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ÁFRICA: continente de la esperanza Salvadme Reina Número 51 Octubre 2007

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ÁFRICA: continente de la esperanza

Salvadme Reina

Número 51

Octubre 2007

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¿Cuándo es inútil rezar?

P. João Scognamiglio Clá Dias, E.P.

10 Heraldos del Evangelio · Octubre 2007

COMENTARIO AL EVANGELIO – 30º DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO

Si queremos estar seguros de que nuestra oración será atendida por Dios, debemos imitar el modo de rezar del publicano, humillándonos frente a Él y pidiendo perdón por nuestros pecados.

I – EL ORGULLO: CAUSA DE TODOS LOS VICIOS

“¡Serpientes! ¡Raza de víboras!”

He aquí algunos títulos salidos de los

divinos labios de Jesús para designar

a los fariseos. En el mismo capítulo

de Mateo (23) se agrupan las princi-

pales recriminaciones de las que fue-

ron objeto: eran “hipócritas”, devo-

raban la hacienda de las viudas, ce-

rraban las puertas del Cielo, trans-

formaban a sus prosélitos en hijos del

infierno, eran “insensatos” y “guías

de ciegos”, “sepulcros blanqueados”,

herederos de la maldición por “toda

la sangre inocente derramada sobre

la tierra”.

Lo cierto es que ellos fueron

los opositores más duros al reino

de Dios traído por el Mesías, y pe-

se a que las pruebas acerca del rei-

no eran abundantes y evidentes, no

solamente las rechazaban sino que,

tanto como podían, las silenciaban u

ofrecían malévolas interpretaciones

de las mismas.

¿Dónde estaba en sus almas la raíz

de este pecado terrible contra el Es-

píritu Santo?

La vanidad más peligrosa

Los fariseos tuvieron un origen

virtuoso casi doscientos años antes

de Cristo, cuando quisieron separar-

se de quienes se abrían a la influen-

cia del relativismo mundano propa-

gado desde Grecia. Pero, como su-

cede no pocas veces, la falta de vigi-

lancia y de ascética los precipitó en

una de las vanidades más peligrosas,

aquella que se mezcla con el deseo

de perfección.

Cuando el cristiano adopta el

camino de la santidad, es indis-

pensable que coloque el interés de

Dios por encima de toda la crea-

ción, como también que dedique

al interés del prójimo más atención

que al suyo, de orden personal, pa-

ra confiar este último a la Provi-

dencia Divina, tal como enseña el

salmista: “No a nosotros, Señor, no

a nosotros, sino a tu nombre da la

gloria” (Sal 113, 1).

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Di

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de

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a

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Los fariseos

tuvieron un origen

virtuoso, pero la

falta de vigilancia

y ascética los

precipitó en una

de las vanidades

más peligrosasEn la página siguiente – “Cristo con los Apóstoles”. Basílica de

San Pablo Extramuros, Roma

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Octubre 2007 · Heraldos del Evangelio 11

9 Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: 10 «Dos hombres subieron al tem-plo a orar; uno fariseo, otro publicano. 11 El fa-riseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: “¡Oh Dios! Te doy gra-cias porque no soy como los demás hombres, rapa-ces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publi-cano. 12 Ayuno dos veces por semana, doy el diez-mo de todas mis ganan-cias.” 13 En cambio el pu-blicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cie-lo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!” 14 Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se exalta será humillado, y el que se humille será exal-tado» (Lc 18, 9-14).

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12 Heraldos del Evangelio · Octubre 2007

Los fariseos olvidaron que era ne-

cesario poner un freno en su ánimo

para evitar su exacerbación inmode-

rada, practicando así la esencial vir-

tud de la humildad, como la define

santo Tomás de Aquino: “La humil-

dad reprime al apetito para que no as-

pire a las cosas grandes sin contar con

la recta razón” 1. “Para esto es preciso

que uno conozca lo que falta respecto

de lo que excede sus fuerzas. Por eso el

conocimiento de los defectos propios

pertenece a la humildad como regla di-

rectiva del apetito” 2.

En ausencia de la virtud de la

humildad, el proceso de separarse

del resto, bueno e incluso necesa-

rio en un principio, fue metamor-

foseándose de manera lenta, pero

profunda y fatal, en una sobrevalo-

ración de sus auténticas o fingidas

cualidades morales. Dicho estado

de alma queda bastante bien ilus-

trado en estas palabras de un rabi-

no, recogidas por el Talmud: “De-

cía R. Jeremías, llamado Simón, hi-

jo de Jochai: Yo puedo compensar

los pecados de todo el mundo entero

desde el día en que nací hasta hoy, y,

si muriera mi hijo Eleazar, podría li-

brar a todos los hombres que existie-

ron en el mundo desde que fue crea-

do hasta hoy. Y si estuviera con no-

sotros Jotán, hijo de Uzías, podría-

mos hacerlo de todos los pecados

desde la creación del mundo hasta

su final […]. Veía los hijos del ban-

quete divino y eran pocos. Si fuesen

mil, mi hijo y yo nos contaríamos

entre ellos; si fuesen sólo dos, sería-

mos mi hijo y yo” 3.

Quien se deja llevar por el orgullo no reconoce límites

Una vez perdida la humildad por

la vana autocomplacencia, el orgullo

fariseo –como en cualquier otro ca-

so– no respetó ya ningún límite. En-

soberbecido, se instaló a sí mismo en

el centro del universo, exaltando sus

propias cualidades. No sólo despre-

ciaba las del prójimo sino que trataba

de exagerar los defectos de éste, sien-

do que a veces él mismo los poseía en

mayor grado.

El fariseo, a causa de su jactan-

cia desenfrenada, daba invariable-

mente la razón a sus opiniones. Los

fracasos siempre sucedían porque

no había sido consultado; si muchos

lo contradecían, era porque en el

fondo –según él– la sabiduría per-

tenece a una minoría selecta; si ha-

bía unanimidad con él, se sentía el

dirigente; si debía someterse ante

alguna autoridad, trataba de domi-

narla, pero como la mayoría de las

veces esto no era fácil, se deslizaba

hacia la censura, la crítica y el sabo-

taje, acabando por fin en la desobe-

diencia. Además era siempre ingra-

to, porque cualquier beneficio que

se le hiciera lo tomaba como un pu-

ro acto de justicia y por eso nunca

agradecía nada.

El fariseo, como cualquier orgu-

lloso, al convertirse en el centro de

atención, no toleraba al que no gira-

ra alrededor suyo, y fomentaba la dis-

cordia siempre que la ocasión lo exi-

gía, lleno de envidia, valiéndose sin

escrúpulo alguno de detracciones, ca-

lumnias, etc.

ocultar algunos de sus vicios eviden-

tes, negaba que fueran vicios.

¡Pobre fariseo! No se daba cuen-

ta de los males que se le iban enci-

ma por buscar la gloria donde no la

había. No percibía que el vicio de la

soberbia es el primero, no sólo en

manifestarse al exterior, sino en ser

identificado rápidamente por todos.

Tal vez moría sin haberlo visto, pero

cuantos vivían a su lado ya lo habían

catalogado.

El fariseo, que no quería recono-

cerse víctima de tan grave mal, ¿có-

mo podría corregirse de su defecto?

Se creía santo… Convertirse le re-

sultaba muy difícil porque, como di-

ce santa Teresa, la humildad es andar

en verdad 4.

Le hacía falta, indispensablemen-

te, verse y hasta sentirse tal como era,

discernir con claridad el origen de los

lados buenos y malos de su alma. De

ser así, reconocería el bien que ha-

bía en él para atribuirlo a Dios de in-

ta d

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sobe

ma

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Ta

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El fariseo, como

cualquier orgulloso,

al convertirse en el

centro de atención,

no toleraba al

que no girara

alrededor suyo

En los fariseos, la hipocresía se suma al orgullo

En esencia, el fariseo era un egó-

latra, pero mediante su refinada hi-

pocresía se presentaba como respe-

tuoso de Dios y justo con los hom-

bres. Y, dado que no siempre podía

Photo Scala – Florencia

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Octubre 2007 · Heraldos del Evangelio 13

mediato; igualmente, al constatar su

propia maldad, sus faltas y sus peca-

dos, los atribuiría a su voluntad de-

teriorada y perversa. Asumiendo es-

ta postura, admitiría fácilmente que

uno, sin la ayuda de la gracia, no só-

lo deja de cumplir los Mandamientos

de la Ley de Dios en forma duradera,

sino que es incapaz hasta de pronun-

ciar una buena palabra. Nunca habla-

ría de sí mismo o de sus virtudes, y de

verse obligado a hacerlo por razones

de fuerza mayor, imitaría a san Pa-

blo: “Gratia Dei sum id quod sum” –

“Por la gracia de Dios, soy lo que soy”

(1 Cor 15, 10).

Si emprendiera este camino, su in-

terior sería luminoso, porque su ojo

estaría sano (cf. Mt 6, 22), su vista no

estaría vendada por el amor propio

ni tampoco se haría falsas ilusiones

sobre la debilidad, las tendencias y la

malicia de la criatura humana.

Al fariseo le faltaba aprender con

santa Teresa lo necesario que es an-

dar en verdad: “Una vez estaba yo

considerando por qué razón era nues-

tro Señor tan amigo de esta virtud de

la humildad, y púsoseme delante a mi

parecer sin considerarlo, sino de pres-

to, esto: que es porque Dios es suma

Verdad, y la humildad es andar en ver-

dad, que lo es muy grande no tener co-

sa buena de nosotros, sino la miseria y

ser nada; y quien esto no entiende, an-

da en mentira. A quien más lo entien-

da agrada más a la suma Verdad, por-

que anda en ella” 5.

Si el fariseo siguiera este camino,

no pondría su confianza en sí mismo

jamás, sino solamente en Dios, some-

tiéndose en todo a su santísima vo-

luntad. Tendría caridad verdadera

con los demás, tal como recomienda

santo Tomás de Aquino: “No sólo de-

bemos reverenciar a Dios en sí mismo,

sino lo que hay de Dios en cualquier

feriores a vosotros en lo exterior’. Tam-

bién puede uno, sin caer en falsedad,

‘confesarse y creerse inútil e indigno

para todo’ teniendo en cuenta las fuer-

zas propias, para atribuir a Dios todo

lo que vale, según dice el Apóstol: ‘No

que por nosotros mismos seamos capa-

ces de atribuirnos cosa alguna, como

propia nuestra, sino que nuestra ca-

pacidad viene de Dios’” 7. Por lo mis-

mo, el fariseo, al verificar los adelan-

tos espirituales realizados en la prác-

tica de la virtud con ayuda de la gra-

cia, debería considerarlos como algo

relativo, y reconocer cuánto más po-

dría haber correspondido a los dones

de Dios.

Sublime ejemplo del Divino Maestro

Estas son algunas razones por las

que se encuentra tantas veces el in-

centivo a la humildad en la Sagra-

da Escritura. Qué distinta habría si-

do la Historia si los fariseos hubieran

oído y amado la invitación del Divi-

no Maestro: “Aprended de mí, que soy

manso y humilde de corazón, y halla-

réis descanso para vuestras almas” (Mt

11, 29). Si estuvieran presentes en el

acto practicado por Jesús en la Santa

Cena, y hubieran guardado en su co-

razón las palabras que el Señor profi-

rió en seguida –“Os he dado ejemplo,

para que también vosotros hagáis co-

mo yo he hecho con vosotros. En ver-

dad, en verdad os digo: no es más el

siervo que su amo, ni el enviado más

que el que le envía. Sabiendo esto, di-

chosos seréis si lo cumplís” (Jn 13, 15-

17)–, habrían tenido también la ver-

dadera paz de alma y la felicidad

completa.

Pongamos ahora nuestros ojos en

la parábola propuesta en la liturgia

de hoy.

II – LA PARÁBOLA DEL FARISEO Y DEL PUBLICANO

Dijo también a algunos que se tenían por justos y desprecia-ban a los demás, esta parábola.

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¡Pobre fariseo!

No percibía que el

vicio de la soberbia

es el primero en

ser distinguido

rápidamente

por todos

“Oración del publicano y del fariseo” – Iglesia de san Apolinario Nuevo – Rávena (Italia)

hombre” 6. “Uno puede, sin caer en fal-

sedad, ‘creerse y manifestarse más vil

que los otros’ debido a defectos ocultos

que reconoce en sí mismo y los dones

de Dios ocultos en los demás. Por eso

dice San Agustín: ‘Estimad interior-

mente superiores a aquellos que son in-

“El que se exalta será humillado, y el que se humille será exaltado” (Lc 18, 14)

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14 Heraldos del Evangelio · Octubre 2007

Los comentaristas elaboran inte-

resantes consideraciones acerca de la

presente parábola. Entre ellas desta-

ca la de san Agustín, que se relaciona

con el versículo anterior: “Pero, cuan-

do el Hijo del hombre venga, ¿encon-

trará la fe sobre la tierra?” (Lc 18, 8).

La fe es la virtud del que pone su con-

fianza en Dios, no en sí mismo. “Co-

mo la fe no es de los soberbios, sino de

los humildes, dijo [Jesús] esta pará-

bola”, dirigida a los que no agradan

a Dios con sus oraciones debido a su

presunción. La estima desequilibra-

da de los méritos propios contraría

la realidad, especialmente si el orgu-

lloso se presenta como impecable. En

teoría, con la gracia de Dios y dada la

existencia del libre albedrío, pudiera

haber un hombre sin pecado; pero a

excepción del Hijo del Hombre y de

su Madre Santísima, no hay otro, de

acuerdo al salmista: “No entres en jui-

cio con tu siervo, pues no es justo ante

ti ningún viviente” (Sal 142, 2), o me-

jor aún, como afirma san Juan: “Si

decimos: ‘No tenemos pecado’, nos en-

gañamos y la verdad no está en noso-

tros” (1 Jn 1, 8) 9.

La parábola se destina a los que

sobrevaloran sus cualidades, creyén-

dose santos e incluso impecables, y

tratan al resto con desprecio. Es un

guante hecho a la medida de la ma-

no farisaica, o de cuantos puedan ser

clasificados como discípulos suyos

por cultivar el mismo espíritu. Tres

vicios son apuntados aquí: confianza

en sí mismo, presunción de santidad

cador despreciable, no hará más que

atraer sobre sí el escándalo de todos

y la cólera del propio Dios.

Inútil oración del fariseo

El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ga-nancias.”

Cuesta creer que esta oración

no haya sido real. Cristo, en su di-

vinidad, ¡cuántas veces recibió de

las criaturas humanas pensamien-

tos tanto o más orgullosos que és-

te! ¿Es posible hablar de oración?

¡No! Se trata de un profundo acto

de orgullo, un auto-elogio, un in-

solente desprecio del resto de los

hombres.

“Te doy gracias…” Nada mejor

que darle gracias a Dios, pero esta

postura espiritual, piadosa y meri-

toria, debe emanar de la considera-

ción de nuestra nada, de un robus-

to sentimiento de nuestras flaquezas

y miserias, como también de la ado-

ración a Dios por su infinita miseri-

cordia, que no sólo suspende los cas-

tigos que merecemos, sino que en su

lugar nos colma de dones y de gra-

cias.

El agradecimiento del fariseo

no es así; por el contrario, se exal-

ta a sí mismo e insulta a los demás.

“Busca en sus palabras lo que pidió a

Dios, y no hallarás nada. Subió a orar

y no quiso rogar a Dios, sino alabar-

se a sí mismo. Pobre cosa es alabarse

en vez de rogar a Dios, y le añade to-

davía el menosprecio al que oraba” 10.

“Con esto abrió la ciudad de su cora-

zón, por orgullo, a los enemigos que

la sitiaban, la que en vano cerró por

la oración y el ayuno: que son inútiles

todas las fortificaciones, cuando care-

ce de ellas un punto por el que puede

entrar el enemigo” 11.

Adona

no

vini

la

to

te

¡N

de

so

ho

qu

po

to

ción

to

El publicano

es todo humildad,

contrición y pedido

de clemencia;

no hay en él

ninguna ligereza

de espíritu, ni

disipación o

agitación perpetua

La humildad del publicano le obtuvo el perdón de Dios

y desprecio de los demás; vicios con-

trarios a tres virtudes: fe, humildad y

caridad.

Dos hombres subieron al tem-plo a orar; uno fariseo, otro publicano.

Aquí está una frase sencilla pero

llena de denso significado. A la mis-

ma hora y con el mismo propósito

de rezar, dos hombres suben el mon-

te Moria, donde estaba emplazado el

Templo: un fariseo y un publicano. Al

primero ya lo conocemos. El segundo

pertenecía a la clase que todos consi-

deraban de los pecadores, odiada por

cobrar impuestos al servicio de los ro-

manos. Según el juicio humano, el fa-

riseo es justo, lleno de virtud y piado-

so, y seguramente elevará una plega-

ria excelente. En cambio el otro, pe-

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Octubre 2007 · Heraldos del Evangelio 15

La oración humilde salvó al publicano pecador

En cambio el publicano, man-teniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cie-lo, sino que se golpeaba el pe-cho, diciendo: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pe-cador!”

Actitud, espíritu y palabras com-

pletamente diferentes a los que asu-

me y formula el fariseo. El publicano

es todo humildad, contrición y pedi-

do de clemencia; siguiendo una cos-

tumbre que no se ve más en las igle-

sias, se golpeaba el pecho sin respe-

to humano; contrariando las modas

piadosas de hoy, no hay en él ningu-

na ligereza de espíritu, ni disipación

o agitación perpetua. Hablaba con

Dios; muy al contrario de otros que

en la actualidad entran a las iglesias

sin haber hecho una oración siquiera.

El publicano da ejemplo incluso en

lo que atañe al núcleo de su pedido:

“¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que

soy pecador!”.

Sentencia de Jesús

Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se exalta será hu-millado, y el que se humille se-rá exaltado.

“En el momento de entrar en el tem-

plo, los dos personajes, aun pertene-

ciendo a categorías religiosas y sociales

distintas, eran muy semejantes entre sí.

En el momento de salir, aquellos dos

personajes son radicalmente distintos.

Uno estaba ‘justificado’, esto es, era

justo, perdonado, estaba en paz con

Dios, había sido hecho criatura nue-

va; el otro ha permanecido el que era

al inicio, es más, quizás hasta ha em-

peorado su posición ante Dios. Uno ha

obtenido la salvación, el otro no” 12.

Mucha atención: aquí se trata de

una sentencia proferida por el Juez

infalible y soberano, el propio Hi-

jo de Dios, que no pocas veces di-

fiere de los hombres. Si se nos pidie-

ra elegir, sin las luces de la gracia, a

uno de los apóstoles para convertir-

se en el primer Pontífice de la San-

ta Iglesia, no sería descabellado ima-

ginar que a unos los tacharíamos de

pretenciosos, a otros de poco acti-

vos, y al mismo Pedro de exagerado

e imprudente; quizá habríamos ele-

gido a Judas antes de su traición, a

causa de su gran discreción, seguri-

dad y habilidad financiera, tanto más

si se uniera a la justicia? Y si la sober-

bia es capaz de estropear a la justicia,

¿qué no conseguirá si se alía con el pe-

cado?” 13.²

1 S. Tomás de Aquino. Suma Teológica

II-II q. 161 a. 1 ad 3.2 Idem. ibídem, a. 2 c.3 Cf. Sucá fol. 452, apud Mons. Herre-

ra Oria, La Palabra de Cristo, tomo

VI, p. 952.

4 S. Teresa de Jesús. Las Moradas, Mora-

da sexta, c. 10 § 6-75 Ibídem.6 S. Tomás de Aquino. Ibídem, a. 3 ad 1.7 Idem. ibídem, a. 6 ad 1.8 S. Agustín. Serm. 115, 2.9 S. Agustín. De peccatorum meritis et re-

missione, lib. II, 8.10 Idem. Serm. 115, 2.11 S. Gregorio, apud S. Tomás de Aquino,

Catena Aurea, in Luc.12 P. Raniero Cantalamessa. Echad las re-

des – Reflexiones sobre los Evange-

lios – Ciclo C, Edicep C.N., Valencia,

2003, p. 333.

13 Cornelio a Lápide. In Luc.

4 S

5 Ibí6 S7 Ide8 S9 S

10 I11 S

12 P

13 C

La humildad llevó

a un ladrón al cielo

antes que a los

apóstoles; pues, si

unida a los delitos

es capaz de tanto,

¿qué no podría si se

uniera a la justicia?

El fariseo salió del Templo sobrecargado con su orgullo

cuando llegó a criticar a la Magdale-

na por derrochar dinero en perfumes

para el Maestro, cuando había enton-

ces muchos pobres y necesitados. Es-

to nos permite entender lo que sería

de la Iglesia misma si el Espíritu San-

to no la dirigiera, y lo que será de no-

sotros si no nos sometemos a sus ins-

piraciones.

III – LA HUMILDAD LLEVÓ UN LADRÓN AL CIELO

La liturgia de hoy puede ser muy

útil para un provechoso examen de

conciencia: ¿hasta dónde somos hu-

mildes como el publicano? Sea cual

sea el resultado de dicho examen, re-

cordemos: “La humildad llevó a un

ladrón al cielo antes que a los apósto-

les. Pues si la humildad unida a los de-

litos es capaz de tanto, ¿qué no podría

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Inmaculada Concepción – Iglesia de la Orden Tercera de San Francisco de la Penitencia, Río de Janeiro

ve María! Mar y Cielo descansan En todas las torres

Repican las campanas ¡Ave María! Dejen sus Quehaceres terrenales Recen a la Virgen, recen Al Hijo de la Virgen El mismo ejército celestial Se arrodilla en este instante Portando lirios delante Del Trono del Padre Y a través de nubes rosáceas Descienden, santos, Solemnemente a la Tierra los himnos De los espíritus ¡Oh ceremonia sagrada Que todos los corazones Traspasa maravillosamente Como suave rocío! ¡Oh santa fe, Que subes rumbo al Cielo En las blancas alas de la oración! El dolor se disuelve En lágrimas dulces Mientras el gozo vibra alegre Con suavidad ¡Ave María! Cuando suenan las campanas La Tierra y el Cielo sonríen dulcemente reconciliados.

(Canción mariana tradicional de Alemania)