos que no tuvieron

112

misericordia de las viudas, seres indefensos y objetos del

cuidado del Señor.

Judas Iscariote también representa a aquellos que tienen

religión sin ética, sin justicia y sin rectitud; él se vestía con

el manto de la santidad, pero su fin era la maldad; él

aparentaba preocupación por los pobres, pero robaba a

Cristo y a los menesterosos (Jn. 12:6); él no tenía en

mente quedarse mucho tiempo con el Señor y por eso

decidió sacar el máximo provecho para sí mismo. Judas

actuó como un santo en su profesión y en su conversación,

de manera que nadie sospechaba de sus malas andanzas.

Bajo el manto de la santidad practicaba la mayor

infidelidad, pues no sólo robaba a los pobres sino a su

Señor. La falsificación de la santidad se hace a menudo

con el fin de cometer las más grandes injusticias. Es mejor

tener la honradez y la moralidad sin religión, que la

religión sin honestidad y moralidad.

3. El que tiene la verdadera santidad trabaja y se esfuerza

para hacer que los demás sean santos. A un santo no le

gusta ir al cielo solo, ni ser feliz o bendecido solo. Una

persona que ha experimentado el poder, la excelencia y la

dulzura de la santidad se esforzará por estudiar la forma de

hacer que los demás sean santos. Así como Sansón probó

113

la dulzura de la miel y la compartió con sus padres, la

santidad es un dulce bocado que cuando el alma la prueba,

desea compartirla con los demás.

Podemos ver esta señal de santidad en la vida de Moisés.

Él no se creía el único santo, ni el único profeta. Cuando

Josué le rogó que impidiera a dos jóvenes continuar

profetizando, Moisés le dice: “¿Tienes tú celos por mí?

Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta, y que

Jehová pusiera su espíritu sobre ellos” (Num. 11:29). Un

alma santa nunca querrá tener el monopolio de la santidad.

Los profetas eran hombres de mayor gracia y santidad. Tal

era la santidad en Moisés que él quiso que todos los demás

fueran como él, profetas llenos de la gracia de Dios. Un

corazón eminentemente consagrado está tan lejos de

envidiar o sentir celos por la excelencia de la gracia o por

los magníficos dones de los demás, que él sólo puede

regocijarse cuando descubre el mayor brillo de la gracia o

los dones en otros. El santo se alegra cuando otros son

más santos que él, o cuando otros reciben mejores dones,

o cuando Dios les da mayor gracia a otros y les permite

crecer ministerialmente, en la predicación o en el

conocimiento de la doctrina.

También el apóstol Pablo evidencia esta marca

característica de la verdadera santidad. Él anhelaba que los

114

demás fueran como él, no quería ser el único santo en la

tierra “Y Pablo dijo: ¡Quisiera Dios que por poco o por

mucho, no solamente tú, sino también todos los que hoy

me oyen, fueses hechos tales cual yo soy, excepto estas

cadenas” (Hch. 26:29). La verdadera santidad no es

grosera o tosca. Nada hace al hombre más noble en sus

deseos espirituales para con los demás que tener un

corazón santo. La verdadera santidad es como el aceite,

que se difunde por todas partes; es como la luz que lo

ilumina todo; es como el perfume que llena toda la casa

con su dulce aroma. ¿Es usted un padre santo? Se requiere

que, como el santo Abraham, usted emprenda la obra de

llevar a sus hijos a la santidad “Porque yo sé que mandará

a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el

camino de Jehová, haciendo justicia y juicio…” (Gen.

18:19). Junto con el santo Josué usted hará todo lo posible

porque su esposa e hijos sirvan al Señor “Pero yo y mi

casa serviremos a Jehová” (Jos. 24:15).

La verdadera santidad no se puede ocultar, ella se agitará

tanto que será un estimulante para que los demás sean

santos; así como a un hombre santo no le gusta ser feliz

solo, tampoco ama ser un santo solo. A un padre santo le

gustaría ver la corona de la santidad puesta sobre la cabeza

de todos los miembros de su familia. La santidad es algo

115

muy hermoso, y hace que su poseedor sea hermoso. Para

el ojo de un maestro santo no hay persona tan encantadora

y hermosa como el que tiene la belleza de la santidad

sobre él.

Un empresario santo, gerente o directivo santo, trabajará

para que todos sus empleados sean santos. Un profesor

santo trabajará para que todos sus estudiantes sean santos.

Un empleado santo trabajará para que todos sus

compañeros sean santos. El que tiene la verdadera

santidad sabe que las almas de las personas que Dios ha

permitido estar a su alrededor son los más selectos tesoros

que el Señor ha puesto a su cuidado; el santo sabe que

cada alma es más preciosa que su empresa o trabajo. Él

sabe que un día dará cuenta por estas almas y, por lo tanto,

trabajará diligentemente en el propósito de hacer que la

santidad brille en todos ellos.

Se dice que el rey de Francia, Luis IX, se tomó la molestia

de instruir a su pobre cocinero en el camino al cielo, y le

preguntaron la razón de ello, a lo cual respondió: “Los

más pobres tienen un alma que salvar, tan preciosa como

la mía, y comprada por la misma sangre de Cristo”.

También se dice que Constantino, el emperador romano

convertido al cristianismo, hacía que toda la corte

escuchase la lectura de las Sagradas Escrituras con el fin

116

de que ellos pudiesen ser cortesanos santos y, en

consecuencia, estuvieran preparados para ser parte de la

corte celestial, donde ninguna persona o cosa impura

podrá entrar “No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o

que hace abominación y mentira, sino solamente los que

están inscritos en el libro de la vida del Cordero” (Ap.

21:27).

Un gobernante santo trabajará para que sus gobernados

sean santos. Él experimentará dolor al saber que otros

mueren sin ser santos. La gran preocupación y el clamor

de un gobernante santo será esta: -Señor, haz que este

pueblo sea un pueblo santo.-

¿Es usted un ciudadano santo, un pariente santo, un amigo

santo? Entonces usted trabajará para hacer de su patria una

patria santa; de sus amigos, amigos santos; de su familia,

familia santa. Eso fue lo que hizo Cornelio cuando

esperaba la visita del apóstol Pedro que le predicaría el

evangelio: “Al otro día entraron en Cesarea. Y Cornelio

los estaba esperando, habiendo convocado a sus parientes

y amigos más íntimos” (Hch. 10:24). Y el versículo 33

dice: “Así que luego envié por ti; y tú has hecho bien en

venir. Ahora, pues, todos nosotros estamos aquí en la

presencia de Dios, para oír todo lo que Dios te ha

mandado”. Cornelio consigue que sus parientes y amigos

117

más cercanos escuchen la predicación del evangelio

porque deseaba que todos ellos participaran de la gracia y

de la misericordia de Dios que él ya estaba disfrutando. Él

utilizó los mejores esfuerzos para que todos ellos

experimentaran lo mismo.

El que tiene la verdadera santidad es como un gran imán

que ejerce una poderosa atracción sobre los demás. Así

como es un instinto natural en todas las criaturas el

propagar su especie, también hay un instituto espiritual en

el santo para difundir la gracia y la santidad en todos los

corazones de los que le rodean. Miremos como el fuego

quema y convierte en fuego a todo lo que se le acerca, así

el santo hará todo lo posible para que los que se le acercan

sean hechos como él. Miremos cómo un borracho trabaja

para que otros le acompañen en su vicio, o un blasfemo

hará que otros blasfemen junto con él, o un ladrón

trabajará en corromper a otros; asimismo, un santo

trabajará incansablemente para que otros compartan la

santidad que les permitirá ver a Dios.

El que es humilde trabajará para que los demás sean

humildes, el que es sincero laborará para que otros sean

sinceros, el que es fiel trabajará para que otros sean fieles,

el que es fructífero trabajará para que otros sean

118

fructíferos, el que es vigilante trabajará para que los demás

estén vigilantes.

El que tiene la verdadera santidad será diligente, por

medio de oraciones, lágrimas, exhortaciones y su ejemplo,

para que otros sean como él; suplicará al Señor para que la

santidad pueda ser escrita en los corazones de sus

parientes y amigos; aprenderá y enseñará todo lo que

pueda sobre la santidad, porque desea que los demás sean

santos. El santo sabe que no vale la pena vivir en este

mundo si no es para la gloria de Dios y el bienestar

espiritual de los demás.

Y ahora, ¿Qué diremos de las personas que están tan lejos

de ser santas, que están tan lejos de atraer a otros hacia la

santidad; que hacen todo lo que pueden para que los

santos se conviertan en profanos; y de los impíos que

tientan a otros para que sean más perversos? Estos no son

más que agentes e instrumentos del infierno, los cuales

nunca verán a Dios sino que sufrirán los terrores del

averno, junto con aquel que desde tiempos antiguos

promueve la maldad y todo lo que es contrario a la

verdadera santidad.

119

VII. Buscad la santidad

Otras señales o marcas de la santidad real

Hebreos 12:14

Nos encontramos estudiando las marcas o señales de la

santidad real. Ya hemos visto las siguientes características

de la santidad verdadera:

Una persona santa admira y es impactada por la santidad

de Dios.

La verdadera santidad es difusiva, se extiende por toda el

alma, no hay un solo aspecto de la vida cristiana que no

sea influenciada por la santidad.

Una persona santa tiene en alta estima a los santos.

El santo siempre continuará creciendo en santidad y es

consciente de esta necesidad.

El santo odia toda clase de impiedad e injusticia.

El santo se levanta contra los pecados secretos e íntimos,

así como de los que son más visibles.

El santo odia y se levanta contra los pecados que

consideramos escandalosos, pero también contra aquellos

que consideramos menores o pequeños.

120

El santo sabe que complacerse en el menor de los pecados

es razón suficiente para cuestionar su integridad y

sinceridad espiritual.

El santo odia los pecados porque sabe que el costo para su

perdón fue la preciosa sangre del Hijo de Dios.

El santo odia y se levanta contra los pecados amados e

inveterados.

El santo se aflige por su propia vileza y falta de santidad.

La santidad real hace que los deberes sagrados del alma

sean algo natural en el creyente.

Donde hay verdadera santidad se ejercitará y desarrollará

la justicia y la rectitud para con los hombres.

El que tiene la verdadera santidad trabaja y se esfuerza

para hacer que los demás sean santos.

Continuemos estudiando otras características de la

verdadera santidad. Quiera el Señor obrar en nuestros

corazones con su Santo Espíritu, de manera que cada día

seamos personas más santas.

1. La santidad real hace que su poseedor sea santo en el

uso de las cosas terrenales y comunes, así como en el uso

de las cosas espirituales y celestiales (Tito 1:15). El santo

es espiritual en el uso de las cosas mundanas, y es celestial

en el uso de las cosas terrenas. Hay una etiqueta de plata

121

que cubre todas sus actividades, sobre la cual dice:

“Santidad al Señor”.

Todas las cosas de su vida terrena son sagradas, tanto en

su comer y beber, como en la forma de hacer negocios,

trabajar, hablar, vestir o estudiar (1 Cor. 10:31). Para el

santo no hay dos esferas de vida: La sagrada y la secular,

sino que todo está bañado por la santidad “Pero sus

negocios y ganancias serán consagrados a Jehová” (Is.

23:18). Antes de la conversión de Tiro sus negocios

estaban marcados por la maldad, ellos hacían riquezas por

medio de cualquier clase de negocios, buenos o malos, y

usando estrategias marcadas por el pragmatismo; pero

luego de su conversión, no sólo santificaron aquellas cosas

que parecen relacionadas con la religión, sino que

escribieron “santidad” sobre todas sus mercaderías,

negocios, empresas, ventas, producción y ganancias.

El santo no acumula riquezas para incrementar la codicia

de su corazón, sino que las dedica al servicio del Reino de

Dios “No se guardarán ni se atesorarán, porque sus

ganancias serán para los que estuvieren delante de

Jehová, para que coman hasta saciarse, y vistan

espléndidamente” (Is. 23:18). El Sumo Sacerdote actual es

Cristo, el verdadero mediador entre Dios y los hombres, a

él se dedican nuestras riquezas. Antes de su conversión,

122

Tiro también usaba sus bienes para la satisfacción de sus

deseos, para el orgullo, la lascivia y el lujo; pero luego de

su conversión, el uso de sus riquezas es santo, para el

servicio al Señor y para la ayuda a los más pobres y

necesitados. En la persona todas las cosas son santas

cuando el corazón se vuelve santo, incluyendo sus

negocios y goces terrenales.

Si un hombre santo va a la guerra, la santidad reviste todo

lo que él es, hace y usa en la batalla; incluso sus armas

llevarán escrita la santidad del Señor. Una mujer santa

será santa en todo lo que hace, incluso cuando prepara las

comidas, algo tan simple y común. “En aquel día estará

grabado sobre las campanillas de los caballos:

SANTIDAD A JEHOVÁ. Y toda olla en Jerusalén y Judá

será consagrada a Jehová de los ejércitos” (Zac. 14:20-

21).

Cada pedazo de la vida de un santo está bañado por la

fragancia de la santidad, y en todas las áreas de su vida

diaria y común podrá verse algo del poder de la verdadera

religión.

La santidad está escrita en el trato con los demás, en el

trato con la familia y con los amigos; todo lo que está en

su casa tendrá escrita la santidad sobre sí.

123

Un hombre santo hace de la escalera de Jacob todos sus

goces terrenales. Todas las comodidades de su hogar son

como las brillantes estrellas de la mañana que lo guían a la

santidad, que lo conducen al Dios santo. Miremos a un

hombre santo y encontraremos en él lo sagrado. Si lo

miramos en el uso de las cosas comunes encontraremos lo

sagrado. Si lo miramos en sus diversiones, encontraremos

lo sagrado. El marco habitual, y la inclinación de su

corazón, es ser santo en cada cosa terrena sobre la cual

pone su mano. Un espíritu de santidad corre y brilla en

todas las acciones comunes de la vida.

Pero si miramos a una persona que sólo tiene la santidad

aparente encontraremos en ella un espíritu mundano en el

uso de las cosas comunes. Si lo vemos fuera de la iglesia,

encontraremos a un terrenal en el uso de las cosas

terrenas, a un carnal en el uso de las cosas carnales y

comunes. Toda su religión, toda su santidad, se limita a

unos pocos deberes religiosos; si lo sacamos de esa esfera

religiosa encontraremos a un carnal, vano, necio y sucio

hombre.

Pero el que es realmente santo es santo en todo lugar. Si lo

vemos fuera de la iglesia, o en el ámbito de las cosas

mundanas o terrenas, encontraremos a una persona bajo el

temor, la autoridad y la gloria de Dios.

124

Un corazón impío es carnal en el uso de las cosas

espirituales, y es terrenal en el uso de las cosas celestiales.

Mientras que una persona santa es santa en los asuntos

ordinarios, así como es santo en cualquiera de sus deberes

sagrados.

2. La verdadera santidad es conforme a la santidad de

Cristo. La santidad de Cristo es el primer patrón de

santidad para el creyente “Pues como él es, así somos

nosotros en este mundo” (1 Jn. 4:17).

No hay una sola gracia que estuvo en Cristo que no haya

sido formada en el corazón santo: “El que dice que

permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Jn. 2:6).

Es por eso que a la obra de la gracia y a la santificación se

les llama la formación de Cristo en el alma “Hijitos míos,

por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que

Cristo sea formado en vosotros” (Gál. 4:19). Los

corazones sagrados tienen las mismas impresiones y sellos

de la gracia que tuvo Jesucristo “Porque de su plenitud

tomamos todos, y gracia sobre gracia” (Jn. 1:16).

En el verdadero creyente hay una correspondencia de sus

virtudes con las de Cristo: Su amor es como el amor de

Cristo, su humildad es como la humildad de Cristo, su

mente celestial es como la mente celestial de Cristo, su

125

mansedumbre es como la mansedumbre de Cristo, su

paciencia es como la paciencia de Cristo; su fe, su celo y

su temor serán como la fe, el celo y el temor de Cristo.

Obviamente, las virtudes del creyente no serán iguales en

grado y cantidad a las de Cristo, pues él era perfecto, pero

todas estas virtudes o gracias tendrán como meta crecer a

la estatura de la plenitud de Cristo.

Así como en el vientre de su madre, un niño se forma,

miembro por miembro, idéntico a los miembros de sus

padres; o como un espejo refleja la imagen completa, parte

por parte; así los corazones santos reciben de Cristo gracia

sobre gracia, de manera que sean como Él es.

Para ser una persona santa hay que conocer al Cristo

santo, hay que estar enamorado del Cristo santo e imitar

sus virtudes santas “Por tanto, nosotros todos, mirando a

cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor,

somos transformados de gloria en gloria en la misma

imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Cor. 3:18).

Así como la gloria del discípulo es seguir los pasos de su

maestro, la altura de la gloria del cristiano consiste en

pisar las huellas virtuosas de su más querido Señor. Un

gran estímulo para el corazón sagrado es caminar en los

pasos del patrón santo que Cristo le ha fijado.

126

Así como el santo profeta se acostó sobre el hijo muerto

de la sunamita, y puso su boca sobre la boca del niño, sus

ojos sobre los ojos, sus manos sobre las manos; un santo

pone la boca de Cristo en su boca, los ojos de Cristo en

sus ojos, las manos de Cristo en sus manos, el corazón de

Cristo en su corazón; es decir, trabaja para ser semejante a

Cristo, sobre todo en aquellas santas virtudes, que fueron

lo más brillante en el corazón y la vida del Maestro: “Mas

vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación

santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las

virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz

admirable” (1 P. 2:9).

Por lo tanto, están muy lejos de la santidad aquellos que

caminan en dirección contraria a Jesucristo. Él era santo,

pero estos son profanos; él era humilde pero estos son

orgullosos; él era celestial, pero estos son terrenales; él era

espiritual, pero estos son carnales; él era celoso, pero estos

son tibios; él era manso, pero estos son contenciosos; él

era caritativo, pero estos son avaros. ¿Llamaremos a esta

clase de personas “santas”? Seguro que no.

3. El que tiene la santidad real no sólo se entristece por sus

propios pecados sino que se aflige por la falta de santidad

de los demás. “Horror se apoderó de mí a causa de los

127

inicuos que dejan tu ley…Ríos de agua descendieron de

mis ojos, porque no guardaban tu ley…Veía a los

prevaricadores, y me disgustaba, porque no guardaban

tus palabras” (Sal. 119:53, 136, 158). Esta frase

hiperbólica “Ríos de agua descendieron de mis ojos”,

expresa el gran dolor que experimentaba el salmista, no

porque sus enemigos le habían hecho daño sino porque

deshonraron a Dios. Fue una gran pena para él ver cómo

otros ofendían al santo Dios.

De la misma forma, el profeta Jeremías (9:1, 2) expresa su

gran dolor y aflicción, diciendo: “!Oh, si mi cabeza se

hiciese aguas, y mis ojos fuentes de lágrimas, para que

llore día y noche los muertos de la hija de mi pueblo! ¡Oh,

quien me diese en el desierto un albergue de caminantes,

para que dejase a mi pueblo, y de ellos me apartase!”.

¿Por qué el santo profeta habla así? ¿Cuál es la causa de

ese lamento tan profundo? ¿Por qué desea tener una fuente

de lágrimas que le permita llorar sin cesar? ¿Por qué

prefiere habitar entre las bestias salvajes, antes que morar

entre su propia gente? El profeta responde: “Porque todos

ellos son adúlteros, congregación de prevaricadores.

Hicieron que su lengua lanzara mentira como un arco, y

no se fortalecieron para la verdad en la tierra; porque de

128

mal en mal procedieron, y me han desconocido, dice

Jehová” (Jer. 9:1-3).

También en Ezequiel 9:4 dice: “Y le dijo Jehová: Pasa por

en medio de la ciudad, por en medio de Jerusalén, y

ponles una señal en la frente a los hombres que gimen y

que claman a causa de todas las abominaciones que se

hacen en medio de ella.” En Jerusalén había corazones

sagrados que suspiraban y lloraban, lloraban y suspiraban

por la maldad que abundaba en su tiempo. Las

abominaciones habían aumentado tanto, que produjeron

un suspiro en los corazones de los santos y muchas

lágrimas en sus ojos.

La maldad de cada generación produce dolor, llanto y

tristeza en las almas santas. Nuestro siglo, caracterizado

por la rebeldía de los jóvenes, la legislación de la muerte

en los estados que aprueban el aborto y la eutanasia, la

legalización de la destrucción de la raza humana al

aprobarse y consentirse el homosexualismo y el

lesbianismo, este estado de cosas conducen a los santos a

experimentar profunda tristeza y a llorar ante Dios.

Mientras la mayoría de las personas están pecando, los

marcados de Dios están de luto. Mientras la mayoría de

las personas levantan su puño para maldecir, blasfemar y

rebelarse, los marcados de Dios están profundamente

129

afligidos, llorando con sinceridad y lamentándose por

todos los pecados de su generación: Los pecados del

gobierno, los pecados del legislativo, los pecados de los

tribunales, los pecados del ejército y las fuerzas armadas,

los pecados de la ciudad, los pecados de los terroristas, los

pecados de la sociedad, los pecados de la iglesia y los

pecados de la familia.

El santo Pablo no pudo dejar de sentir profundo dolor al

ver a muchas personas que sólo se interesaban por su

vientre y por lo terreno “Porque por ahí andan muchos, de

los cuales os dije muchas veces, y aun ahora lo digo

llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo” (Fil.

3:18).

El santo Lot no podía estar feliz en medio de una

generación llena de maldad “Y libró al justo Lot,

abrumado por la nefanda conducta de los malvados

(porque este justo, que moraba entre ellos, afligía cada

día su alma justa, viendo y oyendo los hechos inicuos de

ellos) (2 P. 2:7-8). La palabra griega para abrumado, en el

versículo 7, significa “Ser oprimido bajo la vida sin

sentido de los malvados e impíos sodomitas, como aquel

que está oprimido bajo el peso de un fuerte trabajo, como

los israelitas cuando estaban bajo los crueles capataces

130

egipcios.” ¡Los pecados, la maldad de otros, afectan en

gran medida los corazones de los santos!

Los israelitas suspiraron y gimieron bajo todas sus cargas

y opresiones, de la misma manera como los santos

corazones suspiran y gimen bajo el peso de los pecados de

los hombres malvados. La palabra griega para afligido, en

el verso 8, significa “Ser torturado, atormentado”. La

maldad del impío atormentaba su alma justa, era

insoportable oír hablar de su perversión.

Cuando vemos a la prostituta, que hace todo por llamar la

atención de los hombres voluptuosos, cuando vemos a las

muchachas que se visten como rameras, cuando vemos a

los hijos que deshonran a sus padres, cuando vemos al

conductor que irrespeta las señales de tránsito, cuando

vemos al político corrupto, cuando vemos al empresario

tramposo, cuando vemos al asesino, cuando vemos al

predicador que usa la fe para ganancia personal, cuando

vemos al falso profeta proclamar doctrinas erradas,

cuando vemos a creyentes que viven como mundanos;

todo esto debe causar profundo dolor, tristeza y lamento

delante del santo Dios.

¿Por qué el santo llora y se lamenta por el pecado de los

demás? Por las mismas razones que le conducen a

experimentar tristeza de sus mismos pecados:

131

a. Un santo llora por lo que el pecado es, por su malvada

naturaleza. El pecado es violación de la Santa ley de

Dios, es una deshonra para el Dios santo. El que odia a un

ladrón, por ser ladrón, lo odiará cuando se mete en su

propia casa, como cuando roba en la de otro. De la misma

manera, el que odia el pecado como pecado, lo aborrece

donde quiera que lo vea, en su propia vida o en la de otros.

b. Una persona santa sabe que la mejor manera de

mantenerse puro frente a los pecados de otros es llorar

por las maldades de los demás “No impongas con ligereza

las manos a ninguno, ni participes en pecados ajenos.

Consérvate puro” (1 Tim. 5:22). El que llora por los

pecados de los demás rara vez se contamina con los

mismos pecados. El que no llora sobre los pecados de

otros, es cómplice de pecados ajenos. El que no llora por

los pecados de otros está en peligro de ser atrapado por las

mismas impiedades. ¿Cómo puede una persona santa

mirar los pecados de los demás con los ojos secos?

c. Una persona santa mira a los pecados de los demás

hombres como verdugos, asesinos de Su salvador. Un

santo mira el orgullo del hombre vano como la corona de

espinas sobre la cabeza sangrante de Cristo; mira a los

falsos juramentos, y el uso vano del nombre de Dios,

como los clavos que perforaron las benditas manos y los

132

santos pies del Salvador; mira a los burladores como

esputos sobre el sagrado rostro de Cristo; mira a los

hipócritas como los besos traicioneros que entregaron a

Jesús a la muerte; mira a los borrachos como la hiel y el

vinagre que le dieron a beber al bendito Salvador. Todo

esto hace que el alma del santo sienta una profunda

aflicción y tristeza al ver los pecados de los demás.

d. Una persona santa sabe que el luto y la aflicción por los

pecados de otros hombres, puede ser un instrumento

para alejar la ira de Dios. ¿Con cuánta frecuencia el santo

Moisés derramó sus lágrimas para calmar la ira de un Dios

enojado? Aquellos que se afligen por los pecados de la

nación serán librados de los terribles juicios divinos “Anda

pueblo mío, entra en tus aposentos, cierra tras ti tus

puertas; escóndete un poquito, por un momento, en tanto

que pasa la indignación. Porque he aquí que Jehová sale

de su lugar para castigar al morador de la tierra por su

maldad contra él; y la tierra descubrirá la sangre

derramada, y no encubrirá ya más sus muertos” (Is.

26:20-21). ¿Quiénes son estos librados de la ira de Dios?

Los que tienen la marca de la santidad, los que hacen

lamentación por sus propios pecados y por los pecados de

los demás.

133

Cuando una casa se incendia el padre de familia tiene

cuidado especial por salvar a su esposa e hijos. En tiempos

de calamidad común Dios se ocupará de cuidar a sus

joyas, a los santos que están de luto por el pecado.

En una ocasión, Agustín fue a visitar a un enfermo y

encontró que la habitación estaba llena de dolientes, su

mujer e hijos suspiraban, lloraban y se lamentaban del

estado de salud de su pariente, lo cual llevó a este santo

varón a exclamar suavemente: “Señor, ¿Qué mejores

oraciones puedes escuchar, sino estas?” Así en tiempos de

calamidad común los sagrados corazones pueden mirar

hacia arriba y decir: “Señor, ¿Qué suspiros, qué gemidos,

qué lágrimas podrás escuchar sino los nuestros? ¿Quiénes

son los dolientes de Sión, y quién te salvará en este día de

Su feroz indignación, sino los que han trabajado para

ahogar tanto los pecados propios como los de otros

hombres en las lágrimas del arrepentimiento?

e. Una persona de verdadera santidad mira a los pecados

de los impíos como fuente de desolación, dolor y miseria

sobre la nación y la tierra. El santo sabe que los pecados

de la gente pueden convertir los ríos en desiertos, los

manantiales de aguas en tierra seca, la tierra fértil en un

desierto estéril. Él sabe que los pecados de los impíos

atraen la ira de Dios y pueden provocar a Dios para que

134

haga llover el infierno desde el cielo, así como lo hizo con

Sodoma y Gomorra “Él convierte los ríos en desierto, y

los manantiales de las aguas en sequedales; la tierra

fructífera en estéril, por la maldad de los que la habitan”

(Sal. 107:33-34).

Un santo suspira y llora al ver los pecados de los impíos

porque esas acciones, contrarias a la Santa Ley del Señor,

tienen la capacidad de destruir el bien y causar mucho

daño “…un pecador destruye mucho bien” (Ecl. 9:18).

f. Una persona santa mira a los pecados de los demás

hombres como férreas cadenas que los mantienen en

esclavitud, y esto le hace llorar. Los santos debemos ver a

todos los pecados como implacables carceleros que

cautivan a los hombres, conduciéndoles en tropel al

infierno “Porque en hiel de amargura y en prisión de

maldad veo que estás” (Hch. 8:23). Esto causa tristeza y

dolor en el corazón sagrado.

Los santos lloran por la maldad de los demás, pero los

impíos se complacen, se ríen y deleitan en los pecados de

los otros hombres. Estos son monstruos, aliados de

Satanás, porque aplaudir y sentir placer en el pecado de

los demás es el más alto grado de impiedad.

Los que tienen una santidad aparente intentan atraer a

otros a la santidad, pero siendo que ellos no son santos,

135

sólo se limitan a condenar los pecados de los demás

hombres, mas nunca se lamentan, lloran o suspiran por los

pecados de otros. Ellos podrán insultar a los otros hombres

por sus pecados, pero nunca los llorarán. Ellos podrán

reprochar a los demás pecadores, pero no tienen la

capacidad ni la voluntad de lamentarse, llorar y

entristecerse por los pecados de los otros.

Lamentablemente nuestra generación está invadida de

estas desdichadas personas.

Recordemos que una marca de la verdadera santidad que

debemos cultivar es el lamento y la tristeza por los

pecados de nuestra generación.

136

VIII. La santidad real ama y medita en la Palabra de

santidad

Heb. 12:14

El que es verdaderamente santo ama la Palabra y es

impactado y toma en serio su pureza “Sumamente pura es

tu palabra, y la ama tu siervo” (Sal. 119:140).

Un corazón puro abraza la Palabra de Dios por su pureza

“Las palabras de Jehová son palabras limpias, como

plata refinada en horno de tierra, purificada siete veces”

(Sal. 12:6); “En cuanto a Dios, perfecto es su camino, y

acrisolada la palabra de Jehová” (Sal. 18:30).

También el apóstol Pablo afirma “De manera que la ley a

la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y

bueno” (Ro. 7:12), pero, ¿Qué produjo esta verdad en

Pablo? En “…el hombre interior, me deleito en la ley de

Dios”, ¿Es esto todo? No, el versículo 25 dice: “…yo

mismo con la mente sirvo a la ley de Dios”. Pablo se

deleitaba en la Ley porque ella es santa, y sirve a la ley

porque ella es justa y buena.

137

Una persona santa recibe la Palabra de Dios por su

espiritualidad, por su origen divino y por su pureza “Los

mandamientos de Jehová son rectos, que alegran el

corazón; el precepto de Jehová es puro, que alumbra los

ojos. El temor de Jehová es limpio (es decir, su doctrina

enseña el verdadero temor de Dios), permanece para

siempre; los juicios de Jehová son verdad, todos justos.

Deseables son más que el oro, y más que mucho oro

afinado; y dulces más que miel, y que la que destila del

panal” (Sal. 19:8-10). Estos varios títulos: Estatutos,

testimonios, mandamientos y juicios, se utilizan

indistintamente para referirse a toda la Palabra de Dios.

El corazón del santo se deleita en la Palabra de Dios

porque es pura y limpia, esa es la dulzura de la que habla

el salmista. La santidad de la Palabra, y su mensaje santo,

son como dulce miel para el paladar espiritual del

creyente. No hay beneficio ni placer más grande para el

alma santa que la pureza de la Palabra de Dios.

Las personas impías podrán deleitarse en la predicación de

la Palabra, no por su santidad o su mensaje santo sino por

la elegancia que reviste a algunas predicaciones. Ellos se

satisfacen con la habilidad oratoria de algunos

predicadores, su capacidad de comunicar, la creatividad

para dar un discurso o enseñar una doctrina. Agustín

138

confesó que antes de su conversión él se deleitaba

escuchando la predicación de Ambrosio, pero era más por

la elocuencia de las palabras que por el asunto del cual

hablada.

Pero el corazón del santo se interesa más por las verdades

transformadoras que contiene una predicación, y no se

ocupa mucho de ver si el exponente es elegante en el uso

del idioma. Algunos predicadores se ven tentados a

convertir la exposición de la palabra en una profesión que

procura conseguir la admiración de los demás; otros

convierten sus sermones en pura fantasía que busca

acariciar los oídos de los oyentes. Muchas personas

aplaudirán y alabarán esta clase de sermones llenos de

elegancia, así como huelen y admiran un hermoso ramo de

flores, pero luego lo tiran a la basura. Estos que alaban al

predicador y al sermón, luego rechazan el contenido de la

predicación.

Es común que una persona enferma, y también los que

están sanos, cuando se sienta en una mesa decorada con

gran variedad de platos saludables, pasará por encima de

las ensaladas y vegetales, picando aquí y allá sobre las

cosas fritas, grasosas, dulces y otras comidas que tienen

poca o ninguna sustancia en ellas. Lo mismo sucede con

los corazones impíos cuando Dios ha preparado su mesa

139

con un banquete de manjares suculentos para sus almas, a

través del ministerio de la predicación de la Palabra; qué

fácilmente se pasa por encima o se desechan las verdades

sólidas, firmes y nutritivas que el predicador expone para

ocuparse en la recolección de algunas frases acuñadas, o

algunas expresiones pintorescas, o de algunas

ilustraciones llamativas. Sus corazones están enfermos y

no les interesa buscar lo más alimenticio en el sermón.

Los israelitas no estaban satisfechos con la dieta sana que

Dios les suministraba a través del maná, ellos buscaron la

apetitosa carne de codorniz; pero mientras la comían, la

ira de Dios descendió sobre ellos. Lo mismo sucederá con

aquellos que prefieren escuchar predicaciones que halagan

el corazón y ofrecen rápidas soluciones para que se

disfrute de este mundo; mientras ellos escuchan, la ira de

Dios los alcanzará porque no están interesados en el

nutritivo mensaje de santidad.

Pero el santo saborea y disfruta la Palabra, ella lo afecta y

lo impacta y él la toma en serio porque es una palabra

sagrada, importante, pura, limpia; porque es una palabra

que engendra y nutre la santidad; porque la predicación

santa aumenta la santidad en él.

Ahora nos debemos preguntar: ¿Cómo una persona sabe si

ama o no la Palabra por su santidad?

140

Podemos dar varias señales para que examinemos nuestro

corazón y revisemos si amamos la Palabra y la

predicación, por sus asuntos menos importantes, o por el

contenido santo y confrontador de la misma:

Primero, el santo ama y toma en serio toda la Palabra de

Dios, es decir, así como disfruta las promesas, también

toma en serio los mandamientos y las amenazas que ella

contiene. Toda la ley de Dios es sagrada, cada estatuto es

una ley santa, cada orden es una orden sagrada, cada

promesa es una promesa sagrada, cada exhortación es una

exhortación santa; por lo tanto, el que ama la Palabra de

Dios como una palabra sagrada, amará cada una de sus

partes, porque todas son sagradas. Amará la ley de Dios

así como ama sus benditas promesas, amará sus palabras

de juicio así como ama las palabras de esperanza.

La persona santa no tendrá preferencias por ningún pasaje

de la Biblia, sino que se deleita en toda ella. Cada libro de

la Biblia es santo, cada capítulo es sagrado, cada versículo

es de interés absoluto, cada línea es santa, cada palabra es

sagrada. El que ama un capítulo porque es un santo

capítulo, amará cada versículo como un verso sagrado. El

que ama cada versículo por ser santo, amará cada línea y

cada palabra de ese santo verso.

141

El piadoso lee la santidad en todos los mandamientos

sencillos, así como en cada mandamiento difícil. En los

mandamientos cómodos lee la santidad, así como en los

mandamientos que requieren más trabajo. Por lo tanto, él

ama a todos los mandamientos, los abarca a todos, y se

esfuerza por obedecerlos.

Un corazón santo no se atreve a disputar con ningún

mandato de la Palabra de Dios, ni los mirará como algo

injusto o irrazonable, o incompatible con el contexto

social o digno de una ligera modificación para adaptarlo a

las nuevas y progresistas concepciones de creyentes

liberales y amantes de sí mismos.

Por el contrario, los corazones impíos, aunque pueden por

algún tiempo disfrutar de algunas partes de la Palabra de

Dios, están dispuestos a traicionar y crucificar otras partes

de la misma Palabra, como Judas,.

La Biblia entera no es más que una carta de completo y

perfecto amor que Cristo envió a su amada esposa en la

tierra. Cada letra de esta carta de amor está escrita en oro,

y por lo tanto, un corazón santo ama cada línea de esta

carta. En esta carta de amor podemos leer abundantemente

del amor de Cristo, el gran corazón de Cristo, la bondad

de Cristo, la gracia de Cristo y la gloria de Cristo. Un

corazón santo no puede sino amar, deleitarse y tomar en

142

serio este glorioso mensaje. La Palabra de Dios es como

un campo, y Cristo es el tesoro que está escondido en él.

Debemos buscarlo en cada libro, en cada capítulo, en cada

versículo, en cada frase, en cada oración, en cada palabra.

Toda la Palabra de Dios es un anillo, y Cristo es el

diamante en el anillo, por lo tanto, el corazón santo no

puede sino amar y abrazar cada minúscula parte de la

Biblia.

Lutero solía decir que él no tomaría o cambiaría una sola

hoja de la Biblia por todo el mundo. Y el rabino Chija, en

el talmud de Jerusalén, dice que el mundo entero no se

iguala en valor a una sola palabra de la Ley santa de Dios.

En segundo lugar, una persona que ama y toma en serio

la Palabra, por ser una palabra santa, siempre es

impactado por ella en todo momento y siempre la lleva

con él. Él la ama y se deleita en ella, tanto en la

adversidad como en la prosperidad “Cánticos fueron para

mí tus estatutos” -Sí, pero ¿Dónde?- …en la casa donde

fui extranjero” (Sal. 119:54), en sus peregrinaciones. Los

santos se consideraban a sí mismos como peregrinos y

extranjeros en este mundo (Heb. 11:9-10), y en esa

diáspora su máximo deleite son los estatutos santos de la

Ley del Señor.

143

Cuando estaba en su destierro, perseguido por Saúl,

Absalón y otros, la Palabra de Dios era música para el

salmista, fue su motivo de alegría y regocijo; toda su vida

fue la de un peregrino y extranjero, un día estaba en un

lugar, y el otro día en otro lugar. Pero ningún hombre

podía tomar mayor placer, alegría y satisfacción en las

más raras y difíciles situaciones, haciendo de la Palabra de

Dios su música más selecta, no sólo cuando estaba en el

palacio real sino cuando se encontraba en la casa de su

peregrinación.

El que ama la Palabra, y se deleita en su santidad y pureza,

encontrará placer en ella ya sea en la salud o la

enfermedad, en la fuerza o la debilidad, en el honor o la

vergüenza, en la riqueza o la pobreza, en la vida o la

muerte. La santidad de la palabra es una santidad

duradera, y así de duraderos serán los efectos que ella

produce en el que la ama y la toma en serio por su

santidad y pureza.

Hay algunas personas que les gusta oír la Palabra, y piden

que se les hable de ella, parecen tener un sincero interés

por la Biblia, y en ocasiones se muestran impactados por

ella; pero esto lo hacen mientras la Palabra sea algo que

no implique costo alguno para ellos, mientras sea

agradable, mientras les permita tolerar las cosas mundanas

144

que ellos aman; pero cuando la Palabra se acerca a ellos y

descubre su propio pecado y miseria, cuando les muestra

que están sin Cristo y sin gracia, sin vida, sin ayuda y sin

esperanza; cuando la Palabra les muestra lo lejos que están

del cielo y lo cerca del infierno; entonces sus corazones se

levantan contra la Palabra y contra el predicador y le

gritan: “!Fuera con él, no nos ha dado un buen día,

estamos cansados de tanto predicar y escuchar!” O cuando

ellos caen en desgracia, y se levanta la oposición o son

perseguidos por causa de la Palabra, entonces se cansan de

ella y la abandonan “Y tú, hijo de hombre, los hijos de tu

pueblo se mofan de ti junto a las paredes y a las puertas

de las casas, y habla el uno con el otro, cada uno con su

hermano, diciendo: Venid, ahora, y oíd qué palabra viene

de Jehová. Y vendrán a ti como viene el pueblo, y estarán

delante de ti como pueblo mío, y oirán tus palabras, y no

las pondrán por obra; antes hacen halagos con sus bocas,

y el corazón de ellos anda en pos de su avaricia. Y he aquí

que tú eres a ellos como cantor de amores, hermoso de

voz y que canta bien; y oirán tus palabras, pero no las

pondrán por obra” (Ez. 33:30-32).

En las plazas de la antigua Roma la gente se deleitaba

escuchando a un diestro arpista o a un músico con grandes

talentos, pero cuando sonaba la campana que indicaba la

145

apertura de la plaza de mercado, todos los abandonaban y

nadie los seguía escuchando. Así sucede con el impío, él

escuchará la Palabra hasta cuando suene la campana del

mercado de la lujuria, o el timbre de la ganancia, o la

campana del placer, del aplauso y del honor; o la campana

del error y de la superstición; o la campana de las

teologías que promueven la codicia, el amor propio o la

autosatisfacción; de inmediato se apartarán de la dulce

música de la Palabra pura, para seguir cualquiera de las

campanas del mundanal mercado.

Pero la persona santa, aquella que disfrutará la dicha

eterna de ver a Dios, ama la Palabra por su santidad, es

impactada por su pureza, y ningún timbre o campana la

alejará de ella; la aflicción, oposición o persecución no le

pueden quitar el amor a la Palabra ni el placer que toma en

ella. La causa de su amor es permanente y duradera, por lo

tanto su amor será duradero y permanente.

Esto no quiere decir que el santo, en ciertas ocasiones, no

se verá más impactado por la Palabra que en otros

momentos; porque hay tiempos en los cuales se disfruta de

una manera abundante la comunión con Dios a través de

lo escrito, especialmente cuando en momentos de gran

crisis el Señor nos habla de paz y consuela el alma por

medio de su revelación escrita; o cuando Dios trae

146

seguridad de salvación y gracia a una persona, en una

forma abundante, a través de Su palabra. En estas

ocasiones un santo se ve impactado por la Palabra de Dios

de una forma extraordinaria.

A pesar de que estas ocasiones de extraordinario impacto

de la Palabra no se dan en todo tiempo, no obstante,

siempre encontraremos dos cosas en el cristiano, aún en el

peor momento: Primero, en él se encuentra un santo amor

por la Palabra, y segundo, en él se encuentra un verdadero

amor hacia los demás santos.

En tercer lugar, el que ama la Palabra por ser una

palabra santa, limpia y pura, será más impactado con

las partes de la Palabra que más le incitan hacia la

santidad. “Sino, como aquel que os llamó es santo, sed

también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir;

porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (1

P. 1:15-16) ¿No nos impacta esta palabra?

También Jesús dijo: “Sed, pues, vosotros perfectos, como

vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mt.

5:48). Nuestro summun bonun en este mundo consiste en

imitar al modelo celestial. Siempre debemos elegir el

modelo más perfecto para imitarlo. No hay nada más

loable o digno de elogio en un cristiano que esforzarse

más y más para parecerse a Dios en la perfección de su

147

justicia y santidad. Es por eso que Pablo dice: “Mirad,

pues, con diligencia cómo andéis, no como necios sino

como sabios, aprovechando bien el tiempo, porque los

días son malos” (Ef. 5:15-16).

Los cristianos debemos caminar con milimétrica precisión

y exactitud. Así como el carpintero trabaja sobre la

madera siguiendo con fidelidad la línea trazada, un

cristiano debe caminar por la línea trazada en la Palabra de

Dios, debe trabajar para llegar a lo más alto de la vida de

piedad, tiene que ir hasta el límite preciso de cada orden

de la Palabra de Dios.

También Pablo dijo: “Para que seáis irreprensibles y

sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una

generación maligna y perversa, en medio de la cual

resplandecéis como luminares en el mundo” (Fil. 2:15).

Los hijos de Dios deben ser impecables, es decir, no deben

tener un solo punto que sea incompatible con la santidad.

También en Colosenses 2:6 “Por tanto, de la manera que

habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en él”, es decir,

hemos creído en Jesucristo como el Salvador, el Señor, el

dador de la Ley, el gobernante, el reinante, el comandante;

ahora nuestro gran deber es caminar y vivir a un ritmo

creciente de santidad como evidencia de que hemos

recibido a Cristo y todo lo que Él es.

148

Lo mismo dice Juan: “El que dice que permanece en él,

debe andar como él anduvo” (1 Jn. 2:6). Los cristianos

deben establecer como su modelo a imitar las acciones

morales de Cristo. Esto fue lo que Él mismo dijo: “Porque

ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho,

vosotros también hagáis” (Jn. 13:15).

En la vida de Cristo, un creyente puede ver las líneas de

todas las virtudes que Dios ha trazado para nuestra

santidad; por lo tanto, es necesario que ordenemos nuestra

vida conforme a este patrón. Caminar como Cristo es

andar en humildad, santamente, en justicia, rectitud,

mansedumbre, amor, verdad. Es imposible que un santo

en esta tierra alcance un caminar tan puro, tan santo, tan

irreprochable, tan espiritual y tan divino, como anduvo

Cristo.

No se trata de alcanzar la igualdad con el caminar santo

de Cristo, pero sí de alcanzar el más alto grado de calidad

en nuestro caminar en medio del mundo. Para caminar

como Cristo hay que despreciar al mundo, vivir por

encima del mundo y triunfar sobre el mundo. Para

caminar como Cristo hay que amar a los que nos odian,

orar por los que nos persiguen, bendecir a los que nos

maldicen, hacer el bien a los que nos hacen mal (Mt. 5:44-

47); en esta tierra no alcanzaremos la igualdad con Cristo,

149

pero si debemos tratar de perseguir la calidad de una vida

santa.

Para andar como Cristo caminó en esta tierra es necesario

ser paciente, sumiso, agradecido y silencioso en medio de

los más viles reproches, aflicciones y sufrimientos “Más si

haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente

es aprobado delante de Dios. Pues para esto fuisteis

llamados; porque también Cristo padeció por nosotros,

dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual

no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien

cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando

padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al

que juzga justamente” (1 P. 2:20-23).

Una persona piadosa, que toma con seriedad la santidad de

la Palabra de Dios, sin duda buscará, estudiará, meditará y

tomará con mucha seriedad aquellas partes de la Palabra

que más lo incitan a la santidad.

He tratado de despertar vuestro gusto por la Palabra

dándoles algunas pocas escrituras que nos hacen incitar

más hacia la santidad. Es mi anhelo que sus conciencias

hayan sido inquietadas y ahora inicien la búsqueda

incesante de más pasajes. En verdad, para una persona

santa no hay oraciones, sermones, discursos, conferencias,

libros o pasajes de la Escritura que más le impacten y

150

agraden que aquellos que le animan y provocan a la

santidad.

En cuarto lugar, el que ama la Palabra de Dios por su

santidad y pureza, aprecia altamente a los instrumentos

que Dios usa para hacernos crecer en santidad. Una

persona santa aprecia con alta estima a los que predican el

santo evangelio “Cuando Pedro entró, salió Cornelio a

recibirle, y postrándose a sus pies, adoró. Más Pedro le

levantó, diciendo: Levántate, pues, yo mismo también soy

hombre” (Hch. 10:25-26).

Los predicadores piadosos no persiguen el reconocimiento

o gloria de ningún hombre, pero los santos desarrollan una

alta gratitud para con los que les predican la Palabra de

Dios “Y no me despreciasteis ni desechasteis por la

prueba que tenía en mi cuerpo, antes bien, me recibisteis

como a un ángel de Dios, como a Cristo Jesús” (Gal.

4:14).

Aunque los predicadores piadosos no se imponen ante las

congregaciones ni buscan la adoración de sus oyentes, el

corazón santo amará con gran estima a los que predican la

santa Palabra de Dios “!Cuán hermosos son sobre los

montes los pies del que trae alegres nuevas, del que

anuncia la paz, del que trae nuevas del bien, del que

publica salvación, del que dice a Sión: ¡Tú Dios reina!

151

(Is. 52:7). Si los pies de los que traían buenas nuevas eran

tan deseables, amados y honorables, a pesar de que

estaban sudorosos, polvorientos y sucios por el viaje a

través de los montes, entonces, ¿Cómo serían de

apreciados sus rostros y su mensaje?

También Pablo dijo: “Os rogamos, hermanos, que

reconozcáis a los que trabajan entre vosotros, y os

presiden en el Señor, y os amonestan; y que los tengáis en

mucha estima y amor por causa de su obra” (1 Tes. 5:12-

13). El trabajo de los predicadores es llevar las almas a

Cristo, y mantener a Cristo en las almas. Su trabajo es

llevar a las almas de las tinieblas a la luz, de la potestad de

Satanás a Jesucristo (Hch. 26:16-18).

Indudablemente, entre más una persona es impactada por

la santidad de la Palabra, más honrará a los santos

dispensadores de la Palabra. Ellos saben que su trabajo y

vocación es honorable y, por lo tanto, los honran. Ellos

saben que si no honran a sus piadosos predicadores,

deshonran a Aquel de quien son embajadores; más si los

honran, honran al Salvador “El que a vosotros oye, a mí

me oye; y el que a vosotros desecha, a mí me desecha; y el

que me desecha a mí, desecha al que me envió” (Lc.

10:16).

152

Decía el puritano Thomas Brooks, de quien estoy tomando

mucho sus apuntes y bosquejos: “En cuanto a aquellos que

desprecian, aunque sea levemente, a los santos y fieles

predicadores de la Palabra, creo que ellos están tan lejos

de la verdadera santidad así como el infierno está lejos de

la verdadera felicidad”.

153

IX. Razones para que las personas no santificadas

busquen la santidad

Hebreos 12:14

Quiero dirigirme de una manera especial a los no

santificados. Si la santidad real es la única forma de

felicidad verdadera, y habiendo comprendido que sin

santidad en la tierra los hombres nunca tendrán la

bendición beatífica, es decir, no podrán ver a Dios en el

cielo, entonces, ¿cómo provocar a los impíos para que se

esfuercen y echen mano a la obra de perseguir esta

santidad que les permitirá ver a Dios y disfrutar para

siempre de la verdadera felicidad que radica en Él y solo

en Él?

Lo que vamos a hacer en este estudio es lo siguiente:

Primero, propondré algunas razones con el fin de provocar

vuestros corazones para que busquen la santidad.

Segundo, voy a proponer algunos medios para obtener

esta santidad.

En tercer lugar, responderé a algunas objeciones que

levantan los hombres y trataré de eliminar algunos

154

obstáculos que les impiden perseguir y trabajar en la

santidad real.

Motivos y consideraciones para provocar a todas las

personas no santificadas a buscar la santidad real.

1. En primer lugar, consideremos la necesidad de la

santidad. Es imposible que usted sea eternamente feliz, a

menos que sea santo en la tierra. Sin santidad aquí no hay

felicidad allá. Las Sagradas Escrituras nos hablan de tres

personajes que entraron corporalmente al cielo: Enoc,

quien vivió antes de la ley; Elías, bajo la ley, y Jesús, en el

evangelio. Los tres se caracterizaron por algo en especial,

fueron eminentes en santidad.

Ahora hay muchos miles de santos en el cielo, pero

ningún impío está entre ellos. No hay un solo pecador que

viva entre los santos triunfantes, ni una sola cabra entre las

ovejas del Señor; ni una sola mala hierba entre sus flores

preciosas; ni una espina entre sus amadas rosas; ni una

piedra tosca entre sus brillantes diamantes.

No hay un solo Caín entre todos los Abeles, ni un Ismael

entre todos los Isaacs, ni un Esaú entre todos los Jacobs

que hay en el cielo. No hay ni un solo Saúl entre todos los

profetas del cielo, ni un Judas entre todos los apóstoles, ni

un Demas entre todos los predicadores, ni un Simón el

155

Mago entre todos los maestros que habitan el cielo. El

cielo es sólo para el hombre santo, y el santo hombre sólo

es para el cielo.

El cielo es una prenda de gloria que solo puede tener el

santo. Dios, que es la verdad misma y que no puede

mentir, ha dicho: “Sin santidad, ningún hombre verá al

Señor”.

Subraye la palabra “ningún”. Sin santidad el hombre rico

no verá al Señor. Sin santidad el pobre no verá al Señor.

Sin santidad el príncipe no podrá ver a Dios, y sin santidad

el campesino no verá al Señor. Sin santidad el gobernante

no puede ver a Dios y sin santidad los gobernados

tampoco lo verán. Sin santidad el hombre inteligente no

verá al Señor, y tampoco lo verá el ignorante. Sin santidad

el marido no puede ver a Dios, y tampoco la esposa lo

verá. Sin santidad el padre no puede ver a Dios, y sin

santidad el hijo tampoco lo verá “Porque la boca de

Jehová lo ha dicho” (Is. 1:20).

El camino de la santidad es el camino antiguo “Así dijo

Jehová: Paraos en los caminos, y mirad, y preguntad por

las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por

él, y hallaréis descanso para vuestra alma” (Jer. 6:16). El

camino de la felicidad celestial es la santidad “Y habrá allí

calzada y camino, y será llamado Camino de Santidad; no

156

pasará inmundo por él, sino que él mismo estará con

ellos; el que anduviere por este camino, por torpe que sea

no se extraviará” (Is. 35:8). Algunos hombres dicen: -

Miren, aquí está el verdadero camino-; otros hombres

dicen: -No, ese no es el camino, hay otro-. Pero sin duda,

el camino de la santidad es el camino más seguro y más

noble hacia la verdadera felicidad.

En los templos paganos nadie entraba al templo del honor,

si primero no ingresaba al templo de la virtud. No hay

entrada al templo de la felicidad eterna, a menos que usted

ingrese al templo de la santidad. La santidad debe entrar

en ti antes de que puedas ingresar al santo monte de Dios.

Así como Sansón exclamó: “Dame agua, o me muero”, o

como Raquel dijo: “Dame hijos o me muero”, todas las

almas no santificadas deberían gritar: “Dame la santidad,

o me muero. Dame la santidad o moriré eternamente”

(Salmo 15).

Amigos, no engañen a sus propias almas, la santidad es

absolutamente necesaria, sin ella nunca verán al Señor:

“Cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con

los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar

retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen

al evangelio de nuestro Señor Jesucristo; los cuales

sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la

157

presencia del Señor y de la gloria de su poder, cuando

venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y

ser admirado en todos los que creyeron” (2 Ts. 1:7-10).

No es absolutamente necesario que usted deba ser grande

o rico en este mundo, pero es absolutamente necesario que

usted sea santo. No es absolutamente necesario que usted

deba disfrutar de salud, fuerza, amigos, libertad, esposo o

esposa, pero es absolutamente necesario que usted sea

santo. Un hombre podrá ver a Dios sin prosperidad

mundana, pero él nunca verá al Señor sin santidad. Un

hombre podrá disfrutar del cielo y de la verdadera

felicidad sin honor ni gloria mundana, pero nunca podrá

disfrutar del cielo y de la verdadera felicidad sin santidad.

Sin santidad ahora, no hay cielo después. El apóstol Juan

dice de la santa y dichosa ciudad eterna: “No entrará en

ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y

mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro

de la vida del Cordero” (Ap. 21:27).

Amigos, la santidad es una flor que no crece en el jardín

de la naturaleza humana caída. Los hombres no nacen con

la santidad en su corazón. La santidad es de una

descendencia divina, es una perla preciosa que no se

encuentra en el hombre natural, sino en la naturaleza

renovada.

158

No hay el menor rayo ni la más pequeña chispa de

santidad en el hombre natural, es decir, en el hombre tal y

como viene a este mundo a través de sus padres “Y vio

Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la

tierra, y que todo designio de los pensamientos del

corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (Gén.

6:5). “¿Cómo, pues, se justificará el hombre para con

Dios? ¿Y cómo será limpio el que nace de mujer? He aquí

que ni aun la misma luna será resplandeciente, ni las

estrellas son limpias delante de sus ojos; ¿Cuánto menos

el hombre, que es un gusano, y el hijo de hombre, también

gusano?” (Job 25:4-6). Todos los nacidos de mujer nacen

en pecado y maldad, la corrupción está en ellos.

Todo el que nace en este mundo viene con su rostro hacia

el pecado y el infierno, dándole la espalda a Dios y a la

santidad. Tal es la corrupción de nuestra alma que

proponer algún bien divino en ella es como proponer que

el agua y el fuego se unan, o que una chispa encienda la

madera húmeda. Más proponer el mal al alma es como

prenderle fuego a la paja “Como está escrito: No hay

justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien

busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron

inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera

uno” (Ro. 3:10-12).

159

Todos los hombres son pecadores natos “Todos nosotros

somos como suciedad, y todas nuestras justicias como

trapo de inmundicia; y caímos como la hoja, y nuestras

maldades nos llevaron como viento” (Is. 64:6). Siendo

esta la condición humana, sólo un poder infinito podrá

convertirlos en santos. Todos los hombres desean ser

felices, sin embargo, es natural en ellos odiar la santidad.

Así como el alimento es necesario para la vida, la santidad

es indispensable para la preservación y salvación del alma.

Un hombre puede tener la sabiduría de Salomón, la fuerza

de Sansón, la valentía de Josué, el poder de Asuero y la

elocuencia de Apolos; todo esto, sin santidad, no le

permitirá ver a Dios.

En segundo lugar, consideremos esto: Existe la

posibilidad de obtener la santidad real. La santidad es

una mina de oro que se puede conseguir, pero hay que

cavar, sudar y buscarla “Si inclinares tu corazón a la

prudencia; si clamares a la inteligencia, y a la prudencia

dieres tu voz; si como a la plata la buscares, y la

escudriñares como a tesoros, entonces entenderás el

temor de Jehová, y hallarás el conocimiento de Dios.

Porque Jehová da la sabiduría, y de su boca viene el

conocimiento y la inteligencia. Él provee de sana

160

sabiduría a los rectos; es escudo a los que caminan

rectamente” (Prov. 2:2-7).

La santidad es una flor del paraíso que puede ser recogida,

es una corona que se puede poner, es una perla de gran

precio que se puede encontrar. Pero si se quiere obtener

hay que separarse de lo que provoca el mal en el hombre:

El mundo, la carne y el diablo “La noche está avanzada y

se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las

tinieblas, y vistámonos las armas de la luz. Andemos como

de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no

en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino

vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos

de la carne” (Ro. 13:12-14).

Aunque algunos de los atributos de Dios son

incomunicables, sin embargo, la santidad es un atributo

comunicable, y esto debe animarlo poderosamente a

buscar la santidad.

Amigos recuerden esto: Es posible que sus corazones

orgullosos sean humillados, es posible que sus corazones

endurecidos sean ablandados, es posible que sus corazones

impuros sean santificados, es posible que su mente ciega y

en tinieblas sea iluminada, es posible que su voluntad

rebelde sea domesticada, es posible que sus emociones

desordenadas sean reguladas, es posible que sus

161

conciencias adormecidas y contaminadas puedan ser

despertadas y limpiadas, es posible que su naturaleza vil

pueda ser transformada.

Hay varias cosas que testifican que la santidad es

alcanzable, veamos algunas de ellas:

a. Dios prometió dar su Espíritu a los que se lo pidan:

“Pues, si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas

dádivas a vuestros hijos, ¿Cuánto más vuestro Padre

celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? (Lc.

11:13). El Espíritu Santo es el don más valioso del mundo,

más que el cielo mismo, y sin embargo, es dado para que

los hombres sean santos. Dios está dispuesto a dar su

Espíritu a los que preguntan por él. El Espíritu Santo es el

Espíritu de santidad, él es santo en sí mismo, y es al autor

de toda santidad en el hombre “Lo que es nacido de la

carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu

es” (Jn. 3:6; 1 Cor. 6:11; Tito 3:5).

Es el Espíritu Santo el que mueve con fuerza a los

hombres y los persuade hacia la santidad al presentarles su

belleza y gloria. Es el Espíritu Santo el que siembra la

semilla de la santidad en el alma. Es el Espíritu Santo el

que hace que esa semilla pueda crecer hasta la madurez.

162

Nada puede provenir del Espíritu Santo, sino lo santo. El

Espíritu Santo es el principio de toda la santidad que hay

en el mundo, y este maravilloso Espíritu de Dios ha sido

prometido a los que son impíos “Esparciré sobre vosotros

agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras

inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os

daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de

vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra,

y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de

vosotros mi Espíritu; y haré que andéis en mis estatutos, y

guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ez.

36:25-27).

El Espíritu Santo es un don gratuito, un noble y precioso

regalo; un glorioso regalo que Dios otorgará a los

impuros, a los no santificados, para que puedan ser

limpiados y santificados, para que puedan ser aptos para el

servicio al Señor. Es posible que usted pueda ser un santo

“Así que, si alguno se limpia de estas cosas, será

instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y

dispuesto para toda buena obra” (2 Tim. 2:21).

b. Dios ha dado su Santa Palabra con el propósito de

llevar a los hombres a la santidad. Sus mandamientos

son santos, justos y buenos. Sus amenazas son santas,

163

justas y buenas. Todas sus promesas son santas, justas y

buenas “De manera que la ley a la verdad es santa, y el

mandamiento santo, justo y bueno” (Ro. 7:12; Det. 4:6-9;

Lc. 1:70-76). Las Sagradas Escrituras fueron escritas con

el dedo de la santidad, de modo que nos mueven hacia lo

santo, y nos hacen trabajar en pos de lo bueno y justo.

Toda la Palabra de Dios es una carta de amor que busca

provocarnos hacia la santidad y la promueve en nosotros.

Los mandatos sagrados nos deben persuadir dulcemente

hacia la santidad, las santas amenazas deben obligarnos

hacia la santidad y las santas promesas deben atraernos en

amor hacia la santidad, a abrazarla y practicarla.

El gran designio de Dios al enviar desde el cielo este libro

sagrado escrito con letras de oro, es enamorar a los

hombres con el amor y la belleza de la santidad. Insisto, es

posible que usted pueda alcanzar la santidad.

c. Dios ha enviado a sus santos embajadores con el fin

de convertir a los hombres “…de la oscuridad a la luz, y

de la potestad de Satanás a Jesucristo”. El gran negocio y

trabajo de los ministros del evangelio es tratar con usted

acerca de la santidad, que usted sea atraído y siga la

santidad. Los ministros predicarán y orarán por usted para

que sean eliminados todos los obstáculos que impiden el

164

que usted abrace la santidad. Los pastores proponen toda

clase de estímulos para que usted conquiste la santidad.

Cuando el Señor llamó a Saulo para el ministerio le dijo:

“…porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por

ministro…de los gentiles, a quienes ahora te envío, para

que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas

a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que

reciban, por la fe que es mí, perdón de pecados y herencia

entre los santificados” (Hch. 26:18). Si esa es la misión

que Dios ha dado a sus ministros, entonces, es posible que

usted pueda ser un santo.

d. Dios ha dejado los santos ejemplos de todos los

patriarcas, profetas y apóstoles con el fin de

provocarlo a usted a la santidad. Sus ejemplos santos

son como estrellas radiantes que quedaron registradas en

las páginas sagradas con el fin de provocarnos a la

santidad. El ejemplo de los santos que ahora están

triunfantes en el cielo nos muestra que la santidad es

alcanzable. En sus santos ejemplos usted puede ver que la

santidad es una joya que se puede adquirir. Por esa

santidad que otros han alcanzado, los pecadores deben ver

que es posible llegar a ser un santo.

165

e. El testimonio de todos estos santos en la Biblia,

evidencia que es posible para un pecador llegar a la

santidad, pues, todos ellos eran pecadores, como los

demás hombres nacidos de mujer. Miremos a Adán, él fue

creado en un estado de inocencia; era perfecto en su

integridad y santidad; fue investido de justicia para que

pudiera vivir como un justo, en sabiduría, amor, rectitud,

pureza y santidad delante de Dios, el cual era para Adán

su gran bien y su todo.

Sin embargo, en la altura de toda su gloria, Adán cayó en

rebelión y apostasía contra Dios. Él violó la ley justa,

afrontó la justicia de Dios y provocó Su ira. El pecado de

Adán fue un pecado voluminoso. Toda clase de pecados

escandalosos estaban incluidos en la maldad de Adán:

rebelión, traición, orgullo, incredulidad, blasfemia,

desprecio a Dios, ingratitud, robo, asesinato, idolatría,

entre otros.

Adán fue una vez la maravilla de todo entendimiento,

perfecto en conocimiento y sabiduría, la imagen de Dios,

el gozo del cielo, la gloria de la creación, el gran señor del

mundo y el amado de Dios. Pero cuando cayó en el

pecado se redujo a lo más bajo, pobre y miserable. Su

estado vino a ser peor que el de las bestias; pero Dios lo

perdonó, lo cambió y lo santificó; Dios estampó en él,

166

nuevamente, la imagen de la santidad cuando hizo con él

un pacto en Cristo (Gén. 3:15).

La Biblia nos dice que Manasés era un gran pecador, sus

pecados habían llegado hasta el cielo, él había practicado

toda clase de maldad y su alma estaba lista para ir al

infierno “De doce años era Manasés cuando comenzó a

reinar, y cincuenta y cinco años reinó en Jerusalén. Pero

hizo lo malo ante los ojos de Jehová, conforme a las

abominaciones de las naciones que Jehová había echado

de delante de los hijos de Israel: porque él reedificó los

lugares altos que Ezequías su padre había derribado, y

levantó altares a los baales, e hizo imágenes de Asera, y

adoró a todo el ejército de los cielos, y les rindió culto.

Edificó también altares en la casa de Jehová, de la cual

había dicho Jehová: en Jerusalén estará mi nombre

perpetuamente. Edificó asimismo altares a todo el ejército

de los cielos en los dos atrios de la casa de Jehová. Y pasó

sus hijos por fuego en el valle de los hijos de Hinom; y

observaba los tiempos, miraba en agüeros, era dado a

adivinaciones, y consultaba a adivinos y encantadores: se

excedió en hacer lo malo ante los ojos de Jehová, hasta

encender su ira”. Pensaríamos que este es el colmo de la

maldad, y que no es posible caer más bajo en el lodo del

pecado, pero no es así, él pecó aún con mayor fuerza.

167

“Además de esto puso una imagen fundida que hizo, en la

casa de Dios, de la cual había dicho Dios a David y a

Salomón su hijo: En esta casa y en Jerusalén, la cual yo

elegí sobre todas las tribus de Israel, pondré mi nombre

para siempre…Manasés, pues, hizo extraviarse a Judá y a

los moradores de Jerusalén, para hacer más mal que las

naciones que Jehová destruyó delante de los hijos de

Israel. Y habló Jehová a Manasés y a su pueblo, mas ellos

no escucharon. Por lo cual Jehová trajo contra ellos los

generales del ejército del rey de los asirios, los cuales

aprisionaron con grillos a Manasés, y atado con cadenas

lo llevaron a Babilonia. Mas luego que fue puesto en

angustias, oró a Jehová su Dios, humillado grandemente

en la presencia del Dios de sus padres. Y habiendo orado

a él, fue atendido; pues, Dios oyó su oración, y lo restauró

a Jerusalén, a su reino. Entonces reconoció Manasés que

Jehová era Dios” (2 Cro. 33:1-9). El resto del capítulo

habla de la santidad de Manasés y como se apartó de todas

sus maldades. El caso de Manasés es evidencia de que no

hay corazón tan malo que la gracia de Dios no pueda

transformar en un santo. Amigo, si tú eres ese pecador,

para ti aún hay esperanza.

168

Pablo también fue un gran pecador. Si él hubiese

ahondado un poco más en su maldad, habría caído en el

pecado imperdonable contra el Espíritu Santo.

En 1 Timoteo 1:3 Pablo da una breve reseña de sus

grandes transgresiones: Él blasfemó contra Dios y contra

Cristo. Blasfemó contra aquel a quien debía temer y

blasfemó contra aquel a quien debía abrazar dulcemente, y

blasfemó contra las verdades que debía creer. Pablo fue un

gran perito en la escuela de la blasfemia. Él era un

perseguidor (Hch. 9 y 26:11). Persiguió a los santos y

pobres siervos de Cristo, hizo todo lo posible para

convertir la vida de los cristianos en un infierno. Era un

lobo rapaz que no tuvo compasión del rebaño de Cristo.

Era una persona muy mala, llena de maldad, que se

complacía haciendo sufrir a los santos. Era un verdadero

enemigo de la santidad. No escatimaba género, sino que

echó en la cárcel a hombres y mujeres. No tuvo

compasión de sus niños, ni de las embarazadas, ni de las

viudas.

Sin embargo, este blasfemo, perseguidor y cruel hombre,

llegó a ser un cristiano santificado, un eminente santo, un

modelo de santidad para todos los cristianos en todas las

épocas.

169

Quiero traerles un último testimonio de gente no

santificada. El apóstol Pablo en 1 Corintios 6:9-10 dice:

“¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de

Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los

adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con

varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos,

ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino

de Dios.” Estos pecadores con sus pecados monstruosos

eran más que suficiente para provocar otro diluvio

universal sobre la tierra. Sus horrendas maldades pudieron

provocar la ira de Dios al punto que el infierno

descendiera sobre ellos, como antes lo había hecho con los

corruptos de Sodoma y Gomorra; o pudieron provocar la

ira de Dios haciendo que la tierra abriera su boca y los

tragara vivos, como antes había hecho con los impíos

Coré, Datán y Abirán. Sin embargo, algunos de ellos

fueron transformados por la gracia de Dios y llegaron a ser

santificados. El verso 11 dice: “Y esto erais algunos; mas

ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya

habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y

por el Espíritu de nuestro Dios.” ¡Oh!, la infinita bondad,

la infinita gracia, la infinita sabiduría y el poder de Dios

que ha perdonado, lavado, santificado y purificado tales

almas culpables, sucias y contaminadas. El peor de los

170

pecadores nunca debe dudar que la gracia de Dios lo

pueda santificar, porque muchos viles y profanos hombres

ya fueron convertidos en santos. No se olvides de Mateo

el injusto cobrador de impuestos, o de Zaqueo que había

robado a muchas personas, o de María Magdalena que era

una sucia pecadora.

Si la exposición de la Palabra le hizo ver a usted como un

sucio pecador, tan malo como los personajes

mencionados, entonces lo invito para que acuda a Cristo,

lo mire sangrante en la cruz del Calvario, le ruegue tenga

misericordia de usted, que le de su Espíritu Santo y,

entonces, podrá ver cómo sus pecados son perdonados, su

naturaleza pecaminosa es cambiada por un nuevo hombre,

santo y amante de la justicia; sólo entonces podrá saber

que tendrá la dicha de ver a Dios.