Samaranch

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Samaranch: La presidencia eficaz Juan Antonio Samaranch accedió a la cima del deporte mundial hace treinta y un años, y permaneció allí durante los veinte siguientes, los que separan los Juegos Olímpicos de Moscú en 1980 a Sydney en el 2000. Este largo mandato al frente del Comité Olímpico Internacional (COI) le permitió preparar y presidir los Juegos de Los Ángeles (84), Seúl (88), Barcelona (92), Atlanta (96) y Sydney (2000). También le permitió cambiar el triste sino al que parecía abocado el Comité, tras los sangrientos juegos de México 68 y Munich 72 o los boicoteados de Montreal en el 76 o de Moscú en 1980. La capacidad diplomática, su pragmatismo y la eficaz venta del producto olímpico han marcado la inflexión del deporte mundial, bajo el liderazgo de este catalán universal. Samaranch, siendo embajador español, del Gobierno centrista de Adolfo Suárez, en la capital de la URSS, presentó su candidatura a la presidencia del mal herido COI, en unas elecciones que habrían de celebrarse en su Moscú de residencia, al comienzo de los Juegos que la capital rusa había obtenido seis años antes en pugna con la norteamericana de Los Ángeles. Carter, apoyado incondicionalmente por el congreso y el senado, además de por Alemania y el Reino Unido, lideró una postura pro boicot, alegando que la participación olímpica en Moscú sería mundialmente interpretada como un apoyo a la política de la URSS, que en 1979 había invadido Afganistán. El deshielo iniciado por Nixon se topaba con una distinta y férrea postura del bloque occidental. Brezhnev, por su parte, no estaba dispuesto a ser batido en inflexibilidad. Los buenos oficios del presidente del COI, Killanin, no fueron suficientes, no ya para retirar los tanques de Kabul, sino para obtener una declaración de “voluntad de distensión” entre ambas partes. El mundo se dividió, pero no en dos, sino en tres. La tercera opción la representaron aquellos países, entre los que estuvo España, que optaron por una declaración política de apoyo al bloque occidental, condenando la invasión, pero concediendo libertad de actuación a sus comités olímpicos nacionales, para que participasen bajo la bandera y el himno olímpicos, escenificando así una postura un tanto cínica, ya que en la mayor parte de los casos estas participaciones, por la tercera vía, estaban totalmente sufragadas por estados que condenaban la política exterior soviética. Especialmente complicada fue la postura de Juan Antonio Samaranch, candidato a sustituir a lord Killanin. El gobierno de Suárez se había unido al boicot y el Comité Olímpico Español, presidido por Hermida, había decidido participar bajo los emblemas olímpicos. La postura no favorecía las aspiraciones de Samaranch que contaba, a priori, con el apoyo del bloque comunista. Por si fuera poco, el ministro de asuntos exteriores, Marcelino Oreja, prohibió a los miembros de la embajada española acudir a cualquier acto olímpico.

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Samaranch se vio obligado a solicitar unos días de vacaciones para poder asistir a su propia elección, lo que finalmente consiguió, con cierto riesgo para sus relaciones con el ministerio del Sr. Oreja. La ausencia de Estados Unidos, Alemania, Japón y otros cincuenta y cinco países, constituyeron, sin duda, la negativa y principal característica de Moscú 80. Pero Moscú no habría de poner el punto final a la negra época que comenzó en México. Los siguientes Juegos, estos sí, adjudicados a Los Ángeles, estaban desde cuatro años antes amenazados de una represalia comunista, cuestión ésta que, si bien ningún país había expresado, medio mundo vaticinaba. La URSS comunicó su postura de no acudir a los Juegos con dos meses de antelación, sin, casi, posibilidades de maniobra para el C.O.I. El boicot soviético consiguió la inmediata adhesión de todos los países de la órbita comunista, incluido Afganistán y con la excepción de Rumania. Lo curioso de este boicot fue la ausencia de argumentación oficial: la falta de garantías para la seguridad de los atletas, la invasión de la isla caribeña de Granada, el despliegue de misiles por parte del gobierno Reagan y algunos otros motivos fueron aducidos en algunos momentos, pero el propio Samaranch afirmó en ocasiones, que la principal razón fue el visceral antiamericanismo de Andrey Gromiko, dueño de la política exterior de la URSS, con un viejo y enfermo Chernenko al frente del Kremlin. La razón o la sinrazón no era más que devolver el golpe de Moscú 80. Samaranch afrontaba sus primeros Juegos Olímpicos boicoteado por el bloque comunista, el mismo que le apoyó, de forma decisiva, en su acceso ala presidencia. Para acoger la celebración de la XXIV Olimpiada, Seúl había ganado a Nagoya en la decisión tomada por el C.O.I. en 1981. Así, a Los Ángeles 84 le sucedería Seúl 88. Los precedentes boicots, más el derribo de un avión surcoreano por el ejército soviético en 1983, no hacían presagiar el posterior éxito de Seúl. Conceder la organización olímpica a una de las partes de una nación dividida fue una decisión muy arriesgada. El C.O.I., y Samaranch, deberían afrontar un ingente trabajo diplomático con el fin de normalizar la deteriorada situación del olimpismo. Corea del Sur organizó, finalmente, unos Juegos que superaron matanzas, secuestros y boicots. La aceptación de Corea del Norte a que todos los deportes se celebrasen en Seúl, ante su incapacidad económica para asumir el reto organizativo lanzado por el C.O.I., inclinó hacia el lado de la participación a la URSS y a Cuba. También fue decisiva la postura de Honecker, quien desde mucho antes de los Juegos se había pronunciado en favor de la participación de la D.D.R. con independencia de la decisión soviética. Seúl sucedió, en la normalidad, a los Juegos de Tokio (84), y ponía a Barcelona, su continuadora, en el camino del éxito. En Seúl el C.O.I. cerraba el capítulo del profesionalismo-amateurismo, el tenis había vuelto a la escena olímpica con Mecir, Graft, Sabatini, Casal o Sánchez Vicario, y se adentraba en el complejo e incierto periodo del dopaje, los análisis y las

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descalificaciones. La gran “bomba” de los Juegos fue la descalificación, por consumo de estanozolol, del meteórico Ben Johnson, que había ganado los 100 metros lisos. Dos años antes de los Juegos de Seúl, en Lausana, el 17 de octubre, el presidente Samaranch anunció la designación de Barcelona para organizar los Juegos de la XXV Olimpiada. Así pues, tras Seúl, la mirada olímpica mundial iba a recaer sobre Barcelona. El gobierno local de la ciudad, socialista, igual que el presidido, en el estado, por Felipe González, debía abordar la tarea de organizar unos Juegos Olímpicos, con la colaboración de los nacionalistas catalanes de Convergencia i Unió (C.I.U.), que gobernaban la comunidad autónoma catalana. Pero, ahora y en este caso, Barcelona no corría el riesgo de Montreal, donde el gobierno de Pierre Trudeau, nunca estuvo apoyando a los francófonos organizadores, más bien al contrario. Desde antes de la designación oficial, Barcelona 92 supuso un objetivo de estado, en apoyo de los gobiernos autonómico de Puyol y local de Maragall. Los Juegos del 92 supusieron el tercer punto y aparte en la mejor historia olímpica: Estocolmo 1912, los Juegos empiezan a ser un auténtico evento internacional; Helsinki 1952, el mundo tras la II guerra mundial se une en torno al deporte; Barcelona 92, el olimpismo se corona como primer centro mundial de confluencia de países e intereses. Barcelona vio competir a Alemania sin apellidos, al equipo unificado despidiendo en paz a la URSS, a Sudáfrica olvidando el “apartheid”, deportivo al menos. Croacia, Bosnia y Eslovenia debutaban como olímpicas, sin que la Yugoslavia de servios y montenegrinos pusiese pegas insuperables. Barcelona 92 fue un cuento de hadas cantado por Montserrat Caballé y Freddy Mercury. Fue, además, el sueño realizado del barcelonés Samaranch. La selección N.B.A. que represento al basket norteamericano, certificó el paso a mejor vida de los anacronismos “Amateurs” de Lord Killanin, y supuso el espaldarazo al pragmatismo del presidente catalán. Después del 92 a Atlanta le tocaba organizar los cuartos Juegos norteamericanos. Atlanta había desbancado, no sin polémica, a Atenas, que aspiraba a organizar los Juegos del centenario, 1896-1996, pero ese simbolismo quedaba supeditado a la viabilidad económica del proyecto. Para el C.O.I. los Juegos de los “100 años después” los debía abordar la capital sureña: La “Coca Cola” y U.S.A. ganaban la partida a una Atenas que, ya de antemano, estaba convencida que sólo su nombre y significación no iban a alterar el cambio de criterio de un Comité pegado, como su presidente, a la situación económica mundial. Las instalaciones, adecuadas al periodo olímpico y a su posterior utilización, dieron una nueva dimensión a la infraestructura olímpica. Desde Atlanta es evidente que no se adjudican los Juegos a una estructura-infraestructura, sino que éstas habrán de acondicionarse a una adjudicación, si se produjese.

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En este sentido Atlanta sentó cátedra, en otros muchos pasará desapercibida para la historia olímpica. En la ceremonia de clausura y ante el vicepresidente Gore, Clinton apareció muy poco por los Juegos, Samaranch que calificó a la celebración de “most excepcional”, daba el relevo a la ciudad de Sydney, elegida en su día para organizar los Juegos de la XXVII Olimpiada. De Barcelona, los Juegos Olímpicos salieron marcados con la necesidad de enfrentarse a una nueva realidad: el espectáculo soportaba el colosal montaje y en consecuencia habría de venderse a todo el universo. En 1992, por primera vez, el número de periodistas igualó, en torno a los 10.000, al de competidores. En el plano de la venta de imagen y de ciudad, Sydney estuvo en las claves que marcó ocho años antes Barcelona. Sydney, cuyos Juegos fueron clausurados por Samaranch con el protocolario calificativo, que negó a Atlanta, de “los mejores de todos los tiempos”, ponía fin a la celebración de la XXVII Olimpiada y a su largo mandato al frente del C.O.I. Periodo de “el eficaz equilibrio diplomático”, la adaptación a los tiempos” y “la rentabilización económica del producto”. Samaranch, aún sin poder evitar el boicot del bloque soviético a los Juegos del 84, acabó con la manipulación de los Juegos, que se habían convertido en el escenario ideal donde mostrar desencuentros, tensiones e injusticias internacionales La adaptación, con absoluta normalidad, a la progresiva profesionalización, constituyó un logro. Las posiciones fundamentalistas de sus predecesores Brundage y Killanin estaban amenazando a los Juegos, tanto como los propios plantes internacionales. En cuanto a la venta del deporte, como gran espectáculo y soporte de los Juegos, constituye, no sólo un signo de adaptación a la cultura de la imagen, sino una fórmula válida para privatizar los Juegos Olímpicos que, cada vez menos dependientes de las administraciones, se han transformado en un valioso recurso de las mismas para la venta de la imagen de país o ciudad. En Sydney, a Juan Antonio Samaranch le sustituyó el belga Jacques Rogge, octavo presidente del C.O.I.. . Los conflictos para Rogge serán otros, los del 1980 ya no existen. Samaranch no ha pasado en balde. Luis V. Solar Cubillas Bilbao Kirolak Codirector del Centro de Estudios Olímpicos de la EHU/U.P.V.