SANCIÓN MORAL la sanción legal, que consiste en imposición de...

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SANCIÓN MORAL Todo el mundo civilizado comprende que la so- la sanción legal, que consiste en imposición de penas a los infractores de las leyes, no es suficiente para determinar la buena conducta de los asocia- dos, ni la marcha regular de un cuerpo político. A despecho de todo cuanto digan los que sólo alcanzan a ver la corteza del árbol, éste se halla sometido a leyes invisibles, inescrutables, sin las cuales su crecimiento y fructificación no podría lograrse. Bentham ha dicho: "El clero es la vanguardia de la ley." Escogemos de intento para una cita de esta clase a uno de los más vigorosos y convencidos defensores del utilitarismo. Cuando él habla así del clero, se refería evidentemente a la sanción moral. Hay un algo que llamamos pudor, pundonor, delicadeza, vergüenza, comedimiento, etc., produc- to, en parte, del instinto social humano, y produc- to también —acaso principalmente— de la múlti- ple influencia de la educación. La importancia be- néfica de ese algo puede negativamente deducirse de lo que se observa en los centros o zonas donde, o no existe, por cualquier motivo, o donde se mues- tra muy debilitado, o en suspenso, como sucede en las nómadas agrupaciones de gitanos y bohe- mios. El algo de que hablamos es —no necesitamos decirlo casi— un fenómeno o atributo moral, una especie de perfume, de envoltura o barniz preser- vativo; lo contrario, en una palabra, de la repug- nante desnudez. Para impedir el desarrollo del

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SANCIÓN MORAL

Todo el mundo civilizado comprende que la so­la sanción legal, que consiste en imposición de penas a los infractores de las leyes, no es suficiente para determinar la buena conducta de los asocia­dos, ni la marcha regular de un cuerpo político. A despecho de todo cuanto digan los que sólo alcanzan a ver la corteza del árbol, éste se halla sometido a leyes invisibles, inescrutables, sin las cuales su crecimiento y fructificación no podría lograrse.

Bentham ha dicho: "El clero es la vanguardia de la ley." Escogemos de intento para una cita de esta clase a uno de los más vigorosos y convencidos defensores del utilitarismo. Cuando él habla así del clero, se refería evidentemente a la sanción moral.

Hay un algo que llamamos pudor, pundonor, delicadeza, vergüenza, comedimiento, etc., produc­to, en parte, del instinto social humano, y produc­to también —acaso principalmente— de la múlti­ple influencia de la educación. La importancia be­néfica de ese algo puede negativamente deducirse de lo que se observa en los centros o zonas donde, o no existe, por cualquier motivo, o donde se mues­tra muy debilitado, o en suspenso, como sucede en las nómadas agrupaciones de gitanos y bohe­mios. El algo de que hablamos es —no necesitamos decirlo casi— un fenómeno o atributo moral, una especie de perfume, de envoltura o barniz preser­vativo; lo contrario, en una palabra, de la repug­nante desnudez. Para impedir el desarrollo del

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amor como sentimiento y exaltar el feroz patriotis­mo. Licurgo impuso a los lacedemonios de ambos sexos vestidos insuficientes, y logró su designio; pero esta mutilación moral condujo naturalmente a resultados deplorables: un materialismo brutal se extendió a todo, y todo lo inficionó y degradó. Polibio resume así el fin de esa extraña asociación política: "vivió en la anarquía, y murió por falta de hombres." Esparta llevaba también en su sena el cáncer de la injusticia, consistente en el hecho de que había allí más esclavos (ilotas) que ciuda­danos.

(El Porvenir.—Cartagena, 5 de agosto de 1883.)

SANTANDER

En contraste con las opiniones y prácticas de Santander corno gobernante, los conservadores co­lombianos de hoy podrían ser considerados anar­quistas.

Se sabe que él fue aun opuesto a la ley de 1834 que echó los primeros fundamentos de las fran­quicias municipales. Se sabe que en materia de hacienda no era menos restrictivo, pues que tam­bién combatió —contra el querer de la opinión general y el sentimiento de muchos amigos políti­cos suyos—, la abolición del odioso impuesto de alcabala.

Este impuesto venía marcado de reprobación, desde el célebre codicilo de la inmortal reina Isa­bel la Católica (año del Señor de 1504).

He aquí cómo se expresaba el doctor Soto, Secre­tario de Hacienda del general Santander, en su Memoria al Congreso de 1835:

"El sistema tributario de la Nueva Granada ha sufrido censura de los que lo han examinado en diferentes épocas de una manera especulativa, sin

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compararlo con las circunstancias del país en toda su extensión; y ha excitado, por lo mismo, el celo de los reformadores, que talvez no se han formado una idea exacta del negocio, porque no han con­siderado sino los males positivos de las contribu­ciones, sin extender su vista a los demás objetos enlazados con ellas, como son los rendimientos que producen y la inversión que les dan.

"Ha juzgado (el ejecutivo) que en un país como el nuestro, la destrucción de ciertas contribuciones para suplantarlas por otras, es por ahora un paso imprudente que puede llegar a comprometer la se­guridad del Estado; y se atreve a creer que una re­flexión detenida sobre la historia de la Nueva Gra­nada desde 1810, es una demostración irresistible de que los usos y costumbres del país no permi­ten la suplantación indicada, sin correr el riesgo de que las nuevas contribuciones, no reemplazan­do el producto de las suprimidas, sean sólo ocasión de disgusto y de medios vejatorios para su recau­dación."

En materia de delitos políticos, la pena de muer­te era aplicada, según el texto de la ley de 3 de junio de 1883:

"A los que por medio de tumultos o facciones^ tomen las armas para destruir las autoridades cons­tituidas o para cambiar la forma de gobierno;

"A los que tengan comunicación o fomenten la rebelión, traición o conspiración."

Los juicios contra los conspiradores y sus cóm­plices tenían, además, trámites especiales, extraor­dinarios, rapidísimos, que comprometían, o podían comprometer, a veces, los sagrados fueros de la inocencia.

Conforme a esta ley, se juzgaron los responsables de una conspiración que ocurrió poco tiempo des­pués de la fecha en que ella fue sancionada.

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No había habido conspiración realizada, sino simple preparación o tentativa; salvo la muerte tjue para fugarse dio al coronel Montoya el oficial conspirador Arjona, a tiempo que aquél le condu­cía a la guardia del principal (noche del 23 de jul io de 1833).

He aquí algunos párrafos del sentido relato que hace de las ejecuciones el general Posada —testigo presencial— en el tomo ii de sus Memorias histó-rico-políticas:

"V

"El 16 de octubre de dicho año, a las siete de la mañana, se tocaba llamada y tropa en los cuarteles del batallón 1"? de líneas, del medio batallón de artillería, "del batallón de milicias y del primer es­cuadrón de húsares. A las nueve ya estaban estos cuerpos formados en la plaza de la Catedral, y la, artillería distribuida con una pieza de a 4 cargada, en cada esquina de la plaza, y mecha encendida; lodos los cuerpos vestidos de parada, y el jefe mili­tar (general López) con el Estado Mayor de la pla­za, de gran uniforme y a caballo, a la cabeza de la» tropas, se mostraba como Santerre en la decapita­ción de Luis XVI. Un grande espectáculo se prepa­raba: los balcones, el atrio de la Catedral, y el espa* cío de la plaza a espaldas de la tropa, estaban llenos de gente de todas clases, de uno y otro sexo.

"¿Qué iba a suceder para tan animada excita­ción? Nada: iban a matar diecisiete hombres.

"La capilla estaba en el cuartel de milicias, si­tuado en el vértice del ángulo derecho del ahora proyectado Capitolio, en la misma plaza.

"Ya cada uno de los reos tenía a su lado u n o a dos sacerdotes, y algunos hasta tres. La hora supre­ma era llegada; reos y sacerdotes de pie, pidiendo los unos misericordia al Dios de los desgraciados.

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y los Otros exhortándolos a elevar a El su corazón desprendiéndose de toda idea mundana, esperaban la señal para salir. Pero esta señal no se daba. ¿Por qué?. . . Porque el comandante Zabala, jefe del cuartel decía: "Todavía no. Su Excelencia no ha acabado de almorzar. . ." En esta expectativa deses­perante, los redobles, las voces de mando, y segui­damente los pitos y tambores, los clarines de la ca­ballería, las cornetas y la música tocando marcha regular a un tiempo, anunciaron los honores al Presidente de la RejDÚblica. Este momento terrible para las víctimas es fácil de comprender.

"El general Santander pasó con el Secretario de Guerra que lo acompañaba, por entre los banqui­llos y las tropas, contestando los saludos que le ha­cían los jefes y oficiales, y entró a la casa de la Se­cretaría de Guerra, después Hotel Bolívar, en la galería, y se presentó a poco en el gabinete del bal­cón, que ya no existe.

"A su vista gritó el comandante del cuartel: 'Ya es hora', y salió la lúgubre procesión. Publicando el bando de 'pena de la vida al que apellide gra­cia', ritual del tiempo de la Colonia; confesados los que iban a morir, y pasados los sacerdotes a la es­palda de la escolta, los crucifijos alzados, empezó ese clamor pavoroso de '¡Jesús me ampare!', por un lado, y de '¡Jesús te ampare!', por el otro, ele­vado al cielo por más de cuarenta bocas tembloro­sas, hasta que la detonación de las descargas produ­jo un silencio repentino que hizo estremecer a todos: el sacrificio se había consumado.

"El general López hizo desfilar las tropas por frente a los cadáveres, aún palpitantes, los que fueron en seguida retirados por la hermandad del Monte de Piedad y por los parientes, yendo a la cabeza de la lúgubre procesión el Cristo de los Mártires, que a tantos mártires ha acompañado.

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"Despejada la plaza, el general Santander se re­tiró al palacio, por el mismo camino que trajo, e» decir, por Irente a los banquillos, deteniéndose algunos minutos a examinarlos, y le acompañába­mos los ayudantes generales del Estado Mayor Ge­neral, llamados por el Secretario de Guerra. Por consiguiente, todo esto lo vi yo, que era uno de ellos, y lo vieron miles de hombres, de los que mu­chos viven aún; y fue por varios días pávulo de conversaciones, de críticas amargas, de defensas aca­loradas, en fin, de cuestiones odiosas, y por consi­guiente, las pasiones políticas se iban exaltando para estallar más tarde.

"Ni Bolívar dictador, ni Urdaneta Comandante General, ni Córdoba Secretario de Guerra, fueron a ver fusilar a los conspiradores del 25 de septiem­bre; y llamo sobre esto la atención de los jóvenes liberales para que hagan las comparaciones que de ello naturalmente se desprenden. El tribunal condenó, además, algunos otros a presidio, entre ellos dos mozos menores de 17 años; absolvió a otros pocos de la instancia, y de cargo y pena a cinco, contra quienes se había procedido ligera­mente. Y así concluyó por entonces este episodio .sangriento de los extravíos que en aquellos tiempos iban acumulando los combustibles para los incen­dios y devastaciones posteriores, de los que hoy somos víctimas unos y otros, y lo serán nuestros hijos y nuestros nietos, porque la anarquía en las ideas y la desmoralización en todo sentido produ­cidas por las malas doctrinas puestas a la moda, hacen perder la esperanza de mejores tiempos.

"Sarda se había ocultado tan bien, que todas las diligencias que se practicaban para encontrarlo eran perdidas. Se ofreció por avisos impresos un premio de mil fuertes al que lo denunciase, prome-

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tiendo guardar reserva de su nombre, y nada se consiguió.

"Un año estuvo oculto, sin que hubiera modo de descubrirlo, hasta que otra tentativa de revolución, más irrealizable que la primera, vino a entregarlo incauto a falsos amigos, recibiendo de uno de ellos muerte alevosa con odiosa perfidia.

"VI "Los tenientes Manuel Anguiano y José Villa-

mil, aprehendidos en Casanare, llegaron a esta ciudad y fueron condenados a muerte. El tribunal propuso al poder ejecutivo la conmutación en tér­minos que el general Santander consideró ofen­sivos, y se creyó obligado a repelerlos en los consi­derandos del decreto en que la negó para An­guiano.

"Juzgúese por el primero, que dice así: "Vista en consejo de gobierno la propuesta di­

rigida por el tribunal de apelación de Cundina­marca en once del corriente" (diciembre de 1833), 'solicitando la conmutación de la pena capital impuesta por sentencia pronunciada en la misma fecha a los reos de conspiración, tenientes Manuel Anguiano y José Villamil', la cual propuesta está fundada, entre otras razones, en la siguiente:

'l«—Que ya se han presentado 17 víctimas que con su sangre han satisfecho la vindicta pública y acreditado que la ley no se viola impunemente, y que un nuevo sacrificio de sangre presentaría a, los ojos del pueblo y aun a los de otras naciones civilizadas la presente administración como bár­bara y enemiga de la especie humana, lo cual debe desmentirse con hechos positivos, haciendo una ex­plícita jDrolesión de filantropía', etc.

"Algunas otras razones alegaba el tribunal sobre la juventud de los reos, sobre que el general An-

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guiano, padre del uno, fue fusilado por orden del general realista don Pablo Morillo, etc.

"Además para imposibilitar la conmutación de la pena, todos los prelados de los conventos la soli­citaron, y el público en general se pronunció por ella. Todo esto, y la embozada situación de 'bár­baro y enemigo del género humano' , que el gene­ral Santander no podía dejar de sentir, agravó la suerte de la víctima en lugar de mejorarla.

"Considerándose el general Santander ofendido, llamó al palacio al Comandante General y a los jefes de los cuerpos y les exigió que le dijeran si el ejército se desmoralizaría salvando a . \nguiano de la pena capital, y todos, por supuesto, le con­testaron afirmati\'amente. .Apoyado en este voto, que podía oponer a la opinión pública, negó la conmutación, y el joven Anguiano fue fusilado, sin tanto aparato como lo fueron los 17.

"Al teniente Villamil, por ser venezolano, le conmutó la pena en destierro.

"El general Santander alega en sus Apuntamien­tos, que Anguiano había cometido un delito mayor que los demás conspiradores; y dice que fusilados tantos de éstos, no podía prescindir de hacer ló mismo con un oficial que hallándose en servicio, añadía al cargo de conspirador el de abuso de la confianza que el gobierno hacía de él, y el de de­sertor.

"Yo, por mi parte, me conformo, porque a hom­bres como Anguiano se les mata, no se les humilla, no se les envilece, no se les degrada. ¡Diez años, u n año, un día de presidio bajo la vara de un esbirro soez, a un joven de las condiciones de Anguiano, aún no salido de la adolescencia y moralmente ino­cente, a imque legalmente culpable! No, ya eso habría sido demasiado!

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"El coronel del real cuerpo de ingenieros, don Manuel Anguiano, español de nacimiento, y co-raandante de dicho cuerpo en Cartagena en 1810, abrazó con ardor la causa de la independencia ame­ricana, y cuando la ocupación de aquella plaza por las tropas realistas era general de brigada. Habien­do caído prisionero, fue uno de los nueve patriotas fusilados por orden del general Morillo, y que hizo ejecutar el virrey don Francisco de Montalvo (habanero). El general Anguiano, casado con doña Rosalía Guillín (momposina), dejó sus hijos en la infancia, y arruinada la familia por la guerra, toda ella quedó en la indigencia.

"En semejante desesperada situación, el general Sarda se hizo cargo del niño Manuel, lo educó, lo levantó, lo puso en carrera, en fin, en su seno, como hubiera podido hacerlo con un hijo querido, y con él vivía en los tiempos de que estoy hablando.

"Arrastrado Sarda a su fatal destino por la in­justicia con él cometida, ¿qué podía hacer Anguia­no? ¿Delatar a su bienhechor? ¿Abandonarle a su propia suerte en la crisis a que incauto se había pre­cipitado? ¡Pobre joven! Se sacrificó por dominar en él un sentimiento genero.so, plausible, excelso: el de la gratitud. Debió ser perdonado, pero no lo fue; por eso aunque la ley inexorablemente apli­cada le castigó, la opinión le excusó, le compade­ció y le estimó.

"Yo, su paisano, amigo de su familia, yo, en fin, que conocía sus bellas cualidades, he tenido el de­ber de extenderme en referir los pormenores de este cruento sacrificio, tantas veces repetido en otros, para la memoria del infeliz joven, que me era querido, no sufra menoscabo en la opinión de los que no conociendo las circunstancias que la arrastraron a aquel trance doloroso, lo consideren quizá más delincuente de lo que era en realidad.

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En la capilla escribió a su madre la tristísima carta siguiente:

'Señora Rosalía Guillín.

'Cárcel de Bogotá, 18 de diciembre de 1833.

'Mi querida mamá, de todo mi corazón; desde mi capilla le dirijo ésta dándole el último adiós para siempre; mañana a las nueve y media de la mañana voy a morir afrentosamente en un patí­bulo en la plaza pública de esta ciudad; pero me cjueda el consuelo de que estoy bien confesado y moriré como buen cristiano. Yo no tengo que ad­vertir a usted nada sobre que me encomiende a Dios, pues estoy bien persuadido de que ustedes lo harán muy a menudo ante el Justo Creador.

'A mi señora Carmen Rodríguez la han enga­ñado completamente sobre mi suerte; así es q u e aunque ella le escribió en días pasados que no tu­viese cuidado por mi vida, fue porque la alucina­ron y la engallaron.

'El gobierno no ha querido tener piedad con­migo, ni porque han interpuesto los respetos de mi difunto padre. Ya conviene así, y lo que la Pro-^ idencia dicta no se puede revocar. ¡Ay, querida mamá, qué joven muero! Sin embargo, mi Dioá en el cielo sabe quiénes son los verdaderos crimi­nales. La política, dicen, ha salvado a Villamil. ¡Qué feliz él, querida mamá, en no ser de mi país!

' T . . . es el conductor de ésta y lleva el retrato mío que él mismo me mandó sacar; consérvelo eter­namente, y encomiende a Dios a su desgraciada hijo.

'Adiós para siempre, querida mamá.

MANUEL ANGUIANO'

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"Los costeños le hicieron un entierro solemne, pocas veces visto en Bogotá, y esto lastimó al ge­neral Santander, que lo creyó una censura.

"(El capitán Joaquín Anastasio Márquez, encar­gado por Anguiano de dar dirección a esta carta, la circuló impresa el mismo día en hojas sueltas.)

"VII "La muerte de Anguiano fue para el general

Sarda un golpe que acabó de abrumarlo; y agriado el ánimo, dio más ensanche a sus planes de reacción con más desconcierto y más culpabilidad que en la vez primera. Adoptando con sus íntimos confi­dentes nna cosa hoy desechándola mañana, pasó algún tiempo en proyectos intermitentes, que se traducían o que se suponían sin traslucirse, los que tenían en continua alarma al gobierno. El general Santander no salía a la calle sino con un guarda-espalda, de ruana y alpargate, que llevaba un tra­buco debajo de la ruana, dejando ver la boca ame­nazante; y lo desesperaba más el que ni los regis­tros de muchas casas, ni los premios de dinero que se ofrecían, servían para descubrir el paradero del hombre que suponía acechaba su vida; temor in­fundado, pues si bien es cierto que Sarda conspira­ba desatinadamente, nada, ni antes ni después, indicó que tuviese la mejor idea de ocurrir al ase­sinato, ni semejante ferocidad estaba en su carácter, por más que se haya pretendido lo contrario. Tan fuerte era ese temor en el general Santander, que de noche para ir a casa del señor Lino de Pombo, Secretario de lo Interior, o a la tertulia del señor Isidro Cordovez, lo hacía en medio de un cuadro formado por 16 o 20 soldados, y tomando otras precauciones.

"En este estado de sorda agitación, dice el ge­neral Santander, que tuvo el gobierno avisos de

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que se intentaba seducir la tropa, y en efecto el doctor Cleto Margallo había entrado en relaciones con el teniente del batallón número l^ Pedro Or­tiz, y el teniente de artillería Ignacio Torrente , y hécholes algunas indicaciones sobre el particular. ¿Cómo tuvieron principio esas relaciones? Lo pro­bable es que conocido el doctor Margallo por ami­go íntimo del general Sarda, y de los principales conspiradores del año anterior, y tratándose de descubrir el escondite del primero, se le armó un lazo en qué atraparlo, escogiéndose a los dos oficia­les mencionados para que hicieran proposiciones a Margallo, quien cayó en la trampa.

"Y digo que esto es lo probable, porque no es posible suponer que, por inadvertido que fuera Margallo, se aventurase a hacer semejantes invita­ciones a dos oficiales que debían serle sospechosos,, comprometiendo estúpidamente a su amigo y com­prometiéndose él mismo. Además, ésta fue la creen­cia entonces, y así se dijo generalmente.

"Sea de esto lo que fuere, se llegó al resultado que se buscaba, dirigida la trama por el mismo general Santander por medio de los dos oficiales mencionados, que con él se comunicaban diaria­mente y recibían sus instrucciones. Así se descubrió el lugar donde pudo haber sido aprehendido Sar-dá, para que notificada la sentencia de muerte, se ejecutase con las formalidades legales; pero acaso por el temor de que volviera a fugarse, se prefirió salir de él por otros medios, que proporcionaban las relaciones de Ortiz y Torrente con Margallo. Arreglado ya todo, el incauto Margallo condujo a los dos oficiales a la puerta de la casa adonde de­bían verse con Sarda, y él siguió a la esquina opues­ta como en observación. Detrás de ellos, a cierta distancia, les siguió una partida de oficiales del batallón número 1 " y otros, todos vestidos de pai-

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sanos. Esta partida se hallaba situada en el atrio de la iglesia del convento de La Candelaria, lo que Jorucha que la casa era conocida, pues estaba cerca­na al convento. Cuando hubieron entrado los dos oficiales, la partida se paró frente a la puerta, lo: que Margallo observó consternado, cuando ya no podía remediar los resultados de su imprudente confianza.

"Veamos ahora el desenlace del aleve drama. AI entrar Icjs dos oficiales. Sarda, que no los conocía, se sobrecogió y les dijo:

—"Supongo que son ustedes los amigos de que me ha hablado Margallo, y que como caballeros podremos entendernos.

—"Sí, mi general— contestaron ellos. "La conversación no fue larga: se redujo a pre­

guntas de Sarda y a promesas de los oficiales, ci­tándose para nueva conferencia en la que le ofre­cieron darle cuenta de los progresos que hicieran en obtener la cooperación de otros militares, para acordar el movimiento o prescindir de él, según el resultado que obtuviesen.

"Al despedirse hubo abrazos y protestas de leal­tad, y bajo el pretexto de no llamar la atención saliendo juntos, bajó Torrente hasta la puerta de la calle. Entonces Ortiz se preparó, y al salir volvió hacia Sarda y le dijo:

—"Mi general, se me había olvidado decirle una cosa.

—"¿Qué es, capitán Ortiz?— le contestó Sarda, acercándose con los brazos abiertos.

"Un pistoletazo disparado a quemarropa fue la respuesta de Ortiz, tendiendo atravesado el pecha de una bala traidora, al hombre que acababa de abrazar como amigo. La partida que había ocupada cl frente de la casa desde que Ortiz y Torrente entraron, al oír el tiro trató de forzar la puerta.

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pero a ese tiempo la abrió Torrente y todos entra­ron en tropel. Sarda estaba tendido en la pequeña pieza que ocupaba, exhalando dolorosos ayes; y entonces otro trabucazo lo acabó de matar, para que no penara. En el conflicto, Margallo huyó, lo siguieron, le hicieron fuego y le hirieron en un hombro.

"El general Santander, para justificar este hecho dice, en sus Apuntamientos: 'No hubo absoliua-mente más arbitrio que ejecutar la sentencia de muerte, en la misma pieza que servía de guarida a Sarda, porque de no hacerlo así, habría quedado impune, y las revoluciones no se habrían acabado.'

"Sobre el particular hay que considerar que, con­forme a las leyes, la sentencia debía ser ejecutada en público, de día y no de noche, y después de ha­berse administrado al reo los Santos Sacramentos; y más todavía, que la sentencia no había sido noti­ficada, y sin esta solemnidad no podía ejecutarse, de lo que resulta que no fue una sentencia lo que se ejecutó; fue otra cosa que dejo al lector calificar.

"El general Mosquera en su obra Examen críti­co, etc., dice:

'En 1833 si bien procedió (el general Santander) con la energía que era necesaria para sofocar la criminal revolución de julio, llevó las medidas al extremo: el año siguiente de 1834, estorbando que el Congreso diese un indulto, no evitó el escánda­lo de la muerte de Sarda, por dos oficiales a quie­nes él mismo indujo a este delito, etc.'

"La energía que elogia el general Mosquera fue la de fusilar bastantes hombres y mandar morir a Chagres muchos más; pero comete error en decir que esa energía era necesaria para sofocar la cons­piración que ya estaba sofocada, y no ha evitado

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otras conspiraciones liberales, ni la de 1861, la más criminal y la más funesta de todas.

"El general Santander, en sus esfuerzos por dis­culpar el hecho y para hacer frente a la indig-» nación general que causó, dice en sus Apunta^ mientos:

'El célebre criminalista Gutiérrez refiere en su Práctica Criminal, tomo 4*?, página 30, el caso de haber mandado el gobernador de la Sala de Alcal­des en 1650 ejecutar una sentencia de muerte del modo posible, aun dentro de la misma cárcel, por razones peculiares. En la página 309 refiere otro caso de un religioso, cuya pena capital la sufrió dentro de la prisión, y añade que por varias consi­deraciones y motivos prudentes que han concurri­do se ha mandado algunas veces ejecutar en secreto los reos de muerte. En el caso de Sarda no concu­rrieron otras consideraciones que las de la imperio­sa necesidad que no permitió proceder de otro modo'."

Lo precedente, aunque largo para un periódico, convenía presentarlo íntegro a las meditaciones del lector.

Puede allí haber algunas, o muchas, pinceladas de excesiva negrura; pero, en el fondo, todo es per­fectamente verídico.

(Cosas Viejas.—i de mayo de 1892.)

SANTANDERISTAS

Siempre hemos creído que no pocos de los males que sufrimos en nuestra penosa obra de reconstruc­ción después de la guerra de la Independencia, se debieron a la excesiva severidad, muy vecina de la injusticia, con que fue juzgado Bolívar por mu­chos compatriotas impacientes o ingratos, a causa de los abusos que no pudieron menos que cometer

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muchos de sus tenientes y talvez él mismo. El más visible de los males aludidos fue la división pro­funda que se verificó en las filas de los libertado­res. Con un poco de más cordura, nuestra historia no aparecería manchada con la nefanda tentativa, de parricidio del 25 de septiembre de 1828, que fue hija legítima de las apasionadas vociferaciones de los descontentos de la capital, que tan pronto olvidaron todo lo que debían al Padre de la Pa­tria. El glorioso vencedor de Ayacucho cayó des­pués en la montaña de Berruecos, víctima del mis­mo vértigo feroz que guió los desacertados pasos de los conspiradores del 25 de septiembre. ¿Se ha­bría, pues, arado en el mar?

(La Luz.—Bogotá, 29 de julio de 1886.)

SANTA TERESA

No es posible negar que en puntos que tocan a lo sobrenatural, existe siempre oposición del en­tendimiento a aceptarlos como ciertos. Pero hay cosas que no se explica la mente y que el corazón comprende bien según el concepto de Pascal; y en materias religiosas el sentimiento se confunde con la fe, que si bien no se rige en absoluto por los silogismos de la razón, no es completamente ciega como muchos creen. El exagerado criterio natura­lista podría llevar aun a la negación de todo lo que no fuera fácil de demostrar con un simple razonamiento matemático. Si a Juana de Arco, por ejemplo, se la despoja de su condición de ins-' pirada por una voz celestial, se la convierte en im­postora, y los que la siguieron a la victoria y de ésta se aprovecharon, merecen simplemente el nom­bre de locos o aventureros. Sin embargo, el sala hecho de ir a Ruán y visitar el sitio en que se le­vantó la pira que la consumió, despierta en el

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alma la idea de que algo superior, infinito e inven­cible, se mezcla en los destinos humanos. La me­moria de la famosa doncella de Orleans ha sopor­tado, además, la implacable prueba del tiempo. Al par que la Iglesia acaba de reparar su propia falta —hacerla perecer en terrible suplicio—, declarán­dola ahora Venerable, los franceses, creyentes e incrédulos, sancionan el título de libertadora de su patria, y casi la elevan a la categoría de semi­diosa.

Dése por aceptado que Santa Teresa jamás estu­vo en comunicación directa con Dios, ni recibió de El inspiración alguna, y entonces se le engran­dece inmensamente más, en el punto de vista pura­mente humano. Porque es realmente portentoso que una mujer joven y de suyo tímida, aparezca de repente transformándose en heroína, fuerte y va­lerosa, que desafía todos los peligros y desprecia todos los sufrimientos, en servicio de una labor a los ojos de los demás imposible. La pasmosa admi­ración crece de punto si se considera que en medio de todos sus afanes de resuelta reformadora, no llegó a olvidar ni los asuntos propios de su familia, ni siquiera los cuidados de la cocina. "De vista penetrante, astuta, didáctica, seria, casi prosaica" —dice Mrs. Graham—, apenas desciende a la tierra aparece en ella la mujer castellana para quien los conventos y las almas ocupan el lugar de loa huevos y los pollos. Completamente destituida de interés personal, cuenta su dinero y conduce sus negocios con una habilidad y un esmero de deta­lles enteramente temporales. Su sutil comprensión de los caracteres, tan intuitiva que muchos la to­maban por don de profecía, colocó una poderosa arma en sus manos. Usó de esta arma para el pro­greso de la Reforma. A veces se manifestaba llena de dulces halagos y tiernos elogios para con aque-

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líos cuya cooperación necesitaba; en cambio, habla­ba la verdad, sin miedo ni consideración a rango o poder, cuando su conciencia así se lo dictaba". Esta descripción de Mrs. Graham se complementa con recordar que si Santa Teresa se lamentaba, cuando monja joven, de lo largo de esta vida y suspiraba por salir de

"Esta cárcel y estos hierros En que está el alma metida",

en más avanzada edad, después de luchas y pena­lidades, deseaba, al contrario, vivir el tiempo que Diüs la necesitara para cumplir su misión aquí en la tierra.

Por lo demás, es digno de notarse que Santa Teresa, sin haber recibido completa educación literaria, pudiera escribir, rodeada de numerosas atenciones, espirituales y mundanas, obras en que campean sagacidad admirable y profunda sabidu­ría. Fue ella principalmente mujer de acción, lo cual no le impidió manejar la pluma con habilidad y tino. Desmintió con su ejemplo la creencia tan generalizada —a que se han inclinado pensadores como Carlyle, según escritores ingleses—, de que el temperamento de los hombres de acción es in­compatible con los trabajos literarios. Como todas las personas de genio, tenía sin duda la intuición de las cosas, y debido a sus facultades naturales adquirió un gran conocimiento del corazón huma­no; pero en sus actos y en sus escritos se descubre algo de lo que ella creía ser mandato de lo Alto. Excepcionales talentos, general instrucción y cono­cimiento del mundo —condiciones siempre nece­sarias en los grandes reformadores y gentes de man­do—, le facilitaron manejar de un modo adecuado los hombres y las cosas y poner en práctica su pen­samiento; a pesar de esto, sin su fe inquebrantable

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talvez no habría vencido los tremendos obstáculos que combatieron a un tiempo la salud de su cuer­po y la energía de su alma. Plantear un nuevo y sano régimen en donde existe uno antiguo y car­comido, significa siempre arrostrar sin flaqueza la oposición tenaz y calumnia de los unos, la resisten­cia e ingratitud de los otros. Santa Teresa supo, en servicio de Dios, vencer con brío las miserias humanas, y dejar páginas brillantes de alta ense­ñanza e imperecedera memoria. Con razón ha po­dido decirse de ella:

".\mor y genio juntos Andan con exaltado misticismo; Que el pensamiento de lo grande es uno, Y de la Santa de Avila se admira El canto a Dios en abrasada lira."

(Tomado de La Reforma Política en Colombia. Tomo vil. La Divina Doctrina.)

SECTARISMO

La vuelta de los conservadores al poder tampoco era motivo de deserción —motivo honroso ni pa­triótico decimos—, puesto que ellos son colombia­nos al igual de los liberales de todos los matices (si mal no estamos informados); y no puede con justicia considerarse liberal auténtico aquel que proclama la proscripción sistemática de numerosos miembros de la misma república, como si se trata­ra de sarracenos o berberiscos. La república que no es de todos es una gran mentira. Si habría erro­res que corregir en la administración e institucio­nes de Colombia, esos errores no desaparecían con relegarlos al olvido en brazos de una reconciliación política automática, con los responsables de ellos. Sobre bases de odio y exclusión brutal del contra­rio ningún partido se mantiene a la cabeza del go-

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bienio digna ni sólidamente. Vegeta como parásito del presupuesto desacreditándose cada día más, has­ta que alguna leve ráfaga oportuna lo lanza disper­so a los cuatro vientos a la manera de carcoma. Tal es lo que aquí ha sucedido y lo que debía suceder.

(£/ Pon'rn/r.—Cartagena, domingo 13 de octubre de 1889.)

SENTIDO DE LA HISTORIA

No puede ocultar la historia que hubo desgracia­das aberraciones en el largo ciclo de civilización que la tierra simboliza; pero fueron ellas como las manchas del sol, que no empañan el disco lu­minoso sino de manera de no impedir la difusión de sus vivificantes rayos.

En horas de patriótica agonía, Miguel Ángel, es­te poeta del mármol y de la piedra, que tenía cin­cel por plectro, dio relieve inmortal a las dolorosas angustias de su alma, esculpiendo al pie de una be­lla estatua adormida, con que ornamentó uno de los sepulcros de los Médicis, estas melancólicas palabras:

"Dulce es dormir, y más aún el ser piedra, entre tanto que duran la miseria y la infamia."

Pero los detalles de una grande época, aunque hagan padecer mucho a sus actores, poco significan en presencia del resultado fundamental, decisivo; porque así como el estudio de la marcha de los orbes siderales, el de las evoluciones de la historia no debe hacerse sino con instrumentos de larga vista.

La ley de amor y caridad, que es la garantía y el esplendor de la ley de justicia, prosigue su ascen­dente camino. La humanidad tiene también, como el planeta que habitamos, su capa interna de gra­nito, que es como la base de las otras; y ella se hará perceptible cuando todos reconozcamos y nos

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inclinemos ante esa ley suprema de conservación, progreso y armonía. La historia del hombre no es, en resumen, sino la historia del crecimiento del .sentido moral. Al pie de las murallas de Ilion, asilo de un culpable, se congregan los reyes de Grecia animados de un sentimiento de venganza, aunque projioniéndose al mismo tiempo la imposición de una merecida pena. En la cima del Gólgota expira Jesús, doce siglos después, pidiendo a Dios que per­done a sus enemigos. Lo primero es la justicia en su material forma. Lo segundo es el alma de la justicia, que sólo es perfecta cuando tiene por ins­piración la benevolencia.

(Discurso pronunciado en la Universidad Nacional con mo­tivo de la distribución de premios el dia ig de diciembre de 1880.)

SENTIMIENTOS RELIGIOSOS

"Creo que una parte de los progresos políticos de este país se debe a la dirección que han tenido los sentimientos religiosos. A falta del principio de autoridad, tan necesariamente débil en las demo­cracias, es indispensable buscar elementos de orden en los dominios de la moral."

(Crítica S'ocjfl/.-Nueva York, 1865.)

SELECCIÓN DEL CONGRESO

El sistema de elección de cada miembro de la Cámara popular por grupos de población de 50.000 almas, establecido por nuestra Constitución (Art. 99, la Cámara de Representantes se compondrá de tantos individuos cuantos correspondan a la po­blación de la república, a razón de uno por cad^ ciento cincuenta mil habitantes). Nos parece, teó­ricamente a lo menos, que facilita la representa-

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ción de todos los intereses y opiniones; pero n a debe perderse de vista que tanto para esto como* para todo lo demás que se refiere al movimiento político, lo esencial y seguro es como dijimos en 1873: "'que se forme atmósfera política, con buenos elementos, elementos puros y vigorosos", a fin de que la conciencia tenga efectiva preponderancia en aquel movimiento, que está expuesto de ordina­rio a la influencia de pasiones nocivas. No es la pena legal la que contiene el abuso en materia de elecciones. La moralidad íntima es el eficaz freno. En otros tiempos nosotros pensábamos que la es­cuela laica, el ferrocarril, el telégrafo, la prensa irresponsable, etc., eran los agentes principales de moralidad en la vida pública; pero hoy, después de larga y desastrosa experiencia, hemos perdido toda la fe en las combinaciones en que no preva­lece la educación netamente religiosa. Nada se lo­gra en la dirección de los actos humanos si ellos no proceden de convicciones abstractas, indepen­dientes del interés transitorio que tanto perturba y extravía.

(El Porvenir.—Cartagena, domingo 26 de octubre de i8go.)

SISTEMA D E M O C R Á T I C O

La verdad es que aun el quijotismo español —que tiene sin duda mucha es té t ica^ , ha venido a ser mal elemento práctico en estas repúblicas des­de que en ellas se proclamó y adoptó, como la per­fección definitiva, el sistema democrático en segui­da de haberse realizado la independencia.

Vino ese sistema en alas de las ideas francesas del últ imo siglo, esto es, con aquellas exageraciones de tan extraordinaria época de hipérboles políti­cas tan admirablemente justiciadas por Taine . Considerábase, según aquellas ideas, la democracia

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no como una etapa en el desarrollo general de la humanidad, sino como el último término de ese desarrollo. Llegado a ese punto un pueblo, su larga peregrinación ha concluido, y suceda lo que suce­diere después en materia de progreso, continuará eternamente en estado democrático, porque el es­píritu humano no puede comprender en los domi­nios de la moral y de la política ninguna forma más perfecta de la justicia, ni más aproximada a la verdad absoluta. Considerábase también, pues, que i-o sólo es la democracia el coronamiento de las ins­tituciones políticas, sino una especie de sol que im­pediría la corrupción futura de dichas institucio­nes. Ni decadencia ni barbarie afligirían a los pueblos; ni serían éstos afectados por aquellos vi­cios que minan a las instituciones mejores cuando duran demasiado; de suerte que por una virtud conservadora inherente a la democracia, los pueblos no tendrían más sino tener la prolongación de este último período de la raza humana. . .

Con esas quiméricas reflexiones fuimos inocula­dos políticamente los hispanoamericanos cuando comenzamos a vivir como pueblos soberanos, des­pués de tres siglos de régimen colonial.

Francia soportó la temeraria prueba porque te­nía en su historia fuertes elementos de resistencia; pero nuestro sistema democrático ensoberbeció a las turbas, y el noble quijotismo heredado de la metrópoli degeneró en anarquía alternada con des­potismo de caudillos de machete, que han tenida la misión de establecer de vez en cuando una espe­cie de histérico orden preparatorio de nuevo y más profundo desgreño.

Y lo peor es que la infatuación estúpida ha cre­cido con los descalabros; y así como el célebre Doc­tor Sangredo del Gil Blas recetaba nuevas sangrías al exangüe enfermo, los doctores del radicalismo

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ho encuentran para las desgracias públicas y el creciente descrédito otro remedio que la ausencia de autoridad.

Colombia ha entrado por fin en camino de ra­zón, después de medio siglo de fratricida guerra que casi nos salvajizó; ¡pero ya vemos que causa a muchos dolor patriótico esta vida política en q u e se trata de poner término al reinado del crimen, y de abrir horizontes a las sanas esperanzas de los buenos!

(Tomado de La Reforma PoUtica en Colombia, Tomo vii. Un Libro sobre estas Repúblicas.)

S O B E R A N Í A COLECTIVA

Sería muy doloroso suponer que todos los sacrifi­cios de la Conquista y de la Independencia resul­ten, al cabo, estériles para la civilización. ¿Se ha­brá empeñado el Nuevo Mundo, con tenacidad tan grande, en el establecimiento de la República, sólo para hacer que caiga en descrédito, y hasta en ri­dículo, este sistema que aspira a garantizar los dere­chos inmanentes de cada uno?

Tenemos muy variadas Constituciones escritas en Hispanoamérica; pero en todas se proclaman —teóricamente a lo menos— estos dos principios: la personalidad humana y la soberanía colectiva; y el nombre República fue escrito hasta en la Cons­titución del Doctor Francia, el sombrío dictador del Paraguay.

La Edad Media europea —que es la misma edad feudal— fue un progreso político a pesar de tantos horrores; a la manera que la esclavitud, cuando se inventó para librar de la muerte a los prisioneros de guerra fue u n filantrópico correctivo. El cas­tillo almenado se volvió centro de afecciones do­mésticas, y el fecundo elemento de la diversidad so-

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cial se introdujo sistemáticamente en el vasto cauce de la historia. Spencer lo ha demostrado: ""el pro­greso conduce de lo homogéneo a lo heterogéneo."

(El Porycíi/r.—Cartagena, 27 de enero de 1884.)

SOCIALISMO

Los recientes lastimosos sucesos ocurridos en Bo­gotá nos hacen claramente comprender que el flagelo socialista —para darle el técnico nombre— reside también entre nosotros, aunque no haya en Colombia ni monopolios, ni privilegios, ni mayo­razgos, ni manos muertas, ni esclavitud, ni aristo­cracia, ni bolsa. . ., ninguna forma, en fin, de ori­gen de miseria jsrocedente de tradición secular o de instituciones escritas.

No hay tampoco esas grandes manufacturas o empresas de minas que someten a régimen de vida peor que la servidumbre a centenares de obreros. Ni tenemos problemas de horas de trabajo con sus accesorios. La caza es libre, la pesca es libre. No hay servicio militar obligatorio. Las contribuciones son llevaderas. Tierras baldías se regalan a quienes quieran cultivarlas. . .

Más aún, todos los colombianos son llamados sin distinción de raza, ni de nacimiento, a los puestos públicos; y hombres de todas las razas que pueblan a Colombia han ocupado sus más altas magistra­turas.

Los establecimientos oficiales de educación están de par en par abiertos a cuantos quieran allí habi­litarse para alguna profesión o carrera provechosa.

Gobierno más paternal que el del señor Caro no lo ha habido, ni lo hay, ni lo habrá en parte alguna.

¿Por qué, pues, ha prendido en Colombia la ve­nenosa planta del socialismo anárquico que tanto

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viene medrando en las viejas estructuras políticas de Europa?

No es obra del hambre, ni de la exclusión injus­ta, ni de la opresión en ningún aspecto apreciable. En los Estados Unidos —donde también ha prin­cipiado a florecer— hay siquiera monopolios co­merciales, sindicatos absorbentes, millonarios que el juego de bolsa,' u otras combinaciones equí­vocas, pueden engendrar, por el estilo de Jay Gould, por ejemplo; pero en Colombia todavía no se han desarrollado escandalosamente tenden­cias semejantes, que la opinión combate siempre. Hay ricos y pobres relativamente hablando, como los ha habido, y los habrá en todas partes hasta la consumación de los siglos, pues no existe ni existi­rá jam.is eficaz medio de nivelar las situaciones personales, que son inevitablemente movibles.

Tenemos que recordar de nuevo el l ibro clásico de M. Leroy-Beaulieu, Papado, Socialismo y De­mocracia, pues que hay allí apreciaciones magistra­les de aplicación universal, especialmente para los países católicos, aunque el libro haya sido escrito para Francia. Se sabe la manera desdeñosa con que en las altas esferas políticas se vieron los actos ex­plícitos y expresivos del Papa a favor de aquella república, actos verdaderamente heroicos, si así nos permitimos decirlo, pues que el Padre Santo podía comprometer en aquel trance delicado sus tradicionales relaciones con el partido de las creen­cias inmutables. El desdén fue inurbano en dema­sía, y decimos poco porque fue grosero. Respondió­se sin demora con hacer suprimir la cruz de la cú­pula del Panteón, y dar cumplimiento a la ley sobre las asociaciones en términos vejatorios para el clero católico. El ilustre economista ve el porvenir te­nebroso y cuajado de problemas; pero llega a al-gimas hipotéticas conclusiones. En su concepto,

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Francia está perdida, a menos que la democracia vuelva los ojos a la Iglesia, o la Iglesia logre evan­gelizar nuevamente a la democracia. La sociedad no puede existir sin un principio moral, y este principio moral se ha evaporado con el sentimiento religioso en los pueblos modernos, dejando hondo vacío que sólo podrá llenar un Cristianismo prác­tico. Si en toda Europa el vacío no se colma, ella puede ser avasallada y barbarizada por nuevos Afi­las. La horda de anarquistas hambrientos de goces brutales, ignorantes, desenfrenados, buscando un Paraíso Terrenal que ni la religión, ni la ciencia, ni gobiernos, ni partidos podrá procurarle, rom­perá valladares y diques en su furioso desencanto, y la civilización latino-germánica, como la greco-romana de Atenas y Alejandría, caerá en oprobioso eclipse. M. Leroy-Beaulieu puede ser que acentúe la nota pesimista, pero aguijado por la imaginación la subordina seguramente al razonamiento cientí­fico. Sin duda es su criterio el de un católico, pero también el de un filósofo que contempla y analiza con suficiente frialdad el curso de las cosas. Ingla­terra cuenta felizmente con el sentimiento cristia­no de su chusma, sentimiento que sobrevive y cre­ce. En Francia esa misma chusma no sólo no es cris­tiana en sus adentros sino que profesa odio al Cris­tianismo, no obstante ser la obra del descamisado Jesús.

La horda cuya polvareda precursora comienza a columbrarse a lo lejos desprovista de fe, lo será —lo es ya— también de todo lo que no sea apeti­tos y pasiones feroces. A este amenazador elementa se dirige el Padre Santo con la esperanza de rege­nerarlo y renovar así las antiguas glorias civiles del Papado. Parece, pues, que, a pesar de todo, mien­tras menos poder visible se deja al sucesor de Pedro, más se agranda su influencia efectiva en el vasto

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dominio moral. El prisionero del Vaticano quisie­ra hacer del mismo amenazador elemento base de salvación común, separándose de alianzas sospecho­sas con los gremios y clases que en Europa pueden ser tildados y denunciados como, en mucha parte, responsables de la desigualdad excesiva, fruto no de la ley natural, sino de leyes humanas imprevi­soras e injustas. No se presta ya el Papa fácilmen­te a ser la policía del potentado empedernido tam­bién, nada escucha de lo que pudiera regenerarlo. En la Francia democrática pudiera decirse que el Evangelio es letra muerta como si nunca se hubie­ra traducido a lengua común.

La ola revolucionaria —incesante en su labor— ha causado al fin el tremendo estrago. Fuerzas ^sa­nas existen sin duda; pero cada día se observa que las otras preponderan, a lo menos en los decisivos trances, en la marcha ostensible de las cosas. Indi­cios de reacción benéfica asoman; pero talvez sean demasiado lentos.

A Colombia alcanzó también la inundación re­volucionaria, pues ella ha vivido más del ejemplo de Francia tjue de ningún otro país del mundo, España inclusive. Hemos tenido un 93, con formas atenuadas porque la atmósfera social y los distintos precedentes históricos así lo exigían. No ha habido guillotina en permanencia; pero sí guerra civil permanente.

Se proclamaron Derechos del Hombre , o sea li­bertades individuales absolutas, que excluyen de­beres correlativos.

Entre esas libertades absolutas tenía, como es demasiado sabido, lugar prominente el ariete tre­mendo de la prensa. . .

Luego se implantó el sistema de elecciones con­tinuas, sin que hubiesen Pericles ni Demóstenes

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que pudieran desde la tribuna encauzar el to­rrente. . .

La proclamación de Los Derechos del Hombre en Francia, cuando esto se hizo, obedeció probable­mente a cierta lógica del movimiento político y social, y otro tanto podríamos decir de la reproduc­ción de aquel acto revolucionario en la época en que la hizo Nariño entre nosotros, cuando el régi­men colonial pesaba con yugo férreo sobre los pueblos del \'in-einato, pero nuestra era de jaco­binismo, a que queremos aludir, no se explicaba o atenuaba por ominosos precedentes. En Francia estos precedentes eran el absolutismo cesáreo que se inauguró en el Renacimiento, y vino en desarro­llo hasta inspirar a Luis xiv sus conocidas arrogan­tes palabras: "El Estado soy yo." "Quod principi placuit, logis habet vigorem." Un sano escritor in­glés dice: ""La Revolución Francesa fue una protes­ta de los naturales e imprescriptibles derechos del hombre.. ." "'La vieja creencia de que la riqueza era más bien causa ele deberes que de soberbia se había debilitado, y los poderosos hacían de ella alardes como si su posición fuera incondicional..."

Nuestro jacobinismo principió gratuitamente, fue imitación trasnochada, y ninguna compensa­ción ha venido a justificarlo siquiera parcialmente. El espíritu anárquico caló hasta la medula de nues­tros huesos, y cada esfuerzo de redención ha encon­trado con obstáculos parecidos a montañas abrup­tas. Uno de esos obstáculos desgraciadamente ha sido, y aún es, el candor de muchas gentes que pei­nan ya canas y fueron, más de una vez, víctimas del desorden sistemático.

Pero la causa mayor de la desmoralización que se ha ostentado en la capital durante los infaustos' días del 15 al 17 de enero, ha sido la propaganda antirreligiosa, propaganda que principió con la ex-

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elusión del nombre de Dios de la misma Constitu­ción de la república. Está exclusión apareció en la de Rionegro —1863—, que es la que más pudo dmar en la apariencia a lo menos, porque en ella, reputada infalible, se pusieron trabas casi infran­queables a cualquiera reforma.

La propaganda no se detuvo en esta omisión, si­no que tomó cuerpo efectivo y directo en las leyes •—sobre todo en las de instrucción pública—, y pasiones y apetitos quedaron campeando a sus an­chas sin el menor contrapeso, ni de autoridad tem­poral, sustancialmente abolida, ni de sanción reli­giosa.

Se fundó la estructura nacional íntegra sobre des­nuda base de utilidad perecedera, a estilo de ma­quinaria destinada únicamente a cosas materiales; no de ningún modo como organización ética que toma su savia de los eternos, inajenables principios de justicia, que sólo la religión afianza y consolida, como lo demuestra el grande ejemplo de Inglate­rra, donde la próspera estabilidad, semejante a los caminos que andan de Pascal, avanza cada día a la par del Cristianismo que se convierte, cada día tam­bién, en Catolicismo, forma definitiva de aquél.

Escenas oprobiosas como las que nos ocupan han sido por tanto perfectamente lógicas, pues son obra necesaria del caudaloso torrente desequilibrado a que no se ha puesto límite. Estamos seguros de que los artesanos serios de Bogotá ninguna parte toma­ron en el desborde, porque esos artesanos son cre­yentes. Respecto de la ignara muchedumbre carga­da de apetitos y malas pasiones, y falta al propio tiempo de fe y esperanzas en lo invisible, lo que debe sorprendernos es que no haya ocurrido antes tal desborde, y que en el reciente escándalo no se hubieran causado males infinitamente mayores. "De la naturaleza de una cosa nada se sabe míen-

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tra no vemos el resultado" —dijo Aristóteles—. "Por sus frutos los conoceréis", dice el Evangelio. El régimen de la anarquía organizada está ya juz­gado; y la Regeneración solemnemente afirmada. El dilema es perseverar en ella y desarrollarla, o prepararnos para social catástrofe. Que piensan más, a su vez, los que se han impuesto la ingrata ta­rea de difamar lo que existe, porque no ofrece, ni ofrecer puede en poco tiempo, la perfección; ni puede extirpar la codicia, purificar los corazones, cambiar en pocas horas el virus arraigado, en elixir de vida.

No con cólera, sino con lástima, nos informamos de los detalles de los infaustos sucesos. Aprobamos cuanta severidad hayan empleado los responsables del orden social —¡responsabilidad tremenda C ineludible!—, pero así como los antiguos bárbaros no cayeron con éxito sobre el Imperio Romano, sino por la decadencia moral de éste, que comenza­ba a remediar el incipiente Cristianismo, los bárba­ros modernos —según los llama M. Leroy-Beau­lieu— no serán enfrentados eficazmente sólo con el castigo corporal y cerco de bayonetas. A la torpe­za de las capas inferiores hay que oponer principal­mente la caridad de los que están en la cúspide. La caridad amplia, grandiosa, que no sólo conforta, sino que ilumina. ¡No la simple limosna ocasional, ni el favor intermitente matizado de soberbia, sino la avasalladora, la irresistible, la religiosa caridad del ejemplo!

La codicia de arriba puede no justificar, pero sí explica muchas de las tempestades de abajo.

(Tomado de La Reforma Política en Colombia. Tomo vi. La Causa de las Causas.)

DicaoNARio POLÍTICO .*{l)7

SOCIOLOGÍA

La sociología, por mucho tiempo ignorada, debe ser el primer curso de la educación política, porque ella define, demuestra y explica las leyes predomi­nantes del movimiento social; leyes anteriores y superiores a las que dictan las asambleas y los go­biernos. Cuando Montesquieu dijo: "las leyes son las relaciones necesarias que se derivan de la mis­ma naturaleza de las cosas", expresó, sin pretender­lo talvez, una gran verdad sociológica. Podría aún agregar que todo el espíritu de la sociología se en­cuentra contenido en esas precisas palabras. La fal­ta de ese estudio ha sido motivo de enormes y tras­cendentales errores en todo el mundo civilizado, porque los legisladores, los gobiernos y los pueblos han vivido en la peligrosa ilusión de creer que por medio de leyes era posible todo; y con frecuencia han emprendido temerarias y desastrosas luchas con la corriente natural, que es más poderosa que los hombres, ordinariamente. Los edictos y la espada de Justiniano dieron, en cierta medida, el golpe de gracia al paganismo; pero sólo en apariencia, porque éste se hallaba ya en realidad vencido por la inmortal revolución cristiana, que fue como el coronamiento de la obra entrevista por los pensa­dores, santificada y consolidada irrevocablemente por el Divino Jesús.

La sociología explica la existencia de institucio­nes que, a distancia, se nos representan casi como crímenes. Sus lecciones nos permiten comprender, por ejemplo, la necesidad de la esclavitud en los tiempos en que Aristóteles consideraba el trabajcX industrial como una ignominia. Ella suavizó la suerte de los prisioneros, salvándoles la vida; mien-i tras que sin ella la producción de valores, que nos, ha libertado progresivamente de la miseria, habría

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sido demasiado lenta e incompleta; porque los ca­balleros o patricios, y sus vasallos o partidarios, te­nían excesiva ocupación en el ejercicio de la guerra y otros nobles empleos. "Si la mecánica llega a una perfección que no podemos imaginar, dijo el mis­mo Aristóteles, la esclavitud será innecesaria." La mecánica se ha perfeccionado, y en efecto la escla­vitud ha ido desapareciendo al propio tiempo.

La sociología es por eso elocuente maestra de la tolerancia, que es nuestra gran necesidad política^ porque ella, para todo resumirlo, justifica y admite todas las opiniones, comprende y aplaude todas las tendencias, aun las más contradictorias, y rebaja el orgullo de los estadistas que más grandes descue­llan, a las simjales y justas proporciones de hábiles, pacientes y concienzudos intérpretes, por no decir instrumentos, que ellos nunca podrían, no digo in­ventar, pero ni modificar sustancialmente siquiera.

(Discurso pronunciado en la Universidad Nacional con motivo de la distribución de premios el día 19 de diciembre de 1880.)

SOFISTAS

Los sofistas no fueron a la verdad sino los repre­sentantes del variable espíritu y querer del público ateniense en aquellos tiempos. Ellos con exactitud midieron el calibre del carácter ateniense, y convi­niendo ese carácter a sus propósitos, se esforzaban en afirmarlo. Observaion que los atenienses eran apasionados por la novelería, el sentimentalismo, el chiste, la animación de toda especie, y se dieron a justificar aquella índole a los ojos de los mismos atenienses, y a estimularlos en su gusto por cam­bios, pequeños detalles, peligrosos experimentos políticos y nuevas sensaciones de toda especie, in­ventando al efecto las más ingeniosas excusas.

DICCIONARIO POLÍIICO 309

Heráclito había enseñado que el cambio perpe­tuo era la ley externa del mundo, y los sofistas re­solvieron que perpetuo cambio fuera la ley del carácter y de las cosas exteriores de Atenas. . .

En suma, dice un comentador: "Aquella exqui­sita flexibilidad del lenguaje y genio griegos fue el más perfecto medio de inculcar el universal escepti­cismo que remueve cualquier obstáculo opuesto a la corriente del popular capricho y a nuevos exci­tantes."

Hacemos estas citas, de más autorizados observa­dores, con objeto de insinuar o demostrar que aun­que en nada nos parecemos a los atenienses respecto de monumentos de arquitectura o estatuaria, subli­me poesía, oratoria, legislación, etc., sí merecemos la comparación porque hemos tenido, y aún tene­mos, el peligroso gremio de los sofistas con idioma análogo (aunque no griego), en que lo bueno y lo malo se confunden de tal suerte que el criterio de los candidos es con fiecuencia víctima de las más monstruosas equivocaciones. Principios humanita­rios, por ejemplo, resultan ser crónica guerra fratri­cida; libertad, oligarquía; sufragio universal, elec­ción hecha por los escrutadores de ese sufragio; república, en fin, la explotación de parte de unos pocos.

(Tomado de La Reforma Política en Colombia, Tomo vi. Estas Repúblicas.)

SUBREALISMO

El materialismo no ha logrado destruir el espiri­tual aspecto de la humana vida, y el realismo tam­poco ha tenido éxito decisivo en su empeño brutal de vulgarizar y enlodar las competencias del arte. El soplo cristiano sopla con su estética sublime y se lleva de calles, relegando a oprobioso muladar.

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todo cuanto se intenta para empobrecer letras y artes en obsequio de momentáneas sensaciones y rá­pido expendio de libros que la vil multitud de víctimas del hastío solicita. Ninguna pintura ha tenido la sólida popularidad que el Ángelus, de Millet, o el Jesús ante Pilatos, de Munckasy.

(Tomado de La Reforma Política en Colombia. Tomo vi. Gran Bretaña.—Tennyson.)

SUFRAGIO AUTENTICO

Tratemos de emancipar el sufragio de la tutela gubernativa que lo desvirtúa, desvirtuándose ella misma, lo cual ha sido demostrado por una dolo-rosa experiencia; y procuremos que se robustezca en la iniciativa individual, de manera que la expre­sión de las urnas sea el producto auténtico del sen­timiento público, y no la obra del artificio, de la corrupción, de la violencia o del fraude, con más o menos veladas formas.

Difícil tarea es ésta, ciertamente. Todo cambio de manera de ser lo es en la generalidad de los ca­sos, porque el hábito es una segunda naturaleza, como se dice con mucha propiedad comúnmente; y en materias como estas a que nos referimos, el hábito implica también intereses creados a su som­bra, e intereses de todo género, porque los dominios de la política lo comprenden todo: honor, subsis­tencia, ambición, amor propio, orgullo, vanidad y hasta celos.

(El Poroenir.—Cartagena, 6 de noviembre de 1878.)

SUFRAGIO UNIVERSAL

"¿Queréis tener un ejército bien organizado? —dice Spengler en sus ensayos políticos—. ¿Que­réis gozar de los servicios de salubridad, educación

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y beneficencia bien administrados? ¿Tenéis por ideal una sociedad dirigida por corporaciones de funcionarios activos? Pues entonces estableced ese sistema de centralización completa que se denomi­na despotismo."

En los países nuevos, donde los elementos de la representación nacional son embrionarios, donde la educación política está aún por hacer, donde la instrucción escolar es casi nula, donde, en territo­rios inmensos, una población diseminada aspira vagamente a un bienestar que no sabe definir, ¿qué papel puede desempeñar el sufragio univer­sal? Aun en los países históricamente parlamenta­rios, el sufragio universal no pasa de ser un arti­ficio político.

(Tomado de La Reforma Política en Colombia. Tomo vi. La Lección de México.)