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    SAB

    (Primera parte)

    Captulo V

    La tormenta umbraen los aires resuelve un Ocanoque todo lo sepulta

    HEREDIA

    La noche ms profunda enlutaba ya el suelo. An no caa una gota de lluvia, ni la ms ligeracorriente de aire refrigeraba a la tierra abrasada. Reinaba un silencio temeroso en la naturalezaque pareca contemplar con profundo desaliento la clera del cielo, y esperar con tristeresignacin el cumplimiento de sus amenazas.

    Sin embargo, en tan horrible noche dos hombres atrevidos atravesaban a galope aquellassabanas abrasadas, sin el menor indicio de temor. Estos dos hombres ya los conoce el lector:eran Enrique y Sab, montado el uno en su fogoso alazn, y el otro en un jaco negro como elbano, ms ligero que vigoroso. El ingls llevaba ceido un sable corto de puo de platacincelada, y dos pistolas en el arzn delantero de su silla; el mulato no llevaba ms arma que sumachete.

    Ni uno ni otro proferan una palabra ni pareca que echasen de ver los relmpagos, msfrecuentes por momentos, porque cada uno de ellos estaba dominado por un pensamiento queabsorba cualquier otro. Es indudable que Enrique Otway amaba a Carlota de B... y cmo noamar una criatura tan bella y apasionada? Cualesquiera que fuesen las facultades del alma delingls, la altura o bajeza de sus sentimientos, y el mayor o menor grado de su sensibilidad; nocabe duda en que su amor a la hija de don Carlos era una de las pasiones ms fuertes que habaexperimentado en su vida. Pero esta pasin no siendo nica era contrastada evidentemente porotra pasin rival y a veces victoriosa: la codicia.

    Pensaba, pues, alejndose de su querida, en la felicidad de poseerla, y pesada esta dicha con lade ser ms rico, casndose con una mujer menos bella acaso, menos tierna, pero cuya dotepudiera restablecer el crdito de su casa decada, y satisfacer la codicia de su padre. Agitado e

    indeciso en esta eleccin se reconvena a s mismo de no ser bastante codicioso para sacrificar suamor a su inters, o bastante generoso para posponer su conveniencia a su amor.

    Diversos pensamientos ms sombros, ms terribles, eran sin duda los que ocupaban el alma delesclavo. Pero quin se atrevera a querer penetrarlos? A la luz repercutida de los relmpagosveanse sus ojos fijos, siempre fijos en su compaero, como si quisiera registrar con ellos lossenos ms recnditos de su corazn; y por un inconcebible prodigio pareci por fin haberloconseguido pues desvi de repente su mirada, y una sonrisa amarga, desdeosa, inexplicable,contrajo momentneamente sus labios. Miserable!, murmur con voz inteligible; pero estaexclamacin fue sofocada por la detonacin del rayo.

    La tempestad estalla por fin sbitamente. Al soplo impetuoso de los vientos desencadenados el

    polvo de los campos se levanta en sofocantes torbellinos: el cielo se abre vomitando fuego porinnumerables bocas: el relmpago describe mil ngulos encendidos: el rayo troncha los mscorpulentos rboles y la atmsfera encendida semeja una vasta hoguera.

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    El joven ingls se vuelve con un movimiento de terror hacia su compaero:

    -Es imposible continuar -le dice-, absolutamente imposible.

    -No lejos de aqu -responde tranquilamente el esclavo- est la estancia de un conocido mo.

    -Vamos a ella al momento -dijo Enrique, que conoca la imposibilidad de tomar otro partido-.

    Pero apenas haba pronunciado estas palabras una nube se rasg sobre su cabeza: el rbol bajoel cual se hallaba cay abrasado por el rayo, y su caballo lanzndose por entre los rboles, que elviento sacuda y desgajaba, rompi el freno con que el aturdido jinete se esforzaba en vano acontenerle. Chocando su cabeza contra las ramas y vigorosamente sacudido por el espantadoanimal, Enrique perdi la silla y fue a caer ensangrentado y sin sentido en lo ms espeso delbosque.

    Un gemido doliente y largo design al mulato el paraje en que haba cado, y bajndose de sucaballo se adelant presuroso y con admirable tino, a pesar de la profunda oscuridad. Encontral pobre Otway plido, sin sentido, magullado el rostro y cubierto de sangre, y quedose de piedelante de l, inmvil y como petrificado. Sin embargo, sombro y siniestro, como los fuegos dela tempestad, era el brillo que despedan en aquel momento sus pupilas de azabache, y sin elruido de los vientos y de los truenos hubiranse odo los latidos de su corazn.

    -Aqu est! -exclam por fin con su horrible sonrisa-. Aqu est! -repiti con acento sordo yprofundo, que armonizaba de un modo horrendo con los bramidos del huracn-. Sin sentido!Moribundo!... maana lloraran a Enrique Otway muerto de una cada, vctima de suimprudencia... nadie podra decir si esta cabeza haba sido despedazada por el golpe o si unamano enemiga haba terminado la obra. Nadie adivinara si el decreto del cielo haba sidoauxiliado por la mano de un mortal... la oscuridad es profunda y estamos solos... solos l y yoen medio de la noche y de la tempestad!... Helo aqu a mis pies, sin voz, sin conocimiento, a estehombre aborrecido. Una voluntad le reducira a la nada, y esa voluntad es la ma... la ma,pobre esclavo de quien l no sospecha que tenga un alma superior a la suya... capaz de amar,capaz de aborrecer... un alma que supiera ser grande y virtuosa y que ahora puede ser criminal!

    He aqu tendido a ese hombre que no debe levantarse ms!

    Crujieron sus dientes y con brazo vigoroso levant en el aire, como a una ligera paja, el cuerpoesbelto y delicado del joven ingls.

    Pero una sbita e incomprensible mudanza se verifica en aquel momento en su alma, pues sequeda inmvil y sin respiracin cual si lo subyugase el poder de algn misterioso conjuro. Sinduda un genio invisible, protector de Enrique, acaba de murmurar en sus odos las ltimaspalabras de Carlota:

    -Sab, yo te recomiendo mi Enrique.

    -Su Enrique! -exclam con triste y sardnica sonrisa-. l! Este hombre sin corazn! Y ellallorar su muerte! Y l se llevar al sepulcro sus amores y sus ilusiones...! Porque muriendo lno conocer nunca Carlota cun indigno era de su amor entusiasta, de su amor de mujer y devirgen... muriendo vivir por ms tiempo en su memoria, porque le animar el alma de Carlota,aquella alma que el miserable no podr comprender jams. Pero debo yo dejarle la vida? Lepermitir que profane a ese ngel de inocencia y de amor? Le arrancar de los brazos de lamuerte para ponerle en los suyos?

    Un dbil gemido que exhal Otway hizo estremecer al esclavo. Dej caer su cabeza quesostena, retrocedi algunos pasos, cruz los brazos sobre su pecho, agitado de una tempestad

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    ms horrible que la de la naturaleza, mir al cielo que semejaba un mar de fuego, mir a Otwayen silencio y sacudi con violencia su cabeza empapada por la lluvia, rechinando unos contraotros sus dientes de marfil. Luego se acerc precipitadamente al herido y era evidente queterminaban sus vacilaciones y que haba tomado una resolucin decidida.

    Al da siguiente haca una maana hermosa como lo es por lo regular en las Antillas la que

    sucede a una noche de tormenta. La atmsfera purificada, el cielo azul y esplndido, el solvertiendo torrentes de luz sobre la naturaleza regocijada. Solamente algunos rboles desgajadosatestiguaban todava la reciente tempestad.

    Carlota de B... vea comenzar aquel deseado da apoyada en la ventana de su dormitorio, lamisma en que la hemos presentado por primera vez a nuestros lectores. El encarnado de susojos, y la palidez de sus mejillas, revelaban las agitaciones y el llanto de la noche, y sus miradasse tendan por el camino de la ciudad con una expresin de melancola y fatiga.

    Repentinamente en su fisonoma se pint un espanto indescribible y sus ojos, sin variar dedireccin, tomaron una expresin ms notable de zozobra y agona. Lanz un grito y hubieracado en tierra si acudiendo Teresa no la recibiera en sus brazos. Pero como si fuese tocada deuna conmocin elctrica, Teresa, en el momento de llegar a la fatal ventana, qued tan plida ydemudada como la misma Carlota. Sus rodillas se doblaron bajo el peso de su cuerpo, y ungrito igual al que la haba atrado a aquel sitio se exhal de su oprimido pecho.

    Pero nadie acude a socorrerlas: la alarma es general en la casa, y el Sr. de B... est demasiadoaturdido para poder atender a su hija.

    El objeto que causa tal consternacin no es ms que un caballo con silla inglesa, y las bridasdespedazadas, que acaba de llegar conducido por su instinto al sitio de que partiera la nocheanterior. Es el caballo de Enrique! Carlota vuelta en su acuerdo prorrumpe en gritosdesesperados. En vano Teresa la aprieta entre sus brazos con su usada ternura, conjurndola aque se tranquilice y esforzndose a darle esperanzas: en vano su excelente padre pone enmovimiento a todos sus esclavos para que salgan en busca de Enrique. Carlota a nada atiende,nada oye, nada ve sino a aquel fatal caballo mensajero de la muerte de su amante. A l interrogacon agudos gritos y en un rapto de desesperacin preciptase fuera de la casa y corre desatinadahacia los campos, diciendo con enajenamiento de dolor:

    -Yo misma, yo le buscar... yo quiero descubrir su cadver y espirar sobre l.

    Parte veloz como una flecha y al atravesar la taranquela se encuentra frente a frente con elmulato. Sus vestidos y sus cabellos an estn empapados por el agua de la noche, mientras quecorren de su frente ardientes gotas de sudor que prueban la fatiga de una marcha precipitada.Carlota al verle arroja un grito y tiene que apoyarse en la taranquela para no caer. Sin fuerzaspara interrogarle fija en l los ojos con indecible ansiedad, y el mulato la entiende pues saca desu cinturn un papel que le presenta. Igualmente tiembla la mano que le da y la que le recibe...Carlota devora ya aquel escrito con sus ansiosas miradas, pero el exceso de su conmocin no lepermite terminarlo, y alargndoselo a su padre, que con Teresa llegaba a aquel sitio, cae entierra desmayada.

    Mientras don Carlos la toma en sus brazos cubrindola de besos y lgrimas, Teresa lee en altavoz la carta. Deca as:

    Amada Carlota: salgo para la ciudad en un carruaje que me enva mi padre, y estoy libre alpresente de todo riesgo. Una cada del caballo me ha obligado a detenerme en la estancia de unlabrador conocido de Sab, de la cual te escribo para tranquilizarte y prevenir el susto que podrcausarte el ver llegar mi caballo, si como Sab presume lo hace as. He debido a este joven losms activos cuidados. l es quien andando cuatro leguas de ida y vuelta, en menos de dos

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    horas, acaba de traerme el carruaje en el que pienso llegar con comodidad a Puerto Prncipe. ADios & c.

    Carlota vuelta apenas en su conocimiento hizo acercar al esclavo y, en un exabrupto de alegra yagradecimiento, ci su cuello con sus hermosos brazos.

    -Amigo mo! mi ngel de consolacin! -exclamaba- bendgate el cielo!... ya eres libre, yo loquiero.

    Sab se inclin profundamente a los pies de la doncella y bes la delicada mano que se habacolocado voluntariamente junto a sus labios. Pero la mano huy al momento y Carlota sinti unligero estremecimiento: porque los labios del esclavo haban cado en su mano como un ascuade fuego.

    -Eres libre -repiti ella fijando en l su mirada sorprendida como si quisiera leer en su rostro lacausa de una emocin que no poda atribuir al gozo de una libertad largo tiempo ofrecida yrepetidas veces rehusada: pero Sab se haba dominado y su mirada era triste y tranquila, y serioy melanclico su aspecto.

    Interrogado por su amo refiri en pocas palabras los pormenores de la noche, y acabasegurando a Carlota que no corra ningn peligro su amante y que la herida que recibiera en lacabeza era tan leve que no deba causar la menor inquietud. Quiso en seguida volver a marchara la ciudad a desempear los encargos de su amo, pero ste considerndole fatigado le ordendescansar aquel da y partir al siguiente con el fresco de la madrugada. El esclavo obedeciretirndose inmediatamente.

    Las diversas y vivas emociones que Carlota haba experimentado en pocas horas, agitronla detal modo que se sinti indispuesta y tuvo necesidad de recogerse en su estancia. Teresa la hizoacostar y colocose ella a la cabecera del lecho mientras el seor de B... fumando cigarros ycolumpindose en su hamaca, pensaba en la extremada sensibilidad de su hija, tratando detranquilizar su corazn paternal de la inquietud que esta sensibilidad tan viva le causaba,repitindose a s mismo: Pronto ser la esposa del hombre que ama: Enrique es bueno ycarioso, y la har feliz. Feliz como yo hice a su madre cuya hermosura y ternura ha heredado.Mientras l discurra as sus cuatro hijas pequeas jugaban alrededor de la hamaca. De rato enrato llegbanse a columpiarle y don Carlos las besaba retenindolas en sus brazos.

    -Hechizos de mi vida -las deca-, un sentimiento ms vivo que el afecto filial domina ya elcorazn de Carlota, pero vosotras nada conocis todava ms dulce que las caricias paternales.Cuando un esposo reclame toda su ternura y sus cuidados vosotras consagraris los vuestros ahermosear los ltimos das de vuestro anciano padre.

    Carlota, reclinada su linda cabeza en el seno de Teresa, hablbale tambin de los objetos de sucario: de su excelente padre, de Enrique a quien amaba ms en aquel momento: porque,quin ignora cunto ms caro se hace el objeto amado, cuando le recobramos despus de habertemido perderle?

    Teresa la escuchaba en silencio: disipados los temores haba recobrado su glacial continente, yen los cuidados que prodigaba a su amiga haba ms bondad que ternura.

    Rendida por ltimo a tantas agitaciones como sufriera desde el da anterior durmiose Carlotasobre el pecho de Teresa, cerca del medioda y cuando el calor era ms sensible. Teresacontempl largo rato aquella cabeza tan hermosa, y aquellos soberbios ojos dulcementecerrados, cuyas largas pestaas sombreaban las ms puras mejillas. Luego coloc suavementesobre la almohada la cabeza de la bella dormida y brot de sus prpados una lgrima largotiempo comprimida.

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    -Cun hermosa es! -murmur entre dientes-. Cmo pudiera dejar de ser amada? Luego miroseen un espejo que estaba al frente y una sonrisa amarga oscil sobre sus labios.

    [ Contina en el captulo VI]