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Jaramillo Uribe se enca rgó de advertir que hacían falta estudios "sobre lo que podríamos ll amar la cultura popular". Pues bien: estos diccionarios contribu- yen, co n sus vacíos, desvíos o excesos, a encontra rl e asidero al estudio de un objeto tan difuso como es la cultura popular. La necesidad de esos estudios no rei- vindica el narcisismo regional, sino la importancia de partir desde pr eocupacio- nes más concretas. Lo más dañino, p or eje mplo , para los es tudios hi stor io - grá fi cos, es el afán generalizador sin par- tir del acumulado de estudios de realida- des especí ficas. Tal vez haya sido el poco ri gor de muchos trabajos el que desalen- tó los estudios regionales en cualquier aspecto, pero siguen siendo las culturas locales de este país tan diverso una de las principales vetas par a la formación de nuevos investigadores. Estos trabajos r ecuerda n a los es tu- diosos de las cienc ias sociales priori- dad es que no deben olvidarse y que suelen morir en los supuestos refina- mi entos c ulturales del acade mi ci smo universitario. Con desg raciada frecuen- cia encuentra uno en los ce ntros de "alta cultura" cierto desprecio por establecer lo popular y lo regional como catego- rías trascendentes para c ualquier tipo de análisis. Part en mu c hos profesores univers it arios de la implícita o explíci- ta separación entre una cultura compleja y refinada de las elites y aqu e lla inco- herente y el emental cultura del pueblo que no me rec e un ens ayo ses udo del crítico de arte o del comentarista musi- cal o del aséptico analista de la litera- tura. Una c lase, por ejemplo, de histo- ria del arte colombiano contemporáneo 88 no se sa le co n frecuen cia del ca non impuesto por los hitos de los "gra nde s artistas nacionales". aunque sie mpre habrá que pasar por el nac ionalis mo de los artistas del grupo Bachué que qui- sieron tener alguna noción de patria re- presentando el "corazón de la gleba". Quienes somos víctimas, verdugos o reproductores inconscientes de la idea según la cual la vida cultural de la na- ción se co nce ntra en Santafé de Bogo - tá, como si la ca pital colombiana fuese un ce ntro cos mopolita y no un a parro- quia más de un país secularme nt e pro- vincia no, deb emos est imar en toda su dimensión estos a portes recie ntes pa- trocinados por la editorial de la Univer- sidad de Antioquia. ÜILBERTO LOAIZA CANO Según monseñor Builes, al que leyera El Tiempo se lo llevaba el diablo Manual de redacción El Tiempo Santafé de Bogot á, 1995, 278 págs. Dado el alcance de su ori gen, se ocupa esta r ese ña de la terce ra e dición del Manual de redacción de El Tie mpo de Bogotá, que con el M an ual de estilo gráfico constituyen las principales guías para sus periodistas en el ejercicio de la profesión. El manual contiene regla- mentacione s int ernas que una empresa privada se da a sí mis ma para su fun - cionamiento, y trasciende al públi - co como información es pecializada por voluntad de sus editores. En efecto, su publicación ofrece también utilidad didáctica para otros medios, estudian- te s de pe riodi s mo y demás per s onas interesada s en el tema . Manuales hay para todo en todas partes, pero los manuales de redacción de los grandes diarios int e resan a sus lectores no lo por curiosidad, sino también porque contienen información actuali zada y enseñanzas oportunas, concretas y concisas sobre aspectos del lenguaje común, además de que permi- ten adivinar la enredada trama de un medio tan endiablado que sus direc to- res se asombran c ada a -a pesar de la técnica- de} ver salir a la calle lo que en algún momento, pocas horas antes, les hacía dar puñetazos y patadas a las rotativas. La de scripción del contenido, como sería de rigor, impli caría un re pa so por el índi ce ge neral. En atención al lector, se ofrece una idea abreviada mediant e los temas por capítulos: Los principios. Normas periodí sticas. Normas so bre el idioma. Signos ortográficos y tipogra- f ía. La titulación. Las fotografías. La defensa del lector. Y nueve apéndi ces de consulta pr áctica: Consejos y adver- tencias. Diccionario de siglas y acró- nimos. Abreviaturas. Paí ses, capitales y gentilicios. Tqpónimos extranjeros y paí ses y ciudades que han cambiado de nombre. Equivalencias de temperatura. Unidades monetarias de los países del mundo . Diccionario de pal a bra s y fra- ses de otros idiomas. Tablas de conver- sión de pesa s y medidas. Las normas contenidas en el manual resultan de la adaptación de una larga experiencia a la actualidad y a las nue - vas tecnologías que c on el propósito de convertir el inglés en lengua univer- sal afectan la estructura de los demás idiomas . El capítulo refer -rp. te a los Principios es la fachada ética que las grandes em- presa s conservan como herencia de sus fundadores. Las puntillosas instrucciones a sus emplead0s, aunque publicadas con pro- Bpletín Cultural '1 Bibliogl'áfi<;o, Vol. 33, núm. 19 96

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Jaramillo Uribe se encargó de advertir que hacían falta estudios "sobre lo que podríamos llamar la cultura popular". Pues bien: estos diccionarios contribu­yen, con sus vacíos, desvíos o excesos, a encontrarle asidero al estudio de un objeto tan difuso como es la cultura popular.

La necesidad de esos estudios no rei­vindica el narcisismo regional, sino la importancia de partir desde preocupacio­nes más concretas. Lo más dañino, por ejemplo , para los estudios historio­gráficos, es el afán generalizador sin par­tir del acumulado de estudios de realida­des específicas. Tal vez haya sido el poco rigor de muchos trabajos el que desalen­tó los estudios regionales en cualquier aspecto, pero siguen siendo las culturas locales de este país tan diverso una de las principales vetas para la formación de nuevos investigadores.

Estos trabajos recuerdan a los estu­diosos de las ciencias sociales priori­dades que no deben olvidarse y que suelen morir en los supuestos refina­mientos culturales del academicismo universitario. Con desgraciada frecuen­cia encuentra uno en los centros de "alta cultura" cierto desprecio por establecer lo popular y lo regional como catego­rías trascendentes para cualquier tipo de análisis. Parten muchos profesores universitarios de la implícita o explíci­ta separación entre una cultura compleja y refinada de las elites y aquella inco­herente y elemental cultura del pueblo que no merece un ensayo sesudo del crítico de arte o del comentarista musi­cal o del aséptico analista de la litera­tura. Una clase, por ejemplo, de histo­ria del arte colombiano contemporáneo

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no se sale con frecuencia del canon impuesto por los hitos de los "grandes artistas nacionales". aunque siempre habrá que pasar por e l nacionalismo de los artistas del grupo Bachué que qui­sieron tener alguna noción de patria re­presentando el "corazón de la gleba".

Quienes somos víctimas, verdugos o reproductores inconscientes de la idea según la cual la vida cultural de la na­ción se concentra en Santafé de Bogo­tá, como si la capital colombiana fuese un centro cosmopolita y no una parro­quia más de un país secularmente pro­vinciano, debemos estimar en toda su dimensión estos aportes recientes pa­trocinados por la editorial de la Univer­sidad de Antioquia.

ÜILBERTO LOAIZA CANO

Según monseñor Builes, al que leyera El Tiempo se lo llevaba el diablo

Manual de redacción El Tiempo Santafé de Bogotá, 1995, 278 págs.

Dado el alcance de su origen, se ocupa esta reseña de la tercera edición del Manual de redacción de El Tiempo de Bogotá, que con el Manual de estilo gráfico constituyen las principales guías para sus periodistas en el ejercicio de la profesión. El manual contiene regla­mentaciones internas que una empresa privada se da a sí misma para su fun­cionamiento, y trasciende al públi­co como información especializada por voluntad de sus editores. En efecto, su publicación ofrece también utilidad didáctica para otros medios, estudian­tes de periodismo y demás personas interesadas en el tema.

Manuales hay para todo en todas partes, pero los manuales de redacción de los grandes diarios interesan a sus lectores no sólo por curiosidad, sino también porque contienen información actualizada y enseñanzas oportunas,

concretas y concisas sobre aspectos del lenguaje común, además de que permi­ten adivinar la enredada trama de un medio tan endiablado que sus directo­res se asombran cada día -a pesar de la técnica- de} ver salir a la calle lo que en algún momento, pocas horas antes, les hacía dar puñetazos y patadas a las rotativas.

La descripción del contenido, como sería de rigor, implicaría un repaso por el índice general. En atención al lector, se ofrece una idea abreviada mediante los temas por capítulos: Los principios. Normas periodísticas. Normas sobre el idioma. Signos ortográficos y tipogra­fía. La titulación. Las fotografías. La defensa del lector. Y nueve apéndices de consulta práctica: Consejos y adver­tencias. Diccionario de siglas y acró­nimos. Abreviaturas. Países, capitales y gentilicios. Tqpónimos extranjeros y países y ciudades que han cambiado de nombre. Equivalencias de temperatura. Unidades monetarias de los países del mundo. Diccionario de palabras y fra­ses de otros idiomas. Tablas de conver­sión de pesas y medidas.

Las normas contenidas en el manual resultan de la adaptación de una larga experiencia a la actualidad y a las nue­vas tecnologías que con el propósito de convertir el inglés en lengua univer­sal afectan la estructura de los demás idiomas.

El capítulo refer-rp.te a los Principios es la fachada ética que las grandes em­presas conservan como herencia de sus fundadores.

Las puntillosas instrucciones a sus emplead0s, aunque publicadas con pro-

Bpletín Cultural '1 Bibliogl'áfi<;o, Vol. 33, núm. 4~. 1996

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CARTOGRAFÍA HISTÓRICA DEL CHOCÓ

OCEANO

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RESEÑAS

pósito ejemplarizante, son de orden administrativo y quedan fuera de una reseña bibliográfica.

El periodismo, como servicio comer­cial robotizado, combate por lo único que vale la pena combatir en el mundo actual, que es el mercado. Adopta, por lo tanto, estrategias de neutralidad, im­parcialidad y tolerancia que generan indiferencia en pueblos que no piensan porque lo consideran inútil y han dele­gado esa función en los poderes.

Todos los manuales pretenden la máxima eficacia dentro de su relativa funcionalidad. Aunque su composición extreme los cuidados, la imposible per­fección siempre es esqúiva: la encuader­nación deja escapar las hojas, algo no queda claro, subsisten las dudas, una norma resulta incompleta, los errores son inevitables. Por lo cual los manuales es­tán siempre en permanente actualización.

Las faltas en los diarios se excusan, porque se sabe que son producto de muchas manos apresuradas y la correc­ción de pruebas se limita a ciertas par­tes. Paradójicamente, al final, lo sabi­do: si se aplicaran estrictamente los manuales, no podría salir el periódico.

Es un hecho que El Tiempo de Bo­gotá supera a los más importantes dia­rios de lberoamérica -demasiado ape­gados a tradiciones- y puede decirse que está a la altura de los mejores del mundo en muchos aspectos. Sin embar­go, la modernidad que arrasó con lo que -antes se llamaba alma, lo convirtió en producto universal estandarizado en el que escriben desde los nadaístas hasta el padre Alfonso Llano S.J., y en con­secuencia no tiene gracia leer El Tiem­po, pues con ello no se corre ningún riesgo. Por eso el autor de esta- re~_eña se permite asumir su identidad perso­nal para consagrar un recuerdo emocio­nado al verdadero Tiempo, el del doc­tor Eduardo Santos. que era pecado leerlo y el que lo leía se condenaba. El doctor Eduardo Santos y los subsi­guientes directores designados por él fueron caballeFos ejemplares (lo que algún día habrá de ser reconocido si la patria peFdura, este país que se pudre y se desmorona)., pero la Iglesia católica, por motivos políticos, había prohibido leer El Tiempo bajo pecado mortal. En

, es.a éJ!?oca sí era tmeno leer El Tiempo. Según ·mqnseñor Builes, al que leyera

Boletin CpJI,UOI.l y Bi.llJi.Pg!'41ieo,, Vo);. 33, núm. 43, 1996 .

El Tiempo se lo llevaba el diablo, y yo me dejaba llevar únicamente los domin­gos, porque entre semana tenía que tra­bajar. Y fue verdad que me llevó el dia­blo, pues de ahí resultó la manía de escribir. Desde que dejó de ser pecado, ya para qué leer El Tiempo.

El diablo era monseñor.

*** Corrección a una reseña anterior:

En el número 38/95 de este Boletín, pág. 84, col. 3, se dice que la casa fa­miliar de Gonzalo Arango en Andes (Antioquia) fue demolida para construir un edificio. Falso. La casa existe en buen estado de conservación. Fue el propio Gonzalo quien me informara de la demolición de la casa, sea porque a él se lo dijeron, o porque era mitómano y le gustaba crear ese tipo de fantasías a su alrededor.

JAIME JARAMILLO E scOBAR

Un aporte_

Historia de la pintura y el grabado en Antioquia Santiago Londoño Vélez Editorial Universidad de Antioquia, Colección Señas de Identidad, Medellín, 1995, 266 págs.

La historia del arte nacional escrita has­ta hoy, según la ve Santiago Londoño, parece haber tenido esta divisa: "arte colombiano es el que sucede en Bogo­tá". Falacia real o ficticia que la biblio­grafía colombiana parece confirmar. Ninguno de nuestros escasos historia­dores de las artes visuales se ha ocupa­do hasta ahora de estudiar de modo sis­temático los artistas, obras y tendencias que existieron más allá de la sabana durante la época colonial y el siglo XIX. Poco sabemos, si es que sabemos algo, sobre la actividad artística en la inmen­sa mayoría de las poblaciones del país a lo largo de un período de casi cuatro­cientos años, y menos aún so~re la iden­tidad de los pinto~es de prqvincia, su aprendizaje, sus condiciones de traba­jo, su clientela y el destino incierto de

ARTE

sus producciones. Que hubo tales artis­tas y tales obras lo demuestra el libro de Santiago Londoño para el caso de Antioquia, y no hay duda de que una búsqueda juiciosa lo demostraría tam­bién para muchos de los centros urba­nos del resto de la nación.

El estado de nuestro conocimiento, o valiera mejor decir nuestra ignoran­cia sobre lo acontecido fuera de la ca­pital, es atribuible a un conjunto decir­cunstancias que sugieren que no podría haber sido de otra manera. Un hecho obvio es que la historia del arte colom­biano, hasta ahora, se ha escrito en su mayor parte en Bogotá y sobre fuentes existentes en Bogotá, y por razones de índole académica y museológica. Bo­gotá tiene el Archivo Nacional, la Bi­blioteca Nacional, el Museo Nacional, y durante mucho tiempo tuvo el privi­legio exclusivo de la Universidad Na­cionaL Clara secuela del centralismo que ha dominado la vida política y ad­ministrativa del país desde la colonia, ha dado a los historiadores capitalinos la ventaja de poder apreciar el todo, pero también les ha velado la visión de la parte. Es el caso del bosque que no deja ver los árboles.

Queda entonces a los investigadores de provincia un vasto territorio por ex­plorar: el de su pasado estético. Santia­go Londoño ha emprendido la fase ini­cial de esta colonización antioqueña de su propia historia artística con un pa­norama global que cubre desde el siglo XVI, cuando los españoles fundan los primeros poblados, hasta la década de 1950, donde su libro se detiene. El cri-

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