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8/9/2019 Santa. Gamboa, Federico http://slidepdf.com/reader/full/santa-gamboa-federico 1/88   Aquí es -dijo el cochero deteniendo de golpe a los caballos, que sacudieron la cabeza hostigados por lo brusco del movi- miento. -¡Aquí...! ¿En dónde? -Allá, al fondo, en aquella puerta cerrada. La mujer saltó del carruaje, del que extrajo un lío de mezquino tamaño; metióse la mano en el bolsillo de su enagua y le alargó un duro al auriga: -Cóbrese usted. -No me alcanza; me pagará usted otra vez, cuando me necesite  por la tarde. Soy del sitio de San Juan de Letrán, número 317, y bandera colorada. Sólo dígame usted cómo se llama... -Me llamo Santa, pero cóbrese, no sé si me quedaré en esa casa... Guarde todo el peso -exclamó después de breve reflexión, ansiosa de terminar el incidente. Y sin aguardar más, echóse a andar de prisa, inclinando el rostro, medio oculto el cuerpo todo, bajo el pañolón que algo se le resbalaba de los hombros; cual si la apenara encontrarse allí a tales horas. con tanta luz y tanta gente que de seguro la obser- vaba, que de fijo sabía lo que ella iba a hacer. Toda aturdida, desfogóse con el aldabón y llamó varias veces, con tres golpes en cada ocasión

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Aquí es -dijo el cochero deteniendo de golpe a los caballos,que sacudieron la cabeza hostigados por lo brusco del movi-miento.-¡Aquí...! ¿En dónde?

-Allá, al fondo, en aquella puerta cerrada.La mujer saltó del carruaje, del que extrajo un lío de mezquinotamaño; metióse la mano en el bolsillo de su enagua y lealargó un duro al auriga:-Cóbrese usted.-No me alcanza; me pagará usted otra vez, cuando me necesite por la tarde. Soy del sitio de San Juan de Letrán, número 317,y bandera colorada. Sólo dígame usted cómo se llama...-Me llamo Santa, pero cóbrese, no sé si me quedaré en esacasa... Guarde todo el peso -exclamó después de breve reflexión,ansiosa de terminar el incidente.

Y sin aguardar más, echóse a andar de prisa, inclinando elrostro, medio oculto el cuerpo todo, bajo el pañolón que algo sele resbalaba de los hombros; cual si la apenara encontrarse allí atales horas. con tanta luz y tanta gente que de seguro la obser-vaba, que de fijo sabía lo que ella iba a hacer.Toda aturdida, desfogóse con el aldabón y llamó varias veces,con tres golpes en cada ocasión

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Y en rápida revista mental consideró la legión de hombresque le habían jurado amores, ¿por qué el Jarameño triunfaba siacababa de conocerlo?, ¿por qué Rubio "el caballero decente"que le prometía casa, también la atraía?Puntuales cual acreedores y en compañía del Jarameño a lahora fijada, presentáronse en el antro los organizadores del paseo.

¡La gresca que se armó ende la alegre partida, y setratos, se aumentó la caravPartieron los carruajes ela iluminación de la ciudaron en la ancha avenida Jucisco y Plateros rebosant

insuficientes para encauzado y movedizo mar de geArmas. Avanzaban los cocde Puente de San Francisc prohibición de los gendaadelante, los forzó a detenque habrían de adoptar. Mcena, el Grito.-¡Café de París, tú! -ordque encabezaba el séquitoLas calles de la Indepen

cruzar el callejón de Lópcon agravamiento de tranvSólo los tranvías -atestadoy de ruido metálico- cruzamajestad de acorazados, idel mayoral sembrando trecortado, y el cascabeleuna nota alegre y juguetonnaturalizándose, acres olomas de fogata y una brisa banderas, colgaduras y fa

allá arriba, poniendo al derio contribuyente con todción de la vieja ciudad amAl fin dieron con sus cuParís.El murmullo de la calle llenando la amplia Plaza dmás a menudo por debajo

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Por dondequiera, vendimias, lumbraradas, chirriar de frutos,desmayado olor de frutas, ecos de canciones.De pronto, un estremecimiento encrespa todavía más aquellamole intranquila. Luego, un silencio que por lo universal asusta yemociona, uno de esos silencios precursores de algo extraor-dinario. Diríase que hasta lo inanimado se reconcentra y recoge.Compenetradas las cien mil almas que inundaban la Plaza, pare-

cen no formar sino una sola. ¡Todos callan, todo calla...!Y pausadamente, el reloj de Palacio y el de Catedral rompen juntos ese silencio; primero con cuatro campanadas lentas -loscuatro cuartos de la hora-, después con once, que nacen conidéntica lentitud mecánica. No bien han nacido, cuando, todo aun tiempo, se enciende el balcón histórico, el de barandal de bronce, y dentro de un óvalo de rayos eléctricos, surge el Presi-dente de la República, símbolo en medio a tanta claridad, sinotras divisas que la banda tricolor que le cruza el pecho y loconvierte en el ungido de un pueblo. Con noble gesto coge lacuerda pendiente de la esquila parroquial que atesora Palacio,

la hace sonar una vez, dos veces, y ella suena maravillosamente,como ha de haber sonado, allá en Dolores, cuando despertó alos que nos dieron vida en cambio de su muerte.Cae de Catedral tupida lluvia de oro, sus campanas repican avuelo.

Y de todos los labios y dtentóreo, solemne, que es que es halago, que es arru-¡Viva México!El mar se desborda, anegaque van tocando diana;

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abogaba porque a nadie llevasen preso, acariciaba descalabra-dos y acababa llorando, mitad de histeria y mitad de pena, sobreel hombro del varón al que pertenecía esa noche por precio fijoy voluntad propia.De tarde en tarde, entusiasmábase con la orquesta del Tívoli; yora en brazos de uno de sus acompañantes echaba a perder unvals que filarmónicos le dedicaban, ora en brazos de un extraño,

gustaba de los encantos del danzón y reía de sus ignorancias, desus torpezas de aprendiz, de que le formaran rueda y se parasen areír con ella, a desearla y aplaudirla:-¡Bravo, negra! ¡Bravo! ¡Que le toquen diana!Chocaba a Santa, por sospechar gato encerrado en la estrata-gema-las noches en que su permanencia y jolgorio en el Tívoli prolongábanse hasta el amanecer-, el que a eso de las cuatrose presentara el ciego Hipólito en la cantina y so pretexto decomprar cigarrillos o de recetarse un trago que intacto perma-necía sobre el mostrador, estuviérase las horas muertas charlaque charla con Ravioles o con los profesores de la orquesta.

Igualmente, el Jarameño asomaba muy corrida la noche; tambiénllevaba su cauda de banderilleros, peones, picadores y mozos deespada, que le llamaban maestro, que sin pestañear loatendían y en todo demostrábanle singular estimación y respeto.Sabedora Santa de que el Jarameño concurría al Tívoli porella y nada más que por ella, vedaba formalmente a su encopetadaescolta el que se acercaran al diestro:-Ustedes, si lo apetecen, vayan a oírlos, yo me quedo en mimesa. Me carga tanto cante flamenco... Por supuesto que mentía

de los toreros; ¿mal responlos gomosos? ¿Habría de

suspenso? ¿Habría de ensuspiraba y se entristecía..tiempo a Santa, quien, cobmirar y se encogía de homquistaban.Hipólito, cuando por excecanciones, partía de imp

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Recuperado el sentido de lo real, Santa miró de nuevo a lacasa con melancólico cariño ahora; que así miramos todos -porhomicida, ingrato e infame que sea- el puerto que se abandona yque sin embargo nos dio abrigo cuando a él nos arrojaron, enforzosa arribada, las implacables tempestades del mar o lasdespiadadas tempestades de la vida...-¡Ven, Santa! -imploró el torero tendiendo sus brazos-, ¡ven

conmigo!Y Santa fue a él.

SEGUNDA PARTEI-Pues lo que yo les aseguro a ustedes es que están bebiendoinfusión de párpados.

-¡Hombre, Ripoll, no sesus compañeros de mesa, qcucharillas respectivas.-¡Se gasta usted unas Mateo, el de la casa de pré-¿Bromas...? -insistió Ripousted sus bromas. Y se lev

metiéndose en su cuarto frotaba un cerillo, dos vecTriunfante regresó a la medepositó encima del mantendida:-Ahora lo oirán ustedes.-No se ofenderá su pudo bién... ya estamos en el mComenzó a leer:-¡La leyenda del té! "Dhala China y el Japón, proh

 placentero y por todo extrgo, se durmió y no deIndignado contra sí mis párpados y los arrojó lejoy vil que le impedían alcaaspiraba. Y esos párpadossitio en donde cayeron, edando hojas, que desde enlas que hacen una infusión Nadie, lo que se llama naquiera el menor interés. La

luta indiferencia y la poéttanto que el cura carlista ddas unas veinte bolillas de en la mesa lanzándolas cont-Amigo Ripoll, ¡esto ha siRipoll, medio amoscado, son de guasa:

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Antes que respuesta ninguna, los nervios de Santa reaccionarondistendiéndose, las encontradas emociones de la tarde trágicadespertaron de su pasajero letargo; algo de alegría por elrecibimiento y por saberse salva, y más de amargura por sentirsedesahuciada.-¡De milagro no me ha matado hoy, Pepa! -pronunció Santa alfin, incorporándose en el asiento-, y tengo miedo de que me

mate.-¿Pues qué le hiciste tú? -inquirió Pepa fríamente, recortandocon los dientes la perilla de su tagarnina de ordenanza.Grande debía de ser la responsabilidad que Santa se achacaba. puesto que ni ahí osó confesarla.-¿ Yo ...?, ¡nada! ¡Fueron celos, los malditos celos de todos loshombres que se meten con nosotras...!Pepa, incrédula y experta en achaques de infidelidades, noinsistió.Las demás mujeres tampoco tragaron el embuste de Santa.¿Celos...? Verdad que los celos en ocasiones son infundados,

 pero las más, y con ellas muy especialmente, con ellas que con-vierten en hábito el engaño, en incentivo la infidelidad y en ne-cesidad el olvido, para continuar vegetando con su existir mísero,con ellas los celos son casi siempre fundados.Santa echó de menos a la gaditana, ¿qué había sido de ella? Lecontaron su "compromiso" con un empleado de aduanas,quien con su conquista cargó al quinto infierno.Más importábale que Santa cenara:

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-¡Hipo, por tu madre, ve a tocar, que se impacientan en lasala! -declaró Pepa, entrando de improviso en la pieza.-Pues voy a contentarlos tocando hasta que San Juan baje eldedo.Y el que se bajó fue Hipólito, a buscar su palo que habíarodado por la alfombra. Enderezóse al encontrarlo y se encami-nó a la puerta, ágil, sonriente. Desde la puerta agregó:-Lo que es hoy, Pepa, le toco a usted el mismísimo sertimonio deHemani, ¡mi palabra de honor! No obstante lo numeroso de la parroquia que aquella noche

llenaba el establecimiento, el entero mujerío ardía en deseos deque las dejaran pronto, a causa de la atracción que el baile dedisfraces ejercía en sus pobres cuerpos de alquiler y en sus atro-fiados cerebros de apestadas sociales.Tales bailes les representaban un reinado: unas cuantas horas deunas cuantas noches en cada año. Les representan su fiesta deellas, de ellas que son el azote secular, la paga sin antídoto, latentación perenne. las lobas devoradoras que aúllan de dolor yque aúllan de placer, las lupas ultrices. Tales bailes reproducenlas lupercales a Pan, el dios cornudo y de pezuñas decabro, tañedor de la flauta pastoril y regulador de las danzas de

ninfas, que donde aporta infunde los terrores "pánicos".Tales bailes representan la fiesta de ellas, donde únicamenteimperan y conquistan y mandan, donde la policía no las acosa niel hombre las escarnece.Santa se dejó llevar, disfrazada con un sencillo dominó oscuroy un antifaz de terciopelo y blonda. A eso de las dos de lamadrugada hizo irrupción la caterva de la casa de Elvira en elteatro Arbeu, de suyo feo, y acabado de afear por su transmuta-

ción en salón de baile. Seríde sus galanes, cuatro; sin lucía disfraz de maga o heenfermizas. Cerraban la coeste último que su deber een cuestión hallábase frente-En cuanto distingas al de

cerquita de él y no le aparte

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-Soy yo, niña Santa -respondió Eufrasia-, que ahí está elcoche que manda el señor Rubio y que está esperándola a ustedya sabe dónde.-Bueno, que se espere, voy en seguida.Empezó a vestirse, a grandísima prisa, sin pudores porque deellos carecía y porque aun cuando de ellos no hubiese carecido,la ceguera de Hipólito autorizábala a vestirse cual si se hallara asolas.

 Los ojos de Hipólito, no obstante no ver, habíanse cerrado, su barba hundíasele en el pecho, y sus brazos, como ropa colgadade una percha, pendíale de los hombros desmazaladamente.Tales ruidos, el ejercitado oído del ciego traducíalos a mara-villa, suplía la ausencia de vista, proporcionábale una exactacontemplación mental de Santa, lo mismo que si la palpara oayudase a vestir.-¡Hipo! -exclamó Santa, de espaldas al pianista-, en pruebade nuestra más que amistad, voy a confiar a usted un secretoen reserva: de una circunstancia que al momento sabré,dependerá que me "comprometa" yo con Rubio... Nos

contentamos anoche, en el baile... insiste en que viva yo conél... Usted mismo me aconsejó que aceptara, ¿se recuerda...?¿No me odiará usted si me "meto" con él, y si algo me pasa,contaré con usted?-Conmigo, Santita, cuenta usted cuando se le antoje...Sólo una condición, quiero decir un favor: que me avise us-ted qué día se va de aquí y que me consienta visitarla, muyde tarde en tarde, cada semana o cada mes, ¿quiere usted?

-Sí, Hipo. sí, sí quiero... ¡P palabra de esto! ¡Si supierodios me persiguen desdehablaremos, ¿eh ...?, junto Salieron al patiecito, y Sanasió al ciego de una mano y-¿Qué ocurre, Santita, se ha

En lugar de respuesta, Santcual si cumpliera con obl besó a Hipólito, ¡en plena b

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aseguraba que las manos de ambos se juntaban y separaban sinque pareciera que los dueños lo hacían a sabiendas.Hallábase empeñado el ciego en averiguar si Santa amaba aRubio o si con él se "comprometía"por convenienciasimplemente, y Santa insistía en que Hipólito le declarase si,

hiciera ella lo que hiciera, el amor de él no se concluiríanunca.Adentro, seguía la audiencia, interminable, plagada de for-malismos; seguía la imperfecta e imbécil maquinaria del juradocometiendo disparates y disparates.Los curiosos que se arremolinaban en la otra ventana, la delgabinete de deliberaciones, oían más; alcanzaban a leer el enormecartel impreso que cuelga de uno de los muros, ostentando engruesos caracteres la inmortal y bárbara admonición que compo-ne la parte tercera del artículo 314 del código de procedimientos penales: "La ley no toma en cuenta a los jurados los medios por

cuales hayan formado su convicción..." Admonición que debe serel faro iluminador de los que han de dilucidar culpabilidades porlas impresiones recibidas; el Paracleto alado que ha de inspirar auna docena, cuando menos, de espíritus -algunos sobornables,vulgares casi todos-, en solemne Pentecostés en que se congre-gan para absolver o condenar a su hermano.En el gabinete de los testigos empezaron a gruñir las impa-ciencias, ¿pensarían no llamarlos a declarar? El cuarto se oscu-recía, la luz del patio que entraba por la ventana enrejada, liabasus bártulos para ausentarse.-¡Nosotras tenemos nuestro quehacer! -afirmó Pepa sin

rubores.-Hay empeño en concluir esto -agregó-, ya ustedes ven queapenas hace mes y medio que ocurrió el lance... ¡bastante he-mos hecho!Mientras, Santa puntualizaba a Hipólito por qué aún no vivíacon Rubio: por el capricho de la esposa, llegado a destiempo,de ir a los baños de Puebla en busca de una maternidad que novenía j amás.

-A diario me despacha cacaballero perfecto y que melo mismo, Hipo?

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 -i Santita! -le murmuró Hipólito-, ¿sabe usted quién soy yo...?¿Me reconoce...?

-Sí. Hipo, sí lo reconozco hablar pero me cuesta tanto ha- blar... ¡De esta me muero, Hipo, yo sé que me muero!Horas negras las que pasó el músico mientras amanecía paralos demás -¡que para él no amanecía nunca!-, pegado al lechode lo que más idolatraba. ¿Qué tendría Santa...? Algo muy gra-

ve, gravísimo, las enfermedades benignas no asaltan de súbitocon intensidad tamaña, o si lo realizan, no se presentan acompa-ñadas de tan alta fiebre. ¿Cuánto tiempo duraría postrada...? ¿Curaría...? Caso de curar, ¿cómo quedaría...?Santa rompió a hablar, desvaríos de fiebre, reconstruccionestrágicas de su niñez, trastocamientos de fechas y sucedidos: elJarameño, en su casita blanca de Chimalistac; Rubio, de alférez,de gendarme, queriendo seducirla en la casa de Elvira; Santacasada con el compañero de sus hermanos en la fábrica deContreras, el tañedor de guitarra que por ella se perecía cuandoambos eran muy jóvenes; Jenaro, de hijo de ella, e Hipólito,

trasmutado en sus dos hermanos, los hidalgos rústicos que larepudiaron y maldijeron:-i Fabián! ¡Dame agua del pozo que está helada...! ¡Esteban!,no dejes que Cosme galope al retinto... ¡Qué sol, Diosmío, qué sol... !E Hipólito, que no contaba con esto, que jamás había oído eldelirio de nadie, perdió el tino, y, por pronta providencia, des- pertó a Jenaro.

-Lo que está es muy grave, que se muera...?-¿Que se muera...? -repitiómeditativa, añadió-: ¡Pues,En éstas, un golpe de tos quio; Santa revolvióse en ropas, se inclinó hacia fuera

dos amedrentados veladore-¡Santita! -suplicó Hipólitcual si no fuese ciego-, ¡quiere...-¡Escupir! -tartamudeó Sanlas sábanas.

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Conforme Santa mejoraba, el Jarameño espació sus visitas,no se le mostró más; inquiría noticias, reiteraba su pregunta desi algo le faltaba, y la víspera de que la dieran de alta, ya ella ensus cabales, él se eclipsó, generosamente.¡Por bobo iba Hipólito a contar heroicidad semejante!Rubio, apostado en la vivienda, salió al encuentro del coche yayudó a que Santa se apeara sacándola poco menos que en vilo.

Para recompensar a Hipólito por lo que, seguro, estaría pa-deciendo, Santa, en la acera, dióle las gracias, hizo que Rubio selas diera también:-Ya lo sabe usted, Hipo, puntualito a visitarme, que Rubio loconsiente... Y con Jenaro, traiga usted a Jenaro, Hipo...Aquello no era convalecencia, con su séquito de residuos,molestias y temores, era renacimiento inefable a una existencia buena, nueva, insoñada.Es claro que Rubio no la amaba con vehemencia, ¿y qué?,hallábase él muy lejos de ser un nene y ella aún no se despercudíadel todo. Luego se vería.

Mas ¡ay!, que con el segundo mes y con el tercero, lo que sevio descorazonó a Santa.Además de que Rubio no la quería, la despreciaba; y a cada paso de la prostituta hacia la quimérica e inasible Tierra de Pro-misión -a cuyos lindes creía ir llegando-, cada vez que las alasentumecidas y torpes de su alma convaleciente pero en vía dealivio, intentaba volar a la altura, Rubio encargábase de desen-gañarla en términos rudos, con saña de amante:

-Las meretrices no arribantaría más!; las almas de lasno poseen alas, son almas áEfectuábase en Rubio un mucho que Santa no se lo eque lo obsequiaba su hogarda de los puntos de Santa m

los dulces goces a que se c pronto que los remedios qude que a Santa ni con labiocansaran, le rasparía las en

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vía, cuánto costaba visitarla y qué difícil resultaba el lograrlo,aun disponiendo de la suma, crecida para los flacos bolsillos deél. Tenía novia, y bonita, y las noches en que conseguía charlarlea la ventana, despedíanse con un beso, entre los barrotes... Ha- bía tenido amores de más enjundia con una costurerita del Palais

 Longchamps, ¡el de la calle de Plateros...!, y una dependientade La Imperial, esa casa americana con espejos en la que ven-den sodas y helados, acogía sus requiebros, sus ramos de viole-tas, había aceptado su invitación de ir con él solo a las luces delos Ángeles, hasta las diez...-¡Pero con usted nunca pude! -continuó, yendo a sentarse a lainsegura cama, que gimió con el duplicado peso, y en la queSanta embelesada lo escuchaba-, ¡no, nunca! Llegaba yo al jar-dín, ¡vaya, una noche hasta me asomé a la sala!Anoche, ya tarde, yo salía del teatro Arbeu y me la encontré austed frente a la botica de las Damas, rogándole al cochero que

tomara una toma de acetato, estaba usted semicongestionada,¡caracoles...! La reconocí, ¡y me dio un gusto...! Le hablé a us-ted por su nombre y usted me contestó de tú, me dijo: "Súbeteaquí, conmigo, y la correremos juntos". ¡Al sordo se lodijo usted!, que no había acabado de decirlo y ya estaba yoadentro, pegadito a usted que se me recostó en el hombro. Lomalo fue... -y calló, púsose a retorcer la toalla, más encarnadotodavía.

-¿Qué fue lo malo? Dímel-¡Bueno, pues sí! -exclamó breve-, fue lo malo que el conos llevara a la casa esa en quel muy ordinario, me plantóno daría ni un paso, y se digcon usted dormida y trastorn

-Hiciste divinísimamente bVuelve a desnudarte, ¡conqcosturera ni de tu novia, acvida!, hártate de mí que tde balde, hasta que te canses, pLo mismo que ogro hambraquella juventud que, a su

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  buen seguro que no me tuviese en este purgatorio... ¡Ya no pue-do más, se lo protesto a usted! Día a día vengo a sacarla a usted

de estos hoteles de Satanás y usted se me queda, me prometeque mañana se irá conmigo...Pues quédese usted, Santita, quédese y Dios que la ayude, yo yano espero... ¡Jenaro!, despídete de Santita -ordenó el pianista, para proporcionar coyuntura a que Santa lo llamase.-Sí, sí, váyase, que se me parte la cabeza, y hasta mañana ohasta la noche, en el café de la Escondida, ya saben...-No -contestó Hipólito regresando a la vidriera-, ni hasta la

noche ni hasta mañana... ¡Adiós, Santita!Suprimido Hipólito, ella continuó rumbo al abismo, a escape,desgraciada, despreciada, desamparada y doliente. Recorrió laescala, peldaño por peldaño y abrojo por abrojo, hasta que diocon sus huesos y su cuerpo enfermo en un fementido burdel dea cincuenta centavos; nido de víboras, trono del hampa, alber-gue de delincuentes, fábrica de dolencias y alcázar de la patulea.Era un cuarto, más que grande, deforme y disforme; una desus cuatro paredes encaladas, embistiendo en un rincón a suvecina y sostén, con lo que ambas, en el ángulo que determina- ban, amenazaban desplomarse y aun habían comenzado a ha-

cerlo, por arriba, del lado de las vigas, según la tierra en polvo ylos terrones cual puños que se venían abajo, al transitarde los carros cargadísimos y toscos que durante ocho horasdiurnas, en su laborioso ir y venir de hormigas monstruosas,estremecían el arrabal.Para arribar atan ruin anclaje, anduvo Santa la Ceca y la Meca, lomediano y lo malo que las grandes ciudades encierran en suseno como cutáneo salpullido que les produce un visible des-

asosiego y un continuo prurascar, y que contamina a lrrios de lujo. Es que se sienaliviársela, y a la par despiéverlo, gane los miembros sanEso y más conoció Santamuchos ignoran hasta su m

glos y años en la propia ciudo a los jurados, cultivagendarmes. Santa lo conoc

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Y después de contestar Santa, el ciego se metió en el cuarto yapenas si se escuchó como un sollozar de personas que no de-sean ser sentidas.-¡Hipo! -decía Santa muy por lo bajo al pianista, que la pal- paba y olía y besaba devotamente-, me echan de aquí, ¡de aquí... ! Nadie me quiere ya ... apesto, estoy podrida, ¡me muero...!-Yo te quiero, yo ... yo... Y te llevo conmigo... y no te mori-rás... ¡Porque no es posible que te mueras!Se la llevó, en efecto, pagando lo que adeudaba.Salieron los demás, hasta la mitad de la calle, no creyendo

que aquello fuese realidad.El ciego entró a Santa en el carruaje, siguiéndola después; ycomo Jenaro subió al pescante ni más ni menos que un lacayo,las sombras de la noche y del arrabal completaron el hechizo.Triunfalmente, arrancó el carruaje.VSonaban las diez de la noche cuando el simón se detenía en lacasa de Hipólito; por lo que el ferrado y arcaico zaguán estabacerrado ya, circunstancia que no desagradó al pianista, pues leahorraba la curiosidad de los vecinos que, seguramente,excitaríanse muchísimo si lo viesen entrar en su domicilio acom-

 pañado de una mujer.En cambio, el teatro Arbeu, frente por frente del inmueble,ostentaba encendidas todas sus baterías de luces, abiertas sus puertas, y por éstas saliendo a la calle los concurrentes, a disfru-tar el entreacto.De un salto de simio, Jenaro se bajó del pescante, abrió la portezuela y pidió órdenes:¿He de ir a buscar cena...?

Primero, liquidóse el cocabrió Hipólito el zaguán cextrajo, y, Jenaro adelantetampoco desamparaba a Sa por el patio enlosado.

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  Ni uno ni otro dormían y los dos lo simulaban con su inmovi-lidad y sus ojos cerrados. De tiempo en tiempo, a ella estreme

cían el dolor, y al él el deseo; y resistían calladamente y en elmutismo.Así sentíanse bien, juntos, cubiertos por la misma sábana hu-milde y rota como ellos, participándose su calor mutuo; segurosel uno del otro; unidos en lazo indisoluble por su desventuracomún y su común miseria. ¡Por el amor volvían a Dios! Y sus pensamientos continuaban subiendo, blancos como armiños,arrodillados como comulgantes, bendiciendo como desgracia-

dos, seguros de que los perdonarían porque ya ellos habían perdonado. Y el dolor de Santa se amortiguaba, trasmutábaseen llevadero; y el deseo de Hipólito disminuía, trasmutábase endeleite quimérico y dulcísimo... Muy poco a poco fueron mo-viéndose, hasta que sus cuerpos se tocaron sin malas intencio-nes ni torcidos apetitos, en inmensa promesa pura de pertenecersecuando pudieran.Gracias a este sueño, inteligentemente llevó a cabo Jenaro elmandado de la víspera.En menos de una hora, precediendo a un cargador que con-ducía un gran canasto tapado, que mucho intrigó a las coma-

dres y desarrapados pipiolos del patio, regresó Jenaro. Enla azotehuela de la vivienda licenció al cargador, luego devolcado en el enjuto lavadero el contenido del gran canasto,contenido que resultó ser un cargamento de floresfresquísimas, con todos los perfumes y con todos loscolores. Un capricho de Hipólito, que como nunca veía nada,no encontró obsequio más a propósito para Santa que cubrirlede flores su mezquina casita, el dormitorio principalmente.

¡Los ahogos que pasó Jenaes que la habitación quedó oficio la hubiera engalanaolfato; tenía algo de jardín y bastante de campo. Cerca dlabor, suelta al Tiburón al sde par en par. El café, servi

dentro de las tazas.Santa despertó la primera, al sueño, probablemente se

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 enfermarlo, envilecerlo y prostituirlo se lo tiraban a la mitadde la calle por inservible, agotado, exhausto y sin picor; ahoraque él se agazapaba a levantarlo, así que la jauría humana,ahíta y babeante, había vuelto grupas y ululando se precipitaba sobre la carne sana de las rameras de refresco que,igual a manadas de reses, vienen de todas partes a

abastecer los prostíbulos,grandes centros, ahora ¡aylo que fue depósito, arsenalo que de tanto ser violadoindividuos más disolutos. luchó contra todo lo que seluchado pacientemente.

Pero la muerte es la invenctodo lo bueno; la muertfuertes y los proyectos másaparecía en el preciso momidolátrica cura de Santa. evaporábanse, doblaba las Y en un rapto de desesperimpotencia y su desgraciaojos blanquizcos y sin demencia irrazonada; ya habían de ver a Santa, que

muladar, y él luego, en cuael amante corazón, que, mle servía...-Hipo, ¿qué haces? -le dconvulsas, al salir de la azotardaba.-¿ Yo...? Pues sacarme unaves tú...?Fue la prueba decisiva.Sin tener que vencerse, conde mujer que ama, para la

qué cariño y cuánta gratitalrededor, en los párpadosen las pestañas truncas! empaparan! ¡Qué noblemSanta la fea cabeza y el des-Estoy de muerte, ¿verdadte resignas ni hallas manedímelo, que yo ya me lo

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 desarmaran a tirones para guardar mis huesos... Lo que no megusta

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 ... El tiempo continuaba rodando; ya Santa llevaba meses deenterrada, e Hipólito no faltaba ni un día a echarse de brucessobre el sepulcro.Y sucedió una vez, cuando Hipólito ya no tenía qué dar aSanta -ni lágrimas, porque se las había dado todas-, que detanto releer en alta voz el nombre entallado en la piedra: ¡San-ta...! ¡Santa..!, vínole a los labios, naturalmente, una oración:

y oraciones sí que no se las había dado nunca. Pero ¿podríarezarle...? Siendo él lo que era y ella lo que había sido, ¿valdríasu rezo?

De rodillas junto al sepulcroella y él...? ¡Ah!, ahora sí que  prostituta, él un depravado y uSólo les quedaba Dios. ¡Dios qu por el amor o por el sufrimienTransfigurado, su rostro horr

cielo sus monstruosos ojos blase abrían, escapado del vicio, que ahí arriba, radica el supremcomo si besase el alma de su mentallado en la lápida, y, comomuchas veces:-¡Santa...! ¡Santa...!Y seguro del remedio, radiantecielo, encomendó el alma de sulabios la plegaria sencilla, mmadres nos enseñan cuando niñ

 juntas nos hacen olvidar:Santa María, Madre de Dios... principió muy piano, y el resto gloria firmamental de la tarde m

 Ruega, Señora, por nosotros lo

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