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Recursos Escuela Sabática © 4 CAPÍTULO 1 Saulo de Tarso: de perseguidor de los cristianos a apóstol aulo de Tarso, más conocido como el apóstol Pablo, fue, sin duda alguna, el personaje más influyente de la vida de la igle- sia primitiva (aparte de Jesús, naturalmente). 1 La iglesia sin- tió primero el impacto de Saulo como perseguidor de los seguidores de Jesús –a quienes deparaba odio, cárcel, apedreamiento y muerte– , y, después, como seguidor del mismo Jesús, cuando proclamaba la buena nueva de la gracia y el amor de Dios. El cambio en la vida de Saulo fue tan repentino y radical que muchos cristianos desconfia- ban de él, pues se preguntaban si la transformación era genuina o si se trataba de algún tipo de trama para causar aún más estragos en la iglesia. Sin embargo, el cambio era genuino; tanto, que Dios usó a su nuevo discípulo para difundir la nueva de Jesús tanto a judíos como gentiles por todo el mundo mediterráneo, y lo inspiró a escribir al menos trece Cartas que hoy componen casi la mitad de los libros del Nuevo Testamento. En este libro vamos a examinar una de las Cartas más entrañables y conocidas de Pablo, una Carta que, de hecho, es posible que sea la primera Epístola que escribió: la Carta a los Gálatas. Sin embargo, antes de que empecemos a estudiarla, es preciso que dediquemos un espacio de tiempo al hombre que está detrás de la Carta. Exactamen- te, ¿quién era este Pablo o Saulo de Tarso? ¿Qué sabemos de su vida antes de que decidiera seguir a Jesús? ¿Por qué estuvo tan decidido en un cierto momento a destruir la fe cristiana? Y, ¿qué fue lo que lo obligó de forma tan repentina a cambiar radicalmente de rumbo y a decidir convertirse en un seguidor de Jesús? Disponemos de dos fuentes de información sobre la vida de Pa- blo: sus Cartas y el libro de Hechos. Aunque los cristianos valoramos desde hace mucho tiempo ambas fuentes, algunos eruditos cuestio- S

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CAPÍTULO 1

Saulo de Tarso: de perseguidor de los cristianos a apóstol

aulo de Tarso, más conocido como el apóstol Pablo, fue, sin duda alguna, el personaje más influyente de la vida de la igle-sia primitiva (aparte de Jesús, naturalmente). 1 La iglesia sin-

tió primero el impacto de Saulo como perseguidor de los seguidores de Jesús –a quienes deparaba odio, cárcel, apedreamiento y muerte–, y, después, como seguidor del mismo Jesús, cuando proclamaba la buena nueva de la gracia y el amor de Dios. El cambio en la vida de Saulo fue tan repentino y radical que muchos cristianos desconfia-ban de él, pues se preguntaban si la transformación era genuina o si se trataba de algún tipo de trama para causar aún más estragos en la iglesia. Sin embargo, el cambio era genuino; tanto, que Dios usó a su nuevo discípulo para difundir la nueva de Jesús tanto a judíos como gentiles por todo el mundo mediterráneo, y lo inspiró a escribir al menos trece Cartas que hoy componen casi la mitad de los libros del Nuevo Testamento.

En este libro vamos a examinar una de las Cartas más entrañables y conocidas de Pablo, una Carta que, de hecho, es posible que sea la primera Epístola que escribió: la Carta a los Gálatas. Sin embargo, antes de que empecemos a estudiarla, es preciso que dediquemos un espacio de tiempo al hombre que está detrás de la Carta. Exactamen-te, ¿quién era este Pablo o Saulo de Tarso? ¿Qué sabemos de su vida antes de que decidiera seguir a Jesús? ¿Por qué estuvo tan decidido en un cierto momento a destruir la fe cristiana? Y, ¿qué fue lo que lo obligó de forma tan repentina a cambiar radicalmente de rumbo y a decidir convertirse en un seguidor de Jesús?

Disponemos de dos fuentes de información sobre la vida de Pa-blo: sus Cartas y el libro de Hechos. Aunque los cristianos valoramos desde hace mucho tiempo ambas fuentes, algunos eruditos cuestio-

S

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nan si podemos aceptar como fidedigna la descripción que el libro de Hechos presenta del apóstol Pablo.

Por ello, antes de examinar lo que podemos conocer sobre la vida del apóstol, es necesario que consideremos, en primer lugar, por qué podemos confiar en la descripción de Lucas en el libro de Hechos como un informe fiable sobre Pablo. Después de eso, veremos qué podemos averiguar sobre los primeros años de Pablo a fin de descu-brir qué lo llevó a perseguir a los cristianos con tanto celo. Por últi-mo, volveremos nuestra atención al acontecimiento que lo cambió para siempre.

Fiabilidad de Hechos como fuente para entender a Pablo

Aparte de los detalles que podemos colegir sobre Pablo en sus propias Cartas, también podemos confiar legítimamente en el libro de Hechos como fuente fidedigna de información sobre su vida por las siguientes razones:

1. El propósito expreso de Lucas. El libro de Hechos es el se-gundo de una obra en dos partes que comienza delineando el mi-nisterio de Jesús en el Evangelio de Lucas, y luego relata el creci-miento y el desarrollo de la iglesia primitiva en Hechos. Los pri-meros cinco versículos del comienzo del Evangelio de Lucas sirven como prólogo tanto para Lucas como para Hechos. En ellos, Lucas describe la investigación, minuciosa y exhaustiva, que realizó antes de escribir su propio relato. Obsérvese que nos dice: «Muchos han intentado hacer un relato de las cosas que se han cumplido entre no-sotros, tal y como nos las transmitieron los que desde el principio fueron testigos presenciales y servidores de la palabra. Por lo tanto, yo también, excelentísimo Teófilo, habiendo investigado todo esto con esmero desde su origen, he decidido escribírtelo or-denadamente» (Lucas 1:1-3). Aquí averiguamos que Lucas no solo entrevistó a los testigos oculares, sino que examinó otros relatos es-critos, y que informó con esmero (la palabra griega significa «con precisión») de todos esos acontecimientos con el fin de presentar un relato fiable.

Aunque no tenemos acceso a ninguna de las fuentes que Lucas usó para escribir Hechos, podemos verificar el nivel de su precisión examinando una de las fuentes que consultó para escribir su Evange-lio: el Evangelio de Marcos. Un examen minucioso de los relatos compartidos por Marcos y Lucas revela no meramente dos relatos separados, sino la dependencia literaria de Lucas con respecto a

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Marcos. Y siempre que Lucas depende de Marcos está clarísimo que Lucas fue un autor cuidadoso que se esforzaba por reproducir fiel-mente sus fuentes sin distorsionarlas ni alterarlas de manera fun-damental (compárense, por ejemplo, Marcos 5:21-42 y Lucas 8:40-56, o Marcos 9:38-41 y Lucas 9:49, 50). Desde luego, es razonable suponer que Lucas mantuvo el mismo nivel de precisión con sus fuentes para el libro de Hechos. 2

2. Lucas fue testigo ocular. Aunque Lucas tuvo que consultar a testigos oculares para gran parte de la información contenida en su Evangelio, él parece haber sido participante en muchos de los acon-tecimientos asociados con Pablo en Hechos, y él mismo fue seguidor de Pablo. La prueba de que Lucas fue testigo ocular se encuentra en los pasajes de Hechos que hablan de un "nosotros" –aquellos lugares en que el pronombre pasa del "él" o "ellos" en tercera persona al "no-sotros", en primera persona (Hechos 16:10-17; 20:5-15; 21:1-18; 27:1-28:16) –. El uso de "nosotros" en tales pasajes sugiere que, en esos instantes específicos de los viajes misioneros de Pablo, Lucas acom-pañaba personalmente al apóstol. Así, Lucas no solo conocía a Pablo, sino que habría estado familiarizado con los otros compañeros de viaje del apóstol. Sin duda, la familiaridad de Lucas con Pablo y sus acompañantes le facilitó mucha información fidedigna.

3. La fiabilidad de Lucas en detalles históricos. En una épo-ca en que el acceso a bibliotecas y obras de referencia era casi inexis-tente, un autor descuidado habría tenido numerosas ocasiones de llenar su relato, sin proponérselo, con todo tipo de errores históricos garrafales y de anacronismos, como los que se encuentran en el fic-ticio Evangelio de Tomás o en el Evangelio de Pedro, escritos en el siglo II d.C. Lejos de ello, los historiadores modernos han confirma-do que el libro de Hechos revela un uso sorprendentemente exacto de los pequeños detalles históricos. Por ejemplo, en su descripción de los viajes de Pablo, Lucas identifica correctamente a Chipre, Aca-ya y Asia como provincias senatoriales, no imperiales (Hechos 13:4-7; 18:12; 19:31-38). Pasa a describir de manera precisa a Filipos co-mo una colonia romana (Hechos 16:12), a los dirigentes de Tesalóni-ca como politárjoi (término que los escépticos proclamaron en su mo-mento como un error histórico garrafal, pero que ahora podemos ve-rificar, gracias al descubrimiento de varias inscripciones que coin-ciden con Hechos 17:6, 8, que es verdadero), a los dirigentes de Éfe-so, también con acierto, como asiárjoi (Hechos 19:31), mientras que designa correctamente «hombre principal» a la primera autoridad de Malta (Hechos 28:7). La precisión en este tipo de detalle también

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abarca las descripciones y la terminología más generales asociados con el cristianismo primitivo del siglo I d. C. (por ejemplo, Hechos 2:36; 3:20; 4:27 se refieren a Jesús como el "Mesías", y a la iglesia como «el Camino» en Hechos 9:2; 19:9, 23; 24:14,22). La fiabilidad de tales detalles nos da confianza en que el relato de Lucas es fide-digno en su conjunto.

4. Se ha puesto demasiado énfasis en las presuntas dis-crepancias entre Hechos y las Cartas de Pablo. La dificultad esencial que lleva a algunos eruditos a cuestionar la fiabilidad de Lu-cas como testigo presencial se reduce a lo que creen que son las dis-crepancias fundamentales entre el Pablo de Hechos y el retrato que el apóstol da de sí mismo en sus Cartas. Incluyen las siguientes: 1) Está claro que Pablo es un autor de cartas, pero Hechos nunca lo describe así, y no parece que Lucas haga uso nunca de las Cartas del apóstol como fuente de su relato; 2) Pablo nunca menciona explícita-mente en sus Cartas su estrategia misionera de proclamación del evangelio, en primer lugar, en las sinagogas judías, para centrar su atención después en los gentiles; 3) la ciudadanía romana de Pablo desempeña un papel fundamental en sus viajes misioneros en He-chos, pero nunca alude a la misma ni una sola vez en sus Cartas; y el hecho de que 4) las inquietudes de Pablo en Hechos parecen diferir de las de sus Cartas.

Aunque está claro que encontramos diferencias entre el material de Hechos y el de las Cartas de Pablo, no son tan significativas como algunos afirman. En primer lugar, es oportuno que seamos conscien-tes de que Lucas es claramente selectivo en el material que compar-te; tenía que serlo. Tal como está, Lucas cubre casi cuatro años en los capítulos iniciales, y todo el libro abarca unos treinta años, y ese lap-so ni siquiera incluye los acontecimientos que acabaron llevando a la muerte de Pablo. Obviamente, Lucas sabía más de lo que podía compartir. No debiéramos interpretar su silencio como una falta de conocimiento que, de cierta manera, haga de su relato algo indigno de confianza.

Además, cualquier contraste entre las inquietudes de Pablo en Hechos y las de sus Cartas no debería sorprendernos realmente, da-do que el apóstol habla en buena medida a dos grupos de personas diferentes. El libro de Hechos describe a Pablo, típicamente, diri-giéndose a no cristianos, mientras que sus Cartas las escribió especí-ficamente a cristianos. Y en aquellos pasajes de Hechos en los que Pablo sí se dirige a una comunidad de cristianos (como su discurso a los dirigentes cristianos de Éfeso, registrado en Hechos 20), resulta

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evidente una aguda similitud con las inquietudes presentadas en sus Cartas.

¿Por qué Lucas, al parecer, no se apoyó en las Cartas de Pablo como fuente para su libro? Nadie lo sabe con certeza, pero podría haber habido varias razones. Es posible que a Lucas no le haya pare-cido que las Cartas fueran muy significativas para su narración his-tórica, y, en todo caso, pueden haberle parecido demasiado persona-les como para usarlas. También es una posibilidad que mientras Lu-cas seguía escribiendo su relato, las Cartas no fuesen fácilmente ac-cesibles, puesto que aún no habían alcanzado una circulación gene-ralizada. Sea como sea, no invalida lo que Lucas sí nos dice.

Aunque no creo que esas presuntas discrepancias socaven la fiabi-lidad de la descripción de Pablo que encontramos en Hechos, ello no quiere decir que en la actualidad podamos alinear todos los datos de Hechos con las Cartas de Pablo. Una de las mayores dificultades se presenta cuando intentamos obtener una cronología de sus viajes basándonos en lo que encontramos en Hechos y en lo que Pablo nos dice en sus Cartas. Aunque podemos reconstruir un bosquejo gene-ral de su vida y su ministerio, sencillamente no tenemos todas las piezas del rompecabezas, hecho que hace que lo que sí tenemos re-sulte aún más valioso. Ciertamente, tenemos prueba más que sufi-ciente de que el relato de Lucas es preciso y fidedigno.

Los primeros años de Pablo

Saulo, como se llamaba originalmente, nació en el seno de una familia judía muy devota y pasó los primeros años de su vida en Tar-so, capital de la provincia romana de Cilicia (Hechos 21:39). En aquella época Tarso era una ciudad griega famosa por su interés en la educación y la filosofía. Aunque vivían a centenares de kilómetros de las fronteras de Tierra Santa, los padres de Saulo, de la tribu de Benjamín, evitaron con sumo cuidado asimilarse a la cultura local. Siguieron las instrucciones dadas a Abraham y circuncidaron a su hi-jo cuando tenía ocho días de nacido (Filipenses 3:5) y se ocuparon de que, aunque aprendiera griego, su primera lengua fuese la materna (Hechos 26:14). Si bien solemos referirnos a él por Pablo, su nombre hebreo era Saulo, lo que puede sugerir que sus padres lo llamaron así en memoria de un antepasado legendario de la tribu: Saúl, el primer rey de Israel. Las referencias de Hechos 7:58 y Filemón 9 su-gieren que probablemente nació hacia el año 5 d. C.

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A diferencia de Jesús, Saulo no provenía de un hogar con recursos limitados. Al contrario, todo parece sugerir que su familia no solo tenía cierto grado de riqueza, sino que era muy respetada en su co-munidad. En el mundo antiguo, la ciudadanía era un honor concedi-do a pocos provincianos, pero Saulo afirma que no solo era ciuda-dano de Tarso, sino que había nacido con la ciudadanía romana, lo que era aún más importante. La ciudadanía romana era muy desea-da, puesto que garantizaba prerrogativas especiales que pocos po-seían: derecho a voto, a la tenencia de propiedades, a tener un juicio justo y público y muchos otros privilegios legales. Aunque la ciuda-danía podía obtenerse u otorgarse por varias razones, la costumbre seguía requiriendo que la persona a la que se concedía la ciudadanía tuviese medios suficientes al menos para tener propiedades por un valor de quinientas dracmas, cantidad aproximadamente igual a dos años de entradas de un jornalero. 3 Dado que Saulo nació siendo ciudadano, es probable que heredara este derecho de su padre o de su abuelo, y se habría beneficiado de ello en su desarrollo.

Dicho sea de paso, la costumbre romana requería que sus padres lo inscribieran oficialmente como ciudadano romano nueve días después del nacimiento, lo que, en su caso, significa al día siguiente al de su circuncisión. En el momento de su inscripción, Saulo habría recibido un nombre latino oficial en tres partes. La única parte de ese nombre que nos es conocida en la actualidad es Pablo, que en la-tín es Paulus. Por lo tanto, dependiendo del entorno en el que se en-contrara, estaría acostumbrado a que lo llamaran Saulo o Pablo.

La formación religiosa inicial tuvo lugar en casa e incluyó la me-morización de las Escrituras hebreas. Cuando cumplió seis o siete años, aprendería a leer y escribir en la sinagoga local, donde las Es-crituras hebreas habrían sido su único libro de texto. A los doce o trece años de edad, recibiría su bar mitzvá, rito especial que lo desig-naba hijo de los mandamientos. Y más o menos en esa misma época se le habrían presentado las tradiciones de los padres, una cuantiosa colección de reglas orales que estipulaba cómo había que observar la ley en las variadas circunstancias de la vida. 4

En algún momento, la formación religiosa de Saulo se hizo más oficial cuando decidió hacerse fariseo y se trasladó a Jerusalén a es-tudiar con Gamaliel, uno de los fariseos más destacados de su época (Hechos 22:3; Gálatas 1:14). Los fariseos eran un grupo de judíos que recalcaban la estricta observancia de la tora (ley hebrea), espe-cialmente tal como era interpretada por las tradiciones de sus ances-tros. Aunque algunos fariseos eran más indulgentes, Pablo parece

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haberse sentido atraído por el grupo más estricto, un grupo decidido a contribuir a cumplir las grandes profecías dadas por Dios a Israel purificando a su nación de todas las formas de deslealtad a su ley.

Perseguidor de los cristianos

Aunque es casi seguro que Saulo estudiaba en Jerusalén en la época de la crucifixión de Jesús, es imposible saber si alguna vez se topó directamente con el Maestro. Sin embargo, está claro que, des-pués de la muerte de Jesús, Saulo se convenció de que los cristianos formaban parte del problema fundamental que acosaba al judaísmo. Las cosas en Israel no iban bien. Dios había hecho muchas promesas maravillosas a su pueblo sobre su reino venidero (Daniel 2; Zacarías 8:23; Isaías 40-55), pero seguían sin cumplirse. Aunque el Señor ha-bía liberado a Israel de su cautiverio babilónico y lo había devuelto a su propia tierra natal, sus habitantes seguían siendo poco más que cautivos de los romanos. Saulo estaba convencido de que, con tal que Israel fuese más fiel a Dios, este intervendría y convertiría sus pro-mesas en realidad. Y, según el entender de Saulo, no había forma más descarada de infidelidad y apostasía en Israel que la practicada por los seguidores de Jesús. Afirmaban no solo que Jesús era el Me-sías prometido y el auténtico centro de la fe hebrea, sino también que era Dios encarnado –un ideal completamente ridículo para Sau-lo, dado que los romanos habían crucificado a Jesús como a un vul-gar delincuente–.

Igual que Finees, cuyo celo salvó a Israel de la idolatría en Nú-meros 25, Saulo decidió hacer cuanto estuviera a su alcance para li-brar a Israel de la enseñanza insidiosa de los que adoraban a Jesús. Aunque la persecución de la iglesia primitiva por parte de Saulo co-mienza de forma muy poco conspicua, ya que él se limita a cuidar los mantos de los verdugos de Esteban, intensifica su severidad rá-pidamente. De hecho, varias de las palabras que Lucas empleó para describir las acciones de Saulo retratan la semblanza de una fiera ra-paz o de un soldado entregado al pillaje que busca la destrucción de su oponente. Por ejemplo, la palabra traducida «estragos» en He-chos 8:3 (NVI) aparece en la traducción griega del Antiguo Testa-mento (Salmo 80:13) para describir la conducta descontrolada y des-tructiva de un jabalí. Y el historiador judío Josefo usa a menudo la palabra traducida «asolar» en Hechos 9:21 y «perseguir» en Gálatas 1:13, 23 para describir a los soldados que no muestran freno alguno en su brutalidad contra sus oponentes y su tierra.

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Estaba claro que el trabajo de Saulo en contra los cristianos no era un asunto de conveniencia que emprendía con desgana. Estaba más que dispuesto a arrojar a hombres, mujeres y niños en la cárcel, y hasta a hablar contra ellos cuando se enfrentaban a la pena capital (Hechos 9:1, 2, 13, 14, 21; 22:4, 5; 26:9-11). Su celo contra los cristia-nos lo llevó incluso a solicitar y recibir autorización de los sumos sa-cerdotes para perseguir y atrapar a los que vivían fuera de Judea. Sus acciones ponen de manifiesto que se proponía exterminar la fe cristiana.

Podemos ver un ejemplo moderno de la mentalidad que impulsó a Saulo a perseguir a los primeros cristianos con tanta violencia en el asesinato del primer ministro israelí Isaac Rabín, ocurrido en 1995. En su empeño por poner fin a las hostilidades entre judíos y palesti-nos y obtener una paz duradera, Rabín había decidido entregar por-ciones de la tierra de Israel al control palestino. El asesino de Rabín era un joven que, como Saulo, era estudiante de la tora, la ley judía. Yigal Amir estaba convencido de que, al quitar la vida a Rabín, ac-tuaba al servicio de Dios como un verdadero patriota de Israel. Amir consideraba que la decisión de Rabín de renunciar a tierra que Dios, el Señor, había entregado a sus antepasados era un acto de rebelión. Igual que Saulo respecto de los primeros cristianos, Amir determinó detener a Rabín sin importar el costo.

Transformado por el Cristo resucitado

La posibilidad de la conversión de Saulo al cristianismo había si-do, desde una perspectiva humana, un acontecimiento sumamente improbable. Sin embargo, ¡ocurrió! Cuando se aproximaba a Da-masco para perseguir a los cristianos de esa ciudad, Dios cambió su vida para siempre.

El relato de la transformación del futuro apóstol es de tal im-portancia que Lucas lo repite en tres ocasiones diferentes (Hechos 9:1-19; 22:6-16; 26:12-18). Sin embargo, es importante que seña-lemos que la conversión de Saulo no surgió de la nada, ni fue for-zada. Saulo no era ateo ni nada por el estilo. Muy al contrario, era un hombre religioso, aunque gravemente equivocado en su punto de vista sobre Dios. Las palabras que Jesús le dirigió: «Dura cosa te es dar coces contra el aguijón» (Hechos 26:14) indican que el Espíritu ya venía acosando la conciencia de Saulo. En el mundo antiguo, un «aguijón» era una vara con una punta afilada usada para pinchar a los bueyes cuando se resistían a arar. Aunque Saulo llevaba algún tiempo luchando contra los pinchazos de Dios, por fin, camino de

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Damasco, gracias al encuentro milagroso con el Jesús resucitado, es-cogió cesar en su lucha.

Pero, ¿qué ocurrió para transformar todo el curso de su vida? Un estudio minucioso de los tres relatos de su conversión indica que cambió por dos razones significativas.

En primer lugar, aunque Saulo había oído mucho sobre Jesús, y hasta quizá lo haya visto en los días finales que llevaron a su cru-cifixión, fue durante su viaje a Damasco que Saulo se encontró con el Cristo resucitado por vez primera. De hecho, en sus Cartas es categóri-co en que no solo vio una visión, ni simplemente oyó una «voz». En realidad, contempló con sus propios ojos al Señor resucitado y glori-ficado (1 Corintios 15:8; Gálatas 1:16). Cuando esto ocurrió, de re-pente Saulo se dio cuenta que su vida estaba patas arriba. El hecho estremecedor de que Jesús estuviese resucitado realmente lo cam-biaba todo. Significaba que era verdaderamente el Mesías, y que su muerte en la cruz no fue una derrota, sino el medio glorioso median-te el cual Dios había derribado a los poderes del pecado y de la muer-te, el auténtico enemigo que acosaba a su pueblo. Todas las prome-sas que Pablo intentaba contribuir a que Dios cumpliera ya habían sido cumplidas en Cristo, y en Jesús el reino de Dios ya había sido inaugurado. Lejos de ayudar a Dios, ¡Saulo había estado actuando contra él!

Sin embargo, en Saulo también cambió algo más. No solo en-contró al Cristo resucitado para sí mismo, sino que también ex-perimentó el «llamamiento» de Cristo. La palabra griega traducida «llamar» puede significar varias cosas en el Nuevo Testamento. Puede referirse al nombre o al apodo de una persona (Mateo 1:21; Lucas 6:15), una invitación (Mateo 22:2-10; Lucas 14:16-25), o ser parte incluso del acto espiritual de «invocar» a Dios (Romanos 10:13). No obstante, en las casi cincuenta veces que Pablo usa «lla-mar», normalmente tiene en mente el llamamiento divino en la vida de una persona (Gálatas 1:13-15; Romanos 1:1, 7). Y Saulo experi-mentó exactamente eso en la carretera de Damasco. No solo encon-tró al Jesús resucitado para sí, sino que oyó el llamamiento que le hacía para que le entregara su vida (Hechos 26:16-18; 22:10; 9:6). Dios tenía un plan para su vida que le daba la paz que faltaba en su corazón. Su consciencia y su certidumbre de ese llamamiento le die-ron la fuerza y la confianza que necesitaba para levantarse contra la oposición y las dificultades que experimentaría como seguidor de Je-sús.

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El evangelio va a los gentiles

Ahora que iba a ser conocido para siempre como Pablo, empezó a proclamar el evangelio sin desperdiciar ni un momento. Toda la energía que había derrochado persiguiendo cristianos la redirigió a partir de entonces a difundir la buena nueva de Jesús. Después de pasar varios años en Arabia y volver después a Damasco, Pablo viajó a Jerusalén para entrevistarse con los apóstoles. Inseguros de la sin-ceridad de su conversión, lo animaron a regresar a su ciudad natal de Tarso. Y así lo hizo Pablo, quedándose allí más de cinco años. Es di-fícil decir qué pasó durante ese período. No obstante, basándonos en sus comentarios de Gálatas 1:21, parece que estuvo predicando el evangelio en las regiones de Siria y Cilicia. Hay quienes han sugerido que quizá en esa época su familia lo desheredó (cf. Filipenses 3:8) y que sufrió distintas penurias que describe en 2 Corintios 11:23-28. Pasase lo que pasase aquellos años en Tarso, es obvio que Dios pre-paraba a Pablo para una esfera de influencia mucho mayor. No deja de tener su ironía que ello lo pusiese frente a frente con algunos cris-tianos que habían huido de su persecución en Jerusalén.

La persecución que se desató en Jerusalén después de la muerte de Esteban hizo que muchos creyentes judíos huyesen quinientos ki-lómetros hacia el norte, hasta Antioquía de Siria. Con una población cosmopolita de aproximadamente medio millón de habitantes, An-tioquía era un emplazamiento ideal para una iglesia. A medida que el grupo de creyentes creció en los años siguientes, empezó a producir-se algo desacostumbrado. Los gentiles empezaron a sentirse atraídos por el evangelio. Inseguros por la situación, los apóstoles de Jerusa-lén encargaron a Bernabé que subiera a Antioquía para evaluar la si-tuación.

Poco después de llegar a Antioquía, Bernabé reconoció que el Es-píritu de Dios, ciertamente, estaba atrayendo a los gentiles al evan-gelio. Si se quería que tal evangelización entre los gentiles alcanzase su pleno potencial, era necesario que Bernabé encontrase a alguien perfectamente familiarizado con el mundo gentil, pero también en-tregado a Jesús. De inmediato pensó en Pablo, quien se encontraba en Tarso, a corta distancia.

No hay que decir que Pablo aceptó la invitación. Y, como suele decirse, lo demás es historia. Su ministerio en Antioquía floreció. La iglesia no solo creció, sino que se convirtió en la base misionera des-de la que propagaría el evangelio a los gentiles que vivían en los dis-tintos territorios que bordeaban el Mediterráneo. Aunque construir

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una cronología de la vida de Pablo tiene sus dificultades, la siguiente tabla facilita una visión básica de conjunto de sus actividades misio-neras y las fechas probables para las mismas.

El encuentro con el Cristo resucitado

Pablo fue transformado en el camino de Damasco porque allí se encontró con el Cristo resucitado y oyó con claridad el llamamiento divino que le pedía la entrega de su vida, y lo aceptó. No deja de te-ner su interés que esos sean los dos mismos ingredientes que tienen que acompañar la vida de todo seguidor de Jesús. No quiero decir que todo cristiano tenga que tener una forma espectacular de con-versión. Sin embargo, la Biblia sí enseña que todo creyente debe te-ner una experiencia personal con el Jesús resucitado. Para algunos puede ser espectacular, mientras que para otros podría ser como el sol naciente: una valoración siempre creciente del amor de Dios. Sea como sea, cada uno de nosotros debe encontrarse por sí mismo con el Cristo resucitado. No podemos depender de la experiencia de los demás.

Como Pablo, es urgente que también oigamos el llamamiento di-vino. Para algunos, ese llamamiento podría ser un susurro sosegado, o una serie de circunstancias a través de las cuales Dios nos enfrente con la necesidad de algún tipo de cambio en nuestra vida. Podría ser

Cronología básica de las actividades misioneras de Pablo Fecha Acontecimiento Referencia bíblica 34 Llamamiento de Pablo Hechos 9:1-19; Gálatas 1:15, 16 34-37 Pablo en Damasco y Arabia Hechos 9:20-25; Gálatas 1:17 37-43 Pablo en Tarso y Cilicia Gálatas 1:21 43-47 Pablo en Antioquía Hechos 11:26-13:3 47-48 Primer viaje misionero de Pablo Hechos 13:3-14:26 48 Pablo escribe Gálatas (?) Gálatas 1:1, 2 49-51 Segundo viaje misionero de Pablo Hechos 15:41 -18:22 51-57 Tercer viaje misionero de Pablo Hechos 18:23-21:8 57-59 Pablo preso en Cesarea Hechos 23:33-26:32 59-60 Viaje de Pablo a Roma Hechos 27:1 -28:16 60-62 Primer encarcelamiento romano de Pablo Hechos 28:14-31 62-64 Viajes posteriores de Pablo 64-65 Arresto de Pablo y muerte en Roma 2Timoteo 4:16, 17

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un emplazamiento a seguirlo por vez primera en el bautismo, o quizá en un nuevo bautismo. Para otros el llamamiento puede ser alcanzar una experiencia más profunda y significativa con Jesús. Sea como sea, el llamamiento de Dios no es una experiencia que ocurra una so-la vez: llega en diversos momentos de la vida y siempre nos acerca a él.

Referencias

1 Deseo expresar mi gratitud a mis colegas Dave Thomas y Bruce Johanson, de la Univer-sidad de Walla Walla, por el tiempo que dedicaron a la lectura y a comentar este manuscrito. Tengo una deuda de gratitud especial con mi buen amigo Bob Strom, cuyas abundantes crí-ticas y sugerencias no tienen precio.

2 He obtenido esta y la siguiente información sobre la fiabilidad histórica de Hechos en las siguientes fuentes: D. A. Carson et al., An Introduction to the New Testament [Introducción al Nuevo Testamento] (Grand Rapids: Zondervan, 1992), pp. 181-213; Colin J. Hemer, The Book of Acts in the Setting of Hellenistic History [El libro de Hechos en el marco de la histo-ria helenística] (Eisenbrauns, 1990); y John Drane, Introducing the New Testament [Intro-ducción del Nuevo Testamento] (Minneapolis: Fortress Press, 2001), pp. 257-264.

3 John McRay, Paul: His Life and Teaching [Pablo: Su vida y su enseñanza] (Grand Rap-ids: Baker Academic, 2003), p. 24.

4 Ibíd. pp.34, 35.

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CAPÍTULO 2

La autoridad de Pablo y el evangelio

unque, ciertamente, no se puede juzgar un libro por su porta-da, Nancy Pearl, conocida bibliotecaria de Seattle, cree que sus primeras frases normalmente pueden dar una indicación muy

buena de si realmente merece ser leído. En una entrevista realizada hace años en el programa Morning Edition [Edición matutina] de la red de emisoras de National Public Radio [Radio pública nacional], llegó a afirmar: «Creo que cuando lees una buena primera frase es como enamorarte de alguien. El corazón te empieza a palpitar [...]. Abre todas las posibilidades». 1

¿Alguna vez un libro le ha atraído tanto con sus primeras frases que ha dejado una impronta permanente en usted? Ciertos libros son famosos por lo memorable de sus primeras frases. Por ejemplo, ¿quién no identificaría las palabras iniciales de la novela de Charles Dickens Historia de dos ciudades, todo un clásico: «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos [...]»? Sin embargo, aunque me he encontrado algunas frases iniciales ciertamente intrigantes, puedo decir con toda sinceridad que ninguna novela me ha con-movido de la forma espectacular que describe Nancy Pearl.

No obstante, hay una frase inicial que me ha sobrecogido con to-do tipo de posibilidades. Y no soy el único que ha sido fascinado por ella. Cautivó el corazón de los primeros cristianos y ha seguido dan-do esperanza a una cantidad innumerable de personas desde que se compuso las frases iniciales del Nuevo Testamento.

Pero antes de que instintivamente usted empiece a pensar en el Evangelio de Mateo y en la desconcertante genealogía que lo intro-duce, permítame que dirija su atención a otro lugar. Aunque Mateo es el primer libro de la actual colocación del Nuevo Testamento, no fue el primer libro que se escribió. Es importante recordar que los li-bros y las Cartas que integran el Nuevo Testamento no están en or-den cronológico. Los primeros escritos del Nuevo Testamento fueron las Cartas del apóstol Pablo, aunque también la Epístola de Santiago puede estar entre los primeros. Es probable que los cuatro Evange-

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lios no aparecieran hasta después de la muerte de Pablo, hacia el año 65 d. C. Así, las frases iniciales a las que me refiero se encuentran en la Carta de Pablo a los Gálatas.

Los eruditos discrepan en cuanto a si Gálatas precedió a 1 Tesalo-nicenses o al revés. Personalmente, estoy convencido de que Pablo es-cribió Gálatas hacia 48 d. C., después de su primer viaje misionero y antes del concilio de Jerusalén mencionado en Hechos 15. Una fecha temprana para Gálatas se corresponde con facilidad con el primer via-je misionero de Pablo descrito en Hechos y explica varias afirmacio-nes que hace en Gálatas en cuanto a sus visitas a Jerusalén. Sin em-bargo, respecto a nuestro interés por las frases iniciales del Nuevo Testamento, la datación es en realidad indiferente, porque todas las Cartas de Pablo empiezan aproximadamente igual. En este capítulo centraremos nuestra atención en el significado espiritual del saludo de Pablo a los cristianos de Ga- lacia, y en cómo nos prepara para el resto de su Carta. Sin embargo, antes de continuar, es importante que, en primer lugar, consideremos a Pablo como autor de Epístolas.

Pablo, autor de Epístolas Al iniciar nuestro estudio de Gálatas, es indispensable que seamos

conscientes de que Gálatas es una carta de verdad. Cuando Pablo se dedicaba a escribir no lo hacía con la intención de producir una es-pecie de obra maestra literaria que las generaciones posteriores hu-bieran de admirar como un clásico de la literatura. Guiado por el Es-píritu, Pablo compuso una carta de verdad que abordaba situaciones concretas que incidían sobre él y sobre los creyentes de Galacia. Por ello, cuando nos empeñamos en entender el mensaje que su Epístola tiene para nosotros en la actualidad, resulta vital que consideremos, en primer lugar, lo que pudo significar para los cristianos de Galacia.

Las cartas como la Epístola a los Gálatas desempeñaron un papel esencial en el ministerio apostólico de Pablo. Como misionero al mundo gentil, fundó varias iglesias esparcidas en torno al Medite-rráneo. Aunque hacía cuanto estaba en su mano por visitarlas siem-pre que podía, le resultaba sencillamente imposible estar en un lugar durante mucho tiempo. Para compensar su ausencia física, Pablo es-cribía cartas a las diversas congregaciones a fin de darles orientación y dirección. Eran de gran valor para las iglesias que las recibían, y los creyentes no tardaron en reconocer que eran documentos inspirados (2 Pedro 3:15, 16). A medida que pasaba el tiempo, la gente compar-tía copias de las mismas con otras congregaciones. Aunque algunas de las Cartas de Pablo han desaparecido (cf. Colosenses 4:16), trece llegaron a formar parte del Nuevo Testamento.

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Hubo un tiempo en que algunos cristianos creyeron que el for-mato de las Cartas de Pablo era exclusivo: un formato final creado por el Espíritu Santo para contener la Palabra inspirada de Dios. Aunque esto tenía sentido para muchos, todo cambió en 1897 cuan-do dos jóvenes eruditos de Oxford, Bernard Grenfell y Arthur Hunt, descubrieron accidentalmente en una ciudad egipcia apartada, lla-mada Oxirrinco (la actual EL-Bahnasa), unos quinientos mil frag-mentos de papiros, material muy popular en la antigüedad, que se remontaban a varios siglos antes y después de Cristo. Además de al-gunas de las copias más antiguas de los escritos del Nuevo Testa-mento, también encontraron antiguas facturas, declaraciones de im-puestos, recibos y hasta cartas personales. Fue una sorpresa para al-gunos que el formato básico de las Cartas de Pablo resultó ser idénti-co al usado por todos los que escribían cartas en su época. Incluía los siguientes elementos: 1) una salutación inicial que mencionaba al remitente, el destinatario y luego un saludo; 2) una expresión de ac-ción de gracias; 3) el cuerpo principal de la carta; y, por último, 4) una observación final.

Aunque las Cartas de Pablo siguen el patrón básico de las cartas de su época, les inyecta una perspectiva manifiestamente cristiana. Y, aunque hacían lo que las demás cartas, la forma en que lo hacían era significativa. Teniendo presente lo anterior, consideremos ahora las frases iniciales de Gálatas.

Un saludo excepcional Al considerar las frases iniciales de la Epístola, es preciso que sos-

layemos los primeros dos versículos, porque no comprenden en realidad lo que consideraríamos frases iniciales de la Carta. Como ya he mencionado, en la antigüedad los autores siempre iniciaban una carta declarando su propio nombre seguido del nombre de la perso-na o las personas a las que se dirigía. Por eso, los versículos 1 y 2 ac-túan en realidad más como la portada de un libro moderno.

En realidad, la frase inicial de la Carta propiamente dicha co-mienza en el versículo 3, donde Pablo dice: «Gracia y paz sean a vo-sotros, de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo, el cual se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Gálatas 1:3-5).

¿Qué hace que este saludo sea tan significativo? Bien, puede que sean las primeras palabras del Nuevo Testamento, pero, ¿de verdad son tan notables? ¿No está Pablo valiéndose simplemente de un típi-co saludo amistoso, algo semejante a la forma en que muchas perso-

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nas empiezan a menudo una carta hoy, diciendo: «Querido Fulano de Tal»? Todo el mundo sabe que es simplemente una introducción normal. Muy pocos pensarían que la palabra «querido» al comienzo de una carta moderna fuese realmente un término de afecto genuino. Es simplemente una formalidad.

Sin embargo, el saludo de Pablo no es, ni mucho menos, una mera formalidad. Cuando dice «Gracia y paz sean a vosotros, de Dios Pa-dre y de nuestro Señor Jesucristo», no está usando un saludo genéri-co normal. Eso precisamente hace que resulte tan sorprendente la declaración del apóstol. En todos los documentos y las cartas que nos han llegado de todos los siglos, este saludo se da por primera vez en los escritos de Pablo. Otras cartas judías, por ejemplo, presentan saludos con deseos de salud y paz, pero nunca encontramos esta combinación de gracia y paz antes de Pablo. Es más, su uso de «gra-cia» y «paz» en Gálatas no es simplemente una expresión accidental que utilizó solo una vez. Usa exactamente la misma expresión al co-mienzo de cada una de las Epístolas que le han sido atribuidas.

Más interesante aún es que su saludo parece ser un juego de pa-labras. Típicamente, las cartas antiguas empezaban con la palabra inicial «saludos». Hechos 23:26 y Santiago 1:1 ofrecen ejemplos. En griego, la palabra española traducida «saludos» es jáirein. Sin em-bargo, Pablo sustituye la palabra típica de saludo que sus lectores habrían esperado con una palabra de sonido similar, aunque se trata de un término con connotaciones enormemente diferentes. En vez de jáirein, Pablo escribe járis, traducido «gracia».

A esto añade a continuación el saludo judío típico, «paz». Vemos un ejemplo del saludo hebreo típico en 1 Samuel 25:5, 6: «Entonces envió David diez jóvenes y les dijo: "Subid al Carmel e id a Nabal; sa-ludadlo en mi nombre y decidle: Paz a ti, a tu familia, y paz a todo cuanto tienes'"».

Pero para Pablo no se trata solo de gracia y paz, sino de «gracia y paz a vosotros, de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo». Hemos establecido, pues, que el saludo del apóstol es excepcional. Sin embar-go, ¿qué significa? ¿Qué es la gracia? ¿Y qué implica la palabra «paz»?

Gracia «Gracia» es uno de las palabras favoritas de Pablo. Lo usa más

que cualquier otro autor del Nuevo Testamento. De las más de ciento cincuenta veces que aparece la palabra en el Nuevo Testamento, aproximadamente cien se dan en las Cartas del apóstol. Aunque, ciertamente, palabras como «justificación» y «cruz» son términos importantes para Pablo, no están presentes en todas sus Cartas. La

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palabra «cruz» aparece solo diez veces en las Epístolas de Pablo; no aparece ni una vez en 2 Corintios, 1 o 2Tesalonicenses, 1 o 2 Timo-teo, ni siquiera en Tito. También «justificación» la usa con poca fre-cuencia. Pero la situación es diferente para la palabra «gracia». Apa-rece en cada una de sus trece Cartas. Independientemente de los problemas que aborda en cada Epístola, la gracia es tan medular pa-ra su mensaje evangélico que siempre forma parte de su respuesta.

Sin embargo, ¿qué es esta gracia de la que Pablo habla con tanta frecuencia? Desgraciadamente, nunca da una definición concreta de ella. Entonces, ¿a dónde podemos acudir para obtener un cuadro coherente de la gracia? A menudo, resulta útil fijarse en la forma en que Jesús usa una palabra, pero no en este caso. Aunque Juan 1:14 dice que la vida de Jesús fue el epítome de la gracia, la palabra «gra-cia» no aparece ni una vez en las palabras de Jesús registradas en los Evangelios.

Si queremos comprender a cabalidad lo que la gracia conlleva pa-ra Pablo, tenemos que ir al Antiguo Testamento. Recordemos que Pablo era un israelita que había estudiado para ser rabino. Era muy versado en las Escrituras hebreas, y justamente en ellas encontramos un cuadro concreto de lo que de verdad es la gracia.

La palabra «gracia» parece haberse originado en conexión con el antiguo verbo hebreo haná, que literalmente significa «inclinarse o agacharse». Transmite la idea de alguien que se inclina para ayudar a alguien que se ha caído o que está necesitado, especialmente un superior que ayuda a un inferior. Este concepto verbal de inclinarse acabó convirtiéndose en un sustantivo que significaba «favor» o «gracia». Pero no cualquier tipo de favor; se trata más bien de una respuesta sincera de amor y bondad incondicionales dada a alguien que es incapaz de valerse por sí mismo. Y aquí está lo asombroso: en el Antiguo Testamento, Dios es aquel que extiende el favor o la gra-cia (Génesis 6:8; 39:21; Éxodo 33:12; Salmo 51:1). Me gusta la mane-ra de explicarlo que se atribuye al erudito Donald G. Barnhouse: «El amor que asciende es adoración; el amor que sale es afecto; pero el amor que se inclina es gracia». 2

Entonces, ¿qué es la gracia para Pablo? Es el acto de extender favor o atenciones a quien no lo merece y jamás podría ganárselo. La gracia no es tratar a alguien como merece, sino mostrar atenciones, favor y perdón a quienes no lo merecen. En último término, para Pablo, es un favor inmerecido por parte de Dios, quien se inclina para perdonar nuestros pecados y nos da de forma copiosa su propia justicia.

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Paz ¿Qué significa la palabra «paz»? Cuando Pablo habla de paz, no

se refiere a un cese de actividad o a la quietud, como lo que po-dríamos imaginarnos cuando decimos que el agua está apacible, o hablamos de la paz antes de la tormenta. No, cuando Pablo habla de paz vuelve a echar mano de su conocimiento de las Escrituras he-breas. La palabra hebrea normalmente traducida por la palabra es-pañola «paz» es salóm. De hecho, en algunos textos españoles se translitera directamente el vocablo hebreo, y suele escribirse shalom. Como hemos mencionado antes, se trataba del saludo hebreo nor-mal. Cuando alguien se encontraba con otra persona, lo hacía con la palabra shalom.

Pero shalom es mucho más rico que nuestro saludo moderno «ho-la». Shalom y sus palabras afines se encuentran entre los términos teológicos más importantes del Antiguo Testamento. De hecho, su significado es tan rico que resulta imposible transmitir todo lo que implica con una sola palabra española. No es meramente la ausencia de guerra, sino que apunta en el sentido positivo de una unidad y una armonía libres de obstáculos. Tal paz significa estar completo, estar entero, tener plenitud, prosperar, gozar de buena salud, estar en armonía, estar bien en el pleno sentido de la palabra.

2 Crónicas 25:2 ilustra muy bien el significado de shalom. El pasaje presenta una evaluación del reinado del rey Amasias, hijo del rey Joás. Fijémonos en la descripción que presenta: «Hizo lo que el Se-ñor aprueba, aunque no de todo corazón» (NVI). El hebreo declara literalmente que Amasias hizo lo recto ante los ojos del Señor, pero no con un corazón salem. Aquí vemos que el término salem (estrecha-mente relacionado con salóm) significa un corazón entero o indiviso.

¿Cómo lograr este tipo de paz, esta plenitud? Las Escrituras he-breas lo dejan muy claro. La auténtica paz tiene su fuente únicamen-te en Dios. Es el que habla paz a su pueblo (Salmo 85:8). No se trata de algo que podamos conseguir nosotros; es un regalo que solo el Señor puede dar (1 Crónicas 22:9,10; Números 6:24-26).

Una secuencia divina Gracia y paz. Estas dos palabras no podemos ponerlas en una se-

cuencia cualquiera. Es un orden divino. Primero la gracia y luego la paz. No puede suceder de ninguna otra manera. A no ser que Dios derrame en primer lugar su gracia sobre nosotros, perdonando nues-tros pecados y cubriendo nuestra vida pecaminosa con la vida per-

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fecta de su Hijo, no podremos tener auténtica paz. Nuestra paz, nuestra plenitud, está arraigada en su gracia, y solo en su gracia.

¡No se me ocurre una mejor forma para dar inicio al Nuevo Testa-mento! Con solo dos palabras sencillas, Pablo condensa toda la esen-cia de lo que de verdad es el mensaje de la cruz. Dios ofrece gracia y paz a todo descendiente de Adán y Eva. No está en guerra con la raza humana (Romanos 5:1), no está contra nosotros. Dios no guarda rencor. Muy al contrario, ya ha realizado todo lo necesario para nuestro salvación a través de su Hijo, Jesús, el divino Hijo de Dios, quien se inclinó desde el cielo para tomar sobre sí nuestra humani-dad caída, y quien incluso se inclinó para ser clavado a una cruz para que, por su muerte, pudiéramos escuchar esas palabras que tanto necesitábamos: «Gracia y paz sean a vosotros, de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo».

Un anticipo del resto de la Carta El saludo inicial de Gálatas también nos prepara para los temas

clave que Pablo desarrollará en el resto de la Epístola, así como para el reto específico que afrontaba en Galacia. Como veremos, ciertos alborotadores cuestionaban su autoridad y su evangelio. Esos falsos maestros no estaban satisfechos con su mensaje de que la salvación se basaba únicamente en la fe en Cristo. Creían que su enseñanza so-cavaba la obediencia a la ley. Sin embargo, sus adversarios eran su-tiles. Conocedores de que el fundamento del mensaje evangélico de Pablo estaba directamente unido a la fuente de su autoridad apos-tólica, decidieron emprender un vigoroso ataque contra ella. Dado que la iglesia de la Antioquía del Orontes había sido la que envió a Pablo y Bernabé como misioneros (Hechos 13:1-3), los falsos maes-tros de Galacia afirmaron que aquel era sencillamente un mensajero de Antioquía, ¡nada más!

Pablo combate magistralmente ambos retos ya en medio de su sa-ludo inicial. Consciente del peligro potencial planteado por tales ale-gatos si se permitía que quedaran sin oposición, expande su saludo tradicional (más largo que en cualquiera de sus demás Cartas) afir-mando que su apostolado no tiene su origen en ninguna organi-zación eclesiástica ni en ninguna persona aislada. Su apostolado es «por Jesucristo y por Dios Padre» (Gálatas 1:1).

Sin embargo, no se detiene ahí. En lugar de comenzar la Carta me-ramente con su saludo habitual de «gracia y paz», Pablo también ex-pande su saludo (una vez más, de forma distinta a cualquiera de sus otras Epístolas) para afirmar lo que de verdad es el evangelio de gracia y de paz. La gracia y la paz que tenemos con Dios no son el resultado

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de nuestra obediencia a la ley. Su fundamento entero está en lo que Cristo hizo mediante su muerte y su resurrección. Estas lograron algo que jamás podríamos obtener por nosotros mismos: quebrantar el poder del pecado y de la muerte, librándonos del mal de este siglo, que a tantos mantiene en temor y servidumbre (versículo 4).

Rara Pablo, la situación de Galacia no era cosa de risa. De hecho, estaba tan enardecido por el falso retrato de Dios que presentaban a los gálatas los falsos maestros que hasta se salta la expresión normal de acción de gracias que forma parte del saludo de todas sus otras Cartas.

Un libro cuya lectura merece la pena Según la bibliotecaria Nancy Pearl, si la lectura de un libro mere-

ce la pena, tiene que cautivarte con sus frases iniciales. Debe hacer que el corazón te lata más fuerte y debe abrirte todo tipo de posibili-dades. ¿Qué mejor ejemplo que lo que encontramos en las frases ini-ciales de Gálatas? Nos invita a experimentar por nosotros mismos la plena riqueza del don de la gracia y la paz que Dios nos ofrece. Y no tenemos que esperar a la eternidad para disfrutarlo: es nuestro aho-ra.

Referencias

1 Nancy Pearl, «Famous First Words» [Primeras palabras famosas], Morning Edition, Na-tional Public Radio, 8 de septiembre de 2004.

2 Citado en Charles R. Swindoll, The Grace Awakening [El despertar de la gracia] (Nash-ville: Word Publishing, 1990), p. 8. Existe una edición en castellano publicada por Editorial Caribe.

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CAPÍTULO 3

La circuncisión l comienzo de un nuevo año escolar siempre está colmado de una mezcla de emoción y de previsión impaciente por parte de los estudiantes, quienes se preguntan qué les deparará. Así fue

también en 2007, cuando los alumnos empezaron a llegar al Institu-to público de Kiriani, situado a las afueras de la ciudad de Meru, en Kenia oriental. Todo parecía prometedor al principio, mientras los estudiantes se ayudaban mutuamente a trasladarse a sus internados, a la vez que hacían nuevos amigos y renovaban viejas amistades.

Sin embargo, las señales de un año promisorio desaparecieron rápidamente cuando una ducha a primera hora de la mañana reveló de forma inocente que uno de los nuevos chicos no estaba circunci-dado. En algunas culturas, un descubrimiento de esta naturaleza en-tre un grupo de varones adolescentes tendría como resultado única-mente algunos comentarios groseros o un montón de chistes propios de gente inmadura, y eso sería todo. Pero no fue así en Kenia. No era cosa de risa. La atmósfera positiva y amigable que había dado co-mienzo al año escolar cedió el paso a la hostilidad cuando los otros chicos que estaban en las duchas empezaron a entonar cánticos so-bre la guerra y la circuncisión. Temeroso por su vida, el aterrado es-tudiante y, al final, diecisiete estudiantes incircuncisos más, se refu-giaron en el despacho del director, donde acabaron pasando la no-che. De inmediato el director tomó medidas para solucionar la crisis: expulsar a los alumnos incircuncisos.

Aunque la decisión del director puede sorprendernos, ilustra el importante papel que desempeña la circuncisión en muchas culturas del mundo. En lugares como Kenia es mucho más que una cuestión de higiene personajes un rito iniciático que marca una transición en la condición social de la adolescencia a la mayoría de edad. Podemos percibir la relación entre la circuncisión y la posición social de un va-rón en la carta que el director envió a los padres de los chicos expul-sados: «Así como no se puede mantener a su hijo mayor que está cir-cuncidado con el hijo menor que no lo está», explicaba el director, «pasa igual en el internado». 1

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Aunque algunos funcionarios del gobierno censuraron tan «pri-mitivo» comportamiento en una escuela pública, la mayoría de los habitantes de la zona coincidía en que los chicos no circuncidados no debían participar en las mismas actividades que los que sí lo esta-ban. Un anciano de la tribu de la zona dijo: «No pueden bañarse a la vez ni compartir toallas, y, en algunas ocasiones, ni siquiera pueden sentarse a charlar entre sí». 2 En ese tipo de entorno, la circuncisión es de suma importancia, porque sirve de marca de identidad que de-fine el lugar de un hombre en la sociedad, ¡independientemente de si estamos de acuerdo con la práctica o no!

Aunque las opiniones encontradas por la circuncisión parecen del todo inusitadas, sino una verdadera locura, para la mayoría de la gente del mundo occidental (por ejemplo, no me imagino que nadie de nuestra cultura hubiese defendido la expulsión de chicos incir-cuncisos del colegio), este incidente nos da una muestra de lo emo-cionalmente cargada y potencialmente hostil que era la situación de las iglesias de Galacia.

La circuncisión es el asunto fundamental al que se enfrenta Pablo en su Carta a los Gálatas. La situación de Galacia comparte incluso algunos paralelos asombrosos con el episodio de Kenia. En ambas si-tuaciones, un grupo de mayor arraigo creía firmemente que todos los recién llegados tenían que someterse al rito de la circuncisión, como él había hecho en su momento. La única diferencia real estaba en los participantes: en Kenia se trataba de estudiantes de cursos superio-res enfrentados con otros de cursos inferiores, mientras que en Gala-cia se trataba de cristianos de origen judío enfrentados con nuevos creyentes de origen gentil. Y así como los nuevos estudiantes no eran bienvenidos en el colegio de Kenia a no ser que primero se circunci-daran, tampoco se daba la bienvenida a los gentiles ni se los conside-raba cristianos genuinos ni miembros de pleno derecho de la familia de la iglesia si no se circuncidaban. En ambos casos, la circuncisión se había convertido en una marca de identidad: los que la tenían, eran tenidos en cuenta; los que no, no.

Aparte de las similitudes básicas entre los dos relatos, el asunto de la circuncisión y los acontecimientos que Pablo describe en Gála-tas 2:1-14 suscitan importantes cuestiones para nuestra con-sideración en este capítulo. En primer lugar, de todos los temas po-sibles, ¿por qué era la circuncisión tan importante para algunos cris-tianos primitivos? Y, ¿por qué se opuso Pablo tan firmemente a que los creyentes gentiles se sometieran a ella, por dispuestos que estu-vieran? ¿De verdad merecía el asunto ser objeto de discusión en una reunión celebrada en Jerusalén entre los apóstoles más destacados y

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él? Además, ¿por qué habría de reconvenir públicamente a Pedro por la decisión de este de comer con cristianos judíos compatriotas suyos que acababan de llegar de Jerusalén en vez de compartir una comida con creyentes gentiles incircuncisos? Por último, y puede que esta sea la pregunta más importante de todas, ¿por qué habría-mos tan siquiera de preocuparnos los creyentes que vivimos en el si-glo XXI por un altercado que ocurrió en la iglesia hace casi dos mil años por una antigua costumbre como la circuncisión?

El origen de la circuncisión en el judaísmo Aunque la circuncisión es de suma importancia en países como

Kenia, era (y es) de importancia aún mayor en el judaísmo. ¿Por qué? Aunque el origen de la circuncisión como costumbre ancestral antigua en Kenia está rodeado de misterio, en el judaísmo la práctica se remonta no solo al antepasado de la raza judía, sino a un mandato específico dado por Dios. Génesis 17 consigna el incidente.

La circuncisión había de ser una señal de la alianza eterna que Dios había establecido con Abraham y todos sus descendientes. Y las ins-trucciones divinas sobre la circuncisión eran muy concretas: «Todos los varones de cada generación deberán ser circuncidados a los ocho días de nacidos, tanto los niños nacidos en casa como los que hayan sido comprados por dinero a un extranjero y que, por lo tanto, no sean de la estirpe de ustedes. Todos sin excepción, tanto el nacido en casa como el que haya sido comprado por dinero, deberán ser circuncida-dos» (Génesis 17:12,13, NVI). Además, las consecuencias de la inob-servancia eran graves: «El incircunciso, aquel a quien no se le haya cortado la carne del prepucio, será eliminado de su pueblo por haber violado mi pacto» (versículo 14). Por esta razón, la circuncisión desempeña un papel aún más fundamental en el judaísmo de lo que lo hace hoy en lugares como Kenia. Para los judíos, desde luego, no es una cuestión de higiene; ni siquiera consiste en un rito iniciático. An-tes bien, se trata una orden directa dada por Dios y de una señal del pacto que hizo con Abraham y con todos los descendientes de este.

¿Por qué estaba Pablo tan disgustado? Aunque comprender el origen divino de la circuncisión en el ju-

daísmo revela por qué los judíos tenían convicciones tan firmes al res-pecto, no explica por qué Pablo tuvo que hablar de forma tan negativa sobre ella en Gálatas. Recordemos que el propio Pablo era judío, y no se avergonzaba de ello. En realidad, habla positivamente de su forma-ción judía y hasta de la circuncisión (Romanos 3:1, 2; 9:3-5; Filipenses

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3:4-6). Entonces, ¿qué causó tal enfado en Pablo por las circunstan-cias de Galacia como para que exclamara: «Escuchen bien: yo, Pablo, les digo que si se hacen circuncidar, Cristo no les servirá de nada» (Gálatas 5:2, NVI)? De hecho, Pablo se hallaba tan consumido por una ardiente ira contra los que insistían en que los creyentes gentiles se sometieran a la cuchilla de la circuncisión que realizó una declaración asombrosa: «¡Ojalá que esos instigadores acabaran por mutilarse del todo!» (versículo 12, NVI). ¿Cuándo fue la última vez que oíste a tu pastor decir algo semejante a toda la congregación?

En pocas palabras, Pablo no se oponía a la circuncisión como ins-titución divina dada a los judíos; ¿cómo podría, siendo que, después de todo, había sido dada por Dios? En Hechos 16:1-4, in-mediatamente después de que el Concilio de Jerusalén declarara que la circuncisión no era un requisito para los gentiles, Pablo incluso hi-zo que Timoteo, cuya madre era judía, fuera circuncidado. Para él, la circuncisión no era meramente un asunto de buenos y de malos.

La causa del enfado de Pablo era la posición distorsionada que el antiguo judaísmo había adoptado en cuanto a la circuncisión. Unos doscientos años antes del nacimiento de Jesús, en una época de enorme persecución, el rito se había convertido en un apreciado símbolo de identidad nacional y religiosa. La tierra de Israel había caído bajo la jurisdicción de Antíoco IV Epífanes, gobernante griego de la antigua Siria. Antíoco tenía grandes planes para su reino y opi-niones excelsas de sí mismo; por ejemplo, algunas de sus monedas tenían la inscripción Antiojos Theos Epífanes («Antíoco, quien es dios manifiesto»). En su empeño por cohesionar más estrechamente su reino, decidió que todos sus súbditos debían adoptar las prácticas religiosas de los griegos. Como cabía esperar, muchos judíos se ne-garon a renunciar a su antigua fe.

Antíoco promulgó otro decreto que se proponía pisotear la fe de los judíos. Prohibió, bajo pena de muerte, la práctica de los aspectos externos más distintivos de la fe judía: la circuncisión, la observancia del sábado, el respeto por las leyes alimentarias y los servicios ritua-les del templo. Aunque muchos judíos estuvieron dispuestos a tran-sigir, otros se alzaron en defensa de sus costumbres ancestrales. Es-tos no solo tomaron la espada contra Antíoco, también la volvieron contra cualquier compatriota judío dispuesto a transigir. Y, de todas las leyes antiguas, la circuncisión se convirtió en el criterio definito-rio de si una persona era fiel hijo de Abraham.

¿Por qué la circuncisión y no algo como el sábado? Porque, de to-das las leyes del Antiguo Testamento, la circuncisión era, por así de-cirlo, la más visible. O un hombre estaba circuncidado o no lo estaba.

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Era sencillo y elemental. Los criterios como el sábado, por ejemplo, eran más difíciles de concretar en la práctica de la vida diaria. La cir-cuncisión era obvia. 3 Se convirtió en otro «Shibolet» (ver Jueces 12:6), un indicador definitorio de la identidad judía de una persona.

Y siguió siendo una señal de identidad mucho tiempo después de que los judíos derrotaran a sus gobernantes sirios, lograran su propia independencia y acabaran bajo el yugo del Imperio romano. Durante los breves años de su independencia, los judíos celosos no solo obliga-ron a que todos los judíos incircuncisos de Israel fueran circuncidados, sino que lo requirieron de todo hombre, judío o no, que viviera en zonas bajo jurisdicción judía. ¡Podemos tener la seguridad de que eso no de-jaba muchos hombres con una perspectiva positiva del judaísmo! Aun-que Dios requirió la circuncisión de los descendientes físicos de Abraham en el Antiguo Testamento, nunca la requirió de los gentiles.

Algunos judíos llegaron incluso a considerar el mero acto de la circuncisión como un pasaporte automático para la salvación. Un epigrama de la época de Jesús afirmaba: «Los hombres circuncida-dos no descienden a la gehena [infierno]». 4

Teniendo presente este contexto histórico, podemos entender me-jor por qué Pablo se opuso tanto a la «práctica forzada» de la circun-cisión en Galacia. El quid no estaba en realidad en la circuncisión por sí misma, sino en la cuestión de identidad. ¿Cuál debería ser la característica definitoria del cristiano? ¿Qué papel debería desem-peñar la circuncisión en la vida de la iglesia cristiana?

La marca distintiva del cristiano Ciertamente, la identidad no era un asunto candente en los pri-

meros días de la iglesia. Todos los seguidores de Jesús eran judíos. Y aunque el antiguo judaísmo no era, desde luego, monolítico en todas sus creencias (consideremos, por ejemplo, los diferentes puntos de vista de grupos judíos como los fariseos, los saduceos y los esenios), todos los judíos estaban esencialmente unidos respecto a su creencia en un único Dios creador, quien había llamado a Israel para que fue-ra su pueblo especial y le había dado sus leyes. Sin embargo, cuando los gentiles empezaron a responder a la buena nueva de Jesús, el te-ma de la identidad de repente se tornó importante.

¿Cuán «judío» tenía que volverse un gentil para ser un cristiano «genuino»? ¿Bastaba la fe en Jesús solo, o tenían los gentiles que hacer algo más también, concretamente, someterse a la ley judía, que, en los días de Pablo, se limitaba fundamentalmente a la circun-cisión? ¿Cuál debía ser la característica definitoria de la fe cristiana?

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Pablo estaba convencido de que esa pregunta tenía solo una res-puesta. La marca distintiva que identifica si alguien es cristiano no es la conducta, ni lo que la persona haga o deje de hacer (ya se trate de la circuncisión o, si a eso vamos, cualquier otra cosa). Sin duda, un cristiano hará muchas cosas buenas, pero, según Pablo, lo que de verdad nos hace cristianos no es la circuncisión exterior ni ninguna otra conducta, sino la circuncisión interior del corazón (Deuterono-mio 30:6; Romanos 2:29), una fe viviente y vibrante en Jesucristo. Teniendo esto presente, analicemos brevemente los acontecimientos que Pablo describe en Gálatas 2:1-16.

Mantenerse firme por el evangelio La confrontación nunca es fácil. Importa poco que lo sufras o lo

provoques. De hecho, la mayoría de las personas la encuentran tan violenta que escogen evitarla a toda costa, a veces hasta cuándo puede que la necesidad sea acuciante. No tenemos razón alguna creer que Pablo fuera diferente en este extremo. Está claro que era apóstol, y te-nemos ejemplos manifiestos en sus Cartas en los que, verdaderamen-te, pega un soberano repaso a alguien. Solo en los dos primeros capí-tulos de Gálatas, por ejemplo, encontramos a Pablo lanzando anate-mas a los gálatas (Gálatas 1:8,9) y dando al apóstol Pedro una buena reprimenda pública (Gálatas 2:11-14). Basándonos en tales incidentes, podríamos sentirnos tentados a compararlo con una especie de fanáti-co religioso que estaba en sus aguas cuando había confrontación.

Aunque, desde luego, Pablo sabía oponerse a otros si era necesario, ello no era algo de lo que disfrutara, especialmente cuando se trataba de correligionarios. Por ejemplo, en 2 Corintios descubrimos que realizó un penoso viaje a Corinto en su empeño por abordar algunos de los difíciles problemas sobre los que había escrito en su primera Carta a los creyentes de aquella ciudad. Por lo visto, esa visita no fue muy cortés; al menos, no para todas las personas implicadas. El após-tol regresó decepcionado a Éfeso y escribió a los corintios una carta sobre el encuentro (al parecer, no conservada, aunque algunos erudi-tos creen que parte de la misma ha sobrevivido en 2 Corintios 10-13). Los comentarios de Pablo en 2 Corintios 2:1-4 revelan lo difícil que le resultó tener que hacer frente a los corintios, y con toda claridad de-cirles que estaban obrando mal. «En efecto, decidí no hacerles otra vi-sita que les causara tristeza. Porque si yo los entristezco, ¿quién me brindará alegría [...]? [...]. Les escribí con gran tristeza y angustia de corazón, y con muchas lágrimas, no para entristecerlos sino para dar-les a conocer la profundidad del amor que les tengo» (NVI). Aunque

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no existe más correspondencia entre Pablo y los gálatas, solo podemos imaginar que sus sentimientos no eran diferentes en su caso.

Si no le gustaba enfrentarse con correligionarios, ¿por qué se diri-gió con tanta franqueza a los gálatas y a Pedro? Encontramos la res-puesta en un incidente intercalado precisamente entre su reprensión a los gálatas y a Pedro. Refiere un viaje que Pablo hizo a Jerusalén y la entrevista privada que sostuvo allí con Pedro, Santiago y Juan. La reunión no fue meramente una visita social. Al apóstol le preocupaba que las acusaciones contra su ministerio generadas por algunos cris-tianos de origen judío acabaran siendo un ataque contra la unidad de los apóstoles y, por ello, la de toda la iglesia primitiva. A pesar del empeño de algunos por desbaratar la reunión, fue un éxito. Los apóstoles admitieron que Dios había llamado a Pablo para que al-canzase a los gentiles, igual que había elegido a Pedro para predicar a los judíos. Y que aunque se centraban en grupos diferentes de per-sonas, el evangelio que proclamaban era el mismo.

«Divide y vencerás» siempre ha sido una de las estrategias más exitosas del diablo. La usó para debilitar y destruir a la nación de Is-rael durante el reinado de Roboam (1 Reyes 12), y volvió a emplearla en los días de Pablo para extinguir la luz del evangelio. Sabedor de que las tretas de Satanás estaban detrás de las acusaciones de los al-borotadores de Galacia y en la conducta de Pedro en Antioquía, Pa-blo hizo cuanto estuvo en su poder por oponerse a todo ello, sin im-portar lo incómodo que lo hizo sentirse.

¿Por qué eran una amenaza tan grande para la unidad de la igle-sia las acusaciones contra el ministerio de Pablo? Si su evangelio era defectuoso, la implicación era que los gentiles introducidos en la iglesia a través de su ministerio eran también «defectuosos» y, por lo tanto, en un sentido, espiritualmente ilegítimos. Que tal cosa fuera verdad podría llevar únicamente a dos resultados posibles: 1) los gentiles tendrían que someterse a la circuncisión y, después, volve-rían a unirse a la iglesia, un acto que habría implicado que la fe en Jesús no era suficiente; o 2) toda la iglesia gentil se separaría de la iglesia original de Jerusalén o quedaría reducida meramente a cris-tianos de segunda, algo similar a la segregación racial en Estados Unidos después de la Guerra de Secesión. Fuera como fuera, Cristo estaría dividido. Escribiendo a los gálatas antes de que el Concilio de Jerusalén hubiera abordado el tema (Hechos 15), Pablo sabía que cualquiera de las dos opciones acabaría destruyendo la iglesia.

Los actos de Pedro en Antioquía fueron graves. A primera vista, podría parecer que su conducta careció de importancia: todo lo que hizo fue trasladarse de una mesa a otra a la hora de comer. ¿Qué hay

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de malo en ello? El problema no era que simplemente quisiera char-lar con viejos amigos que acababan de llegar de Jerusalén, sino que no quería que los cristianos circuncidados judíos de Jerusalén lo vie-ran confraternizando en la mesa con cristianos gentiles incir-cuncisos. ¿Te imaginas qué mensaje espiritual habrían transmitido sus acciones a los creyentes gentiles?

Esto me hace recordar un incidente que me ocurrió cuando tenía trece años. En aquel momento estaba en el séptimo año de primaria y me había enamorado perdidamente de una niña que se llamaba Chris-ti, la cual vivía a corta distancia en mi misma calle. Estábamos en la misma aula de la escuela y estaba seguro de que yo le gustaba. Christi me invitaba a menudo a su casa para charlar o jugar, y siempre lo pa-sábamos muy bien juntos. Hasta me dejaba que la acompañase a la escuela o desde la escuela; bueno, al menos parte del camino. Siempre que llegábamos a la calle principal, Christi encontraba invariablemen-te alguna excusa de por qué no podíamos seguir juntos el resto del camino hasta la escuela. Aunque nunca me dijo por qué, no me resultó difícil imaginármelo. Christi no quería que sus amigas la vieran con-migo. Me dejó tan desalentado y herido que, aunque ocurrió hace más de treinta años, aún lo recuerdo como si fuera ayer. ¡Tuve la sensación de que, sencillamente, no era lo suficientemente bueno para ella!

Los gentiles se habrían sentido mucho peor. Las acciones de Pe-dro en Gálatas 2 les enviaron un mensaje bien claro: ¡No eran lo bas-tante buenos a ojos de Dios! Eran cristianos de segunda. Pú-blicamente proclamó en voz alta que los gentiles no estaban a la al-tura, porque no se habían circuncidados. La fe en Cristo no era sufi-ciente. Consciente de todo esto, Pablo estaba decidido a que la ver-dad del evangelio y la unidad de la iglesia no fueran destruidas con tanta facilidad. Paró en seco a Pedro por convertir la buena nueva del evangelio para todos en una camarilla espiritual exclusiva cen-trada en la conducta de la persona, y no en la fe en Jesucristo.

Referencias

1 Noel Mwakugu, «Circumcision Row Divides Kenya Town» [Pelea por la circuncisión divide una ciudad de Kenia], Noticias de la BBC. Citado el 30 de enero de 2008 de Internet: http://newsvote.bbc.co.uk/mpapps/pagetools/print/news.bbc.co.uk/2/hi/africa/6367807.stm.

2 Ibíd 3 Tom Wright, Paul for Everyone: Galatians and Thessalonians [Pablo para todos: Gálatas y Tesa-

lonicenses], Lousville, Kentucky: Westminster John Knox, 2004), p. 15. 4 En C. E. B. Cranfield, A Critical and Exegetical Commentary on the Epistle to the Romans [Comen-

tario critico y exegético de la Epístola a los Romanos], Edimburgo, T. & T. Clark, 1975), p. 172.

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CAPÍTULO 4

Nuestra nueva identidad en Cristo

a me ha pasado en dos ocasiones, y jamás lo olvidaré. He sido confundido dos veces con otra persona, y no solo por parte de algún desconocido, sino por personas que creía que me cono-

cían. La primera vez fue en Toronto, Canadá, durante un concilio ministerial que precedió a un congreso religioso internacional el año 2000. El salón de actos de la convención en el que tuvo lugar el en-cuentro principal era enorme y estaba atestado de gente del mundo entero. Después de encontrar un asiento en la parte de atrás, empecé a mirar alrededor por si podía identificar a alguna persona que cono-ciera. Sin embargo, por mucho que me empeñaba, no podía ver a una sola persona que reconociera. La situación me hizo sentirme completamente solo, como una minúscula partícula de arena en una vasta playa junto al mar.

Entonces, justamente cuando acababa la reunión, vi por fin un rostro que reconocía. Era alguien a quien había conocido cuando trabajé como pastor en Minnesota. Sentí que volvía de repente la vi-da. Pese a lo difícil que resultaba, me abrí camino entre la muche-dumbre para saludar a mi amigo. Cuando me vio, se le iluminó el rostro y me dio un fuerte abrazo. De inmediato, nos pusimos al día mutuamente sobre cómo les iba a nuestras esposas y nuestros hijos. Tenía en interior una sensación muy entrañable. Y entonces ocurrió. Me llamó Barry y me preguntó qué tal me fue de pastor en Colorado. Al principio supuse que había entendido mal lo que dijo, así que le pedí que repitiera. Y, en efecto, volvió a llamarme Barry. No podía creerlo. ¡Me tomó por otra persona! Pese a lo mucho que me disgus-taba darle la noticia, le dije que yo no era Barry, de Colorado, sino Carl, de Indiana.

Me pasó lo mismo unos tres años después en una reunión al aire libre en Carolina, cuando un antiguo profesor con el que había man-tenido contacto a lo largo de los años me confundió por completo con otra persona. Después de que le hice notar su error, tuve la sen-

Y

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sación de que ya no estaba, ni mucho menos, tan interesado en nues-tra conversación como antes. No tengo que decir que ambas expe-riencias me dejaron con una sensación de cierta conmoción, como si, de alguna manera, hubiera perdido mi propia identidad.

La identidad es importante. Es lo que nos define en contraposi-ción con un mundo lleno de miles de millones de personas diferen-tes. Nuestra identidad es la totalidad de todo lo que somos: consiste en todas nuestras experiencias, nuestros sueños, nuestras esperan-zas y nuestras aspiraciones. Y pasamos toda nuestra vida constru-yendo, potenciando, manteniendo y protegiendo nuestra identidad. Precisamente eso dificulta enormemente cualquier trastorno impor-tante en nuestra vida personal. Mudarse a otro lugar, cambiar de trabajo, la pérdida de la memoria o separarse de la familia, los ami-gos o la patria pueden estar entre los acontecimientos más traumáti-cos de la vida, porque nos obligan, en distintos grados, a perder lo que somos, así como a reformular quiénes somos. 1

La cuestión de nuestra identidad y los retos que a menudo se en-frentan a ella son el quid de lo que Pablo describe en Gálatas 2:15- 21. La situación que causa una división entre él y los alborotadores de Galacia no es trivial. No es meramente cuestión de ideas diferen-tes respecto a cómo una persona debe vestirse, ni siquiera sobre có-mo debe comportarse. Ni implica meramente diferencias entre una interpretación más liberal y una más conservadora de las Escrituras hebreas. No, la cuestión de Galacia es mucho más básica y funda-mental. En último término es una cuestión de identidad: la identidad de un cristiano. Según lo expresa Tom Wright, «es cuestión de quién eres en el Mesías». 2

Aunque el argumento básico de conjunto de Pablo en Gálatas 2:15-21 es muy simple, la forma en que desarrolla su argumento es en realidad uno de los pasajes más complejos y teológicamente den-sos de todas sus Epístolas. Por ello, aunque el pasaje está repleto de una maravillosa capacidad de percepción, también es fácil perderse en los detalles. Por lo tanto, antes de zambullirnos en el pasaje, es importante que echemos anclas para que no perdamos nuestro lugar cuando volvamos a la superficie.

Las anclas que van a evitar que nos perdamos en la compleja ex-posición de Pablo son la conclusión a su argumento de Gálatas 2:20: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí». Aquí el apóstol declara que la vida cristiana, en esencia, tiene que ver con la pérdida de nuestra vieja identidad y con abrazar la nueva identidad

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que, en Cristo, nos pertenece. O, dicho de otra forma, la vida cristia-na no tiene que ver esencialmente con lo que hacemos, sino con quiénes somos en Cristo. Con independencia de lo difíciles o confu-sos que puedan parecer los comentarios de Pablo en Gálatas 2:15-21, es importante que recordemos que todo lo que dice se propone pre-sentar este argumento principal. Así, con su conclusión como ancla, consideremos el pasaje más de cerca.

Un comienzo más bien extraño A primera vista, sus palabras parecen bastante extrañas: «Noso-

tros somos judíos de nacimiento y no "pecadores paganos"» (ver-sículo 15, NVI). ¿Cómo podía Pablo, el gran defensor de la igualdad en Cristo (Gálatas 3:28), decir realmente tal cosa? Tiene un sonsone-te que dista de ser típico de él. ¿Cómo puede afirmar, en el versículo 20, que todos tenemos una nueva identidad en Cristo, si parece que declara exactamente lo contrario en el versículo 14? Desde luego, también los judíos son pecadores. De hecho, las palabras del versícu-lo 14 parecen un eco de lo que Pedro o los judíos llegados de Jerusa-lén habrían dicho: la teología del «nosotros» en contraposición al «ellos» que Pablo acababa de condenar en la conducta de Pedro y Bernabé. ¿Qué podemos sacar de todo ello?

Las palabras de Pablo tienen más sentido si las consideramos en su contexto inmediato. En los versículos anteriores acaba de señalar el error de la conducta de Pedro y Bernabé al tratar a los creyentes gentiles incircuncisos como cristianos de segunda (Gálatas 2:11-13). Acto seguido, en el versículo 14, menciona lo que dijo públicamente a Pedro: «Si tú, que eres judío, vives como si no lo fueras, ¿por qué obligas a los gentiles a practicar el judaísmo?» (NVI). En otras pala-bras, Pablo acusó al discípulo de ser un hipócrita. Pedro decía una cosa, pero hacía otra. Aunque Pedro decía lo «correcto» (los creyen-tes gentiles incircuncisos son plenamente cristianos), al distanciarse de ellos reveló por sus acciones que creía que eran creyentes de se-gunda.

¿Dijo algo Pedro en su propia defensa? ¿Aceptó la reprensión de Pablo? Desgraciadamente, jamás lo sabremos, al menos en esta ori-lla de la eternidad. Sin embargo, sí parece seguro que la confron-tación tuvo muchos más elementos. En mi opinión, es probable que Gálatas 2:15, 16 sea un resumen de lo que el apóstol dijo a Pedro a continuación delante de los creyentes gentiles y judíos en Antioquía.

Vista desde esta perspectiva, la declaración de Pablo en Gálatas 2:15 tiene más sentido. En lugar de considerar que el versículo 14 re-presente su «propio» punto de vista, es mejor entenderlo como una

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declaración de un hábil retórico que ha elegido cuidadosamente sus palabras para ganarse a sus adversarios para su propia posición. Pa-blo procura lograr esto expresando un punto de vista con el que le consta que coincidirán sus compatriotas judíos: la distinción tradi-cional entre judíos y gentiles, la idea de que los judíos son los elegi-dos de Dios y los gentiles son pecadores. Hasta cierto punto, es ver-dad. Dios, en efecto, dio su ley a los judíos, y estos eran el pueblo de su alianza. Pero Pablo no hablaba de eso. Con esas palabras está in-tentando captar la atención de sus adversarios formulando algo con lo que sabe que coincidirán antes de demostrar la insensatez de la manera que tenían de definir la vida cristiana.

El apóstol está convencido de que el reconocimiento de Jesús como el Mesías prometido lo ha cambiado todo. La distinción entre judío y gentil que defendían Pedro y los judíos de Jerusalén, sencillamente, no era válida. Era un falso evangelio arraigado en la conducta huma-na, y Pablo lo condenaba como había hecho antes (Gálatas 1:6-11). ¿Cómo podía ser de otra manera cuando, en último término, todo de-pende de la relación de la persona –sea gentil o judía– con Jesucristo? O, según lo expresa Pablo con sus propias palabras: «Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesu-cristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justifi-cados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado» (Gálatas 2:16).

Encontrar sentido en la jerga teológica de Pablo «Justificación», «obras», «fe»: estas tres palabras que Pablo reite-

ra varias veces en Gálatas 2:16 constituyen algunos de los términos y las expresiones clave que encontró útiles para explicar la buena nueva maravillosa de lo que Dios ha hecho por la raza humana por medio de la vida, la muerte y la resurrección de Jesús. Cualquiera que haya fre-cuentado una iglesia durante algún tiempo sabe que las palabras si-guen siendo populares en la actualidad entre los cristianos. Sin em-bargo, aunque aparezcan con regularidad en sermones, himnos y cán-ticos religiosos, algunas se han convertido en poco más que una sim-ple jerga espiritual, algo así como una «jerigonza eclesiástica» con una carga de poco significado real. No obstante, el uso que Pablo hace de esos vocablos nos da ocasión de considerar la rica significación de las palabras y de ver por qué han encontrado tanto eco entre los cristia-nos a lo largo de los últimos dos mil años.

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Justificación El término «justificación» y todos sus parientes terminológicos

diversos (justo, justicia, justificado, recto y rectitud) era una de las palabras recurrentes de Pablo para explicar el evangelio tanto a ju-díos como a gentiles. De las casi cuarenta veces que aparece el verbo «justificar» (griego dikaio) en el Nuevo Testamento, veintisiete se encuentran en las Cartas de Pablo, lo que representa casi el 70% de su uso total. Además, en lo que puede ser la primera explicación formal escrita del evangelio (suponiendo una fecha temprana para Gálatas), Pablo emplea «justificación» no menos de trece veces en esta Epístola (2:16, 17, 21; 3:6, 8, 11, 21, 24; 5:4, 5), incluyendo cua-tro referencias en tan solo dos versículos (Gálatas 2:16, 17). El fre-cuente uso de «justificación» en una Carta tan corta como Gálatas sugiere que contiene la clave para entender la propia Epístola en su conjunto. Entonces, ¿qué significa ser justificado?

«Justificación» es un término legal, o forense, relacionado con las acciones judiciales realizadas en un tribunal de justicia. Se refiere al dictamen o al veredicto positivos que pronuncia un juez cuando se determina que una persona es inocente de los cargos que habían sido presentados contra ella. Dos pasajes del Antiguo Testamento ilus-tran la imagen del tribunal de justicia relacionada con tal dictamen. En Deuteronomio 25:1, Dios, por medio de Moisés, dice a los hijos de Israel: «Cuando dos hombres tengan un pleito, se presentarán ante el tribunal y los jueces decidirán el caso, absolviendo al inocente y condenando al culpable» (NVI). Proverbios 17:15 usa una idéntica terminología como parte de una advertencia contra jueces corruptos: «El que justifica al malvado y el que condena al justo, ambos son igualmente abominables para Jehová».

Ambos versículos veterotestamentarios mencionan dos veredictos legales lado a lado. Un veredicto es «justificación» (o absolución) y el otro «condena». El hecho de que los dos dictámenes sean diame-tralmente opuestos entre sí nos ayuda a entender lo que implica la justificación. Si la justificación es lo contrario de la condena, implica mucho más que el indulto o que el perdón de los pecados. La justifi-cación es la declaración positiva de que una persona es «justa» o «recta». De hecho, aunque las palabras «justo» y «recto» provienen de dos raíces españolas diferentes, en griego derivan en realidad de la misma raíz. Que una persona sea justificada significa no que me-ramente esté perdonada, sino que sea declarada legalmente y conta-da como «recta».

La popular serie televisiva CSI: En la escena del crimen ofrece una ilustración más moderna del significado legal asociado con la

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justificación. Aunque las audiencias de televisión siempre han estado fascinadas por las series y películas de «policías y ladrones», los pro-tagonistas de CSI no son los policías, sino los científicos «forenses», que son capaces de resolver delitos que, si no fuera por ellos, parece-rían irresolubles. Un científico forense es alguien que usa la ciencia para analizar y presentar evidencia imparcial descubierta en la esce-na de un crimen que puede ser usada ante un tribunal de justicia. Así, la ciencia forense capacita a un juez para que emita un veredicto justo en un enjuiciamiento criminal: justificar al inocente y condenar al malhechor.

No deja de tener su interés que la palabra «forense» derive del vocablo latino forensis, que significa «relativo al foro». En los días de Pablo, los funcionarios judiciales presentaban una querella crimi-nal ante los magistrados locales o incluso ante el gobernador en el foro de la ciudad, la plaza pública que estaba en el centro de toda ciudad grecorromana. El acusado y el acusador presentaban alocu-ciones en las que presentaban sus razones, y la persona con el mejor argumento y la mejor presentación ganaba. El libro de Hechos pone de manifiesto que Pablo estaba familiarizado de primera mano con las connotaciones legales relacionadas con la palabra «justificación». Vez tras vez, los enfurecidos judíos lo llevaron ante las autoridades locales y lo acusaron falsamente de tener intenciones maliciosas (Hechos 16:19-23; 17:12-16), y es posible que haya sido juzgado por el mismísimo emperador Nerón (Hechos 25:1-12).

Sin embargo, cuando Pablo habla de la justificación, no tiene pre-sente ningún tribunal terrenal de justicia. Al contrario, su preo-cupación se centra en la sala del trono celestial, en la que un Dios santo actúa de juez sobre los habitantes del mundo entero (Romanos 14:10; 2 Corintios 5:10). No obstante, aquí encontramos un proble-ma. ¿Cómo puede un Dios santo, que odia el pecado, «justificar» o declarar, a la vez, seres humanos pecadores como justos? ¿Qué po-demos hacer para garantizar que seremos justificados ante Dios y no condenados? Esto nos lleva al segundo concepto clave que Pablo menciona en Gálatas 2:15,16: las obras de la ley.

Las obras de la ley ¿Cómo puede una persona obtener la aprobación de Dios? La ló-

gica sugeriría que la forma de obtener el favor de alguien es hacer algo bueno por esa persona. Tienes que ganártelo. Ocurre conti-nuamente en la sociedad, ya sea que implique relaciones individua-les o política. Sin embargo, Pablo se opone a este tipo de razona-miento. Declara: «[Sabemos] que el hombre no es justificado por las

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obras de la ley» (Gálatas 2:16; ver también Romanos 3:20, 28). El apóstol tiene claro que nunca podremos obtener el favor de Dios por «las obras de la ley», pero, ¿qué quiere decir exactamente?

La mejor manera de considerar lo que quiere decir con la expre-sión «las obras de la ley» es empezar con una evaluación general de cómo la usa y cómo se compara con expresiones similares que em-plea. La expresión «obras de la ley» (en griego, erga nomou) aparece ocho veces en las Epístolas de Pablo (véanse Romanos 3:20, 28; Gá-latas 2:16; 3:2, 5, 10), y en cada ocasión tiene una connotación nega-tiva. También usa la palabra «obras» de forma negativa cuando la emplea en relación con la carne (Gálatas 5:19) y las tinieblas (Roma-nos 13:12; Efesios 5:11; cf. del diablo, 1 Juan 3:8). Para que no lle-guemos a la conclusión equivocada de que Pablo está contra las «obras» en general, es importante señalar que el apóstol se refiere a menudo a las «buenas obras» (Romanos 2:6, 7; 13:3; 2 Corintios 9:8; Efesios 2:10; Filipenses 1:6; Colosenses 1:10; 1 Timoteo 5:10; 2 Timoteo 2:21; 3:17; Tito 1:16; 3:1), y siempre de manera positiva. El apóstol habla positivamente también de «la obra de Dios» (Romanos 14:20) y de «la obra de Cristo» (Filipenses 2:30). Por ello, sea cual sea el tema que aborde en ese caso, en sus escritos solo la expresión «obras de la ley» conlleva un significado negativo.

Sorprendentemente, Pablo es el único autor de toda la Biblia que usa la expresión «obras de la ley». La frase no aparece en ningún otro lugar del Nuevo Testamento, del Antiguo Testamento y ni siquiera en la literatura rabínica de los dos primeros siglos de la era cristiana. Du-rante años, lo que parecía una expresión puramente paulina ha intri-gado a los eruditos. La ausencia de cualquier otro uso contemporáneo de la expresión llevó a algunos a la conclusión de que, por «ley», Pablo no se refería a las leyes de Dios en general, sino exclusivamente a las «marcas de identidad» del judaísmo –concretamente, la circuncisión, las normas alimentarias y el sábado–. Otros defendían que era mera-mente su forma de hablar del legalismo, ya que la lengua hebrea no tenía ninguna palabra específica para tal concepto.

Sin embargo, a finales de la década de 1980 vio la luz, gracias a un rollo hasta entonces inédito procedente del Mar Muerto, una nueva perspectiva de lo que Pablo quería decir con la expresión «obras de la ley». Los rollos del Mar Muerto son una colección de documentos descubiertos en 1947 que contiene los escritos de una secta judía conservadora conocida con el nombre de esenios, la cual floreció en Israel durante los días de Jesús y de Pablo. Los rollos son de gran va-lor, porque nos proporcionan las copias más antiguas de las Escritu-ras hebreas que han llegado hasta nuestros días, además de valiosas

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perspectivas en cuanto a las creencias de un grupo de judíos que vi-vían en los días de Jesús.

Aunque se escribió en hebreo, uno de los rollos contiene la expre-sión exacta que Pablo usa en sus Cartas. El título del rollo es Miqsat ma'ase ha-torah (al que se suele aludir como MMT), que pude tra-ducirse como «Obras de la ley importantes». 3 El rollo trata sobre varios asuntos basados en diversas leyes de la Biblia y se ocupa, en particular, de cómo evitar que las cosas santas se vuelvan impuras, incluyendo varios requerimientos que advierten contra el contacto con los gentiles. Y, al final del rollo, el autor dice con confianza a sus lectores que si obedecen estas «obras de la ley», «seréis considera-dos justos» ante Dios. Parece reflejar el tipo exacto de mentalidad contra el que luchó Pablo en Gálatas: la creencia en que mediante la obediencia de la ley de Dios una persona puede ganarse el favor di-vino.

Así, su uso de la expresión «obras de la ley» parece ser similar a lo que encontramos en los rollos del Mar Muerto. No se refiere exclusiva-mente a ninguna ley en particular, ni socava la importancia de las bue-nas obras realizadas por amor de Dios y de los demás. Con «obras de la ley» Pablo alude a cualquier acto de obediencia a la ley de Dios realiza-do buscando ganarnos el favor de Dios. Al legalismo. A diferencia del autor de MMT, el apóstol declara que todo empeño por ganarnos el fa-vor de Dios por nuestra buena conducta está condenado al fracaso.

¿Qué hay de malo en la obediencia? Aunque Pablo no lo explica con detalle aquí, el problema no es que la obediencia sea mala, ni que la ley de Dios sea de alguna manera insuficiente. La dificultad radica, más bien, en nosotros. El pecado nos ha corrompido. Como dice Pablo en otro lugar, «todos pecaron [en el pasado] y están desti-tuidos de la gloria de Dios [en el presente]» (Romanos 3:23). Somos como un violín roto. Aunque aún pudiera emitir algunos sonidos, un violín roto nunca podrá producir toda la gama de sonidos melodio-sos para cuya emisión fue creado en su origen. La raza humana tam-bién está rota. Por ello, independientemente de lo mucho que nos es-forcemos por cumplir la ley de Dios, nuestra conducta nunca alcan-zará el nivel de perfección necesario para que Dios declare que so-mos verdaderamente «justos» o «rectos». Tal veredicto es imposi-ble, dado que su ley requiere fidelidad absoluta en pensamiento y ac-ción –no simplemente parte del tiempo, sino desde nuestro primer aliento hasta el último, y no solo para algunos de sus mandamientos, sino para todos–.

Visto desde esta perspectiva, el problema humano no es una cues-tión superficial que requiera únicamente algunas modificaciones ex-

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ternas aquí y allá. Al contrario, se trata de algo que es el quid de quiénes somos, de nuestra identidad; porque, sin importar lo que hagamos, seguimos teniendo el historial de una vida contaminada que nos identifica como pecadores.

Si nuestra buena conducta o nuestras obras no son suficientes pa-ra ganarnos el favor de Dios, ¿qué esperanza tenemos? Esto nos lleva a la palabra clave final que usa Pablo en Gálatas 2:16:1a fe.

Fe en la fidelidad de Cristo La clave para contar con el favor de Dios tanto ahora como en el

juicio final no es nuestra obediencia, sino la fe. Pero no cualquier fe. Para Pablo la fe no es simplemente un concepto abstracto: está inse-parablemente unida a Jesús. De hecho, la expresión griega traducida dos veces como «fe en Jesucristo» en Gálatas 2:16 (NVI) es mucho más rica de lo que en realidad puede abarcar cualquier traducción (véanse también Romanos 3:22, 26; Gálatas 3:22; Efesios 3:12; Fili-penses 3:9). En griego, la expresión significa, literalmente, «la fe de Jesús» o «la fidelidad de Jesús». Revela el intenso contraste que el apóstol presenta entre las obras de la ley y la obra de Cristo realizada a favor nuestro. Para Pablo, el énfasis no está en nuestra fe en Jesús, sino en la fidelidad de Jesús. Así que la cuestión no está en la con-traposición entre nuestras obras y nuestra fe: ello casi haría de nues-tra fe algo meritorio, y no es así. Antes bien, la fe es únicamente el conducto a través del cual nos aferramos a Cristo. Somos justificados no por nuestra fe, sino por la fidelidad de Cristo.

Jesús hizo lo que Israel como nación y todo israelita individual no lograron hacer: fue fiel a Dios en cada momento de su vida. Aunque fue tentando «en todo según nuestra semejanza» (Hebreos 4:15), Je-sús nunca vaciló ni cedió al pecado. Vivió la vida perfecta que reque-ría la ley de Dios y, como segundo Adán, reescribió la historia de la raza humana (Romanos 5:18, 19). Nos ofrece hoy esa historia nueva: una nueva identidad, marcada no por el pecado, el fracaso y la derro-ta, sino por la pureza, la justicia y la victoria.

Nuestra única esperanza reside en la fidelidad de Cristo. Pablo nos pide que, en lugar de confiar en nuestra defectuosa conducta pa-ra ganarnos de algún modo el favor de Dios, pongamos nuestra fe, toda nuestra confianza, en la fidelidad de Cristo. Los pecadores po-demos ser justificados ante la vista de Dios únicamente mediante la obra de Dios en Cristo. Un autor lo expresa así: «Creemos en Cristo no para poder ser justificados por esa creencia, sino para poder ser justificados por su fe/fidelidad a Dios». 4 Una antigua traducción si-ríaca del siglo V denominada Peshitta transmite muy bien el signifi-

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cado original de Pablo. Afirma: «Porque sabed que un hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesús el Mesías, y creemos en él, en Jesús el Mesías, para que, por su fe, la del Mesías, podamos ser justificados, y no por las obras de la ley». 5

La fe o la creencia en Cristo que Pablo nos pide que expresemos no es un tipo de sensación o de actitud que un día decidimos tener solo porque Dios lo requiere. Al contrario, la genuina fe bíblica es siempre una respuesta a Dios. Se origina en un corazón tocado por un sentido de gratitud y de amor por la bondad divina. Por eso, cuando la Biblia habla de la fe de alguien, esa fe es siempre una res-puesta a alguna iniciativa que Dios ha tomado. En el caso de Abraham, por ejemplo, fe es su respuesta a las estupendas promesas que Dios le hace (Génesis 12:1-4). Sin embargo, en el Nuevo Testa-mento, la fe verdadera, genuina y salvadora está arraigada, en último término, en nuestra comprensión personal de que, en la vida, la muerte y la resurrección de Cristo, Dios nos ofrece una nueva identi-dad: la misma identidad de su Hijo.

Los ingredientes de la fe genuina A muchos les gusta definir la fe como una creencia. Sin embargo,

tal definición resulta problemática, dado que en griego la palabra «fe» es simplemente la forma sustantiva del verbo «creer». Usar una forma para definir la otra es básicamente como decir que fe es tener fe; eso no nos ayuda.

Un análisis meticuloso de las Escrituras revela que la fe compren-de dos componentes clave. En primer lugar, conlleva no solo el co-nocimiento de Dios, sino un asentimiento o una aceptación mentales de ese conocimiento. Esa es una razón por la cual tener una imagen de conjunto precisa de Dios es tan importante. En realidad, las ideas distorsionadas sobre su carácter dificultan que la gente tenga fe. Sin embargo, un asentimiento intelectual del evangelio no basta, porque «también los demonios creen, y tiemblan» en ese sentido.

La auténtica fe también afecta a la manera en que vive una perso-na. En Romanos 1:5 Pablo habla de «la obediencia de la fe». El após-tol no quiere decir que la obediencia sea lo mismo que la fe. Antes bien, la auténtica fe conforma la vida entera de una persona, no solo la mente. Implica confianza y compromiso, no simplemente a una lista de reglas, sino ante nuestro Señor y Salvador, Jesucristo.

Una de las principales acusaciones contra Pablo era que su evan-gelio de la justificación por la fe alentaba a la gente a pecar (véase Romanos 3:8; 6:1). Sin duda, sus adversarios razonaban que si la

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gente no tenía que guardar la ley para ser aceptada por Dios, ¿por qué iban las personas tan siquiera a preocuparse de cómo vivir?

Pablo encuentra tal razonamiento sencillamente ridículo. Aceptar a Cristo por fe no es algo trivial, ni es un juego de ensueño celestial me-diante el cual Dios simplemente considera que una persona, aunque no tenga ningún cambio real en su manera de vivir, es religiosa. Al contrario, aceptar a Cristo por fe es sumamente radical. Representa una completa unión con Cristo: unión tanto en su muerte como en su resurrección. En términos espirituales, el apóstol dice que estamos crucificados con Cristo. En consecuencia, se han acabado nuestros an-tiguos caminos pecaminosos, arraigados en el egoísmo (Romanos 6:5-14). Hemos efectuado una ruptura radical con el pasado. Todas las co-sas son nuevas (2 Corintios 5:17). También hemos resucitado a una vida nueva en Cristo. El Cristo resucitado vive dentro de nosotros día a día, haciéndonos cada vez más semejantes a él. Aunque muchos, de forma equivocada, han enfrentado a menudo a Pablo y a Santiago en-tre sí, analizados en su contexto ambos coinciden en que la fe sin obras está muerta (cf. Santiago 2:26; 1:22; Romanos 2:13).

Por lo tanto, la fe en Cristo no es pretexto para el pecado, sino un llamamiento a una relación con Cristo mucho más profunda y rica de la que jamás podría encontrarse en una religión basada exclusiva-mente en la ley.

Nuestra identidad desde la perspectiva de Dios A muchos les encantan los espejos, y parece que no pueden vivir

sin tener uno cerca. Aunque los espejos, ciertamente, pueden ser úti-les, no siempre son tan maravillosos. En vez de darnos una imagen clara de nosotros mismos, en realidad presentan, hasta cierto punto, una imagen distorsionada de la realidad. A poco que lo pienses, si te fijas, lo único que de verdad logran los espejos es hacernos pensar en nosotros mismos y señalarnos todas nuestras imperfecciones. Siem-pre que miramos en un espejo, encontramos algo que tenemos que arreglar. ¿Recuerdas alguna ocasión en que incluso la mirada más fugaz en un espejo no exigiera algún tipo de acción encaminada a enderezar o ajustar algo? En realidad, los espejos traen a nuestra memoria todos los sentidos en que no damos la talla.

En términos espirituales, los espejos pueden ser peligrosos si lo único que hacen es enseñarnos a mirarnos a nosotros mismos te-niendo en cuenta nuestra propia identidad. En vez de quedarnos con la mirada clavada en nuestra propia imagen en el espejo y contem-plar todos nuestros defectos y nuestros fracasos, Dios nos llama a que nos miremos a nosotros mismos y a nuestros hermanos en Cris-

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to desde su perspectiva. Cuando él nos mira, no ve todas las imper-fecciones que con tanta facilidad detectamos en los demás y en noso-tros mismos. En vez de ellas, ve la vida inmaculada de su Hijo, por-que lo que vale para Cristo vale para todos aquellos que ponen su fe en su fidelidad.

Referencias

1 T. Wright, Paul for Everyone: Galatians and Thessalonians [Pablo para todos: Gálatas y Tesalonicenses] (Lousville, Kentucky: Westminster John Knox, 2004), p. 24.

2 Ibíd. La cursiva es nuestra. 3 Martin Abbeg, “Paul, ‘Works of the Law’, and MMT” [Pablo, “las obras de la ley” y

MMT], Biblical Archaeology Review (noviembre-diciembre de 1994), pp. 52-55, 82. 4 J. McRay, Paul: His Life and Teaching [Pablo: Su vida y su enseñanza], (Grand Rapids:

Baker Academic, 2003), p. 355. 5 Traducción del autor. La Biblia Peshitta en español tradujo Gálatas 2:16 de la siguiente

manera: «Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley sino mediante la fe de Jesucristo, también nosotros hemos creído en Jesucristo para ser justificados mediante la fe del Cristo y no por las obras de la ley, porque por las obras de la ley ninguna carne es justificada»

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CAPÍTULO 5

Fe en Cristo l mundo evangélico sintió un estremecimiento el 5 de mayo del 2007 ante la noticia de que Francis Beckwith, presidente de Sociedad Teológica Evangélica, dimitió de su cargo, repudió

todos sus vínculos con el protestantismo y se unió formalmente a la Iglesia Católica Romana. Es probable que la mayoría de la gente no percibiera como significativa la decisión de Beckwith. En Estados Unidos, siempre hay gente que se cambia de iglesia; entonces, ¿qué hace que este caso resulte de tanto interés periodístico? Cualquiera familiarizado con la historia de Martín Lutero y el surgimiento del protestantismo se percata de que la decisión de Beckwith de hacerse católico romano no era tan simple como que una persona se pase de una iglesia bautista a una metodista. Aunque los protestantes y los católicos compartimos algunas creencias comunes, nos separan mu-chas diferencias teológicas significativas; por ejemplo, la veneración católica romana por María, la inclusión de escritos de los apócrifos como parte de la Biblia, la creencia en el purgatorio, las oraciones por los difuntos y la doctrina de la infalibilidad papal. Sin embargo, lo que hizo que la separación de Beckwith del protestantismo resul-tase tan inquietante para los cristianos evangélicos fue la razón que dio para su decisión.

En una entrevista en la revista Chrístianity Today, Beckwith afirmó que el factor fundamental que lo llevó a convertirse al catoli-cismo romano fue que ya no estaba de acuerdo con la doctrina me-dular del protestantismo: la creencia en que la justificación es sola-mente por fe. 1 Luchó con la idea de que la fe, y solo la fe, era cuanto se requería para que una persona esté en buenas relaciones con Dios. Beckwith expresó que encontraba más atractivo el catolicismo, por-que «encuadra la vida cristiana como una vida en la que hay que ejercer la virtud. [...] Como evangélico, incluso cuando hablaba de la santificación y quería practicarla, parecía que no tenía un incentivo lo bastante bueno como para hacerlo». 2 Desde su perspectiva, la creencia en que la fe sola reconcilie a los seres humanos con el Padre da demasiada importancia a la fe y no pone suficiente énfasis en la necesidad de la obediencia.

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Beckwith no es la primera persona que se ha sentido incómoda con la forma en que la enseñanza de la justificación por la fe ha lle-vado a algunos evangélicos a quitar importancia a la obediencia en la vida del creyente. Dado que no todas las confesiones del cristianismo protestante minimizan la observancia de la ley de Dios, solo cabe su-poner que la decisión de Beckwith de apartarse del protestantismo fue, en último término una reacción a un punto de vista distorsiona-do de la justificación por la fe. Como Beckwith era hasta entonces bautista, parece lógico concluir que reaccionó a la típica creencia bautista del «una vez salvo, salvo para siempre». Aunque recalca la seguridad en Cristo solo, este concepto también presenta de una forma sesgada la enseñanza bíblica de la perseverancia de los santos y a menudo ha fascinado a algunos a llegar a la peligrosa conclusión de que la obediencia a Dios es opcional. Parece que la decisión de Beckwith lo ha llevado de un error doctrinal a otro.

Aunque su perspectiva es una crítica válida de la situación real de algunas confesiones del cristianismo evangélico contemporáneo (cf. Santiago 2:14-26), no es, desde luego, una presentación correcta de la enseñanza de Pablo sobre la justificación por la fe. La salvación es por la fe sola en Cristo, pero la fe siempre conduce a la obediencia, no porque el creyente tenga que obedecer para ser salvo, sino porque ya ha sido salvado. Como muchos cristianos de la actualidad, los adver-sarios del apóstol en Galacia se habían confundido sobre ese extremo. Creían equivocadamente que recalcaba demasiado el papel de la fe en la salvación, y que no hacía suficiente hincapié en la necesidad de la obediencia en la vida del creyente (cf. Gálatas 2:17,18; Romanos 2:8; 3:31; 6:1).

Hasta este punto de Gálatas, Pablo ha defendido el origen divino de su evangelio y ha demostrado que hasta los apóstoles respaldan su mensaje. Después de haber explicado que la justificación es por la fe y no por las obras de la ley (Gálatas 2:15-21), el apóstol sabe que sus adversarios comenzarán de inmediato a presentar objeciones en cuanto a la plena suficiencia de la fe. Por ello, en previsión de su pro-testa, demuestra en Gálatas 2:1-14 por qué la fe sola es el único me-dio fiable de obtener el favor de Dios. Pablo intenta hacerlo de dos maneras. En primer lugar, aborda el tema desde la perspectiva de la experiencia personarla experiencia personal de los gálatas, y luego la experiencia de Abraham, ancestro de la raza israelita (Gálatas 3:1-9). Por último, Pablo dirige la atención de sus lectores al testimonio de las Escrituras sobre el asunto (versículos 10-14).

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La experiencia de los gálatas (Gálatas 3:1-6) Sus palabras iniciales de Gálatas 3 ilustran lo preocupado (y com-

pletamente desconcertado) que estaba Pablo por el cambio radical de postura de los gálatas con respecto al evangelio. Varias traduccio-nes modernas han intentado captar el sentido de sus palabras del versículo 1, pero ninguna iguala la absoluta sorpresa transmitida en la de J. B. Phillips: «Queridos idiotas de Galacia». Aunque puede que nos sintamos un tanto incómodos con la franqueza de la traduc-ción de Phillips, en realidad refleja muy bien la terminología original de Pablo. La palabra griega que usó es anóetoi, que, literalmente, significa «descerebrados». ¿En qué estaban pensando los gálatas cuando se les ocurrió hacer depender la salvación de su propia con-ducta? El problema, según lo veía el apóstol, era que ni pensaban. De hecho, se estaban comportando con tanta insensatez que se preguntó si alguien los habría hechizado. Tan contundente terminología por parte de Pablo respondía, sin duda, a un intento de despertar a los gálatas de su embotamiento espiritual.

Esperando lograr que los gálatas entraran en razón, Pablo les re-cordó en el versículo 2 la forma en que habían llegado a entender y aceptar el evangelio: «¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley [es decir, obedeciendo la ley de Dios para ganar su favor] o por el es-cuchar con fe [es decir, creyendo el evangelio]?». Pablo no se acercó a ellos con una especie de fórmula complicada para la salvación. Su mensaje había sido sencillo y directo. «En nuestra predicación hemos mostrado ante sus propios ojos a Jesucristo crucificado» (versículo 1, DHH). La palabra traducida «mostrado» significa literalmente «seña-lizado» o «pintado», y se usaba para describir todas las proclamacio-nes públicas. ¿Cómo podían haberlo olvidado? La cruz formaba una parte tan medular de la presentación evangélica de Pablo que los gála-tas habían visto, en efecto, a Cristo crucificado (1 Corintios 1:23; 2:2). El mensaje del apóstol se había centrado no en algo que los gálatas tu-vieran que hacer para ganarse el favor de Dios, sino en simplemente aceptar por la fe lo que Cristo ya había hecho por ellos en el Calvario.

Acto seguido, el apóstol formuló una serie de preguntas pensadas para lograr que los gálatas contrapusieran su experiencia actual con la sencillez de cómo llegaron en sus comienzos a la fe en Cristo. «¿Tan insensatos sois? Habiendo comenzado por el Espíritu, ¿ahora vais a acabar por la carne? [...] Aquel, pues, que os el Espíritu y hace maravillas entre vosotros, ¿lo hace por las obras de la ley o por el oír con fe?» (Gálatas 3:3-5).

La respuesta a cada pregunta es la misma: ningún aspecto concreto de la experiencia cristiana de los gálatas se basaba en alguna cosa que

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tuvieran que hacer para ganar la salvación. Su salvación era comple-tamente una iniciativa divina. Pablo había llegado a Galacia predican-do el evangelio del Mesías crucificado, y resucitado. Los gálatas ha-bían aceptado el mensaje del apóstol, habían puesto su confianza en Cristo y habían recibido el prometido Espíritu de Dios. Todo esto era el don que recibían de Dios. No habían hecho nada para ganarlo. Tampoco Pablo había requerido de ellos que primero se circuncidaran ni que observaran la ley de Dios. Habían acudido a Cristo tal como eran, y el Señor los había aceptado, no porque lo merecieran, sino por el gran amor que les tenía (Efesios 2:4). Y ni siquiera los milagros que habían presenciado en su vida de cristianos eran obra de ellos; tam-bién eran únicamente obra del Espíritu de Dios, que se les había dado como don (Hechos 2:38). Así, de principio a fin, todo lo que habían experimentado como cristianos era un don de Dios. ¿Qué podía hacer-les pensar que ahora tenían que depender de su propia conducta?

Parece que parte del problema radicaba en que los gálatas no ha-bían logrado mantener la distinción entre justificación y santificación. Como hemos visto previamente, la justificación se refiere al acto me-diante el cual Dios pronuncia legalmente que un pecador es justo o recto ante su vista por lo que el Señor ya ha hecho por él en Cristo. La justificación es nuestro título al cielo. Sin embargo, la santificación se refiere al poder habilitador del Espíritu de Dios, que empieza a actuar en nosotros en el mismo momento en que somos justificados. Así, la santificación no es el medio por el cual nos ganamos el derecho a en-trar en el cielo, sino la forma en que Dios nos capacita para vivir en el cielo. Es el proceso mediante el cual Dios hace real en nuestra expe-riencia lo que ya es verdadero en nosotros por la fe en Cristo.

Aunque ambos aspectos de la salvación deberían estar presentes en la vida del creyente, han de producirse en la correcta secuencia y jamás debe confundirse uno con el otro. La vida cristiana comienza con la justificación por la fe: creer que Dios nos acepta no porque seamos dignos, sino porque Cristo, nuestro sustituto, lo es. Lo que Jesús hizo por nosotros en su vida, su muerte y su resurrección es la única base de nuestra salvación. No precisa superación, ni esta sería posible. Después, una vez que hemos aceptado el don divino de la salvación por la fe, el Espíritu de Dios comienza a obrar en nuestra vida, capacitándonos a fin de que seamos cada vez más semejantes a Cristo. Sin embargo, la santificación en nuestra vida no aporta ni un ápice a nuestra salvación. Meramente demuestra que hemos rendido nuestra vida a Cristo.

Pese a que se escribió hace casi dos mil años, el consejo de Pablo a los gálatas contiene una verdad fundamental sobre la vida cristiana

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que haríamos bien en no olvidar nunca. Con independencia de la forma en que el Espíritu de Dios pueda transformar nuestra vida, sin importar de cómo podamos desarrollarnos en conocimiento o capa-cidad espirituales, la base de nuestra aceptación ante Cristo no cam-bia nunca: es la fe en lo que Dios ha hecho por nosotros en Cristo.

La experiencia de Abraham (Gálatas 3:7-9) La atención de Pablo pasa ahora, de la experiencia personal de los

gálatas, a la de Abraham. El patriarca era una figura central del ju-daísmo. No solo era el padre de la raza judía, sino que, además, los judíos de los días de Pablo lo consideraban el prototipo de lo que significa ser un judío genuino. ¿Cuál fue la naturaleza de la experien-cia personal de Abraham con Dios?

Sin duda, los adversarios de Pablo en Galacia creían que la caracte-rística definitoria de la experiencia de Abraham con Dios había sido su obediencia. ¿No había abandonado Abraham su tierra y a su familia, y había consentido incluso en sacrificar a su hijo en obediencia a la or-den de Dios? Además, como seguramente estaban más de contentos de recalcar los adversarios de Pablo, Abraham hasta se había someti-do voluntariamente en obediencia al rito de la circuncisión.

Un antiguo libro judío titulado Jubileos es una interesante confir-mación de que los judíos que vivieron en los primeros siglos anterio-res y posteriores a Cristo consideraban con admiración a Abraham como un ejemplo ideal de una vida de obediencia. Escrito original-mente en hebreo hacia mediados del siglo II a. C., Jubileos pretende ser una narración contada por un ángel a Moisés durante los cuarenta días que pasó en el monte Sinaí (ver Éxodo 24:18). Moisés aprendió la historia de los hijos de Israel desde la creación hasta el éxodo, y prestó especial atención a Abraham. Aunque la mayoría de los relatos de Ju-bileos proceden de la Biblia, reciben a menudo un giro inesperado. En el caso de Abraham, el autor también introduce varios cuentos apócri-fos sobre lo ferviente y obediente que era Abraham desde niño. Pare-cen ilustrar que Dios lo escogió porque era obediente. El autor se toma la molestia de encubrir algunos de los episodios más sórdidos de la vi-da de Abraham. Por ejemplo, en el incidente en el que el faraón tomó a Sara, esposa de Abraham, el autor, convenientemente, omite la parte en la que Abraham miente sobre que Sara sea su mujer. En este caso, la conducta de Abraham necesitaba algo de ayuda.

El libro de Jubileos también presenta una perspectiva adicional so-bre la importancia que algunos judíos daban a la circuncisión. En ella, el ángel dice a Moisés que en el futuro los hijos de Israel se apartarán de la obediencia de la ley de la circuncisión. En consecuencia, «se

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desatará una gran ira del Señor sobre los hijos de Israel» «porque se han vuelto como los gentiles. [...] Por lo tanto, no hay perdón para ellos por el que pudieran ser indultados y perdonados de todos los pe-cados de este error eterno». 3 El pasaje tiene los ecos de aquello con lo que habrían coincidido los propios adversarios de Pablo.

Sin embargo, el apóstol devuelve la pelota a sus adversarios ape-lando a Abraham no meramente como un ejemplo de la plena sufi-ciencia de la fe, sino como la base fundamental de todo su evangelio. La experiencia de Abraham es tan imprescindible para la interpreta-ción paulina del papel de la fe en la vida del creyente que lo mencio-na no menos de nueve veces en Gálatas.

En primer lugar, Pablo introduce a Abraham como parte de una ci-ta de Génesis 15:6. Abraham «creyó a Jehová y le fue contado por jus-ticia». Es importante que recordemos en este contexto que la palabra «fe» y el verbo «creer» provienen de la misma raíz en griego. Dios contó o consideró a Abraham recto por la fe de este. La palabra «con-tado» o «considerado» es una metáfora extraída del mundo de los ne-gocios. Significa «anotar en el haber» o «poner algo en la cuenta de una persona». Pablo no solo la usa para Abraham en Gálatas 3:6, sino otras once veces en relación con el patriarca en el capítulo cuatro de Romanos (ver Romanos 4:3, 4, 5, 6, 8, 9, 10, 11, 22, 23, 24).

Según la metáfora de Pablo, Dios anota en nuestro haber la justi-cia, lo mismísimo de lo que carecemos. ¿En qué se basa para consi-derarnos justos? Seguramente, no puede ser en nuestra obediencia, como afirmaban los adversarios de Pablo, porque, independiente-mente de lo que pueda decirse sobre la obediencia de Abraham, las Escrituras dicen que Dios lo contó entre los justos por su fe. Las Es-crituras lo expresan con claridad. La obediencia de Abraham no fue el fundamento de su justificación, sino el resultado de esta. Además, ¡Dios lo había contado justo unos quince años antes de tan siquiera circuncidarse!

De hecho, la promesa hecha por Dios a Abraham en Génesis 12:3 deja meridianamente claro que, desde el mismísimo comienzo, el Señor no se proponía que su pacto fuese exclusivamente para los ju-díos. «Serán benditas en ti todas las familias de la tierra» (Génesis 12:3). Y para asegurarse de que Abraham y sus descendientes no ol-vidaran que habían de llevar el plan divino de la salvación al resto del mundo, el libro de Génesis repite la misma promesa cuatro veces más (Génesis 18:18; 22:18; 26:4; 28:14).

El fundamento del pacto de Dios con Abraham se centraba en la promesa divina dada al patriarca. En tan solo tres breves versículos, en Génesis 12:1-3, Dios anuncia a Abraham cuatro cosas que realizará

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por él: 1) «Te mostraré una tierra», 2) «haré de ti una gran nación», 3) «te bendeciré» y, por último, 4) «bendeciré a los que te bendigan». Las promesas divinas a Abraham son asombrosas, porque son com-pletamente unilaterales. Observemos cómo el Señor realiza todas las promesas y no requiere que Abraham prometa nada como contrapar-tida. Es lo contrario de la forma en que muchos intentan relacionarse con Dios. Normalmente prometemos a Dios que le serviremos si hace algo por nosotros en contrapartida. Pero eso es legalismo. Dios no pi-dió que Abraham prometiera nada. En vez de ello, el Señor le pide que acepte sus promesas por fe. Por supuesto, no era tarea fácil. Abraham tuvo que aprender a confiar por completo en Dios y no en sí mismo, algo que es contrario a toda la sabiduría humana.

La fe fue la marca definitoria de la vida de Abraham. Y aunque se hiciese preguntas y vacilase de vez en cuando, ¡qué fe tan maravillo-sa tuvo en las promesas de Dios! Su fe en la promesa divina lo llevó a dejar las comodidades y el bienestar de Ur de los caldeos y vagar por el mundo hacia una tierra que nunca había visto. Y aunque tanto Sa-ra como él ya habían superado con creces los años de la fertilidad, seguía creyendo que Dios podía hacer lo que era médicamente impo-sible: darles su propio hijo biológico (Romanos 4:19-21; Hebreos 11:11, 12). Cuando pareció que la promesa de Dios se demoraba, Abraham siguió creyendo, año tras año, que el Señor cumpliría su promesa a pesar de todo. E incluso cuando Dios le ordenó que sacri-ficase a Isaac, su hijo prometido, Abraham estaba convencido de que, sin duda, Dios lo devolvería a la vida, porque el Señor jamás quebrantaría su promesa (Hebreos 11:17-19).

Abraham fue obediente, pero su relación con Dios no se basaba en su propia obediencia. Si lo hubiese hecho, los errores que cometió en su vida no habrían tardado en inhabilitarlo. La obediencia del pa-triarca fue únicamente un producto secundario de su fe. Encontró favor a la vista de Dios porque estuvo dispuesto a confiar por com-pleto en las promesas de Dios y no en su propia capacidad o en su conducta. Por esta razón, la experiencia de Abraham contiene la esencia de todo lo que de verdad es el evangelio: completa fe en que la promesa divina haría por Abraham y sus descendientes o que no podían hacer por sí mismos.

El testimonio de las Escrituras (Gálatas 3:10-14) Aunque la experiencia de los gálatas y del propio Abraham impli-

ca que la fe es suficiente para la salvación, Pablo prosigue argumen-tando que las propias Escrituras hebreas enseñan explícitamente que la obediencia humana a la ley de Dios jamás será suficiente co-

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mo para merecer la salvación. El apóstol lo demuestra aludiendo a varios versículos de los libros de Deuteronomio y Levítico.

• «Maldito sea el que no permanezca en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para cumplirlas» (Gálatas 3:10; Deutero-nomio 27:26).

• «El justo por la fe vivirá» (Gálatas 3:11; Habacuc 2:4). • «El que haga estas cosas vivirá por ellas» (Gálatas 3:12; Levíti-

co 18:5). • «Maldito todo el que es colgado en un madero» (Gálatas 3:13;

Deuteronomio 21:22, 23).

A primera vista, la lógica que siguió Pablo en su colección de ver-sículos del Antiguo Testamento y su rápida presentación de la misma en Gálatas 3:10-14 pueden parecer más bien oscuras. De hecho, hay quienes incluso podrían sentirse tentados a acusarlo de un uso desa-tinado del «método» de los textos probatorios, es decir, juntar pasa-jes dispares cuyos contextos originales no comparten ninguna cone-xión genuina. Pero aunque no sea culpable de incurrir en semejante «metodología», ¿cómo indican que la obediencia humana no es un prerrequisito para la salvación? 4 En todo caso, parecen recalcar que la obediencia sí es necesaria. ¿Qué dice Pablo exactamente?

Aunque el «método» de los textos probatorios es, a menudo, un ejercicio hermenéutico ilegítimo, cuesta acusar a Pablo de un uso descuidado o irresponsable de las Escrituras. Como rabino judío, co-nocía las Escrituras hebreas; las conocía bien. Un análisis meticuloso de sus citas indica incluso que estaba familiarizado con ellas tanto en hebreo como en la traducción griega denominada Septuaginta (abre-viada LXX). Aunque es difícil saber exactamente cuántos cientos de veces el apóstol cita o alude a las Escrituras, encontramos referen-cias a las mismas dispersas por todas sus Cartas, con la única excep-ción de Tito y Filemón, sus dos Epístolas más breves.

En el caso de las citas encontradas en Gálatas 3:10-14, Pablo co-noce las Escrituras lo bastante como para no tener que amontonar un puñado de textos dispares sin conexión lógica alguna. Al contra-rio, su argumento es bastante lógico y las citas que usa para desarro-llarlo están enlazadas por una serie de paralelos verbales. Los dos pasajes de Deuteronomio contienen cada uno la palabra «maldito», y el pasaje de Levítico y Habacuc comparten «vivirá». Además, Leví-tico 18:5 y Deuteronomio 27:26 también emplean la palabra traduci-da al español como «hacer» y «cumplir», respectivamente. Tales pa-ralelos verbales le permiten interpretar cada pasaje de las Escrituras

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por su relación mutua. 5 Y la lógica que encuentra en estos pasajes parece desarrollarse siguiendo estas líneas:

• La ley se basa en el principio de hacer, no en el de creer (Gála-tas 3:12)

• La ley requiere perfecta obediencia a todos sus preceptos con-tinuamente (versículo 10)

• El no cumplimiento de toda la ley todo el tiempo pone a la per-sona bajo la maldición de la ley (versículo 10)

• Conclusión: Nadie puede justificarse ante Dios por la ley, por-que nadie (excepto Jesús) ha cumplido nunca toda la ley. Por lo tanto, todos estamos bajo la maldición de la ley. 6

No cabe duda de que las audaces palabras de Pablo en Gálatas 3:10 habrán dejado pasmados a sus adversarios. Desde luego, no po-dían imaginarse que estaban bajo una maldición: en todo caso, con-taban con estar bendecidos por su obediencia.

Aunque el cuadro que pinta el apóstol es más bien lóbrego, no to-do está perdido. Dos faros de esperanza alumbran el oscuro cielo. El primer rayo de esperanza aparece en una cita de Habacuc 2:4 que el apóstol inserta en medio de los versículos que cita para demostrar que ningún ser humano puede encontrar la vida guardando la ley. Habacuc, profeta de Dios que vivió durante una época en que parecía haber poca esperanza de supervivencia para Israel, proclamó que el único camino hacia la vida era la fe. «El justo por su fe vivirá» (Ha-bacuc 2:4). Este pasaje, también citado por Pablo en Romanos 1:17, contempla la fe tanto como el camino hacia la justicia como el ca-mino hacia la vida. Como tal, distingue la relación de una persona con Dios de principio a fin.

El segundo rayo de esperanza se presenta como un remedio de la maldición de la ley anunciada en el versículo. Pablo afirma que «Cristo nos redimió de la maldición de la ley, haciéndose maldición por nosotros (pues está escrito: "Maldito todo el que es colgado en un madero")» (Gálatas 3:13). Aquí el apóstol nos presenta una nueva metáfora para explicar lo que Dios ha hecho por nosotros en Cristo. «Cristo nos redimió».

Hoy la palabra «redimir» es, en gran medida, una palabra religio-sa. Pero no era así en los días de Pablo. En su tiempo, el uso domi-nante de la palabra era secular. Literalmente significaba «rescatar». Los antiguos la usaban para el precio de rescate pagado para conse-guir la liberación de personas retenidas como rehenes, o para el monto requerido para liberar a una persona de la esclavitud. Basán-dose probablemente en el uso que el propio Jesús hizo de la palabra

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en relación con su ministerio (Marcos 10:45; Mateo 20:28), Pablo emplea la misma metáfora para explicar lo que Cristo ha hecho por nosotros. Puesto que la paga del pecado es la muerte (Romanos 6:23), la maldición de la ley era, en último término, una sentencia de muerte. Jesús pago el castigo de nuestro pecado convirtiéndose en quien cargó con él (1 Corintios 6:20; 7:23). De forma voluntaria, to-mó nuestra maldición sobre sí y sufrió en nuestro nombre la paga ín-tegra del pecado (2 Corintios 5:21).

Pablo cita Deuteronomio 21:23 como prueba bíblica de lo que aca-ba de decir en cuanto a la cruz. La costumbre judía consideraba que una persona estaba bajo la maldición de Dios si, tras su ejecución, su cuerpo quedaba colgado de un árbol. Muchos vieron la muerte de Je-sús en la cruz como un ejemplo precisamente de eso (Hechos 5:30; 1 Pedro 2:24), por esta razón la cruz era piedra de tropiezo para tantos judíos. No podían comprender la idea de que el Mesías estuviese bajo la maldición de Dios. Sin embargo, ese era exactamente el plan divino. La maldición que Cristo llevó no era suya, sino nuestra.

Cristo ha hecho por nosotros lo que jamás podríamos haber lo-grado por nosotros mismos. No importa cuán sinceros y fieles haya-mos decidido ser en la vida, todos distamos de dar la talla en muchos sentidos. ¡Qué maravillosa noticia es contemplar que nuestra salva-ción no se basa en lo que hemos hecho, ni en lo que tenemos que ha-cer, sino que lo hace en lo que Dios ya ha logrado! Según lo expresó en una ocasión el arzobispo William Temple: «Lo único mío que aporto a mi redención es el pecado del que necesito ser redimido». 7 Aunque la ley dice «Haz» y luego nos condena por no dar la talla, el evangelio dice «Hecho» y luego nos da el poder para vivir una vida de santidad. Por ello, todo lo que tenemos lo hemos recibido de Cris-to. Solo él merece toda nuestra alabanza.

«¡Cuán vastos los beneficios divinos que en Cristo poseemos! Somos redimidos de la culpa y la vergüenza y llamados a la santidad. Mas, no por obras que hayamos hecho o hayamos de hacer, ha de-cretado Dios a pecadores la salvación otorgar. La gloria, Señor, de principio a fin, a ti solo debemos; Nada para nosotros osamos tomar, ni arrebatarte tu corona». 8

Referencias

1 En las últimas tres décadas eruditos católicos romanos vienen dialogando con protestan-tes para intentar corregir prejuicios y falsos estereotipos, y para promover la unidad en te-mas morales comunes. Uno de los asuntos abordados ha sido la cuestión divisiva de la justi-

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ficación por la fe. Un encuentro entre el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y la Federación Luterana Mundial propició la publicación de un documento en 1999 titulado Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación. En dicho docu-mento, luteranos y católicos acordaban la siguiente definición de «justificación»: «Juntos confesamos: Solo por gracia mediante la fe en Cristo y su obra salvífica y no por algún mé-rito nuestro, somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones, capacitándonos y llamándonos a buenas obras»

2 David Neff, «Q&A: Francis Beckwith» [Preguntas y respuestas: Francis Beckwith], Christianity Today. Citado el 29 de mayo de 2009 de Internet: http://www.christianitytoday .com/ct/2007/mayweb-only/119-33.0.html

3 Jubileos 15:33, en James H. Charlesworth, ed., The Old Testament Pseudepigrapha [Los libros pseudoepigráficos del Antiguo Testamento], Anchor Bible Reference Library (Nueva York: Doubleday, 1985), volumen 2, p. 87.

4 David K. Huttat, Galatians: The Gospel According to Paul [Gálatas: El evangelio según Pablo], (Christian Publications, 2001), p. 83

5 Frank Matera, Galatians [Gálatas], Colección Sacra Página (Collegeville, Minnesota: Li-turgical Press, 1992), volumen 9, p. 121.

6 Huttat, p. 83. 7 Citado en John Stott, Through the Bible Throug the Year [La Biblia en un año] (Grand

Rapids, Baker Books, 2006), p. 349. 8 Augustus M. Toplady, «How Vast the Benefits Divine» [¡Cuán vastos los beneficios di-

vinos!], Gospel Magazine, 1774. Citado el 29 de mayo de 2009 de Internet: http://nethim-nal.org/htm/h/v/hvasttbd.htm

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CAPÍTULO 6

La prioridad de la promesa

ónde quería ser enterrada? ¿Quién era el padre de su hi-ja? ¿Y quién se convertiría en el tutor legal de la enorme herencia de esa niña? Tales preguntas constituían una

pesadilla legal y provocaron un frenesí periodístico que, durante se-manas, captó los titulares de la prensa sensacionalista y dominó la atención de los programas de noticias de la televisión por cable y de los programas radiofónicos de tertulia en el año 2007. El origen de todo este caos estaba en la triste y trágica desaparición de Anna Ni-cole Smith, actriz y modelo que falleció por una sobredosis acciden-tal de drogas sin haber puesto al día su testamento tras el nacimien-to de su hija, Danielynn, y la posterior muerte de su hijo, Daniel.

Todas las personas relacionadas con el caso –y hasta las no impli-cadas en él– parecían tener una opinión diferente sobre lo que Anna Nicole Smith habría querido. Algunos decían que habría querido ser enterrada en Texas, cerca de su familia; otros decían que en Los Án-geles, y aún otros defendían que su deseo habría sido ser enterrada junto a la tumba de su hijo en las Bahamas. Después, en un vuelco de los acontecimientos más bien estrambótico, al menos cinco hombres diferentes pretendieron ser el posible padre de Danielynn, la hija de Anna. Tal drama sensacionalista alimentó un circo mediático como hacía años que no se veía en el mundo de la abogacía. Al final, lo único en lo que todas las partes parecían estar de acuerdo era en lo diferente que habría sido toda la situación si tan solo Anna Nicole Smith hubiera dejado un testamento actualizado que especificase con claridad qué quería que sucediese tras su fallecimiento.

En marcado contraste con toda la incertidumbre que rodeó los deseos de Anna Nicole Smith en el momento de su muerte, no hay duda alguna, afortunadamente, en cuanto a los deseos de Dios para su pueblo. La Palabra de Dios es segura e inmutable. Y, según la Car-ta de Pablo a los Gálatas, el Señor puso de manifiesto, en su trato con Abraham, que la salvación es por la fe; por la fe sola. La obediencia

¿D

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humana a la ley de Dios no aporta nada a la aceptación de una per-sona ante él. Sin embargo, la gran insistencia del apóstol en la fe sus-cita preguntas muy importantes. Si, verdaderamente, la fe es cuánto hay en términos de la aceptación ante Dios, ¿por qué, de entrada, el Señor dio la ley a los hijos de Israel? ¿No significó ello que Dios ha-bía reemplazado, anulado o, al menos, alterado el pacto que había hecho con Abraham 430 años antes? ¿Cuál es la debida relación en-tre la fe y la ley de Dios? Los adversarios de Pablo en Galacia se pre-guntaban exactamente lo mismo. En Gálatas 3:15-20 el apóstol pre-senta un argumento final a favor de la suficiencia de la fe por sí sola, y luego pasa a abordar el asunto de la relación entre la fe y la ley.

Los gálatas como «hermanos» En Gálatas 3:10, Pablo inicia sus comentarios con una palabra

que podríamos fácilmente pasar por alto como si careciera de impor-tancia, pero que en realidad merece nuestra atención. Se dirige a los gálatas como «hermanos» (versículo 15). ¿Por qué merece nuestra atención la palabra? Hasta este instante, podríamos sentirnos tenta-dos a considerar que la relación del apóstol con los gálatas era com-pletamente hostil, si no de puro odio. Después de todo, el apóstol se saltó la expresión de acción de gracias con la que suele comenzar sus Epístolas, pronunció una maldición contra todo aquel que enseñe un evangelio diferente y luego dijo de los gálatas que eran unos desce-rebrados y que estaban hechizados (Gálatas 3:1). Aunque no hay du-da de que estaba disgustado, malinterpretaríamos gravemente la na-turaleza de su relación con los gálatas si no reparásemos en que también se refiere a ellos como «hermanos». Y esto tampoco es un desliz de la lengua por su parte. Se dirige a ellos nueve veces con esa expresión de cariño (Gálatas 1:11; 3:15; 4:12, 28, 31; 5:11,13; 6:1,18) y casi llega a las lágrimas en el llamamiento que les extiende (Gálatas 4:12-16,19, 20). Su reiterada referencia a los gálatas como hermanos suyos indica que, pese a sus diferencias, sigue creyendo que entre él y ellos existe una relación estrecha. No son sus enemigos; son miem-bros de la familia.

Es preciso que tamicemos toda su terminología apasionada y fogo-sa a través de esta perspectiva. Pablo está enfrascado en una riña in-terna entre hermanos. Y, aunque su manera de ser era, desde luego, más franca que aquella con la que nos sentiríamos cómodos en la ac-tualidad, sigue siendo importante que recordemos que una riña entre hermanos es enormemente diferente de un desacuerdo entre dos per-sonas sin parentesco. Aunque las palabras puedan ser las mismas en ambos casos, el impacto es radicalmente diferente. Lo que se dice en

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una riña entre miembros de una familia siempre se ve suavizado por una relación compartida. Sin embargo, cuando otra persona dice esas mismas palabras, no hay un amortiguador que las suavice. Ya no se trata de un «nosotros», sino de un «ellos». Si no interpretamos la disputa de Pablo con los gálatas desde este contexto, corremos el ries-go no solo de distorsionar nuestra imagen de Pablo, sino de convertir el libro de Gálatas en poco más que una arenga.

La inmutable promesa divina (Gálatas 3:15-18) En intento final por demostrar a los gálatas que el pacto de Dios

con Abraham y todos sus descendientes se basaba en la fe sin las obras de la ley, Pablo se vale de un ejemplo tomado de la vida coti-diana. Afirma: «Un testamento debidamente otorgado nadie puede anularlo ni se le puede añadir una cláusula» (Gálatas 3:15, NBE).

La terminología y la lógica de la ilustración de Pablo han intriga-do por igual a traductores y comentaristas. La palabra traducida co-mo «testamento» (diathéke) también puede traducirse perfectamen-te por «pacto». Cualquiera de las dos traducciones es igualmente vá-lida. Podemos percibir esta diferencia comparando la forma en que vierten el versículo diferentes versiones de la Biblia. Sin embargo, el problema estriba en que existe una tremenda diferencia entre un pacto y un testamento. Típicamente, un pacto es un acuerdo mutuo entre dos o más personas, que a menudo recibe la denominación de contrato o tratado. Un testamento es una declaración de una única persona. La referencia de Pablo a Abraham en los versículos prece-dentes podría sugerir que el contexto indica que «pacto» es el tér-mino que tenía en mente. Es verdad que la Septuaginta, traducción griega de las Escrituras hebreas, usa a menudo la palabra diathéke de esa manera. La dificultad estriba en que el término griego dia-théke, en las fuentes seculares, siempre se refiere a la última volun-tad y testamento de una persona. 1 Por ello, básicamente, la eviden-cia a favor de cada una de las dos palabras está dividida por igual.

Entonces, ¿de qué habla la ilustración de Pablo? ¿Es «pacto» o «testamento»? La respuesta es que el apóstol parece tener en mente ambos conceptos.

Aunque las palabras «pacto» y «testamento» son muy diferentes en español, en griego no están tan desvinculadas. La traducción griega del Antiguo Testamento nunca vierte la palabra hebrea (berít) usada para referirse al pacto de Dios con Abraham con la palabra griega usada en los acuerdos o contratos entre dos partes (synthéke). En vez de ello, la Septuaginta emplea la palabra usada típicamente para un testamento (diathéke). ¿Por qué? Probablemente porque los

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traductores se percataron de que el pacto de Dios con Abraham no fue como un tratado entre dos personas que realizaban promesas vinculantes mutuas. Al contrario, el pacto de Dios estaba basado únicamente en que así le agradó. No contiene una retahíla de condi-cionantes ni de conjunciones copulativas o adversativas. Abraham, sencillamente, tenía que fiarse de la palabra del Señor.

Parece que Pablo percibió este doble significado de la palabra pa-ra expresar las ideas de testamento y de pacto, y lo usa para poner de relieve características específicas del pacto de Dios con Abraham. Por ejemplo, igual que un testamento humano, el pacto de Dios se refiere a un beneficiario específico: Abraham y su descendencia (Gé-nesis 12:1-5; Gálatas 3:16). También conlleva una herencia (Génesis 13:15; 17:8; Romanos 4:13). Sin embargo, para Pablo lo más impor-tante es la naturaleza inmutable del pacto divino. Si un testamento ratificado no puede ser alterado o modificado de ninguna manera una vez que fallece el testador, las promesas contractuales de Dios a Abraham son aún más inmutables. Su pacto es una promesa (Gála-tas 3:16) y en modo alguno quebranta sus promesas (Isaías 46:11; Hebreos 6:18).

Sin embargo, el pacto inviolable que Dios hizo con Abraham no es una mera cuestión de antigüedad. En un sentido, abarca en realidad todos los tiempos, dado que no estaba limitado solo a Abraham, sino que también se aplicaba a su descendencia (Génesis 17:1-8). La refe-rencia a la descendencia de Abraham evoca un comentario parentètico por parte de Pablo en cuanto al significado de la palabra «descenden-cia». «No dice: "Y a los descendientes", como si hablara de muchos, sino como de uno: "Y a tu descendencia", la cual es Cristo» (Gálatas 3:16). Igual que en español, la palabra «descendencia» puede tener en hebreo y griego un sentido colectivo, aunque sea en realidad singular en número. Para Pablo, el hecho de que «descendencia» sea singular sugiere que es una referencia a Cristo como el auténtico descendiente individual de Abraham y el beneficiario definitivo por medio del cual Dios bendeciría a todas las naciones del mundo.

Aunque el razonamiento de Pablo puede parecer un ejemplo de nimiedades gramaticales, no solo demuestra su atención al detalle en las Escrituras, sino que revela una percepción significativa en su com-prensión de la promesa que Dios hizo a Abraham. Desde la perspecti-va de Pablo, ni uno solo de los descendientes literales de Abraham he-redó jamás de verdad la plena cuantía de las promesas que el Señor hizo al patriarca (cf. Hebreos 11:39). Todas las naciones de la tierra han sido benditas únicamente en Cristo, la auténtica descendencia de Abraham. Según señala Donald Guthrie, «la auténtica bendición que

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ha llegado a judío y a gentil por igual lo ha hecho únicamente en Cris-to. Este es la Descendencia de Abraham por antonomasia, y todos los que están en él son igualmente hijos de Abraham». 2 Por esa razón, Cristo es cuanto importa de verdad, porque, como afirma Pablo en Gálatas 3:29, «si vosotros sois de Cristo, ciertamente descendientes de Abraham sois, y herederos según la promesa».

No queriendo que los gálatas dejasen de captarlo principal de su comparación del pacto de Dios con la última voluntad y testamento de una persona, el apóstol la formula claramente: «Quiero decir es-to: una herencia ya debidamente otorgada por Dios no iba a anularla una ley que apareció cuatrocientos treinta años más tarde, dejando sin efecto la promesa» (versículo 17, NBE). Los gálatas pueden decir cuánto quieran de la ley, pero la realidad es que Dios nunca se rela-cionó con Abraham partiendo de tal base. El Señor la dio a los hijos de Israel mucho después. La fe era cuanto demandaba en el pacto que hizo con Abraham y sus descendientes. Decir que ahora la ley es un requisito para recibir la promesa de Dios significaría que el Señor incumplió su promesa. Frank Matera resume muy bien el fundamen-to lógico del planteamiento de Pablo:

«Para Pablo, es inconcebible que la ley pudiera anular la promesa o actuar de codicilo del testamento de Dios. Si así fuera, Dios sería caprichoso. Si la ley anuló la promesa, Dios sería infiel a sí mismo, al igual que a Abraham. No, la ley apareció de forma tardía; fue pro-mulgada en Sinaí 430 años después de que Dios ratificase legalmen-te su testamento con Abraham. Por lo tanto, por importante y santa que sea la ley, no puede añadir ni anular lo que Dios ya ha prometido mediante un solemne juramento a Abraham». 3

¿Por qué dio Dios la ley? (Gálatas 3:19,20) Pablo se adelanta a la pregunta para cuya formulación sus adver-

sarios probablemente estaban deseando saltar de sus asientos. «Si las promesas contractuales de Dios a Abraham no se vieron afecta-das en absoluto por la ley ¿por qué, de entrada, dio Dios la ley?».

El apóstol contesta: «Fue añadida a causa de las transgresiones, hasta que viniera la descendencia a quien fue hecha la promesa» (versículo 19). ¿Qué quiere decir exactamente? Su respuesta es tan sucinta, que genera varias preguntas importantes –y debatidas– que es preciso responder antes de que podamos entender realmente lo que dice. ¿Qué ley fue añadida? ¿Por qué fue «añadida»? ¿Y durante cuánto tiempo lo fue? Consideraremos las preguntas una a una.

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1. ¿Qué ley fue añadida? Pablo dice que la ley fue añadida, pero, ¿de qué habla exactamen-

te? Responder esta pregunta no resulta tan fácil como puede parecer al principio, dado que la palabra «ley» puede referirse a varias cosas en sus Cartas. La palabra «ley» aparece más de cien veces en sus Epístolas. Pablo puede usarla para referirse a la voluntad de Dios pa-ra su pueblo, al Pentateuco (Romanos 3:21), a un libro específico del Antiguo Testamento (1 Corintios 14:21), a todo el Antiguo Testamen-to (Romanos 3:10-19; 5:13) o incluso, simplemente, a un principio general (Romanos 7:21). Por si no bastaba con eso, algunos estudio-sos han afirmado que la ley de Gálatas se refiere únicamente a las le-yes ceremoniales que tienen que ver con los sacrificios y las ofren-das. Y otros la identifican con la ley moral en particular. ¿Qué con-clusión podemos sacar?

No deja de tener su interés que el asunto de la identidad de la ley de Gálatas fuese una cuestión muy debatida entre los adventistas del séptimo día de finales del siglo XIX. De hecho, generó varios debates y artículos controvertidos, y hasta dio para la publicación de varios libros dedicados en su totalidad a abordar el tema. 4 Si crees que esta sección es tediosa, ¡imagina qué no será leer doscientas páginas so-bre este tema!

La interpretación tradicional entre los primeros pastores y evan-gelistas adventistas había sido que la «ley añadida» se refería a la ley ceremonial, y que esa ley acabó siendo eliminada con el sacrificio de Cristo en el Calvario. Veían la confirmación de su interpretación en la creencia de que la palabra «hasta» del versículo 19 indica que esa ley era solamente de duración temporal. Se vio que era una interpre-tación popular, pues ayudaba a los adventistas a demostrar que la ley moral de Dios –y en particular el sábado– no había sido abolida en el Calvario. En oposición al punto de vista tradicional, un grupo constituido por pastores más jóvenes defendía que la ley moral tenía mucho más sentido en el argumento general de Pablo en Gálatas. El debate acabó haciéndose tan polémico que Elena G. de White tuvo que reprender a ambos grupos por su falta de civismo cristiano. La realidad es que ambos grupos distaban de entender lo que Pablo qui-so decir.

La identidad de la ley en Gálatas debe ser interpretada teniendo en cuenta el mensaje global de Pablo en esa Epístola. Aunque el apóstol argumenta contra la necesidad de la circuncisión, su preocu-pación por los gálatas no se circunscribe simplemente a rituales ce-remoniales. Su mensaje tiene un alcance mucho más amplio que ese asunto. Declara que todo empeño de relacionarnos con Dios desde

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una perspectiva de la ley o la obediencia es insuficiente, con inde-pendencia de si su centro de interés está en los requisitos ya sea de la ley ceremonial o de la moral. Un análisis minucioso de la más de treinta veces que la palabra «ley» (griego nomos) aparece en la Epís-tola ilustra precisamente esto. Cuando Pablo menciona la «ley» en Gálatas, el contexto indica que casi siempre tiene en mente una defi-nición más general (Gálatas 2:21; 5:3, 4, 23; 6:13). Así, cuando habla de la «ley» en Gálatas, no contempla un grupo de normas ceremo-niales en contraposición a un grupo aparte de requisitos morales. Tan estrictas divisiones son, en realidad, consecuencia de intentos modernos de sistematización más que categorías bíblicas. Antes bien, cuando refiere que la ley fue «añadida» 430 años después del pacto hecho con Abraham, tiene en cuenta la totalidad de la legisla-ción dada a Moisés en el monte Sinaí, tanto en sus dimensiones ce-remoniales como en las morales.

2. ¿Por qué fue añadida? Si el uso de «ley» por parte de Pablo incluye los Diez Man-

damientos, ¿cómo puede decir que fue «añadida» en el monte Sinaí? La pregunta es buena. Es obvio que conocía las Escrituras lo bastante bien como para haber entendido que está claro que la ley de Dios exis-tía antes de que el Señor la presentase a los hijos de Israel en el desier-to. Las Escrituras incluyen referencias al sábado en Génesis y Éxodo antes de la promulgación de los Diez Mandamientos (Génesis 2:1-3; Éxodo 16:22-26), y se dice de Abraham que guardaba los mandamien-tos, los estatutos y las leyes de Dios (Génesis 26:5). De hecho, ni si-quiera el sistema sacrificial era nuevo del todo. Todos los patriarcas ofrecieron sacrificios animales antes del éxodo. Si «añadida» no im-plica que la ley nunca existiera con anterioridad, ¿qué significa?

Cuando Pablo dice que la ley fue «añadida», no quiere dar a en-tender que no existiera antes. Tampoco quiere decir que fuese incor-porada al pacto de Dios con Abraham, como si fuese un añadido pos-terior a un testamento que, de algún modo, alterase sus disposicio-nes originales. Antes bien, el apóstol nos dice que la ley fue «añadi-da» o «dada» a los hijos de Israel con un fin completamente diferen-te del de la promesa. Fue «añadida a causa de las transgresiones».

¿Qué fin contempla Pablo? Podemos ver una respuesta parcial en un comentario similar que efectúa en Romanos 5:20: «La ley se aña-dió para que aumentara el pecado» (DHH). La palabra traducida «añadió» en la versión Dios Habla Hoy es un término griego distin-to del que el apóstol usa en Gálatas 3:19. En Romanos 5:20, la pala-bra griega es pareisélthen y literalmente significa «llegar por un ca-mino secundario». La iconografía de Pablo parece ser esta: El ca-

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mino principal es el pacto irrevocable que Dios hizo con Abraham. Sin embargo, la ley dada en el monte Sinaí es un camino secundario. Jamás se previó que este camino secundario fuese una nueva mane-ra de obtener las promesas de Dios, sino una ruta que pudiera reen-caminar «a los viajeros para que regresasen al camino principal». 5 ¿Cómo logra eso la ley?

La promulgación de la ley en el monte Sinaí destaca como un acontecimiento excepcional en la historia de la salvación. Según se-ñala el Comentario bíblico adventista, «la diferencia entre los tiem-pos anteriores y los posteriores al Sinaí no fue una diferencia en cuanto a la existencia de grandes leyes procedentes de Dios, sino en cuanto a la revelación explícita de ellas». 6 No fue preciso que Dios revelara su ley a Abraham con truenos, relámpagos ni bajo amenaza de pena capital (Éxodo 19:10-23). Los israelitas, sin embargo, eran diferentes. Habían perdido de vista la grandeza de Dios y las normas morales elevadas, y, en consecuencia, del grado de su propia peca-minosidad.

La presentación de la ley en el monte Sinaí reveló a los hijos de Is-rael el grado de su condición pecaminosa y su necesidad de la gracia de Dios, y hace lo mismo por nosotros hoy. El Señor no se propuso que la ley fuese un programa de diez pasos para «ganar» la salva-ción. Al contrario, la ley fue dada, según afirma Pablo, «para que aumentara el pecado» (Romanos 5:20, DHH), es decir, para que el pecado, por causa del mandamiento, se revelara sumamente peca-minoso (Romanos 7:13). La ley moral, con sus «No harás», revela que el pecado no es simplemente nuestra condición natural, sino que es también la violación de la ley de Dios (Romanos 3:20; 5:13, 20; 7:7, 8, 13). Por eso, Pablo dice que donde no hay ley no hay transgre-sión (Romanos 4:15). E incluso las leyes ceremoniales de los sacrifi-cios y las ofrendas se ampliaron tanto en número como en detalle para señalar la condición quebrada de la humanidad ante Dios y su necesidad del perdón divino. William Hendriksen lo explica así: «La ley actúa como una lupa. En realidad, el artilugio no aumenta el nú-mero de manchas que afean una prenda, sino que hace que desta-quen con más claridad y revela muchas más de la que podemos ver a simple vista». 7

Aunque, desde luego, es útil considerar los comentarios similares de Pablo en Romanos 5:20 para contribuir a encontrar sentido a lo que dice en Gálatas 3:19, también es importante interpretar Gálatas en su propio contexto y no únicamente teniendo en cuenta Romanos, Carta que Pablo escribió probablemente casi diez años después. Aun-que existen similitudes entre Gálatas 3:19 y Romanos 5:20, también

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hay diferencias importantes que deberían disuadirnos de interpretar los dos pasajes de manera idéntica. Dos de las más significativas son la ausencia de la palabra «aumentar» en Gálatas 3:19 y el uso en Ro-manos de la palabra «pecado» (griego paráptoma), término que se refiere específicamente para un acto pecaminoso deliberado, en lugar del que aparece en Gálatas: «transgresión» (griego parábasis), tér-mino más genérico que significa «desobediencia». El uso de estos dos términos en Romanos limita el papel de la ley en el monte Sinaí a una función completamente negativa: señala el pecado. Aunque esto es verdad, el apóstol no llega a ser tan explícito en Gálatas.

En Gálatas 3:19 Pablo dice simplemente que la ley fue añadida a causa de la transgresión. La naturaleza genérica de su afirmación no li-mita su significado al aspecto negativo de meramente señalar el pecado. Antes bien, su terminología es lo bastante amplia como para entender la «adición» de la ley también como una respuesta positiva: «a causa de las transgresiones». Según señala Dunn, la adición de la ley no fue completamente negativa: produjo el beneficio positivo de proporcionar un remedio para la transgresión. 8 Desde esta perspectiva, Pablo tam-bién parece contemplar «toda esa dimensión de la ley tan perdida de vista en los análisis cristianos modernos de Pablo, concretamente, el sistema sacrificial, mediante el cual podían abordarse las transgresio-nes, y a través del cual se proporcionaba la expiación». 9 Igual los hijos de Israel habían olvidado la gravedad del pecado durante su esclavitud en Egipto, también habían perdido de vista el remedio del pecado pro-porcionado en el sistema sacrificial. En el monte Sinaí, Dios amplió las leyes de los sacrificios y las ofrendas relacionadas con el sistema sacrifi-cial para señalar más plenamente a su plan para proporcionar una ex-piación definitiva a la pecaminosidad humana.

¿Por qué se «añadió» la ley en Sinaí? La respuesta es doble: para se-ñalar el pecado y también para dirigir al pueblo de Dios al remedio del pecado encontrado en el sistema sacrificial asociado con el santuario.

3. ¿Durante cuánto tiempo fue añadida? Esto nos lleva a nuestra última pregunta. ¿Qué quiere decir Pablo

cuando dice que la ley se añadió «hasta que viniera la descendencia a quien fue hecha la promesa» (Gálatas 3:19)?

Muchos han entendido que el pasaje indica que la ley dada en el monte Sinaí fue solamente de naturaleza temporal. Se introdujo 430 años después de Abraham y terminó cuando Cristo vino. Ahora bien, hasta cierto punto esa afirmación es correcta. Es verdad que las leyes sacrificiales presentadas a Moisés eran únicamente símbolos que predecían el sacrificio supremo de Cristo. Ahora que Cristo, nuestro Cordero pascual, ha sido sacrificado (1 Corintios 5:7), ya no existe

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necesidad alguna de que sea sacrificado ningún animal (Hebreos 9; 10). Sin embargo, algunos cristianos también aplican esto a la ley moral de Dios. Afirman que, en la cruz, Cristo no solo puso fin a las leyes ceremoniales, sino que también eliminó la ley moral.

Aunque el uso que hace Pablo de «ley» en Gálatas incluye, en efec-to, tanto sus aspectos ceremonial como moral, no es correcto concluir que en Gálatas 3:19 esté proclamando que la ley moral ha sido aboli-da. Tal conclusión parece incorrecta por al menos dos razones.

En primer lugar, Pablo niega específicamente tales alegaciones. En una presentación similar hallada en Romanos 3:31, pregunta: «Luego, ¿por la fe invalidamos la ley?». En griego, la palabra tradu-cida «invalidar» es katargéo. La usa frecuentemente en sus Cartas, y puede ser traducida «anular» (Romanos 6:6), «abolir» (Efesios 2:15), «perder su poder» (Romanos 6:6, NVI) y hasta «destruir» (1 Corintios 6:13). Sin duda, si Pablo quería respaldar la idea de que la cruz puso término a la ley, esta habría sido la ocasión de decirlo. Sin embargo, no solo niega esa interpretación con un no rotundo, sino que, de hecho, afirma que el evangelio «confirma» la ley. Además, esa interpretación también está en desacuerdo con lo que dice en cuanto a la importancia de la ley en Romanos 4:15. Hasta el propio Jesús rechazó semejante idea en Mateo 5:17-19.

Una segunda razón por la que Pablo no indica que el Calvario aboliese la ley moral es que la palabra traducida «hasta» en Gálatas 3:19 «no implica un límite temporal para la acción mencionada en la frase». 10 Aunque la palabra «hasta» puede a veces sugerir el final de un lapso específico, no siempre tiene ese tipo de sentido temporal, como podemos ver en varios ejemplos de las Escrituras. En Apoca-lipsis 2:25 Jesús dice: «Lo que tenéis, retenedlo hasta que yo ven-ga». ¿Quiere decir Jesús que, una vez que vuelva, ya no es preciso que seamos fieles? ¡Claro que no! O, ¿qué decir de las instrucciones que Pablo dio a Timoteo? «Hasta que yo llegue, dedícate a la lectura, a la exhortación, a la enseñanza» (1 Timoteo 4:13, BJ). Aunque la llegada de Pablo, ciertamente, alteraría algunas cosas, no quiere de-cir que Timoteo dejaría de hacer ninguna de esas cosas. En cada ejemplo, «hasta» no implica una terminación de la actividad descri-ta. Meramente recalca un cambio que acontece.

Lo mismo puede decirse del uso que hace Pablo de la palabra «hasta» en Gálatas 3:19. El papel de la ley no acabó con la venida de Cristo. Sigue señalando el pecado. Pablo afirma que el advenimiento de Cristo marca un punto de inflexión decisivo en la historia huma-na. Aunque la promulgación de la ley en el Sinaí fue el punto defini-torio de la historia de Israel, la encarnación de Cristo la eclipsa am-

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pliamente. Cristo puede hacer lo que las leyes morales y ceremonia-les jamás pudieron lograr: proporcionar un auténtico remedio para el pecado, es decir, justificar a los pecadores y, mediante su Espíritu, cumplir su ley en ellos (Romanos 8:3,4). El apóstol amplía este con-cepto con mayor detalle en los versículos 23-26.

Vivir hoy en consideración de la promesa Dado que somos descendientes espirituales de Abraham, las

promesas contractuales hechas por Dios a Abraham también son promesas que nos ha hecho a nosotros. Tenemos tanto derecho a ellas como Abraham. Por ello, siempre que la conciencia de nuestro propio fracaso nos aplaste con la sensación impotente de la culpa y la condena, encontremos consuelo en recordar que nuestra es-peranza no depende de nuestra obediencia a la ley, por importante que sea, sino, más bien, en la promesa irrevocable dada por Dios a Abraham y aceptada por fe. Es preciso que nuestro centro de interés esté en Cristo y no es nuestros fracasos; ni siquiera en «nuestros» logros. Únicamente centrándonos en Cristo podemos seguir su di-rección y su voluntad para nuestra vida.

Referencias

1 Donald Guthrie, Galatians [Gálatas], New Century Bible Commentary (Grand Rapids: Eerdmans, 1973), p. 101.

2 Ibíd., p. 102. 3 F. Matera, Galatians [Gálatas], Colección Sacra Pagina (Collegeville, Minnesota: Liturgi-

cal Press, 1992), vol. 9, p. 132. 4 Véase Woodrow W. Whidden, E. J. Waggoner: From the Physician of Good News to

Agent of Division [E. J. Waggoner: De médico de la buena nueva a agente de la división] (Hagerstown, Maryland: Review and Herald, 2008), pp. 98-105.

5 Timothy George, Galatians [Gálatas], The New American Commentary (Nashville: Broadman and Holman, 1994), tomo 30, p. 253.

6 Comentario bíblico adventista del séptimo día (Mountain View, California: Pacific Press Publishing Association, 1996), tomo 6, p. 957.

7 Wiilliam Hendriksen, Exposition of Galatians [Exposición de Gálatas], New Testament Commentary (Grand Rapids, Baker, 1979), p. 141.

8 James D. G. Dunn, The Epistle to the Galatians [La epístola a los Gálatas], Black’s New Testament Commentary (Peabody, Massachusetts: Hendrickson, 1993), pp. 189, 190.

9 Ibíd. p. 190. 10 Erwin Gane, The Battle for Freedom [La batalla por la libertad] (Boise, Idaho: Pacific

Press, 1990), p. 79.

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CAPÍTULO 7

La Ley como nuestro paidagogós

amás olvidaré su reacción. Su lenguaje corporal no dejaba duda en mi mente en cuanto a lo que pensaba. Observarla negar con la cabeza ponía de manifiesto que estaba completamente des-

acertada con los comentarios de Pablo en Gálatas sobre la ley. Lleva-ba varios días en Botsuana, acompañado por dos colegas, pre-sentando varios temas en un congreso bíblico dirigido a pastores y sus esposas. El tema del congreso era «Las Escrituras en la teología, el liderazgo y la vida». Había sido una semana maravillosa de co-munión y de estudio de la Biblia. Cuando se acercaba la conclusión de las ponencias, uno de mis colegas abordó uno de los temas más desafiantes del Nuevo Testamento: el punto de vista de Pablo sobre la ley. Su punto central era Gálatas 3:22-25, pasaje en el que Pablo escribe: «Pero ahora que ha llegado la fe, ya no estamos a cargo de ese esclavo que era la ley» (versículo 25, DHH).

La reacción del público indicaba el interés que había por com-prender mejor el pasaje. Sin embargo, cuando mi colega empezó a explicar los diversos matices del texto, no pude evitar fijarme en el cambio de reacción de una de las mujeres que se encontraba sentada cerca de mí. Resultaba evidente que le costaba encontrar el sentido de la afirmación de Pablo. Al principio, se echaba contra el respaldo del asiento y luego se inclinaba hacia delante en la silla, expresando así su inquietud. Sin embargo, sus expresiones faciales comenzaron a alterarse, dando paso a un ceño fruncido que manifestaba clara-mente que estaba del todo perpleja.

Aunque tuve la impresión de que no sería nada fácil eliminar la confusión inicial de aquella mujer, un rayo de esperanza trajo un aplazamiento momentáneo para las expresiones de desconcierto de su rostro. La esperanza surgió tras una afirmación hecha por mi co-lega. Dijo que había una manera de lograr que los difíciles comenta-rios de Pablo en Gálatas resultasen más fáciles de entender. La clave radicaba en analizar el uso del apóstol de la expresión paralela de 1

J

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Corintios 9:21-23. Yo, aunque seguía en la Biblia el pasaje que mi co-lega leía en voz alta, estaba más interesado en ver si su sugerencia provocaría algún cambio en la reacción de la mujer; y así fue, en efecto, pero no de la forma que me imaginaba. Cuando mi colega le-yó: «Con los que no tienen ley, como si yo no la tuviera, aunque no rechazo la ley de Dios, pues estoy sometido a la del Mesías, para ga-nar a los que no tienen ley» (PER), la mujer empezó a negar con la cabeza enérgicamente. Y me di cuenta de que decía: «No estoy segu-ra de que eso lo simplifique». Nunca olvidaré sus reacciones, pues será la imagen que asocio con los comentarios de Pedro en el sentido de que hay «algunos puntos» en las Cartas de Pablo que son «difíci-les de entender» (2 Pedro 3:16, NVI).

Por eso, aunque espero que este capítulo le aclare un poco más los comentarios de Pablo, si no lo hace, acuérdese sencillamente de que usted no es la primera persona a la que le cuesta captar lo que el apóstol escribió, y tampoco será la última. Aunque nos adentramos en un pasaje difícil, tenga buen ánimo. De todos los asuntos difíciles que hay en el mundo que pueden ocupar la mente humana, ¿qué me-jor tema existe que reflexionar en los misterios contenidos en la Pa-labra de Dios? Además, ¡incluso una vislumbre momentánea de la percepción espiritual escondida en los escritos de Pablo tiene mucho más valor que el riesgo de quedarnos perplejos en el transcurso de nuestra investigación!

La relación entre la promesa y la ley Lo medular es esto: ¿Está Pablo a favor de la ley, o en contra de

ella? ¿Es la ley una bendición o una maldición? Es probable que este asunto haya impacientado y dividido a los eruditos paulinos más que cualquier otro tema. La dificultad para responder a nuestra pregunta estriba en el hecho de que sus comentarios sobre la ley, a menudo, pueden parecer contradictorios. En ocasiones parece que presenta un cuadro más bien despectivo de la ley, mientras que en otros mo-mentos es capaz de hablar positivamente de la ley, de la que dice que «es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno» (Romanos 7:12). Expresiones tan diversas han llegado a una plétora de opiniones di-versas entre los eruditos, en las que Pablo es «evaluado casi de todas las maneras posibles sobre este asunto, desde antinomista hasta fa-riseo, pasando por esquizofrénico». 1

Aunque podría resultar tentador pasar por alto o esquivar el tema, no deberíamos hacerlo. La ley forma parte del mensaje de Pablo a los gálatas. Desempeña un papel fundamental en la manera en que concibe la naturaleza del evangelio. Esto podemos verlo en el simple hecho de

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que en Gálatas y Romanos se refiere a la ley (setenta y cinco y treinta veces, respectivamente) con más frecuencia que en todas sus otras Car-tas en conjunto. 2 Además, de todos los diversos pasajes de Gálatas y Romanos en que la ley desempeña un papel fundamental en la exposi-ción de Rabio, ninguno afecta tanto la forma en que entendemos la re-lación entre la ley y el evangelio como Gálatas 3:21-25. Típicamente, la interpretación habitual del pasaje analiza la ley desde una perspectiva completamente negativa. Muchos lo interpretan, más o menos, así: «La ley fue una institución temporal que definitivamente fue eliminada con la muerte de Cristo en el Calvario». Según este punto de vista los cristianos ya no tenemos que preocuparnos por obedecer la ley. ¿Cómo debiéramos tomarnos semejante interpretación?

Hasta ahora, en Gálatas, los comentarios de Pablo sobre la ley han sido en gran medida negativos. Ha puesto de relieve que las obras de la ley no justifican a nadie (Gálatas 2:16), que el pacto de Dios con Abraham no se basó en la ley, sino únicamente en la fe (Gálatas 3:15) y que una razón por la que dio la ley en el monte Sinaí fue para mos-trar a los israelitas cuán pecadores eran ante su vista (versículo 19). La promesa divina hecha a Abraham destaca como el momento clave de la historia de Israel. Y, por gloriosa que fuera la promulgación de la ley en el monte Sinaí, la ley no altera en lo más mínimo la promesa divina dada a Abraham (versículo 17). Se trató de una promesa que el Señor hizo libremente, sin exigencia de prerrequisitos y con un único ele-mento requerido para recibirla: la fe (versículo 18).

Consciente de que sus comentarios pudieran llevar a los gálatas a llegar a la conclusión equivocada de que él tiene una posición des-pectiva de la ley, Pablo expresa la siguiente pregunta sabiendo que es probable que sus adversarios la estén formulando. Si la ley no altera la promesa que Dios hizo a Abraham y sus descendientes, ¿actúa la ley contra la promesa? ¿Es contraria a la promesa? ¿Ofrece la ley una vía alternativa a la misma promesa? La respuesta que Rabio da a ta-les preguntas es un «no» rotundo.

El concepto de que la ley esté, de alguna manera, en conflicto con el evangelio le resultaba ridícula. No solo niega categóricamente ta-les alegaciones, sino que da una sencilla razón de que tal conclusión resulta completamente insostenible. La ley no puede ser «contraria» a las promesas de Dios, porque la ley y la promesa no son rivales. Ambas forman parte del plan, y hay que insistir en su singularidad, para la salvación de un mundo desgarrado por el pecado. Sencilla-mente, la ley y el evangelio desempeñan papeles diferentes.

Podría resultar útil comparar la relación entre la ley y la promesa evangélica con los dos distintos grupos de deportistas de la plantilla

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de un equipo de fútbol americano. Cada equipo de fútbol tiene dos categorías de jugadores: los que juegan al ataque y los que juegan de defensa. Aunque desempeñan dos tareas diferentes, están unidos como un solo equipo con una sola meta combo objetivo: la victoria. Sin embargo, a pesar de su objetivo común, los jugadores atacantes y los de la defensa tienen misiones diferentes. El objetivo de los que ocupan posiciones delanteras es que el balón avance por el campo y anotar puntos. La tarea de la defensa es detener el avance del balón por parte de sus contrincantes e impedir que anoten. Sería ridículo que alguien dijera que los jugadores de la defensa de un equipo de fútbol son contrarios a los jugadores atacantes del mismo equipo, porque colaboran para lograr el mismo objetivo común. Hasta cierto punto, esto es similar a la relación de la ley y la promesa.

El hecho de que Dios nunca se propusiera que la ley fuese una fuente legítima para la obtención de la vida eterna no hace de ella al-go opuesto a la promesa. Sencillamente, no es el papel que Dios le asignó a la ley. De hecho, en Gálatas 3:21 Rabio usa un interesante elemento de sintaxis griega para poner de relieve precisamente esto. El término técnico de lo que emplea es una frase condicional contra-ria a los hechos. Se refiere a la forma en que un autor puede cons-truir una frase para indicar que toma como premisa una falsedad con el fin de comprobar la validez de una hipótesis. Por ello, el senti-do original de lo que Pablo dice en Gálatas 3:21 es, más o menos, el siguiente: «Si se hubiese dado una ley para dar vida [y, naturalmen-te, sabemos que es imposible que la ley haga tal cosa], la justicia, verdaderamente, sería por la ley».

No es culpa de la ley que no pueda vivificar. Dios nunca se propu-so que hiciese tal cosa. La ley puede testificar de lo que está bien o de lo que está mal, pero es incapaz de perdonar el pecado o de darnos a los seres humanos el poder moral de obedecer sus mandatos. Natu-ralmente, esto plantea un problema para la humanidad. Debido a las consecuencias devastadoras del pecado, ningún descendiente de Adán (salvo Jesús) ha obedecido jamás la ley plenamente. En conse-cuencia, lejos de ofrecer vida a los pecadores, la ley se convierte en una fuente de condena y muerte, precisamente el aprieto en el que se ve la persona que Pablo describe en Romanos 7 que intenta seguir la ley de Dios con sus propias fuerzas (cf. Romanos 7:10-20).

Las escandalosas enseñanzas de Marción Entonces, ¿es ley un instrumento maligno porque condena el pe-

cado y declara culpables a los pecadores? Desgraciadamente, mu-chos han supuesto exactamente eso; de hecho, la idea se remonta a

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las primeras etapas del cristianismo y a las enseñanzas de un perso-naje influyente que se llamaba Marción.

Según la historia, Marción era hijo de un obispo cristiano de los primeros siglos del cristianismo. En su niñez tuvo el privilegio de criarse en un hogar cristiano en el que pudo leer los relatos del Anti-guo Testamento, y se familiarizó con los libros y las cartas que aca-baron siendo parte del Nuevo Testamento. De todos los que leyó, Marción se sintió fascinado en particular por las Cartas del apóstol Pablo, y, en particular, por el mensaje de Pablo de que la salvación era por la fe, sin la ley.

Sin embargo, Marción llevó las palabras del apóstol a una conclu-sión extrema, y el resultado fue desastroso. La distinción que el apóstol realiza entre la ley y el evangelio se convirtió en absoluta pa-ra Marción. Razonó que si el evangelio es la buena nueva de la mise-ricordia, el amor, el perdón y la liberación, la ley tiene que ser, en-tonces, exactamente lo contrario. Como tal, la ley no tenía nada bueno. La veía simplemente como un compendio de reglas severas solo dan condena, castigo y muerte.

Con todo, Marción no se detuvo ahí. Se imaginó que la dicotomía en-tre la ley y el evangelio reflejaba el contraste entre los escritos del Anti-guo Testamento y los del Nuevo Testamento. En contraposición con el Dios amante y misericordioso del Nuevo Testamento, Marción defendía que el Dios del Antiguo Testamento era severo, implacable y del todo iracundo. De hecho, la razón por la cual Jesús vino a la tierra era salvar a la raza humana del iracundo Dios creador del Antiguo Testamento y de sus estrictas leyes. Así, para Marción, el auténtico cristianismo no era la culminación de todas las promesas y las profecías del Antiguo Testamento, sino una religión radicalmente nueva que no tenía en ab-soluto relación alguna con el judaísmo, su Dios ni su ley.

Aunque Marción fue tachado de hereje y fue excomulgado por el año 144, sus enseñanzas mantuvieron su influencia durante más de un siglo, y en algunos lugares el marcionismo fue incluso un serio ri-val para la iglesia primitiva. Con todo, aunque las enseñanzas del marcionismo desaparecieron hace mucho tiempo, muchos cristianos siguen popularizando sus puntos de vista de una forma modificada, y de manera inconsciente. Me refiero, en particular, a la creencia de Marción en el sentido de que el Dios del Antiguo Testamento carece de amor y es iracundo y a su evaluación completamente negativa de la ley en relación con el mensaje del evangelio de Pablo.

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El problema y nuestra suprema esperanza Sin embargo, Pablo, a diferencia de Marción, no vilipendia la ley

como algo malo. Después de todo, se trata de la ley de Dios. Si el apóstol hubiera tenido un punto de vista despectivo de la ley, su Car-ta a los Gálatas habría sido el lugar para expresarlo. Ahora bien, no deja de ser significativo que en Gálatas 3:22, Pablo no diga que «la ley» lo encerró todo bajo pecado. Dice que lo hizo «la Escritura». Y aquí «Escritura» no es ni sinónimo de «ley» ni referencia a ningún versículo en particular. El término es mucho más amplio, puesto que funciona como un sustituto del mismísimo Dios (cf. Gálatas 3:8; Romanos 9:17). Esto podemos verlo en la declaración casi idéntica que Pablo realiza en Romanos 11:32: «Pues Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos». De hecho, el verbo griego traducido «sujetó» (sygkléio) en Romanos 11:32 es el mismo verbo usado en Gálatas 3:22, traducido «encerró».

Por ello, el problema, tal como lo describe Pablo, no es en último término la ley, sino el pecado. Pero, ¿qué es el pecado? Para el apóstol, el pecado no es meramente un mandamiento quebrantado ni una ma-la elección, aunque, ciertamente, incluye todo esto (Romanos 3:21-31; cf. 1 Juan 3:4). No, el pecado es mucho más siniestro y letal. Pablo lo personifica como un poder cósmico implacable o un capataz malvado (Romanos 2:17; 6:12-14; 7:13-20) cuyo poderío se extiende no solo so-bre «todos» (Romanos 3:23), sino también sobre «todo» (plural neu-tro en Gálatas 3:22) lo que hay en nuestro mundo (cf. 1 Juan 5:19).

El argumento de Pablo es que las Escrituras dan testimonio de la auténtica condición del mundo ante Dios. El mundo está bajo el poder del pecado. El verbo griego que usa (sygkléio) significa, literalmente, «cerrado por todas partes», e indica de manera gráfica que, desde una perspectiva humana, no tenemos en absoluto ninguna posibilidad de fuga, porque las garras letales del pecado son omnipresentes, amén de universales en su alcance (Romanos 3:10-18): nada ni nadie escapa a su dominio, ni judío ni griego, ni Israel ni las naciones. Esta es la realidad del «presente siglo malo» que Pablo mencionó al comienzo de su Epístola (Gálatas 1:4). 3 Toda la Escritura da testimonio de la magnitud del dilema humano, desde la narración de la caída en el Gé-nesis hasta la infidelidad de Israel descrita en Malaquías.

¿Por qué Dios lo confinó todo bajo el poder del pecado? Fíjese en las dos palabras que dan comienzo a la oración final de Gálatas 3:22: «Para que». Puede que estas dos palabras sean pequeñas, pero son significativas, mucho más de lo que cualquier traducción pueda transmitir. En griego forman parte de lo que los entendidos en gra-mática clasifican como oración subordinada final consecutiva. Una

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subordinada final consecutiva es una construcción sintáctica que in-dica tanto la intención de una acción así como su segura consecu-ción. 4 En este caso, demuestra que la acción divina de confinarnos a todos bajo el pecado tenía tras sí tanto un propósito como un resul-tado: la redención de los pecadores. Puso al mundo entero bajo el poder del pecado para que los seres humanos caídos pudiéramos darnos cuenta de que nuestra única esperanza de libertad es la salva-ción prometida que nos ofrece en su Hijo.

La pregunta, entonces, es, ¿qué papel desempeña la ley en rela-ción con la acción divina de confinarnos a todos bajo el pecado?

La estructura del argumento de Pablo Ahora llegamos a algunas de las declaraciones más difíciles que

hace el apóstol sobre la ley. «Pero antes que llegara la fe, estábamos confinados bajo la ley, encerrados para aquella fe que iba a ser reve-lada. De manera que la ley ha sido nuestro guía para llevarnos a Cris-to, a fin de que fuéramos justificados por la fe. Pero ahora que ha ve-nido la fe, ya no estamos bajo un guía» (Gálatas 3:23- 25). Exacta-mente, ¿qué dice Pablo sobre el papel de la ley? ¿Cómo debemos in-terpretar el pasaje?

El primer paso hacia la interpretación es la constatación de que sus comentarios no son observaciones independientes, sino una par-te intricada del argumento global que desarrolla en toda la Epístola. En esta sección de Gálatas Pablo usa la preposición «bajo» cinco ve-ces (versículos 22, 23, 25; Gálatas 4:2, 3). Tal repetición en los escri-tos de Pablo no es accidental. Siempre pone de relieve un argumento significativo que intenta presentar. Además, es importante que ob-servemos que estas cinco preposiciones también se dividen en un pa-trón dentro de los tres bloques distintos de ideas que componen su argumento en esta sección de Gálatas: 3:21, 22; 3:23-29; y 4:1-7. El flujo de sus ideas y el uso reiterado de la preposición sugieren que el versículo 22 constituye la afirmación básica a partir de la cual se desarrollan y se amplían los pasajes subsiguientes. Esto parece con-firmado por el hecho de que cada uno de los dos bloques finales de ideas hace uso de una analogía para explicar el significado de la ora-ción preposicional que comienza con la palabra «bajo».

El siguiente esquema demuestra la estructura lógica del argumen-to de Pablo, así como su forma quiástica. (En las estructuras quiásti-cas, la segunda parte es una imagen de la primera parte. La conclu-sión o el argumento que se defiende aparecen en el medio en vez de hacerlo al final, como en nuestro pensamiento occidental moderno).

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La Escritura lo encerró todo bajo pecado (Gálatas 3:22: tesis principal de Pablo)

a. Estábamos confinados bajo la ley (versículo 23: nuestra condición pasada) b. Ya no estamos bajo un guía (versículo 25: una analogía)

c. Todos sois hijos (versículo 26-29: nuestra condición actual) b. Estábamos bajo tutores y administradores (Gálatas 4:2: una analogía)

a. Estábamos bajo los rudimentos (versículo 3: hecho pasado y peligro presente). 5

Visto desde esta perspectiva, Gálatas 3:22 tiene un doble propósi-to. Da respuesta a la pregunta que Pablo suscita en el versículo 21 y funciona como declaración base a partir de la cual se desarrolla su argumentación de Gálatas 3:23 - 4:7. Las implicaciones de lo que significa estar «bajo pecado» llevan, en primer lugar, a una explica-ción más detallada de la relación entre la promesa y la ley, y, des-pués, a la relación entre los herederos y la ley. Teniendo presente es-ta imagen más amplia de conjunto, centramos ahora nuestra aten-ción en la terminología de Pablo.

La terminología de Pablo Hasta aquí, el apóstol ha presentado tres argumentos básicos so-

bre la ley: l) la ley no anula ni provoca la abolición de la promesa he-cha por Dios a Abraham (Gálatas 3:15-20); 2) fue añadida en el mon-te Sinaí a causa de la transgresión; y 3) la ley no es opuesta a la pro-mesa (versículos 21, 22). El apóstol dirige su atención ahora a lo que la ley hace y a la forma en que la venida del Mesías prometido afecta su papel. ¿Qué papel desempeña la ley realmente? Aunque Pablo di-jo en Gálatas 3:19 que fue añadida «por causa de las transgresio-nes», aclara lo que quiere decir con eso mediante el uso de tres pala-bras significativas usadas para describir qué hace la ley y cómo es: «confinados» (versículo 23), «encerrados» y «guía» (versículo 24). ¿Cómo debemos entender esos términos?

En aras de facilitar la comparación, observemos en la tabla ante-rior la manera en que diversas versiones de la Biblia han traducido los tres términos que Pablo emplea en relación con la ley en Gálatas 3:23, 24: «Pero antes que llegara la fe, estábamos confinados bajo la ley, encerrados para aquella fe que iba a ser revelada. De manera que

RV95 BJ NVI PER NC NBE

confinados encerrados presos prisioneros encarcelados custodiados encerrados en espera encerrados custodiados en espera encerrados

guía pedagogo guía ayo pedagogo niñera

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la ley ha sido nuestro guía para llevarnos a Cristo, a fin de que fué-ramos justificados por la fe».

Como indica la tabla anterior, muchas traducciones modernas de la Biblia interpretan los comentarios de Rabio de Gálatas 3:23, 24 sobre la ley en una tónica un tanto negativa. Sin embargo, el original griego no llega a ser tan unilateral. La palabra traducida «confina-dos» (RV95) proviene de un vocablo que, literalmente, significa «mantener» o «guardar». Aunque puede usarse con un sentido ne-gativo, como «mantener en sujeción» o «vigilar» (véase 2 Corintios 11:32), en el Nuevo Testamento tiene generalmente una acepción más positiva, con el sentido de «proteger» o «guardar» (cf. Filipen-ses 4:7; 1 Pedro 1:5).

Pasa igual con la palabra traducida «encerrados» (Gálatas 3:23, RV95). La palabra griega significa «cerrar» o «cercar» y, dependien-do de su contexto, puede tener connotaciones positivas, negativas o incluso neutras. Por ejemplo, la Septuaginta, traducción del Antiguo Testamento, la emplea para referirse al «cierre» que Dios efectuó en la matriz de las esposas de Abimelec hasta que el gobernante devol-vió a Sara a su esposo, Abraham (Génesis 20:18). También puede usarse para referirse a personas confinadas en una zona geográfica específica o en diversas ciudades (Éxodo 14:3; Josué 6:1; Jeremías 13:19). En el Nuevo Testamento puede aplicarse a las redes con las que los discípulos «cercaron» los peces de la pesca milagrosa en Lu-cas 5:6, o al proceso mediante el cual Dios «sujeta» o «encierra» a las personas bajo el pecado (Romanos 11:32; Gálatas 3:22).

Entonces, ¿cómo entiende Pablo la ley desde la perspectiva de las dos palabras griegas traducidas «confinados» y «encerrados» en Gá-latas 3:23? ¿Debemos interpretarlas en sentido negativo, positivo o neutro? Dado que los términos pueden ser enfocados desde tantos puntos de vista diferentes, no podemos adoptar ninguna decisión de-finitiva hasta que determinemos en primer lugar el papel de la ley como el paidagogós de los versículos 24, 25.

La ley como nuestro paidagogós (Gálatas 3:24, 25) La idea de que la ley guarde y confine evoca en la mente de Pablo

el papel del paidagogós en la sociedad grecorromana. 6 El paidago-gós era un esclavo al que la sociedad romana confería una posición de autoridad sobre el hijo o los hijos del amo desde que cumplían los seis o los siete años de edad hasta que alcanzaban la madurez. Las responsabilidades de un paidagogós eran tan diversas que es difícil encontrar una sola palabra equivalente en español que las abarque todas (tal como indican las diversas traducciones del término en la

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tabla anterior). Era una especie de niñera, chofer, tutor, enfermero, guardaespaldas, padre y madre, todo en uno. Sus deberes incluían ocuparse de las necesidades físicas del joven a su cuidado, como prepararle el baño, proporcionarle ropa y comida, y cuidarlo cuando estaba enfermo. El paidagogós se ocupaba de que el hijo del amo acudiera a la escuela e hiciera sus deberes. Además, no solo se espe-raba de él que enseñara y practicara virtudes morales, sino que se asegurase también de que el propio joven las aprendía y las practica-ba. Sin embargo, entre todas las cosas que podía hacer un paidago-gós, su tarea fundamental se circunscribía a la protección, la preven-ción y la corrección.

Varias descripciones interesantes de la literatura grecorromana presentan una buena ilustración de las responsabilidades básicas del paidagogós. Por ejemplo, Libanio, maestro griego de retórica que vivió en los tiempos del Bajo Imperio Romano, describe de manera gráfica el papel protector del paidagogós:

«Porque los pedagogos son guardias de los jóvenes camino de su plenitud, son protectores, son un muro fortificado; echan a los amantes indeseables, apartándolos y manteniéndolos a distancia, impidiéndoles fraternizar con los chicos, rechazando las acometidas del amante, llegando a asemejarse a perros que ladran a los lobos». 7

Su descripción resulta de particular interés, dado que la palabra «guardias» deriva de la misma raíz que Pablo usa en Gálatas 3:23 para describir el papel de la ley («estábamos confinados bajo la ley»). Aparece otra ilustración interesante como parte de la respues-ta de Caín cuando Dios le pregunta por su hermano desaparecido Abel. Según el historiador judío Josefo, Caín contestó «que no era el guardián [paidagogós] de su hermano para vigilar su persona y sus actos». 8 La responsabilidad protectora de un paidagogos se tomaba tan en serio que, en ocasiones, un paidagogós llegaba a dar su vida en su empeño por salvaguardar la del hijo de su amo. Aunque, desde luego, el hijo del amo valoraba los aspectos protectores de un paida-gogós, no siempre apreciaba los deberes preventivos y correctivos que la posición implicaba, aunque fueran para su bien. Por ejemplo, Marcial, quien llegaría a ser un archiconocido poeta latino, se queja-ba así de su paidagogós: «Prohíbes la diversión, me vedas a las chi-cas y no me das libertad». 9 Arístides presenta una interesante lista del tipo de advertencia que podía dar un paidagogós: «"No está bien atiborrarse" y "camina por la calle de manera apropiada, y levántate ante tus mayores, ama a tus padres, no seas bullicioso ni juegues a los dados, ni (si deseas añadir esto) "cruces las piernas"». 10 El filó-sofo romano Séneca presenta una colección similar de reprensiones:

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«Camina así o asá; come así o así. Esta es la conducta propia de un hombre, y esa la de una mujer; esta para un hombre casado, y aque-lla para un soltero». 11 No es de extrañar que Filón pueda afirmar con confianza que cuando el paidagogós «está presente, el joven a su cuidado no se extraviará». 12

Aunque algunos pedagogos eran, sin duda, amables y queridos por sus pupilos, la descripción dominante de ellos en la literatura clásica es la de estrictos partidarios de la disciplina. Era su deber ga-rantizar la obediencia, ya se obtuviera mediante consejos sabios, amenazas o reproches severos o a latigazos o varazos si era necesa-rio. «En consecuencia, la vida de un niño sometido al control de un paidagogós estaba estrictamente supervisada» y carente de cual-quier «medida de libertad» real. 13

Pablo contempla la ley de Dios desde esta misma perspectiva. Es como un paidagogós. En Gálatas 3:23, el apóstol describe la ley co-mo un poder controlador (estamos bajo la ley) que «guarda» y, a la vez, «condena». ¿Qué ley es aquella que nos guarda y, a la vez, nos condena? La analogía y la terminología de Pablo sugieren que limitar la ley exclusivamente a la ley ceremonial, con sus instrucciones sobre sacrificios y ofrendas, no satisfaría el papel limitador que describe. Como vimos previamente, su punto de vista de la ley es típicamente mucho más amplio que todo eso. Para él, la ley de Dios abarca tanto sus aspectos ceremoniales como los morales. La ley de Dios en su conjunto guarda y, a la vez, limita.

Entonces, ¿cómo debemos entender los comentarios del apóstol sobre la ley en Gálatas 3:23-25? Hemos visto que la terminología que usa puede ser en sí misma positiva o negativa. ¿Qué decir del papel del paidagogós? ¿Lo contempla Pablo como positivo, o negativo? En realidad, ambas preguntas implican una cuestión mucho mayor y más fundamental. La ley, ¿por qué limita nuestra libertad personal, supervisa cada aspecto de nuestra vida y nos condena cuando falla-mos? La respuesta guarda relación con la afirmación previa de Pablo en Gálatas 3:22. La ley de Dios era necesaria «porque también esta-mos bajo la custodia de la influencia imperante del pecado. Por lo tanto, llevamos atada, por así decirlo, la brida de la ley, que nos acla-ra nuestra obligación, supervisa nuestra conducta y reprende y casti-ga nuestra maldad». 14

Entonces, una vez más, ¿es la ley positiva o negativa? Es cierto que la ley tiene el papel negativo de señalar y condenar el pecado. Pero también tiene la función positiva de guardarnos y protegernos del mal. E incluso el aspecto negativo de condena del pecado tiene, en último término, el objetivo positivo de ayudarnos a darnos cuenta

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de nuestra necesidad de Cristo. Si la ley no nos llevara a Cristo con-denando nuestro pecado, jamás reconoceríamos nuestra necesidad del perdón y la liberación que están en él. Entonces, ¿cuál es la res-puesta? Quizá no sea no, ni siquiera sí. En vez de ello, la mejor res-puesta es simplemente decir que la ley, en todas sus funciones, es simplemente necesaria.

Elena G. de White reconoció esta realidad hace más de cien años cuando varios pastores adventistas pretendían afirmar que la ley de Gálatas 3:23-25 tenía que ser exclusivamente la ley ceremonial o la ley moral. «¿Cuál ley es el ayo para llevarnos a Cristo? Contesto: Ambas, la ceremonial y el código moral de los Diez Mandamien-tos».15 Algún tiempo después hizo un comentario adicional sobre el mismo asunto que revela que entendía las observaciones de Pablo desde la perspectiva más amplia del argumento del apóstol.

«La ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo, a fin de que fuésemos justificados por la fe» (Gálatas 3:24). El Espíritu Santo es-tá hablando especialmente de la ley moral en este texto, mediante el apóstol. La ley nos revela el pecado y nos hace sentir nuestra necesi-dad de Cristo y de acudir a él en procura de perdón y paz mediante el arrepentimiento ante Dios y la fe en nuestro Señor Jesucristo. [...] La ley de los Diez Mandamientos no ha de ser considerada tanto desde el aspecto de la prohibición, como desde el de la misericordia. Sus prohibiciones son la segura garantía de felicidad en la obediencia. Al ser recibida en Cristo, ella obra en nosotros la pureza de carácter que nos traerá gozo a través de los siglos eternos. Es una muralla de pro-tección para el obediente». 16

El lugar de la ley en la historia de la salvación Queda una última pregunta. Aunque hemos defendido que la ley

es, ciertamente, necesaria si tenemos en cuenta el problema del pe-cado, ¿cómo conciliar eso con la afirmación de Pablo de que, una vez «que ha venido la fe, ya no estamos bajo un guía» (Gálatas 3:25)? ¿Qué conclusión debemos sacar de ella? Es preciso que entendamos sus comentarios de Gálatas 3:23-25 desde dos perspectivas diferen-tes: en primer lugar, desde la de la historia de la salvación, y, en se-gundo lugar, desde la historia de nuestra propia experiencia.

El contexto primario en el que Pablo viene desarrollando su ar-gumento con los gálatas es la obra redentora de Dios en el curso de la historia humana. Ya ha presentado cómo el Señor se reveló a Abraham y le hizo una maravillosa promesa, y cómo la promulgación de la ley en el monte Sinaí cuatrocientos treinta años después no al-teró en modo alguno esa promesa. No obstante, empezando con su

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primera referencia a la promulgación de la ley en el versículo 19, Pa-blo le da un aspecto temporal mediante el uso de la palabra «hasta». Este aspecto temporal se presenta múltiples veces en los versículos 23-25. Y en cada caso, como veremos a continuación, el aspecto temporal siempre está relacionado con la aparición de Jesús, el Me-sías prometido.

Además del aspecto histórico y temporal, es importante observar también los pronombres que Pablo usa en Gálatas 3:23- 29. Comien-za con «nosotros» (versículos 23, 24, 25) y luego pasa al pronombre «vosotros» (versículos 26, 27, 28, 29 [dos veces]). El «nosotros» se refiere a los creyentes judíos de las iglesias de Galacia. Se trata de los familiarizados con la ley, y Pablo viene dirigiéndose a ellos en parti-cular desde Gálatas 2:15. El «todos [vosotros]» implica a los conver-sos gentiles. ¿Cómo aunarlo todo? Pablo contrapone el lugar de la ley antes y después de Cristo, argumento que explícita directamente en el versículo 24:«la ley era nuestro ayo hasta que viniera el Mesías» (PER). Y lo repite en los versículos 23 y 25, aunque lo hace indirec-tamente, refiriéndose a la venida de «la fe». El uso de la palabra «fe» con el artículo definido «la», en griego, sugiere que Rabio no habla meramente de la fe individual de una persona, sino de Cristo. Inme-diatamente antes del versículo 23, el apóstol emplea la palabra «fe» en conexión con Jesús. En griego, el versículo 22 afirma literalmente que la promesa de Dios se basa en «la fe en Jesucristo». Es la misma expresión que Pablo usó en Gálatas 2:16, y puede traducirse del grie-go como «la fidelidad de Jesús». Precisamente su fidelidad ofrece esperanza a la condición humana bajo el pecado (Gálatas 3:22). Así, cuando Pablo pasa al versículo 23, sigue tan cautivado por la «fideli-dad de Cristo» que se refiere a Cristo como «la fe». Hace exactamen-te lo mismo en el versículo 25. Su terminología indica que la venida de Cristo supone un auténtico cambio en la historia de la salvación.

Desgraciadamente, muchos han interpretado el comentario de Pablo como un total rechazo de la ley. Sin embargo, eso tiene poco sentido si tenemos en cuenta declaraciones positivas sobre la ley en otros lugares (por ejemplo, Romanos 3:31; 7:7, 12, 14). Entonces, ¿qué cambió con la venida de Cristo?

La ley de Dios no dejó de existir con la llegada de Cristo. Sin duda, se cumplieron ciertos aspectos de la misma, pero sus verdades mora-les siguen siendo tan verdad hoy como lo eran hace cuatro mil años. La posición de la ley en relación con el pueblo de Dios ha cambiado. Ya no es la autoridad suprema que regula la vida, porque se nos lla-ma a vivir una vida que complazca a Cristo (1 Tesalonicenses 4:1). Pablo llama a esto ser guiado por el Espíritu (Gálatas 5:18). No quie-

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re decir que la ley moral ya no sea aplicable; eso nunca se planteó. Pero Cristo trasciende la ley. Es el epítome de todo lo que esta re-quiere y más (Gálatas 6:2; 1 Corintios 9:21). No meramente segui-mos un conjunto de reglas: seguimos a Jesús. Y él hace lo que la ley jamás podría hacer: escribe su ley en nuestro corazón (Hebreos 8:10) y hace posible que el justo requisito de la ley se cumpla en nosotros (Romanos 8:4). Además, ya no estamos bajo la condena de la ley (versículo 3). Como creyentes, estamos en Cristo y gozamos del pri-vilegio de estar bajo la gracia (Romanos 6:14-15). Y eso nos da la li-bertad de servirlo de todo corazón sin temor a ser condenados por errores que podríamos cometer en el proceso.

Así, la venida de Cristo marca un cambio fundamental en el ámbi-to de la historia de la salvación. Sí, seguimos observando la ley hoy, pero la conformidad con la ley no es nuestra meta suprema. La meta de todo cristiano es, en último término, la conformidad con Cristo. Porque en la conformidad con Cristo abarcamos realmente todo lo que la ley requiere. En la vida, la muerte y la resurrección de Jesús, el Mesías prometido, la ley ha sido eclipsada. Cristo lo primero y Cristo lo último: esa es la naturaleza de la vida cristiana.

Aunque Pablo desarrolla su argumento teniendo en cuenta la his-toria de la salvación, nos perderíamos algo si no lo interpretáramos teniendo en cuenta también nuestro propio viaje espiritual personal. El hecho mismo de que use la expresión «la fe» como una referencia a Cristo (Gálatas 3:23) parece justificar la idea de entender la venida de «la fe» como una referencia secundaria a la aurora de la fe en nuestra propia vida. Aunque Cristo ha venido, muchos de nosotros a menudo vivimos la vida como si no lo hubiese hecho. Nos encontra-mos en una pugna continua bajo el pecado. En esos períodos de nuestra vida, la ley de Dios actúa como un paidagogós, persiguién-donos, declarando nuestro pecado, dándonos una conciencia culpa-ble y, de paso, buscando siempre llevarnos a Cristo como nuestra única esperanza. Hasta que llegue el día en que el poder del pecado no solo haya sido vencido sino destruido, la ley de Dios mantendrá su papel de identificación y de condena del pecado. Y, hablando en términos personales, me siento agradecido de que así sea.

Aunque el argumento de Pablo es complicado, su enseñanza cen-tral es simple. La ley no está en contra de las promesas de Dios a Abraham y sus descendientes. Tampoco ofrece una manera alterna-tiva para obtener la salvación. Al contrario, aunque la promesa y la ley tienen papeles y funciones diferentes, ambas desempeñan una parte importante en el plan de la salvación que viene desarrollándo-se en el transcurso de la historia humana; y también mediante la

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aplicación espiritual a nuestra propia experiencia vital. No obstante, teniendo en cuenta todo lo que Dios ha hecho, el momento definito-rio en la esfera de la historia de la salvación para nosotros como cris-tianos no es la presentación de la ley en el monte Sinaí, ni siquiera el pronunciamiento de las promesas a Abraham por parte de Dios. No. Es el acontecimiento que ha cambiado para siempre el curso de la historia humana: la encarnación de Cristo.

Referencias

1 John Fischer, «Paul in His Jewish Context» [Pablo en su contexto judío]; The Evangeli-cal Quarterly 57 (1985): p. 211.

2 Donald Guthrie, Galatians [Gálatas], New Century Bible Commentary (Grand Rapids: Eerdmans, 1973), p. 107

3 James D. G. Dunn, The Epistle to the Galatians [La Epístola a los Gálatas], Black's New Testament Commentary (Peabody, Massachusetts: Hendrickson, 1993), p. 194,

4 Daniel Wallace, Greek Grammar Beyond the Basics [Gramática griega más allá de lo básico] (Grand Rapids: Zondervan, 1996), p. 473.

5 Linda L. Belleville, «"Under Law": Structural Analysis and the Pauline Concept of Law in Galatians 3:21-4:11» [Bajo la ley: Análisis estructural del concepto paulino de ley en Gá-latas 3: 21-4:1], Journal for the Study of the New Testament 26 (1986): p. 54.

6 Ibíd., p. 59. 7 Libanio, Oraciones 58.7. Citado en Norman H. Young, «Paidagogos: The Social Setting

of a Pauline Metaphor» [Paidagogos: El marco social de una metáfora paulina], Novum Tes-tamentum 29, N° 2 (1987), p. 159.

8 Josefo, Antigüedades judías, i.2.1. 9 Marcial, Epigramas, traducción inglesa de James Michie (Nueva York: Modern Library,

2002), p. 143. 10 Arístides, En defensa de la oratoria, ii.380 11 Séneca, Epístolas, 94.8, 9 12 Filón, Sobre el cambio de nombre, 217. 13 Beleville, p 60. 14 Ibíd. 15 Elena G. de White, Mensajes selectos, tomo 1 (Mountain View, California: Pacific

Press Publishing Association, 1966), p. 274. 16 Ibíd., pp. 275, 276.

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CAPÍTULO 8

La Ley como nuestro paidagogós

l no ser exactamente igual que los demás niños del colegio, sino tratarse en realidad de un príncipe o una princesa, parece haber sido el sueño de casi todos los niños al menos una vez en

la vida. Una gran cantidad de libros y películas se aprovechan de esta fantasía infantil, a menudo con un éxito sensacional. De niño, relatos como El pequeño Lord Fauntleroy captaban mi imaginación y me llevaban a soñar despierto en cómo sería eso de ser príncipe. A mis hijas les pasó lo mismo cuando crecían, salvo que, en su caso, esta-ban fascinadas por relatos como el de Cenicienta. Naturalmente, no solo los niños se fascinan con tales historias. Parece que el deseo de ser alguien especial afecta hasta a los adultos.

En la década de 1920 había gente en todo el mundo que había quedado cautivada con la posibilidad de que una mujer que se lla-maba Anna Anderson no fuese simplemente una obrera de una fá-brica polaca, sino, en realidad, nada más y nada menos que la gran duquesa Anastasia de Rusia, hija menor del zar Nicolás II. Durante la revolución bolchevique, Nicolás II y toda su familia fueron bru-talmente asesinados, o eso se creía. Circularon rumores de que quizá sus dos hijos menores hubieran escapado: Anastasia y su hermano Alexei. La pretensión de Anderson de ser Anastasia provocó un circo mediático que duró muchos años y dio origen a varios libros y pelí-culas. La idea de que una jovencita campesina pudiera en realidad ser una princesa parecía inspirar a muchos con esperanza para su propia problemática vital. Así, aunque Anna tuvo su parte alícuota de adversarios, también contó con muchos partidarios, algunos de los cuales eran incluso parientes de Nicolás II. A pesar de que jamás pudo demostrar sus alegaciones ante un tribunal, Anna nunca se re-tractó de su pretensión de ser Anastasia.

Descubrimientos recientes, sin embargo, han demostrado que Anna no era Anastasia. Las pruebas de ADN no solo han puesto muy en duda su pretensión, sino que especialistas forenses rusos también

E

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han descubierto y verificado las tumbas y los restos corporales del zar y de toda su familia. A pesar de sus reivindicaciones en sentido contrario, Anna no era princesa en absoluto. Fue simplemente una campesina y una charlatana. Al final, su historia no fue más que un cuento de hadas.

Aunque algunos podrían afirmar que nuestro deseo de ser algo más de lo que en realidad somos es solo una fantasía infantil, o quizá una forma de escapar de los problemas de la vida real, creo que es algo más. Es el susurro con el que Dios nos dice que nuestra vida es, verdaderamente, mucho más valiosa de lo que jamás podríamos es-perar o imaginar. En Gálatas 3:26-4:11 Pablo insta a los gálatas a que recuerden precisamente esto. Por lo que Cristo ha hecho, ahora so-mos hijos e hijas de Dios, príncipes y princesas en su reino. El após-tol los insta a dejar de vivir la vida como si fueran esclavos y a disfru-tar de todos los derechos y privilegios que acompañan a la condición de hijo. Anna Anderson no necesitaba ser una charlatana para ser la hija de un Rey: ya lo era. Sencillamente, ¡nunca se dio cuenta!

Hijos de Dios (Gálatas 3:26-29) Los creyentes judíos en Galacia habían insistido en que era nece-

sario que los gentiles se circuncidasen para entrar a formar parte de la familia del pacto de Dios. Como hemos visto, las pretensiones de los tales llevaron a Pablo a una extensa presentación del papel de la fe y la ley en el plan de salvación. Ya en Gálatas 3:7, Pablo señaló que la promesa que Dios había dado al principio a Abraham y sus des-cendientes se basaba únicamente en la fe. Aunque la ley es impor-tante, no fue dada «oficialmente» a la nación de Israel sino hasta unos cuatrocientos años después. Por ello, Pablo argumentaba que jamás se planteó que la ley fuera la revelación suprema de Dios. Ha-bía de desempeñar un papel transitorio en la historia de la salvación similar al de un paidagogós. Desde una perspectiva histórica (así como en nuestra propia experiencia personal), el advenimiento de Cristo cambió de manera fundamental la forma en que los seguido-res de Dios se relacionan con la ley. Aunque siempre señalará el pe-cado y será una indicación de la voluntad divina, los creyentes ya no estamos bajo su jurisdicción y su condena. El cristiano siempre con-siderará la ley a través de la perspectiva de Cristo. Y, como cristia-nos, estamos, en último término, bajo la ley de Cristo (Gálatas 6:2; 1 Corintios 9:21).

Gálatas 3:26 marca otra fase en la argumentación del apóstol. Pa-blo da una segunda razón por la cual los creyentes ya no estamos ba-jo la jurisdicción de la ley: somos «hijos» de Dios que hemos alcan-

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zado la mayoría de edad. Ya no somos niños, sino adultos. Aunque el apóstol ya había explicado la relación entre la ley y la promesa, ahora centra su atención en la relación entre la ley y la filiación. Y, cuando desarrolla el concepto de filiación en Gálatas 3:26-4:11, pone fin a su sus pensamientos sobre la identidad de los auténticos hijos de Abraham que introdujo inicialmente en Gálatas 3:7.

No debiéramos tomar el uso exclusivo del apóstol de la palabra masculina «hijos» como una afrenta al género femenino. Desde lue-go, sus comentarios del versículo 28 indican que incluye mujeres en esa categoría. Pablo destaca a los «hijos» porque, subconsciente-mente, piensa en la herencia familiar que, en su tiempo y en su cul-tura, se transmitía a los descendientes varones.

Aunque es fácil pasarlo por alto, es significativo su cambio en el uso de pronombres en el versículo 26. Pablo había dirigido sus co-mentarios anteriores a los creyentes judíos (el «nosotros» de los ver-sículos 23-25). Ahora se dirige a todos los creyentes gentiles de Gala-cia con el uso del pronombre plural de segunda persona, «vosotros». La afirmación que hace en el versículo 26 es revolucionaria: se dirige a los gentiles como «hijos de Dios», designación que Dios había usa-do como fórmula especial de afecto para referirse a la nación de Is-rael (Éxodo 4:22-23; Deuteronomio 14:1-2 y Oseas 11:1). Al llamar «hijos de Dios» a los gentiles incircuncisos, Pablo desechaba la men-talidad del «nosotros» contra «ellos» promovida por algunos cre-yentes judíos. La bendición que había de llegar a todas las familias de la tierra como parte de la promesa de Dios a Abraham se había convertido ya en una realidad en Cristo.

Desgraciadamente, los nuevos miembros de la familia no siempre son bienvenidos. Cuando alguien se suma a una familia ya estableci-da, las personas se sienten a menudo amenazadas, celosas y hasta se enfadan. Hace unos años nuestra familia experimentó algo de esto cuando decidimos adoptar un caniche. Nuestra hija pequeña fue quien más se opuso a la idea. Nunca se había sentido muy a gusto al lado de animales, por lo que la idea de tener un perro en casa no le hacía gracia. Para empeorar las cosas, al caniche que pensábamos acoger lo habían esquilado y era cualquier cosa menos bonito. Re-cuerdo que mi niña preguntaba: «¿Por qué tenemos que tener un pe-rro? ¿Qué derecho tiene de incorporarse a la familia?». (Como te imaginarás, algo de tiempo y de pelo obraron maravillas. Ahora nuestra hija y el caniche son casi inseparables).

Muchos creyentes judíos interpretaron que la disposición de Pa-blo a incluir a gentiles incircuncisos en la familia del pacto de Dios suponía una amenaza. ¿Qué derecho tenían los gentiles a formar

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parte de Israel sin hacerse primero judíos? ¿Qué derecho tenían a ser llamados hijos de Dios? El reiterado uso de la palabra griega «por-que» (traducida a veces por sinónimos) en los versículos 26 y 27 in-dica la base lógica que subyace a la declaración del apóstol. Los gen-tiles son ya parte de la familia del pacto de Dios por dos razones.

En primer lugar, tal como Pablo ya ha mencionado reiteradamen-te en su Carta (quería asegurarse de que lograba que nuestra cabezo-ta lo captara), la base de incluir a los gentiles no era que ellos hubie-sen hecho algo para merecerlo, sino únicamente lo que Cristo ya ha-bía hecho. Cristo fue fiel (versículo 26).Y por la fidelidad de Jesús precisamente, ¡los gentiles disfrutan ahora de la relación especial con Dios que una vez había sido exclusiva de Israel!

Sin embargo, ¿cómo puede transmitirse a los gentiles la fidelidad de Cristo? ¿Cómo logran acceder a Cristo? Nuevamente, su uso de la palabra «porque» en el versículo 27 (NVI) indica el directo desarro-llo lógico del razonamiento de Pablo. Los creyentes se unen a Cristo mediante el bautismo. ¿Por qué el bautismo? «En el Nuevo Testa-mento, el bautismo implica invariablemente una radical dedicación personal que conlleva un "no" decisivo a la anterior forma de vida de cada cual y un "sí" igual de rotundo a Jesucristo». 1 En Romanos 6 Pablo describe el bautismo simbólicamente como la unión de nues-tra vida con Cristo tanto en su muerte como en su resurrección. Sin embargo, resulta interesante observar que el apóstol emplea una me-táfora diferente en Gálatas. No establece la comparación entre nues-tra unión con Cristo en el bautismo y nuestra muerte con Cristo, sino entre aquella y el hecho de estar revestidos de Cristo. Aunque las metáforas de Pablo son diferentes, la conclusión sigue siendo la misma. Nuestra identidad se pierde en Cristo. En el libro de Roma-nos el viejo yo se entierra, mientras que en Gálatas está completa-mente envuelto en las vestiduras de la justicia de Cristo.

Pablo parece haber extraído su terminología de «vestirse de Cris-to» de los pasajes maravillosamente gráficos de las Escrituras del Antiguo Testamento que dicen que Dios viste a sus seguidores de justicia y salvación. Isaías, por ejemplo, exclama: «En gran manera me gozaré en Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios, porque me vis-tió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia, como a novio me atavió y como a novia adornada con sus joyas» (Isaías 61:10; cf. Job 29:14; Salmo 132:9).

La iconografía del apóstol relativa a revestirse de Cristo trae a mi memoria un dicho atribuido a Mark Twain, famoso literato estadou-nidense: «La ropa hace al hombre». Sin duda, la ropa provoca una diferencia, desde luego. No sé cuál será tu caso, pero yo siempre me

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siento bien cuando estoy bien vestido, especialmente cuando ello conlleva un traje nuevo hecho a medida para adaptarse a mi comple-xión. Es extraño cómo la ropa adecuada puede hacer que nos ende-recemos un poco más y que andemos y actuemos con más confianza. Aunque, ciertamente, la vida en este mundo es más que la moda, la observación de Twain, en el ámbito espiritual, da en el clavo. La Bi-blia usa la vestimenta como una metáfora significativa de la salva-ción. Representa una vida cubierta por Cristo. La metáfora se re-monta nada más y nada menos que hasta la historia de la caída en Génesis, en la que se ve la falta de eficacia del empeño de Adán y Eva por cubrir su desnudez. El propio Dios tuvo que proporcionarles ro-pa adecuada (Génesis 3:21). Como ya hemos visto, la metáfora con-tinúa en los profetas del Antiguo Testamento (Zacarías 3:3,4). Hasta Jesús se vale de ella en su parábola de la fiesta de bodas, en la que un invitado se niega a vestirse debidamente (Mateo 22:1-14). En sus Cartas, Pablo también se refiere reiteradamente a la salvación como un acto de «vestirse» de Cristo (Romanos 13:14; Colosenses 3:9, 10; Efesios 4:22-24; 6:11-17). Incluso el libro de Apocalipsis menciona la importancia de contar con vestiduras limpias (Apocalipsis 7:13; 22:14). En una época que parece estar obsesionada con la belleza fí-sica, la idea de «vestirse» de Cristo es un impactante recordatorio de que la ropa «real» «hace al hombre».

Nuestra unión con Cristo simbolizada por el bautismo significa que lo que vale para Cristo también vale para nosotros. Dado que Cristo es la «simiente» de Abraham, como «coherederos con Cristo» (Romanos 8:17), somos también herederos de todas las promesas contractuales hechas a Abraham y sus descendientes (Gálatas 3:29). La fidelidad de Cristo es nuestra fidelidad. Su identidad es nuestra identidad. He aquí la segunda razón que da Pablo por la cual Dios puede incluir a los gentiles en la familia de su pacto. Pueden ser lla-mados «hijos de Dios» porque se han unido a la fe en el verdadero Hijo unigénito de Dios, Jesucristo (Gálatas 1:15,16; 2:20).

Todo lo que tenemos como creyentes está arraigado en último término en Cristo. Él es la única esperanza para la infidelidad y los fracasos que acosaron a la nación hebrea a lo largo de su historia, y para todos los vicios por los que era conocido el mundo gentil. Cristo es el gran igualador. Seamos hombre o mujer, esclavo o libre, judío o gentil, en él todos estamos en pie de igualdad. Tales distinciones son irrelevantes en Cristo. Todos necesitamos, por igual, que nuestra vi-da, que tanto dista de ser perfecta, sea cubierta por el manto inma-culado de su justicia.

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Mayoría de edad (Gálatas 4:1-3) Acabando de comprar nuestra relación con Dios como hijos y he-

rederos, Pablo complica esa metáfora al incluir el tema de la heren-cia. Su terminología contempla una situación en la que, al parecer, ha fallecido el propietario de un gran patrimonio, dejando todas sus propiedades al hijo mayor. Sin embargo, su hijo sigue siendo menor de edad. Y, como ocurre en situaciones similares aun hoy, el testa-mento del padre estipula que su hijo ha de estar «bajo» la supervi-sión de tutores y administradores hasta que alcance la madurez. La mayoría de edad se fijaba normalmente entre los 20 y los 25 años. 2 Antes de que llegara ese momento, el hijo era el dueño del patrimo-nio paterno solo de título. Mientras fuera menor de edad, era poco más que un esclavo, estando su vida y sus posesiones controladas y administradas por otros.

Si bien aquí la analogía de Pablo es similar a la del paidagogós en Gálatas 3:24, presenta algunas diferencias marcadas. Aunque el pro-pósito fundamental del apóstol al comparar la ley con un paidago-gós era destacar su naturaleza restrictiva, su interés en Gálatas 4 es-tá en la condición del hijo como menor de edad. Esto podemos verlo claramente en la palabra griega traducida «niño» en los versículos 1 y 3. En vez de usar la palabra normal para niño (páis), emplea una palabra (népios) que se refiere específicamente a un niño muy pe-queño, un infante. Deriva de un verbo griego (nepeléo) que significa «no tener poder». Así, para el apóstol no es simplemente un niño, sino un infante que aún no ha alcanzado el nivel de madurez necesa-rio para ocuparse de sus propios asuntos legales. Otra diferencia está en que el poder de los administradores y gestores que describe es muy superior al de un paidagogós. Los administradores no solo eran responsables de la formación del hijo del amo, sino que, además, se ocupaban de todos los asuntos económicos y administrativos hasta que el hijo tuviera la madurez suficiente como para asumir por sí mismo esos deberes.

¿Cómo debemos entender la analogía del apóstol? En el versículo 3, Pablo afirma: «Así también nosotros, cuando éramos niños está-bamos en esclavitud bajo los rudimentos del mundo». Antes de po-der proseguir, tenemos que entender primero qué quiere decir cuan-do habla de «los rudimentos del mundo».

Los expertos debaten sobre qué quiere decir el apóstol exacta-mente con la expresión «los rudimentos del mundo» (Gálatas 4:3, 9). La palabra griega es stoijéia literalmente significa «elementos». Hay quienes ven en ella una descripción de las sustancias básicas que componen el universo (cf. 2 Pedro 3:10,12), poderes demoníacos

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que controlan este siglo perverso (Colosenses 2:15) o los principios rudimentarios de la vida religiosa, o sea, el abecedario de la religión (Hebreos 5:12). El énfasis que Pablo pone en la condición de la hu-manidad como «niños» antes de la venida de Cristo (Gálatas 4:1-3) sugiere que aquí tiene en mente los principios rudimentarios de la vida religiosa. Así, dice que el período del Antiguo Testamento, con sus leyes y sus sacrificios, fue meramente un silabario evangélico que esquematizaba lo más básico de la salvación. Por importantes e ins-tructivas que fueran las leyes morales y ceremoniales para Israel, eran solo sombras de lo que había de venir. Dios nunca se propuso que ocuparan el lugar de Cristo. El «nosotros» volvía a referirse a la situación de los judíos en relación con la ley antes de Cristo.

El argumento básico del apóstol parece ser que regular la vida en torno a las reglas de la ley en vez de Cristo es como querer retroceder en el tiempo. Aunque los judíos eran herederos de las promesas de Dios, su vida religiosa era, en cierto sentido general, una etapa de inmadurez espiritual. Abordaban el evangelio solo mediante símbo-los: meras sombras de las realidades celestiales que serían manifies-tas únicamente en Cristo (Colosenses 2:17; Hebreos 8:5). Que los gá-latas se volviesen a una experiencia religiosa basada en la ley una vez que Cristo ya había venido ¡era como que un hijo adulto, en la analo-gía de Pablo, quisiera volver a ser menor de edad!

De su argumento, ¿qué podemos extraer para nuestra época? En primer lugar, es preciso que nos fijemos en Jesús, no en todos los ri-tos y los rituales asociados con el judaísmo. Ello no quiere decir que no podamos entresacar perspectivas beneficiosas del estudio del An-tiguo Testamento. De hecho, el Antiguo Testamento era la única «Biblia» que tenían los primeros cristianos. Hablo, más bien, de perdernos hasta tal punto en todos los detalles y los matices de los tipos del evangelio prefigurados en el Antiguo Testamento que Jesús parezca únicamente un apéndice y no el antitipo. En segundo lugar, no debiéramos contar con nadie que nos diga qué hemos de hacer o dejar de hacer en nuestro andar cristiano. No hablo de la búsqueda de consejo espiritual ni de la obediencia a las instrucciones divinas consignadas en las Escrituras, sino de no permitir que ningún ser humano controle nuestro comportamiento religioso. Dios quiere que lo sirvamos por propia iniciativa como adultos que mantienen una relación con él, no que nos basemos en instrucciones y reglas que nos impongan otros como si fuésemos niños.

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La acción decisiva de Cristo en la historia humana (Gálatas 4:4,5)

La venida de Jesús a nuestro mundo no fue fruto del azar. Pablo dice que llegó en «la plenitud del tiempo» (BLA), en el momento exacto que Dios había preparado. ¿Qué «tiempo» fue ese? Desde una perspectiva histórica, se denominó la pax romana (la paz de Roma), un período de dos siglos de estabilidad y paz relativas en todo el Impe-rio Romano. La conquista romana del mundo mediterráneo había traído la paz, un idioma común, medios favorables para desplazarse y una cultura común que facilitó la rápida difusión del evangelio. Desde la perspectiva bíblica, también marcó el momento que Dios había señalado para la venida del Mesías prometido según las profe-cías de Daniel (Daniel 9:24-27).

Por ello, la entrada de Jesús en la historia humana no fue, ni mu-cho menos, accidental. «Dios envió a su Hijo» (Gálatas 4:4). En otras palabras, el Señor tomó la iniciativa de nuestra salvación. También está implícita en esas palabras la fundamental creencia cristiana en la eterna deidad de Cristo (Juan 1:1-3,18; Colosenses 1:15-17; Filipenses 2:5-9). Dios no envió un mensajero celestial ni un sustituto: vino él mismo. Aunque se trataba del preexistente divino Hijo de Dios, Jesús también había «nacido de mujer» (Gálatas 4:4). Aunque la expresión sí implica el nacimiento virginal, afirma más específicamente su humanidad genuina (cf. Job 14:1; 15:14; Mateo 11:11). Era necesario que Cristo asumiera nuestra humanidad, por-que no podíamos salvamos a nosotros mismos. Uniendo su divini-dad inmaculada con nuestra naturaleza caída, Cristo cumplía los re-quisitos legales para ser nuestro sustituto, nuestro Salvador y nues-tro Sumo Sacerdote. La expresión «nacido bajo la ley» (Gálatas 4:4, BLA) apunta en dos direcciones. Por una parte, se refiere a la heren-cia judía de Jesús, pero también incluye el hecho de que llevó nues-tra condenación. Nació bajo la ley «para redimir a los que estaban bajo la ley» (versículo 4).

Como aprendimos previamente, la palabra «redimir» significa rescatar. Se refiere al precio que alguien pagaba para comprar la li-bertad de un rehén o un esclavo. Tal como indica este contexto, la redención implica unos antecedentes negativos: una persona tiene la necesidad de ser liberada. ¿De qué necesitamos ser liberados? El Nuevo Testamento presenta cuatro cosas: 1) liberación del diablo y de sus tretas (Hebreos 2:14, 15); 2) liberación de la muerte (1 Corin-tios 15:56, 57); 3) liberación del poder del pecado que nos esclaviza

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por naturaleza (Romanos 6:22); y (4) liberación de la condenación de la ley (Romanos 3:23, 24; Gálatas 3:13; 4:5).

Sin embargo, la compensación o el beneficio definitivos de la vida, la muerte y la resurrección de Cristo no estuvieron únicamente en redimirnos (por maravilloso que sea), sino en que «recibiéramos la adopción de hijos» (Gálatas 4:5). Eso conlleva mucho más que la mera redención, porque en Cristo obtenemos mucho más de lo que perdimos en Adán. El uso que Pablo hace aquí del «nosotros» parece referirse no solo a los cristianos de origen judío, sino también a to-dos los creyentes gentiles (como implica el «vosotros» del versículo 6). Por lo que Cristo ha hecho, tanto judíos como gentiles tenemos el privilegio de ser hijos de Dios, porque solo en Cristo encuentra cum-plimiento definitivo la promesa del Señor a Abraham y sus descen-dientes.

El privilegio de la adopción (Gálatas 4:6,7) A menudo denominamos «salvación» a lo que Cristo ha logrado

para nosotros. Aunque eso es verdad, no llega a ser penetrante y des-criptivo como el uso, exclusivo de Pablo, de la palabra «adopción» (huiothesía en griego). Aunque es el único autor del Nuevo Testa-mento que emplea la palabra, la adopción era un procedimiento le-gal perfectamente conocido en el mundo grecorromano. En vida de apóstol, varios emperadores romanos usaron la adopción como me-dio para elegir a su sucesor cuando no tenían ningún heredero legal. De hecho, durante los primeros dos siglos del Imperio Romano, los únicos emperadores que heredaron el trono por nacimiento fueron Claudio (41-54 d.C.), Tito (79-81 d.C.) y Domiciano (81-96 d.C.).

La adopción era un acuerdo legalmente vinculante que garantiza-ba varios privilegios: 1) el hijo adoptivo se convertía en el hijo verda-dero de su padre adoptivo; 2) el padre acordaba proporcionar todas las necesidades de alimento y vestido; 3) el hijo adoptivo no podía ser repudiado; 4) el hijo adoptivo no podía ser reducido a la esclavi-tud; 5) jamás se permitía que los padres naturales reclamasen el hijo adoptivo; y 6) la adopción imponía el derecho de herencia. 3 Si se ga-rantizaban tales derechos en la esfera terrenal, ¡intentemos imaginar cuánto mayores son los privilegios que tenemos como hijos adopti-vos de Dios!

Ampliando todavía más la imagen, Pablo afirma que la señal de nuestra adopción es la presencia del Espíritu de Jesús en nuestra vi-da (Gálatas 4:16). Demuestra que somos hijos de Dios porque el Es-píritu no es nuestro espíritu, sino el Espíritu de Jesús (Filipenses 1:19; 1 Pedro 1:11), Aquel que es realmente el Hijo de Dios (Gálatas

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1:16,17; 2:20). 4 Pero el apóstol no se detiene ahí. Dice que también hay una «prueba» de que somos hijos de Dios. La evidencia que tie-ne en mente no es ningún tipo de autobombo espiritual, como la ca-pacidad de realizar milagros, hablar en lenguas o tener visiones. No; la prueba es mucho más básica y profunda que todo eso. Está en el derecho que tenemos de llamar a Dios «Abba» (Gálatas 4:6; Roma-nos 8:15, 16). Los niños judíos usaban «Abba» para dirigirse a su padre, igual que hoy usamos la palabra «papá». Aunque los estu-diantes de los días de Jesús usaban ese término para referirse a un maestro reverenciado, Cristo es la primera persona que se dirigió a Dios como «Abba» (Marcos 14:36). De hecho, puesto que «Abba» es arameo, no griego, Pablo tiene presente específicamente la costum-bre y las propias palabras de Jesús. Dado que nos hemos unido a Cristo, somos hijos de Dios, y también tenemos el privilegio y el de-recho de llamarlo «Abba».

¿Por qué volver a la esclavitud? (Gálatas 4:8-11) En Gálatas 4:8-11 Pablo pide a los gálatas que vivan la vida cris-

tiana como hijos y que no vuelvan a su situación previa de esclavi-tud. ¿A qué estaban esclavizados los creyentes gentiles de Galacia antes de acudir a Cristo? El apóstol no describe la naturaleza exacta de sus prácticas religiosas anteriores, pero está claro que tiene en mente la adoración de falsos dioses e ídolos, que da como resultado la esclavitud espiritual. Aunque Pablo no sea más específico, es pro-bable que aluda al culto religioso asociado con la devoción al empe-rador romano. El culto al emperador y su familia como dioses se convirtió en una práctica religiosa popular en todo el Imperio Ro-mano, en especial en Asia Menor y Galacia en los días de Pablo. Las ciudades rivalizaban por el privilegio de dedicar un templo al empe-rador y esperaban que la gente mostrara su lealtad a Roma partici-pando del culto. De forma similar a las fiestas nacionales de la actua-lidad, a menudo el calendario de una ciudad giraba en torno a los días dedicados al emperador –por ejemplo, su cumpleaños, ocasio-nes especiales durante su vida– y a los sacrificios periódicos. Pablo se habría encontrado con todo esto durante los años de su ministerio a lo largo y ancho de Asia Menor. De hecho, los arqueólogos han desenterrado templos e inscripciones relativas al culto imperial en dieciocho de los lugares de Asia Menor mencionados específicamen-te en el Nuevo Testamento, incluyendo las siete iglesias menciona-das en el Apocalipsis. 5

¿Qué hacían los gálatas que a Pablo le parecía tan censurable? Muchos han interpretado que su referencia a «los días, los meses, los

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tiempos y los años» (Gálatas 4:10) no es una mera protesta contra las leyes ceremoniales, sino también contra el sábado. Sin embargo, tal interpretación va más allá de la evidencia. En primer lugar, no tenemos ninguna lista de costumbres judías idéntica a su lista de Gá-latas. Y si de verdad quería señalar el sábado y otras prácticas especí-ficas judías, está claro por Colosenses 2:16 que podría fácilmente ha-berlas identificado por nombre. Pablo, sin embargo, es más ambi-guo. Además, si hubiese estado prohibiendo la práctica de las leyes ceremoniales judías, su censura a los creyentes de Galacia habría si-do una contradicción directa de la instrucción que da en Romanos 14:5 sobre no condenar a nadie por observarlas o no. Entonces, ¿qué tiene en mente?

El contexto indica que Pablo está trazando un paralelo más general entre las prácticas previas de los gentiles en el paganismo y su dispo-sición a basar su nueva vida cristiana en las obras de la ley. Es proba-ble que la terminología de Pablo apunte al «repleto calendario del cul-to al gobernante [que] presionaba a los ciudadanos [...] para que ob-servaran los días, los meses, los tiempos y los años que establecía para reconocimiento y celebración especiales». 6 Vista desde esta perspec-tiva, su lista es mucho más genérica. Meramente intenta «maximizar las similitudes entre las observancias que los gálatas habían dejado atrás y las que adoptan o están contemplando adoptar». 7

Mantener la debida perspectiva La preocupación que había en Galacia con la circuncisión era, pa-

ra Pablo, una clara señal de que la iglesia estaba perdiendo de vista la esencia real del cristianismo. El dicho «las acciones hablan más fuerte que las palabras» se puede aplicar perfectamente en Galacia. La conducta de los creyentes de aquel lugar proclamaba que el cris-tianismo era, fundamentalmente, algo que tenías que hacer, en vez de ser Alguien a quien necesitabas conocer. Era una senda que lle-vaba a un sentido defectuoso de orgullo espiritual, o bien al desáni-mo espiritual y al fracaso definitivo. Los creyentes de origen gentil corrían el peligro de recaer en la esclavitud espiritual por intentar hacerlo todo perfectamente para garantizarse la aprobación del Maestro. Pablo reta a los gálatas a recordar la identidad que tienen en Cristo. Lejos de ser esclavos, son hijos de Dios, con todos los de-rechos y privilegios que conlleva ser heredero. Su situación era simi-lar a la historia de un recién converso desanimado que acudió a ha-blar con Watchman Nee, famoso cristiano chino.

«Independientemente de lo mucho que ore, de lo mucho que me esfuerce, parece que, sencillamente, no puedo ser fiel a mi Señor.

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Creo que estoy perdiendo mi salvación». Nee dijo: «¿Ves este perro que tengo aquí? Es mi perro. Está adiestrado; nunca ensucia; es obediente; para mí, es una pura delicia. Ahí fuera en la cocina tengo un hijo, un bebé. Lo ensucia todo, tira la comida por todas partes, se mancha la ropa, es una calamidad. Pero, ¿quién va a heredar mi reino? No mi perro; mi hijo es mi heredero. Tú eres el heredero de Jesucristo porque murió precisamente por ti». 8

También nosotros somos herederos de Dios, no por nuestro pro-pio mérito, sino por medio de su gracia. En Cristo tenemos mucho más de lo que jamás tuvimos antes del pecado de Adán. No olvide-mos que en Cristo somos hijos de Dios.

Referencias

1 Linda L. Belleville, «"Under Law": Structural Analysis and the Pauline Concept of Law in Galatians 3:21-4:11» ["Bajo la ley": Análisis estructural del concepto paulino de ley en Gálatas 3: 21-4: 11, Journal for the Study of the New Testament 26 (1986): p. 62.

2 D. R. Moore-Crispin, «Galatians 4:1-9: The Use and Abuse of Parallels» [“Gálatas 4:1-9: El uso y el abuso de paralelos”] EQ: The Evangelical Quarterly 60 (1989), p. 216

3 James D. G. Dunn, The Epistle to the Galatians [La Epístola a los Gälatas], Black's New Testament Commentary (Peabody, Massachusetts: Hendrickson, 1993), p. 220

4 Hans—Josef Klauck, The Religious Context of Early Christianity [El contexto religioso del cristianismo primitivo] (Minneapolis: Fortress Press, 2003), pp. 319-325

5 Stephen Mitchel, Anatolia: Land, Men and Gods in Asia Minor [Anatolia: Tierra, hom-bres y dioses en Asia Menor], (Oxford: Clarendon Press, 1993), p. 10.

6 Ben Witherington, Grace in Galatia [Gracia en Galacia] (Grand Rapids: Eerdmans, 1998), p. 299

7 Timothy George, Galatians [Gálatas], The New American Commentary (Nashville: Broadman and Holman, 1994), tomo 30, p. 276.

8 Lou Nichols, Hebrews: Patterns for Living [Hebreos: Pautas para vivir], (Xulon Press, 2004), p. 31.

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CAPÍTULO 9

El llamamiento pastoral de Pablo

l señor Brown tenía fama de ser un director duro, firme y efi-ciente, que regía el colegio como si fuera una cárcel. Caminaba de manera regular por los pasillos como si estuviera montando

guardia en busca de cualquier problema que los prisioneros pudié-ramos suscitar. Y no todo era teatro. Tenía una pala legendaria en su despacho (con agujeros taladrados de una a la otra cara para mejorar su eficacia) que no tenía temor de usar en caso necesario. Yo había tenido algún que otro roce con directores del colegio antes, y sabía que evitar al señor Brown era una buena idea.

Estaba en mi último año en el colegio, y, dado que mi familia se había mudado varias veces, también era mi tercer colegio en tres años. Hacía años que mi vida estaba descontrolada. No tenía interés en las cosas espirituales, y ello se manifestaba con claridad en el cur-so que mi vida estaba tomando. En mi segundo año de bachillerato me habían arrestado siendo menor de edad por conducir bajo los efectos del alcohol, había sido expulsado del instituto por protago-nizar peleas y uno de mis profesores decía incluso que yo era el peor alumno del colegio. Incontables veces alguien me había sermoneado sobre lo mala que era mi conducta, y sobre lo necesario que era que cambiará mi conducta si no quería consecuencias contundentes.

Por eso, cuando el señor Brown dijo que quería hablar conmigo, me preparé para lo peor. Era un viernes a última hora de la tarde. Mis amigos y yo habíamos estado bebiendo. Decidimos pasar por el campo de fútbol, donde se jugaba un partido, para ver si podíamos encontrar algo de acción, pero lo único que encontramos fue al señor Brown. O, mejor dicho, él nos «encontró» a nosotros.

Cuando me llevó aparte, me temía que de verdad me iba a dar una paliza. Me preparé para lo peor. Me puse a la defensiva. Después de todo, ya lo había oído todo antes. Sin embargo, para mi sorpresa, me rodeó con su brazo y me dijo: «Carl, ¿qué estás haciendo? ¿Por qué pasas el tiempo con esos tipos? Sé que vales mucho más que todo es-

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to». Eso me agarró con la guardia bajada, aunque no se lo expresé. Contesté que no tenía ni idea de lo que hablaba y me marché. En realidad, no obstante, su manera de abordarme y las palabras que me dirigió dejaron en mí una impresión profunda y duradera. Mar-caron el comienzo de un punto de inflexión en mi vida que, acompa-ñado de otros acontecimientos, llevó a mi bautismo en el verano de mi último año de secundaria. En aquel momento me di cuenta que el señor Brown era diferente. Me pareció que realmente se preocupaba por mí, que de verdad le importaba.

Ocurre algo similar en la Epístola de Pablo en Gálatas 4:12- 20. Hasta ese punto de su Carta, ha venido enumerando todas las razo-nes teológicas por las que los gálatas estaban errando el camino. Su argumento ha sido detallado y complejo, y, en ocasiones, su tono ha estado marcado por una fogosa pasión (Gálatas 1:6-9). Sin embargo, ahora se detiene de repente, interrumpiendo su discurso, y empieza a hablar de una manera muy diferente a los gálatas. Su tono es más dulce en las súplicas que les hace desde el corazón. Sin duda, su cambio repentino pilló a los gálatas con la guardia bajada, igual que me pasó a mí con el compasivo ruego del señor Brown.

El corazón de Pablo (Gálatas 4:12-20) A la hora de pensar en el apóstol Pablo, muchos suelen recordar

su lado más rudo: su lengua mordaz (Gálata 5:12), su impaciencia (Hechos 15:37-39) y su manera firme de decir a la gente la verdad (Gálatas 2:11- 14). Sin embargo, ese retrato no es completo. También tenía un lado bien amable. La vemos aquí. Gálatas 4:12-20 es uno de los pasajes más personales, íntimos y apasionantes de todas sus Car-tas. En esos versículos, Pablo, como suele decirse, lleva las emocio-nes escritas en la cara. Incapaz de reprimirse, expresa libre y abier-tamente sus sinceras emociones a la vista de todos los gálatas.

La indicación inicial de la inquietud que tanto pesar causaba a Pablo aparece en su llamamiento personal del versículo 12. Su "os ruego" precede de inmediato su insistencia en que los gálatas se ha-gan como él. Desgraciadamente algunas traducciones no transmiten plenamente la significación del término que usa. La palabra es déomai. Y aunque puede traducirse "rogar" (RV95, LBA) o «suplicar» (NC, NVI, SA), el término griego conlleva un sentido más intenso de desesperación. Por ejemplo, en 2 Corintios 5:20 se traduce «rogar» (RV95, LBA, NC, NVI, DHH), «pedir» (SA, NBE) o incluso «supli-car» (PER). Por ello, el sentido de lo que dice es, en realidad: «¡Les suplico y les ruego que cambien de rumbo!».

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La inquietud de Pablo no se fundamentaba simplemente en ideas teológicas o en puntos de vista sobre doctrina. Su corazón estaba li-gado al de la vida de las personas que habían aceptados a Cristo por medio de su ministerio. Se consideraba más que un amigo: era su padre espiritual, y ellos eran sus hijos (1 Corintios 4:14,15; 1 Tesalo-nicenses 2:7; Filemón 10). Más que eso, su llamamiento personal se manifiesta en la forma en que compara su inquietud por los gálatas con la preocupación y la angustia que acompañan a una madre en el nacimiento de sus hijos (Gálatas 4:19). Cuando fundó la iglesia de Galacia, el apóstol había creído que su «parto» previo había sido su-ficiente para el «alumbramiento sin riesgos» de aquellos creyentes. Sin embargo, ahora que los gálatas se habían apartado de la verdad, el apóstol experimentaba otra vez los dolores de parto para garanti-zar su bienestar. Rara Pablo no era un juego. Sabía que la imagen que los gálatas tenían de Cristo y su comprensión de lo que el Señor requería de ellos afectarían todos los aspectos de la vida de esos cre-yentes, y que, en última instancia, su destino eterno estaba en juego.

Habiendo descrito primero a los gálatas como si se estuviesen for-mando en el útero, Pablo mezcla sus metáforas, ya que también les ha-bla como si fuera una madre en estado de buena esperanza. «Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros» (versículo 19). La palabra griega traducida «for-mado» se usaba en medicina para referirse al desarrollo de un embrión en el seno materno. 1 Por medio de su metáfora, Pablo describe lo que significa ser cristiano, tanto individual como colectivamente como igle-sia. Ser un seguidor de Cristo es más que la simple profesión de fe: también implica una radical transformación a semejanza de Cristo. La cuestión fundamental, según le parecía a Pablo, era mucho más que una acción externa, como la circuncisión, porque, como observa León Morris, Pablo «no buscaba alteraciones accesorias en los gálatas, sino una transformación tal que verlos a ellos fuera ver a Cristo». 2

Teniendo en cuenta esta visión básica de conjunto del pasaje, analicemos ahora algo más de cerca algunos de los detalles específi-cos que encontramos en él.

El reto de ser como Pablo (Gálatas 4:12) Un aspecto sorprendente de esta sección de Gálatas es el llama-

miento extendido por Pablo de que los gálatas se hagan «como yo» (Gálatas 4:12). Desde luego, su llamamiento a la «imitación» no suena muy modesto. ¿Cómo debemos interpretar su declaración?

En sus Cartas, Pablo anima en varias ocasiones a los cristianos pa-ra que se inspiren en su conducta como modelo. En cada situación se

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presenta como un ejemplo, cargado de autoridad, que los creyentes deberían seguir. Por ejemplo, en 2 Tesalonicenses 3:7-9 se propone como una ilustración de la forma en que los creyentes de Tesalónica deberían trabajar para ganarse el sustento y no ser una carga para los demás. Insta a los corintios a ser como él al poner el bienestar de los demás antes que el propio (1 Corintios 11:1). Y en Filipenses 3:17 Pablo insta a los creyentes a compartir su decisión de ser fiel a Cristo hasta el mismísimo fin. Aunque pueda pedir a sus seguidores que emulen su comportamiento, su preocupación en Gálatas parece algo diferente.

Gálatas 4:12 no usa la palabra griega traducida «imitar»; en vez de ello, Pablo usa el verbo «ser». ¿Por qué esa diferencia? El problema de Galacia no era un comportamiento inmoral ni un estilo de vida impío, como en la iglesia de Corinto (1 Corintios 5; 6). La problemática de Galacia estaba arraigada en la esencia del propio cristianismo. Tenía que ver con el ser, no con el comportamiento. El apóstol no decía sim-plemente: «Actúen como yo», sino «Sean lo que soy yo». Precisamen-te la misma terminología de Gálatas 4:12 aparece en su llamamiento a Herodes Agripa II en Hechos 26:29, en el que Pablo dice: «¡Quisiera Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino también todos los que hoy me oyen, fuerais hechos tales cual yo soy, excepto estas cadenas!». En otras palabras, se refiere a su experiencia como cris-tiano, cuyo cimiento está en Cristo solo. En cambio, los gálatas atri-buían más valor a su conducta que a su identidad en Cristo.

Aunque Pablo no dice específicamente cómo quiere que los gála-tas se hagan como él, el contexto indica que no era una declaración general que abarcaba cada aspecto y detalle de la vida del apóstol. Dado que su preocupación está en la religión de los gálatas, centrada en la ley, no hay duda de que el apóstol tiene en mente el amor ma-ravilloso, el gozo, la libertad y la certidumbre de la salvación que ha-bía encontrado en Jesucristo. En vista de la maravilla sobrepujante de Cristo, Pablo había aprendido a considerar todo lo demás como basura (Filipenses 3:8, 9). Y anhelaba que los propios gálatas tuvie-ran esa misma experiencia.

Naturalmente, cuando el apóstol habla de tomar su conducta o su ser como modelo, ello sigue sin eximirlo de la acusación de ser orgullo-so. Aunque su invitación a ser imitado pueda sorprendernos inicial-mente hoy, me parece que no es incoherente con la humildad cristiana. Debemos entender sus afirmaciones en su contexto. En primer lugar, no sugieren en lo más mínimo que estuviera intentando ocupar el lugar de Cristo. Reconoce abiertamente que el ejemplo supremo de todo cris-tiano es Cristo, únicamente Cristo (Filipenses 2:5-8). Además, Pablo nunca reivindicó haber alcanzado ninguna especie de perfección inma-

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culada (1 Timoteo 1:15; Filipenses 3:12-15). Como todos nosotros, sin duda había cosas en su vida que le habría gustado no hacer.

Lejos de que Pablo fuera inmodesto, Richard Hays cree que el re-to del apóstol a sus lectores en cuanto a la imitación refleja sabiduría por su parte como dirigente espiritual. ¿Por qué? Porque «única-mente a través del ejemplo de los demás aprendemos quiénes somos y cómo actuamos. [...] Creyendo que su propia vida, de hecho, estaba conformada al ejemplo abnegado de Cristo, Pablo estaba dispuesto a ofrecerse como modelo de conducta». 3 Está claro que Pablo creía que no debería haber desconexión entre lo que los cristianos profe-samos y las decisiones que adoptamos de forma cotidiana en cuanto al estilo de vida. ¡Ojalá hubiese más ejemplos fieles entre los dirigen-tes de la iglesia hoy! Quizá nuestra sorpresa ante los comentarios de Pablo sobre la imitación dice más de los problemas que nos hemos acostumbrado a ver en nuestra cultura y en nuestra vida que de él.

Me he hecho como ustedes (Gálatas 4:12) A primera vista, la afirmación de Pablo de Gálatas 4:12 tiene poco

sentido. ¿Cómo puede pedir que los gálatas se hagan «como yo» cuando afirma: «Yo también me hice como vosotros»? Si se ha hecho como ellos, ¿no socava eso por completo su llamamiento a que ellos se hagan como él? ¿Qué quiere decir exactamente?

Como ya hemos visto, quería que los gálatas fuesen como él en cuan-to a su fe y su confianza en la plena suficiencia de Cristo para la salva-ción. Sus comentarios en el sentido de que se hizo como ellos eran un recordatorio de cómo, aunque era judío, se había hecho gentil, como ellos, «sin la ley», para poder alcanzarlos con el evangelio: algo comple-tamente contrario a la manera en que Pedro se había comportado en Antioquía. Pedro elegía vivir como un gentil, pero obligaba a los genti-les a vivir como judíos (Gálatas 2:14). Sin embargo, en vez de separarse de los gentiles por razones de pureza ritual (cf. Hechos 10:28), Pablo se asoció libremente con ellos como si él mismo fuera gentil. El apóstol también aprendió a predicar el evangelio tanto a judíos como a gentiles: y, según 1 Corintios 9:19-23, aunque su evangelio siguió invariable, su método variaba dependiendo de las personas a las que intentaba alcan-zar. «Pablo fue pionero en lo que hoy llamamos contextualización, la necesidad de comunicar el evangelio de tal manera que hable al contex-to total de las personas a las que se dirige». 4

Algunos consideraban con sospecha la disposición del apóstol a hacerse gentil para alcanzar a los gentiles. Parecía peligroso; de he-cho, sigue causando hoy la misma incomodidad en algunas personas que hace casi dos mil años. ¿Exactamente hasta dónde habría que

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llegar para intentar contextualizar el evangelio? ¿Hay algún límite? ¿Puede irse realmente demasiado lejos cuando intentamos llevar una persona a Cristo?

Los comentarios del propio Pablo en 1 Corintios 9:21 indican que creía que, en efecto, sí existen límites en lo tocante a la contextuali-zación del evangelio. Menciona, por ejemplo, que, aunque gozamos de libertad para llevar a cabo la labor misionera de diferentes mane-ras a judíos y gentiles, esa libertad no incluye el derecho a tener un estilo de vida completamente anárquico, porque los cristianos esta-mos bajo «la ley de Cristo». Un autor ha sugerido la siguiente direc-triz básica: «En la medida que podamos separar el meollo del evan-gelio de su crisálida cultural, de contextualizar el mensaje de Cristo sin comprometer su contenido, también nosotros deberíamos hacer-nos imitadores de Pablo». 5

Aunque el apóstol no proporciona ninguna directriz específica so-bre cómo contextualizar el evangelio, las Escrituras sí consignan va-rios ejemplos respecto a cómo procuró hacerlo él mismo. El ejemplo más conocido es su tentativa de compartir el evangelio con los filóso-fos epicúreos y estoicos en el Areópago de Atenas (Hechos 17:16-34).

En el libro de Hechos los gentiles a los que el apóstol lleva a Cristo son típicamente paganos que ya tienen interés en el judaísmo y que incluso han acudido a la sinagoga. Por ello, cuando el apóstol com-parte el evangelio con esos gentiles (y judíos), su apelación es que Je-sús es el Mesías prometido y predicho en las Escrituras (Hechos 17:2, 3; 13:17-48).

Sin embargo, en Atenas la situación era muy diferente. Pablo inten-tó predicar el evangelio a gentiles que no tenían una conexión previa con el judaísmo y que, desde luego, no atribuían valor alguno a las Es-crituras hebreas. Así, en vez de apelar a las Escrituras, usó, como pun-tos de conexión con los atenienses, un altar anónimo dedicado a una deidad desconocida y pasajes de dos poetas paganos. Proclamó que el único Dios verdadero es el Creador del universo, el Sustentador de la vida, el Gobernante de todas las naciones, el Padre de los seres huma-nos y el Juez del mundo entero. 6 Sin embargo, cuando empezó a refe-rirse a Jesús y su resurrección de la tumba, los filósofos atenienses perdieron la paciencia y empezaron a burlarse del apóstol.

A menudo escuchamos que el método de predicación de Pablo en Atenas no solo resultó infructuoso, sino que era erróneo. Supuesta-mente desanimado por el limitado número de conversos, renunció a su tentativa de contextualizar el evangelio y decidió predicar única-mente «a Jesucristo, y a este crucificado» (1 Corintios 2:2). No coin-cido con ese punto de vista. En una visita que hice a Atenas recien-

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temente, mantuve una interesante conversación con una cristiana griega de esa ciudad en cuanto a si la labor del apóstol en Atenas tu-vo éxito. La respuesta que me dio me pareció que estaba cargada de sentido. Me dijo: «No acabo de entender por qué la gente cree que el empeño de Pablo por predicar el evangelio en Atenas fue tan poco fructífero. Está claro que el libro de Hechos no dice mucho de la igle-sia de Atenas. Pero sí dice que el apóstol ganó al menos un puñado de conversos, y hasta nombra a dos de estos. El hecho es que hoy yo soy una cristiana griega a causa del mensaje que Pablo predicó hace dos mil años. ¿Cómo puede alguien llamar fracaso a eso?».

Aunque predicó a los atenienses de una forma poco tradicional, el contenido básico de su mensaje siguió siendo el mismo. Se puso los arreos de otra cultura para compartir con sus miembros una cosmo-visión distinta a la propia. En esa situación, estuvo dispuesto a vivir como alguien ajeno a la ley a fin de alcanzar para Cristo a las perso-nas ajenas a la ley. Encontramos otros ejemplos de esto en 1 Corin-tios 8:8-13 y Gálatas 2:11-14.

A la vez, Pablo no fue esclavo de su propia libertad. Para contri-buir a reconstruir las relaciones con los creyentes judíos que creían que socavaba por entero la rica herencia del judaísmo, participó en un rito de purificación relacionado con el templo judío. Atendiendo la solicitud de Santiago, pagó incluso los gastos de cuatro cristianos judíos que habían tomado el voto del nazareato (Hechos 21:23-26). Por supuesto, para Pablo toda la idea de la purificación era algo no esencial. Puesto que había sido purificado en Cristo, el apóstol ha-bría podido razonar con Santiago que tal acto era ridículo. Siendo li-bre en Cristo, no era necesario que se sometiese al ritual judío para ser purificado. No obstante, Pablo consintió. Estaba dispuesto a vivir como alguien que está «bajo la ley» si ello podía hacer más eficaz su testimonio en pro de Jesús.

En la actualidad, todo esto suscita una cuestión básica para noso-tros. Como cristianos, ¿intentamos contextualizar el evangelio ante el mundo cambiante que nos rodea? ¿O nos hemos acomodado hasta tal punto con la forma en que siempre hemos realizado la evangeli-zación que estamos poco dispuestos a probar algo diferente? Inde-pendientemente de nuestra postura sobre el asunto de la contextua-lización del evangelio, Pablo es claro. Un solo método de evangeliza-ción de la comunidad o un solo juego de sermones de evangelización y de presentaciones de PowerPoint no alcanzarán a todas las perso-nas para Cristo. Es preciso que haya más de una manera para com-partirlo con ellas.

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Entonces y ahora (Gálatas 4:13-15) Mientras se desahoga con los creyentes de Galacia, Pablo les re-

cuerda que su relación no siempre había sido tan difícil y tan gélida como la que tenían en aquel momento. Como un cónyuge que re-memora el pasado, se remonta en sus reflexiones al momento en que predicó el evangelio por vez primera en Galacia. ¡Su relación con los gálatas había empezado tan bien! ¿Qué había pasado?

Algunos comentarios de Pablo sugieren que, por lo visto, en un primer momento no había sido su intención predicar el evangelio en Galacia. Alguna enfermedad lo había asaltado en su viaje por la re-gión, lo que lo obligó a quedarse en Galacia más tiempo del espera-do, o bien tuvo que viajar a Galacia para recuperarse. ¿Cuál fue la naturaleza exacta de su afección? Lamentablemente, no nos da los detalles que nos gustaría conocer. Hay quienes han sugerido que contrajo paludismo; otros se preguntan si padecería epilepsia; y otros, basándose en su referencia a la disposición de los gálatas a arrancarse los ojos para dárselos a él, proponen una enfermedad ocular. Su enfermedad también puede estar relacionada con la «es-pina en la carne» que menciona en 2 Corintios 12:7-9 (LBA).

Con independencia de la enfermedad que padeciera, Pablo sí nos dice que era tan molesta que fue una prueba no solo para él, sino hasta para los propios gálatas. En un mundo en el que la gente a me-nudo veía en la enfermedad una señal de desagrado divino (cf. Juan 9:1, 2; Lucas 13:1-4), la condición del apóstol podría haber dado a los gálatas una excusa para rechazarlos a él y a su mensaje. Pero no lo hicieron. En vez de ello, le dieron la bienvenida de todo corazón. ¿Por qué? Solo había una razón: La buena nueva de lo que Jesús ha-bía hecho por ellos en el Calvario (Gálatas 3:1) y la convicción del Espíritu Santo habían enternecido su corazón. Pablo y los gálatas habían establecido un vínculo especial de afecto. Habían atendido sus necesidades físicas, y él las necesidades espirituales que ellos te-nían. Estaban tan llenos de gratitud y amor por él que habrían hecho cualquier cosa por el apóstol, aunque hubiera supuesto una pérdida personal para ellos (Gálatas 4:15). Había sido el mejor de los tiem-pos. Los sentimientos de Pablo hacia ellos no habían cambiado. ¿Qué razón podían dar ellos ahora de su cambio de actitud?

Decir la verdad (Gálatas 4:16) Todo lo que Pablo había hecho era decir la verdad a los gálatas

sobre su situación espiritual. A menudo, la expresión «decir la ver-dad» tiene la connotación negativa de una táctica contundente, sin

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tapujos ni miramientos, de contar a alguien los hechos, sin importar lo desagradables o superfluos que puedan ser. Es como obligar a al-guien a que se tome una medicina. Puede que no te guste, ¡pero es por tu bien! Y, si no fuera por los comentarios de Pablo en Gálatas 4:12-20 y algunos más esparcidos por su Carta (ver Gálatas 6:9, 10), podríamos llegar a la conclusión equivocada de que su interés en la verdad del evangelio pesó más que cualquier expresión de amor. Sin embargo, está claro que no es así. Si la verdad y el amor son genui-nos, los dos nunca pueden andar separados.

Pablo usa la palabra «verdad» otras tres veces en su Epístola a los Gálatas. Se refiere a «la verdad del evangelio» en Gálatas 2:5 y 14. En Gálatas 5:7 pregunta quién los estorbó para no obedecer la verdad. Así, que Pablo diga la verdad a los gálatas no implica reprenderlos por sus errores, sino, más bien, proclamarles la realidad maravillosa del evan-gelio. Por supuesto, no significa que la verdad nunca hiera. Sí hiere. De hecho, a menudo se percibe como una ofensa al orgullo humano. El mensaje evangélico de Cristo y de Cristo solamente no deja lugar al-guno para el orgullo humano ni para presumir de nuestros logros.

Exactamente ese es el argumento de Pablo. A diferencia de la franqueza del evangelio del apóstol, sus adversarios estaban corte-jando activamente el favor de los gálatas por motivos egoístas, no porque los amaran. La circuncisión era cuanto de verdad les impor-taba. John Phillips resume con mucho acierto el marcado contraste entre Pablo y sus adversarios. El apóstol «había llegado para evange-lizar; ellos, a hacer proselitismo. Pablo había llegado a ganarlos para una Persona; ellos, a que se sumaran a un partido. Los gálatas serían una estrella en la corona de Pablo, no hay duda. Sin embargo, cuanto querían los judaizantes era convertirlos en un triunfo personal». 7

No está claro del todo qué quiere decir Pablo cuando afirma que sus adversarios «quieren excluiros» (Gálatas 4:17). Aunque es posible que se refiera a un intento de excluirlos de la comunión y la compañía de los cristianos de origen gentil, es más probable que indique un intento de privarlos de los privilegios del evangelio si no se sometían «primero» a la circuncisión (Hechos 15:1). En cualquier caso, el resultado sería el mismo: los gálatas recurrirían entonces a los judaizantes en busca de orientación y dirección espiritual. Sus adversarios buscaban seguidores. El apóstol, en cambio, quería que los gálatas siguieran a Cristo.

Sabiduría para los sabios Cuando se compara con todas las doctrinas y perspectivas teológi-

cas que Rabio ha acumulado en otros pasajes de Gálatas, podemos sentirnos tentados a pensar que Gálatas 4:12-20 no es tan impresio-

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nante o significativo. Por ejemplo, no dice gran cosa sobre las doctri-nas cardinales que forman la base teológica de la fe cristiana. Sin em-bargo, tal evaluación sobre el valor relativo del pasaje estaría del todo errada. Aunque es posible que no diga mucho de doctrina eclesiástica, sí revela mucho sobre el contexto en que debiéramos estudiar la doc-trina y aplicarla a la vida cotidiana del creyente y de la iglesia.

En primer lugar, debiera recordarnos que, con independencia de lo importante que sea la «verdad» para nosotros, la verdad tiene que ver, en último término, con el amor de Dios por la gente y no meramente con un conjunto de creencias muy bien empaquetado. ¿De qué sirven las creencias si no logramos demostrar a los demás que realmente nos preocupamos por ellos personalmente? Hemos de interesarnos por ellos por ser quienes son, no meramente en lo que queremos que ha-gan. En segundo lugar, en un mundo en que la producción en masa parece la clave del éxito global, los comentarios de Pablo sobre hacer-nos a los demás deberían recordarnos que nunca hemos de buscar un solo método o una sola estrategia para llevar el mundo a Cristo, no importa lo «bueno» que parezca tal método. Por último, aunque Cris-to es nuestro ejemplo supremo de vida que debemos imitar, nuestra vida, como seguidores suyos, debiera ser también una ilustración para los demás de lo que significa llamarse cristiano.

Referencias

1 Filón, Leyes especiales, iii.117 2 Leon Morris, Galatians: Paul's Charter of Christian Freedom [Gálatas: El fuero de la

libertad cristiana de Pablo] (Downers Grove, Illinois: InterVarsity Press, 1996), p. 142. 3 Richard B. Hays, First Corinthians, Interpretation, a Bible Commentary for Teaching

and Preaching [Primera de Corintios, interpretación; comentario bíblico para la enseñanza y la predicación] (Louisville: John Knox Press, 1997), p. 180.

4 Timothy George, Galatians [Gálatas], The New American Commentary (Nashville: Broadman and Holman, 1994), tomo 30, p. 321

5 Ibíd., pp. 321, 322. 6 John Stott, The Spirit, the Church and the Word The Message of Acts [El espíritu, la igle-

sia y el mundo: El mensaje de Hechos] (Downers Grove, Illinois: InterVarsity Press, 1990), pp. 284-288.

7 John Phillips, Exploring Galatians [Exploración de Gálatas] (Grand Rapids: Kregel, 2004), p. 129.

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CAPÍTULO 10

Los dos pactos n la actualidad, probablemente ningún tema de las Escrituras genera más malentendidos que el de los dos pactos. Tanto el Nuevo Testamento como el Antiguo hablan de un pacto «nue-

vo» y de uno «antiguo». En ambos casos, las Escrituras describen el nuevo en términos positivos, mientras que señalan que el antiguo es defectuoso e inadecuado. La confusión surge por varias declaracio-nes negativas de Pablo en cuanto a la ley y el antiguo pacto (2 Corin-tios 3:6-9), y, en particular, Gálatas 4:24, pasaje en el que asocia el antiguo pacto con la promulgación de la ley en el monte Sinaí. En consecuencia, algunos cristianos creen que la promulgación de la ley en el Sinaí es incoherente con el evangelio, incluso han llegado a concluir que el pacto dado en el Sinaí representa una época en la his-toria de la humanidad cuando la salvación dependía de la obediencia a la ley, y que, puesto que ese método acabó demostrando ser infruc-tuoso, Dios tuvo que dar lugar a una nueva dispensación en la que la salvación ya no tenía como base la obediencia, sino la gracia dispo-nible a través de Jesús en el nuevo pacto. .

Así, muchos identifican a Jesús y el Nuevo Testamento como el nue-vo pacto, y entienden que la ley y el Antiguo Testamento pertenecen al antiguo pacto. El problema de esta perspectiva es que pasa por alto el hecho de que las Escrituras nunca restringen la promesa del nuevo pac-to a la gente que vive después de los días de Jesús: era también una promesa que había sido dada a los creyentes del Antiguo Testamento mucho antes del nacimiento de Jesús. El siguiente diagrama ilustra el típico punto de vista dispensacionalista sobre los pactos.

E

Antiguo pacto = Época anterior al Calvario

Nuevo pacto = Época posterior al Calvario

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Lo básico de un pacto El vocablo hebreo traducido «pacto» es berít. Esta palabra apare-

ce casi trescientas veces en el Antiguo Testamento y se refiere a un contrato, un acuerdo o un tratado legalmente vinculante que estipula la naturaleza de una relación entre personas diversas. Los pactos pueden implicar acuerdos mutuos entre dos o más personas, como en un contrato mercantil, o pueden ser una decisión unilateral, como un testamento. En cualquiera de los dos casos, un pacto requería que todos los intervinientes fuesen «fieles» en el cumplimiento de las obligaciones asociadas con su compromiso. Los pactos mencionados específicamente en el Antiguo Testamento son de diferentes tipos e incluyen los personales entre individuos (Génesis 21:22-34; 31:44-54; 2 Samuel 3:12, 13), contratos matrimoniales (Malaquías 2:14), pactos entre reyes y sus súbditos (2 Samuel 5:3; 2 Reyes 11:17; Jere-mías 34:8) y alianzas entre naciones (1 Reyes 15:19; Ezequiel 17:13).

Aunque los detalles específicos variaban de un pacto a otro, el nú-cleo de cada pacto incluía un aspecto relacional que traía consigo una obligación de fidelidad por las partes representadas. Vemos un buen ejemplo de esto en el pacto entre David y Jonatán. El pacto mutuo formal que decidieron hacer contenía mucho más que senti-mientos de afecto entre buenos amigos (1 Samuel 18:3). También «los obligaba a demostrar [se] lealtad y cariño mutuos de ciertas maneras tangibles». 1 La forma en que se llevó a cabo realmente la encontramos presentada gráficamente en la manera en que Jonatán arriesgó su propia seguridad hablando favorablemente de David cuando su padre, el rey Saúl, estaba decidido a difamar el carácter de David. También aflora en la forma en que advirtió a David que huye-ra cuando Saúl se hubo propuesto matarlo (1 Samuel 19:20). Jonatán estaba dispuesto a ser fiel a su palabra, aunque ello le costara la vida.

De la misma manera que los contratos y los acuerdos legales desempeñan un papel en nuestra vida contemporánea, los pactos tu-vieron un papel integral en la definición de la naturaleza de las rela-ciones cotidianas entre personas y naciones en todo el mundo anti-guo durante miles de años. Sin embargo, sí que había una diferencia fundamental entre entonces y ahora. Mientras que formalizamos un acuerdo oficial poniendo nuestro nombre y firmando un acuerdo es-crito, en la antigüedad los pactos en el Próximo Oriente solían con-llevar la muerte de animales como parte del proceso de establecer o, literalmente, «cortar» un pacto.

¿Qué papel desempeñaba la muerte de un animal? La muerte de los animales simbolizaba qué ocurriría a cualquiera de las partes si dejaban de cumplir las promesas y las obligaciones a las que el pacto

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las obligaba. Un ejemplo de este aspecto de un pacto antiguo aparece en el siguiente fragmento de un pacto entre el gobernante asirio Ashur-nirari V y su vasallo Mati'-ilu.

«Esta cabeza no es la cabeza de un cordero tierno; es la ca-beza de Mati'-ilu, es la cabeza de sus hijos, sus magnates y el pueblo de [su tie]rra. En el [supuesto caso de que] Mati'-ilu [pecase] contra este tratado, que igual que se c[orta] la cabeza de este cordero tierno y se le pone el codillo en la boca, [...] sea cortada la cabeza de Mati'-ilu, y sus hijos [y magnates] sean arro[jados] en […]». 2

¡Y pensar que hoy nos quejamos de los árboles desaprovechados en el papel que consumimos! Desde luego, ello es insignificante si se lo compara con el número de animales sacrificados como parte de acuerdos antiguos. ¿Te imaginas el alboroto de los activistas de los derechos de los animales si la práctica siguiese siendo común en la actualidad?

El pacto de Dios Además de los pactos hechos entre humanos, uno de los aspectos

más sorprendentes del Antiguo Testamento es que Dios decidió vin-cularse a su pueblo entrando en una relación formal de pacto con él. De hecho, el tema del pacto de Dios con su pueblo no es simplemen-te un aspecto aislado de las Escrituras. Siendo la imagen dominante de la salvación en todo el Antiguo Testamento, es la manera definiti-va en que Dios explica su plan para deshacer las consecuencias del pecado y devolver la raza humana a la debida relación con él. El fi-nado Hans LaRondelle señala: «Desde Adán hasta Jesús, Dios trató con la humanidad por medio de una serie de promesas contractuales que se centraban en un Redentor que iba a venir y que culminaron con el pacto davídico (Génesis 12:2-3; 2 Samuel 7:12-17; Isaías 11). Al Israel cautivo en Babilonia Dios le prometió un "nuevo pacto" más efectivo (Jeremías 31:31-34) en conexión con la venida del Mesías davídico (Ezequiel 36:26-28; 37:22-28)». 3

Como los pactos humanos, el que Dios ha hecho con la raza hu-mana implicaba tanto relación como obligación. Dios quiere ser nuestro Dios y que nos relacionemos con él como su pueblo especial. Promete sernos fiel y pide que, a cambio, le seamos fieles.

La primera mención explícita de pacto en las Escrituras es la del que Dios estableció con Noé. En realidad, ese pacto es una sorpresa, dado que se presenta después de la corrupción, la violencia y la infi-delidad universales hacia el Señor (Génesis 6:5, 6).No obstante, el

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Señor promete a Noé: «Estableceré mi pacto contigo, y tú entrarás en el arca, con tus hijos, tu mujer y las mujeres de tus hijos» (ver-sículo 18). La palabra traducida «estableceré» (hebreo heqim) no in-dica el comienzo de un nuevo pacto, sino el «“mantenimiento” de un compromiso que Dios había adquirido previamente, lo que implica que Dios ya había hecho previamente un pacto con los seres huma-nos». 4 Y, ¿a qué pacto previo se refiere esto? Se retrotrae a la pro-mesa de redención dada a Adán y Eva en Génesis 3:15:1a promesa de que un día Dios desharía la maldición divina que había acaecido so-bre el mundo como resultado del pecado.

En particular, ¿cuál fue la naturaleza del pacto de Dios con Noé? Fue un pacto universal realizado no solo con toda la raza humana, sino también con todos los seres vivientes (Génesis 9:8-10). Y lo más chocante del mismo es que el Señor hace todas las promesas: no re-quiere nada a cambio. El arcoíris es su promesa de que un diluvio no volverá a destruir nunca la tierra (versículo 11). Como ejemplo de la gracia de Dios, el arcoíris nos recuerda perpetuamente que el Señor es digno de confianza. Siempre será fiel a la promesa de su pacto.

El pacto con Abraham (Génesis 15) Las promesas iniciales recibidas por Abram en Génesis 12:1-3 se

encuentran entre los pasajes más impactantes de las Escrituras he-breas. «Vete de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Haré de ti una nación grande, te bendeciré, engrandeceré tu nombre y serás bendición. Bendeciré a los que te bendigan, y a los que te maldigan maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra».

Todo el pasaje tiene que ver con la gracia de Dios. Dios toma la iniciativa, y Dios, no Abram, hace las promesas. Abram no había he-cho nada para ganarse o merecer el favor divino, ni hay la menor in-dicación que sugiera que Dios y Abram habían colaborado de alguna manera para proponer el acuerdo. El Señor realiza todas las prome-sas y no pide que Abram prometa nada a cambio. En vez de ello, pide al patriarca que tenga fe en la seguridad de su promesa, pero no se trata de una fe endeble cualquiera. Abram ha de jugarse la vida por esa fe al abandonar su clan familiar a los setenta y cinco años de edad y poniéndose en camino a la tierra que Dios le prometió.

Las promesas de Dios a Abram no fueron algo aislado. Eran, sim-plemente, otra fase de su gran plan para salvar al mundo. «Con la ben-dición concedida a Abram y, a través de él, a todos los seres humanos, el Creador renovó su propósito redentor. Había "bendecido" a Adán y Eva en el paraíso (Génesis 1:28; 5:2) y después "bendijo [...] a Noé y a sus

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hijos" después del diluvio (9:1). Así, Dios aclaró su promesa anterior de un Redentor que redimirá a la humanidad, destruirá el mal y restaurará el paraíso (Génesis 3:15). Dios confirmó su promesa de bendecir a "to-das las familias de la tierra" en su dominio universal». 5

Aunque Abram respondió con fe a la palabra de Dios, el hijo im-plicado en la promesa divina no llegaba. Por último, tras de diez años de esperar que naciera el hijo prometido, el patriarca empezó a preguntarse si, de alguna forma, habría interpretado indebidamente las intenciones de Dios. ¿Quería el Señor que adoptara legalmente como hijo a su fiel siervo Eliezer? La respuesta divina fue clara. Abram no solo procrearía a su propio hijo, sino que sus descendien-tes serían tan innumerables como las estrellas. Las Escrituras con-signan entonces uno de los pasajes favoritos del apóstol Pablo: «Abram creyó a Jehová y le fue contado por justicia» (Génesis 15:6).

Desgraciadamente, la mayoría de la gente da por terminada la histo-ria de Abram en Génesis 15 con el versículo 6. Cuando dejamos de per-cibir «el resto de la historia», como solía decir Paul Harvey, famoso lo-cutor radiofónico estadounidense, acabamos creando no solo una falsa imagen del patriarca, sino también perdiéndonos una de las experien-cias más significativas de la vida del «amigo de Dios». Me explicaré.

Basándonos en pasajes como Génesis 15:6, resulta fácil conside-rar a Abram como un hombre de fe que jamás tuvo preguntas ni du-das. Sin embargo, las Escrituras presentan una imagen diferente. Abram creyó, pero también tuvo preguntas en el transcurso de su andadura. En realidad, cuando Dios le renueva su promesa en Géne-sis 15:7, Abram pide al Señor algún tipo de prueba. «Señor Jehová, ¿en qué conoceré que la he de heredar?» (versículo 8). Como el pa-dre mencionado en Marcos 9:24, Abram dice a Dios, básicamente: «Creo; ayuda mi incredulidad». En respuesta, el Señor, misericor-diosamente, da garantías a Abram de la certidumbre de su promesa estableciendo formalmente un pacto con él.

Lo sorprendente de este pasaje no es el hecho de que Dios esta-blezca un pacto con Abram, sino el extremo hasta el que Dios estuvo dispuesto a condescender para establecerlo. A diferencia de los go-bernantes del Próximo Oriente antiguo, que rehuían la idea de hacer promesas vinculantes a sus siervos, Dios no solo dio su palabra, sino que, al andar simbòlicamente entre los trozos de animales muertos, se jugó su propia vida en ella -y sabemos, naturalmente, que ¡acabó dando la vida en el Calvario para convertir su promesa en realidad! Abram quería más «prueba», y ¡vaya si la obtuvo! Básicamente, al andar entre los trozos de animales muertos, Dios dijo a Abram: «Es-to no es el cuerpo de una novilla ni el de una cabra: es mi cuerpo si

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yo dejase alguna vez de ser fiel a las promesas que he hecho a Abram y sus descendientes». Dios no podría haber dado una prueba mayor de la certidumbre de su palabra.

Abraham, Sara y Agar (Génesis 16; 21:1-21) En Gálatas 4:21-31 Pablo no solo habla negativamente de la expe-

riencia de los hijos de Israel en el monte Sinai; también tiene un punto de vista más bien despectivo de Agar, la segunda esposa de Abram. ¿Por qué habría de hablar el apóstol de Agar de manera tan poco halagadora?

Sus declaraciones no giran tanto en torno a ella como persona sino sobre el papel que desempeñó para que Abram no creyera la promesa contractual de Dios. Agar no siempre fue la concubina de Abram. Em-pieza apareciendo en el relato de Génesis como una esclava egipcia en la casa de Abram (Génesis 16:3). Es probable que se convirtiera en propiedad suya como uno de los muchos regalos que el faraón le dio a cambio de Sarai, episodio asociado con el primer acto de incredulidad de Abram a la promesa de Dios (Génesis 12:11-16).

Tras diez años de espera del nacimiento del hijo prometido, Abram y Sarai seguían sin hijos. Pese al pacto formal que Dios hizo con Abram en Génesis 15, este y Sarai llegaron a la conclusión de que el Señor ne-cesitaba la ayuda de ellos. Sarai dio Agar a Abram como concubina (Génesis 16:3; 25:6). Como esclava, Agar no habría tenido elección en el asunto. Sencillamente, tuvo que hacer lo que se le ordenó. Aunque nos parezca extraño en la actualidad, el plan de Sarai era muy ingenioso. Según las costumbres antiguas, una esclava podía legalmente convertir-se en madre «de alquiler» para su señora estéril. Así Sarai podía consi-derar como propio cualquier niño nacido de su esposo y de Agar. Aun-que el plan, en efecto, logró que naciera un niño, causó todo tipo de quebraderos de cabeza y de problemas, siendo que el mayor de estos que el niño planificado no era el niño prometido.

Durante aproximadamente trece años Abram creyó que Ismael era el hijo a través del cual el Señor cumpliría sus promesas. Por úl-timo, cuando Abram tenía noventa y nueve años de edad, Dios se le apareció y le dijo que Ismael no era el hijo de la promesa. El patriar-ca rogó a Dios que aceptase a Ismael como heredero, pero Dios se negó (Génesis 17:18, 19). ¿Por qué rehusó el Señor aceptar a Ismael como heredero de Abram?

No era que hubiera algo «malo» en Ismael. Era un niño amado por Dios igual que cualquier niño de este mundo. Sin duda, si hubie-ra habido algo malo en Ismael, Dios no lo habría bendecido (versícu-lo 20). El problema estaba, más bien, en la falta de fe de Abram. El

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nacimiento de Ismael se había producido por la sinuosa planifica-ción de Abram y Sarai. Habían llegado a la conclusión de que si Dios iba a cumplir su promesa, necesitaba la ayuda de la pareja. Habrían coincidido sin reservas con los dichos «A Dios rogando y con el mazo dando» y «A quien madruga, Dios lo ayuda». Sin embargo, eso era precisamente lo contrario de lo que de verdad era la promesa del pacto. El Señor no estaba esperando que Abram «hiciera» algo. El meollo de la promesa de Dios a Abram radicaba en que ¡Dios hacía algo por la raza humana que esta no podía hacer por sí misma! El plan de bendecir al mundo entero comenzaría con el nacimiento mi-lagroso de un hijo de Abram y de su esposa estéril Sarai. En el naci-miento de Ismael, el único elemento «milagroso» fue la disposición de Sarai a compartir su marido con otra mujer.

E. J. Waggoner, autor adventista del séptimo día cuya perspectiva sobre los pactos fue quizá su mayor aportación a la teología adven-tista, 6 resume con mucho acierto la insensatez que subyace al plan de Abram de amancebarse con Agar: «¡Qué corto de miras fue todo el episodio! Dios había hecho la promesa; por lo tanto, solo él podía cumplirla. Si un hombre hace una promesa, lo prometido puede rea-lizarlo otro, pero, en ese caso, el que hizo la promesa deja de cumplir su palabra. Por ello, aunque lo que el Señor había prometido pudiera haberse logrado mediante el artificio que se adoptó, el resultado ha-bría sido impedir que el Señor cumpliera su palabra. Por lo tanto, obraban contra Dios. [...] Nos resulta muy fácil ver que es así en el caso que estamos considerando; no obstante, ¡qué frecuente es que, en nuestra propia experiencia, en vez de esperar que el Señor haga lo que ha prometido, nos cansamos de esperar, nos ponemos a hacerlas por él y, por ello, fracasamos!». 7

Agar y el monte Sinaí (Gálatas 4:21-31) Ahora que hemos examinado el papel del pacto en el Antiguo Tes-

tamento y, en particular, la naturaleza del pacto que Dios hizo con Abraham y el papel que Agar e Ismael desempeñaron en esa historia, podemos volver nuestra atención a la asociación que Pablo hace de Agar y el monte Sinaí con el antiguo pacto.

Cuando Dios, como había prometido a Abraham siglos antes (Gé-nesis 15:13, 14), sacó a los hijos de Israel de la esclavitud quiso com-partir con ellos la misma relación de pacto que había tenido con su an-tepasado. De hecho, las similitudes entre la promesa de Dios a Abraham en Génesis 12:1-3 y sus palabras a Moisés en Éxodo 19:4-6 son contundentes. En ambos casos, el Señor recalca lo que él hará por su pueblo. No pide que los israelitas prometan «hacer» nada para

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«ganarse» sus bendiciones. De hecho, las palabras hebreas traducidas «dar oído» (shama’) y «guardar» (shamar) en Éxodo 19:5 significan, literalmente, «oír» y «atesorar». Las palabras de Dios no implican ningún tipo de justificación por las obras por parte de los israelitas. Al contrario, quería que Israel tuviera la misma fe que caracterizó la res-puesta de Abraham a sus promesas. El Señor se propuso que el pacto del Sinaí fuera un pacto de gracia de principio a fin.

Esto, por supuesto, suscita una pregunta importante. Si la rela-ción de pacto que Dios ofreció a Israel en el Sinaí es similar al dado a Abraham, ¿por qué Pablo identifica el monte Sinaí con la experiencia negativa de Agar?

Como vimos previamente en Gálatas 3:17, el pacto en el Sinaí buscaba señalar la pecaminosidad de la humanidad y el remedio de la abundante gracia de Dios tipificada en los ritos del santuario. El problema del monte Sinaí no estuvo en Dios, sino en las promesas imperfectas del pueblo (Hebreos 8:6). En vez de responder a las promesas divinas como había hecho Abraham, los israelitas reaccio-naron con confianza en sí mismos: «Haremos todo lo que Jehová ha dicho» (Éxodo 19:8). Después de vivir como esclavos en Egipto más de cuatro siglos, no tenían un verdadero concepto de la majestad de Dios, ni del grado de su propia pecaminosidad. Su respuesta era típi-ca de esclavos: «Haremos cualquier cosa que digas». No era simple-mente que las palabras que escogieron ofendieran a Dios. En Deute-ronomio 5:28 el Señor declaró: «Bien está todo lo que han dicho». El problema estaba en la condición de su corazón. No solo dejaron de apreciar la verdadera naturaleza de la salvación, sino que también tenían una confianza ingenua en sus propios esfuerzos y en su propia capacidad (versículo 29). Igual que Abraham y Sara intentaron ayu-dar a Dios a cumplir sus promesas, los israelitas intentaron convertir el pacto divino de la gracia en uno de obras.

En Gálatas, Pablo no afirma que la ley dada en el Sinaí fuera mala ni que esté abolida. De hecho, nunca menciona explícitamente en realidad la «ley» en el monte Sinaí. Únicamente se refiere a la expe-riencia de aquel lugar en la medida en que es análoga a la de Abraham y Agar. «La experiencia personal de Abraham con Agar, una experiencia del antiguo pacto, se expandió a escala nacional por medio de la experiencia de Israel de forma subsiguiente al pacto de Dios con sus hijos en Sinaí». 8 El apóstol se muestra inquieto por el malentendido legalista de la ley por parte de los gálatas. Como los antiguos israelitas, su orgullo los llevó a pervertir el propósito que Dios tuvo al dar la ley. «Lejos de servir para convencerlos de la abso-luta imposibilidad de complacer a Dios guardando la ley, esta fo-

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mentó en ellos una decisión profundamente arraigada de depender de recursos personales para complacer a Dios. Así, la ley no servía los fines de la gracia de llevar a los judaizantes a Cristo. En vez de ello, impedía su acceso a Cristo». 9

Así, resulta importante observar que los dos pactos no son cues-tión de tiempo, sino de la condición del corazón humano. O, por de-cirlo de una manera ligeramente diferente, los pactos antiguo y nue-vo no describen «eras históricas secuenciales, comprendiendo la primera el período de mil quinientos años del Sinaí a la encarnación, y abarcando la segunda de las generaciones subsiguientes. Describen dos experiencias diferentes basadas en respuestas humanas contra-rias a la intemporal invitación del evangelio eterno». 10 Así, repre-sentan dos maneras diferentes de intentar relacionarse con Dios que se remontan nada más y nada menos que hasta Caín y Abel. El anti-guo pacto simboliza a los que, equivocadamente, confían en su pro-pia obediencia como medio de complacer a Dios, como los judíos in-crédulos en el Sinaí. En cambio, el nuevo pacto representa la expe-riencia de aquellos que, como Abraham, dependen por entero en la gracia de Dios para hacer todo lo que ha prometido.

El nuevo pacto es el evangelio eterno: el verdadero evangelio, el único, inaugurado en el huerto del Edén después de la caída (Génesis 3:15), prometido y experimentado por Abraham y sus descendientes (Gálatas 3:8) y prefigurado en las leyes y los rituales dados a Israel. Después, la promesa de Dios se convirtió en una realidad histórica cuando alcanzó su expresión y cumplimiento definitivos en Cristo.

El siguiente cuadro representa la manera en que Pablo con-templa los dos pactos como dos experiencias diferentes basadas en respuestas humanas contrarias a la maravillosa promesa divi-na de la salvación.

Nuevo pacto Antiguo pacto Sara Agar

Isaac Ismael

Creyentes gentiles Judaizantes

Promesa carne

fe sola obras

Libre esclava

Monte Sinaí

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Ismael e Isaac hoy (Gálatas 4:28-31) Pablo perfiló su breve esbozo de la historia de Israel para contra-

rrestar los argumentos presentados por los judaizantes. Sus adversa-rios habían reivindicado ser los auténticos descendientes de Abraham y que Jerusalén -centro de la cristiandad judía y de la leyera su madre. En cuanto a los gentiles, eran ilegítimos. Si querían llegar a ser autén-ticos seguidores de Cristo, primero tenían que hacerse hijos de Abraham sometiéndose a la ley de la circuncisión. Sin embargo, Pablo declara que la verdad es exactamente al revés. Los judaizantes son hi-jos de Abraham, pero ilegítimos, como Ismael. Al poner su confianza en la circuncisión, se apoyaban en «la carne», igual que hizo Sara con Agar, y como intentaron hacer los judíos con la ley de Dios en Sinaí. Sin embargo, los creyentes gentiles, como Isaac, eran hijos de Abraham no por linaje natural, sino sobrenatural. «Como Isaac, eran el cumplimiento de la promesa hecha a Abraham [...]; como Isaac, su nacimiento a la libertad era efecto de la gracia divina; como Isaac, per-tenecen a la columna del pacto de la promesa». 11

En Gálatas 4:28,29 Pablo aplica la experiencia de Isaac e Ismael a la de los auténticos seguidores de Cristo en Galacia: «Y vosotros, her-manos, como Isaac, sois hijos de la promesa. Pero así como entonces el que nació según la carne persiguió al que nació según el Espíritu, así también sucede ahora» (LBA). Es probable que la persecución de Isaac que Pablo tiene en mente sea la ceremonia de Génesis 21 en la que se rinde homenaje a Isaac mientras que parece que Ismael se bur-la de él. Aunque la palabra hebrea del versículo 9 significa, literalmen-te, «reír», la reacción de Sara sugiere que Ismael estaba haciendo bur-la de Isaac o ridiculizándolo. Aunque la conducta de Ismael podría no parecemos tan significativa hoy (todos los hermanos discuten y se pe-lean en ocasiones), revelaba las hostilidades más profundas implica-das en una situación en la que estaba en juego el derecho de primoge-nitura familiar. Muchos gobernantes de la antigüedad procuraron perpetuar su posición eliminando rivales potenciales, incluidos her-manos (cf. Jueces 9:1-6). Sin embargo, aunque Isaac afrontó la oposi-ción, también gozó de todos los privilegios del amor, la protección y el favor que iban de la mano con ser el heredero de su padre.

Como descendientes espirituales de Isaac, no tiene que sorpren-dernos cuando suframos privaciones y oposición, ya sea de dentro o de fuera de la iglesia. «Es la doble porción de los "Isaacs": el dolor de la persecución por una parte y el privilegio de la herencia por otra. Somos despreciados y rechazados por los hombres; pero somos los hijos de Dios. [...] Esta es la paradoja de la experiencia de un cris-tiano». 12

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Vivir hoy la vida del nuevo pacto Las referencias que Pablo hace de la experiencia de Abraham, Sara,

Agar, Ismael y los hijos de Israel en Sinaí indican que su presentación de los dos pactos no es, en último término, sobre ideas teológicas abstractas. Al contrario, tiene que ver directamente con la forma en que Dios nos llama a experimentar la vida hoy. No tiene que ver tanto con qué debié-ramos «pensar» como con la forma en que deberíamos vivir. Pablo nos llama a experimentar personalmente el pacto de la gracia divina.

¿Cómo es esa vida? Es la vida marcada por la paz que se deriva de sa-ber que Dios es fiel a sus promesas. Llena de compromiso sincero y de comunión diaria con Dios, experimenta y aprecia de forma cotidiana su perdón y su gracia, y conoce la presencia habilitante de su Espíritu, que nos capacita no solo para vivir para él, sino para amar y cuidar de los que nos rodean. En última instancia, es una vida que se diferencia enorme-mente de la experiencia del antiguo pacto, a la que todo ser humano nace de forma natural: una vida que, en último término, no se fía de nadie más que de uno mismo, que hace solo lo que tiene que hacer, una vida que no se toma en serio la ley de Dios ni aprecia lo desesperadamente que nece-sita la gracia y el perdón divinos. En último término, el antiguo pacto es una vida absorta en su propio bienestar. La experiencia del antiguo pacto es una vida de esclavitud. Sin embargo, la experiencia del nuevo pacto es una vida que conoce la libertad que solo Dios puede dar.

A diferencia del anterior diagrama dispensacionalista de los pactos, que los limita simplemente a un lapso histórico, el siguiente cuadro ilustra mejor la descripción paulina de los dos pactos en su relación tanto con la historia como con la experiencia personal. Ojalá que, por la gracia de Dios, experimentemos personalmente la relación del nue-vo pacto que siempre ha querido compartir con nosotros.

Revelación de la gracia divina antes

del Calvario

Revelación suprema de la gracia divina en el Cristo resucitado

Creación Abrahán Monte Sinaí

Experiencia del antiguo pacto: Falso evangelio – Confianza en el yo – Legalismo

Experiencia del pacto eterno o nuevo: Auténtico evangelio – Fe en Cristo – Una vida llena del Espíritu

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Referencias

1 Philip W. Comfort y Walter A. Elwell eds., Tyndale Bible Dictionary [Diccionario bíbli-co Tyndale] (Wheaton, Illinois: Tyndale House, 2001), p. 323.

2 Bill T. Arnold y Bryan E. Beyer eds., Readings from the Ancient Near East [Textos del Cercano Oriente antiguo] (Grand Rapids: Baker Academy, 2002) p. 101.

3 Hans K. LaRondelle, Our Creator Redeemer: An Introduction to Biblical Covenant The-ology [Nuestro Creador Redentor: Introducción a la teología bíblica del pacto] (Berrien Springs, Michigan: Andrews University Press, 2005), p. 4.

4 Ibíd., p. 19. 5 Ibíd., p. 22, 23. 6 Woodrow W. Whidden, E. J. Waggoner: From the Physician of Good News to Agent of

División [E. J. Waggoner: De médico de la buena nueva a agente de la división] (Hager-stown, Maryland: Review and Herald, 2008), p. 267.

7 E. J. Waggoner, “The Flesh against the Spirit” [La carne contra el Espíritu]. Present Truth, 11 de junio de 1869; reimpreso en The Everlasting Covenant [El pacto eterno] (Inter-national Tract Society, 1900), pp. 75, 76.

8 Skip MacCarty, In Granite or Ingrained [En granito o arraigado] (Berrien Springs, Michigan: Andrews University Press, 2007), p. 97.

9 O. Palmer Robertson, The Christ of the Covenants [El Cristo de los pactos] (Phillipsburg, Nueva Jersey: Presbyterian and Reformed Publishing Company, 1980), p. 181.

10 MacCarty, p. 94 (la cursiva ha sido añadida). 11 James D. G. Dunn, The Epistle to the Galatians [La Epístola a los Gálatas], Black's

New Testament Commentary (Peabody, Massachusetts: Hendrickson, 1993), p. 256. 12 John Stott, The Message of Galatians [El mensaje de Gálatas] (Downers Grove, Illinois:

InterVarsity Press, 1968), p. 128

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CAPÍTULO 11

Libertad en Cristo ibertad. Es probable que ninguna otra palabra despierte más ecos en el corazón y la mente de los seres humanos del mundo entero. Moshé Dayán, Jefe del Estado Mayor del ejército israe-

lí que se convirtió en un paladín de la paz en la década de 1970, re-sumió el valor y la importancia de la libertad refiriéndose a ella como «el oxígeno del alma». Su analogía sugiere que sin libertad nos se-camos y morimos, pero con ella prosperamos, florecemos y vivimos. Creo que, desde luego, tenía razón. El deseo humano de libertad trasciende la cultura, la raza e incluso la época. Es algo tan querido que las personas están dispuestas a arriesgar la vida por conseguirla y conservarla. De hecho, no pasa un mes sin que algún país en algún lugar del mundo celebre su libertad nacional con una fiesta.

No obstante, por extraño que resulte, hasta en los países donde la libertad es un derecho legal, muchos descubren que es algo que falta en su vida cotidiana. ¿Cómo puede ser libre una persona y carecer de libertad? Aunque parece una paradoja, a menudo es verdad. Porque la libertad es más que una declaración nacional. Va mucho más allá del derecho a votar, a luchar, a la propiedad privada y hasta a lo que tenga ganas de hacer. Esas cosas son demasiado simplistas, aunque son aquello en lo que pensamos cuando hablamos de libertad. La auténti-ca libertad toca la esencia misma de quiénes somos y de lo que se nos pide que seamos. No es simplemente el derecho a hacer lo que nos gusta o queremos hacer, sino la libertad de hacer las cosas que sabe-mos que deberíamos hacer. Y, a menudo, descubrimos que no damos la talla precisamente en esto. Así, aunque aplaudimos la libertad, a menudo estamos confundidos en cuanto a lo que implica realmente y a cuán genuinamente la experimentamos personalmente.

Aunque a muchos podría parecerles sorprendente, la Biblia dice mucho sobre la libertad. A menudo, de entre todos los autores del Nuevo Testamento, se señala al apóstol Pablo como el «paladín de la libertad». Y con razón, porque no solo usa la palabra «libertad» con mayor frecuencia que otros autores del Nuevo Testamento, sino que, además, es uno de sus términos favoritos para describir la verdadera naturaleza del evangelio. Gálatas, más que ninguna de sus Cartas, es-

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tá asociada con la libertad. Ya en Gálatas 2:4 vimos que Pablo hizo referencia fugazmente a la importancia de proteger la libertad que tenemos en Jesucristo. Sin embargo, ¿qué quiere decir cuando habla de la libertad cristiana? ¿Qué incluye? ¿Hasta dónde llega esa liber-tad? ¿Tiene límites? Y, ¿tiene alguna conexión con la ley?

Pablo aborda todas estas preguntas cuando, en Gálatas 5:1-15, ad-vierte a los creyentes de aquel lugar acerca de dos peligros que ame-nazan su libertad en Cristo: el legalismo y el libertinaje. Tanto el le-galismo como el libertinaje se oponen a la libertad genuina, porque mantienen por igual a sus partidarios en cierto tipo de esclavitud. No obstante, según veremos, el apóstol pide a los gálatas que se man-tengan firmes en la verdadera libertad, que es su legítima posesión en Cristo.

Cristo nos hizo libres (Gálatas 5:1) Gálatas 5:1 es uno de los versículos más sorprendentes de la Bi-

blia. Al menos lo fue para mí cuando lo descubrí por vez primera en-terrado en medio de esa Epístola. «Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud» (Gálatas 5:1). De joven, había recibido la impresión de que el meollo de toda religión era la limitación de mi libertad: una lista con muchos más noes que síes. No obstante, en Gálatas Pablo dice que Cristo nos hizo libres para la libertad.

Aquí «libertad» define el evangelio de principio a fin. Por esa ra-zón depuso su vida en el Calvario, y ha de caracterizar la forma en que nosotros mismos viviremos la vida. De hecho, el apóstol quiere que entiendan esto hasta tal punto que llega a ser redundante. Cristo nos hizo libres para que pudiéramos experimentar la libertad. Pablo explicará poco después qué conlleva exactamente la libertad. Sin embargo, antes de que lo consideremos, es necesario que observe-mos otra cosa que se produce en este versículo.

El apóstol no solo dice a los gálatas que Cristo los hizo libres para la libertad, sino que, a imagen de un jefe militar que arenga a una tropa vacilante, también les ordena que no rindan su libertad. La contundencia y la intensidad de su tono casi hacen que sus palabras salten de la página para entrar en acción. De hecho, parece que se proponía exactamente eso. Aunque este versículo está unido temáti-camente con lo que antecede y lo que sigue, lo inesperado de su apa-rición y su falta de conexiones sintácticas en griego sugieren que Pa-blo quería que destacara como un inmenso cartel. Muchas traduc-ciones así lo indican resaltando Gálatas 5:1 como un párrafo aparte. La libertad en Cristo resume toda la argumentación del apóstol, y los

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gálatas corrían el peligro de perderla. Habían sentido tanto el em-brujo del asunto de la circuncisión que estaban a punto de renunciar a su libertad y abrazar la esclavitud. La esperanza de Pablo se halla-ba en despertar a los gálatas para que percibieran su error casi fatal.

Sin embargo, es importante señalar que su orden de mantenerse firmes en la libertad no aparece aislada. La precede una importante constatación de un hecho: «Cristo nos hizo libres». ¿Por qué ha-bríamos los cristianos de estar firmes en nuestra libertad? Porque Cristo ya nos ha hecho libres. En otras palabras, nuestra libertad es un resultado de lo que Cristo ya ha hecho por nosotros.

El modelo de una constatación de un hecho, en indicativo, segui-da por una exhortación imperativa es una característica típica de las Cartas de Pablo (ver 1 Corintios 6:20; 10:13, 14; Colosenses 2:6; Efe-sios 4:1). Los eruditos lo denominan indicativo/imperativo del evan-gelio. Por ejemplo, Pablo en Romanos 6 Pablo presenta varias cons-tataciones indicativas sobre nuestra condición en Cristo. «Sabemos que nuestra vieja naturaleza fue crucificada con él» (Romanos 6:6, NVI). Tomando ese hecho como base, puede entonces presentar la exhortación imperativa: «Por lo tanto, no permitan ustedes que el pecado reine en su cuerpo mortal» (versículo 12, NVI). En esencia, es su forma de decir: «Lleguen a ser lo que ya son en Cristo». La vida ética del evangelio no ha de ser una carga de cosas que tenemos que hacer para demostrar que somos hijos de Dios. En absoluto; eso está completamente al revés. Somos llamados a vivir como si fuéramos hijos de Dios porque lo somos en realidad. Es una consecuencia de lo que Dios ya ha logrado por nosotros.

En segundo lugar, Gálatas 5:1 también parece incluir otra metáfo-ra adicional para describir la gloriosa verdad del evangelio. De la misma manera que podríamos hacer girar un diamante magistral-mente tallado para quedar boquiabiertos con todas sus hermosas fa-cetas, Pablo nos ha dejado mirar absortos la vasta riqueza del don de la salvación obrada por Jesús desde varias perspectivas diferentes: sacrificial (ofrenda, Gálatas 1:3), legal (justificación, Gálatas 2:16), comercial (redención/rescate, Gálatas 3:13) y familiar (adopción, Gálatas 4:5, 6). Ahora, con la expresión «Cristo nos libertó para que vivamos en libertad» (NVI), tiene otra metáfora en mente. La fraseo-logía se hace eco de una circunstancia denominada manumisión sa-cra de esclavos.

Puesto que los esclavos carecían de derechos en los días de Pablo, se suponía que una deidad podía actuar a su favor para comprar su libertad. A cambio, el esclavo, aunque libre realmente, pertenecería legalmente al dios. Era un proceso denominado manumisión sacra.

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Por supuesto, la manumisión sacra, en la práctica real, era mera-mente una ficción legal. El esclavo entregaba el dinero de su libertad al tesoro del templo. Consideremos, por ejemplo, la fórmula usada en una de las casi mil inscripciones procedentes del templo de Apolo Pifio en Delfos que datan de 201 a.C. a 100 d.C.: «Apolo Pifio com-pró una esclava, de nombre Nicea, a Sósibo de Anfisa. [...] Sin em-bargo, Nicea ha destinado la compra a Apolo en libertad». 1

«La pertinencia de esta práctica como metáfora soteriológica que pudiera ser adoptada por los cristianos resulta evidente: el esclavo es impotente, pero la deidad hace lo que no puede hacer el esclavo. Después de ser redimido, el esclavo pertenece al dios, 2cuyo servicio es la libertad perfecta”». 2 Aunque, ciertamente, existe una similitud básica con la terminología de Pablo, sí encontramos una diferencia fundamental. La metáfora del apóstol no es una ficción legal. Ni aportamos nosotros mismos el precio de la compra (cf. 1 Corintios 6:20; 7:23). El precio era demasiado elevado. Éramos impotentes para salvarnos nosotros mismos, pero Jesús intervino e hizo por no-sotros lo que no podíamos hacer solos.

La naturaleza de la libertad cristiana Aunque Pablo ha contrapuesto la diferencia entre la libertad y la

esclavitud en la analogía de los dos pactos y ha apelado decisivamen-te a los gálatas para que no renuncien a su libertad en Cristo, ahora explica con detalle de qué hemos sido librados (Gálatas 5:1-12) y pa-ra qué hemos sido liberados (vers. 13-15).

Como mencionamos antes, el uso de la palabra «libertad» para describir la vida cristiana es más prominente en las Cartas de Pablo que en ninguna otra porción del Nuevo Testamento. La palabra «li-bertad» y sus afines se dan el doble de veces en los escritos de Pablo que en otros lugares del Nuevo Testamento. Exactamente, ¿qué quiere decir Pablo cuando habla de libertad?

En primer lugar, para Pablo la libertad no es un concepto abstrac-to. No se refiere a la libertad política, la libertad económica ni la li-bertad para llevar la vida de cualquier manera que nos pudiera com-placer. Es, por el contrario, una libertad fundada en nuestra relación con Jesucristo. Aunque el contexto sugiere que Pablo se refiere a la libertad de la servidumbre y la condena de un cristianismo movido por la ley, nuestra libertad incluye mucho más: la libertad del pecado (Romanos 3:9; Gálatas 3:22) y de la muerte (1 Corintios 15:51-56), así como de los poderes demoníacos (Gálatas 1:4; Colosenses 2:13-15; Hebreos 2:14, 15).

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Las peligrosas consecuencias del legalismo (Gálatas 5:2-12)

En los primeros años de mi trabajo de pastor, había en una de mis congregaciones un dirigente que estaba convencido de que la iglesia ya había escuchado suficientes sermones sobre la gracia. Creía que, en lugar de ellos, sería buena idea que me dedicase a dar a los miembros una buena dosis de legalismo. (De hecho, me dijo que el legalismo no era realmente malo). No haría daño a nadie. Después de todo, ¿qué había de malo en querer obedecer la ley? Aunque su consejo era completamente lógico desde su perspectiva, Pablo habría discrepado enérgicamente por varias razones.

En primer lugar, seguir la ley de Dios y el «legalismo» no son ne-cesariamente la misma cosa. Tanto Jesús como Pablo llevaron una vida de obediencia, pero ninguno era legalista. El legalismo aflora cuando una persona da más importancia a la obediencia que a Jesús. Eso convierte al comportamiento de la persona, no a la fe en Cristo, en la base de su aceptación por Dios. En segundo lugar, el legalismo y el libertinaje en una iglesia son letales. Intentar equilibrar el uno con el otro es tan insensato como intentar usar el cáncer para com-batir el virus del sida: ambos conducen a la muerte. El único reme-dio para el legalismo y el libertinaje es la proclamación del evangelio genuino, porque ambos son letales para la vida de la fe.

La manera en la que Pablo introduce los versículos 2-12 indica la importancia de lo que está a punto de decir. «Mirad» (LBA), «Ved» (NC), «Escuchen bien» (NVI). No pierde el tiempo en divagaciones. El legalismo es letal y quiere asegurarse de que los gálatas escuchen con atención. De hecho, no solo reclama la completa atención de sus lecto-res y sus oyentes con su enérgico uso de la palabra «miren», sino que hasta evoca su plena autoridad apostólica: «Yo, Pablo, os digo». Si los gentiles van a someterse a la circuncisión para ser salvos (el griego in-dica que aún no habían sido circuncidados) y si quieren abrazar una interpretación legalista del cristianismo, quiere que se den cuenta de las peligrosas consecuencias implicadas en su decisión.

Entonces, ¿por qué es tan letal el legalismo? Pablo menciona va-rias razones.

El problema fundamental de intentar ganarse el favor de Dios sometiéndose a la circuncisión estriba en la forma en que afecta nuestra relación con Cristo. Este es un asunto tan significativo para Pablo que, básicamente, lo repite dos veces, primero en el versículo 2 y de forma ligeramente diferente en el versículo 4. El legalismo hace que el sacrificio de Cristo, en la práctica, carezca de valor. En el fon-

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do, el legalismo incluye un rechazo de la vía divina de la salvación en Cristo. Pablo afirma que hay que decidirse. O los méritos son de Cristo o son de uno mismo; lo uno es lo opuesto de lo otro. Si la ob-servancia de la ley hubiese sido suficiente, Cristo no habría tenido que dar su vida como sacrificio. Es importante señalar aquí que, cuando Pablo menciona la circuncisión, se refiere a ella desde la perspectiva legalista. Obviamente, como judío, él mismo estaba cir-cuncidado, e incluso se ocupó de que Timoteo lo fuera (ver Hechos 16:3). Por ello, el problema no era la circuncisión en sí misma (Gála-tas 5:6; 6:15), sino la manera en que se estaba imponiendo a los gála-tas como requisito para la salvación.

Pablo defiende su argumento de forma aún más enérgica en el versículo 4:«De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído». Su afirmación es significativa por varias razones. En primer lugar, deja claro que depender de la obediencia humana para la salvación no produce simplemente la pérdida de los beneficios o las «ventajas» derivados de la muerte de Cristo (versícu-lo 2), sino que separa a la persona del propio Cristo. Y la imagen del «desligamiento» al comienzo del versículo 4 y de la «caída» al final sugieren que el legalismo es, en última instancia, un acto de aposta-sía. El versículo 4 también destaca porque está escrito como si los gálatas ya hubiesen adoptado su fatal decisión de someterse a la cir-cuncisión. El elemento de condicionalidad del versículo 2 («si») está del todo ausente en el original griego del versículo 4, y la mayoría de las versiones modernas no lo traducen así. Es probable que el sutil cambio por su parte sea un intento suyo por asustar a los gálatas más gráficamente con las funestas consecuencias que les impondría el le-galismo. 3 Los dejaría sin Cristo.

Un segundo problema del legalismo es que obliga a la persona a guardar toda la ley. La afirmación de Pablo de los versículos 2 y 3 in-cluye un interesante juego de dos palabras que suenan de forma si-milar en griego pero que tienen significados radicalmente distintos: las palabras «aprovechará» (ofelései) y «obligado» (ofeilétes). Según declara, Cristo no les aprovechará (ofelései), sino que serán deudores (ofeilétes) de la ley. Si una persona quiere vivir de acuerdo a la ley, no puede escoger qué leyes quiere seguir. Es todo o nada. La argu-mentación del apóstol es simple, pero solemos pasarla por alto. Guardar la ley no solo conlleva la circuncisión, el sábado o las nor-mas alimentarias. Significa que todas las estipulaciones deben ser observadas fielmente y continuamente. Con independencia de lo mi-nuciosamente que alguien observe la santidad del sábado, carece de sentido si esa persona es poco ética en ciertos aspectos de la vida.

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Como se afirma en Santiago 2:10, «quien cumpliendo toda la ley fa-lla en un precepto, es reo de todos» (PER). En lo que a la ley respec-ta, es todo o nada.

La tercera objeción de Pablo al legalismo es que dificulta el desa-rrollo espiritual. «Vosotros corríais bien. ¿Quién os estorbó para no obedecer a la verdad?» (Gálatas 5:7). Aquí, su analogía es la de un corredor cuyo avance hacia la meta ha sido saboteado. De hecho, los círculos militares grecorromanos empleaban la palabra traducida «estorbó» (egkópto) para referirse a «romper un camino o destruir un puente, o poner un obstáculo en el camino del enemigo para de-tener su avance». 4 ¿Cómo estorba el legalismo el desarrollo espiri-tual? Hace que apartemos los ojos de Jesús. Cuando Jesús ya no es el punto focal de nuestra experiencia cristiana, acabamos mirándonos a nosotros mismos. En consecuencia, evaluamos a quienes nos ro-dean por si están o no a la altura de nuestros principios. Lleva a un falso sentido de justicia propia, o bien a una desesperación abruma-da por la culpa. En cualquier caso, engendra una mentalidad critico-na y acaba creando división. El apóstol compara los resultados del legalismo con el comportamiento de una manada feroz de perros salvajes empeñados en morderse y devorarse entre sí (Gálatas 5:15). Lejos de expresar amor mutuo, el legalismo produce la muerte espi-ritual al arrebatarnos el gozo de conocer a Cristo y de experimentar su gracia día a día en nuestra vida.

Por último, Pablo dice que el legalismo quita el escándalo de la cruz: «En cuanto a mí, hermanos, si aún predicara la circuncisión, ¿por qué padezco persecución todavía? En tal caso se habría quitado el escándalo de la cruz» (versículo 11). ¿Cómo quita el escándalo de la cruz? El mensaje de la circuncisión implica que uno puede salvar-se solo y, como tal, resulta halagador para el orgullo humano. Sin embargo, el mensaje de la cruz ofende el orgullo humano, porque aceptar la cruz significa que tenemos que reconocer que dependemos de Cristo por entero.

A diferencia de lo que creía el anciano de mi iglesia, el legalismo no trae consigo beneficio alguno. Resulta letal, independientemente del envoltorio que le pongan. De hecho, Pablo estaba tan indignado con los judaizantes por su insistencia en la circuncisión que en Gála-tas 5:12 expresa su deseo de que ¡se les vaya el cuchillo y se castren! Duras palabras, pero mucho menos letales que las falsas enseñanzas de los judaizantes.

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Libertad, no libertinaje (Gálatas 5:13) Gálatas 5:13 es el inicio de un punto de inflexión importante en el

libro de Gálatas. Aunque, hasta aquí, Pablo se ha centrado por ente-ro en el contenido teológico de su mensaje, ahora pasa al tema de la conducta del cristiano. ¿Cómo debe vivir su vida una persona que no es salva por las obras de la ley? ¿Cómo es la libertad en la vida de un creyente?

Uno de los retos que afrontaba el ministerio de Pablo era el peli-gro potencial de malentendidos que acompañaba a menudo su insis-tencia en la gracia y la libertad que los creyentes tenemos en Cristo. El apóstol da varias indicaciones en sus Cartas que sugieren que tal reacción era un problema. En Romanos 3:8 pregunta: «¿Y por qué no decir (como se nos calumnia, y como algunos, cuya condenación es justa, afirman que nosotros decimos): "Hagamos males para que vengan bienes"?». ¿De dónde surgió tal acusación? De la creencia que su mensaje de la fe sola fomentaba un estilo de vida descuidado (ver también Romanos 6:1; 1 Corintios 6:12; 10:23). Naturalmente, el problema no estaba en el evangelio de Pablo, sino en la tendencia humana a la falta de moderación. Encontramos pruebas incesantes de ello en las páginas de la historia, manchadas con casos de perso-nas, ciudades y naciones cuya corrupción y cuya desaparición en el caos moral fueron resultado directo de una falta de dominio propio.

En su empeño por soslayar tamaño malentendido de su mensaje de libertad, Pablo advierte a los gálatas que no usen su libertad «co-mo ocasión para la carne» (Gálatas 5:13). La palabra «ocasión» (griego aformé) es interesante. Literalmente significa «el punto de inicio o la base de operaciones para una expedición». 5 La palabra griega traducida «carne» (sane) «se refiere a la inclinación y la ten-dencia en la persona humana a vivir una existencia completa y to-talmente centrada en el yo». 6 Así, Pablo está diciendo que jamás de-beríamos usar nuestra libertad en Cristo como excusa ni como punto de inicio para satisfacer nuestros deseos egocéntricos. Pero hace algo más: también menciona específicamente que la libertad en Cristo no incluye el derecho a despreocuparse de la ley de Dios (versículo 14). Por el contrario, la auténtica libertad en Cristo debería llevar a una vida de obediencia (Romanos 1:5; Gálatas 5:14).Y, por último, Pablo dice que nuestra libertad no incluye el derecho a juzgar a los demás (Gálatas 5:15).

Aunque habla a menudo de la forma en que la libertad en Cristo nos hace libres de la esclavitud a las cosas de este siglo, Pablo no re-calca esa enseñanza aquí. En vez de ello, hace hincapié en que la au-téntica libertad es un emplazamiento a un nuevo tipo de servicio: la

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responsabilidad de servir a los demás por amor. En vez de que viva-mos para nosotros mismos, Pablo nos llama a vivir para los demás por amor (versículo 13). La libertad, entonces, es «la ocasión de amar al prójimo sin estorbos, la posibilidad de crear comunidades humanas basadas en la mutua autoentrega, no en la persecución del poder y la posición». 7

Nuestra familiaridad con el cristianismo y con las traducciones modernas de este pasaje hace que, a menudo, pasemos por alto con facilidad la fuerza extraordinaria que las palabras de Pablo transmitie-ron a sus primeros lectores. Las palabras griegas de Gálatas 5:13, 14 indican que el amor que motiva tan abnegado servicio no es el amor humano ordinario: eso sería imposible. El amor humano es demasia-do condicional. En el versículo 13, su uso del artículo del artículo («el») antes de la palabra «amor» (griego agápe) indica que se refiere al especial amor divino que recibimos únicamente a través del Espíri-tu (Romanos 5:5). Sin embargo, más sorprendente aún es el hecho de que la palabra traducida «servir» es, en realidad, la palabra griega (douléuo) que significa «estar esclavizado». Por naturaleza, las pala-bras «esclavitud» y «libertad» son claramente contrapuestas entre sí. Sin embargo, Pablo las combina para describir de qué forma tan radi-calmente distinta se suponía que debía vivirse la vida cristiana. La au-téntica libertad no se encuentra en la autonomía individual, sino en la mutua esclavitud a otro basada en el amor de Dios. Así, nunca puede haber auténtica libertad cuando procuramos vivir meramente para nosotros mismos. Solo la encontramos de verdad cuando estamos dispuestos a perder «nuestra libertad» (Mateo 16:25).

El cumplimiento de toda la ley (Gálatas 5:13-15) Muchos han visto una paradoja en el contraste entre los comenta-

rios negativos de Pablo en cuanto a cumplir «toda la ley» (Gálatas 5:3) y sus afirmaciones positivas sobre el cumplimiento de «toda la ley» (versículo 14). ¿Cómo puede decir ambas cosas sin contradecir-se? La solución estriba en el hecho de que usa intencionalmente cada expresión para hacer una distinción importante entre dos maneras diferentes de definir la conducta cristiana en relación con la ley. Por ejemplo, dista de carecer de significado que cuando se refiere positi-vamente a la observancia cristiana de la ley nunca la describa como «hacer la ley». Reserva esa fórmula únicamente para la conducta descarriada de los judaizantes, que intentan ganarse la aprobación de Dios «haciendo» lo que la ley ordena.

Esto no implica que quienes hemos hallado la salvación en Cristo no «hagamos» nada. Nada podría estar más alejado de la verdad.

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Pablo dice que «cumplen» la ley. Con esto quiere decir que la autén-tica conducta cristiana es mucho más que la obediencia externa del «hacer» la ley: «cumple» la ley. Pablo usa la palabra «cumplir» por-que va mucho más allá del concepto de meramente hacer. «Implica que la obediencia ofrecida satisface completamente lo requerido». 8 Este tipo de obediencia estaba arraigado en Jesús (ver Mateo 5:17). No era un abandono de la ley, ni una reducción de la ley únicamente al amor, sino la forma a través de la cual podían experimentarse el propósito y el significado auténticos de toda la ley.

Según Pablo, ¿dónde encontramos el pleno significado de la ley? Pablo dice que con una palabra, y esa palabra –que, sin duda, fue sorprendente para los legalistas de Galacia, como lo es para los lega-listas de cualquier generación– es «amor». Toda la ley de Dios, cuando se la reduce a un solo mandamiento, es el mandato de amar. Para demostrar su argumento, Pablo cita Levítico 19:18: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».

Aunque la cita proviene del libro de Levítico, la autoridad de la afirmación de Pablo se arraiga en último término en el uso que Jesús hizo de Levítico 19:18. Sin embargo, Jesús no fue el único maestro judío que se refirió al pasaje como resumen de toda la ley. El gran rabí Hillel, que vivió aproximadamente una generación antes que Je-sús, dijo: «Lo que te resulte odioso, no se lo hagas a tu prójimo; esa es toda la ley». Sin embargo, la perspectiva de Jesús era radicalmen-te diferente (Mateo 7:12). No solo es más positiva (tienes que tomar la iniciativa de hacer algo bueno), sino que, además, demuestra que la ley y el amor no son incompatibles. Sin amor la ley es vacía y fría, pero sin ley el amor carece de dirección.

¿Cómo vivir? El maravilloso amor de Dios por un mundo de pecadores perdi-

dos forma el meollo de la verdadera naturaleza del cristianismo. Es un amor diferente a cualquier cosa que nuestro mundo haya conoci-do alguna vez. Ese amor precisamente llevó a Dios a deponer su vida para que pudiéramos ser librados de la esclavitud de nuestros cami-nos egoístas. Además, es un amor que Dios anhela reproducir en el corazón y la vida de sus seguidores. No para que lo acaparemos para nosotros mismos, sino para que podamos compartirlo con los demás (Romanos 5:5; Juan 13:35).

Habiendo llegado casi a olvidar todo esto, las iglesias de Galacia habían empezado a sustituir el amor y la libertad con el legalismo y la esclavitud. Y, en vez de servirse mutuamente en amor, sus miem-bros se habían vuelto unos contra otros como animales voraces.

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Desgraciadamente, el error de los gálatas no fue exclusivo de ellos: ha seguido replicándose como un virus a lo largo de los siglos. En el llamamiento que Pablo extiende a los gálatas para que experimenten de forma renovada la libertad y el amor de Dios, oigamos también el llamamiento que Cristo nos hace para que experimentemos lo mis-mo. Que nuestra experiencia del amor de Dios nos lleve no mera-mente a seguir la ley, ¡sino a cumplirla!

Referencias

1 En M. Eugene Boring et al., eds., Hellenistic Commentary to the New Testament [Comentario helenístico al Nuevo Testamento] (Nashville: Abingdon Press, 1995), p. 453.

2 Ibíd. 3 Donald Guthrie, Galatians [Gálatas], New Century Bible Commentary (Grand Rapids:

Eerdmans, 1973), p. 129. 4 Comentario bíblico adventista del séptimo día (Mountain View, California: Pacific Press

Publishing Association, 1996), tomo 6, p. 977. 5 Frederick Danker, ed., A Greek-English Lexicon of the New Testament and Other Early Christian

Literature [Diccionario griego-inglés del Nuevo Testamento y otros escritos cristianos antig-uos], 3a. ed. (Chicago: University of Chicago Press, 2000), p. 158.

6 F. Matera, Galatians [Gálatas], Colección Sacra Pagina (Collegeville, Minnesota: Liturgi-cal Press, 1992), vol. 9, p. 196.

7 Sam K. Williams, Galatians [Gálatas], Abingdon New Testament Commentaries (Nash-ville: Abingdon Press, 1997), p. 145.

8 Stephen Westerholm, Perspectives Old and New on Paul [Viejas y nuevas perspectivas sobre Pablo] (Grand Rapids: Eerdmans, 2004), p. 436.

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CAPÍTULO 12

Vivir por el Espíritu l himno «Fuente de la vida eterna», cuya versión original fue compuesta por Robert Robinson en el siglo XVIII, es uno de los cánticos cristianos más admirados. Aunque su mensaje es-

piritual ha enternecido y alentado el corazón de muchos que han en-tonado sus melodiosas palabras dándoles significado, la belleza del himno sobresale aún más cuando nos familiarizamos con una cade-na de interesantes acontecimientos asociados con el mismo.

Como cualquier familia, los padres de Robert tenían elevadas aspi-raciones para su hijo. La esperanza de su madre era que un día pudie-se convertirse en pastor de almas. Sin embargo, esa posibilidad pare-ció desvanecerse cuando su padre murió inesperadamente, dejando a la familia casi en la indigencia. Con apenas dinero para sobrevivir, la familia ya no contaba con las imprescindibles reservas para que Ro-bert fuese al colegio. Sin embargo, peor que los retos económicos fue el hecho de que la muerte de su padre había dejado a Robert enfadado con Dios. El joven no tenía interés alguno en ser pastor. Era lo último que quería para su vida. Así que, con catorce años de edad, se convir-tió en aprendiz de barbero en Londres. Mientras empezaba a aprender un oficio, entregó su vida al libertinaje y la borrachera.

Tres años después, decidió acudir a una reunión de reavivamiento espiritual, en la que pensaba que podría pasárselo bien observando a los «engañados» metodistas. Sin embargo, el Espíritu Santo usó la incisiva predicación de George Whitefield para cambiar por entero la dirección de la vida de Robert Robinson.

Hablando de aquella noche y de los tres años que la siguieron, Robinson anotó en su diario lo siguiente:

«Nacido de nuevo el 24 de mayo de 1752 por la incisi-va predicación de George Whitefield. Habiendo gustado durante tres años y siete meses los dolores de la renova-ción, encontré plena y gratuita absolución por la sangre preciosa de Jesucristo (martes, 10 de diciembre de 1755), a quien sean el honor y la gloria por siempre. Amén». 1

E

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La anotación de su diario sobre «dolores de la renovación» en curso indica que, aunque se convirtió en una sola noche en 1752, si-guió luchando contra las tendencias pecaminosas de su vida. Refle-xionando sobre su experiencia espiritual personal durante ese tiem-po, Robinson, que tenía solo veintidós años de edad, escribió: 2

Original Traducción Versión española del

himno

«O to grace how great a debtor Daily I'm constrained to be! Let Thy goodness, like a fetter, Bind my wandering heart to Thee». «Prone to wander, Lord, I feel it, Prone to leave the God I love; Here’s my heart, O take and seal it, Seal it for Thy courts above».

«Oh, ¡de la gracia cuán gran deudor A diario estoy obligado a ser! Que tu bondad, como un grillete, Ate mi errante corazón a ti». «Propenso a vagar, Señor, lo siento, Propenso a dejar al Dios que amo; He aquí mi corazón; oh, tómalo y séllalo, Séllalo para tus excelsos atrios».

«Toma nuestros corazones, Llénalos de tu verdad, De tu Espíritu los dones, Y de toda santidad». «Guíanos en la obediencia, Humildad, amor y fe; Nos ampare tu clemencia; Salvador, propicio sé».

Sin embargo, no todo el mundo valoró positivamente las palabras de Robinson. Incómodos, al parecer, por las expresiones que indica-ban la propensión a errar del corazón cristiano, algunos himnarios se propusieron «corregir» abiertamente el himno.

Algunos, sencillamente, eliminaban la estrofa que hablaba de la propensión a alejarse de Dios, 3 mientras que otros, como el himna-rio Triumphant Service Songs, alteraron las palabras para hacerlas sonar más victoriosas y triunfales:

Original Traducción «Prone to love Thee, Lord, I feel it, Prone to serve the God 1 love». 4

«Propenso a amarte, Señor, lo siento, Propenso a servir al Dios que amo».

Pese a tan buenas intenciones, las palabras originales del himno

de Robinson describen de manera precisa la naturaleza de la lucha del cristiano y la senda que conduce a la victoria. Como cristianos, poseemos dos naturalezas que están en conflicto. Pablo se refiere a ellas en Gálatas 5:17 y las denomina «la carne» y «el Espíritu». Ro-binson experimentó esta lucha entre los deseos de la carne y el Espí-ritu en su propia vida y fue lo bastante franco como para incluirla como parte de su himno. Sin embargo, que nuestra naturaleza pe-caminosa sea propensa a alejarse de Dios no significa que tengamos que estar esclavizados a los deseos de la carne. Todo depende de nuestra disposición a ser conducidos por el Espíritu de Dios. En Gá-

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latas 5:16-26 Pablo explica que el Espíritu puede obrar un efecto transformador de nuestra vida.

Andar en el Espíritu (Gálatas 5:16) Los versículos 16-26 comienzan con una promesa atractiva: «Vi-

van por el Espíritu, y no seguirán los deseos de la naturaleza peca-minosa» (NVI). Sin embargo, ¿qué quiere decir Pablo cuando dice que vivamos «por el Espíritu», o, como dicen otras versiones, que andemos «en el Espíritu»? Y, ¿cuáles son los deseos de la naturaleza pecaminosa o de la carne que dice que no debemos gratificar? ¿Qué habrían significado tales términos para los primeros lectores de Pa-blo? Empezaremos a examinar lo último en primer lugar.

Los lectores del apóstol estaban familiarizados, sin duda, con la palabra «deseo» (en griego es singular, no plural), y, ciertamente, no habría tenido connotaciones positivas (por ejemplo, Pablo usa la misma palabra negativamente en Romanos 1:24; 6:12 y 1 Tesaloni-censes 4:5). Según señala Jervis en su comentario, «los pensadores filosóficos y religiosos del mundo antiguo entendían que el deseo era intrínseco a la naturaleza humana y que era una trampa de la que era necesario liberarse. El deseo significa que hacemos a la propia felici-dad o la propia paz rehenes de la consecución de lo que deseamos, sea dinero, posición u otra persona». 5 Podemos ver el problema del deseo en los siguientes dichos de Sócrates, según los recoge Jenofon-te, historiador griego del siglo V a.C.:

«Algunos son gobernados por la gula, algunos por el sexo, algunos por la bebida, algunos por ambiciones costosas y estú-pidas. Estos son gobernantes tan severos de la gente a la que gobiernan que, mientras la vean prosperar y capaz de trabajar, la obligan a tomar los frutos de su labor y a gastarlos en sus propios deseos; y cuando ven que la edad la ha hecho incapaz de trabajar, la abandonan a la desdicha de la senectud e inten-tan esclavizar a otros en su lugar». 6

Todas las escuelas filosóficas antiguas abordaron el problema del deseo. La gente no percibía que la filosofía fuese un distante ejercicio intelectual exclusivo para los eruditos. Era, más bien, una forma de vida que buscaba garantizar y conservar la felicidad genuina en me-dio de los desafíos de la existencia. Los estoicos, por ejemplo, creían que la felicidad se encontraba viviendo en armonía con la naturaleza y aprendiendo a no desear nada de este mundo. Los epicúreos, en cambio, enseñaban que la respuesta a la felicidad residía en apartar-se de la sociedad y tener el deseo vigilado viviendo una vida modesta

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entre amigos. La respuesta básica al problema del deseo en todos los sistemas filosóficos antiguos se reducía a la forma en que se contem-plaba la vida. «Los filósofos morales presuponían que el conocimien-to es la fuente de la virtud, y se consideraban médicos del alma cuyo trabajo era disipar la ignorancia y el error». 7 Así, creían que el cono-cimiento y el pensamiento acertados llevarían a una vida recta.

La solución fundamental de Pablo al problema del deseo pecami-noso es completamente distinta de la de cualquier escuela filosófica de la antigüedad. La razón es que él ve el problema como algo dife-rente. Para el apóstol, el asunto, como afirma acertadamente Frank Matera, «es el poder del pecado (griego hamartíá), que solo puede ser vencido por el Espíritu. Para Pablo, la solución de la difícil situa-ción humana no es el conocimiento derivado de la filosofía moral, sino la transferencia a la esfera del Espíritu». 8 Pensar con rectitud es útil, pero tiene sus límites. Mientras llevemos puestos los grilletes que nos unen a las cadenas del pecado, también necesitamos a al-guien que pueda librarnos de ellos. A diferencia de los planteamien-tos filosóficos de su época, el apóstol dice que la libertad de los de-seos pecaminosos que quieren regir nuestra vida proviene de «andar en el Espíritu». ¿Qué conlleva esto?

«Andar» es una metáfora extraída del Antiguo Testamento que se refiere a la manera en que una persona debería comportarse. Pablo, siendo judío, emplea la imagen a menudo en sus Cartas para descri-bir el tipo de conducta que debería caracterizar la vida cristiana. Su uso de la metáfora también puede estar ligado al nombre asociado inicialmente con la iglesia primitiva. Antes de que se empezara a llamar cristianos a los creyentes en Jesús (Hechos 11:26), estos eran conocidos como seguidores del «Camino» (cf. Juan 14:6). Este nom-bre sugiere que, en una fecha muy temprana, no se percibía el cris-tianismo meramente como una colección de creencias teológicas centradas en Jesús sin conexión alguna con la forma en que se vivía la vida: antes bien, el cristianismo era un «camino» que había que «andar». Era, en muchos sentidos, una filosofía de cómo vivir la vida en su plenitud (naturalmente, incluía mucho más que eso).

El Antiguo Testamento define la conducta no simplemente como «andar», sino, más particularmente, como «andar en la ley». Por ejemplo, Levítico 18:4 dice: «Mis ordenanzas pondréis por obra, y mis estatutos guardaréis, andando en ellos. Yo, Jehová, vuestro Dios» (ver también Éxodo 16:4; Jeremías 44:23). Los judíos tienen un término especial que usaban para referirse a las normas y las re-glas encontradas tanto en la ley como en las tradiciones rabínicas de sus antepasados: Halajá. Aunque los traductores suelen traducir

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Halajá al español como «ley judía», en realidad se basa en la palabra hebrea traducida «andar» (hebreo halak) y significa, literalmente, «el camino de ida».

Los comentarios de Pablo sobre «andar en el Espíritu» se contra-ponen de forma manifiesta al concepto de «andar en la ley». Propo-ne que los cristianos debemos vivir la vida por el Espíritu y no por la ley. Nuevamente, no es que Pablo se oponga a la ley: dice demasia-das cosas positivas sobre ella en otros lugares para que así sea. Re-chaza, eso sí, la manera legalista en la que algunos cristianos usaban indebidamente la ley en Galacia. La obediencia genuina que Dios desea nunca puede lograrse por coacción externa, sino únicamente por una motivación interior producida por el Espíritu (Gálatas 5:18). Puesto que precisamente el Espíritu nos libró (Romanos 8:2) y sus-tenta nuestra libertad en Cristo (2 Corintios 3:17), también el Espíri-tu es el único que puede capacitarnos para cumplir verdaderamente la ley de Dios (Romanos 8:3, 4; 15:16).

El conflicto cristiano (Gálatas 5:17) La lucha que Pablo describe no es, en último término, la de cual-

quier ser humano, sino que se refiere específicamente al tira y afloja interior que existe en el cristiano. Dado que los seres humanos na-cemos en armonía con los deseos de la carne (Romanos 8:7), única-mente cuando nacemos otra vez por el Espíritu (Juan 3:6) empieza a emerger un conflicto interno real (Romanos 7:9-24). Ello no signifi-ca que los no cristianos nunca experimenten conflictos morales (lo hacen, sin duda), pero incluso eso es, en último término, un resulta-do del Espíritu. Sin embargo, la lucha del cristiano es más intensa y también implacable, porque el creyente posee dos naturalezas que se hacen la guerra: la carne y el Espíritu.

A lo largo de la historia los cristianos hemos anhelado un alivio de esta guerra interna. Algunos han buscado poner fin al conflicto apar-tándose de la sociedad, como los Padres del desierto, del siglo IV d.C., que vivían en las regiones baldías de Siria y Egipto, donde espe-raban escapar de las tentaciones del mundo. Otros cristianos, como los relacionados con el movimiento de la Santidad en el siglo XIX, han reivindicado que algún acto de la gracia divina (experiencia de-nominada a menudo «santificación completa») puede erradicar la naturaleza pecaminosa. Sin embargo, ambas perspectivas están ex-traviadas. Aunque, por el poder el Espíritu, podemos subyugar, sin duda, los deseos de la carne, el conflicto seguirá su curso de diversas maneras hasta que recibamos un cuerpo nuevo en la segunda venida (1 Corintios 15:50-55). Desde luego, huir de la sociedad no sirve de

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nada, porque, con independencia de adonde vayamos, la lucha nos acompañará. No importa dónde estemos en nuestro andar espiritual, mientras esperemos el regreso de Cristo experimentaremos conflicto espiritual. En cierto modo, el hecho de que prosiga en nosotros es, en realidad, una buena noticia. ¡Demuestra que el Espíritu de Dios está obrando en nuestra vida!

Al hablar de la naturaleza de la lucha entre la carne y el Espíritu en la vida del creyente, Pablo dice que impide que hagamos las cosas que queremos hacer. Al principio podría sonar más bien desalenta-dor, como si estuviéramos condenados, sin esperanza de vencer el deseo pecaminoso. Sin embargo, Pablo no dice eso en el versículo 17. Si lo dijese, estaría contradiciendo lo que acaba de decir en el ver-sículo anterior sobre no gratificar los deseos de la carne. Entonces, ¿cómo debemos entender estas dos afirmaciones?

Cuando, en el versículo 17, Pablo habla del conflicto interior en los cristianos que nos impide hacer lo que queremos, está subrayan-do la lucha interior que afrontamos en toda su extensión. Puesto que poseemos dos naturalezas, estamos, literalmente, en ambos frentes del conflicto. La parte espiritual que hay en nosotros desea lo que es espiritual, y detesta la carne. No obstante, nuestra parte carnal anhe-la las cosas de la carne y se opone a lo que es espiritual. Debido a que la mente convertida es demasiado débil para resistir la carne por sí misma, la única esperanza que tenemos de subyugar la carne es de-cidir cada día (Lucas 9:23) alinearnos con el Espíritu. Por eso Pablo insiste tanto en que elijamos andar en el Espíritu (Gálatas 5:16).

Entonces, ¿qué decir de la promesa de Pablo en el versículo 16:«Vivan por el Espíritu, y no seguirán los deseos de la naturaleza pecaminosa» (NVI)? Es necesario que evitemos malinterpretar lo que quiere decir aquí. No promete algo así como un perfeccionismo inmaculado, como si jamás volveremos a equivocarnos en la vida. Resulta útil observar que la palabra griega traducida en las versiones modernas «seguir» o «gratificar» (teléo) significa literalmente «cumplir», en el sentido de completar algo. La diferencia entre «gra-tificar» y «cumplir» es significativa. Pablo está diciendo que si vivi-mos la vida en armonía con el Espíritu de Dios, los deseos pecami-nosos que tenemos (y que seguiremos teniendo mientras tengamos una naturaleza humana pecaminosa) no tienen por qué materializar-se del todo. Así, «vivir la vida en el Espíritu no impide que tengamos deseos carnales, pero sí que nos da el poder de evitar actuar para realizar esos deseos y llevarlos a término. [...] Aunque el pecado per-sista en la vida cristiana, Pablo tranquiliza a sus conversos de que, gracias a la presencia del Espíritu en y entre ellos, no es preciso que

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reine el pecado». 9 El rey pecado ya no tiene por qué reinar en la vida del creyente. Puede que cause el caos en nuestra vida de vez en cuando, pero ya no se sienta en el trono.

Estos dos conceptos paralelos de los versículos 16 y 17 también los encontramos representados gráficamente en Romanos 7 y 8. Roma-nos 7 ilustra el conflicto presentado en Gálatas 5:17 describiendo las desastrosas consecuencias de las personas (sean creyentes o no) que intentan, por su propia fuerza de voluntad, vencer el deseo pecami-noso (Romanos 7:17-23). Aunque saben lo que deben hacer, se en-cuentran una y otra vez inclinándose a las exigencias del deseo. Frustrados, exclaman: «¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Romanos 7:24). Pablo da la respuesta, a conti-nuación, en el capítulo 8, que se corresponde con Gálatas 5:16. Dios cubre nuestra vida pecaminosa con su justicia perfecta (Romanos 8:1) y luego obra en nuestra vida «para que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu» (versículo 4).

Las obras de la carne (Gálatas 5:19-21) Habiendo presentado ya el conflicto que existe entre la carne y el

Espíritu, en Gálatas 5:19-26 el apóstol añade más detalles sobre la naturaleza de esa contraposición mediante una lista de vicios y vir-tudes éticos. La práctica de compilar un catálogo de vicios o virtudes era un rasgo literario perfectamente establecido tanto en la literatura judía como en la grecorromana. Tales listas identificaban la conduc-ta que debía evitarse y las virtudes que debían ser emuladas.

Un ejemplo muy largo de una lista de vicios en la literatura judía aparece en los escritos de Filón, prolífico autor judío de lengua grie-ga que vivió en Egipto en la época de Cristo. En uno de sus libros, Fi-lón cita casi ciento cincuenta vicios que acompañan a una persona que se convierte en «amante de placeres». Por la limitación de espa-cio (por no mencionar la paciencia del lector), enumero aquí única-mente los primeros vicios que menciona: «falto de escrúpulos, inso-lente, irascible, insociable, conflictivo, apasionado, testarudo, grose-ro». 10 Jeremías 7:9; Oseas 4:2; Marcos 7:21, 22; 1 Pedro 4:3 y Apo-calipsis 21: 8 contienen listas similares, aunque mucho más breves.

Aunque Pablo era perfectamente consciente de las listas de vicios y virtudes e incluso las empleó de vez en cuando en sus Cartas (cf. Romanos 1:29-31; 1 Corintios 6:9, 10; 1 Timoteo 3:2, 3), observamos un par de diferencias significativas en la manera en que usa las dos listas en Gálatas. En primer lugar, aunque contrapone las dos listas, no se refiere a ellas de la misma manera. A la lista de vicios la deno-

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mina obras de la carne, pero a la lista de virtudes la llama el fruto del Espíritu. La distinción entre «obras» y «fruto» es significativa. Ja-mes Dunn lo expresa así: «La carne exige, pero el Espíritu produce. Mientras que una lista exhala un hálito de ansiosa autoafirmación y de frenética falta de moderación, la otra habla más de preocupación por los demás, de serenidad, tenacidad, fiabilidad. Una pone de re-lieve la manipulación humana; la otra, la capacitación o la gracia di-vinas, que refuerzan la idea de que la transformación interior es la fuente de la conducta responsable». 11

En su comentario sobre Gálatas, Timothy George describe la dife-rencia entre las dos listas de una manera muy perspicaz que merece ser repetida: «Las "obras" de la carne son el producto de seres hu-manos caídos en sus esfuerzos urdidores, intrigantes y manufacture-ros (en el sentido de "hecho con las propias manos") por lograr el éxito individual. Desde la torre de Babel hasta el totalitarismo mo-derno, desde el becerro de oro de Aarón hasta los ídolos del dinero, el sexo y el poder [...]». 12 Pero cuando Pablo pasa al Espíritu, la ter-minología cambia «del lenguaje de la tecnología al de la naturaleza: El fruto del Espíritu. Los que cultivan manzanas, naranjas y meloco-tones saben que, por mucho que se empeñen en proteger sus huertos del mal tiempo o de los mortíferos insectos, al terminar el día el pro-ducto dado por un frutal es un don, no el resultado del ingenio hu-mano ni de la destreza agrícola. Así es también lo que el Espíritu Santo efectúa en la vida de los creyentes [...]». 13

La segunda diferencia fascinante entre las dos listas del apóstol es que su lista de vicios es denominada de forma deliberada en número plural se refiere a ella como «las obras de la carne». El fruto del Es-píritu, sin embargo, es singular. Esta diferencia puede sugerir que todo lo que puede promover una vida vivida en la carne es división, trastorno, divisionismo y desunión: el pecado no tiene ningún pro-pósito de unión; solo fragmenta. En cambio, la vida vivida en la esfe-ra del Espíritu produce un fruto del Espíritu que se manifiesta en nueve cualidades que fomentan la unidad.

Por último, un estudio minucioso de los vicios citados por Pablo en Gálatas y otros lugares de sus Epístolas pone de manifiesto que no pretendía que su lista fuese exhaustiva: si lo hubiese querido, ha-bría sido de una longitud similar a la lista de vicios que presenta Fi-lón. En vez de ello, parece que escogió vicios representativos que co-rresponden a cuatro categorías básicas: sexo, religión, sociedad e in-temperancia. Aunque podríamos, desde luego, ampliar los vicios in-dividuales que menciona explícitamente, su lista sirve para postular algo más básico teológicamente: los puntos de vista corrompidos en

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cuanto a Dios llevan a ideas distorsionadas sobre la conducta sexual y la religión, y dan como resultado el quebrantamiento de las rela-ciones humanas.

El fruto del Espíritu (Gálatas 5:22-24) A diferencia de las quince palabras para las obras de la carne, el

fruto del Espíritu comprende únicamente nueve virtudes elegantes. Aunque los eruditos creen que Pablo organizó las nueve virtudes en grupos de tres, hay poco consenso en cuanto a la significación del orden de los mismos. Algunos ven una referencia implícita a la Tri-nidad por el número tres; otros creen que las tres tríadas reflejan la forma en que debemos relacionarnos con Dios, con nuestro prójimo y, finalmente, con nosotros mismos; y otros aun lo consideran como esencialmente una descripción de Jesús. Aunque cada punto de vista tiene algún mérito, lo más significativo, y que no debemos pasar por alto, es la suprema importancia que da el apóstol al amor en la vida cristiana.

El hecho de que Pablo enumere el amor como la primera de las nueve virtudes no es accidental. Ya ha puesto de relieve el papel cen-tral del amor en la vida cristiana en Gálatas 5:6 y 13, y también lo si-túa de primero en sus listas de virtudes en otros pasajes (2 Corintios 6:6; 1 Timoteo 4:12; 6:11; 2 Timoteo 2:22) .Y aunque todas las demás virtudes aparecen en fuentes no cristianas, el amor es claramente cristiano. Todo esto indica que no debiéramos verlo simplemente como una virtud entre muchas, sino como la virtud cristiana cardinal que es la llave de todas las demás. El amor es el don supremo del Es-píritu (1 Corintios 13:13; Romanos 5:5) y debe definir la vida y las ac-titudes de todo cristiano (Juan 13:34, 35).

La senda de la victoria (Gálatas 5:16-26) Aunque en el corazón de todo creyente siempre se librará un con-

flicto entre la carne y el Espíritu, la derrota, el fracaso y el pecado no tienen por qué dominar la vida cristiana. Como hemos mencionado antes, persisten los deseos pecaminosos, pero no tienen por qué reinar en la vida de un creyente. Sin embargo, ¿cómo puede conver-tirse esto en realidad en nuestra vida espiritual y no ser simplemente jerga teológica? Pablo presenta cinco verbos clave en Gálatas 5:16-29 que muestran la senda para experimentar plenamente el poder del Espíritu en nuestra vida.

En primer lugar, Pablo dice que tenemos que «andar» en el Espí-ritu (versículo 16). El verbo griego es peripatéo y significa literal-

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mente «ir de un sitio a otro» o «seguir». Los seguidores del famoso filósofo griego Aristóteles llegaron a ser conocidos como los peripa-téticos porque acompañaban a Aristóteles dondequiera que iba. El hecho de que el verbo esté en presente implica que Pablo no habla de un paseo ocasional, sino de una experiencia cotidiana continua. Además, dado que también se trata de una orden de «andar» en el Espíritu, nos recuerda que andar en el Espíritu es una elección que tenemos que hacer a diario. Significa que hemos de actuar, en con-traposición con «vagar en el Espíritu» o «dormitar en el Espíritu».

El segundo verbo es «ser guiado» (griego ágo; versículo 18). Esto sugiere que también es preciso que permitamos que el Espíritu tome la iniciativa a la hora de decidir adonde debemos ir (cf. Romanos 8:14; 1 Corintios 12:2). El Espíritu ha de ser nuestro guía en la vida. De hecho, Jesús prometió que el Espíritu haría exactamente eso (Juan 16:13). No es nuestro cometido dirigir, sino seguir la guía del Espíritu. Sin embargo, hacerlo requiere que aprendamos a discernir sus sugerencias en nuestra vida y no ignorarlas cuando las oigamos.

Los siguientes dos verbos están en Gálatas 5:25. El primer verbo es «vivir» (griego záó). Por «vivir» Pablo se refiere al milagro de la experiencia del nuevo nacimiento, que debe marcar la vida de todo creyente (Gálatas 4:29; cf. Juan 3:3,6). El hecho de que el verbo esté en tiempo presente en griego indica que la experiencia del nuevo na-cimiento debe ser renovada cada día. Y, dado que vivimos por el Es-píritu, el apóstol dice que también es necesario que «andemos» por el Espíritu. La palabra traducida «andar» es diferente de la del ver-sículo 16. Aquí la palabra es stoijéo, término militar que significa, li-teralmente, «disponer en fila», «marcar el paso» o «formar». El Es-píritu no solo nos da vida, sino que debería dirigir nuestra vida de forma cotidiana: Pablo vuelve a recalcar una relación en curso con el Espíritu, igual que ha hecho con los verbos anteriores.

El último verbo que emplea, en el versículo 24, es «crucificar» (griego stauróo). Su uso es algo chocante. Si hemos de seguir al Es-píritu, hemos de decidir firmemente dar muerte a los deseos de la carne (cf. Romanos 8:13). No deja de tener su interés que el verbo «crucificar» sea diferente a los cuatro verbos anteriores men-cionados en conexión con el Espíritu. Esta vez el verbo no está en tiempo presente en griego, sino en aoristo, tiempo que apunta a una acción completada, a veces asociado con un acontecimiento del pa-sado. ¿Por qué el cambio? Hay quien cree que debe señalar a nuestra experiencia de la conversión en el pasado, mientras que otros sugie-ren que se refiere simplemente a la «finalidad del acto más que a una ocasión específica».14 Ambos puntos de vista son posibles. Aunque

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es obvio que Pablo habla figurativamente, no debiéramos dejar de captar la enseñanza básica que su gráfica terminología implica: «El fruto del Espíritu es tan antitético con respecto a las actuaciones de la carne que debe hacerse algo drástico con ellas; es decir, deben ser crucificadas». 15 La crucifixión llega a ser una realidad en nuestra vi-da cuando nutrimos nuestra vida espiritual y, con la fortaleza del Espíritu, dejamos morir de hambre a los deseos de la carne. Y aun en este extremo, la crucifixión de la carne no es algo que hagamos por nuestra propia fuerza ni por nuestra voluntad. Solo permitimos que el Espíritu de Dios haga en nuestra vida lo que Dios ya hizo por no-sotros en el Calvario.

La elección es nuestra La batalla entre la carne y el Espíritu es una realidad en curso que

exige nuestra vigilancia continua si queremos ser fieles a Cristo. No podemos dormirnos en nuestros laureles espirituales del pasado, ni podemos depender de la experiencia espiritual de otro. En vez de ello, debemos renovar nuestra experiencia día a día. Si no, nuestra vida empezará a parecer lentamente como un jardín descuidado. Puede que el jardín florezca cierto tiempo, pero, cuanto más tiempo se deje a su suerte, más se arraigan las malas hierbas, y las flores y las hortalizas empiezan a secarse y acaban muriendo. Que, por la gracia de Dios, eso nunca sea realidad en nuestra vida espiritual. Sino que seamos cautivados por el maravilloso amor de Dios y llenos del poder vivificador de su Espíritu, como declara de forma tan sim-ple, pero convincente, el himnito de Ricardo de Chichester:

Original Traducción

«Day by day, Dear Lord, of Thee three things I pray: To see Thee more clearly love Thee more dearly, Follow Thee more nearly, day by day». 16

«Día a día, Señor querido, de ti tres cosas imploro: Verte con más claridad, amarte más intensamente, Seguirte más de cerca, día a día».

Referencias

1 Erik Routley, Hymns and Human Life [Los himnos y la vida humana] (Nueva York: Philosophical Library, 1952), p. 150.

2 Para no perder las palabras originales de Robinson, ni la rima que contienen, se reproducen en in-glés. En el Seventh-day Adventist Hymnal [Himnario adventista del séptimo día] (Washington, D.C.-Hagerstown, Maryland: Review and Herald, 1985) estas palabras corresponden a la tercera estrofa

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del himno 334 («Come, Thou Fount of Every Blessing»). Como puede verse en la segunda columna, una traducción más o menos literal destruye la métrica y la rima, lo que imposibilita su canto. Aunque en Gran Bretaña este himno se cantaba con una melodía llamada Normandy, obra de C. Bost, inspi-rada en una melodía siciliana (véase The New Advent Hymnal [Nuevo himnario adventista] [Alma Park, Grantham, Lincolnshire: The Stanborough Press, Ltd., 1952], himno 237, estrofas 4 y 5), en EE. UU. se popularizó con otra denominada Nettleton, obra John Wyeth, o posiblemente de Asahel Netdeton. La melodía Nettleton ha servido de base de al menos dos himnos cantados en iglesias de lengua española. El primero recogido en el Himnario adventista para el culto divino (Mountain View, California: Pacific Press Publishing Association, 1962) es «Fuente de la vida eterna» (himno 281), con letra de T. M. Westrup; el segundo es «En las aguas de la muerte» (himno 463), con letra de V. E. Thomann. En la tercera columna se reproducen las palabras de la tercera estrofa de ese «Fuente de la vida eterna», que poco tienen que ver con el original. (Nota del Traductor).

3 Praise and Worship: A Gospel Hymnal [Alabanza y adoración: Himnario evangélico] (Lillenas Pu-blishing Company), Himno 56.

4 Homer A. Rodeheaver et al., eds., Triumphant Service Songs [Cánticos triunfantes para oficios re-ligiosos] (Chicago: Rodeheaver Hall-Mark Company, 1934), Himno 94.

5 L. Ann Jervis, Galatians [Gálatas], New International Biblical Commentary (Peabody, Massachu-setts: Hendrickson, 1999), p. 143.

6 En Jenofonte, Conversaciones de Sócrates 1.23, de la traducción de Robín Waterfield en Conver-sations of Socrates (Nueva York: Penguin Books, 1990), p. 293.

7 Frank Matera, Galatians [Gálatas], Colección Sacra Pagina (Collegeville, Minnesota: Liturgical Press, 1992), vol. 9, pp. 207, 208.

8 Ibíd., p. 208. 9 Ben Witherington, Grace in Galatia [Gracia en Galacia] (Grand Rapids: Eerdmans, 1998), pp. 393,

394. 10 Filón, Sacrificios, 32 11 James D. G. Dunn, The Epistle to the Galatians [La Epístola a los Gálatas], Black's New Testa-

ment Commentary (Peabody, Massachusetts: Hendrickson, 1993), p. 308 (la cursiva es nuestra). 12 Timothy Georgie, Galatians [Gálatas], The New American Commentary (Nashville: Broadman and

Holman, 1994), tomo 30, p. 390. 13 Ibíd. (la cursiva es nuestra). 14 Donald Guthrie, Galatians [Gálatas], New Century Bible Commentary (Grand Rapids: Eerdmans, 15 Donald Guthrie, Galatians [Gálatas], New Century Bible Commentary (Grand Rapids: Eerdmans,

1973, p. 141. 16 Erik Routley, Hymns and Human Life [Los himnos y la vida humana] (Nueva York: Philosophical

Library, 1952), p. 150.

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CAPÍTULO 13

El cuerpo de Cristo e cuenta que un pastor joven pidió consejo en una ocasión a un pastor sabio, ya viejo, sobre el ministerio pastoral. ¿Qué debía esperar? ¿De qué debía cuidarse? Y, de todos los años de

trabajo para la iglesia, ¿qué habría querido conocer el hombre de más edad si hubiese de empezar de nuevo? El pastor veterano se re-clinó lentamente en la silla y luego hizo una pausa un momento, co-mo si estuviese reflexionando en todos sus años de ministerio pasto-ral y buscando los mejores consejos que pudieran ayudar al joven neófito a tener un ministerio largo y fructífero.

Por último, se inclinó hacia delante y dijo muy en serio: «Si quie-res tener éxito en el ministerio, es preciso que seas consciente desde el mismo comienzo de cuál es la peor parte de la iglesia y de cuál es la mejor. ¿Te enseñaron eso en el seminario, jovencito?».

Sorprendido de que se le formulara una pregunta, el joven pastor recitó de un tirón varios hechos, seleccionados al azar, que recordó de sus clases. «Bueno, sí que hablamos de los horarios interminables y a menudo intempestivos que componen la vida de un pastor. Pero también aprendimos lo gratificante que es ser un dirigente espiri-tual, y la oportunidad especial que tenemos de influir en la vida de la gente por el amor de Cristo. ¿Se refiere usted a eso?».

«Todas esas cosas son verdad», contestó el anciano. «Pero no ha-blo de eso. Lo que tengo que decirte es mucho más simple, pero mu-cho más importante si quieres ser un pastor de éxito».

Ansioso por no perderse nada de la valiosa información que esta-ba a punto de darse, el joven pastor sacó a toda prisa lápiz y papel y se dispuso a tomar notas.

Las reacciones del pastor joven hicieron sonreír al anciano al re-cordar lo ingenuo que había sido a esa edad. Sabía que el consejo que estaba a punto de dar probablemente parecería confuso al principio y del todo ordinario. No obstante, estaba convencido de que, de todos sus años de ministerio, era lo más valioso que podía transmitir.

«Joven», dijo, «puede que esto te parezca una paradoja, pero es la verdad».

S

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«La peor parte de la iglesia no son los horarios interminables, ni el trabajo inacabable que hay que hacer. No, la peor parte de la igle-sia es la gente. Sin embargo, y nunca lo olvides, la mejor parte de la iglesia es también la gente».

Por sorprendente que pueda parecer tal consejo al principio, creo que Pablo habría estado de acuerdo. Ciertamente, he descubierto en mis años de ministerio pastoral que así es. Las Cartas del apóstol ponen de manifiesto que las mayores dificultades que afrontó no eran los problemas ni los retos de atravesar el mundo mediterráneo, ni con los paganos que encontró en el camino. No, sus mayores pro-blemas provinieron de individuos que afirmaban ser auténticos se-guidores de Dios (1 Corintios 1:10-15; 2 Corintios 2:1-5; 13:1- 3; 1 Timoteo 1:20; 2 Timoteo 1:15-17). Y esa era, desde luego, su expe-riencia con los gálatas. Las mismísimas personas a las que había lle-vado a Cristo estaban cuestionando su ministerio apostólico y su mensaje evangélico. En lugar de mostrarse amor mutuo, ¡se devora-ban entre sí como animales feroces! (Gálatas 5:15). ¡Las iglesias de Pablo, desde luego, no estaban libres de problemas!

No obstante, jamás arrojó la consabida toalla. Prosiguió entre-gando su vida en servicio precisamente a las personas que tantos do-lores de cabeza y noches sin dormir le daban. ¿Por qué? Porque co-nocía de primera mano la aportación positiva que el Cristo resucita-do suponía para la vida de una persona, y lo que podía aportar al mundo una vida transformada. Pablo había experimentado la gran bendición que podía ser la iglesia cuando cumplía el propósito que Dios le había encomendado de ser el cuerpo de Cristo: la presencia visible de Cristo en la tierra. El apóstol siguió atendiendo y sirviendo a los demás no por lo que era la iglesia, sino por lo que sabía que po-día ser. En Gálatas 6:1-10 pone ante los creyentes de aquella región un modelo estimulante de lo que Dios pide que sea la iglesia por su gracia. Es una visión a la que sería bueno que nos aferrásemos.

Restaurar a los caídos (Gálatas 6:1) Aunque Pablo tiene elevadas expectativas para la naturaleza de la

vida cristiana (Gálatas 5:16, 21) su consejo de Gálatas 6:1 a los creyen-tes también resulta estimulantemente realista. «Hermanos, si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restau-radlo con espíritu de mansedumbre». Aquí el apóstol da a entender que los humanos no somos perfectos; cometemos errores. Además, su comentario no se refiere a gente ajena a la iglesia, sino a miembros de esta. Nadie está libre de caer en el pecado. Ni siquiera los cristianos más dedicados son inmunes a elegir mal en la vida. Por naturaleza,

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todos estamos deshechos. Para asegurarse de que nadie que leyera el versículo pasase por alto su sustancia, algunos escribas cristianos añadieron «de vosotros» después de la palabra «alguno» al hacer sus copias de Gálatas. Con todo, este cambio introducido por los copistas no fue un fenómeno aislado. Ocurre en manuscritos escritos en griego, siríaco y e incluso copto (una forma de la lengua egipcia).

Pablo no solo ve los errores dentro de la iglesia como una posibi-lidad: los considera más como una probabilidad. Aunque esto resulta difícil determinarlo en una traducción española, está claramente in-dicado por la sintaxis del original griego (una característica denomi-nada frase condicional de tercera clase). Así, su consejo contempla una situación que es probable que pase en la iglesia en algún mo-mento. Para que no resulten sorprendidos con la guardia bajada cuando ocurra, Pablo da a los gálatas consejos prácticos para abor-dar tales situaciones cuando surjan. Aparece un ejemplo similar en las directrices que da sobre el matrimonio en 1 Corintios 7:10,11. Después de estipular nítidamente que una «mujer no se separe del marido», concede: «y si se separa...». El apóstol era perfectamente consciente de que las cosas no siempre resultan como deberían.

Entonces, ¿cómo debemos responder los cristianos cuando un her-mano incurre en algún comportamiento pecaminoso? Todo depende de la situación concreta. Esto es evidente en cada una de las etapas sucesi-vas que Jesús esquematiza en Mateo 18:15-17 para tratar a un hermano que nos ha hecho algún mal. Pasa igual en la experiencia del propio Pa-blo con casos de pecado dentro de la iglesia (cf. 1 Corintios 5:1-5; 2 Co-rintios 2:5-8; 1 Timoteo 1:20). Así, para aplicar debidamente a una si-tuación dada el consejo de Pablo de Gálatas 6:1, es imprescindible que entendamos primero el tipo de circunstancias que tiene en mente. ¿Cuál es la naturaleza del percance que describe Pablo? La respuesta gi-ra en torno a cómo interpretemos las palabras «sorprendido» y «falta» en el versículo 1.

La palabra griega vertida en algunas traducciones como «sor-prendido» (RV95, NVI), «caído» (DHH), «incurra» QER) en Gálatas 6:1 es prolambáno. Los eruditos están divididos en cuanto a la forma en que debe entenderse la palabra. En voz activa, significa, literal-mente, recibir algo de antemano (1 Corintios 11:21; Marcos 14:8). En voz pasiva, como aparece en Gálatas, la idea es más bien la de ser «pillado» o «sorprendido» de antemano. Algunos han entendido su uso en Gálatas como una referencia a alguien a quien un hermano ha «pillado» o «detectado» en un acto pecaminoso. James Dunn lo des-cribe como un «hermano cuya inaceptable conducta deliberada ha

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salido a la luz pese a su empeño por ocultarla». 1 Podríamos etique-tar este tipo de situación como un momento de «te pillé».

Sin embargo, tal interpretación parece improbable. En otros ca-sos, el uso pasivo del verbo sugiere a alguien pillado por sorpresa. El historiador judío Josefo lo usa para describir a un grupo de soldados romanos a los que encontraron desprevenidos en una batalla. 2 También se emplea en la Sabiduría de Salomón 17:17, libro apócrifo muy conocido entre los primeros cristianos y los judíos, para descri-bir a campesinos súbitamente presa del temor. Entendido desde esta perspectiva, Pablo no habla de alguien implicado en un acto pecami-noso deliberado, sino más bien de una persona que es «pillada» por un pecado (cf. Proverbios 5:22) que, en mejores circunstancias, ha-bría elegido evitar. Así, Pablo no está describiendo que un creyente «pille» a alguien en un acto pecaminoso deliberado; es, más bien, el pecado el que «pilla». Se refiere a un creyente que, súbitamente, se encuentra víctima de una emboscada o «atrapado por el tentador an-tes de que se dé cuenta del todo de lo que está haciendo». 3

La probabilidad de que la maldad que Pablo presenta en Gálatas 6:1 no sea un acto de rebelión abierta es también evidente por la palabra específica que usa para describir la naturaleza de la infracción. La pala-bra griega es paráptoma, traducida con varios términos al español: «delito», «pecado» (PER, NVI, DHH) o «falta» (RV95, NBE, NC, BJ). Sin embargo, la palabra griega significa «caer a un lado», y se usaba fi-gurativamente para una persona que da un paso en falso. La imagen de dar un paso en falso o de tropezar encaja muy bien con la descripción que hace el apóstol de la vida cristiana como andar en el Espíritu (Gála-tas 5:16). Aunque esto no excusa en modo alguno el error de la persona, pone de manifiesto que Pablo no se está ocupando de un caso de peca-do insolente (1 Corintios 5:1-5). Se refiere, más bien, a un error en nues-tro camino con Dios en el que, antes de que nos demos cuenta de lo que hemos hecho, descubrimos que algún pecado nos ha superado.

¿Cómo debería responder la iglesia en tales circunstancias? Según Pablo, no con castigo, condena ni expulsión, sino con restauración. La palabra griega traducida «restaurar» (katartizo) significa «reparar» o «poner en orden». El Nuevo Testamento la usa para el remiendo de las redes de pesca (Marcos 1:19; Mateo 4:21), y la literatura griega la em-plea como término médico para describir el proceso de reducción de una fractura ósea. De la misma manera que no abandonaríamos a un hermano que se cayera rompiéndose una pierna, debemos, como miembros del cuerpo de Cristo, cuidar con cariño (Gálatas 5:23) de nuestros hermanos en Cristo, que pueden tropezar y caer en el camino que recorremos juntos rumbo al reino de Dios.

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También es importante que señalemos que la palabra griega tradu-cida «restaurar» en este versículo se encuentra en tiempo presente, lo que indica que la restauración conlleva mucho más que un solo acto de intervención. Antes bien, ha de ser un proceso intencional y conti-nuo que busca llevar sanidad, independientemente del tiempo necesa-rio. Me gusta la forma en que Lutero describió el proceso de restaura-ción: «Corre hace él y extiéndele tu mano, vuelve a levantarlo, consué-lalo con palabras dulces y abrázalo con brazos maternales». 4

¡Qué hermoso cuadro pinta Pablo de la naturaleza comprensiva y compasiva de la iglesia! No ha de ser un lugar donde ataquemos a los heridos, sino donde los heridos encuentren sanidad.

Aunque el consejo de Pablo sobre la restauración de un hermano en Cristo sigue un ejemplo de lo que parece ser un pecado involunta-rio, no hemos de suponer que el perdón y la restauración no estén disponibles para el pecado deliberado. El apóstol pone de manifiesto en 1 Corintios que incluso los casos de pecado flagrante pueden reci-bir perdón siempre que la persona se arrepientan, o sea, en el senti-do bíblico del término, que significa no simplemente el dolor por el pecado, sino la decisión de apartarse de él.

Cuidado con la tentación El consejo de Pablo sobre la forma de tratar al descarriado incluye

una estricta advertencia dirigida a los implicados en el ministerio de restauración: «Pero vigílate tú, no vayas a ser tentado tú también» (Gálatas 6:1, PER). La manera en la que formula su advertencia indi-ca que no era un consejo trivial. La palabra traducida «vigílate» (PER), «considerando [t]e» (RV95), «mirándote» (LBA) o «pero cuidado» (BJ) significa, literalmente, «mirar cuidadosamente» o «prestar atención minuciosa a algo» (cf. Romanos 16:17; Filipenses 2:4). Entonces, Pablo dice: «Estate muy pendiente de ti mismo», no sea que el pecado te pille por sorpresa. Para poner de relieve esta ad-vertencia, el apóstol también pasa del «vosotros» plural de la prime-ra parte del versículo 1 al «tú» singular. No se trata de una adverten-cia que solo se tenga que aplicar a «algunos» dentro de la iglesia; es, más bien, una advertencia general dirigida a cada miembro indivi-dual. Como observa sabiamente Donald Guthrie, «el examen de con-ciencia solo puede ser individual». 5

¿Contra qué tentación advierte Pablo a los gálatas que se guar-den? No lo dice explícitamente. La conclusión más obvia sería que tiene en mente el peligro de cometer el mismo pecado del que inten-tan restaurar a otro. Aunque puede que así sea, su advertencia de Gálatas 5:26 contra la «vanagloria» puede sugerir que está advir-

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tiéndoles específicamente para que no crean que, de alguna manera, son espiritualmente superiores a la persona que están restaurando. He aquí algo que sería prudente que no pasásemos por alto.

Uno de los mayores peligros de la senda cristiana es que un falso sentido de orgullo espiritual nos haga creer que, de alguna manera, somos inmunes a la comisión de ciertos tipos de pecado. La realidad aleccionadora es que todos tenemos la misma naturaleza pecamino-sa: una naturaleza opuesta a Dios (Romanos 8:7). Ello quiere decir que, sin el poder restrictivo de su Espíritu, no hay realmente ningún pecado que no nos rebajásemos a cometer si se nos pusiera en las debidas circunstancias. Un libro reciente de David Cesarani sobre la vida de Adolf Eichmann, pieza clave en el genocidio nazi de los ju-díos, presenta una ilustración aleccionadora de este hecho.

En el juicio celebrado en 1961 contra Eichmann, los fiscales lo pre-sentaron como un monstruo genocida cuyas opiniones antisemitas lo impulsaron a incorporarse al nazismo y perseguir la eliminación de la raza judía. Tal descripción demonizada de Eichmann era una imagen de conjunto común para todos los nazis en esa época. Cesarani llega a la conclusión, igual que otros judíos, que tal caracterización es completa-mente equivocada. Eichmann no era un monstruo por naturaleza, ni si-quiera un psicópata. Si lo hubiera sido, ello habría facilitado enfrentarse con sus acciones, porque habría sido diferente de nosotros. No; era algo mucho más aterrador que un monstruo: era un ser humano, alguien con las mismas propensiones al mal que mora en todos nosotros. Ba-sándose en esta realidad inquietante, Cesarani afirma que la historia pone perfectamente de relieve que, en las debidas «circunstancias, la gente normal puede cometer o urdir asesinatos en masa, y lo hace». 6 La historia reciente, con su constante racismo, su fanatismo, sus luchas étnicas, los terroristas suicidas y las matanzas genocidas, confirma, ciertamente, su evaluación. Cesarani termina su relato con las inquie-tantes palabras: «Eichmann parece cada vez más un hombre de nuestro tiempo. Un genocida del montón». 7 Además, su libro lleva el título si-niestro de Becoming Eichmann [Llegar a ser Eichmann].

Aunque a menudo detestemos admitirlo, nos pasa lo mismo en un sentido espiritual. Sin la experiencia del nuevo nacimiento, el pecado es común para todos los descendientes de Adán y, si se le diera ocasión, nos llevaría a cada uno crucificar a Cristo. Al diablo le gustaría enga-ñarnos para que pensáramos que no podemos cometer tales acciones. Querría que demonizáramos a Judas, Caifás, Pilato o cualquier otro por ser las personas responsables de la muerte de Cristo. Sin embargo, en última instancia el Nuevo Testamento pone de manifiesto que precisa-mente el mismo pecado que, por naturaleza, mora en nosotros produjo

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como resultado la crucifixión de Cristo. Tal conciencia de nuestra ver-dadera identidad fuera de Cristo puede evitar que caigamos en el peca-do de forma inconsciente (1 Corintios 10:12). También puede darnos mayor solidaridad con quienes no han sido tan afortunados.

La ley de Cristo y sobrellevar las cargas de los demás (Gálatas 6:2)

Además de restaurar a sus miembros caídos, la iglesia debe ser un lugar donde se sobrelleven «los unos las cargas de los otros» (Gála-tas 6:2). La palabra griega traducida «carga» es báros. Literalmente, se refiere a un gran peso o una carga que es difícil de transportar a mucha distancia. Sin embargo, con el tiempo se convirtió en una me-táfora para cualquier tipo de problema o dificultad, como para una larga jornada de trabajo o un día caluroso (Mateo 20:12) o hasta pa-ra una dificultad económica (1 Tesalonicenses 2:9; 2 Tesalonicenses 3:8). Aunque el contexto inmediato de la orden de Pablo de sobrelle-var «los unos las cargas de los otros» incluye, ciertamente, los fallos morales de los hermanos mencionados en el versículo precedente, el concepto de sobrellevar cargas que tiene en mente es mucho más amplio. Sus instrucciones revelan varias percepciones espirituales sobre la vida cristiana que no deberíamos pasar por alto.

En primer lugar, tal como señala Timothy George, «todos los cris-tianos tenemos cargas. Nuestras cargas pueden diferir en forma y en tamaño, y variarán en tipo, dependiendo de la ordenación providen-cial de nuestra vida. Para algunos, es la carga de la tentación y las consecuencias de un fallo moral, como aquí en el versículo 1. Para otros, puede que sea una dolencia física, un trastorno mental, una crisis familiar, la falta de empleo, la opresión demoníaca o un mon-tón de cosas más; pero ningún cristiano está libre de cargas». 8

En segundo lugar, Dios no se propone que nos echemos al hombro todas nuestras cargas solos. La iglesia es una entidad viva, como el cuerpo humano. Y, según explica Pablo en 1 Corintios 12:12-26 en su analogía de la iglesia como un cuerpo, lo que le pasa a un miembro afecta al resto del cuerpo. La iglesia ha de ser algo más que meramen-te un servicio de culto entretenido o espiritualmente satisfactorio. Se supone que es una comunidad de creyentes que se relacionan entre sí y se cuidan mutuamente. Y el tipo de cuidado que Pablo describe no va en un solo sentido. Dios nos pide que cuidemos de los demás y que dejemos, a cambio, que otros cuiden de nosotros. Desgraciadamente, a menudo estamos mucho más dispuestos a ayudar a los demás a car-gar con sus cargas de lo que lo estamos a permitir que nadie nos ayude

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a echarse al hombro las nuestras. Pablo condena tal actitud de autosu-ficiencia en el versículo 3 como orgullo humano que se niega a admitir que también tenemos necesidades y flaquezas. Tal orgullo no solo nos priva del consuelo de los demás, sino que impide que los demás cum-plan el ministerio que Dios les ha pedido que lleven a cabo.

Por último, Dios nos pide que llevemos las cargas de otros porque hace manifiesto su consuelo precisamente mediante nuestras accio-nes, concepto que se basa, una vez más, en el hecho de que la iglesia es el cuerpo de Cristo. Vemos una ilustración de esto en las palabras de Pablo: «Pero Dios, que consuela a los humildes, nos consoló con la venida de Tito» (2 Corintios 7:6). Obsérvese que «Pablo no recibió el consuelo de Dios por medio de su oración privada ni de servir al Señor, sino mediante compañía de un amigo y con las buenas noti-cias que trajo. La amistad humana, en la que sobrellevamos las car-gas de otro, forma parte del propósito de Dios para su pueblo». 9

Sin embargo, aún más significativo que el hecho de sobrellevar car-gas es que Pablo lo relacione con el cumplimiento de la ley de Cristo. La expresión «la ley de Cristo» (griego ton nomon tou Jristou) no aparece en ningún otro lugar de la Biblia, aunque el apóstol usa una expresión muy similar en 1 Corintios 9:21 (griego énnomos Jristóu). La excepcionalidad de esta expresión ha llevado a varias interpreta-ciones diferentes. Algunos defienden equivocadamente que se trata de una prueba de que la ley de Dios dada en Sinaí ha sido sustituida con una ley diferente: la ley de Cristo. Otros pretenden que la palabra «ley» significa simplemente un «principio» general (ver Romanos 7:21), como cuando hablamos de la ley de la gravedad. Como princi-pio, podría significar que al sobrellevar las cargas de los demás, esta-mos siguiendo el ejemplo de Jesús (1 Pedro 2:24). Aunque este con-cepto tiene cierto mérito, el contexto y la terminología similar a la de Gálatas 5:14 sugieren que «[cumplir] la ley de Cristo» es otra referen-cia al cumplimiento de la ley mosaica por medio del amor.

Pablo ya ha mostrado antes en su Carta que la venida de Cristo no anuló la ley moral. En vez de ello, la ley moral, interpretada por el amor, sigue despeñando un papel importante en la vida cristiana. Es el epítome de lo que Jesús enseñó durante su ministerio terrenal y de lo que también practicó a lo largo de su vida e incluso en su muer-te. Al sobrellevar las cargas de los demás, no solo seguimos las hue-llas de Jesús, sino que también cumplimos la ley. Vista desde esta perspectiva, la ley no tiene que ver con normas y reglas legalistas que centren nuestra atención fundamentalmente en nosotros mismos, sino que debemos amar a otras personas y ayudarlas (Levítico

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19:18). Por supuesto, cumplir la ley mosaica por amor también in-cluye un llamamiento a vivir como Jesús vivió.

Cargar o no cargar (Gálatas 6:2, 5, 6) Hay quienes afirman que Pablo se contradice por entero en cuanto

al asunto de sobrellevar cargas. ¿Cómo puede decir que debemos so-brellevar las cargas los unos de los otros en el versículo 2, y luego apa-recer en el versículo 5 diciendo que hemos de llevar nuestra propia carga? ¿Cuál de las dos cosas es la que vale? ¿Se contradice el apóstol?

Lo que puede empezar pareciendo una incoherencia entre Gálatas 6:2 y 6:5 se resuelve fácilmente cuando nos damos cuenta de que Pablo usa dos palabras diferentes para describir dos situaciones dis-tintas. Como ya hemos visto, la palabra traducida «cargas» (griego báros) en el versículo 2 se refiere a una carga pesada que hay que transportar una larga distancia. La palabra traducida «carga» en el versículo 5 (LBA) es fortion. Se refiere a algo más general que cada persona debe llevar, como la mochila de un soldado, o un niño en el útero materno. Mientras que las primeras cargas pueden ser com-partidas fácilmente con las demás, las últimas no. Aunque podamos recibir aliento y ayuda de los demás, hay en la vida algunas cargas que, sencillamente, no podemos soslayar: tenemos que echárnoslas al hombro nosotros solos. Por muy servicial que quiera ser un espo-so, una madre embarazada no puede compartir la responsabilidad de su propia carga. Asimismo, los soldados también son responsa-bles de llevar su propia mochila. De la misma manera, Pablo dice que hay algunas cargas que ningún ser humano puede llevar por no-sotros: la carga de una conciencia culpable, nuestras propias inclina-ciones pecaminosas o la pérdida de un cónyuge o un hijo. Nuestra única esperanza de soportar este tipo de cargas se encuentra en el consuelo y la fortaleza ofrecidos en Cristo (Mateo 11:28-30).

Tras su consejo respecto a sobrellevar cargas, Pablo hace un co-mentario que parece desligado de cuanto acaba de decir: «El que es enseñado en la palabra haga partícipe de toda cosa buena al que lo instruye» (Gálatas 6:6). ¿Qué conexión tiene esto con sobrellevar car-gas? ¿O pretendía Pablo que fuera una declaración independiente?

Aunque resulta difícil estar del todo seguros, lo más probable es que quisiera evitar que sus comentarios sobre sobrellevar algunas de nuestras propias cargas se interpretaran indebidamente. Venía sien-do su costumbre no depender de sus iglesias para su sostén econó-mico, aunque reconoce que la remuneración económica es una pre-rrogativa a la que tienen derecho un maestro o un predicador (1 Co-rintios 9:3-12). Pablo parece preocupado de que los gálatas pudieran

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concluir de sus comentarios que no tenían ninguna responsabilidad de atender las necesidades económicas de sus dirigentes espirituales.

Que el apóstol tiene en mente este aspecto «económico» en el versículo 6 parece implicado por la palabra traducida «el que instru-ye» y por el verbo «hacer partícipe» o «compartir» (griego koinó-nein). Aquella proviene de la palabra griega vertida «enseñar» o «instruir» (katéjein), y en el Nuevo Testamento siempre se refiere a la instrucción religiosa (Lucas 1:4; Hechos 18:25; Romanos 2:18; 1 Corintios 14:19). Además, Pablo usa el mismo verbo para «partici-par» en Filipenses 4:15, texto en el que habla del apoyo económico que los filipenses tan generosamente «participaron» o compartieron con él. Su consejo de hacer «partícipe[s] de toda cosa buena» a sus maestros también habría sido apropiado para los creyentes gentiles. A diferencia de los judíos, que estaban acostumbrados a atender las necesidades económicas de sus dirigentes espirituales con diezmos y ofrendas, el mundo gentil no tenía ninguna práctica similar.

Pablo recuerda a los gálatas que, de la misma manera que Dios pide a la iglesia que cuide de sus miembros, los miembros de la igle-sia también son llamados a ocuparse de sus dirigentes espirituales.

La siembra y la siega (Gálatas 6:7-10) Pablo culmina su consejo sobre las responsabilidades de la iglesia

con una exhortación general sobre la siembra y la siega para la carne y para el Espíritu: «Todo lo que el hombre siembre, eso también se-gará, porque el que siembra para su carne, de la carne segará co-rrupción; pero el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna» (Gálatas 6:7, 8).

La metáfora que Pablo emplea aquí no es excepcional. Jesús hace uso de ella en sus parábolas (Mateo 13:1-11,18-28) y también la encon-tramos en escritos extrabíblicos. Es, sencillamente, un hecho de la vida. Sin embargo, lo significativo está en la forma en que Pablo la emplea para poner de relieve sus comentarios anteriores de Gálatas 5 sobre la carne y el Espíritu. La metáfora del apóstol tiene dos tipos de suelo: la carne y el Espíritu. Por las decisiones que una persona toma en la vida, siembra en el suelo de la carne, o bien en el suelo del Espíritu. Siguien-do la analogía de Pablo, el tipo de suelo en el que se siembra determina la cosecha producida. Y, como dijo Jesús, «lo que nace de la carne, car-ne es; y lo que nace del Espíritu, espíritu es» (Juan 3:6). La carne jamás podrá producir una cosecha espiritual, y el Espíritu puede producir una siega espiritual. Todo depende de cómo siembra la persona.

Vemos una ilustración de la importancia de sembrar bien en una historia sobre un grupo de agricultores de patatas. Según el cuento,

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los agricultores decidieron que ya no iban a usar las mayores patatas como semilla, sino que se las guardarían para comerlas. Decidieron que usarían como semilla en su lugar solo las patatas inferiores pe-queñas. Al principio todo pareció ir bien. Las patatas grandes eran fabulosas para comer, y duraron mucho más de lo que nunca habían durado las patatas pequeñas. Sin embargo, lo que empezó tan bien acabó mal. Después de una cosecha decepcionante tras otra, los agri-cultores se dieron cuenta de que la calidad de la patata sembrada de-termina la calidad de la patata recogida. Las patatas pequeñas pro-dujeron una cosecha de patatas no mayores que canicas.

Si la iglesia quiere ser todo lo que Dios la ha llamado a ser –su presencia visible en este planeta–, debe invertir en cosas espiritua-les. Una inversión espiritual no solo transformará la vida aquí y aho-ra, sino que conducirá, además, a la vida eterna. Por otra parte, si sembramos para la carne, solo cosecharemos dolor, pena y confu-sión, y nuestra vida espiritual y nuestras iglesias se marchitarán y acabarán muriendo. Debiéramos sacar el máximo rendimiento de las oportunidades que tenemos ahora de invertir en aquello que produ-cirá una cosecha celestial.

Así, en resumen, Pablo dice: «No nos cansemos, pues, de hacer bien, porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos. Así que, se-gún tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y especialmente a los de la familia de la fe» (Gálatas 6:9, 10).

Referencias

1 James D. G. Dunn, The Epistle to the Galatians [La Epístola a los Gálatas], Black's New Testament Commentary (Peabody, Massachusetts: Hendrickson, 1993), p. 319.

2 Josefo, Guerra 5.79. 3 William Hendriksen, Exposition of Galatians [Exposición de Gálatas], New Testament

Commentary (Grand Rapids: Baker, 1979), p. 231, nota 170. 4 Martin Lutero, A Commentary on St. Paul's Epistle to the Galatians [Comentario sobre

la epístola de Pablo a los Gálatas] (Cambridge, Inglaterra: James Clarke & Co., 1953), p. 538.

5 Donald Guthrie, Galatians [Gálatas], New Century Bible Commentary (Grand Rapids: Eerdmans, 1973), p. 142.

6 David Cesarani, Becoming Eichmann [Llegar a ser Eichmann] (Cambridge, Massachu-setts: Da Capo Press, 2006), p. 368.

7 Ibíd. 8 Timothy George, Galatians [Gálatas], The New American Commentary (Nashville:

Broadman and Holman, 1994), tomo 30, p. 413. 9 John Stott, The Message of Galatians [El mensaje de Gálatas] (Downers Grove, Illinois:

InterVarsity Press, 1968), p. 158.

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CAPÍTULO 14

Gloriarse en la cruz de Cristo

uando los soviéticos tomaron el control de Polonia al final de la Segunda Guerra Mundial, el Partido Comunista se ocupó de consolidar su poder y empezó a implementar varias re-

formas nacionales radicales. Amenazado por el poder de la Iglesia Católica, el gobierno buscó debilitar la autoridad de esta mediante la persecución. En 1961 las autoridades prohibieron oficialmente todo tipo de símbolo religioso en los organismos públicos –fábricas, hos-pitales, escuelas y ministerios–. Sin embargo, la prohibición no se impuso de forma tan estricta en las escuelas como en otros lugares.

Cuando el Sindicato Solidaridad comenzó a aumentar su poderío al comienzo de la década de 1980, las cruces empezaron a reaparecer en los edificios por todo el país. Preocupado por tan desafiantes ac-ciones, el primer ministro polaco decidió tomar severas medidas. Ordenó que todas las cruces fuesen retiradas de todas las institucio-nes públicas, tal como especificaba la ley.

Sin embargo, su decreto hizo estallar una imprevista y enorme ola de protestas en todo el país. Por último, ante una protesta pública sin precedentes, el gobierno acabó aceptando hacer la vista gorda con las cruces, pero insistió en que no se tocase la ley.

Varios meses después, no obstante, un director de escuela que era comunista celoso decidió que la ley era la ley y que la impondría en su escuela sin importar las consecuencias. Decidió retirar las cruces una noche, en secreto, de siete salas de conferencia en las que colga-ban desde la década de 1920. Sus acciones desencadenaron una serie de acontecimientos de creciente gravedad. Un grupo de padres res-pondió entrando en la escuela y colgando otras cruces en las salas de conferencia. El director hizo que retiraran las nuevas cruces y ame-nazó con cancelar la ceremonia de graduación a no ser que padres y estudiantes aceptasen acatar la ley. Se negaron. Y, con eso, algo que parecía poco más que un conflicto local acabó convirtiéndose en un enfrentamiento entre el gobierno comunista y la Iglesia Católica.

C

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A pesar de las amenazas del gobierno, miles de estudiantes orga-nizaron una multitudinaria protesta no violenta de cuatro días. Asis-tieron a misas especiales, tenían cruces colgadas del cuello y llevaban consigo cruces como parte de una demostración pública. Después de un largo y tenso punto muerto, el gobierno y las escuelas permitie-ron que las cruces se quedaran.

Aunque el seguimiento de todo el suceso fue asombroso según se iba desarrollando, la escena más conmovedora de todo el enfrenta-miento fueron las simples pero profundas palabras de un sacerdote de parroquia pronunciadas ante un montón de estudiantes para alentarlos en su protesta. Les dijo: «Sin cruz no hay Polonia». 1

Cuando nos acercamos al final de nuestro estudio de la Epístola de Pablo a los Gálatas, el mensaje del sacerdote polaco no solo transmite la esencia del cristianismo, sino que también resume per-fectamente el llamamiento final que el apóstol hace a los gálatas: «¡No hay evangelio sin la cruz de Cristo!».

La mano del propio Pablo (Gálatas 6:11) El llamamiento final a los gálatas comienza con un comentario

muy extraño: «Mirad con cuán grandes letras os escribo de mi pro-pia mano» (Gálatas 6:11). Para entender la significación de su decla-ración, es necesario que recordemos la forma normal en que Pablo termina sus Epístolas.

Aunque las observaciones finales de Pablo no siempre son uni-formes en sus Cartas, un estudio minucioso revela un patrón básico

1 Corintios 16 Colosenses 4 Gálatas 6

Saludos

«Las iglesias de Asia os saludan. Aquila y Priscila (...) os saludan mucho en el Señor» (versículo19).

«Aristarco, mi compañero de prisiones, os saluda; y tam-bién Marcos [...] También os saluda Jesús, el que es lla-mado Justo» (versículos 10, 11).

Firma «Yo, Pablo, os escribo esta salutación de mi propia mano» (versículo 21).

«Esta salutación es de mi propia mano, de Pablo» (ver-sículo 18).

«Mirad con cuán grandes letras os escribo de mi pro-pia mano» (versículo 11).

Bendición

«La gracia del Señor Je-sucristo esté con voso-tros» (versículo 23).

«La gracia sea con voso-tros» (versículo 18).

«Hermanos, la gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu» (versículo 18).

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que seguía generalmente: 1) saludos a personas específicas, 2) una firma personal y 3) una bendición final. De vez en cuando también incluía un llamamiento final de algún tipo relacionado con el mensa-je general de la Carta. La siguiente tabla contrasta la forma en la que concluye típicamente sus Cartas con la terminación de Gálatas.

Cuando comparamos los rasgos principales de la fórmula que usa Pablo para concluir sus Cartas con las observaciones finales de Gála-tas, aparecen dos diferencias significativas. En primer lugar, a dife-rencia de lo que ocurre en la mayoría de sus Cartas, Gálatas no con-tiene saludos finales. Ahora bien, por sí sola, la ausencia de un salu-do personal no es siempre indicación de que algo vaya mal (por ejemplo, 2 Tesalonicenses). Sin embargo, la falta de saludos en Gála-tas resulta muy sospechosa por el hecho de que Pablo también omi-tió deliberadamente la frase tradicional de acción de gracias al co-mienzo de su Carta. Los dos rasgos epistolares ausentes pueden ser una indicación adicional de una relación tensa entre él y los gálatas. Pablo es amable, pero protocolario. Teniendo en cuenta tales cir-cunstancias, no sorprende, desde luego, que también omita cual-quier mención al saludo con un «beso santo» (cf. Romanos 16:16; 1 Tesalonicenses 5:26).

Cuando examinamos la manera en que concluye sus Cartas, es importante que recordemos que, en la antigüedad, era costumbre entre los autores de Epístolas que echaran mano de los servicios de un escriba para la redacción de las mismas. Pedro se benefició de los servicios de Silvano en la redacción de 1 Pedro (1 Pedro 5:12), y Pa-blo parece haber dictado Romanos a un escriba llamado Tercio (Ro-manos 16:22). Fuera del mundo judío, sabemos que hasta Cicerón, famoso senador romano, dependía de escribas para mantener su co-rrespondencia al día. Cuando un escriba acababa de escribir, el autor solía tomar la pluma y escribía las últimas frases de su puño y letra. Encontramos ejemplos de esta costumbre en el cambio de caligrafía que ocurre al final de varias cartas antiguas escritas en papiro des-cubiertas en Egipto. Pablo afirma explícitamente en varias de sus Cartas que también era esa su costumbre. En 2 Tesalonicenses 3:17 llega a decir: «Esta es la señal distintiva de todas mis cartas; así es-cribo yo» (NVI). Tal práctica no solo añadía un toque más personal a las Cartas de Pablo, sino que también parece que ponía freno a las falsificaciones. Podemos dar por sentado que el apóstol siguió la cos-tumbre aun en las Cartas en las que no lo menciona.

Por ello, el final de Gálatas es excepcional, por cuanto Pablo se separa algo de su práctica normal. Cuando sostiene la pluma del es-criba, sigue tan inquieto y preocupado por las circunstancias de Ga-

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lacia que no se contenta con escribir una nota breve y una bendición final; en vez de ello, añade varios párrafos. Sencillamente, no puede soltar la pluma hasta que ruega nuevamente a los gálatas que se aparten de sus insensatos caminos.

No obstante, eso no es todo. Pablo también llama la atención de los gálatas al tamaño de sus letras. Aunque es imposible saber con certeza a qué se refiere específicamente, hay varias posibilidades in-teresantes. Algunos han supuesto que no se refería a las dimensiones físicas de sus letras, sino a la caligrafía defectuosa de las mismas. Especulan que quizá tenía las manos tan lisiadas por la persecución o tan torcidas por la marroquinería que no podía dar a sus letras la precisión caligráfica que cabría esperar de un maestro. Otros creen que sus comentarios dan prueba adicional de su vista deficiente (cf. Gálatas 4:15; 2 Corintios 12:7-9). Aunque, ciertamente, ambos pun-tos de vista son posibles, parece mucho menos especulativo concluir sencillamente que escribía intencionalmente con letras grandes para subrayar y recalcar nuevamente su argumentación, de forma similar a la manera con que indicamos hoy una palabra o un concepto im-portante subrayándolo, poniéndolo en cursiva o escribiéndolo todo en MAYÚSCULAS. Pablo quería captar la atención de los gálatas y estaba decidido a hacer lo necesario para obtenerla.

Gloriarse en la carne (Gálatas 6:12, 13) Aunque Pablo insinuó previamente el orden del día y la motiva-

ción de los judaizantes (véanse Gálatas 1: 7; 4:17; 5:10, 12), sus ob-servaciones de Gálatas 6:12, 13 son los primeros comentarios explíci-tos que hace sobre ellos. Dice de ellos que quieren «hacer buena fi-gura en lo exterior» (PER). En griego, la expresión «hacer buena fi-gura» significa, literalmente, ponerse «un buen rostro». En el Nuevo Testamento, aparece únicamente aquí. El mundo grecorromano también usaba la palabra «rostro» para describir la máscara de un actor, e incluso se empleaba figurativamente para referirse al papel desempeñado por un actor. Esto sugiere que para Pablo los judaizan-tes eran como actores que buscaban el aplauso del público. En una cultura basada en el honor y la vergüenza, como lo era el mundo del Nuevo Testamento, el conformismo es esencial. Y parece que los ju-daizantes deseaban mejorar la valoración de su honor ante sus pai-sanos de Galacia y otros cristianos judíos residentes en Jerusalén. Como David, que presentó los prepucios de doscientos filisteos al rey Saúl para convertirse en su yerno, los judaizantes querían fanfarro-near, como indicación de sus propios logros espirituales, de los pre-pucios gentiles que habían logrado (cf. 1 Samuel 18).

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Pablo dice en el versículo 12 que la razón por la que algunos im-ponían la circuncisión a los cristianos de origen gentil era para que los creyentes judíos pudieran evitar ser perseguidos por la cruz de Cristo. Cuesta determinar qué quiere decir específicamente con esa expresión. Pese a que puede entenderse que la persecución sea, des-de luego, una forma de maltrato físico, es importante observar que puede ser igual de dañina que sus formas más «leves»: el acoso y la exclusión. Ciertamente, aunque los cristianos sufrían persecución fí-sica de sus enemigos, como la desencadenada por Pablo antes de su conversión, también experimentaban el acoso y la exclusión de sus compatriotas judíos por su decisión de seguir a Jesús.

El judaísmo tenía una influencia política significativa en muchas regiones. Como religión contaba con la aprobación oficial de Roma, y muchos cristianos habrían estado ansiosos de mantener intensas rela-ciones positivas con los judíos de la zona. De hecho, durante los pri-meros años de la iglesia, los cristianos podían adorar libremente por-que los romanos los consideraban simplemente como una secta del judaísmo. Al circuncidar a los gentiles y enseñarlos a observar la tora, los judaizantes de Galacia podían encontrar un punto de terreno co-mún con los judíos de la zona. No solo les permitiría mantener un contacto amistoso con las sinagogas de la región, sino que podría in-cluso reforzar sus vínculos con los creyentes de Jerusalén, quienes te-nían una sospecha creciente en cuanto a la labor que se hacía entre los gentiles (Hechos 21:20, 21). 2 Independientemente de la circunstancia precisa implicada, está claro que los judaizantes de Galacia no estaban dispuestos a soportar la persecución por causa de Cristo.

Gloriarse en la cruz (Gálatas 6:14) Habiendo expuesto los motivos deshonestos que provocaban la

insistencia de los judaizantes en la circuncisión, Pablo presenta su mensaje evangélico a los gálatas por última vez, aunque solo de for-ma resumida. Rara él, el evangelio se basa en dos principios funda-mentales: 1) la centralidad de la cruz (versículo 14) y 2) la doctrina de la justificación por la fe, a la que se refiere mediante una referen-cia a la «nueva creación» (versículo 15, LBA).

Normalmente no se considera que la jactancia sea una virtud. Tendemos a mirar con malos ojos a las personas que cantan sus pro-pias alabanzas. Sin embargo, por sorprendente que pueda parecer, en los escritos de Pablo, la jactancia tiene aspectos tanto negativos como positivos. El tipo de jactancia a la que se opone es la jactancia «según la carne» (ver 2 Corintios 11:18). Se refiere a todos los aspec-tos de la alabanza propia, que hacen que centremos nuestra atención

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en nosotros mismos, no en Dios. El apóstol condena específicamente la jactancia en la propia obediencia de la ley de Dios (Romanos 3:27), el alarde de nuestra sabiduría «superior» (1 Corintios 1:29), la exhibición de actitudes arrogantes de los creyentes gentiles hacia los creyentes judíos (Romanos 11:17) y todo tipo de fanfarronería que se atribuya el mérito de los dones y capacidades que Dios nos ha dado (1 Corintios 4:7).Y, en conexión con nuestro pasaje de Gálatas, Pablo también rechaza la jactancia en el proselitismo (Gálatas 6:13), algo que a menudo nos gusta hacer como cristianos. Aunque tal compor-tamiento pueda tener apariencia de espiritualidad, se centra a me-nudo en nuestros logros más que en cualquier otra cosa. Toda jac-tancia de ese tipo pertenece a la esfera de la carne y, por lo tanto, es mala (Romanos 1:30; 1 Corintios 5:6). 3

Es probable que el aspecto positivo de la jactancia que Pablo recal-ca provenga de sus antecedentes en el judaísmo y, en particular, de su conocimiento de las Escrituras hebreas. El Antiguo Testamento no so-lo permite gloriarse en los actos portentosos de Dios puestos de mani-fiesto en la historia de la salvación, sino que lo alienta (Salmo 5:11; 32:11; 1 Crónicas 29:11). Tal jactancia es un acto de adoración, así co-mo una expresión de gratitud y confianza en la fidelidad contractual de Dios. Por lo tanto, es responsabilidad de los cristianos gloriarse en el Señor (1 Corintios 1:31; 2 Corintios 10:17; Filipenses 3:3).

¿Cómo se manifestó tal jactancia en la vida personal de Pablo? Se gloría por la forma en que Dios ha actuado en la vida de sus seguido-res (2 Corintios 9:2, 3; Filipenses 2:16; 1 Tesalonicenses 2:19). Incluso se gloría en su propia debilidad, porque, gracias a esa debilidad, puede ver la gracia habilitante de Dios actuando en su vida (2 Corintios 12:9, 10). Sin embargo, en última instancia, como cristiano, solo hay una cosa en la que Pablo puede gloriarse de manera suprema: la cruz. Pre-cisamente en el acontecimiento de la cruz Dios actuó para convertir sus promesas a Abraham en una realidad histórica (Gálatas 6:14).

A los que vivimos en el siglo XXI nos cuesta captar la naturaleza escandalosa que los comentarios de Pablo sobre la jactancia en la cruz transmitían en su origen. Hoy la cruz de Cristo es un símbolo común y amado que evoca sentimientos positivos en la mayoría de la gente. Cantamos sobre la cruz, predicamos sobre la cruz, pintamos cuadros de ella y la incorporamos como símbolo a objetos religiosos de todo tipo, y muchos hasta la llevan a modo de joya. Sin embargo, en la época del apóstol, la cruz no era algo de lo que gloriarse. Era, más bien, algo que despreciar. Los judíos entendían que la idea de un Mesías crucificado era ofensiva. Los romanos consideraban tan

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repulsiva la crucifixión que ni siquiera era mencionada como un cas-tigo adecuado para un ciudadano romano.

Podemos ver con claridad la forma en la que el mundo antiguo consideraba la cruz en el primer dibujo conocido de la crucifixión de Jesús. Un fragmento de grafito descubierto en Roma y que se remonta a comienzos del siglo II d.C. representa la crucifixión de un hombre, o, para ser más precisos, de al menos el cuerpo de un hombre. Donde cabría esperar una cabeza humana aparece la cabe-za de un asno. Bajo la cruz y adyacente a un dibujo de un hombre con las manos alzadas en adoración, una inscripción dice: «Alejan-dro adora a su dios». La intención está clara: la cruz de Cristo es ri-dícula. ¿Quién sería tan tonto como para adorar a un hombre cruci-ficado? No obstante, exactamente en este contexto Pablo declara con audacia que ¡no puede gloriarse en nada que no sea la cruz de Cristo!

Todo cristiano debería gloriarse en la cruz de Cristo, porque, de-bidamente entendida, la cruz cambia de forma radical la manera en que experimentamos la vida. Demuestra el asombroso amor de Dios y las inconmensurables medidas a las que estuvo dispuesto a con-descender para garantizar nuestra salvación. No solo ofrece perdón gratuito y nos recuerda que Cristo ha conquistado la tumba, sino que nos presenta el reto de reevaluar cómo nos vemos a nosotros mismos y también cómo nos relacionamos con este mundo. El mundo, este presente siglo malo y todo lo que conlleva (1 Juan 2:16), se yergue contra Dios. Sin embargo, dado que hemos muerto con Cristo, el mundo ya no debe retenernos bajo su esclavizante poder. En la cruz Cristo nos redimió del presente siglo malo y de los poderes de las ti-nieblas. La cruz nos obliga a reconocer, como dice Pablo, no solo que hemos muerto al mundo, sino también que el mundo nos considera como si estuviéramos muertos.

Precisamente la visión que el apóstol tenía de la cruz, presentada en Gálatas 6:14, conquistó el corazón de Isaac Watts, famoso autor inglés de himnos, y los llevó a escribir lo que algunos han denomina-do «el himno más hermoso de lengua inglesa». 4 Su himno se tituló en un primer momento «Crucifixion to the World, by the Cross of Christ» 5 [La crucifixión para el mundo, por la cruz de Cristo]; sin embargo, ahora lo conocemos como «When I Survey the Wondrous Cross», o, en su traducción española, «Al contemplar la excelsa cruz».

Que la cruz de Cristo inspire y toque nuestra vida de una manera similar.

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Versión original en inglés Versión española «When I survey the wondrous cross, On which the Prince of glory died, My richest gain I count but loss, And pour contempt on all my pride. Forbid It, Lord, that I should boast, Save in the death of Christ, my God». 6

«Al contemplar la excelsa cruz Do el Rey de gloria sucumbió, Tesoros mil que ven la luz, Con gran desdén contemplo yo. No me permitas, Dios, gloriar, Más que en la muerte del Señor». 7

Una nueva creación (Gálatas 6:15) Habiendo hecho hincapié en la posición central que ocupa la cruz

de Cristo en la vida cristiana, Pablo recalca ahora el segundo princi-pio fundamental: la justificación por la fe, o, según la llama aquí, una «nueva creación» (BLA).

Sin embargo, antes de que Pablo mencione la nueva creación, rea-liza un paradójico comentario sobre la circuncisión: «Porque ni la circuncisión es nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación» (Gálatas 6:15, BLA). Su declaración parece extraña al principio, dado que ha venido argumentando con gran denuedo contra la circunci-sión. De hecho, ha llegado a decir que si los gálatas se someten a la circuncisión se desligarán de Cristo (Gálatas 5:2-4). Sin embargo, ahora declara que ni la circuncisión ni la falta de la misma importan realmente. Si ni lo uno ni lo otro importa gran cosa, ¿por qué ha es-crito tanto al respecto? ¿Qué dice de verdad?

Pablo viene hablando con tanto énfasis contra la circuncisión que no quiere que los gálatas lleguen a la conclusión que permanecer sin circuncidar es, de alguna manera, más agradable para Dios que estar circuncidados. Las personas pueden ser igual de legalistas en cuanto a las cosas que no hacen como a las que sí hacen. Espiritualmente hablando, el asunto de la circuncisión, por sí mismo, resulta irrele-vante. La religión auténtica no está arraigada en la conducta externa, sino en la condición del corazón humano. Como dijo el propio Jesús, una persona puede tener un aspecto maravilloso en el exterior y es-tar espiritualmente podrida por dentro (Mateo 23:27).Tiene que ha-ber algo más, y a ese algo Pablo lo llama la nueva creación.

Al apóstol le encanta usar metáforas para explicar la portentosa salvación que es nuestra en Cristo. Cada metáfora pone de relieve un aspecto diferente de todo lo que Jesús hizo y quiere hacer por noso-tros. Ahora, al final de su Carta, Pablo introduce una metáfora final: la de una nueva creación. La palabra griega traducida «creación» es ktí-sis. Puede referirse a una «criatura» individual (Hebreos 4:13) o a to-do el orden «creado» (Romanos 8:22). En cualquier caso, ambos im-

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plican la acción de un creador. Y ese es el argumento de Pablo. La sal-vación no es algo que pueda producirse mediante el esfuerzo humano, ya se trate de la circuncisión o cualquier otra cosa. Se refiere a esa creación como «nueva» porque es algo que no poseemos de forma na-tural. Y no es algo que meramente añadamos a lo que ya somos, algo así como una pequeña modificación en nuestra forma de pensar o in-cluso de actuar. Antes bien, implica un cambio total. Jesús se refirió a este mismo proceso en su conversación con Nicodemo, pero lo llamó «nacer de nuevo» (Juan 3:3-8). Es un nuevo nacimiento o una nueva creación porque es un acto divino mediante el cual Dios toma a una persona que está espiritualmente muerta y le insufla vida espiritual.

Pablo describe la experiencia de la nueva creación con más detalle en 2 Corintios 5:17: «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas». Aquí Pablo explica que el acto de llegar a ser una nueva creación incluye mucho más que un mero cambio en nuestra condición en los libros del cielo: produce una transformación hoy en nuestra vida. Murray Harris compara la expresión paulina «todas son hechas nuevas» con un cartel de «Bajo nueva dirección» fijado con grandes letras delante de un negocio para captar la atención y anunciar una nueva gerencia. 8 Asimismo, cuando estamos unidos con Cristo, nuestra vida toma una nueva dirección, porque estamos «bajo nueva gerencia». En sus otras Cartas, Pablo se explaya en cómo funciona esto en la realidad. Por ejemplo, los esposos y las esposas han de considerarse y tratarse como lo haría Cristo (Efe. 5:22-33; Col. 3:18, 19). La relación entre padres e hijos ha de estar repleta del amor, la paciencia y la honra que solo Cristo puede proporcionar (Efesios 6:1-4; Colosenses 3:20, 21). Y, mediante su aplicación, podríamos ampliar esta lista para que incluya todo tipo de relación en la que participemos hoy: todas han de estar colmadas de la gracia y la compasión que nosotros mismos hemos experimentado en Cristo.

Todo esto es posible porque es el resultado del cambio total im-plicado en el proceso de la nueva creación o del nuevo nacimiento. La nueva creación implica, como expresa con tanto acierto Timothy George, «todo el proceso de la conversión: la obra regeneradora del Espíritu Santo, que lleva al arrepentimiento y a la fe; el proceso dia-rio de la mortificación y la vivificación; el crecimiento continuo en santidad, que lleva, al final del camino, a la conformidad a la imagen de Cristo. La nueva creación implica una nueva naturaleza con un nuevo sistema de deseos, afectos y hábitos, cincelados todos por me-dio del ministerio sobrenatural del Espíritu Santo en la vida del cre-yente». 9 De principio a fin, la nueva creación es obra de Dios. No es

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algo que ofrezca solo a unos pocos escogidos, sino más bien lo que desea hacer en la vida de todos nosotros, si lo dejamos.

Comentarios finales (Gálatas 6:16, 17) Antes de concluir su Carta con una bendición final, Pablo hace

dos comentarios en Gálatas 6:16,17 que merecen nuestra atención, aunque sea breve.

En primer lugar, afirma: «A todos los que anden conforme a esta regla, paz y misericordia sea a ellos, y al Israel de Dios». Aquí, la pa-labra traducida «regla» (griego kanón) significa, literalmente, una vara recta o una barra usada por los albañiles y los carpinteros para medir. La palabra acabó representando figurativamente las «reglas» o «normas» mediante las que una persona evalúa algo. Por ejemplo, cuando la gente habla del canon del Nuevo Testamento, tienen en mente los 27 libros del Nuevo Testamento que consideramos que es-tán cargados de autoridad para determinar tanto la creencia como la conducta de la iglesia. Por lo tanto, si una enseñanza no está «a la al-tura» de lo que se encuentra en esos libros, no se acepta. Así, Pablo dice que los creyentes de Galacia han de vivir la vida en armonía con el principio que acaba de establecer en los dos versículos anteriores: el papel central de la cruz. 10

¿Quiénes son el «Israel de Dios» de Gálatas 6:16? Algunos han entendido que se trata de los judíos que componen la nación de Is-rael en su conjunto. Otros afirman que se refiere a cristianos, ya sean judíos o gentiles, quienes son el auténtico Israel «espiritual». Puesto que Pablo no usa la expresión en ningún otro lugar de sus escritos, no podemos apelar a ningún otro versículo para contestar nuestra pregunta. Sin embargo, podemos encontrar ayuda en la sintaxis griega de Pablo. Varios eruditos defienden que «los que anden con-forme a esta regla» y el «Israel de Dios» no son dos grupos, sino uno. La conjunción kai [en griego] debería ser traducida «es decir», no «y», o ser omitida (como en la RSV [inglesa, o la PER española]). La iglesia cristiana goza de continuidad directa con el pueblo de Dios en el Antiguo Testamento. Los que hoy estamos en Cristo somos «la verdadera circuncisión» (Filipenses 3:3, BLA), «descendientes de Abraham» (Gálatas 3:29) y el «Israel de Dios»». 11 Desde luego, tal interpretación coincidiría con la reivindicación anterior de Pablo, realizada con anterioridad en Gálatas 3, de que los gentiles son tam-bién descendientes espirituales de Abraham por medio de Cristo.

La segunda afirmación que hace Pablo aparece en el versículo 17: «De aquí en adelante nadie me cause molestias, porque yo llevo en mi cuerpo las marcas del Señor Jesús». ¿Qué son «las marcas del

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Señor Jesús» que tiene en el cuerpo? Y, ¿por qué no iba nadie a mo-lestarlo por ellas?

La palabra traducida «marca» es el término griego stígmata, del que se deriva la palabra española «estigma». Algunos han visto en el comentario de Pablo una referencia a la práctica común de marcar a los esclavos con la insignia de su amo como forma de identificación, o incluso la práctica de algunas religiones de misterios en la que los participantes se marcaban como señal de devoción. Sin embargo, es más probable que se trate de una referencia a las cicatrices dejadas en el cuerpo de Pablo por la persecución y las dificultades experi-mentadas en el curso de su proclamación del evangelio (cf. 2 Corin-tios 11:24-27). Hay apoyo para esta interpretación en 2 Corintios 4:8-10, pasaje en el que el apóstol hace una afirmación similar en cuanto a la persecución que soportó. Después de afirmar que otros y él fueron «derribados, pero no destruidos» (versículo 9), Pablo dice de su experiencia que «llevamos siempre en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos» (versículo 10).

F. F. Bruce señala que, lejos de tratarse de una declaración inco-nexa al final de su Carta, la referencia de Pablo a «las marcas del Se-ñor Jesús» habría tenido una conexión muy apropiada con su men-saje y quizás incluso con su experiencia personal con los propios gá-latas. En contraposición con la marca de la circuncisión, «Pablo afirma que tiene marcas en su cuerpo que sí significan algo real: las [...] cicatrices que ha adquirido como consecuencia directa de su ser-vicio a Jesús. Proclaman de quién es y a quién sirve. Entre ellas, las más prominentes probablemente fueran las marcas dejadas por su lapidación en Listra (Hechos 14:19; cf. 2 Corintios 11:25), y si la igle-sia de Listra estuvo entre aquellas a las que se dirigió esta Carta, al menos algunos de sus lectores tendrían en recuerdo vivido de aque-lla ocasión». 12

La oración final de Pablo (Gálatas 6:18) Lo último que el apóstol dice a los gálatas es lo mismo con lo que

comienza todas sus Cartas: la gracia. Se ha dicho que la gracia son los sujetalibros del evangelio. La gracia lo primero y la gracia lo úl-timo: esa era su oración para todas sus iglesias. La gracia que Pablo veía derramada en el Calvario había cautivado su corazón y cambia-do su vida. Y oraba para que los gálatas experimentaran también esa misma visión de la gracia. Ojalá que también oigamos, en la oración de Pablo, el deseo de Dios para nosotros.

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Referencias

1 John Kifner, “Student Protest Swells in Poland” [La protesta estudiantil se acrecienta en Polonia], New York Times, 9 de marzo de 1984.

2 Ben Witherington, Grace in Galatia [Gracia en Galacia] (Grand Rapids: Eerdmans, 1998), p. 448.

3 H. C. Hann, «Boast» [Gloriarse], en The New International Dictionary of New Testament Theology [Nuevo diccionario internacional de teología del Nuevo Testamento] (Grand Rap-ids: Eerdmans, 1986), vol. 1, p. 228.

4 Wayne Hooper y Edward E. White, eds., Companion to the Seventh—day Adventist Hymnal [Guía del Himnario adventista del séptimo día] (Hagerstown, Maryland: Review and Herald, 1988), himno 154.

5 Ibíd. 6 Seventh-day Adventist Hymnal [Himnario adventista del séptimo día] (Washington,

D.C.- Hagerstown, Maryland: Review and Herald, 1985), himno 154. 7 Himnario adventista, himno 91 8 Murray J. Harris, The Second Epistle to the Corinthians [La Segunda Epístola a los Corintios]

(Grand Rapids: Eerdmans, 2005), p. 434. 9 Timothy George, Galatians [Gálatas], The New American Commentary (Nashville:

Broadman and Holman, 1994), tomo 30, p. 438. 10 Donald Guthrie, Galatians [Gálatas], New Century Bible Commentary (Grand Rapids:

Eerdmans, 1973), p. 152. 11 John Stott, The Message of Galatians [El mensaje de Gálatas] (Downers Grove, Illinois:

InterVarsity Press, 196), p. 180. 12 F. F. Bruce, The Epistle to the Galatians [La Epístola a los Gálatas] (Grand Rapids:

Eerdmans, 1982), p. 276.