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    Ferias libres:

    espacio residualde soberana ciudadana

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    Ferias libres:

    espacio residualde soberana ciudadana

    (Reivindicacin histrica)

    Gabriel SalazarCon la colaboracin de:

    Luis Bahamondes, Marcela Soto, Waldo Vila

    EDICIONES

    SUR

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    Ediciones SUR agradece la colaboracin de Allan Browne en el diseo de esta coleccin.

    Gabriel Salazar Vergara. Santiago, 2003 De esta edicin y maqueta: Ediciones SUR. Santiago, 2003

    J. M. Infante 85, Providencia, Santiago de [email protected]

    Inscripcin RPI: 134.148ISBN n: 956.208.070-6

    Revisin de texto: Paulina Matta V.Diseo de portada e interior: Paula Rodrguez M. / Andoni Martija /Ediciones SURCorreccin de pruebas: Edison PrezGestin editorial: Luis Sols D.

    Impreso por: Salesianos, S.A.

    IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

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    NDICE

    PRESENTACIN, 9

    PRIMERA PARTE

    CAPTULOUNO: ELESPACIOSOBERANO, 15

    Orgenes, 17El cercenamiento del espacio soberano, 18

    El desplazamiento del eje urbano de la soberana, 22El desmembramiento residual del gora y la muerte del carnaval, 24El encarcelamiento de las grandes ferias, 30Vida, pasin y muerte de las caadas populares, 36

    CAPTULODOS: LAGUERRILLAINFINITADELOS REGATONES, 51

    La supervivencia del comercio regaton, 53La plebeyizacin de los centros urbanos, 56

    La toma de ciudades, 66

    SEGUNDA PARTE

    CAPTULOTRES: LASFERIASLIBRES, 73

    Crisis del abasto centralizado: resurreccin de las ferias libres, 75Los ferianos, herederos de soberana, 85La funcionalidad sistmica e histrica de lo informal, 101

    NDICEDEIMGENES, 113

    FUENTESICONOGRFICAS, 115

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    PRESENTACIN

    La coleccin Intervenciones en la ciu-dad fue creada para recoger acciones quecambian la vida cotidiana de los barrios o dela ciudad. Puede tratarse de papeles pega-dos en los muros que dos o tres personasdespliegan en segundos, como los pape-lgrafos de Danilo Bahamondes y su Briga-da Chacn, reproducidos en el primervolumen; o de un pueblo de cartn y latasque miles de personas levantan en dos o tresdas, como la toma de Pealoln de juliodel 99, retratada en el segundo volumen.Ambas intervenciones parecen marcadas porlo frgil y perecedero, pero eso es slo apa-riencia (falsa apariencia, como dira GabrielSalazar): tras ellas, lo que hay es un porfia-do gesto subversivo, una seal que subvier-te la realidad mostrndonos superficies yprofundidades que, por acostumbramiento,no solemos ver. As, en los aos de la dicta-dura, cuando la poltica era calificada comoperversa y siempre ajena, los papelgrafosde Danilo escribieron en los muros que no,que no era as, que ella poda inscribirse en

    el transcurso de la vida diaria, de la vida

    de todos, a la manera de una conversacincotidiana sobre temas cotidianos. Y la tomasigue poniendo en cuestin subversi-vamente el discurso del xito de las pol-ticas de vivienda, porque, en verdad, si laoferta de vivienda social no considera quelos pobres tienen derecho a vivir en Santia-go, est lejos de ser algo por lo cual vanaglo-riarse.

    Las ferias libres de hoy esos espaciosde comercio que semanalmente irrumpen or-denadamente en las calles de la ciudad sontambin, como los rayados en los muros olas viviendas erigidas ms all de las polti-cas, gestos residuales de soberana popular.As las muestra Gabriel Salazar, y su miradaes tambin un gesto subversivo. Despus deleer su texto, si uno recorre la ciudad, em-pieza a ver que los personajes que antes apa-recan como aisladas ancdotas, son enverdad muchedumbre articulada. Una mu-chedumbre cuyas huellas se pueden encontrarno slo en veredas, esquinas y explanadas, sinoen la historia misma de la ciudad capitalista

    occidental. He visto en internet, por ejemplo,

    ALFREDO RODRGUEZ

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    que las ferias libres, con el mismo nombre,no slo existen en muchos pases de Amri-ca latina, sino que se puede seguir sus ras-tros en los decretos reales de las ferias de lasciudades espaolas y, en las cercanas del si-glo doce, por los mercados libres de las ciu-dades de Europa central.

    Todo esto se agolpa en los ojos cuandouno mira, ya no slo a los feriantes, sino avendedores ambulantes, cuidadores de au-tos, malabaristas en los semforos, cantan-tes de micro, actores callejeros, fotgrafos deplaza, vendedores de superocho, limpiado-res de parabrisas, cartoneros, los ltimosorganilleros y chinchineros que van quedan-do, las estatuas vivas y los msicos en lasesquinas, siempre ah, arreglndose la vidaen los mrgenes de la economa de la ciu-dad. Lo que vemos en esa muchedumbre esun proyecto de supervivencia popular quenecesita de la ciudad, y que se apropia delugares de ellas. En palabras de Salazar, noes la soberana en s, ni la razn poltica ohistrica en s la que lleva a los regatones a

    inundar como una avalancha el espacio p-blico y las bases del gran comercio global,sino, simplemente, la pobreza. Pero no lapobreza como conjunto de carencias, dficity necesidades, sino como permanente inicia-tiva social creadora y soberana residual po-tenciada al mximo.

    Llegamos, as, al punto central del argu-mento de Salazar: lo importante que es, paralos pobres, el espacio pblico (lo pblico) dela ciudad. Weber, en The City, cuenta que alfinal del medievo, en Europa central comen-z a aparecer en las puertas de las ciudadesun letrero que deca: El aire de la ciudad tehace libre. Salazar dice: la pobreza fuecapaz de generar su propio espacio pblico,

    el cual, al menos en lo que se refiere al co-mercio de los elementos bsicos y mnimospara la subsistencia cotidiana, controlsoberanamente ella misma, tanto en terrenopropio como en territorio ajeno.

    Controlar una parte del espacio pblico,sin embargo, no es un regalo. Como hace verSalcedo,* el espacio pblico en la ciudad es

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    un terreno siempre en disputa. No hay unespacio pblico mtico, sino lugares decuyo uso se apropian algunos actores socia-les, expropiando a otros. Pero mientras unoscontrolan, otros compiten por ese control, olo resisten. De esto trata la historia del co-mercio regatn en la ciudad de Santiago.Como dice Salazar, es una guerrilla cvicaque el comercio informal ha mantenido porsiglos con el sistema central, a lo largo dems de trescientos aos, en una lgica depoder que cclicamente transita entre la acep-tacin y represin del otro.

    Mirando este libro desde la discusin queSalcedo hace del espacio pblico, nos encon-tramos con un relato entre la microfsica del

    poder (Foucault) y la microfsica de la resis-tencia (De Certau). Nunca la autoridad hacejado en sus intentos de vigilar y castigar,normar y cercar al comercio informal; y stenunca ha dejado de resistir e insistir, alte-

    rando los sentidos y usos espaciales. Lohace sin constituir discursos totalizantes(como dira Salcedo), o (como dice Salazar)sin proyeccin poltica ni revolucionaria,pero como residuo de soberana popular quequiz constituye la matriz vital de los nue-vos movimientos sociales.

    Quiz, entonces, el gesto con que el ven-dedor callejero despliega cada da en la vere-da el pao sobre el cual coloca sus mercancas,subvierte en muchos sentidos el orden quelo expulsa. Da tras da regresa, est ah yvuelve a estar, en el margen de la economaurbana. Hay algo en l de Fast Eddie, el bus-cavidas, una vez ms ante la mesa de pool:Estoy de vuelta!

    Rodrigo Salcedo, El espacio pblico en el debate actual:Una reflexin crtica sobre el urbanismo post-moderno,

    Revista EURE(Santiago), vol. 28, no. 84 (2002).

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    Captulo uno

    EL ESPACIO SOBERANO

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    OrgenesEn sus orgenes, el espacio pblico (o espacio de ciu-

    dadanos) fue un sitio abierto en el que las familias, fratrasy tribus que constituan la sociedad urbana de la antige-dad deliberaban cara a cara y a viva voz para decidir colec-tivamente lo que competa al destino de todos. Ese espaciofue llamado gora entre los griegos y foro entre los ro-manos.1 Era el lugar donde el pueblo ejerca directamente

    su soberana. Un lugar en cierto modo sacralizado estabacircundado por las estatuas, tumbas y smbolos que atesti-guaban la tradicin identitaria de ese pueblo donde to-dos y cada uno de los ciudadanos podan y debanparticipar deliberada y responsablemente en el diseo y laejecucin del proyecto histrico de su polis (comunidado ciudad). Ir a ese lugar y participar en las asambleas quese celebraban all equivala no slo a reafirmar una defini-da identidad social, cultural y aun religiosa (la soberana

    popular implicaba la fusin de todas las divinidades), sino,sobre todo, a constituir y ejercer el poder poltico de la co-munidad.

    El poder, en ese contexto, surga de la deliberacin dela comunidad reunida en pleno en el gora o foro, no delos individuos actuando aisladamente en privacidad y se-

    1Vase de N. M. Fustel de Coulanges: La ciudad antigua (Barcelona:

    Ed. Iberia, 1952), pp. 161 et seq.

    Plaza Mayor de Hunuco, Per (Paz Soldn, PlateXVI).

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    gn su inters particular. El verdadero poder deba estarconstituido por la razn, voluntad y legitimidad colectivasde la asamblea de ciudadanos celebrada en el sitio que sim-

    bolizaba su identidad histrica. El poder que no surga deall no tena legitimidad. Careca de racionalidad colectiva,de fundamento comunicativo y deliberativo. Y el poder quecareca de todo eso no era poder, sino la negacin del ver-dadero poder: era, slo, fuerza. O violencia.2 La delibera-cin soberana de la comunidad de ciudadanos era el nicofundamento originario y definitorio del poder. Era estacualidad cvica no el miedo a la muerte que difunde elempleo de la fuerza la nica que poda revestir el podercon la majestad y la sacralidad necesarias para que im-pusiera y lograra respeto y acatamiento.

    El cercenamiento del espacio soberano

    El foro, espacio pblico, como lugar originario delpoder ciudadano, tendi con el tiempo a domiciliarse enlos municipios, ayuntamientos o cabildos. Durante los si-glos que precedieron a la construccin del Estado moder-no, los Cabildos locales fueron el rgano civil donde seradic la soberana popular, la cual, por ser tal, pudo opo-nerse incluso con ventaja al emergente poder centralde los reyes absolutistas (que basaron su soberana en elprincipio divino y/o en una fuerza armada mercenaria,no en la soberana de las comunidades locales). En Chile,el resabio de ese rol soberano de los cabildos se manifest

    incluso en las etapas previas a la formacin del Estadonacional.3 El respeto de los incipientes reyes absolutistasa la soberana ciudadana alojada en los viejos cabildos y

    2En esto coinciden todos los analistas histricos del concepto de es-pacio pblico. Vase de H. Arendt: La condicin humana (Barcelo-na: Paids, 1993), pp. 222-226, y de J. Habermas: Historia y crtica dela opinin pblica (Barcelona: Gili S.A., 1994), pp. 11-36.

    3Vase de J. Alemparte: El Cabildo en Chile Colonial (Santiago: Ed.Andrs Bello, 1966), 2 ed. Tambin G. Salazar & J. Pinto:Historiacontempornea de Chile (Santiago: LOM, 1999), vol. I, cap. IV.

    Plaza Mayor de Guari, Per (Paz Soldn, PlateXVI).

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    municipios fue, por eso, considerable antes del siglo XVI,como lo revela el tenor de las primeras leyes dictadas porlos reyes espaoles. Fue el caso de la que sigue, dictada porDon Alonso en Valladolid, en 1325:

    Ordenamos que las ciudades, villas y lugares de nuestrosReynos les sean guardados sus privilegios y oficios que hantenido y tienen de los Reyes antepasados nuestros progeni-tores y de Nos, los quales confirmamos; y que les sean guar-dados, y sus libertades y franquezas y buenos usos ycostumbres.

    O de esta otra, dictada por Don Juan II en Madrid, en

    1419:Mandamos que las nuestras ciudades, villas y lugares denuestra Corona Real, que tienen privilegio, o por costumbreantigua que el Derecho iguala privilegio, de dar y proveerlos oficios de Concejo de cada ciudad, villa o lugar, as comoRegimientos, Escribanas y Mayordomas, Fieldades y otrosoficios que son de los dichos Concejos, que los puedan libre ydesembargadamente dar y proveer; y persona alguna no seentrometa en ello: y si algunas cartas contra ello mandremosdar, aunque tengan qualesquier clusulas derogatorias, que

    no valan.4

    Las asambleas ciudadanas de las ciudades, villas olugares constituan una costumbre antigua que, en lapoca en que los reyes procuraban establecer bajo princi-pio divino y por medio de la fuerza la soberana nacio-nal, era un privilegio que esos reyes no pudieron menosque reconocer; y ello porque esas costumbres no eran pri-vilegio concedido, sino soberana cvicamente construi-

    da. Por eso, la supra-soberana absolutista que intentabanestablecer esos reyes tuvo que aceptar la existencia objeti-va de la soberana popular anidada en los foros y goras, yen los concejos o cabildos. Durante siglos, coexistieronambas soberanas en un mismo Derecho; respetndosepero, a la vez, recelndose. De ah el lenguaje prudente yambiguo de las primeras leyes reales: mandamos que las

    4En Novsima Recopilacin de las Leyes de Espaa (Madrid: Imp.

    Real 1805), Libro VII, Leyes I y VI.

    Plaza Mayor de Lima y Palacio Arzobispal (Paz

    Soldn, Plate XXIII).

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    ciudades, villas y lugares obedezcan a sus propias antiguascostumbres y que se autogobiernen sin que nadie seentrometa en ello, ni nosotros mismos. Era decir: noso-

    tros les ordenamos que ustedes sigan siendo soberanos enlo que han sido siempre soberanos. Lo que equivala areconocer que la supra-soberana de los reyes naciona-les no era derecho sino intrusin. O una ficcin que nece-sitaba ms de la abstraccin y la fuerza que del poder.

    La tensa coexistencia de ambas soberanas se fue re-solviendo con el tiempo no sin violencia en favor delEstado imperial, primero, y nacional, despus. Eso signi-fic destruir progresivamente la soberana popular, des-membrar el espacio pblico localizado en el gora o foroy cercenar una a una las atribuciones soberanas y polti-cas de cabildos y municipios. Signific tambin atribuirpoder y legitimidad al Estado nacional, al Ejrcito na-cional, a la Iglesia universal y al Mercado mundial. Elgora o foro, despus de esa desmembracin, sigui llenode gente lo est hasta el da de hoy, pero gente no de-liberante, sin espritu soberano, sin respeto por sus viejas

    tradiciones, incluso, sin tradiciones (la tradicin munici-palista fue oficialmente olvidada) y, por lo mismo, sinverdadera identidad histrica. La gente que all qued yano gener poder, pues son transentes, visitantes, gentede paso, o turistas. No eran, propiamente, ciudadanos, sinomasas. O peor an: simples muchedumbres.

    En Chile, la destruccin de la soberana popular delgora o foro (en la prctica, del cabildo) fue iniciada porla Corona Imperial y terminada por el Estado portaliano.

    A partir de 1830, a los municipios se les cercen, una auna, sus atribuciones soberanas de antao.Un siglo y medio despus como dijo un regidor por

    Santiago los municipios ya no eran ms que una em-presa de barridos. Una escoba para limpiar la ciudad. ElEstado nacional, en cambio, actuando con una soberanaescamoteada a la sociedad civil, rega por sobre todo anombre de todos. Slo la Iglesia universal y el Mercadomundial parecan escapar a su absorbente soberana na-

    cional.5

    El Palacio Consistorial, Santiago de Chile (J. M.Gillis, Plate IV).

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    La Alameda de Santiago, 1900 (M. R. Wright, s/folio).

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    Ese proceso desencaden cambios radicales en la orga-nizacin institucional del espacio pblico y en la configu-racin histrica del espacio urbano. En particular, el cambio

    se observ en el desplazamiento del eje urbano de la sobe-rana y en el desmembramiento residual del gora o foro.

    El desplazamiento del eje urbano de lasoberana

    El desplazamiento del eje urbano de la soberana, enel caso de la ciudad de Santiago, se observ en el deteriorocvico del Palacio Consistorial de la Municipalidad y laPlaza de Armas contigua a l, y en la centralizacin sim-

    blica en el edificio de La Moneda y las aledaas plazasde la Constitucin y Bulnes. El primer espacio fue, duran-te los siglos coloniales y hasta comienzos del siglo XX, unespacio de ciudadanos, que estaba preado de insignias so-

    beranas y tradiciones cvicas. El segundo fue el espacio alque convergieron las movilizaciones de masas de la ma-yor parte del siglo XX (1905-1973, cuando menos); que,como espacio estatal, fue circundado por estatuas de je-fes de Estado, generales de la Nacin y banderas de laPatria.

    El espacio pblico constituido por el Palacio Consis-torial y la Plaza de Armas fue por siglos, como se dijo, ungran zcalo completamente abierto (sin rboles, piletasni adornos innecesarios), disponible para todas las mani-festaciones ciudadanas, tanto las de tipo espontneo como

    las de ndole ms formal y solemne. All se efectuaban losactos de la justicia colonial (en su centro se clavaba el ro-llo, donde se azotaba y castigaba con escarnio pblico alos condenados); all desfilaban las procesiones religiosas;

    5Sobre el desmantelamiento de los cabildos, G. Salazar: El munici-pio cercenado. La lucha por la autonoma de la asociacin munici-pal en Chile. 1914-1973, en G. Salazar & J. Bentez, eds.:Autonoma,espacio, gestin. El municipio cercenado (Santiago: LOM-ARCIS,1998), pp. 9-60.

    La Alameda de Santiago, 1900 (M. R. Wright, s/

    folio).

    La Alameda de Santiago, 1900 (M. R. Wright, s/folio).

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    se efectuaban con gran boato las fiestas del patrono de laciudad y el desfile solemne de los gremios; se realizabancabildos abiertos y los ejercicios de la guardia cvica que

    protega la ciudad (plaza de armas); tambin los juegoscarnavalescos (la challa, el juego de caas) y la feriaabierta de los pequeos comerciantes.6

    La consolidacin del Estado y el Ejrcito nacionales,junto a la consolidacin de la Iglesia y el Mercado uni-versales, sin embargo, fueron vaciando ese zcalo de sussmbolos y poderes de identidad y soberana ciudadanas.La plaza se fue transformando en un jardn recreativo,paseo peatonal o remanso de jubilados, carente de unadefinida funcin histrica (como no fuera la de alojar elrepliegue ciudadano); lo ms relevante en ella era la m-sica que domingo a domingo ejecutaba el Orfen de Cara-

    bineros en su prgola central, o la tambin dominicalentrada y salida de los feligreses de la vecina Catedral.Los estudiantes y los obreros, en respuesta a un instintoancestral, fueron all en los aos cincuenta a protestar enmasa contra los estragos de la inflacin.7 Pero desde los

    aos sesenta prefirieron hacerlo a lo largo de la AlamedaBernardo OHiggins para enfrentar e interpelar a las au-toridades de La Moneda. Al producirse este traslado, elaoso Palacio Consistorial de la Municipalidad de San-tiago se hundi en un denso y longevo anonimato cvico,cultural y poltico.

    El desplazamiento del eje de la soberana, sin embargo,no se detuvo, ni se qued para siempre en el espacio urba-no del Estado. Aos despus, durante las grandes protes-

    tas populares del perodo 1983-1987, la masa ciudadanaprefiri realizar demostraciones pblicas en sus propiosbarrios, poblaciones y conjuntos habitacionales. Es que lasoberana popular tendi a convertirse, desde 1957, enpo-

    6Para una visin histrica general de la Plaza de Armas de Santiago,A. de Ramn: Santiago de Chile (1541-1991) (Madrid: Mapfre, 1992),pp. 57-61 y 211-220.

    7G. Salazar: Violencia poltica popular en las grandes alamedas (San-

    tiago: Ed. SUR, 1990), pp. 260-275.

    Plaza de Armas de Santiago. Festividad religiosa(M. R. Wright, s/folio).

    Calle de Santiago (M. R. Wright, s/folio).

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    der popular, y ste termin por emigrar a un lugar ms se-guro: el vecindario. Es en el espacio vecinal donde comien-za hoy a latir de nuevo el viejo y despoblado foro de la

    soberana popular. Desde all tiende a desafiar las preten-siones del seudodebate pblico que las clases polticas ylos comunicadores animan hoy a travs de los canales dela televisin abierta.8

    El desmembramiento residual del gora y lamuerte del carnaval

    El desmembramiento residual del gora o foro noadopt la forma histrica de institucionalizacin super-estructural seguida por la funcin poltica y la religiosa,sino, ms bien, la de dispersin territorial de las prcticassociales y culturales ms diversas y complejas pero nomenos vitales de la poblacin. A medida que la soberanapoltica y religiosa iban siendo atrapadas y centralizadaspor los poderes (o fuerzas) nacionales y universales, lassoberanas locales que haban estado fundidas con aqu-llas la comercial y la cultural, por ejemplo se disemi-naron sobre diversos territorios y en mltiples formas. Sinembargo, estas soberanas residuales fueron creando pordoquier, por impulso propio y especificidad funcional, suspropios espacios pblicos. Espacios donde, en definitiva,anidaron los vestigios de esa vieja dignidad cvica que losciudadanos de otra poca haban mostrado con indisimu-lado orgullo en el gora o foro.

    La relocalizacin de las soberanas residuales no estu-vo exenta de tensiones y conflictos con las supra-sobera-nas nacionales y universales. Las fiestas, carnavales y

    jolgorios ciudadanos, por ejemplo, que normalmente ha-

    8dem: Tendencias transliberales del movimiento ciudadano en Chi-le (1973-1996), en Manuel Canto, ed.: Las organizaciones civiles enla transicin (Mxico: Oikoumene, 1998.), pp. 23-46. Un trabajo pre-monitorio fue, en este sentido, el de Alfredo Rodrguez: Por una

    ciudad democrtica (Santiago: Ed. SUR, 1984), passim. (Pereira Salas, lm 10).

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    ban dado lugar a una peridica y sabia liberacin colectivarespecto de las normas ms rgidas que imperaban en lasociedad, fueron siendo excluidas del espacio pblico ofi-

    cial (por ejemplo, de la Plaza de Armas o de las calles cir-cundantes a La Moneda o la Catedral); y, en muchos casos,reprimidas drsticamente por la autoridad central. La re-presin no produjo, con todo, su desaparicin sino, ms

    bien, su concentracin o reposicionamiento en reasperifricas de la ciudad o, francamente, rurales, como

    buscando tomar mayor distancia de los poderes centra-les. En este proceso de represin y relegamiento de lasmanifestaciones carnavalescas de la ciudadana jug unpapel central la Iglesia Catlica, que hizo generoso uso desu (supuesta) soberana tica universal, por la cual limitinquisitorialmente, entre otros aspectos, el comportamien-to sexual de la ciudadana.9 La represin que el Estado yla Iglesia, mancomunadamente, descargaron sobre los

    jolgorios ciudadanos recay de modo especial sobre lascarreras de caballos y, muy particularmente, sobre el jue-go indgena y popular de la chueca.

    Las carreras de caballos a la chilena (corran dos con-tendientes sobre una distancia estipulada de 2 a 10 cua-dras), en la poca colonial duraban cuatro o cinco das,convocando una asistencia de 3 a 5 mil personas, hom-

    bres y mujeres, segn los cronistas. Para atender a estegran pblico se levantaban rpidamente decenas de ra-madas (unas barracas de rama cuanto basta para mora-da subitnea), donde se venda comida, bebida y secruzaban vertiginosamente centenares de apuestas. All

    se ganaba o se perda grandes cantidades de dinero(talegas de monedas, vajillas de plata, manadas enterasde ganado mayor y, aun, esclavos). Las carreras de ca-

    ballo informaba en 1762 el subdelegado de Rancagua

    9Como marco de referencia, vase de M. Foucault:Historia de la sexua-lidad (Mxico: Siglo XXI, 1991), vols. 2 y 3.

    10Citado por E. Pereira: Juegos y alegras coloniales en Chile (Santiago:

    Zig-Zag, 1947), p. 50.

    La entrada a misa en la Iglesia Catedral, 1890

    (Pea Otaegui, Fot. Heffner, p. 345).

    Carrera de caballos (Archivo Museo HistricoNacional).

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    dan margen para que el orgullo e insolencia de la plebe seaincontenible en sus desrdenes y excesos, siendo constan-te que a ms de que en dichas carreras rara vez deja de

    haber una o dos muertes, se desnudan y cometen toda cla-se de escndalos.10 Ante esto, las autoridades, llevadas porsus convicciones de moral universal, las prohibieron entodo el territorio. Pero no fue fcil erradicar esta costum-

    bre. El pueblo, tan lacho, tan rumboso y tan de a caballocomo el huaso de Chile, no acept que prohibiesen o coar-tasen sus impulsos ldicos y carnavalescos. Y en este caso,se las arregl para mantenerla, aun cuando con una mani-festacin ertica decreciente. De algn modo, la fiesta po-

    pular implicaba de hecho un tipo de soberana (residual)que tena que ver ms con la sangre que con la mente, y nole fue posible al poder central eliminarla por completo.

    Un extranjero Samuel Burr Johnson trazaba en 1814un cuadro ms objetivo de esta fiesta ciudadana:

    Las carreras de caballos es una de las diversiones principalesde los chilenos, y a ellas concurren hombres y mujeres de to-das edades y condiciones, clases y colores. Las grandes carre-

    ras se verifican, generalmente, en un llano que dista comocinco millas de la ciudad y a ellas asisten con frecuencia hasta10 mil almas. Las seoras van en grandes carretas entoldadas,tiradas por bueyes, y parten por la maana temprano, llevan-do consigo provisiones para todo el da Bien poco inters sepresta a las carreras, a las que se va, ms que por otra cosa, acultivar el trato social.11

    Una situacin similar se present con el juego de lachueca: habiendo sido originalmente un deporte (y unafiesta) indgena, fue adoptado por el pueblo criollo, con-virtindose, durante el perodo colonial y hasta mediadosdel siglo XIX, en un deporte masivo al que concurran mi-les de personas y que, como daba lugar tambin a una suertede carnaval, sola prolongarse por tres o cuatro das. En lachueca, los contendores, quince o veinte por banda con-signa el cronista Crdoba y Figueroa entran desnudos y

    11

    Ibdem, p. 58.

    Juego de rayuela (Pereira Salas, lm. 9).

    Da de carrera, Cancha de Las Lomas (Pereira

    Salas, lm. 1).

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    slo cubiertas las partes verendas: cada uno lleva un made-ro, corvo en su extremidad, de seis a siete palmos: ponenuna bola en medio y el empeo es echarla cada parte de los

    contendientes al extremo de la longitud.12Cabe sealar que las mujeres tambin constituan equi-

    pos, jugaban en la misma ocasin y, como los hombres,entraban a la cancha desnudas de la cintura para arriba.El padre Diego Rosales escribi que para estar ms lige-ros para correr, juegan este juego desnudos con slo unapampanilla o un pao que cubre la indecencia. Y aunqueno tan desnudas suelen jugar las mujeres a este juego, aque concurren todos para verlas jugar y correr. Natural-mente, los contendientes invocaban a los espritus yhasta los dioses para que les favoreciesen en el juego, apos-taban camisetas, perros, caballos, plata y despus se sien-tan a beber chicha y tienen una gran borrachera. El SnodoDiocesano de la Iglesia Catlica y las autoridades civiles,escandalizadas sobre todo por las relaciones sexualesen que solan concluir estos juegos, prohibieron su prc-tica y anunciaron drsticas sanciones a los que incurrie-sen en falta. El obispo Pedro de Aza fue, en este sentido,implacable: dijo que eran juegos y supersticiones muyfunestas y depravadas, razn por la que orden que nose les permita tales juegos de chueca entre s, ni con losespaoles y mucho menos con las indias, por la mayorprostitucin de la honestidad. El obispo Alday hizo lomismo, en razn del abuso del juego de la chueca en cam-paa, tanto por espaoles y mestizos como por los indiosy lo que es ms por mujeres, en das de fiesta pernoctando

    hasta mantenerse tres o cuatro das en dichos juegos, sinor misa y con mezcla de ambos sexos [se ven] hastamujeres desnudas de la cintura arriba que se entregan confrenes a ese febril ejercicio.13

    El derecho soberano de los ciudadanos a vivir de tiem-po en tiempo un carnaval en el que se conjugase el libre

    12Pedro de Crdoba y Figueroa: Historia de Chile(Santiago, 1862),

    en Coleccin de Historiadores de Chile, tomo II, p. 30.

    El juego de la chueca segn el Padre AlonsoOvalle. Grabado de Fabri. Roma, 1646 (PereiraSalas, s/folio).

    Juego de los porotos y baile, 1840 (M. CsarFemin, s/folio).

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    ejercicio fsico, la competencia, el deporte, la fiesta y el sexofue, en definitiva, reducido a prcticas competitivasdescarnavalizadas, a prudentes fiestas religiosas carna-

    valizadas y a fiestas que slo podan desplegarse plena-mente puertas adentro. La manifestacin pblica de laliberacin dionisaca (que inclua alcohol y sexo) fue es-tigmatizada (era una prctica funesta y depravada) yprohibida hasta el extremo de forzar su clandestinizacinpecaminosa y delictiva.14 Es notable que las clases altasde la sociedad fueron proclives a acatar formalmente lasprohibiciones establecidas por los poderes centrales en estesentido; no as la clase popular que, porfiadamente, ten-

    di a reproducir, en los suburbios (chinganas) o en ple-no campo (fiestas de la trilla, la vendimia, pero tambindurante las misiones o las festividades sagradas), lavieja tradicin carnavalesca. El caso de la chingana fue,en este sentido, notable.

    La chingana constituy una reproduccin puntual ymicroscpica de los carnavales multitudinarios que habancaracterizado a los juegos de chueca y las carreras de caba-llos. En esos carnavales debe recordarse se habanlevantado decenas y aun centenas de ramadas, donde sevenda comida, licor, se cantaba, jugaba, bailaba, se cruza-

    ban apuestas y, en las cobachuelas de su trastienda segn Jos Zapiola se practicaba tambin sexo. En esosdespoblados o pampillas (a una o dos leguas de la ciu-dad) las ramadas haban formado calles, en cuya entradase ponen estacas y palos atravesados para impedir la en-trada de caballeras u otros animales y permitir la realiza-

    cin de toda clase de juegos y bailes. Con la prohibicin delos juegos de chueca y las carreras de caballos desaparecie-

    13E. Pereira, op. cit., pp. 130-134.

    14Cabe decir que las dos veces que la Federacin de Estudiantes deChile intent organizar Fiestas de la Primavera en Santiago de Chiledurante el siglo XX, su intento termin con una prohibicin oficial.Y la razn fue la misma: prcticas funestas y depravadas. Las ra-madas fueron a la larga permitidas, pero no como carnaval popular,

    sino como fiesta dieciochera, o sea: de la Patria.

    Cancha de bolos en Santiago. Litografa Lehnert,Pars (Pereira Salas, s/folio).

    Peones jugando al naipe, 1859 (Ruiz Aldea, p. 178).

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    ron las grandes concentraciones de ramadas, pero no lasramadas de las quintas o sitios privados, pues stas siguie-ron existiendo individualmente dondequiera que hubiera

    matanza de animales y/o hornos de barro o fritanguerasadministradas por una mujer. Las mujeres abandonadas(muy numerosas desde que estallaron las guerras de la In-dependencia y las guerras civiles) levantaron por doquierrancho y ramada para subsistir vendiendo tejidos y alfare-ra, comida y chicha, msica y baile, alojamiento y sexo.Entre 1814 y 1850 las ramadas de las abandonadas proli-feraron en todos los suburbios de las ciudades importan-tes. Cada rancho tuvo su ramada, y cada sitio de mujer

    reprodujo, en pequeo y rancho adentro, el espritu y des-enfado carnavalescos. A este conjunto suburbano (o espa-cio comunitario popular) se le llam, simplemente,chingana.

    Segn los diccionarios de chilenismos de los profeso-res Manuel Antonio Romn y Rodolfo Lenz, la palabrachingana proviene del quechua, y significaba bocas osocavones de cerro donde es posible esconderse, o desapa-recer. Era equivalente a escondite. Adecuadamente, laschinganas fueron, en Chile, despus de las drsticasprohibiciones promulgadas por los obispos y jefes colo-niales, apropiados escondites para el espritu carnava-lesco de la ciudadana popular. En ellas sobrevivi, pordcadas, una moral abierta y libre, distinta a la predicadapor los soberanos de la tica sexual (que rigi sin disputadentro de las casas solariegas de la oligarqua). Y haciaellas se sintieron atrados los hombres de pueblo y tam-

    bin segn se sabe los hombres conspicuos; y all, entorno a la fondista o chinganera, se fragu, en delibe-racin libre, en plano de igualdad y con humor festivo, lacultura popular chilena y la identidad histrica del bajopueblo.

    El xito social, cultural, identitario y econmico de laschinganas fue, entre 1800 y 1850, considerable. Fue larazn de su proliferacin y consolidacin. All, la sobera-na popular recuper parte de su dinmica cultural y de-

    safi, insolentemente, la presin y la represin que

    Chingana santiaguina con juegos de bolillos,tablajes y rueda de fortuna. Litografa G. Sharf

    (Londres). Sobre un dibujo de Peter Schmidtmeyer(Pereira Salas, s/folio).

    Msica y baile en la ramada (s/datos).

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    descargaban sobre ellas los poderes centrales. Por esto, lahistoria de las chinganas fue, desde el principio y entanto permanecieron como establecimientos tpicamente

    populares, una historia de guerra continua con la justi-cia, la polica y la moral oficial. A la larga, el inters co-mercial de los especuladores (que queran controlarla),unido a la presin moral y policial de las autoridades, ter-minaron por transformarlas en cafs chinos (prostbu-los clandestinos), en hermticos clubes masculinos y en

    bulliciosos bares y billares para hombres de clase media yalta, todos ellos administrados por sujetos oscuros de cla-se baja o bien segn Edwards Bello por palos blan-

    cos de la oligarqua decadente. Las chinganas murieron,pues, para dar vida, en cambio, a establecimientos de-centes debidamente reconocidos por los municipios y consus respectivas patentes de Segunda o Tercera Categora.O sea: a establecimientos que pasaron a formar parte delespacio pblico controlado por las leyes del Estado y lamoral de la Iglesia. Aptos para una clientela de clase me-dia para arriba. Pues la soberana carnavalesca popular,ancestral, de ellos, termin siendo profilcticamente ex-cluida.15

    El encarcelamiento de las grandes ferias

    La desmembracin residual afect tambin al comerciolocal, libre, entre ciudadanos. Los poderes centrales, arrastra-dos por los grandes capitales e intereses que fueron acu-mulndose en torno a los mercaderes que controlaban elcomercio de ultramar y las rutas transcontinentales, pro-curaron absorber y regular monoplicamente todas las tran-sacciones comerciales del territorio que dominaban. A este

    15Vase, entre otros, G. Salazar: Labradores, peones y proletarios. For-macin y crisis de la sociedad popular chilena del siglo XIX (Santia-go: Ed. SUR, 1985), cap. II, secciones 4 y 5. Tambin: Luca Valencia:Diversin popular y moral oligrquica: entre la barbarie y la civili-zacin. Valparaso, 1850-1880, en Contribuciones cientficas y tecno-

    lgicas 27:122 (U. de Santiago, 1999), pp. 157-170.

    (Pereira Salas, lm. 10).

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    efecto, construyeron recintos especiales donde deban efec-tuarse esas transacciones y dictaron leyes, ordenanzas yreglamentos para gobernarlas centralizadamente. La mo-

    nopolizacin del intercambio mercantil exterior por partede los grandes mercaderes, y la monopolizacin (por partedel Estado nacional o imperial) de las tradiciones y cos-tumbres populares que haban regido por siglos las prcti-cas comerciales interiores, fueron procesos paralelos a, ycomplementarios de, la centralizacin estatal y eclesisticade la soberana poltica y moral del pueblo. La soberanaeconmica y comercial de las comunidades agrarias opastoriles que vivan en las villas y ciudades pos-medieva-

    les (o de la alta colonia) fue as hostigada, intervenida yexpropiada por la irrupcin del gran comercio (a distan-cia, nacional o continental) y por las instituciones centrali-zadoras que les sirvieron de soporte poltico y legal (o tri-

    butario).16

    Originalmente, los campesinos y los artesanos ofrecansus productos en las ferias locales que peridicamenteorganizaban a este efecto. Desde un comienzo, estas fe-rias, junto con ser una actividad econmica, constituye-ron una relajada actividad social que sacaba a los aldeanos(y a las aldeanas) de sus ancestrales rutinas productivas,y que ellos mismos, a travs de sus concejos y municipios,regan soberanamente. Sobre estas ferias o mercados lo-cales escribi H. Pirenne:

    La utilidad de esas pequeas asambleas consista en cubrirlas necesidades locales de la poblacin de la comarca, y tam-bin, quiz en satisfacer el instinto de sociabilidad que es

    innato en todos los hombres. Era la nica distraccin que ofre-ca una sociedad inmovilizada en el trabajo de la tierra. Laprohibicin que hizo Carlomagno a los siervos de sus domi-nios de vagar por los mercados demuestra que iban a ellosms por diversin que por el afn de ganar dinero.17

    16Estos procesos bsicos pueden examinarse en el siempre vigente tra-bajo de H. Pirenne: Historia econmica y social de la Edad Media(Mxico: FCE, 1952), pp. 179 et seq.

    17

    Ibdem, p. 16.

    Feria libre de Chilln, 1900 (M. R. Wright, s/folio).

    32 F i lib i id l d b i d d

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    La progresiva incorporacin a esas ferias de mercade-res forneos que vivan, como los gitanos, recorriendo lasrutas terrestres, agreg el atractivo de lo extico y lo ex-

    tranjero, hecho que multiplic el efecto de distrac-cin, de diversin y de lo distinto que poda hallarseen ellas. No hay duda de que la feria era un lugar pbli-co donde a la soberana comercial del pueblo se aadi unaoportunidad de liberacin social y/o cultural, tanto ms si aesas ferias llegaban saltimbanquis, buhoneros, animalesextraos y mujeres de mayor desenfado moral. Se com-prende que la soberana comercial de las masas de indi-viduos que all se reunan iba en detrimento de las

    ganancias o era una oportunidad desperdiciada para losgrandes mercaderes, y un tributo posible pero no consti-tuido para las autoridades centrales; por su parte, la li-

    bertad social, cultural y moral que all se viva se perfilabacomo una amenaza para las buenas costumbres exigidasde modo implacable a las comunidades locales por la Igle-sia Catlica (universal).

    A la larga, los mercaderes de profesin que reco-rran a pie largas distancias (en Inglaterra se les llamhombres de pies polvorientos) fueron los que impusie-ron, en gran escala, el fenmeno comercial, cultural, so-cial y moral de las ferias mayores, que comenzaron aser permitidas por las autoridades en determinadoscruces de caminos una o dos veces al ao. Estas grandesferias donde se negociaba a escala continental, puesoperaban como virtuales clearing houses para la economaeuropea constituyeron de hecho una transaccin pol-

    tica entre los mercaderes de profesin y las autoridadesnacionales. En este acuerdo, a los primeros se les conce-dieron privilegios liberales (por ejemplo, para ellos sesuspenda la prohibicin eclesistica de la usura o apli-cacin de la tasa de inters del dinero), mientras las se-gundas se embolsaban suculentos derechos tributarios,embargos y prstamos blandos de largo plazo. Poco a poco,las ferias gozaron de otros privilegios adicionales: en ellasse pudo jugar a los dados, hacer banquetes (fiestas

    pblicas), ofrecer espectculos (acrbatas, canto, baile,

    La lonja de Barcelona (Vicens Vives, p. 342).

    El i b 33

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    juglares), suspendindose incluso las penas y condenas pordeudas acumuladas fuera de la feria. En Europa, la msimportante de estas ferias fue la de Champaa, en Fran-

    cia, pero de hecho las hubo tambin en Medina del Cam-po, en Espaa, y en los suburbios de otras ciudadesmayores.

    La alianza poltica entre los mercaderes de nivel ca-pitalista y los soberanos del Estado que tuvo por finpermitir y desarrollar el capitalismo nacional de las gran-des ferias territoriales suspendi en stas, por una par-te, el extremismo moral de la Iglesia Catlica; y prohibi,por otra, lesionando la soberana comercial del pueblo, las

    ferias locales y otras formas libres de comercio popular.Testimonio de esto fueron varias leyes dictadas por losreyes de Espaa. Cabe citar la dictada por Don EnriqueIV en Madrid y Toledo, en el siglo XV, como Ley I, Ttulo20, libro 9:

    Ordenamos que ferias francas y mercados francos no sean nise hagan en nuestros Reynos y Seoros, salvo la nuestraferia de Medina, y las otras ferias que de Nos tienen merce-des y privilegios confirmados, y en nuestros libros asenta-dos: y qualesquiera que algunas otras ferias o mercadosfranqueados fueren con sus mercaderas, que pierdan las bes-tias y mercaderas; y demas que pierdan todos sus bienesmuebles y races, la tercia parte para la nuestra Cmara, yla otra tercia parte para el acusador, y la otra tercia partepara el Juez que lo juzgare.18

    Los reyes optaron por arrendar (subastar) a merca-deres particulares la potestad (soberana) de permitir larealizacin de ferias francas y de fiscalizar el cumpli-

    miento de las leyes que las regan. Don Fernando y DoaIsabel dictaron otra ley, en diciembre 10 de 1491, por la cualexplcitamente extendieron la prohibicin de realizar feriasy mercados que hasta all recaa sobre los aldeanos y susConcejos (municipios) respectivos a los Prelados, Du-ques, Condes, Marqueses y Maestres de rdenes y otros

    18Novsima Recopilacin, op. cit., Tomo IV, Libro IX, Ttulo VII, p.

    260.

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    Caballeros. El monopolio fundado por el Rey en compa-a de los grandes mercaderes (que a este efecto operabancomo arrendadores) se ejerci, pues, sobre villanos y

    caballeros, sobre campesinos y artesanos y tambin so-bre la nobleza feudal. Devino, pues, en soberana nacio-nal o imperial (universal). Y dentro de esta soberana, elarrendador se convirti en un importante beneficiario,pues estaba habilitado para recibir una de las tercias par-tes de los embargos que se aplicaban a los violadores delmonopolio. La Ley de los Reyes Catlicos terminaba di-ciendo:

    Es nuestra merced y mandamos que cada y quando fuerenrequeridas las Justicias por los dichos nuestros arrendado-res y fieles cogedores, o qualquier dellos sobre esto, faganpesquisa, so la protestacion que contra ellos fuere fecha; y siparescieren por ella culpantes algunas personas, que contraaquellas pongan los arrendadores sus demandas sobre locontenido en esta ley, y las Justicias les hagan luego cumpli-miento de justicia so la dicha pena.19

    Una vez que el Rey expropi la soberana comercialdel pueblo, la deleg a sus mercaderes subastadores

    (arrendadores o recaudadores) quienes contaron con elapoyo de las Justicias para castigar a los culpantes yconfiscarles las tercias partes que se repartan entre losexpropiadores. Con el tiempo, el Rey control (y prote-gi, segn otra ley dictada por los Reyes Catlicos) lasferias de Segovia, Medina del Campo, de Valladolid y deotras ciudades y lugares de la nuestra Corona Real.

    Donde y cuando se desarrollaron transacciones co-merciales de gran escala sobre productos de demanda es-tratgica y altamente rentables (como, por ejemplo, el trigo),los poderes centrales optaron por crear ferias especializa-das en lugares a propsito; estaban circunscritas al rubrorespectivo y eran altamente monopolizadas y fiscalizadas,a objeto de evitar la competencia abierta de los pequeosvendedores (o compradores), las variaciones azarosas o

    19

    Novsima Recopilacin, op. cit., Ley II, p. 260.

    Vendedores en el mercado (Vicens Vives, p. 293).

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    especulativas de los precios y las consiguientes prdidaspara los grandes mercaderes y los recaudadores de la Co-rona. Estas ferias fueron denominadas lonjas o alhn-

    digas. Ntese los fundamentos que cita Don Felipe II paradictar la Ley por la cual se orden fundar la alhndiga deMjico:

    Por cuanto habiendo reconocido el cabildo, justicia y regi-miento de la ciudad de Mjico, que se iban encareciendo conexceso los bastimentos de trigo, harina y cebada, causa delos muchos regatones y revendedores que trataban y contra-taban en ellas, y considerando que en muchas repblicas biengobernadas se han fundado casas de alhndigas, para estar

    mejor proveidas y abastecidas, estableci y fund, con acuer-do de Don Martin Enriquez, nuestro virrey de aquellas pro-vincias, una alhndiga, sealando casa conveniente, paraque en ella pudiesen los labradores despachar sus granos ylos panaderos donde proveerse del trigo y harina que hubie-sen menester para su avo y abasto de la ciudad, a los pre-cios mas acomodados20

    Este establecimiento (llamado tambin lonja) estabaa cargo de un funcionario pblico denominado fiel de laalhndiga, cuyo rol era fiscalizar el cumplimiento riguro-so del reglamento que la rega. A este funcionario le estabaprohibido comprar trigo, harina, ni granos, por s ni porinterpsitas personas. La alhndiga deba monopolizartodas las ventas en su rubro. La Ley deca: todas las per-sonas que llevaren trigo, harina, cebado o grano a Mjico,para vender, lo lleven derechamente a la alhndiga, paraque all lo vendan, y no en otra parte alguna, ni por ningu-na va, fuera de la dicha alhndiga, pena de quatro pesos

    por cada hanega que as se vendiere o comprare. Tambinse prohiba salir a los caminos a comprar ni ajustar preciosfuera de este establecimiento.21

    La rigurosa especializacin mercantil de las ferias quenegociaban productos de alta y rentable demanda (como

    20Recopilacin de Leyes de los Reinos de las Indias, mandadas imprimir ypublicar por la magestad catlica del Rey Don Carlos II (Madrid: Boix,editor, 1841), Tomo II, Ttulo XIV, pp. 124 y 125.

    21

    Ibdem, leyes II a XIX, pp. 125-127.

    Consejo de Ciento, Barcelona, 1400 (Vicens Vi-ves, p. 212).

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    las alhndigas del trigo, harina, cebada y animales, sobretodo) impidi que en ellas primara ese espritu festivo yliberal que anim a las grandes ferias francas, al paso

    que despojaba a stas de sus rubros estratgicos. El resul-tado de la centralizacin mercantil y monrquica no po-da ser otro que el eclipse progresivo de las grandes feriaslibres (como la de Champaa o Medina del Campo), eldomicilio del comercio vital en adustas casas especializa-das (lonjas, alhndigas) y la transformacin del aho-ra aislado espritu extico y festivo de las ferias libres enmarginales circos ambulantes.

    Con todo, la evolucin monoplica del gran comercio

    y la instalacin recaudadora y fiscalizadora de los pode-res centrales no lograron erradicar, en el largo plazo, nilas ferias locales, ni el porfiado hormigueo de los rega-tones, ni la pertinaz tendencia de los ciudadanos aproporcionarse lugares libres para mercadear y explayarseen un relajado encuentro social consigo mismos. Las fe-rias locales no se dejaron atrapar del todo por los poderescentrales, y se empearon en una guerra de guerrillas que,en el caso de Chile, tuvo caracteres singulares, como se

    ver en el prximo apartado. Por eso, en ellas sobrevivi,residualmente, la antigua soberana comercial y social delpueblo.

    Vida, pasin y muerte de lascaadas populares

    En Chile, los labradores independientes no vivieronconglomerados en comunidades o villas propiamentecampesinas (como en Europa), sino dispersos en valles yrinconadas interiores, o bien aglomerados en una hacien-da, pero dependientes del poder del hacendado. Por estarazn, ni vendieron masivamente sus productos en feriaso mercados locales situados en su propio villorrio, ni re-gularon la venta de esos productos a travs de un conce-

    jo campesino, ni estuvieron asociados con los artesanos en

    La lonja de Palma de Mallorca (Vicens Vivesp. 343).

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    las faenas de venta al pblico (los artesanos constituan ensu mayora un grupo social netamente urbano). El peque-o productor popular, en Chile colonial y poscolonial, ni

    vivi integrado en comunidades como en Europa, ni pudo,por lo mismo, ejercer soberana sobre la venta de sus productos:careci, en este sentido, de un espacio pblico propio.

    Debe agregarse a lo anterior el hecho de que, en lossiglos XVIII y XIX, la poblacin chilena concentrada encentros urbanos no super el 15 por ciento como prome-dio; por su parte, la mayor parte de la poblacin rural (quecopaba el 85 por ciento restante) estaba constituida poruna poblacin flotante y semi-vagabunda (principalmen-

    te masculina: los peones-gaanes o rotos). En conse-cuencia, la mayor parte de la produccin agrcola,hortcola, vincola y ganadera se venda in situ, en las mis-mas casas campesinas y a la poblacin popular (masculi-na) que rotaba entre los centros productivos. El comerciopopular tena lugar en todas partes, constante y simult-neamente, sin converger a lugares especficos, ni en fe-chas especficas (como las ferias o mercados), ni para darsalida a grandes volmenes de productos; ms bien, cada

    vez se daba curso a mnimas cantidades, adaptadas a lasnecesidades inmediatas de individuos o pequeos gruposde consumidores (estas ventas no siempre daban lugar aintercambios monetarios, sino a compromisos que se pa-gaban en especie o servicios a mediano o largo plazo).

    La aparicin de lugares de comercio (como los merca-dos o las ferias) se produjo en relacin con el abastecimien-to de las ciudades de relativo mayor tamao: La Serena,Valparaso, Santiago, Concepcin, Chilln, o Los ngeles,particularmente en los ramos de fruta, hortalizas y ganadode matanza. En general, esos lugares fueron, en un comien-zo, sitios suburbanos emplazados dentro del permetro lla-mado demasas de cabildo (o ejidos) y sujetos a unanormativa relativamente flexible, que denotaba un acuer-do paritario entre los campesinos vendedores y el Cabildolocal. Tales sitios, siguiendo la tradicin espaola, fueronllamados caadas. En ellas instal sus reales la sociabili-

    Carreta de bueyes (The Illustrated London News,s/folio).

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    dad abierta y liberal de la clase popular. Y a ellas concu-rrieron los compradores urbanos y en ellas se ajustaron li-

    bremente los precios.

    Las caadas no eran sino el lugar donde recalaban yse estacionaban las carretas tiradas por bueyes y las recuasde mulas cargadas en las cuales los campesinos bajaban ala ciudad. La caada, por eso, era el mismo camino delinterior que all empalmaba con las calles de la ciudad,donde, para permitir el estacionamiento de las carretas, sele daba una anchura mayor (Santiago tuvo una caada porel sur: la Alameda, y otras por el norte: las de Independen-cia y Recoleta, a orillas del ro). De ms est decir que en

    los sitios aledaos a las caadas se instalaban ramadas,chinganas y ranchos de mujeres abandonadas. El lugarse llenaba de peones urbanos y rurales, que compraban fru-tos y legumbres a los campesinos para revenderlos poste-riormente en la ciudad (comercio regatn), as como declientes de todo tipo, sexo y edad. La caada, por esto,no slo fue una feria franca donde se comerciaban frutosdel pas, sino tambin una suerte de campamento campe-sino y un arrabal popular de la ciudad. El lugar herva de

    actividad cada vez que llegaban los introductores (as sedenominaba a los campesinos), se movilizaban losregatones, se acercaban los compradores y se apeabanlos solcitos parroquianos de las chinganas. No cabe duda,pues, que en las caadas no slo se vivi la atmsferarelajada y liberal de las grandes ferias europeas, sino tam-

    bin los aires carnavalescos de la cultura popular, regu-larmente prohibidos en el centro del espacio pblicourbano.

    Hasta mediados del siglo XIX, los municipios estimu-laron y protegieron la peridica bajada de los que dentrana bender frutas y verduras en carreta y de los hombresde campo que llegan a la plaza con sus frutos. Las autori-dades asuman que los productos que entraban los campe-sinos eran ms frescos y de ms bajo precio que el queofrecan en las calles los regatones (vendedores ambu-

    Las carretas verduleras frente a la Plaza de Abas-tos, 1880 (Pea Otaegui, p.391).

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    lantes). El Cabildo de La Serena, incluso, permiti en 1789que los campesinos y los artesanos, juntos, vendiesen susproductos una vez al mes en la propia plaza de la ciudad,

    reviviendo as una de las ms antiguas tradiciones ciuda-danas. Su acuerdo deca as:

    Los primeros sbados de cada mes, donde traigan todo g-nero de legumbres, as fresco como en seco, toda especie deaves y carnes, as muertas como vivas, sus manufacturas deloza, tejidos de lana, camo, de algodn y cuanto la indus-tria de estos habitantes puedan acopiar para vender en estosdas que en el expresado mercado habr entera libertad devender por mayor o menor, segn acomode a los interesadosy sin sujecin ninguna a las leyes municipales de tasas yprecios que haya puesto sobre los efectos de abastecimiento,a diferencia de los dems das del mes, en que quedan enfuerza y vigor.22

    Los Cabildos de otras ciudades (Chilln, Los ngeles,Concepcin, entre otros) adoptaron idnticas medidas deexcepcin. Con ellas permitan que las ferias populares,al operar sin sujecin ninguna a las leyes municipales,se consolidaran como reguladores de los precios de los ar-

    tculos de primera necesidad (muy inflados por los rega-tones, pero tambin por los mayoristas que exportabantrigo, harinas y charqui al exterior, generando escasez in-terna). Representaban asimismo vlvulas de relajacin social

    y cultural de la ciudadana, especialmente de la clase popu-lar, que poda hallar en ellas un revitalizante oxgeno parasu soberana popular. Esto lo capt bien, hacia 1822, laviajera inglesa Mara Graham, cuando describi la feria po-pular de Valparaso:

    Fuera de los artculos de consumo diario, la gente de puebloexpone para la venta ponchos, sombreros, zapatos, tejidosburdos, tiles de greda El pueblo rodea los puestos con unaire de verdadera importancia, fumando y retirndose unpoco al interior, donde el sabroso aroma que se esparce y elchisporroteo de la grasa hirviendo hacen saber a los transen-tes que all pueden encontrar frituras, dulces adems no

    Camino de Renca (J. M. Gillis, Plate III).

    22Archivo del Cabildo de La Serena, vol. 33, enero 21 de 1789.

    40 Ferias libres: espacio residual de soberana ciudadana

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    escasean las copas de vino o de aguardiente para mejorar lamerienda.23

    El pueblo rodea los puestos con un aire de verdadera

    importancia, fumando y retirndose un poco al interiorSin duda, no podra interpretarse esto sino como el encuen-tro del pueblo con lo suyo, en la libertad de su propia iden-tidad, y en la igualdad soberana de todos los que participande lo que ellos mismos producen y de lo que ellos mismosconsumen, para ganancia de todos. Atmsfera de identi-dad, pero tambin de libertad e igualdad.

    Un conjunto de observadores extranjeros encabeza-dos por el Lieutenant J. M. Gillis observ hacia 1850 lo

    siguiente:

    Hay varios mercados en la ciudad de Santiago, siendo el prin-cipal el ubicado en la avenida situada junto al Mapocho. Den-tro de una manzana cercada por filas de casas bajas de un pisohay una gran variedad de puestos de venta y bancas, en loscuales uno puede encontrar en la estacin no slo todos losproductos de la tierra, del aire y el agua del pas, sino tambingrupos de vendedores ambulantes con artculos de mercera,peinetas, jabones, cuchillera y alfarera comn en todas sus

    formas; y como pocos individuos de la clase pobre tienen otracosa que utensilios de greda, la alfarera es un importantsimotem de su economa domstica La oferta de verduras, fru-tas y flores es variada y los precios moderados Las calleslaterales estn ocupadas por locales de venta de granos,porotos, ropas, etc. y un largo y bajo galpn, en el lado oeste,est lleno de ponchos, pellones y arreos para caballos otracalle cerca del ro est poblada de tendales, bajo las cuales sesientan mujeres con canastos de zapatos En otra calle es-tn las carretas y las mulas, con sus cargas que vienen o vanpara el campo, un lugar saturado de gente, del cual uno es

    afortunado de escapar por una puerta que da a la calle de loscarniceros24

    El paseo de la Alameda (Olio [sic]de J. Charton,1850. Coleccin del Hon. Lord Forres, Escocia.)(Pea Otaegui, p. 370).

    23M. Graham:Journal of a Residence in Chile during the Year 1822 and aVoyage from Chile to Brasil in 1823 (London, 1824), pp. 42-45.

    24Lieutenant J. M. Gillis: The U. S. Naval Astronomical Expedition to theSouthern Hemisphere during de years 1849, 50, 51 y 52 (Washington:A.O P. Nicholson Printer, 1855), vol. I: Chile, pp. 184-187. Traduc-

    cin de G. S. V.

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    Feria de Temuco, ha. 1903 (Archivo Museo Histrico Nacional. Original en M. R. Wright).

    42 Ferias libres: espacio residual de soberana ciudadana

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    Las caadas y ferias con rgimen de excepcin te-nan lugar, sin embargo, en tierra ajena. Ms an: operaban

    bajo la jurisdiccin y polica de cabildos ajenos (los cabildos

    estaban controlados por los grandes hacendados y merca-deres). Tanto ms, si la venta de hortalizas y manufacturaspopulares constituan actividades necesarias pero de segun-da importancia para los grandes mercaderes de la plata,del cuero, del sebo y del trigo. Como en Europa, las autori-dades centrales estaban preocupadas del gran comercio adistancia (en este caso, con el Virreinato del Per) y, portanto, de los lugares donde se concentraba el comercio deexportacin-importacin. Para este ltimo comercio, los

    lugares clave fueron Valparaso, Tom, Coquimbo,Talcahuano y Los Andes, particularmente los dos prime-ros (las ferias populares principales fueron, en cambio, lasde Chilln, Los ngeles y de otras ciudades interiores). Alos puertos de exportacin concurran los grandes vende-dores (exportadores de cobre, plata, trigo y harina, sobretodo) y los grandes compradores (navieros peruanos, pri-mero, ingleses despus).25 Sin embargo, las autoridadescentrales no fundaron all lonjas de trigo o lonjas de

    minerales como se haba hecho en Mjico, de modoque las ferias de Valparaso o Coquimbo o Tom se con-virtieron en mercados desregulados donde prim, a veces,la hegemona de los navieros del Callao y, otras veces, la delos bodegueros o molineros locales, y en todo caso, losabusos de ambos sobre los cosecheros campesinos delinterior.26 Los campesinos cosecheros no pudieron, por esto,participar con ventaja en las grandes ferias del trigo deValparaso o Tom, ni pudieron, por lo mismo, obtener ga-nancias que les permitieran acumular y potenciar su capa-

    25Vase Demetrio Ramos: Trigo chileno, navieros del Callao y hacen-dados limeos: entre la crisis agrcola del siglo XVII y la comercialde la primera mitad del XVIII, en Revista de Indias 26:105-6(1966),pp. 209-321.

    26Sobre estos abusos, vase de B. Vicua:Historia de Valparaso (Valpa-raso, 1869), vol. I, pp. 252-256 y 319-320. Tambin G. Salazar: Labra-dores, op. cit., pp. 100 et seq.

    Santiago, La Caada (Archivo Museo HistricoNacional).

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    cidad econmica. El campesinado chileno vivi y se reali-z como tal, por eso, en relacin con los mercados subur-

    banos menores, adaptado a la escala comercial y sobre todo

    cultural de las caadas y ferias urbanas permitidas.27

    Esta identidad campesina, ms fuerte en lo cultural queen lo econmico, y en lo social ms que en soberana muni-cipal, fue lo que vio un viajero alemn a comienzos del si-glo XIX, cuando escribi la siguiente caracterizacin:

    Slo el chileno de las clases populares conserva fielmente suscostumbres nacionales. Con alegre bullicio se aleja el campe-sino al atardecer, vendidos ya sus productos el camino loconduce frente a la chingana, como se las encuentra en todas

    las salidas del arrabal, y rara vez un chileno de esa clasepasar sin apearse El chileno de esta clase no necesita deun gusto artstico muy refinado para deleitarse medianteuna improvisacin y pasar algunas horas alegres, sin nin-guna preparacin previa. Slo despus de la medianochevuelven los huspedes, uno tras otro, a las mulas que losesperan, y pronto se escucha... los compases que se van per-diendo en la lejana, de las alegres tonadas con que inicia sufresco camino nocturno el huaso que regresa a su hogar.28

    Es evidente que la identidad de los campesinos se con-

    solid en la relacin con sus iguales. Es decir: con otrospobres como l y en la alegra compartida de una identi-dad colectiva; no con grupos de poder, ni en la satisfac-cin de la gran riqueza acumulada. No se forj en el vrtigodel ascenso social y econmico, sino en la identidad girato-ria pero firmemente colectiva de ser lo que siempre hemossido.

    Caadas, ferias libres y chinganas constituyeron, pues,un paquete popular con ms impacto cultural que econ-mico y con ms incidencia, por tanto, en lo social, moral ylegal que en otros planos del espacio pblico. Dada estacondicin, su destino dependa de la situacin global de

    27Una interesante mirada al comercio popular del siglo XIX en P.lvarez & R. Marchant: El comercio popular en Santiago. 1820-1850(Tesis de Licenciatura en Historia, U. de Santiago, 1999), cap. 2-4.

    28E. Poeppig: Un testigo en la alborada de Chile (1826-1829) (Santiago:

    Zig-Zag, 1960), pp. 90-91.

    Plaza de Armas de Santiago (Pea Otaegui,p. 334).

    44 Ferias libres: espacio residual de soberana ciudadana

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    los poderes centrales y de los acomodos que stos determi-naran. Fue un hecho que los poderes oligrquicos del passe volcaron hacia el comercio exterior y no hacia el interior,

    que privilegiaron los rubros de exportacin ms que losdel mercado local, y la asociacin con mercaderes extranje-ros ms que con los pequeos productores nacionales. Elcomercio popular, por tanto, fue asimilado al consumo co-tidiano de la poblacin, como una economa de retaguar-dia que no requera de otro cuidado que un adecuado or-den municipal, con nfasis en la limpieza, moral y estticaurbanas. No incida en los parmetros mayores del desa-rrollo econmico ni afectaba a los grandes intereses capita-

    listas del pas. Considerando esto, los aires carnavalescosde las caadas y las ferias populares (magnificados por lasmuchas chinganas que las rodeaban) adquirieron unarelevancia conspicua para la mirada eclesistica y para lallamada polica de salubridad (que inclua la fiscaliza-cin de la moral popular). De este modo, a ttulo de la ade-cuada higienizacin y moralizacin de la ciudad, las caa-das, ferias populares y chinganas fueron cada vez msfiscalizadas y limitadas, hasta concluir, en muchos casos,

    con su virtual exterminio.Como cabe suponer, la represin moral cay, en pri-

    mer lugar, sobre las mujeres que trabajaban en los merca-dos. La mujer de pueblo escribi el historiador VicuaMackenna nunca fue casta, ni dcil al deber de la fami-lia. Semejante juicio era compartido por todas las auto-ridades, laicas y eclesisticas, de la poca. Por lo mismo,las penas que la justicia pblica aplicaba a las mujeres depueblo que trabajaban por cuenta propia o vendan en el

    espacio pblico, no eran distintas a las de los hombres.En 1765, por ejemplo, el liberal Cabildo de La Serena apro-

    b un edicto segn el cual las mujeres pulperas que nocumpliesen los bandos de buen gobierno deban ser casti-gadas con 25 azotes en la plaza pblica.29 Sobre esta base, la

    Vendedores ambulantes (The Illustrated LondonNews, s/folio).

    29Archivo del Cabildo de La Serena, vol. 15 (1765), Bando del 16 de

    septiembre.

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    mayora de los cabildos comenz, desde 1780, a exigir unacontribucin de medio real diario a todas las mujeres quevendan pan, empanadas y dulces en calles y plazas. Y slo

    en 1834 el Cabildo de Valparaso especific que las mujeresque tenan cocineras dentro de sus habitaciones estabanexentas de la contribucin semanal.30 La cierto era quela soberana comercial de las mujeres del bajo pueblo fuesiendo progresivamente restringida por los bandos muni-cipales y traspasada de hecho al creciente nmero de co-merciantes establecidos (panaderos, sobre todo) quepagaban patente formal. De este modo, en 1841, la Munici-palidad de Curic prohibi derechamente a las panaderas

    apostarse en las calles o esquinas de la poblacin, mien-tras exiga una contribucin de 3 reales mensuales a las quevendan en la Recova y 4 reales a las que tenan contratoparticular de dar el pan a alguna casa.31 Pese a la disper-sin y movilidad del mercado popular donde trabajabanlas mujeres, los controles y la represin cayeron implaca-

    blemente sobre ellas. Pronto qued a la vista la verdaderanaturaleza de esos controles: se las recluy en lugares es-peciales dentro de la Recova, separadas de los hombres (aun-

    que fueran sus maridos), para evitar escndalos (sexo). Esto,que haba sido ordenado en 1812 en Concepcin, se perfec-cion en 1843, cuando se hizo circular el siguiente bando:

    Se prohibe en la Recova morada ordinaria del sexo femenino.Ninguna persona de esta clase que baje de 40 aos ser per-mitida all en clase de regatona, a excepcin de aquellas quevienen de los campos directamente con sus artculos de cam-bio.32

    Excluidos los campesinos de las grandes ferias portua-rias del trigo y la harina, y reducidas las mujeres suburba-nas a desempear un papel marginal en el comercioambulante y de recova, a la clase popular no le qued ms

    30Archivo del Cabildo de Valparaso, vol. 5, tomo 3 (1834), fs. 281-282.

    31Archivo de la Municipalidad de Curic, vol. 1 (1841), f. 61.

    32Archivo del Cabildo de Concepcin, vol. 5 (1843), f. 169.

    Vendedor ambulante (The Illustrated LondonNews, s/folio).

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    rubro comercial a su alcance que la venta de animales ycarnes muertas, junto a la venta de frutas y hortalizas (es-tos ltimos rubros se examinarn en el apartado siguiente).

    Y a las mujeres, el lento y tortuoso camino hacia la prostitu-cin comercial de los burdeles sujetos a control policial.Durante un siglo o ms, los campesinos acostumbraron

    llevar sus vacunos, chanchos y carneros a la ciudad, en cu-yas calles perifricas bajo ramadas provisorias los ma-taban para venderlos por cortes, segn pedido de los vecinosque se acercaban. Cualquier campesino o parcelero queposeyera animales poda convertirse en abastero de laciudad y, por cierto, en matarife. Un viajero norteameri-

    cano, J. E. Coffin, observ hacia 1820 que el mtodo ordi-nario de matar en Talcahuano y en las aldeas es degollar elanimal en plena calle y despresarlo a medida que se pre-sentan los vecinos a comprar.33 Lo mismo ocurra enRancagua en 1846, cuando los ediles de la Municipalidadprohibieron la matanza que dentro de la Poblacin se hacede ganado ovejuno y cerdos hasta en la misma Plaza Prin-cipal, ocasionando con las inmundicias el desaseo de lasaguas.34 Por la misma poca, en Valparaso, los mataderos

    campesinos ocupaban todo un barrio de la ciudad, segnel informe del regidor Hevel:

    Los mataderos particulares que actualmente existen se hallandiseminados por todo el barrio denominado El Cuadro, dondevive una quinta parte de la poblacin, casi toda de gente pro-letaria; y hay dos establecimientos muy cerca de la plaza Vic-toria Los animales que traen del campo cuando son bravospueden daar a los transentes, lo que no es raro, pues repeti-das veces han sucedido desgracias de este gnero. El desaseo

    es ms general y esparcido en el barrio del Cuadro por estardividido sin regularizacin alguna, siendo imposible destinaruna calle con este solo objeto, a causa de no encontrarse una.35

    33J. E. Coffin: Diario de un joven norteamericano detenido en Chile duranteel perodo 1817-1819 (Santiago, 1972), pp. 100-101.

    34Archivo de la Municipalidad de Rancagua, vol. II (1846), Bando del30 de mayo.

    35

    Archivo del Cabildo de Valparaso, vol. 6, tomo 4 (1843), f. 453.

    Plaza de Armas de Santiago (Pea Otaegui,p. 334).

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    Como el abasto de carnes muertas era un negociocampesino y proletario y no un rubro de alta rentabilidad,no se constituyeron en Chile al menos hasta mediados

    del siglo XIX grandes ferias de animales, como en otrospases. Durante mucho tiempo el abasto de carnes paraconventos, hospitales y regimientos que implicaba unaescala mayor se hizo por va de pedidos privados y demanera no regulada.36 Sin embargo, la voluntad municipalde establecer en la ciudad un sistema de abasto controladoy limpio condujo a la progresiva instauracin de matade-ros municipales y a la erradicacin total de los matade-ros particulares de los campesinos.

    El posterior abastecimiento de carnes a la zona salitre-ra y el carcter especulativo que tuvo este comercio a finesdel siglo XIX y comienzos del XX (cuando se registraronlos primeros dficit de abastecimiento, el alza de precios ylas primeras importaciones masivas de carne de vacunoargentina) agregaron a lo anterior la aparicin de algunasformalizadas ferias de animales regidas por grandes ha-cendados y capitalistas. Al mismo tiempo se produjo laagudizacin del abigeato (robo y contrabando de anima-

    les), donde s participaron los campesinos (en calidad decuatreros).37 En 1889, por ejemplo, se form la sociedadFerias Unidas, constituida por A. Irarrzaval, M.Seplveda y A. Seplveda, que levant sus instalacionesen los suburbios de Chilln. All se construyeron tribunasy corrales cmodos y espaciosos para facilitar el comerciode vacunos y caballares y realizar, de tiempo en tiempo,exposiciones de animales. Su objetivo era fomentar el de-

    36Vase de A. de Ramn & J. M. Larran: Orgenes de la vida econmicachilena, 1659-1808 (Santiago: CEP, 1982), pp. 80-96.

    37Con todo, la internacin de ganado argentino se habra iniciado ha-cia 1840 en el Norte Chico. La Municipalidad de Vicua, por ejem-plo, recibi un oficio en 1852 en el cual se informaba que lainternacin de ese ganado al Departamento alcanzaba a 6 mil cabe-zas (vacunos y caballares) al ao. Archivo de la Municipalidad deVicua, tomo II (1835-1864), Oficio de agosto 21 de 1852.

    Plaza de Armas de Santiago (Pea Otaegui,p. 330).

    Plaza de Armas de Santiago (Pea Otaegui,p. 338).

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    sarrollo de razas finas de alta productividad y favorecer elgran comercio del ganado. Se transform en sociedad an-nima en 1905, cuando ya tena instalaciones en Rancagua,

    Curic, San Fernando, Talca y San Carlos, aparte de Chilln(fue presidente de esta sociedad Fernando Lazcano, sien-do sus directores, entre otros, Manuel Bunster, GonzaloBulnes y Alfredo Irarrzaval). El mismo ao se form enSantiago la sociedad annima El Tattersall, con un capitalmucho mayor que la anterior y un giro de negocios msamplio, siendo su presidente Domingo Matte y directoresLeonidas Vial, Luis Calvo y Carlos Larran, entre otros.38

    En Chile, por tanto, las ferias y mercados propiamente

    campesinos se hallaron en una situacin estructuralmentedesfavorable (en tierra ajena, bajo municipio ajeno y comoeconoma de retaguardia). A pesar de que mientras existie-ron en forma libre no slo contribuyeron a regular los pre-cios evitando la inflacin y la especulacin, sino tambinproporcionaron un espacio pblico abierto y soberano, ensu mayor parte terminaron por ser reducidas, controladas oextinguidas, muy especialmente en sus aires carnavalescosy las mujeres regatonas. Slo en algunas ciudades las ferias

    populares sobrevivieron como mercados municipalizadosy regulados, pudiendo conservar, en parte, la frescura desus formas primitivas. Tal fue el caso de los mercados deChilln, Los ngeles y, en parte, de Concepcin. Con ello,la desmembracin residual de la soberana comercial y cul-tural del pueblo toc fondo, estabilizndose en un mnimocasi simblico. Sin embargo, la lucha de esa soberana porno dejarse extinguir por completo continu durante la se-gunda mitad del siglo XIX y a lo largo del XX; esta vez,

    animada por las astutas estrategias de sobrevivencia de losporfiados regatones, que siguieron siendo el principalquebradero de cabeza para las autoridades centrales. Es loque se examinar en el apartado siguiente.

    38R. Lloyd, ed.: Impresiones de la Repblica de Chile en el siglo XX(London:Truscott Imp., 1915), p. 421. Tambin S. Soto: Las riquezas de Chile ensus industrias y comercio (Santiago: Imp. Chile, 1906), pp. 220-221.

    La Alameda, Santiago de Chile (Harpers MonthlyMagazine, p. 912).

    Plaza de Armas de Santiago (Pea Otaegui,p. 330).

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    Paseantes en la Alameda (The Illustrated London News, s/folio).

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    Captulo dos

    LA GUERRILLA INFINITA DE LOSREGATONES

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    La supervivencia del comercio regatnLa orgullosa y solemne soberana popular del gora,

    como se vio, fue desmembrada, sofocada y reducida a res-coldo. El espacio pblico fue cada vez ms dominado yadministrado por los poderes centrales. Tras una larga lu-cha, las ferias y mercados populares quedaron sometidos yenjaulados en puntillosos reglamentos municipales, que noslo disciplinaron con mano de hierro las transacciones co-

    merciales libres entre productores y consumidores, sinotambin las relaciones sociales, culturales y morales (tam-bin libres) que siempre haban acompaado a aqullas.

    La lucha, sin embargo, despus de todo eso, continu.Era la soberana popular en s y por s misma que se ne-gaba a morir? Era una razn poltica fundamental laque instaba a la masa popular a seguir luchando? Al pa-recer, segn la informacin histrica disponible, ni lo unoni lo otro: ms bien, era el instinto de supervivencia de una

    clase popular empobrecida que, al estallar su crisis pro-ductiva (como campesino, artesano o pirquinero) y al verreducida a migajas su soberana comercial, se aferr condientes y muelas al comercio regatn, para no morir. Y deuna manera tal, que lo desarroll casi al infinito, en todasdirecciones, hasta convertirlo ya a fines del siglo XXen una red gigantesca y ubicua que los economistas deno-minaron, no sin cierto respeto, como economa informal.No era la soberana en s, ni la razn poltica o histrica en

    Vendedores en una estacin de ferrocarriles. Fir-ma Th. Olsen. De un libro publicado en Hamburgoen el siglo pasado (siglo XIX) (Ruiz Aldea, p. 215).

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    s la que llev a los regatones a inundar como una ava

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    s la que llev a los regatones a inundar como una ava-lancha el espacio pblico y las bases del gran comercio glo-

    bal: era, simplemente, la pobreza. Pero no la pobreza como

    conjunto de carencias, dficit y necesidades, sino como per-manente iniciativa social creadora y soberana residualpotenciada al mximo, que, surgida de una necesidad yuna capacidad individuales y locales, se extendi comoenredadera o epidemia por toda la ciudad y toda la socie-dad. Como una gigantesca telaraa, visible a ratos y a ra-tos invisible; como una enorme feria popular que, siendovirtual, era real, y siendo ilegal, tuvo que ser reconocidacomo vlida y legtima. Era, bajo otros conceptos, la revan-

    cha histrica de una soberana popular que, recluida en lapobreza, hall en sta lo mejor de s misma, para sortear lalnea Maginot de los poderes centrales y rodearlos, al fi-nal, por todos sus flancos.

    No es fcil ni gratuito, al parecer, jugar con la sobera-na popular.

    Despus de la crisis productiva del empresariado po-pular (que en Chile ocurri a mediados del siglo XIX), elgrueso de la juventud popular inici un gigantesco movi-

    miento de emigracin. Se calcula que ms de 200 mil ro-tos cruzaron las fronteras chilenas para buscar mejorfortuna en el extranjero (eso equivala al 10 por ciento dela poblacin total y a ms de 30 por ciento de la fuerza detrabajo masculina). Pero no tuvieron fortuna. Hacia 1900,el horizonte se cerr y ya no tuvo sentido emigrar. Ms

    bien, hubo que volver y encerrarse en los conventillosde la ciudad. Cuando esto ocurri, el comercio regatn,que hasta entonces haba sido una actividad residual pero

    insistente y majadera (para las autoridades), se convirtien la principal posibilidad de supervivencia para las em-pobrecidas masas populares. Desde entonces, se expandien todas direcciones, sin detenerse jams. Por sobre todaslas prohibiciones y limitaciones. De acuerdo con su escalade operacin, fue el sector ms dinmico de la economanacional durante la mayor parte del siglo XX.

    La guerrilla infinita de losregatones 55

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    Vendedor ambulante (Archivo Museo Histrico Nacional).

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    La plebeyizacin de los centros urbanos

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    p y

    Y no hay duda de que, ya durante el siglo XIX, fue elprincipal quebradero de cabeza para las autoridades mu-nicipales, que se esforzaban por ordenar, limpiar y morali-zar las ciudades respectivas. Debe tenerse presente que lamasa de peones-gaanes, expulsada de las reas rurales porla crisis del campesinado y del pirquineraje, volc su ce-santa y su pobreza sobre las ciudades. Desde 1830, ms omenos, se inici laplebeyizacin de los centros urbanos, fen-meno que se manifest en la multiplicacin de losrancheros, tinglados, guanguales, cobachas y aduaresafricanos, a tal punto que muchas ciudades (comoTalcahuano, Coquimbo, las quebradas de Valparaso, laBaja Caada, la Caadilla y el arrabal sur de Santiago) ter-minaron siendo totalmente plebeyizadas. En 1849, por ejem-plo, un grupo de viajeros norteamericanos vio Talcahuanocomo una ciudad sucia y licenciosa, enteramente domi-nada por las clases bajas.39 Un claro indicador de estaplebeyizacin fue el hecho de que, en 1865, de las 252.522viviendas que se contabilizaron en el pas, 151.262 eran

    ranchos (59,9 por ciento) y 27.246 cuartos (9,6 por cien-to). Es decir: el 70 por ciento de las casas chilenas eran cons-trucciones provisorias que las masas peonales levantabandonde podan, para sobrevivir. Era un hecho rotundo quela geografa urbana de Chile estaba ya enteramente do-minada, a mediados del siglo XIX, por la plebe.40

    La gran reforma urbana que se intent aplicar a partirde 1875 (separar la ciudad culta y el barrio del comer-cio de la temida ciudad brbara) no tuvo otro resultado

    prctico que transformar las masas de ranchos y cuartosen miles de apretadas piezas de conventillo; y ello congran ganancia para los rentistas urbanos que las arren-

    39J. Johnson: Talcahuano and Concepcin as seen by de Forty-Niners,en Hispanic America Historical Review 26:2 (1946), p. 255.

    40Censo citado por J. Courcelle-Seneuil, en Le Recensement du Chilien 1865, Journal des Economistes 6 (Paris, 1866, 3me Series), p.279.

    Mitin en las salitreras (s/datos).

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    daban, pero sin ningn impacto digno de nota en la ya avan-

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    zada plebeyizacin de la ciudad. Ms bien al contrario: sereemplaz el aireado rancho de comienzos de siglo poruna hermtica e insalubre pieza de conventillo donde vi-van hacinadas familias de seis, siete, ocho y ms personas.Pues el problema no era, en s mismo, de habitacin, sinode empleo. Y el resultado final de esa peculiar reforma ur-

    bana fue transformar la que hasta all haba sido una plebedispersa e individualista, en una plebe aglomerada y enmarcha; es decir, bajo la forma de un sorprendente e ines-perado movimiento social (el de los arrendatarios). Msan: como un movimiento plebeyo crecientemente

    politizado.41

    Lo que de verdad ocurri fue que las masas peonalesempobrecidas, deambulantes en pequeos grupos antes de1900, multiplicaron y fortalecieron sus formas asociativasinternas, pasando por decirlo as desde las dispersasbandas de vagabundos y cuatreros, a redes territorialesde gran anchura y baja visibilidad. Fue dentro de estas re-des donde el comercio regatn no slo sobrevivi, sino quese multiplic y desarroll, articulado como una extensa

    economa informal o, si se quiere, como un insondable ydelictivo bajo fondo. Pues era y es evidente que el co-mercio regatn, ms que una funcin econmica margi-nal del sistema dominante, es una funcin orgnica e internade carcter estratgico en la economa popular.

    Durante la primera mitad del siglo XIX no se desarro-ll un sistema de trabajo asalariado moderno que fueseatractivo para la juventud popular. En ese perodo, los pa-trones y las autoridades preferan utilizar mano de obra

    forzada (las cuadrillas de presos se usaban profusamenteen las obras pblicas y se arrendaban a empresarios pri-vados), la sujecin por deudas (con la pulpera patronal),el pago en fichas, o el jornal a contrata (cuyos montos eranequivalentes al valor de la comida de los presos). Todos

    Hermanas de la Caridad (The Illustrated LondonNews, s/folio).

    41Sobre el movimiento de arrendatarios, V. Espinoza: Para una historia delos pobres de la ciudad (Santiago: Ed. SUR, 1988), captulos I, II y III.

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    fueron sistemas en los que el patrn, en todos los casos,

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    tena derecho a aplicar castigos fsicos (colgamientos paraaplicar varillazos, azotainas y cepo).42 Se comprende que,en estas condiciones, el grueso de los peones repela el tra-

    bajo asalariado y prefera ocuparse, o bien en alguna acti-vidad delictiva, o bien como regatn. El trabajo delictivosola proporcionar mayores beneficios, pero al costo de unalto riesgo y una persecucin policial permanente. El deregatn, lo mismo que el primero, exiga la misma astuciay creatividad para eludir las normas del sistema, pero conriesgos menores. La mayora de los peones-gaanes optnaturalmente por integrarse a las filas del comercio ambu-

    lante. Su cultural mercantil, en este sentido, se desarrollen alto grado:

    En pequea escala escribi un viajero norteamericanotodos son comerciantes, puesto que constantemente lo pasanen negocios y regateos. Propiamente, no guardan nada ensus casas o en sus personas, y no hay nada tampoco quetengan o compren en cualquier momento que no estn dis-puestos a vender, si ello les reporta una ganancia, por pe-quea que sea.43

    El regatn, pese a su condicin marginal, su aparicinaislada, solitaria y a su carcter intrusivo y forastero en elespacio pblico formalizado, tena, sin embargo, clarasventajas comparativas respecto al comercio establecidoque los municipios queran proteger y desarrollar. Desdeluego, tena a favor su movilidad espacial y su libertad comer-cial (no tena residencia fija como los que tenan puestosen la Plaza de Abastos Municipal, no se rega por preciosoficiales ni tena que limitarse a determinados productos).

    En segundo lugar, como no pagaba patentes ni arriendo depuestos fijos, operaba a un nivel de costos ms bajo, ventajaque aumentaba si iba l mismo a comprar los productospara revender a los lugares donde se producan, sin espe-

    Vendedor ambulante (The Illustrated LondonNews, s/folio).

    42Sobre esto, G. Salazar: Labradores, op. cit., cap. II, secciones 4 y 5.

    43J. E. Coffin, op. cit., p. 122.

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    rar que sus introductores llegaran a la Plaza de AbastosR E t l b i t j l

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    o Recova. En tercer lugar, sobre esas mismas ventajas, elregatn tena acceso exclusivo al enorme mercado popularformado por la ciudad brbara (como se vio, equivalen-te al 70 por ciento de la ciudad y la poblacin), acceso ve-dado a los que estaban enclavados en la cntrica Plaza deAbastos. Por ltimo, al revs de stos, los regatones no sevean perjudicados sinofavorecidos por la expansin de lapobreza y el crecimiento de la ciudad brbara. Mientrasmayor era la formalidad y proteccin que las autoridadesdaban al comercio establecido, mayor era el costo de ope-racin para ste y mayores las ventajas del comercio rega-

    tn. Y mientras ms aumentaba el nmero de pobres, msaumentaba el mercado potencial para el micro-comercio delos pobres entre s.

    En ese sentido, la pobreza fue capaz de generar supropio espacio pblico, el cual, al menos en lo que se re-fiere al comercio de los elementos bsicos y mnimos parala subsistencia cotidiana, control soberanamente ellamisma, tanto en terreno propio como en territorio ajeno.Y lo hizo con la fuerza y resiliencia necesarias, adems,

    como para no ser destruido por la represin, ni invadidopor la legalidad, ni monopolizado por el gran capital co-mercial. Por esto, el comercio regatn no slo fue una pa-lanca estratgica de la supervivencia de los pobres, sinotambin un enorme freno que impidi su deslizamientomasivo hacia la violencia delictiva o la radicalizacinpoltica. Los inte