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564 TERESA GISBERT ria, que es casi una leyenda, nos lo muestra involucrado en relevantes trabajos tanto de arquitectura como de escultura, hasta su enfermedad y muerte, ya que presumiblemente padeció lepra. Aleijandinho aprendió el oficio con su padre, quien fue el autor del plano de la iglesia del Carmen de Ouro Preto. Levantada sobre un montículo tiene una planta rectangular que remata en fachada cóncava-convexa siguiendo un ritmo borrominesco. Manuel Francisco Liboa no ve concluida su obra pues muere en 1766. A su hijo Aleijandinho, como arquitecto, se le atribuye la iglesia de San Francisco, de planta curva con esbeltas torres circulares. Las obras se iniciaron en 1766 con el contratista Diego Moreira, ocho años más tarde se pagaba al Aleijandinho por haber hecho la fachada principal. En escultura, la obra maestra de Aleijandinho es el Santuario del Bom Jesús do Matosinho en Congonhas do Campo, costeado por el minero portugués Feli- ciano Mendes, quien a raíz de una cura milagrosa se hizo ermitaño y dedicó su caudal y su vida a la construcción del Santuario. Los planos se deben a Antonio Gonzalves da Rosa y a Antonio Rodríguez Fálcate, quienes trabajaron en la obra entre 1758 y 1776. El Santuario se eleva sobre una colina a la cual se llega por una vía con capi- llas que contienen esculturas sobre la Pasión de Cristo, al final de esta vía está la iglesia, presidida por una amplio atrio, en cuya escalinata se realiza, a decir del investigador francés Germain Bazin, un ballet de piedra con las figuras de los Profetas del Antiguo Testamento. Estas figuras tienen un movimiento que alter- na con las palmeras circundantes y se dinamiza por los diferentes planos en que están colocadas. Mendes tuvo en la memoria los santuarios de su tierra cuando encargó la obra, pudiendo notarse el influjo del Bom Jesús de Braga aunque, se- gún el investigador Santiago Sebastián, pudo servirle de inspiración la portada de la Biblia publicada en Venecia el año de 1758 que presenta una escalinata de características similares a la de Congonhas, con estatuas de los hijos de Jacob. Sea cual fuere el origen de este conjunto, su realización supera los posibles mo- delos; es, sin duda, una obra maestra del arte americano, no sólo por la armonía de la composición espacial sino por la talla de cada uno de los profetas, realiza- dos con tal fuerza que el material pétreo cobra vida. 25 EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA Arturo Andrés Roig La cuestión de la identidad hispanoamericana durante el siglo xvm ofrece una intrincada red de relaciones, no fácilmente dibujables. Nos referimos, ciertamen- te, a formas de identificación de tipo social y cultural, a las que no podríamos caracterizar sin tener en cuenta la diversidad de los grupos y sectores humanos, sus modos particulares de estratificación y sus conflictivas relaciones. Se trata de una sociedad colonial incorporada a un régimen productivo impuesto por la me- trópoli europea. Para la mayoría de los países americanos que fueron posesiones de la Corona española, el siglo XVIII podría ser definido como el último siglo co- lonial, anticipo de los profundos cambios que se vivieron abiertamente en los inicios del XIX y que implicaron claras modificaciones dentro de las pautas de construcción de identidad. En efecto, el hecho de haber pasado la hegemonía po- lítica y económica a manos de la «clase criolla» y de haber promovido ésta el surgimiento de entidades nacionales, impuso un nuevo régimen identificatorio, dentro del cual la desarrollada autoconciencia de aquella clase, surgida en el ya entonces viejo enfrentamiento entre «españoles europeos» y «españoles america- nos», se vio reforzada y justificada. Con todo esto venimos a decir, que el régi- men de identificación que imperó en el siglo XVIII ha tenido su especificidad y que para dibujarlo tenemos que considerar la época como la culminación de una intrincada red de relaciones entre sectores humanos diversos, que entraron en contactos conflictivos en un largo desarrollo iniciado en 1492. De todas maneras, aun a pesar de que los criollos habían adquirido en la úl- tima etapa de la dominación española un fuerte autorreconocimiento, éste siem- pre estuvo condicionado por la situación colonial, que es uno de los factores que introdujo especificidad histórica en todo el proceso. Desde ahora debemos decir que no es la identidad del hombre europeo la que nos interesa en este caso, sino la de los diversos grupos que integraban la sociedad colonial, y no todos en los mismos niveles de estratificación. Mas tampoco es la identidad del hombre crio- llo la que será motivo exclusivo de nuesttas búsquedas por una razón fundamen- tal: que las identificaciones no son nunca establecidas de modo absoluto, sino que en su construcción intervienen, como referentes indispensables, los demás sectores sociales y, además, los grupos hegemónicos —que disponen de mayores posibilidades culturales en favor de la consolidación de su autoimagen— requie-

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Texto sobre la identidad latinoamericana

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ria, que es casi una leyenda, nos lo muestra involucrado en relevantes trabajos tanto de arquitectura como de escultura, hasta su enfermedad y muerte, ya que presumiblemente padeció lepra.

Aleijandinho aprendió el oficio con su padre, quien fue el autor del plano de la iglesia del Carmen de Ouro Preto. Levantada sobre un montículo tiene una planta rectangular que remata en fachada cóncava-convexa siguiendo un ritmo borrominesco. Manuel Francisco Liboa no ve concluida su obra pues muere en 1766. A su hijo Aleijandinho, como arquitecto, se le atribuye la iglesia de San Francisco, de planta curva con esbeltas torres circulares. Las obras se iniciaron en 1766 con el contratista Diego Moreira, ocho años más tarde se pagaba al Aleijandinho por haber hecho la fachada principal.

En escultura, la obra maestra de Aleijandinho es el Santuario del Bom Jesús do Matosinho en Congonhas do Campo, costeado por el minero portugués Feli­ciano Mendes, quien a raíz de una cura milagrosa se hizo ermitaño y dedicó su caudal y su vida a la construcción del Santuario. Los planos se deben a Antonio Gonzalves da Rosa y a Antonio Rodríguez Fálcate, quienes trabajaron en la obra entre 1758 y 1776.

El Santuario se eleva sobre una colina a la cual se llega por una vía con capi­llas que contienen esculturas sobre la Pasión de Cristo, al final de esta vía está la iglesia, presidida por una amplio atrio, en cuya escalinata se realiza, a decir del investigador francés Germain Bazin, un ballet de piedra con las figuras de los Profetas del Antiguo Testamento. Estas figuras tienen un movimiento que alter­na con las palmeras circundantes y se dinamiza por los diferentes planos en que están colocadas. Mendes tuvo en la memoria los santuarios de su tierra cuando encargó la obra, pudiendo notarse el influjo del Bom Jesús de Braga aunque, se­gún el investigador Santiago Sebastián, pudo servirle de inspiración la portada de la Biblia publicada en Venecia el año de 1758 que presenta una escalinata de características similares a la de Congonhas, con estatuas de los hijos de Jacob. Sea cual fuere el origen de este conjunto, su realización supera los posibles mo­delos; es, sin duda, una obra maestra del arte americano, no sólo por la armonía de la composición espacial sino por la talla de cada uno de los profetas, realiza­dos con tal fuerza que el material pétreo cobra vida.

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EL P R O B L E M A D E L A I D E N T I D A D H I S P A N O A M E R I C A N A

Arturo Andrés Roig

La cuestión de la identidad hispanoamericana durante el siglo xvm ofrece una intrincada red de relaciones, no fácilmente dibujables. Nos referimos, ciertamen­te, a formas de identificación de tipo social y cultural, a las que no podríamos caracterizar sin tener en cuenta la diversidad de los grupos y sectores humanos, sus modos particulares de estratificación y sus conflictivas relaciones. Se trata de una sociedad colonial incorporada a un régimen productivo impuesto por la me­trópoli europea. Para la mayoría de los países americanos que fueron posesiones de la Corona española, el siglo X V I I I podría ser definido como el último siglo co­lonial, anticipo de los profundos cambios que se vivieron abiertamente en los inicios del X I X y que implicaron claras modificaciones dentro de las pautas de construcción de identidad. En efecto, el hecho de haber pasado la hegemonía po­lítica y económica a manos de la «clase criolla» y de haber promovido ésta el surgimiento de entidades nacionales, impuso un nuevo régimen identificatorio, dentro del cual la desarrollada autoconciencia de aquella clase, surgida en el ya entonces viejo enfrentamiento entre «españoles europeos» y «españoles america­nos», se vio reforzada y justificada. Con todo esto venimos a decir, que el régi­men de identificación que imperó en el siglo X V I I I ha tenido su especificidad y que para dibujarlo tenemos que considerar la época como la culminación de una intrincada red de relaciones entre sectores humanos diversos, que entraron en contactos conflictivos en un largo desarrollo iniciado en 1492.

De todas maneras, aun a pesar de que los criollos habían adquirido en la úl­tima etapa de la dominación española un fuerte autorreconocimiento, éste siem­pre estuvo condicionado por la situación colonial, que es uno de los factores que introdujo especificidad histórica en todo el proceso. Desde ahora debemos decir que no es la identidad del hombre europeo la que nos interesa en este caso, sino la de los diversos grupos que integraban la sociedad colonial, y no todos en los mismos niveles de estratificación. Mas tampoco es la identidad del hombre crio­llo la que será motivo exclusivo de nuesttas búsquedas por una razón fundamen­tal: que las identificaciones no son nunca establecidas de modo absoluto, sino que en su construcción intervienen, como referentes indispensables, los demás sectores sociales y, además, los grupos hegemónicos —que disponen de mayores posibilidades culturales en favor de la consolidación de su autoimagen— requie-

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ren de otros sectores lo que bien podría entenderse como una especie de «tributo histórico». Ese es el caso de la incorporación del pasado histórico indígena, azte­ca y quechua, en particular, dentro la propia historia de quienes detentaban la denominación de «americanos» por antonomasia, es decir, los hijos de «españo­les europeos», nacidos en nuestras tierras. Hay, además, sectores de población que fueron marginados de ese juego de referencialidad sobre el que se construyó la propia imagen, en cuanto no fueron considerados como dignos. Tal es el caso de la población esclava de origen africano, colectivo este en el que los procesos de identificación no son menos apasionantes, aun cuando no dispusiera de las herramientas culturales con las que los grupos hegemónicos elaboraron la ima­gen de sí mismos. Con esos sectores y por el motivo indicado, la metodología que se ha de seguir no es evidentemente la misma. Tal vez algo semejante, si bien con un margen histórico de posibilidades ciertamente importantes, haya que de­cir del mestizo, en particular del nacido de la unión de varón español y mujer in­dígena, personaje de carácter complejo en el mundo colonial. No debemos olvi­dar, además, que las clases hegemónicas no sólo modelaron su propia figura como tales, sino que incidieron de modo activo y casi siempre compulsivo sobre la conformación de las identidades de los sectores subalternos, aun cuando éstos no dejaran nunca de tener un grado de iniciativa y de actitudes creadoras, expre­sadas en medio de su adversidad. Hasta aquí me he referido a los problemas de identidad social y cultural de clases y etnias. Queda, sin embargo, todavía, un complejo mundo: el que presenta la identidad sexual, en particular la de la mu­jer. Ésta, si bien inserta en toda la compleja estratificación colonial y partícipe tanto de los beneficios como de las adversidades según fuera su integración, ha estado sometida, tal vez más que los varones, a modos de conformación compul­siva de su propia identidad.

Pues bien, una vez expuestas estas inevitables consideraciones preliminares, vamos ahora a adentrarnos en ese complejo mundo de nuestro último siglo colo­nial hispánico. Entre 1783 y principios de 1790, el imperio español alcanzó, con la recuperación de la Florida, la mayor extensión de toda su historia. Por esa época, además, se había alcanzado la consolidación de una estructura social que canalizó el complejo proceso de mestizaje a través del sistema de castas, fijando de modo rígido, además, el lugar que dentro del aparato productivo le corres­pondía a una importante masa de los sectores subalternos. Las castas, «grupos socioraciales mestizos» (Jaramillo Uribe, 1968: 163), fruto de un complejo pro­ceso de conformación, tanto subjetivo como objetivo, introdujeron una nota de tipicidad inevitable dentro de la sociedad colonial. Por otra parte, en las últimas décadas del siglo comenzó a generalizarse, particularmente en las posesiones del Caribe, así como en la región del trópico continental, el sistema de plantación, que modificó profundamente la situación de explotación de la población negra africana e incidió sobre la demanda de esclavos. Los cambios puestos en marcha dentro de la producción, en particular la agrícola, no eran ajenos a las grandes expediciones científicas promovidas oficialmente por la corona con el propósito evidente de obtener nuevas fuentes de recursos naturales. Estas expediciones, de las que nos ocuparemos más adelante, constituyeron lo que se consideró como un «segundo descubrimiento de América», y dieron lugar asimismo a que se ha-

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blara desde tierras americanas, de una «segunda conquista». En efecto, las medi­das administrativas de los Borbones, unidas a la agricultura a gran escala con tecnología renovada, aumentaron la eficacia del sistema de explotación colonial, lo que sumergió en la miseria a extensas masas de población. Esto hizo del siglo XVJH una época de continuas rebeliones indígenas, así como el endurecimiento de la vida de la población negra provocó la generalización del cimarronaje. Han de sumarse a estos hechos dos acontecimientos de honda significación histórica para toda América, uno de ellos interno, dentro las colonias españolas, el gran levantamiento indígena de Túpac Amaru (1780-1781) al que Humboldt consi­deró, aun cuando fuera sofocado, como un hecho histórico de tanta importancia como el de la independencia de Estados Unidos (Von Humboldt, 1991: 74); y el otro, externo a la comunidad hispánica pero de muy fuertes resonancias en ella: la revolución de Haití (1791), que dio nacimiento a la primera república negra del mundo moderno y a la segunda nación de América que alcanzaba su inde­pendencia (1804). Los extractos sociales más bajos y explotados del mundo co­lonial español, el indígena y el negro, a los que llegaban noticias de aquellos he­chos, llenaron de temores a los propietarios. La inquietud de la clase criolla, futura heredera del poder social, político y económico de la administración espa­ñola, no tardó en dejarse sentir asimismo a finales de siglo. En la misma época en la que el Imperio alcanzaba su máxima extensión y, en concreto, a partir de 1789, se les oía decir a los criollos —según el testimonio de Humboldt— «yo no soy español, soy americano» (Von Humboldt, 1991: 76). El conflicto de identi­dades había alcanzado a su vez, sin duda, también su máxima extensión. La po­blación indígena nunca se había considerado española, mucho menos la pobla­ción negra esclava; la población mestiza había aspirado a «españolizarse», moviéndose dentro de los marcos de una ambigüedad constantemente señalada. Los que nunca habían dejado de sentirse, por lo menos como «españoles ameri­canos» y tenían el orgullo de descender de padres europeos, ahora escindían la «americanidad» de la «europeidad» y afirmaban la primera como una realidad que había alcanzado para ellos un grado de consistencia histórica.

El proceso que culminó en esa separación y distinción entre lo europeo y lo americano tuvo sus inicios en un acto de violencia que ha quedado expresado simbólicamente en el célebre texto del padre Las Casas Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), obra que fue familiar dentro de «la crítica del orden colonial» durante el siglo xv i l l (Flores Galindo, 1986: 161). La Brevísima relación expresaba algo así como una especie de «punto cero», desde el cual se debían reformular las antiguas identidades de las naciones destruidas por la Conquista española, así como todas aquellas que habían surgido con el nuevo poblamiento de América. Mas, no sólo la primitiva identidad de las poblaciones indígenas quedó gravemente afectada, sino que los propios descendientes de los conquistadores acabaron por caer en una abierta indiferencia respecto de los grandes procesos europeos, vistos como extraños y lejanos y, a la vez, por dis­tanciarse de la memoria histórica de sus padres. En efecto, Jorge Juan y Antonio de Ulloa, alrededor del año 1748, habían observado que las noticias de los acon­tecimientos que atribulaban al mundo europeo llegaban a América «como som­bras muy tenues» y que sus habitantes las miraban como «cosas pasadas y dis-

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tantes», como si fueran «historias antiguas que sirven de diversión al entendi­miento» y subrayan «la indiferencia con que se miran estas cosas» que para mu­chos pasaban como «fábulas históricas» (Juan y Ulloa, 1991: 449). Años más tarde, en 1807, Alejandro de Humboldt recordando las impresiones recibidas en sus viajes por tierras americanas entre 1799 y 1804 nos dirá que «las memorias nacionales —se refiere a las de España— se pierden insensiblemente en las colo­nias y aún aquellas que se conservan no se aplican a un pueblo ni a un lugar de­terminado. La gloria de Pelayo y del Cid ha penetrado hasta las montañas y los bosques de América; el pueblo pronuncia algunas veces esos nombres ilustres, pero ellos se representan en un imaginación como pertenecientes a un mundo puramente ideal o al vacío de los tiempos fabulosos» (Rodó, 1967: 712-713). El mismo Humboldt, en su célebre Ensayo político sobre el Reino de la Nueva Es­paña (1811), matizaría un tanto esa pintura señalando que había que distinguir entre «los habitantes de las provincias lejanas» y los de las ciudades, en este caso, la de México. De los primeros nos dice que eran «más instruidos en la his­toria del siglo x v i que en la de nuestro tiempo» y tenían, por tanto, una imagen de España que no cuadraba con una visión contemporánea de los procesos y conflictos. En cuanto a los otros, si bien actualizados, mostraban una actitud que nos explica, en parte, aquella «indiferencia» de que hablaban Juan y Ulloa (Von Humboldt, 1991: 78-79). Por cierto que las gentes a las que se refieren los tres viajeros no integraban la población indígena, ni las castas. Hablaban princi­palmente de los descendientes de los conquistadores, los que habían comenzado a denominarse criollos ya a partir del siglo X V I , tal como lo documenta Acosta (1590) y, más adelante, el Inca Garcilaso (1600-1604). A finales del siglo xvn y ya en los pródromos del siglo X V I I I , Carlos de Sigüenza y Góngora se referirá a las tierras americanas llamándolas «nuestra nación criolla» (Sigüenza y Góngo­ra, 1984: 187). El término, que acabó por imponerse y generalizarse en el siglo xvin, en particular en sus últimas décadas, no entró en las categorías sociales con las que se establecían los padrones de población y su fuerza le vino funda­mentalmente del papel que desempeñaba como marca o distintivo de identidad.

Por otra parte, no se captaría esa función si no tuviéramos presente que «criollo» se oponía a «chapetón» o «gachupín», palabras con las que se designa­ba despectivamente a los peninsulares, en particular a los recién llegados de Es­paña a las Indias. A su vez, la denominación de criollo no escapaba de ser expre­sión de un cierto desprecio por parte de los europeos, que llegaron a hacer un uso amplio del término que alcanzaba, en algunos casos a las castas, según el testimonio de Clavigero (1780-1781). En efecto, según el mismo autor, los espa­ñoles denominaban criollos también a los hijos de africanos y asiáticos nacidos en América (Clavigero, 1987: 503). No ha de olvidarse dentro de este complejo proceso que el mestizo de español e india en su constante voluntad de ascenso social, encontró en la denominación de criollo una forma de reconocimiento. En cuanto al término «chapetón» con el que se pretendía señalar la inexperiencia de las cosas americanas que mostraban los recién llegados y que suponía burla y desprecio, es más antigua que la de criollo, tal como está documentado en Gon­zalo Fernández de Oviedo (1526) quien lo ponía en boca de los españoles que llevaban ya años en América y que de alguna manera se sentían americanos. Los

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criollos, hijos de estos últimos, heredaron de esa actitud que se había despertado inicialmente en sus padres un cierto orgullo de «americanidad», frente a los re­cién llegados de Europa. Madurado el siglo xvm, Juan de Velasco, entre 1788 y 1789 le dará un alcance universal: ya no se trata del peninsular recién llegado, sino de todo español europeo (Velasco, 1977: 351). Así lo percibieron Juan y Ulloa quienes en sus Noticias secretas de América (1748) dedicaron la «sesión novena» a tratar el problema del enfrentamiento entre «criollos» y «chapeto­nes», y llegaron a afirmar que el mismo mostraba a «dos naciones totalmente encontradas» (Juan y Ulloa, 1991: 427).

Humboldt nos hace saber también el cambio que se había producido en ese mismo siglo y que anticipaba ya la conformación de nuevas formas de identidad. Antes, en el siglo X V I I «en que era más íntima la unión entre españoles mexica­nos y europeos —nos dice— la metrópoli no desconfiaba sino de los indios y mestizos; y el número de criollos blancos era tan corto que por lo mismo se incli­naban generalmente a hacer causa común con los europeos». Y esto lo dice por­que en los años en que visitó nuestras tierras, se había generado una situación de violencia entre españoles americanos y españoles europeos, agudizada a tal ex­tremo que, los primeros, como lo anticipamos, se consideraban únicamente ame­ricanos y, los segundos, «creían ver el germen de la revolución en todas las aso­ciaciones cuyo objeto era la propagación de las luces» (Von Humboldt, 1991: 560). Súmese a lo observado por el viajero alemán la amplitud que había alcan­zado en esa época el proceso de mestizaje, que incidió en la modificación de los códigos desde los que se establecían las categorías sociales. El hecho de que Humboldt nos hable en el texto citado de «criollos blancos» pone en evidencia la presencia de otro sector que pretendía compartir la categoría social del «Espa­ñol americano en relaciones de igualdad: el mestizo. En el siglo xvm se generali­zó, a la vez, la práctica legal del «blanqueamiento» a favor de reconocimientos de hidalguía por parte de este sujeto social, así como se ahondó su rechazo. Juan de Velasco desde su posición de «criollo blanco» decía que la «plebe» estaba in­tegrada por «mestizos, negros, mulatos y zambos» y que si alguna de esas cuatro «clases» podía ser «llamada con alguna razón el oprobio de los habitadores del Nuevo Mundo», ella era la de los «mestizos» (Velasco, 1977:1, 357).

Ahora bien, si los criollos mostraban una actitud de olvido y alejamiento de los contenidos que integraban la memoria histórica hispánica, tal como atesti­guaron Juan y Ulloa, por su lado, y Humboldt, por el suyo, había comenzado a generarse desde temprano un proyecto de historiografía al margen de las cróni­cas con las que el imperio español incorporó las Indias a su propia historia. Un caso interesante nos lo ofrece, al promediar el siglo xvn, el neogranadino Juan Rodríguez Freyle. En su obra El carnero (1630) decía que «donde faltan letras, falta el método historial, y faltando esto falta la memoria del pasado» (Rodrí­guez Freyle, 1979: 16). A l cerrar aquel siglo y abrirse el siglo xvm, esta exigen­cia de una historiografía criolla alcanzó una de sus más notables expresiones en la obra de Carlos de Sigüenza y Góngora. La «nación criolla» —tal como vimos llamó a la patria americana— no necesitaba «fábulas» para expresar sus «acier­tos y triunfos», pues éstos, en cuanto «hechos» y no meras «palabras», forma­ban su «historia». La conquista y la evangelización llevadas a cabo por los euro-

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peos no eran sino unas de tantas que habían tenido lugar en el largo decurso temporal que venía desarrollándose en América desde el arribo de los hijos de Noé. La contraposición entre lo «fabuloso» y lo «histórico» tenía como fin, muy ilustradamente por cierto, construir un saber que fuera «útil» para una sociedad que se sentía ya fuertemente identificada. Se imponía, pues, incorporar la histo­ria del imperio azteca, para lo cual se debía limpiar su imagen, oscurecida por ciertos cronistas. Estos, en su empeño por justificar el poder español, habían de­nunciado la religión indígena como demoníaca y habían malinterpretado el sen­tido ritual de los sacrificios humanos y de la antropofagia. Para Sigüenza, los «gentiles», erraron en los medios con los que organizaron sus manifestaciones religiosas, mas no en valor simbólico del culto que era «lo que constituía la reli­gión» (Sigüenza y Góngora, 1984: 215). Al destacar de este modo no los errores, sino las virtudes de los emperadores mexicanos, este criollo sentía que «había pagado a los indios la patria que nos dieron» (¡bíd.: 183). Late en este escritor algo que asimismo ya había señalado Rodríguez Freyle y que habrá de ser senti­miento compartido con los intelectuales indígenas y mestizos de los siglos X V I I y X V I I I , la existencias de un «siglo dorado» que se transformó, por obra de la con­quista española, en el «siglo del hierro y del acero» (Rodríguez Freyle, 1979: 188-189).

Ahora bien, la memoria histórica de la clase criolla, a pesar de la fuerte dife­renciación que Sigüenza establecía entre palabras y hechos, o entre alegorías e historia, se fue consolidando desde sus orígenes sobre ciertas narraciones míti­cas, que no eran, por cierto, nuevas, sino que integraban la rica cultura simbóli­ca del mundo iberoamericano. Por cierto que esas narraciones fueron objeto de una fuerte resemantización, en la medida en que se trataba de un nuevo sujeto el que las invocaba y pretendía ponerlas a su servicio. Por otra parte, quedaron to­das incorporadas dentro de un saber antropológico surgido en el siglo X V I I I de modo pleno en clara competencia con formas del conocimiento científico euro­peo. En líneas generales, esos mitos apuntaron a fundamentar la posibilidad de una historiografía americana; a afirmar la especificidad de nuestro ser histórico y, por último, a subrayar la originalidad radical de América.

Las leyendas en cuestión fueron la del Paraíso terrenal, la de Noé y la de los apóstoles santo Tomás y san Bartolomé. De las tres, la primera según la cual el Paraíso había estado o estaba ubicado en las selvas amazónicas, es la que con menos fuerza llegó hasta nuestro siglo x v m , no así las otras dos, que se mantu­vieron lozanas hasta finales del mismo. El relato de Noé aseguraba la base, indu­bitable para una conciencia cristiana, del monogenismo y, por tanto, la posibili­dad de integrar nuestra historia dentro de la historia universal. Por su parte, las leyendas de los apóstoles santo Tomás y san Bartolomé, si bien con menos fuer­za que el mito anterior, confirmaban una especificidad en cuanto a que su pre­sencia en nuestras tierras no se requería de la Europa evangelizadora para justifi­car nuestros títulos dentro de la cristiandad y, por tanto, del mundo civilizado. Estas tres narraciones implicaban, además, el osado intento de incorporar —tal como ya lo anticipáramos— el pasado indígena americano dentro de la historia de la clase criolla, como momento propio. Este esfuerzo dialéctico es una prueba del impulso creador puesto en juego en la confirmación de la conciencia históri-

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ca, en afanosa búsqueda de la identidad. Los tres relatos tuvieron siempre como base la presuposición del origen adamítico de la población americana. Este pun­to de partida se vio, además, fuertemente influido desde sus inicios por el asom­bro producido en los descubridores y conquistadores por la exuberante naturale­za de los trópicos, que sugirió desde un primer momento la idea del Paraíso terrenal. Esta sospecha se transformaría bien pronto en la afirmación de la bon­dad y positividad de las tierras americanas y sus habitantes. La afirmación de que el Paraíso estuvo en nuestras tierras se relacionó fácilmente con la leyenda de un Noé también americano, aun cuando se siguiera pensando en el diluvio como universal.

Al promediar el siglo x v i l , Antonio de León Pinelo, en su obra El Paraíso en el Nuevo mundo (1650), incorporó ambas leyendas en lo que podría entenderse como una de las primeras visiones de una historia universal pensada desde Amé­rica (Roig, 1986: 170-174). Iniciado ya el x v m , el tema reaparece en una visión, en absoluto inferior a la de León Pinelo, en el mexicano Carlos de Sigüenza y Góngora. Este no se satisfizo con entroncar la humanidad americana con la fa­milia de Noé, sino que pretendió relacionar, además, nuestro mundo con la cul­tura grecolatina. En este caso, la tradición de un continente perdido, la Atlánti-da, le sirvió para afirmar desde otro relato, que el encuentro de América había sido simplemente un reencuentro, tesis a la que apuntaba asimismo León Pinelo (Sigüenza y Góngora, 1984: 180-183). Si la búsqueda de antepasados míticos que probaran nuestra inserción en la historia mundial movió tan fuertemente la imaginación de Sigüenza y Góngora a inicios del siglo x v i i i , lo mismo sucedió a finales del mismo con otro mexicano no menos ilustre, fray Servando Teresa de Mier. Las teorías de este criollo, que causaron gran escándalo, tienen que ver con la leyenda de la visita a América de los apóstoles santo Tomás y san Barto­lomé. Según fray Servando, la creencia de que la Virgen de Guadalupe se le pre­sentó a un humilde campesino, no era verídica. Aquélla se presentó, en tierras mexicanas, a santo Tomás Apóstol y fue en el manto del mismo en donde quedó estampada la sagrada figura (Teresa de Mier, 1978: 11-13). En el célebre ser­món de 1794, que le llevó a la cárcel, Teresa de Mier pretendía darle bases con­sistentes a una memoria histórica que no coincidía con la establecida. Su convic­ción le llevó a decir que la predicación y profecías de santo Tomé (santo Tomás) «... son la verdadera clave de la conquista de ambas Américas...» (Ibíd.). El peso de este mundo de mitos, a los que se han de agregar otros como los que integran la saga de san Brandan, venía sin dudas de la pujante afirmación de identidad social y cultural que caracterizó al siglo X V I I I americano.

La construcción de una memoria histórica por parte de los criollos alcanzó, sin embargo, su más clara consolidación a finales del siglo x v i l , con la obra es­crita en Italia por los jesuítas americanos expulsados de los dominios españoles en 1767. Entre los que se destacaron debemos mencionar, por lo menos, a tres de ellos, considerados como fundadores de las historias nacionales de México, Chile y Ecuador. Nos referimos a los sacerdotes Francisco Javier Clavigero, au­tor de una Historia del México antiguo (1780-1781); Ignacio Molina, autor de un Ensayo sobre la historia natural de Chile (1782) y otro Ensayo sobre la histo­ria civil de Chile (1787) y Juan de Velasco, con su Historia del Reino de Quito

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(1789). Les tocó a estos escritores una época en la que se había alcanzado un vasto conocimiento geogtáfico del globo y en el que se anunciaban revoluciona­rias doctrinas que pondrían fuertemente en duda las tradiciones bíblicas. Todo esto venía acompañado, lógicamente, de un cambio en la concepción de la natu­raleza expresado en la conocida metáfora de «las luces», que había puesto en crisis la comprensión tradicional del mundo y de la vida. Se vieron envueltos, por otra parte, en una de las más agudas polémicas de la segunda mitad del siglo X V I I I , justamente acerca de la naturaleza de América y del hombre americano. Frente a todo esto respondieron reacomodando los viejos mitos en la medida en que seguían siendo constituyentes básicos en la construcción de la memoria his­tórica del sector social americano al que pertenecían. Sin embargo, no sólo no fueron ajenos al conocimiento científico más avanzado, sino que se incorpora­ron al mismo, dando forma a lo que podríamos entender como una antropolo­gía americana, apoyada en un considerable esfuerzo por ordenar racionalmente el mundo de conocimientos relativos a la naturaleza. De esta manera se suma­ron, a su modo y desde Europa, a la labor de las expediciones científicas del si­glo x v m .

Estos jesuítas dieron, pues, un importante paso en la sistematización de la memoria histórica de sus países de origen, estableciendo, en primer lugar, un monogenismo, cuyo símbolo fue siempre para ellos la figura legendaria de Noé, si bien ahora reformulado desde los grandes problemas que la época planteaba respecto a las especies. Las respuestas en este sentido, así como en lo que se re­fiere al hecho de la población de América, fueron limpiadas, en general, de aca­rreos fantásticos. Aun cuando la tesis del Diluvio universal hubiera entrado en crisis, la aceptación de este hecho como histórico resultaba tan importante como la misma leyenda de Adán. Ambos confirmaban la pretensión de universalidad sobre la que necesitaba apoyarse el discurso americanista. De ahí la fuerte polé­mica contra la tesis de diluvios parciales que atentaba contra la afirmación de los orígenes comunes de la especie humana. Podemos decir que los jesuítas ame­ricanos refuncionalizaron la base tradicional que daba solidez a la autoimagen que el hombre criollo aspiraba a formar de sí mismo en la construcción de su identidad. Por lo demás, si América como fuente de maravillas y como mundo «peregrino» no perdió totalmente la enorme fuerza que había tenido en muchos y que había generado luego los caprichos de la fantasía barroca, los sentimientos que despertaba quedaron relegados —perdida su fuerza creadora imaginativa— como alimentos de un cierto orgullo americano frente a una realidad social y cultural europea relativizadas. Ya no hacía falta para confirmar nuestra propia identidad recurrir a lo extraño, misterioso, portentoso, maravilloso o simple­mente curioso, en cuanto que la naturaleza americana había comenzado a ser tratada como algo sobre la que se desarrollaba la vida cotidiana de un sector so­cial que había asumido plenamente su relación con un mundo visto y sentido como propio, cercano y familiar. Esto no significa que no estuviera presente una nota que será casi una constante dentro de nuestra autocomprensión y que Buar-que de Holanda ha caracterizado como una «naturaleza de gracia matinal», aun cuando esa matinalidad hubiera perdido todo halo de misterio y hasta de mila­gro (Holanda, 1987: 266). Digamos por último que la incorporación de la histo-

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ria indígena, que fue tarea importante dentro del programa de los jesuítas expul­sados, implicó, en particular respecto de los imperios del Tahuantinsuyu y del Anáhuac, la continuidad de lo utópico, tal como había anticipado, para el caso incaico, Garcilaso de la Vega en el siglo x v i l . El rechazo de la visión demoníaca de las religiones indígenas, la fuerza con la que subrayaron los valores morales sobre los que se organizaron las antiguas sociedades americanas, el espíritu de justicia distributiva, muy fuertemente señalado en el caso del sistema quechua, suponían una especie de edad de oro, no para regresar a ella, sino para ponerla como una de las tantas imágenes al servicio de la consolidación de las formas de identidad de los sectores sociales en ascenso, a los que representaban precisa­mente los jesuítas expulsados. El «regreso» al glorioso pasado indígena no ocul­taba un cierto valor retórico dentro del discurso que se consolida a finales del si­glo X V I I I y que se habrá de prolongar en buena parte del siglo X I X . Los incas fueron transformados «en seres de un pasado lejano, comparables a las divinida­des griegas: hermosos y distantes» (Flores Galindo, 1986: 234). Este fuerte re­curso identificatorio muestra toda su ambigüedad si pensamos en la situación de miseria y explotación de la población indígena campesina, en esta época.

Ahora bien, no sólo la literatura de origen criollo o criollo-mestizo estuvo presente con intensidad a lo largo de todo el siglo x v m dentro de los sectores cultos de la época, sino que hubo otra, de no menor fuerza e importancia: nos referimos a la ya citada presencia del padre Las Casas y, en particular, de su Bre­vísima relación, figura y obra familiares «dentro de los críticos del orden colo­nial» dieciochesco (Flores Galindo, 1986: 161). No es extraño a esa tradición el hecho de que Simón Bolívar cuando llegara al Cuzco evocara en su discurso dos textos: «La fábula de Garcilaso de la Vega y la Destrucción de las Indias de Las Casas» (Ibíd.: 234). Mas, la presencia del obispo de Chiapas no sólo estaba viva en América en aquella época, sino también en España, tal como lo testimonia Marcelino Menéndez y Pelayo en el prólogo a la primera edición de la obra de Ginés de Sepúlveda Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los in­dios. «Es verdaderamente digno de admiración, y prueba irrefutable del singular respeto con que todavía en el siglo x v m se miraban en España las doctrinas y opiniones de Fray Bartolomé de las Casas» el hecho de que los editores de las obras de Sepúlveda no se animaran a incluir entre ellas el Tratado mencionado (Ginés de Sepúlveda, 1987: Advertencia, VII) .

Si a esta información agregamos otra de mucha mayor importancia, ha de decirse que aquella crítica al orden colonial generalizada en tierras americanas no sólo se alimentaba de su propia situación y de la labor de sus hombres de le­tras, sino que se apoyaba con fuerza en lo que bien puede considerarse como el desarrollo de un pensamiento crítico español que vino a reforzar el autorecono-cimiento y la autoidentificación del sector criollo. Nos referimos ahora a la ex­tensa e increíble influencia que ejercieron los escritos de fray Benito Jerónimo Feijóo, sobre todo como consecuencia de la posición francamente lascasiana de éste, así como de su defensa de los españoles americanos. En el tomo IV del Tea­tro crítico universal (1726-1739) declara su decidido lascasismo: «¿Qué impor­tará que yo estampe en este libro lo que está gritando todo el Orbe? Vanos han sido cuantos esfuerzos se hicieron para aminorar el crédito a los clamores del se-

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ñor don Bartolomé de las Casas, obispo de Chiapas, cuya relación de la Destruc­ción de las Indias, impresa en español, francés, italiano y latín, está llenando continuamente de horror a toda Europa. La virtud eminente de aquel celosísimo Prelado, testigo ocular de las violencias, de las desolaciones, de las atrocidades cometidas en aquellas conquistas, le constituyen superior a toda excepción» (Henríquez, 1988: 340). Súmese a esto el difundidísimo «Discurso» aparecido igualmente en el Teatro crítico, titulado «Españoles americanos», así corno el ar­tículo «Mapa intelectual y cotejo de naciones», incluido en la misma obra, en donde se hace la defensa de la humanidad americana, tanto la indígena como la de origen europeo. «Disputaban indios y españoles ventajas en la barbarie —dice Feijóo—: aquéllos porque veneraban a los españoles en grado de deida­des; éstos, porque trataban a los indios peor que si fueran bestias...» (Ibíd.). La recepción que tuvo esta defensa del indígena se encuentra en relación directa con el esfuerzo de la clase criolla por incorporar a su memoria el pasado cultural in­dígena, con el sentido y los alcances ya comentados. Y hasta el falso inca Alonso Carrió de la Vandera, autor colonialista y decididamente antilascasiano, que tra­taba de proponer remedios ante la crisis derivada del alzamiento de Túpac Ama­ra, se apoyó en aquella «crítica española», recurriendo a la autoridad de Feijóo en la defensa de los criollos, a los que consideraba, sin más y junto con los mes­tizos, como españoles (Carrió de la Vandera, 1965: 218). Más allá de la polémi­ca acerca de los contenidos históricos de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, su vigencia derivó en América, al margen de la llamada «leyenda negra» de su valor simbólico —como queda expuesto—, en cuanto venía a ex­presar todos los sentimientos de opresión que sufrían los diversos sectores que integraban unas colonias que, en cuanto tales, eran medidas básicamente en re­lación con los beneficios económicos que reportaban a la metrópoli (Roig, 1993: 168-169).

La conciencia histórica de la clase criolla se verá reforzada por una nueva comprensión de la naturaleza, tal como hemos anticipado, y que fue fruto de los estudios que la ciencia del siglo xvm produjo sobre América, en buena medida gracias a las grandes expediciones científicas. El hecho se relaciona con los inte­reses de la Ilustración y, a la vez, con la revolución científica que se inicia abier­tamente en esa época. La España borbónica no fue ajena al espíritu ilustrado, ni tampoco a ese despertar de las ciencias, aun cuando no haya ocupado en todo esto un lugar de avanzada. Por otra parte, el mercantilismo, organizado sobre la base del monopolio, no podía sino beneficiarse del descubrimiento de las rique­zas naturales de los países coloniales. Agregúese a esto la contracción de la ex­plotación minera y la expansión, en la segunda mitad del siglo x v m , del sistema de plantación, tanto en el Caribe como en los trópicos de la América continen­tal. A estos hechos se debe que haya sido frecuente la atribución a los grandes viajeros científicos del siglo xvm, de un «segundo descubrimiento» (Von Hagen, 1946: 92; Monal, 1985: I , 150-157). ¿A qué se debía que se hubiera podido equiparar el año de 1735 con el de 1492? Pues que Linneo había publicado su Systema naturae y, en aquel mismo año, había partido para América la Misión Geodésica Francesa. Esta expedición, lo mismo que otra que se envió a Laponia, tenía como objeto realizar los estudios necesarios para zanjar una de las últimas

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grandes polémicas científicas de la modernidad: la cuestión de la forma del pla­neta Tierra y, junto con ella, nada menos que la validez de las teorías de New­ton. Se trataba de una disputa de tanto peso como la que había sido superada en los países más adelantados de Europa, entre los enemigos y los partidarios de la doctrina de Copérnico y que, en nuestras tierras, no había sido aún definitiva­mente superada en la segunda mitad del siglo xvm. Súmese a esto el hecho de que junto con los franceses de la Misión Geodésica, venía uno de los científicos españoles de mayor valía de su época, Jorge Juan y Santacilla, quien a su regreso a su patria, en 1748, se entregó a la difusión del copernicanismo, influido evi­dentemente por los trabajos de la Misión (Amaya, 1986: 31). La permanencia de los científicos francoespañoles en tierras americanas, especialmente en Ecuador y Perú fue larga en cuanto que, para algunos de ellos, sobrepasó la década. El im­pacto que causaron —en particular el de la relevante figura del jefe de la misión, Carlos María de la Condamine— fue ciertamente importante, sobre todo en los medios intelectuales de la colonia. En esa segunda mitad del siglo tuvieron lugar además las expediciones botánicas de Iturriaga (1754), la de Ruiz y Pavón (1777), la de Mutis (1783), la de Malaspina (1789), la de Tafalla (1799) y, en fin, la visita de Humboldt (1799).

Nos ocuparemos brevemente de la figura de José Celestino Mutis, así como la del último de los sabios mencionados. Mutis había nacido en Cádiz en 1761 y se trasladó a América, donde habría de desarrollar una de las tareas más fecun­das en el campo de la ciencia y la educación de Nueva Granada. Sus relaciones con los «españoles americanos» le venían ya de sus años de residencia en Espa­ña. Conocía las ideas reformistas ilustradas del peruano Olavide y, en f in , «un cúmulo de influjos y experiencias —dice Amaya— fueron configurando en él el ideal de redescubrir América para la ciencia universal y beneficio de España...» (Amaya, 1986: 12). Cuando llegó a Nueva Granada, el antagonismo entre crio­llos y españoles había adquirido ya significativo volumen. En ese clima y en abierto enfrentamiento contra quienes en España se oponían a las novedades, Mutis lanzó su célebre exhortación que habría de ser tomada como una declara­ción de autonomía por los neogranadinos: «Apartad los ojos de la España dete­nida — d i j o — y volvedlos a la Europa del Norte». Por cierto que si bien en M u ­tis esto no significaba un repudio de la monarquía, vino a reforzar el despertar de la conciencia de los colonos que veían, además, en él, un verdadero «descu­bridor» de una naturaleza esplendorosa, de la que habían comenzado a enorgu­llecerse. Así lo entendieron sus discípulos neogranadinos, que llevaron adelante las investigaciones científicas dentro de lo que bien podría ser visto ya como un espíritu nacionalista.

El impacto de las expediciones científicas culminó, con el viaje de Alejandro de Humboldt al Caribe, Nueva España, Nueva Granada y la Audiencia de Quito (1799-1804). Simón Bolívar, que escuchó al sabio alemán en París en una expo­sición de temas de lo que luego sería su libro Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente (comenzado a publicar en 1807), lo declaró, según la tra­dición, «segundo descubridor de América» (Ardao, 1975: 27). No escapaba a quienes lo escuchaban que sus intereses no se reducían a descripciones o explica­ciones científico-naturales, sino que en sus estudios eran de no menor peso las

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consideraciones económicas, sociales y políticas. Y fueron precisamente estos úl­timos aspectos, diluidos en general en todos sus libros, pero expuestos de modo particular en el Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España (1811), los que impactaron más fuertemente. Si bien es cierto que ni Humboldt ni los otros viajeros aportaron novedades extrañas a los medios cultos hispanoamericanos, en cuanto en ellos se vivían intensamente los ideales de la Ilustración, contribu­yeron, eso sí, a su enriquecimiento y sobre todo a su sistematización. Humboldt, precisamente, con mucha habilidad utilizó todo el caudal de conocimiento acu­mulado por los ilustrados americanos, para reordenarlo dentro de lo que podría ser una especie de enciclopedia. De todos modos no se entendería del todo lo que Humboldt significó para los hispanoamericanos, si no subrayáramos el sen­tido americanista con el que se intentó organizar aquel saber. Tomó partido en contra de la campaña denigratoria lanzada en Europa contra América, la misma contra la que habían luchado los jesuítas expulsados y, en general, toda nuestra Ilustración. Avivó el sentimiento autonomista de las colonias a tal extremo que los célebres Ensayos fueron considerados como «el acta de nacimiento de la nue­va nación mexicana» (Von Humboldt, 1991: XLIII) y llegó incluso a hacer una evaluación de los movimientos indígenas a los que la clase criolla se negaba a darles el alcance histórico que tenían. En efecto, como recordamos al comienzo, para Humboldt la gran rebelión de Túpac Amaru —hecho desconocido en Euro­pa y del que no se ocuparon los jesuítas expulsados— era comparable con la Guerra de Independencia de Estados Unidos (Von Humboldt, 1991: 73-75). La obra del científico alemán, vasta y rica, contribuyó de diversos modos y por lar­gas décadas al proceso ya por entonces acelerado de maduración de la concien­cia histórica del sector criollo y criollo-mestizo, que vieron en él a uno de sus vo­ceros más autorizados.

Si la identidad de los sectores blanco y mestizo de la población americana es ciertamente compleja, no lo es menos la del mundo indígena. Si el sector criollo que se autodefinía como blanco se encontraba fuertemente mestizado, tanto ét­nica como culturalmente, no otra cosa podría decirse, si bien con variantes, de la población indígena. Por lo demás, la preocupación por la identidad del hombre americano es más antigua que la de la clase criolla (o criollo-mestiza) y como problema se encuentra ya planteado en las Cartas de Cristóbal Colón. Por otra parte, el interés por la identidad de esa humanidad respondía a urgencias teóri­cas derivadas de la crisis de identidad del hombre europeo, en su complejo trán­sito de la Edad Media al Renacimiento. Nunca el hombre de la clase criolla, que concluyó haciendo de su propia identidad un acto de clara conciencia, alcanzó la significación histórico-cultural que para los europeos tuvo la identidad indígena. Por otra parte, si los descubridores y conquistadores elaboraron estereotipos de la población conquistada, ya fuera para justificar la conquista, ya para denun­ciarla, no menos hicieron los criollos. En efecto, la tarea de identificación por contraste con el otro, en este caso el dominado —que era tarea también de hete­ra como de awfo-identificación— comenzó a ser asumida ya abiertamente en el siglo xvm por los criollos, tal como lo vimos páginas más atrás. El indígena cumplió, pues, la función de principal referente dentro de lo que podríamos defi­nir como discurso identificatorio de europeos y de hijos de europeos en América;

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pero, a la vez que cumplía ese interesante papel, tanto unos como otros ignora­ron sistemáticamente la lucha por su propia identidad que mantuvo siempre viva la población indígena, lucha en desigualdad de condiciones, que implicó formas particulares de memoria histórica, dadas las condiciones de sometimiento de la población nativa. De ahí que el problema de su identidad no pueda quedarse en los estereotipos establecidos en lo que primero fue la historiografía de las cróni­cas y, luego, la de los primeros historiadores de Indias, tanto europeos como americanos y se deba recurrir a fuentes que permitan salvar la mediación que sistemáticamente se ha ejercido.

Por otra parte, la cuestión de la identidad indígena partió de una ruptura cuya profundidad no puede ser comparada a otros hechos rupturales vividos en nuestra América, la que quedó expresada —como ya anticipamos— en la Breví­sima relación de la destrucción de las Indias de fray Bartolomé de las Casas, cé­lebre texto que, según vimos, asimismo había sido incorporado por los sectores americanos hegemónicos, como momento propio. Mas respecto del mundo in­dígena revestía ciertamente una fuerza indudable. Mientras la clase criolla, be­neficiaría, aun cuando no plenamente, del sistema de explotación colonial, había llegado a producir un mundo de intelectuales que expresaban su propia auto-conciencia, los pueblos indígenas, en particular los que habían integrado los grandes imperios prehispánicos, habían quedado reducidos a un campesinado sujeto a las más duras formas de represión ideológica y los escasos escritores que salían de su seno únicamente podían actuar como tales, y eso con enormes difi­cultades, dentro de las pautas de la cultura oficial colonial. Por lo demás, las an­tiguas formas de transmisión del saber habían desaparecido hacía ya siglos, con­juntamente con los sabios de las altas culturas. La quema de los códices nahuatlts y mayas, en México, entre los años 1532 y 1543, así como la destruc­ción de los quipus dispuesta en Lima en 1581, significó la eliminación de las fuentes más sugestivas a través de las cuales se jugaban, para esas culturas, sus modos de identificación (Clavigero, 1987: X X X I V - X X X V ; Bendezú, 1980: 394). Por otra parte, las formas culturales populares, fundamentalmente religio­sas, fueron duramente reprimidas. La «extirpación de herejías», entiéndase, de las formas propias de religiosidad campesina, en particular aquellas que entorpe­cían el control de la administración hispánica, se extendió por gran parte del si­glo X V I I y alcanzó las primeras décadas del siglo xvi l l . Tres viajeros de finales de ese mismo siglo, a los que hemos citado, Juan, Ulloa y Humboldt, que se intere­saron vivamente por la población indígena, percibieron la situación de miseria y explotación en que había sido sumergida tanto por metropolitanos, como por sus descendientes, e inclusive por elementos surgidos de entre los mestizos incor­porados a la explotación. El problema de preguntarse por la identidad de esos pueblos no era fácil en cuanto que la dominación, para ser efectiva, exigía una constante incidencia sobre la modelación de identidades sociales. Precisamente, atendiendo a esa situación, Humboldt se preguntaba si era posible juzgar a un pueblo «envilecido por la conquista», es decir, como él mismo lo aclara, un pue­blo cuyos sacerdotes, depositarios cultos de la memoria histórica, habían sido asesinados, sus escritos habían sido quemados y de la nación no había quedado nada más que «la casta más miserable». «¿Cómo, pues, se podrá juzgar por esos

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restos, lo que era un pueblo poderoso y del grado de cultura a que hubiese llega­do?» (Von Humboldt, 1991: 60-61). Sin embargo, tanto el sabio alemán como Juan y Ulloa no dudan de hablar en sus escritos de «nación india» (Von Hum­boldt, Ibíd.; Juan y Ulloa, 1991: 231-240). Pues bien, sucede que si la pregunta por una identidad social y cultural en el pasado no era fácil de responder, esos viajeros estaban ante algo que, aun sin la riqueza de las altas culturas, implicaba una clara afirmación de identidad. Porque si el conquistador y sus herederos in­mediatos habían destruido grandes pueblos, había al mismo tiempo surgido un pueblo, en ese juego complejo de identidades reacondicionadas por los amos a sus intereses y de identidades reconstruidas sobre algunos de los elementos del pasado que explicaban la supervivencia de las «naciones indias».

Si alguna palabra nos permite entender esta situación es la de «resistencia», con sus diversas manifestaciones muchas veces inesperadas para quienes recono­cían el nivel de degradación en que había caído esa población. Una doble faz ad­quirió aquélla, en particular en los sectores indígenas que quedaron insertos en el sistema de explotación: las revueltas y sublevaciones y el mantenimiento y la «re-creación» de formas culturales. Dentro de este último aspecto no sólo se han de mencionar las formas de sincretismo religioso, sino también la transmutación de valores de los símbolos y su uso. Asimismo no podemos olvidar la problemá­tica del lenguaje. Sabido es que la política sobre los lenguajes no fue homogénea en la colonia española. Hay una primera época en la que, por el influjo del hu­manismo renacentista, la actitud hacia las lenguas vernáculas fue de interés y respeto. Fue entonces cuando se impartieron cátedras de lenguas indígenas en las universidades de las Órdenes religiosas, durante los siglos x v i y x v n . Pero con la reestructuración borbónica y la aparición de las universidades reales, se produjo un corte abrupto. La nueva política era la de alcanzar la mayor cohesión cultu­ral, como condición indispensable, según se entendía, para lograr la máxima ra­cionalidad en la producción y acumulación de riquezas. Pues bien, en el siglo x v m los lenguajes indígenas se constituyeron, por obra de sus propios hablantes, en una de las marcas más fuertes de identidad a la que se aferraron las poblacio­nes campesinas. Por cierto que el lenguaje nativo como elemento identificatorio primario abarcaba a la cultura de sus hablantes en toda su riqueza y permitía algo fundamental: la reconversión axiológica de las nuevas formas culturales a las que constantemente debía responder la población indígena en un dinámico proceso.

A este fenómeno cultural global se ha de agregar otro hecho histórico que venía a contradecirse con uno de los estereotipos más generalizados en contra del indio: su pasividad, apatía, desidia y hasta cobardía. Nos referimos a las res­puestas violentas, las que fueron desde simples reclamos ante la voraz exacción impositiva y el trabajo forzado, hasta las asonadas y los alzamientos armados. Estas últimas actitudes culminaron con la gran campaña de liberación de la América hispánica, liderada por Túpac Amaru, que inicialmente contó con el apoyo no sólo de la población indígena, sino de otros sectores oprimidos. Con este caudillo, integrante de la aristocracia indígena dentro de la cual, en el siglo XVIII , había lectores fervorosos del inca Garcilaso (Flores Galindo, 1986: 57-58), la cuestión de la identidad quedó asumida desde lo que puede ser considerado

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como un saber literario que enriqueció los demás factores que la alimentaban. De las «memorias populares» se pasó a la utopía escrita, la de un Garcilaso de la Vega leído como manifiesto indígena (Ibíd.: 56). No sin motivo, una de las me­didas represivas llevadas a cabo una vez sofocado el gran alzamiento de 1780, fue el de la prohibición de la lectura de los Comentarios reales (Bendezú, 1980: 402). No alcanzaríamos, sin embargo, una idea del proceso si no tuviéramos en cuenta la persistencia del mismo a lo largo del siglo x v m . Entre 1703 y 1788 se han contado en la meseta mexicana 67 rebeliones (Taylor, 1987: 195-196); en el caso de la audiencia de Quito su frecuencia fue asimismo alarmante. A propósi­to de esto último, Moreno Yánez nos dice que «es el siglo XVIII el que presenta el conjunto más numeroso y homogéneo de movimientos subversivos indígenas, los que inauguran una tradición de rebeldía que rebasará hasta la era republica­na» (Moreno Yánez, 1985: 20). Interesante resulta tener en cuenta la diferencia que el último autor citado establece entre las protestas de los indígenas y de los mestizos. «Para éstos —dice— la rebelión era una forma de protesta contra la mala administración de los gobernantes, y no contra la estructura colonial de la que se consideraban parte integrante. La motivación del grupo indígena —dice este historiador del siglo XVJ.II ecuatoriano— es radical y propende a abolir las relaciones que sirven de base al sistema colonial, para así defender en lo posible su identidad cultural...» (Ibíd.: 416). Justamente esa característica de la protesta indígena explica los movimientos milenaristas en su seno, así como la aparición constante de mesías.

Si la búsqueda de las formas de identidad de la población indígena no puede realizarse teniendo en cuenta los recursos culturales que ofrecen los sectores he-gemónicos, otro tanto y, tal vez, con mayor contraste, se produce cuando se tra­ta de averiguar la cuestión identificatoria en la población de origen africano in­corporada al régimen de esclavitud. En el mapa étnico del siglo XVIII , esa población había alcanzado un enorme volumen y constituía parte significativa hasta en regiones en las que en nuestros días no tiene presencia. Así, en Buenos Aires, en la que la población africana actualmente no existe, la misma alcanza­ba, en 1778, al 30% de la población total (Reíd y Andrews, 1980: 10). La lla­mada «trata de negros» consistía en un sistema montado sobre la brutalidad y la inhumanidad, y estuvo regida crudamente por los niveles de rendimiento econó­mico de la fuerza de trabajo. El ingreso de un miembro de una etnia africana a la vida esclava —cazado, primero, transportado luego en «barcos negreros» y, en fin, vendido como «pieza» en los mercados de seres humanos— suponía una se­paración violenta de su mundo y un despojo de su herencia cultural en la medida en que ésta podía ser un impedimento para su total explotación. Si bien es cierto que entre los millones transportados desde el continente africano hacia América (Cardoso y Pérez, 1984: 192) no tuvieron todos un destino igualmente desdicha­do, no se debió esto a que los blancos hispanos fueran «benignos» o proclives a actitudes humanitarias, a diferencia de holandeses, franceses o ingleses, los que sí habrían sido «crueles», sino que ello dependía «del uso económico al que se sometía a los esclavos» (Reid y Andrews, 1980: 115-116).

A finales del siglo x v m , se produjo un endurecimiento de la situación que padecía la población esclava y una reorientación de la trata, como consecuencia

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de la generalización del sistema agrícola de plantación, en ciertas regiones de cli­ma cálido. A diferencia de la población indígena americana, el negro no tenía un cuerpo de leyes a su favor que impidiera aquel endurecimiento. «Mientras que en los tres siglos que duraron la Conquista y la colonización —dice Jaramillo Uribe— se fue constituyendo una voluminosa y completa legislación protectora de indígenas, las leyes de Indias referentes al negro apenas si contienen una que otra norma humanitaria, y casi en su totalidad están compuestas de disposicio­nes penales, caracterizadas por su particular dureza» (Jaramillo Uribe, 1968: 30). Una ambigua conducta rigió, además, la política de los amos blancos res­pecto de las culturas de indios y de negros. La clase criolla, los hijos de europeos en América, en sus diversos recursos identificatorios, tal como lo vimos, intentó asumir el pasado indígena como momento de su propia historia. Frente a este hecho, el africano era un ser sin historia o, por lo menos, sin un pasado utiliza-ble. Sin embargo, indios y negros, cada uno en su condición, quedaron sumergi­dos en las diversas formas de explotación, tuvieran o no historia y más aún, los esclavistas provocaron la agresividad de la población africana, para contener a la población indígena, así como luego canalizaron esa misma agresividad fomen­tada, contra los españoles, desatadas las guerras de independencia (Bastide, 1967: 72).

Ahora bien, esa trituradora de vidas humanas que fue la esclavitud, sobre todo la de las plantaciones y la de las explotaciones mineras, ¿acabó con las for­mas culturales de la población negra? «Los buques negreros —dice Bastide— transportaban a bordo no sólo hombres, mujeres y niños, sino también sus dio­ses, sus creencias y su folklore» (Ibíd.: 28). ¿Qué política siguieron los amos ante esa carga subrepticia y muchas veces indeseada? En unos casos fue de re­chazo en cuanto a que el mantenimiento de marcas de identidad, como el len­guaje, podía favorecer formas de resistencia. Pero lo concreto fue que no sólo no se pudo despojar de toda forma cultural africana a la población esclava, sino que además resultaba conveniente en cuanto que esas formas podían utilizarse en favor, precisamente, de una integración más estable y ordenada dentro de la estructura social vigente. Si tuviéramos que señalar cuáles fueron esos aspectos culturales que con mayor fuerza aglutinaron a una población cuya cultura origi­naria había sido descoyuntada, deberíamos referirnos a una particular religiosi­dad desde la cual se debió aceptar la religión oficial impuesta por los amos. En cuanto al refugio en las lenguas autóctonas, elemento tan importante dentro de las etnias indígenas, desempeñó un papel secundario que se perdió cuando, dis­minuido el volumen de la trata, las culturas africanas en América Latina comen­zaron a convertirse simplemente en culturas negras, es decir, culturas de pobla­ciones nacidas en nuestras tierras.

Por otra parte, las respuestas dadas dentro del amplio y permanente movi­miento de resistencia, si bien tuvieron como cohesión aquella religiosidad, no fueron las mismas entre los negros incorporados en las ciudades dentro de for­mas de esclavitud patriarcal que entre los que fueron destinados a integrarse en las labores campesinas, dentro de la llamada esclavitud de plantación. Entre los primeros fueron típicos los cabildos a través de los cuales cada nación negra ejercía formas de jefatura y de organización de conductas comunitarias, a pro-

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pósito de fiestas, procesiones religiosas, bailes o entierros. Los cabildos, que im­plicaban una división y a su vez asociación por etnias (naciones) se mantuvieron con vigor mientras duró la trata, es decir, mientras fueron realimentados cultu-ralmente con nuevos esclavos traídos de África (Bastide, 1967: 88-91). Mientras esta población esclava ejercía, dentro de las posibilidades permitidas por sus amos, una autoafirmación de sí misma y ponía en juego una forma de resistencia al darle nueva cohesión y sentido a sus propias tradiciones culturales, había otra que respondió de modo ciertamente alarmante mediante rebeliones y fugas. No ha de olvidarse que los sucesos de Haití, que llenaron de temor a los blancos, fueron recibidos con esperanza por parte de los negros y que más de una de las grandes rebeliones inmediatamente posteriores a 1791 fueron respuestas eviden­tes a la hazaña libertaria de los esclavos, libertos y mulatos de Saint Domingue. Las fugas, el llamado cimarronaje, fueron la segunda respuesta. Los negros fuga­dos de las plantaciones, organizados en pueblos libres en regiones aisladas, inac­cesibles y selváticas, constituyeron en la segunda mitad del siglo X V I I I un serio problema para la sociedad colonial. En los palenques —palabra que al parecer tuvo su origen en Nueva Granada— se produjo el regreso a la madre África. «Más allá de aquel torrente, de aquella montaña vestida de cascadas —nos cuenta Alejo Carpentier— empezaría el África nuevamente, se regresaría a los idiomas olvidados, a los ritos de circuncisión, a la adoración de los dioses prime­ros, anteriores a los dioses recientes del cristianismo. Cerrábase la maleza sobre hombres que remontaban el curso de la historia...» (Carpentier, 1987: 67).