Saga El Precio de la Sangre 1 Huff Tanya

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    Tanya Huff 

    EL PRECIO DE LASANGRE

    Saga de la Sangre, Libro 1

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    Para John, quien desde el principio ha demostradonmensa comprensión por cosas tales como las

    lamadas de teléfono, las fotocopias, las salidas aa oficina de correos, el llegar tarde, el levantarse

    pronto y las ocasionales ausencias. Gracias...

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     ÍNDICE 

    Metal contra madera...

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

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    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

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     Metal contra madera...

    Se acabó. Vicki estaba tan segura como nunca lohabía estado en toda su vida. Comenzó a correr. Acincuenta pasos de la esquina, algo se cruzó en sucamino. Se deslizó al interior del callejón queeparaba dos edificios, y cuando ella lo siguió

    pudo ver dos luces rojas a unos cien metros dedistancia.

    Olía como si algo acabase de morir al otro

    extremo de la calle.

    Pudo oír el ruido de un motor al encenderse,movimiento contra la calzada y algo más... algoque no quiso identificar.

    El mal que se había demorado en el túnel delmetro no era más que una pálida réplica del que laesperaba allá delante.

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    Algo lanzó un chillido y el sonido la hizoetroceder media docena de pasos. Ignorando el

    frío sudor que la empapaba y el terror queconvertía cada respiración en una agonía, seobligó a avanzar y encendió la linterna.

    Había un joven agazapado sobre un cuerpohumano, de cuya garganta destrozada todavía

    manaba sangre. El joven se levantó. Su abrigo,abierto, se agitó y se extendió, semejando unasenormes alas de cuero. Y entonces comenzó aavanzar hacia ella...

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    Capítulo 1

    an se introdujo las manos en los bolsillos yecorrió con mirada ceñuda el vacío andén delmetro. Tenía las manos heladas, se encontraba deun humor de perros y no sabía por qué habíaaccedido a encontrarse con Coreen en suapartamento. Considerándolo todo, hubiera sidomejor idea elegir un lugar neutral. Su mirada se fua posar sobre el reloj luminoso que pendía delecho. Las 12:17. Trece minutos para ir desde

    Eglinton Oeste hasta la estación Wilson, seismanzanas en autobús y luego una caminata de tresmanzanas hasta casa de Coreen. Imposible.

    Voy a llegar tarde. Va a estar mosqueada. Adiósa la posibilidad de reconciliación. Suspiró. Lehabía costado dos horas de súplicas yargumentaciones telefónicas conseguir que ellaaccediera a encontrarse con él. Mantener una

    elación con Coreen podía requerir mucho tiempo

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    pero ciertamente no era nada aburrido. Dios, teníaun temperamento... Casi sin desearlo, una sonrisae dibujó en sus labios; la parte mala de aquelemperamento podía hacer que uno desease

    encontrarse en la montaña rusa en vez de en sucompañía. Para ser una mujer de apenas metroesenta de estatura tenía una buena pegada.

    Volvió a consultar el reloj.

    ¿Dónde narices estaba el tren?

    2:20.

    state aquí a las 12:30 u olvídalo, había dicho,gnorando por completo el hecho de que en

    domingo, la Comisión de Tránsito de Toronto, la

    ubicua CTT, reducía drásticamente el número demetros en circulación y de que a esas horas tendríuerte si podía coger el último que pasaba.

    La parte buena era que, cuando finalmente llegase

    dada la hora que sería y dado que ambos tenían

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    una clase a las ocho de la mañana, tendría quequedarse. Suspiró. Si me dejase pasar la noche eu apartamento...

    Deambuló por el andén hasta llegar al extremo sur se asomó al túnel. No se veía luz alguna, pero

    podía sentir en el rostro el viento que significabanormalmente que el tren no estaba lejos. Tosió co

    disgusto y apartó la cara. Olía como si algohubiese muerto en el interior de aquel túnel; comocuando en la casa de campo se quedó un ratónatrapado entre las paredes y acabó por pudrirse.

    —Menudo ratón... —musitó, frotándose la narizcon el puño. El hedor parecía haberse adherido aus fosas nasales. Volvió a toser. Eran graciosasas malas pasadas que te jugaba la mente. Ahora

    que se había apercibido de él, el olor parecía estahaciéndose más intenso.

    Y entonces escuchó lo que parecían ser pasos,acercándose desde la oscuridad del interior del

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    únel. Pesadas zancadas, no como las de unrabajador que se apresurase para coger el tren

    después de un largo día de trabajo ni las de unvagabundo tambaleante que buscase la seguridaddel andén. Pesadas zancadas, avanzandodirectamente hacia su espalda.

    Deleitado ante la inesperada punzada de terror qu

    e había apoderado de él, haciendo retumbar sucorazón en el pecho y robándole el aliento de lagarganta, y consciente de que cuando se volvieraa explicación de todo ello resultaría prosaica, Iane mantuvo inmóvil. Mientras lo desconocidoiguiera siéndolo, la furiosa descarga de

    adrenalina seguiría haciendo que cada sentidopareciera estar más vivo y que los segundos seprolongasen como si fuesen horas.

    o se volvió hasta que las pisadas comenzaron aascender la media docena de escalones de cementque conducían al andén.

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    Y ya era demasiado tarde. Casi no tuvo tiempo degritar.

    * * *Embozada en su abrigo hasta la barbilla —puedeque ya fuera abril, pero en todo caso era un abrilhúmedo y helado y la primavera no daba todavía

    eñales de vida—, Vicki bajó del autobús deEglinton y se encaminó a la entrada del metro.

    —Menudo desastre —murmuró. El anciano quehabía bajado del autobús detrás de ella la miró,nterrogante. Ella le devolvió la mirada durante unnstante y luego siguió su camino. Así que no solooy «una compañía horrible capaz de crisparleos nervios a cualquiera» sino que también habl

    ola. Lawrence era guapo, pero no era su tipo. Dehecho no había encontrado a nadie que fuera suipo desde que dejara la Policía, ocho meses atrásebía haber sabido que esto iba a ocurrir desde

    que accedía salir con un hombre mucho más

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    uapo que yo. No sé por qué acepté la invitación

    Esto último no era del todo cierto; había aceptadoporque se encontraba sola. Lo sabía, solo que no

    enía la menor intención de admitirlo.

    Se encontraba a mitad del primer tramo de lasescaleras que conducían al andén sur cuando

    escuchó el grito. O, para ser más exactos, aquelgrito a medias. Se extinguió, sofocado en medio dun aullido, como cortado en seco. De un salto,Vicki alcanzó el primer recodo. Desde donde seencontraba solo podía ver la mitad de cada andén

    a través de los cristales, y no tenía forma de saberdónde se estaba produciendo el problema. Elandén sur estaba más cercano.

    Retrocediendo dos pasos y luego un tercero,exclamó: «¡Avisen a la policía!» Incluso en elcaso de que nadie la oyera, podía ahuyentar alcausante de aquel grito.

    En nueve años que había pasado en el cuerpo no

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    había utilizado su arma una sola vez. Ahora lehubiera gustado tenerla consigo. Durante aquellosnueve años no había escuchado jamás un gritocomo aquel.

    ¿Qué demonios te crees que estás haciendo?rotestó la parte más racional de su cerebro. ¡Nienes un arma! ¡No cuentas con apoyo! ¡No

    ienes la menor idea de lo que está pasando ahí abajo! ¿Ocho meses fuera del cuerpo y ya se teha olvidado todo lo que aprendiste? ¿Quéretendes demostrar?

    Vicki ignoró la voz y continuó avanzando. Puedeque sí estuviese intentando demostrar algo. ¿Yqué?

    Cuando por fin llegó al andén, se dio cuentanmediatamente de que se encontraba en el ladoequivocado, y por un instante se alegró.

    Los azulejos color naranja de la pared de la

    estación parecían haber sido rociados con sangre.

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    Había una gran mancha de la que brotaba undelicado patrón de gotas carmesí. Debajo de ella,en el suelo, con los ojos y la boca abiertos y lagarganta destrozada, se encontraba un joven. No:el cadáver de un joven.

    La cena que acababa de tomar se encaramó a sugarganta, pero la experiencia acumulada durante l

    nvestigación de otras muertes la obligó a volver al estómago.

    Comenzó a levantarse un viento desde el túnel ypudo oír el metro aproximándose al andén en

    dirección norte. Parecía estar muy cerca.

    esús, justo lo que necesitamos.

    A las 12:35, una noche de domingo, eraperfectamente posible que el metro no tuviera unolo pasajero, que nadie se bajara de él y que

    nadie reparara en el cadáver y la mancha de sangresparcida sobre la pared en el extremo sur del

    andén norte. No obstante y tal y como andaba el

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    mundo, era más probable que un grupo de niños yuna anciana con el corazón débil se bajasen delúltimo vagón y se topasen de frente con aquelcadáver reciente, con ojos abiertos y cuya bocaentonaba un mudo aullido.

    Solo había una solución.

    Mientras el rugido del metro inundaba la sala,Vicki, con el corazón palpitando con furia y laadrenalina cantándole en los oídos, saltó a la vía.El paso de madera sobre los raíles se encontrabademasiado lejos, centrado prácticamente sobre lo

    pilares de cemento, así que ella saltó, tratando deno pensar en la posibilidad de que los muchosmillones de voltios que pasaban por allí laedujeran a cenizas. Por un momento se tambaleó

    obre el extremo de la línea divisoria,maldiciendo su largo abrigo y deseando haber levado una chaqueta; y entonces, pese a saber que

    era la cosa más estúpida que podía hacer, se

    volvió hacia el tren.

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    ¿Cómo ha llegado tan cerca? La luz era cegadoraEl ruido, ensordecedor. Se detuvo, helada,deslumbrada, segura de que si continuabaropezaría y las ruedas metálicas de la bestia la

    harían pedazos.

    Entonces, algo con forma de hombre apareció en eúnel sur. No pudo ver mucho, apenas una sombra

    parpadeante, negra contra la creciente luz de losfaros del metro, pero fue suficiente para arrancarlde la inmovilidad y empujarla hacia delante.

    Saltaron chispas bajo sus botas, se alzó un chirridmetálico y entonces Vicki apoyó las manos sobreel extremo de la plataforma y se impulsó haciaarriba con todas sus fuerzas. El mundo se llenó deuz y sonido y algo le rozó las plantas de los pies.

    Sus manos estaban pegajosas y cubiertas deangre. Pero no era la suya, y de momento eso eraodo lo que importaba. Antes de que el tren se

    detuviera, había cubierto el cadáver con su abrigo

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     tenía su placa de identificación en la mano.

    El revisor asomó la cabeza.

    Vicki agitó la cartera de cuero en su dirección ygritó:

    —¡Cierre las puertas! ¡Ya!

    Las puertas, que aún no habían terminado deabrirse, se cerraron.

    Reapareció el revisor y Vicki, mientras trataba de

    ecobrar el aliento, ordenó secamente:

    —Haga que el conductor avise a la Policía. Quees diga que se trata de un 10-33... ¡No importa lo

    que eso sea! —dijo al advertir su inminente

    pregunta—. ¡Ellos lo saben! Y no olvide decirlesdónde ha ocurrido —había visto a la gente cometeestupideces todavía mayores en situaciones deemergencia. Mientras el hombre regresaba

    apresuradamente al metro, echó un vistazo a la

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    cartera, suspiró y entonces volvió a colocarse lasgafas en su sitio con un dedo ensangrentado. Unaarjeta de identificación de investigador privado

    no significaba absolutamente nada en un casocomo aquel, pero la gente respondía a laapariencia de autoridad, no a los detallesformales.

    Se apartó unos pasos del cadáver. A tan pocadistancia, el hedor de sangre y orina —la partedelantera de los vaqueros del joven estabaempapada— ocultaba por completo los oloresmetálicos del metro. Un solitario rostro laobservaba desde el interior del más cercano de lovagones. Le gruñó y se volvió para seguir esperando.

    Menos de tres minutos más tarde, Vicki escuchó efamiliar sonido de las sirenas provenientes de lacalle. Poco le faltó para dar saltos de alegría.Habían sido los tres minutos más largos de su

    vida.

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    Los había pasado reflexionando. En suspensamientos había sumado la sangre que rociabaa pared con la posición del cuerpo y el resultado

    no le gustaba nada.

    inguna criatura que ella conociese podría haber propinado un simple golpe con tal fuerza comopara desgarrar la carne como papel higiénico y

    con tal velocidad que la víctima no hubiese tenidoiempo de resistirse. Ninguna. Pero algo o alguieno había hecho.

    Y estaba allí, en el túnel.

    Se inclinó hasta que pudo ver la oscuridad que seabría en el interior del túnel. El pelo de su nuca see erizó, y no solo por el frío. Se preguntó qué

    escondían las sombras. Nunca se habíaconsiderado una mujer fantasiosa y sabíaperfectamente que el asesino debía de habersemarchado hacía ya mucho, pero algo se demorabaen aquel túnel.

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    El característico sonido de las botas de policíacontra las baldosas le hizo volverse, con lasmanos apartadas cuidadosamente de los costados.

    o sería de extrañar que un policía que sepresentase en la escena de un crimen violento y seencontrase con alguien cubierto de sangre sobre ecadáver llegase a alguna conclusión equivocada.

    La situación resultó confusa durante algunosminutos, pero afortunadamente cuatro de los seisagentes habían oído hablar de «Victoria» Nelson, después del preceptivo intercambio de excusase pusieron a trabajar.

    —... mi abrigo sobre el cadáver, hice que elconductor llamase a la policía y esperé —Vickicontemplaba al agente de policía West tomar nota

    de forma frenética y tuvo que reprimir una sonrisaTodavía podía recordar un tiempo en el que ellaera tan joven como él y trabajaba con la mismantensidad. O casi. Cuando él alzó la mirada, ella

    eñaló el cadáver con un gesto de la cabeza y

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    preguntó—. ¿Quiere verlo?

    —Eh, no —después de un instante, añadió, concierta timidez—. Quiero decir... no debemos tocar

    nada antes de que lleguen los de Homicidios.

    Homicidios. El estómago de Vicki se encogió y suhumor se agrió. Había olvidado que no estaba al

    mando. Había olvidado que no era más que unaimple testigo: la primera persona presente en laescena del crimen. Y eso solo porque había hechoalgunas cosas bastante estúpidas para encontrarseallí. Por un instante los uniformes le habían dado

    a impresión de que se encontraba en los viejosiempos. Pero Homicidios... su departamento. No,a no. Se colocó las gafas en su sitio con el envés

    de la muñeca.

    Al alzar la vista descubrió que el agente West laestaba mirando fijamente. Éste agachó la vista,confundido.

    —Este... no creo que pase nada si se limpia la

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    angre de las manos.

    —Gracias —Vicki consiguió esbozar una sonrisapero ignoró su tácita pregunta. Lo bien o mal que

    podía ver no era asunto de nadie más que de ella.Poco importaba que otra salva de rumores seextendiese por el Cuerpo—. Si fuese tan amablede acercarme unos pocos pañuelos de mi bolso...

    El joven agente introdujo una mano en el enormebolso de cuero negro y buscó a tientas. Encontróos pañuelos los sacó y, al ver que su mano estabaodavía intacta, pareció aliviado. El bolso de

    Vicki había sido famoso en toda la ciudad y susalrededores.

    La mayoría de la sangre de sus manos se había

    ecado, convirtiéndose en grumos marrones. A lapoca que no lo había hecho, los pañuelos nohicieron sino extenderla. A pesar de ello siguióestregándose las manos, sintiéndose al hacerlo

    como Lady Macbeth.

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    —¿Destruyendo pruebas?

    Celluci, pensó. Tenían que enviar a Celluci. Esebastardo siempre fue muy silencioso. Mike

    Celluci y ella no se habían separado en términosdemasiado amistosos, pero a pesar de ello, alvolverse pudo controlar la expresión de su rostro.

    —Solo trataba de hacerte la vida un poco másdifícil —tanto la voz como la sonrisa que laacompañaba resultaban falsas de forma patente.

    Él sonrió, mientras un largo mechón de pelo

    castaño le caía sobre el rostro.

    —Es buena idea hacer aquello que a uno se le dabien —entonces sus ojos la abandonaron para

    posarse sobre el cuerpo—. Haz tu declaración conDave —detrás de él, su compañero agitó dosdedos a modo de saludo—. Luego hablaré contigo¿Es este tu abrigo?

    —Sí, es mío —Vicki lo observó mientras

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    evantaba la prenda empapada de sangre, sabiendque en aquel momento no existía para él otra cosaque el cuerpo y sus inmediatos alrededores.

    Pese a que sus métodos diferían, sabía que él eraan dedicado e intenso en el desempeño de sus

    obligaciones como lo era ella misma —o lo habíaido, se corrigió en silencio—, y la competencia

    no declarada entre ambos había añadido unelemento de interés a numerosas investigaciones.ncluyendo muchas a las que ninguno de los dos

    estaba asignado.

    —¿Vicki?

    Relajó la mandíbula y siguió a Dave Graham alotro lado del andén. Todavía seguía frotándose la

    manos.

    Dave, que solo llevaba un mes siendo compañerode Mike Celluci cuando Vicki dejara el Cuerpo ye produjera el último encontronazo entre ambos,

    onrió con cierta displicencia y dijo:

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    —¿Qué tal si lo hacemos todo según el manual?

    Vicki dejó escapar un suspiro que no sabía quehabía estado conteniendo.

    —Claro. Estupendo —dijo buscando refugio deas emociones en los procedimientos policiales.

    Una técnica conocida y practicada en todo el

    mundo.Mientras hablaban, el metro, libre ahora depasajeros, abandonó lentamente la estación.

    —... respondiendo al grito corres hacia el andénur y entonces cruzas las vías enfrente del tren que

    viene del norte para alcanzar el cadáver. Mientrascruzas las vías...

    Para sus adentros, Vicki se encogió. Dave Grahamera uno de los hombres con menos tendencia auzgar que conocía, pero ni siquiera él podíampedir que la opinión que su insensata acrobacia

    e merecía se transmitiese a sus palabras.

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    —... ves cruzar entre las luces y tú a una forma dehombre ataviada con lo que aparentan ser unasopas sueltas y anchas. ¿Es así?

    —En lo esencial, sí —su acción, desprovista deodos los detalles que tan cuidadosamenteecordaba, aparentaba no ser más que una gran

    estupidez.

    —Perfecto —cerró su libreta y se rascó el extremde la nariz—. Tú... eh... ¿vas a quedarte a echar unvistazo?

    Con la mirada entornada, Vicki examinó la escenadel crimen mientras el fotógrafo de la Policíaacaba otra serie de rápidas fotografías. No podía

    ver a Mike, pero escuchaba en cambio su voz,

    legada desde el interior del túnel, impartiendoórdenes al mejor estilo «regalo de Dios alDepartamento de Investigación Criminal». Elnterior del túnel. El pelo de su nuca volvió a

    erizarse cuando recordó la sensación de que algo

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    había estado allí, esperando, demorándose, algooscuro, algo tenebroso y, bien, si tenía que darlealgún nombre, algo malvado. Repentinamentequiso poner sobre aviso a Celluci. No lo hizo.Sabía cómo habría reaccionado él. Cómo habríaeaccionado ella si la situación fuera la inversa.

    —¿Vicki? ¿Vas a quedarte a echar un vistazo?

    Estuvo a punto de contestar que no, que si lanecesitaban para algo ya sabían dónde encontrarlapero la curiosidad —curiosidad por saber lo quepodría encontrar la Policía, por saber cuánto

    iempo podría permanecer tan próxima a aquelrabajo que había amado sin derrumbarse— 

    convirtió su negativa en un «un rato» entonado aegañadientes. De ningún modo iba a salir 

    huyendo.

    Mientras observaba, Celluci regresó del túnel,ubió las escaleras, volvió al andén e intercambió

    algunas palabras con el agente que se ocupaba de

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    as huellas, señalando con un brazo hacia atrás,hacia los raíles. El otro protestó, diciendo quenecesitaba algo más de luz para realizar su trabajopero Celluci cortó su réplica en seco. Con unbufido disgustado, cogió su maletín y se encaminóhacia el túnel.

    Tan encantador como siempre, pensó Vicki,

    mientras Celluci recogía su abrigo del suelo y seacercaba hacia ella. El policía se demoró unosnstantes con los agentes del juez de instrucción,

    que finalmente estaban guardando el cadáver en sucorrespondiente bolsa de plástico naranja.

    —No me digas —le espetó tan pronto como estuvo suficientemente cerca con voz seca, sarcástica,

    pero deseando al mismo tiempo con todas sus

    fuerzas que su voz no tradujera las contradictoriasemociones que acababan de provocar que se lehiciera un nudo en la garganta— que las únicashuellas que hay en la escena del crimen son las

    mías.

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    Había, naturalmente, gran cantidad de huellaspresentes, ninguna de las cuales había sidodentificada (eso quedaba para la Policía

    Metropolitana) pero las sangrientas huellasdactilares que Vicki había diseminado por todaspartes resultaban obvias.

    —Bravo, Sherlock —le arrojó su abrigo—. Y

    odas las huellas conducen hasta el dormitorio deuna mujer y allí se detienen.

    Vicki frunció el ceño, tratando de reconstruir mentalmente lo que habría ocurrido justo antes deque ella llegase al andén.

    —¿Has revisado el andén sur?

    —Ahí es donde se pierde el rastro —y su tonoañadió no le vaciles a papi. Levantó una manopara atajar la siguiente pregunta—. He hecho queuno de los chicos de uniforme interrogue al viejo,pero está histérico. No para de hablar del

    Armagedón. Su yerno viene hacia aquí para

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    levárselo a casa. Mañana hablaré con él.

    Vicki lanzó una mirada por toda la estación. Alotro extremo, el hombre que había descendido con

    ella del autobús y que la siguió al interior delmetro se sentaba y conversaba con una policía.ncluso a tanta distancia podía advertirse que no s

    encontraba bien. Su rostro estaba ceniciento y

    parecía farfullar sin control. Su mano, delgada, denudillos hinchados, se aferraba a la manga de laagente. Volviendo de nuevo su atención a Celluci,preguntó:

    —¿Qué hay del metro? ¿Lo habéis clausurado poresta noche?

    —Sí —Mike señalo con un gesto hacia el final de

    andén—. Quiero que Jake limpie toda la sala — destellos intermitentes de luz indicaban que elfotógrafo seguía trabajando—. No es el tipo decaso en el que podemos entrar y salir en un par deminutos —introdujo las manos en los bolsillos y

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    frunció el ceño—. Aunque por la manera en quehan graznado los de la comisión de tránsito unocreería que hemos ordenado cerrar en hora puntapara detener a alguien por tirar desperdicios.

    —¿Y qué... eh, tipo de caso es este? —preguntóVicki, tan cerca como podía permitirse estarlo depreguntar si también él podía sentir eso... lo que

    quiera que fuese eso.

    Él se encogió de hombros.

    —Dímelo tú; pareces haberte empeñado con toda

    us fuerzas para verte metida en medio.

    —Estaba aquí —le espetó—. ¿Preferirías que lohubiera ignorado?

    —No tenías arma, ni apoyo, ni la menor idea de loque estaba pasando —le recriminó él de la mismamanera en que ella misma había hecho un ratoantes—. No puedo creer que lo hayas olvidado

    odo en solo ocho meses.

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    —¿Y qué habrías hecho tú? —escupió con losdientes apretados.

    —Lo que no hubiera hecho es tratar de matarme

    olo para demostrar que todavía podía hacerlo.

    El silencio que siguió a sus palabras era tanpesado como un centenar de bloques de cemento y

    e hizo a Vicki apretar los dientes aún con másfuerza. ¿Era eso lo que ella había hecho? Se miróas puntas de los pies y entonces levantó la vista

    hacia Mike. Con su casi metro ochenta de estaturaeran pocos los hombres a los que tenía que mirar desde abajo, pero Mike, que superaba los dosmetros, le hacía parecer una niña. Odiaba pareceruna niña.

    —Si vamos a volver sobre el tema de mi salidadel Cuerpo, me largo de aquí.

    Él levantó ambas manos en un gesto decapitulación.

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    —Tienes razón. Como de costumbre. No vamos avolver sobre nada.

    —Tú sacaste el tema —su tono resultaba hostil; n

    e importaba. Tendría que haber obedecido a sunstinto y marcharse después de realizar su

    declaración. Debía de estar loca para ponerse enemejante situación, al alcance de Celluci.

    La mandíbula de Mike se tensó.

    —Ya he dicho que lo sentía. Pero adelante, sé unaheroína si quieres. Es solo que puede ser —añadi

    en voz baja— que no quiera que te maten. Puedeer  que no me apetezca tirar ocho años de amistad

    a la basura...

    —¿Amistad? —Vicki alzó las cejas.Celluci se pasó una mano por los cabellos, ungesto que acostumbraba a hacer cuando le costabamantenerse calmado.

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    —Puede que no quiera tirar a la basura cuatroaños de amistad y cuatro años de sexo por culpade una estúpida discrepancia.

    —¿Solo sexo? ¿Eso es para ti? —Vicki tomó elcamino más sencillo, ignorando el más prometedoema de la discrepancia. Entre los problemas deu relación no se había contado nunca la falta de

    emas de discusión—. Bien, pues para mí no fueolo sexo, detective.

    Ahora gritaban los dos.

    —¿Acaso he dicho que fuera solo sexo? — extendió los brazos y su voz retumbó contra losazulejos de las paredes del metro—. Era sexoestupendo, ¿vale? ¡Era sexo maravilloso! Era...

    ¿qué?

    El agente West, ruborizado hasta las cejas, dio unespingo.

    —Están impidiendo que saquen el cuerpo — 

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    balbució.

    Lanzando un gruñido ininteligible por todaespuesta, Celluci se apoyó contra la pared.

    Mientras la camilla pasaba junto a ellos y elcontenido de la bolsa naranja fluorescente sebamboleaba ligeramente de un lado a otro, Vicki

    cerró los puños y consideró la posibilidad deanzar un derechazo directo a la hermosa nariz decorte clásico de Mike. ¿Por qué permitía que leafectara de aquella manera? Tenía ciertamente unansólita habilidad para burlar escudos que ella

    había erigido cuidadosamente y conmocionar emociones que creía tener bajo control. Que sevaya a la mierda de todas formas. Daba igual queesta vez, él tuviera razón. Un tic nervioso hizo

    emblar el borde de sus labios. Al menos habíanvuelto a hablar...

    Cuando la camilla hubo pasado, ella abrió el puñoposó las manos sobre el brazo de él y dijo:

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    —La próxima vez lo haré siguiendo las reglas.

    Era lo más cercano a una disculpa que podíapermitirse y él lo sabía.

    —Dejémoslo estar —suspiró—. Mira, sobre lo ddejar el Cuerpo... no estás ciega, Vicki. Podíashaberte quedado...

    —Celluci... —siseó ella apretando los dientes.Siempre tenía que hacer un último y desafortunadocomentario.

    —No importa —alargó la mano y le colocó lasgafas en su sitio—. ¿Quieres que te lleve a laciudad?

    Ella lanzó una mirada a la ruina de su abrigo.

    —¿Por qué no?

    Mientras seguían a los camilleros escaleras arriba

    él le dio un suave golpe en el brazo.

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    —Es bueno poder pelearse de nuevo contigo.

    Ella se rindió. Los últimos ocho meses no habíanido, en el mejor de los casos, más que una

    victoria pírrica. Sonrió abiertamente.

    —Yo también te he echado de menos.

    Los periódicos del lunes reflejaron el caso delasesinato en sus portadas. Un diarioensacionalista incluso mostraba una foto a todo

    color de la camilla, mientras ésta salía de laestación, en la que podía verse la bolsa del cuerp

    como un obsceno manchón de color rodeado deoscuros azules y grises. Vicki arrojó el periódico a cada vez más crecida pila «para reciclar» quee amontonaba en la parte izquierda de su

    escritorio y se mordisqueó el pulgar. La teoría deCelluci, que le había referido a regañadientesmientras regresaban al centro de la ciudad, incluíael uso de feniciclidina u otra droga semejante yalguna clase de garras cosidas a la ropa.

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    «Como el tío ese de la película».

    «Eso eran guantes con cuchillas, Celluci».

    «Lo que sea».

    Vicki no se lo tragaba y sabía que, en el fondo, élampoco. No era más que la mejor especulación

    disponible hasta que dispusiese de másevidencias. A menudo la respuesta final noguardaba relación alguna con la teoría con la quehabía comenzado, pero es que odiaba partir decero. En cambio, ella prefería dejar que los hecho

    cayeran al vacío para ver cómo se ordenaban por í solos. El problema era que, en esta ocasión,eguían cayendo y cayendo. Necesitaba más pista

    Su mano se encontraba a medio camino deleléfono, cuando recordó que no había nada queella pudiera hacer y la apartó. Ya había hecho sudeclaración y esa era toda su implicación en elasunto.

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    Se quitó las gafas y limpió los cristales con unpliegue de su suéter. Los extremos de su mundo sehicieron borrosos hasta que le pareció que seencontraba mirando fijamente a un túnel lleno deniebla; un túnel muy amplio, más que adecuadopara la vida cotidiana. Hasta el momento no habíaperdido más que un tercio de su visión periférica.Hasta el momento. Pero no haría más que

    empeorar.

    Las gafas solo corrigieron su miopía en parte.ada podía corregir el resto.

    —Muy bien, esto es por culpa de Celluci.Magnífico. Tengo un trabajo propio que hacer — e dijo con firmeza—. Uno que puedo hacer —un

    que haría bien en hacer. Sus ahorros no durarían

    eternamente, y hasta el momento, teniendo encuenta que sus problemas de visión le habíanobligado a rechazar más de un cliente potencial, sista de casos había sido descorazonadoramente

    corta.

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    Apretando los dientes, apoyó la enorme guía de lapáginas blancas de Toronto sobre sus rodillas.Con suerte, el F. Chan al que estaba buscando,heredero de una pequeña suma de un tíoecientemente fallecido en Hong Kong, sería uno

    de los veintisiete que aparecían allí. Si no eraasí... había casi tres páginas completas de Chans,dieciséis columnas, aproximadamente mil

    ochocientos cincuenta y seis nombres... y podíaapostar a que al menos la mitad de ellos teníanalgún Foo en la familia.

    En aquel mismo instante Mike Celluci estabaratando de capturar a un asesino.

    Desechó el pensamiento.

    o puedes ser policía si no puedes ver.

    Se había buscado un retiro. Descansaría en él.

    * * *

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    Terri Neal se apoyó contra la pared del ascensor,espiró profundamente varias veces y, cuando

    creyó que había reunido la suficiente energía,evantó el brazo y consultó su reloj.

    —¿Las doce y diecisiete? —se lamentó. ¿Dóndedemonios se ha ido el lunes y qué sentido tienevolver ahora a casa? Tengo que volver a salir 

    dentro de ocho horas. Notó el contacto del buscacontra su cadera y elevó una silenciosa plegariauplicando poder contar con las ocho horas

    completas. La compañía ya había recibido hoy suibra de carne (el maldito busca había empezado a

    pitar mientras entraba en su coche para regresar acasa a las 4:20), así que tal vez, solo tal vez, ladejasen tranquila esta noche.

    La puerta del ascensor se abrió con un siseo y ellapenetró en el aparcamiento subterráneo.

    —Saliendo de la oficina —murmuró—, toma dos.

    Parpadeando bajo el brillo deslumbrante de los

  • 8/16/2019 Saga El Precio de la Sangre 1 Huff Tanya

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    fluorescentes, comenzó a atravesar el vacío garajeSu sombra bailaba a su alrededor como unamarioneta enloquecida. Siempre había odiado lafría y dura luz de los fluorescentes, que lograbanque el mundo pareciera decididamente hostil. Yaquella noche...

    Sacudió la cabeza. La falta de sueño le hacía

    pensar cosas extrañas. Resistiendo al impulso demirar por encima de su hombro, alcanzó finalmentuna de las contrapartidas de las interminableshoras extras.

    —Hola, cariño —registró su bolsillo en busca delavero—. ¿Me has echado de menos?

    Abrió la puerta trasera del coche, levantó con

    esfuerzo su maletín — ¡Esta maldita cosa debeesar por lo menos ciento cincuenta kilos! — y lontrodujo en el maletero. Apoyando los codosobre la bandeja impermeable, se detuvo, la mitad

    del cuerpo dentro del coche y la otra mitad fuera,

  • 8/16/2019 Saga El Precio de la Sangre 1 Huff Tanya

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    nhalando el aroma de la pintura nueva, el vinilonuevo, el plástico nuevo y... la putrefacción.Frunciendo el ceño, se enderezó.

    or lo menos viene de fuera de mi coche.

    Repugnada, cerró la puerta del maletero y sevolvió. Que se preocupasen los de seguridad de

    ese olor a la mañana siguiente. Lo único quequería era llegar a casa.

    Solo tardó un instante en darse cuenta de que nunco haría.

    Para cuando el aullido quiso salir de su garganta,ésta había sido destrozada. La tráquea se le inundde sangre y su grito se convirtió en un gorgoteo

    espantoso.Lo último que vio mientras su cabeza sedesplomaba hacia atrás fueron las líneas rojasgoteando oscuras sobre los lados de su nuevo

    coche.

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    Lo último que escuchó fue el insistente bip-bip-bide su busca. Y lo último que sintió fue el contactode una boca contra su destrozada garganta.

    * * *

    La mañana del martes, la portada de un diarioensacionalista rezaba: «El acuchillador ataca de

    nuevo». Bajo este titular, la fotografía delentrenador de los Maple Leafs de Toronto mirabadesafiante a los lectores y en el pie de foto seplanteaba —no por primera vez en lo que iba de

    emporada— si debía ser destituido, puesto queos Leafs volvían a encontrarse en las posicionesde cola de la peor división de la Liga. Esta clasede asociación extraña era una de lasespecialidades del periódico en cuestión.

    —Despedid al dueño —murmuró Vicki,colocándose las gafas sobre la nariz mientras leíaa letra pequeña que acompañaba al titular:

    «historia en página dos». En efecto en la página

  • 8/16/2019 Saga El Precio de la Sangre 1 Huff Tanya

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    dos, acompañada de una foto del garajeubterráneo y de la declaración histérica de la

    mujer que había encontrado el cuerpo, se facilitaba descripción de un cadáver mutilado que se

    asemejaba con inquietante exactitud al encontradopor Vicki en la estación de Eglinton Oeste.

    —Maldita sea...

     El detective de Homicidios, Mike Celluci, —continuaba lahistoria—  , dice que no cree que setrate de un caso de imitación, y quealberga pocas dudas sobre que,quienquiera que asesinó a Terri

     Neal, es el mismo que mató a Ian Reddick la noche del domingo.

    Vicki tenía la seria sospecha de que Mike no habíhecho tales declaraciones, aunque entraba dentrode lo posible que la información procediera

    efectivamente de él. Raramente encontraba Mike

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    necesario colaborar con la prensa o siquieraocultar el desagrado que le producía. Y nunca sehubiera mostrado tan diplomático.

    Mientras leía los detalles, un miedo inefablecomenzó a palpar su columna vertebral con dedoshelados. Recordaba la persistente presencia quehabía sentido en el túnel y supo que éste no sería

    el último asesinato. Estaba marcando el númeroantes siquiera de haber decidido conscientementehacer la llamada.

    —¿Mike Celluci, por favor? ¿Qué? No, no quiero

    dejar ningún mensaje.

    Y qué iba a decirle, se preguntó mientras colgaba¿Qué tengo el presentimiento de que no es más

    que el principio? Eso le encantaría.

    Arrojando el periódico a un lado, Vicki cogió elotro diario de la ciudad. En la página cuatro senarraba la misma historia, privada

    aproximadamente de la mitad de los adjetivos y

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    casi toda la histeria.

    inguno de ellos mencionaba que destrozar unagarganta de un simple golpe era poco menos que

    mposible.

    Si pudiese sencillamente recordar lo que lealtaba al cuerpo.

    Suspiró y se frotó los ojos.

    Entretanto, había cinco Foo Chan a los quevisitar...

    * * *

    Algo se movía en el pozo. DeVerne Jones se

    apoyó contra la cerca de alambre y exhaló efluviode cerveza a la oscuridad, mientras se preguntabaqué debía hacer. Era su pozo. El primero desdeque le habían nombrado capataz. Deberíancomenzar con los armazones a la mañana siguiente

    de manera que para cuando llegase la primavera

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    estuvieran preparados para recibir el cemento.Agazapado entre las formas sombrías de lamaquinaria, escudriñó el pozo. Había algo allí. Enu pozo.

    Por un instante deseó no haber tomado la decisiónde pararse un momento cuando regresaba a casadesde el bar. Era más de medianoche y la sombra

    que había vislumbrado no era probablemente másque otro desgraciado vagabundo en busca de unugar cálido en el que descansar a salvo de los

    polis. Los obreros lo echarían a la calle por lamañana y no habría pasado nada. Salvo que allíguardaban un montón de equipo carísimo y podíaer algo más.

    —Maldita sea.

    Extrajo su juego de llaves y abrió la puerta. Elcandado estaba abierto. A veces no cerraba bien acausa del frío y la humedad, pero él había sido elúltimo en marcharse y se había asegurado

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    personalmente de que estaba correctamentecerrado. ¿O no lo había hecho?

    —Maldita sea dos veces —después de todo, quiz

    hubiese sido una suerte el que decidiera pararse aechar un vistazo.

    Las bisagras chirriaron como protesta y la puerta

    e abrió.DeVerne aguardó un segundo para ver si alguieneaccionaba al sonido.

    ada.

    Te llenas el estómago de cerveza y ya eres unhéroe. Un héroe lo suficientemente sobrio comopara darse cuenta de que podía estarse metiendoen problemas y no tanto como para que lemportase.

    Cuando se encontraba a medio camino del interior

    del pozo y sus ojos comenzaban a acostumbrarse a

  • 8/16/2019 Saga El Precio de la Sangre 1 Huff Tanya

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    a oscuridad, volvió a verlo. Una forma humana,demasiado rápida como para ser un vagabundo,desapareció detrás de una de la excavadoras.

    Tan silenciosamente como le era posible, DeVernaceleró el paso. Había cogido al hijo de puta conas manos en la masa. Se detuvo un instante paraomar una tubería de un metro de longitud de un

    montón de chatarra. No tenía sentido arriesgarse.Hasta una rata acorralada podía ofrecer resistenci luchar. El roce del metal contra el metal levantó

    un gran estrépito, que resonó en las paredes delpozo. Su presencia había sido anunciada, así quecorrió al otro lado de la excavadora, con su armaen alto y vociferando un desafío.

    Alguien yacía sobre el suelo. DeVerne podía ver 

    us zapatos emergiendo de una nube de oscuridadEn el interior de aquella nube —o creándola,DeVerne no podía estar seguro— se agazapabaotra figura.

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    Volvió a gritar. La figura se incorporó y se volvióenvuelta en la oscuridad.

    o se dio cuenta de que el otro se había movido

    hasta que la tubería le había sido arrancada de lamano. Apenas tuvo tiempo de levantar la otramano en un fútil intento por salvar su vida.

    No puede existir tal cosa! Gimió en silenciomientras moría.

    La mañana del miércoles, con un titular de diezcentímetros de altura, el periódico sensacionalista

    anunciaba: «Un vampiro acecha en la ciudad».

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    00up.g

    Capítulo 2

    Levantó el brazo de la mujer y deslizó su lengua ao largo de la suave piel del interior de su muñecaElla gimió y echó la cabeza hacia atrás. Respirabaentrecortadamente.

    Casi.

    La observaba con toda su atención, y cuando suéxtasis comenzó a levantar el vuelo, cuando su

    cuerpo se arqueó dulcemente debajo del suyo,omó entre sus afilados dientes la diminuta venapulsante que había en la base de su pulgar ymordió. El leve dolor no era más que otraensación para un cuerpo ya emborrachado de

    ellas; y mientras ella se sacudía entre las olas deu orgasmo, él bebió.

    Acabaron al mismo tiempo.

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    l levantó el torso y con gentileza apartó unahúmedo mechón de pelo color caoba del rostro dea mujer.

    —Gracias —dijo suavemente.

    —No. Gracias a ti —murmuró ella comoespuesta. Tomó su mano y plantó un delicado

    beso sobre la palma.Después se mantuvieron en silencio durante algúniempo. Ella iba y venía, al borde del sueño. Él

    describía con caricias dibujos sobre las suaves

    curvas de su pecho, siguiendo las líneas azules deas venas bajo la piel con las yemas de los dedos.

    Ahora que se había alimentado ya no distraían suatención. Cuando estuvo seguro de que la sustanci

    coagulante de su saliva había hecho efecto y lasdiminutas laceraciones de su muñeca no sangraríamás, desenredó sus piernas de las de ella y sedirigió hacia el baño para asearse.

    Ella despertó mientras se vestía.

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    —¿Henry?

    —Aún estoy aquí, Caroline.

    —Ahora sí. Pero te marchas.

    —Tengo trabajo que hacer.

    Se puso un suéter y reapareció en la habitación,parpadeando por causa de la repentina luzproveniente de la lámpara de la mesita de noche.Largos años de práctica le habían enseñado a noetroceder en circunstancias como esta, pero de

    odos modos tuvo que apartar el rostro para darlea sus sensibles ojos el tiempo de recuperarse.

    —¿Por qué no puedes trabajar durante el día,como una persona normal? —protestó Caroline,ecogiendo el edredón de los pies de la cama y

    arrebujándose debajo de él—. Entonces podríasconcederme todas las noches a mí.

    Él sonrió y contestó con absoluta sinceridad:

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    —No puedo pensar durante el día.

    —Escritores —suspiró.

    —Escritores —concedió él. Se inclinó y posó unbeso sobre su nariz—. Somos una raza diferente.

    —¿Me vas a llamar?

    —Tan pronto como tenga tiempo.

    —¡Hombres!

    Él se acercó a la mesilla de noche y apagó laámpara.

    —Eso también.

    Evitando con destreza las manos que lo buscaban ientas, le dio un beso de despedida y abandonó enilencio el dormitorio. El apartamento estaba a

    oscuras. Detrás de él, el ritmo de la respiración d

    a muchacha cambió casi de inmediato. Supo que

  • 8/16/2019 Saga El Precio de la Sangre 1 Huff Tanya

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    e había quedado dormida. Normalmente leocurría inmediatamente después de que acabaran, no solía estar consciente cuando él se marchaba

    Era una de las cosas que más le gustaba de ella,porque significaba que no tenía que improvisar ncómodos argumentos sobre las razones de queamás se quedase a pasar la noche.

    Se puso el abrigo y las botas y salió delapartamento. El sonido de la cerradura al cerrar lpuerta chasqueó en uno de sus oídos. En ciertosaspectos, ésta era la época más segura en la quehabía vivido. En otros, la más peligrosa.

    Caroline no albergaba sospechas sobre lo que élera realmente. Para ella no era más que unplacentero interludio, un compañero eventual, sex

    in culpa. Ni siquiera había tenido que esforzarsedemasiado para que las cosas fueran de aquellamanera.

    Frunció el ceño al encontrarse con su imagen en e

  • 8/16/2019 Saga El Precio de la Sangre 1 Huff Tanya

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    espejo del ascensor. «Quiero más». La inquietudhabía estado creciendo en su interior durante algúiempo, arañando las paredes de su alma,obándole la poca paz con que contaba. El acto de

    alimentarse le había ayudado a aliviarla, pero noo suficiente. Ahogando un grito de frustración,

    giró sobre sus talones y golpeó las paredes deplástico con las palmas de las manos. En aquel

    espacio cerrado, el golpe resonó como un disparoUn patrón de intrincadas grietas emergió a lauperficie de sus manos. Las palmas le ardían,

    pero el estallido de violencia parecía haber 

    imado la agudeza de su inquietud.adie esperaba en el vestíbulo para investigar la

    causa del sonido y Henry abandonó el edificio deun humor casi alegre.

    Hacía frío en la calle. Se anudó la bufanda y seevantó el cuello de la gabardina. Su naturaleza le

    hacía menos susceptible que los mortales a las

    nclemencias del tiempo, pero eso no significaba

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    que le gustase sentir el roce del viento heladoarrastrándose por su espalda. Recorrió el cortorecho que separaba la manzana de Bloor, giró

    hacia el este y se encaminó hacia su casa, con elextremo de su gabardina de cuero agitándose a laaltura de sus pies.

    Pese a que casi era ya la una de la madrugada y a

    que definitivamente la primavera había decididoetrasarse aquel año, las calles no estaban todavíavacías. Aún podía verse un cierto tráficodesplazándose con rutinaria regularidad a lo largodel eje este-oeste de la ciudad, y cuanto más seacercaba a Yonge y Bloor, la intersecciónprincipal de la ciudad, más numerosa era la genteque poblaba las aceras. Era una de las cosas quemás le gustaba de esta parte de la ciudad, el hecho

    de que nunca parecía dormir del todo; y eraprecisamente la razón de que hubiese querido teneu casa lo más cercana posible a ella. Dos

    manzanas más allá de Yonge giró en una rotonda y

    iguió la curva que describía hasta el portal de su

  • 8/16/2019 Saga El Precio de la Sangre 1 Huff Tanya

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    edificio.

    En su momento había habitado toda clase decastillos imaginables, un buen número de casas de

    campo muy apartadas e incluso una cripta o dosdurante los malos tiempos, pero habían pasadoiglos desde la última vez que poseyera un refugio

    que se adaptara tan bien a sus necesidades como e

    apartamento que había adquirido en el corazón deToronto.

    —Buenas noches, señor Fitzroy.

    —Buenas noches, Greg. ¿Alguna novedad?

    El guardia de seguridad sonrió y alargó la manohacia el sistema de apertura de la puerta.

    —Esto está tranquilo como una tumba, señor.

    Henry Fitzroy levantó una ceja de color rubioojizo pero esperó a que el guardia hubiese abiert

    a puerta y el timbre cesase en su cacofonía

  • 8/16/2019 Saga El Precio de la Sangre 1 Huff Tanya

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    electrónica antes de preguntar:

    —¿Cómo puedes estar tan seguro?

    Greg sonrió de oreja a oreja.

    —Trabajé como guardia de seguridad en elcementerio del Monte Pleasant.

    Henry sacudió la cabeza y le devolvió la sonrisa.

    —Debí suponer que tendrías una respuestapreparada.

    —Sí, señor. Así es. Buenas noches, señor.

    La pesada puerta de cristal dio por terminada laconversación, así que mientras Greg volvía a

    coger su periódico, Henry musitó un silenciosobuenas noches y se dirigió hacia los ascensores.Entonces se detuvo. Se volvió hacia la puerta decristal.

  • 8/16/2019 Saga El Precio de la Sangre 1 Huff Tanya

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    «Un vampiro acecha en la ciudad».

    Moviendo los labios mientras leía, Greg depositóel periódico sobre su mesa. El titular ya no estaba

    a la vista.

    Henry abrió la puerta, sintiendo que su vida habíaquedado reducida a seis palabras.

    —¿Ha olvidado algo, señor Fitzroy?

    —El periódico. Déjamelo ver.

    Sobrecogido por el tono, Greg obedeció la orden.Levantó el diario de la mesa y Henry se loarrebató de las manos.

    «Un vampiro acecha en la ciudad».

    Lentamente, sin hacer movimientos bruscos, Gregechó la silla hacia atrás, poniendo tanta distanciacomo le era posible entre él y el hombre que habí

    al otro lado de la mesa. No estaba seguro de por 

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    qué lo hacía, salvo acaso porque en sus sesenta yres años, y después de haber sobrevivido a dos

    guerras, no había visto jamás una expresión comoa que ahora podía leerse en el rostro de Henry

    Fitzroy. Y esperaba no volver a verla, porque lafuria que mostraba era más que humana y el terrorque provocaba resultaba más de lo que el espírituhumano podía resistir.

    ios mío, por favor, que no se vuelva hacia mí...

    Los minutos se estiraban y el papel se combababajo unos dedos tensos.

    —Eh, señor Fitzroy...

    Unos ojos de color avellana, como humo helado,

    abandonaron su lectura. Paralizado por lantensidad de su brillo, el aterrorizado guardiauvo que tragar saliva una, dos veces, antes de

    poder continuar.

    —... puede, eh, quedarse con el periódico.

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    El miedo que revelaban las palabras del guardiade seguridad se abrió camino sobre la furia deHenry. Había peligro en el miedo. Con unesfuerzo, Henry envolvió de nuevo a su alma dedepredador con el barniz civilizado que tancuidadosamente había construido a lo largo de losaños.

    —¡Odio esta clase de sensacionalismos! —arrojóel periódico con fuerza sobre la mesa.

    Greg dio un respingo y la silla, impulsada haciaatrás, fue a chocar contra la pared.

    —Jugar tan alegremente con los miedos delpúblico es una muestra de irresponsabilidadperiodística —Henry suspiró y cubrió su furia con

    una pátina de hastiado enojo. Cuatrocientoscincuenta años de práctica le habían permitidoelaborar una máscara verosímil, a pesar de loncómodo que le resultaba llevarla en los últimosiempos—. Nos hacen parecer malos a todos.

  • 8/16/2019 Saga El Precio de la Sangre 1 Huff Tanya

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    Greg suspiró a su vez y se palmeó los muslos conas manos, aceptando aparentemente la

    explicación.

    —Supongo que para los escritores resulta un temamuy delicado —ofreció.

    —Para algunos sí —contestó Henry—. ¿Está

    eguro de lo del periódico? ¿No le importa que mo quede?

    —Por supuesto, señor Fitzroy. Ya he visto losesultados del hockey —su mente había

    comenzado ya a racionalizar lo que acababa dever, añadiendo explicaciones que lo hacíanposible, que lo hacían soportable, pero a pesar deello no volvió a acercarse a la mesa hasta que la

    puerta del ascensor se hubo cerrado y el indicadouminoso comenzó a ascender.

    Henry, los músculos agarrotados por el esfuerzode mantenerse en calma, se concentraba en

    espirar, en controlar la furia en vez de dejar que

  • 8/16/2019 Saga El Precio de la Sangre 1 Huff Tanya

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    ésta le controlase a él. En esta época los de su razolo podían tener esperanzas de sobrevivir si se

    mezclaban y pasaban inadvertidos y él habíacometido un error fatal al dejar que su espontáneaeacción frente al titular fuera presenciada. El

    permitir que aflorara su verdadera naturaleza en lprivacidad de un ascensor vacío no podía hacer mucho daño, pero hacerlo delante de un testigo

    mortal era ciertamente harina de otro costal. No eque esperase que Greg comenzara a señalarlo conel dedo gritando «vampiro»...

    La culpa que sentía por aterrorizar al ancianocolaboró también a dulcificar su cólera. Legustaba Greg; en este mundo de igualdad ydemocracia era bueno encontrarse con un hombredispuesto a servir. Su actitud le recordaba

    constantemente a un hombre que vivía en susierras cuando él era pequeño. Este recuerdo le

    devolvió por un instante a una época más sencilla

    Cuando las puertas del ascensor se cerraron, lo

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    hizo subir hasta el decimocuarto piso. Una vez allostuvo las puertas para que la señora Hughes y su

    mastín pudieran entrar. Como de costumbre, elperro pasó a su lado completamente rígido, con elpelaje erizado y un gruñido sordo en el fondo de lgarganta. La señora Hughes, también como decostumbre, esbozó una disculpa.

    —Realmente no me lo explico, señor Fitzroy.ormalmente Owen es un perro tan cariñoso. Élnunca... ¡Owen!

    El mastín, agitado por el deseo de atacar,

    maniobró para colocar su enorme cuerpo entre sudueña y el hombre de la puerta, como si tratase deponer la máxima distancia posible entre ella y laamenaza que percibía.

    —No se preocupe por ello señora Hughes — Henry apartó la mano y las puertas comenzaron acerrarse—. No todo el mundo tiene por quégustarle a Owen. —Un instante antes de que las

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    puertas se cerrasen por completo, le dedicó unaonrisa al animal y le enseñó los dientes. El mastíeconoció el gesto como lo que era y trató de

    abalanzarse sobre él. Mientras los frenéticosadridos se apagaban descendiendo hacia el

    vestíbulo, Henry esbozó una nueva sonrisa, estavez más honesta.

    Diez minutos a solas con aquel perro y losproblemas que había entre ambos quedaríanolucionados. La ley de la manada era muy simple

    el más fuerte dominaba. Pero Owen siempreacompañaba a la señora Hughes y Henry dudabaque ella comprendiese esta sencilla verdad. Puestque no quería llamar la atención de su vecina,oleraba la animosidad del animal. Era unaástima. Le gustaban los perros y no le costaría

    demasiado poner a Owen en su lugar.

    Una vez en su apartamento, con las puertas biencerradas detrás de sí, volvió a dedicar su atención

    al periódico y gruñó.

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    «Un vampiro acecha en la ciudad».

    La sangre de los cuerpos de Terri Neal y DeVerneones había sido drenada por completo.

    Y él sabía que no era el responsable.

    Con un brusco giro de su muñeca, arrojó el diario

    al otro lado de la habitación, sintiendo una leveatisfacción al ver sus hojas revoloteando hasta eluelo como pájaros heridos.

    —¡Maldita sea, maldita sea, maldita sea!

    Se aproximó a la ventana, se quitó el abrigo y locolgó en el perchero. Entonces corrió las cortinasque ocultaban la ciudad a la vista. Los vampiroseran una raza solitaria, seres que no se buscabanentre sí y que no se preocupaban de dónde vagabaus hermanos y hermanas. Pese a que sospechaba

    que compartía su territorio con otros de su raza, locierto es que podía haber una decena de ellos

    moviéndose, viviendo, alimentándose entre los

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    patrones de luz y sombra que formaban la noche, yHenry no sería más consciente de su presencia qucualquiera de los mortales entre los que seescondían.

    Y lo peor de todo era que si el asesino era enefecto un vampiro, debía de ser uno de los niños,uno de los recién creados, porque solo los que

    acababan de experimentar la transformaciónnecesitaban sangre en tales cantidades y podríanmatar con tan brutal abandono.

    —No puede ser mío —dijo a la noche, apoyando

    a frente contra el helado cristal. Era tanto unaplegaria como una afirmación. Todos los de suaza temían el dar a luz a tales monstruos, un niño

    accidental, un cambio fortuito. Pero él había sido

    cuidadoso; nunca se alimentaba de la misma presahasta asegurarse de que la sangre hubiese tenidoiempo de renovarse, nunca se arriesgaba a que su

    propia sangre pasase al otro. Algún día tendría un

    hijo, sí, pero éste cambiaría por elección, como é

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    mismo había hecho, y cuando lo hiciese le tendríaallí para guiarlo, para mantenerlo a salvo.

    o. No era suyo. Pero a pesar de ello no podía

    dejar que siguiera aterrorizando a la ciudad. Elmiedo no había cambiado con el paso de losiglos, como tampoco lo habían hecho laseacciones de la gente frente a él. Y en una ciudad

    aterrorizada podrían brotar las antorchas y lasestacas afiladas... o los equivalentesproporcionados por la ciencia del siglo XX.

    —Y yo deseo menos que nadie pasarme lo que me

    esta de vida atado a una mesa de operacioneshasta que decidan cortarme la cabeza y llenarme lboca de ajo —le contó a la noche.

    Encontraría al niño antes de que lo hiciera laPolicía. Antes de que la solución del enigmaengendrase más preguntas de las que resolvería.Encontraría al niño y lo destruiría, porque sin unazo de sangre no podría controlarlo.

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    —Y entonces —levantó la cabeza y mostró losdientes— encontraré a su progenitor.

    * * *—Buenos días, señora Kopolous.

    —Hola cariño. Esta mañana llegas temprano.

    —No podía dormir —le contó Vicki mientras seaproximaba a la parte trasera de la tienda, dondee encontraban los refrigeradores—. Y me había

    quedado sin leche.

    —Coge los cartones. Están de oferta.

    —No me gustan los cartones —con el rabillo del

    ojo pudo ver a la señora Kopolous expresandoilenciosamente la no demasiado favorableopinión que le merecía alguien que se negaba aahorrarse cuarenta y nueve centavos. Tomó unabotella y volvió a la caja—. ¿No han llegado los

    periódicos?

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    —Sí, sí. Están aquí mismo, cariño —se inclinóobre los montones, ocultando con su voluminoso

    cuerpo los titulares. Cuando se enderezó llevabaconsigo un ejemplar de cada uno de los diariosmatutinos. Los colocó junto a la caja registradora

    «Los Sabers vencen a los Leafs por 10-2».

    Vicki, que no era consciente de que había estadoconteniendo la respiración, dejó escapar unuspiro. Si la prensa no hacía mención de otro

    asesinato —dejando aparte la carnicería queaparentemente tenía lugar en las eliminatorias dea división— significaba que la ciudad había

    conseguido pasar una noche a salvo.

    —Esas cosas horribles... estás metida en ello,

    ¿verdad?

    —¿Qué cosas horribles, señora Kopolous? — ecogió su cambio y entonces compró un huevo de

    Pascua con crema. Qué demonios. Después de

    odo había algo que celebrar.

  • 8/16/2019 Saga El Precio de la Sangre 1 Huff Tanya

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    La señora Kopolous sacudió la cabeza, pero si sugesto se debía a lo del huevo o hacía referencia aa vida en general, resultaba imposible de saber 

    para Vicki.

    —Es que estás mirando los periódicos con lamisma expresión que tenías cuando aquellas niñasfueron asesinadas.

    —¡Eso fue hace dos años! —dos años y una vidaentera.

    —Lo sé, dos años. Pero esta vez no te toca a ti

    nvolucrarte en este asunto de bebedores de sangr—cerró la caja registradora con fuerza—. Esta vees algo sucio.

    —Es que nunca ha sido algo limpio —protestóVicki, alojando los periódicos bajo su brazo.

    —Ya sabes lo que quiero decir.

    Su tono no dejaba lugar a la argumentación.

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    —Sí. Lo sé —se volvió para marcharse, se detuvo entonces se volvió de nuevo hacia el mostrador 

    —. Señora Kopolous, ¿cree usted en vampiros?

    La anciana agitó la mano en un gesto expresivo.

    —No creo que sea todo una fantasía —dijo,arrugando las cejas para darle más énfasis a sus

    palabras—. Hay más cosas en el Cielo y en laTierra...

    Vicki sonrió.

    —¿Shakespeare?

    La expresión de la señora Kopolous no sedulcificó.

    —Solo porque lo dijera un poeta no significa queea menos cierto.

    A las 7:14 Vicki estaba de vuelta en su edificio,

    una construcción de piedra rojiza ubicada en plen

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    centro de Chinatown. El vecindario comenzaba adespertar. Consideró la posibilidad de ir a correrun rato antes de que los niveles de monóxido decarbono aumentaran, pero la abandonó después deuna inhalación experimental. Teóricamente eraprimavera, pero ya habría tiempo más queuficiente para correr cuando la temperatura se

    ajustase a la estación. Mientras ascendía las

    escaleras de dos en dos, agradeció al cielo laafortunada combinación genética que leproporcionaba un cuerpo de atleta a cambio de unmínimo de mantenimiento. Aunque, a la edad de

    reinta y uno, no podía decirse cuánto tiempo leduraría esa suerte...

    Acosada por una punzada de remordimiento,ealizó una tabla de ejercicios mientras escuchaba

    as noticias de las 7:30.

    A las 8:28 había ojeado los tres periódicos, sehabía bebido una tetera y media y ya tenía

    preparada la factura por el asunto de Foo Chan

  • 8/16/2019 Saga El Precio de la Sangre 1 Huff Tanya

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    para ser enviada por correo. Echando la silla paraatrás, se limpió las gafas, dejando que su mundo sestrechase, convertido en un círculo con un techode estuco. Más cosas en el Cielo y en la Tierra...

    o sabía si creía en los vampiros, pero en lo queí creía sin ningún género de dudas era en lo que l

    decían sus sentidos, a pesar de que uno de ellos sehubiese vuelto menos fiable en los últimos

    iempos. Había algo extraño en el interior de aqueúnel y ningún ser humano podría haber propinado

    un golpe como aquel. En su cabeza le daba vueltaa una frase leída en el artículo del periódico del

    miércoles: ... una fuente bien informada de laOficina del Juez informa de que los cuerpos deTerri Neal y DeVerne Jones habían sido vaciadode sangre. Era consciente de que la cosa no lencumbía...

    Brandon Singh se encontraba normalmente en sudespacho de la Oficina del Juez desde las 8:30.Acompañado de su inevitable taza de té y su

    bizcocho, resultaba una persona encantadora y

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    abordable hasta por lo menos las 8:45.

    Pese a que ella ya no tenía ningún tipo deautoridad oficial que invocar, los jueces de

    nstrucción eran de hecho cargos públicos, y ellaeguía siendo uno de los ciudadanos que pagabanu sueldo con sus impuestos. Tomó su agenda de

    direcciones. Diablos, después de lo de Celluci,

    nada puede ser demasiado malo.

    —Con el señor Singh, por favor. Sí, espero — ¿Por qué hacían siempre la misma preguntaestúpida?, se dijo mientras se colocaba las gafasen su sitio. Como si tuvieras otra opción...

    —Aquí el doctor Singh.

    —¿Brandon? Soy Vicki Nelson.Su pesado acento de Oxford —la voz queadoptaba al teléfono— se aligeró.

    —¿Victoria? Qué alegría oírte de nuevo. Has

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    estado ocupada desde que dejaste el Cuerpo...

    —Bastante, sí —admitió ella, apoyando uno de supies contra la esquina de su escritorio. Desde que

    muriera su abuela, allá por los setenta, el doctor Brandon Singh era la única persona que le habíalamado Victoria. Ella nunca había sido capaz de

    determinar si era por aquel encanto del viejo

    mundo que lo adornaba o si, conocedor del hechode que a ella le molestaba escuchar su nombrecompleto, lo hacía por pura y simple perversidad—. He abierto mi propia agencia de investigación

    —Oí un rumor al respecto, sí. Pero los rumores...—en su mente, Vicki podía verlo cortando el airecon los gestos de sus largas manos de cirujano—,os rumores también te colocaban, ciega como una

    piedra, vendiendo lápices en una esquina.

    —No. Todavía no hemos llegado a eso —elenfado le robó la vida a su voz.

    En contraste, la voz de Brandon se hizo más

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    cálida.

    —Victoria, lo siento. Sabes que no soy un hombrede tacto. Nunca he tenido demasiadas

    oportunidades de desarrollar mis buenosmodales... —era un viejo chiste, uno que ambosecordaban desde su primer encuentro, en plena

    autopsia de un conocido traficante de drogas—.

    Pero, cambiando de tema —se detuvo para dar unorbo, a cierta distancia del aparato, a juzgar por el volumen del sonido—, ¿qué puedo hacer por ti?

    Vicki era una de las pocas personas a quienes no

    desconcertaba el hábito de Brandon de ir al granoen los asuntos sin mediar apenas un mínimo deconversación intrascendente y apreciaba el hechode que él, que no mostraba tacto frente a los

    demás, tampoco lo reclamara a su vez. Una de susfrases favoritas para establecer el tono de unaconversación era: No malgastes mi tiempo, soy uhombre muy ocupado.

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    —Ese artículo del periódico de ayer, el quehablaba de la pérdida de sangre de los cadáveresde Neal y Jones. ¿Decía la verdad?

    Su tono formal regresó.

    —No tenía noticias de que estuvieses ocupándotedel caso.

    —No lo hago, exactamente. Pero fui la queencontró el primer cuerpo.

    —Cuéntamelo.

    Y ella lo hizo; el intercambio de información eraa moneda con que se pagaban los favores entreos funcionarios municipales y el hecho de que ell

    hubiese dejado de serlo carecía de importancia eneste caso particular.

    —¿Y en tu opinión profesional? —preguntóBrandon cuando ella hubo acabado su relato, con

    ono cuidadosamente neutral.

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    —En mi opinión profesional —Vicki imitó su ton sus palabras—, basada en mis tres años de

    experiencia en Homicidios, no tengo ni una solapista sobre lo que pudo haber causado la heridaque vi. No es posible que un solo golpe desgarrarde aquella manera la piel, los músculos y loscartílagos.

    Al otro lado de la línea, Brandon suspiró.

    —Sí, sí. Sé lo que ocurrió y, francamente, no loengo más claro que tú. Y he estado tratando con

    este tipo de cosas bastante más tiempo que tresaños. Pero para responder a tu pregunta inicial, lahistoria del periódico era esencialmente cierta;gnoro si se trataba de un vampiro o de un

    aspirador muy potente, pero los cuerpos de Neal y

    ones fueron drenados hasta quedar casi secos.

    —¿Drenados? —entonces no se trataba solo deuna pérdida masiva de sangre, algo que uno podríesperar en una herida de aquellas características

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    —. Oh, Dios mío.

    Escuchó a Brandon tomar otro trago.

    —Sí, ¿verdad? —admitió él con sequedad—.aturalmente, esto debe quedar entre tú y yo.

    —Naturalmente.

    —Entonces, si ya tienes toda la información quenecesitabas...

    —Sí. Gracias, Brandon.

    —Ha sido un placer, Victoria.

    Durante algunos segundos se quedó sentada sinmirar a ningún lugar en particular, considerando

    as posibles implicaciones de lo que acababa deescuchar. Entonces unos pitidos provenientes deleléfono le recordaron que no había colgado, y al

    mismo tiempo la arrancaron de sus ensoñaciones.

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    —Drenados... —repitió—. Mierda —sepreguntaba qué iba a hacer con ello lanvestigación oficial. No, sé honesta. Te estásreguntando qué hará Mike Celluci con ello.

    Bien, no pensaba llamaré para descubrirlo.

    Aunque era la clase de cosa que unos viejosamigos podrían discutir si uno de ellos había sido

    policía y el otro continuaba siéndolo. Salvo que,in duda, él me dirá cualquier cosadesagradable, especialmente si piensa que estoyutilizando el asunto como excusa para poder mantener algún tipo de contacto con el Cuerpo.

    ¿Lo estaba haciendo?

    Pensó en ello mientras escuchaba las pisadas del

    niño de tres años del piso de arriba corretear deun lado a otro por el comedor. Era un sonidoranquilizador, la clase de sonido que te dice todo

    va-bien-en-el-universo, y utilizó su ritmoacompasado para mantener sus pensamientos en

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    movimiento, para apartarse del pantano deamentación en el que había pasado la mayor parte

    de los últimos ocho meses.

    o, decidió por fin, no estaba utilizando aquelosario de muertes como medio de tratar de

    aferrarse a lo que se había visto obligada aabandonar. Lo suyo era curiosidad, lisa y

    lanamente. La misma curiosidad que cualquier otro sentiría en circunstancias similares. La únicadiferencia era que ella contaba con un medio paraatisfacerla.

    —Y si Celluci no lo entiende así —murmurómientras marcaba su número—, puede irse a tomapor... Buenos días. Mike Celluci, por favor. Sí,esperaré — algún día, se dijo mientras trataba de

    quitarle el papel a un viejo caramelo, voy a decir que no, no esperaré y le provocaré a laecretaria de alguien un ataque de histeria muyerio.

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    —Celluci.

    —Buenos días. Soy Vicki.

    —Ya. ¿Y bien? —definitivamente no podíadecirse que pareciera encantado de escucharla—.¿La cosa va de complicar mi vida con otrocadáver o se trata de una llamada amistosa a las..

    Vicki consultó su reloj mientras él lo hacía con eluyo.

    —... nueve y dos...

    —Ocho cincuenta y ocho.

    Él la ignoró.

    —... un jueves por la mañana?

    —No hay ningún cuerpo, Celluci. Solo queríaaber cómo marchaba la investigación hasta el

    momento.

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    —Eso es información policial, Vicki, y en el casode que lo hayas olvidado debo recordarte que yano eres policía.

    La réplica dolió, pero no tanto como ella habíaesperado. Bien, dos podían jugar al mismo juego.

    —Así que estáis en un callejón sin salida, ¿eh?

    ¿Sin ninguna salida? —pasó las páginas de uno deos periódicos con la suficiente fuerza como paraque él pudiera escuchar el inconfundible crujido—. Los periódicos parecen haber dado con unaespuesta —sacudiendo la cabeza, apartó eleceptor de su oído para no resultar ensordecida

    por la réplica, expresada de manera enérgica,acerca de la opinión que le merecían ciertosperiodistas, sus parientes y antecesores y sus

    descendientes. Sonrió. Aquello le estabaencantando.

    —Buen intento, Mike, pero hablé con la Oficinadel Juez y me ha confirmado la veracidad de la

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    nformación.

    —Estupendo. ¿Por qué no te leo entonces minforme por teléfono? O, mejor aún, podría

    enviarte a alguien con una copia de la informaciónobre el caso y sin duda tú lo habrás resuelto,

    utilizando tu juego de detective Nancy Drew, paraa hora de comer.

    —¿Por qué no discutimos el asunto como seresnteligentes mientras cenamos? — ¿Mientras

    cenamos? Dios, Dios. ¿Ha sido esa mi boca?

    —¿Cenar?

    Oh, bien, de perdidos al río, como solía decir laabuela.

    —Sí, cenar. Ya sabes. Cuando te sientas por lanoche y te metes comida en la boca.

    —Oh, cenar. ¿Por qué no has empezado por ahí?

    —Vicki pudo notar alegría en su voz y su propia

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    onrisa se curvó a modo de respuesta. MikeCelluci era el único hombre al que había conocidocuyo humor cambiase tan rápidamente como el deella. Puede que fuera por eso por lo que...—.¿Invitas tú? —también era básicamente unbastardo roñoso.

    —¿Por qué no? Lo deduciré como comida de

    negocios; consultando con el mejor funcionario dea ciudad.

    Él bufó.

    —Supongo que te acuerdas de que salgo a lasiete.

    —Allí estaré.

    Colgó, volvió a colocarse las gafas y se preguntóqué era exactamente lo que se creía que estabahaciendo. Mientras hablaban —  falso, mientrasnos enzarzamos en el enfrentamiento verbal que

    utilizamos a modo de conversación —, casi había

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    parecido como si los últimos ocho meses y laspeleas anteriores no hubieran ocurrido nunca. Opuede que su amistad fuera lo suficientementefuerte como para emerger intacta desde dondeellos la habían abandonado. O podía ser, solopodía ser, que ella hubiese encontrado un asideropara su vida.

    —Y espero no haber mordido más de lo que puedmasticar —susurró al vacío apartamento.

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    00up.g

    Capítulo 3

    Escorándose hacia la derecha para evitar ser completamente aniquilado por una mochila llenahasta los topes, Norman Birdwell chocó contra unfornido joven ataviado con una chaqueta de cuerode la universidad de York y se encontró de vueltaen el corredor que había a la salida del aula.Aferrando aún con más fuerza el asa de plástico du maletín, cuadró sus estrechos hombros y volvió

    a intentarlo. Siempre había pensado que se debía

    obligar a los estudiantes a salir  de las clasesformando filas ordenadas que discurriesen por elado izquierdo de la puerta de entrada, de manera

    que los que llegasen tarde a la siguiente clase

    pudiesen entrar por la derecha sin ser estorbados.Escurriéndose al lado de dos chicas que,gnorando su presencia, continuaron discutiendoobre las injusticias sexistas del control de la

    natalidad y los secadores de pelo, consiguió entra

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    en el aula y se dirigió hacia su sitio.

    A Norman le gustaba llegar pronto para poder entarse en el centro exacto de la tercera fila.

    Consideraba este lugar su asiento de la suertedesde que en Primero realizase en él un examen dcálculo perfecto. Se había matriculado en el turnode tarde de aquella asignatura de Sociología

    porque había escuchado comentar a dos alumnosen la cafetería que era un buen lugar para conocerchicas. Hasta el momento no había tenidodemasiada suerte. Mientras se arreglaba su nuevacorbata de cuero, se preguntó si no debería pedir una chaqueta.

    Al acercarse a su asiento, su maletín quedóencajado entre los respaldos de dos sillas de la

    egunda fila. Lo sacudió tratando de liberarlo, y ahacerlo su portaminas se le cayó del bolsillo y seperdió entre las sombras.

    —Oh, joder —murmuró mientras se arrodillaba

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    para recogerlo. Llevaba algún tiempoexperimentando con la procacidad verbal,confiando en que le haría parecer más macho.Hasta el momento no había experimentadoprogresos destacables.

    Circulaban numerosas leyendas sobre lo queacechaba bajo los asientos de las aulas de la

    universidad de York, pero todo lo que Normanencontró, aparte de su portaminas —que tenía solodesde la noche del domingo y que, por tanto, noestaba dispuesto a perder—, fue un ejemplar ngeniosamente enrollado del periódicoensacionalista del domingo. Devolviendo el

    portaminas al lugar al que pertenecía, Normanextendió el periódico sobre su rodilla. Sabía queel profesor llegaría a clase con quince minutos de

    etraso. Tenía tiempo de sobra para leer las tirascómicas.

    «Un vampiro acecha en la ciudad».

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    Con mano temblorosa, lo abrió y comenzó a leer eartículo.

    —Mirad a Birdwell —el muchacho de cuello

    ancho dio un codazo a su compañero—. Se hapuesto blanco como un fantasma.

    Frotándose su contusionada costilla, el

    destinatario de esta amistosa caricia lanzó unamirada a la solitaria figura que se sentaba en laercera fila del aula.

    —¿Qué diferencia hay? —gruñó—. Fantasmas,

    cretinos; es lo mismo.

    —Nunca lo supe —susurró Norman mirando alperiódico—. Lo juro por Dios. Nunca lo supe. No

    ha sido culpa mía.Él... no, aquello había dicho que tenía quealimentarse. Norman no le había preguntado dóndni cómo. Quizá, admitía ahora, porque no había

    querido saberlo. No dejes que nadie te vea, había

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    ido su única instrucción.

    Se limpió las sudorosas palmas en el periódico yas levantó, manchadas y temblorosas, mientras

    uraba: «Nunca más. Lo prometo. Nunca más».

    * * *

    El gong anunció otro encargo de pato Pekín, ymientras el sonido reverberaba a través delestaurante se produjo una ligera disminución enas conversaciones que, al menos en tres idiomas

    diferentes, estaban teniendo lugar. Vicki se llevó aos labios una cucharada de sopa, agria y caliente miró intrigada a Mike Celluci. Durante la

    primera media hora de la velada había resultadocasi encantador. Ya había tenido casi toda la

    ación de encanto que podía soportar.

    Tragó y le obsequió su mejor sonrisa del tipo «nome vaciles, chaval, sé de qué vas».

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    —Así que, ¿todavía te empeñas en mantener esaidícula teoría tuya del polvo de ángel y las garras

    de Freddy Kruger?

    Celluci lanzó una mirada a su reloj.

    —Treinta y dos minutos y diecisiete segundos — acudió la cabeza con arrepentimiento y un espeso

    mechón de cabello le cayó sobre los ojos—. Esteeñor que tienes aquí se apostó con Dave a que nopodías aguantar ni media hora. Me acabas decostar cinco pavos. ¿Te parece bonito?

    —No deberías quejarte —ella perseguía a unpedazo de cebolla verde a lo largo del borde de scuenco—. Después de todo, yo pago la cena. Yahora contesta a la pregunta.

    —Y yo que pensaba que estabas aquí paradisfrutar del placer de mi compañía.

    Cuando su voz adoptaba ese tono sarcástico ella

    legaba a odiarlo. El hecho de que no lo hubiera

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    escuchado en los últimos ocho meses no disminuíu antipatía.

    —Voy a mandar el placer de tu compañía

    directamente a las cocinas si no contestasnmediatamente a lo que te he preguntado.

    —Maldita sea, Vicki —arrojó la cuchara contra e

    platillo—. ¿Tenemos que discutir esto mientrascenamos?

    La cena no tenía nada que ver; habían discutidoobre cada caso en el que habían participado, por

    eparado y en común, durante las comidas. Vickihizo a un lado su tazón vacío y juntó las manos.Era posible que, ahora que ella había abandonadoel Cuerpo, él no quisiese discutir los casos. Era

    posible, pero poco probable. O al menos ella rezóporque no lo fuera.

    —Si puedes mirarme a los ojos —dijoranquilamente— y decirme que no quieres hablar

    de esto conmigo, me marcharé ahora mismo.

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    Teóricamente, él sabía que eso —mirarladirectamente a los ojos y decirle que no queríahablar del tema con ella— era lo que debía hacerEl Departamento de Investigación Criminal noenía muy buena opinión sobre los investigadores

    que no eran capaces de mantener la boca cerrada.Pero Vicki había sido una de las mejores; en suexpediente figuraban tres promociones anticipada

     dos menciones y, lo que era más importante, suhistorial de casos resueltos había sido uno de losde más éxito del departamento. La honestidaddebía forzarle a admitir, aunque fuera en silencio,

    que desde un punto de vista estadístico estehistorial era tan bueno como el suyo, solo que élhabía pasado en el departamento tres años más.¿Debo prescindir de esta oportunidad? sepreguntó en medio de un prolongado silencio.¿Debo renunciar a aprovecharme de su talento yu habilidad solo porque el dueño de este talento esta habilidad es un civil? Trataba de mantenerus sentimientos personales al margen de las

    decisiones.

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    La miró directamente a los ojos y dijo con lentitud

    —Muy bien, genio. ¿Tienes una teoría mejor quea del PCP y las garras?

    —Sería difícil dar con una peor —se burló ella,mientras se apoyaba en su asiento para permitir que el camarero sustituyera los cuencos vacíos po

    platos humeantes llenos de comida. Agradecidapor la oportunidad que se le brindaba paraecobrar la compostura, Vicki se entretuvo jugand

    con un palillo y esperó que él no advirtiera lomucho que esto significaba para ella. De hecho,ella misma no se había dado cuenta hasta que laespuesta de Mike había vuelto a poner en

    funcionamiento su corazón y al mismo tiempocomenzaba a devolver lentamente a la vida una

    parte de ella que creía que había muerto cuandoabandonó el Cuerpo. Su reacción, lo sabía, habríapasado inadvertida para un observador cualquierapero Mike Celluci era cualquier cosa menos eso.

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    or favor, Señor, haz que piense que se estáaprovechando de mis conocimientos. No le dejesaber lo mucho que necesito esto.

    Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Diosparecía estar escuchando.

    —¿Y tu idea? —preguntó Mike intencionadament

    cuando volvieron a quedarse solos con la comidaSi había notado su alivio, no dio muestras de elloPara Vicki, esto era suficiente.

    —Es un poco difícil aventurar una hipótesis sincontar con toda la información —dijo, tratando deempujarlo a hablar.

    Él esbozó una sonrisa que hizo que ellacomprendiera, y no por primera vez, por qué losestigos de ambos sexos estaban dispuestos a

    contarle a este hombre hasta la última palabra deo que sabían.

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    —Hipótesis. Bonita palabra. ¿Has estado otra vezhaciendo crucigramas?

    —Sí. En los momentos libres que me dejaba el

    perseguir a ladrones internacionales de joyas.Escúpelo, Celluci.

    Si tal cosa resultaba posible, habían aparecido aú

    menos pistas en la escena del segundo crimen queen el primero. Ninguna huella, salvo las de lavíctima, ningún rastro, nadie vio salir o entrar delgaraje al asesino...

    —... y cuando llegamos habían pasado variashoras desde el crimen.

    —¿Dices que el rastro que se internaba en el túne

    conducía a una sala de mantenimiento?Él asintió, mirando con rostro preocupado a unguisante.

    —Había sangre por toda la pared del fondo. El

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    astro llevaba a la habitación, pero nada salía deella.

    —¿Tal vez detrás de la pared?

    —¿Estás pensando en pasadizos secretos?

    Ella asintió con cierta timidez.

    —Considerándolo todo, esa podría ser unaespuesta con la que podría vivir —agitó la cabez el rizo volvió a interponerse delante de sus ojos

    —. Pero no había nada. Lo comprobamos.

    Aunque DeVerne Jones había sido encontrado conun jirón de cuero aferrado e