Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

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Una polémica búsqueda del origen del hombre

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Muy probablemente éste es el libro más penetrante y polémico jamás escrito sobre la ciencia de la paleoantropologia. En él se nos ofrece una visión desde dentro del trabajo de los antropólogos en la búsqueda e interpretación de los fósiles.

En esta obra de apasionante lectura, Roger Lewin pasa revista a algunos de los más famosos y controvertidos descubrimientos de toda la historia de la paleoantropologia. Lewin cita a menudo a los propios autores de los descubrimientos, cediéndoles la palabra para que ellos mismos expliquen la importancia de sus hallazgos, incluidos también sus posibles errores. Así, los propios antropólogos revelan que su ciencia depende en gran medida de las interpretaciones y por tanto está sometida a la subjetividad y a los prejuicios, dos influencias que han tenido un peso significativo en la historia de la paleoantropologia. A través de sucesivos ejemplos, Lewin demuestra —desde el descubrimiento del hombre de Neandertal hace ya un siglo hasta el famoso enfrentamiento Leakey-Johanson y los modernos y científicos métodos de dotación de ios fósiles— que en las interpretaciones de los paleoantropólogos pesan al menos en igual medida tanto las concepciones preestablecidas de los científicos como las características de los fósiles objeto de estudio.

Roger Lewin, científico experto en paleoantropologia y periodista especializado en temas científicos, era la persona idónea para escribir este libro. La relación personal que mantiene con los científicos más destacados en este

campo le ha permitido sostener largas entrevistas con todos ellos para la redacción de esta obra destinada a convertirse en un estudio clásico sobre el proceso de elaboración de las teorías científicas.

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Roger Lewin, nacido en Leicester, Inglaterra, es doctor en bioquímica por la Universidad de Liverpool. Trabajó como redactor de la revista New Scientist en Londres y desde 1980 dirige la sección de noticias sobre investigaciones en curso en la prestigiosa revista Science de Washington, D.C. Es autor o coautor de varios libros científicos, entre ellos Origins y Pieople of the Lake, dos best-sellers internacionales en cuya preparación colaboró con Richard Leakey.

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«La penetrante comprensión de Lewin sobre el enconado debate en torno a los homínidos fósiles se basa en una prolongada relación personal con las principales figuras dedicadas a la búsqueda de nuestros ancestros. La descripción de los hechos así lograda resulta reveladora tanto para el científico como para el lector general.»

Donald C. Johanson, director del Institute of Human Origine

«Tbdos nos interesamos por nuestros propios orígenes y por la epopeya de la búsqueda de las raíces de la humanidad. Tbdos disfrutamos presenciando una lucha entre científicos. La combinación de ambas cosas, presentada por un maestro en su género, es irresistible. La lectura de este libro es obligatoria para todos aquellos que están interesados por nuestros orígenes y por la forma en que se practica la ciencia.»

Times

«Lewin nos muestra, a través de una magnífica labor investigativa y de unas entrevistas sumamente gráficas, cuán profundamente subjetivas han sido las opiniones y consideraciones de los científicos cuando han intentado determinar cómo y por qué los humanos ("homínidos") se bifurcaron de los simios.»

Ptiblishers Weekly

«Lewin, editor de la revista Science y coautor con Richard Leakey de Origins y de People of the Lake, acaba de escribir un libro fascinante que es un análisis profundo de la paleoantropología, en el que incluye algunas de las tendencias culturales y personales, las emociones y las lealtades de índole profesional que han influido —de forma consciente e inconsciente— en aquellos que trabajan en este campo de la ciencia.»

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Roger Lewin

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los fósiles Una polémica búsqueda del origen del hombre

Planeta

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Dirigida por José Pardo

Título original: Bones of contention. Controversies in the search for human origins Traducción del inglés por Mireia Bofill

© Roger Lewin, Inc., 1987 All rights reserved including the right of reproduction in whole or in part in any form. Pu-blished by Simon and Schuster, a division of Simon and Schuster, Inc., Simon & Schuster Building, Rockefeller Center, 123(0 Avenue of the Americas, New York 10020 <£> Editorial Planeta, S. A., 1989, para los países de lengua española

Córcega, 273-277, 08008 Barcelona (España) Diseño colección y cubierta de Hans Romberg (foto de P. Kain) Primera edición: noviembre de 1989 Depósito Legal: B. 40.175-1989 ISBN 84-3204792-9 ISBN 0471-52688-X editor Simon and Schuster, Nueva York, edición original Printed in Spain - Impreso en España Talleres Gráficos «Duplex, S. A.», Ciudad de Asunción, 26-D, 08030 Barcelona

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Agradecimientos

Capítulo 1 HUESOS PODÉMICOS

Capítulo 2 LOS NARRADORES DE HISTORIAS

Capítulo 3 RECHAZO DEL NIÑO DE TAUNG

Capítulo 4

ACEPTACIÓN DEL NIÑO DE TAUNG

Capítulo 5

RECUPERACIÓN DEL MONO DE RAMA

Capítulo 6 ABANDONO DEL MONO DE RAMA

Capítulo 7 LEAKEY PADRE

Capítulo 8 LEAKEY HIJO

Capítulo 9 LA «TOBA K B S » : ORIGEN DE LA CONTROVERSIA

Capítulo 10

LA «TOBA K B S » : DESENLACE DE LA CONTROVERSIA

Capítulo 11

LUCY. HISTORIA DE UN NOMBRE

Capítulo 12

LUCY. REACCIÓN ANTE EL NUEVO NOMBRE

Capítulo 13

EL LUGAR DEL HOMBRE DENTRO DE LA NATURALEZA

Notas índice onomástico y analítico

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Para Gail

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Agradecimientos

Un libro como el presente representa en muchos aspectos un esfuerzo colectivo, un proyecto que no habría podido llevarse a término sin la cooperación voluntaria y generosa del conjunto de la profesión pa-leoantropológica. Quiero expresar, por tanto, mi profunda gratitud y reconocimiento a todos los profesionales a quienes he incomodado e importunado a lo largo de los dos últimos años, solicitando entrevis-tas, copias de antiguos papeles y manuscritos, permiso para consultar correspondencia y nuevas entrevistas. Jamás vi denegada ninguna de mis peticiones, pese a que a veces debieron resultar molestas, inopor-tunas e incluso personalmente inquietantes. Esta generosidad univer-sal resulta particularmente digna de mención si se considera que mi objetivo explícito no era ensalzar los triunfos de la ciencia, sino de-mostrar cómo y por qué la profesión se ha equivocado en algunas oca-siones.

La paleoantropología, como todas las ciencias, es una actividad de-sarrollada por personas y por tanto sujeta al mismo tipo de interpreta-ciones subjetivas e intereses personales que intervienen en otras acti-vidades humanas, como la política. A ningún científico le gusta apare-cer como una persona no siempre científica y, sin embargo, todos aquellos con quienes hablé me ayudaron a presentarlas precisamente bajo esa luz. Mi objetivo —y tal vez también el de la profesión— era demostrar que la paleoantropología es una de las ciencias más singu-lares, en la medida en que aborda algunos de los interrogantes más fundamentales y delicados que nos planteamos los humanos; a saber: ¿de dónde venimos?, y ¿qué lugar nos corresponde en el mundo? Y sin embargo, aun así, la paleoantropología continúa siendo válida como ciencia. El conjunto de la profesión me alentó y ayudó en mi propósito; pero, innecesario es decirlo, que este libro consiga o no su objetivo es responsabilidad exclusiva del autor.

Expresar mi agradecimiento a personas individuales implica expo-nerme a olvidar a otras que pueden haber influido en el libro de ma-nera más indirecta pero también importante. Aun así, me arriesgaré a enumerar a quienes a lo largo de los dos últimos años me ayudaron a crear una modesta historia oral de su ciencia. Cito sus nombres por orden alfabético:

Peter Andrews, Frank Brown, Bernard Campbell, Matt Cartmill,

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Thure Ceding, J. Desmond Clark, Basil Cooke, Yves Coppens, Garniss Curtis, Brent Dalrymple, Raymond y Mrs. Dart, Michael Day, Robert Drake, John Durant, Ian Findlater, Frank Fitch, Andrew Gleadow, Stephen Jay Gould, Michael Hammond, John Harris, Andrew Hill, F. Clark Howell, William Howells, Tony Hurford, el fallecido Glynn Isaac, Donald Johanson, William Kimbel, Kamoya Kimeu, Misia Lan-dau, Mary Leakey, Meave Leakey, Richard Leakey, G. Edward Lewis, Jerold Lowenstein, Ernst Mayr, Ian McDougall, Henry McHenry, Jack Miller, Ashley Montagu, Todd Olson, Charles Oxnard, David Pilbeam, Charles Reed, Vincent Sarich, Brigitte Senut, Pat Shipman, Charles Sibley, Frank Spencer, Christopher Stringer, Shirley Strum, Phillip Tobias, Russell Tuttle, Alan Walker, Sherwood Washburn, Tim Whi-te, Allan Wilson, Milford Wolpoff, Bernard Wood, Adrienne Zihlman, Lord Zuckerman.

Tal vez sea injusto mencionar especialmente a las personas con quienes me siento más en deuda, pero me creo obligado a correr tam-bién este riesgo, pues este libro simplemente no habría sido posible sin su estímulo y el tiempo que me dedicaron algunas de ellas. Las ci-taré también por orden alfabético: Don Johanson, Mary Leakey, Ri-chard Leakey y Tim White. Y también David Pilbeam quien, además de permitirme hurgar incansablemente en lo que él considera pasados errores, fue quien me inspiró inicialmente la idea de escribir este libro y veló para que me planteara los interrogantes relevantes.

Agradezco a las siguientes instituciones la autorización para inves-tigar en sus archivos, antiguos y modernos: Museo Norteamericano de Historia Natural (Biblioteca Osborn y archivos); Museo Británico (His-toria Natural); Instituto de los Orígenes Humanos; Fundación L. S. B. Leakey; Museos Nacionales de Kenya (Archivos Leakey).

Finalmente, Gail, mi esposa, me animó en los momentos en que me sentí intimidado por la tarea que tenía ante mí, me ayudó a sere-narme cuando la abundancia de información me hacía perder la cabe-za y en todo momento dio muestras del mágico don de saber ofrecer consejos sensatos y a la vez útiles para la presentación del texto.

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CAPITULO I

Huesos polémicos

Richard Leakey estaba inusitadamente tenso. Aparecer en público era un hecho perfectamente habitual para el famoso hijo de la fami-lia estrella de la prehistoria africana. De hecho, goza de universal y reconocida fama como un consumado orador capaz, como su padre, el difunto Louis S. B. Leakey, de desenvolverse con igual facilidad en los actos formales y en las reuniones más informales. Pero aquel día, Richard se encontró buscando afanosamente una respuesta sin lo-grar encontrar las palabras adecuadas.

Ocurrió durante el rodaje de un programa de la serie televisiva Cronkite's Universe, presentada por Walter Cronkite, figura familiar favorita del público norteamericano, puntal durante años del noti-ciario nocturno de la CBS. En esa serie, Cronkite profundiza en algu-nos temas científicos de su interés. Los orígenes del hombre —los fó-siles humanos— le interesan y a principios de 1981 tuvo la idea de invitar a Leakey a participar en un programa, grabado en un estudio especialmente construido para la ocasión en las entrañas del Museo Norteamericano de Historia Natural, en la -zona oeste del Central Park neoyorquino. Un amplio muestrario de cráneos de simio —chim pancés y gorilas con las órbitas vacías mirando a la cámara— forma-ba el decorado de fondo. En primer plano, una mesita con más cabe-zas de aspecto simiesco, en este caso moldes en fibra de vidrio de fó-siles antiguos, propiedad de Donald Johanson, el otro invitado del programa de Cronkite.

« Hemos reunido a Leakey y a Johanson aquí, en el Museo Nortea-mericano de Historia Natural, para comentar sus diferentes puntos de vista sobre los antepasados del hombre»,1 anunció Cronkite. Y recordó a sus espectadores el destacado éxito alcanzado por Johan-son en los últimos años con el descubrimiento de un esqueleto de 3 millones de años de antigüedad, que se ha hecho famoso bajo el apo-do de Lucy, y los restos de unos trece individuos más o menos de la misma era, conocidos como «la primera familia». Cronkite no exage-raba al describir estos descubrimientos como «los hallazgos de fósi-les más importantes del siglo», todos ellos encontrados en un lugar remoto de la región de Afar, en Etiopía, y unas piezas verdaderamen-te notables.

«Antes de que el descubrimiento de Lucy encumbrara a Donald

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Jolianson a In lama, el ivy de la montaba de la palcoanlropologlu rm Richard Leakey», siguió dicicndu Crunkitc, preparando a ION mpiu tadores para el acontecimiento televisivo que iban a presencltu . «Leakey ha desenterrado con tesón numerosos fósiles en sus excuvu-ciones desde su base de operaciones en las orillas del lago Turkana, en el norte de Kenya. Un cráneo de dos millones de años de antigüe-dad llamado 1 470 —ése es el número de clasificación del museo— le llevó a la fama, como autor del hallazgo del antepasado más anti-guo del hombre... hasta que apareció Lucy.»

La situación había quedado bien definida: a los espectadores se les ofrecería un debate, un enfrentamiento científico entre dos de los protagonistas más visibles de la antropología.

—Richard y yo venimos manteniendo una controversia desde hace tres años —empezó Johanson—, centrada concretamente en el árbol genealógico. Nosotros presentamos nuestro árbol genealógico en... creo que debió de ser en enero de 1979, y muy poco tiempo des-pués supe que Richard y otros, pero Richard en particular, habían declarado que aquél no se ajustaba a los datos de los fósiles.

Contraplano de Leakey. —Ya lo hemos comentado otras veces, Don. Lo que has hecho me

parece magnífico, pero simplemente no estoy de acuerdo —perdien do su habitual compostura y aparentemente sorprendido por los de-rroteros que empezaba a tomar el programa, Leakey intentaba sosla-yar un enfrentamiento directo—. No estoy... no estoy dispuesto a en-trar en detalles sobre las razones que me llevan a opinar que un hue-so significa tal cosa y no tal otra... He pasado unos treinta y cinco años en el seno de una familia que ha vivido muchas controversias. He visto momentos de entusiasmo en favor de los fósiles, momentos de rechazo contra ellos, la reaparición del entusiasmo. Seamos... Mantengámonos al margen de todo eso. Evidentemente es importan-te, Don. No se me ocurriría minimizar su importancia. Pero no tengo intención de decir aquí si tienes razón o te equivocas. —Una breve pausa; Leakey echó atrás la cabeza en un gesto característico, se rió y concluyó—: Pero pienso que te equivocas.

La grabación del programa para la serie sobre el «universo de Cronkite» tuvo lugar en la primavera de 1981, durante una de las fre-cuentes pero breves visitas de Leakey a Nueva York. En esa ocasión había acudido para asistir a una reunión del consejo directivo de la Fundación para la Investigación sobre los Orígenes del Hombre (FROM), una organización creada por él con la finalidad de recaudar fondos para la investigación antropológica. Los dos últimos años ha-bían sido duros para Leakey, no en último término a causa de la ope-ración de trasplante de riñon —con un órgano donado por su herma-no Philip— sufrida en otoño de 1979. Estaba enmarañado en la difi-cultosa tarea de reorganizar el Museo Nacional de Kenya de Nairobi, del cual es director, y el instituto de investigación afiliado, creado en 1977 en memoria de Louis Leakey. Y había terminado de grabar para

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I;i HIK' una serie de televisión en siete partes, titulada ¡m formación de la humanidad (The Making of Humanity), que le obligó a realizar largos viajes por cuatro continentes.

Johanson también habfa estado atareado. Interrumpido su traba-jo de campo en Etiopía por problemas políticos, el joven antropólogo de Cleveland había concentrado sus esfuerzos en el análisis del sin-gular conjunto de fósiles a su cargo. En un despliegue del mismo tipo de energía y entusiasmo contagiosos que durante largo tiempo ha ca-racterizado a los Leakey, padre e hijo, también creó su propio centro de investigación, el Instituto de los Orígenes Humanos (Institute of Human Origins), en Berkeley, California. Numerosas apariciones en la televisión como presentador de un programa científico y muchos programas en la radio con llamadas de los oyentes le estaban encum-brando en efecto a la fama, tal como había señalado Cronkite. Aun-que no había aparecido retratado en la cubierta de Time, como Lea-key en 1977, empezaba a convertirse rápidamente en el antropólogo más conocido de los Estados Unidos.

La rivalidad entre ambos hombres tal vez era inevitable, sobre todo en una disciplina que parece fomentar el individualismo y la pu-blicidad. O puede que sencillamente fuese imposible la coexistencia de dos «reyes de la montaña de la paleoantropología», según la ex-presión de Cronkite. En todo caso, las diferencias de opinión entre Johanson y Leakey trascendieron visiblemente a la opinión pública, en un grado muy superior al que podría darse en cualquier enfrenta-miento análogo en un oscuro reducto de la entomología, pongamos por caso, o incluso en el ámbito más en boga de la biología molecu-lar. El Times de Nueva York publicó una fotografía de ambos en pri-mera página bajo el titular: «ANTROPÓLOGOS RIVALES DIVIDIDOS SOBRE LOS RESTOS "PREHUMANOS".» Como en otras ocasiones parecidas, el ar-tículo del Times comentaba que, frente al manifiesto interés de Jo-hanson por ventilar sus diferencias de opinión en el foro público, Leakey se mostraba claramente reticente.

En el ínterin, ambos habían escrito libros populares. Leakey, un amplio ensayo sobre los orígenes de la humanidad y la cultura, com-plemento de la serie para la BBC. Y Johanson, un escrito mucho más personal, titulado Lucy, con una vivida descripción de sus explora-ciones en Etiopía y las posteriores conclusiones científicas. Ambos libros recibieron críticas favorables y desfavorables. Un crítico acu-só a Leakey de ignorar prácticamente la labor de Johanson —«el ha-llazgo aislado más importante de los últimos veinte años»—, mien-tras otro reprochaba a Johanson su debilidad por los chismorreos, los ataques personales y las insinuaciones entre líneas, dirigidas par-ticularmente contra Richard Leakey.2

No es de extrañar, por tanto, que cuando Leakey tuvo que abando-nar su reunión del consejo de FROM para atender una llamada de su editor, quien solicitó encarecidamente su intervención en el progra-ma de Cronkite junto a Johanson, su primera reacción fuese respon-

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ilci•: «No, gracias.» El editor insistió, argumentando que la publici-dad favorecería las ventas de La formación de la humanidad. Leakey preguntó cómo se plantearía el programa y le aseguraron que no ha-bría un debate en torno a Lucy, sino que se les invitaría a hablar so-bre la evolución humana y el creacionismo, un tema muy de actuali-dad entonces. Leakey por fin aceptó, dejó la reunión y cogió un taxi para atravesar Central Park hasta el museo, donde ya le esperaban Johanson y Cronkite. , Los dos antropólogos se estrecharon la mano y Leakey le pregun-tó a Johanson si sabía cómo se desarrollaría el programa. «No; sólo me han invitado a intervenir también.» Leakey insistió en su deseo de no entrar en un debate sobre «Lucy y nuestras supuestas diferen-cias». Johanson respondió que creía que hablarían de la evolución y el fundamentalismo. Pero a pesar de todo Leakey tenía sus aprensio-nes. «Me sentía muy incómodo —recuerda—,3 Estuve tentado de marcharme en seguida, porque no me gustaba todo el asunto y temía que no fuese lo que me habían anunciado.» Pero, mientras tanto, los tres ya habían entrado en el plato y muy pronto se encontraron sen-tados en torno a una mesita. La inquietud de Leakey aumentó cuando Cronkite le preguntó si había llevado algún material de apoyo:

—¿Fósiles o moldes o algo por el estilo? Sin nada que ofrecer, puesto que le habían avisado de improviso

y había tenido que dejar una reunión para acudir allí, Leakey no tuvo más remedio que reconocer:

—No; no he traído nada. Johanson, en cambio, iba mejor preparado y presentó una recons-

trucción de un cráneo parecido al de Lucy y otras dos piezas. Luego comenzó la entrevista.

En vez de centrarse en preguntas generales sobre la evolución y el fundamentalismo, el debate pronto empezó a girar en torno a la divergencia de opiniones de Johanson y Leakey sobre el árbol genea-lógico humano. «Mi indignación crecía por momentos —recuerda Leakey—, pero una vez iniciado el rodaje no me pareció correcto le-vantarme.» Su risa después de decirle a Johanson: «Creo que te equi-vocas» fue una reacción ante la tensión de encontrarse en una situa-ción que escapaba a su control, una posición muy poco habitual para Leakey.

La respuesta de Johanson fue decir que, aun así, «sería interesan-te mostrar un gráfico del árbol genealógico tal como yo lo veo».4 Y se inclinó sobre el brazo del sillón para coger una cartulina, que has-ta entonces había mantenido oculta, con un gráfico muy claro sobre su versión de los orígenes del hombre. Una sencilla figura en forma de Y, con el antepasado común en el tronco y la línea evolutiva que conduce al Homo sapiens en una rama y la que conduce al actualmen-te extinto hombre-mono o australopitecino, en la otra. El antepasado común sería la especie denominada Australopithecus afarensis, nom-bre con que la designó Johanson en 1978, y a la que pertenece Lucy.

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Al lado del árbol nenealójiico de Johanson había un espacio en blanco, que brindó a Leakey para exponer su versión.

—No, no, no... no tengo lápices... no tengo recortes... no soy un ar-tista... no me siento capaz.

Johanson le ofreció amablemente un grueso rotulador. Leakey se quedó mirando la cartulina en silencio, mientras se reprochaba para sus adentros: «Eres un necio, Leakey. Te has dejado meter en una en-cerrona. No tienes salida. ¿Qué piensas hacer ahora?»5

Mientras tanto, Johanson inició una explicación de cara a la cá-mara, sin una representación visual del punto de vista contrario, de las diferencias de opinión realmente existentes. Leakey le interrum-pió para pedirle que sostuviera un extremo de la cartulina.

—Creo que yo probablemente lo expresaría así —dijo y tachó con una X el cuidado gráfico de Johanson.

—¿Y qué pondría en su lugar? —le desafió aquél, visiblemente desconcertado por el gesto de Leakey.

Recuperando un poco su compostura, éste respondió: —Un interrogante —y procedió a dibujarlo con un amplio trazo,

llenando todo su espacio, acompañando el gesto con otra de sus riso-tadas, esta vez más relajado.

Johanson se apresuró a ocultar la cartulina detrás de su sillón, bajo la mirada claramente satisfecha de Cronkite. Eso era televisión: ¡nada de envarados «bustos parlantes» para su programa!

A falta del esperado diálogo con Leakey, Johanson procedió a ex-poner las diferencias entre ambos puntos de vista.

—En pocas palabras, Richard y sus padres, Louis y Mary, han mantenido desde hace ya casi medio siglo una concepción de los orí-genes humanos que atribuye al hombre auténtico, al Homo (dotado de un cerebro de gran tamaño, capaz de fabricar herramientas, etc.) una ascendencia diferenciada que se remonta a muchos millones de años. Y afirman que el hombre-mono, el Australopithecus, no inter-viene para nada en la genealogía humana.6

El descubrimiento de Lucy y sus congéneres, sugirió a continua-ción, demuestra que esta argumentación es errónea, que los orígenes de la rama Homo son recientes y que el Australopithecus ocupa un lugar central en su genealogía, como nuestro antepasado directo.

Sin replicarle, Leakey manifestó que, al igual que Johanson, de-seaba que se descubriesen muchos más fósiles, en cualquier lugar: en Etiopía, Kenya o Tanzania.

—Me encantaría demostrar que tienes razón —dijo. Siguió un breve silencio—. Pero también podría demostrar que te equivocas.

Música de fondo, seguida de la carátula del programa. Fin de la controversia, al menos de cara al público.

Cronkite y los dos antropólogos abandonaron el plato. Leakey le ofreció a Johanson un ejemplar de La formación de la humanidad, pidiéndole otro de Lucy a cambio. Se despidieron fríamente y el ayudante de producción se acercó a Leakey para pedirle que le fir-

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mura un autógrafo en el guión del programa. Leukey rehusó y se marchó.

Firme en su convencimiento de que esos enfrentamientos públicos entre la llamada «línea Leakey» y la de Johanson son un fraude y no aportan nada al debate científico, Leakey describe ahora el progra-ma de Cronkite como un hecho «desafortunado».7 El juicio de Johan-son es igualmente conciso, pero más enfático: «¡Salí vencedor!»8

La controversia no es ajena a la ciencia, cualquiera que sea el ob-jeto de estudio. De hecho, la ciencia avanza al compás del repetido desplazamiento de las ideas consagradas por otras nuevas, que a su vez serán modificadas o descartadas más adelante. La ciencia florece con la progresiva eliminación de los errores, la continua actualiza-ción de los conocimientos que, por su propia naturaleza, siempre son provisionales. Y el proceso de actualización a menudo va acompaña-do de enérgicos forcejeos entre los defensores de lo antiguo y los de lo nuevo, tanto si se desarrolla en los pasillos de mármol de los mu-seos Victorianos o entre la avanzada tecnología de los laboratorios de biología molecular. A fin de cuentas, a nadie le gusta oír que las ideas sobre las que tal vez ha construido y promocionado su carrera han resultado ser erróneas. Y los científicos, en contra del mito que ellos mismos propagan en público, son seres humanos emotivos que abor-dan con una generosa dosis de subjetividad la búsqueda supuesta-mente objetiva de «la Verdad».

De hecho, una exploración de la naturaleza libre de cualquier tipo de preconcepciones y prejuicios es metodológicamente imposible, como gusta de señalar el biólogo y filósofo de la ciencia sir Peter Me-dawar. Sin la referencia de un conjunto de expectativas, la búsqueda se convertiría en una empresa caótica y en gran parte estéril. Por otra parte, añade, el medio empleado habitualmente por los científi-cos para dar cuenta de sus hallazgos, a través de exposiciones forma-les publicadas en doctas revistas, es «notorio por su falseamiento del proceso de razonamiento que condujo a los descubrimientos descri-tos, cualesquiera que éstos sean».9 Raras veces se reconoce la exis-tencia de preconcepciones, en definitiva «poco científicas». Sin em-bargo, éstas son la pauta gracias a la cual el científico individual pue-de proyectar una mirada relativamente ordenada sobre el mundo, que le permita plantearse interrogantes estructurados.

El aforismo anónimo «no lo habría visto si no hubiera creído en ello» se verifica continuamente en el campo científico. Y evidente-mente es aplicable en el doble sentido: a menudo se ve lo que se espe-ra ver y no se ve lo que no se espera. Desde luego, ningún par de cien-tíficos tendrán un conjunto de pautas, o preconcepciones, idénticas, aunque en líneas generales mantengan criterios coincidentes. Y en la medida en que las preconcepciones son la lente a través de la cual percibe el científico los interrogantes a plantearse sobre el mundo y los «hechos» observados en él, siempre existe amplio margen para una viva discrepancia.

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Joluuison 110 tiene reparos en reconocer que la paleoantropología no se diferencia de otras ciencias en este sentido. «Los descubridores de fósiles a menudo han trabajado cargados con sus prejuicios y con-vicciones personales... Interpretamos nuestros hallazgos como una corroboración de nuestra interpretación del árbol genealógico.»10

Leakey mantiene un punto de vista parecido. «Nuestra familia traba-jaba en el campo de las ciencias humanas y jamás vi un ejemplo de objetividad en el verdadero sentido en que se supone debe ser objeti-va la ciencia.»11

A la vista de los hechos, la paleoantropología parece presentar, por tanto, algunas diferencias con las restantes ciencias en este sen-tido y sus profesionales no tienen reparo en reconocer que abundan, y siempre han abundado, las discrepancias sobre los nuevos fósiles. «Prácticamente todos los descubrimientos paleontológicos pueden describirse como "huesos polémicos"»,12 escribe el antropólogo bri-tánico John Napier. Habla por experiencia propia, después de haber estado implicado en una de las más animadas polémicas de los últi-mos tiempos en torno a unos huesos, cuando con Louis Leakey y Phil-lip Tobías denominó Homo habilis a una nueva especie de homínidos a mediados de la década de los sesenta. La disputa continúa coleando todavía. «Casi cada nuevo hallazgo ha reavivado disputas análogas a las surgidas tras el descubrimiento del cráneo de Nean dertal»,13 es-cribió sir Grafton Elliot Smith, cuyo nombre aparece asociado a la tristemente famosa controversia de Piltdown. «Cada nuevo descubri-miento de una reliquia fósil que parece iluminar algún eslabón de la genealogía del hombre provoca, y siempre provocará, controversia», manifestó sir Wilfred Le Gros Clark, el destacado antropólogo britá-nico en la ponencia presentada en el Memorial Huxley, en 1958. Con-ferencia que, por cierto, tituló «Huesos polémicos», una fuerte salida de tono para un inglés tan correcto y distinguido. Sus discrepancias públicas con su colega de Oxford Soily (ahora lord) Zuckerman y con Louis Leakey sobre la forma del árbol genealógico humano ocupan, dicho sea de paso, un lugar destacado en los anales científicos de la paleoantropología, al igual que su intervención en el desenmascara-miento del fraude de Piltdown. Y así se hace la historia.

La bibliografía paleoantropológica está llena de referencias a este tipo de controversias, desacuerdos e incluso enfrentamientos personales. De tal manera que cuando el antropólogo norteamerica-no Ales Hrdlicka se preguntó en 1927: «¿Qué pruebas reales, preci-sas, de la evolución humana posee actualmente la ciencia, y en qué basa ésta sus amplias conclusiones?» (las cursivas son mías),14 esta-ba planteando de hecho una pregunta sin respuesta. No porque no existan pruebas de la evolución humana, sino porque ninguna cien-cia actúa de ese modo. Ninguna ciencia —y sobre todo no la paleoan tropología— es objetiva en el sentido que sugiere Hrdlicka o como aparece a menudo en la visión idealizada de los filósofos.

La paleoantropología no constituye, por tanto, una excepción en-

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lie las ciencias por su carácter controvérsieo. Lo que la distingue de las demás ciencias es el grado de controversia que suscita. En to-das las ciencias se producen, en efecto, controversias, pero en pa-leoantropología éstas son más visibles. Las ideas preconcebidas de-terminan el progreso de todas las ciencias, pero en ninguna en tan gran medida como en la búsqueda de los orígenes de la humanidad. Y aunque las figuras individuales son importantes para el avance de todas las ciencias, esto también es particularmente notorio en la ciencia del hombre. «Todas las ciencias tienen sus peculiaridades —señala el antropólogo de la Duke University, Matt Cartmill—, pero la paleoantropología es de las que presentan mayores rarezas.»15 La paleoantropología es como cualquier otra ciencia, pero en grado su-perlativo. ¿Por qué?

Porque cuando los eslabones fósiles perdidos objeto de conside-ración pertenecen a una cadena de equinos extinguidos o de ammoni-tes, la controversia se mantiene bajo control; «pero cuando ésta se refiere a fósiles que pueden ofrecerse como prueba del parentesco del hombre con algún ser simiesco la situación es muy distinta», ob-serva Gerrit Miller, ex conservador del Museo Nacional de Historia Natural de Washington, D.C. «En ese caso —señala— conduce a la manifestación de opiniones expresadas a partir de puntos de vista definidos y diametralmente opuestos.» ¿Por qué?

Le Gros Clark tiene una respuesta: «Sin duda, uno de los principa-les factores responsables de la frecuencia con que interviene la polé-mica en las controversias en temas de paleoantropología es de carác-ter puramente emocional. Es un hecho (que todos haríamos bien en reconocer) que resulta extraordinariamente difícil examinar con completa objetividad las pruebas de nuestros propios orígenes evo-lutivos, sin duda porque se trata de un problema tan personal. »Ernst Mayr, uno de los biólogos evolutivos más destacados de su genera-ción, coincide con él: «Los seres humanos parecen absolutamente in-capaces de hablar de sí mismos y de su historia sin dejarse arrastrar de un modo u otro por sus emociones.»16

Obsérvese qué sucedió cuando el Museo Norteamericano de His-toria Natural de Nueva York presentó, a principios de 1984, una ex-posición sin precedentes de fósiles originales relacionados con los orígenes humanos. La llamada exposición de los Ancestros requirió años de preparación y conllevó grandes preocupaciones, pues fue preciso convencer a los conservadores de museos de todo el mundo para que accedieran a separarse por breve tiempo de sus inaprecia-bles y frágiles reliquias para su traslado a Nueva York, donde serían exhibidas en público, algunas por vez primera. Tras un viaje con las piezas a su cargo cuidadosamente acomodadas en asientos de prime-ra clase, los conservadores fueron recibidos en el aeropuerto John F. Kennedy por una caravana de limusinas y una escolta policial. Un VIP no habría sido objeto de una recepción y unos cuidados más atentos.

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Antes de su exhibición pública, protegidos detrás de un cristal blindado, la cuarentena de preciosos fósiles fueron el centro de uno de los talleres de antropología más extraordinarios de todos los tiem-pos. Los antropólogos se reunieron en grupos de una docena en una salita de la segunda planta del museo para examinar los antiguos cráneos y huesos, estableciendo comparaciones directas entre ellos que hasta entonces habían sido imposibles. Reinaba una gran excita-ción, pero las voces a menudo manifestaban en susurros las antiguas diferencias de opinión en presencia de los objetos de discrepancia. «Era como discutir de teología en una catedral», comentó Michael Day, un anatomista británico, colaborador de largo tiempo de la fa-milia Leakey. «Encontrarse en la misma sala con todas esas reliquias fue un acontecimiento cargado de emociones para muchos colabora-dores», coincidió Christopher Stringer, un antropólogo del Museo Británico (sección de Historia Natural). «A mí me suena a culto de los antepasados», fue el comentario de un sociólogo de la ciencia que asistía como observador. Resulta difícil imaginarse a un grupo de bioquímicos, por ejemplo, emocionándose de ese modo en presencia del Escherichia coli, su organismo experimental favorito.

Existe una diferencia. Hay algo inexpresablemente conmovedor en el hecho de sostener entre las manos el cráneo de uno de nuestros propios antepasados.

La exposición de los Ancestros puso de relieve otro aspecto en que diferencia a la paleoantropología de la mayoría de las demás cien-cias. Un número significativo de fósiles que los organizadores confia-ban presentar no llegaron por muy diversas razones, algunas decla-radamente políticas, otras más encubiertas. Lucy y sus compañeros, por ejemplo, no estuvieron presentes porque las autoridades etíopes estaban regulando las normas básicas en materia de estudio y mani-pulación de antigüedades, particularmente en el caso de súbditos ex-tranjeros. Parte del material del desfiladero de Olduvai de los Leakey no llegó porque las autoridades tanzanas se opusieron en el último momento a la participación de Sudáfrica en la exposición. Los chinos rehusaron enviar sus famosos fósiles del hombre de Pequín, también en el último momento, posiblemente influidos por el recuerdo de los muchos que se perdieron cuando se dispuso su traslado a los Esta-dos Unidos para salvaguardarlos al principio de la segunda guerra mundial y tal vez también debido a los daños sufridos por un fósil prestado poco tiempo antes para otra exposición internacional. Nada llegó de Australia debido a las recientes objeciones de los abo-rígenes contra el trato general dispensado a lo largo del tiempo por los científicos coloniales a las reliquias de sus antepasados. Kenya rehusó enviar ningún fósil alegando que los riesgos de que sufrieran algún daño eran demasiado grandes. La ausencia de Richard Leakey del encuentro fue tan notoria como la de sus fósiles. Y así fueron las cosas.

Las cuestiones políticas raras veces obstaculizan de manera ex-

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plícita lus intercambios científicos, pero en este caso no fue así. Na-die dudaba en absoluto que el carácter del tema a tratar —los oríge-nes de la humanidad— exacerbaba las susceptibilidades políticas manifestadas.

Y si los propios fósiles conllevan una carga emotiva, otro tanto sucede con su descubrimiento. «No todas las exposiciones se pare-cen a En busca del arca perdida —dice Johanson—, pero tienen sus momentos.»17 Después de tener vedado el acceso a los depósitos de fósiles de Etiopía por los problemas políticos del país, Johanson or-ganizó hace poco una expedición al desfiladero de Olduvai, donde de-sarrollaron gran parte de su trabajo Louis y Mary Leakey. «Fue una alegría tener oportunidad de volver a hacer trabajo de campo, de po-der hacer las cosas para las que nos hemos preparado, las cosas que de verdad nos gustan. Nos gusta dar tumbos en los vehículos, buscar fósiles, merodear bajo el sol. Es una gozada. Es lo que de verdad nos atrae de todo el asunto.18

Johanson recuerda su excitación cuando descubrió su primer fó-sil de homínido, una rótula con tres millones de años de antigüedad, en 1973, en Etiopía. «Fue un momento mágico.» Y reconoce que espe-ranzas no siempre rigurosamente científicas salpican a menudo la búsqueda. «Nos apasiona la posibilidad de encontrar el fósil más an-tiguo, el más completo, el del cerebro de mayor tamaño, el más enig-mático», declaró recientemente ante el público asistente a una confe-rencia en el Museo Norteamericano de Historia Natural de Nueva York.19 Muchos antropólogos sienten lo mismo, pero pocos tienen la sinceridad de manifestarlo públicamente.

A la vista del contenido emocional de la búsqueda y la excitación del hallazgo, tal vez no sea sorprendente que los profesionales a ve-ces desarrollen sentimientos posesivos hacia «su» yacimiento y «sus» fósiles. Uno de los casos más extravagantes fue el de Eugène Dubois, descubridor de uno de los primeros fósiles humanos desen-terrados, el Pithecantropus erectus, recuperado en Java a principios de la década de 1890. Como comentó un observador: «El Pithecantro-pus se convirtió en el destino de Dubois. Era su descubrimiento, su creación, su posesión exclusiva; en este aspecto se mostraba tan im-predecible como un amante celoso. Cualquiera que discrepase de sus interpretaciones sobre el Pithecantropus se convertía en su enemigo personal. » Pocos después de él han llegado a tamaños extremos, in-cluido el ocultamiento de los fósiles bajo el entarimado de su come-dor; pero algunos elementos de su actitud'han estado siempre pre-sentes y probablemente seguirán existiendo siempre.

El hecho mismo de que Johanson decidiera viajar al desfiladero de Olduvai en una época en que sus relaciones con la familia Leakey podían describirse como mínimo como tensas ha provocado una bue-na dosis de reacciones emotivas. Aunque los Leakey no ostentan nin-gún derecho particular sobre Olduvai más allá de su prolongada re-lación con ese lugar y a pesar de que Mary Leakey ya no desarrolla

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ningún trabajo de campo allí, muchos miembros de la profesión con-sideraron de «mal gusto» esa «invasión» de Johanson. Así es la pa-leoantropología.

Con un número limitado de yacimientos fósiles en los que poder trabajar y un inventario todavía penosamente escaso de fósiles para analizar, todos los cuales pueden hallarse bajo el control de apenas un puñado de personas, el acceso a la investigación ha constituido siempre un tema sensible. No necesariamente porque nadie se haya visto efectivamente excluido por razones improcedentes, sino por-que en el ambiente emocionalmente cárgado que a veces permea la paleoantropología, siempre cabe la posibilidad de que alguien lance la acusación de una exclusión indebida. De todos modos, este tema ha salido a relucir con frecuencia en las numerosas controversias que jalonan el progreso de la ciencia y a menudo de forma perturba-dora. «A veces ello ha provocado amargas rivalidades —dice Johan son— con una ruptura del diálogo entre los científicos... Un hecho desgraciado, porque frena el desarrollo de la ciencia. Introduce una desagradable forma de elitismo, puesto que a veces desemboca en el impedimento del acceso a los fósiles —como en un caso recientemen-te descrito— excepto al círculo de íntimos; sólo se permite que vean los fósiles quienes coinciden con la particular interpretación de un investigador particular.»

Prácticamente todo antropólogo cuenta con un pequeño reperto-rio de casos en que algún profesional rival habría impedido indebida-mente el trabajo de terceros con los fósiles en su posesión. «Hay mu-chísimos recursos para dificultar sencillamente el acceso de una per-sona al propio laboratorio y el trabajo con los fósiles, si uno decide mantenerla alejada —comenta un antropólogo con muchos años en la profesión—. No es preciso oponerse con una rotunda y descortés negativa, aunque en el fondo la intención sea la misma.» Evidente-mente, aunque un conservador de fósiles tenga motivos de peso para sugerir a otro antropólogo que cambie la hora prevista para su visita a su laboratorio, por ejemplo, o para imponer alguna restricción a lo que podrá publicar luego, estas respuestas se prestan fácilmente a ser interpretadas como esfuerzos intencionados por mantenerle alejado, y no es raro que en efecto lo sean.

Sin duda, este problema de las dificultades de acceso a los fósiles se ha mitigado un poco con el desarrollo de una tecnología capaz de producir espléndidos moldes, que pueden distribuirse entre muchos laboratorios. Pero aun así, continúa vigente el rígido protocolo que establece que el descubridor de un fósil debe tener prioridad a la hora de describirlo formalmente y analizarlo.

Sin embargo, no ocurre lo mismo cuando se trata de dar nombre a una nueva especie. En principio, cualquiera puede hacerlo. «Sí, cualquiera puede dar nombre a una nueva especie, no sólo su descu-bridor»,20 confirma Johanson. Y se han dado algunos casos notorios en el pasado. Tal vez el más descarado lo constituyen las grandes ex-

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pediciones al Medio Oeste norteamericano emprendidas en el si glo xix por Edward Drinker Cope y Othaniel C. Marsh, dos paleontó-logos que se dedicaron por separado a la búsqueda de huesos de di-nosaurio y reliquias fósiles. Su intenso deseo de imponerse sobre el otro los llevó a contratar personas encargadas de comprar fósiles a los proveedores del competidor. Y en el frenesí por ganar la carrera para bautizar nuevas especies antes de que el otro lo hiciera intenta-ron telegrafiar los correspondientes mensajes a la costa Este, crean-do a menudo graciosísimos embrollos. Los paleoantropólogos aún no han desplegado la encarnizada competitividad de que hicieron gala Cope y Marsh. Pero ha habido momentos delicados.

Así, aunque Johanson reconoce que el descubridor no tiene el de-recho indiscutible a dar también nombre a la nueva especie, sin em-bargo señala que se trata de una cuestión de buenas formas. En cual-quier caso, dar nombre a una nueva especie puede considerarse como una justa recompensa. «Todos cuantos participamos en tareas de exploración tenemos que sacrificar algo para hacerlo, sea nuestra seguridad, o la comodidad de estar en casa, el riesgo de accidentes, etcétera. Este tipo de espíritu aventurero lleva implícito un cierto deseo de obtener una recompensa. Parte de la recompensa es el des-cubrimiento y es agradable verse reconocido el mérito del mismo. En esta ciencia, una de las formas de obtener reconocimiento es la posi-bilidad de dar nombre a una especie, si uno descubre alguna nueva y distinta.»21 Siempre que se cita el nombre de la especie en escritos profesionales, se acompaña del nombre de su autor: por ejemplo, Australopithecus afarensis, Johanson, 1978, designa la especie a la que pertenece Lucy. Y en virtud de las normas de la nomenclatura zoológica, una vez asignado un nombre a una especie, éste y el del autor a él asociado suelen ser tan inamovibles como si estuvieran inscritos en piedra.

Johanson se apresura a puntualizar que dar nombre a una espe-cie a menudo representa sólo el primer paso para iniciar la tarea realmente importante, a saber: el análisis de su significado. Pero re-sulta fácil comprender el atractivo asociado a la pequeña dosis de in-mortalidad que confiere el hecho de haber dado nombre a una espe-cie, sobre todo cuando la consideramos antecesora nuestra. Ese afán claramente no científico diferencia una vez más a la paleoantropolo-gía de otras ciencias.

En la mayor parte de los campos científicos, las grandes figuras suelen ser personas que han logrado una conquista intelectual signi-íicativa con la formulación de un nuevo concepto o teoría. La mayo-ría de la gente ha oído hablar de la teoría de la relatividad de Eins-tein, pero muy pocas personas entienden su significado práctico, tan-gible. En el caso de la paleoantropología ocurre al contrario: se al-canza la fama con los descubrimientos tangibles y no en razón de las propuestas teóricas intelectuales. Muchas personas han oído hablar del cráneo 1 470 o Lucy, pero muy pocas sabrían decir qué repercu-

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sioncs tiene su descubrimiento para las teorías sobre la evolución humana. Michael Day, un anatomista británico, compañero de traba-jo de Louis y Richard Leakey, reconoce este elemento desusado pero importante de la paleoantropología. «Nueve décimas partes de la im-portancia del profesional en este campo se basa en sus descubri-mientos. La gente recuerda a Dart. Recuerdan a Johanson. Recuer-dan a los Leakey. En cambio, paulatinamente irá quedando olvidado el nombre de Le Gros Clark, que fue un intelectual de esta disciplina. Y otro tanto ocurrirá con Clark Howell. Y sin duda también conmi-go, puesto que no soy un descubridor. El partidismo en favor de los descubridores es enorme. Y lleva asociada una valoración inmereci-da de sus opiniones.» Day tiene el estoicismo de añadir: «Evidente-mente podrán decir que estoy celoso.»22

Habida cuenta de los elementos emocionales asociados a la aven-tura, el sacrificio y la recompensa que intervienen en el descubri-miento de un nuevo fósil, unidos a las inquietantes reminiscencias del culto a los antepasados, el contexto parece poco favorable para un análisis objetivo por parte del individuo a quien la costumbre con-cede el derecho a manifestar .prioritariamente su opinión. Earnest Hooton, un destacado antropólogo de Harvard de los años treinta y cuarenta, identificó los riesgos implícitos cuando entra en juego «la psicología del descubridor y presentador individual». En sus pala-bras: «La tendencia al ensalzamiento de un espécimen raro o único por parte de la persona que lo ha encontrado o a quien se ha confiado su descripción científica inicial es fruto natural del egoísmo humano y resulta prácticamente imposible erradicarla.»23 El número de fó-siles disponibles para el análisis es relativamente escaso en relación a la cantidad de profesionales activos en este campo, señaló. Los po-cos individuos aislados que tienen la suerte de lograr acceso priorita-rio a un espécimen concreto tenderán, por tanto, a «no dejar ningún hueso por remover en su intento de encontrar nuevas peculiaridades destacadas susceptibles de una interpretación funcional o genealógi-ca. A menos que sean personas muy experimentadas, tenderán a des-cubrir nuevas características que en parte sólo serán producto desti-lado de su propia imaginación». \

Pero Hooton identificó un riesgo aún más grave. A saber, «el con-flicto psicológico que abruma al descubridor o reseñador, desgarra-do entre su deseo de identificar características primitivas, singula-res o antropoides que le permitan establecer un parentesco con los simios más próximo que cualquier otro registrado con anterioridad, y la necesidad igualmente poderosa de demostrar la significación di-recta y central del nuevo tipo por él descubierto para la genealogía del hombre moderno». Cuando prevalece el primer impulso, señala Hooton, «el autor tenderá a desempolvar sus diccionarios griegos y latinos para pergeñar algún horrible neologismo y crear una nueva especie, género o incluso una nueva familia zoológica, en un doble pecado mortal contra la filología y la taxonomía a la vez». Cuando

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triunfa el segundo impulso, el reseñador «puede agarrarse a caracte-rísticas métricas o morfológicas insignificantes comunes a ambos [el hombre moderno y el fósil objeto de estudio] como prueba de su rela-ción genética». En otras palabras, en un extremo se exageran las di-ferencias entre el fósil y los humanos modernos, creando un agrada-ble, remoto y discreto antepasado. Y en el otro, se pasan por alto las diferencias y se exageran las semejanzas, aproximando el fósil a los orígenes del noble Homo sapiens. El lector encontrará muchos ejem-plos de interpretaciones inherentemente antropocéntricas de los fó-siles en las páginas de este libro.

Y por si esto no fuese ya suficientemente grave, Hooton advierte que «además de la fragilidad inherente al papel de reseñador inicial, también debe tenerse en cuenta el peso del compromiso previo del autor en torno al tema del hombre fósil, los fantasmas de las opinio-nes anteriormente manifestadas que proyectan su sombra sobre su interpretación de los nuevos datos». Un análisis desapasionado de los nuevos datos fósiles sólo será posible, señala, «si se espera hasta que el material haya sido reexaminado por personas libres de toda identificación emocional con el espécimen». Y aun entonces, el ana-lista independiente, aunque libre de la potencial ceguera resultante de la vinculación emocional con el fósil, continuará juzgándolo en re-lación a un conjunto particular de presupuestos previos. De manera que su juicio podrá ser desapasionado, pero en ningún caso total-mente objetivo.

Hooton escribió esto en 1937, cuando efectivamente se disponía de pocos fósiles y la tendencia a bautizar cada nuevo hallazgo como si se tratase de una nueva especie había alcanzado cotas de frenesí. Ernst Mayr recuerda con pesar ese frenético afán por la denomina-ción de nuevas especies. «En la década de los cincuenta, el estudioso del hombre fósil tenía que enfrentarse con 29 denominaciones gené-ricas y más de 100 específicas, una diversidad tipológica absoluta-mente desconcertante.»24 Le Gros Clark se sintió igualmente desa-lentado ante ese panorama. «Probablemente nada ha contribuido tanto a confundir la historia de la evolución humana como la temera-ria propensión a inventar nuevos (y a veces innecesariamente compli-cados) nombres para designar reliquias fósiles fragmentarias que con el tiempo resultan pertenecer a géneros o especies ya conoci-dos.» En vez de llenar las lagunas de la historia de los antepasados del hombre, este hábito más bien tendió a «crear lagunas que antes no existían».25

La desafortunada realidad es que los fósiles no se desentierran ya etiquetados. Y es una pena que muchas de ellas se adscribieran al im-pulso de motivaciones egoístas y de una ingenua falta de sensibilidad por las posibles variaciones entre los individuos: cada leve diferencia formal se interpretó como indicio de una diferencia tipológica en vez de como una posible variación natural dentro de una misma pobla-ción. Este problema se ha mitigado un poco en el medio siglo trans-

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currido desde que Hoolun hiciera sus incisivas observaciones. Pero subsiste la realidad ineludible de la asombrosa dificultad de lograr una clasificación correcta, no en último lugar por el hecho de que esas denominaciones constituyen en un cierto sentido abstracciones arbitrarias, sobre todo cuando el material al que se aplica el análisis es fragmentario y está deteriorado. «Se trata de un problema increí-blemente difícil —señala lord Zuckerman—. Tan difícil, que en mi opinión sería legítimo dudar de que nadie pueda llegar a hacer de ello una ciencia.»26

El número de especies aceptadas actualmente como parte del ár-bol genealógico humano es afortunadamente pequeño: sólo alrede-dor de media docena, tras la racionalización de la multitud de deno-minaciones de las primeras décadas de nuestro siglo por personas distintas de los descubridores de los fósiles. Y la denominación de nuevos antepasados humanos también es un hecho poco frecuente en la actualidad: en los últimos veinticinco años se han bautizado sólo dos grandes especies. La primera fue la Homo habilis, designada así por Louis Leakey y sus colegas en 1964. Y la segunda, la Australopi-thecus afarensis de Johanson, bautizada en 1978. Y como ya se ha se-ñalado, en ambos casos se levantaron tormentosas protestas en la co-munidad antropológica. Zuckerman comentó con acritud el revuelo causado por el Homo habilis. «El debate en la prensa, más que una discusión científica, parecía una subasta pública de especulaciones anatómicas», dijo.27 Y el bautizo de Lucy provocó tal andanada de protestas y controversias públicas que Walter Cronkite consideró que valía la pena airearlas en un programa televisado de audiencia nacional, como se ha visto al principio de este capítulo.

Está claro, por tanto, que como señala Johanson: «La controver-sia continúa dominando este campo y así será siempre.»28 Ya se ha visto que esta controversia va más allá de las simples discrepancias intelectuales, aunque éstas también intervienen en ella. La contro-versia surge primordialmente de lo más profundo de los protagonis-tas. Va asociada a su autoimagen y a una íntima identificación con el tema debatido. En palabras de Zuckerman: «El tema de los eslabo-nes perdidos y de la relación del hombre con el mundo animal aún lleva asociado un halo tan atractivo que siempre será difícil exorci-zar del estudio comparativo de los primates, vivos y fósiles, los mitos que la mirada desnuda es capaz de conjurar alimentada por un ma-nantial de deseos erigidos a la categoría de planteamientos raciona-les.»29 Aun así, como tan concisamente ha manifestado Johanson: «Es preferible debatir el problema sin resolverlo que resolverlo sin debatirlo.»30

En los próximos capítulos se examinará la naturaleza de este de-bate —una serie de debates, de hecho—. Los debates paleoantropoló-gicos abarcan cuatro temas esenciales, que a veces ocupan un lugar dominante en el discurso científico y otras quedan difuminados en el trasfondo, según las circunstancias del momento. Éstos giran en

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torno a los interrogantes del ¿quién?, ¿dónde?, ¿cuándo? y ¿cómo?, como en el clásico primer párrafo de un artículo periodístico. ¿Quién fue nuestro antepasado? ¿Dónde apareció por primera vez? ¿Cuándo nos desgajamos del resto del mundo animal? Y, ¿por qué se produjo esa separación?

En su debate en el programa Cronkite 's Universe, Leakey y Johan-son abordaron los temas del quién y el cuándo. Ambos coinciden bas-tante en el dónde: Africa. Sólo medio siglo atrás, otras dos grandes figuras de la paleoantropología, Henry Fairfield Osborn y William King Gregory, desarrollaron un debate parecido en el mismo edificio del Museo Norteamericano de Historia Natural. Para Osborn y Gre-gory, los temas predominantes eran el quién y el dónde; el cuándo les preocupaba mucho menos. Pero el debate Osborn-Gregory fue igual-mente apasionado y públicamente visible, pese a que no existía la te-levisión, y —lo más importante de todo— también se enfocó a través del prisma de los presupuestos previos y hajo la carga de sensibilida-des asociadas a la autoimagen de la humanidad. Y así ha sucedido a lo largo de toda la historia de la ciencia, al impulso, posiblemente, del más esencial de los interrogantes: ¿por qué?

¿Por qué ocurrió todo?

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CAPITULO 2

Los narradores de historias

Misia Landau estaba sentada en la biblioteca Sterling de la Universi-dad de Yale, impregnada de un palpable ambiente «Ivy League» con sus sillones forrados de cuero y las altas estanterías llenas de libros. Por aquellas fechas, en 1979, estaba en mitad de su doctorado y se encontraba absorta en la lectura de Morfología de un cuento popular de Vladimir Propp, un crítico literario ruso. Breves comentarios en susurros interrumpían de vez en cuando el gótico silencio. El sonido curiosamente amortiguado que sólo se oye en lugares como aquél punteaba el contacto de los libros con el antiguo roble. El famoso ca-rillón de la universidad tocaba una melodía moderna. Pero Landau apenas era consciente de todo ello. Quiso correr hacia la sección de libros de antropología. Pero siglos de tradición frenaron su impulso y se limitó a avanzar a paso rápido, los latidos de su corazón acelera-dos por la excitación. «Cuando me encontré frente a los estantes, los títulos saltaron ante mis ojos: La historia del hombre... La aventura de la humanidad... Aventuras en torno al eslabón perdido...' El hom-bre sube al Parnaso. Leyéndolos comprendí que acababa de hacer un descubrimiento. Fue como haber encontrado un fósil.»1 Acababa de descubrir el eslabón perdido entre la literatura y la paleoantropología.

Sólo dos años antes, Landau pasaba la mayor parte del tiempo en un laboratorio de neurología, con su bata blanca de científica con-vencional. Terminada su licenciatura de biología humana en la uni-versidad inglesa de Oxford, se había matriculado en el programa de antropología para posgraduados de Yale, con la esperanza de descu-brir algo significativo sobre la historia evolutiva del cerebro huma-no, concretamente la razón de su rápida expansión unós dos millones de años atrás. Richard Leakey había descubierto en 1972, en las ori-llas del lago Turkana, en Kenya, un supuesto antepasado humano de tres millones de años de antigüedad dotado de un cerebro de gran ta-maño —designado con la clave 1 470—. La evolución del cerebro era, por tanto, un tema de gran actualidad cuando Landau se matriculó en Yale. La universidad se encontraba en su fase «hiperempirista», con una tendencia de los antropólogos a abandonar los temas «blan-dos», como la cultura, en favor de la ciencia «dura» y Landau pensó que podría aprender algo sobre la evolución humana a través del es-tudio de los cerebros de gallina.

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Su intento duró poco. «Muy pronto comprendí que como científi-ca de laboratorio sería mediocre. Y que las preguntas que me plan-teaba sobre el cerebro humano tardarían mucho en hallar respuesta, y no sería yo quien la encontraría.» Necesitaba trabajar en una nue-va dirección, pero ¿en cuál? Un cambio de este tipo siempre resulta deprimente y desconcertante para un posgraduado, sobre todo des-pués de emprender y fracasar en un proyecto. Landau lo comentó con su director de tesis, David Pilbeam, un joven antropólogo britá-nico consagrado rápidamente como una de las primeras figuras de su campo tras su traslado a Yale en 1963. Landau sólo sabía que que-ría hacer un trabajo «teórico». Pilbeam, que alimentaba desde hacía tiempo un gran interés por la historia de las ideas en paleoantropolo-gía, dice que si tuviera que empezar de nuevo se dedicaría a la histo-ria en vez de a la prehistoria. La conjunción de la preferencia de Lan-dau por un trabajo teórico y la perspectiva histórica de Pilbeam orientaron la tesis en una nueva dirección: un análisis de los orígenes del pensamiento paleoantropológico.

Otro ingrediente sería también crucial para la nueva empre-sa, aunque ni el profesor ni la alumna fueron conscientes de ello en aquel momento. La literatura, la gran pasión juvenil de Landau. «El trabajo científico era algo distinto para mí. Pero en la práctica, la tesis me hizo volver a algo que domino, que me atrae: la litera-tura.»

Todo paleoantropólogo está familiarizado con los nombres de las grandes figuras de las décadas de los años 1920 y 1930 —los nortea-mericanos Henry Fairfield Osborn, William King Gregory, Frederick Wood Jones, y la escuela británica de sir Arthur Keith, sir Grafton Elliot Smith, sir Arthur Smith Woodward—, pero pocos pueden exhi-bir un conocimiento más que superficial con sus escritos. Landau, se sumergió en su lectura. El mismo problema preocupaba a todas esas autoridades: la explicación de los orígenes humanos. Y, sin embargo, entre ellos existían frecuentes y a veces profundas discrepancias. «Tuve la impresión de que hablaban de problemas muy distintos, que no se referían en absoluto al mismo tema —recuerda Landau—. Sus concepciones del mundo eran muy diferentes.» Ante esta última observación, un sociólogo británico de Yale, Keith Hart, le sugirió que tal vez le sería útil leer algo de los estructuralistas franceses y los formalistas rusos. Algo muy alejado de la paleoantropología, pero Landau, con su pasión por la literatura, no necesitó que se lo dijeran dos veces.

«Empecé a leer ese material y ya no pude dejarlo. Comencé a esta-blecer conexiones entre la literatura y los textos antropológicos. Em-pecé a buscar un argumento en esos libros. Fue muy excitante.» Un amigo le prestó un ejemplar de Morphology of a Folk Tale (Morfolo-gía de un cuento popular) de Propp, por aquel entonces un clásico del análisis literario. El libro intrigó a Landau desde el primer momento «porque el título —Morfología de un cuento popular— parecí« auge-

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i ir un enfoque anatómico de la literatura y por mi parte yo había em-pezado a considerar la anatomía bajo un enfoque literario». Basán-dose principalmente en la literatura rusa, Propp describe los mitos heroicos de los cuentos populares en términos de una estructura bá-sica común a todos ellos: el héroe hace su aparición; debe afrontar, y supera, una serie de pruebas; y finalmente triunfa. Con un análisis muy sistemático, Propp descompone esta estructura básica en una secuencia de funciones separadas; aunque la identidad concreta de los personajes y sus actividades en cada punto pueden ser distintas, la estructura se mantiene invariable.

A medida que avanzaba en la lectura, las conexiones se perfilaban cada vez más nítidamente para Landau. «Estaba ahí sentada, en la biblioteca Sterling, leyendo a Propp, y los cuentos populares me pa-recían tan... familiares... y de pronto descubrí que la descripción de la evolución humana también era un cuento, al menos tal como apa-recía escrita en los libros que había estado leyendo.» Entonces hizo su descubrimiento. Frente a las estanterías de la sección de paleoan-tropología, recuerda ahora, «comprendí que me encontraba ante un género literario, que podía abordar el estudio de la evolución huma-na como un estudio literario». En otras palabras, aunque Osborn, Gregory y sus colegas creían haber escrito análisis científicos de la evolución humana, de hecho habían estado narrando cuentos. Histo-rias científicas, sin duda, pero aun así historias.

Estas historias describen cuatro sucesos principales, que repre-sentan la transformación evolutiva de algún tipo de antepasado pri-mate primitivo en un ser humano civilizado. Son los siguientes: el paso de los árboles al suelo, o sea la terrestrialidad; el paso de la pos-tura sobre cuatro piernas al equilibrio sobre dos en la postura bípe-da; la expansión del cerebro, con el desarrollo de la inteligencia y el lenguaje, esto es, la encefalización; y la aparición de la tecnología, la moral y la sociedad, en resumen, la civilización. Osborn y sus cuatro contemporáneos más destacados coincidían rotundamente en la ne-cesidad de estos cuatro componentes de nuestra transformación, pero se hallaban en igualmente rotundo desacuerdo en cuanto a su orden de aparición.

Osborn, por ejemplo, ordenaba los sucesos en la secuencia descri-ta, que empezaba con el descenso de un distante antepasado de los árboles para iniciar una nueva vida en el suelo, la terrestrialidad. A continuación se desarrollaba la postura bípeda; seguía la expansión del cerebro; y por último, la civilización. En líneas generales, esta vi-sión se aproxima mucho a la de Darwin. Keith veía las cosas de un modo distinto. Un simio todavía arbóreo habría desarrollado la pos-tura bípeda, adoptando luego la existencia terrestre. La expansión del cerebro —la encefalización— seguía a la elaboración de la tecno-logía y la sociedad, y no la precedía, como pensaba Osborn. Elliot Smith mantenía otro punto de vista distinto de los anteriores. Su si-mio dotado de un gran cerebro adoptaba a continuación la postura

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bípeda, mientras seguía llevando una vida predominantemente arbó-rea. Sólo después descendía al suelo, con el posterior desarrollo de la civilización. El esquema de Gregory situaba la terrestrialidad como primer suceso, seguida de la evolución de la sociedad y la tec-nología; la postura bípeda y la encefalización, por este orden, cerra-ban el proceso. Wood Jones mantenía ideas análogas a las de Elliot Smith en cuanto al desarrollo de la postura bípeda y del cerebro mientras el antepasado seguía viviendo en los árboles. Pero estos su-cesos se producían en orden inverso: para Wood Jones, la postura bí-peda precedía a la encefalización.

Cada autor tenía sus motivos para plantear el proceso evolutivo en los términos en que lo hacía, pero en el aparente caos existe un orden, argumenta Landau, porque todas sus descripciones se ajustan a la misma estructura básica: la forma del mito heroico.

Frente a las treinta y una funciones de la narrativa del mito heroi-co identificadas por Propp, Landau simplifica el análisis reduciéndo-las a nueve: la presentación del humilde héroe (un antropoide, un si-mio o un diminuto prosimio) en un entorno inicialmente estable; a continuación, nuestro héroe es expulsado de ese lugar seguro (a con-secuencia de un cambio climático) y se ve obligado a iniciar un azaro-so viaje en el curso del cual debe superar una serie de pruebas (nue-vas condiciones ambientales) que le obligan a demostrar su valor (con el desarrollo de la inteligencia, la postura bípeda, etc.); tras es-tos primeros logros, nuestro héroe desarrolla otras ventajas (herra-mientas, para Osborn; la razón, para Keith), sólo para verse sometido a nuevas pruebas (los rigores de la glaciación en Europa); el triunfo final es la consecución de la humanidad. «Con una última ironía —dice Landau—: una y otra vez se nos cuenta cómo el héroe, tras rea-lizar grandes hazañas, es víctima de su orgullo o arrogancia y acaba siendo destruido. En muchos relatos de la evolución humana encon-tramos una impresión parecida de que el hombre podría estar conde-nado, de que la civilización, pese a haberse desarrollado como una protección del hombre frente a la naturaleza, ahora se ha convertido en el mayor peligro para él.»2

Ciertamente, Osborn y sus contemporáneos se expresaron a me-nudo en el lenguaje de los relatos épicos. Keith, por ejemplo, se refie-re claramente a un héroe cuando escribe: «¿Por qué el destino evolu-tivo ha tratado entonces de un modo tan distinto al simio y al hom-bre? El primero ha permanecido relegado a la penumbra de su selva nativa, mientras al otro le era concedido un glorioso éxodo que le ha llevado a dominar la tierra, los mares y los cielos.»3 Roy Chapman Andrews, colega de Osborn en el Museo Norteamericano de Historia Natural de Nueva York, proclamó un similar espíritu pionero: «El ritmo de la evolución humana siempre se ha caracterizado por la pri-sa. Prisa por abandonar la fase primordial de simio, por transformar el cuerpo, el cerebro, las manos y los pies con la mayor rapidez jamás vista en la historia de la creación. Prisa por alcanzar el momento en

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que el hombre conquistaría la tierra y el mar y el cielo; en que podría erigirse en señor de toda la Tierra.»4

Elliot Smith, refiriéndose a la historia de los inicios de la humani-dad, considera «... perfectamente concebible y razonable imaginar la vasta extensión que abarca el sur de Asia y África poblada por curio-sas caricaturas de la humanidad, vagando de un lado a otro en busca de la satisfacción de sus apetitos y para evitar su extinción. En esta competencia se configuraron, en la dura escuela de la experiencia, los caracteres distintivos del hombre». El dramatismo inherente des-pierta, de hecho, un particular entusiasmo en Elliot Smith, quien ha-bla de «... la maravillosa historia de los viajes del Hombre hasta su meta final...» y de «... la incesante lucha del Hombre para hacer reali-dad su destino».5

Ekpropio Osborn urdió una prosa especialmente conmovedora, en la que manifiesta una enorme fe en la aventura y el dramatismo de todo el asunto. Frases como «el prólogo y los preámbulos del dra-ma humano...»6 y «el gran drama de la prehistoria del hom-bre... »son muestras de una palpable satisfacción con su héroe y de una descripción claramente literaria de la evolución. El héroe de Os-born se vio obligado a realizar esfuerzos enormes: «La lucha por la existencia era dura y le obligó a poner en juego todas sus facultades de inventiva e ingenio, alentándole a fabricar y utilizar por primera vez armas de madera y luego de piedra para la caza... Forzó al Hom-bre de los orígenes... a desarrollar extremidades vigorosas que le permitieran cubrir grandes distancias a pie, pulmones potentes para poder correr, y una vista ágil y movimientos furtivos para la caza. »7

Y los intentos de soslayar una existencia cargada de rigores para op-tar por la vida fácil se pagaron con la marginación evolutiva: «... el progreso del hombre se ve interrumpido o retrocede en todas las re-giones con una abundancia natural de alimentos accesibles sin es-fuerzo. » El hombre de Neandertal fue objeto de un cierto desdén mo-ral por parte de Osborn por esta causa. Para Osborn representa un magnífico ejemplo de desarrollo interrumpido o incluso regresivo. ¿La causa? «La caza era muy abundante, en los ríos de Francia e In-glaterra abundaban los hipopótamos que ofrecían una fácil fuente de alimento, y en los bosques y llanuras vagabundeaban muchos tipos de elefantes y rinocerontes.» Esta vida fácil no constituía un marco adecuado para el héroe de Osborn, el cual pertenecía a «la raza hu-mana muy superior denominada "de Cro-Magnon"».8 Edward Grant Conklin, contemporáneo de Osborn y profesor de biología en la Uni-versidad de Princeton, expresó este sentimiento con gran concisión: «...la lección que nos enseña la evolución pasada es que no puede ha-ber progreso sin algún tipo de lucha.»9

El héroe de Elliot Smith, como el de Osborn, sólo alcanza su re-compensa a través del esfuerzo. Nuestros antepasados, escribió, «... se vieron obligados a salir de sus bosques y buscar nuevas fuen-tes de alimentación y un nuevo entorno en las colinas y los llanos,

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donde podían obtener el sustento que necesitaban». Los simios forja-ron su destino inferior. «El otro grupo, tal vez por hallarse por un azar más favorablemente situados o más enraizados en su entorno, al vivir en una tierra de abundancia, que fomentaba la indolencia en las costumbres y el estancamiento de los esfuerzos y el desarrollo, se vieron libres de esa gloriosa inquietud y continuaron siendo si-mios y llevando prácticamente el mismo tipo de vida (como gorilas y chimpancés) que habían llevado sus antepasados desde el mioceno o incluso desde tiempos más remotos.» Y para subrayar este punto, añade: «Mientras el hombre evolucionaba al compás de la lucha con-tra unas condiciones adversas, los antepasados del gorila y el chim-pancé renunciaron a la lucha por la supremacía mental porque se dieron por satisfechos con sus circunstancias.»10 En otras palabras, como señala el antropólogo de la Duke University Matt Cartmill, si-tuando estos sentimientos en su contexto histórico: «El hombre dar-winiano es el señor de la Tierra, no por un don divino ni en virtud de una afinidad romántica con el espíritu del mundo, sino por la mis-ma buena y legítima razón por la que los británicos dominaron Áfri-ca y la India.»11 Y, presumiblemente, por la misma buena y legítima razón por la que Norteamérica se erigía en reconocida pionera de una nueva era.

El tono del lenguaje empleado, una vez alertados sobre él, deja patente el carácter épico de estos escritos. Lo cual tal vez no deba sorprendernos demasiado, si se considera la afinidad entre el tema central del libro y la experiencia del propio autor, el Homo sapiens. Aunque son frecuentes los casos de expertos en trilobites o babosas marinas que han desarrollado actitudes antropomórficas hacia sus temas de estudio, cabe esperar un grado aún mayor de identificación y de prosa exaltada cuando el sujeto de estudio de un autor es en esencia él mismo: entonces el autor realmente dispone de un héroe del cual hablar. Y también tiene una historia que contar, una secuen-cia de sucesos encadenados, desde los simios hasta llegar a nosotros, que parece invitar a la adopción del estilo narrativo. Sin embargo, el hecho de que estos textos en general sigan, en muchos detalles de su estructura, al mito del héroe clásico no estaba previsto; de ahí que sea realmente significativo.

Muy probablemente, estos autores debieron de tener un contacto repetido con los mitos heroicos; a través de los cuentos de hadas que les contaron de niños, por ejemplo. Y probablemente los transmitie-ron a su vez a sus hijos. A fin de cuentas, estos mitos formaban parte de su entorno cultural y todavía lo son. Pero de todos modos resulta un poco chocante que este tipo de literatura apareciera impregnando sus escritos de madurez sobre temas serios. ¿O no lo es?

«Cuando leí por primera vez el estudio de Landau, me preocu-pó»12 reconoció el difunto Glynn Isaac, destacado arqueólogo y pa-leoantropólogo de la Universidad de Harvard. «¿Existe una estructu-ra común al pensamiento humano formado a través de la participa-

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ción en la cultura que le impulsa a buscar en la "narrativa" una for-ma satisfactoria de explicación? —se preguntaba—. Los ejemplos que ella presenta, nuestro propio autoconocimiento así estimulado y nuestros conocimientos generales sobre la literatura paleontológi-ca y arqueológica parecen sugerir una respuesta claramente afirma-tiva. Antes sólo era vagatnente consciente de ello.»13

Una vez reconocido este hecho, Isaac comprendió que planteaba un claro desafío para la paleoantropología: «¿Era posible presentar de alguna forma una descripción secuencial sin recurrir a la estruc-tura del relato heroico? En caso negativo, ¿suponía el estudio de la narrativa de la evolución humana una descalificación de ésta como ciencia?» Isaac planteó estas preguntas a los científicos reunidos en el Darwin College de Cambridge en abril de 1982 para conmemorar el centenario de la muerte del gran hombre. «Ya me he acostumbra-do a la idea —prosiguió— y por mi parte argumentaría que, siempre que la concordancia entre los relatos y los datos empíricos no sea de-mostrable por la vía de la comprobación y la falsificación, se trata en efecto de una ciencia.»14

Y añadió a modo de acotación: «Si cualquier persona del resto de la comunidad científica se siente inclinada a burlarse de la situación en que esto pone a los paleoantropólogos, le recomiendo que se pare a meditar. Apostaría que las mismas observaciones básicas pueden aplicarse al origen de los mamíferos, o a la aparición de las plantas, o de la vida... o incluso al "gran estallido" y al cosmos.» A juzgar por la experiencia de Landau al presentar su tesis ante públicos científi-cos de diversa procedencia en muchos encuentros internacionales, Isaac tenía razón. «Después de mi exposición siempre se me acercan personas que me dicen: "Debería echar un vistazo a nuestra ciencia; estoy seguro de que allí también ocurre lo mismo." Y me lo dicen físi-cos, ecólogos, incluso bioquímicos, todo tipo de científicos.»15

Las reacciones entre los restantes paleoantropólogos han sido va-riadas. Uno de los primeros que leyó la disertación de Landau fuera de Yale fue Sherwood Washburn de Berkeley, una de las .primeras figuras de ese campo. Landau tuvo la audacia de entregarle su tesis en abril de 1981, durante la reunión anual de los antropólogos físicos celebrada en Detroit. A Washburn no le gustó demasiado verse obli-gado a cargar con el voluminoso documento, pero comenzó a leerlo en el vuelo de regreso a California. «No tardé en quedar fascinado —recuerda—. Es una idea muy útil que ayuda mucho a modificar los propios planteamientos. Una vez que uno cuenta, entre comillas, con una Teoría Científica en mayúsculas se crea una fuerte resistencia al cambio.»16 Nada más llegar a su casa, Washburn se apresuró a escribirle una nota a Landau en la que le decía que su tesis constituía «... un enfoque nuevo y sumamente útil de la evolución humana».17

Un mes más tarde, después de haber tenido ocasión de leer más am-pliamente la tesis, volvió a escribirle: «Ayer di una charla nocturna para nuestro club de estudiantes de antropología. Me han contado

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que la conferencia íue un éxito y que el debate posterior se prolongó durante hora y media. Me basé en sus ideas, reconociendo todo el mérito que le corresponde...»18

Pero incluso un entusiasta como Washburn mantiene algunas re-servas, sobre todo en cuanto a la validez de esas ideas para la ciencia moderna. «Cuanto más elaborada la ciencia, menos aplicable resulta la tesis»,19 señala. Landau se enfrentó directamente con este senti-miento, pero expresado en términos aún más contundentes, cuando dirigió un seminario en el departamento de antropología de Berke-ley. «Don Johanson afirmaba rotundamente que aunque se hubieran narrado historias en el pasado, sin duda ya no ocurría lo mismo. La ciencia ha alcanzado un grado tal de elaboración, de objetividad que él, al menos, está comprometido en la búsqueda imparcial de la ver-dad»,20 informa Landau. La opinión de Johanson no es rara entre los profesionales modernos y podría reflejar muy bien el punto de vista mayoritario. A lo cual Landau replica: «Los científicos en gene-ral suelen ser conscientes de la influencia de la teoría sobre la obser-vación. Sin embargo, raras veces reconocen que muchas teorías cien-tíficas son en esencia relatos.»21 Es cierto, reconoce, que ya no se cuentan historias grandiosas a la manera de Osborn, Elliot Smith y otros. «Esto se debe a su deseo de ser más científicos y a que actual-mente se dispone de fósiles que tienen un efecto moderador sobre las teorías. Pero los escritos actuales contienen elementos de lo que se daba en las décadas de los años veinte y treinta. »22 Narrar historias es lo que nos hace humanos, señala Landau.

Además del tono y la estructura narrativa inherentes a las des-cripciones de los orígenes humanos, otros supuestos básicos saltan a la vista a poco que se preste atención. Todos contribuyen a hacer mucho más atractivo el relato. Uno de ellos resulta del hecho de es-tar contando una historia cuyo final ya se conoce. Evidentemente, es imposible contar una historia sin saber cómo se desarrollará. Pero en las descripciones de los orígenes humanos ello tiene por efecto que los autores se sitúen ante cada nueva etapa de una cadena de su-cesos como si constituyese en cierto modo una preparación para la siguiente, con el Homo sapiens como necesario producto final. Un se-gundo elemento, hasta cierto punto relacionado con el anterior, es la idea de progreso, de que la evolución es un programa de constante perfeccionamiento, cuya gloriosa culminación somos nosotros. Y el tercero, también interrelacionado con los anteriores, es la convic-ción de que el hombre es el resultado inevitable de la evolución, que de hecho representamos su objetivo.

Aunque habitualmente no solemos considerarlo en estos térmi-nos, el mundo que nos rodea es sólo uno entre una infinidad de mun-dos posibles. Los millones de especies de plantas, animales e insectos que vemos a nuestro alrededor son la expresión de miríadas de pro-cesos interactivos, incluido el azar, tal vez incluido especialmente el azar. En cualquier momento de su prehistoria, una especie podría

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haber tomado perfectamente un derrotero distinto, dada una con-fluencia ligeramente distinta de acontecimientos, haciendo del mun-do actual un lugar levemente diferente. Y esto también se aplica a la línea evolutiva que conduce hasta nosotros. Por ejemplo, si la masiva colisión de asteroides que parece haber marcado el fin de los dino-saurios también hubiese eliminado por completo el incipiente linaje de primates que existía 65 millones de años atrás, no habría habido criaturas de la selva ni otros prosimios, ni simios, ni antropoides, ni habríamos existido nosotros. Y de no haberse producido los cambios climáticos que alteraron en tan gran medida el paisaje africano entre 5 y 10 millones de años atrás, los antropoides podrían haber seguido siendo el orden primate superior, como lo eran entonces. Nuestra his-toria está plagada de «síes» condicionales que podrían haber altera-do fácilmente el curso de los acontecimientos. Pese a nuestro intenso deseo de creer lo contrario, simplemente no es posible considerar al Homo sapiens como el producto inevitable de la vida sobre la Tierra.

Pero el hecho de que las descripciones de los orígenes humanos cuenten los inicios de la historia con un ojo puesto en el final crea, según Landau, «el mito del momento decisivo».23 Si, como parece ser desde la perspectiva ventajosa que ofrece una mirada retrospec-tiva, el origen de la humanidad está en el intercambio de una vida fa-vorable en los árboles por una vida favorable en el suelo —intercam bio que Gregory describe como «esa trascendental transforma-ción»—,24 nuestros antepasados debieron superar en efecto algún rito de transición. Se produjo una transición crucial, un momento realmente decisivo, en que se inició el paso de un estado (presente) a otro (futuro). Y cada etapa del camino es simplemente una parte de una progresión deliberada, que conduce inexorable a la siguiente. O tal es la seductora apariencia.

«Narrar una historia no es ir sumando simplemente un episodio a otro —dice Landau—. Consiste en crear relaciones entre los aconte-cimientos.25 Consideremos el momento en que nuestros antepasa-dos descendieron al suelo. «Los paleoantropólogos todavía no se han puesto de acuerdo sobre cómo, cuándo y por qué ocurrió. Pero sus palabras nos dicen que, comoquiera que ocurriese, el descenso al suelo fue un "punto de partida", un "paso decisivo" para la evolu-ción humana.» Resulta sencillo comprender que, con una generosa dosis de antropomorfismo, los autores describan el acontecimiento como una experiencia arriesgada: un simio indefenso se enfrenta con los peligros de los predadores de las llanuras. Este sentimiento do-minó el pensamiento paleoantropológico durante muchas décadas, empezando por Darwin, quien intentó equipar a nuestros ancestros con piedras afiladas y un ingenio aún más aguzado como defensa. Sin embargo, argumenta Landau, «en el descenso al suelo no hay nada que marque inherentemente una transición, por trascendente que fuese el momento... Sólo adquiere ese valor en el contexto de nuestra concepción sobre el curso de la evolución humana».

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lisia noción ck- un animal embarcado en un viaje con una meta claramente definida aparece con frecuencia de manera explícita en los primeros escritos, como hemos podido comprobar especialmente en las palabras de Elliot Smith. Pero también se encuentra en algu-nos autores modernos. Considérese, por ejemplo, una reciente inter-pretación de cómo debían moverse Lucy y sus compañeros —los Aus-tralopithecus afarensis— en sus desplazamientos. En el marco de uno de los debates más interesantes y animados de la moderna paleoan-tropología, Jack Stern y Randall Sussman, de la universidad del esta-do de Nueva York en Stony Brook, escribieron lo siguiente en el Ame-rican Journal of Physical Anthropology: «En nuestra opinión, A. afa-rensis está muy cerca de representar un "eslabón perdido". Posee una combinación de características totalmente apropiadas para un animal muy avanzado en la evolución hacia la postura bípeda total, pero que conservaba características estructurales que le permitían aprovechar de un modo eficiente los árboles para alimentarse, des-cansar, dormir o para huir.»26

«Las metáforas ejercen una poderosa influencia —comenta Landau—, no sólo en la vida corriente sino también en la ciencia... Cuando Stern y Sussman dicen que "A. afarensis (estaba) muy avan-zado en la evolución hacia la postura bípeda total", además de utili-zar una metáfora, están contando una historia.»27

La anatomía de Lucy, según Stern y Sussman, parecía estar adap-tada para trepar frecuentemente por los árboles además de permitir-le caminar sobre dos piernas cuando se encontraba en el suelo. Su manera de moverse por el mundo —completamente al margen de su diminuta capacidad cerebral— hacía de ella un animal indudable-mente distinto de los humanos modernos. Posteriormente, al pare-cer, sus descendientes evolutivos se convirtieron en bípedos comple-tos, como ustedes y como yo. Con esta idea presente, Stern y Suss-man caen en la trampa de describir las adaptaciones de Lucy como una transición, como un paso hacia la siguiente etapa del relato. Lo cierto es que el modo de locomoción de Lucy —una mezcla de arbo-rismo y terrestrialismo—era una adaptación perfectamente adecua-da que podría haberse mantenido durante varios millones de años más de lo que en apariencia se mantuvo. El caso es que simplemente no fue así; eso es todo. No había nada inevitable en la aparición de la postura bípeda total en la evolución de los primates de gran ta-maño.

Stern y Sussman no son, ni mucho menos, los únicos que han caí-do en la trampa teleológica, dicho sea de paso; se hallan en compañía de casi todos los paleoantropólogos que han cogido pluma y papel para hablar del tema de los orígenes humanos.

Nuestra natural y en general ilimitada vanidad nos lleva a inter-pretar la transformación del antepasado simio en Homo sapiens como el ejemplo más glorioso de lo que suele considerarse el epítome de la evolución: el progreso. Como una flecha lanzada a través del

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tiempo, la evolución se ha considerado como un proceso de constan-te perfeccionamiento de las formas y funciones, un constante refina-miento de acertadas adaptaciones para hacerlas aún más idóneas. Keith lo plantea en los términos más claros en el contexto paleoan-tropológico: «En todos esos viajes hacia los tiempos remotos y los ha-bitantes primitivos debemos tener siempre presente un adagio, un artículo de fe darwiniana. La naturaleza se muestra celosa del desa-rrollo de sus especies. El progreso —o lo que viene a ser lo mismo, la evolución— es su religión; la producción de nuevas especies es su culto. No escatima ardides en su juego con los seres vivos.»

El culto del progreso en el mundo es, de hecho, un rasgo específi-co de la civilización occidental, surgido inicialmente al calor de los enormes avances materiales alcanzados gracias a las máquinas de la revolución industrial. El cambio, el cambio y progreso constantes se convirtieron en el principio operativo. Y sin duda ésta fue una de las razones de la gran aceptación de la noción darwiniana de la evolu-ción en la Inglaterra victoriana: porque se ajustaba al mismo molde. «El mito del progreso»28 lo denominan dos científicos del Museo Norteamericano de Historia Natural. «El cambio es difícil y raro, no inevitable y continuo —escriben Niles Eldredge e Ian Tattersall—. Las especies, una vez completada su evolución, con sus particulares adaptaciones, conductas y sistemas genéticos —comentan—, son ex-traordinariamente conservadoras y a menudo permanecen inaltera-das durante varios millones de años. En vista de lo cual —afirman— es un error interpretar la evolución, o la historia humana dicho sea de paso, como una progresión constante, lenta o de otro tipo.»

Si la idea de la inevitabilidad del proceso de formación de la hu-manidad es un tema persistente en los escritos paleoantropológicos, también lo es la noción de que la creación del Homo sapiens es la ra-zón que informa todo el proceso evolutivo. Un punto de vista, a pesar de todo, mucho más presente en Osborn y sus contemporáneos que en los profesionales más recientes. Como de costumbre, podemos buscar en Elliot Smith la expresión más vivida de lo que también sentían intensamente los demás. «Los vastos continentes de Africa y Asia constituyeron... el dominio del hombre primitivo en los inicios de la historia de la familia humana y el laboratorio en que la natura-leza efectuó, durante un número incalculable de años, sus grandes experimentos hasta lograr transmutar la sustancia básica de un si-mio bruto en la divina forma del hombre.»29 Esta breve afirmación comprende la concepción de la posición reverencial del hombre en el mundo, la inferioridad del simio y el propósito de la naturaleza de transformar el segundo en el primero. Osborn coincide claramente con la valoración de la humanidad de Elliot Smith: «Siendo el hom-bre el rey coronado del resto del reino animal, su evolución es sin duda un tema del máximo interés.»30

Sin embargo, la naturaleza aparentemente no contaba con un pro-yecto bien definido para su objetivo último: el hombre. Según la ma-

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yol la ilc los autores, tuvo que aplicar repetidas veces el proceso ile prueba y error hasta que por fin emergió la forma divina prescrita. «Muchos tipos experimentales de la familia humana ocuparon el mundo durante miles de años antes de que surgiera el género Homo», señala Elliot Smith.31 «Si los depósitos fósiles... descubier-tos hasta la fecha tienen algún significado, indican que la naturaleza desarrolló muchos y variados experimentos con los primates supe-riores», escribe Earnest Hooton. Keith hace la siguiente observación al respecto: «Los seres humanos somos el sujeto de los experimentos [de la naturaleza], los peones de su gran juego.» Este y otros autores escribieron en una época en que la intervención del azar en la teoría darwiniana gozaba de baja estima, lo que explicaría en parte la idea de que la diversidad de tipos humanos fue producto de una experi-mentación activa más que el resultado de unos procesos regidos por el azar. Lo mismo habría podido aplicarse a cualquier organismo bajo consideración. Pero tratándose de los orígenes del Homo sa-piens muy pocos se sentían inclinados a aceptar la idea de que su existencia podría haber dependido de un azar fortuito.

Pero nadie articuló este sentimiento de manera más directa que Robert Broom, un escocés que colaboró en los descubrimientos pio-neros de fósiles humanos primitivos en Sudáfrica entre los años treinta y cincuenta. «Ciertamente no puede haber tema más intere-sante para el hombre que la explicación de su aparición sobre la Tie-rra»,32 escribió Broom en 1933. «Gran parte de la evolución parece haber estado pensada para culminar en el hombre, y en otros anima-les y plantas destinados a hacer del mundo un lugar adecuado para su existencia.»33 Una vez completada la misión de la naturaleza, dice Broom, el proceso se interrumpió. «El reloj evolutivo ha agota-do completamente su cuerda, hasta el punto de que es muy dudoso que en los dos últimos millones de años haya aparecido ni un solo nuevo género en la Tierra»,34 observó erróneamente Broom. Aun así, esto le llevó a la conclusión de que «tras la aparición del hombre no era necesario que prosiguiera la evolución». Su postura podría considerarse algo extrema, sobre todo si se considera que también deducía que «la evolución del hombre debió responder a un plan deli-berado de algún poder espiritual». Pero, de hecho, lo único inusitado en ella es la manera directa de expresarla. Osborn, Elliot, Smith y otros eran sin duda compañeros de viaje muy próximos a Broom en espíritu.

En su lectura de la literatura paleoantropológica, a Landau no sólo le llamaron la atención los grandiosos relatos y presupuestos fi-losóficos, sino también la manera en que se referían los profesiona-les a las pruebas materiales: los fósiles. Y en este respecto es posible concentrar más la atención en los textos actuales. Existe una fuerte tendencia, afirma Landau, a presentar los fósiles como si se tratase de textos inteligibles de lectura nada ambigua, en vez de fragmentos de morfologías desconocidas que es preciso interpretar. «Dejemos

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que hablen los fósiles» es una liase pronunciada o escrita con fre-cuencia. Más aún, incluso cuando se describen los fósiles en térmi-nos absolutamente técnicos, los autores a menudo engloban argu-mentos tácitos en sus palabras: los textos encierran otros textos, su-giere Landau. «El tema a plantearse, entonces, no es qué nos dicen los fósiles sobre la evolución humana sino qué se está diciendo sobre la evolución humana —y no sólo sobre ésta— a través de los fó-siles.»35

Cuando Osborn caracterizó los fósiles prehumanos como «esos preciosos documentos» estaba dando expresión a una actitud muy extendida en su tiempo y que continúa manifestándose a menudo en la actualidad. Los paleoantropólogos sólo tenían que leer correcta-mente los documentos. «Estos cuatro fósiles encierran tesoros de co-nocimiento y de información que podrían liberarse aplicándoles los métodos más modernos de análisis»,36 dijo Osborn en 1921, refirién-dose al material de Piltdown y otros. Como si los fósiles fuesen una suerte de mineral en bruto del que pudiera extraerse la verdad últi-ma en su forma pura mediante el proceso apropiado de refino.

La noción de que los fósiles literalmente hablan por sí mismos queda gráficamente ilustrada en la cubierta del bestseller de Ri-chard Leakey, Origins (Orígenes), publicado en 1977. Sobreimpresa sobre una amplia panorámica de la sabana del África oriental apare-ce la cara del cráneo 1470, cuyo descubrimiento en 1972 llevó a Lea-key a la fama. Debajo se leen las palabras: «Qué revelan los nuevos descubrimientos sobre la aparición de nuestra especie y su posible futuro.» Estremecedor. «Evidentemente, pocos antropólogos admiti-rían prestar seria atención a los titulares de prensa o cubiertas de los libros —dice Landau—,37 Aun así, seguiría argumentando que esa imagen constituye una representación razonable, aunque chillo-na, de lo que está implícito cuando no se manifiesta explícitamente en la mayor parte de los debates cientificotécnicos: que los fósiles dominan o, en sentido metafórico, "dictan" las teorías sobre la evolu-ción humana.»

De hecho, «prácticamente todas nuestras teorías sobre los oríge-nes humanos se han desarrollado relativamente al margen del regis-tro fósil», observa David Pilbeam.38 «Las teorías están... libres de fó-siles o en algunos casos incluso son a prueba de fósiles. »39 Esta cho-cante afirmación simplemente indica que se saca y siempre se ha sa-cado más material del curso y causa de la evolución humana de lo que justificaría el tenue esquema que aportan los fósiles. En conse-cuencia, sigue diciendo Pilbeam, «nuestras teorías a menudo han di-cho mucho más sobre los teóricos que sobre lo que de hecho ocu-rrió».40

Un buen ejemplo sería el marcado cambio en las posiciones teóri-cas entre las décadas de los cincuenta y los sesenta, cuando el fantas-ma del hombre cazador, del hombre-mono asesino dominaba la pa-leoantropología, y las décadas de los setenta y los ochenta, en que se

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insistió por el contrario en la cooperación, con la aparición del hom-bre animal social. Los nuevos fósiles descubiertos durante esta tran-sición no contribuyeron en absoluto a modificar la teoría dominante. Pero el clima social había dado un giro espectacular, con el paso de una época en que la guerra se consideraba un instrumento de políti-ca internacional aceptable a otra en que empezó a comprenderse que otra de esas excursiones a escala mundial podría aniquilar la vida so-bre el planeta. «Cuando se abandona con indignación un tipo de ex-plicación en favor de otro, suelen haber buenas razones no científi-cas detrás»,41 observa el antropólogo de la Duke University Matt Cartmill. Los paleoantropólogos buscaban en sus teorías una expli-cación del mundo tal como ellos lo veían y como esperaban que fue-se. Pilbeam encontró una cita que lo expresa muy bien:

No vemos las cosas como son; las vemos como somos nosotros.

Creyó que pertenecía al Talmud y sólo más tarde descubrió que estaba tomada de una galletita de la suerte china. Pero la fuente no la hace menos rotunda.

Sin embargo, en opinión de Pilbeam, se advierten síntomas de un cierto progreso en la paleoantropología: «Un cambio de gran impor-tancia es la creciente conciencia de que muchos esquemas evolutivos de hecho están dominados por presupuestos teóricos en gran parte ajenos a los datos obtenidos de los fósiles, y que muchos presupues-tos han quedado implícitos.»42

Aun así, en la bibliografía siguen existiendo argumentaciones presentadas —probablemente de manera inconsciente— como si se tratase de descripciones objetivas, dice Landau. Para empezar exa-minó algunos párrafos de escritos más antiguos, entre ellos la pre-sentación de Raymond Dart, en 1925, del primer fósil humano primi-tivo encontrado en África, el Australopitecus africanus, o niño de Taung, como a menudo se le denomina. La convención establece que cuando un científico comunica el descubrimiento de un nuevo fósil, su escrito incluya una «descripción» destinada a ofrecer una imagen detallada en palabras, una proyección objetiva de las características físicas del fósil. Cuando comunicó su descubrimiento del niño de Taung en la revista inglesa Nature, Dart escribió: «Las órbitas no aparecen separadas en ningún sentido de la frente, que se eleva de manera continuada desde sus márgenes de forma asombrosamente humana. La distancia interorbital es muy reducida (13 mm) y los et-moides no se proyectan lateralmente como en los antropoides africa-nos modernos... Los molares, arcos cigomáticos, maxilares y mandí-bula revelan todos un delicado carácter humanoide»43 (las cursivas son de Landau).

En este breve fragmento salta a la vista que Dart no se limitó a construir un diagrama técnico en palabras. Estaba argumentando

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que el niño de Taung era más humano que simio, pero lo hizo dentro del marco de una simple descripción. Cuando Dart comunicó su des-cubrimiento del Australopithecus, la comunidad paleoantropológica estaba comprometida con una particular concepción de los orígenes humanos en cuyo contexto no tenía cabida el niño de Taung: era sen-cillamente demasiado primitivo, demasiado próximo a un simio. Es posible que Dart fuese consciente de la fría acogida que tendría su postulado y por ello intentó remacharlo destacando los rasgos huma-nos de su fósil en realidad muy parecido a un simio. Comoquiera que fuere, Landau ve en este fragmento un buen ejemplo de un aspecto en general no mencionado de la descripción paleoantropológica: «a saber, que está cargada de interpretaciones relacionadas no con la apariencia de los fósiles sino con su significado».44

Cuando Don Johanson y su colega de Berkeley Tim White presen-taron en 1979 un importante trabajo en la revista norteamericana Science sobre las implicaciones de Lucy y otros fósiles de Etiopía, in-cluyeron una «descripción» de algunos de sus rasgos más destaca-dos. Landau subraya también en este caso algunos elementos: «Los molares inferiores, particularmente el primero y el segundo, tienden a presentar un perfil cuadrado. Las cúspides suelen estar distribui-das en simple forma de Y, en torno a amplias fóveas oclusales. Los terceros molares son generalmente de mayor tamaño y con los perfi-les distales redondeados»45 (las cursivas son de Landau). La impre-sión más inmediata es de que su enfoque es más científico que el de Dart y Johanson y White afirman explícitamente haber separado la descripción de la teoría. «Como dejan bien claro... a través de las construcciones pasivas y tono en sordina que impregnan su artículo, a Johanson y White les preocupa tanto ser objetivos como bautizar fósiles»,46 observa Landau.

No obstante, sigue alegando, con la publicación de su artículo, Jo-hanson y White fueron más allá de una descripción de sus fósiles y la propuesta de un nuevo árbol genealógico. Estaban interviniendo en un tumultuoso debate sobre a qué corresponden en realidad los fósiles de fetiopía. Un aspecto del debate se centraba en la alegación de algunas autoridades, frente a la sugerencia de Johanson y White de que todos los fósiles del depósito de Hadar en Etiopía pertenecían a una sola especie homínida, la Australopithecus afarensis, de que de hecho en esa larga y amplia colección de fósiles se hallaban represen-tadas dos especies y Johanson y White se habían equivocado. De modo que, bajo la descripción aparentemente objetiva de la dentadu-ra de Lucy en Science, subyace según Landau la argumentación de que «los molares pertenecen a una sola especie, A. afarensis, y no a dos, Australopithecus y Homo, como opinan otros paleoantropólo-gos». El debate va más allá del número de especies, pues afecta a la forma del árbol genealógico que puede establecerse a partir de sus conclusiones. En otras palabras, Johanson y White presentan su des-cripción objetiva en unos términos que realzan sus conclusiones: a

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saber, la unidad de los fósiles como pertenecientes a una sola espe-cie. De ahí las generalizaciones señaladas en su descripción de la dentadura fósil. Se trata de un proceso en gran parte inconsciente, dice Landau, y todo el mundo lo practica.

El novedoso análisis de Landau sobre el uso del lenguaje en pa-leoantropología —tanto a gran escala en la forma narrativa como en los matices de la descripción de los fósiles— ha suscitado sin duda una actitud defensiva en muchos investigadores. Se interpreta como un ataque contra la legitimidad de la ciencia. Pero, una vez más, esta reacción se debe en parte a la visión idealizada que presentan los científicos de su labor: esa escurridiza «búsqueda objetiva de la ver-dad». Narrar historias parece algo completamente al margen de tan reverenciada actividad. Pero, como insisten Eldredge y Tattersall, «la ciencia narra historias, aunque ciertamente de un tipo muy parti-cular». Y la paleoantropología también es una ciencia muy particu-lar. Esto se debe en parte a que es histórica y, por tanto, particular-mente susceptible de narración, pero sobre todo a que debe explicar, en este mundo materialista, cómo es que existimos.

John Durant, un investigador de la universidad inglesa de Oxford, lo expresó así: «Como los mitos judeocristianos cuyo lugar han ocu-pado en gran parte, las teorías sobre la evolución humana son ante y sobre todo relatos sobre la aparición del hombre sobre la tierra y el establecimiento de la sociedad.»47

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CAPITULO 3

Rechazo del niño de Taung

El profesor Raymond A. Dart celebró conjuntamente en febrero de 1985 sus 92 años de edad y el aniversario de diamante de la presenta-ción ante el mundo del niño de Taung, un diminuto cráneo fosilizado cuyo descubrimiento revolucionó la búsqueda humana de los pro-pios orígenes. Doscientos de los más destacados antropólogos del mundo se reunieron con Dart en su ciudad natal de Johannesburgo, en Sudáfrica, para conmemorar el acontecimiento y rendir homenaje al hombre gracias a cuya clarividencia se había inaugurado sesenta años antes una nueva era para la paleoantropología. Una era en que los antropólogos acabaron aceptando que África fue la cuna de la hu-manidad, tal como había vaticinado Charles Darwin hace más de un siglo.

Diez días de simposios científicos conmemoraron el aniversario de diamante del niño de Taung con una exhibición de los grandes avances logrados en los últimos sesenta años. Entre otras cosas se hizo público que el niño de Taung había muerto de hecho a los tres años y no a los seis como antes se creía.

—Es una magnífica ocasión, ¿verdad? —dijo Dart. Luego, des-pués de quedarse pensativo un instante, prosiguió—: Nunca me sentí amargado por la forma en que me trataron entonces, en 1925. Sabía que no me creerían. Y no tenía prisa.1

Su risa dejó claro que un hombre con menos recursos, menos in-dependiente habría quedado anímicamente destrozado por lo que tuvo que soportar Dart. Recuperando la seriedad, añadió:

—Sólo desearía que ese Zuckerman pudiera estar aquí para ver todo esto.

Y dando media vuelta se alejó lentamente, apoyado en el brazo de su esposa. Y de pronto comprendimos cuán duro fue realmente todo sesenta años atrás.

Sherwood Washburn, que se jubiló hace poco de su puesto de pro-fesor de antropología de la Universidad de California en Berkeley, se-ñala: « En los años veinte había muy pocos fósiles humanos. Los cien-tíficos deseaban ansiosamente descubrir más, de modo sido de esperar que el descubrimiento de un nuevo tipo de spfmuma-no fuese acogido con alegría e interés. Pero, de hecho, suc^ióJjliMp lo contrario. La mayoría de los científicos más destacado^e l a ^ p ^

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ca criticaron a Dart, tanto por su descripción del fósil como por sus conclusiones evolutivas.»2

El niño de Taung es una joya como fósil. Su cara se conserva in-tacta y se prolonga en la curva superior de la bóveda craneana. Una mandíbula inferior completa exhibe su joven dentadura ya bien desa-rrollada. Y tal vez lo más sorprendente de todo, el fósil incluía un moldeado interno natural, una réplica petrificada de la morfología del cerebro del niño impresionada sobre la superficie interna del crá-neo, con sus circunvoluciones y contornos claramente dibujados visi-bles hasta para una persona sin una preparación especial. Es un raro documento entre los habitualmente impenetrables fósiles. Sostener el pequeño fósil en la palma de la mano y contemplar sus órbitas aho-ra vacías produce la impresión de estar contemplando nuestro pro-pio pasado, sensación que sólo en contadas ocasiones se da con otros fósiles prehumanos. El niño de Taung tiene algo especial y el joven Raymond Dart, que contaba treinta y dos años en el momento del descubrimiento, en seguida lo reconoció, tanto en el ámbito estricto de la ciencia como en la dimensión emocional.

Dart advirtió que, aunque el fósil tenía cara de simio, su cerebro era el de un humano, no por su tamaño, sino por algunos elementos clave de su morfología. De haber alcanzado la edad adulta, el cerebro del niño de Taung se habría desarrollado hasta alcanzar una cápaci-dad de 450 centímetros cúbicos, equivalente al tamaño del cerebro de un gorila y no más de un tercio del de un humano moderno. Pero Dart era un experto en neurología y se creía capaz de reconocer un cerebro humano, incluso uno incipiente. «Eso fue lo que me indujo a pensar que el fósil no pertenecía simplemente a un simio —dice ahora—. Sin ese molde interior y sin mi experiencia neurològica, dudo que se me hubiese ocurrido pensar que se trataba de un homí-nido. »3 Pero alertado por los rastros de lo que interpretó como con-tornos humanos en el molde interior, Dart observó a continuación que la cabeza se mantenía en equilibrio sobre la columna vertebral, como en los humanos, y no colgaba hacia adelante, como en los an-tropoides; la clave en este caso es la posición del foramen magnum, la apertura por la cual sale del cráneo la médula espinal para pene-trar en la columna vertebral. En otras palabras, el niño de Taung era bípedo: caminaba sobre dos extremidades, no sobre cuatro. Se trata-ba, por tanto, de una criatura con un cerebro del tamaño del de un antropoide, pero con trazos de una emergente humanidad en su mor-fología; tenía cara de simio y sin embargo caminaba sobre dos pier-nas, como un hombre.

Una vez identificada la singularidad antropológica del niño de Taung, Dart trabajó intensamente en la limpieza y preparación del fósil para la descripción científica y publicación del hallazgo. En su artículo ya clásico de 1925 decía que el niño de Taung pertenecía a «una raza extinta de simios intermedia entre los antropoides vivos y el hombre» y proponía una nueva familia -Homo-simiadae— para

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clasificarlo. Esta nueva familia, que nunca llegó a arraigar en los círculos científicos, debía ocupar el espacio hasta entonces vacío en-tre los humanos y los antropoides. Nadie había propuesto nunca has-ta entonces que un ser tan primitivo pudiera pertenecer a la familia humana. La designación formal de género y especie escogida por Dart para el fósil fue Australopithecus africanus, o simio del sur de África.

Dart vio por primera vez el fósil el viernes 28 de noviembre de 1924, cuando se lo llevaron hasta su casa de Johannesburgo desde la mina de cal de Taung en el extremo suroccidental del Transvaal, en las proximidades de la ciudad diamantífera de Kimberley. Sólo cua-renta días después, el 6 de enero de 1925, echaba al correo su manuscrito-bomba para la revista británica Nature; un plazo muy breve en cualquier circunstancia. Demasiado breve según se demos-traría: se había adelantado unos veintidós años.

Dart no había viajado a Sudáfrica con el propósito de encontrar el «eslabón perdido». No le impulsaba ningún deseo de encontrar a sus antepasados ni una convicción sobre dónde podrían encontrarse —a diferencia del holandés Eugéne Dubois, que había viajado a Java treinta años antes precisamente con intención de llevar a cabo una misión de ese tipo—. De hecho, Dart se había trasladado a trabajar a África con grandes reticencias.

Australiano de nacimiento, había pasado dos estimulantes años en Londres trabajando bajo la dirección del eminente neuroanato-mista británico sir Grafton Elliot Smith. Dart, que mantenía una es-trecha relación social y profesional con sir Arthur Keith, otra figura notable de la anatomía británica de principios de siglo, estaba entu-siasmado con la rara compañía intelectual a la que se encontró tan íntimamente vinculado. Aunque poco ortodoxo y rebelde por natura-leza, sus deseos se veían colmados con la posibilidad de hacer ciencia en Londres en colaboración con tan grandes hombres. Su primer amor era la neuroanatomía pero, al igual que Darwin, era un hombre dotado de una gran curiosidad y consumía ávidamente la amplia oferta intelectual de ese grupo de estudiosos. Además de su categoría como anatomistas, Elliot Smith y Keith eran, obviamente, figuras clave del establishment antropológico.

Con todos estos datos, no resulta difícil imaginar la reacción de Dart cuando Elliot Smith le alentó, a mediados de 1922, a solicitar la recién creada cátedra de anatomía de la universidad de la escuela de medicina de Witwatersrand en Johannesburgo. «La idea me dejó consternado —recuerda Dart—. Sudáfrica me parecía un lugar ho-rrible y me encontraría muy aislado y alejado de la vida intelectual de Londres.»4 Pero Elliot Smith y Keith se mostraron muy persuasi-vos, argumentando que sería un paso favorable para su carrera. De modo que, justo antes de la Navidad de 1922, Dart zarpó rumbo a África, con poco entusiasmo y la intimidante perspectiva de tener que crear prácticamente solo y con unos recursos escasos el departa-

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mentó de anatomía de la universidad de la Escuela de Medicina de Witwatersrand en Johannesburgo. Keith describiría más tarde el traslado de Dart en estos términos: «Yo le recomendé para el puesto, pero lo hice, ahora puedo confesarlo, con un cierto grado de inquie-tud. Nadie podía poner en duda sus conocimientos, su capacidad in-telectual y su inventiva; lo que me preocupaba era más bien su velei-dad, su desdeñoso rechazo de las opiniones aceptadas, su perspecti-va poco ortodoxa.5

Tal como se desarrollaron los hechos, dos años después de su lle-gada a Sudáfrica para iniciar lo que de inmediato resultó ser una ac-tiva y sumamente productiva carrera como neuroanatomista, Dart se encontró remitiendo un manuscrito de tema antropológico a su amada Londres e, indirectamente, a sus antiguos mentores Elliot Smith y Keith. Cuando el director de Nature recibió el manuscrito so-bre el hallazgo de Taung, el 30 de enero de 1925, en seguida compren-dió que suscitaría un amplio debate y a los cuatro días ya había remi-tido las pruebas de imprenta a Elliot Smith, Keith y otros dos desta-cados antropólogos británicos, cuyos comentarios quería publicar. El artículo de Dart, acompañado de una fotografía absurdamente re-ducida del cráneo, apareció en el número del 7 de febrero y la prensa popular de inmediato aclamó al niño de Taung como un «eslabón perdido», denominación que según parece siempre ha gustado a los periodistas. Pero al poco tiempo el cráneo de Taung se había conver-tido en blanco de las burlas de los humoristas gráficos y de music-hall.

Los comentarios serios sobre el tema se iniciaron en el siguiente número de Nature, del 14 de febrero, con las opiniones de Elliot Smith, Keith, sir Arthur Smith Woodward y el doctor W. L. H. Duck-worth. Aunque Dart no esperaba que su interpretación del fósil de Taung recibiese inmediata aceptación, quedó bastante decepcionado al comprobar que la reacción era tan negativa. «Cabe la posibilidad de que un día se demuestre que el Australopitecus ocupa un lugar "intermedio entre los antropoides vivos y el hombre" —opinaba Keith—, pero las pruebas presentadas hasta la fecha nos inclinan a situarlo en el mismo grupo o subfamilia que el chimpancé y el gori-la.» El comentario de Elliot Smith era ambiguo: «Hasta que el profe-sor Dart no nos proporcione datos más completos y fotografías de ta-maño natural que revelen los detalles del objeto, no existe fundamen-to para sacar una conclusión definitiva sobre el significado del ha-llazgo.» El más crítico fue Smith Woodward: «Es prematuro expresar cualquier opinión respecto a si deben buscarse los antepa-sados directos del hombre en Asia o en África. El nuevo fósil encon-trado en África desde luego contribuye muy poco a dilucidar esta cuestión.» Duckworth, sin manifestarse rotundamente en favor de Dart, ofreció el comentario más positivo de los cuatro. También, de-talle digno de mención, fue el único que no recibiría el título de sir.

El paso del tiempo no suavizó los comentarios de estos caballe-

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ros, que por el contrario fueron haciéndose cada vez más hostiles contra Dart y su fósil. Por ejemplo, cuatro meses después, en una conferencia en el University College de Londres, Elliot Smith se ex-presaba en estos términos: «Es de lamentar que Dart no tuviese oca-sión de observar cráneos de crías de chimpancé, gorila u orangután de una edad equivalente a la del cráneo de Taung, pues de haber teni-do acceso a ese material habría comprendido que la postura y posi-ción de la cabeza, la forma de las mandíbulas y muchos detalles de la nariz, cara y cráneo en los que basó su alegación de que el Austra-lopithecus era un pariente próximo del hombre, coinciden básica-mente con las características de las crías de gorila y chimpancé.» En otras palabras, para Elliot Smith el cráneo de Taung pertenecía sim-plemente a un antropoide joven.

Cuando Arthur Keith vio por vez primera un molde de yeso del cráneo, declaró ante la prensa: «El famoso cráneo de Taung no perte-nece al eslabón perdido entre el simio y el hombre.» En una carta a la revista Nature escrita el 22 de junio, se manifestaba así sobre la sugerencia de Dart de que el niño de Taung se hallaba a mitad de ca-mino entre el simio y el hombre: «un examen de los modelos... corro-bora a los zoólogos que esta pretensión es absurda. El cráneo perte-nece a un joven antropoide —un ejemplar en su cuarto año de desa-rrollo, un niño— y presenta tantos puntos de afinidad con los dos an-tropoides africanos vivos, el gorila y el chimpancé, que no cabe dudar ni un momento en situar la forma fósil dentro de este grupo viviente». Keith también tachaba de «especulación al azar» la inter-pretación que hacía Dart de las características humanas del moldea-do interno. Como puede verse, Elliot Smith y Keith coincidían plena-mente en la opinión de que su ex alumno había cometido un lamenta-ble error. Parecía demostrado que las reticencias de Keith al reco-mendarle para la cátedra de Johannesburgo estaban justificadas.

La interpretación negativa de Keith sin duda era la consecuencia lógica de sus anteriores observaciones, pero en su acritud probable-mente influyó bastante el hecho de que se viera obligado a observar el modelo en una urna de cristal mezclado con el público general con motivo de su presentación en la Exposición del Imperio Británico ce-lebrada en Wembley, en las afueras de Londres. «Por algún motivo no explicado, los estudiosos de los hombres fósiles no hemos tenido oportunidad de adquirir estos modelos; quien desee estudiarlos se ve obligado a acudir a Wembley para contemplarlos en una urna de cristal», se quejó malhumorado. «Sí, sé que eso molestó mucho a Keith», recuerda ahora Dart.6

En resumen, el establishment británico se opuso firmemente a la interpretación que hacía Dart del niño de Taung, un fósil que la ma-yoría de los grandes antropólogos reconoce como una importante aportación para la prehistoria humana. Y el mismo ambiente se res-piraba en los Estados Unidos. «El libro más leído en aquella época era posiblemente A partir del simio (Up from the Ape) (1933) de Hoo-

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ton —señala Sherwood Washburn—. Pero en él no se decía nada del Australopitecus, Taung o Dart.»7 William Howells, recientemente jubilado de su cátedra de antropología de la Universidad de Harvard, recuerda: «Los estudiantes de aquel tiempo no oímos hablar nunca del Australopitecus en nuestras clases. Ni siquiera algún rumor en-tre los posgraduados emprendedores o curiosos. Nada.»8 ¿Por qué? ¿Por qué al examinar la anatomía del niño de Taung, Elliot Smith y sus contemporáneos vieron un «mono», sin detectar el menor rastro de humanidad?

Un problema que parece haber dificultado la aceptación del niño de Taung como un elemento relevante para la genealogía humana fue sencillamente que no se encontraba en el lugar adecuado del mundo. Aunque Charles Darwin afirmó en su Genealogía del hombre (Des-cent of Man), publicada en 1871, que África era el continente en el que podrían encontrarse con mayor probabilidad los primeros ante-pasados del hombre, la idea había quedado visiblemente relegada al olvido en 1925 y la mayoría consideraban que todo había sucedido en Asia. Así lo manifestó claramente Richard Swann Lull, profesor de antropología en la Universidad de Yale, en 1921.

«Parece probado que Asia fue la cuna de la humanidad —escribió Lull—. Asia tiene una gran extensión y, en consecuencia, una diversi-dad de condiciones de vida, además de ocupar una posición central, contigua a todas las restantes masas terrestres, incluida, como de-muestra la proyección polar septentrional, a América del Norte... Asia alberga las formas superiores y más perfectas de vida orgánica y de allí proceden, con escasas excepciones, las formas dependientes y aliadas del hombre, las plantas y animales domésticos. Asia es la cuna de las civilizaciones más antiguas, muchos vestigios de las cua-les, aún visibles en forma de ruinas sepultadas por la arena, han so-brevivido a las más difusas tradiciones sobre sus orígenes. Final-mente, las condiciones físicas y climáticas de Asia durante la era ter-ciaria se corresponden con las que debe postular el científico en sus conjeturas sobre el modus operandi eje los orígenes de la humanidad a partir de sus antepasados prehumanos, esto es, unas condiciones capaces de exigir el abandono de los árboles y la adaptación te-rrestre.»9

Esta fijación con el continente asiático indujo a Henry Fairfield Osborn, el aristocrático director del Museo Norteamericano de His-toria Natural de Nueva York, a organizar varias espectaculares y ambiciosas expediciones al desierto de Gobi en busca de los prime-ros hombres; sus intrépidos exploradores volvieron con huevos de dinosaurio, pero sin haber hallado ningún hombre primitivo. Y tam-bién favoreció la rapidísima aceptación en el seno de la familia hu-mana del primer sucinto resto fósil —un solo diente— descubierto en 1926 en Chou Kou Tien, el famoso yacimiento del hombre de Pe-quín. «La reacción inmediata ante los hallazgos de China fue de enco-mio y estímulo, acompañados de generoso apoyo económico — co

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menta Washburn—. Lejos de considerar los huesos como datos obje-tivos cuyo valor probatorio se debía juzgar, ya existía una pauta esta-blecida de convicciones previas. El clima de opinión era favorable a los descubrimientos realizados en Asia, pero no estaba abierto a la "absurda idea" de unos bípedos de cerebro reducido procedentes de África.»10

La geografía supuso, por tanto, un problema para Dart; pero no fue el único. Por ejemplo, Darwin había basado sus predicciones afri-canas en la para él estrecha relación evolutiva entre los humanos y los simios africanos. «Los mamíferos vivos de cada gran región del mundo están estrechamente emparentados con las especies evoluti-vas de esa misma región —escribió Darwin en 1871—. Por consi-guiente, es probable que África estuviese habitada en otro tiempo por simios extinguidos estrechamente emparentados con el gorila y el chimpacé; y al tratarse de las dos especies actualmente más próxi-mas al hombre, es ligeramente más probable que nuestros antiguos progenitores viviesen en el continente africano que en cualquier otro lugar.» Encontrar un antepasado humano de apariencia claramente simiesca, como el que afirmaba haber descubierto Dart, era exacta-mente lo que habría esperado Darwin.

La argumentación geográfica y genealógica de Darwin es sencilla, lógica y convincente, pero para algunos puede resultar ofensiva. Y en los años veinte suscitaba exactamente esta reacción entre muchos antropólogos profesionales y más aún entre el público menos cientí-fico. En 1925, el año del descubrimiento de Taung, como recordarán, también tuvo lugar el juicio contra Scopes en Dayton, Tennessee. La evolución no gozaba de buena prensa en los Estados Unidos y menos aún la admisión de un estrecho parentesco con un chimpancé. Y mu-chos veían demasiadas semejanzas con un chimpancé en el niño de Taung de Dart para aceptarlo en la genealogía humana. La mejor ma-nera de evitar considerar ni siquiera la posibilidad de que una criatu-ra simiesca pudiera formar parte de la familia humana sin duda era verla como un simple simio, sin ningún rasgo humanoide. Un juicio inconsciente, evidentemente, pero al estar firmemente arraigado en un terreno emocional fértil, se manifestó con vigor.

La idea de que un mono pudiera figurar en nuestro árbol genealó-gico fue objeto de un debate particularmente estridente en los Esta-dos Unidos, donde Henry Fairfield Osborn y William King Gregory, su colega del Museo Norteamericano de Historia Natural, mantuvie-ron un desacuerdo público sobre la materia durante años.

Por su cargo de director del museo, Osborn se convirtió en el por-tavoz natural de las ideas evolucionistas frente a personas como Wil-liam Jennings Bryan, que encabezó la acusación en el juicio contra Scopes. Osborn era un hombre muy activo que supo aprovechar, con la influencia de su fuerte personalidad, todos los medios de comuni-cación a su alcance. Escribió artículos para el New York Times y ha-bló con frecuencia por la radio, denostando los ataques de los funda-

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mentalistas contra la teoría evolucionista. Y se mostró encantado de poder presentar pruebas de la existencia de antiguos antepasados humanos en los Estados Unidos, concretamente un diente descu-bierto a principios de 1922 por el paleontólogo Harold Cook precisa-mente en el estado natal de Bryan, Nebraska. Osborn, que poseía considerables dotes de orador, aunque careciera de la sutileza de Bryan, supo sacar buen partido de esa coincidencia. Parafraseando el versículo del Libro de Job (12:8) «Interroga a la tierra y ella te ense-ñará», Osborn escribió en 1925: «La tierra ha hablado a Bryan y lo ha hecho desde su estado natal de Nebraska.»

El diente, bautizado por Osborn como Hesperopithecus harold-cookii y conocido más popularmente como el hombre de Nebraska, se consideró parte de un antropoide muy antiguo que habría vivido en los brumosos albores de la humanidad. Osborn, hombre devoto, interpretó el descubrimiento como una respuesta a sus oraciones en favor de la causa de la evolución. Sin embargo, finalmente se demos-tró que el diente pertenecía a un pécari (un animal de la familia del cerdo) y no a un antropoide, revelación que resultó bastante embara-zosa para el director del museo.

«Resulta difícil comprender —comenta William Howells— que en esas circunstancias, en que Osborn era capaz de esgrimir un simple diente desgastado para atormentar a los antievolucionistas con la improbable presencia de un hombre-mono en América en el plioceno, no echara ávidamente mano del explícito, detallado y muy sugerente trabajo de Dart como un arma mucho más eficaz contra los ignoran-tes. Pero no lo hicieron.»11

Aunque Osborn era el máximo defensor público de la evolución en los Estados Unidos, lo que defendía no era la evolución darwinia-na, sino una concepción muy aristocrática del mundo y de los huma-nos en particular. El motor de todo el sistema, decía, era el esfuerzo, con la recompensa del progreso y, como colofón final, la clara supe-rioridad de una minoría. Un inmenso abismo separaba, consiguiente-mente, a la humanidad del resto del mundo animal y tampoco era pe-queña la brecha que dividía a las razas «superiores» de las razas «in-feriores »de la humanidad. Naturalmente, estaba bien claro en qué escalón se situaba el propio Osborn. El racismo, bajo una forma par-ticularmente pura, intelectual, era un tema tenazmente arraigado en la antropología norteamericana y británica de la época y no es sor-prendente que Osborn fuese una destacada figura del movimiento eugenésico. De ahí que Osborn, y en menor grado también Keith, mantuviesen una concepción muy arrogante del mundo, que conce-bía la evolución del hombre como una noble empresa, en la que cier-tamente no tenía cabida un estrecho parentesco con un simio arborí-cola. Keith modificaría luego sus puntos de vista, pero Osborn los mantuvo hasta el final.

La concepción darwiniana de los orígenes humanos, apoyada por Thomas Henry Huxley en su propio país y por Ernst Haeckel en Ale-

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inania, continuó (orinando parte de la teoría evolucionista global hasta finales del siglo xix, pero comenzó a quedar relegada con el temporal abandono del darwinismo mismo, en su forma pura, entre el establishment científico durante los primeros cuatro decenios de nuestro siglo. El desplazamiento del centro de interés de África a Asia como localización de los orígenes humanos formaba parte de esta tendencia intelectual. Y la combinación de Asia con la necesaria nobleza de los orígenes humanos resultó un cóctel embriagador para Osborn.

En octubre de 1923 Osborn se unió a una de las expediciones a Mongolia del Museo Norteamericano de Historia Natural, en el cur-so de la cual tuvo una revelación que por su grandiosidad y jactancia retrata a su autor mejor que cualquier descripción: «De pronto em-pecé a concebir una idea completamente nueva de los orígenes huma-nos, concretamente que el verdadero e ideal medio de los antepasa-dos no eran las llanuras cálidas ^boscosas... sino las mesetas relati-vamente elevadas y tonificantes de un territorio como Asia en el mio-ceno y el oligoceno, un territorio absolutamente inadecuado para cualquier forma de antropoide, un territorio de ondulantes ríos y poco poblados bosques, salpicado de llanuras y praderas. Sólo allí han evolucionado tipos cuadrúpedos y bípedos de movimientos rápi-dos; sólo allí se premia la observación rápida, la vigilancia y la des-treza para evitar a los enemigos; sólo allí podían encontrar materia-les los antepasados del hombre para la pronta adquisición del arte de tallar las lascas y otros útiles.»12

A su regreso a Pequín, Osborn, desbordante de entusiasmo, pre-sentó ante la asociación Wen Yu Hui (Amigos de la Literatura) una extemporánea conferencia titulada «Por qué pudo ser Mongolia la cuna del hombre primitivo». «Observamos que el hombre primitivo no era un animal de la selva —proclamó—, porque en las tierras bos-cosas la evolución del hombre es sumamente lenta, de hecho se pro-duce una regresión,,de la cual encontramos abundantes pruebas en las razas que actualmente habitan en la selva. El desarrollo de los in-dios de América del Sur que viven en la selva muestra un retraso con respecto a los que habitan en los espacios abiertos. Y de estos últi-mos, los de las tierras altas son más avanzados que los que viven en las llanuras de los ríos.»13 Todo un camafeo del mundo de Osborn, cómodamente concordante con su concepción imperialista sobre al-gunas de sus razas «inferiores».

Osborn expuso todas estas ideas en su libro Man Rises to Parnas-sus (El hombre sube al Parnaso), título que revela una vez más la con-cepción de los orígenes humanos del autor. La obra, concluida en fe-brero de 1927, exactamente dos años después de la publicación del hallazgo del cráneo de Taung en Nature, no contiene ni una sola men-ción de Dart, Taung o el Australopithecus africanus. No porque Os-born rechazara la idea de que los antropoides pudiesen tener algún papel en la historia de la humanidad, sino más bien porque simple-

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mente se negaba a aceptar que la genealogía humana pudiese haber pasado por una fase equiparable en cualquier sentido a los chimpan-cés y gorilas modernos, como había dicho Darwin y como parecía afirmar implícitamente su amigo y colega Gregory. Osborn se daba por satisfecho con poder mantener alejado en nuestro pasado —cuanto más remoto mejor— al antropoide. En julio de 1927 le es-cribió, de hecho, a Arthur Keith: «Tengo la absoluta confianza-de que cuando se descubra nuestro antepasado del oligoceno, lejos de ser un simio, éste resultará sorprendentemente protohumano.» Aunque la datación de los períodos geológicos era todavía un poco imprecisa en tiempos de Osborn y Keith, el oligoceno era prácticamente el período más remoto (unos 30 millones de años atrás en términos actuales) en el que cabía confiar encontrar algún auténtico antepasado humano.

La conclusión que sacó Osborn de todo ello fue que «estamos obli-gados a reconsiderar la concepción de Darwin del hombre-mono pri-mitivo como un habitante de un "lugar cálido y boscoso"»14, según declaró en un encuentro de la Asociación Norteamericana para el Progreso de la Ciencia en diciembre de 1929. Para explicar las razo-nes que le inducían a pensar que los orígenes del hombre auténtico debían encontrarse en un período geológico muy lejano, manifestó: «En mi opinión, el cerebro humano es el objeto más maravilloso y misterioso de todo el universo y ningún período geológico me parece lo suficientemente largo para acomodar su evolución natural.»15

Por cierto que sir Arthur Keith también expresó en una ocasión un sentimiento análogo. Como alternativa al hombre-mono de Darwin, Osborn propuso el que denominó «primer hombre», una criatura que, aun siendo inferior al hombre moderno, no le iba demasiado a la zaga. Uno de los aspectos enigmáticos de la idea que se hacía Os-born de su antepasado es que aunque nos remontemos eones en el tiempo, la morfología de su «primer hombre» sigue siendo sorpren-dentemente moderna. Nunca deja demasiado claro qué otras formas más primitivas le precedieron. Parece como si Osborn fuese incapaz de aceptar a una forma primitiva, simiesca, como antepasado inme-diato del auténtico hombre primitivo.

Las conclusiones que aparentemente se derivaban de su teoría del «primer hombre» fueron sin duda un gran consuelo para Osborn y suponía que también lo serían para otros. «Ya hace demasiado tiem-po que vivimos bajo el peso de la hipótesis del simio y el antropoide y acogemos con satisfacción esta nueva concepción de una aristocra-cia del hombre que se remonta a un período anterior incluso a los ini-cios de la Edad de Piedra», declaró en un popular programa de radio en febrero de 1930. En otra ocasión proclamó: «El regalo más precia-do que puede hacer la antropología a la humanidad es deshancar el mito y la mentira de la descendencia del hombre-mono y poner en su lugar una larga genealogía de antepasados propios a partir del punto de bifurcación que separa el linaje terrestre del linaje arbóreo de los primates.»16

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No es de extrañar que estas afirmaciones de Osborn contasen con un público amplio y entusiasta, y sus archivos de correspondencia están llenos de cartas que alaban su perspicacia. «Le felicito por ha-ber sido el primer científico de renombre que ha tenido valor y capa-cidad cerebral para desafiar las teorías de Darwin-Spencer, Huxley», le escribió un caballero desde California en diciembre de 1929. Otro corresponsal, esta vez de Pennsylvania, declaraba que la nueva teo-ría de Osborn «... excluye definitivamente la posibilidad de asocia-ción del hombre como parte de un proceso de evolución que partiría de los animales inferiores que habitaban en las selvas y vivían en los árboles». A Osborn le dolió ser «mal interpretado», pero no parece haber comprendido cuán ilógica era su posición.

La situación resultaría aún más frustrante para William King Gregory, colaborador próximo de Osborn en el museo y principal de-fensor en aquel momento de la cada vez más impopular teoría del hombre-mono. Su posición intelectual queda bien clara en una pos-data a una carta que le escribió a Osborn el 30 de noviembre de 1920: «Temo haber llegado a la conclusión contraria... "Volvamos a Huxley y Darwin es el tema central de mis conclusiones."» Pero a pesar de sus profundas diferencias de opinión, ambos hombres consiguieron mantener una estrecha colaboración en su trabajo museístico y durante muchos años desarrollaron un debate muy público pero muy cortés. Por ejemplo, al término de un debate público celebrado en el museo en marzo de 1927, Gregory manifestó: «El profesor Os-born desde el primer momento ha sido muy generoso con el doctor Hellman y conmigo en medio de nuestras discrepancias.»17

Ambos escribieron multitud de artículos, de divulgación y técni-cos, sobre el tema del hombre-mono versus el «primer hombre». Ofrecieron entrevistas conjuntas en revistas y en la radio y cautiva-ron en muchas ocasiones al público asistente a sus conferencias con sus diferentes e igualmente firmes convicciones. Como explicó Gre-gory en una de esas ocasiones: «La gran diferencia crítica entre el punto de vista del profesor Osborn y el mío está en el tipo de relacio-nes que en realidad creemos que existen entre el hombre y los simios y en la valoración de si el hombre pasó o no por una fase arbórea, braquial, protoantropoide.»18 Gregory, experto anatomista y buen conocedor de los detalles del esqueleto de los primates, afirmaba que veía muchas semejanzas entre la anatomía humana y la de los gran-des simios africanos que, en su opinión, hablaban en favor de una es-trecha relación evolutiva, de una ascendencia común reciente. Os-born, experto en la anatomía de muchos grupos de vertebrados pero no de los primates, afirmaba que las pocas semejanzas existentes de-bían ser producto de una evolución paralela, no de una genealogía común.

«Lamento sinceramente no poder seguir las opiniones de mi hon-rado mentor —declaró Gregory en una conferencia pronunciada en la Asociación Médica del condado de Kings a principios de 1927—.

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Al contrario, considero mi deber salir en defensa de las viejas y siem-pre poco populares ideas de Darwin, Huxley y Haeckel... Debo de-nunciar todo su planteamiento, en la medida en que se basa en sus estudios de mamíferos distintos de los primates, como una serie de analogías, no corroboradas por pruebas directas y contrarrestadas con creces por muchos datos materiales concretos.»19 Y alegó que el «primer hombre» era una mera creación destinada a satisfacer una fantasía infundada nacida de una fobia. «Podríamos denominarla pi-tecofobia, o temor a los simios, en particular temor a los simios como parientes o antepasados», remachó Gregory con sorna.

En resumen, dos grandes científicos de su tiempo, figuras desta-cadas de la antropología norteamericana, ante los mismos datos, veían cosas distintas, primordialmente porque uno los examinaba a través de la lente de Huxley y Darwin, mientras el otro los contem-plaba desde las alturas del Parnaso.

Aunque pocos antropólogos norteamericanos se expresaron con tanta vehemencia y en términos tan floridos como Osborn, la mayo-ría se inclinaban más a favor de su punto de vista que del de Gregory. El niño de Taung no podía esperar, por tanto, una acogida entusiasta entre este grupo de profesionales.

Mientras tanto, los antropólogos británicos seguían acumulando injurias contra Dart y sus hipótesis. Se ignoraba la datación del fósil, decían, y por tanto era imposible una interpretación. O afirmaban que era demasiado reciente en términos geológicos para figurar como protohumano en ningún esquema evolutivo. Al tratarse del fó-sil de un niño, resultaba arriesgado extraer cualquier tipo de conclu-siones anatómicas, alegaba otra línea de argumentación. En cual-quier caso, Dart no había establecido las debidas comparaciones con simios en diversas fases de madurez. El lenguaje empleado en su ar-tículo de Nature, señalaban desdeñosos, era demasiado recargado para un discurso científico. Y desde luego se había precipitado a sa-car conclusiones, sobre todo tratándose de una de tamaña magnitud.

Incluso criticaron el nombre que había escogido, Australopithe-cus africanus, con su combinación de raíces griegas y latinas. «Existe la impresión general de que el nombre Australopithecus es un desa-gradable híbrido además de ser etimológicamente incorrecto», sal-modiaba un editorial sin firma en el número del 28 de marzo de 1925 de la revista Nature. A continuación se lamentaba de que, a juzgar por la reacción de Dart ante esta crítica, «los matices de la etimolo-gía en general no le interesan». Sin embargo, según afirma el antro-pólogo Charles Reed de la Universidad de Illinois, «las normas inter-nacionales de nomenclatura imponen como único requisito que el nuevo nombre genérico propuesto esté formado por una combina-ción única de letras; es decir, que la etimología no interviene para nada».20

«Casi parece increíble», escribió Robert Broom, extraordinario médico y paleontólogo escocés que también trabajó en Sudáfrica y

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que seria durante largo tiempo uno de los escasos defensores de Dart. «El hombre había hecho uno de los mayores descubrimientos de la historia mundial —un descubrimiento cuya importancia aún podría resultar equivalente a la de El origen de las especies de Darwin— y la cultura inglesa le trató como a un estudiante díscolo... Jamás logré averiguar qué faltas había cometido el profesor Dart. Presumiblemente la más grave de todas fue descubrir un cráneo muy importante y no enviarlo de inmediato al Museo Británico para que lo examinase un "experto" que probablemente lo habría descrito al cabo de diez años, teniendo la audacia de describirlo él mismo y pu-blicar un informe a las pocas semanas del hallazgo.»21

El volumen y diversidad de los clamores suscitados entre el esta-blishment antropológico británico desde luego dejan claro que lo que dijo Dart y la forma en que lo dijo se consideraban obviamente im-procedentes. Pero una de las grandes ironías del rechazo contra el niño de Taung es, evidentemente, el hecho de que Dart había viajado a Sudáfrica instigado por Elliot Smith y Keith. Su estilo literario en efecto era rimbombante para un discurso científico, pero lo mismo podía decirse del de su mentor, Elliot Srhith. Y Dart consiguió palpar una incipiente humanidad en los contornos del cerebro del niño de Taung gracias a los conocimientos neurológicos adquiridos de Elliot Smith. Pero el caso es una acumulación de ironías, pues esta coinci-dencia de intereses intelectuales —los conocimientos expertos de neurología humana de Elliot Smith— contribuiría a interponer el obstáculo más tangible a la incorporación del niño de Taung al árbol genealógico humano. Ese obstáculo fue el tristemente famoso hom-bre de Piltdown, el «fósil» que tuvo encandilado al establishment an-tropológico británico durante casi cuatro décadas.

Los diversos especímenes del hombre de Piltdown se encontraron a lo largo de un período de media docena de años, a partir de 1912, en dos depósitos próximos a la ciudad de Piltdown, en Sussex, a ape-nas 40 kilómetros del lugar donde pasó Charles Darwin la mayor par-te de su vida. El descubridor inicial fue Charles Dawson, abogado y prehistoriador amateur. En el primer depósito, un pozo de grava, se obtuvieron varios fragmentos de un cráneo de apariencia extraordi-nariamente humana junto con parte de una mandíbula de apariencia extraordinariamente simiesca. Era una combinación extraordinaria que planteaba claramente el interrogante de si el cráneo y la mandí-bula podrían haber pertenecido al mismo individuo. Por un desafor-tunado azar —o eso pareció en su momento— la parte clave de la ar-ticulación maxilar que habría aclarado el asunto se había desprendi-do y desaparecido durante el proceso de fosilización. Otros fósiles encontrados en el mismo lugar parecían indicar que se trataba de restos muy antiguos, que tal vez podrían remontarse a principios del pleistoceno (que en la actualidad situaríamos dos millones de años atrás).

Ante el mayor o menor escepticismo norteamericano y de la Euro-

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pa continental, el establishment antropológico británico llegó casi por unanimidad a la conclusión de que la mandíbula y el cráneo per-tenecían en efecto a un mismo individuo, representante de una anti-gua forma humana, y lo que es más, que su forma inusitada era exac-tamente la que cabía predecir en base a la teoría aceptada. Práctica-mente todas las voces más destacadas de la antropología británica proclamaron que pese a la apariencia claramente muy moderna del cráneo, también podían discernirse muchos rasgos simiescos; y que aunque la mandíbula sin duda parecía pertenecer a un simio, la mi-rada experta podía distinguir importantes rasgos humanos en ella.

De hecho, cuarenta largos años después de anunciarse por prime-ra vez el hallazgo, se descubrió que el hombre de Piltdown era un fraude, que alguien había depositado dolosamente fragmentos de un cráneo humano moderno y de una mandíbula de orangután en los po-zos de grava de Piltdown. El caso todavía no resuelto de la falsifica-ción de Piltdown sigue constituyendo uno de los grandes misterios policiacos de los tiempos modernos.

El misterio de la identidad del culpable, o culpables, ha tenido na-turalmente fascinados a los detectives históricos aficionados duran-te años, con el resultado de que prácticamente todas las personas asociadas al descubrimiento y estudio de Piltdown han sido señala-das en un momento u otro como culpables. Lo cual ha difuminado un poco la verdadera historia de los hechos, dice Michael Hammond, so-ciólogo de la ciencia de la Universidad de Toronto, «concretamente, ¿cómo se explica que tantos científicos eminentes aceptasen el frau-de?» 22 ¿Cómo es posible que hombres preparados, los mayores ex-pertos de su tiempo, examinasen un conjunto de huesos humanos modernos —los fragmentos del cráneo— y «viesen» claros rasgos si-miescos en ellos; y «viesen» rasgos inconfundibles de humanidad en una mandíbula de simio? Las respuestas inevitables van asociadas a las expectativas de los científicos y su influencia sobre su interpreta-ción de los datos.

Cuando se anunciaron los hallazgos de Piltdown, la antropología acababa de experimentar una evolución teórica en la que los fósiles de Piltdown encajaban como hechos por encargo, como en realidad había sucedido. Hammond cita los siguientes cambios teóricos: las nociones de Arthur Keith sobre la enorme antigüedad del hombre; las hipótesis de Grafton Elliot Smith sobre la importancia de la ex-pansión del cerebro en la evolución humana; los trabajos de William Solías sobre la «evolución en mosaico», la idea de que las distintas partes de un organismo podrían evolucionar a ritmos distintos; y el reciente análisis del hombre de Neandertal de Marcellin Boule, quien afirmaba que la especie se había extinguido sin dejar descen-dientes. «La devoción a estas ideas —dice Hammond— contribuyó a crear una pantalla protectora en torno al fraude e influyó de manera decisiva en la aceptación inicial y posterior defensa del mismo.»

Tal vez la más fundamental de todas estas novedades fue la revo-

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lución del pensamiento sobre los neandertalenses gracias a la labor realizada casi en solitario por Boule, un eminente paleontólogo fran-cés, entre 1908 y 1912. No cabe la menor duda de que la influencia de las conclusiones de Boule tuvo un peso crucial en la ávida acepta-ción de la autenticidad del hallazgo de Piltdown. El hecho de que las interpretaciones de Boule sobre los fósiles de Neandertal que estaba estudiando fuesen completamente erróneas, surgidas al calor de sus particulares preconcepciones, sólo añade aún otra ironía al tema central que nos ocupa, a saber: ¿por qué fue tan dura la respuesta contra el niño de Taung cuando fue presentado por primera vez como posible miembro de la familia humana? Para comprender ple-namente el rechazo del fósil de Taung, es preciso comprender la aceptación de los restos de Piltdown y también la expulsión de los neandertalenses.

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CAPÍTULO 4

Aceptación del niño de Taung

Los huesos fósiles a los que debe su nombre el hombre de Neandertal fueron hallados en 1856 en una cueva transformada en cantera de piedra caliza situada en lo alto de un profundo y estrecho desfiladero denominado valle de Neander por cuyo fondo discurre el río Düssel, a escasa distancia de su confluencia con el Rin en Düsseldorf, Alema-nia. El conjunto de fósiles presentaba un rasgo distintivo: los huesos eran excepcionalmente gruesos, las crestas ciliares eran desusada-mente prominentes, las extremidades extraordinariamente robustas y los huesos de las piernas estaban arqueados. Los hombres de Nean-dertal habían sido como mínimo hombres fuertes y fornidos.

Los huesos llegaron a las manos de Hermann Schaffhausen, un profesor de anatomía, quien opinó que se encontraba ante un indivi-duo perteneciente a una población aparentemente bárbara situada en los albores de la historia humana, tal vez a una de las razas huma-nas más antiguas. Expuso por primera vez sus ideas en un encuentro de la Sociedad de medicina e historia natural del Bajo Rin celebrada en Bonn el 4 de febrero de 1857, menos de tres años antes de la publi-cación del Origen de las especies de Darwin.

La reacción inmediata ante los neandertalenses fue ambivalente, no en último lugar porque era imposible determinar con precisión a qué momento del pasado geológico correspondían los huesos. Los problemas asociados a la datación incorrecta o incierta de los fósiles han constituido un permanente engorro para la paleoantropología y ése fue el primer caso de gran trascendencia. Pero sobre todo tam-bién influyó la reacción ante el aspecto aparentemente «tosco» y «brutal» de los neandertalenses. Un anatomista alemán rechazó la sugerencia de que se trataba de huesos antiguos y afirmó que perte-necían a un cosaco mongol de la caballería rusa que había persegui-do a Napoleón siguiendo el Rin en 1814. El cosaco, según este exper-to, se habría separado de sus compañeros, tal vez a causa de una he-rida y se habría arrastrado hasta la cueva para morir allí. Sus pier-nas arqueadas eran claramente producto de toda una vida a lomos de un caballo. Otro estudioso interpretó las piernas arqueadas del hombre de Neandertal como producto del raquitismo, cuyos dolores habrían hecho fruncir habitualmente el entrecejo al individuo crean-do los prominentes arcos supraorbitales en forma de visera. Otros

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sugirieron que los ncandertalenses podrían ser antepasados del hombre moderno o al menos estarían emparentados con las razas su-puestamente «inferiores», como los aborígenes australianos.

El tema pareció quedar zanjado cuando Rudolph Virchow, el más destacado anatomista y patólogo alemán de la época, declaró que el hombre de Neandertal era de fecha reciente y que su desusada apa-riencia era producto de una patología, que incluía el raquitismo. Tan grande es el peso de la autoridad en cualquier ciencia, pero muy es-pecialmente en paleoantropología, una ciencia en la que a menudo escasean los datos y abundan las opiniones.

Pero la influencia de Virchow acabó esfumándose con el descu-brimiento de un número creciente de huesos fósiles, todos ellos pare-cidos a los del valle de Neander, que hacía claramente insostenible una explicación de su apariencia basada en causas patológicas. Al iniciarse el nuevo siglo, cuando la teoría evolucionista por fin adqui-rió respetabilidad en los círculos académicos, algunos comenzaron a considerar a los neandertalenses como un eslabón de la cadena evo-lutiva que conducía hasta el hombre moderno, y un eslabón bastante reciente por cierto. En aquella época se concebía la evolución huma-na en términos bastante simples, como una progresión directa en la que nuestros antepasados representaban diferentes etapas, desde las más primitivas hasta las más avanzadas, «en^in progreso paso a paso desde el simio hasta el tipo moderno de hombre», como dijo en-tonces Keith. Se consideraba que había sido un proceso largo y lento en el cual el hombre de Neandertal representaba una de las últimas fases del hombre premoderno y el Pithecanthropus erectus, una for-ma más primitiva descubierta por Eugène Dubois en Java a princi-pios de la década de 1890, una de las más antiguas.

Pero el viejo fantasma de la datación volvió a asomar la cabeza con el descubrimiento de varios especímenes de apariencia clara-mente moderna pero de origen aparentemente remoto. Uno de ellos fue el hombre de Galley Hill, un esqueleto encontrado en Inglaterra que Arthur Keith consideró durante bastante tiempo al menos tan antiguo como el hombre de Neandertal y probablemente todavía más. Otro fue el hombre de Grimaldi, del sur de Francia, que Marce-llin Boule consideró una forma relativamente moderna y sin embar-go prácticamente contemporánea del hombre de Neandertal. Si esas formas modernas habían coexistido con tipos más primitivos, la idea de una progresión uniforme y unilineal tenía que ser falsa, argumen-taron Keith y Boule.

Hacia finales de la segunda década del siglo xx, la antigua con-cepción de una escalera evolutiva fue sustituida por un arbusto, con muchas ramas laterales que representaban vías muertas, formas ex-tinguidas de protohombres fallidos. Los neandertalenses pasaron a considerarse como una de esas vías muertas, al igual que los pitecan-tropinos y que el hombre de Piltdown. De hecho, casi todos los nue-vos fósiles de apariencia humanoide fueron relegados a alguna rama

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lateral, de manera que en vez de incorporar a todos los fósiles, como antes se pensaba, la genealogía del hombre pasó a no comprender prácticamente ninguno. Como señaló un observador, el Homo sa-piens se convirtió de hecho en un «hombre sin antepasados». Esta evolución llamó la atención a Franz Weidenreich, quien adelantó en 1943 el provocador comentario de que de hecho se trataba del «últi-mo bastión para evitar tener que aceptar la teoría de Darwin conser-vando una cierta apariencia de cientifismo».1

Pero en 1908, la preocupación por la aparente contemporaneidad de formas modernas con el hombre de Neandertal era sólo eso: una inquietud no confirmada. «Faltaba encontrar un esqueleto de anti-güedad bien determinada y relativamente completo que permitiera responder a los interrogantes sobre la morfología exacta del hombre de Neandertal —explica Michael Hammond—. Tres religiosos e his-toriadores, los abates J. y F. Bouyssonie y L. Bardon, desenterraron precisamente un esqueleto de esas características en agosto de 1908. Lo remitieron a Boule y a principios de noviembre de 1908 llegaba al Museo de Historia Natural [de París]. El fósil de La Chapelle-aux-Saints era el esqueleto neandertalense más completo descubierto hasta la fecha.»2

El esqueleto podría haber sido remitido igualmente a la Escuela de Antropología de París, de no haber sido por la tradición anticleri-cal de la institución, en razón de la cual los abates Bouyssonie y Bar-don aceptaron con agrado la sugerencia del abad Breuil de confiarlo a su amigo Marcellin Boule en el museo. Si los descubridores del es-queleto de La Chapelle-aux-Saints no hubiesen sido religiosos, po-drían haberlo mandado a la Escuela de Antropología y la historia posterior de la antropología podría haber seguido un curso distinto. Tal como se desarrollaron los hechos, Boule se concentró obstinada-mente en el estudio del esqueleto y el 14 de diciembre de 1908 presen-taba sus primeros resultados ante la Academia de Ciencias. Siguie-ron otras dos exposiciones, en mayo y junio de 1909, y la publicación de varios trabajos de gran envergadura hasta 1912. El resultado final fue la tajante e inequívoca expulsión de los neandertalenses de la ge-nealogía humana por dictado de Boule.

«Boule... describió a los neandertalenses en unos términos que desde entonces han servido de base a periodistas y estudiosos para sus caricaturas del hombre de las cavernas —dice el antropólogo de la Universidad de Michigan Loring Brace—. Puesto que no estaba dispuesto a aceptar a semejante criatura en el árbol genealógico hu-mano, resolvió el asunto a satisfacción de todos declarando que los neandertalenses... se habían extinguido sin dejar descendencia.»3

En otras palabras, la gente estaba más que dispuesta a aceptar la su-gerencia de que los supuestamente «embrutecidos» neandertalenses no formaban parte de la ascendencia del hombre moderno.

Diversos y complejos motivos impulsaron a Boule a expulsar a los neandertalenses de la genealogía humana. Por ejemplo, segura

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mente no es una gran sorpresa que Boule fuera más partidario del arbusto que de la escalera como modelo de la evolución humana. A fin de cuentas, había interpretado en los mismos términos el patrón evolutivo de muchos grupos de vertebrados estudiados en su museo. Sus interpretaciones pueden considerarse incluso parte de la evolu-ción normal de la ciencia, en la que sucesivos paradigmas sustituyen a otros. Como señala Michael Hammond, «la expulsión del hombre de Neandertal fue sólo un paso dentro del desmantelamiento del pro-grama de investigaciones evolutivas más influyente de finales del si-glo xix en Francia».4 El autor de ese programa, caracterizado por la concepción de la evolución escalonada, era Gabriel de Mortillet, quien desde hacía tiempo era objeto de las críticas de Boule. Contri-buir a deshancar lo que considera como un paradigma superado es la ambición de todo científico y Boule no era una excepción.

Los motivos de que Boule actuase como lo hizo tal vez sean com-prensibles, pero la forma en que lo hizo resulta desconcertante. Des-cribió el individuo de La Chapelle-aux-Saints como un ser de cara embrutecida, con el cuello corto y proyectado hacia adelante, que ca-minaba encorvado e inclinado, con las rodillas dobladas. Igualmente, a pesar de que el cerebro del individuo, como el de todos los neander-talenses, era al menos de igual tamaño que los cerebros humanos modernos, Boule llegó a la conclusión de que estaba poco desarrolla-do en los aspectos que confieren al Homo sapiens su enorme superio-ridad intelectual. Se trataba en efecto de la clásica caricatura del ler-do hombre de las cavernas.

La descripción global resulta muy coherente y recibió el rotundo refrendo del establishment británico. Por ejemplo, Elliot Smith, el renombrado neurólogo, declaró: «Por grande que sea el tamaño del cerebro del Homo neanderthalensis, lo reducido de su región pre-frontal es prueba suficiente de su bajo nivel de inteligencia y explica que fracasara en la competencia con el resto de la humanidad.»5 Sir Arthur Smith Woodward coincidió con él: «El cerebro, aunque gran-de en cantidad, puede haber sido de baja calidad.»6

Lo desconcertante es que la anatomía simplemente no corrobora las tajantes conclusiones iniciales de Boule y las de Elliot Smith, Ar-thur Keith, Smith Woodward y otros, después. Y sin embargo, la autoridad de Boule era tal y las conclusiones que se desprendían de su trabajo tan aceptables, que el esqueleto de La Chapelle-aux-Saints en particular y la anatomía del hombre de Neandertal en general no volvieron a ser objeto de seria reconsideración hasta los años cin-cuenta y sesenta. Estos nuevos estudios revelaron un cuadro muy distinto.

Por ejemplo, los cerebros neandertalenses «no presentan caracte-rísticas "primitivas" si se consideran conjuntamente el tamaño, las circunvoluciones y las asimetrías»,7 concluyó Ralph Holloway, un antropólogo de la Universidad de Columbia, Nueva York, probable-mente el máximo experto mundial en el estudio de los cerebros mo-

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demos y de los homínidos fósiles. Loring Bruce también ha refutado punto por punto las «especializaciones» que Boule afirmó identifi-car en el esqueleto de La Chapelle-aux-Saints: «No existe el menor in-dicio de que los neandertalenses tuviesen los dedos gordos del pie excepcionalmente divergentes o que se viesen obligados a caminar como orangutanes apoyándose en el borde exterior de los pies; nada indica que no pudieran extender completamente las articulaciones de las rodillas; nada indica que sus columnas dorsales careciesen de las convexidades necesarias para mantener una postura completa-mente erguida; nada indica que la cabeza pendiese hacia adelante sostenida por un cuello particularmente corto y grueso.»8

Es cierto que el individuo de La Chapelle-aux-Saints probable-mente caminaba inclinado durante los últimos años de su vida, pero la causa fue una extendida artrosis en la columna vertebral, patolo-gía perfectamente evidente que Boule mencionó de pasada, pero sin darle aparentemente mayor importancia. «No advirtió que ello podía dar pie a una posible explicación alternativa de la curiosa postura del esqueleto»,9 dice Hammond. En otras palabras, Boule no fue ciego a los datos, pero al parecer no supo ver sus implicaciones. ¿ Por qué?

«No he podido encontrar ningún indicio, ni siquiera sutil, de que Boule manipulara o tergiversara fraudulentamente los resultados de su investigación —concluye Hammond—. Boule era sincero cuando describía la ciencia como "una de las principales fuentes de satisfac-ción" cuando "la inspira esa llama interior", el "amor a la verdad". Su reconstrucción del individuo de La Chapelle-aux-Saints fue su aportación más importante a esa búsqueda; y creía haber empleado las mejores técnicas científicas disponibles y que sus conclusiones eran reflejo de los datos.» Que en la búsqueda de la verdad objetiva, los datos dictan las conclusiones, de hecho es una fantasía frecuente, promulgada principalmente por la propia profesión científica. Pero como hemos visto antes y volveremos a ver repetidas veces, a menu-do no ocurre así. Con frecuencia se ajustan los datos a las conclusio-nes preferidas. Y en ese caso lo interesante es preguntarse: «¿Qué de-termina las preferencias de un investigador individual o de un grupo de investigadores?», más que: «¿Qué es la verdad?»

Salta a la vista que Boule fue más allá de lo que permitían los da-tos que tenía ante él, tal vez en un intento de promover más persuasi-vamente su versión de la verdad. Michael Hammond sospecha que, con el modelo evolutivo predominante a principios de siglo, una sim-ple descripción objetiva de la robusta anatomía neandertalense posi-blemente no habría logrado inducir a muchos antropólogos a excluir completamente la especie de la genealogía humana. «Sin la postura encorvada, las diferencias morfológicas entre los neandertalenses y el hombre moderno no habrían sido suficientes para negar a aquéllos un lugar en los orígenes evolutivos del hombre», aventura Ham-mond. Para asegurarse su expulsión, Boule necesitaba que estuvie-

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sen dotados de un andar inclinado claramente simiesco y muchas otras características «primitivas»; de ahí que exagerara las diferen-cias con los humanos modernos y minimizara las semejanzas. Boule posiblemente sabía —a nivel consciente o inconsciente— que tenía que exagerar sus argumentos para asegurarse de ser escuchado. Se trata de una táctica frecuente en el desarrollo intelectual de nuevas ideas y su promulgación, y a Boule le dio magníficos resultados. Ha-bía cumplido su cometido de presentar la historia humana, no como una escalera, sino como un arbusto con el hombre de Neandertal en una de las ramas laterales.

La literatura científica de tiempos de Boule está plagada de ex-presiones de repulsión eduardiana e incluso de indignación moral ante la supuesta bestialidad de los neandertalenses. Sin embargo, en el caso de Boule, sería un error achacar sus valoraciones técnicas a preconcepciones sobre esta bestialidad. El proceso fue, de hecho, más bien inverso. Sus supuestos previos —en primer lugar la noción de la historia humana como un arbusto y no como una escalera— exi-gían que los neandertalenses se diferenciasen al máximo de los hu-manos modernos y esto le llevó a exagerar las diferencias existentes e incluso a inventar algunas más. El resultado fue una descripción del hombre de Neandertal como un individuo más embrutecido de lo que realmente era.

El legado de Boule sobre el hallazgo deXa Chapelle-aux-Saints serviría de base durante medio siglo a la mayoría de las nociones an-tropológicas, aunque no a todas, sobre el hombre de Neandertal, con-siderado un primo pero no un hermano, Homo neanderthalensis frente a nuestro Homo sapiens. Luego, a partir de mediados de los años cincuenta y hasta finales de los setenta, Loring Brace y otros re-cuperaron la idea de que el hombre de Neandertal fue de hecho nues-tro antepasado directo y no una rama lateral extinguida. En conse-cuencia, la mayoría de antropólogos coinciden en proponer la deno-minación Homo sapiens neanderthalensis, considerándolo en otras palabras como una subespecie y un pariente muy próximo. (Pero, como sucede con frecuencia en la ciencia paleoantropológica, el ciclo intelectual comienza a cambiar nuevamente de signo y en estos mo-mentos las opiniones empiezan a inclinarse cada vez más en favor de relegar una vez más al fósil de La Chapelle-aux-Saints y sus congéne-res a una rama colateral. Las razones que hay detrás de ello son ac-tualmente distintas de las que impulsaron a Boule setenta años atrás, con lo cual podría acabar resultando que su juicio fue correc-to, aunque basado en razones equivocadas.)

Próxima ya la gran culminación del trabajo de Boule sobre el es-queleto de La Chapelle-aux-Saints, con la publicación en 1912 de im-portantes resultados en Annales de Paléontologie, el estudioso se en-frentó con un problema de cierta envergadura, como explica Michael Hammond. «La tajante conclusión de Boule sobre los neandertalen-ses perdía fuerza dada la gran laguna existente en el registro paleon-

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tológico. Al f inalizar la primera década del presente siglo, no se dis ponía de pruebas claras de la existencia de una población pre-neandertalense con especializaciones con una pauta de desarrollo significativamente distinta de las de los neandertalenses, que pudie-ran interpretarse como indicio de la existencia de una línea evolutiva más afín al Homo sapiens. Evidentemente, si el hombre de Neander-tal no era antepasado del hombre, tenían que haber existido otras po-blaciones en proceso de evolución.»10 En otras palabras, de las con-clusiones de Boule sé desprendía una clara predicción, cuya corrobo-ración a través del descubrimiento del tipo adecuado de fósiles era necesaria para que su argumentación resultara convincente. «Preci-samente entonces apareció el hombre de Piltdown con su frente in-maculadamente humana sin el gran arco ciliar de los neandertalen-ses.»11 La laguna quedó inmediatamente colmada.

Así nació la asociación paleontológica entre el hombre de Nean-dertal y el hombre de Piltdown, cada uno de los cuales requería la existencia del otro como corroboración de la propia. «Un tema co-mún entre los antropólogos que intervinieron en la reconstrucción y defensa del hombre de Piltdown fue la reciente expulsión de los neandertalenses europeos de la genealogía humana —señala Ham mond—. El fraude antropológico más famoso del siglo [Piltdown] encontró un firme apoyo en una de las descripciones erróneas que más han influido en la antropología en este siglo [Chapelle].» Sir Arthur Smith Woodward estableció nítidamente la conexión entre ambos cuando comunicó públicamente el hallazgo de Piltdown en diciembre de 1912. El descubrimiento, manifestó, «tiende a corro-borar la teoría según la cual [el hombre de Neandertal] fue una rama degenerada, probablemente extinguida, del hombre primitivo; en tanto que el hombre que ha sobrevivido podría haber evoluciona-do directamente a partir de otras fuentes primitivas, de las que por primera vez se ha descubierto una muestra con el cráneo de Pilt-down.»12

Dadas las múltiples incongruencias anatómicas de los restos de Piltdown, que evidentemente saltan de inmediato a la vista desde la perspectiva privilegiada de que gozamos en la actualidad, resulta francamente asombroso que el fraude recibiese una acogida tan en-tusiasta, al menos entre gran parte del establishment británico y en-tre algunos destacados antropólogos norteamericanos, Henry Fair-field Osborn entre otros. El engaño estaba perfectamente preparado, no en el aspecto técnico pero sí desde un punto de vista teórico y tam-bién en la programación de la serie de descubrimientos. Por ejemplo, los primeros hallazgos hechos públicos comprendían partes del crá-neo de aspecto obviamente humano y de la mandíbula con una igual-mente obvia apariencia simiesca. Pero no se encontró ningún diente canino, pieza objeto de considerable interés en razón del tipo inusual de desgaste que podría presentar. Sir Arthur Smith Woodward anun-ció públicamente cómo creía que sería esa pieza dentaria y a los po-

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cus meses se encontraba una. Su predicción quedó corroborada has-ta en los más ínfimos detalles.

Posteriormente, en 1917, cuando algunos todavía seguían dudan-do, se descubrieron otros restos, a tres kilómetros del lugar donde se habían encontrado los primeros. El hallazgo de Piltdown 2, como se le llamó, sirvió para acallar las dudas de muchos observadores, al demostrar aparentemente que el hallazgo original no era un caso anómalo. «Ya no existe motivo para conceder ningún peso a las críti-cas de los antropólogos que no tienen un conocimiento de primera mano de todas las pruebas actualmente disponibles»,13 declaró Elliot Smith recalcando la importancia de ese segundo hombre de Piltdown.

«Si existe una providencia atenta a los avatares de los hombres prehistóricos, sin duda se ha manifestado en este caso —señaló Henry Fairfield Osborn—. Los tres minúsculos fragmentos de este segundo hombre de Piltdown... son exactamente los que habríamos escogido como confirmación de la comparación con el tipo origina-rio.»14 De hecho, se había aireado bastante la posibilidad de que el cráneo y la mandíbula perteneciesen por separado a un humano y a un simio. «Habría sido muy difícil deshancar esa opinión, tan gene-ralizada en Europa y Norteamérica, de no haber contado con la abru-madora confirmación de la propuesta de Smith Woodward gracias al descubrimiento... de un segundo hombre de Piltdown.»

Este segundo descubrimiento, en efecto, casi logró disolver el es-cepticismo de Marcellin Boule, quien al mismo tiempo que veía en el cráneo un indicio de la existencia de un «primer hombre» como el que había anunciado, sin embargo consideraba que la mandíbula de-bía haber pertenecido a un simio. «A la vista de estos nuevos datos, ya no me atrevería a ser tan tajante como antes —reconoció Boule—. Pero debo añadir que mis dudas aún no se han disipado por comple-to.»15 La mayoría de los alemanes, en cambio, se mantuvieron fir-mes en su incredulidad. La nacionalidad resultó un importante indi-cador de la postura individual de los antropólogos ante el hombre de Piltdown, como también lo había sido antes, dicho sea de paso, en el caso del hombre de Neandertal.

Uno de las explicaciones de que Gran Bretaña fuese un terreno tan favorable para el fraude es el hecho de que la mayor parte de la evolución teórica que había detrás había tenido su cuna allí. Como ya se ha señalado, además de la expulsión de los neandertalenses, in-tervinieron otros tres elementos importantes: primero, la convicción de Arthur Keith de que las formas humanas modernas eran muy an-tiguas; segundo, los trabajos de William Solías sobre la «evolución en mosaico»; y tercero, las teorías de Elliot Smith que situaban la ex-pansión del cerebro en cabeza de la evolución humana.

La idea de que las formas humanas modernas se originaron en tiempos remotos de la historia geológica hasta cierto punto forma parte de la tradición antropológica británica. Arthur Keith fue su

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principal defensor en su tiempo y no es un simple detalle que Louis Leakey, durante un tiempo estrecho colaborador de Keith, continua-se esta tradición. Como Osborn, Keith pensaba que el cerebro huma-no era tan singular que sólo podría ser resultado de un larguísimo período de lenta evolución a partir de formas más primitivas. Como ya se ha señalado antes, su obsesión con esta idea le había llevado a aceptar erróneamente la antigüedad de dos esqueletos modernos, el hombre de Galley Hill y el hombre de Ipswich. La aparición del hombre de Piltdown pareció ofrecer nuevas pruebas en favor de su preciada teoría. «En 1912, Keith buscaba decididamente pruebas en este sentido y sin duda estaba dispuesto a moderar mucho su juicio crítico ante casi cualquier fósil que pudiera contribuir a la consoli-dación de su idea»,16 dice Michael Hammond.

William Solías, antropólogo de la Universidad de Oxford, fue quien de hecho había ofrecido una descripción más aproximada de la forma de Piltdown antes de su descubrimiento, cuando declaró, en 1912, que un antepasado humano dotado de un cerebro de gran tama-ño y una mandíbula simiesca constituía «una fase prácticamente ne-cesaria en el curso de la evolución humana». Hasta que Solías co-menzó a elaborar la idea de la «evolución en mosaico», en la cual las diferentes partes de un organismo podían seguir procesos evolutivos distintos, todo el proceso se consideraba bastante simultáneo. A principios de siglo no sólo predominaba la idea de una progresión re-gular y rectilínea de la evolución humana, sino también la noción de que el cuerpo, en palabras de Keith, «habría adquirido rasgos un poco menos simiescos y un poco más parecidos a los humanos en cada fase». De haberse mantenido hasta 1912 esta idea, habría sido imposible que nadie aceptase como auténtica la falsificación de Pilt-down. Y cosa más importante, casi con toda seguridad ésta no habría adoptado la misma forma. La influencia de los argumentos de Solías en torno a la posibilidad de que diferentes partes del cuerpo siguie-sen ritmos evolutivos distintos hizo plausible la combinación de un cráneo humano con una mandíbula simiesca.

Keith adoptó con entusiasmo los planteamientos de Solías y vio una corroboración de ellos en el hallazgo realizado por Dubois en Java además de en los restos de Piltdown. «La misma irregular ex-presión de las partes se advierte en la anatomía del Pithecanthropus, la forma más antigua y más primitiva de humanidad hasta ahora des-cubierta. El fémur podría pertenecer perfectamente a un hombre moderno, la caja craneana podría pertenecer a un simio, pero el cere-

' bro que encerraba, como ahora sabemos, estaba muy por encima de la categoría antropoide», observó Keith. Se apreció una evolución «en mosaico» en el hombre de Java y en el hombre de Piltdown, tal como debía ser, o eso se pensaba.

El más entusiasta defensor del hombre de Piltdown fue posible-mente Elliot Smith, a quien brindaba prácticamente un triunfo inte-lectual. «Durante los dos años anteriores al hallazgo de Piltdown,

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Eiliot puso el colofón final a una década de estudios sobre la evolu-ción del cerebro del hombre y otros primates —explica Michael Hammond—. Decidió que el desarrollo del cerebro era el factor fun-damental para la evolución del hombre... En 1912 debía estar bus-cando pruebas fósiles que corroborasen su teoría sobre la precoz modernización del cerebro y se habría sentido inclinado a aceptar cualquier fósil que evidenciase el papel privilegiado del cerebro en la evolución humana.» 17 De hecho, cuando finalmente apareció el «fósil» de Piltdown, Elliot Smith declaró que «lo más interesante del cráneo de Piltdown es la corroboración que ofrece en favor de la idea de que el cerebro fue en cabeza en la evolución humana».18

Y así se explica que, con su cráneo humano, su mandíbula de si-mio y su supuesto antiguo origen pleistocénico, «ninguna otra com-binación morfológica habría podido ajustarse mejor a las concepcio-nes teóricas de científicos como Boule, Keith, Elliot Smith y Solías», señala Hammond.19 Fue un magnífico fraude. Robert Broom lo aceptó. Y también, durante un breve tiempo, Louis Leakey. Y Henry Fairfield Osborn vio en él la prueba tangible de su teoría del «primer hombre». Pero incluso quienes aceptaron al hombre de Piltdown como un fósil auténtico, lo relegaron característicamente a una rama lateral, extinguida y sin descendencia. Aun así, su existencia «demos-traba» que había habido antiguas formas de hombres primitivos re-sultado de esa evolución tan precoz. ^

Pero lo verdaderamente interesante del hombre de Piltdown no es tanto el lugar que ocupaba en el árbol —o arbusto— genealógico, sino el proceso por el cual quienes creían en su autenticidad veían en el fósil lo que deseaban encontrar. Como recordará el lector, las piezas craneanas pertenecían a un hombre moderno, Homo sapiens, fallecido como máximo unos 2 000 años atrás. Y la mandíbula era la de un orangután moderno, tratada químicamente para darle una apariencia fósil y con la dentadura limada para que pareciera huma-na. Veamos las opiniones que suscitó esta maliciosa creación.

«El cráneo de Piltdown, correctamente reconstruido, presenta peculiaridades fuertemente simiescas —señaló Elliot Smith—. En estos aspectos se halla en completa armonía con la mandíbula, cuya forma simiesca no sólo ha sido reconocida, sino incluso exagerada por la mayoría de los autores.»20 En otras palabras, Elliot Smith lo-gró detectar muestras de humanidad en la mandíbula de orangután y rasgos simiescos en el cráneo humano. «Que la mandíbula y los fragmentos craneanos... pertenecieron a la misma criatura jamás ha sido puesto en duda por parte de quienes han estudiado seriamente el tema»,21 opinó de forma algo perentoria en 1914. Y no fue debido a las ínfimas probabilidades de que un humano y un simio hubiesen muerto pegados el uno al otro en Inglaterra en el distante pleistoce-no. Elliot Smith vio en esa anatomía una muestra inequívoca de que el «primer hombre» estaba dotado de una mandíbula simiesca, exac-tamente como cabía esperar.

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Elliot Smith, que era neurólogo, también examinó la forma del ce-rebro impresionada en la superficie interna del cráneo. «Se observan claros indicios —declaró— de que el mero volumen no constituye el único criterio para determinar la superioridad mental. Las partes de este órgano que se desarrollan en último término en nosotros eran singularmente defectuosas en [el hombre de Piltdown].»22 Aquí se detectan claras resonancias de las capacidades mentales supuesta-mente inferiores atribuidas por Boule al hombre de Neandertal, sim-plemente en razón de un supuesto primitivismo. Elliot Smith, no lo olviden, en realidad estaba describiendo un cerebro humano total-mente moderno.

Poco después de la recuperación del material de Piltdown, sir Ar-thur Smith Woodward, quien bautizó al fósil con el nombre de Eoan-thropus dawsonii, reconstruyó el cráneo. En ausencia de grandes fragmentos del rompecabezas anatómico, Smith Woodward tuvo que guiarse por la intuición para acoplar las piezas. Un aparente error en la identificación de algunos detalles anatómicos secundarios del interior del cráneo le llevó a montar un cráneo no sólo equivocada-mente reducido (con una capacidad de poco más de 1 000 centíme-tros cúbicos) sino también con algunos rasgos anatómicos aparente-mente primitivos. Esta reconstrucción causó una profunda impre-sión a Elliot Smith. Sin embargo, sir Arthur Keith la puso en entredi-cho y procedió a realizar otra, sin caer en los errores cometidos por Smith Woodward. La versión de Keith era mucho más grande (unos 1 500 centímetros cúbicos de capacidad) y tampoco exhibía los ras-gos primitivos erróneamente presentes en la de Smith Woodward. Siguió una fuerte pugna intelectual para demostrar.quién tenía ra-zón, en el curso de la cual Keith se ofreció a hacer una demostración de sus técnicas de reconstrucción craneana. Intentaría reconstruir un cráneo a partir de unos pocos fragmentos de un cráneo moderno, de forma y tamaño conocidos, roto expresamente para este fin. Keith demostró estar a la altura de la tarea, pero eso no resolvió las cosas.

«Lamento tener que señalar que desafortunadamente dio lugar a una controversia bastante exacerbada y más bien penosa entre Keith y Elliot Smith», comentó sir Wilfred Le Gros Clark, que contribuyó a desenmascarar el fraude de Piltdown en otoño de 1953. «¿Por qué... no levantó su rectificación [de Keith] inmediatas sospechas sobre la autenticidad de los fósiles de Piltdown? —se preguntaba Le Gros Clark—. El carácter personal de la controversia [entre Keith y Elliot Smith] sin duda contribuyó a encubrir los temas de fondo y enrare-ció el clima del debate científico. Elliot Smith no supo reconocer la auténtica relevancia de la rectificación de Keith y, pese a ella, conti-nuó manteniendo que el cráneo y el cerebro presentaban rasgos mar-cadamente primitivos y simiescos, mientras por otro lado se había exagerado, en su opinión, el carácter simiesco de la mandíbula. En aquel tiempo, Elliot Smith gozaba de mayor autoridad (merecida-mente, pues era un eminente anatomista), de manera que tu peraonal

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convencimiento de que su interpretación originaria del cráneo y el endocráneo era fundamentalmente correcta también parece haber convencido a los biólogos en general de que así era.»23

Sin embargo, pese a sus diferencias de opinión, tanto Keith como Elliot Smith continuaron aceptando al hombre de Piltdown como una corroboración de sus ideas, cada uno por razones distintas. Keith, que consideraba esencialmente moderna la morfología del cráneo, veía en ella una confirmación de la antigüedad de los tipos humanos modernos. Simultáneamente, Elliot Smith afirmaba que el cráneo presentaba una morfología claramente primitiva y constituía una prueba de que «en la evolución humana, el cerebro fue en cabe-za». La «pantalla protectora» levantada en torno a Piltdown, a partir de un conjunto de postulados teóricos plausibles, resultaría extraor-dinariamente resistente. «Todas las líneas probatorias colaterales parecían confirmarse mutuamente y mostraban una perfecta con-cordancia —comentó Le Gros Clark en una conferencia sobre el frau-de presentada en la Royal Institution británica poco después de que éste quedara al descubierto—. Hasta tal punto, de hecho, que... nin-guno de los expertos involucrados se vio obligado a someter sus pruebas a la revisión crítica que habrían aplicado en otras circuns-tancias.» Un explícito mensaje, donde los haya, para el proceso de elaboración de la ciencia.

La escuela británica vio decrecer su influencia durante las cuatro décadas que siguieron ai descubrimiento de Piltdown. Empezaron a descubrirse otros fósiles en Asia y en África y el enigma de Piltdown fue creciendo. «Un desconcertante rompecabezas»,24 dijo a propósi- ' to de él Le Gros Clark en 1950. «A esas alturas, el hombre de Pilt-down resultaba simplemente absurdo —recuerda Sherwood Wash burn—. Recuerdo que cuando en 1944 escribí un trabajo sobre la evo-lución humana, simplemente prescindí de Piltdown. Era posible ofrecer una interpretación coherente de la evolución humana si no se intentaba encajar en ella al hombre de Piltdown. »25 El trabajo de Washburn indignó a su mentor Earnest Hooton, uno de los más ar-dientes defensores del hombre de Piltdown en los Estados Unidos. «No se puede prescindir de los datos», reprochó a su ex alumno.

Pero con el tiempo, la mayoría dejó de considerar los restos de Piltdown como un dato. Fueron quedando progresivamente relega-dos, a la espera de algún tipo de solución, aunque nadie imaginaba que la respuesta sería el descubrimiento de un fraude. Gerrit Miller, del Smithsonian Museum of Natural History de Washington, D.C., fue el que más cerca estuvo de adivinarlo cuando comentó, en 1915: « una deliberada mala fe no podría haber fragmentado los fósiles de manera más favorable que la resultante del azar para el libre juego de los criterios individuales en el ensamblaje de las piezas».26 Miller adelantó esta observación como un mero recurso retórico, sin que hubiera detrás una seria conjetura. No obstante, cuarenta años más

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tarde se demostraría que sus palabras habían dado misteriosamente en el clavo.

Además de contribuir a desenmascarar el fraude de Piltdown, Le Gros Clark también intervino en la recuperación del cráneo de Taung del olvido antropológico, en 1947. Había dejado su laboratorio de Ox-ford a finales del año anterior para hacer una extensa visita al conti-nente africano, con la primera escala en Johannesburgo. Allí pudo examinar directamente, además del cráneo de Taung, varios especí-menes parecidos recuperados a partir de 1936, fecha en que Robert Broom, amigo y colaborador asociado de Dart, encontró el primer fó-sil de australopiteciho después del descubrimiento original de Dart.

«Previamente había examinado detenidamente y había tomado abundantes notas sobre los cráneos y dentaduras de más de un cente-nar de antropoides de diversas colecciones de museo, a fin de asegu-rarme de las variaciones normales que presentan sus rasgos anató-micos y poder compararlas con las descripciones de los australopite-cinos ya publicadas por Dart y Broom —recordaría luego Le Gros Clark—. Continuaba teniendo mis dudas ante la sugerencia de que los australopitecinos eran homínidos y no póngidos [es decir, simios] y seguía inclinándome por el segundo punto de vista. Es decir, que por lo que respecta a los argumentos de Dart y Broom, viajé a Sudá-frica como "abogado del diablo", para oponerme a sus afirmacio-nes.»27 Tras dos semanas de intensa observación de los fósiles y de visitar las cuevas de los alrededores de Johannesburgo, sus reservas desaparecieron. «Mis estudios arrojaron resultados muy esclarece-dores —escribió—. Me llevaron finalmente al convencimiento de que la significación atribuida por Dart y Broom a los australopitecinos como probables precursores de tipos más avanzados de [humanos] era básicamente correcta.»

La configuración general del cráneo, la forma de la cara, los deta-lles de la anatomía dentaria y la arquitectura muy semejante a la hu-mana de los fragmentos de extremidades encontrados en las cuevas del Transvaal fueron suficientes para convencer al abogado del dia-blo de que se encontraba ante una criatura que, aun siendo primiti-va, presentaba un claro parentesco con la familia humana. Se trata-ba en efecto de un homínido y no de un póngido, fue la conclusión de Le Gros Clark.

La comunidad antropológica no tardó en tener noticia del juicio de Le Gros Clark, cuando a primeros de enero de 1947 se trasladó de Johannesburgo a Nairobi, en Kenya, donde presentó sus observacio-nes en el Primer Congreso Panafricano de Prehistoria, organizado por Louis Leakey. En su ponencia, Le Gros Clark se refería formal-mente a los australopitecinos como homínidos, en vez de emplear al-gún término impreciso que apuntase hacia una asociación con los si-mios, como era habitual. No era la primera vez que se aplicaba el tér-mino «homínido» al fósil de Taung y sus congéneres, pero por prime-

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ra vez lo utilizaba un profesional con la autoridad de Le Gros Clark y de tal manera que ya no sería posible seguir ignorándolo.

Un artículo de un corresponsal anónimo publicado en las páginas editoriales del número del 15 de febrero de 1947 de Nature difundió rápidamente el mensaje de Le Gros Clark al mundo entero. «La suge-rencia de que los australopitecinos deben considerarse como antro-poides... debe descartarse casi con toda seguridad —informaba el co rresponsal—. No pareció quedar la menor duda de que Dart y Bloom ciertamente no sobrestimaron la significación de los australopiteci-nos y que sus interpretaciones de estos restos fósiles eran absoluta-mente correctas en todos los detalles esenciales.»

El mismo día en que salió a la calle ese número de Nature, sir Art-hur Keith se dirigió a su estudio y escribió una breve carta al direc-tor de la revista. «Yo fui uno de los que opinaron que cuando se des-cubriese la forma adulta [del Australopitecus] quedaría demostrado que se trataba de un pariente próximo de los antropoides africanos vivos: el gorila y el chimpancé —escribió—. Ahora me he convenci-do... de que el profesor Dart tenía razón y yo me equivocaba.» Difícil-mente cabría imaginar una capitulación más rápida y completa. Esta admisión se producía exactamente a los veintidós años de la declara-ción pública de Keith de que el niño de Taung probablemente era un simio, en el número del 14 de febrero de 1925 de Nature. Sin embar-go, Keith se quejaba de que el nombre Australopitecus era demasia-do largo y poco manejable y sugería denominarlos «dartianos». La propuesta nunca llegó a arraigar.

Durante los veintidós años transcurridos entre la presentación del fósil de Taung y su primer reconocimiento público tras el vere-dicto de Le Gros Clark, Dart prácticamente volvió la espalda a la an-tropología. En parte desalentado por la pertinaz oposición con que toparon sus ideas, pero también porque estaba muy ocupado con las otras tareas de su departamento y en la universidad en general. No volvería a interesarse activamente por el trabajo de campo antropo-lógico hasta 1945. De modo que a no ser por la energía y entusiasmo de Robert Broom, Le Gros Clark tal vez no habría tenido motivo para trasladarse a Sudáfrica. En efecto, fue Broom quien impulsó en 1933 la exploración de nuevas cuevas de caliza en el Transvaal, tras la rá-pida destrucción de la cueva de Taung por las actividades mineras poco después de la recuperación del cráneo del niño.

Broom fue prácticamente el único que apoyó a Dart desde el prin-cipio. Dos semanas después de publicarse el primer artículo de Dart en Nature en febrero de 1925, visitó a Dart en la facultad de medici-na. «Cuando entró, Broom pasó de largo junto a mí, pasó de largo junto a algunos miembros de mi equipo que estaban conmigo y en el acto cayó de rodillas ante el niño de Taung —recuerda Dart—.2S

Broom dijo que estaba "adorando a nuestros antepasados". Fue un momento memorable. Quedé muy sorprendido.»

Broom, médico de profesión, era una persona extraordinaria que

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en 1933, a los sesenta y siete años, emprendió una nueva cal iera como paleoantropólogo. Tres años después descubría el primer aus-tralopitecino después del anuncio del hallazgo del niño de Taung. Y cosa más importante, esta vez se trataba de un adulto.

Algunas de las reservas, muy justificadas, expresadas a propósito de la interpretación del cráneo de Taung se basaban en que pertene-cía a un espécimen joven. La anatomía juvenil no sólo varía con la madurez, dificultando la interpretación, sino que además los simios jóvenes presentan una morfología muy parecida a la humana. Dart estaba convencido de poder detectar rasgos de una humanidad inci-piente en el niño de Taung, pero los demás pensaron que simplemen-te se había dejado engañar por los rasgos transitoriamente humanoi-des de un simio joven. En consecuencia, cuando Broom descubrió parte de un cráneo y el molde asociado del cerebro de un adulto ma-duro, deberían haberse esfumado los motivos de rechazo contra las proposiciones originarias de Dart. Pero la comunidad antropológica estaba encandilada con la serie de extraordinarios hallazgos realiza-dos en la cueva de Chou Kou Tien, en las cercanías de Pequín, los fó-siles del famoso hombre de Pequín trágicamente perdidos poco antes de estallar la segunda guerra mundial.

Ni siquiera el peso intelectual de William King Gregory, que para entonces había empezado a refrendar con su apoyo a Dart, fue sufi-ciente para alterar los sentimientos imperantes en el seno de la pro-fesión. En efecto, en 1930 King Gregory escribía en la revista Scien-ce: «Si el Australopithecus no es literalmente un eslabón perdido en-tre un grupo driopitecoide más antiguo y el hombre primitivo, ¿qué combinación concebible de características simiescas y humanas se admitiría como tal? El Australopithecus, a juzgar por las caracterís-ticas de su cráneo y su dentadura, fue un pionero de una nueva ge-nealogía, como afirmó Dart desde el primer momento. »29 Recuérde-se que esto ocurría en un momento en que Henry Fairfield Osborn, el superior de Gregory, exaltaba la nobleza y antigüedad del «primer hombre», que ciertamente no tenía ningún parentesco con el simio.

Pocos años después, en 1938, Gregory tuvo oportunidad de visitar a Dart, Broom y sus fósiles en Sudáfrica y quedó aún más convencido de la validez de las opiniones de Dart. El fósil de Taung era «el esla-bón perdido ya encontrado», declaró en una reunión de las Socieda-des científicas y técnicas asociadas de Sudáfrica. «El doctor Dart lle-gó a Ja conclusión en su momento de que esta forma representaba un gran progreso en la dirección de la raza humana; y después de los es-tudios críticos que mis colegas y yo mismo hemos tenido oportuni-dad de realizar, no creo que pueda oponerse ninguna objeción razo-nable a esa conclusión», declaró Gregory para terminar. Ese momen-to «marcaría el inicio (pero sólo el inicio) de la reconsideración cien-tífica del lugar que ocupaba el Australopithecus en la evolución humana»,30 señala Charles Reed, que ha estudiado la historia de este período.

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Broom continuó reuniendo fósiles adultos semejantes al de Taung y justo dos años después de su primer hallazgo encontró lo que sin duda era un segundo tipo de australopitecino. Una versión mucho más robusta del tipo de Taung que recibió el apropiado nom-bre de Australopithecus robustas. Broom fue de hecho uno de los más egregios «divisores» e impuso prácticamente a cada nuevo fósil un nuevo nombre científico, con lo cual durante un tiempo los homíni-dos de las cuevas de Sudáfrica constituyeron un verdadero muestra-rio de nombres. Posteriormente éstos se racionalizaron reduciéndo-los a las dos formas de Australopithecus: africanus y robustus. El des-cubrimiento de una segunda especie de Australopithecus fue, sin em-bargo, un hecho totalmente inesperado que iniciaría lo que con el tiempo llegaría a ser un largo debate sobre la verdadera «frondosi-dad» del árbol genealógico humano.

Aunque se dedicó con entusiasmo a la búsqueda de australopite-cinos, Broom también creía en la autenticidad del hombre de Pilt-dowm, cosa que le creó algunos problemas. Durante una época el hombre de Piltdown pareció ser más antiguo que aquéllos, de lo cual Broom dedujo, según Reed, que los «australopitecinos no podían ser antepasados del "hombre" y por el contrario eran descendientes re-lativamente inalterados de esos antepasados». Aun así, Broom argu-mentó que la estirpe de la que descendían los australopitecinos del Transvaal era más antigua que el hombre de Piltdown y, por tanto, podría ser en teoría antecesora de éste. Pero era sólo una conjetura y sus planteamientos sobre el tema siempre fueron algo confusos.

«Broom continuó empleando las palabras "simios" o "monos-hombre" para referirse a los australopitecinos», dice Reed. Y lo mis-mo hizo Dart. En su artículo de 1925 para la revista Nature, Dart de-signaba al niño de Taung sencillamente como un simio: «una raza ex-tinguida de monos a mitad de camino entre los antropoides vivos y el hombre». En 1967 «Dart todavía llamaba "monos-hombre" a los australopitecinos y "hombres-mono" a los pitecantropinos [esto es, el hombre de Péquín, el hombre de Java, etc.]», observa Reed. De he-cho, la ambigüedad de Dart sobre el término que debía aplicarse al niño de Taung —homínido o simio— sin duda contribuyó al retraso con que la comunidad antropológica se decidió a admitir al Australo-pithecus en el seno de la familia humana.

A la vista de la intensa pitecofobia reinante en la época, segura-mente fue poco prudente por parte de Dart y Broom emplear la pala-bra «mono» para referirse a unas criaturas que a todas luces consi-deraban como miembros putativos de la familia humana. «Ni siquie-ra la comunidad científica estaba preparada entonces para aceptar la existencia de homínidos de principios del pleistoceno o finales del plioceno [unos 2 millones de años atrás] que aún no tenían la aparien-cia que se creía debían tener los homínidos —observa Reed—. El es-pécimen de Piltdown, con su gran cerebro y su mandíbula simiesca, ofrecía un modelo de cómo debía ser el "hombre primitivo" y al mis-

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mo tiempo muchos antropólogos físicos de la época esperaban que unos antepasados homínidos tan primitivos como los australopiteci-nos deberían haber vivido en una época mucho más lejana, puesto que situaban la separación entre los homínidos y los demás primates en el oligoceno [al menos 25 millones de años atrás] o incluso antes (evitando así toda relación con los simios), un punto de vista que ha subsistido.»

Le Gros Clark hace una observación parecida, irónicamente en un libro titulado ¿Monos-hombre u hombres-mono?: «En todos esos pri-meros debates cometimos el error de emplear el término coloquial "mono" [o simio] sin definir exactamente a qué nos referíamos —se ñaló—. La misma utilización imprecisa del término también creó considerable confusión en algunas controversias posteriores. Confu-sión que habría podido evitarse de haber empleado en su lugar los términos científicos de la clasificación zoológica, póngidos (en vez de "simios") y homínidos (en vez de "hombres").»31 Los lectores pue-den juzgar por sí mismos si este tipo de masajes semánticos podría haber mitigado el muy evidente dolor de tener que acoger en la fami-lia humana a un ser que se parecía tanto a un simio.

Las diferencias entre Dart y Keith en cuanto a las implicaciones del fósil de Taung eran superficialmente una cuestión de énfasis, pero en el fondo resultaron ser cruciales. «Keith consideraba al Aus-tralopithecus como una rama colateral extinguida de la familia de los simios, que aun presentando algunas tendencias evolutivas humanoi-des seguía perteneciendo al grupo general de los chimpancés y los gorilas —observa Reed—. Para Dart, Keith interpretaba negativa-mente los datos, en tanto que, para Keith, Dart había dado excesiva importancia a un número aparentemente reducido de caracteres afi-nes a los homínidos, a la vez que tendía a conceder demasiado poco peso a los caracteres póngidos.» Reed sugiere que el principal error de Keith fue comparar la anatomía del niño de Taung con la de los niños modernos. «Evidentemente encontró grandes diferencias, en las cuales se basó para descartar la posibilidad de que el Australopi-thecus fuese un lejano antepasado homínido.» Este tipo de error se ha repetido a menudo —consciente o inconscientemente— a lo largo de la historia de la paleoantropología y en muchas ocasiones particu-larmente en relación a la clasificación del niño de Taung y sus congé-neres.

Solly Zuckerman parece haber caído, por ejemplo, en esta trampa cuando se erigió en defensor de una última trinchera contra la acep-tación del Australopithecus como homínido durante las décadas de los cincuenta y los sesenta. Zuckerman, irónicamente sudafricano, emigró a Inglaterra en 1926 y fue nombrado sucesivamente sir y lue-go lord Zuckerman. Con el tiempo llegó a ser asesor científico de las más altas instancias gubernamentales y posiblemente la voz más in-fluyente en el campo científico en Gran Bretaña. Aparentemente

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también era un pitecófobo, según expresión de William King Gre-gory.

Zuckerman estudiaba medicina en Ciudad del Cabo a principios de los años veinte y el azar quiso que el profesor Raymond Dart pre-sidiera uno de sus exámenes finales de anatomía. Zuckerman dejó impresionado a Dart y éste le dio una carta de presentación para Grafton Elliot Smith. «Probablemente fue lo peor que podía hacer en vistas a mi propio futuro»,32 se lamenta ahora Dart. Así, Dart, des-cubridor y promotor del Australopithecus, que se había sentido ex-pulsado del entorno londinense de Elliot Smith, Keith y otros, ayuda-ría a Zuckerman a recorrer el camino contrario, para convertirse en un ruidoso crítico del Australopithecus.

Zuckerman insistió en que, según los métodos descriptivos con-vencionales de la anatomía, los antropólogos simplemente no habían demostrado que el Australopithecus fuese un homínido. Argumentó que la única forma de demostrarlo realmente era a través de meticu-losas mediciones y análisis estadísticos, método por el que llegó re-petidas veces a la conclusión de que los australopitecinos eran más simios que humanos. En consecuencia, no eran homínidos. Zucker-man estaba cometiendo el mismo error que Keith. Exigía que para ser aceptados como miembros de la familia humana, los australopi-tecinos tenían que haber cruzado la línea divisoria que separa al si-mio de los humanos. Aparentemente, cualquier cosa por debajo de un 50 % de caracteres humanos no era aceptable. «Las técnicas más elaboradas sólo ofrecen respuestas confusas cuando las preguntas están mal planteadas», dijo una autoridad a propósito de los esfuer-zos de Zuckerman.33

Durante su juventud en Sudáfrica, Zuckerman había tenido opor-tunidad de examinar personalmente el cráneo de Taung. «Decidió a entera satisfacción suya que el Australopithecus africanus era un si-mio —señala Reed, conclusión que publicó en 1928—. Y todavía no ha recibido pruebas suficientes para inducirle a cambiar de opi-nión.»34 Al igual que sir Arthur Keith antes que él, Zuckerman pien-sa que los simios y los hombres se separaron ya en el oligoceno, unos 25 millones de años atrás, o más, opinión desarrollada al principio de su carrera y a la que continúa aferrándose. En estas circunstan-cias, resulta difícil imaginar alguna cosa capaz de inducirle a acep-tar como homínido a cualquier criatura anatómicamente primitiva y que sin embargo vivió hace sólo un par de millones de años. Para merecer ser admitida en la familia humana, una criatura de apenas 2 millones de años de antigüedad sin duda debería ser mucho más humanoide y mucho menos simiesca de lo que a todas luces era el Australopithecus, puesto que según los cálculos de Zuckerman debe-ría haberse separado de los simios al menos 20 millones de años antes.

Zuckerman trabajó una temporada en el departamento de Le Gros Clark en la Universidad de Oxford, una relación profesional que

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se rompió de forma un tanto violenta tras las declaraciones de Clark sobre el Australopitecus en 1947. Después de abandonar Oxford para incorporarse a la Universidad de Birmingham, Zuckerman se dedicó a promover un activo programa de investigación sobre la apli-cación de los métodos métricos en paleoantropología. Los resultados obtenidos por él y sus alumnos no tuvieron una acogida entusiasta, como comentaría irónicamente en 1966: «Es todo un récord para un equipo activo de investigadores cuyos efectivos nunca han sido infe-riores a cuatro personas, no haber alcanzado ni un resultado acepta-ble en quince años de asiduos estudios.»35

Pese al poco éxito de Zuckerman en sus intentos de convencer a la comunidad paleoantropológica de sus errores, Dart continúa sin-tiendo un visible resentimiento contra el hombre a quien puso en contacto con Elliot Smith. El motivo es que el documento científico más importante redactado por Dart sobre el niño Taung —una am-plia monografía que completó en 1930— jamás se ha publicado, cir-cunstancia que él achaca a la influencia de Zuckerman. Es cierto que éste llegó a ser muy pronto un miembro respetado y destacado del círculo de colegas de Elliot Smith. Y también es cierto que cuando Dart viajó a Londres a principios de febrero de 1931 para tratar de la publicación de su monografía por la Royal Society, asistió a una cena en casa de Elliot Smith en la que estuvo presente Zuckerman. Pero, como suele ocurrir en estos casos, no existen pruebas tajantes ni en uno ni en otro sentido de los motivos que indujeron a la Royal Society a no aceptar la monografía y Zuckerman rechaza como ab-surda la sugerencia de Dart. Pero éste se mantiene firme en su con-vencimiento y recientemente manifestó: «Empecé a recelar de la in-fluencia de Zuckerman cuando se negaron a publicar mi monogra-fía.» Esto explica su acre comentario durante las celebraciones del aniversario de diamante del niño de Taung, en febrero de 1985: «Sólo desearía que ese Zuckerman estuviera aquí para verlo todo.» Zucker-man, ya jubilado, no fue invitado al encuentro de Johannesburgo y con toda probabilidad no habría asistido de haber recibido una invi-tación.

El encuentro de Johannesburgo constituyó en efecto una impre-sionante demostración de la revolución «impulsada por la brillante clarividencia de Dart», en palabras de Phillip Tobias. El espectro de Piltdown quedaba ya muy lejos. Como también se había abandonado hacía tiempo la noción —en realidad, una preciada esperanza— de un antiguo antepasado dotado de un cerebro de gran tamaño. Y tam-bién quedaba muy atrás la exacerbada pitecofobia de Osborn y otros como él. El niño de Taung y sus congéneres eran criaturas de cerebro reducido y apariencia claramente simiesca. Y eran habitantes re-cientes, en términos geológicos, de las llanuras africanas. Y aun así eran miembros umversalmente aceptados —descontando a Zucker-man y sus colegas— de la familia humana. Eran homínidos. Dart te-nía razón en su valoración del niño de Taung.

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La aceptación por parte de la comunidad paleoantropológica de las conclusiones de Le Gros Clark en 1947 fue rápida y completa, como tiende a ocurrir con la mayoría de las revoluciones científicas. Si bien es cierto que persistieron algunos residuos de pitecofobia, que a veces han llevado a describir a los australopitecinos como más simiescos en su estilo de locomoción que los miembros más antiguos del género Homo. Todavía en fechas tan reciente como los años se-tenta, antropólogos profesionales daban por sentado, a partir de pruebas ínfimas o más frecuentemente sin prueba alguna, que el an-dar bípedo de los australopitecinos era vacilante y desgarbado, inefi-caz en términos energéticos, como el de un gibón en campo descu-bierto. Algünos incluso suponían que se apoyaban sobre los nudillos, como hacen los chimpancés y gorilas modernos. De hecho, análisis anatómicos serios han demostrado que el modo de locomoción de los australopitecinos podría haber sido incluso más eficiente que el del Homo sapiens. Otro ejemplo del viejo problema de la exageración de las diferencias y la minimización de las semejanzas. Los australopi-tecinos sin duda se parecían mucho a los simios del cuello para arri-ba y esto inducía demasiado fácilmente a la gente a pensar que tam-bién se les parecían en otros aspectos. Pero ningún paleoantropólogo situado dentro de las principales corrientes habría llegado al extre-mo de expulsar al niño de Taung y sus congéneres de la familia hu-mana.

Los debates de los investigadores a lo largo de las últimas cuatro décadas han girado precisamente en torn©-al lugar exacto que le co-rresponde al Australopithecus dentro de la familia humana. ¿Fue un antepasado directo de la genealogía Homo, que finalmente desembo-caría en el hombre moderno? Y en caso afirmativo, ¿cuál de las espe-cies Australopithecus dio origen a la Homo? ¿O pueden haber sido los australopitecinos meros primos evolutivos, que evolucionaron paralelamente a la genealogía Homo a partir de un antepasado co-mún aún no descubierto? Louis Leakey, por ejemplo, nunca aceptó la idea de que el género Homo había evolucionado a partir de un aus-tralopitecino. Y los árboles genealógicos humanos que dibuja Ri-chard Leakey a veces parecen relegar al niño de Taung y sus congéne-res a la categoría de primos y no de hermanos. Sin embargo, actual-mente la mayoría de antropólogos comparten la idea de que una es-pecie de Australopithecus ocupó en un tiempo un lugar situado en la línea directa de descendencia del hombre moderno.

En torno a los hombres de Neandertal y de Piltdown, que durante tanto tiempo fueron un obstáculo para la aceptación del niño de Taung y sus congéneres en la familia humana, se desataron profun-das pasiones paleoantropológicas expresadas con vehemencia. Los obstáculos han desaparecido, pero las pasiones subsisten y ahora se manifiestan en los debates modernos sobre el lugar preciso que le co-rresponde al Australopithecus dentro de la familia humana.

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CAPÍTULO 5

Recuperación del mono de Rama

«Jamás volveré a aferrarme con tanta fuerza a un esquema evolutivo concreto —anunció David Pilbeam a principios de 1978—. He llegado al convencimiento de que muchas de nuestras afirmaciones sobre los cómos y porqués de la evolución humana revelan tanto sobre noso-tros mismos, los paleoantropólogos y la sociedad en que vivimos en general, como sobre lo que "realmente" ocurrió.»1

Esta dramática retractación pública dejó atónita a la profesión paleoantropológica porque representaba más que un mero cambio en la filosofía de la ciencia de una persona. Pilbeam y su colega de Yale Elwyn Simons habían representado durante quince años el ali-neamiento prácticamente unánime de la ciencia tras una concepción concreta de los orígenes humanos. A saber, que los humanos se sepa-raron de sus antepasados simiescos hace al menos 15 millones de años y que el primer miembro de la genealogía que conduce hasta no-sotros fue una criatura del tamaño de un babuino conocida como Ra-mapithecus.

La defección de Pilbeam abrió las puertas a la hipótesis rival. Concretamente, que el Ramapithecus no formaba parte de la genea-logía humana y que compartimos un antepasado común con los si-mios hasta hace sólo 5 millones de años. Esta última posibilidad re-presentaba un anatema para la mayoría de paleoantropólogos, no en último término porque quienes la propugnaban eran mayoritaria-mente personas ajenas a la profesión: bioquímicos nada menos.

Cuatro años después de su sincera confesión pública, Pilbeam es-cribía: «Empecé a dudar de la condición de homínido del Ramapithe-cus a partir de mediados de los años setenta por lo menos, pero pro-curé no declarar explícitamente que no lo era hasta tener una idea más clara de qué era entonces. Ahora la tengo.»2 Esa idea más clara partía del análisis de la extraordinaria cara de un simio extinguido descubierta en Paquistán en 1980. Los resultados del análisis, dice Pilbeam, «me abrieron una serie de revelaciones que han cristalizado en nuevas concepciones». El Ramapithecus, concluyó Pilbeaip, no es un protohumano, sino que por el contrario está emparentado de al-gún modo con el gran primate asiático moderno, el orangután. Alen-tado por estos hechos, el paleoantropólogo británico Bernard Camp-bell se decidió a manifestar en la edición de 1985 de su manual La

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evolución humana: «Actualmente hasta los paleoantropólogos más cargados de prejuicios, que concedían escaso valor a las pruebas bio-químicas... tienen que aceptar que el antepasado común del gorila, el chimpancé y los humanos podría no remontarse a más de 6 millo-nes de años atrás.» En la edición anterior —de 1974— del manual, como en todos los textos de esas características, se situaba la separa-ción en un período tres veces más remoto, sin mencionar apenas la alternativa que se desprendía de los datos bioquímicos.

El destronamiento del Ramapithecus —de primer humano putati-vo en 1961 a antepasado extinguido del orangután en 1982— es una de las historias más fascinantes y amargas de la búsqueda de los orí-genes humanos. Algunos profesionales ven en ella una muestra ejem-plar del procedimiento que debería seguir el pensamiento científico, modificando sus hipótesis cada vez que surgen nuevos datos. Otros, en cambio, afirman ver en ella resonancias del caso Piltdown, en el sentido de que los expertos ven en los fósiles exactamente lo que quieren ver. En cualquier caso, no cabe duda de que, además de su papel en la creación de egocentrismos y reputaciones que anima cualquier debate académico, la controversia en torno al Ramapithe-cus demuestra una vez más que la enorme dificultad de inferir rela-ciones a partir de formas fósiles puede provocar fuertes enfrenta-mientos intelectuales. Pero en este caso intervino un elemento adi-cional: la reivindicación por parte de los bioquímicos del estudio de las moléculas de los animales vivos como una metodología superior para la comprensión de las relaciones entre los humanos y los si-mios. Ninguna profesión acepta con agrado la sugerencia de que los métodos que emplea en su principal cometido son inferiores a los de otra profesión, completamente ajena a la suya. Y los paleoantropólo-gos no son una excepción.

La historia del ascenso y caída del Ramapithecus como primer homínido putativo, con el concomitante vaivén de egocentrismos y emociones en la profesión paleoantropológica, puede dividirse en dos partes. En este capítulo describiré el entusiasmo con que se in-terpretaron —o más bien sobreinterpretaron— unos tenues datos fó-siles como indicios seguros de una humanidad incipiente, tanto en lo anatómico como en el comportamiento. La historia del total desmo-ronamiento de estas ideas, desbancadas por los datos moleculares y también fósiles, será el tema del siguiente capítulo.

El reinado del Ramapithecus como primer homínido putativo que duraría veintiún años se inició en noviembre de 1961 con la publica-ción de un corto trabajo de Elwyn Simons del Museo Peabody de Yale. Los restos de Ramapithecus eran —y siguen siendo— modes-tos; en aquel entonces consistían principalmente en dos fragmentos de un solo maxilar superior roto. Como suele suceder, faltaban va-rios fragmentos, incluida la mayor parte del paladar y parte de la re-gión delantera, que resultaron tener una importancia bastante cru-cial. Pese al carácter fragmentario del fósil, Simons pudo detectar

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val ias características que le permitieron relacionarlo con una anato-mía humanoide. Por ejemplo, los dientes caninos eran pequeños, en contraste con los largos caninos, a menudo terminados en punta, de los simios. Los molares individuales se parecían mucho a los de los humanos modernos. La cara era corta y no prominente como en los simios. Pero tal vez lo más importante era que al arco dentario, según la reconstrucción de Simons, podía «atribuírsele una forma parabólica [de arco] y no de U»,3 otra característica humanoide en contraposición a las de los simios.

En su trabajo de 1961 Simons afirmaba que, en base a estas carac-terísticas, «puede defenderse que [el Rama] formó parte, o fue un pa-riente próximo, de la población ancestral de los homínidos pleistocé-nicos y posteriores». Alrededor de una docena de artículos publica-dos durante los diez años siguientes, muchos de ellos en colabora-ción con David Pilbeam, que entró a trabajar con Simons en Yale como estudiante posgraduado en otoño de 1963, reforzaron y amplia-ron esta conclusión. En ellos Simons y Pilbeam sugerían que además de los rasgos hominidoides del maxilar superior, el Ramapithecus probablemente era bípedo y no cuadrúpedo, empleaba útiles para preparar sus alimentos, era cazador y tenía una vida social más com-pleja que la de cualquier simio. El conjunto resultaba impresionante y el establishment paleoantropológico lo hizo suyo rápidamente. Raymond Dart escribió una carta a Simons felicitándole por sus re-sultados. A todas luces, los tiempos estaban maduros para esa hipó-tesis.

La rápida aceptación del Ramapithecus como homínido represen-taba, de hecho, la recuperación de una antigua idea. Los fósiles origi-nales fueron descubiertos por G. Edward Lewis, un estudiante jáe doctorado, en 1932, en el curso de una expedición de la Universidad de Yale a los montes Siwalik en la India. El nombre que escogió para bautizar los fósiles, Ramapithecus, significa «mono de Rama»; Rama es un príncipe de la mitología hindú. Y su interpretación de los mis-mos en un trabajo publicado en 1934 seguía más o menos la misma línea de argumentación que adoptaría luego Simons, casi treinta años más tarde. Pero las hipótesis de Lewis toparon con un rechazo bastante rotundo. Es interesante examinar las razones que motiva-ron una reacción tan distinta.

A primera vista, el desencadenante más evidente parece haber sido una recensión sumamente crítica de uno de los primeros pa-leoantropólogos del momento, Ales Hrdlicka. Este emigrante checo Se había convertido rápidamente en una de las primeras figuras de esta ciencia en Norteamérica, no en último lugar por su intervención en la fundación de la Sociedad Norteamericana de Antropología Físi-ca en 1930. También dirigió durante muchos años la revista de esta asociación, puesto que le confería considerable poder para determi-nar qué era y qué no era aceptable para el establishment. Sin embar-go, para su condena del Ramapithecus escogió las páginas del Ameri-

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can Journal oj Science, donde también había publicado Lewis sus hi-pótesis sobre el fósil. En seis breves páginas, Hrdlicka destrozó el trabajo de Lewis, acusando al joven de haber cometido «una serie de errores»4 y haber extraído conclusiones «totalmente injustifica-bles». El Ramapithecus, sentenciaba, era sólo un simio.

Naturalmente, Lewis quedó sumamente dolido, no en último tér-mino porque Hrdlicka había tenido acceso a los fósiles de Ramapi-thecus —los fósiles de Lewis— mientras éste se encontraba otra vez trabajando sobre el terreno. Al parecer, Richard Lull, supervisor de investigaciones de Lewis en Yale, había autorizado a Hrdlicka a exa-minar las colecciones de aquél. Lull aparentemente se había dejado intimidar por el gran hombre. Pero Lewis no se dejaba impresionar por él. Hrdlicka, dice, «se creía el profeta ungido y elegido para ha-cer esos descubrimientos y destruir la labor de todos los demás».5

El artículo de Hrdlicka caía en algunas contradicciones y, según Si-mons, estaba «sembrado de errores e ingenuidades que un profesio-nal realmente bueno no habría cometido».6 «El hombre no sabía de qué estaba hablando —recuerda Lewis—. Por tanto, no podía tomar-me en serio el contenido de su artículo, pero sí que consideré seria-mente el daño que podía causar a mi reputación.»7

En un intento de salvarla, Lewis escribió «una respuesta serena y moderada». Sin embargo, la réplica jamás llegó a publicarse en le-tra impresa porque el director del American Journal of Science, el propio supervisor de Lewis, Lull, se negó a aceptarla. «Se negaron a publicarla —dice Lewis—, a pesar de reconocer que no había escrito nada ofensivo, porque, según dijeron, Hrdlicka era un hombre im-portante y yo era un joven que vería dañada mi reputación... ¡en la misma medida en que la fría exposición de los hechos y mis comenta-rios corteses le dejasen en ridículo!» La tesis de Lewis —que Pilbeam describe como «un trabajo muy bueno»8 y Simons como «la mejor opinión a que podía llegarse en aquella época»—9 no llegó a publi-carse nunca. Lewis dejó Yale poco después y ya no volvería a hacer ninguna aportación realmente importante a la paleoantropología.

Hrdlicka tenía buenos motivos para querer desacreditar el traba-jo de Lewis, señala Frank Spencer, que ha estudiado este período de la historia de la paleoantropología y a Hrdlicka en particular. «No tenía nada que ver con la forma del maxilar —sugiere—, sino con el lugar donde se había encontrado, esto es, en los confines del Asia central.»10 En opinión de Hrdlicka, la cuna de los orígenes humanos se encontraba en la parte occidental del Viejo mundo. Todo su plan-teamiento giraba en torno a ello, incluidas sus ideas sobre el poste-rior poblamiento del Nuevo mundo. De ahí que le resultara sencilla-mente inaceptable la aparición de los primeros homínidos en la par-te oriental del Viejo mundo. «Por eso destrozó el trabajo de Lewis», dice Spencer.

Simons consideraba el artículo de Hrdlicka de un bajo nivel. «Basta una lectura superficial del artículo para observar en él todas

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las muestras de uu escrito contiovérsico y nada objetivo», escribió en su trabajo de 1961." Incluso llegó a describir el enfoque de Hrdlicka como «amateur».12 «Daba la impresión de una persona que habla de algo que conoce poco con ideas preconcebidas»,13 re-cuerda ahora Simons.

Pero como señala Simons, la verdadera clave de la fría acogida que recibió el Ramapithecus está en un breve y, en retrospectiva, iró-nico fragmento de la diatriba de Hrdlicka: «Aunque [el Rama] está más próximo al hombre que cualquier driopitecino o que el Australo-pithecus en cuanto a la dentadura superior, en general, no puede... caracterizársele legítimamente como un homínido, esto es, como una forma perteneciente a la genealogía humana directa.»14 En otras pa-labras, venía a decir que a pesar de que el maxilar superior del Ra-mapithecus es más humanoide que el del Australopithecus, aun así no se trata de un antepasado humano.

En 1935, cuando Hrdlicka la emprendió contra Lewis, la mayoría de los paleoantropólogos continuaban relegando al Australopithecus a la categoría de algún tipo de simio. Para resultar aceptable para Hrdlicka y sus contemporáneos como potencial antepasado humano, un fósil tenía que parecerse mucho más a un humano que a un simio, como había revelado tan nítidamente la acogida dispensada a los res-tos de Piltdown. «Hrdlicka esencialmente reaccionó de acuerdo con la perspectiva entonces dominante —observa Simons—. Si no acep-taban al Australopithecus como homínido, naturalmente tampoco podían aceptar al Ramapithecus.»15 William King Gregory, como partidario del simio como antepasado del hombre, simpatizaba con los argumentos de Lewis en favor del Ramapithecus, pero prefirió no salir firmemente en su defensa. En resumen, en general, el Rafriapi-thecus, como el Australopithecus, era sencillamente demasiado pri-mitivo, demasiado parecido al simio para los gustos y prejuicios de la mayoría.

Y así, como el niño de Taung de Raymond Dart, el pequeño prínci-pe de Lewis tuvo que esperar que cambiasen las ideas sobre el aspec-to que debía tener un antepasado del hombre antes de ser aceptado. Ese cambio estuvo condicionado a la aceptación previa del Australo-pithecus en el seno de la familia humana ocurrida entre mediados de los cuarenta y la década de los cincuenta y a la aparición de una per-sona capaz de ver en los fósiles de Lewis lo mismo que él había visto.

Simons llegó a Yale, a finales de 1960, con excelentes credencia-les: dos doctorados, uno obtenido en Princeton con una tesis sobre un oscuro grupo de mamíferos y otro de la Universidad de Oxford con un trabajo sobre los primates inferiores o prosimios que vivie-ron en el eoceno (entre 45 y 25 millones de años atrás). Los puntos esenciales de la tesis de Princeton aparecieron publicados en Tran-sactions of the American Philosophical Society y, en opinión de Si-mons, debieron leerlos unas cinco personas en todo el mundo. «A na-die le importaban lo más mínimo esos mamíferos —bromea Si-

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mons, debieron leerlos unas cinco personas en todo el mundo. «A na-die le importaban lo más mínimo esos mamíferos —bromea Si-mons— y eso me permitió ser objetivo.»16

Con el traslado a Oxford tuvo oportunidad de desarrollar su inte-rés juvenil por los orígenes humanos, a pesar de que el verdadero tema de la tesis eran los prosimios fósiles. Su director de tesis fue sir Wilfred Le Gros Clark, el mismo que tuvo una intervención tan fundamental en el tardío reconocimiento de la condición de homíni-do del Australopithecus por parte del establishment británico y en el desenmascaramiento del fraude de Piltdown. Le Gros Clark había es-tablecido unas pautas anatómicas para diferenciar a los simios de los humanos. Un detalle clave era la forma del arco dentario: en los humanos tiene forma de arco o parabólica, señaló, en tanto que en los simios presenta forma de U. Pero Le Gros Clark procuró evitar concentrarse en características aisladas, intentando establecer lo que denominó «patrón morfológico total», una visión del conjunto tridimensional en sentido amplio. Con esa formación llegó Simons a Yale y su condición de dotado escultor y meticuloso científico le ayu-dó a hacer buen uso de ella.

Cuando se incorporó al Museo Peabody de Yale, encontró gran cantidad de instrumentos de trabajo de Lewis y otro material que su predecesor, J. T. Gregory, había dejado en el laboratorio con la idea de que Lewis tal vez acabaría volviendo algún día. Leyó por primera vez la tesis de Lewis y pudo examinar por vez primera los fósiles ori-ginales del Ramapithecus, de los que ya había visto modelos en Prin-ceton. El original no le permitió descubrir nada que no hubiera visto ya en los modelos del maxilar, aparte de comprobar su enorme pare-cido con un maxilar humano, un detalle nuevo que muy pronto des-cubrió. Al cabo de un año ya había escrito y publicado el actualmente famoso trabajo de 1961, titulado «La posición filética del Ramapithe-cus». Pero la recuperación del mono de Rama como homínido tuvo lugar en el contexto de una labor mucho más seria: la ordenación de la tremenda maraña de simios fósiles y antepasados humanos putati-vos contemporáneos del Ramapithecus. Los simios y los miembros de la familia humana se agrupan colectivamente bajo la denomina-ción de hominoides.

Desde el descubrimiento del primer hominoide del mioceno (de 25 a 5 millones de años atrás) en 1856, habían proliferado las denomi-naciones de la especie, hasta el punto de asignar a cada nuevo espéci-men fósil el nombre de una especie distinta. «Había unos 25 géneros diferentes y el doble de especies de hominoides miocénicos —re-cuerda Simons—. Para que esa diversidad de denominaciones estu-viera justificada, los diversos especímenes deberían haber presenta-do importantes diferencias anatómicas. Pero todos se parecían bas-tante.» A veces se llama «segregadores» a las personas que trabajan con fósiles que muestran una tendencia a dar nombres distintos a dos fósiles semejantes y «agrupadores» a los que por regla general

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optan por incluirlos bajo la misma denominación. La segregación ha-bía estado en auge entre los paleoantropólogos. «Algunos incluso re-conocieron haber asignado a su fósil un nuevo género y especie para destacar la importancia que le atribuían. Cuantos tenían oportuni-dad de describir un fósil sentían el deseo —tal vez consciente, tal vez inconsciente— de que se tratara de algo nuevo, en vistas de su propia promoción personal.»

Una razón de que se mantuviera durante tanto tiempo la plétora de nombres de los fósiles fue, según Pilbeam, que nadie los había es-tudiado todos. «Louis Leakey y Le Gros Clark habían hecho algún trabajo en este sentido en los años cuarenta y cincuenta, pero muy limitado. Indicaron que había demasiados nombres. Es posible que las conversaciones con Le Gros Clark sobre el tema influyeran en Elvvyn.»17

En cualquier caso, el caos paleoantropológico era grande y tal vez no deba extrañarnos que el Ramapithecus permaneciese relegado al olvido durante tanto tiempo en medio de esa abundancia de nombres en la que nadie conseguía orientarse. Un factor que contribuyó a que se avanzara lentamente en este campo, sugirió Simons en 1963, fue «la idea, expresada por algunos paleontólogos especializados en ver-tebrados, de que la evolución de los primates superiores, y del hom-bre en particular, es un tema demasiado controvérsico y confuso para merecer un estudio serio».18 Pero Simons lo abordó con vigor. «Cuando yo llegué a Yale, en otoño de 1963, ya había avanzado mu-cho —recuerda Pilbeam—.19 Muy pronto todo empezó a encajar.» Un par de meses después de iniciar su colaboración, Pilbeam ya ha-bía escrito un artículo para American Scientist, en colaboración con Simons, en el que dejaban sentadas las líneas generales de la posi-ción sobre el Ramapithecus que mantendrían durante varios años. Y un año después prácticamente habían terminado de poner orden en la maraña de hominoides miocénicos. Simons y Pilbeam redujeron la taxonomía hominoide a unos pocos géneros y un puñado de especies: fueron superagrupadores.

«Fue un período muy excitante —recuerda Pilbeam—. En poco tiempo conseguimos establecer una historia sumamente ordenada.» «David llegó a conocer en muy poco tiempo todas mis opiniones so-bre esos animales —añade Simons—. Su manera de ser le llevó a apo-yar firmemente las posiciones que yo había mantenido solo hasta en-tonces.» La colaboración entre ambos era tan buena y sus ideas tan compatibles que sus identidades separadas prácticamente se fundie-ron durante un tiempo. Un posgraduado estaba convencido de que se trataba de una sola persona, no dos, y pasó una gran vergüenza cuan-do un día se acercó al departamento de antropología para pedir una entrevista con el doctor Simons Pilbeam.

Al descartar la mayoría de nombres genéricos y específicos em-pleados para designar los hominoides del mioceno, reduciéndolos a sólo un puñado, Simons y Pilbeam crearon un cuadro general mucho

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más simple de los primates superiores, demasiado simple según se demostraría luego. «Me sería imposible decirle cuántas veces nos fe-licitaron —dice Simons—. La gente estaba esperando visiblemente la clasificación. »20

Es decir, la mayoría de la gente. Louis Leakey no la acogió con agrado, sobre todo porque dos importantes grupos de sus fósiles ha-bían quedado relegados al anonimato en el proceso. El primero era un maxilar superior de 15 millones de años de antigüedad, llamado Kenyapithecus, procedente del oeste de Kenya, que él consideraba un resto de un homínido muy antiguo, como el Ramapithecus. Por una coincidencia, Leakey descubrió sus fósiles homínidos putativos el mismo año, 1961, en que Simons recuperó al mono de Rama para la hominicidad. Pero el Kenyapithecus presentaba diferencias con el Ramapithecus. Leakey decía que era más antiguo y, cosa más impor-tante, estaba convencido de ello. Bautizó su fósil con el nombre Ke-nyapithecus wickeri. Posteriormente descubriría una segunda espe-cie del mismo género, que denominó Kenyapithecus africanus, seña-lando que aún era más antigua; «el miembro más antiguo de la fami-lia Hominidae»,21 proclamó Leakey. Y el segundo grupo incluía un cráneo de entre 20 y 25 millones de años de antigüedad, que en opi-nión de Louis Leakey podía representar a un antepasado de los mo-dernos chimpancés, que denominó Proconsul.

Simons y Pilbeam examinaron los maxilares del Ramapithecus y el Kenyapithecus y llegaron a la conclusión de que no existían dife-rencias entre ambos, pese a los miles de kilómetros de distancia geo-gráfica y el millón de años como mínimo que los separaban. Siguien-do las normas de la nomenclatura, al haberse acuñado primero el nombre Ramapithecus, el término Kenyapithecus escogido por Lea-key quedó relegado. Y siguiendo el mismo razonamiento, el Procón-sul pasó a ser una especie del género Dryopithecus. Leakey, indigna-do, protestó que se trataba de «un caso extremo de agrupamiento ta-xonómico».

Pilbeam no tardaría en sentir las consecuencias de la indignación de Leakey por la superagrupación que amenazaba con deshancar a los fósiles de Kenya. En 1964 presentó algunos de los planteamientos desarrollados con Simons para la revisión de los simios del mioceno en un reducido encuentro científico organizado en Chicago por la Fundación Wenner-Gren. Veinte participantes, Leakey entre ellos, le escuchaban en torno a una ancha mesa. El procedimiento seguido en este tipo de encuentros, que los profesionales reconocen como los más útiles desde el punto de vista científico, incluye la distribución previa de las ponencias. Las reuniones se dedican exclusivamente al debate, sin exposiciones formales. «Elwyn y yo habíamos preparado una ponencia sobre nuestra revisión, todavía no publicada, de los driopitecinos, en el cual decíamos que el Kenyapithecus wickeri era un Ramapithecus punjabicus y que el Proconsul era un Dryopithecus —recuerda Pilbeam—. Había empezado una exposición oral cuando

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Leakey se levantó bruscamente y empezó a acusarme a gritos de lia ber perdido el juicio y a protestar "no tenemos por qué volver a escu-char todo eso". Miré a mi alrededor, pero nadie salió en mi ayuda. El moderador no dijo nada. Entonces le dije a Leakey: "No pienso ca-llarme. Yo tengo la palabra. El que no está bien de la cabeza es usted. Siéntese y cállese." Curiosamente, lo hizo.»22 Pilbeam terminó su exposición y, una vez acabada la sesión, se refugió en un rincón para lamerse las heridas.

«Todos lo consideramos muy injusto —dice Simons—. David era joven en la profesión y Louis era uno de los decanos. Hechos como ése indujeron a la gente a tratarle con poca consideración por escri-to. Aparte de los errores de bulto que cometía y que estimulaban las críticas contra él, también influían esas fanfarronadas.» Visto en re-trospectiva, Pilbeam piensa que salió vencedor del incidente, al no ceder ante Leakey. En cualquier caso, con él quedó sellada una ani-mosidad más o menos continuada entre ambos, sin que ninguno de los dos perdiera oportunidad de azuzar al otro en sus publicaciones. Las ocasiones fueron abundantes.

Mientras tanto, el Ramapithecus ya había iniciado hacía tiempo su nueva carrera. Sin embargo, las colecciones de fósiles de Yale pre-sentaban un detalle curioso. Todos los fósiles asignados al Ramapi-thecus eran fragmentos de maxilares superiores. No había ni una sola mandíbula inferior. Una discrepancia difícil de explicar si se considera que las mandíbulas, con su densa estructura ósea, son con mucha diferencia la parte más resistente del esqueleto. Al mismo tiempo, también había fragmentos de otra criatura recuperada por Lewis en la India, que bautizó como Bramapithecus y que en s i opi-nión también podría ser un homínido. Todos los fósiles de Bramapi-thecus eran mandíbulas inferiores. Había ocurrido lo que ya se adivi-na: un caso de supersegregación. Los fósiles de Ramapithecus con-cordaban perfectamente con los de Bramapithecus y el mono de Rama por fin consiguió una dentadura inferior. Simons publicó esta observación en 1964 en Proceedings of the National Academy of Sciences, al tiempo que reafirmaba su conclusión de que el Ramapi-thecus representaba casi con toda seguridad un antiguo homínido. «Esta determinación —proclamaba— multiplica por diez el período aproximado de tiempo al que pueden remontarse con relativa seguri-dad los orígenes humanos.»23 En una ciencia cuyos profesionales siempre han intentado «alejar el origen del hombre en el tiempo», Si-mons sin duda se lleva la palma con la anterior afirmación.

"Pero lo que más llamaba la atención no era la antigüedad de los fósiles, sino sobre todo el cuadro completo que parecían pintar. «El cambio evolutivo en una importante zona adaptativa, indicado en el caso del Ramapithecus por la reducción del hocico y de los dientes anteriores (premolares, caninos e incisivos), podría estar correlacio-nado con un mayor uso de las manos y el desarrollo incipiente de la postura bípeda»,24 señalaban Simons y Pilbeam en un artículo pu-

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blicatlo en 1965. «Los alimentos también deben haberse preparado para la masticación por medios no dentarios», observó Pilbeam un año después.25 Y añadía: «Probablemente se hacía un amplio uso de las manos, tal vez también acompañadas de útiles.» El Ramapithecus podría haber sido totalmente bípedo y totalmente terrestre, especu-laba, lo cual «explicaría su amplia distribución». Preguntándose por qué se encuentran tan pocos fósiles de Ramapithecus, Pilbeam am-plió el cuadro adelantando la siguiente explicación: «Puede que fue-sen criaturas con una densidad de población muy baja, puede que tal vez ya fuesen cazadores.»26 La especulación de Pilbeam se basa en la «pirámide de la naturaleza», en la que los cazadores, en número reducido, ocupan el vértice, mientras las especies cazadas, muy nu-merosas, se sitúan en la base.

Así se estableció un cuadro muy completo de un animal; no sólo de su apariencia, sino también de su modo de vida. Y todo a partir de unos pocos fragmentos de maxilares y mandíbulas y sus dentadu-ras. «Sí, la descripción ofrece el panorama completo de la concep-ción darwiniana de los orígenes del hombre27 —observa ahora Pil-beam—. Nos fijamos en los pequeños caninos de los fósiles y todo lo demás siguió por añadidura, interrelacionado de algún modo. La concepción darwiniana cuenta con una larga tradición y su influen-cia era muy poderosa.»

Darwin sólo mencionó de pasada la evolución humana en El ori-gen de las especies, su obra clásica de 1859, pero trató ampliamente el tema doce años después en La genealogía del hombre. Sin contar con la guía (o la restricción) de un registro fósil, Darwin describió el posible proceso seguido por los humanos para abandonar el estado de simios. Explicó la postura erecta del hombre, su capacidad de ma-nipulación (con el manejo de útiles y armas) y el tamaño reducido de su dentadura, todos factores de la preeminente posición del hombre en el planeta. «El hombre no podría haber alcanzado su presente po-sición dominante en el mundo sin la utilización de sus manos [...] Pero las manos y los brazos difícilmente pudieron perfeccionarse hasta ser capaces de fabricar armas, o de proyectar piedras o lanzas con acertada puntería, mientras continuaron utilizándose habitual-mente para sostener todo el peso del cuerpo [...] o mientras estuvie-ron especialmente adaptadas para trepar por los árboles.»28

Así se hizo bípedo el hombre. Pero ¿cómo se explican los cambios en la dentadura y el tamaño de la mandíbula? «Los primeros antepa-sados machos del hombre [...] probablemente estaban dotados de grandes dientes caninos; pero a medida que fueron adquiriendo gra-dualmente el hábito de emplear piedras, mazas u otras armas para luchar contra sus enemigos o rivales, cada vez fue menor el uso de los dientes y mandíbulas. En este caso, las mandíbulas, y con ellas los dientes, se habrían reducido de tamaño.» En otras palabras, todo va ligado: unos dientes de pequeño tamaño implican el uso de útiles

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y armas, que requiere una capacidad de manipulación perf ecciona-da, la cual a su vez implica una postura erecta.

«Bastaba que un fósil presentara unos caninos reducidos para que de ello se desprendiera la convicción de que se trataba de un ho-mínido y todo el resto, como parte del paquete funcional29 —dice Pilbeam—. Toda esta concepción refleja la expectativa de que el pri-mer homínido fuese ya una criatura bastante especial, bastante pró-xima ya a ser humana. Que fuese en gran parte un animal cultural.»

Actualmente, Simons se muestra tajante al juzgar la presencia de estos elementos darwinianos en los antiguos trabajos redactados con Pilbeam. «Ése es el sello de David. Yo nunca creí realmente que los ramapitecinos fuesen constructores de útiles. No creía que eso fuese necesario para que fueran homínidos. David se formó en un departa-mento de antropología. Yo no; mi formación fue paleontológica. No me interesa tanto intentar reconstruir el comportamiento de un ani-mal del que sólo poseemos algunos fragmentos de mandíbula y algu-nos dientes.»30 Simons afirma con vehemencia las diferencias con su coautor: «Yo no me permito el lujo de hacer especulaciones sobre un animal que ya no existe.»

Pero todas esas posibles diferencias entre Simons y Pilbeam per-manecían en un plano muy secundario y raras veces salieron a la luz en los años sesenta. La unanimidad de opiniones era profundamente sentida y la expresaban con firmeza.

Én 1968 ya se había descubierto otra característica anatómica en la que se creía ver un vínculo entre el Ramapithecus y el Australopi-thecus y los humanos modernos. Todos ellos presentan una gruesa capa de esmalte sobre los molares, mientras que en los chimpancés y gorilas ésta es fina. Naturalmente —pero de forma equivocada, como se demostraría luego— se dedujo que los antropoides africa-nos representaban el estado primitivo y que la «línea humana» había desarrollado la gruesa cobertura de esmalte de los molares como una especialización. En aquel entonces nadie sabía que los oranguta-nes también tienen los molares recubiertos de una gruesa capa de es-malte. Y nadie se tomó la molestia de verificar qué sucedía en el res-to de simios del mioceno; de hecho, una gruesa capa de esmalte es un rasgo común, una condición primitiva, no especializada. Pero en 1968, la idea de que el Ramapithecus, el Australopithecus y los huma-nos modernos compartiesen esta «especialización» encajaba perfec-tamente con la concepción de los orígenes humanos ortodoxa en aquellas fechas y con la idea de que los simios eran criaturas bastan-te primitivas. De hecho, como escribió recientemente Pilbeam: «La presencia de una gruesa cobertura de esmalte en los molares del Ra-mapithecus [...] llegó a constituir la prueba más fehaciente para aso-ciar a este hominoide tardío con el Australopithecus, también dotado de una gruesa capa de esmalte.»31

Las ideas del dúo de Yale sobre la datación de la divergencia en-tre los simios y los humanos también fueron tomando cuerpo, princi-

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pálmente a partir del cuadro que creían ver perfilarse a partir de la revisión de los simios del mioceno. Entre esos fósiles, Simons y Pil-beam creyeron poder identificar algunos antepasados directos de los grandes simios modernos. «En aquel tiempo —hace 20 millones de años— existían tres especies separadas de un género llamado Dryo-pithecus muy probablemente antecesoras del chimpancé, el gorila y el orangután 32 —escribió Pilbeam en 1968—. En mi opinión, esas antiguas especies de póngidos ya estaban demasiado especializadas, demasiado avanzadas en la vía de la simiedad, para que de ellas se derivaran homínidos. Cabe esperar, por tanto, que algún día encon-traremos homínidos todavía más antiguos que el Ramapithecus\ es posible incluso que las ramas homínida y póngida se hayan desarro-llado separadamente durante 30 millones de años o más.» Así, los pa-leoantropólogos comenzaron a propagar, al menos durante un tiem-po, la idea del origen sumamente remoto de la genealogía humana, opinión que rápidamente quedó incorporada a los diagramas de los manuales.

La idea fue, naturalmente, del agrado de Louis Leakey, puesto que si el Ramapithecus había vivido 15 millones de años atrás en Asia y el Kenyapithecus todavía antes en África, entonces, como él ya ha-bía señalado, el primer homínido debía ser considerablemente más antiguo.

Pero históricamente, lo más interesante en este contexto es el he-cho de que Simons y Pilbeam estuviesen dispuestos a ver en unos fó-siles con 20 millones de años de antigüedad la prefiguración de los simios modernos, pese a la práctica inexistencia de un registro fósil entre uno y otro extremo. Esta idea, profundamente arraigada en su concepción, quedó articulada en su revisión de los simios del mioce-no, publicada en 1965: «... parece improbable que en un grupo bioló-gicamente tan exitoso como el de los primates superiores se produje-se la extinción de muchas especies excepto como transición a espe-cies posteriores».33 De este supuesto se desprendía una sencilla con-secuencia: si se espera ion nítido desarrollo sin obstáculos de las líneas genealógicas a lo largo de extensos períodos de tiempo, tam-bién se espera encontrar fácilmente antepasados muy antiguos si uno los busca. «Encontramos exactamente lo que esperábamos en-contrar»,34 reconoce Pilbeam.

Aunque ambos firmaron también la revisión, en este caso Pil-beam afirma que la idea procedió sobre todo de Simons, aunque él la suscribió en su momento. «El esquema es muy claro, con una fir-me vinculación entre ascendientes y descendientes 35 —comenta ahora—. Pocos linajes se extinguían y los hominoides aparecían como un grupo de una simplicidad prístina.» Pilbeam ahora conside-ra peregrina esta visión simple y escalonada de la evolución. «Actual-mente ha quedado claro que la evolución se parece más a un mato-rral que a una escalera. Sencillamente no es posible trazar largas lí-neas rectas a través del tiempo como hicimos nosotros.»36

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La primera década que siguió a la recuperación del Ramapitln-cus había quedado inscrita, a todos los propósitos, como un gran éxi-to en los anales de la paleoantropología. Esos fósiles largo tiempo ol-vidados habían salido de las penumbras donde permanecían relega-dos una vez reconocidos sus diversos rasgos humanoides: el tamaño reducido de los caninos y demás dientes anteriores, la forma curva del arco dentario, la cara corta y la gruesa capa de esmalte de los mo-lares. El mono de Rama con sus modestos atributos se revistió así con el manto de la hominidad y todo lo que éste implicaba: había sido un animal bípedo, cultural, diestro en la manipulación manual y muy sociable. En otras palabras, los fósiles se adecuaban a la hipótesis prevaleciente sobre los orígenes humanos, que en esencia era la hipó-tesis darwiniana. Y para la mayoría de los paleoantropólogos la his-toria resultaba convincente. Con defensores de la estatura académi-ca de Simons y Pilbeam —ambos eran profesores de Yale, uno de ellos (Simons) doctorado en la Universidad de Oxford y el otro (Pil-beam) en la de Cambridge— detrás del Ramapithecus, difícilmente podría haber ocurrido de otro modo.

Pero a partir de 1970 comenzaron a producirse muchos cambios en la paleoantropología y la situación del Ramapithecus comenzó a resultar todavía más incómoda. Por ejemplo, hubo un cambio en la hipótesis dominante sobre los orígenes humanos con la consiguiente evolución de las ideas sobre el tipo de rasgos anatómicos que podían considerarse indicadores importantes de la condición de homínido. Y nuevas interpretaciones de algunos fósiles kenyanos indicaron que el Ramapithecus debía de ser mucho más primitivo de lo que se ha-bía supuesto. Aun así, Pilbeam y Simons lograron mantener su defen-sa del Ramapithecus, sobre todo a base de ajustar sus planteamien-tos a las nuevas pruebas. Pero finalmente la antes firme convicción de Pilbeam comenzó a desmoronarse y antes de terminar la década, volvía a considerar al mono de Rama simplemente como tal, como un simio.

Lo primero que ocurrió durante esa década de transformaciones fue lo que los sociólogos de la ciencia denominan un cambio de para-digma: una nueva hipótesis sustituyó a una de las grandes hipótesis establecidas. Concretamente, el modelo darwiniano, que ponía el acento en los útiles y la cultura como principal motor de la evolución humana, fue remplazado por otra hipótesis muy distinta. Clifford Jolly, un investigador británico de la Universidad de Nueva York, propuso la nueva hipótesis en 1970 en un trabajo que ha llegado a ser un clásico, titulado simplemente «Los consumidores de semillas». Como en la mayor parte de los campos científicos, el término «clási-co» denota aquí que el trabajo casi con toda seguridad es erróneo en todos los detalles, excepto en uno: la filosofía que lo informa.

Jolly postulaba que toda la estructura dentaria y facial de los pri-meros homínidos no era producto de un conjunto de condiciones cul-turales, sino de los requisitos biomecánicos necesarios para la masti-

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cación de pequeñas semillas duras. En vez de comer frutas blandas con grandes mordiscos como los chimpancés, por ejemplo, los homí-nidos tenían que triturar esos pequeños objetos empleando los dien-tes como si fuesen piedras de molino. Y la trituración requería el desplazamiento lateral de la mandíbula inferior con respecto a la su-perior, a fin de poder aplastar los objetos entre los molares superio-res e inferiores, que debían tener la configuración de pequeñas pie-dras de molino. Este movimiento de la mandíbula es imposible en presencia de largos caninos salientes. En consecuencia, tuvo que re-ducirse el tamaño de los caninos. Una cara corta genera, por otra parte, la biomecánica más eficiente para esa acción de trituración.

El guión de Jolly va más lejos. Las habilidades manipulativas, in-cluido el desarrollo de los pulgares característicos de los humanos, están especialmente adaptadas a las exigencias de la recolección de pequeños objetos del suelo. Y una postura erguida del tronco —no el andar bípedo sino una «preadaptación» para el mismo— es pro-ducto de la posición más eficiente del cuerpo para esta estrategia ali-mentaria, que es la posición en cuclillas. La hipótesis de Jolly estaba inspirada en su mayor parte en la observación del comportamiento de los babuinos gelada de Etiopía, cuya conducta alimentaria incluye algunos elementos del modelo de los consumidores de semillas.

«El trabajo de Jolly marcó un cambio sumamente importante en la paleoantropología —dice ahora Pilbeam—, no tanto por los deta-lles de su planteamiento, sino por el enfoque totalmente distinto que adoptaba para analizar los orígenes humanos. Desplazó el centro de atención de la cultura a la alimentación y la conducta alimenta-ria. »37 Por primera vez se argumentaba que importantes rasgos ho-mínidos —la postura bípeda, la cara corta y las habilidades manipu-lativas— habían surgido en ausencia de toda cultura. Esto introdujo un cambio de los que hacen época en las ideas sobre los orígenes hu-manos.

Un problema de la concepción del homínido primitivo cultural, señala Pilbeam, era que casi no dejaba cabida para otro tipo de for-ma intermedia, para cualquier tipo de homínido precultural. En el modelo de Darwin, el motor de la cultura está presente desde el prin-cipio y uno siempre piensa en algún refinado tipo de humano primiti-vo. En palabras de Pilbeam: «Los más primitivos siempre acaban pa-reciéndose a los posteriores en esos planteamientos.» Con el modelo de Jolly resulta concebible la evolución de un simio bípedo dotado de elaboradas habilidades manipulativas, que posteriormente podrá desarrollar o no un comportamiento cultural.

¿Qué suerte corrió el Ramapithecus con este cambio de paradig-ma? En palabras de Milford Wolpoff, paleoantropólogo de la Univer-sidad de Michigan: «El centro de atención se desplazó de la parte an-terior a la parte posterior de la mandíbula y el Ramapithecus siguió siendo un homínido.»38 En otras palabras, los diminutos caninos ha-bían sido antes la clave para el acceso a la hominidad, papel que aho-

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ra adoptaban los molares en forma de muelas. Y el Raniapitlta lis s;t lía tan airoso con la aplicación de este criterio, como antes ante el de los caninos: seguía entrando en de la categoría de homínido. El he-cho de que pese a haberse modificado totalmente los criterios inte-lectuales para determinar la condición de homínido putativo del Ra-mapithecus, la conclusión siguiese siendo la misma, no pareció preo-cupar demasiado a Pilbeam y Simons, al menos no en un primer mo-mento. «Deberíamos haber comprendido cuán frágil era nuestra argumentación original —dice Pilbeam—. Y esto debería habernos hecho más cautos. Pero no fue así.»39

Irónicamente, la presentación y desarrollo de la hipótesis de los consumidores de semillas vino en ayuda del Ramapithecus, pues a medida que avanzaban los años setenta fueron surgiendo críticas cada vez más incisivas que demolieron algunos de los soportes más tradicionales de su inclusión entre los homínidos. Uno de los blancos principales de estas críticas fue la forma de la mandíbula. Si la hipó-tesis de los consumidores de semillas no hubiese ratificado aparente-mente su condición de homínido, los datos sobre la forma de la man-díbula sin duda habrían tenido mayor y más rápido impacto sobre la posición del establishment.

Simons, como recordarán, había reconstruido las dos mitades in-completas del maxilar superior del Ramapithecus, señalando que «el arco que forma la dentadura presenta la misma curva que en el hom-bre, en vez de ser parabólico, o en forma de U, como en los si-mios».40 Aplicó el criterio de Le Gros Clark para distinguir entre si-mios y humanos, pero, como tantas veces sucede, esta simple dicoto-mía —en forma de arco o en forma de U— pecaba de exceso de sim-plificación. «El problema —observa ahora Simons— está en que los fósiles raras veces son como uno espera. Es decir, las dicotomías que establecemos a partir de las formas modernas —la forma del maxi-lar en los simios y los humanos en este caso— simplemente no son aplicables cuando nos remontamos a diez, veinte o treinta millones de años atrás. Los fósiles tienden a presentar una combinación im-predecible de formas conocidas y desconocidas.»41 Pero este buen juicio retrospectivo tardaría en tomar cuerpo.

Una de las primeras indicaciones de que algo podía fallar en la in-terpretación de la forma del maxilar surgió en 1971 a través de un trabajo de Peter Andrews, un estudiante británico colaborador de Louis Leakey en Kenya. Andrews, que posteriormente tendría una in-tervención decisiva en el descubrimiento de la verdadera identidad del Ramapithecus, había estudiado paleoantropología con Louis Lea-key como una segunda carrera, después de una formación inicial en ciencia forestal. Una licenciatura en antropología en la Universidad de Cambridge le proporcionó las bases intelectuales, y la estrecha co-laboración con Leakey le permitió adquirir una experiencia de pri-mera mano en el trabajo con fósiles originales, cuando lograba acce-der a alguno, deberíamos precisar. «Leakey guardaba lo> fóalles en

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una caja Inerte en su despacho del museo y él tenía la llave —recuer-da Andrews—,42 Era muy dífícil conseguir ver los especímenes. Era preciso localizarlo primero, y cogerle de buen humor, para que él te abriera la caja fuerte.»

A finales de 1970, Andrews aprovechó una de esas ocasiones para examinar el maxilar superior del famoso Kenyapithecus wickeri y una mandíbula inferior encontrada en la misma localidad. «Leakey y Simons habían identificado por separado esa mandíbula inferior como perteneciente a un ejemplar de una especie de Dryopithecus, un simio del mioceno. Examinando esos especímenes, junté la man-díbula inferior con el maxilar superior del Kenyapithecus y compro-bé que encajaban perfectamente; la forma general, los detalles anató-micos, todo concordaba. Podrían haber pertenecido perfectamente al mismo individuo.» Expuso esta observación en un breve artículo publicado en Nature el mes de mayo siguiente, en el que se limitaba a exponer que el Kenyapithecus wickeri ya contaba también con una mandíbula inferior.

Pero la implicación era obvia. Una mandíbula inferior que hasta entonces se había identificado como perteneciente a un simio por su estructura primitiva, de hecho pertenecía a un homínido putativo. Ergo, el homínido debía tener una apariencia bastante más primiti-va, bastante más simiesca de lo que se había supuesto. Este descubri-miento no supuso un gran golpe para la confianza de Pilbeam. Signi-ficaba que «nos hallábamos ante un homínido muy primitivo. Teóri-camente eso no debía plantear ningún problema —comenta ahora—. No perdí demasiado tiempo comentándolo con Elwyn».43 Andrews recuerda que el artículo de Nature no complació especialmente a Si-mons, aunque no puso en duda su interpretación.

Pero la consecuencia más importante de la observación de An-drews fue una colaboración con Alan Walker para reconstruir las mandíbulas del Kenyapithecus. Walker, que con el tiempo llegaría a ser el más próximo colaborador de Richard Leakey, es, al igual que Simons, muy buen escultor y se precia de poseer muy buen ojo para las formas tridimensionales. Walker y Andrews trabajaron con co-pias en yeso de los originales, algunas en forma de imágenes inverti-das como las de un espejo, hasta construir una mandíbula de forma muy distinta a la aceptada para el Ramapithecus. El animal poseía «una dentadura casi recta, en vez de la dentadura bastante separada y curvada que encontramos en el hombre moderno»,44 anunciaron en el número del 3 de agosto de 1973 de Nature. Estaba claro, seguían diciendo, «que no presentaba el arco dentario redondeado postulado en anteriores reconstrucciones». Esta observación iniciaría una po-lémica con Simons que todavía se prolonga.

Walker y Andrews no llegaron a decir que eso significaba que el Ramapithecus no podía ser un homínido, pero el tipo de mandíbula que describían coincidía bastante con la forma clásica de Le Gros Clark para la mandíbula de los simios. «Intentaban buscarle las cos-

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quillas a Simons, supongo —dice ahora S i m o n s — P e r o hicieron una de las reconstrucciones mandibulares más absurdas jamás vis-tas. Presenta seis errores distintos de orientación. No tuvieron en cuenta cuán maltrecha y deformada estaba. El talento de Alan como escultor ciertamente no se manifestó en esa reconstrucción.» Simons escribió una larguísima carta a Walker y Andrews en la que les seña-laba los errores que en su opinión habían cometido. También prepa-ró un extenso manuscrito en que criticaba la reconstrucción, pero nunca llegó a publicarse, según él porque era demasiado destructivo. Pilbeam reaccionó de modo distinto. «Su trabajo me pareció más o menos correcto. Pensé que la reacción más adecuada sería decir: Tie-nen razón. Pero me plegué a la opinión general. Me sentía incómodo, pero no lo suficiente para romper filas.»46 Por aquel entonces, la unanimidad entre Pilbeam y Simons no era ya tan intensa, aunque seguían expresándola en público.

Otros estudiosos comenzaron a criticar la reconstrucción del ma-xilar superior del Ramapithecus realizada por Simons, basándose fundamentalmente en que su carácter fragmentario hacía imposible interpretar con seguridad su forma. Entre estos críticos estaban Mil-ford Wolpoff y dos alumnos suyos, David Frayer y Leonard Green-field. «Prácticamente no les hicimos caso», dice Pilbeam.

No obstante, un cierto grado de incertidumbre comenzó a inquie-tar a Pilbeam. Su cambio de postura en relación a la hipótesis princi-pal sobre los orígenes humanos comenzó a reflejarse en sus escritos; por ejemplo, comentó que el Ramapithecus «podría muy bien no ha-ber sido bípedo» y «no parece haber sido un constructor habitual de útiles».47 Y también empezó a mostrarse menos dogmático en sus afirmaciones de que el Ramapithecus era un homínido. «Pienso que existen al menos un 75 % de probabilidades de que el Ramapithecus fuera un ancestro de los Hominidae posteriores», escribió en 1972. También cambió de opinión en cuanto a la antigüedad del primer ho-mínido. «Otros investigadores argumentan en favor de una separa-ción de los linajes humano y antropoideo en un momento anterior in-cluso a los quince millones de años atrás. Yo he dicho lo mismo, pero ahora considero muy improbable cualquier divergencia muy ante-rior a los quince millones de años atrás», manifestaba en el mismo escrito.

En los años de mediados de la década de los setenta, Pilbeam co-menzó a llegar al convencimiento de que el material fósil entonces disponible simplemente no constituía un fundamento adecuado para el tipo de conclusiones generalizadoras que habían venido haciéndo-se. Su incertidumbre fue creciendo hasta llevarle a abstenerse prác-ticamente de hacer ninguna manifestación sobre el Ramapithecus y su condición de homínido putativo. «Sus colegas empezaron a bro-mear sobre ello»,48 recuerda Simons. Pero Pilbeam siguió guardan-do silencio, a la espera de algún elemento que le indujera dar una nueva orientación a sus planteamientos.

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Ese elemento —un nuevo fósil— llegó a sus manos en enero de 1976, durante la expedición de Pilbeam a la meseta de Potwar, en Pa-quistán, situada a unos 400 kilómetros del lugar donde Lewis había encontrado el maxilar superior original de Ramapithecus. Los sedi-mentos en esa zona forman una capa de kilómetro y medio de espe-sor, resultado de la acumulación masiva de material arrastrado des-de los Himalayas a lo largo de millones de años, y de ellos se ha obte-nido una abundante colección de homínidos miocénicos. Aquel día del mes de enero, Wendy Barry encontró la mitad izquierda comple-ta de una mandíbula de Ramapithecus, el mejor fósil recuperado por la expedición hasta aquella fecha. Pero, cosa más importante, el frag-mento concordaba claramente con otro desenterrado antes por Mar-tin Pickford, otro miembro de la expedición, el último día de las exca-vaciones del año anterior. Pronto se localizaron varios fragmentos más de la misma mandíbula, que en conjunto formaban el espécimen de Ramapithecus más completo jamás descubierto. «Muchos pensa-mientos cruzaron mi cabeza —escribiría luego Pilbeam—, entusias-mo y alegría por lo que eso significaba para la expedición, para los descubridores, satisfacción personal; pero, sobre todo, empecé a mo-dificar el derrotero de mis razonamientos, porque comprendí que se-ría preciso revisar nuestras anteriores convicciones sobre el Rama-pithecus y toda la historia de los orígenes humanos.»49

Lo que de hecho vio Pilbeam fue que la pequeña mandíbula que tenía en la mano presentaba una forma similar a una V truncada, no la forma de arco de circunferencia que «debería» haber presentado. «Creo que siempre me había sentido poco satisfecho con la forma curva de la reconstrucción original —dice ahora—, porque no se ve la línea media. Según pudo comprobarse, Len Greenfield y los demás tenían razón, pero yo necesitaba convencerme por mí mismo.»50

La principal consecuencia del hallazgo de la pequeña mandíbula de Ramapithecus fue disipar la idea de que lós homínidos del mioce-no se parecían a los simios o a los humanos. «Era la primera mandí-bula que podíamos examinar con plena seguridad en cuanto a su for-ma, por lo completa —explica Pilbeam—. No se parecía ni a la de un simio ni a la de un humano. Era completamente distinta.» Pilbeam consideró que ya podía trabajar sobre algo concreto y ése sería el punto de partida de la ruptura con las ideas aceptadas sobre el Ra-mapithecus.

Mientras tanto, Simons seguía manteniéndose más o menos en sus trece. En un artículo para Scientific American, escrito poco tiem-po después del descubrimiento de la nueva mandíbula de Pilbeam, declaraba que es posible describir el recorrido de los orígenes huma-nos a lo largo de los últimos catorce millones de años «con poco te-mor a un desmentido».51 Decía haber observado por primera vez que las mandíbulas de los simios del mioceno tenían forma de V en 1967 y que la mandíbula del Ramapithecus presenta una buena for-ma de transición entre aquélla y el arco de circunferencia de los hu-

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manos. También reafirmaba su convicción de que el Ramapilhrciis es «un homínido muy antiguo». Pilbeam describe ahora ese artículo como poco afortunado. «Intelectualmente, no fue una buena idea re-petir con tanto énfasis un argumento que, en mi opinión, era muy poco sólido. Con ello se encerró en una posición sin salida.»52

Simons dejó Yale en abril de 1977 para hacerse cargo de la direc-ción del Centro de primates de la Duke University, en Carolina del Norte. Los contactos entre los dos antiguos colegas se redujeron dra-máticamente y sus posiciones intelectuales se separaron todavía más. Pilbeam se vio en libertad para romper total y públicamente con la antigua postura mantenida junto con Simons. Pero los nuevos fósiles no fueron lo único que le indujo a hacerlo. También consideró que no podía continuar ignorando el creciente peso de los datos bio-químicos, que indicaban que él y Simons se habían equivocado seria-mente desde el principio. Esta nueva y «herética» categoría de prue-bas acabaría teniendo una importancia crucial para Pilbeam en par-ticular y para la paleoantropología en general.

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CAPITULO 6

Abandono del mono de Rama

A lo largo de la década que culminó con la partida de Elwyn Simons de Yale y la defección de David Pilbeam, se desarrolló de forma total-mente independiente otra corriente crítica contra la atribución de la condición de homínido putativo al Ramapithecus. Bioquímicos y bió-logos moleculares insistieron en que inferir relaciones a partir de los fósiles era una actividad arriesgada susceptible de potenciales erro-res, al mismo tiempo que proponían como método mucho más fide-digno la comparación entre las proteínas y ácidos nucleicos de las es-pecies vivas, en este caso, de los humanos y los grandes simios africa-nos. Esos métodos moleculares indicaban que la separación entre si-mios y humanos debía haberse producido en un período mucho más reciente que los 15 a 30 millones de años atrás que parecían despren-derse de los fósiles; concretamente, parecía más probable que hubie-se tenido lugar hace unos cinco millones de años.

La discrepancia era tan grande y tan sólida la confianza en la ca-pacidad predictiva de las moléculas que Vincent Sarich, uno de los principales propugnadores de la técnica, se atrevió a declarar en 1971: «Ya no es posible considerar como un homínido a un espéci-men fósil con más de unos ocho millones de años de antigüedad cual-quiera que sea su apariencia.»1 En otras palabras, le era indiferente que el Ramapithecus se pareciera al Australopithecus o incluso al Homo sapiens. Simplemente era demasiado antiguo para poder ser un homínido. Y punto. Difícilmente cabría imaginar declaración más propicia para elevar la tensión sanguínea de los paleoantropólogos.

La reacción inicial de Simons, Pilbeam y sus colegas ante los da-tos bioquímicos fue ignorarlos y posteriormente ridiculizarlos. Con el tiempo, Pilbeam acabaría aceptándolos como la guía más impor-tante para el conocimiento de la prehistoria humana, más aún que los fósiles. Simons no se dejó impresionar y continúa manteniendo la misma postura.

La historia de la intrusión de los datos moleculares en la paleoan-tropología tiene tres comienzos, dos de ellos en cierto modo fallidos. El primero tuvo lugar a principios de siglo, cuando George Henry Falkner Nuttall, un profesor de biología en la Universidad de Cam-bridge, aventuró la posibilidad de determinar el parentesco genético entre los animales, concretamente entre los primates superiores, in-

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cluido el hombre, a partir de la composición química de las proteínas de la sangre. La propuesta partía de la idea —basada en los trabajos del gran Paul Ehrlich, a quien había conocido mientras realizaba ta-reas de investigación para su tesis en Alemania— de que cuanto más distante el parentesco genético, mayores serían también las diferen-cias en la composición química de las proteínas de la sangre. «La per-sistencia de las relaciones en la química sanguínea de los diversos grupos de animales nos permite remontarnos en el pasado geológico y, en mi opinión [...], ofrecerá valiosos resultados para el estudio de los diversos problemas de la evolución», escribió en el British Medi-cal Journal en 1902.

Nuttall efectuó algunos experimentos preliminares en los que puso de relieve que los humanos estaban más próximos a los simios del Viejo mundo que a los del Nuevo mundo. Con lo cual no hacía más que ratificar lo que ya habían inferido Charles Darwin y Thomas Henry Huxley cuarenta años antes a partir de comparaciones anató-micas. De hecho, Darwin y Huxley habían ido incluso más lejos, sugi-riendo que pese a las apariencias superficiales, comparaciones ana-tómicas detalladas revelaban un estrecho parentesco del gorila y el chimpancé con los humanos, mientras que el tercero de los grandes simios, el orangután asiático, presentaba un parentesco más dis-tante.

Transcurrieron sesenta años sin que nada digno de mención ocu-rriera en este campo, excepto tal vez que la gente tendió a olvidar la proximidad genética entre los humanos y los antropoides africanos. Durante un tiempo, se postuló implícitamente —frecuentemente en los diagramas del árbol genealógico hominoide, aunque no se dijera explícitamente en palabras— que los tres grandes simios tenían un mayor parentesco genético además de un mayor parecido en su apa-riencia superficial y su comportamiento.

En consecuencia, cuando Morris Goodman, de la Wayne State University de Detroit, empezó a establecer a principiqs de la década de los sesenta árboles genealógicos hominoides en los que volvía a aparecer la afinidad entre los humanos y los antropoides africanos, basados esencialmente en el enfoque de las proteínas del suero san-guíneo propuesto por Nuttall, la sorpresa de los paleoantropólogos fue mayor de lo debido. Goodman, aplicando la logística científica, decidió que era absurdo clasificar, como habían hecho siempre los zoólogos, a todos los grandes simios en una sola familia, la de los póngidos, y asignar a los humanos, en espléndido aislamiento, una familia propia, la de los homínidos. Su proximidad genética situaba claramente a los humanos, chimpancés y gorilas en una misma fami-lia, pensó Goodman, y así lo expuso en un simposio celebrado en 1962 en Burg-Wartenstein, en Austria.

«Los taxonomistas profesionales se indignaron ante esta sugeren-cia —recuerda Sherwood Washburn, un destacado paleoantropólogo americano organizador del encuentro—. Creo que si hubiera mencio-

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nado I>OIIII>IVN, iodo el enfoque bioquímico habría encontrado mejor aceptación. La gente procedente del campo de la bioquímica siempre quiere cambiar la nomenclatura.»2

Washburn, que fue discípulo de Earnest Hooton en Harvard, ha venido argumentando desde hace tiempo, como Huxley, que existe un estrecho parentesco entre los humanos y los simios africanos, para lo cual se basaba sobre todo en detalladas comparaciones ana-tómicas. Conclusión que le llevaba a pensar, en contra de las afirma-ciones de personas como Simons y Pilbeam, que la divergencia entre humanos y simios era de hecho relativamente reciente. Así lo mani-festó en un encuentro celebrado en 1962: «La mayor parte de las ca-racterísticas del género Homo parecen haberse desarrollado ya bien entrado el pleistoceno y no es necesario postular una separación an-terior del hombre y el simio.»3

El limitado registro fósil disponible en aquel entonces no ofrecía pruebas claras en favor de esta hipótesis, pero Washburn en seguida comprendió que el enfoque bioquímico podía ofrecer una nueva fuente de pruebas que podrían resultar de utilidad. Un par de años después del simposio de Burg-Wartenstein, Washburn, que era pro-fesor en Berkeley, alentó a un estudiante posgraduado a examinar la posibilidad de que la composición química de las proteínas pudiera ofrecer las respuestas que estaba buscando. El estudiante era Vin-cent Sarich, un químico que había optado por dedicarse a la antropo-logía. Washburn quería cifras —esto es, una datación de las ramifi-caciones del árbol evolutivo—, cosa que Goodman no había apor-tado.

Sarich no tardó en descubrir que gran parte de los datos más rele-vantes ya figuraban en la bibliografía científica. Muchos de ellos se debían a Goodman, como es lógico. Pero las propuestas básicas para la utilización de las diferencias en los datos sobre la composición química de las proteínas en la construcción de árboles genealógicos evolutivos progedían de Emil Zuckerkandl y Linus Pauling, por una parte, y a Walter Fitch y Emanuel Margoliash, por otra. Faltaba de-mostrar que el planteamiento era correcto; que era posible utilizar las proteínas como guía para determinar el momento en que cada rama se había separado del tronco de un árbol genealógico y en par-ticular del árbol genealógico hominoide. Sarich empezó a trabajar en colaboración con Alian Wilson, un joven bioquímico del cuerpo do-cente de Berkeley, y no tardaron en obtener alentadores resultados.

En ese momento, a principios de 1966, Washburn escribió a Si-mons anunciándole que tenía un arma secreta con la que se proponía demostrar una reciente divergencia entre simios y humanos. ¿Que-ría entrar Simons en la controversia?, le preguntaba. Quedó trazado el frente de batalla.

Todos estos enfoques iniciales de la filogenia molecular, como se denomina el establecimiento de árboles genealógicos a partir de da-tos bioquímicos, dependen de un supuesto, a saber: que a partir del

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momento en que se produce una división de un tronco ancestral co-mún para dar lugar a dos especies separadas, comienzan a acumular-se progresiva y regularmente a través de las mutaciones las diferen-cias entre sus proteínas y que éstas presentarán una estructura tanto más distinta cuanto más largo sea el período transcurrido desde el momento de la separación. Examinando la estructura química de las proteínas de los hominoides —grupo que incluye a los gibones ade-más de los grandes simios y los humanos— Goodman pudo estable-cer la configuración general del árbol genealógico. La primera rami-ficación era la de los gibones, seguida de la del orangután, en tanto que el gorila, el chimpancé y los humanos estaban bastante próximos los tres. Pero también observó que las diferencias generales en la es-tructura química de las proteínas eran bastante pequeñas y desde luego mucho menores de lo que cabría predecir en base a los perío-dos de separación deducidas a partir del registro fósil. Esto le llevó a la conclusión, en 1963, de que la acumulación de diferencias en la estructura proteica no era necesariamente uniforme y que en este caso había avanzado de forma demostrablemente más lenta.

Cuando Sarich y Wilson iniciaron su proyecto conjunto en 1966 contaban con las conclusiones ya publicadas por Goodman. En con-secuencia, se fijaron unos objetivos limitados y bien definidos: «Que-ríamos saber si las acusadas semejanzas entre las albúminas [proteí-nas sanguíneas] hominoides se debían a un proceso de diferenciación más lento y, en caso contrario, qué tabla cronológica de la evolución de los simios y los humanos podía deducirse a partir de esos da-tos.»4 Un año después ya tenían las respuestas: llegaron a la conclu-sión de que el proceso de diferenciación no se había hecho más lento y, por tanto, en efecto era posible establecer una tabla cronológica de la evolución hominoide. Sarich y Wilson tenían pensado publicar sus datos en tres trabajos separados siguiendo una secuencia lógica.

En el primero, publicado con gran celeridad por la revista Scien-ce en su número del 23 de diciembre de 1966, describían simplemen-te los fundamentos de la técnica aplicada a los hominoides. En el ter-cer artículo, que también fue aceptado y publicado sin demora por Science el 1 de diciembre de 1967, Sarich y Wilson presentaban la ta-bla cronológica obtenida por inferencia: «... el hombre y los antropoi-des africanos compartieron un antepasado común hace 5 millones de años, esto es, en el plioceno.»5 Pero Science rechazó el segundo artí-culo de la serie que, según Sarich, contenía «el único material real-mente original y críticamente necesario».6 Las personas a quienes se encargó su lectura previa opinaron que no decía nada nuevo ni im-portante.

De hecho, en él se presentaba la «prueba de la diferenciación», un método para examinar las diferencias en los datos de la estructura química de las proteínas de diversas especies emparentadas entre sí y determinar si el proceso de diferenciación ha seguido un ritmo re-gular o irregular. En este caso, esta prueba demostraba que el proce-

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so ilc tilín eiK'iaeión de las albúminas del suero sanguíneo de Jos ho-minoiiles había seguido un ritmo regular, esto es, uniforme como el de un reloj y no se había hecho más lento, como sugería Goodman. El «reloj» utilizado para establecer la cronología ya no se basaba en una hipótesis, sino que quedaba claramente corroborada por un he-cho demostrado. Molestos por el trato recibido de Science, Sarich y Wilson le pidieron a Washburn que presentase su trabajo en forma de «comunicado» en Proceedings of the National Academy of Scien-ces, donde saldría publicado en seguida sin necesidad de informes previos. Washburn accedió y el artículo vio la luz en otoño de 1967 en esa publicación, donde pasaría inadvertido para la mayor parte de la comunidad paleoantropológica.

«A veces me pregunto si las acusaciones que continuamente se nos hacen de haber "postulado" en cierto modo la existencia de un "reloj [molecular]" ajustando los datos a éste no tendrá en gran parte su origen en esa primera valoración equivocada de los informadores de Science —reflexiona ahora Sarich—. Ignorando ese artículo es más fácil suponer que postulamos el "reloj [molecular]", eso desde luego.» Es cierto que durante la década siguiente la mayoría de quie-nes los criticaron a menudo adujeron que Sarich y Wilson habían «postulado» un proceso de diferenciación constante como base de su cronología. Pero probablemente también es cierto que, dada la inten-sidad de la reacción negativa ante lo que significaba la existencia de ese «reloj», absolutamente nada podría haber allanado el camino para su aceptación.

Armados con sus resultados, Sarich y Wilson intentaron conven-cer a Goodman de que el estrecho parentesco entre los hominoides que se desprendía de su estudio de sus proteínas de hecho era real y que no debía dejarse influir en sus interpretaciones por lo que pu-dieran decir los paleoantropólogos en base al registro fósil. Pero Goodman se mantuvo firme en la idea de que el reloj molecular había disminuido su ritmo, y aún sigue manteniéndola. Por ejemplo, en un simposio celebrado en Toronto en enero de 1981 declaró rotunda-mente: «Los humanos y los chimpancés, además de un parentesco es-pecialmente próximo, también presentan un ritmo marcadamente lento en la evolución de sus proteínas. »7 La intransigencia de Good-man desanimó mucho a Sarich y Wilson. «Soy bastante intransigente ante la idea de que el ritmo de evolución se hizo más lento —dice Wilson—.8 ¿Por qué lo dice [Goodman]? Porque no se atreve a en-frentarse con los paleoantropólogos.» «Concedió a los paleoantropó-logos su codiciada toga de árbitros —añade Sarich—,9 «[Para ellos] si no puede verse en el registro fósil> en realidad nunca ocurrió.»

Durante los quince años siguientes a la publicación de los prime-ros trabajos de Sarich y Wilson, el enfoque bioquímico incorporó nuevas técnicas más potentes, algunas de las cuales incluían el análi-sis de la estructura del propio ADN. Fue como multiplicar por mil la potencia de un microscopio. Pero aún así, los hechos no cambiaron

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demasiado, como señalaba Sarich con cierta satisfacción en 1982: «De este modo, lo que era una conjetura probable en 1967 había lle-gado a constituir prácticamente una certeza en 1970, y sigue siéndolo hoy.» Por su parte, Wilson valoraba así la situación: «es razonable ar-gumentar, como hemos hecho, en favor de una tardía separación de los linajes ancestrales de los humanos y los simios africanos. Pero no se debe ser dogmático en cuanto al momento exacto en que se separa-ron».10 Para Sarich y Wilson, el momento de esa separación se ha si-tuado siempre entre unos cuatro y unos seis millones de años atrás.

La reacción inicial de los paleoantropólogos ante los mensajes contenidos en el artículo publicado por Sarich y Wilson en 1967 fue ambivalente. «La mayoría simplemente lo ignoraron —recuerda Sarich—.n Pero un pequeño número lo vilipendiaron. Aunque lo que se publicó fue una versión muy depurada de lo que se decía en privado.»

El primer comentario público de Pilbeam sobre los datos molecu-lares apareció en un artículo publicado en Nature en 1968, en el cual también aprovechaba para azuzar de pasada a Louis Leakey. «Re-cientemente, varios autores han manifestado su opinión de que los simios africanos compartieron un antepasado común con los homíni-dos hace tan sólo 5 millones de años —escribió—. Si esta teoría es correcta, el Ramapithecus no puede ser un homínido, en contra de la opinión de Leakey, Simons y mía propia. Ningún miembro de la espe-cie Dryopithecus puede considerarse un antepasado de cualquier póngido vivo... No obstante, por mi parte prefiero aceptar por el mo-mento los [resultados del] registro fósil.»12 Era una declaración me-surada, bastante característica de la actitud de Pilbeam.

Simons estuvo un poquitín más incisivo. También en 1968, escri-bió: «Si los períodos de divergencia inmunológica establecidos por Sarich son correctos, los paleoantropólogos no habrían encontrado aún ni un solo fósil relacionado con la genealogía de ningún primate vivo... Cosa inconcebible para mí. En estos momentos no puede acep-tarse que el Australopitecus surgió tal cual hace cinco millones de años de la cabeza de un chimpancé o un gorila, como Minerva de la de Júpiter.»13

En el mismo escrito, Simons pone a Sarich y Wilson en el lugar que les corresponde, esto es, el de intrusos en el juego. «Pero los estu-diosos de los orígenes humanos saben que la historia de los orígenes homínidos comienza mucho antes, puesto que los homínidos del gé-nero Ramapithecus se remontan a finales del mioceno, unos 14 millo-nes de años atrás.»

Hasta Louis Leakey intervino en la refriega, reconociendo prime-ro que «no soy persona cualificada para discutir los datos bioquími-cos»,14 para pasar a afirmar luego que debían ser erróneos puesto que no coincidían con el registro fósil. «El registro fósil indica clara-mente que... entre 12 y 14 millones de años atrás ya existían: a) un miembro auténtico de la familia Hominidae, el Kenyapithecus wicke

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ti, b) un miembro auténtico de la familia Pongidae, representado por dos géneros: Dryopithecus y Proconsul, c) varios miembros auténti-cos de la familia Hylabatidae [gibones], representados por un prima-te próximo al Limnopithecus, y el Propliopithecus... [etc., etc.] —afir-ma Leakey en una plétora de nomenclatura paleoantropológica—. El período de separación que sugieren Wilson y Sarich, esto es, hace sólo cinco millones de años, no concuerda con los datos actualmente conocidos.» Salta a la vista que es un dato y que no lo es para Leakey.

Esta orientación inicial de las críticas de los paleoantropólogos es inequívoca: la bioquímica se equivoca porque no coincide con lo que indican los fósiles. Y punto.

Posteriormente, empezó a desarrollarse una segunda línea de ata-que, con la idea de que, según la rotunda afirmación de Milford Wol-poff, «el "reloj" [molecular] no debería funcionar».15 Obsérvese, por cierto, el entrecomillado de la palabra «reloj». «Sí, siempre lo escri-bían así —comenta Sarich—.16 Era como decir: ¿No es de risa?; no es necesario tomárselo en serio.»

John Buettner-Janusch, entonces miembro de la Duke University, lanzó esta línea de argumentación en una conferencia pronunciada en un encuentro de la sección de antropología de la Academia de Ciencias de Nueva York en octubre de 1968. «Yo les advierto a mis alumnos que la corriente de la antropología física arrastra mucha basura —dijo, dejando bien clara su opinión.17 A continuación, pasó a describir a grandes rasgos el enfoque general de la filogenia molecular—. Un ejercicio de este tipo, deplorable para mí, se basa en una serie de postulados bastante simples (simplones, de hecho)... De-bemos aceptar la hipótesis de que las mutaciones [...] se produjeron a un ritmo uniforme o, como mínimo, al azar desde el momento de la divergencia filética entre ambas genealogías [...] Estamos obliga-dos a ignorar algunas hipótesis más realistas.»

Buettner-Janusch recordó a continuación a sus oyentes que si Sa-rich y Wilson se hubiesen tomado la molestia de examinar el registro fósil habrían comprendido que debían estar equivocados. Y terminó, en medio de un aplauso general, con el siguiente comentario: «Me molestan las afirmaciones precipitadas y poco meditadas sobre el proceso evolutivo que se desprenden de algunas de las conclusiones extraídas de los citados datos inmunológicos. [...] Lamentablemente existe una tendencia cada vez más generalizada, que me gustaría ver erradicada en la medida de lo posible, a atribuir el carácter de filoge-nia instantánea al estudio de la evolución de los primates desde una perspectiva molecular. Sin esfuerzo, sin duras discrepancias intelec-tuales. Sin problemas, sin dificultades, sin necesidad de ensuciarse las manos excavando. Basta introducir unas cuantas proteínas en los aparatos de laboratorio, agitarlas y ¡ya está!: la respuesta a proble-mas en los que ños hemos devanado los sesos durante al menos tres generaciones está servida.»

Esta segunda línea de objeciones contra la filogenia molecular

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tiene un claro e inmediato atractivo. «El reloj no marca bien In hora», como declaró gráficamente Simons en un encuentro de pa-leoantropólogos celebrado en Niza en 1976. A juzgar por el tumultuo-so aplauso con que fue acogido este comentario, la mayoría de los presentes debían de estar de acuerdo. Y parecían tener buenas razo-nes para ello.

De hecho, no existe un motivo evidente que justifique que la acu-mulación de mutaciones en las moléculas de las proteínas deba se-guir un ritmo regular a lo largo del tiempo, ninguna razón para que el «reloj molecular» funcione como un métrónomo. Los biólogos vie-nen observando desde hace tiempo que la evolución es un proceso bastante irregular, con modificaciones impredecibles de las formas y las funciones, al impulso de las alteraciones en el medio ambiente, por ejemplo. La selección natural no es en absoluto uniforme ni ine-xorable. La estructura de las moléculas de las proteínas también está sujeta a la selección natural y, por tanto, podría experimentar modi-ficaciones sustanciales en algunos momentos históricos y cambiar muy poco en otros. Pero las proteínas también pueden acumular mu-taciones sin que afecten de inmediato a las funciones. Son las llama-das mutaciones neutrales, que van produciéndose a un ritmo unifor-me. Por tanto, la acumulación de mutaciones neutrales puede servir de base para establecer un reloj molecular. La regularidad de su rit-mo dependerá de los restantes cambios ocurridos en un momento concreto.

«El reloj molecular va en contra de un siglo de estudios sobre la evolución —observa Sarich—,18 Nadie creía que ningún aspecto de la biología evolutiva pudiera seguir un ritmo regularmente unifor-me, como el de un reloj. Lento sí. Gradual, sí. Pero nadie consideraba que el proceso pudiera ser uniforme.» Su posición sobre este punto es muy clara: es preciso comprobar en cada caso si la proteína o pro-teínas en cuestión se comportan como un reloj. «A priori, no debe es-perarse necesariamente un ritmo de reloj. Sin embargo, en algunos casos es demostrable que éste existe —dice Sarich—. El reloj opera cuando opera y cuando no, no existe. Así de sencillo. Es preciso de-mostrar que opera y en ese caso, todo resuelto.» Y ésta es una de las razones por las que él y Wilson se sintieron bastante irritados ante las continuas afirmaciones de sus críticos, como Buettner-Janusch, de que habían postulado un proceso de cambio regularmente unifor-me. «Todo el mundo "sabía" que habíamos postulado un ritmo cons-tante en el reloj [molecular] —dice Sarich con sortia—. Sabemos que eso es imposible, decían. Por tanto, Wilson y Sarich son unos imbéci-les.» «Sé que cuando hablé del reloj [molecular] con personas como Alan Walker y Owen Lovejoy, no me ofrecieron ninguna razón que justificara la imposibilidad de un proceso de ese tipo —dice Wil-son—,19 Simplemente consideraban en cierto modo evidente que no era posible.»

Encontramos un ejemplo interesante de esta actitud en una nota

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a pió de pagina a una ponencia de Sarich incluida en un volumen de conferencias sobre los simios del Viejo mundo publicado por Acade-mic Press en 1970. La ponencia de Sarich, titulada «Molecular Data in Systematics» (Datos moleculares en taxonomía), era uno de los tres trabajos sobre filogenia que componían la primera parte del vo-lumen. Al pie de la primera página de este escrito figuraba la siguien-te nota: «La aportación del doctor Sarich no refleja necesariamente los puntos de vista de los participantes en el encuentro, a diferencia de los otros dos capítulos de la Primera parte. Comps.» «Sí —bromea ahora Sarich—, parecía una advertencia del Ministerio de Salud.»20

Ahora bien, vayamos por partes. Sarich y Wilson pueden decir ahora que los paleoantropólogos deberían haber aceptado la regula-ridad de reloj de los métodos bioquímicos. Pero a ningún científico le gusta confiar en un método rodeado de un áurea mágica, sobre todo cuando las respuestas que ofrece son poco agradables. Y el en-foque planteaba sinceras incertidumbres en el momento. La presen-cia de estas incertidumbres a finales de la década de los sesenta y a lo largo de los años setenta justificaba que cualquier crítico de la téc-nica pudiera limitarse a señalarlas, para retirarse luego aparente-mente ratificado en su convencimiento de que lo demostrado por ese método carecía de toda validez. «Prevalecía la sensación de que, dada la presencia de alguna incertidumbre (debe tenerse presente que se trata de un reloj probabilista, no metronómico), no era necesa-rio tomarse en serio el enfoque»,21 dice Sarich.

Pilbeam adoptó esta táctica a principios de los años setenta, cuan-do continuaba defendiendo firmemente al Ramapithecus. En un extenso trabajo publicado en el número de diciembre de 1971 de la revista Evolution, Pilbeam y un bioquímico de Yale, Thomas Uzzell, señalaban que la acumulación de mutaciones no podía tener la uni-formidad de un reloj porque, con el paso del tiempo, un número cre-ciente de sucesos irían quedando encubiertos (por ejemplo, dos mu-taciones en un mismo punto aparecerían como una sola). Lo cual los llevaba a la conclusión de que «a menos que pueda demostrarse que el proceso de evolución sigue un ritmo uniforme, o a menos que se haya postulado [esta uniformidad], los datos bioquímicos no son un fundamento adecuado para rechazar los períodos de divergencia ba-sados en los datos fósiles».22

«Era absolutamente correcto señalar ese elemento de incertidum-bre —dice ahora Sarich—.23 Pero si se introduce una ponderación que lo tenga en cuenta, los períodos de divergencia resultan todavía más cortos, no más largos. Les escribí una larga carta al respecto an-tes de que saliera publicado su manuscrito, pero no le prestaron la menor atención. En esencia, viene a decir su artículo, "donde hay humo, hay fuego".»

Como tan a menudo sucede en los debates académicos, fue creán-dose una clara polarización de las posiciones: la escuela de Berkeley versus la escuela de Yale. «Al reducirlo a escuelas de pensamiento

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—en palabras de Adrienne Zihlman en su intervención en el encuen-tro anual de la Southwestern Antropological Association celebrado en abril de 1982— todo el mundo pudo tener la tranquilidad de que finalmente no tendría que aprender bioquímica. No tendrían que to-marse en serio a Sarich y las moléculas y podrían ignorar la abun-dante información que empezaban a aportar muchos laboratorios, reduciéndola a las fantasías de unas personas sobre las moléculas de las albúminas.»24 «Si uno estaba en Berkeley, como era mi caso —recuerda Zihlman—, era tratado en todas partes como si fuera un miembro de la secta Moon.»

Simons insiste en que las dudas eran reales y no se trataba de una polarización a ciegas espoloneada por la ignorancia. «Debe recordar que conocíamos bien en qué consistían las pruebas bioquímicas —se-ñala ahora—.25 Iban acompañadas de una plétora de trabajos de bioquímicos y matemáticos que decían que el proceso de cambio bio-químico no seguía un ritmo rectilíneo. No nos parecía una metodolo-gía capaz de ganar mucha credibilidad.» La técnica no era en absolu-ta nueva, destaca, y cita los trabajos de Nuttall a principios de siglo. «Y yo ya conocía esas metodologías desde los catorce años, porque en el bachillerato participé en un trabajo sobre las medidas de dis-tancia inmunológica entre los mamíferos. Sarich y Wilson no lo sa-ben. Es decir, que ese método nunca constituyó una novedad para mí. Lo único nuevo eran la ruidosa insistencia y el convencimiento inamovible con que se proclamaba que esos datos eran absolutamen-te sólidos y correctos. Ésa era la novedad.»

El debate ciertamente fue enconado, con acusaciones de profun-da e incurable ignorancia por ambas partes contra el bando contra-rio. Pero las personalidades también tuvieron su papel. Simons, por ejemplo, no es persona que destaque por su timidez. Y Sarich, como él mismo reconoce, dista mucho de ser diplomático. «Mi diplomacia consiste en mantener cerrada la boca26 —dice— y ya me cuesta lo mío.» Simons sugiere que «parte de la acritud inicial se debió a la personalidad agresiva y engallada de Sarich».27

Sarich, hombre de gran estatura, voz potente y opiniones contun-dentes, ha irritado a muchos paleoantropólogos con su incontinencia verbal. Su exabrupto más famoso —su declaración antes citada de que «ya no queda más opción...»— creó malestar general, incluso en Berkeley. Pilbeam y un estudiante de posgrado de Yale, Glenn Con-roy, la describieron fríamente como «en el mejor de los casos, un ex-ceso de entusiasmo ante una nueva técnica».28 Simons la consideró «indignante». Y hasta Washburn reconoce que «fue la mayor nece-dad que ha dicho Vince».29

Pero Washburn también señala que de haber sido una persona más tímida, Sarich sin duda se habría dejado apabullar por la anda-nada de críticas y no habría logrado todo lo que consiguió. «Vince es una persona muy fuerte, lo cual fue una suerte en aquellas circuns-tancias. Quería convertir a los demás más rápidamente de lo que por

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mi parle considero razonable.» Washburn en cierta ocasión intentó convencer a Sarich de que escribiera un artículo explicando paso a paso el concepto del reloj molecular, la prueba del ritmo de cambio, etcétera. «Todavía no han ofrecido un escrito que el antropólogo me-dio pueda leer y que le permita comprender cómo llegas a esas con-clusiones», le dijo. «No, Sherry —fue la respuesta de Sarich—. Todo eso ya está publicado. La gente debería leer lo que se ha publicado y aceptarlo.»

Los paleoantropólogos no lo aceptaron, naturalmente; no de in-mediato. Pero pese a la acogida muy negativa que tuvieron, los datos moleculares comenzaron a tener un impacto, aunque los paleoantro-pólogos se han mostrado muy poco dispuestos a reconocerlo. En con-creto, simplemente desaparecieron las fechas de entre 30 y 40 millo-nes de años atrás que solían darse habitualmente para el origen de los homínidos en la bibliografía de finales de los años sesenta y prin-cipios de los setenta, para quedar sustituida por una fecha situada entre 14 y 15 millones de años atrás. «Sí, remozamos nuestras data-ciones para que resultaran lo más respetables posible —recuerda Pilbeam—,30 Es algo habitual en tales circunstancias, por si hubiera algo de cierto en lo que se está diciendo. Uno recorta las porciones más difíciles de defender. Muy bien, nos dijimos, estamos convenci-dos de que el Ramapithecus era un homínido y éste se remonta a ca-torce o quince millones de años atrás; nos quedaremos con este dato.»

Simons coincide bastante con él. «Me pareció que el punto de di-vergencia debía ser posterior, más próximo a los quince millones de años atrás que a unos veinte, simplemente porque los datos bioquí-micos debían tener algún significado —dice ahora—.31 De modo que cambiamos la datación, pero no más de lo que consideramos justifi-cable. »

Este cambio transformó intantáneamente la percepción de la his-toria para muchos. «Pilbeam y Simons a menudo se mostraron sor-prendidos de que dijéramos que jamás habían llegado a pensar que la divergencia entre simios y humanos se situaba treinta millones de años atrás o más —dice Wilson—,32 Está en el libro de Pilbeam: los póngidos se separan allí en el oligoceno, unos treinta millones de años atrás. Pero ellos actuaban como si siempre hubieran dicho que había ocurrido quince millones de años atrás. Actuaban como si no-sotros no existiésemos. Simplemente nos ignoraban.»

En resumen, aunque los paleoantropólogos estaban dispuestos a ajustar sus períodos a la vista de los datos moleculares, sin embargo no aceptaban llegar hasta la conclusión lógica y reconocer que el Ra-mapithecus no era un homínido. Para ese cambio radical exigían con-tar con más datos fósiles y éstos se obtuvieron a principios de la dé-cada de los ochenta.

Irónicamente, la caída definitiva del mono de Rama no fue resul-tado del descubrimiento de nuevos fósiles de Ramapithecus, sino el

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hallazgo de un nuevo simio fósil estrechamente emparentado con aquél, denominado Sivapithecus. Este simio extinguido, una réplica del Ramapithecus de tamaño ligeramente mayor, se ha recuperado a menudo en los mismos depósitos geológicos que su primo más fa-moso, tanto en Europa como en Asia, y posiblemente también en África. Siva, dicho sea de paso, es el dios de la destrucción de los hin-duistas. En este caso, su víctima sería el príncipe Rama.

En pocas palabras, el Sivapithecus erosionó la condición de homí-nido putativo del Ramapithecus por las siguientes razones. Con el descubrimiento y posterior descripción de partes de la cara de dos Sivapithecus —uno en Turquía, comunicado en 1980, y el segundo en Paquistán, comunicado en 1982— los paleoantropólogos pudieron reconocer el parentesco de este simio extinguido con el orangután actual. Ahora bien, el Ramapithecus presenta un claro parentesco con el Sivapithecus, luego también debe ser pariente del orangután. En consecuencia, si el Ramapithecus está más próximo del orangu-tán que de los grandes simios africanos actuales, no puede ser un ho-mínido, puesto que los humanos están más estrechamente emparen-tados con el chimpancé y el gorila que con el orangután.

La parte de la cara de sivapitecino encontrada en Turquía fue ha-llada en 1967, pero sólo fue sometida a un análisis adecuado cuando Peter Andrews se ocupó de ella a finales de 1976. Andrews acababa de regresar de un animado simposio antropológico celebrado en Niza, donde Simons, como ya se ha señalado, había defendido empe-cinadamente la condición de homínido del Ramapithecus. Pero en el simposio también estaba latente la preocupación por el hecho de que uno de los principales soportes del mono de Rama —la gruesa capa de esmalte de sus molares— tal vez no fuera tan firme como antaño se pensaba. Andrews pensó que la cara de Sinap, así llamada por el nombre de la localidad donde fue encontrada, podría ofrecer algunas pistas. Y así fue en efecto.

Un estudio detallado de la cara de Sinap, realizado en colabora-ción con I. Tekkaya del Servicio de Paleoantropología de Ankara, re-veló que el Sivapithecus mostraba muchas semejanzas con el gran si-mio asiático. «En la descripción del maxilar y la dentición del Siva-pithecus meteai muchos detalles eran comparables sobre todo al orangután»,33 anunciarían finalmente Andrews y Tekkaya. Su traba-jo fue objeto de condenatorias críticas por parte de Elwyn Simons, quien manifestó que el espécimen estaba maltrecho y distorsionado y que la reconstrucción no era realista.

Pero si la interpretación de Andrews era correcta, representaría un importante avance en la búsqueda de los orígenes humanos y ha-bría sido de esperar que estuviera ansioso por publicarla. Sin embar-go, esperó más de un año antes de darla a conocer. «El problema es-taba en que en el primer trabajo que escribí en mi vida, en 1970, afir-mé haber identificado analogías con el orangután en el paladar de otro simio fósil, el Proconsul —explica ahora—.34 Era un error. Me

tos

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habla equivocado pot rompido lina vez y esto me hacía muy pruden-te ante el "descubrimiento" de otro orangután.» Finalmente —en fe-brero de 1980— publicó sus observaciones sobre la cara de Sinab, se-ñalando que presentaba afinidades con el orangután y mencionando las grandes semejanzas entre el Sivapithecus y el Ramapithecus, pero sin ningún comentario sobre las implicaciones que ello suponía para el árbol evolutivo hominoide.

Andrews consideraba que para tener una absoluta certeza en cuanto a las relaciones dentro del árbol evolutivo, primero necesita-ba familiarizarse por completo con la anatomía facial de los grandes simios actuales, un laborioso esfuerzo de análisis anatómico que le ocupó dos años enteros. Durante ese tiempo conoció a Jack Cronin, ex colega de Sarich, en un congreso de la Primate Society celebrado en Bangalore, en la India. Como miembro de la escuela del reloj mo-lecular de Berkeley, Cronin estaba entusiasmado con la posible aso-ciación entre el Sivapithecus y el orangután, pues era consciente de que implicaba una fecha de divergencia entre humanos y simios más próxima a la propuesta por Sarich y sus colegas que a la habitual-mente aceptada por los paleoantropólogos. Ambos tuvieron abun-dantes oportunidades de comentar sus diferentes enfoques y a resul-tas de ello, entre otras cosas, Andrews empezó a tomarse por prime-ra vez en serio los datos moleculares. Proyectaron escribir un traba-jo conjunto, en el que por primera vez se presentarían de forma armonizada los datos fósiles y moleculares. El artículo afirmaría que el Ramapithecus no era un homínido y que la divergencia entre simios y humanos databa de unos 5 millones de años atrás. Decidie-ron presentarlo a la revista Nature.

Transcurrió un año, durante el cual Andrews y Cronin permane-cieron ambos muy ocupados con sus respectivas actividades, mien-tras el artículo languidecía inacabado. El acicate para volver a ocu-parse de él fue la noticia de que Pilbeam y su equipo habían descu-bierto en Paquistán una cara de Sivapithecus que, según el decir general, presentaba características similares a la de Turquía. Termi-naron rápidamente el manuscrito y finalmente lo presentaron a Na-ture en noviembre de 1981. Un mes después, Pilbeam, de paso por Inglaterra, se detuvo a visitar a Andrews en el Museo de Historia Na-tural de Londres, como tenía por costumbre. «Le mostré a David nuestro manuscrito —dice Andrews— y se quedó estupefacto de asombro. Resultó que él y Steve Ward habían estado trabajando en una línea parecida, pero profundizando bastante más.» Pilbeam ya tenía un manuscrito a punto de salir publicado en Nature, donde lo había presentado dos meses antes, pero era sólo un breve informe so-bre la cara de Sivapithecus hallada en Paquistán y no entraba en los detalles del artículo de Andrews y Cronin. Él y Ward tenían previsto preparar un trabajo más detallado para más adelante.

Como sucede muy a menudo en la ciencia, dos grupos de investi-gadores autónomos habían llegado simultáneamente a las mismas

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conclusiones. En este caso, Pilbeam reconoce que Andrews se le ¡ule lantó.

El corto artículo de Pilbeam apareció en el número de Nature del 21 de enero de 1982. Ofrecía una breve y ajustada descripción de la cara, designada con la clave GSP 15 000, y llegaba simplemente a la conclusión de que «existen varias similitudes entre el GSP 15 000 y [el orangután] que podrían resultar ser características derivadas co-munes».35 Pilbeam apuntaba que el análisis de la nueva cara le ha-bía llevado a la conclusión de que algunas características anatómi-cas que habían servido para asociar el Ramapithecus con los homíni-dos australopitecinos conocidos —como la gruesa capa de esmalte, los grandes molares y la robusta mandíbula— de hecho podrían no ser indicativas de la condición homínida después de todo. Esta con-clusión, se limitaba a señalar, «tendría importantes consecuencias para la interpretación de los orígenes homínidos».

Difícilmente cabría imaginar un planteamiento más cauteloso, hecho que hizo que algunos colegas de Pilbeam se preguntaran si no habría perdido la capacidad de sentirse seguro de nada. «Bueno, des-pués de haberme equivocado antes al señalar algunas relaciones, no creo que deba sorprender mi cautela»,36 dice Pilbeam ahora.

El comité de redacción de Nature invitó a Andrews a presentar un editorial sobre el artículo de Pilbeam, encargo que de inmediato aceptó. «Me preocupaba que David no hubiera ido lo bastante lejos en su artículo»,37 recuerda Andrews. Y procedió a explicitar lo que a todas luces pensaba Pilbeam: «En consecuencia, el Sivapithecus (incluido el Ramapithecus) parece formar parte de la familia del orangután [...] En otras palabras, ya no puede incluirse al Ramapithe-cus dentro del linaje humano.»38 Fue una afirmación de las que ha-cen época.

Mientras tanto, el artículo de Andrews y Cronin permanecía rete-nido por el proceso editorial de la revista. «Un informador norteame-ricano había hecho trizas el manuscrito, afirmando que no decía nada nuevo, que no se había reconstruido bien la cara de Sinap y la interpretación era incorrecta —dice Andrews—.39 Era una crítica muy rotunda y el manuscrito fue rechazado a causa de ella.» An-drews decidió que valía la pena intentar convencer al comité de re-dacción de que el informador tal vez no era tan imparcial como debe-ría haber sido y explicó una vez más por qué consideraba novedoso e importante el trabajo. «Para mi sorpresa, cambiaron de parecer y publicaron el escrito como una recensión en el número del 17 de ju-nio [de 1982].» Tal como estaba previsto, el artículo de Andrews y Cronin presentaba datos fósiles y moleculares a la vez, señalando que ahora concordaban.

La conclusión era ineludible: los biólogos moleculares tenían ra-zón desde el principio. Estaba escrito en negro sobre blanco en Natu-re. Con su colaboración con Cronin en ese importante artículo, An-drews manifestaba de forma absolutamente explícita su confianza

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en la validez de los datos moleculares. Aunque era ante todo un in-vestigador dedicado a los fósiles, no había sumado su bandera al mástil del buque insignia Ramapithecus, lo cual le permitió abando-narlo con relativa facilidad y reconocer públicamente la utilidad de esa rama de la ciencia antes considerada herética. La situación era, en cambio, distinta para Pilbeam. «Sí, en mi opinión los datos mole-culares eran importantes —dice ahora—. Me daba cuenta de que po-drían plantear problemas, pero a finales de los años setenta ya era consciente también de que no podíamos seguir ignorándolos. Sabía que debían tener algún significado. Y al fin acabé reconociendo que, en algunos casos al menos, eran más fidedignos que los fósiles.»40

Pero, con gran pesar de Sarich, Wilson y sus colaboradores, transcu-rriría largo tiempo —unos seis años— antes de que Pilbeam lo reco-nociera por escrito. «Bueno, no podía esperarse otra cosa de mí, ¿no le parece?», dice Pilbeam.

Entretanto, Simons había seguido estos acontecimientos con un cierto interés. En abril de 1980 participó en un pequeño encuentro de investigadores en el hotel Duncan de New Haven, organizado por Pilbeam para debatir el problema de los hominoides del mioceno. Hacía sólo un par de meses del descubrimiento de la nueva cara de Sivapithecus en Paquistán y aunque todavía se estaba trabajando en su separación de la matriz rocosa y en su reconstrucción, natural-mente había despertado considerable interés. «Hablé del tema con Peter Andrews y Alan Walker y comentamos las similitudes con el orangután que podíamos detectar en aquel momento —recuerda Simons—. Estaba muy asombrado por estas semejanzas y me pre-guntaba si debía aprovechar la ocasión para declarar rotundamente que el Sivapithecus se parece al orangután. Pero el material no era mío. Aún no se había dado una descripción completa. Quien debía manifestarse al respecto era David.»41

Menos de un mes antes del encuentro de Yale, Simons había reite-rado en un simposio internacional celebrado en los salones enmar-molados de la Royal Society británica su convicción de que la ascen-dencia humana se remontaba muy atrás. «Sigo opinando que una di-vergencia en el mioceno, entre los 12 y los 15 millones de años atrás, es más probable que una divergencia a mediados del plioceno, de 4-5 millones de años atrás —declaró tras un examen crítico de los en-foques moleculares—,42 Una cosa está clara. Los firmes partidarios de la exactitud de los "relojes moleculares" han dado muestras de una preocupante falta de rigor a la hora de dar respuesta a la secuen-cia de problemas que plantea la serie de puntos de divergencia apa-rentemente tardíos calculados en general para todo el árbol genealó-gico de los primates [...] Ninguno concuerda con los períodos deter-minados en base a la distancia inmunológica.»

Fue pasando el tiempo, mientras Simons seguía cavilando sobre los nuevos sucesos, aunque con poca continuidad debido a sus res-ponsabilidades en el centro de primates y a sus expediciones de cam-

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po anuales a la depresión de Fayum en Egipto, donde el y sus colegas estaban descubriendo espectaculares fósiles de criaturas muy anti-guas semejantes a los simios. Pero entretanto, Richard Key, ex alum-no de Simons, estaba trabajando en la redacción de un largo artículo en el que revisaba la condición de homínidos de los ramapitecinos y sivapitecinos, que finalmente sería publicado en 1983, firmado junta-mente con Simons, en un voluminoso libro titulado New Interpreta-tions of Ape and Human Ancestry (Nuevas interpretaciones sobre los antepasados del simio y del hombre). Kay había aprendido bien la lec-ción de su supervisor y seguía siendo un entusiasta defensor de la vieja línea. La conclusión del artículo era tajante: «Dicho lisa y llana-mente, los ramapitecinos presentan las características ideales para ser los antepasados de los Australopithecus y Homo.»43

Sería el último trabajo publicado en el que Simons salía en defen-sa del príncipe Rama y en parte se trató, además, de un error. «De todos los artículos que he firmado conjuntamente con otro autor, éste es uno en el que probablemente debería haber declinado partici-par —reconoce ahora—.44 Tenía fuertes recelos al respecto.» Acabó por comentar bromeando con sus colegas: «No creo que Rich Kay tenga razón, pero si la tuviera me sentiría ratificado.»

Simons finalmente abandonó la defensa del Ramapithecus, que había mantenido durante dos decenios, en el curso de un encuentro mantenido en Harvard en diciembre de 1982 con Pilbeam, quien poco tiempo antes se había trasladado a Yale. A esas álturas, ya habían sa-lido publicados los artículos de Pilbeam y de Andrews en Nature y, cosa más importante, Steve Ward había completado el análisis de la cara GSP 15 000. Había identificado siete u ocho detalles del paladar y la cara que lo emparentaban inconfundible y diagnosticablemente con el orangután. No cabía ninguna objeción. Ambos hombres per-manecieron largo rato a solas en el laboratorio, hablando de la cara ya plenamente reconstruida, mientras Pilbeam explicaba con toda precisión de detalles las observaciones de Ward. Fue un diálogo evo-cador de sus viejos tiempos en Yale, con una comunicación fluida y fácil coincidencia entre ambos. «Finalmente le dije a David: "Esta-mos ante una asociación convincente entre el Sivapithecus y el oran-gután" —recuerda Simons—. Ambos sabíamos qué significaba eso.»

En el mismo momento en que esto sucedía en Harvard, en Yale se produjo un nuevo acontecimiento que acabó de rematar el tema de los fósiles versus las moléculas. Fue resultado de una nueva apli-cación de una vieja técnica a un viejo problema.

Dos profesores de biología, Charles Sibley y Jon Ahlquist, habían venido aplicando durante varios años un método de filogenia mole-cular para desentrañar la historia evolutiva de las aves del mundo. El método empleado quedó consagrado hace tiempo y es muy poten-te si se aplica en las circunstancias adecuadas. Se conoce como hibri-dización del ADN y consiste básicamente en comparar la estructura global —no la secuencia detallada de los nucleótidos— del material

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genético de dos especies para comprobar hasta qué punto coinciden. Una vez más, el razonamiento que hay detrás se basa en la idea de que cuanto más largo sea el período de existencia autónoma de dos especies genéticamente emparentadas, mayores serán las diferen-cias entre sus ADN. En la medida en que el método compara todo el material genético portador de información de un organismo, en vez de una sola proteína o un gene, conlleva un firme argumento estadís-tico en favor de la regularidad uniforme de la acumulación de muta-ciones. Después de obtener lo que consideraron resultados alentado-res con las aves del mundo, Sibley y Ahlquist decidieron estudiar la evolución de los simios y los humanos.

Sus resultados son realmente muy interesantes. Aunque concuer-dan en líneas generales con las fechas de divergencia entre simios y humanos obtenidas mediante otros métodos moleculares, los datos de hibridación del ADN dan en todos los casos fechas ligeramente más antiguas. Por ejemplo, en vez de cifrar en 5 millones de años el período de divergencia entre los humanos y los simios africanos, Si-bley y Ahlquist obtienen un período de entre 7 y 9 millones de años. Pero tal vez lo más atractivo de estos resultados es que, mientras la mayor parte de los análisis moleculares anteriores implicaban una relación igual entre humanos, chimpancés y gorilas, los datos de Si-bley apuntan fuertemente hacia una proximidad ligeramente mayor entre los humanos y los chimpancés que entre uno u otro y el gorila. En otras palabras, humanos y chimpancés podrían haber comparti-do un antepasado común durante un breve período tras la separa-ción de los gorilas y sólo posteriormente se habría producido la divi-sión que desembocó en nosotros y los chimpancés.

Pilbeam ha llegado a ver con mucha simpatía la técnica de la hi-bridación del ADN; no, como han sugerido cínicamente algunos, por-que Sibley es de Yale y no de Berkeley, ni tampoco porque las fechas de divergencia son un poco anteriores a las obtenidas por otros méto-dos moleculares, sino, según declara, por la evidente solidez estadís-tica del método. «Estoy mejor dispuesto a aceptar la noción de un rit-mo de cambio uniforme del ADN de los genomas completos que la idea de que no existen fluctuaciones en el ritmo de transformación de ninguna pro teína... concreta.»45 Sin embargo, aceptar que un mé-todo concreto de filogenia molecular puede ser útil para los paleoan-tropólogos no representa el cambio más importante de postura de Pilbeam en este contexto. Lo esencial es su convicción de que las mo-léculas pueden ser de hecho una fuente más fidedigna que los fósiles para la interpretación de los árboles genealógicos evolutivos. «Ha quedado claro que los datos moleculares pueden darnos más infor-mación sobre las pautas de ramificación hominoides que el registro fósil»,46 escribía recientemente.

Una afirmación muy trascendente para un científico educado en una tradición que consideraba los detalles de un fósil corpo la única clave para averiguar el pasado, que toca el núcleo central del comba-

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te librado en torno al Ramapithecus. «La morfología parecía más lo gica que las moléculas —comenta Adrienne Zihlman—,47 La morfo-logía es lo que "vemos" sobre los tamaños y formas de los huesos y los dientes... y siempre se le ha concedido mayor peso. Los paleoan-tropólogos siempre han partido de la base de que los chimpancés y los gorilas tenían un parentesco más próximo entre ellos que con los humanos, debido a su gran parecido.» El tema clave es la posibilidad de inferir correctamente una relación genética entre dos especies en base a las semejanzas en su apariencia, a grandes rasgos y en los de-talles anatómicos. Este enfoque a veces da buenos resultados, pero otras veces puede resultar engañoso, en parte porque las similitudes en la estructura no implican necesariamente un legado genético idéntico: un tiburón (que es un pez) y una marsopa (que es un mamí-fero) se parecen porque se han adaptado al mismo medio, no porque sean parientes genéticos próximos.

En el caso del Ramapithecus había dos problemas potenciales. El primero era la trampa tiburón/marsopa, aunque en menor escala, en que se corre el riesgo de caer con todas las interpretaciones de pa-rentesco basadas en la anatomía. Y el segundo, mucho mayor, era el peso de las preconcepciones, que llevan a ver en la anatomía lo que se espera encontrar.

«En contra de la opinión sustentada originariamente por Simons y yo mismo, el Ramapithecus no tiene un arco dentario parabólico —dice Pilbeam—.48 Yo "sabía" que el Ramapithecus, puesto que era un homínido, tendría la cara corta y la mandíbula redondeada, y por tanto eso fue lo que vi.»49 Pilbeam y Simons no fueron los únicos en caer en ese error. Éste se produce con frecuencia, dada la gran incer-tidumbre de la interpretación de la anatomía fragmentaria de los fó-siles.

En el caso del Ramapithecus, la trampa tiburón/marsopa apare-ció en el tema de la gruesa capa de esmalte de los molares, caracte-rística que comparte con el Australopithecus. En cierto momento del debate, esa gruesa capa de esmalte común a ambos llegó a conside-rarse el principal argumento anatómico en favor de una vinculación ancestral directa entre el Ramapithecus y el Australopithecus, con la aceptada condición de homínido. Esta vinculación supuestamente única significaba —o así se interpretaba— que el Ramapithecus, en consecuencia, también tenía que ser un homínido. De hecho, una gruesa capa de esmalte en los molares resultó ser un rasgo comparti-do por muchos simios del mioceno y no una especialización propia únicamente de los homínidos. «No siempre es posible desentrañar con qué tipo de características nos las habernos», advierte Pilbeam.

Por estos dos motivos, Pilbeam —y también Andrews, por cier-to— llegaron a tener reservas sobre la capacidad interpretativa de los datos fósiles comparados con los datos obtenidos mediante técni-cas moleculares.

Sarich expresa así el dilema: «Yo sé que mis moléculas tuvieron

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antepasados; el paleontólogo sólo puede confiar en que sus fósiles tu-vieran descendientes. En otras palabras, el material moderno —síea anatómico, molecular o de comportamiento— es inmediatamente re-levante para una tarea de reconstrucción; situar relativamente a los fósiles es un empeño mucho más arriesgado. »50 Sin embargo, no su-giere que las moléculas sean la única fuente de información. «No qui-siéramos cometer la insensatez de decir que el registro fósil no apor-ta nada. Pero sí es cierto que se han sobrevalorado enormemente sus aportaciones. »51

Pero Sarich sospecha que también intervinieron otras cuestiones en el gran debate en torno al Ramapithecus, que vendrían a ser un equivalente moderno de la pitecofobia de Gregory. «A mi modo de ver, el problema de fondo no tiene nada que ver con los datos, sean moleculares o paleoantropológicos, sino con la dificultad de la mayo-ría de nosotros para aceptar la realidad de nuestra propia evolución —sugiere—. Hemos desarrollado la madurez intelectual suficiente para que sea imposible negar abiertamente el hecho de la evolución humana. Pero aceptarlo positivamente resulta más fácil en relación directa con la distancia temporal que nos separa de nuestros pro-puestos antepasados [...] Esta actitud viene reforzada por el atractivo del "ser humano más antiguo".» Esta pitecofobia, si en efecto existe subliminalmente en nosotros, sólo puede verse exacerbada por la po-sibilidad de que los chimpancés estén más próximos a nosotros que a los gorilas.

Simons, en cambio, interpreta lo ocurrido de un modo muy dis-tinto. Las preconcepciones, insiste, no intervinieron en absoluto en la errónea identificación del Ramapithecus. «Es una de esas bonitas anécdotas del campo científico, que Simons tenía todas esas concep-ciones previas que le indujeron a reconstruir la mandíbula tal como lo hizo. Y entonces llegaron unos chicos avispados y demostraron que la reconstrucción era completamente equivocada y que, según se desprende de otro tipo de datos, el Ramapithecus de todos modos no es un homínido —dice—.52 Se descalifica al Ramapithecus como ho-mínido porque se parece al Sivapithecus y éste presenta detalles pa-recidos a los del orangután. No a través de la bioquímica. Y no por-que no existan las semejanzas con el Australopithecus.»

Simons argumenta que la gente se dejó engañar por los términos empleados para describir la forma del maxilar, sin examinar debida-mente la reconstrucción en sí: «A primera vista, la reconstrucción que acompaña el trabajo de 1961 puede parecer un semicírculo, pero si se unen con una línea los ejes de las hileras de dientes se obtiene una V. Y el ángulo de la V es el mismo que se obtiene en las mandíbu-las inferiores.» Pilbeam no está de acuerdo y dice que se dio forma curva a la parte anterior del maxilar, sin el acabamiento en punta de una V. «David piensa que se quemó los dedos con todo esto —replica Simons—. Yo no creo haberme quemado los dedos. No creo haber visto en el Ramapithecus rasgos hominoides que no estén presentes.»

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Recientemente, pasando revista al caso del Rainapilliccus, Mil-ford Wolpoff llegaba a la conclusión de que demostraba el buen fun-cionamiento de la ciencia. «En conjunto, el desarrollo histórico de las teorías sobre los orígenes humanos y las interpretaciones sobre los ramapitecinos presentan un satisfactorio contraste con el chasco de Piltdown y ofrecen una visión muy positiva del aspecto científico de los estudios paleoantropológicos.»53 A lo que Adrienne Zihlman y su colega de la Universidad de California Jerold Lowenstein replica-ron: «A diferencia de Wolpoff, nos llaman más la atención los párale-lismos que los contrastes entre los casos de Piltdown y del Ramapi-thecus. En ambos casos, un gran número de paleoantropólogos acep-taron un nuevo "antepasado humano" en base a datos dentales y gná-ticos [mandibulares] poco sólidos. En ambos casos, la controversia entre los dogmas de fe se resolvió gracias a los datos bioquímicos.» Y en ambos casos, como tan a menudo ha ocurrido en paleoantropo-logía, los profesionales «vieron» lo que esperaban ver.

Simons, cosa nada sorprendente, se muestra de acuerdo con Wol-poff. «Creo que es un triunfo de la anatomía que fósiles mejores nos hayan servido para demostrar dónde deben situarse esos animales —dice—.54 Washburn puede haber acabado teniendo razón. Pero ha sido uno de esos afortunados cuya obsesión infundada resulta ser cierta, aunque por las malas razones.»

«Si alguna preconcepción tenía yo —continúa—, ésta era que los fósiles, fragmentarios como eran, revelarían una historia, pero no una historia concreta. En este caso concreto, se demostró que me ha-bía equivocado. Eso es todo.»

En este caso, es cierto que la revisión formal de un importante pa-radigma profesional —la sustitución de la idea de que el Ramapithe-cus fue el primer homínido por la aceptación de que no era en absolu-to un homínido— puede presentarse como resultado del análisis ob-jetivo de nuevos datos fósiles. Las caras de Sivapithecus de Paquis-tán y Turquía crean ciertamente un cuadro convincente. Aunque difícilmente podría ser de otro modo, si se considera que interpretar fósiles es la tarea de la profesión dedicada a pronunciarse sobre el curso de la historia humana. Ésa es su especialidad. Por tanto, los escritos científicos de los paleoantropólogos tenderán a hablar de fó-siles, no de moléculas, ni de ninguna otra cosa. Pero también es cier-to que la forma y periodificación del árbol genealógico humano que los paleoantropólogos deducen ahora de sus fósiles coinciden esen-cialmente con las propuestas por Sarich y Wilson veinte años atrás en base a su reloj molecular y por las que fueron objeto de mofa,

«Al menos hemos mantenido una postura coherente a lo largo de estas dos décadas —dice Sarich—. Empezamos con una fecha de di-vergencia homínidos/póngidos de unos cinco millones de años atrás, y siempre ha seguido siendo la misma. Los paleoantropólogos no han mantenido la misma coherencia, por la sencilla razón de que no se

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puede saber a ciencia cierta qué significa ia anatomía en términos de relaciones genéticas.

Pilbeam está de acuerdo; al menos hasta cierto punto. «Soy me-nos contundente que antes sobre el grado de información que pueden ofrecernos los fósiles en cuanto a la secuencia y periodificación de las ramificaciones de la evolución hominoide —manifestó en un re-ciente encuentro científico—,56 He llegado a la convicción de que los fósiles por sí solos sólo pueden resolver algunas partes del rompeca-bezas, aunque se trata de partes importantes.» Huelga decir que se necesitan datos fósiles para intentar inferir qué aspecto tenían los animales actualmente extinguidos y cuál pudo ser su comportamien-to. Y los datos anatómicos petrificados en los fósiles nos ofrecen in-dicios del posible parentesco entre una y otra criatura, de acuerdo con las características únicas que comparten. Pero aunque los datos fósiles ofrezcan indicios fidedignos de un parentesco genético entre dos especies, su información es menos segura a la hora de estimar la proximidad de ese parentesco. «Sí, eso es cierto —reconoce Pilbeam—. Es mucho mejor basarse en datos moleculares si se quie-re localizar y fechar con certeza los puntos de ramificación. Y no es algo que resulte fácil de reconocer para una persona educada en la convicción de que cuanto necesitábamos saber sobre la evolución po-día encontrarse en los fósiles.»57

Pilbeam dice que en su caso, los datos moleculares acabaron in-fluyendo en su interpretación de los datos fósiles y viceversa. «Había una especie de continuo trasvase entre unos y otros —así lo describe ahora—.58 Es posible afirmar con argumentos sólidos que de no ha-ber existido los datos moleculares, no habríamos reconocido en la cara del Sivapithecus lo que había en ella. Nadie puede saber con cer-teza qué habría ocurrido en ausencia de los datos moleculares, pero hay muchas probabilidades de que el tema del Ramapithecus hubie-se seguido derroteros muy distintos.»

Sin embargo, el mensaje más claro que se desprende del caso del Ramapithecus hace referencia a la fuerza de las preconcepciones, que en este caso indujeron a científicos competentes a ignorar las pruebas aportadas por otros científicos competentes porque las conclusiones obtenidas a partir de esas pruebas no coincidían con las ideas consa-gradas. Todos los científicos se guían en cierto grado por un conjunto de postulados previos, generalmente más bien implícitos que explícitos. «Hago un gran esfuerzo para detectarlos en mis propios planteamien-tos —dice Pilbeam—, para aislar los postulados que no se expresan porque son tan "evidentes" y que sin embargo resultarán tan absurdos dentro de pocos años. También soy consciente de que, al menos en mi ámbito de la paleoantropología, la "teoría" —con una fuerte influencia de las ideas implícitas— casi siempre se impone sobre los "datos"... Ideas que no guardaban absolutamente ninguna relación con los fósi-les reales han dominado la elaboración de la teoría, que a su vez influ-ye poderosamente sobre la forma en que se interpretan los fósiles. »59

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CAPITULO 7

Leakey padre

—Es maravilloso —le dijo entusiasmado Louis Leakey a su hijo Richard—Pero no te creerán2 —añadió con su característica risita traviesa.

Esto ocurría a finales de setiembre de 1972. Richard había regre-sado antes de lo previsto a Nairobi desde el lago Turkana en el norte de Kenya, porque quería mostrarle a su padre un cráneo que acaba-ba de descubrir antes de que Louis partiera rumbo a los Estados Uni-dos para otra dura gira de conferencias y recaudación de fondos. Louis, que ya estaba mal de salud y bajo vigilancia médica debido a una hipertensión aguda, acababa de convencer a su hijo Colin para que abandonara Uganda y se pusiera a salvo de la creciente amenaza del régimen de Idi Amin. Exhausto, pero muy aliviado por el giro de los acontecimientos, Louis estaba comprensiblemente de buen hu-mor. Pero al ver el objeto que Richard desenvolvió con cuidado sobre su mesa de trabajo del museo de Nairobi esa mañana, su satisfacción se multiplicó inmensurablemente. Ante él tenía el cráneo designado como 1 470, un antepasado humano con un cerebro de gran tamaño cuya antigüedad se cifraba, en aquel entonces, en casi tres millones de años.

«Para él representaba la prueba definitiva de las ideas manteni-das a lo largo de toda su carrera respecto a la gran antigüedad de for-mas homínidas bastante avanzadas»,3 explica Richard. Louis Lea-key había dedicado cuarenta años a la búsqueda de indicios de la existencia de antiguos miembros del género Homo y estaba convenci-do de que se encontrarían en África. El nuevo hallazgo de Richard pa-recía validar todos los esfuerzos de Louis. «Ver y tocar el cráneo "1 470" fue un momento emotivo [...] Estaba encantado de que lo hu-biese encontrado un miembro de mi equipo en una excavación en Kenya.» Pocos días después, Louis Leakey moría en Londres de un ataqfue cardíaco.

Louis Leakey, nacido en Kenya en 1903, dedicó más de cuarenta años a la investigación de la prehistoria humana en el África orien-tal, gran parte de ellos con la colaboración de su segunda esposa, Mary. Sus intereses abarcaban todo el espectro de la prehistoria, desde los yacimientos arqueológicos recientes, donde encontró deli-cadísimos útiles de obsidiana y exquisitas pinturas rupestres, hasta

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los más antiguos indicios de los orígenes humanos. Pero no cabe duda de que estos últimos eran su mayor pasión: quería encontrar al primer humano y quería encontrarlo en África. Asimismo, como recuerda ahora Mary Leakey, «uno de sus credos era que el hombre se remontaba a un pasado muy remoto».4 De hecho, a lo largo de su animada y controvertida carrera, el nombre de Louis Leakey llegó a ser prácticamente sinónimo de la idea de un origèn antiguo del géne-ro Homo, la genealogía que enlazaba directamente con el hombre moderno. «Louis Leakey estaba cautivado con la idea de la existencia de un auténtico hombre muy antiguo»,5 en recientes palabras de Don Johanson.

Aunque contaba con credenciales muy respetables —una licencia-tura de antropología en la Universidad de Cambridge y su pertenen;

eia a uno de los college más respetados de dicha universidad—,' Lea-key tenía más de explorador que de científico. Le encantaba el traba-jo de campo, descubrir nuevos depósitos y volver a excavar en los an-tiguos, en particular, naturalmente, en el desfiladero de Olduvai, en Tanzania. Le irritaba el conservadurismo del establishment científi-co. Nunca ocupó un puesto académico y de hecho llegó a tratar con desdén a los estudiosos de despacho sumergidos en sus libros. Lea-key intercalaba sus trabajos paleoantropológicos con una miríada de tareas centradas en el Museo Nacional de Nairobi y otras actividades gubernamentales. Posiblemente este alejamiento del mundo acadé-mico le permitió liberarse de las habituales restricciones del esta-blishment, habida cuenta de que sus propuestas a menudo creaban consternación entre sus colegas de las universidades. Cuando aquel día de setiembre le dijo a su hijo Richard: «No te creerán», su comen-tario era una sarcàstica alusión a su propia experiencia, al mismo tiempo que manifestaba su regocijo ante la perspectiva de una lucha.

Leakey visitó por primera vez el desfiladero de Olduvai en 1931, durante la tercera expedición arqueológica al África oriental, organi-zada por él mismo desde Cambridge. El motivo de la visita era inten-tar resolver el misterio del «hombre de Oldoway», un esqueleto des-cubierto por Hans Reck, un científico alemán, en 1913. El misterio estaba en que el esqueleto parecía completamente moderno y, sin embargo, Reck decía haberlo excavado de depósitos con más de un millón de años de antigüedad. Antes de su viaje a Olduvai, Leakey ha-bía visto el esqueleto en dos ocasiones, en 1927 y 1929, en Munich, donde lo estaba estudiando el profesor Theodore Mollison. Lo que vio no le impresionó: «Casi con toda seguridad no es contemporáneo de los depósitos fósiles del desfiladero donde fue encontrado —con-cluyó en 1929—.6 Probablemente representa un enterramiento in-trusivo.» En otras palabras, Leakey consideraba que el hombre de Oldoway era un humano moderno enterrado en una tumba excavada en sedimentos de un millón de años de antigüedad, creando la apa-riencia de que había muerto largo tiempo atrás.

Pero Reck permaneció firme en su'convicción y se unió a la expe-

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ilición de 1931, decidido a demostrarle al escéptico Leakey que la geología probaría que tenía razón. Durante su anterior visita al desfi-ladero, Reck había estado buscando infructuosamente durante tres meses útiles de piedra que, en su opinión, deberían encontrarse allí si su hombre de Oldoway era auténtico. Leakey, que había estado ex-cavando útiles de piedra en diversos depósitos de Kenya desde la adolescencia, apostó diez libras esterlinas a que encontraría útiles el primer día después de sú llegada a Olduvai. Reck aceptó la apuesta y la pagó gustoso cuando en apenas un par de horas, Leakey ya había encontrado varias espléndidas hachuelas de mano de lava basáltica. Quedó patente que al alemán le habían pasado por alto esos útiles porque buscaba útiles de pedernal como los de los depósitos euro-peos que había visto hasta entonces.

Aunque no existen pruebas documentales, no es arriesgado conje-turar que el descubrimiento de las hachuelas afectó profundamente las concepciones de Leakey. Comoquiera que fuere, pocos días des-pués de establecer su campamento en Olduvai, Leakey, Reck y A. T. Hopwood, otro miembro de la expedición, mandaban un artículo a la revista británica Nature en el que ratificaban la conclusión origi-naria de Reck. Leakey también envió un breve artículo al Times de Londres en el cual afirmaba que la expedición había establecido «casi más allá de toda duda que el esqueleto encontrado por el profe-sor Reck en 1913 es el más antiguo esqueleto auténtico de Homo sa-piens que se conoce».7 La biógrafa de Leakey, Sonia Colé, señala que Reck «debió de ser una de las pocas personas que logró hacer cambiar de parecer a Louis una vez formada su opinión».

Durante esa primera visita al yacimiento que ocuparía un lugar tan central en la vida profesional de Leakey, quedó fijada una pauta. Su deseo de creer en un Homo muy antiguo le indujo a poner entre paréntesis el grado de juicio crítico que de otro modo habría aplica-do a los hallazgos.

De hecho, el hombre de Oldoway fue derribado muy pronto de su pedestal, cuando otros ofrecieron pruebas irrefutables de que el es-queleto procedía efectivamente de una tumba intrusiva. Leakey lo aceptó y en octubre de 1934 se manifestaba como sigue en el prefacio a su libro Stone Age Races of Kenya (Razas de la Edad de Piedra de Kenya): «Según los datos derivados del esqueleto de Oldoway, en un primer momento parecieron existir indicios de una gran antigüedad de la especie Homo sapiens en África, pero las investigaciones acaba-ron destronando al hombre de Oldoway de su honorable posición como probablemente el Homo sapiens más antiguo. Lo cual sorpren-dió a pocas personas, puesto que el esqueleto de Oldoway no sólo pertenecía a un auténtico Homo sapiens, sino también a un espéci-men muy evolucionado de Homo sapiens.»

Maltrecho pero no derrotado, Leakey seguía diciendo: «Es una ex-traña coincidencia que hombres muy primitivos y generalizados del tipo Homo sapiens —representados por los cráneos de Kanjera—

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procedan del m i s i n o horizonte geológico del que inicialmente se cre-yó haber excavado al hombre de Oldoway.»8 En otras palabras, el desmoronamiento de sus pretensiones sobre el hombre de Oldoway no desanimó demasiado a Leakey, porque entretanto había encontra-do otros indicios, en forma de fragmentos de varios cráneos excava-dos en un depósito llamado Kanjera, que también eran Homo sapiens y contaban con casi un millón de años de antigüedad. Su propuesta de un Homo muy antiguo se mantuvo, por tanto, intacta.

Los cráneos de Kanjera se habían descubierto en marzo de 1932 en un depósito del oeste de Kenya. Al mismo tiempo, también se ex-trajo parte de una mandíbula, conocida como mandíbula de Kanam, en otro yacimiento muy próximo. Leakey consideraba que la mandí-bula, al igual que los cráneos, pertenecía a un espécimen muy próxi-mo al Homo sapiens y también muy antiguo. Sin embargo, habida cuenta de que en su opinión la mandíbula representaba un tipo de humano ligeramente distante del Homo sapiens, Leakey decidió asig-narle un nuevo nombre. «Aunque he llegado a la opinión de que la [...] creación de una nueva especie —Homo kanamensis— está justifica-da, también quisiera señalar que el Homo kanamensis debe conside-rarse mucho más próximo al Homo sapiens que cualquier otro géne-ro o especie conocidos y que, con toda probabilidad, el Homo kana-mensis es el antepasado directo del Homo sapiens.» No satisfecho con esto, Leakey añadía que en su opinión la mandíbula «no sólo es el fragmento humano procedente de África más antiguo que se cono-ce, sino también el fragmento más antiguo de un auténtico Homo descubierto hasta la fecha en cualquier parte del mundo».

Elwyn Simons describe esta afirmación como un magnífico ejem-plo del síndrome de Louis Leakey, un componente subsidiario, pero muy destacado, de su búsqueda del Homo antiguo. El lema de Lea-key, según Simons, era: «Los fósiles que yo encuentro son los impor-tantes y pertenecen a la genealogía directa del hombre, preferible-mente con nombres acuñados por mí; en cambio los fósiles descu-biertos por ti son de importancia secundaria y todos pertenecen a las ramas laterales del árbol [genealógico humano].»9 Una exageración, tal vez, pero no del todo infundada.

Si el asunto del esqueleto de Oldoway no contribuyó precisamen-te a reforzar el prestigio del joven Leakey al principio de su carrera, los acontecimientos que rodearon a los fósiles de Kanjera y Kanam le pondrían en una situación muy incómoda de la que tardaría largo tiempo en recuperarse su reputación como científico. Un hombre de menor entidad que Leakey habría quedado destrozado por la expe-riencia.

Aunque en un primer momento Leakey cosechó palabras de alien-to y encomio por el trabajo realizado en Kanam y Kanjera, en parti-cular en una reunión especial del Royal Anthropological Institute ce-lebrada en Cambridge en marzo de 1933, una posterior investigación de campo le haría caer en desgracia. En enero de 1935, el profesor

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Percy Boswell, un geólogo del Imperial College de Londres, viajo a Kenya, invitado por Leakey, para inspeccionar los depósitos. Una se-rie de desafortunados incidentes puso a Boswell «de mal humor», se-gún escribió Leakey el 18 de enero en su diario de campo. Aparte de que Leakey no consiguió localizar el punto exacto donde se habían recuperado los cráneos de Kanjera, los clavos de hierro que marca-ban el lugar del hallazgo de la mandíbula de Kanam aparentemente habían sido retirados por un pescador en busca de metal para fabri-car anzuelos. Y lo que es más grave, la fotografía del depósito de Ka-nam presentada por Leakey en una exposición en el Royal College of Surgeons de Londres en el mes de enero y que debía figurar en su li-bro Stone Age Races of Kenya resultó ser de un lugar situado a varios centenares de metros de distancia. Cuando lo descubrió durante su expedición de campo, Leakey se vio obligado a telegrafiar a la Oxford University Press para que retuvieran la distribución del libro a fin de incorporar una fe de erratas.

Boswell, un científico pedante y maniático de los detalles, se llevó claramente una muy mala impresión y luego escribió un artículo condenatorio que fue publicado en el número del 9 de marzo de 1935 de Nature. También presentó un informe desfavorable ante la Royal Society. Es muy posible que Boswell tuviera además otras razones personales menos directas para criticar tan estridentemente a Lea-key. Ferviente defensor del «hombre de Piltdown», le habría resulta-do muy incómodo tener que aceptar la existencia de hombres fósiles de apariencia aún más moderna pero de la misma antigüedad geoló-gica que el hallazgo de Piltdown y además en África, no en Inglaterra.

Furioso con Boswell, Leakey preparó una larga réplica, que fue rechazada por Nature. Una versión más reducida se publicaría final-mente a principios de 1936. Pero el daño ya estaba hecho: Leakey tuvo que cargar con la reputación de falta de meticulosidad en su práctica científica. El doctor A. C. Haddan, amigo y colega suyo de Cambridge, le escribió el 21 de marzo de 1935: «Debo confesar que estoy decepcionado por tu despreocupación en este asunto... Pienso que el futuro de tu carrera dependerá en gran parte de cómo hagas frente a las críticas.»

Leakey se enfrentó a ellas como tenía por costumbre: combativa-mente. Pero estaba equivocado, en ambos casos. Finalmente se de-mostró que los cráneos de Kanjera tenían apenas 15 000 años de anti-güedad. Y la mandíbula de Kanam, aunque era antigua, estaba dis-torsionada por una excrecencia patológica que le daba una aparien-cia-próxima al Homo sapiens.

Este último tema —la gran antigüedad del hombre— llegó a domi-nar la concepción del pasado de Leakey hasta el punto de inducirle en repetidas ocasiones a ver en los fósiles lo que estaba deseando en-contrar. Esto tiene varias explicaciones relacionadas con sus antece-dentes familiares, sus relaciones intelectuales y quizá también con sus profundas creencias religiosas.

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Leakey había estudiado antropología en Cambridge a finales de la década de los años veinte, en un momento de grandes cambios en la profesión. Charles Darwin había vaticinado en 1871 que acabaría demostrándose que África fue la cuna de la humanidad, basándose principalmente en que los parientes más próximos del hombre, el chimpancé y el gorila, viven allí en la actualidad. Esta idea se mantu-vo vigente hasta finales del siglo pasado, cuando Eugène Dubois des-cubrió una forma humana primitiva en Java, que denominó Pithe-canthropus (actualmente Homo) erectus. Gradualmente a partir de esa fecha los paleoantropólogos comenzaron a pensar que los oríge-nes del hombre debían situarse más bien en Asia, aunque el cambio no fue inmediato ni mucho menos, puesto que muchas autoridades rechazaron los planteamientos de Dubois. Como se ha señalado en un capítulo anterior, el entusiasmo de Henry Fairfield Osborn por el Asia central seguía el impulso de la corriente de opinión cada vez más predominante. Pero lo que realmente desplazó la atención de África a Asia fueron los descubrimientos del hombre de Pequín, otra forma de Homo erectus, a partir de 1926.

De modo que cuando Leakey terminó sus estudios de antropolo-gía en Cambridge y estaba ansioso por comenzar el trabajo de cam-po, Asia, y no África, estaba considerada como el lugar idóneo donde buscar las formas humanas más antiguas. Cuando le expuso a un profesor de Cambridge sus planes de trasladarse al África oriental para buscar fósiles humanos, éste le dijo: «No pierda el tiempo. No puede encontrarse nada significativo allí. Si de verdad desea dedicar su vida a estudiar al hombre primitivo, hágalo en Asia.» A lo que Lea-key replicó: «No. Nací en el África oriental y ya he encontrado indi-cios de la presencia del hombre primitivo allí. Además, estoy conven-cido de que África, y no Asia, es la cuna de la humanidad.»10 Las pri-meras experiencias de Leakey, cabe suponer sin temor a equivocarse demasiado, pesaban mucho una vez más. Atento observador y natu-ralista, en la adolescencia había desplazado su interés de la ornitolo-gía a la búsqueda de útiles de piedra y otros materiales arqueológi-cos. Hacia el final de su vida, declararía en una entrevista: «A los tre-ce años decidí averiguar si Darwin tenía razón. Nací en África y esta-ba entusiasmado con la idea de que todo el mundo posiblemente estaba buscando en el lugar equivocado.»11 Leakey siempre equipa-ró el goce intelectual con lograr demostrar que todos los demás esta-ban equivocados.

Es decir que el «dónde» de Leakey probablemente tiene fácil ex-plicación: nació en África; ya había encontrado útiles de piedra allí; y el establishment pensaba que el lugar idóneo para la búsqueda era Asia. Pero ¿cómo se explica el «cuándo»? ¿Por qué siempre buscó —y los encontró— indicios de la presencia del hombre primitivo en las formaciones geológicas antiguas? ¿Estaba relacionada esta actitud, en palabras del paleoantropólogo de Michigan C. Loring Brace, con «la tradición consagrada en los círculos antropológicos británicos de

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mi deseo tan lervienle tic demostrar la gran antigüedad de las lor mus sapiens que cualquier indicio en ese sentido, por tenue que sea, en seguida es aceptado hasta que se demuestra que es falso»?12

Leakey efectivamente se educó en la tradición antropológica bri-tánica, en un momento de máxima influencia del hombre de Pilt-down sobre los planteamientos intelectuales de la profesión. La prin-cipal consecuencia de Piltdown fue alentar la creencia de que las for-mas humanas modernas ya estaban bien establecidas en un momen-to lejano del calendario geológico. Y el principal defensor del hombre de Piltdown en Inglaterra fue sir Arthur Keith, mentor de Leakey durante varios años. Leakey a menudo llevaba materiales fó-siles a los laboratorios de Keith en el Royal College of Surgeons de Lincoln's Inn Fields, en Londres, y ambos pasaban muchas horas ha-blando sobre temas concretos y generales relacionados con su cien-cia. Incluso utilizaron el mismo material gráfico en algunas de sus publicaciones. ¿Es posible, entonces, que la devoción de Leakey ha-cia la idea de unos antiguos orígenes estuviera inspirada por la es-cuela británica y concretamente por Keith? Una comparación entre los escritos de ambos resulta esclarecedora en este contexto.

La antigüedad del hombre era una de las grandes preocupaciones de Keith y sus contemporáneos profesionales, y Keith publicó en 1912 una magnífica obra en dos volúmenes sobre el tema, titulada simplemente The Antiquity of Man (La antigüedad del hombre). En ella escribió que: «Cuando hablamos de la antigüedad del hombre [...] la mayoría no pensamos en el momento en que el linaje humano se separó del de los grandes antropoides, sino en el período en que el cerebro del hombre alcanzó un nivel humano.»13 Esta fascinación con el gran tamaño del cerebro humano fue, obviamente, lo que creó un terreno abonado para la ávida aceptación acrítica del fraude de Piltdown. Leakey también cayó víctima de esta fascinación, explíci-tamente en los primeros años de su carrera profesional y posterior-mente de manera más tácita e implícita.

El razonamiento de Keith en favor de un antiguo origen del hom-bre, en el sentido antes expuesto, era sencillo y directo: «Me eduqué con el convencimiento de que la evolución seguía un ritmo pausado y requería prolongados períodos de tiempo para que se manifestasen sus efectos —escribió en 1925—,14 una convicción que todavía man-tengo.» El primer punto era, por tanto, que la evolución era un proce-so lento. Una vez aceptado esto y con la convicción, sustentada por Keith y sus contemporáneos, de que las razas modernas del hombre representaban tipos humanos considerablemente diferenciados, el segundo punto era obvio: «En mi opinión, ningún período más breve que el conjunto [...] del pleistoceno [...] puede ser suficiente para abar-car el lapso de tiempo necesario para la diferenciación y distribución de las razas humanas modernas.»15 En otras palabras, el hombre dotado de un cerebro de gran tamaño debía de tener un antiguo ori-gen porque debió ser necesario mucho tiempo para completar la

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11ansición desde rsa estirpe ancestral hasta las razas ampliamente diferenciadas que existen en la actualidad. «El lobo, el oso y [...] el gibón [•••] hablan alcanzado su presente estado de evolución en el plioceno —señalaba Keith— 16 y si esto es posible en su caso, ¿por qué negar la misma posibilidad al Homo sapiens?»

Leakey seguía una línea de argumentación idéntica, que expresó por primera vez en su libro Adam's Ancestors (Los antepasados de Adán), editado originariamente en 1934. «Yo diría [...] que hemos aprendido que la evolución ha sido muchísimo más lenta de lo que a veces se nos ha hecho creer —señala—,17 La subdivisión de la es-pecie en un número de razas diferenciadas es un proceso evolutivo lento y gradual, al que debe concederse un amplio período de tiem-po.»18 Una vez más, la lentitud de la evolución significa que las dife-rencias raciales modernas tardaron mucho tiempo en configurarse. Leakey continúa argumentando que: «La presencia de cuatro tipos de hombre completamente distintos a principios del pleistoceno [se refería al hombre de Java, el hombre de Pequín, el hombre de Pilt-down y el hombre de Kanam] me sugiere que el antepasado común debe buscarse en depósitos cuya antigüedad se remonte al menos al mioceno.»19 También aquí se hace eco de Keith, quien había escrito algunos años antes: «No tengo conocimiento de ni un solo hecho qüe implique la imposibilidad de la existencia de la forma humana en el período mioceno.»20

En sus versiones del árbol evolutivo humano, Leakey siempre construía una estructura muy ramificada, con muy pocas especies si-tuadas en la línea de ascendencia directa del hombre moderno; la mayoría correspondían a ramas que acababan en vías muertas. «El hombre de Pequín, el hombre de Java y los neandertaloides [...] en realidad no son más que diversas ramas aberrantes y excesivamente especializadas que se separaron en diferentes momentos de la estirpe principal que conduce hasta [el género] Homo»,21 decía. Ninguna de ellas «fue, según los datos disponibles, antepasada de Homo sapiens en ningún sentido (pese a algunas opiniones en sentido contrario), pues todas muestran especializaciones que en su momento se consi-deraron caracteres "primitivos" y que llevaron a pensar que esos ti-pos representaban etapas "primitivas" del hombre y no ramificacio-nes sumamente especializadas de la estirpe humana».22 Este hábito de relegar prácticamente todos los tipos fósiles a una rama lateral, tachada de demasiado «especializada», también constituía un claro eco de la postura de Keith. Los árboles evolutivos dibujados por am-bos se parecían mucho, tanto en el estilo del dibujo como en la forma.

Leakey, dicho sea de paso, aceptó la autenticidad del hombre de Piltdown en los años treinta y, al igual que su mentor, lo relegó a otra rama sin salida. «De acuerdo con los indicios actualment^dis^ni-bles —escribió en 1934—, debe considerarse que el ho down fue más o menos contemporáneo del hombre de/K^nam y pcfc*

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tanto no puede considerársele antepasado de éste. No obstante, el cráneo de Piltdown probablemente está más próximo al Homo sa-piens que cualquier otro tipo conocido hasta ahora y debe consi-derarse como una rama lateral bastante primitiva del mismo tronco. »23

Por tanto, no parece haber ningún misterio en las razones que in-dujeron a Leakey a iniciar su búsqueda de los orígenes humanos con la orientación que tan manifiestamente adoptó. Fue un epígono de la tradición de Keith. Pero lo interesante es que se mantuviera fiel a esa tradición —al menos en sus aspectos esenciales— mientras sus cole-gas académicos modificaban la suya. Ahí está el misterio.

La devoción de Leakey a la tradición de Keith iba asociada a un interesante detalle que representa cuando menos una sorprendente coincidencia. Lo cierto es que el entusiasmo, aunque breve, de Lea-key por la antigüedad del Homo sapiens evidenciada por el hombre de Oldoway presentaba un perfecto paralelismo con otro aspecto de la carrera de Keith. Mucho antes del hallazgo de Piltdown, Keith basó su convencimiento en los antiguos orígenes de unos antepasa-dos humanos con cerebro de gran tamaño en el hombre de Galley Hill, un esqueleto de apariencia moderna excavado en 1888 en las proximidades de Londres, en las gravillas del Támesis de principios del pleistoceno. En sus numerosos estudios del esqueleto, Keith identificó muchos detalles anatómicos primitivos que, según argu-mentó, demostraban su antigüedad. Sin embargo, con el tiempo se supo que el hombre de Galley Hill era un esqueleto moderno con una mayor antigüedad geológica asociada, como en el caso del hombre de Oldoway, debido a un enterramiento intrusivo. Lo cual finalmente obligó a Keith a renunciar a su esqueleto preferido; pero entonces evidentemente pudo echar mano del hombre de Piltdown para corro-borar sus teorías, como pudo hacer Leakey con los hallazgos de Kan-jera y Kanam.

Leakey se dedicó con tenacidad a la búsqueda de antepasados hu-manos y a finales de 1950 creía disponer de datos fósiles de los que se desprendía que los grandes simios modernos y los gibones se re-montaban a 20 o 30 millones de años atrás. En base a lo cual estimó que los simios y los humanos «podrían proceder de un tronco común, probablemente con más de 40 millones de años de antigüedad».24 Al igual que Elwyn Simons y David Pilbeam, como ya se ha descrito en un capítulo anterior, Leakey enlazaba en línea recta a través del tiempo las especies actuales con los fósiles antiguos, que considera-ba CQmo sus antepasados directos. Era un enfoque común en aquel tiempo. A medida que fueron progresando sus investigaciones, Lea-key fue desinteresándose de la búsqueda de formas antiguas de sa-piens para concentrarse más en los orígenes de la forma humana en sí, en la que, de todos modos, destacaba el gran tamaño del cerebro. Este énfasis desembocó en una última ironía en 1964 cuando, para conseguir que un nuevo fósil descubierto por él fuese aceptado como

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una especie tic Homo, modificó la definición del mismo para incluir en él a animales con cerebro de menor tamaño.

El descubrimiento, en 1961, del Kenyapithecus wickeri de 14 mi-llones de años de antigüedad y, irnos años más tarde, del Kenyapithe-cus africanus todavía más antiguo, marcó un hito importante en la saga de Leakey, al proporcionarle por primera vez lo que él conside-raba como un homínido identificable: «el miembro más antiguo de la familia Hominidae conocido hasta el presente»,25 como escribió en enero de 1967. Pero sin duda el momento más decisivo de su vida profesional se produjo en 1959, cuando Mary Leakey descubrió el fa-moso cráneo fósil designado con el nombre de Zinjanthropus, esto es, hombre del África oriental. Por fin, anunció Leakey, se había encon-trado una antigua forma humana primitiva antecesora directa de los humanos modernos. Pero la admisión del «Zinj» en la sagrada línea de descendencia directa del hombre le planteó algunos problemas, que no obstante logró superar, problemas relacionados con cómo se identifica a un hombre realmente primitivo y con cuánta rapidez puede transformar la evolución una forma primitiva como ésa en la del hombre moderno. Por cierto que Leakey adquirió fama mundial gracias al Zinjanthropus, fama que le reportaría una fuente de finan-ciación para sus investigaciones más segura que cualquiera de las que hasta entonces habían tenido él y Mary.

Cuando Mary descubrió el Zinjanthropus, un día ahora famoso del mes de julio de 1959, en el desfiladero de Olduvai, otros investiga-dores ya habían reunido en Sudáfrica un gran número de australopi-tecinos procedentes de las cuevas del Transvaal, algunos parecidos al niño de Taung de Dart y otros considerablemente más robustos. Los fósiles parecidos al niño de Taung recibían el nombre de Austra-lopitecus africanus, mientras los de mayor tamaño habían recibido la apropiada denominación de Australopithecus robustus. Leakey vi-sitó Johannesburgo y Pretoria en 1945 para ver los fósiles y de inme-diato se formó una firme opinión. «A su regreso estuvo hablando mu-cho de los australopitecinos —recuerda Mary—. Pero no creyó ni por un instante que fuesen antepasados del [género] Homo. Eso era un anatema para él. Lo consideraba anatómicamente imposible, su es-pecialización era simplemente demasiado grande. »2é Dart y su niño de Taung, dicho sea de paso, no merecieron ni una mención en la edi-ción de 1934 de Adam's Ancestors de Leakey, con lo que éste no hizo más que plegarse a la actitud de la mayoría de autores de la época.

Muchas personas llamaban «monos-hombre» u «hombres-mono» a los australopitecinos, denominación a la que se opuso enérgica-mente Leakey. «Implica que esas criaturas [...] representan un esla-bón perdido entre el simio y el hombre. Algunos científicos opinan que ésta es la verdadera explicación y si están en lo cierto podría ser correcto designarlos como "monos-hombre" u "hombres-mono", pero yo prefiero llamarlos "cuasi-hombres", término que parece ex-presar su condición con mucho rhayor exactitud», escribió en

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1953.27 «Representan una ramificación muy aberrante y especializa-da del tronco que desembocó en el hombre. Sin embargo, en muchos aspectos sin duda son mucho más próximos al hombre que cualquie-ra de los grandes antropoides actuales, por lo que parece adecuado designarlos con el término "cuasi-hombres".»28

Cuando Leakey corrió a ver el Zinjanthropus que había descubier-to Mary aquel famoso día de julio de 1959, su primer comentario, re-cuerda ella, fue: «Oh, cielos. Creo que es un australopitecino.»29 Su primera valoración, según se demostraría luego, era correcta. El Zin-janthropus era una versión de aún mayor tamaño de la especie Aus-tralopithecus robustus encontrada en Sudáfrica. Presentaba una gruesa cresta ósea en el centro del cráneo, a la que iban fijados los músculos de la mandíbula inferior; la cara tenía una forma curiosa-mente achatada, con los pómulos ensanchados como grandes contra-fuertes salientes, enormes molares y diminutos incisivos. Una fiso-nomía absolutamente sorprendente y curiosa, sin duda. Aim así, Lea-key no tardó en convencerse de que el Zinjanthropus era significati-vamente distinto de los «cuasi-hombres» sudafricanos y presentaba suficientes semejanzas con el Homo sapiens como para merecer la designación de antepasado directo del hombre moderno. En el plazo de un mes ya había publicado un artículo en Nature en el que procla-maba la condición humana del hombre del África oriental.

Un factor decisivo en este veredicto fueron los útiles de piedras asociados al hallazgo, igual que había ocurrido en cierto sentido con el ya olvidado hombre de Oldoway. Mary y Louis habían estado reu-niendo durante décadas colecciones de útiles de piedra de Olduvai y Mary había revolucionado la arqueología con su clasificación de esas primeras etapas de la tecnología lítica. El caso es que el cráneo de Zinjanthropus se encontraba en lo que parecía un espacio habitado, rodeado de multitud de útiles de piedra del tipo más primitivo y mu-chos fragmentos de huesos de animales. En circunstancias similares en otros yacimientos del mundo, Leakey a menudo había sugerido que el homínido fósil encontrado había sido a todas luces víctima de algún hombre más avanzado cuyos restos aún no se habían encon-trado.

Pero en el caso del Zinjanthropus, argumentó, la interpretación era otra. «En este caso no existe motivo alguno para pensar que el cráneo corresponde a la víctima de un festín canibalístico de un hipo-tético tipo más avanzado de hombre»,30 escribió en Nature. Su razo-namiento era que «puesto que [el cráneo] no estaba aplastado [previa-mente a la fosilización], mientras los huesos de todos los demás ani-males aparecían rotos, puede suponerse razonablemente que el crá-neo representa al autor de la cultura que vivía en aquel espacio. En consecuencia, en base a nuestra definición aceptada del hombre como un "primate que fabrica útiles según una pauta fija y regular", o del "hombre fabricante de útiles", debemos aceptar al Zinjanthro-pus como un hombre "auténtico"».31

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Persuadido por los dalos arqueológicos de que el Zinjanthropus en efecto es un «hombre auténtico», Leakey se pregunta retórica-mente: «¿Se ajusta a nuestra concepción de la apariencia que debería tener un hombre?»32 Su respuesta es «muy poco», y con razón. «A primera vista, este nuevo cráneo recuerda mucho a los "hombres-mono" [...] encontrados por Broom y Robinson en Swartkranz, en el Transvaal [...] Pero una detenida comparación del cráneo con el espé-cimen del Transvaal denominado [Australopitecus robustus], revela que las diferencias son mucho más numerosas, más significativas, que las semejanzas.» Entre las diferencias identificadas por Leakey figuran la curvatura de la región maxilar, las estructuras del entorno de las orejas y la base del cráneo. Éstas, señaló, emparentaban al Zin-janthropus con el Homo sapiens. Incluso se aventuró a predecir que: «Realmente tendría una sorpresa si la mandíbula inferior, cuando la encontremos, no presenta la forma característica del "hombre par-lante".»33

Cuando Leakey anunció el descubrimiento de Zinjanthropus en las páginas de Nature, provocó un solapado regocijo entre sus cole-gas con su declaración de que «no soy partidario de crear un exceso de nombres genéricos entre los Hominidae [la familia humana], pero aun así considero deseable asignar a este nuevo hallazgo un género separado y diferenciado. Por ello propongo el nombre de Zinjanthro-pus boisei para el nuevo cráneo». Precisamente Leakey era un super-segregador donde los haya.

Formalmente, estaba obligado en basar su diagnóstico en la ana-tomía del cráneo, no en su asociación cultural, aunque esta última constituía claramente el factor clave para él. Según su viejo amigo y colega F. Clark Howell, Leakey ya había establecido la lista de se-mejanzas anatómicas con Homo y diferencias con los australopiteci-nos robustos incluso antes de proceder a una comparación directa con los especímenes originales.

«Yo fui el primer científico que vio el Zinjanthropus después de Louis y Mary —recuerda Howell—. Cené en su casa poco tiempo des-pués de que trajeran el fósil de Olduvai. Louis al principio no mencio-nó el hallazgo, pero después de cenar, sacó una gran caja de galletas, la dejó encima de la mesa, la abrió y dijo: "Mira, ¿qué te parece esto?" Louis era aficionado a esos gestos teatrales. Mary se limitó a permanecer sentada sonriendo amablemente. Le dije a Louis que me parecía idéntico a un australopitecino robusto y él me replicó: "No, no, no", y procedió a explicarme en gran detalle por qué pensaba que me equivocaba. Luego me anunció que pensaba viajar a Sudáfrica para comparar el Zinjanthropus con los especímenes originales de [australopitecinos] robustos. En aquel momento, Louis ya tenía es-crito un primer borrador completo de su artículo sobre el Zinjan-thropus.»34

Visto en retrospectiva, resulta fácil advertir que los deseos de Leakey de encontrar un antiguo antepasado del «hombre auténtico»

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lo indujo a sobrecargar de significado los dalos anatómicos. Tam-bién le confinó a una definición del hombre que incluía la cultura líti-ca; hecho que más adelante le crearía problemas. Pero con la acepta-ción del Zinjanthropus como auténtico antepasado humano, Leakey también se estaba creando otro problema, que una vez más logró sor-tear. Éste estaba relacionado concretamente con el ritmo de evolu-ción de los homínidos. Leakey, como recordarán, consideraba que la evolución era un proceso lento. Lo cual le ponía ante un dilema, como explicó en una conferencia pronunciada en Ciudad del Cabo para la South African Archeological Society en 1960: «Si estamos dis-puestos a admitir la posibilidad, y yo desde luego lo estoy, de que el género Homo surgió a partir de un australopitecino parecido al Zin-janthropus, entonces deberemos preguntarnos si había transcurrido un intervalo suficiente de tiempo entre el pleistoceno inferior y el pleistoceno medio para la transformación, a través de la evolución, del Zinjanthropus en algo semejante a los Homo.»

Cuando se desenterró el primer Zinjanthropus, su antigüedad, de acuerdo con las estimaciones geológicas de la época, se cifró en unos 600 000 años, lo que habría representado un lapso de tiempo muy breve para el cambio evolutivo que proponía Leakey. Pero casi de in-mediato, la aplicación de métodos de datación radiométrica a los se-dimentos del desfiladero de Olduvai reveló que el nuevo fósil tenía una antigüedad más de tres veces superior a la estimación original, exactamente 1,75 millones de años. Este descubrimiento inesperado sin duda ayudaba a resolver el problema cronológico, pero Leakey tenía una explicación aún mejor. Recordó a los asistentes al encuen-tro de la Sociedad Arqueológica Sudafricana que los animales do-mesticados evolucionan mucho más rápidamente que en condiciones naturales. Y a continuación señaló: «No pasamos demasiado a menu-do por alto el hecho de que en cuanto el hombre comenzó a fabricar útiles según una pauta fija y regular, de hecho estaba creando con ello las condiciones de su propia domesticación. A partir de aquel momento aceleró potencialmente los resultados del proceso evoluti-vo natural de su propia estirpe.» En otras palabras, el Zinjanthropus, al adoptar la cultura de los útiles de piedra, imprimió mayor veloci-dad a su propia evolución en Homo sapiens. «Una vez empezó a fabri-car utensilios de piedra, no hay motivo para que la evolución huma-na no fuese tan rápida como la de sus numerosos animales domés-ticos.»

El entusiasmo de Leakey con la condición de antepasado directo del hombre del Zinjanthropus le animó a sugerir que la mandíbula de Kanam tal vez no pertenecía a un Homo kanamensis, sino a una hembra de Zinjanthropus. Sin embargo, la mayor parte del establish-ment paleoantropológico acogió con bastante escepticismo las diver-sas propuestas de Leakey, incluida la idea de que el Zinjanthropus no fuera un australopitecino y fuese un ascendiente directo del hombre.

Tal como fueron las cosas, el Zinjanthropus se vio destronado

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muy pronto; poro en este caso, por obra del propio Leakey. Una de-claración realizada en setiembre de 1960 resultó inquietantemente profética: «Pienso que el Zinjanthropus se hizo acreedor del título de hombre más antiguo precisamente por el hecho de haber fabricado el primer conjunto conocido de implementos, al menos mientras no se encuentren otros fabricantes de herramientas más distantes.»35

Dos meses después, se descubrían en el desfiladero de Olduvai los primeros fragmentos significativos de ese otro fabricante de herra-mientas, exactamente en el mismo lugar donde había sido hallado el Zinjanthropus. El eclipsamiento de las aspiraciones del hombre del África oriental al título de hombre auténtico más antiguo fue emba-razosamente rápido y total.

En noviembre de 1960, Jonathan Leakey, hijo mayor de Louis y Mary, encontró, durante una prospección muy próxima al lugar del hallazgo del Zinjanthropus, partes de un cráneo y de la mandíbula in-ferior de un homínido fallecido cuando contaba unos doce años. A juzgar por el contexto geológico, ese homínido parecía ser anterior al Zinjanthropus, por lo que recibió el nombre de niño pre-Zinj. Pero lo más importante fue que la anatomía parecía sugerir que el niño pertenecía a un tipo distinto de homínido: superficialmente, su com-plexión era mucho más delgada, y los fragmentos del cráneo pare-cían implicar un cerebro más grande. A lo largo de los tres años si-guientes fueron recuperándose un número creciente de fragmentos de este nuevo tipo de homínido, incluidas partes de un pie, de una mano y costillas. Hubo un momento en que Leakey le escribió a un colega de Inglaterra que él y Mary al parecer acabarían encontrando un esqueleto completo; pero no sería así.

Leakey se convenció muy pronto de que se hallaba ante algo dis-tinto al Zinjanthropus, un ejemplar completamente nuevo para la pa-leoantropología y muy próximo a su objetivo final, el primer Homo. Y finalmente acabó invitando a sus colegas, en un comunicado de prensa, a «revisar todas sus anteriores ideas sobre los orígenes hu-manos y sustituirlas por nuevas teorías más acordes con los datos que ya se conocían en aquel momento».36 Sin embargo, durante más de tres años se limitaría a publicar descripciones formales de los di-versos hallazgos fósiles, sin manifestar públicamente su interpreta-ción de los mismos. En esta ocasión estaba decidido a proceder con mucha mayor cautela. Quería reunir el mayor número de pruebas y lo más sólidas posibles para lo que constituiría un acontecimiento de primer orden para la paleoantropología. Sin embargo, cuando Lea-key finalmente anunció sus resultados, el 4 de abril de 1964, se pro-dujo una andanada de protestas, cuyas reverberaciones aún conti-núan.

A lo largo de todo el período de excavaciones, mientras su excita-ción iba continuamente en aumento, Leakey mantuvo una correspon-dencia regular con sir Wilfred Le Gros Clark de Oxford, Inglaterra, amigo y colega suyo desde hacía muchos años. Le Gros Clark era el

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mas destacado palcoanlropólogo británico y su reacción ante las posteriores declaraciones de Leakey sobre el niño pre-Zirtjanthrupus tendrían una influencia determinante en el tono del debate que se produjo a continuación. Menos de dos semanas después de que Jo-nathan descubriera los fragmentos de cráneo, Leakey se lo comunicó a Le Gros Clark. «La morfología simplemente no concuerda con el patrón australopitecino —sugería—.37 Cada vez estoy más convenci-do de que [...] nos encontramos ante dos homínidos totalmente distin-tos que vivieron simultáneamente en el Lecho I de Olduvai, del mismo modo que tenemos ocho géneros diferentes de cerdos en un mismo lugar, etc.» El mismo día, Leakey escribió también a Phi-llip Tobías, que estaba trabajando con el cráneo de Zinjanthropus en Johannesburgo, y al doctor M. W. Sterling de la Smithsonian Institu-tion de Washington, D.C., para anunciarles que estaba prácticamente seguro de que él y Mary habían encontrado un nuevo homínido. Tam-bién les pidió a los dos que respetaran el carácter confidencial de la información.

Menos de un mes después, el 7 de diciembre de 1970, Leakey vol-vía a escribirle a Le Gros Clark, esta vez una epístola de seis páginas con descripciones detalladas de todos los fósiles, acompañada de fo-tografías. En junio, Le Gros Clark le contestó para decirle que, por lo que habían podido ver él y sus colegas, consideraba imposible se-parar esos fósiles de los australopitecinos. Y el 5 de julio le respon-día a Leakey, que había reaccionado algo molesto: «Espero que por el momento no te comprometas demasiado.» Pero la advertencia lle-gaba ya demasiado tarde, pues entretanto Leakey ya había adquirido el firme convencimiento de estar en lo cierto.

Mientras tanto, Leakey había pedido la colaboración de Phillip Tobias para la descripción de los fósiles pre-Zinj, mientras seguía trabajando con el cráneo del propio hombre del África oriental. To-bias era titular de la cátedra que antes había ocupado Raymond Dart, con quien había colaborado durante mucho tiempo. Es decir que, profesionalmente, Tobias mantenía una estrecha asociación con el Australopithecus africanus e, inicialmente al menos, se mostró rea-cio a aceptar la sugerencia de Leakey de que el niño pre-Zinj pudiera ser otra cosa. Así, por ejemplo, el 1 de mayo de 1962 le escribía a Lea-key: «En estos momentos tengo la impresión de que el niño es un aus-tralopitecino.» Intentando suavizar un poco su afirmación, añadía que sólo estaba «pensando en voz alta». El 7 de mayo, Leakey le con-testó: «Si finalmente decide que el niño, en base a todos sus caracte-res, es un australopitecino, debe decirlo francamente, aunque yo me reservo el derecho a afirmar lo contrario si sus conclusiones no me parecen convincentes.» Y añadía, manifestando su creciente impa-ciencia ante la necesidad de silenciar lo que ya consideraba pruebas irrefutables: «Mary y yo estamos planteándonos seriamente si no se-ría prudente asignar ya un nombre al niño pre-Zinj.»

Tobias rehuyó manifestarse claramente y Leakey presionó toda-

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vía más a su colcha. «Mary y yo estamos seguros (nuestra certeza aumenta cada vez que r evisamos los datos) de que NO se trata de un Australopithecus —le escribió el 28 de diciembre de 1962—. Creo que sólo las personas aquejadas de "psicoesclerosis", como dijo en cierta ocasión Le Gros, e incapaces de tolerar la idea de la coexistencia de dos ramas contemporáneas de homínidos, podrían clasificarlo en esa subfamilia.» Leakey sabía que sus colegas reaccionarían de forma negativa ante su propuesta de que dos homínidos diferentes habían coexistido uno junto a otro, pues esa asociación iba en contra de la teoría paleoantropológica aceptada y nadie la había refutado nunca apoyándose en datos fósiles. «Los prejuicios tenían un fuerte peso en las controversias científicas en los años treinta y lo mismo sigue ocu-rriendo en la actualidad»,38 comentaba Leakey poco después.

Tobías continuó resistiéndose hasta finales de 1963, pero final-mente se dejó convencer, según dice, «por toda una serie de especí-menes adicionales descubiertos por Mary en octubre de ese año».39

En los cinco o seis individuos representados en la muestra se obser-vaban suficientes características anatómicas que llevaban a la con-clusión de que el homínido en efecto era distinto del Zinjanthropus y, lo más decisivo, que pertenecía a Homo. «En ese momento cambié de opinión», dice Tobias. El aspecto persuasivo de los hallazgos fue que «era evidente que ese grupo de fósiles de Olduvai tenían una ca-pacidad [craneal] media casi un 50 % superior a la media del A. afri-canus»,40 señaló recientemente.

«Fue muy difícil convencer a Phillip —recuerda Mary Leakey—. Louis tuvo que intimidarle para persuadirle. Nadie bautiza a la lige-ra una nueva especie de homínidos. Pero Louis estaba encantado. »41

Poco después de conquistar a Tobias, Leakey volvió a escribir a Le Gros Clark, el 6 de enero de 1964, para anunciárselo: «En un futu-ro próximo publicaré un nuevo nombre científico y una diagnosis en colaboración con Phillip Tobias en Nature, pero he pensado que te gustaría estar informado antes.» Incapaz de refrenar su entusiasmo ante el impacto que esperaba causar, añadía: «El resultado neto, evi-dentemente, es que tendremos que buscar un antepasado común de los homínidos y los australopitecinos en los inicios del plioceno.» En otras palabras, ante la evidencia de que «auténticos hombres» primi-tivos y «cuasi-hombres» habían coexistido en Olduvai irnos dos mi-llones de años atrás, los orígenes del antepasado común de ambas ra-mas tenían que remontarse a un tiempo mucho más remoto, tal vez de unos 10 millones de años atrás (según el registro geológico enton-ces vigente). Con lo cual el auténtico Homo sería realmente una estir-pe muy antigua.

Las normas aceptadas que debe seguir un científico para dar nombre a una nueva especie de un género existente son muy riguro-sas. Incluyen una detenida descripción del nuevo espécimen que in-dique la concordancia del animal con la definición del género en cuestión (en este caso Homo) y sus diferencias con otras especies afi-

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lies. La denominación de una nueva especie de homínido siempre ha tendido a provocar un intenso debate en el seno de la profesión, de modo que Leakey podía esperar al menos eso. Pero el hecho de que al mismo tiempo se viera obligado a ajustar la definición de Homo para dar cabida a su nueva especie transformó lo que podría haber sido un forcejeo propiamente erudito casi en un escándalo. «Un par de colegas nos vilipendiaron por modificar la definición del [género] Homo como si fuese tan sacrosanta como la ley de los medas y los persas»,42 recuerda Tobias.

«Hemos llegado a la conclusión de que aparte del Australopithe-cus (Zinjanthropus), los especímenes obtenidos en el Lecho I y la par-te inferior del Lecho II de Olduvai representan una única especie'de Homo y no son australopitecinos», era la conclusión de Leakey y To-bias en el actualmente famoso número del 4 de abril de 1964 de la revista Nature. También se les había sumado un tercer autor, John Napier de la Universidad de Londres, cuyo experto conocimiento so-bre la anatomía de las manos y los pies habían recabado para redon-dear la diagnosis. «Pero para poder incluir el nuevo material en el género Homo (en vez de crear un género diferenciado para él, lo cual no consideramos acertado), se hace necesario revisar la diagnosis de este género.»43

Las anteriores diagnosis de Homo se habían centrado en el llama-do rubicón cerebral: un homínido tenía que superar un cierto tama-ño del cerebro para acceder a la humanidad plena. El problema esta-ba en que diferentes autoridades establecían límites distintos. Por ejemplo, sir Arthur Keith lo fijaba en 750 centímetros cúbicos, mien-tras que Henri-V. Vallois consideraba necesario un volumen mayor, de 800 centímetros cúbicos, y Franz Weidenreich se contentaba con 700 centímetros cúbicos. Salta a la vista que se trataba de cifras bas-tante arbitrarias. Pero Tobias había determinado que el volumen del cerebro del niño pre-Zinj era de 675 a 680 centímetros cúbicos, infe-rior a todos los límites fijados. De hecho, ocupaba un lugar interme-dio entre los del australopitecino más grande y los del Homo erectus más pequeño, en una franja que hasta entonces había sido tierra de nadie entre los homínidos.

La diagnosis presentada por Leakey, Tobias y Napier era más am-plia e incluía la postura y modo de andar de los bípedos habituales, gran precisión en el uso de la mano y una capacidad cerebral muy inferior a la propuesta hasta entonces. El nuevo rubicón cerebral de-bería situarse en los 600 centímetros cúbicos, que permite justo la inclusión del niño pre-Zinj entre los Homo. Aunque la asociación con útiles de piedra no figuraba formalmente en la diagnosis, implícita-mente quedaba claro que había tenido un peso importante en las con-clusiones de los autores. «Cuando se encontró el cráneo de Australo-pithecus (Zinjanthropus) boisei en un espacio habitado en el lecho FLKI —señalaban—, no se conocían restos de ningún otro tipo de ho-mínido correspondientes a la primera parte de la secuencia de Oldu-

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vai. Parce la i a/onablc, por tanto, suponer que ese cráneo representa-ba a los artíl ices de la cultura Oldowan. El posterior hallazgo de res-tos de Homo habilis en asociación con la cultura Oldowan en otras tres excavaciones modificó esa posición.» Aceptaban la posibilidad de que tanto la forma Zinj como la pre-Zinj correspondientes a cons-tructores de herramientas, si bien llegaban a la conclusión de que «es probable que la segunda fuese más avanzada y que el cráneo de Zinjanthropus corresponda a un intruso (o una víctima) en un espa-cio habitado por Homo habilis».

Poco después, Tobias y Napier respondían a las críticas de Ber-nard Campbell, un joven antropólogo de Cambridge, Inglaterra, en una carta al Times, en la que hacían aún mayor hincapié en la asocia-ción cultural como confirmación de la pertenencia del niño pre-Zinj al género Homo. «En base a nuestras comparaciones, llegamos a la conclusión de que los nuevos fósiles se hallan a mitad de camino en-tre el Australopithecus y el Homo erectus. Pero la anatomía por sí sola no podía indicarnos si la nueva criatura era el australopitecino más avanzado o el menos evolucionado de los Homo. Encontramos la respuesta en un consistente conjunto de indicios de que el hombre habilis construyó los antiguos útiles de piedra.» Esta afirmación puso en una posición algo embarazosa a Leakey, quien se sintió obli-gado a desligarse públicamente de ella. Tobias defiende ahora su actuación y la de Napier con el argumento de que «al conceder un mayor peso a los datos culturales en la evaluación de la condición genérica del H. habilis nos ajustamos totalmente al procedimiento aceptado que permite sumar los datos etnológicos a los datos morfo-lógicos para establecer la clasificación sistemática de un grupo».44

En cualquier caso, la postura de Leakey en relación al argumento de los útiles de piedra era sumamente ambigua, a juzgar por sus es-critos, no en último término por el hecho de que el nombre escogido para designar la especie, habilis, parece incluir la construcción de útiles como parte de su definición; en efecto, puede traducirse por «hábil, diestro, mentalmente dotado, vigoroso».

Ante las continuas críticas por la desvirtuación de las diagnosis morfológicas con la introducción de inferencias culturales, Leakey afirmó rotundamente en un encuentro celebrado en Chicago en no-viembre de 1965 su disociación de «cualquier sugerencia de que es posible utilizar datos culturales con fines taxonómicos [de diagnosis de una especie]. La validez de la clasificación del Homo habilis se basa única y exclusivamente en sus caracteres morfológicos, sin in-tervención de ningún rasgo cultural».45 No obstante, poco antes pa-recía haber dicho exactamente lo contrario en un encuentro del Cos-mos Club celebrado en Washington, D.C.: «En mi opinión, el paso más significativo en toda la historia humana, el hecho que transfor-ma el animal en hombre, fue la construcción de útiles según una pau-ta regular y uniforme. Por esto escogimos esa definición de Homo [...] Una vez empezó a construir los útiles-más simples, de inmediato lo-

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gi o acceder a una fuente completamente nueva de alimentos, aumen tando sus posibilidades de competir con otras criaturas.»4"

Una vez introducida la asociación con la construcción de útiles en la interpretación del Zinjanthropus, Leakey se encontró atrapado en una trampa lógica de su propia creación de la que ya no conseguiría liberarse. «Louis siempre insistió en que no tenía en cuenta los útiles en su interpretación —dice su colega Michael Day, anatomista del hospital londinense de Saint Thomas—. Pero es evidente que siempre los consideró.»47

El principal forcejeo entre Leakey y sus críticos por la denomina-ción habilis se desarrolló en las páginas de una revista británica ya desaparecida, llamada Discovery. Fue un debate erudito, aunque in-cisivo, para las páginas de una revista popular, no profesional. Ber-nard Campbell encabezó el ataque. Después de una apertura muy británica en la que alababa los esfuerzos de Leakey en la búsqueda de fósiles, Campbell afirmaba: «Pero su interpretación es cuestiona-ble.» Su principal objeción era, en esencia, que Leakey no había en-tendido el proceso evolutivo. Cuando una especie se transforma en otra en virtud del proceso de selección natural, transcurrirá un tiem-po —un período de transición— en el que los animales vivos no se pa-recerán ni al antepasado ni al descendiente. Esta forma de transición presentará características de ambos. «Lo que no esperábamos era que el descubridor [de formas de transición] creara una nueva espe-cie para encuadrarlas»,48 escribió Campbell. Junto con otros críti-cos del momento, Campbell también ironizó sobre el recurso a la aso-ciación cultural en la interpretación de los homínidos fósiles. «El doctor Leakey y sus colegas no son alquimistas —concluía— y no pueden esperar que aceptemos sus veredictos en respetuoso silencio, a menos que sean capaces de demostrar que efectivamente están jus-tificados.»

Es pertinente señalar en este contexto que Campbell acababa de completar recientemente una revisión de la nomenclatura homínida en la literatura especializada. Como los simios del mioceno rescata-dos por Elwyn Simons y David Pilbeam de un caos de denominacio-nes inadecuadas, también los homínidos habían sido víctimas de los excesos de los supersegregadores. La bibliografía comprendía más de 100 nombres taxonómicos de homínidos, que Campbell había re-ducido rigurosamente a sólo un puñado. «Cuando apareció el Homo habilis, mi tendencia era a agrupar y no a segregar —recuerda—..49

En aquel momento no veía ninguna justificación para la creación de una nueva especie y, por tanto, declaré que tenía que tratarse de un Australopithecus africanus o de un Homo erectas.» Actualmente Campbell ha cambiado de parecer, al igual que la mayor parte de la comunidad paleoantropológica, y acepta la validez de la especie Homo habilis. «En parte como consecuencia del descubrimiento de mejores especímenes, sobre todo por parte de Richard y sus colegas en el lago Turkana. Pero también influyó un cambio de actitud por

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mi parte. Ahora me inclino más por la división que en aquel en-tonces.»

Leakey no se sintió particularmente afectado por el ataque de Campbell, a quien consideraba un joven principiante y un hombre de libros. De hecho, sólo reforzó su desdén contra los académicos aleja-dos de la realidad. «Últimamente ha surgido una desafortunada ten-dencia entre los antropólogos dedicados fundamentalmente a la en-señanza universitaria, más que a los estudios de campo —observaba poco después de ese incidente—, a iniciar extensos debates y críticas a partir de los informes preliminares, a menudo sin haber examina-do los especímenes originales o moldes de los mismos. Este tipo de controversias, a menudo acompañadas de declaraciones dogmáticas, deben considerarse deplorables.»50 Sin embargo, este desdén contra los académicos no era óbice para que Leakey se afanara por conse-guir el reconocimiento más codiciado del establishment: la designa-ción como miembro de la Royal Society de Londres. Aunque contaba con el respaldo de Le Gros Clark y sir Julián Huxley, otras figuras aún más poderosas se oponían a él y Leakey nunca fue elegido.

Pero lo que más le dolió a Leakey en todo el asunto del Homo ha-bilis fue el rigor de su ex colega Le Gros Clark. «Me sentí obligado a unirme a las duras críticas del doctor Campbell —escribió éste en julio de 1964—. Los paleoantropólogos ya estábamos habituados a la desafortunada proclividad de algunos investigadores de campo a acuñar nuevos nombres para designar fósiles que posteriormente de-mostraban no ser merecedores de ellos», seguía diciendo, corrobo-rando el enfoque agrupador de Campbell. La acumulación indiscri-minada de nuevos nombres ya era suficientemente mala, decía, «pero [además] "Homo habilis" constituye un caso distinto, pues la nueva nomenclatura ha servido de excusa para promover la necesi-dad de renunciar por completo a las anteriores concepciones sobre la evolución homínida».51 La argumentación de Le Gros Clark se apoyaba sobre todo en el hecho de que la descripción anatómica del «Homo habilis» (como insistía en escribir el nombre) también tenía perfectamente cabida dentro de la especie Australopithecus africa-nas. «Cabe esperar que ["Homo habilis"] desaparecerá tan rápida-mente como vino —concluía—. Desde luego no parece merecer ser objeto de una prolongada controversia.» ,

Leakey le respondió en el número del mes siguiente. «Debo confe-sar —empezaba diciendo— que me ha sorprendido un poco que sir William Le Gros Clark, que todavía no ha tenido ocasión de realizar un estudio detallado del Homo habilis, sin embargo se sienta autori-zado a afirmar categóricamente [que los fósiles pertenecen al género Australopithecus]. »52 A continuación, Leakey procedía a exponer con gran detalle las diferencias entre Homo habilis y los australopiteci-nos. Repetía el argumento que ya había adelantado en su carta a Le Gros Clark del 15 de noviembre de 1960, a saber, que la coexistencia de dos homínidos no debía ser motivo de sorpresa puesto que se da-

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ban situaciones similares en el caso de otros animales. También re-chazaba enérgicamente la sugerencia de Le Gros Clark de que el nombre se había acuñado de forma precipitada y sin la debida refle-xión. «Finalmente —tronaba—, debo protestar contra el uso injustifi-cado de comillas junto al nombre Homo habilis [...] en la carta de sir Wilfred, así como la no utilización de la cursiva. Se trata de nombres válidos, en términos de la nomenclatura zoológica, y no de apodos. Y no deberían ser tratados como tales.» Es interesante comprobar cómo pueden utilizarse las convenciones de la nomenclatura zoológi-ca como vehículo de insultos no muy sutiles.

El debate epistolar continuó, con la intervención de otras autori-dades, entre ellas Phillip Tobías. En el párrafo final de su carta, To-bías afirma que él y Napier «coincidimos en que el nuevo descubri-miento representa una etapa del desarrollo del hombre que tiende claramente un puente entre los australopitecinos más avanzados y los Homo menos evolucionados».53 Tobías sabía por anteriores car-tas de Leakey que si expresaba públicamente esta posición, Leakey se vería obligado a responder. Y así lo hizo: «Pienso que Homo habi-lis representa una rama diferenciada del [género] Homo, que posible-mente desembocó en el Homo sapiens, y no la considero un eslabón intermedio entre los australopitecinos y el Homo erectus.»5* La de-claración de Leakey iba seguida de la frase «El debate se da por con-cluido. El consejo de redacción».

Este breve debate entre Tobías y Leakey tocó el punto central de la significación atribuida por el segundo al Homo habilis. Al igual que sir Arthur Keith, Leakey siempre consideró el Homo erectus como una forma especializada que había desembocado en un calle-jón sin salida. La opinión mayoritaria entre la profesión tampoco le había hecho renunciar aún a su concepción de los australopitecinos como formas también demasiado especializadas, y en cualquier caso pertenecientes a un período demasiado reciente del registro geológi-co, para poder ser antepasadas de Homo. Es decir, que en su opinión, Homo habilis no representaba un claro eslabón entre ambas formas, como pensaba Tobias, sino, muy al contrario, la superación de am-bas. Homo habilis era el precursor directo del hombre moderno y una forma ancestral que se remontaba hasta un lejano pasado del re-gistro geológico. En resumen, se trataba de la prefiguración más re-ciente, aunque modificada, del sapiens.

La controversia en torno al Homo habilis dañó la reputación de Leakey, sobre todo por su rápido cambio de opinión en relación al Zinjanthropus. «A menudo me he preguntado qué habría sucedido si hubiésemos encontrado el Homo habilis antes que el Zinjanthropus —comentaba pensativa Mary Leakey—.55 Creo que Louis se habría encontrado en una posición mucho más favorable al presentar su primer Homo. El abandono del Zinjanthropus en favor del Homo ha-bilis como constructor de útiles predispuso poco a la gente a tomarse en serio sus planteamientos.» Por cierto que Leakey relegó al Zin-

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junthropus a la categoría de Australopithecus en el mismo artículo de Nature en que anunció el descubrimiento del Homo habilis. Aun-que su anatomía seguía siendo la misma, Leakey había dejado de rei-vindicar su condición humana. Sin embargo, lo cierto es que parecen existir muchos intrigantes paralelismos entre los australopitecinos robustos y los Homo, que actualmente empiezan a ser reconocidos y a dar motivos de reflexión a los investigadores modernos. Su signi-ficado aún no está claro.

El descubrimiento, análisis, anuncio público y posterior debate en torno al Homo habilis sería, de hecho, el último acontecimiento importante de la carrera paleoantropológica de Louis Leakey. En adelante cada vez dedicaría más tiempo a la recaudación de fondos para las investigaciones sobre los primates, así como para los estu-dios antropológicos y arqueológicos. Pero muy pronto sería testigo de los primeros pasos de su hijo Richard en la búsqueda del hombre primitivo. En 1969, en su primera gran expedición al lago Turkana (entonces lago Rodolfo), Richard y sus colegas encontraron un crá-neo parecido al Zinjanthropus y fragmentos de lo que parecía un Homo-, inicialmente se atribuyó a ambos restos una antigüedad de unos 2,6 millones de años. En octubre de 1970, Louis anunciaba el ha-llazgo en una reunión de la Fundación Leakey: «Recientemente he-mos podido encontrar indicios de la construcción de útiles de piedra claramente definidos que se remontan a 2,6 millones de años atrás y restos de hombres y cuasi-hombres asociados en los mismos depó-sitos de este remoto período. »5é A continuación reiteró el principio conductor de su trabajo a lo largo de toda su extensa carrera: «Estoy sinceramente convencido de que en los próximos dos años consegui-remos encontrar pruebas de la presencia de hombres constructores de útiles que se remontarán [...] a un período todavía mucho más leja-no, hasta tal vez 6 o 7 millones de años atrás.»

Poco después de estas declaraciones descubrían el cráneo 1 470.

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C A P I T U L O H

Leakey hijo

«Es posible que [el género] Homo se remonte a 5 millones de años atrás. Pero se trata sólo de una suposición. No de una afirmación probada —expuso Donald Johanson en un concurrido encuentro ce-lebrado en el Museo Americano de Historia Natural de Nueva York en abril de 1984—Esa suposición se basa en una idea introduci-da originariamente por sir Arthur Keith hace muchos años, conti-nuada luego por Louis Leakey, y defendida actualmente por Richard Leakey.»

Richard Leakey reaccionó ante esta sugerencia declarando sim-plemente: «De verdad no creo que exista una línea Leakey en relación a los orígenes humanos, no desde el fallecimiento de Louis. Louis té-nía firmes opiniones sobre la evolución humana. Yo no. »2

A lo largo de los últimos años, con frecuencia han aparecido en diarios y revistas reportajes y artículos que parecen presentar un en-frentamiento entre Leakey y Johanson, un combate entre jóvenes tu rcos . «ANTROPÓLOGOS RIVALES DIVIDIDOS SOBRE UN HALLAZGO "PRE-HUMANO"» y «HUESOS Y PRIMA DONNAS» son dos e j e m p l o s d e t i tu la res que ya revelan el tono de los artículos que encabezan. Desde luego, como primeras figuras de su disciplina, ambos gozan de una notorie-dad pública muy superior incluso a la de los más destacados físicos nucleares o biólogos moleculares. Leakey ha cenado en la Casa Blan-ca invitado por Ronald Reagan y puede vérsele anunciando relojes Rolex a toda página en The New Yorker. «Algunos hombres se limi-tan a hacer la historia. El señor Leakey la redefine», dice el texto del anuncio. Johanson, por su parte, es una destacada personalidad tele-visiva y socio del selecto Bohemian Club californiano, al que también pertenecen Henry Kissinger y Gordon Getty, por ejemplo, y dirige un instituto de fama internacional de su propia creación. De modo que el calificativo de «prima donnas» tal vez no fuera completamente ine-xacto a fin de cuentas.

Pero ¿y qué decir del supuesto gran cisma intelectual dentro de la profesión? ¿Un origen reciente de Homo frente a un origen anti-guo? ¿La línea Johanson versus la línea Leakey? ¿Hasta qué punto es real esta división? ¿En qué medida puede considerarse a Richard Leakey como un hijo intelectual de su padre?

En este capítulo se intenta dar respuesta a estas preguntas re-

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construyendo la carrera de Richard Leakey desde su incorporación ¡nicialmente reticente a la búsqueda de fósiles, pasando por la pro-gresiva modificación de sus teorías, hasta el posterior enfrentamien-to con su amigo y rival Don Johanson. Su historia abarca un período sin precedentes de descubrimientos de restos fósiles en el África oriental, revela la fragilidad de esos indicios y demuestra una vez más el carácter realmente fuera de lo común de la paleoantropología como ciencia.

Sea o no cierto que Richard Leakey heredó la concepción de Louis sobre los orígenes humanos, desde luego es indiscutible que siguió gozando en generosa medida de la famosa buena suerte de los Lea-key. En efecto, a los veinticuatro años, en su primera gran expedi-ción al lago Turkana (entonces lago Rodolfo) en 1969, descubrió dos cráneos del tipo que sus padres habían estado buscando paciente-mente durante más de treinta años. Uno de ellos, conocido por su nu-meración de catálogo como KNM-ER (siglas de Kenya National Mu-seums, East Rudolf) 406, estaba completo, intacto, sin fracturas y co-rrespondía claramente a un primo kenyata del Zinjanthropus. El se-gundo, KNM-ER 407, era mucho más fragmentario y delicado, y constituía un enigma. Además, según una apresurada datación radio-métrica de las cenizas volcánicas que cubrían los cráneos, conocidas como «tobas KBS», éstas tenían más de 2,6 millones de años de anti-güedad. Para completar la generosa cosecha de extraordinaria esta-ción de trabajo de campo, una colega de Leakey, Kay Behrensmeyer, descubrió útiles construidos con cantos rodados de un tipo muy pa-recido a los que había venido encontrando desde largo tiempo atrás Mary Leakey en Olduvai. Estos útiles también parecían contar con 2,6 millones de años de antigüedad.

Hasta ese momento, la participación y dedicación de Richard Leakey a la búsqueda de homínidos habían sido mínimas. Un par de años antes había descubierto, con su colega Kamoya Kimeu, una mandíbula inferior que concordaba con las características del Zin-janthropus en el lago Natrón, cerca de la frontera entre Kenya y Tan-zania. Y en 1967 había organizado la participación kenyana en una expedición internacional al valle Orno en el sur de Etiopía. Pero, como dice él, se trataba sólo de un pasatiempo. «Con ello legitimaba la utilización del dinero de otros para viajar a los lugares donde que-ría ir y pasar un buen rato. Me gustaba organizar expediciones y apli-caba mis conocimientos administrativos prácticos a la dirección de un proyecto científico.» Nadie discute la capacidad organizativa y administrativa de Leakey, talento que empezó a manifestar ya de muy joven. Y, como su padre, es un hombre de visión muy rápida y minuciosa. Descubrió el enorme potencial de los extensos sedimen-tos de la costa oriental del lago Turkana al sobrevolarla con motivo de una breve visita a Nairobi en el curso de la expedición a Omo de 1967. Conjeturó que podrían contener fósiles. Una apresurada ins-pección desde un helicóptero confirmó que su impresión de primera

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vista 11«) ora errada y en seguida empezó a preparar una expedición preliminar para el año siguiente, 1968. La vasta extensión de sedi-mentos de arenisca, que forma una lengua de unos 40 kilómetros des-de la orilla del lago hasta las laderas volcánicas de la hoya hidrográ-fica, recibe habitualmente el nombre de Koobi Fora.

La primera excursión se saldó con el hallazgo de un par de frag-mentarias mandíbulas de homínido y grandes promesas para el futu-ro. «En esos momentos aún no tenía un trabajo fi jo en el museo; no empezaría a trabajar allí hasta el primero de octubre, una semana después de la fecha prevista para terminar el trabajo de campo. No estaba realmente implicado en el estudio de los fósiles de homínidos, ni tenía intención de dedicarme a ello —insiste Leakey—. Continuaba alimentando la idea de concentrarme alegremente en los simios fósi-les, de eso estaba seguro.»

En el curso de la expedición de 1967 a Orno, el antropólogo de Berkeley Clark Howell estimuló al joven Leakey a continuar con el estudio de los simios fósiles e incluso hablaron de una posible tesis doctoral sobre este tema. Pero el proyecto no se haría realidad, por-que a continuación se produjeron los acontecimientos de la estación de trabajos de campo de 1969. «Con [el hallazgo] del [fósil] 406, el he-cho de haber encontrado algo yo mismo, algo que sería del agrado de todos, supuso un estímulo emocional muy grande. Supongo que de-sencadenó esa posesividad paleontológica que todos experimenta-mos.» A partir de ese momento, Leakey quedó «enganchado». Se es-fumaron sus proyectos de dedicarse durante cuatro o cinco años a un lento trabajo académico sobre los simios fósiles. Los 2 000 kiló-metros cuadrados de sedimentos de la orilla oriental del lago Turka-na, posiblemente ricos en homínidos, le llamaban seductoramente, esperando sólo que alguien los explorara.

Pero Leakey se encontró ante un problema. Prácticamente no con-taba con ninguna formación académica en anatomía o antropología física, sólo con la experiencia de varios años de limpiar esqueletos animales y recomponerlos para venderlos a los museos. Más aún, sus fuertes ansias de independencia le habían alejado desde muy joven de las actividades de sus padres. Estaba al corriente de lo que ha-cían, pero no sentía ningún deseo de involucrarse en ello ni siquiera de interesarse demasiado, dice. Es decir, que sus conocimientos so-bre los homínidos fósiles eran como mucho rudimentarios. «No se necesitaba una gran capacidad intelectual para observar que el [fó-sil] 406 era igual al Zinjanthropus —recuerda Leakey—. Ello no en-trañaba ninguna dificultad ni controversia. Pero el caso del [fósil] 407 era distinto. Hablé mucho de ello con Alan Walker. Y también con Louis, que me influyó mucho en esos primeros momentos.»

Esta influencia quedaba claramente patente en las publicaciones fruto de esa primera estación de trabajo de campo, en particular en un artículo en la revista National Geographic, durante muy largo tiempo portavoz de las opiniones de Louis Leakey ante el mundo. Allí

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escribió a propósito del enigmático fósil 407: «Faltaban la cara y las mandíbulas, pero el resto del cráneo presentaba pocas de las caracte-rísticas propias de un australopitecino. Empecé a intuir, con crecien-te excitación, que la búsqueda de fragmentos adicionales y un estu-dio más detenido podrían revelar que no se trataba de un cuasi-hom-bre, sino tal vez incluso de una especie del género iíomo.»3 Tras preguntarse retóricamente, ¿quién construyó los útiles?, respondía: «No fue un Australopithecus boisei, me decía la intuición.» Y conti-nuaba especulando que el constructor de útiles, el 407, podría ser una forma de Homo erectus, mucho más antiguo que los hallados en Olduvai. «Hasta su muerte, Louis consideró al Homo erectus como una rama lateral, no antepasada del Homo sapiens —dice ahora Richard—. En ese contexto surgieron nuestras reflexiones y escribí mis opiniones sobre el [fósil] 407. »4

También es digna de mención la descripción de los australopiteci-nos con el término «cuasi-hombres», acuñado por Louis Leakey para expresar su semejanza, y al mismo tiempo su total separación, de Homo. Pocos profesionales más empleaban ese término, ya que la mayoría de estudiosos consideraban a los australopitecinos en cierto modo antepasados de Homo. Richard continuaría usándolo durante algunos años tras esa primera adopción mimética confesada de los puntos de vista de su padre.

«En 1968 y 1969 carecía de concepciones preestablecidas sobre la evolución humana y tampoco tenía el menor deseo de postular ningu-na idea en particular sobre los árboles genealógicos —manifiesta ahora Richard—. Seguía en gran medida las enseñanzas de Louis. No presumía de opiniones propias.»5

Además de los artículos de divulgación sobre los trabajos de cam-po de 1969, también remitieron un conjunto de cuatro artículos más eruditos a la revista Nature, que posteriormente los publicaría en su número del 18 de abril de 1970. Éstos incluían las descripciones de los dos cráneos, realizadas por Richard; de los útiles de piedra, fir-mada por Mary Leakey; de la geología, firmada por Kay Behrensme-yer; y de la datación radiométrica, firmada por Jack Miller y Frank Fitch, dos científicos británicos. En su informe sobre los útiles de piedra más antiguos jamás descubiertos, Mary Leakey afirmaba que el descubrimiento no había hecho más que confirmar sus sospechas. «El múltiple conjunto de útiles empleados en Olduvai entre 1,9 y 1,75 millones de años atrás me ha llevado a sugerir —escribía— que la construcción de útiles debía venir practicándose desde un período considerablemente anterior.»6 Richard Leakey se hizo eco de estas impresiones en su artículo para National Geographic: «Esos imple-mentos [de Olduvai] revelan, en mi opinión, un grado de sofisticación que implica que nuestros antepasados empezaron a construir útiles mucho antes [de 1,75 millones de años atrás].»7

Así quedó trazado, desde el principio, el cuadro general de la si-tuación en la orilla oriental del lago Turkana: Australopithecus y

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Homo habían coexistida desde tiempos muy lejanos; los dos homíni-dos tenían historias evolutivas paralelas pero separadas; y el cons-tructor de útiles era Homo. Un cuadro que Louis Leakey debió identi-ficar en el acto y que debió ver con más que buenos ojos.

«En mi opinión, estos descubrimientos [...] son particularmente interesantes —declaró Louis Leakey en una conferencia pública en la Fundación Leakey en octubre de 1969—. En 1933 publiqué una descripción de un pequeño fragmento de mandíbula que denomina-mos Homo kanamensis y afirmé categóricamente que no se trata de un cuasi-hombre o un simio, sino de un auténtico miembro del géne-ro Homo. También estaba acompañado de útiles. Su antigüedad era de entre 2,5 y 3 millones de años. Mis colegas, con dos excepciones, lo descartaron muy pronto. El resto dijeron que debía dejarse "en suspenso". Ahora, 36 años después, hemos demostrado que yo tenía razón, lo que resulta muy, pero muy satisfactorio para mí.»8

Pero con el tiempo este cuadro general se desmoronaría. El crá-neo 407 fue identificado muy pronto como perteneciente a un Zin-janthropus hembra, no a un Homo, lo que explicaría su constitución más ligera. Los geólogos descubrieron que la localización estratigrá-fica de los dos cráneos, el 406 y el 407, era incorrecta: de hecho se encontraban encima y no debajo del estrato datado en 2,6 millones de años de antigüedad y por tanto eran posteriores. Y en cualquier caso, la datación debía ser revisada hasta una antigüedad de 1,9 mi-llones de años. Pero todo esto sucedería luego y la valoración general de la importancia del registro de la orilla oriental del lago Turkana se configuró en gran parte en base a esas primeras impresiones.

Como cabe suponer, la revisión de los 2,6 millones de años de an-tigüedad atribuidas a la «toba KBS» hasta los mucho menos remotos 1,9 millones de años de antigüedad tuvo un fuerte impacto sobre la noción de la antigüedad de Homo. Se había puesto una gran carga in-telectual y emotiva en la datación más antigua y su drástica reduc-ción desencadenó un largo, confuso y doloroso proceso, que abarcó una parte importante de la década de los setenta. Los dos capítulos siguientes ofrecen una crónica de esta historia.

Cuando Richard puso en marcha el programa de exploración de Koobi Fora, su tarea no se limitó a organizar un proyecto de investi-gación científica. También tenía que crearse una reputación. «Cuan-do me hice cargo del museo en octubre de 1968, una de las críticas más espinosas que recibí fue la designación de director administrati-vo, porque carecía de acreditaciones científicas, de reputación y de apoyos entre el establishment científico —explica ahora—.9 Fui muy consciente de que deseaba cambiar esa situación.»

Para ello, se trazó un cuidadoso plan de publicación de trabajos científicos basados en el análisis de los fósiles que fuese descubrien-do. El sistema de comunicación de los hallazgos de la orilla oriental del lago Turkana a la comunidad científica quedó establecido desde el primer momento. Richard presentaba una descripción preliminar

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en Nature, acompañada de algunas observaciones interpretativas; a continuación aparecía en el American Journal of Physical Anthropo-logy una descripción más detallada, obra de sus colaboradores cien-tíficos, pero en la que Richard también figuraba como coautor. «Mi planteamiento era que si estábamos obteniendo todos esos resulta-dos en Koobi Fora, estaba autorizado a presentarlos inicialmente en una revista científica, sin necesidad de analizarlos en gran detalle ni de tener un doctorado —razonaba Leakey—. Personas mejor cualifi-cadas podían encargarse luego del trabajo más serio. Decidí escribir personalmente los artículos para Nature, pero inicialmente me abs-tuve de participar en los trabajos para el AJPA. Pero cuando mis cole-gas me alentaron a colaborar en ellos y firmarlos como coautor, así lo hice.»

Aunque Leakey recabó consejos y orientaciones para los artículos de Nature, dado su deseo de demostrar su capacidad, en su mayor parte eran obra suya. No es de extrañar, por tanto, que al principio requiriesen una importante revisión editorial y lectura previa. Y con el tiempo, la revista llegó a molestarse un poco, pues el consejo de redacción consideraba que los estaban utilizando para ofrecer sim-plemente un catálogo de los fósiles encontrados cada año. Aun así lle-gó a establecerse una buena relación profesional que se ha manteni-do hasta el presente, enturbiada sólo por ocasionales exabruptos por ambas partes. Para Leakey, la estrategia dio buenos resultados. Al convertirse en un autor muy visible de una de las revistas científicas de mayor prestigio, también consiguió la deseada respetabilidad científica en el museo, a pesar de que, según comenta un colega, la profesión en realidad no se tomaba demasiado en serio sus escritos, al menos no al principio.

Koobi Fora hizo realidad sus promesas y cada año se recupera-ban más fósiles de homínidos —cráneos, mandíbulas y huesos de las extremidades—, ofreciendo a la profesión una abundancia hasta en-tonces desconocida de nuevos materiales. Hasta 1974, Leakey identi-ficó en sus informes para Nature dos tipos de homínidos encontrados en Koobi Fora: versiones masculinas y femeninas de Zinjanthropus, o Australopithecus boisei, según la denominación más correcta; y for-mas de Homo, que no asignó a ninguna especie en concreto. Así escri-bió en 1972, por ejemplo: «La colección de 1971 [...] confirma la con-temporaneidad de dos géneros de homínidos, Homo y Australopithe-cus,»10 A continuación argumentaba que en Koobi Fora había una sola especie de australopitecinos, Australopithecus boisei, «dentro de la cual se aprecian considerables variaciones de tamaño, hecho que diría puede explicarse en parte por el dimorfismo sexual [el mayor tamaño de los machos en relación a las hembras]».

Leakey, y en esto coincidía con otras autoridades, no apreciaba en Koobi Fora la presencia de los australopitecinos de menor tamaño, Australopithecus africanus, considerados por la mayoría de observa-dores, aunque no por Louis Leakey, como antepasados de Homo. La

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conclusión que parecía desprenderse de los hallazgos de Koobi Fora, tal como los presentaba Richard, era que las incertidumbres en tor-no al Australopithecus africanus eran sencillamente demasiado gran-des para considerarlo un buen candidato al título de precursor de Homo. Y cuando parecía estar presente, ocupaba un lugar claramen-te demasiado reciente en el registro. «La idea de que el grácil [delica-do] australopitecino fuese un antepasado de Homo en el pleistoceno inferior debe ser reconsiderada cuidadosamente —escribió en 1 9 7 1 — E l material del lago Rodolfo parece confirmar el punto de vista surgido a raíz de los trabajos de Olduvai [...] de que Homo y Aus-tralopithecus son dos homínidos absolutamente separados y diferen-ciados de principios del pleistoceno.» En otras palabras, Richard apoyaba sin lugar a posibles dudas la postura de su padre en ese texto.

Los informes publicados en Nature a menudo iban acompañados de comentarios editoriales en la sección de «Noticias y comentarios» de la revista, generalmente firmados por un anónimo «Corresponsal de paleoantropología». Estos comentarios son interesantes en la me-dida en que reflejan las opiniones y reacciones dominantes ante los hallazgos de Koobi Fora. Por ejemplo, en el número del 2 de junio de 1974, el corresponsal escribía: «Un principio, básico para muchas teorías sobre la evolución humana, es que en ningún momento exis-tió más de un tipo de homínido a la vez. Un punto de vista desafiado muchas veces, aunque las pruebas fósiles han sido equívocas.»12 El hecho de que esto se escribiera unos ocho años después de que Louis Leakey y sus colegas comunicasen la descripción de Homo habilis in-dica la amplitud de las dudas que aún suscita la propuesta. «Richard Leakey se ha abstenido muy prudentemente de asignar el material [del género Homo] a ninguna especie concreta —seguía diciendo el corresponsal—. Con lo cual manifiesta un encomiable, aunque casi sin precedentes, comedimiento en un ámbito saturado de denomina-ciones arbitrarias e inválidas.» Como Homo habilis, el lector puede leer claramente entre líneas.

Cuando más tarde ese mismo año, en agosto de 1972, el equipo de buscadores de fósiles de Koobi Fora comenzó a desenterrar fragmen-tos del famoso cráneo 1 470, el fantasma de Homo habilis —más con-cretamente, la enconada controversia en torno al fósil en que se vio envuelto Louis Leakey— volvió a ocupar el primer plano. Algunos co-legas de Richard comentan que una vez pasado el entusiasmo inicial, reaccionó como si hubiese visto, el equivalente paleoantropológico del fantasma de Banquo. Pero los hechos son más complejos de lo que parece sugerir este comentario.

La recuperación de unos trescientos fragmentos fósiles y su re-construcción hasta componer el cráneo 1 470 extraordinariamente completo ocuparon en total un par de meses. Pero ya muy pronto se hizo patente que el hallazgo correspondía a una criatura con un cere-bro de tamaño desusadamente grande que había vivido (según se

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pensaba) hace casi tres millones de años. ¿A qué grupo pertenecía? No era un Australopithecus pues, entre otras cosas, el tamaño del cráneo era sin duda demasiado grande y no presentaba la caracterís-tica cresta ósea en la línea media del cráneo. ¿Podría ser tal vez un Homo habilis, el antepasado de Olduvai propuesto por Louis Lea-key? También se rechazó esta posibilidad. «El material de Olduvai [Homo habilis] conocido sólo procede de depósitos que datan de [me-nos de] 1,96 millones de años atrás —informaría luego Leakey en Na-ture—.13 En consecuencia, por el momento no parecen existir razo-nes de peso para atribuir a esta especie el cráneo más antiguo y con mayor capacidad cerebral de la orilla oriental del lago Rodolfo.» A modo de conclusión proponía «atribuir el espécimen a Homo sp. in-det. [especie indeterminada] en vez de dejarlo totalmente en suspen-so». En otras palabras, dado su cerebro de mayor tamaño que el del Homo habilis —800 centímetros cúbicos, frente a los 680 de éste— y su mayor antigüedad de aparentemente un millón de años más, el fósil 1 470 no se consideraba incluido en la misma especie que su pri-mo de Olduvai.

La actitud de Leakey respondía a una sugerencia de su colega bri-tánico Bernard Wood de la Middlesex Hospital Medical School de Londres. «En cuanto a la denominación del espécimen [...] es preferi-ble proceder con la mayor cautela, pues todo el mundo estará espe-rando una repetición del "lanzamiento" del Homo habilis, que no fue del todo afortunado —le escribió Wood el 15 de octubre de 1972—. Siento mostrarme pusilánime al respecto, pero podría designarse el nuevo material por su número y con la denominación Homo sp. —como precisamente sucedería—. Lo que intento decir es que la denominación de una nueva especie es un acto innecesario y suma-mente emotivo. La gente pensará que el hecho de haberle dado un nombre significa que tienes todas las respuestas y sinceramente no puedo decir que éste sea el caso. Tampoco quisiera que la evidente importancia del material quedase oscurecida por prolongados force-jeos en la prensa por cuestiones de nomenclatura.»

Como es de suponer, en el campamento de Koobi Fora y en el mu-seo de Nairobi se debatió mucho qué podría ser el fósil 1 470, puesto que estaba claro que no pertenecía a ninguna especie conocida. Un motivo de incertidumbre era el ángulo que formaba la cara con el cráneo. Alan Walker recuerda una ocasión en que él, Michael Day y Richard Leakey estuvieron analizando las dos secciones del cráneo. «Podían desplazarse los maxilares hacia adelante, alargando la cara, o bien hacerlos retroceder, acortándola —recuerda—,14 La opción dependía en realidad de las preconcepciones de cada cual. Era muy interesante observar cómo procedía cada persona.» Leakey también recuerda el incidente: «Sí. Si se ponía de una manera, parecía una cosa; si se ponía de otra, parecía algo distinto. La pregunta era: ¿era lo suficientemente distinto a cualquier otro espécimen para merecer un nuevo nombre?»15

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lodos —Alan Walker, Michacl Day y Richard Leakey— coincidie-ron en que el fósil 1 470 era completamente distinto de las criaturas afines al Zinjanthropus. Todos coincidieron también en que presen-taba algunas semejanzas con el llamado Australopithecus africanas de Sudáfrica. Pero el cerebro del fósil 1 470 era mucho más grande; un 50 % mayor, de hecho. «Entonces nos planteamos por primera vez si era un Homo o un Australopithecus —recuerda Richard—. Con el tiempo fueron perfilándose claras diferencias de opinión sobre este punto.»

Richard pronto se formó su propia, y firme, opinión. «Creo que es un Homo, por el gran tamaño del cerebro —dice ahora—. Repre-senta una porción antigua de la línea evolutiva en la que fue expan-diéndose el tamaño del cerebro.» El criterio de Walker era distinto. «Prescindiendo del gran tamaño del cerebro —argumentó—, las se-mejanzas con el Australopithecus africanus son demasiadas para pa-sarlas por alto.»16 Estas opiniones contrapuestas desembocaron en un enfrentamiento directo en setiembre de 1981, en la fase final de preparación del artículo detallado para el American Journal of Physi-cal Anthropology.

Wood, Dat y Walker se reunieron con Leakey en su despacho de la parte trasera del museo para revisar los últimos detalles del ar:

tículo descriptivo, que era principalmente obra de Walker. Después de discutir durante tres horas el contenido del manuscrito, Walker dijo: «Bueno, ya estamos de acuerdo con el artículo, con los cambios y menudencias de detalle que acabáis de introducir. Ahora, hable-mos del título.»17 Leakey sugirió «Nuevos fósiles del género Homo de Koobi Fora». Wood se habría dado por satisfecho. Y también Day. Pero Walker ciertamente no estaba de acuerdo. Repitió las razones que le inducían a pensar que el fósil 1 470 podía considerarse legíti-mamente como un australopitecino con un cerebro de gran tamaño y dejó bien clara su firme oposición a que su nombre apareciera aso-ciado a un artículo en el que se vinculara explícitamente de algún modo el fósil con el género Homo. Leakey insistió, ante lo cual Wal-ker se levantó y anunció: «Muy bien; en ese caso, yo no firmaré el ar-tículo», y se marchó. «Simplemente se levantó y se marchó —recuer-da Day—. No dio un portazo ni nada por el estilo. No fue un gesto melodramático. Pero estaba definiendo muy firmemente su postu-ra.»18 Leakey sabía que el artículo tenía que llevar la firma de Wal-ker, quien tanto había contribuido a su redacción. Finalmente llega-ron a un compromiso. «Lo titulamos "Nuevos restos homínidos de Koobi Fora" —recuerda Richard—. Yo dije que tampoco lo conside-raba tan importante.»

Durante un tiempo, la diferencia de opiniones generó algunas ten-siones entre ambos hombres, sobre todo cuando Walker expuso sus reservas en un importante encuentro científico que tuvo lugar en Nairobi ese mismo mes de setiembre. «Leakey ha dicho que "no pare-ce existir ningún fundamento para atribuir [este espécimen] a Aus-

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tralopithecus" —manifestó Walker ante el público—. Pero de los cri-terios aquí expuestos se desprende que este cráneo presenta varias características que parecen encontrarse de modo constante en los Ausíralopithecus, no en último lugar la proporción relativa del es-queleto facial respecto al neurocráneo. No sugiero que este dato per-mita decir que [el fósil] 1 470 es un Australopitecus, pero propongo proceder con cautela, pese a nuestro deseo de evitar mantener los es-pecímenes "en suspenso", habida cuenta de que podríamos hallar-nos ante un problema evolutivo sumamente complejo.»19 Tanto Lea-key como Walker coinciden ahora en señalar que sus opiniones con-trapuestas constituyen un convincente ejemplo de la dificultad de de-finir qué se intenta designar realmente con el género Homo. Por sorprendente que pueda parecer, todavía no existe una buena y níti-da definición generalmente aceptada del género Homo. Y aunque la hubiese, el cuadro evolutivo real puede haber sido tan complejo que algunos especímenes de algunas franjas de tiempo inevitablemente rozarían los límites de esa definición.

El hecho de que Leakey se liara la manta a la cabeza y declarara en Nature que el fósil 1 470 pertenecía al género Homo provocó reac-ciones muy diversas entre otros miembros más distantes de la profe-sión. Algunos sugirieron que no se atrevía a llevar su afirmación a su conclusión lógica y denominarlo Homo habilis debido al furor despertado por el anuncio de ese nombre y el rechazo que todavía suscitaba. Y otros dijeron que más o menos por ese mismo motivo Leakey había renunciado a llegar a la conclusión lógica, creando una nueva especie de Homo.

«Me parece imposible que ni uno ni otro grupo pudiera acertar —dice ahora Leakey—,20 puesto que yo estaba sólo vagamente infor-mado de la controversia en torno al Homo habilis. Sí, recuerdo haber oído despotricar a Louis contra Le Gros Clark y John Robinson. So-bre todo contra John Robinson. Pero eso nunca me interesó demasia-do, de modo que no creo que pudiera afectarme mucho.» Un motivo de que nadie se mostrase demasiado ansioso de asignar el fósil 1 470 a la especie Homo habilis, al margen de las diferencias en el tamaño del cerebro y en su supuesta edad geológica, fue la controversia que aún rodeaba a la especie descrita por Louis Leakey.

El principal problema es el siguiente. Cuando se da nombre a una nueva especie, el autor tiene que citar un denominado espécimen tipo, que sirva de base de comparación para otros materiales fósiles similares. El autor puede añadir además otros especímenes adicio-nales, denominados «paratipos» y «material de referencia», que per-mitan ampliar las comparaciones. En el caso de Homo habilis, se ci-taron en total siete fósiles distintos. Ahora bien, en opinión de mu-chas autoridades, este conjunto de fósiles incluye erróneamente re-presentantes de dos especies y no de una, como debería ser. Algunos de estos fósiles están aceptados como Homo, mientras que otros po-drían ser Australopitecus africanusEn consecuencia, aunque el

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conjunto de siete fósiles debería servir para definir al Honiu habilis, más bien crean una ambigüedad en torno a esta especie. Esto crea un problema a las personas que desean saber si un nuevo fósil que están analizando podría corresponder a Homo habilis o no. En efec-to, la respuesta depende de qué se entienda por Homo habilis. For-malmente, la necesaria comparación no puede dar resultados inequí-vocos debido a la heterogeneidad de la muestra.

«Por tanto, decir que [el fósil] 1 470 era un Homo habilis habría exigido una revisión formal de toda la especie —explica Leakey—. Aunque, por defecto, ha acabado asignándose a ésta.»

Mientras estas discusiones en torno al enigma del fósil 1 470 con-tinuaban en plena efervescencia, otro descubrimiento realizado en Koobi Fora vino a complicar aún más todo el asunto. El cráneo, de-signado por su número de catálogo, KNM-ER 1 813, de inmediato se convirtió en un enigma que dio pie a fuertes y prolongadas contro-versias. La dentadura del fósil 1 813 era idéntica a la de uno de los fósiles de Olduvai descrito como Homo habilis. Pero su cráneo era de tamaño diminuto. La reacción inmediata fue considerar que el fó-sil número 1 813 simplemente no podía pertenecer a Homo con un cerebro de ese tamaño, observación que arrojaba nuevas dudas so-bre la integridad de la colección de Homo habilis de Olduvai que su:

puestamente debía servir de base de diagnosis. Esta vez Leakey y Walker coincidieron en la opinión de que el fósil podría correspon-der a un Australopithecus africanus, el primero encontrado en Koobi Fora. Pero Wood no estuvo de acuerdo y actualmente piensa que el cráneo podría corresponder a nueva especie de Homo.

Si el fósil 1813 correspondía en efecto a un Australopithecus afri-canus, ello habría aclarado mucho el cuadro de los orígenes huma-nos resultante de la interpretación de los fósiles de Koobi Fora pro-puesta por Leakey. En su informe anual para Nature, éste argumen-taba que el fósil 1813 pertenecía al tipo más frágil de australopiteci-no. Después de señalar la presencia en el mismo período de su pariente próximo al Zinjanthropus y de Homo, representado por el fósil 1 470, llegaba a la modesta conclusión de que «pueden encon-trarse indicios de todas estas formas mucho antes de la frontera en-tre el plioceno y el pleistoceno».21 La interpretación de las verdade-ras implicaciones de esta afirmación quedó en manos del anónimo corresponsal de paleoantropología de la sección de «Noticias y co-mentarios»: «Si aceptamos la coexistencia de australopitecinos grá-ciles y Homo a principios del pleistoceno, es preciso aceptar también que.[Australopithecus africanus] no representa, y de hecho no puede representar, el grupo homínido ancestral. Pese a la opinión amplia-mente aceptada de que los australopitecinos gráciles representan el tronco homínido basal, la clasificación de los primeros homínidos propuesta actualmente por Leakey implica que los miembros conoci-dos de este grupo coexistieron con el género Homo y de heeho son demasiado recientes para representar la población ancestral.»"

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En otras palabras, si Leakey estaba en lo cierto, la línea evolutiva que desembocaba en los humanos modernos debía tener de hecho un origen muy antiguo y una evolución separada de los australopiteci-nos, que serían cuasi-hombres, y no hombres-mono, en la terminolo-gía de Louis Leakey. En un artículo publicado poco después de los descubrimientos de los fósiles 1 470 y 1 813, Richard Leakey se mani-festaba como sigue: «Tengo la confianza de que un día lograremos re-construir el registro fósil del hombre en la orilla oriental del lago Ro-dolfo hasta cuatro millones de años atrás. Tal vez en ese período en-contraremos indicios de la presencia de un antepasado común de los Australopitecus —cuasi-hombres— y del género Homo, el hombre auténtico.»23 Tras cuatro años cargados de acontecimientos de ex-ploraciones en Koobi Fora, desde la espectacular primera tempora-da de 1969, la interpretación de los datos fósiles que iba perfilándose todavía se parecía mucho a la que habría contado con todas las sim-patías de Louis Leakey.

Pero esas tres primeras temporadas no sólo sirvieron para crear un aproximamiento intelectual —cuando no una total coincidencia— entre Richard y su padre. El descubrimiento del fósil 1 470 tendría las mismas consecuencias para Richard Leakey que el Zinjanthropus para Louis: le cosechó inmediata fama y reconocimiento internacio-nales. Poco después de completar la reconstrucción del cráneo, llevó un molde del mismo a Londres, donde anunció el descubrimiento en un encuentro de la Royal Zoological Society. Leakey tomó la precau-ción de avisar de antemano a la prensa, a pesar de que los organiza-dores del encuentro, en particular lord Zuckerman, no tenían parti-culares deseos de ver a los sabuesos de la prensa husmeando en tor-no a nuevos cráneos significativos procedentes de África. El encuen-tro se había organizado para celebrar el centenario del nacimiento de sir Grafton Elliot Smith, el mentor de Zuckerman, y no se conside-raba deseable distraer la atención de ese tema central. Existía un es-pecial interés al respecto, dado que pocas semanas antes del encuen-tro había salido a la calle un nuevo libro, The Piltdown Men (Los hombres de Piltdown), de Ronald Millar, que señalaba a Elliot Smith como autor del fraude. Zuckerman y su colega Joseph Weiner, que habían participado ambos en la denuncia del fraude, rechazaron airadamente las acusaciones de Millar.

El resultado fue un apresurado cambio de programa, orquestado principalmente por Bernard Wood, para que la prensa pudiera reu-nirse con Leakey a una distancia prudencial de las salas de reuniones de la Zoological Society. Zuckerman había prohibido que el encuen-tro tuviese lugar en su sede. El día siguiente, el fósil 1 470 y Richard Leakey ocupaban las primeras páginas de los principales diarios de África, Europa y los Estados Unidos. Acababa de iniciarse una nueva era Leakey.

Para Leakey, parte de la adaptación a esta nueva era consistió en aceptar que algunas personas de la profesión siempre le considera-

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rían un aficionado por su talla de credenciales académicas en pa-leoantropología. Zuckerman lo dijo explícitamente en el encuentro de la Zoological Society. «Señor presidente, ante todo permítame fe-licitar al señor Leakey, un aficionado y no un especialista, por la gran modestia y moderación de su exposición —dijo, aparentemente indiferente al arquear de cejas que provocaba su comentario entre el público asistente—.24 Permítame expresarle también mi personal agradecimiento, y ciertamente también el de muchos otros que han colaborado con él y con su padre, por el trabajo que han realiza-do, como anatomistas, como muy bien ha señalado el señor Lea-key, no como geoquímicos ni ninguna otra cosa, sino simplemente como personas interesadas en la búsqueda de fósiles sobre los que podrán trabajar los especialistas.»

Una de las ironías del caso, en general poco comentada, fue la sor-prendente celeridad con que Zuckerman se mostró dispuesto a acep-tar la exposición de Leakey. El desdén de su señoría contra el nivel de competencia que cree apreciar entre los paleoantropólogos, sólo aparece superado por la vehemencia con que rechaza la posibilidad de que los australopitecinos tengan relación alguna con la evolución humana. «Sólo son unos malditos monos», se dice que comentó tras examinar los restos de australopitecinos en Sudáfrica.

Desde su emigración de Sudáfrica a Inglaterra en 1926, Zucker-man había llegado a ser una figura sumamente poderosa en el campo científico británico, dada su condición de asesor de las más altas ins-tancias gubernamentales. Sin embargo, durante las décadas de los cuarenta y los cincuenta, durante su estancia en las universidades de Oxford y luego de Birmingham, se dedicó con gran fervor al estudio métrico y estadístico de la anatomía de los homínidos fósiles. Era im-posible establecer inferencias seguras sin este enfoque analítico, in-sistía, y en él basaría su permanente rechazo de los australopitecinos como antepasados humanos. Sin embargo, su reacción ante el fósil 1 470 fue distinta.

«De haberse presentado el actual descubrimiento en esta Socie-dad cuando el cráneo de Australopithecus se exhibió por primera vez desde el estrado de nuestra antigua sala de reuniones, nos habríamos ahorrado mucho tiempo —observó tras la exposición de Leakey—.25

No habría sido necesario hacer malabarismos [...] para llegar a con-clusiones anatómicas que eran un sinsentido. Aunque tal vez no fue-se su intención, acaba de derribarlas todas con su cráneo.» «Me com-place mucho haberlo hecho», fue la respuesta de Leakey.

Posteriormente, en una conferencia en el California Institute of Technology, en Pasadena, Zuckerman manifestaría: «[El cráneo 1 470 de Leakey] relegó a los australopitecinos al lugar marginal que siempre les ha correspondido.»26 Respecto a la interpretación de 1 470 propuesta por Richard Leakey, Zuckerman dijo: «Acepto su exposición, aunque el señor Leakey no es anatomista.» Al parecer, Zuckerman no necesitó un análisis métrico para advertir que el

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nuevo lósil de Leakey ratificaba su concepción de los orígenes hu-manos.

Aunque Leakey sin duda intentaba llamar la atención cuando anunció el descubrimiento del fósil 1 470 en la Royal Zoological So-ciety, el grado de interés suscitado le sorprendió. «Una vez logrado esto, la siguiente pregunta era: ¿Y ahora qué? —recuerda—.27 Era evidente que necesitaríamos muchísimos fósiles más para abordar los temas que interesaban a todo el mundo.»

Koobi Fora continuó ofreciendo restos de homínidos cada tempo-rada, pero las dudas sobre la exactitud de la datación de la triste-mente famosa «toba KBS» en 2,6 millones de años rodeó de creciente confusión la interpretación del material. Mientras tanto, Leakey se-guía los pasos de su padre con frecuentes viajes a los Estados Unidos para recaudar fondos y dar giras de conferencias. Louis era su men-tor en este aspecto: «Admiraba muchísimo su capacidad para intere-sar a la gente. Intento seguir su modelo en mis actuaciones públicas, pues he visto llegar muy lejos a muchas personas inspiradas por sus palabras.» Desde luego, Richard ha tenido tanto éxito como su padre, si no más, en este sentido. Con frecuencia habla ante públicos de mi-les de personas, que pagan gustosamente su entrada para escuchar la continuación de la tradición de los Leakey. Richard también creó su propia organización de recaudación de fondos, la Fundación para la Investigación de los Orígenes del Hombre (FROM), con sede en Nueva York. Como la Fundación Leakey, creada para apoyar a Louis y de la que se mantuvo distanciado Richard, FROM recauda fondos que son distribuidos entre los investigadores sobre temas de pa-leoantropología, arqueología y primatología. Donald Johanson fue miembro de su junta directiva hasta su dimisión a finales de 1980 para crear su propio instituto.

La fama de Leakey fue creciente y en noviembre de 1977, poco después de publicar su best-seller Origins (Orígenes), su fotografía apareció en la portada de la revista Time, junto con una versión algo grotesca del espécimen 1 470. Ese número de la revista fue uno de los que mayores cifras de ventas han alcanzado; «más incluso que el que presentaba a Cheryl Tiegs en la portada», comenta con no poco asoriibro Leakey. Más adelante, en 1979 y 1980, produjo siete progra-mas de una hora para la BBC sobre todo el conjunto de la prehistoria humana, sin limitarse a las primeras etapas con las que suele identi-ficársele. La serie, titulada La formación de la humanidad, estuvo a punto de tener un triste final para Richard Leakey, con la culmina-ción de una deficiencia renal crónica. Un trasplante de un riñon de su hermano menor Philip le salvó la vida en mitad de la filmación.

Leakey tenía pensada desde hacía tiempo una serie de televisión de esas características, que de hecho veía como la culminación de sus investigaciones sobre los orígenes humanos. «La había concebi-do como la conclusión de una carrera —dice ahora—. Aunque la ma-yoría de la gente no lo sabe, no considero, y nunca he considerado,

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la búsqueda de fósiles como mi única carrera. Es verdad que los tra-bajos de Koobi Fora representan una parte importante de lo que he hecho hasta ahora y he disfrutado mucho con el trabajo de campo, la vida al aire libre, la organización [de las expediciones] y la notorie-dad. Estoy agradecido de que esta notoriedad me haya permitido ha-cer cosas que de lo contrario tal vez no hubieran sido posible, como la construcción de este magnífico museo aquí en Nairobi. Pero tam-bién me gustan y me interesan muchas otras cosas, incluidas las ta-reas didácticas a través de los múltiples departamentos distintos del museo y la conservación de la fauna salvaje. Y estoy orgulloso de ha-ber logrado ampliar el centro de primates de Louis hasta convertirlo en un centro internacional de investigaciones científicas.»28

Lo cierto es que el rodaje de la serie y la hospitalización coincidie-ron con un período de exacerbados enfrentamientos personales con Johanson y su colega Tim White, que reforzaron los deseos de Lea-key de abandonar definitivamente la paleoantropología. Pero sus co-legas —Alan Walker, Glynn Isaac, ya fallecido, y David Pilbeam— lo-graron convencerle de que no lo hiciera. «Alan me dijo: "¿Por qué re-nunciar a algo que te gusta tanto como el trabajo de campo?" Glynn me recordó: "A tu familia nunca le molestó ser blanco de este tipo de ataques; vamos, no te dejes abrumar y continúa." Y David me con-venció de que en realidad podía hacer una aportación. De modo que continué y vuelvo a disfrutar con mi trabajo.»

A mediados de los años setenta comenzaron a descubrirse los nuevos fósiles que Leakey consideraba necesarios para reconstruir la historia de los orígenes humanos más allá de lo que apuntaban los fósiles 1 470 y 1 813, aunque no se encontraron en Koobi Fora. Mary Leakey había vuelto a excavar en Laetoli, un lugar situado unos 40 kilómetros al sur de Olduvai que Louis había visitado en los años treinta. Además de las espectaculares huellas de pisadas descubier-tas allí por Louis y sus colegas, Mary también encontró fragmentos, sobre todo trozos de mandíbula y dientes, de alrededor de una doce-na de homínidos de aspecto muy primitivo. La antigüedad tanto de las pisadas como de los homínidos se dató en la increíble cifra de 3,75 millones de años. Aproximadamente en la misma época, Johan-son y sus colegas franceses Maurice Taieb e Yves Coppens empeza-ban a descubrir los riquísimos depósitos de fósiles homínidos de la región de Afar, en Etiopía. En 1974 y 1977, se recuperaron los restos de Lucy y la «primera familia» y a partir de entonces la paleoantro-pología ya no volvió a ser lo que había sido.

Los fósiles de Laetoli y Afar constituyeron el núcleo de nuevos planteamientos dentro de la investigación de los orígenes humanos, todos los cuales dependían, obviamente, de la interpretación exacta que se les diera. En los dos capítulos siguientes se describe la histo-ria detallada de su incorporación formal a la bibliografía científica. Los fósiles darían pie a una escisión intelectual cada vez más profun-da entre Leakey y su amigo Don Johanson, en la que algunos profe-

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sionales ven un ml remamiento entre una perpetuación de «la línea Leakey» sobre los orígenes humanos y la interpretación más novedo-sa de Johanson. De hecho, se trata de una expresión actual del debate en torno a unos orígenes antiguos versus unos orígenes recientes del género Homo.

Mary Leakey tenía una clara idea de qué eran sus fósiles de Laeto-li: «Presentan muchas características semejantes a las de los Austra-lopithecus —observó—, pero sin embargo los considero los únicos candidatos posibles como representantes de una forma ancestral de Homo en este período concreto.»29 Richard señaló que: «Aunque no todos los prehistoriadores estarán de acuerdo, pienso que es posible ofrecer argumentos sólidos en favor de esta idea.» Estas opiniones se basaban únicamente en algunos fragmentos de mandíbula, una fuente limitada de información diagnóstica en el mejor de los casos, como reconoce Richard Leakey. «Es muy poco probable que la sola morfología mandibular o dentaria resulte suficiente para una identi-ficación positiva»,30 manifestó en 1975.

La muestra mucho más amplia del depósito de Johanson, con una amplia gama de variaciones individuales en cuanto al tamaño, plan-teaba mayores dificultades de diagnosis. Mary y Richard Leakey hi-cieron una breve visita al lugar de las excavaciones durante la tem-porada de 1974 y tuvieron la impresión de que algunos de los especí-menes de mayor tamaño eran Homo, como los de Laetoli. En aquel momento Johanson coincidía con esta opinión y así lo manifestó en el número de marzo de 1976 de Nature. Los especímenes de menor tamaño, sugería, podrían estar emparentados con el Australopithe-cus africanus. E incluso cabía la posibilidad de que algunos de los fó-siles perteneciesen a la especie de australopitecinos de gran tamaño, Australopithecus boisei. La antigüedad de los fósiles de Johanson se dató entre 3 y 3,5 millones de años.

Los fósiles de Laetoli y Hadar combinados causaron enorme im-pacto en la profesión. Nunca hasta entonces se habían recuperado homínidos tan antiguos y su cantidad ofrecía razonables esperanzas de lograr una diagnosis fidedigna. «Estos restos indican que los pri-meros modelos más simples de evolución "en línea recta" (por ejem-plo, Ramapithecus-Australopithecus-Homó) no podrían encontrar co-rroboración en el registro fósil —escribía en Nature un anónimo co-rresponsal en diciembre de 1976—.31 Es decir, que la evolución de los homínidos es más compleja, y en último término más interesante, de lo que hasta ahora se pensaba.» El corresponsal exponía a conti-nuación una implicación fundamental de los nuevos hallazgos: «el género Homo puede ser mucho más antiguo de lo que se suponía». Esto habría sonado como música celestial a los oídos de Louis Lea-key y ciertamente fue del agrado de Richard.

El azar quiso que todo esto ocurriera en un momento en que em-pezaba a ser ineludible aceptar que la datación original del fósil 1 470 que lo remontaba a 2,6 millones de años atrás era incorrecta,

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y que 1,9 millones de años sería probablemente una cifra más coi rec-ta. Es decir, que las bases para afirmar la antigüedad de los orígenes de Homo apoyándose en los fósiles de Koobi Fora empezaban a des-moronarse. Aun así, Leakey pudo presentar los nuevos hallazgos de Hadar y Laetoli como corroboración de la antigua idea. Ese mismo año, retomó los planteamientos del corresponsal anónimo de Nature para manifestar: «No me gusta anticipar nuevos descubrimientos, pero confío en que con el tiempo podrán encontrarse indicios de la presencia del género Homo, junto al Australopithecus, en el plioceno, en un período situado entre 4 y 6 millones de años atrás.»32 Leakey ha seguido manteniendo más o menos el mismo punto de vista hasta el momento presente.

En 1977 y 1978, Johanson, en colaboración con Tim White, co-menzaron a cambiar de opinión sobre los fósiles de Hadar. En vez de considerarlos representantes de dos o hasta tres especies, Johanson llegó a la conclusión de que los fósiles de Hadar pertenecían a una sola especie que presentaba un amplio grado de variación individual en cuanto al tamaño. Asimismo, él y White identificaron los especí-menes de Laetoli como miembros de la misma especie, pese a los 1 500 kilómetros de distancia y el medio millón de años que los sepa-raban, geográficamente y en el tiempo. A mediados de 1978, Johan-son y White, junto con Yves Coppens, dieron formalmente el nombre de Australopithecus afarensis a los fósiles, la primera denominación de una nueva especie importante de homínidos acuñada desde hacía 15 años. La anterior había sido, obviamente, Homo habilis.

Una vez bautizados los fósiles con el tono desapasionado y objeti-vo exigido por las convenciones zoológicas internacionales, Johan-son y White procedieron a explicar las implicaciones de esta nueva especie para la interpretación del árbol genealógico humano. «Dada su gran antigüedad, abundancia, estado de conservación y morfolo-gía característica, los fósiles de Laeroli y Hadar abren una nueva perspectiva para la filogenia humana correspondiente a los períodos plioceno y pleistoceno»,33 escribieron en el número de Science del 26 de enero de 1979. Una perspectiva de una seductora simplicidad. El Australopithecus afarensis, según su propuesta, habría sido el úni-co homínido existente en el período comprendido entre los 3 y los 4 millones de años atrás y sería el antepasado de todos los homínidos posteriores. Según este planteamiento, el origen de la genealogía Homo se remontaba a entre 2 y 3 millones de años atrás, en tajante contradicción con la concepción del mundo de Leakey.

De esta concepción de los orígenes humanos resulta un árbol ge-nealógico de forma muy sencilla: una simple Y. El trazo vertical co-rresponde a Australopithecus afarensis, que se bifurca para dar lu-gar, por un lado, a Homo habilis, que finalmente desembocará en Homo sapiens, y por otro a Australopithecus africanus, que desembo-ca en su primo más robusto, Australopithecus boisei, para finálmente extinguirse.

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«Inmediatamente después de anunciar la especie Australopithe-cus afarensis se produjo una instantánea reacción de Richard Lea-key»,34 recuerda Johanson. ¿El motivo? «Habíamos presentado al Australopithecus, el hombre-mono, como nuestro antepasado direc-to. Sugeríamos que los orígenes de Homo no podían remontarse a más de 2 millones de años atrás.» Según él, entre ambos surgió una división intelectual basada en su concepción de los orígenes huma-nos: Leakey versus Johanson, el origen remoto de Homo frente al ori-gen reciente de este género.

Cuando aún no había transcurrido un mes desde la aparición del artículo de Science, el New York Times publicó en primera página una fotografía de Leakey y Johanson, en la que ambos antropólogos parecían enfrascados en una profunda discusión. «Richard Leakey, el antropólogo kenyano, se opone a las declaraciones de dos científi-cos norteamericanos que el mes pasado anunciaron el descubrimien-to de una nueva especie —decía el artículo—.35 Aunque en todas las ciencias suelen darse sinceras diferencias de opinión, entre los dos antropólogos, cada uno de ellos al frente de una importante expedi-ción de búsqueda de fósiles en África oriental, parece detectarse un enfrentamiento más profundo. Ambos han aparecido a menudo como rivales.»

El enfrentamiento surgió con motivo de una serie de conferencias organizadas en Pittsburgh por FROM, la organización de Leakey. Éste se abstuvo de oponerse a la especie afarensis en su disertación formal, pero se dejó arrastrar a un debate sobre la misma al ser en-trevistado por la prensa una vez finalizada la sesión. «Creo que Don tenía razón la primera vez —dijo Leakey, refiriéndose a la publica-ción del informe inicial sobre los homínidos de Hadar en la revista Nature en 1976—. Están obteniendo muestras de poblaciones distin-tas, Homo y Australopithecus.» Johanson manifestó su firme desa-cuerdo. Apoyó su posición en el caso de la «primerafamilia», seña-lando que toda la gama de variaciones de tamaño y anatomía presen-tes en el conjunto de la colección de fósiles de Hadar podía apreciar-se en este grupo de trece individuos, muertos simultáneamente en algún tipo de catástrofe, posiblemente una crecida súbita. Probable-mente se trataba de parientes próximos que vivían y practicaban la recolección en grupo, a semejanza de los actuales chimpancés y ba-buinos. Las variaciones de tamaño y anatómicas no eran, por tanto, más que una característica de una población de una especie, argu-mentaba Johanson, y no probaban la coexistencia de dos o más espe-cies. Posteriormente se comprobó que la geología no corrobora la idea de una catástrofe repentina, con lo cual la «primera familia» po-dría no representar a fin de cuentas un grupo de individuos empa-rentados entre sí. Es más probable que sus esqueletos quedasen ente-rrados y se fosilizasen por separado durante un largo período de tiempo, con lo cual nada indicaría si pertenecían a una sola especie o a varias.

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Leakey también dijo poseer pruebas fósiles que le permitirían de-mostrar que el planteamiento de Johanson era erróneo. No podía en-trar en detalles, manifestó, porque aun no se había publicado la des-cripción de los fósiles. «El material de que dispongo es muy insignifi-cante, pero suficiente para desafiar la propuesta de Don —argumen-tó—. Me autoriza a manifestar mi opinión.» Los fósiles en cuestión, cuya descripción no se publicó hasta fecha muy reciente, son ocho —cuatro molares y cuatro premolares— obtenidos en 1978 en el ex-tremo sur de la región de Koobi Fora y cuya antigüedad se ha datado en unos 3 millones de años. Según Alan Walker, los dientes son «pre-cedentes idénticos» de los encontrados en la cueva de Makapansgaat en Sudáfrica, en cuyo caso pertenecerían a Australopithecus africa-nus. De ser así, y si en efecto se remontan a 3 millones de años atrás, Australopithecus afarensis no podría ser el antepasado común de to-dos los homínidos posteriores, puesto que ya era contemporáneo de uno de ellos.

«Sí, he visto esos dientes —dice Johanson—.36 En noviembre de 1978 estuve en Nairobi para asistir a un encuentro de FROM. Ri-chard me los mostró y me dijo: "¿Qué te parecen?" Yo respondí más o menos: "No sé, se parecen a los dientes de Makapan, pero también se parecen a los afarensis." Y Richard replicó: "Oh, ¿es decir que no estás de acuerdo con Tim?"» Le había mostrado los dientes a White un par de meses antes. «Me sometieron a la prueba en presencia de Walker y de Pilbeam en la sala del museo dedicada a los homínidos —recuerda White—.37 Les dije que me parecía que pertenecían a un afarensis.» Yves Coppens, el tercer responsable de la denominación de la nueva especie, también vio los dientes. En su opinión se pare-cían a los de la especie de Makapan, Australopithecus africanus. Todo lo cual tal vez sea un indicio de que los dientes no son necesariamen-te un buen material de diagnosis, sobre todo cuando pertenecen a dos especies muy afines, suponiendo que realmente existan dos espe-cies entre las cuales diferenciar.

La anterior cordialidad de la relación entre Leakey y Johanson comenzó a disolverse después del simposio de FROM en Pittsburgh. Los motivos son múltiples, entre otros el intercambio de graves acu-saciones personales. Sin embargo, a ojos del público la enemistad pa-recía ser fruto de un desacuerdo profesional. «Richard y yo venimos manteniendo una controversia desde hace ya casi tres años, centrada concretamente en el árbol genealógico»,38 declaró Johanson en mayo de 1981 en el programa Cronkite's Universe. Sin embargo, en su libro Lucy, publicado en 1981, Johanson vierte fuertes críticas contra el comportamiento profesional de Leakey, en particular su ac-tuación con motivo de la revisión de la datación de la «toba KBS» que cifraba su antigüedad en 2,6 millones de años (tema de los dos siguientes capítulos). Por aquellas fechas, Johanson ya había dimiti-do de su puesto en la junta directiva de FROM después de mantener algunas fuertes divergencias con su presidente, Leakey.

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tn 1981, Jolian.son abandonó su puesto en el museo de Cleveland, donde trabajaba desde que se había doctorado, y creó su propio cen-tro de investigaciones, el Instituto de los Orígenes Humanos, en Ber-keley. El descubridor de Lucy ya se había erigido claramente en el nuevo rey de la antropología a los ojos de la prensa escrita y televisi-va norteamericana. Pero justo cuando todo parecía ir viento en popa, se produjo el desastre.

El gobierno etíope suspendió a finales de 1982 todas las investiga-ciones prehistóricas en las que participaban científicos extranjeros. Se justificó esta medida aduciendo que el ministerio competente ne-cesitaba un tiempo para establecer las normas que debían regular es-tos trabajos, con la finalidad, entre otras, de garantizar la debida participación de los científicos locales en las mismas. De hecho, la prohibición se decretó en medio de un mar de acusaciones y rumores de lo más rebuscado, sobre un supuesto robo de fósiles, con la inter-vención de conexiones con la CIA y de sobornos. Con lo cual tal vez no sea sorprendente que en vez de mantenerse durante un plazo de sólo doce meses hasta la resolución de los temas pendientes, la prohi-bición siguiese vigente hasta finales de 1986 (y todavía sigue en pie en el momento de escribir estas líneas). Como cabe imaginar, ello su-puso una enorme frustración profesional para Johanson y su recién creado instituto.

En cierto momento, la comisión etíope encargada de revisar la política en relación a las antigüedades consultó a Leakey para solici-tarle información, en su condición de director de los Museos Nacio-nales de Kenya, sobre las medidas adoptadas en su país para regular este tipo de investigaciones. El deterioro de las relaciones entre Lea-key y Johanson ya era muy grave en esas fechas y estos contactos ati-zaron las sospechas de Johanson. «Según deduzco de las informacio-nes de ciertas fuentes, Richard ha estado socavando nuestros esfuer-zos en Etiopía —manifestó recientemente Johanson—.39 No puedo mostrarles ningún documento, copias de cartas ni nada por el estilo, pero es lo que me han dicho.» Efectivamente, no existen pruebas de que la relación de Leakey con los etíopes fuese más allá del asesora-miento de otro responsable administrativo del Tercer Mundo con ex-periencia en la política de protección de las antigüedades.

Tim White, el más próximo colaborador de Johanson, ha tenido un papel central en la creciente enemistad entre Leakey y Johanson. White, quien goza de amplio reconocimiento como uno de los morfó-logos más capacitados de la profesión, había trabajado anteriormen-te en estrecha colaboración con Richard Leakey en Koobi Fora y pos-teriormente con Mary Leakey en Laetoli. El profundo afecto y lealtad que unía a White con los Leakey a mediados de la década de los se-tenta se transformaría luego en una animosidad igualmente apasio-nada. «Los Leakey dicen que rompimos a causa del afarensis —se queja ahora White con rencor—.40 La causa de nuestra ruptura no fue el afarensis, sino una discrepancia sobre quién dicta los resulta-

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dos de las investigaciones. Rompimos por discrepancias sobre quien se lleva toda la fama.» Ambos mantuvieron una correspondencia cada vez más cargada de reproches a principios de los años ochenta, en la que White insistió en estas acusaciones, ampliándolas, mien-tras Leakey le exigía excusas públicas por lo que consideraba acusa-ciones infundadas divulgadas a los cuatro vientos. La relación perso-nal y profesional entre Leakey y White quedó definitivamente inte-rrumpida en 1985.

Este enfrentamiento tuvo varias consecuencias. Por una parte, en un campo en el que las opiniones pueden llegar a imponerse a veces sobre la irrefutabilidad de los hechos, se ha exacerbado la tendencia a polarizar los puntos de vista, enfrentándolos entre sí. Evidente-mente, existen genuinas diferencias de opinión entre los estudiosos con respecto a la interpretación de los fósiles de Hadar y Laertoli y subsiste una división más o menos equilibrada entre quienes piensan que se trata de una sola especie y quienes opinan que corresponden a varias especies. Pero algunas veces estas opiniones se enarbolan más como un banderín de enganche que como puntos de vista eru-ditos.

Una segunda consecuencia ha sido el creciente énfasis, superior al habitual, sobre las personalidades en pugna. «En Kenya, Richard Leakey es quien decide quién puede tener acceso a determinados de-pósitos»,41 apunta William Kimbel, en un comentario cargado de su-gerencias no demasiado sutiles. Kimbel, sucesor de Johanson en el museo de Cleveland, es el actual presidente de su Instituto de Berke-ley. «Es posible llamar la atención con una pataleta —dice Russell Tuttle, paleoantropólogo de la Universidad de Chicago—. El proble-ma es que Johanson quiere monopolizar la atención.» Y así prosigue la polémica.

«Una de las cosas que me entristece es que muy a menudo las no-ticias que llegan a oídos de la opinión pública sobre los estudios de los orígenes humanos se le presentan en un contexto de discusiones emotivas, cultos a la personalidad e intentos de destrucción de per-sonalidades —ha comentado Leakey—.42 Pienso que la importancia de estos estudios va más allá de esto.»

«Este asunto del afarensis ha creado mucho resentimiento —de-cía recientemente Leakey—.43 Todo lo ocurrido es sumamente la-mentable.» Sin embargo, también piensa que la prensa le ha dado demasiada importancia. «Mucha más de la debida, desde luego —de-claró en 1983 en una entrevista para la revista Omni—. Pero no estoy seguro de que la prensa haya actuado totalmente por su cuenta. Lo que sí sé es que por mi parte siempre me he negado a hablar de este tema con la prensa. Jamás he examinado el material de Hadar. Me he limitado a expresar mi opinión profesional de que Johanson ha ofrecido una interpretación del mismo, pero existen otras. Siempre he pensado que el material simplemente no justificaba una posición dogmática.»44 David Pilbeam coincide con él. «Siempre pensé que

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cabía la posibilidad de que hubiera más de una especie —declaró re-cientemente—, pero no se dispone de material suficiente para ofre-cer una argumentación sólida en uno u otro sentido.»45

Richard Leakey empezó su carrera paleoantropológica utilizando el término «cuasi-hombres» —un claro emblema de la «línea Lea-key»— para designar a los australopitecinos. Actualmente ya no lo emplea aunque, justo es reconocerlo, sigue manteniendo una concep-ción de los orígenes humanos próxima a la de Louis. Padre e hijo dis-creparían, sin embargo, sobre un aspecto del cuadro: para Louis, Homo erectus era una rama lateral del tronco principal; Richard no lo ve así. Pero en relación a los australopitecinos, sus posturas son prácticamente indistintas, aunque puedan apreciarse diferencias en la contundencia de sus modos de expresión. Louis relegó dogmática-mente los Australopithecus a una rama lateral. Richard se muestra más circunspecto. «En algún punto de la genealogía debe haber un antepasado común de Australopithecus y de Homo —dice ahora—.46

Lo de menos es si se le denomina Australopithecus o no. Lo que me interesa subrayar es que no creo que se haya descubierto todavía.»

El criterio actual de Richard queda perfectamente expresado en el siguiente párrafo: «Imagino dos especies de homínidos viviendo en Hadar hace tres millones de años: una especie mayor, que era una forma primitiva de Homo, y un grupo de homínidos menores, perte-necientes a una especie anteriormente desconocida de Australopithe-cus. La rama Homo tuvo que aparecer en algún punto del transcurso del tiempo, pero sospecho que el momento se remonta más lejos, es anterior a los depósitos de Hadar y Laetoli. Dada la naturaleza bien desarrollada de Homo habilis hace unos dos millones de años, así como lo que yo considero la diversidad de los homínidos que vivieron entre tres millones y medio y tres millones de años atráá, me parece adecuado suponer que la rama Homo pudo evolucionar ya inicial-mente hace cinco millones de años.»47

Es posible que Richard Leakey absorbiera tan intensa, aunque in-conscientemente, la concepción de Louis Leakey sobre los orígenes humanos que, sin proponérselo, interprete invariablemente los datos a través de la mirada de su padre. Aunque también es posible que Ri-chard Leakey vea en los datos lo que realmente revelan y que Louis Leakey tuviera razón en líneas generales. Pero de momento nadie puede saber cuál de las dos alternativas es válida.

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Ian Tattersall (centro) supervisa la presentación de la cuarentena de fósiles originales de homínidos en el marco de la exposición presentada en el Museo Norteamericano de Historia Natural en abril de 1984 bajo el título de Ancestros. Los participantes en un simposio organizado con este motivo vivieron con especial emoción este acontecimiento. «Fue como discutir de teología en una catedral», comentó uno de ellos. © American Museum of Natural History.

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Henry Fairfield Osborn, presidente del Museo

Norteamericano de Historia Natural de 1908

al 1935, a quien vemos aquí en una fotografía de 1933, concebía el acceso a

la civilización humana como un premio alcanzado

tras una dura lucha. Sin penurias, tampoco había

premio. En su opinión: «El progreso del hombre

se ve interrumpido o retrocede en todas las

regiones con una abundancia natural de

alimentos accesibles sin esfuerzo.»

© American Museum of N a t u r a l H i s t o r y .

Misia Landau descubrió al estudiar los ensayos antropológicos que muchas descripciones de los orígenes humanos empleaban una forma narrativa análoga a la de los cuentos. «En seguida comprendí que acababa de hacer un descubrimiento —dice ahora—. Fue como haber encontrado un fósil.» © Ali Farhoodi.

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Grafton F.lliol Smith, destacado antropólogo

británico de principios del siglo XX, narró el drama de los orígenes humanos

en términos característicamente

rimbombantes. Así habla de «... la maravillosa

historia de los viajes del Hombre hasta alcanzar su

meta final» y de «... la incesante lucha del Hombre para hacer

realidad su destino». © University of London.

Sherwood Washburn fue uno de los primeros científicos no pertenecientes a la Universidad de Yale que leyó la tesis de Landau. «No tardé en quedar fascinado. Es una idea muy útil que ayuda mucho a modificar los propios planteamientos. Una vez que uno cuenta, entre comillas, con una• Teoría Científica en mayúsculas, se crea una fuerte resistencia al cambio.» © University <>l Ciilllmnl», Bcrktlcy,

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Roben Broom, a quien vemos aquí en la cantera de Sterkfontein, fue uno de los primeros en recuperar fósiles de homínidos en África. También

mantenía la postura más extrema entre sus contemporáneos en su consideración de los humanos como meta final de la evolución. «Gran parte de la evolución parece haber estado pensada para culminar en el hombre, y

en otros animales y plantas destinados a hacer del mundo un lugar adecuado para su existencia.»

© Brit i ih Muso uní (Natural History).

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En opinión ¡le David Pilbeam, asesor </<• tesis de Misia Landau cu Y ale, «nuestras teorías a menudo han dicho mucho más sobre los teóricos que sobre lo que realmente ocurrió». P. Kain. © Sherma.

Para Niles Eldredge (derecha) e Ian Tattersall, paleontólogos del Museo

Norteamericano de Historia Natural, «la

ciencia narra historias, aunque de un tipo muy

particular», como señalan en su libro The Myths of

Human Evolution (Los mitos de la evolución

humana). © American Museum of

Natural History.

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Raymond Dart fotografiado con el cráneo de Taung en febrero de 1925, poco antes de la publicación del hallazgo en Nature. Para Dart, la clave del parentesco del niño de Taung estaba en su cerebro. «Eso fue lo que me indujo a pensar que el fósil no correspondía simplemente a un simio —señala ahora—. Sin ese molde interior y sin mi experiencia neurològica, dudo que se me hubiese ocurrido pensar que se trataba de un homínido.» © Barlow/Rand.

Phillip Tobías, actual titular de la cátedra de Dart en la

Universidad de Witwatersrand en Johannesburgo exhibe el

fósil del niño de Taung ante los científicos asistentes al

simposio en conmemoración del sexagésimo aniversario del

hallazgo. <M< I owln

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Sir Arthur Keith era una de las figuras más destacadas de la

antropología británica cuando se descubrió el niño de Taung, pero el fósil no le causó mayor impresión.

«Cabe la posibilidad de que un día se demuestre que el Australopithecus

ocupa un lugar "intermedio entre los antropoides vivos y el hombre", pero

las pruebas presentadas hasta la fecha nos inclinan a situarlo en el

mismo grupo o subfamilia que el chimpancé o el gorila», escribió en la

revista Mature. © Royal Col lege o f Surgeons.

El niño de Taung contaba unos tres años cuando murió, como revela el desarrollo de sus dientes de leche. Parte del cráneo del fósil no logró recuperarse nunca, pero el moldeado petrificado del cerebro del niño se ha conservado extraordinariamente intacto. La forma del cerebro, en particular su parte posterior, hizo sospechar a Dart que no se trataba simplemente de un simio. P. Kain. © Sherma.

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«Cabeza del niño de Taung», según un dibujo de Robert Broom, experto en la reconstrucción de criaturas fósiles a partir de datos fósiles muy escasos. © British Museum (Natural History).

«Cabeza del joven de Kromdrai.» Dibujo de

Robert Broom de la forma robusta de Australopithecus. © British Museum (Natural History).

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Fósiles del hombre de Pequín excavados en 1929 en el momento de secarlos in-mediatamente después de su recuperación (arriba) y lugar de las nuevas excava-ciones iniciadas diez años más tarde (abajo). Estos fósiles procedentes de China fueron aceptados rápidamente en el seno de la familia humana, porque concor-daban con las concepciones preestablecidas. «El clima de opinión era favorable a los descubrimientos realizados en Asia, pero no estaba abierto a la "absurda idea" de unos bípedos de cerebro reducido procedentes de África», según seña-laba recientemente Sherwood Washburn. © Instituto de Paleontología de Pequín.

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Willitim King Gregory, estrecho colaborador de Osborn y también su rival intelectual en el Museo Norteamericano de Historia Natural, fotografiado en 1951. «Temo que hemos llegado a conclusiones contrapuestas —le escribió a Osborn en noviembre de 1920—. El retorno a Huxley y Darwin es el tema de mis conclusiones.»

© American Museum of Natural History.

Un espécimen de neandertalense de 50 000

liños atrás recuperado en La Ferrassie, Francia. Uno de

los detalles que más llaman la atención en ios cráneos de

Neandertal es la protuberancia de la cara, que

se proyecta hacia adelante ( timo si hubieran tirado de

rila por la nariz. Los huesos son más gruesos que en los

humanos modernos y presentan una prominencia en forma de visera encima

de los ojos. Aunque los neandertalenses a menudo

tenían un cerebro de mayor tamaño que los humanos

modernos, la mayoría de los antropólogos

contemporáneos de Marcellin lioude v Arthur Keith

coincidieron en considerarlos inferiores.

(¡' Mu i n<> Crabtreo.

Page 172: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

Representaciones de hombres de Neandertal (arriba) y de Cro-Magnon (abajo), realizadas en 1915 por C. R. Knight siguiendo las directrices de llciiry Fairfield Osborn. Además de un riguroso análisis de las diferencias anatómicas, los diluí jos también reflejan supuestas diferencias de actitud, noble. <i de carácter v ci vilización.

© Amer ican Museum <>l Nalural History, dibujos de ( l< kniyl i i

Page 173: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

Hombre de Neandertal (izquierda) y Horno sapiens, según las ilustraciones de Marcellin lloide para su libro 1 lumbres fósiles (1921). Obsérvese la postura en-corvada con las nuhllir. dobladas atribuida (incorrectamente) por Boule al es-queleto de Neandertalense.

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Debate sobre el cráneo de Piltdown. Detrás, de izquierda a derecha: F. O. Barlow, Grafton Elliot Smith, Charles Dawson y Arthur Smith Woodward. Delante, de izquierda a derecha: A. S. Underwood, Arthur Keith (que examina el cráneo), W. P. Pycraft y Ray Lankester. Como señaló sir Wilfred Le Gros Clark, el «fósil» del hombre de Piltdown encajaba tan bien con las ideas preconcebidas de la mayoría de antropólogos británicos, que «ninguno de los expertos involucrados se vio obligado a someter sus pruebas a la revisión crítica que habrían aplicado en otras circunstancias». Reproducción del retrato pintado por John Cooke, R. A., en 1915. © British Museum (Natural History).

(En página siguiente abajo.) La mandíbula de Piltdown. íl autor del fraude limó los molares de la mandíbula de orangután para darle*, hi forma roma

de los molares humanos. Sin embargo no mantuvo siempre el mismo plano de desgaste, como se aprecia en esta fotografía, de tul/< i/ite rio debería

haber pasado inadvertido para un experto en un e turnen crítico del espécimen.

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Reconstrucción del cráneo de Piltdown. La forma sumamente humana de la parte superior y la forma simiesca de la mandíbula inferior hicieron dudar a algunos expertos (sobre todo no británicos) de que ambas partes pudieran pertenecer al mismo tipo de criatura. Grafton Elliot Smith replicó: «Que la

mandíbula y los fragmentos craneanos [...¡pertenecieron a la misma criatura jamás ha sido puesto en duda por parte de quienes han estudiado

seriamente el tema.» © British Museum (Natural History).

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CAPITULO 9

La «toba KBS»: origen de la controversia

«Éste fue el origen de todos los problemas.»1 Frank Fitch exhibe una pequeña fotografía en blanco y negro en la que puede verse un conjunto de cristales rectangulares dispersos de menos de un centí-metro de longitud, aparentemente carentes de interés. En el dorso de la fotografía aparece la siguiente anotación: «2,42.» Nada más.

Fitch golpetea el anverso de la fotografía: «Estos cristales nos tu-vieron engañados durante largo tiempo.»

Son cristales de feldespato, un mineral rico en potasio, frecuente en algunas rocas volcánicas. Bajo condiciones experimentales co-rrectas, este tipo de mineral puede ofrecer indicaciones muy preci-sas sobre la fecha en que fue expulsado, fundido e informe, del vien-tre del volcán. La cifra 2,42 inscrita en el dorso de la fotografía de Fitch señala la supuesta datación de la cristalización de estos crista-les de feldespato concreto, a partir de los efluvios volcánicos en ebu-llición, en un lugar del sur de la meseta de Etiopía, unos 200 kilóme-tros al norte del lago Turkana, en Kenya; la datación fue de 2,42 mi-llones de años atrás.

Esta fecha ha llegado a ser casi legendaria en los anales de la pa-leoantropología. Su mención evoca de inmediato intensos recuerdos a todos los prehistoriadores profesionales, por marginal que haya sido su relación con los hechos. El episodio, conocido sucintamente como «controversia de la toba KBS», afectó prácticamente a todos, creando una escisión en la comunidad profesional entre los defenso-res de la datación y quienes la creían equivocada. Durante más de un lustro —a mediados de los años setenta—, el debate fue un importan-te foco de distracción para los paleoantropólogos, muy especialmen-te para Richard Leakey y sus colegas de excavaciones en la orilla oriental del lago Turkana, centro de la controversia.

En un extremo, la controversia sobre la «toba KBS» giraba en tor-no a las complejidades de la geocronología, incomprensibles para casi todo el mundo. En el otro extremo estaban sus implicaciones para la antigüedad de Homo, sobre la cual prácticamente todos te-nían formada una opinión. Entremedio se situaba el tema más pro-saico de los criterios de valoración de los datos en paleoantropolo-gía. ¿Cuánta información se precisa para emitir un juicio imparcial?

Dividiremos la historia de la controversia en dos partes: su géne-

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sis y contenido y, en el siguiente capítulo, su desenlace y sus repercu-siones para la ciencia paleoantropológica. Es uno de esos casos en lo que la «solución correcta» parece perfectamente evidente en retros-pectiva, aunque en su momento quedó oscurecida bajo una bruma de incertidumbres e intereses creados en favor de una determinada perspectiva. También constituye un ejemplo de cuán poco científico puede ser a veces el proceso de indagación científica.

Los gérmenes de la controversia quedaron firmemente sembra-dos en 1969, durante la primera estación de exploraciones propia-mente dichas en la orilla oriental del lago Turkana. Una estación que, como recordarán, se vio coronada por el descubrimiento de un crá-neo completo de australopitecino robusto, Australopithecus boisei (KNM-ER 406), parte del cráneo (KNM-ER 407) de lo que en aquel mo-mento se consideró un antiguo ejemplar de Homo, y un conjunto de útiles de piedra muy parecidos a los más primitivos entre los encon-trados en el desfiladero de Olduvai. Kay Behrensmeyer, estudiante de posgrado en Harvard, descubrió los útiles engastados en un man-to de cenizas blancogrisáceas procedentes de una antigua erupción volcánica, que de inmediato ofreció la posibilidad de obtener una da-tación adecuada de las mismas mediante las técnicas geofísicas al uso. Este manto de cenizas recibiría en adelante el nombre de «toba KBS», siglas de Kay Behrensmeyer Site (lugar de las excavaciones de Kay Behrensmeyer).

Cuando Leakey vio los útiles encontrados por Behrensmeyer, de inmediato recordó haber visto otros objetos parecidos cerca de allí cuando había visitado el lago el año anterior. El terreno de la zona de Koobi Fora es llano y prácticamente sin accidentes, producto de la acumulación de areniscas y limo en los meandros de efímeros ria-chuelos. Una pesadilla para los no iniciados que intentan orientarse en él. Pero Leakey, con una memoria visual adiestrada desde la in-fancia sobre ese tipo de terreno, no tuvo mayores dificultades para recordar y volver a localizar el lugar donde había visto los útiles doce meses antes. Se encontraban aproximadamente a un kilómetro y medio más al sur del lugar de las excavaciones de Behrensmeyer. Los útiles encontrados por Leakey aparecieron dispersos entre hue-sos fosilizados de hipopótamo, que darían nombre al depósito de úti-les. Muy probablemente, una pequeña horda de homínidos primiti-vos había descuartizado en ese lugar al torpe animal, cuyo cuerpo moribundo tal vez habían encontrado por azar junto a la orilla del antiguo lago.

Entusiasmado por el potencial del hallazgo, Leakey se puso en se-guida en contacto con Jack Miller, un geofísico de la Universidad de Cambridge, especializado en lo que se conoce profesionalmente como geocronología. «Hace unos días localizamos varios lugares de poblamiento en los que hemos obtenido restos de animales y útiles de piedra —le escribió Leakey el 16 de junio de 1969—. Por fortuna los útiles y los huesos aparecen engastados en una "toba" muy pro-

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metedora y mis asesores geológicos se muestran muy optimistas en cuanto a su potencial para la datación. ¿Podría enviarme una data-ción con cierta urgencia si le remito una muestra del material?»

Miller ya había colaborado con el padre de Richard, Louis, en la datación de rocas de Olduvai y varios otros depósitos kenyanos más antiguos. Richard tenía noticia del trabajo de Miller sobre todo por recomendación de un colega y amigo común, Bill Bishop, geólogo del Bedford College de Londres. Por tanto, era lógico que acudiera a Mi-ller ante la necesidad de obtener una datación rápida y fidedigna de una formación volcánica.

Miller respondió de inmediato a la carta del 16 de junio, asegu-rándole que en efecto podía conceder la «máxima prioridad» a las ta-reas de datación. Miller trabajaba en colaboración con Frank Fitch, geólogo del Birkbeck College de Londres. Ambos habían creado una pequeña empresa, FM Consultants, Ltd., dedicada a realizar geocro-nologías, entre otros, para las florecientes actividades de sondeo pe-trolífero en el mar del Norte. De ahí que estuvieran dispuestos a in-tercalar la muestra de material volcánico de Leakey en sus trabajos por un precio relativamente modesto.

La correspondencia fue rápida y el 30 de junio Leakey y Behrens-meyer ya habían extraído dos muestras de toba volcánica de un pe-queño montículo situado un par de centenares de metros al norte del lugar donde había sido descuartizado el hipopótamo. En la nota que escribió para Miller, Leakey expresaba su esperanza de que el mate-rial que le remitía fuese adecuado para los métodos de datación em-pleados en Cambridge. Según se comprobaría luego, no lo era. La da-tación obtenida se remontaba a más de 200 millones de años, eviden-temente muy alejada del margen de probabilidades. El problema era el siguiente: las cenizas volcánicas son ideales para la datación de una secuencia geológica, debido a la diversidad de minerales que contienen. E idealmente, las capas de cenizas, conocidas como «to-bas», forman una cobertura uniforme sobre el terreno donde se de-positan tras ser expulsadas de los cráteres volcánicos. Otros mate-riales sedimentarios van recubriendo progresivamente las diferen-tes capas de toba hasta crear una superposición de capas diferencia-das de distintos períodos, como en un pastel en el que las tobas volcánicas se intercalan con otras capas rocosas, desde las más anti-guas, situadas a mayor profundidad, hasta las más recientes, más próximas a la superficie. Pero la situación ideal se da raras veces en la práctica y concretamente tampoco se daba en la orilla oriental del lago Turkana.

En vez de depositarse uniformemente sobre el terreno de Koobi Fora al caer del aire, las tobas de la región se formaron por la acumu-lación de materiales de las masivas lluvias volcánicas arrastrados por los ríos y arroyos desde las montañas que los depositan en los terrenos de aluvión de los valles. Las tobas así formadas a menudo son muy gruesas, de varios metros de espesor, pero frecuentemente

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no son puras y se intercalan entre sedimentos más antiguos. La con-taminación con rocas más antiguas es, por tanto, un permanente fac-tor de riesgo en las dataciones basadas en material de las llamadas tobas recompuestas. Y así sucedió en el caso de la primera muestra. La datación de 221 millones de años obtenida correspondía a una roca «de base» que contaminaba la toba.

En cuanto recibió la noticia, Leakey se apresuró a recoger y remi-tir otras dos muestras, una de piedra pómez y otra de cristales de fel-despato, los que aparecen en la fotografía de Fitch. El envío se hizo el 25 de julio. El 7 de agosto, Fitch pudo escribirle una respuesta a Leakey, en la que le indicaba que los análisis preliminares de los cris-tales arrojaban una datación de unos 2,4 millones de años, que los inducía a pensar que estaban trabajando con material genuino. El procedimiento a seguir a partir de ese punto dependía de la opción que escogiera Leakey entre las posibles alternativas que él y Miller le ofrecían, una de las cuales era dos veces más cara que la otra pero, en palabras de Fitch, «permitiría obtener una datación incontrover-tible de la toba y más precisa que la de cualquier otro depósito de África o de cualquier lugar del mundo».2

Los métodos empleados por Fitch y Miller en aquellas fechas uti-lizaban la medición del potasio y el argón presentes en el material volcánico. El potasio contiene una pequeña proporción de un isótopo radiactivo, el potasio-40, que se desintegra lenta pero regularmente dando lugar al gas inerte argón-40. Es decir, que con el transcurso del tiempo una roca que contenga potasio acumulará cantidades cada vez mayores de argón-40, ofreciendo un reloj que permite datar la antigüedad de la roca: cuanto mayor sea su contenido de argón-40, más antigua será. Las rocas volcánicas resultan particularmente apropiadas para este tipo de datación porque durante la erupción se expulsa todo el argón de los minerales, volviendo a poner a cero el reloj. En consecuencia, la medición del contenido de argón de una roca volcánica permite determinar el tiempo transcurrido desde la erupción del volcán.

Cuando Leakey le pidió a Miller una datación de esa primera toba de Koobi Fora, la llamada técnica convencional del potasio/argón ya estaba bien desarrollada. Miller además formaba parte de un reduci-do grupo de geocronólogos que habían empezado a desarrollar una forma más perfeccionada de la técnica, conocida como método del argón-40/argón-39. En éste, el bombardeo con neutrones de la mues-tra de material volcánico transforma una parte de un isótopo del po-tasio, el potasio-39, en argón- 39. En esencia, la medición de este nue-vo isótopo del argón permite calcular el contenido de potasio de la muestra. Y la posibilidad de determinar simultáneamente el conteni-do de argón-40 y argón-39 mediante un aparato denominado espectó-metro de masas, un solo experimento permite datar la antigüedad de la roca, y además con muestras muy reducidas. El método conven-

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eionul por el argón/potasio requiere muestras más voluminosas y la medición separada de los contenidos de potasio y argón.

Pero la técnica del argón-40/argón-39 resulta particularmente atractiva por su potencial sofisticación. Puede obtenerse una data-ción simple de la antigüedad de la roca calentando la muestra hasta temperaturas muy elevadas, con lo cual se libera todo el argón de golpe. Si, por el contrario, se calienta gradualmente el material, paso a paso, el argón también se desprenderá progresivamente: primero se liberará el más próximo a la superficie del cristal y luego, a medi-da que va aumentando la temperatura, el de las zonas cada vez más profundas. Con lo cual se obtiene una serie de dataciones que básica-mente ofrecen un perfil o espectro de edades del cristal. Si éste no se ha modificado en absoluto desde su formación, todas las datacio-nes coincidirán y el espectro será plano. Pero en cambio, si la roca ha sufrido algún tipo de alteraciones químicas o físicas con el trans-curso del tiempo, que habrán provocado una pérdida de argón a tra-vés de la retícula del cristal, las primeras dataciones obtenidas serán más recientes que las correspondientes al centro del cristal, que tal vez no haya perdido nada de su contenido en argón. En este caso, el espectro formará una curva ascendente que culminará en una mese-ta. «Se trata de una técnica intrínsecamente más elegante que la da-tación convencional por el método del potasio/argón», dice Miller.3

Garniss Curtis, geocronólogo de Berkeley que más adelante ten-dría una intervención fundamental en la controversia sobre la data-ción de la toba KBS, manifestó en un trabajo publicado en 1975 que la técnica del argón-40/argón-39 es de mayor precisión, permite «des-contar» los efectos de la erosión sobre un cristal, y ayuda al investi-gador a detectar cualquier posible alteración química sufrida por el cristal, que resultará invisible para otros métodos. Sin embargo, también advertía que: «La interpretación de los diagramas de libera-ción incremental [de argón] que no culminen en una meseta es muy subjetiva por el momento y se han expresado muchas diferentes opi-niones al respecto.»4 En otras palabras, a menos que el espectro de dataciones obtenido en un caso concreto fuese muy claro y sencillo, no siempre sería posible interpretar exactamente su significado. Este problema, al menos para la mayoría de geocronólogos, sería el eje de la controversia en torno a la toba KBS.

El caso fue que cuando se recibió en Cambridge la carta de Lea-key del 16 de junio solicitando una primera datación, Miller y sus co-legas estaban justificablemente deseosos de aplicar la relativamente nueva pero potencialmente potente técnica del argón-40/argón-39 en el mayor número de casos posible. Leakey simplemente tenía que op-tar entre la obtención de una única datación simple con la nueva téc-nica o el análisis más lento pero más sofisticado del espectro de data-ciones, el cual, según Fitch, permitiría obtener una datación «incon-trovertible». Leakey, como correspondía, optó por esta segunda al-ternativa.

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l'.l \ di- setiembre, menos de tres meses después del descubri-miento de la toba que encerraba los útiles, se recibía la respuesta: «Una datación de 2,6 millones de años [...] parece una estimación realmente correcta de la antigüedad de esa toba»,, escribía Fitch, ofreciendo una datación ligeramente más antigua que la estimación inicial de 2,4 millones de años obtenida a principios de agosto.5 Los cálculos se ajustaron luego hasta 2,61 ±0,26 millones de años, cálcu-lo que, para los antropólogos no familiarizados con los métodos de datación radiomètrica, aparece rodeado de una aureola de tranquili-zadora precisión. Leakey evidentemente quedó encantado con la da-tación, sobre todo «habida cuenta de que hemos encontrado útiles en esa toba».6 Su antigüedad adquiriría aún mayor significación cuan-do, tres años más tarde, se descubrió el cráneo 1 470 debajo de la toba KBS. El hecho de que se encontrara debajo de la toba implicaba que el cráneo debía remontarse a bastante más de 2,6 millones de años atrás, lo cual lo convertía con mucha diferencia en el miembro más antiguo del género Homo jamás descubierto. Un descubrimiento de suma importancia para la paleoantropologia en general, y posible-mente para la «línea Leakey» en particular.

Fitch y Miller se mantuvieron firmes en su datación de 2,61 millo-nes de años (reducida luego a 2,42 por razones técnicas) a lo largo de toda la controversia, a pesar de que después de esa primera datación jamás volvieron a obtener la cifra de 2,61 millones de años en sus ex-perimentos. Así, por ejemplo, en una conferencia ofrecida en Nairobi en setiembre de 1973 presentaron 41 dataciones separadas de la toba KBS, con variaciones que oscilaban entre los 223 millones y 0,91 mi-llones de años. Sólo siete de las 41 mediciones presentaban diferen-cias de menos de un cuarto de millón de años por exceso o por defec-to respecto a la datación original de 2,61 millones, mientras que ocho se aproximaban en la misma medida al resultado de 1,9 millones. Ri-chard Leakey no retiró en ningún momento su firme apoyo público a la datación de Fitch y Miller a lo largo de toda la controversia y sólo la rechazó a finales de los años setenta, cuando su credibilidad se ha-bía hecho realmente muy tenue.

El tenor de la controversia sobre la toba KBS vino marcado en gran parte por la combinación de estos dos factores: la firme adhe-sión de Fitch y Miller a la datación original, pese a no haber logrado reproducirla adecuadamente; y la constante lealtad de Leakey hacia ambos hombres y sus afirmaciones. Ambas partes tenían buenas ra-zones para proceder como lo hicieron. Además, Leakey tenía un claro interés particular en la datación más antigua, aunque sólo fuera porque poder reivindicar el descubrimiento del Homo más antiguo, de los útiles de piedra más antiguos, etc., ayudaba a recaudar fon-dos. Y naturalmente, en el trasfondo siempre acechaba el fantasma de Kanam. Louis Leakey había sufrido una gran ignominia públi-ca al inicio de su carrera por errores en la valoración de la datación y geología de ese importante depósito y Richard ciertamente no te-

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lúa el menor deseo de revivir la singular experiencia de su padre. En su informe para Nature sobre los hallazgos de la expedición

de 1969, Richard Leakey señalaba que: «El material vertebrado pre-senta algunas semejanzas con el obtenido en el valle de Omo en 1967 por la Expedición Paleoantropológica Internacional y podría resul-tar interesante efectuar una comparación detallada entre ambas co-lecciones.»7 Una propuesta profética según se demostraría, pues la comparación de algunos fósiles de animales, particularmente cer-dos, de los depósitos de Koobi Fora y de Omo, abriría la primera bre-cha entre la datación radiométrica de 2,61 millones de años estable-cida por Fitch y Miller y su aceptación por parte de la comunidad pa-leoantropológica. Simplemente, la datación de Fitch y Miller no con-cordaba con la historia que parecía desprenderse de los fósiles animales.

Este episodio de la controversia se originó con la intervención de Basil Cooke, un paleontólogo de la universidad canadiense de Dal-housie, y antiguo colaborador de Louis Leakey. Cooke era un experto en cerdos fósiles, que había estudiado en Olduvai con Louis y en el valle de Omo. Era muy lógico, por tanto, que Richard solicitara la co-laboración de Cooke cuando la expedición de Koobi Fora empezó a recuperar algunos magníficos ejemplares de cerdos fósiles. Cuando invitó a Cooke a trabajar con los cerdos de Koobi Fora, en noviembre de 1969, Leakey tuvo la precaución de añadir a la propuesta de cola-boración una condición que revela su agudo sentido de la vertiente política pública de la actividad científica. «Sólo le pido que la zona del lago Rodolfo sea presentada como una localización definida y no como una prolongación del proyecto de Omo. Es algo que podría suceder, aunque no lo creo probable, y prefiero adoptar todas las precauciones, puesto que la presentación [de los hallazgos] puede tener importantes repercusiones para la labor de recaudación de fondos. »8

Cooke aceptó y en 1970 pasó seis semanas en Nairobi, donde pudo observar los numerosos magníficos especímenes obtenidos en las dos temporadas anteriores. También comprendió que el proyecto ya tenía serios problemas con la geología. Richard Leakey describió lo ocurrido. «Es esencial relacionar los fósiles con la geología del lugar donde se han encontrado porque ésta constituye una referencia vital para su datación»,9 escribía recientemente. Pero él y sus colegas es-taban tan entusiasmados y deseosos de continuar el trabajo de cam-po que no se preocuparon de obtener fotografías aéreas de la zona antes de iniciar en serio la recolección de fósiles. En ausencia de es-tas fotografías, resulta sumamente difícil situar con precisión los fó-siles descubiertos en el mapa geológico del lugar explorado. «En aquel momento confié en nuestra capacidad para recordar exacta-mente la localización de los hallazgos y tenía intención de marcar el lugar donde habíamos encontrado cada espécimen obtenido en 1970 en cuanto dispusiésemos de las fotos [aéreas].» Esta apreciación pe-

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cuba de un exceso de optimismo y muchos fósiles de gran calidad quedaron «perdidos» en un vacío atemporal. «Algunos magníficos es-pecímenes tienen un valor científico muy menguado a causa de mi error», reconoce Leakey.

Aun así, había suficientes cerdos fósiles de procedencia conocida para que Cooke pudiera trazar finalmente un esbozo de la evolución de este grupo animal en Koobi Fora. Pero ello requeriría su tiempo. Su tarea inicial fue identificar las especies y compararlas con anima-les de otras partes del África oriental. En 1970, la datación de la toba KBS establecida por Fitch y Miller no era objeto de controversia. «No había motivos particulares para ponerla en duda»,10 recuerda Cooke.

El problema de la datación empezó a plantearse por primera vez en 1971, cuando Cooke empezó a preparar una exposición sobre los cerdos que presentaría en un simposio patrocinado por la Fundación Wenner-Gren para Investigaciones Antropológicas que debía cele-brarse en Burg-Wartenstein, un magnífico antiguo castillo austríaco. Puesto que el simposio llevaba por título «Calibración de la evolu-ción homínida», Cooke se concentró en los aspectos de los cerdos fó-siles relevantes para la datación, o sea, la dentadura.

A grandes rasgos, en el curso de la evolución, con el tiempo los molares de las diversas especies de cerdo fueron haciéndose más lar-gos y más altos; la dentadura de estos animales constituye, por tanto, un reloj paleontológico. La medición de los dientes permitía asociar la cronología de los diferentes lugares donde se habían encontrado las distintas especies de cerdos, siempre bajo el supuesto de que la evolución avanzara al mismo ritmo en ambos sitios. Para Cooke, las comparaciones inmediatas con los cerdos de Koobi Fora implicaban que la datación de 2,61 millones de años establecida para la toba KBS debía estar equivocada, pues en su opinión, los cerdos encontra-dos debajo de ella más bien debían remontarse a unos 2 millones de años atrás. En efecto, eran idénticos a los cerdos de ese período más reciente encontrados en Olduvai y el valle de Orno. Además, debajo de la toba KBS se habían encontrado otros animales fósiles que no aparecían antes de dos millones de años atrás en ningún lugar de África, en particular el caballo moderno, Equus. Cooke publicó su trabajo en colaboración con Vincent Maglio, un joven paleoantropó-logo de Princeton que estaba trabajando sobre diversos aspectos de la fauna de Koobi Fora. Sería el primer ataque desde el campo pa-leontológico contra la datación radiométrica de 2,61 millones de años establecida para la toba KBS.

En el simposio de la Fundación Wenner-Gren, Clark Howell pre-sentó una ponencia titulada «Homínidos del plioceno/pleistoceno del África oriental: antigüedad absoluta y relativa». «El trabajo repre-senta una enorme afrenta contra Richard —dice ahora Howell—.u

No era ésa mi intención en aquel momento, pero claramente era una afrenta.» La ponencia incluía una larga tabla con siete columnas en

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las que aparecían las unidades datadas en las principales zonas con depósitos de fósiles. Las columnas correspondientes a la zona del lago Turkana estaban en blanco. «Las importantísimas sucesiones obtenidas en las excavaciones de las zonas de Ileret y Koobi Fora [...] todavía se hallan en proceso de investigación y, al estar aún incom-pletos los resultados, se han dejado en blanco las correspondientes columnas»,12 señalaba la explicación de la tabla. Aunque no llegara a constituir una afrenta, desde luego se trataba de un comentario muy significativo: venía a decir, de hecho, que las dataciones pro-puestas por Richard Leakey para sus fósiles no eran fidedignas.

«En el simposio estaba latente una fuerte impresión de que algo fallaba en la datación de [la toba] KBS»,13 recuerda Frank Brown, un geólogo de la Universidad de Utah, que en aquella época era un joven posgraduado. A propósito de la impresión que causaron los da-tos de Cooke sobre los cerdos, Alan Walker recuerda que «las cifras de Basii eran tan poco seguras como las de la datación radiomètrica. Sus muestras eran reducidas y los márgenes de error tan amplios que se superponían en toda la serie».14 En otras palabras, con la cantidad relativamente limitada de datos recopilados por Cooke en aquella fecha, no le era posible ofrecer cifras absolutamente exactas; contenían un elemento real de incertidumbre, como a menudo ocu-rre en las estimaciones científicas preliminares. Ello daba pie a una interpretación subjetiva de los datos. La comparación de los datos obtenidos del estudio de los cerdos con la datación radiomètrica apa-rentemente sólida de 2,61 millones de años impidió que la sugerencia de Cooke de que ésta debería ser más próxima a los 2 millones de años no causó mayor impacto... en el campamento Leakey, al menos. Empezaba a perfilarse un conflicto, pero de momento nada parecía estar claro todavía.

En un momento del simposio, dos de los participantes se subie-ron a las mesas, cogieron dos espadas que colgaban de las paredes del castillo y se enzarzaron en un dramático combate. «Lo habíamos ensayado todo la noche antes —dice Garniss Curtís, uno de los espadachines—. Queríamos animar un poco las cosas.»15 Muy pron-to el debate en torno a la datación de la toba KBS empezaría a ani-marse sin necesidad de duelos de espadas.

Un año después del simposio de la Fundación Wenner-Gren, Ma-glio publicó otro trabajo sobre los cerdos, esta vez en Nature y acom-pañado de datos sobre los elefantes fósiles. Pero en esta ocasión se mostró mucho más ambiguo en cuanto a las implicaciones de los da-tos fósiles para la datación de la toba KBS. El trabajo iba acompaña-do de un artículo anónimo en la sección de «Noticias y comentarios», firmado por «un corresponsal», que aplaudía esa actitud más caute-losa. El artículo destacaba las grandes ventajas potenciales de los métodos más «absolutos» de datación y en particular de la datación radiomètrica mediante las técnicas del potasio/argón, como las utili-zadas por Fitch y Miller. «Éstas han sido de enorme utilidad para es-

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tablecer secuencias, en la del desfiladero de Olduvai por ejemplo»,16

señalaba. También advertía contra los problemas que podría plan-tear el enfoque de la datación «relativa», basado en la comparación de faunas de diferentes localizaciones geográficas. «El perfecciona-miento de las técnicas de recogida de material ha puesto de relieve que existen barreras entre las faunas incluso a escala regional, que pueden influir en la distribución de los animales en localizaciones cercanas. La creciente conciencia de los evidentes errores en los in-tentos de establecer correlaciones basadas en colecciones de fauna similares ha creado últimamente como mínimo algunas dudas entre los estratigraficadores en cuanto a este método de datación.»

En medio de la creciente controversia en torno a la toba KBS, que inicialmente al menos se centró en el enfrentamiento entre la data-ción radiomètrica y la correlación entre faunas, no resulta difícil apreciar qué intentaba decir el corresponsal: las dataciones recién desarrolladas basadas en el método del potasio/argón eran fidedig-nas; en cambio debían considerarse con un cierto recelo las «anticua-das» correlaciones entre faunas, como las de Cooke y Maglio.

Además de refrendar la datación radiomètrica, el autor del ar-tículo de «Noticias y comentarios» también sembró los gérmenes de una idea que posteriormente gozaría de gran favor —aunque por bre-ve tiempo— entre Leakey y sus colegas. Se trataba de argumentar que los animales de la franja de Koobi Fora supuestamente datada en 2,6 millones de años parecían más recientes que los correspon-dientes a la misma franja de Omo, no debido a un error en la data-ción de la toba KBS de Koobi Fora, sino porque estaban separados de aquellos por una «barrera» que permitía que la evolución proce-diera a un ritmo distinto en ambas zonas. En otras palabras, se suge-ría que los animales encontrados debajo de la toba KBS de Koobi Fora parecían más evolucionados que los animales de Omo datados en 2,6 millones de años de antigüedad porque su evolución había sido más rápida. El argumento llegó a conocerse simplemente como la «hipótesis ecológica» y recibió el entusiasta apoyo de Leakey, Beh-rensmeyer y su colega John Harris, un paleontólogo adscrito al pro-yecto de Koobi Fora.

«Sin embargo, si se examina detenidamente resulta bastante ab-surdo —dice ahora Harris—,17 En aquel momento, manteníamos la posición de que la datación de Fitch y Miller para la toba KBS era correcta y estaba perfectamente establecida en términos geocronoló-gicos. Nuestra ciencia —la paleontología— es interpretativa, lo cual nos obligaba a buscar otras explicaciones de la aparente discrepan-cia entre las faunas. Por ello me mostré abierto a la idea de las barre-ras entre las faunas. Ahora me doy cuenta de que estábamos inten-tando justificar la datación en vez de procurar interpretar objetiva-mente los datos.»

Entre las comunidades ecológicas modernas de Koobi Fora y el valle de Orno existen diferencias, hecho tal vez nada sorprendente,

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puesto que están separadas por el ancho curso medio del rio Omo. Pero resulta problemático que esto fuese suficiente para permitir rit-mos de evolución diferentes. Ernst Mayr, uno de los grandes biólo-gos evolutivos modernos, se muestra tajante al respecto. «Pueden darse ritmos de evolución bastante distintos en las islas, particular-mente cuando las poblaciones están bien establecidas como pobla-ciones fundadoras —dice—.18 Pero ritmos evolutivos tan diferentes en un continente son sumamente improbables, más aún absoluta-mente desconocidos, diría yo.»

Un motivo de la aceptación de la hipótesis ecológica entre Leakey y sus colegas en Kenya fue su distanciamiento de los modernos estu-diosos de la biología evolutiva. «En Nairobi estábamos bastante ais-lados —dice Harris—.19 Casi todas las personas con quienes me re-lacionaba eran miembros del equipo de Koobi Fora, que suscribían las mismas ideas. Estábamos intentando convencernos de que tenía-mos razón.»

La postura de Leakey en aquel momento —en 1972 y 1973— que-da muy clara en su artículo de abril de 1973 para Nature, destinado a anunciar el descubrimiento del famoso cráneo 1 470. El cráneo, ex-plicaba, se había recuperado debajo de la toba KBS, «datada con toda certeza en 2,6 millones de años». (El subrayado es mío.) No ha-bía lugar a equívoco. Leakey estaba convencido de que la colección de fósiles de Koobi Fora no era suficiente para establecer compara-ciones claras con la fauna de Omo. También repetía con frecuencia que la propia datación radiomètrica de Omo podría contener erro-res, lo cual invalidaría las correlaciones con Koobi Fora. Y, como la mayoría de paleoantropólogos no familiarizados con la geocronolo-gia, no veía motivo para dudar de la datación de Fitch y Miller basa-da en el argón-40/argón- 39. «Frank y Jack son personas muy persua-sivas —dice ahora—.20 Si uno no tiene conocimientos de geocronolo-gia, que yo desde luego no tenía, y sabe que esas personas trabajan en uno de los mejores laboratorios del mundo, naturalmente piensa que deben saber lo que hacen.»

Sin embargo, hacia finales de 1973 comenzaron a crecer las pre-siones, hasta que se produjo una explosión en el patio trasero del propio Leakey. En otro simposio de la Fundación Wenner-Gren, cele-brado en Nairobi del 9 al 19 de setiembre de 1973, las rivalidades que habían permanecido latentes durante el último par de años entraron en ebullición. Se produjo una fuerte polarización entre los defenso-res de la datación de 2,61 millones de años y los contrarios a ella; en-tre las personas que trabajaban en Koobi Fora y las que trabajaban en el delta del Omo; entre los miembros del equipo de Leakey, infor-malmente vinculados a Nairobi, y los aliados de Clark Howell, con base en Berkeley. Howell, que había puesto en duda la validez de la datación de la toba KBS en el simposio de 1971 de la Fundación Wenner-Gren, era uno de los directores científicos de la expedición del delta del Omo. En consecuencia, para Leakey y sus seguidores,

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Howell cí a el jete de la banda rival. Leakey había participado en la expedición de Howell al delta del Orno en 1967, pero se había separa-do del grupo al descubrir el potencial de Koobi Fora. El incidente que aquí nos ocupa no pudo por menos que exacerbar la sensación de rivalidad entre ambos grupos.

Poco después del simposio Wenner-Gren de 1973, Leakey ofreció una fiesta para su equipo en su casa de Karen, un barrio residencial de Nairobi. «Éramos muchos —recuerda Michael Day—.21 Entre no-sotros reinaba la fuerte sensación de habernos reunido "para derro-tar al otro bando".»

Mientras tanto, Clark Howell cada vez estaba más convencido de que Richard Leakey se enfrentaba a un serio problema con la data-ción de la toba KBS. Justo antes del encuentro de Nairobi, pasó re-vista a la situación con Frank Brown, todavía en su campamento del Orno. «No puede haber tantas cosas que no concuerden entre dos zo-nas situadas simplemente a uno y otro lado del río —le comentó Ho-well a Brown—,22 Una u otra de las dataciones tiene que estar equi-vocada. ¿Qué confianza tienes en tus dataciones para el Omo, Frank?» «Pues, toda la confianza posible —respondió Brown—. No creo que haya ningún error en ellas.» «Entonces tiene que haber al-gún error en la datación de KBS», dijo finalmente Howell tras un lar-go silencio.

A resultas de esta conversación, Howell presentó una extraordi-naria ponencia en el encuentro de Nairobi. No entró en extensas dis-quisiciones sobre los problemas de datación. No intentó sugerir dón-de podía estar el error. Se limitó a leer dos largas listas de especies fósiles, unas obtenidas debajo de la toba KBS de Koobi Fora, que su-puestamente se remontaban al menos a 2,6 millones de años atrás, y los otros procedentes de estratos de antigüedad equivalente del del-ta del Omo. Luego dijo simplemente: «Las series no concuerdan», y dejó que el público sacara sus propias conclusiones. Si las secciones geológicas de Koobi Fora comparadas por Howell hubiesen sido tan antiguas como las del delta del Omo, ambas listas de especies anima-les fósiles deberían haber sido muy parecidas. La exposición de Ho-well dejaba claro que no lo eran y la conclusión —que debían corres-ponder a períodos distintos y la sección de Koobi Fora debía ser más reciente de lo que alegaban Leakey y sus colegas— debía resultar de una evidencia meridiana para un observador objetivo. Pero la mayo-ría habían acudido al simposio decididos a defender sus propias con-clusiones, no a modificarlas, con lo cual el golpe de efecto paleonto-lógico de Howell causó escaso impacto.

Aunque Leakey no estaba dispuesto a dejarse amilanar por la ex-posición de Howell, en cambio quedó secretamente impresionado por los argumentos de Alan Gentry, un paleontólogo del Museo Britá-nico (sección de Historia natural) de Londres. Gentry es un hombre de modales suaves, poco dado a entrar en controversia sin fundados argumentos. Cuando expuso que en su opinión la datación de la toba

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KBS obtenida por Miller y Fitch era demasiado antigua porque deba-jo se encontraban indicios de la presencia de determinado antílope, cuya antigüedad se había datado en unos dos millones de años en Ol-duvai, el público le escuchó. Incluido también Leakey y, en particu-lar, el codirector de su expedición, el fallecido Glynn Isaac.

La posición de Isaac fue un poco difícil durante toda la controver-sia en torno a la toba KBS. Arqueólogo de fama mundial, Isaac cola-boraba con Leakey en la dirección del programa de investigaciones de Koobi Fora y, en consecuencia, se identificaba firmemente con la postura de Fitch/Miller; pero al mismo tiempo era profesor de Berke-ley, sede del bando enemigo. Con el tiempo, su estrecha relación con ambos bandos contribuiría a desentrañar el problema de la datación. Aunque los datos expuestos por Gentry sembraron los gérmenes de la duda en el pensamiento de Isaac, continuó defendiendo enérgica-mente la datación más antigua durante todo el encuentro. Esto le lle-vó a hacer en determinado momento su ya famoso comentario de que lo que necesitaba el grupo de Koobi Fora eran «cascos a prueba de cerdos», en una alusión al cada vez más pertinente análisis de los fó-siles realizado por Cooke. Su intención era aliviar un poco el ambien-te de creciente tensión creado por la rivalidad cada vez más acusada que impregnaba el simposio, pero también quedó bien clara su pos-tura partidista. El comentario irritó a Cooke, Howell y sus colegas, quienes vieron en él un intento de trivializar sus esfuerzos.

Cooke había vuelto a exponer las conclusiones de su análisis de los cerdos, esencialmente las mismas que había presentado dos años antes, pero apoyadas en una mayor abundancia de datos. Con la in-formación de que disponía en esos momentos, dijo, «cabría inferir que la toba KBS debe tener una antigüedad bastante aproximada a la de la parte superior del brazo F del [delta del] Omo, que aparente-mente es de 2,0 millones de años; sin embargo, la datación radiomè-trica de la toba KBS es de 2,6 millones de años. No es posible ignorar esta considerable discrepancia».23 Cooke era un hombre de modales siempre reposados, pero expuso su mensaje con una firmeza que no admitía ambigüedades. Un mensaje que se mantendría esencialmen-te invariable desde el principio hasta el fin.

Los comentarios posteriores a la conferencia sacaron a la luz el complejo conjunto de problemas geofísicos y paleontológicos que se planteaban a los investigadores. Bill Bishop, por ejemplo, señaló que en el delta del Omo había unas 120 tobas identificables, mientras que el grupo de Koobi Fora sólo contaba 15. Aquí tiene que haber algún error, decía. Sin embargo, refiriéndose a la «considerable discrepan-cia» señalada por Cooke, Bishop indicaba que no debía ser necesaria-mente motivo de alarma. «En mi opinión, sería extraordinario y tal vez incluso "sospechoso" si métodos tan imprecisos de correlación como los basados en la fase evolutiva de los grupos taxonómicos de mamíferos o incluso en análisis estadísticos de conjuntos de mamífe-ros diesen resultados idénticos a los obtenidos en base a la cronome-

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tría de los isótopos.»24 Karl Butzer, otro estudioso situado al mar-gen de la controversia, comentó acertadamente a propósito del en-cuentro que la «interpretación de la geología resultó un tema suma-mente controvertido».25 Sin embargo, como muchos paleoantropólo-gos se había dejado impresionar por la datación radiométrica. «Las dataciones de la orilla oriental del lago Rodolfo por el método del argón-40/argón-39 están basadas en espectros de dataciones, las me-jores de su clase», señaló.

De todos los observadores de la controversia sobre la toba KBS, Bishop era el más objetivo, y sus palabras fueron un justificado con-suelo para Leakey y sus colegas. Los comentarios de Butzer, por su parte, naturalmente contribuyeron a reforzar todavía más la postura de Leakey. «Sí, aunque había sido un encuentro muy animado, en el que el grupo del Omo manifestó bastantes desacuerdos con nosotros, saqué la impresión de que teníamos motivos justificados para estar bastante seguros de nuestra datación», recuerda Leakey.26

De hecho, cuando se celebró el simposio de 1973 en Nairobi, Fitch y Miller ya empezaban a estar bastante preocupados con los resulta-dos que estaban obteniendo con el material de Koobi Fora. Habían realizado dataciones de más de media docena de tobas volcánicas, en muchos casos con resultados bastante satisfactorios. Pero la toba KBS daba resultados particularmente erráticos, con una sorpren-dente dispersión de dataciones, como ya se ha señalado antes. Las dataciones superiores a 2,6 millones de años tenían una fácil explica-ción: la contaminación con materiales volcánicos más antiguos. Pero ¿cómo se explicaban las dataciones inferiores a 2,6 millones de años?

Miller se muestra muy tajante en cuanto a la fiabilidad de sus téc-nicas experimentales. «No existen dataciones equivocadas —afir-ma—,27 Las cifras que uno obtiene indican algo, si el planteamiento se ha hecho correctamente.» Él y Fitch se sentían seguros en cuanto a la datación de 2,61 millones de años obtenida a partir de los crista-les originales, porque éstos sin lugar a dudas eran genuinos. «Esto nos obligó a idear un modelo que explicase la dispersión de los resul-tados —recuerda Miller—. Hablé con algunos de mis compañeros de aquí y uno me hizo notar el hecho bastante evidente de que en la re-gión de Koobi Fora, con su cálido ambiente alcalino, estos minerales volcánicos están expuestos a transformaciones químicas bastante fundamentales.» Así surgió la explicación de la «sobreimpresión» para justificar las dataciones más recientes.

La sobreimpresión, un fenómeno muy poco frecuente en geología, designa alteraciones concretas de la temperatura, la presión o el me-dio químico (o combinaciones de las mismas) que modifican la com-posición de los minerales expuestos de algún modo a ellas. Por ejem-plo, los feldespatos suficientemente alterados empezarán a liberar su argón y, por tanto, parecerán más recientes en los experimentos con la técnica del potasio/argón. «Era una buena hipótesis de trabajo para el caso de la toba KBS —dice ahóra Miller—.28 Parecía un me-

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canismo coherente.» En otras palabras, si la toba K J B S había estado expuesta a algún cambio hidrotérmico, 0,7 millones de años después de sedimentarse pongamos por caso, su datación podría indicar una antigüedad de 1,9 millones de años en vez de 2,6 millones. En efecto, la sobreimpresión mueve las agujas del reloj radiomètrico y da lugar a una falsa datación más reciente. Fitch y Miller desarrollaron y anunciaron la idea de que se habían producido una serie de sobreim-presiones, entre ellas una ocurrida 1,9 millones de años atrás, que permitían explicar todas las dataciones inferiores a 2,6 millones de años obtenidas. Incluyeron esta explicación en la ponencia que pre-sentaron en el encuentro de Nairobi.

Igual que los artículos presentados a las revistas científicas son revisados por informadores expertos en su campo, también se reali-za una lectura previa de muchos de los trabajos destinados a ser pu-blicados en «volúmenes de ponencias». La ponencia de Fitch y Miller fue revisada inicialmente por dos informadores, Brent Dalrymple, del centro de Menlo Park, California, del Servicio de Investigaciones Geológicas de los Estados Unidos, y un geofísico del laboratorio de astrofísica de la Smithsonian Institution de Cambridge, Massachu-setts. Sus opiniones fueron, como mínimo, contradictorias. Para Dalrymple, el trabajo «no cumple los requisitos científicos normales en la evaluación de los datos».29 Concretamente se quejaba de que no se presentaban datos experimentales, sino sólo las conclusiones extraídas de los mismos; y también señalaba que la interpretación de los espectros de dataciones no era propiamente cuantitativa, con lo cual otros científicos no podrían intentar reproducir la experiencia. Dalrymple, experto en la evaluación de espectros de dataciones argón-40/argón-39, afirmaba que «en mi opinión, las interpretacio-nes de los espectros de dataciones presentadas en el trabajo de Fitch-Miller son hipótesis no probadas, no hechos demostrados».

Dalrymple tampoco se mostraba satisfecho con el recurso a la contaminación y la sobreimpresión como explicación de la discre-pancia de las dataciones con respecto a la cifra de 2,61 millones de años. «Ambos mecanismos podrían usarse para explicar cualquier cosa, pues sus efectos sobre la técnica del potasio/argón son exacta-mente contrapuestos.» Luego, en una alusión al contexto en que se había presentado el trabajo, Dalrymple manifestaba su opinión de que: «En su presente forma podría inducir a serios errores a los cien-tíficos con un interés crítico sobre el tema, pero sin conocimientos especializados de geocronologia.» Por ejemplo, Richard Leakey.

Los informes sobre trabajos científicos a menudo son anónimos. Sin embargo, Dalrymple, como tenía por costumbre, insistió en que «se comunique mi identidad a Frank y Jack».

El segundo informe adoptaba una postura totalmente distinta. «Fitch y Miller —decía— están introducieiido la técnica del argón-40/argón-39 en nuevos campos, al mismo tiempo que explican meti-

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culosainenle su trabajo, inanilestando una razonable prudencia a la hora de hacer nuevas valoraciones.»30

Ante esos informes contradictorios, los compiladores de las po-nencias decidieron obtener una tercera opinión. Solicitaron un infor-me a Ian McDougall de la Universidad Nacional de Australia, en Camberra, uno de los más respetados expertos en geocronología del potasio/argón del mundo entero. «No cabe duda de que es sumamen-te difícil obtener dataciones fidedignas de esas rocas en base al méto-do del potasio/argón y no quisiera subvalorar los esfuerzos de Fitch y Miller»,31 escribió McDougall. A continuación manifestaba que el trabajo le había decepcionado y enumeraba exactamente las mismas insuficiencias detectadas por Dalrymple. «En resumen, en mi opi-nión este trabajo no cumple ni remotamente los requisitos mínimos que debe exigir una publicación científica.»

Sin embargo, el trabajo de Fitch-Miller acabó publicándose sin modificaciones significativas con respecto a la versión examinada por Dalrymple y McDougall. Los compiladores del volumen que reco-gía las ponencias del simposio eran Yves Coppens, Clark Howell, Glynn Isaac y Richard Leakey. Isaac estaba encargado de la sección que incluiría el trabajo de Fitch y Miller. Ejerciendo su facultad de tomar nota de las opiniones de los informadores, sin que ello le obli-gara a seguir necesariamente sus recomendaciones, Isaac decidió aceptar el trabajo de Fitch y Miller más o menos en su forma origi-nal. Optar por otra alternativa podría haber creado un enorme ma-lestar en el campamento Leakey.

Fitch y Miller mantuvieron un intercambio de parecer con Dal-rymple, tras el informe bastante negativo de este último. Su princi-pal defensa fue alegar que habían acumulado una «enorme experien-cia [...] en la dura escuela de la geología comercial».32 Dalrymple no se dejó impresionar. «Ni yo ni ningún otro científico estamos obliga-dos a aceptar conclusiones basadas en información privilegiada no accesible en la bibliografía publicada —respondió—. No me corres-ponde a mí demostrar que están en un error; son ustedes quienes de-ben probar que están en lo cierto. Tienen derecho a exponer sus hipó-tesis, pero más allá de eso, el método científico exige que sólo presen-ten conclusiones cuando estén en condiciones de ofrecer pruebas ra-zonables de que éstas son correctas.»

Fitch y Miller dicen ahora que quedaron bastante sorprendidos por el tono negativo de Dalrymple. Aunque Miller también señala que: «Dalrymple siempre ha sostenido que sólo es posible una data-ción fidedigna de minerales perfectos e inalterados. La mayoría de minerales sufren algún grado de alteración y una postura tan dogmá-tica limitaría la aplicación del método, además de eludir el desafío intelectual que supone ese material.»33 Y añade que la experiencia ha demostrado que es posible una datación fidedigna de minerales «imperfectos» mediante la técnica del espectro de edades y que en

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aquellos momentos «contábamos con unos diez años de experiencia en la datación por el método del argón-40/argón-39».

Miller explica la ausencia de datos en su trabajo como resultado de «una restricción impuesta por los compiladores». Tal vez Fitch y Miller tuvieron mala fortuna con los compiladores y consejos de re-dacción, pues según Dalrymple: «Durante el período que nos ocupa, Jack y Frank fueron las únicas personas que yo recuerde que omitie-ron datos en sus artículos y utilizaron planteamientos no cuantitati-vos. Jamás logré comprender las razones de este proceder y tampoco me ofrecieron nunca una explicación comprensible.»34 La ausencia de datos y la interpretación no cuantitativa de los espectros de eda-des impedían cualquier «comprobación de sus cálculos, reproduc-ción de sus mediciones o interpretación de sus resultados».

Los datos obtenidos por el método del argón-40/argón-39 suelen ser voluminosos y pueden ocupar gran cantidad de valioso espacio en las revistas y volúmenes de ponencias. «La gran cantidad de datos analíticos resultantes de la datación por el argón-40/argón-39 ya ha-bía inducido a muchos compiladores a rechazar las series completas —explica Fitch—,35 Habitualmente intentamos solventar este pro-blema ofreciendo copias de los datos completos a petición de las per-sonas interesadas. Así lo hicimos en Nairobi.»36 La invitación figu-raba en la versión publicada de la ponencia. A lo cual, Dalrymple re-plica que los científicos no deberían verse obligados a recurrir a ese procedimiento para tener acceso a una información esencial. «Una publicación científica es, en definitiva, un archivo permanente de un experimento, una investigación, una hipótesis o una teoría.»37

McDougall recuerda una visita a Cambridge, Inglaterra, en se-tiembre de 1977: «Me acogieron muy cordialmente y Jack tuvo la gentileza de invitarme a hospedarme en su casa... [Sin embargo], no me dejaron ver ningún dato sobre Kenya, pese a mis repetidas peti-ciones de que me permitieran consultar algunos ejemplos de sus da-tos primarios sobre el África oriental u otros proyectos, y tuve gran-des dificultades para obtener alguna información sobre sus técnicas. Se mostraron injustificadamente recelosos y me marché preocupado por lo que podría estar sucediendo.»38

Miller responde a todo ello con característica firmeza. «Los es-pectros de dataciones demostraban claramente que había habido so-breimpresión —declaró hace poco-— y teníamos pruebas fehacientes que demostraban la contaminación de algunas muestras.»39 Punto. En todo momento mantuvo firmemente la misma línea de argumen-tación, desde los inicios hasta que la controversia acabó perdiendo fuerza a principios de los años ochenta.

Después del simposio de setiembre de 1973 en Nairobi, se celebró un encuentro similar en Nueva York en enero de 1974. Leakey pre-sentó muy satisfecho diapositivas de los espléndidos cráneos y man-díbulas de homínidos fósiles obtenidos en Koobi Fora, junto a los cuales parecían bastante pobres los fragmentos de mandíbula y los

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dientes obtenidos por Clark Howell en el delta del Omo. Los observa-dores interpretaron la actuación de Leakey como un intento de re-vancha contra Howell por sus insinuaciones de Nairobi. Cooke vol-vió a exponer el caso de los cerdos, desencadenando una vez más las iras de Leakey, hasta el punto de que éste luego se vio obligado a es-cribirle a Cooke disculpándose por haber estado «relativamente duro». Cooke no se sintió particularmente molesto, sólo comentó que Leakey «se mostraba injustificadamente obstinado ante la evidencia de los datos».40

En 1974 se publicaron varios artículos que parecían confirmar, independientemente, los planteamientos de Fitch-Miller. Uno de ellos describía los resultados obtenidos por Glynn Isaac y Andrew Brock mediante un método distinto de datación geológica, la inver-sión paleomagnética. Esta técnica, basada en el hecho de que el «magneto interno» de la Tierra a veces invierte sus polos, transfor-mando el polo magnético norte en el polo sur y viceversa, puede per-mitir establecer un «reloj» para las rocas que pueden magnetizarse. Según este reloj, afirmaban Isaac y Brock, una datación de unos 2,6 millones de años parecía razonable para la toba KBS. Una segunda técnica —la datación basada en el rastro de fisiones— también ratifi-caba la cronología preferida por el grupo de Koobi Fora. De hecho, entre la docena de trabajos publicados hasta entonces en la biblio-grafía científica directamente relacionados con la antigüedad de la toba KBS, sólo dos declaraban explícitamente que la edad de 2,6 mi-llones era errónea. Y ambos estaban firmados por Basii Cooke y se basaban en los mismos datos sobre los cerdos fósiles. En otras pala-bras, aunque empezaba a crecer una fuerte impresión de que «algo fallaba» con la datación de la toba KBS en 2,6 millones de años, la bibliografía científica se mostraba abrumadoramente en su favor.

Sin embargo, 1974 marcaría un momento decisivo para la crono-logía de Fitch-Miller, pues por esas fechas empezó a entrar en escena un segundo laboratorio que también aplicaba la técnica del pota-sio/argón.

Y todo el proceso estuvo cargado de ironías. Garniss Curtís había colaborado con Louis Leakey unos años antes y había obtenido la da-tación original de la garganta de Olduvai en 1960. Poco después, am-bos tuvieron un fuerte enfrentamiento a propósito de la datación de unos importantes sedimentos fósiles del oeste de Kenya, donde Louis había encontrado fósiles que creía podrían corresponder a los más antiguos antepasados del hombre. La datación radiomètrica de Cur-tís cifró la edad de las formaciones rocosas en unos 17 millones de años, mientras Louis afirmaba que, según indicaban los otros fósiles encontrados en el lugar, debían ser dos veces más antiguas. «Louis quería que esos materiales rocosos fuesen antiguos, por su convenci-miento de la antigüedad de Homo, pero yo sabía que eran mucho más recientes»,41 recuerda Curtis. La dataejón más reciente resultó ser correcta, pero cuando esto quedó probado Curtis y Lewis ya habían

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roto a causa de ese desacuerdo y Curtís juró que no volvería a pisar el continente africano mientras viviera Louis Leakey.

Leakey necesitaba un geocronólogo que sustituyera a Curtís y fi-nalmente invitó a Jack Miller a unirse a su equipo. Éste aceptó y am-bos mantuvieron su colaboración durante varios años. Era lógico, por tanto, que Richard Leakey acudiese a Miller en 1969, cuando ne-cesitó los servicios de un geocronólogo para sus excavaciones de Koobi Fora. De no haberse producido la ruptura entre Curtís y Louis Leakey a causa de su enfrentamiento, Curtís habría seguido su traba-jo en África oriental y es muy posible que Richard Leakey le hubiese encargado la datación inicial de Koobi Fora. Tal como fueron las co-sas, Curtís, que ya había provocado una tormenta entre la anterior generación Leakey al obtener una datación inaceptablemente recien-te, volvería a dejar malparada a la siguiente generación de la familia.

Los medios concretos a que recurrió Curtís para efectuar la data-ción del material de la toba KBS por el método convencional del po-tasio/argón siempre han sido tema de conjeturas y maledicencias. Por ejemplo, nunca recibió una invitación formal de Richard Leakey. Y la forma en que finalmente se dieron a conocer los resultados sólo contribuyó a aumentar los rumores de intriga.

De hecho, lo que ocurrió fue que Glynn Isaac, que cada vez tenía más recelos respecto a la datación de Fitch-Miller, consideró aconse-jable obtener una segunda opinión. En una serie de conversaciones casuales con Curtis, cuyo laboratorio de Berkeley estaba situado frente al suyo, Isaac le sugirió que tal vez podría interesarle echar un vistazo a la tristemente famosa toba. Thure Cerling, alumno de uno de los colegas de Curtis, ya estaba participando en algunas inves-tigaciones geoquímicas exploratorias en Koobi Fora, de modo que no le sería difícil obtener algunas colecciones de material volcánico de la toba KBS, idóneas para la datación por el método del pota-sio/argón.

Cerling partió rumbo a Kenya en junio de 1974 y aprovechó su paso por Inglaterra para visitar a Fitch y Miller. «Le comenté a Frank Fitch la posibilidad de que Garniss datara unas muestras de Koobi Fora que yo recogería ese verano —recuerda Cerling—,42 Sos-pecho que Glynn no había hablado con él, pues no parecía tener cono-cimiento previo de la participación del grupo de Berkeley. Me dijo que personalmente no tenía nada que objetar.»43 Miller tuvo la mis-ma reacción. «Desde luego no tenía motivo para esperar que Garniss me pidiera permiso para datar la toba —dice ahora Miller—,44 La ciencia es libre y debería estar abierta a todas las personas que ten-gan interés en practicarla.» Fitch comenta ahora: «Desde luego no te-nía nada que objetar. Cuantos más conocimientos se obtengan, mejor.»45

Una vez en Koobi Fora, Cerling empezó a recoger una colección de muestras de la toba KBS en varios puntos. «Habia muchísima gente que sabía lo que estaba haciendo», recuerda.44 Frank Fitch vi

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sitó el campamento en agosto y quedó muy bien impresionado por la calidad de las muestras de Cerling. «Jamás había visto nada parecido —dice ahora—,47 Eran muestras mucho mejores que las que había-mos utilizado nosotros.»

Más adelante, circularían en Nairobi numerosos rumores de que Cerling había recogido las muestras de toba subrepticiamente, es-condiéndolas debajo de su cama y eludiendo con éxito varias tenta-tivas de anónimos miembros del equipo de Leakey decididos a ro-bárselas. «No, no tuve ningún problema con la colección de muestras —afirma actualmente Cerling—,48 No sé cómo empezaron esos ru-mores, pero no eran ciertos en absoluto.» La existencia de estos rumo-res, aunque infundados, ofrece un claro indicio del ambiente de ten-sión que imperaba en Kenya en aquella época. «El único pequeño in-cidente que surgió tuvo lugar cuando regresé al campamento central de Koobi Fora tras el regreso de Frank a Nairobi. Le había dejado a Glynn una nota manuscrita para mí... La nota simplemente decía que preferiría que Garniss solicitase su consentimiento por escrito antes de proceder a la datación. Una mera cuestión de cortesía, pen-sé. "De acuerdo, se lo diré a Garniss", dije. "Por mí no hay problema —dijo Garniss—; le escribiré una carta."»

A partir de este momento el hilo de los acontecimientos se vuelve borroso. Curtis afirma que le escribió a Fitch, quien niega haber reci-bido nunca una carta en ese sentido. A lo mejor Curtis se equivocó de sobre o algo por el estilo, sugirió Fitch. «En cualquier caso, ini-cialmente al no recibir respuesta a mi carta, propuse hacer las esti-maciones del potasio, mientras esperábamos a tener noticias de Frank antes de efectuar las determinaciones del argón —recuerda Curtis—,49 Esto nos permitiría adelantar el trabajo sin llegar a obte-ner una datación sin su autorización.» El problema por fin se resol-vió; pero entretanto ya corría el mes de enero de 1975 y sólo faltaban unas pocas semanas para un importante encuentro organizado por la Geological Society de Londres. Llevaría por título «Contexto geo-lógico del hombre fósil» y estaría centrado en el África oriental. El tema de la toba KBS ocuparía inevitablemente un lugar destacado en los debates. Leakey estaría presente, al igual que Fitch y Miller. Y también asistiría Clark Howell. Curtis también quería participar en el encuentro y deseaba poder presentar su datación de la toba KBS.

Con apenas unos días de tiempo, Curtis y sus colegas completa-ron el análisis del argón, hicieron los cálculos y obtuvieron su data-ción, o más exactamente, sus dataciones. Al parecer, aparte de que Fitch y Miller habían estado insistiendo en mantener una datación demasiado antigua para la toba KBS, también resultó que la llamada toba KBS estaba formada por dos tobas, no una. Una de ellas, según el análisis de Curtis, databa de 1,6 millones de años atrás y la otra de 1,8. Curtis viajó a Inglaterra armado con estos resultados y el miércoles 19 de febrero se presentó, en Burlington House, en el ba-rrio londinense de Piccadilly, donde se encuentran las magníficas

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salas de reuniones de la Geological Society. Curtis no consideró nece-sario comunicar sus resultados a Leakey. Tampoco tuvo tiempo de comentarlos con Fitch y Miller. No obstante, durante los días ante-riores a la reunión, los resultados de Curtis habían comenzado a difundirse rápidamente de boca a oreja, todo lo cual contribuyó a aumentar erróneamente el supuesto cariz subrepticio de los trabajos de Curtis.

Entretanto, hacia finales de 1974, Leakey se había puesto en con-tacto con Miller para comunicarle su preocupación por el inminente encuentro de la Geological Society e instarle a adoptar una postura de firmeza. «Existen todos los indicios de que Berkeley se propone mandar un "equipo" para darnos un estocazo en Londres sobre el tema de la datación —le escribió—.50 Estoy perfectamente prepara-do para dejar zanjado el asunto de la fama y tendrá ocasión de reírse un poco. Tengo la seguridad de que usted sabrá responder a las cues-tiones geofísicas y sólo recomiendo que no exacerbemos el tema y seamos eficaces al 100 %.» Miller se mostró de acuerdo. «Estoy segu-ro de que tendremos algún buen material para febrero y coincido to-talmente con usted en la necesidad de mantener una actitud perfec-tamente serena al respecto; siempre he pensado que empezaba a ha-ber demasiada histeria en torno a este tema.»51

Pocos días antes de iniciarse el encuentro de febrero, la mayor parte de los miembros del equipo de investigadores de Koobi Fora se reunieron en el laboratorio de Miller en Cambridge para comentar las incidencias de las investigaciones realizadas el año anterior y el inminente encuentro. Naturalmente, las noticias de la edad de 1,8 millones de años obtenida por Curtis para la toba KBS fue un tema candente de conversación. «Frank nos dijo que no creía que fuera cierto —recuerda John Harris—. Dijo que la edad de 2,6 millones de años era un dato seguro.»52 El grupo coincidió en que el mejor plan de actuación contra el esperado ataque de Berkeley era mantener la calma, tal como le había recomendado Leakey a Miller a finales de noviembre.

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Ales Hrdlicka, un checo emigrado a los Estados Unidos, destacada figura de la antropología norteamericana en las décadas de 1920 y 1930, hizo trizas los postulados de G. Edward Lewis sobre el Ramapithecus, acusándole de haber cometido «una serie de errores» y extraído conclusiones «totalmente injustificables». © Smithsosian Museum of Natural History, Washington, D.C.

G. Edward Lewis, fotografiado en los

montes Siwalik, en la India, en 1932, el

mismo año en que descubrió los primeros

especímenes de Ramapithecus.

Hrdlicka «se creía el profeta ungido y

elegido para hacer esos descubrimientos y

destruir la labor de todos los demás», dice

ahora Lewis. © (i. Kdvvnrd I.cwls

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Espécimen lipa de Ramapithecus (dos fragmentos de mandíbula inferior situados cerca del centro de la fotografía) dispuestos sobre un mapa de los montes Siwalik y las notas de campo de G. Edward Lewis.

© John Reader.

Reconstrucción de una mandíbula de Ramapithecus, publicada en 1964 en Scienti f ic American como ilustración de un artículo de Elwyn Simons. De izquierda a derecha: fragmentos de la mandíbula superior del Ramapithecus sgún la reconstrucción de Simons; superposición del contorno de los fragmentos de Ramapithecus sobre una mandíbula superioi de orangután y sobre una mandíbula superior humana. «11 uno en forma de U de la dentadura del simio presenta un marcado contraste con la curva del Ramapithecus, más semejante a la humana», indicaba el pie tic ilustración. Sin embargo, una mandíbula superior completa de Ramapithecus descubierta posteriormente permitió cumpmhiit t/ue la dentadura presentaba forma de V más t/ue ¡le arco.

Si irnlifu Allll'l i> Ílll. Illllu ilr l'Jfi-l

Page 199: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

Vincent Sarich (derecha) con Sherwood Washburn, a instancias del cual Sarich empezó a trabajar en la cronología molecular de los orígenes

humanos. «Ya no es posible considerar como un homínido a un espécimen fósil de más de unos ocho millones de años atrás cualquiera que sea su apariencia», afirmó Sarich basándose en los resultados de sus estudios.

Declaración que Washburn, a pesar de estar de acuerdo con sus conclusiones, describió como «la mayor necedad» que pudo decir Sarich. Christopher Springman.

© Discoverv.

• .«¿itoiSm

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Elwyn Simons (derecha) y David Pilbeam en Roma en mayo de 1982, durante el simposio sobre los orígenes humanos organizado por la Academia Pontificia. Ese mismo año ambos comenzaron a estudiar los nuevos datos fósiles obtenidos en Paquistán. «Finalmente le dije a David: "Es un eslabón convincente entre el Sivapithecus y el orangután." Ambos sabíamos qué significaba eso», dice Simons. © D. Pilbeam.

Cara de Sivapithecus recuperada en

Paquistán: la prueba fósil que sirvió para

ratificar las afirmaciones de los

biólogos moleculares

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•Neandertalenses

•Pithecanthropus

.Pliopithecus

Paleoanthropus europeus (Neander- \ .«i thalensis) \v»

PaleoanthropusVA i palestinus 0

n . Paleoan- < thropus

if a heidelberg-ÍTK gensis

yj Sinanthropus

Pithecan- k thropus h

Tronco principal de Homo sapiens

Paleoan-/— thropus rhodesiensis

Homo • kanamensis

•Eoanthropus

Tronco común del grupo

{Paleoanthropus

Tronco pr incipal i^

Tronco —«* principal * de los antropoides

Alian Wilson, colega de Sarich en los nuevos trabajos sobre el «reloj molecular», quedó decepcionado cuando Morris Goodman sugirió que la evolución molecular había aminorado su ritmo en los primates. «Soy muy reacio a aceptar la idea de un ritmo evolutivo más lento —dice Wilson—. ¿Por qué sugiere eso? Lo dice porque no se atreve a enfrentarse con los paleoantropólogos.» © University of California, Berkeley.

2 Diferentes ramas raciales de

3 Homo sapiens

•Neopithecus

• Dryopithecus

Gran tronco antropoide .Tronco humano

Grandes •primates ortogrados

Pequeños primates ortogrados

• Propliopithecus

Tronco , de los simios del Viejo Mundo Tronco

'de los simios del Nuevo Mundo

•Tronco común

- Tronco principal de los paleoantropoides

cfcf „ f / i j

Tronco principal humano

Tronco común de los antropoides y los homínidos

.Tronco moderno

. Rhodesiano

.Piltdown

. Neandertaloides

Árboles evolutivos humanos, según Louis Leakey (izquierda) y sir Arthur Keith; el primero publicado en Adam's Ancestors (1934) y el segundo en The Antiquity <>l Man (1915). Keith ejerció una gran influencia sobre Leakey, visible tanto en el estilo de este último conio en el contenido de sus representaciones de la evo-lución humana. Ambos sitúan en el oligoceno la separación entre la línea hu-mana de la antropoide; ambos situaron al hombre de Piltdown (Eoanthropus), al hombre de Neandertal v al Pithecanthropus en ramificaciones laterales; y anibtts atribuyeron un lurun n/mnth% n ••Ai\Amm**t%%¡ ***** /.. I*,» ..¿J^.J

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Louis Leakey (centro) con Mary Leakey y Peter Kent en el desfiladero de Olduvai en 1935. «Nací en el África oriental y ya he encontrado indicios de la presencia del hombre primitivo allí —respondió Leakey a un estudiante de Cambridge que manifestó su asombro ante su interés por Olduvai—. Estoy convencido de que África, y no Asia, es la cuna de la humanidad.» Una afirmación contraria a la opinión predominante entre la profesión en aquella época. © Archivos Leakey.

Louis Leakey con uno de los fósiles de Homo habilis del desfiladero de Olduvai. En primer plano puede verse una mandíbula de características semejantes a la del Zinjanthropus; a la derecha, un cráneo de gorila. Leakey llegó muy pronto a la conclusión de que los nuevos fósiles eran diferentes al Zinjanthropus. «Mary y yo estamos seguros [...] de que NO se trata de un Australopithecus —le escribió a su colega Phillip Tobias en diciembre de 1962—. Sólo las personas tu/nejadas de "psicoesclerosis " /.../ podrían clasificarlo en esa ••id'lainiliii.»

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El desfiladero de Olduvai, en el extremo sur de Tanzania, centro de más de tres décadas de excavaciones de Louis y Mary Leakey en busca de

especímenes antiguos del género Homo. © University of California Press.

Zinjanthropus boisei, el cráneo descubierto por Mary Leakey en julio de 1959, que haría mundiahnente famoso .•! Ulfllitln I .-ni

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Espécimen tipo de Homo habilis sobre el fondo de un ejemplar del número de abril de 1964 de la revista Nature, con la descripción de la nueva especie. Sir Wilfred Le Gros Clark, crítico con las posturas de Leakey, comentó a propósito de este artículo: «Cabe esperar que [ "Homo habil is" ] desaparecerá tan rápidamente como vino [...] Desde luego no parece merecer ser objeto de una prolongada controversia.» La controversia, de hecho, aún continúa. © J o h n R e a d e r .

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Ld familia Leakey en los años cincuenta. De izquierda a derecha: Richard, Mary, Philip, Louis y Jonathan, en compañía de sus dálmatas. Los pequeños

Leakey tuvieron que viajar frecuentemente a lugares remotos en busca de fósiles, experiencia que llevó a Richard a decidir a muy tierna edad que de mayor se mantendría alejado de la paleoantropología. Una decisión que no

mantendría durante mucho tiempo. © A r c h i v o s L e a k e y .

Richard Leakey con el cráneo de australopitecino robusto número 406 en la mano derecha. Este descubrimiento realizado en 1969, su primera temporada completa en Koobi Fora, le haría cambiar radicalmente de idea. «Con el [hallazgo del fósil] 406, el hecho de haber encontrado algo yo mismo, algo que sería del agrado de todos, supuso un estímulo emocional muy grande —recuerda Leakey—. Supongo que desencadenó esa posesividad paleontológica que lodos e»periinentamos.»

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Louis y Richard Leakey examinan un fósil durante la expedición internacional de 1967 al valle del Orno, en Etiopía. Richard Leakey señala ahora que «entonces carecía de concepciones preestablecidas sobre la evolución humana y tampoco tenía el menor deseo de postular ninguna idea en particular sobre los árboles genealógicos. Seguía en gran medida las enseñanzas de Louis. No presumía de opiniones propias. © Bob Campbell.

Meave y Richard Leakey con el famoso cráneo

1 470 de dos millones de años de edad y un fémur de homínido recuperado cerca de aquél en agosto

de 1972. «Tengo la confianza de que un día

lograremos reconstruir el registro fósil del hombre

en la orilla oriental del lago Rodolfo hasta cuatro

millones de años atrás —declaró Richard Leakey

poco después de este descubrimiento—. Tal vez

en ese período encontraremos indicios de

la presencia de un antepasado común de los Australopithecus —cuasi-

hombres— y del género

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Excavación en Koobi Fora de un cráneo de Homo erectus en 1977. De izquierda a derecha: Glynn Isaac, Jack Harris, Richard Leakey, Meave

Leakey, Kamoya Kimeu. Poco después, la vida personal y profesional de los Leakey se vería alterada por una serie de problemas médicos y de otro tipo,

y Richard se planteó la posibilidad de abandonar definitivamente la búsqueda de fósiles humanos. Sus colegas lograron hacerle desistir de esta

decisión. «De modo que continué y vuelvo a disfrutar con ello», dice ahora.

© R. Lewin.

Donald Johanson (izquierda) y Richard Leakey en un encuentro científico celebrado en Filadelfia en febrero de 1979, poco después de publicarse la

descripción de Lucy. «Richard Leakey, el antropólogo kenyano, se opone a las declaraciones de dos científicos norteamericanos que el mes pasado

anunciaron el descubrimiento de una nueva especie —comentaba un articulo publicado en el New York Times—. Aunque en todas las ciencias

suelen darse sinceras diferencias de opinión, entre los dos antropólogos paiccc detectarse un enfrentamiento más profundo.» John Alexandrowitz.

© NYT Pictures.

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Homínidos fósiles: A. Australopithecus africanus («Mrs. Pies»), de Sterkfontein, Sudáfrica.

B. Australopithecus robustus, de Swartkraris,

Sudáfrica.

C. «Esqueleto parcial» de Australopithecus africanus, de Sterkfontein.

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D. Australopithecus boisei, de Koobi Fora,

Kenya. Cráneo número 406, el primero

recuperado en aquel lugar.

F. H o m o erectus, de Koobi Fora. P. Kain.

© Sherma.

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Husqueda de fósilex en Koobi Fora. I,<i «cuadrilla de homínidos» explora sistemáticamente varios centenares de kilómetros cuadrados de terreno cada año en busca de indicios de la presencia de fósiles. © R . L e w i n .

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Vista aérea de ia orilla oriental del lago Turkand. El conjunto de chotas (bandas) situadas en la base de la lengua de tierra de Koobi Fora corresponde al campamento de Richard Leakey. P. Kain. © S h e r m a .

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CAPÍTULO 10

La «toba KBS»: desenlace de la controversia

Aunque menos de una cuarta parte de las ponencias presentadas en el simposio de febrero de 1975 organizado por la Geological Society trataban directamente de la edad e implicaciones de la toba KBS, el tema dominó completamente el ambiente del encuentro. Tras cuatro años de progresiva fermentación de la controversia, el malestar ini-cial empezaba a ceder paso al enfrentamiento público directo. El simposio de setiembre de 1973 en Nairobi había sido escenario de la primera erupción visible del conflicto. Todo el asunto estallaría en los elegantes salones enmarmolados de la Geological Society.

La intervención de Garniss Curtís estaba programada al final de la segunda jornada del simposio, el jueves 20 de febrero, pero para entonces el público ya conocía perfectamente su mensaje. Entre los asistentes corrían muchos rumores sobre los procedimientos su-puestamente clandestinos empleados por Curtís para obtener sus muestras y el absoluto secreto en que había realizado el trabajo ex-perimental. También se decía que el material rocoso que había data-do ni siquiera procedía de la toba KBS, sino que la muestra se había obtenido por error de una toba más reciente, de ahí la datación «errónea» de 1,8 millones de años. Sobre todo, los miembros del equipo Leakey rechazaban de plano el trabajo de Curtís como absolu-tamente erróneo e intentaban quitarle importancia como si no tuvie-se mayor relevancia.

Sin embargo, hasta la noche después de la intervención de Curtís no se supo hasta qué punto el nuevo ataque de Berkeley había afecta-do a Leakey y sus colegas. Aquel día, Leakey había invitado a varias personas a cenar en Hyde Park Square, donde se hospedaba. «Tuvi-mos una pelea —recuerda Howell— como no había visto jamás. Ri-chard y yo intentamos calmar los ánimos.»1 La asistencia era bas-tante variopinta; entre los invitados figuraban, además de Howell, Bill Bishop, Glynn Isaac, Bernard Wood, Michael Day, Frank Brown, Kay Behrensmeyer y Don Johanson. Casi todos habían intervenido en la controversia sobre la toba KBS y todos tenían firmes opiniones al respecto.

La conversación, relacionada siempre con la profesión, abarcó varios temas, pero inevitablemente acabó volviendo una y otra vez a la geología y la fauna de Koobi Fora, con la toba KBS como motivo

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central. «Al final la discusión se hizo muy acalorada y el debate pro-piamente dicho dio paso a acusaciones del tipo "Te equivocas por completo", a lo cual seguía la réplica: "No, el que se equivoca de ple-no eres tú." Diríase que hablábamos de dogmas de fe, no de ciencia», dice Howell.

De pronto, Leakey sacó un molde en fibra de vidrio de parte de una pelvis de homínido descubierta la temporada anterior. «Fue un gesto teatral, como los que solía hacer Louis», recuerda Howell. Lea-key explicó que la pelvis, de aspecto muy moderno y ciertamente Homo, se había recuperado debajo de la tqba Tulu Bor, lo cual signi-ficaba que debía remontarse a más de 3 millones de años atrás. Es decir, declaró, que aunque el fósil 1 470 no tuviera 2,6 millones de años y la datación de la toba KBS fuese incorrecta, seguía teniendo antiguos especímenes de Homo de Koobi Fora. Acababa de revelar qué se debatía debajo de la controversia sobre la toba KBS, a saber, la prueba de la antigüedad de Homo.

Howell acogió con escepticismo la interpretación del molde de la pelvis fosilizada ofrecida por Leakey. «Es idéntico al homínido 28 del Lecho IV de Olduvai», dijo. Se refería a la pelvis de Homo erectus del desfiladero de Olduvai, datada aproximadamente en un millón de años, con lo cual ponía en duda la validez del espécimen de Leakey. «Michael Day la examinó y, tras muchos carraspeos, dijo que no esta-ba seguro. "Vamos, Michael —le dije—, tú entiendes de morfología, es tu trabajo. Tú describiste el OH 28. ¿Con qué nos sales ahora?" Eso desencadenó otro altercado.» Leakey intervino diciendo: «De-muestra que tenemos un Homo que se remonta a 3 millones de años atrás. Sí, se parece al OH 28, pero os aseguro que es distinto. Yo lo he visto.» Howell replicó: «Pues dale otro vistazo. Simplemente no creo en tu Homo de tres millones de años. Y tampoco creo que tu toba KBS tenga 2,6 millones de años.» Todos metieron baza en la dis-cusión. «Fue una reunión muy agitada», comenta Howell.

Más tarde se comprobaría que debido a las confusiones endémi-cas de la geología de Koobi Fora, la pelvis procedía de hecho de un estrato muy superior del registro de lo que inicialmente se había su-puesto y en consecuencia era mucho más reciente, con una edad más próxima a 1,9 millones de años que a 3 millones. Howell tenía razón y Leakey se había equivocado: la pelvis en efecto era igual al espéci-men de Homo erectus del desfiladero de Olduvai y no representaba una versión más primitiva, más antigua de Homo. Pero entretanto Leakey e Isaac ya habían anunciado en la bibliografía científica que la pelvis parcial ofrecía una «dramática confirmación»2 de una anti-gua presencia de Homo en Koobi Fora. El anuncio apareció en un vo-lumen de circulación restringida publicado en memoria de Louis Leakey. El error en la determinación geológica se descubrió cuando estaba a punto de publicarse un segundo artículo, esta vez en Nature, que fue retirado en el último momento. La publicación de un error de ese calibre en una revista prestigiosa y de amplia circulación

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como Nature habría añadido un nuevo desdoro a una controversia ya suficientemente embarazosa.

Aunque los ataques contra la datación de la toba KBS obtenida por Fitch y Miller sin duda estaban provocando profundas y apasio-nadas reacciones, que la intervención de Curtís vino a exacerbar, su exposición formal fue acogida con aparente frialdad, tal como estaba acordado. «El profesor Curtis y sus colegas han realizadó un trabajo realmente encomiable, si se considera el limitado equipo de que dis-ponen», comentó Jack Miller. «Jack es un maestro en el arte de la condena disfrazada de tenue elogio —dice Curtis—. Todo el mundo comprendió que simplemente estaba quitando importancia a nues-tros resultados, tachándolos de irrelevantes.»3

Mientras tanto comenzaban a acumularse otras presiones contra la datación de Fitch-Miller, como las contundentes declaraciones de Clark Howell y Frank Brown en el simposio de la Geological Society a propósito de las discrepancias entre los fósiles del valle del Omo y de Koobi Fora. Y, evidentemente, Basii Cooke volvió a argumentar que los datos sobre los cerdos fósiles indicaban que la edad de la con-trovertida toba simplemente tenía que ser de unos 2 millones de años y no de 2,6 millones. Su posición no había cambiado en relación a sus anteriores ponencias, pero había mejorado mucho la calidad de los datos en que se apoyaba.

En resumen, el ataque contra la datación radiomètrica de 2,61 mi-llones de años fue mucho más general y amenazador que en anterio-res ocasiones.

En su defensa, Fitch y Miller presentaron ima impresionante po-nencia, con una disquisición sobre la elegancia y superioridad de la datación del argón-40/argón-39, que habían aplicado al material de la toba KBS, frente a la técnica convencional del potasio-argón utiliza-da por Curtis. También arrojaron ciertas dudas sobre la cronología radiomètrica establecida por Frank Brown para el valle del Omo, que, caso de ser correcta, invalidaría las comparaciones entre ambos lugares. Richard Leakey anunció que estaban ampliando y revisando las listas de especies fósiles de Koobi Fora, las cuales con toda pro-babilidad demostrarían que la datación de 2,6 millones de años era correcta. Andrew Brock argumentó que los datos sobre la inversión paleomagnética concordaban con los datos de Fitch y Miller, aunque el cuadro resultante parecía ser bastante más complejo de lo que ha-bían supuesto inicialmente. Y Kay Behrensmeyer y John Harris, en ponencias independientes, destacaron los méritos de la hipótesis ecológica. (La ponencia de Harris, firmada conjuntamente por Lea-key, no figuraría en el volumen que recogería las intervenciones en el simposio, porque poco después del encuentro acabaron aceptando que la hipótesis era simplemente insostenible.)

Los bandos en liza habían quedado claramente delimitados y el ambiente llegó a ser muy tenso. En ciejrto momento, Basii Cooke, en un intento de quitar un poco de hierro a la situación, señaló su corba-

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ta con las siglas «MCP», diciendo: «Tal vez piensen que significan "cerdo machista" [male chauvinist pig], pero de hecho quieren decir "Mesochoerus correlación perfecta".» Mesochoerus es el nombre científico de un tipo de cerdo fósil. Su salida provocó muchas carca-jadas, pero a muchos no les hizo absolutamente ninguna gracia.

Leakey, por ejemplo, estaba furioso. «Estaba irritado y molesto —dice ahora—, porque habíamos obtenido algunos magníficos cer-dos fósiles en Koobi Fora y los estaban convirtiendo en meros datos en un argumento cronológico con el que no estaba en absoluto de acuerdo.»4 Leakey acusó a Cooke de no haberle comunicado qué pensaba decir en su ponencia. «En mi opinión, Basil, como miembro de "mi" equipo, no debería haber utilizado los datos de Koobi Fora en la forma en que lo hizo sin ofrecerme un informe detallado antes del simposio.»5 Cooke justifica ahora así su actuación: «No informé a Richard antes del simposio de la Geological Society porque supuse que ya estaba al corriente de mis puntos de vista desde 1973.»6 Lea-key reconoce que se equivocó: «Entonces estaba furioso, pero ahora comprendo que mi reacción fue inmadura y ridicula.»7

Lo que Cooke no sabía cuando se celebró el simposio de la Geolo-gical Society era que no era el único que estaba estudiando los cer-dos de Koobi Fora. Richard había estado alimentando un secreto re-celo contra los trabajos de Cooke debido a algunas discrepancias científicas que éste había mantenido con Louis Leakey unos años an-tes a propósito de la interpretación de los cerdos fósiles de Olduvai. Y Richard, molesto con las conclusiones de Cooke sobre Koobi Fora desde el primer momento, había decidido encargarle a John Harris que incluyera el estudio sobre los cerdos de Koobi Fora en su análi-sis más amplio sobre la restante fauna del lugar. Esto ocurría a prin-cipios de 1974. Durante la temporada de excavaciones de 1974, Tim White colaboró con Harris en la recolección de fósiles, incluidos los de cerdos. «En febrero de 1975 —dice Harris—, disponíamos de una buena muestra de cerdos de Koobi Fora, que en nuestra opinión co-rroboraban la datación radiométrica de Fitch y Miller.»8 Esto con-tribuyó mucho a la confianza con que Leakey acudió al simposio del mes de febrero y le indujo a seguir quitando importancia a las alega-ciones de Cooke y otros.

En el encuentro de la Geological Society se comentó la posibili-dad de que Harris colaborara con Cooke en su estudio sobre los cer-dos, a lo que este último accedió. Sin embargo, la colaboración pre-vista nunca llegó a concretarse. La participación de Cooke en el pro-yecto simplemente acabó en agua de borrajas en medio de alguna confusión y supuestos malentendidos sobre los preparativos de su viaje a Nairobi. Sin embargo, la clave de lo ocurrido se encuentra en una carta que escribió Leakey a Cooke el 2 de julio de 1975: «John ha logrado progresos significativos en su estudio de los suidos [cer-dos] y cada vez me siento más inclinado a dejarle elaborar sus pro-

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pias conclusiones.» Hablando sin rodeos, los resultados de Harris so-bre los cerdos eran más del agrado de Leakey que los de Cooke.

Cooke naturalmente quedó muy molesto, pues había dedicado grandes esfuerzos al proyecto e incluso tenía ya terminada una parte considerable de lo que habría podido ser una importante monografía sobre los fósiles. Su malestar por el creciente enconamiento de la si-tuación llegó hasta el punto de decidir no incluir su ponencia en el volumen sobre el simposio, un gesto de repudio que ahora reconoce fue un error.

Entretanto, se estaban produciendo cambios importantes en un nuevo aspecto de la datación radiomètrica. Fitch y Miller habían ce-rrado la ponencia presentada en el simposio de la Geological Society con la siguiente afirmación: «Estamos convencidos de que la solu-ción a las fundamentales diferencias de opinión en cuanto a la verda-dera edad de la toba KBS [...] no se obtendrá a través de nuevas data-ciones por el potasio-argón de las pocas muestras disponibles; es pre-ciso aplicar una técnica de datación radioisotópica independiente al problema. »9 Fitch y Miller se guardaban un as en la manga, bajo la forma de la datación basada en las huellas de fisión.

Anthony Hurford, alumno de Fitch en Londres, llevaba dos años trabajando en la aplicación de la datación basada en las huellas de fisión al material volcánico de Koobi Fora. A finales de 1974, se había unido al proyecto un joven investigador de la Universidad de Mel-bourne, Andrew Gleadow. Cuando se celebró el simposio de la Geolo-gical Society, Hurford y Gleadow estaban a punto de obtener sus pri-meros resultados sobre la toba KBS.

La datación por las huellas de fisión se basa en un planteamiento sumamente simple. Muchas cenizas volcánicas contienen circonios, cristales de silicato de circonio. Este mineral siempre contiene tra-zas residuales de uranio, incluido el isótopo uranio-238. Los átomos de este isótopo radiactivo se descomponen en un tiempo perfecta-mente determinado. El átomo de U-238 se desintegra y su núcleo se escinde en dos mitades, que salen despedidas con enorme fuerza en direcciones opuestas a través del cristal. En consecuencia, cada vez que se produce la fisión de un átomo de uranio-238, en la retícula del cristal se forma un diminuto túnel. El principio de la datación por las huellas de fisión se basa simplemente en contar el número de es-tos rastros de fisión presentes en un cristal de circonio, lo cual per-mite medir la antigüedad del cristal: cuanto mayor sea el número de huellas de fisión, más antiguo será éste. Como en el caso de la data-ción por el potasio/argón, la formación del cristal en una erupción volcánica vuelve a poner a cero el reloj radiomètrico.

En 1974, cuando Gleadow y Hurford empezaron a colaborar en la datación basada en las huellas de fisión, la bibliografía científica del momento parecía dar por sentado que esta técnica, sencilla en su planteamiento, también era de sencilla aplicación. Sin embargo, como recuerda Gleadow: «No lo era en absoluto.»10 Lo más trabajo-

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so era delimitar, o ampliar, las huellas, inicialmente minúsculas, procedimiento necesario para poder distinguirlas y contarlas bajo el microscopio. Para ello era necesario sumergir los cristales durante varios días en una mezcla de hidróxidos de sodio y potasio fundidos en una concentración prácticamente del 100 por ciento, uno de los compuestos químicos más corrosivos y desagradables que puedan imaginarse. Lo más frecuente era que los cristales, que tenían que montarse sobre una placa de teflón transparente para facilitar su manejo, acabaran perdiéndose. Finalmente, una vez resuelto este y otros problemas, los dos jóvenes investigadores empezaron a delimi-tar las huellas de fisión en sus primeros circonios de la toba KBS el 7 de febrero de 1975, exactamente dos semanas antes de iniciarse el simposio de la Geological Society. Empezaron a contar las huellas a mediados de ábril y poco después tendrían una estimación de la edad del cristal.

El 15 de abril, Garniss Curtís escribió a Frank Fitch para infor-marle sobre los progresos en sus trabajos con el método convencio-nal de datación por el potasio/argón. Seguía obteniendo los mismos resultados que había presentado en Londres: 1,8 millones de años. A continuación mencionaba la promesa de una datación independiente basada en las huellas de fisión citada por Fitch en el simposio de la Geological Society. «Sigo sin tener noticias suyas o de Hurford sobre sus resultados con las huellas de fisión —comentaba triunfante—. Supongo que deben de haber confirmado nuestros resultados me-diante las huellas de fisión de los circonios, ¿me equivoco? En cuyo caso, debe estar preparando una nota para Nature. Nosotros también hemos puesto nuestros resultados por escrito [...] Permítame sugerir-le que presentemos los artículos para su publicación simultánea.»

¿Se equivocaba? Pues, sí. «Mi primera nota en el registro del laboratorio sobre los resul-

tados de la contabilización de las huellas lleva fecha del 9 de mayo —recuerda Hurford—.n Diez cristales examinados, con una edad media de 2,4 millones de años.»

El día siguiente, Fitch le escribía una breve misiva a Leakey. «Tony Hurford y Andy Gleadow están trabajando independientemen-te en la datación por las huellas de fisión de los circonios de la orilla oriental del lago Rodolfo. Ayer me presentaron un informe de los re-sultados obtenidos hasta ahora. La edad media que resulta de la da-tación por las huellas de fisión es de 2,62 ± 0,40. Los trabajos conti-núan.» Aparentemente se hallaban ante una asombrosa confirma-ción de la datación original de 2,61 ±0,26 millones de años obtenida por Fitch/Miller. Leakey, naturalmente, quedó encantado, al ver apa-rentemente justificada su postura intransigente en el simposio del mes de febrero. «¡Dígales que sigan adelante con su buen trabajo, por favor!»,12 fue su respuesta. Así lo hicieron y un mes más tarde Fitch se sintió lo suficientemente seguro .de los resultados como para asegurarle a Leakey: «Ahora ya tengo la certeza de que la datación

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por las huellas tic íisión nos proporcionará una medida independien-te para datar las secuencias del plio/pleistoceno en el África oriental.»13

Fitch finalmente respondió a la carta de Curtís del 15 de abril, co-municándole que los resultados de los dos laboratorios seguían sien-do tan dispares como antes. «Andy Gleadow y Tony Hurford han es-tado trabajando independientemente con circonios separados de te-rrones de piedra pómez de [la toba] KBS obtenidos debajo del "pro-montorio" en la Zona 131 (cerca del lugar donde creo que Thure [Cerling] obtuvo su muestra). La edad media de los 14 primeros cris-tales analizados es de 2,62±0,4 millones de años.»14 Estos resulta-dos impresionaron a Curtís. «Los resultados de Fitch y Miller tienen una sencilla explicación —le escribiría luego a Leakey—, pero los re-sultados obtenidos por el método de las huellas de fisión resultan desconcertantes.»15

Aun así, Curtís y sus colegas prepararon un manuscrito en el que daban cuenta de sus resultados iniciales, con la intención de presen-tarlo a Nature para su publicación. Una copia del mismo llegó a ma-nos de Leakey, por intermedio de Glynn Isaac. Nada más leerlo, Lea-key se sentó a escribir la primera de un par de duras cartas dirigidas a Curtís. «En lo esencial, me alegra ver que sus trabajos están pro-gresando y si las dataciones obtenidas corresponden a la verdadera edad de la toba KBS, seré el primero en alegrarme de ver finalmente resuelto este problema —empezaba su carta del 3 de junio—. No obs-tante, sigo teniendo serias dudas al respecto y me gustaría que se profundizara en el diálogo antes de su publicación.» Luego añadía que la actuación de Curtís le había decepcionado. «Al parecer, usted estaba al corriente de que yo inicié los trabajos en la orilla oriental del lago Rodolfo y era el responsable general del programa. No obs-tante, no he recibido ninguna carta suya sobre el programa de data-ción. Me llegan rumores sobre sus resultados, oigo hablar de suge-rencias, de conflictos, etc., pero todavía no me ha llegado directa-mente ninguna carta suya. Ha utilizado como intermediarios a estu-diantes, colegas y personas de mi familia; me siento insultado por su forma de actuar.»

Leakey no consideraba válidas las inferencias sobre la relación entre los fósiles del valle del Omo y Koobi Fora establecidas por Cur-tís y sus colegas en su manuscrito. Y sugería que si querían seguir adelante con la publicación, conjuntamente con el artículo aparecie-se una refutación de esos puntos firmada por Fitch, Miller, Harris y él mismo. «Me preocupa muchísimo no crear mayores confusiones en el consumidor con la presentación de otro planteamiento parcial que podría muy bien resultar incorrecto.»

Pocos días después, Leakey le escribía a Fitch: «Aparentemente se está preparando un intento desesperado para desautorizar nuestros respectivos esfuerzos de investigación y es preciso evitar que siga adelante.»16

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En su respuesta al exabrupto de Leakey, con fecha 15 de julio, Curtis le enumeraba algunos de los argumentos por los que conside-raba correcta su datación por el potasio/argón y errónea la de Fitch y Miller. También le incluía una copia del borrador definitivo de su manuscrito para Nature y añadía: «Confiábamos en que Fitch y Mil-ler aceptarían nuestra sugerencia de publicar simultáneamente nuestros respectivos trabajos, con una presentación por su parte de los nuevos datos obtenidos por el método de las huellas de fisión. Al parecer, no están interesados en la propuesta.» De hecho, aunque Mi-ller sentía un gran interés por los resultados de la datación por las huellas de fisión, nunca intervino de un modo directo en los trabajos. El día siguiente, Curtis enviaba su manuscrito a las oficinas de Natu-re en Londres, donde se recibiría el 21 de julio.

Leakey le respondió de inmediato en una segunda carta también muy emotiva: «Habría preferido un planteamiento más objetivo en vistas a un programa conjunto y no puedo considerar que usted haya contribuido a lograr ese objetivo. Sinceramente, no puedo dejar de lamentar su decisión de publicar el presente artículo y no porque no me gusten sus resultados; éstos influirán muy poco en mi valoración personal sobre las colecciones de la orilla oriental del lago Rodolfo. Sencillamente opino que su artículo es engañosamente subjetivo, in-completo y prematuro.»17

Curtis le respondió esta vez con una explicación todavía más am-plia de su propia postura y una descripción paso a paso del proceso y las razones que le habían llevado a intervenir en el tema y los moti-vos que le hacían dudar de los resultados experimentales e interpre-taciones de Fitch y Miller. Sin embargo, empezaba con la siguiente puntualización: «No intentaré negar sus acusaciones de falta de obje-tividad. Estoy casado con una psicóloga clínica que continuamente me hace notar cuán poco objetivos somos los científicos en general y yo en particular; sin embargo, creo haber intentado ser objetivo en nuestro artículo sobre la edad de la toba KBS.»18

Curtis le expuso que, aun sin conocer los informes críticos de Dalrymple y McDougall sobre la ponencia presentada por Fitch y Mil-ler en el simposio de Nairobi, su contenido le había inquietado pro-fundamente. «Parecían haber escogido la cifra de 2,6 + como data-ción de la toba KBS por el procedimiento de poner todos los resulta-dos obtenidos en un sombrero, del que luego habríán extraído a cie-gas la edad de 2,6 millones de años.» Sus mediciones del argón pro-ducido radioisotópicamente en los cristales revelaban una fuerte contaminación de argón atmosférico, señalaba, lo cual parecía indi-car que podían haber cometido errores importantes en su interpreta-ción. A continuación explicaba que en sus mediciones iniciales del potasio/argón había obtenido una edad de 1,85 millones de años en dos tipos de cristales del material de la toba KBS: cuarzo y sanidina. Si la toba había sufrido un calentamiento, como exigía la hipótesis de la sobreimpresión, el cuarzo y la sanidina darían edades distintas

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en los experimentos, puesto que los fragmentos de cuarzo sufren una alteración más rápida bajo esas condiciones. «Creí que ese par de da-taciones haría reflexionar a Fitch y Miller y finalmente comprende-rían que se hallaban ante un problema más grave de lo que pensaban —escribió—. Mi intervención en Londres, incomprensible para la mayor parte del público, estaba destinada a Fitch y Miller. No supie-ron comprender sus implicaciones para su propio caso y le concedie-ron un aplauso condescendiente.»

Leakey no le contestó, tal vez porque pocas semanas antes Fitch le había asegurado rotundamente que todo marchaba viento en popa con la datación de la toba KBS. «Todavía no existen razones científi-cas para dudar de la edad de 2,6 millones de años obtenida para la toba KBS —le había escrito Fitch el 16 de junio—. En contraposición a nuestro detenido trabajo con [la toba] KBS, cualquiera que haya es-cuchado y entendido mi intervención en el simposio de febrero debe saber que existen buenos motivos para dudar de la precisión de los resultados convencionales no confirmados obtenidos por la desgasi-ficación del potasio/argón (especialmente en el caso de minerales jó-venes) [...] Temo que los actuales esfuerzos de Garniss y sus colabora-dores para datar esos minerales por métodos convencionales sim-ples basados en el potasio/argón deben considerarse sencillamente irrelevantes.» A continuación añadía que las técnicas de Curtis eran «demasiado inexactas y anticuadas para resultar aceptables». Des-pués de reconocer que las respuestas no eran sencillas, terminaba: «Desde luego no se obtendrán mediante primitivos análisis sobre un puñado de muestras de dudosa procedencia realizados por geocronó-logos que no han visitado ni estudiado directamente el terreno.»

Pero a Leakey le esperaba una sorpresa. Glynn Isaac, al parecer cada vez más impresionado por las pruebas que empezaban a acumu-larse, en particular la datación por el potasio/argón obtenida por Curtis a instancias del propio Isaac, cambió de parecer y decidió que no podía seguir apoyando la datación de Fitch/Miller. «Glynn ha abandonado el barco», le escribió Leakey a un íntimo colega en junio de 1975. Pese a este cambio de opinión, Isaac continuó apoyando en público a Leakey en su defensa de la datación de Fitch/Miller, en gran parte por un fuerte sentido de lealtad hacia su colega y codirec-tor del proyecto de Koobi Fora. En otoño, el propio Richard empezó a tener las primeras dudas; el cambio de opinión de Isaac había teni-do un fuerte impacto sobre él. El 8 de octubre, Mary Leakey le escri-bía a Garniss Curtis: «Naturalmente nunca he podido hablar de esto con Richard, pero me han llegado rumores de que piensa que proba-blemente tienes razón.» Mary Leakey mantuvo una correspondencia regular con Curtis durante toda la controversia en torno a la toba KBS; ambos eran muy buenos amigos desde que Curtis había colabo-rado con Louis y Mary en trabajos de datación en 1960, y en esos mo-mentos Curtis se encargaba de la datación de las nuevas excavacio-nes de Mary en Laetoli.

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A partir de ese momento —fines de 1975—, el sólido bloque de apoyo formado por Fitch, Miller y Leakey en defensa de la datación de 2,6 millones de años empezó a ser blanco de cada vez más intensos ataques, hasta que su bastión empezó a desmoronarse. Fitch y Miller continuaron defendiendo sus resultados, y en un cierto sentido toda-vía los ratifican; Leakey, en cambio, empezó a mostrar una postura cada vez más dúctil ante el problema. Sin embargo, fue incapaz de aceptar los resultados de Curtís sin mayor confirmación. De hecho, en junio de 1976 le escribió a Thure Cerling: «No me parece útil ni aconsejable que Garniss continúe trabajando en la datación de nues-tro material por el momento.»19 Sin embargo, finalmente se dejó convencer por los resultados obtenidos independientemente por el método del potasio/argón por el geocronólogo Ian McDougall. Pero en el ínterin, la postura de Leakey en relación al problema de la toba KBS se vio sometida a los embates de dos líneas demostrativas se-paradas, que a ratos parecían indicar implícitamente que la edad de 2,61 millones de años establecida por Fitch y Miller era correcta y a ratos que era errónea. La primera fueron las conclusiones fi-nales de John Harris y Tim White sobre los cerdos fósiles; y la segun-da, la continuación de los trabajos de datación por las trayectorias de fisión.

Es decir, que la progresiva aceptación por parte de Leakey de que había cometido un error no fue en absoluto un proceso rápido y uní-voco, una desaparición del velo que le cubría los ojos. Por el contra-rio, fue resultado de una evolución lenta y a trompicones, con mu-chos momentos en los que aún parecía posible salvar la datación más antigua. Un motivo de su lentitud fue que Leakey, después de defen-der durante tanto tiempo y con tanta pasión la datación más antigua, se dedicó a examinar detenidamente cada nuevo dato en busca de al-gún elemento susceptible de ratificar su convicción original. «Nunca estuve en condiciones de juzgar debidamente si la datación de Frank y Jack era correcta o no, porque tenía muy pocos conocimientos so-bre geofísica y métodos de datación —reconoce ahora Leakey—. Sin embargo, los defendí enérgicamente, porque consideraba que era lo que debía hacer. Me vinculé tan firmemente a su datación que creo que perdí la capacidad de valorar con verdadera objetividad las pruebas.»20

Sin embargo, también es cierto que las pruebas presentadas esta-ban sujetas en cierta medida a influencias subjetivas y tendían, cuan-do menos en el caso de la datación por las trayectorias de fisión, a ofrecer los resultados esperados en vez de los objetivamente correc-tos. Con lo cual Leakey tuvo abundantes oportunidades de seguir creyendo en la datación más antigua, que era lo que deseaba poder hacer. Finalmente, la objetividad logró imponerse en la controversia, pero no sin muchas angustiadas oscilaciones de opinión por parte de los diversos protagonistas. La resolución final de la controversia en torno a la toba KBS ofrece, por tanto, un ejemplo de que la ciencia

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nu sólo puede cometer errores, incluso en la tarea aparentemente bien definida de obtener una sola datación para una sola toba volcá-nica, sino que la actividad científica también contiene un cierto gra-do de incertidumbre que no suele hacerse público, porque va contra la mitología sobre lo que debe ser la ciencia.

Cuando Harris y White examinaron por primera vez los cerdos fó-siles, en 1974, su impresión inicial fue que la edad de 2,61 millones de años obtenida para la toba KBS era correcta. Estaban obteniendo la solución «correcta», cosa que, como señala ahora White, los com-plació mucho. «Estábamos atrapados por el ambiente que rodeaba todo el tema, la mitología creada en torno a Koobi Fora y Richard Leakey», recuerda White. Pero la geología de Koobi Fora pronto em-pezó a plantearles problemas. «A medida que íbamos recuperando más fósiles, empezamos a ver cada vez más claramente que el pro-grama estratigráfico con el que nos habíamos propuesto trabajar simplemente no era válido. Nada concordaba.»21

El diccionario define la estratigrafía como el «orden y posición relativa de los estratos». En el trabajo de campo implica identificar los mismos estratos rocosos en diferentes localizaciones. A menudo esta tarea resulta muy difícil, en particular en Koobi Fora. Los sedi-mentos de Koobi Fora, que en algunos puntos recuerda un paisaje lu-nar y en otro se parece a un terreno de construcción tras el paso de las excavadoras, son una pesadilla para el geólogo empeñado en esta-blecer correlaciones precisas de los estratos en los aproximadamen-te dos mil kilómetros cuadrados de superficie que abarcan las locali-zaciones en las que se recogen los fósiles. En este caso, la pesadilla se hizo realidad: la estratigrafía establecida hasta 1975 era absoluta-mente confusa.

«Resultó evidente que las correlaciones que estábamos estable-ciendo entre las tres zonas principales de la orilla oriental del lago no siempre eran exactas —dice ahora Leakey—,22 Por ejemplo, la lo-calización tipo de la toba de Tulu Bor se encuentra muy al norte, en Ileret. La toba es muy profunda, con un espesor de entre 2,5 y 3 me-tros. Y debajo se encuentra la toba Sergei, la más profunda de la se-cuencia. Solía partirse de la base de que la toba más profunda de otras zonas, de Koobi Fora y Kubi Algi, también era la Surgei, y lue-go seguía la toba Tulu Bor, etcétera. Pero luego se comprobó que es-tábamos designando con el mismo nombre tobas distintas de dife-rentes zonas. La confusión era absoluta.» La incertidumbre sobre la datación de una sola toba, ciertamente importante, ya era un proble-ma suficientemente grande. Pero si a ello se sumaba esa estratigrafía absolutamente confusa, es fácil imaginar cuán enorme parecía el problema. La advertencia de Bill Bishop, en el simposio celebrado en Nairobi a finales de setiembre de 1973, sobre la diferencia en el nú-mero de tobas identificadas en el valle del Orno y en Koobi Fora, em-pezaba a demostrarse acertada. «Llegué a perder prácticamente las esperanzas de resolver los problemas de la estratigrafía y la datación

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con las personas con que contábamos —recuerda L e a k e y — Y la recaudación de fondos se hacía cada vez más difícil.»

Los cerdos fósiles habían servido para poner de relieve los pro-blemas de la estratigrafía y, por tanto, no es de extrañar que Harris y White tuviesen un papel protagonista en el primer intento de salvar la situación.

Los dos jóvenes investigadores pudieron hacerle ver a Leakey cuán inexacta era realmente la estratigrafía de Koobi Fora, princi-palmente gracias a que durante los ocho meses anteriores por fin ha-bían logrado desentrañar la verdadera significación de los cerdos fó-siles. Un examen de las pautas claramente establecidas para los cer-dos en otros lugares del África oriental, los llevó a la conclusión de que las descripciones de la estratigrafía de Koobi Fora ofrecidas has-ta entonces por los geólogos tenían que ser incorrectas. También comprendieron que la toba KBS tenía que ser más reciente de lo que creía Leakey.

Empezaron a darse cuenta de ello cuando White estuvo trabajan-do en Berkeley durante un mes, a principios de 1976, para medir y fotografiar los cerdos fósiles procedentes del valle del Orno, bajo la custodia de Clark Howell. Era la primera ocasión que tenía White de estudiar con detalle un cerdo fósil procedente de un lugar distinto de Koobi Fora y la experiencia resultaría crucial. Empezó a hacerse una idea clara de la situación, pero no quiso llegar a conclusiones firmes hasta no haber visto el resto de los cerdos fósiles del valle del Orno, que se encontraban en París, bajo la custodia de Yves Coppens. Whi-te llegó a París el 19 de mayo y en seguida se dirigió al laboratorio de Chatenay, una especie de mazmorra en las afueras de la ciudad, donde se guardaban los fósiles. Allí volvió a medir y comparar la den-tadura de los cerdos fósiles y comprendió que sus sospechas eran co-rrectas. El 25 de mayo, John Harris se reunía con White y los dos continuaron conjuntamente durante una semana los trabajos antes de regresar a Nairobi. Era la primera vez que Harris veía un fósil del valle del Omo, pero también él se hizo rápidamente una composición de lugar. «¿Qué podemos hacer? —le preguntó a White—.24 John, esto no tiene salida.» «A la gente no le gustará», fue la respuesta de Harris. «No —dijo White—, pero nosotros empezamos este estudio y lo publicaremos.»

«Habíamos comprendido que la correlación establecida por Basil Cooke era correcta», explica White. Los cerdos recuperados debajo de la toba KBS no podían remontarse a 2,6 millones de años atrás, como habían creído, sino que debían datar más bien de 2 millones de años atrás. El comentario de Cooke al tener noticia de sus conclusio-nes, después de haberse visto relegado del proyecto, es conmovedor: «Mi único verdadero consuelo fue que su estudio, encargado para re-futar mis alegaciones sobre la datación, de hecho sirvió para confir-marlas.»25

Cuando Harris y White llegaron a Nairobi a principios de junio

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lias su periodo de estudios en París, Harris le anunció a Leakey lo que habían descubierto. «Lo aceptó casi sin un murmullo», dice Ha-rris.2" Sin embargo, esta reacción resultaría ser la proverbial calma que precede a la tormenta. Durante los dos meses siguientes, Harris y White dedicaron la mayor parte del tiempo a profundizar el análi-sis de los datos sobre los cerdos y preparar su inclusión en una im-portante monografía sobre el tema. Luego, a mediados de agosto, Se reunieron con Leakey y varios paleontólogos y geólogos del equipo en Koobi Fora. Fue un encuentro animado, pero con momentos bas-tantes duros. Leakey lo había convocado para abordar abiertamente el problema del embrollo estratigráfico. Todos anticipaban que sería una situación difícil y así fue.

En Koobi Fora, Harris y White recorrieron las diferentes excava-ciones señalando los problemas que en su opinión planteaban. Kay Behrensmeyer y otro geólogo, Ian Findlater, explicaron su interpre-tación de la estratigrafía. Ninguno quedó satisfecho. «A Ian no le gus-tó que pusiéramos en duda sus conclusiones —explica Harris—. Y a nosotros no nos gustaba nada tener que ajustar una secuencia evolu-tiva que parecía lógica a un planteamiento que la convertía en un sin-sentido.» Finalmente decidieron renunciar a intentar establecer co-rrelaciones entre las tres zonas principales y establecer en cambio tres sistemas separados de numeración de las tobas, uno para cada una de estas zonas. Era una tarea compleja que pocas personas no integradas en el proyecto de Koobi Fora llegaron a entender. Findla-ter se negó a tener ninguna participación en el asunto. «Se trataba de encontrar una solución transitoria que nos permitiera clasificar los fósiles en relación a las tobas conocidas de cada zona sin intentar establecer correlaciones entre las distintas zonas», explica Leakey.27

Al final de la reunión, Leakey les dijo a Harris y White: «Muy bien, ahora ya podéis volver a Nairobi y dedicaros a escribir sobre los cerdos. Ya habéis hecho suficiente daño aquí.»28 El día siguiente los dos iniciaban el accidentado viaje de cuarenta y ocho horas hasta Nairobi, donde comenzaron a preparar de inmediato un manuscrito para Nature, esencialmente un extracto del material presentado en la monografía que habían completado hacía poco. El manuscrito para Nature no tardaría en provocar otro altercado.

«Terminado el artículo para Nature, John lo está mecanografian-do [...] esta noche hemos copiado las últimas tablas —escribió White el 3 de setiembre en su diario—. Sólo nos faltan las fotos.» Una vez ultimados los detalles finales, Harris le llevó el manuscrito a Leakey, que acababa de regresar de Koobi Fora en su monoplano Cessna, que permite cubrir el trayecto en dos horas y cuarenta minutos. White debía partir sólo un par de días más tarde para asistir a un congreso internacional en Niza, donde esperaba intervenir en representación de Leakey, presentando un breve informe sobre un cráneo de Homo erectus recientemente descubierto.

«El análisis sobre los cerdos era muy bueno —dice ahora Leakey

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a propósito del manuscrito—, pero al final había varias páginas so-bre las implicaciones para la cronología homínida, en las que se in-cluían consideraciones sobre varios especímenes todavía no publica-dos.»29 Esto fue como agitar un trapo rojo ante un toro.

Harris y White habían redactado conjuntamente el artículo, pero Harris se había ocupado sobre todo de la parte sobre los cerdos y White se había encargado de la discusión sobre los homínidos. «Está-bamos empezando a encajarlo todo y estábamos muy entusiasmados —dice Harris—.30 De modo que lo llevamos hasta la conclusión lógi-ca. » La conclusión lógica era declarar sencillamente que la edad de la toba KBS debía ser más próxima a los dos millones de años que a los 2,6 millones, con las obvias implicaciones para los fósiles de ho-mínidos recuperados debajo, incluido, evidentemente, el fósil 1 470. El cráneo 1 470, como recordará el lector, estaba considerado como el miembro más antiguo del género Homo jamás descubierto y por tanto era la joya de la corona paleoantropológica de Koobi Fora, su-poniendo, claro está, que en efecto se remontara al menos a 2,6 millo-nes de años atrás. Pero si, como se desprendía del manuscrito de Ha-rris y White, el fósil 1 470 era más reciente —de medio millón de años más— ello ensombrecería inevitablemente la importancia de Koobi Fora.

El contenido del manuscrito de Harris y White enfureció a Lea-key. No, insiste, por sus implicaciones para la datación homínida, sino porque iba contra una norma con una larga tradición en su gru-po. «La norma dice que los miembros de nuestro grupo se absten-drán de publicar comentarios sobre fósiles de homínidos cuya des-cripción aún no se haya publicado en el American Journal of Physical Anthropology, firmada por el principal investigador de esos fósiles —dice Leakey—.31 Esta norma se estableció para proteger los inte-reses de las personas que hacían todos los trabajos más pesados de descripción formal de los fósiles. En el manuscrito de Tim y John fi-guraban algunos fósiles que entraban dentro de esta categoría.»

En consecuencia, Leakey le dijo a Harris, en términos que no de-jaban lugar a posibles equívocos, que la inclusión de los datos sobre los homínidos tal como estaba planteada era absolutamente inacep-table. Su diálogo fue breve y actualmente se ofrecen versiones con-tradictorias sobre el mismo. Leakey lo describe como un explosivo altercado, en el que le dijo a White que había infringido la norma del proyecto en relación a los homínidos y que si insistía en publicar el manuscrito en su presente forma, quedaría expulsado. Se dice que White acusó a Leakey de actuar como un censor científico y salió pre-cipitadamente del despacho dando un portazo. White, en cambio, afirma que Leakey se limitó a decirle que no estaba de acuerdo con el artículo, pero sólo sería necesario introducir unos pocos cambios para que resultara aceptable. White se dirigió entonces al despacho de Harris y sólo allí tuvo noticia del alcance de las objeciones de Lea-key. «Cuando me enteré... perdí los estribos —escribió en su

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ili.iiid . listaba realmente alterado, llegué a llorar por el insulto.» Comoquiera que fuere, White no estaba de humor para discutir

nada con nadie y abandonó rápidamente el museo de Nairobi en com-pañía de Harris, que luego le acompañaría al aeropuerto para coger el avión para Niza. «Tim estaba sumamente enfadado —recuerda Harris—,32 Dijo que ya no quería tener nada que ver con el artículo, ni con Kenya, mientras Richard estuviera al frente. Como resultado de este incidente, Tim empezó a pensar que Richard intentaba censu-rar la información científica.» La posición de Harris a lo largo de este incidente fue siempre difícil. Además de dirigir la sección de pa-leontología del Instituto Louis Leakey adscrito al museo, también era cuñado de Leakey.

Unos días después de llegar a Niza, White se había calmado lo su-ficiente para escribirle una larga carta a Leakey en la que le explica-ba su reacción y lo que pensaba. Argumentó que todos los homínidos fósiles citados en el artículo ya habían salido publicados en Nature y, por tanto, ya existía una descripción suficiente de ellos para auto-rizar el tipo de mención que hacían él y Harris. «Personalmente me preocupa mucho este tema, no porque yo sea el autor de ese aparta-do, sino porque se está dando una clasificación especial a este mate-rial, ocultándolo e impidiendo incluso un tratamiento muy restringi-do del mismo... Cualquier persona que haya leído sus propios artícu-los en Nature y American Scientist podría haber escrito lo mismo que yo. Es decir, que no me he aprovechado de una posición privilegiada, sino que me he limitado a comentar un material fósil a un nivel acce-sible para cualquier lector responsable de Nature. Si los científicos no podemos hacer esto, no quiero seguir teniendo parte en el asun-to.»33 El estado de ánimo de White no mejoró cuando Glynn Isaac intentó convencerle para que adoptara una postura «más diplomáti-ca», omitiendo del artículo algunas cifras que podrían ofender a «algunas personas». White lo interpretó como una prueba más del intento de establecer una censura científica y no quiso ni oír hablar de ello.

En su respuesta a White, Leakey le repetía las normas del grupo y añadía que él y Harris deberían haber presentado su manuscrito a los otros miembros para que pudieran discutirlo y comentarlo. En vez de hacer eso, decía, «me presentaron una fotocopia de una ver-sión ya terminada lista para ser presentada. Lo que, además de inco-rrecto, es una falta de respeto».34

Es absolutamente cierto, como afirmaba White, que cualquier científico podría haber escrito legítimamente sobre los homínidos lo que decían él y Harris, simplemente en base al material ya publicado en Nature. Formar parte del equipo de Koobi Fora, con sus estrictas normas de funcionamiento, representaba por tanto más una desven-taja que un privilegio por lo que respecta a la libertad de expresión. White, una persona bastante apasionada y poco dúctil, chocó frontal-mente contra esta situación y no pudo aguantarla. Posteriormente,

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White le escribiría a Leakey: «Los problemas del año pasudo lime ron su origen en mi ignorancia sobre la política del equipo y no qui-siera volver a causar molestias a nadie.»35 Pero la relación nunca volvería a ser realmente la misma. White sigue afirmando que el inci-dente constituye un ejemplo de que Leakey utilizaba las normas de funcionamiento del grupo para censurar cualquier información cien-tífica «no compatible». Leakey insiste en que simplemente se trataba de mantener el respeto a unas normas ya consagradas, establecidas en beneficio de todo el grupo.

Harris confiesa que le sorprendió la severidad de la reacción de Leakey ante el manuscrito. «Me asombró que le molestara que men-cionásemos siquiera a los homínidos.»36 Harris modificó el manus-crito, efectuando sobre todo algunos recortes en el apartado sobre los homínidos, y lo presentó a Nature. Sorprendentemente, la revista rechazó el artículo, alegando que los informadores recomendaban no editarlo porque Basil Cooke ya había publicado esa información. White dice ahora que sospecha que el consejo de redacción de Nature recibió presiones para que el artículo no fuera aceptado, «a la vista de todo lo que estaba ocurriendo».37 Pero nadie ha ofrecido pruebas de que se produjera ninguna gestión indebida cerca de la revista en este caso.

El artículo se publicó finalmente en Science, equivalente nortea-mericana de Nature, el 7 de octubre de 1977. Aunque prácticamente no contenía dataciones «ofensivas», sus implicaciones eran obvias, por más que aparecieran formuladas en términos convenientemente ambiguos. Aunque Leakey sabía que Harris y White estaban conven-cidos de que sus datos sobre los cerdos implicaban que la toba KBS era más reciente, seguía acariciando la idea de que sus implicaciones podrían no ser correctas. No porque pensara que pudiera haber al-gún error en la pauta evolutiva de los cerdos fósiles que describían, sino por la posibilidad de que la secuencia de Orno utilizada como base de comparación tal vez fuese incorrecta. Era una tenue esperan-za, que sin embargo le permitía seguir manteniendo su fe en la edad de 2,61 millones de años establecida por Fitch y Miller. Y de hecho esta tenue esperanza adquiriría nueva solidez con la segunda línea demostrativa que empezaba a ofrecer los primer datos en aquellos momentos: la datación por las trayectorias de fisión.

Cuando Harris y Walker presentaron a Leakey el original de su artículo —en setiembre de 1976—, éste acababa de tener noticia de los últimos resultados obtenidos por Tony Hurford y Andrew Glea-dow por el método de las trayectorias de fisión. Los dos jóvenes in-vestigadores habían perfeccionado su técnica y se disponían a publi-car sus primeros resultados sustanciales en Nature. Su datación fi-nal para la toba KBS, publicada en el número del 28 de octubre de 1976 de la revista, era de 2,44 ±0,08 millones de años, cifra que pare-ce indicar una gran precisión. Sí, era un poco más reciente que los 2,61 millones de años establecidos por Fitch y Miller. Pero eso care-

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cía do i 1111 >t > i lancia, pues el mismo número de Naíure incluía también un articulo de Frank Fitch, Paul Hooker y Jack Miller con un nuevo cálculo de la edad de la toba KBS, basado en un valor revisado de una constante éxperimentalmente generada relacionada con la de-sintegración radiactiva. Su resultado era de 2,42 ±0,01 millones de años. Es decir, que la nueva técnica de datación por las trayectorias de fisión no sólo confirmaba la estimación original, sino que nueva-mente aparecía una estrecha concordancia entre ambas dataciones. No es de extrañar, por tanto, que Leakey pensara que los datos de Harris y White sobre los cerdos no ponían realmente en peligro la da-tación más antigua de la toba KBS.

Varios observadores albergan aún ciertas dudas sobre la revisión de la datación de Fitch y Miller para reducirla de 2,61 a 2,42 millones de años, manteniendo de manera tan inequívoca la concordancia en-tre los resultados de las trayectorias de fisión y del argón-40/argón-39. «La revisión efectuada en 1976 por Fitch y Miller reduciendo su in-terpretación preferida de la edad [de la toba] de 2,6 a 2,4 millones de años no favoreció, como mínimo, su reputación como experimenta-dores —dice Ian McDougall—,38 Todavía sigo sin saber si la revisión era válida.» Frank Brown mantiene una opinión parecida. «No me causó muy buena impresión —señala—.39 Había un montón de erro-res en ese artículo. Lo examiné con bastante detenimiento antes de su publicación y señalé los detalles que me parecían equivocados en mi informe, pero finalmente se publicó prácticamente sin cambios.»

A pesar de todo, Fitch y sus colegas aprovecharon la ocasión para exponer una vez más todos los argumentos en favor de los resultados obtenidos por el método del argón-40/argón-39 y en contra de las da-taciones convencionales de Curtís por el método del potasio/argón. Merece la pena señalar aquí que el grado de repetición de este artícu-lo no es apreciablemente menor que el del trabajo de Harris y White, rechazado por Nature porque supuestamente repetía los datos de Curtís, e incluso podría ser mayor. En cualquier caso, el artículo de Fitch era fundamentalmente una réplica a los resultados presenta-dos por Curtís y sus colegas en el simposio de la Geological Society, publicados en Nature en el número del 4 de diciembre de 1975. El ar-tículo de Fitch se refiere al trabajo de Curtís como «un pequeño pro-grama de dataciones convencionales basadas en la fusión total del potasio/argón».40 «Un sarcasmo típico de Fitch»,41 dice Miller. Sar-casmo o no, introducía en el foro público una versión depurada de la opinión que Fitch y Miller venían expresando en privado, pero sin reservas, sobre la relevancia de Curtis y sus «anticuadas» técnicas.

Fitch y Miller también aseguraban que Curtis y sus colegas se equivocaban al suponer que se estaba designando con el nombre de toba KBS a dos tobas separadas, datadas por Curtis en 1,6 y 1,8 mi-llones de años. Según se comprobaría luego, en ese punto existen dos tobas diferenciadas muy próximas, pero las distintas edades obteni-das por Curtis tenían su origen en el uso de una balanza temporal-

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mente desajustada y no a un sagaz análisis geocronológico. l.os re-sultados inexactos obtenidos con la balanza defectuosa durante ese período alteraron los cálculos correspondientes a una parte concreta del material de la toba, atribuyéndole la edad más reciente de 1,6 mi-llones de años. Como es natural, cuando este error llegó a conoci-miento del público, en los laboratorios de Fitch/Miller se interpretó como una confirmación de que su opinión sobre Curtís no era erra-da. «Fue un hecho muy desafortunado —comenta Frank Brown—.42

Proporcionó argumentos al bando contrario y una excusa para igno-rar los resultados de Curtís.» Harris está de acuerdo: «Debido a ese error no estábamos dispuestos a conceder demasiado crédito al tra-bajo de Curtís.»43

La publicación de los resultados de la datación por las trayecto-rias de fisión no fue demasiado ortodoxa y sus antecedentes ilustran el tipo de presiones a que habían estado sometidos los jóvenes inves-tigadores.

Gleadow había dejado el laboratorio de Fitch a finales de octubre de 1975 para regresar a Australia vía los Estados Unidos, donde pasó algunos días con Charles Naeser en el centro de Denver del Servicio estadounidense de estudios geológicos y con Garniss Curtís y sus co-legas en Berkeley. En su opinión, antes de marcharse había quedado entendido, con el consenso general, que los resultados obtenidos has-ta ese momento por el método de las trayectorias de fisión aún eran prematuros y no se publicarían. Por tanto, su sorpresa fue mayúscu-la cuando el mes de marzo siguiente recibió el borrador de un artícu-lo en el que figuraba su firma, destinado a presentar los resultados iniciales para la toba KBS. Fitch estaba muy entusiasmado con la idea de publicar los nuevos datos, recuerda Hurford, y «animó» a su joven discípulo a preparar un manuscrito. «De entrada no me ha gus-tado nada el proyecto de publicar nada en estos momentos puesto que todos habíamos decidido no hacerlo y por buenos motivos —le escribió Gleadow a Hurford el 17 de marzo de 1976—S in embar-go, hacé dos días recibí una copia de la carta que te ha escrito Chuck [Naeser] con sus determinaciones sobre otras dos muestras de KBS y una de Karari. Me ha animado verlas y ahora creo que ha quedado absolutamente claro que, hagamos lo que hagamos, ineludiblemente llegaremos a una edad próxima a los 2,4 millones de años para KBS.»

Gleadow, investigador cauteloso y meticuloso, no estaba satisfe-cho con los resultados iniciales obtenidos por Hurford y por él mis-mo, sobre todo por el incipiente desarrollo de la técnica y porque el número de muestras contadas era relativamente reducido. Pero el hecho de que Naeser, trabajando de forma aparentemente indepen-diente con material análogo, hubiese llegado al mismo resultado le indujo a abandonar sus reticencias. Otro ejemplo de la capacidad persuasiva de la reproducción independiente de unos mismos resul-tados. Gleadow accedió a publicar el artículo en Nature, con la firma de Naeser como tercer coautor. Simultáneamente le escribió a Lea

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key paia anunciarle que: «Una valoración critica de todos los datos actualmente disponibles, me ha convencido de que una datación por las trayectorias de fisión de 2,4 millones de años para la toba KBS [...] es absolutamente ineludible.»45 Leakey, que confiaba en ese mé-todo para la resolución del conflicto entre los resultados de Curtis y los de Fitch y Miller, no podría haber recibido una respuesta más inequívoca. Todo esto sucedía pocos meses antes de que Harris le co-municara las conclusiones a que habían llegado él y White sobre los cerdos fósiles.

Una vez aceptada la propuesta de publicar el artículo en Nature, Gleadow comenzó a desarrollar ciertas dudas, sobre todo en relación a la metodología empleada por Hurford y él mismo. ¿ Era realmente tan objetiva e imparcial como habían supuesto? En noviembre, esta-ba lleno de dudas y muy preocupado. Le escribió una larga carta me-canografiada a Hurford, en la cual le exponía detalladamente todas sus reservas sobre la validez de su trabajo. «Tengo serias dudas en cuanto a las dataciones de 2,4 millones de años obtenidas para los circonios de KBS», acababa diciendo.46 Hurford recuerda que era la única carta mecanografiada que había recibido de Gleadow, que siempre le escribía a mano. «En cuanto la abrí, en seguida compren-dí que había algún problema», recuerda.47 Hurford dejó pasar un par de días, «para serenarme», antes de escribir una respuesta relati-vamente extensa en la que admitía «que existe una remota posibili-dad de que al trabajar con material con tan baja densidad de trayec-torias se introduzca inconscientemente un sesgo no intencionado ca-paz de inclinar los resultados hacia la cifra de 1,8 o 2,4, ya sea por efecto de presiones exteriores (lo más probable en mi caso) o debido a la aceptación de una hipótesis formada previamente».48

Hurford recuerda que Frank Fitch y Jack Miller opinaron que en Berkeley debían haber intentado influir en Gleadow, de ahí su apa-rente deserción. «Es verdad que hablando con Garniss y Bob Drake comprendí que existía otra argumentación alternativa también legí-tima, de la que nos habían mantenido alejados en Londres —dice Gleadow—.49 Me di cuenta de que su punto de vista merecía ser to-mado mucho más en serio de lo que se estaba haciendo en esos mo-mentos en Londres y Cambridge.»50

A finales de 1976, poco después de dirigirle su carta mecanogra-fiada a Hurford, Gleadow también escribió a Leakey para ponerle al corriente de sus preocupaciones: «En estos momentos tengo serios motivos para dudar de la fiabilidad de nuestras primeras mediciones de las trayectorias de fisión para la boca KBS y pienso que sería ne-cesario reducir la aparente edad de 2,4 millones de años.»51 Una es-timación más correcta, sugería, se situaría un poco por debajo de los 2 millones de años. «Por mi parte, preferiría mantener una actitud de discreción y proseguir las investigaciones hasta poder alcanzar una solución definitiva —le contestó Leakey—.52 El grupo de inves-tigación está ahora en condiciones de abordar racionalmente los i*ro-

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Memas di- datación v esto ya constituye un gran alivio.» «Cuando tuve noticia de las reservas de Andy Gleadow sobre la datación por las trayectorias de fisión, comprendí que tendríamos dificultades», recuerda ahora Leakey.53

Pero la postura de Gleadow no era todavía clara ni mucho menos. «Oscilaba entre tener serias dudas sobre la edad de 2,4 [millones de años] y una certeza igualmente firme de que era correcta», recuer-da.54 Por ejemplo, menos de un año después de ese intercambio de opiniones con Hurford y Leakey, volvía a apoyar una edad de 2,4 mi-llones de años. El 10 de agosto de 1977 hacía llegar a Hurford dos re-sultados sobre la toba KBS «que considero satisfactorios». Las eda-des eran de 2,42 y 2,30 millones de años. Hurford, decía, podía citar-los en el Congreso Panafricano de Prehistoria que debía celebrarse próximamente en Nairobi. Leakey volvía a tener buenos motivos para confiar en que la datación más antigua acabaría demostrando ser correcta.

Pero Gleadow pasaba por un período de gran confusión, a caballo entre la certidumbre y la duda. A finales de 1977 volvía a cuestionar seriamente la edad de 2,4 millones de años. Luego, en febrero de 1978, volvió a remitir una nueva serie de resultados a Hurford: «to-dos coinciden en los 2,4 millones de años».55 Ante este tipo de dudas por parte de un científico sumamente cualificado, bien capacitado en la aplicación de una técnica muy importante pero difícil, tal vez no deba extrañarnos de que Leakey se mostrase cuando menos vacilante en el reconocimiento de que la datación más antigua de la toba KBS realmente podría ser errónea. Fitch y Miller seguían apoyándola fir-memente.

Las dudas de Gleadow estaban relacionadas con la capacidad de diferenciar las trayectorias auténticas de las aparentes en los crista-les, la fiabilidad del procedimiento seguido para contarlas y la incor-poración de estos datos al cómputo de la edad del material. Una serie de detalles, cada uno de poco peso relativo, pero potencialmente sig-nificativos en conjunto. Se dedicó a revisar cada uno de los elemen-tos que le preocupaban y finalmente, en julio de 1978, llegó a una conclusión definitiva y contó una serie de cristales aplicando un mé-todo que, por fin, consideraba imparcial. «Estuve contando [las tra-yectorias] durante un mes sin hacer ningún cálculo —explica—.56

Luego hice los cálculos. Estuve trabajando hasta las dos de la madru-gada. Empecé a obtener los resultados: 1,8... 1,8... 1,8. Casi no podía creerlo.»

Pocos días después, Gleadow salía de Australia rumbo a los Esta-dos Unidos, donde debía reunirse con Hurford para participar en una expedición geológica de campo en Wyoming, organizada por Cari Vondra, de la Universidad del Estado de Iowa, que había partici-pado en los trabajos geológicos en Koobi Fora a principios de los años setenta. Frank Fitch también tomaría parte en la expedición, que sería el preludio de un congreso internacional sobre geocronolo-

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glu, i o-.moquimica y geología isotópica que debía celebrarse a luía-les ile agosto en Snowmass-at-Aspen, Colorado.

Comprensiblemente, Gleadow tenía ciertas aprensiones sobre cómo debía comunicar sus nuevas dataciones a Hurford y muy espe-cialmente a Fitch. Primero habló con Hurford. «Me quedé atónito —recuerda Hurford—.57 Lo comentamos largamente. No dudaba de que su enfoque analítico era correcto. Pero no estaba convencido de que 1,8 fuese el resultado correcto. Me había enganchado a la bande-ra del 2,4 y me resistía a creer que el resultado fuese 1,8.» Vondra les ayudó a comunicarle la noticia a Fitch, introduciendo el tema en la conversación de sobremesa una noche después de la cena. «Frank estuvo muy correcto; hizo algunos comentarios, pero no hubo un gran altercado ni nada por el estilo —dice Gleadow—,58 El asunto estaba sobre la mesa.»

Hurford debía presentar una ponencia en el encuentro de Snow-mass, firmada conjuntamente con Fitch, sobre la «controversia no resuelta» en torno a la toba KBS. «Después de conocer los resultados de Andy me negué a intervenir —dice Hurford—,59 Frank tuvo que presentarla. Esto le molestó mucho. Mencionó que nuevos resulta-dos sobre las trayectorias de fisión habían introducido algunas in-certidumbres, nada más.»

Pasando revista ahora a los hechos, Gleadow y Hurford detectan varios factores que contribuyeron a inducirlos a error. Por ejemplo, dice Gleadow, «nunca fue cierto que Tony y yo trabajásemos de for-ma independiente. Desarrollamos las técnicas conjuntamente, mira-mos juntos por el microscopio y juntos decidimos qué debíamos con-siderar como trayectorias y qué no».60 Lo mismo puede decirse de Naeser. «Trabajábamos en tan estrecha colaboración, los tres, que nuestra labor no era independiente en ningún sentido.» Gleadow lo reconocería públicamente luego, cuando publicó sus nuevos resulta-dos en Nature en marzo de 1980. «Debe tenerse presente que las eda-des derivadas de las trayectorias de fisión del circonio obtenidas por Hurford y otros representan el primer intento de datar circonios re-cientes de esas características. Las edades obtenidas aparentemente presentan una gran coincidencia, pero esto se debe sobre todo a la estrecha comunicación entre los autores sobre el tema de la identifi-cación y discriminación de las trayectorias en esas muestras.»61

Hurford identifica ahora como un factor importante su costum-bre de contar las trayectorias y calcular inmediatamente después la edad de cada cristal. «De este modo es fácil introducir un sesgo del 10 por ciento en los resultados en uno u otro sentido —dice—.62 Se van haciendo los cálculos para un cristal tras otro y uno empieza a ver en qué sentido se inclina la media. Si uno advierte que el cómpu-to del cristal con el que está trabajando debería ser más alto para que concuerde, puede incluir algunas trayectorias dudosas. Si se de-sea que el resultado sea más bajo, no las incluye. Era una práctica poco fiable.» Gleadow está de acuerdo. Aun así, desde el principio es-

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tuvo luiente una cierta incertidumbre. «Nunca ine inspiraron con-fianza nuestros resultados —dice G l eadow—Pero pesó más la de-manda de nuestros datos. No se dice todo lo que se piensa cuando uno es un joven posdoctorado.»

La pregunta inmediata, ante la poca precisión de los primeros in-tentos de datación por las trayectorias de fisión de Gleadow y Hur-ford, es cómo se explica que sus resultados se aproximasen tanto a los que sin duda debían resultar perfectamente aceptables para Fitch y Miller. «Frank no vino a decirnos: "No, ese resultado no es suficientemente antiguo, quiero que sea 2,6" —dice Gleadow—. Pero si en nuestros primeros intentos obteníamos entre una serie de resul-tados uno próximo a 2,5, en seguida era acogido con elogios, el entu-siasmo era grande, etc. Todo se va sumando.» Hurford está de acuer-do. «Recuerde que obtuvimos nuestro primer resultado provisional de 2,4 el 9 de mayo y el día siguiente Frank ya le escribía a Richard anunciándole la buena nueva. Ése era el tipo de presiones a que está-bamos sometidos.»64

«En retrospectiva resulta evidente que fuimos realmente muy in-genuos al juzgar las dificultades de datar circonios geológicamente jóvenes —señala Gleadow—,65 Sin embargo, el ambiente fuertemen-te electrizado de la controversia sobre [la toba] KBS confería una sig-nificación exagerada a cualquier resultado que obtuviéramos y crea-ba una cierta presión implícita (imaginada tal vez) a publicarlos sin demora. Ojalá hubiésemos esperado, pero supongo que ésta es la mo-raleja de todo el caso KBS.»

La solución final de la controversia llegó gracias a la intervención de Ian McDougall, que presentó una nueva y completa serie de data-ciones obtenidas por los métodos del potasio/argón y el argón-40/argón-39. La persistente incertidumbre había inducido a Leakey e Isaac a pedirle una datación de Koobi Fora; y aunque McDougall al principio tuvo reticencias, finalmente, aproximadamente un año antes del congreso de Snowmass, aceptó el encargo. «Ian tenía una reputación excelente —dice Leakey— y su intervención parecía abrir una perspectiva de resolver ese terrible problema, que venía arras-trándose desde hacía demasiado tiempo y estaba empezando a perju-dicar mi vida profesional y mi salud. Sabía que si podía encontrarse una solución, ésta vendría de una persona que no estuviese vinculada ni a Fitch y Miller ni a Curtís. Ian nos ofrecía esa posibilidad.»66

«Cuando se celebró el congreso de Snowmass yo tenía algunos re-sultados preliminares que daban una edad de alrededor de 1,9 millo-nes de años para el material de [la toba] KBS —recuerda ahora McDougall—. Y los había comentado con Andy Gleadow.»67 Es de-cir, que Gleadow estaba al corriente de los datos preliminares de McDougall antes de revisar sus cálculos, hecho que debió ratificarle en el convencimiento de que la serie de resultados 1,8... 1,8... 1,8 era en efecto correcta.

Después del congreso de Snowmass, McDougall viajó a Koobi

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1'ora, en i oinpanía de Gleadow, Garniss Curtis y Robert Drake, y re-cogió más material para proceder a un minucioso programa de data-ción. « No, no tuve una decepción cuando Ian me comunicó sus resul-tados —dice Leakey—. A esas alturas, la verdad es que no me sor-prendió que la datación de Fitch y Miller demostrase ser errónea. Mi principal sentimiento fue de alivio, porque por fin se habría termina-do ese lamentable asunto. En esos momentos estaba bastante enfer-mo, en las fases finales de una insuficiencia renal, y el problema del KBS a ratos había llegado a ser demasiado para mí. Al ver que todo había terminado, pues sí, me sentí muy aliviado, a pesar del resulta-do final.»

McDougall publicó los primeros resultados de su amplio progra-ma de datación de Koobi Fora en el mismo número de Nature, de marzo de 1980, en que también aparecieron los datos revisados de las trayectorias de fisión obtenidos por Gleadow. Según afirmaba un comentario editorial de Richard Hay, los dos artículos «podrían po-ner fin a una década de controversias sobre la edad de la toba KBS de la orilla oriental del lago Turkana en Kenya».69

Una vez cerrado el caso, sólo queda la obvia pregunta: ¿cómo pudo ocurrir? ¿Fue consecuencia de un serio problema técnico que habría engañado a cualquiera que se aventurase a buscarle solución? ¿O la respuesta se encuentra más bien en el ámbito de la sociología de la ciencia? Por ejemplo, ¿se aferraron irrazonablemente Fitch y Miller a su datación inicial durante demasiado tiempo porque, por ejemplo, tenían una reputación que defender? ¿O insistió Leakey en presionar a su equipo y a los científicos británicos para mantener su Homo antiguo? ¿O hubo otra causa completamente distinta?

Desde una perspectiva estrictamente técnica, tanto Frank Brown como Ian McDougall no dudan en afirmar que la toba KBS no plan-tea especiales probleinas para la datación por el método convencio-nal del potasio/argón o por el argón-40/argón-39. Ésta es, por ejem-plo, la valoración de Brown: «La toba KBS contiene un material exce-lente para la datación. No entiendo por qué tuvieron tantas dificulta-des.»70 El amplio programa exhaustivo de datación de McDougall para todo Koobi Fora dio resultados consistentes, reproducibles, sin que la técnica del argón-40/argón-39 diera complicados espectros de edades que exigiesen explicaciones fuera de lo común. Y esto ocurrió tanto en el caso de la toba KBS como con todas las otras de la secuen-cia. Cuando publicó este completo conjunto de datos, en 1985, McDougall comentó a propósito del caso KBS que «la amplia gama de resultados anunciados por Fitch y Miller debió ser resultado de dificultades experimentales o de estimaciones de error que no refle-jaban adecuadamente las incertidumbres de las mediciones rea-les».71 Traduciendo el comedido y educado lenguaje del trabajo científico a palabras corrientes, esto significa que, en opinión de McDougall, los métodos de experimentación y de cálculo de Fitch y Miller no eran tan buenos como habría sido de desear.

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Fitch y Miller rechazan rotunda y completamente esta sugeren-cia. Simplemente renunciaron a la hipótesis de la sobreimpresión, que los geólogos que la examinaron, incluso superficialmente, de he-cho nunca consideraron una explicación demasiado convincente. Al contrario, Fitch y Miller alegan ahora que la desconcertante gama de resultados obtenidos se debió a que el material que les dieron a anali-zar se había obtenido erróneamente de varias tobas además de la KBS. «No todas las muestras procedían de la toba KBS», afirma lisa y llanamente Miller.72 Lo cual, evidentemente, incluye el lugar don-de se obtuvo la primera muestra de cristales de feldespato de Lea-key, los mismos a los que durante tanto tiempo se aferraron Fitch y Miller. Para Leakey, esta explicación resulta muy poco convincente. «Es la explicación más extraordinaria que he oído —dice—.73 Estoy tan seguro del lugar donde obtuvimos esa primera muestra como de dónde se encuentra mi casa.»

Fitch y Miller reconocen ambos que se aferraron a la edad de 2,6 (posteriormente 2,4) millones de años debido al magnífico estado de esos primeros cristales. «Eran unos cristales preciosos, por eso nos inspiraron confianza», dice Miller.74 «Después de recibir esos pre-ciosos cristales, que nos dieron un resultado de 2,42, supusimos que debía haber algún error en los restantes resultados, de 1,9, etc.», aña-de Fitch.75

A principios de 1981, Fitch encontró una probeta con algunos de los cristales originales —los desencadenantes de todo el asunto— y decidió pedir una datación a otro laboratorio. Los remitió sin identi-ficar, mezclados con otros materiales, a John Mitchell, ex discípulo de Miller, que en esos momentos se encontraba trabajando en la Uni-versidad de Newcastle. Cuando recibió su respuesta, le escribió a Leakey: «Sigo manteniendo mis dudas sobre la muestra original Lea-key I de "KBS" (?). Recientemente he pedido a un laboratorio inde-pendiente una datación (como muestra no identificada) del resto de la colección de cristales casi perfectos de entre 1/8 y 1/4 de pulgada que nos fueron remitidos en 1969; su resultado, aplicando las nuevas constantes, es de 2,3 millones de años (!). Parece evidente que la data-ción de Jack no estaba equivocada y, tratándose de una muestra apa-rentemente homógenea y libre de contaminación, todo parece indi-car que debió obtenerse de una toba o bloque de piedra pómez MÁS ANTIGUA que la toba actualmente designada como KBS en la Zona 131 y en otros lugares. ¿Puede ofrecer alguna sugerencia que pudie-ra ayudarnos a resolver este problema?»76

La respuesta de Leakey fue lacónica: «Recogí personalmente con Kay la muestra Leakey I en la localidad tipo y no existe la menor po-sibilidad de duda al respecto. No recogimos muestras en ningún otro punto. También a mí me interesaría muchísimo encontrar una res-puesta a este problema... Igual que usted, mi curiosidad se ha dobla-do ante la posibilidad de que realmente no hubiera problemas con la datación de Jack.»77

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¿Los tristemente famosos cristales de la muestra Leakey I proce-dían en def initiva de otra toba distinta a la KBS? Para Ian McDou-gall, «es casi indudable que sus muestras procedían de la toba KBS». Y lo justifica explicando que «no hemos encontrado indicios de la presencia de ninguna toba de unos 2,4 millones de años en Koobi Fora».78 Brown coincide con él: «Considero sumamente improbable que exista una toba de esa edad [2,4 millones de años] en Koobi Fora.»79 Si realmente no existe una toba volcánica de 2,4 millones de años de antigüedad en Koobi Fora, como aseguran Brown y McDougall, y si la edad de 2,4 millones de años obtenida por Mitchell en la datación de los cristales de la tristemente famosa muestra Lea-key I es realmente correcta, la controversia sobre la toba KBS sigue en suspenso —en el ámbito técnico, evidentemente— con un misterio no resuelto.

¿ Y qué decir de lo ocurrido en el ámbito sociológico, por ejemplo la intensa identificación con la edad de Fitch/Miller que desarrolló el grupo de investigadores de Koobi Fora, «mi equipo», como les lla-ma Leakey? ¿Qué influencia tuvo esto en la controversia? «Algunas personas opinaban que la competencia entre la gente del Orno y la de Koobi Fora era desfavorable —observa Leakey—.80 Pero yo no opi-naba igual. Ni tampoco Glynn. Es un incentivo, un estímulo para el trabajo del equipo.»

Cualquier persona con experiencia en trabajo de campo reconoce-rá que no hay otro campamento como el de Leakey. Además de los aspectos prácticos, que están perfectamente organizados, en el cam-pamento de Leakey se exige un tipo especial de compromiso. Ian Findlater, que formó parte del equipo de Leakey durante más de cin-co años, lo describe así: «Richard dirigía la expedición y, como codi-rector y principal responsable de los aspectos prácticos, creía tener derecho a una lealtad por parte de los integrantes de la expedición. Inevitablemente ello implicaba estar de acuerdo con él en todas las cuestiones importantes relacionadas con la expedición. De hecho, sospecho que es la única manera de dirigir una expedición de ese tipo. La parte de la expedición dirigida democráticamente por Glynn [Isaac] siempre fue caótica y mal organizada. El estilo de Richard tie-ne sus defectos; si uno no estaba de acuerdo con él, la alternativa era ceder o marcharse. La mayoría cedimos unas cuantas veces y al final acabamos marchándonos... Pese a ello, personalmente preferiría tra-bajar en un expedición dirigida por Richard.»81

Este tipo de lealtad se hace extensiva tanto a Leakey, el hombre, como a Leakey, director de un equipo de científicos. De hecho, a ve-ces puede resultar incompatible con el tipo de funcionamiento que debe darse en un grupo de científicos. No permite la independencia de criterio y la libertad de expresión que son esenciales para el pro-greso científico. Leakey mismo la describe como una «lealtad chapa-da a la antigua».82 Andrew Hill, que trabajó en el museo de Nairobi durante la mayor parte de la década de'los setenta dice que: «Es una

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actitud genuina y no manipulativa. No es una burda imposición del tipo: "Se hace lo que yo diga y se obtienen los resultados que yo quie-ra", como sostienen algunos críticos. Es una lealtad sincera, que él también ofrece a sus colegas.»83 Lo cierto es que muchas personas ven en esta lealtad de Leakey una causa del problema de la toba KBS y Leakey admite que es posible: «Jack y Frank formaban parte de mi equipo y los apoyé tal vez durante más tiempo de lo que habría debi-do.»84 Con su lealtad a unas personas concretas en esas circunstan-cias, Leakey en la práctica se comprometió con un resultado experi-mental, cosa que acabó resultando perjudicial.

Pero, como señala Andrew Hill, los resultados de Fitch y Miller tenían un innegable atractivo. No sólo eran «cifras», que algunos consideran inherentemente más científicas que la «mera interpreta-ción de los fósiles». Además, dice Hill: «Una vez se ha obtenido un resultado como ése, es comprensible que uno quiera mantenerlo mientras sea posible. Era muy satisfactorio para la expedición, pues siempre es útil contar con el Homo más antiguo, los útiles más anti-guos, etcétera.»85 Leakey niega que la edad de los fósiles tenga tanta importancia para él; asegura que le interesa más averiguar por qué Homo desarrolló un cerebro de gran tamaño que cuándo ocurrió esto. Sin embargo, todo el mundo que trabaja en este campo es cons-ciente de que una datación más antigua es «mejor» que una más re-ciente, aunque sólo sea para obtener fondos, tarea para la que Lea-key tiene una habilidad consumada.

En opinión de Leakey, la controversia en torno a la toba KBS fue, cuando menos, instructiva. «Me ayudó a descubrir muchas cosas so-bre la comunidad científica, visto ahora en retrospectiva —comen-ta—.8é Uno advierte que incluso en las ciencias más puras, como de-bería ser la geofísica, existe un margen potencial para la identifica-ción de las carreras y el estatus con los resultados, y en ello también interviene un importante elemento político. Yo ya debería haberlo sabido, puesto que nunca he llegado a desarrollar el respeto por la ciencia que supongo debería haber tenido. Pero hubo momentos en que me dolió comprender que podían habernos ofrecido un plantea-miento que no era necesariamente seguro, ni siquiera para ellos mismos.»

Leakey reconoce abiertamente su falta de preparación técnica. «No soy un científico propiamente dicho y nunca lo seré.» Aunque Leakey a veces se precia de ello, sus amigos y colegas piensan que en el caso de la toba KBS, al menos, fue un factor negativo. «Tuve la impresión de que Richard era incapaz de tomar ciertas decisiones a menos que dispusiera de todas las pruebas —comenta su ex colega y rival Clark Howell—. Y las pruebas que llegaban a sus manos esta-ban muy sesgadas.»87 «Por brillante que sea, Richard todavía no ha aprendido a ser científico», dictamina Garniss Curtís.88

«Yo era muy joven y estaba mal preparado para manejar un pro-blema que resultó ser de gran envergadura —reconoce Leakey—.84

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No tenía la autoridad, los antecedentes ni la formación necesarios para poder valorar lo que estaba ocurriendo. Esas técnicas de data-ción realmente se me escapaban, pero no creía poder acudir a nadie más. Habría sido demasiado humillante pedir ayuda a Clark Howell. Ahora pienso que un poquito de humillación es saludable. Pero no opinaba así entonces.»

EPILOGO. Durante mi investigación sobre la controversia en torno a la toba KBS, descubrí que todavía se conservaban algunos de los cristales originales —la llamada muestra Leakey I—. Como recorda-rá el lector, éstos fueron los cristales que Fitch y Miller dataron en 2,61 (posteriormente revisados y reducidos a 2,42) millones de años y que, según Frank Fitch, «nos indujeron a error durante mucho tiempo». Tuve noticia de su existencia cuando entrevisté a Tony Hur-ford, quien después de dejar el laboratorio londinense de Fitch, se los llevó consigo a la Universidad de Berna, en Suiza, donde actual-mente dirige un laboratorio de datación geológica. Creyendo haber encontrado una oportunidad de encontrar una clase para resolver el misterio pendiente que fue el punto central de la controversia, le pro-puse a Hurford que efectuara una datación de los cristales por el mé-todo del potasio/argón, a lo cual accedió.

Un resultado próximo a los 2,4 millones de años corroboraría la afirmación de Fitch y Miller de que los cristales procedían de una toba distinta y que habían sido inducidos a error, y con ellos todo el mundo, por un material obtenido incorrectamente. Un resultado pró-ximo a 1,9 millones de años confirmaría, en cambio, que los cristales procedían realmente de la toba KBS y la anterior datación más anti-gua era producto de problemas no explicados en el procedimiento original de datación.

Hurford me escribió una carta con los primeros resultados preli-minares el 11 de febrero de 1987: «La muestra Leakey da un resulta-do de 1,87±0,04 [millones de años].» Añadía que se requerirían ulte-riores análisis para corroborar estos resultados, aunque «no espero que cambien mucho, ¡desde luego no hasta 2,4 millones de años!». A finales de febrero recibía los nuevos resultados, que confirmaban la edad de 1,87 millones de años.

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Un cristal de feldespato de 8 mm de longitud de

la muestra original de la toba KBS datada en 2,61

millones de años en el laboratorio de Cambridge.

«Estos cristales nos tuvieron engañados

durante largo tiempo», dice Frank Fitch.

© Frank Fitch.

John Harris mide un diente de Deinotherium durante la expedición de 1968 a Koobi Fora. Durante un tiempo, Harris coincidió con Richard Leakey y Kay Behrensmeyer en la explicación de las diferencias entre los animales de Koobi Fora y los cercanos depósitos del Orno en base a posibles diferencias en el ritmo de evolución. «Ahora me doy cuenta de que estábamos intentando justificar la datación, en ve:, de procurar interpretar objetivamente los datos», señala en la iictiiidídiuL

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Frank Fitch, encargado con Jack Millcr de la datación de las tobas volcánicas de Koobi Fora. En agosto de 1969 le aseguró a Richard Leakey que su moderna técnica permitiría obtener «una datación incontrovertible [de la toba KBS] y más precisa que la de cualquier otro depósito de África o de cualquier lugar del mundo». Sin embargo, los resultados, lejos de ofrecer una datación incuestionable, dieron lugar a una fuerte controversia. © A. H. Hurford.

Alan Walker examina las huellas de desgaste sobre dientes de homínido bajo su microscopio electrónico en la Universidad Johns Hopkins. «Las

cifras de Basii [Cooke] eran tan poco seguras como las de la datación radiomètrica», señala ahora a propósito de los datos iniciales del análisis de

Cooke sobre los dientes de los cerdos fósiles que plantearon las primeras dudas sobre la exactitud de la datación

radiomètrica <le 2,61 millones de años. li l M I ,-u-iii

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r i ¡ais rtnweil, eoaireetor de la

expedición del valle del Orno y «jefe» del grupo

rival. A Howell le preocupaba la

discordancia entre las listas de especies animales

fósiles del Orno y de Koobi Fora, en el

supuesto de que la edad de 2,6 millones de años

establecida para la toba KBS fuese correcta.

Comentó este problema con Frank Brown antes

del simposio de Nairobi y llegó a la conclusión de que «debe haber algún

error en la datación de [la toba] KBS».

© H. B. Wesselman.

Bernard Ngeneo, descubridor del fósil 1 470, también encontró la pelvis que en su momento se creyó se remontaba al menos a tres millones de años atrás. Richard Leakey y Glynn Isaac afirmaron en un artículo que la pelvis ofrecía una «espectacular confirmación» de la antigua presencia del género Homo en Koobi Fora, aun en el supuesto de que la preciada datación de 2,61 millones de años para la toba KBS se demostrase errónea. ' lloli ( umphcll

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Garniss Curtís (izquierda) y Robert Drake obtuvieron la cifra, inicialmente considerada inaceptable, de 1,8 millones de años en su datación de la toba

KBS. En agosto de 1975, Curtís le escribió a Leakey: «Estoy casado con una psicóloga clínica que continuamente me hace notar cuán poco objetivos

somos los científicos en general y yo en particular. Sin embargo, creo haber intentado ser objetivo en nuestro artículo sobre la edad de la toba KBS.»

© Joachim Hampel.

Deliberación «al máximo nivel» en Koobi Fora en agosto de 1976. Ian Findlater, en el centro, explica su interpretación de la geología de Koobi Fora a (de izquierda a derecha) Jack Harris, Kay Behrensmeyer, John Harris, Glynn Isaac (detrás de Harris), Richard Leakey y Meave Leakey. «A Ian no le gustó que pusiéramos en duda sus conclusiones —recuerda John Harris—. Y a nosotros no nos gustaba nada tener que ajustar una secuencia evolutiva que parecía lógica a un planteamiento que la convertía en un sinsentido.» " ' I l> Whilr

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Ion Mcuoiigall, geocronólogo australiano cuyas resultados radióme trieos contribuyeron mucho a la clarificación de

la cronología de Koobi Fora, escribió a propósito de los

problemas de datación de la toba KBS: «El amplio

margen de variación de los resultados anunciados por

Fitch y Miller debe tener su origen en dificultades

experimentales o en estimaciones del margen de

error que no reflejan adecuadamente las

incertidumbres de las mediciones reales.»

© Ian McDougal l .

Richard y Meave Leakey visitaron en enero de 1985, a instancias del autor, el lugar donde se obtuvo la primera —y tristemente famosa— muestra de la toba KBS. Ante la sugerencia de Jack Miller de que los errores en la datación obtenida por él y por Fitch para la toba KBS se debían a que se les había proporcionado equivocadamente material procedente de otras tobas, Richard Leakey replicó: «Es una explicación absolutamente increíble. Estoy tan seguro de la procedencia de esa primera muestra como del lugar donde se encuentra mi casa.» 111 R, Lcwin.

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-

Basil Cooke (izquierda) examina fósiles de cerdo con Richard Leakey en Koobi Fora en 1973. Los resultados del análisis de Cooke sobre los cerdos fósiles del Orno, de Koobi Fora y de Olduvai suscitaron las primeras dudas sobre la validez de la edad de 2,6 millones de años establecida para la toba KBS. Tras varios años de dedicación al proyecto, fue apartado del mismo para ser sustituido por John Harris y Tim White. «Mi único consuelo fue que su estudio, encargado para refutar mis alegaciones sobre la datación, de hecho sólo sirvió para confirmarlas», declara ahora. © H. B. Wesselman.

Frank Brown, al igual que varios otros geocronólogos, quedó muy extrañado cuando Fitch y Miller

revisaron su datación de 2,6 millones de años para la toba

KBS, reduciéndola a 2,4 millones de años, cifra que coincidía con

los resultados obtenidos por el método de las huellas de fisión

t/ui' acabidniu J< /ndilícursi• «No me causo muy hin iiu hn/>nt.i¡on»,

recítenla iihoiu llmwn. I I u u. . . i . . . ...

Page 244: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

Clynn Isaac (i.upilenia), codirecíor con Richard Leakey (derecha) del programa de investigaciones de Koobi Fora, fue uno de sus más firmes aliados. Sin embargo, en junio de 1975 comprendió que la datación de 2,6 millones de años para la toba KBS era problemática. «Glynn ha abandonado el barco», le escribió Leakey a un colega cuando Isaac le comunicó que en su opinión Fitch y Miller podían es tai-equivocados. No obstante, su firme lealtad hacia Leakey le impulsó a seguir apoyándole públicamente en su defensa de la datación de Fitch/Miller. © H. B. Wesselman.

Donald Johanson en el momento de anunciar la nueva especie de homínidos Australopithecus afarcnsis en Estocolmo, en mayo de 1978. «Al finalizar mi intervención, miré al público y todos se limitaron a permanecer allí sentados —recuerda Johanson . Me quedé de piedra. Fue como si todos se hubieran puesto de acuerdo para ignorarlo. • #1 1 . 1 « D . . J . .

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/:.'/ Aust i ;ilopithecus afarensis, pese a ser un homínido, se parece mucho más a uu chimpancé (arriba) que a un humano moderno (abajo). En opinión

de miu lio-, antropólogos, I.ucy y sus compañeros deben remontarse a un momento iiiiiv próximo al punto de divergencia entre la línea humana y la

antropoide. © Cleveland Muscum of Natural History.

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Mary Leakey reaccionó muy negativamente ante el nombre escogido para los fósiles de Hadar y de Laetoli. «No creo que Australopithecus sea correcto —le dijo a Johanson—. Es un término deleznable, basado en un espécimen juvenil [...] Todos coincidimos en que no es un antepasado de Homo . » © Delta Willis.

Tim White inspecciona su reconstrucción del cráneo

de Australopithecus afarensis realizada a

partir de 107 pequeños fragmentos fósiles.

D. C. Johanson. © Institute of Human

Origins.

Page 247: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

Mary Leakey (segunda por la derecha) junto a Donald

Johanson momentos antes de ser condecorada por el rey

Gustavo de Suecia con la medalla Linneo de oro en el

Simposio Nobel celebrado en mayo de 1978. © John Reader.

El artículo de Kirtlandia que tuvo que ser retirado en el último momento, al recibirse el telegrama que puede verse en la foto, a fin de suprimir el nombre de Mary Leakey de la página de créditos. «Incluyeron mi firma en el artículo sin mi autorización», asegura Leakey. La mandíbula corresponde al homínido 4 (LH4) de Laetoli, espécimen tipo de Australopithecus afurcnsis. © T. D. While.

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Ernst Mayr mantiene una actitud crítica ame el nombre científico elegido para designar la especie de Lucy, ya que el espécimen tipo procede de Laetoli, en Tanzania. «No se pueden agrupar cosas procedentes de localidades y de períodos totalmente distintos y escoger luego el nombre de un lugar [Afar] y designar un espécimen tipo de otro [Laetoli]», dice. © Harvard University.

Tim White excava huellas de pisadas de homínidos en Laetoli en el verano de 1978. Poco después de tomarse esta foto, White abandonó Laetoli tras una fuerte discusión con Mary Leakey a propósito de la denominación del afarensis y la inclusión de su firma en un artítulo científico. White no volvió a Laetoli mientras Leakey continuó al frente de los trabajos. © Peter Jones.

Pisadas sobre la arena de un tiempo remoto. Estas huellas

de pisadas de homínidos encontradas en Laetoli,

Tanzania, constituyen una impresionante prueba de que

nuestros antepasados caminaban erguidos 3,75

millones de años atrás.

© John Reader.

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Fúsiles para lodos los gustos. Inmediatamente delante de las hileras de cráneos de chimpancé pueden verse los restos de la «primera familia» de Hadar —un

conjunto tic varios centenares de fragmentos de.huesos pertenecientes al menos a <!()( c individuos—; frente a esta extraordinaria colección vemos a Lucy y a

continua, mu ti l,i dciecha. otros fósiles í/c<AitslralopiIhecus afarensis, incluida la liimir.a i<¡lula, ahajo a la izquierda, se exhiben los especímenes de Laetoli,

fragmentos de tal vez. otro\ H individuos. I). C. Johanson. " liisiiiuic ol Iluiii.ni Orlyins

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Muestras de racismo en antropo-logía. Muchos árboles genealógi-cos humanos propuestos durante las primeras décadas de nuestro siglo revelan la predilección de los antropólogos británicos y nor-teamericanos por las razas nórdi-cas blancas, a las que presenta-ban como el pináculo de la evolución humana. Aquí pueden verse cuatro ejemplos propuestos por: 1. Earnest Hooton en su libro Up f r om the Ape (1931); 2. Graf-ton Elliot Smith, en su libro Hu-man History (1930); 3. Henry Fair-field Osborn, en su croquis para el Museo Norteamericano de His-toria Natural (1923); y William King Gregory, en su libro Our Face f r om Fish to Man (1929).

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9. Chimpancé

5. Reptil próximo a los mamíferos del Triásico

4. Reptil del Permo-Carbonífero

3. Anfibio del Carbonífero inferior

2. Pez de aletas lobuladas y respiración acuática del Devoniano superior

10. Tasmano 11. Atleta romano

¡. Simio reciente del Viejo Mundo

7. Primate lemuroide

®6. Mamífero del Cretáceo

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CAIMTIJI .O I I

Lucy. Historia de un nombre

«Fue sumamente emocionante para mí, una gran recompensa —re-cuerda Don Johanson—. Ahí estaba yo, el hijo de una inmigrante sue-ca que antes trabajaba como asistenta. Y me habían invitado a dar una conferencia en la Real Academia de Ciencias Sueca, como parti-cipante en un simposio Nobel que contaría con la presencia del rey y la reina de Suecia.»1 El congreso, celebrado en mayo de 1978, for-maba parte de la conmemoración nacional del bicentenario de la muerte de Carolus Linnaeus (Karl von Linneo), el gran científico sue-co que en 1758 estableció el sistema de clasificación y denominación sistemática de todos los organismos vivos.

Resulta fácil imaginar la emoción de ese regreso a la «patria» para Johanson, hijo de suecos emigrados a los Estados Unidos. «Mis familiares estaban muy orgullosos de mí», recuerda.

El honor que representaba para Johanson la participación en ese importante simposio se veía aumentado por el anuncio que se propo-nía hacer con ese motivo. Allí pronunciaría por primera vez las pala-bras Australopithecus afarensis, nombre de la primera nueva especie homínida de importancia clasificada desde hacía catorce años. Jo-hanson, con la colaboración de sus colegas Tim White e Yves Cop-pens, era el autor de esa nueva denominación. Además, Johanson también estaba convencido de que Australopithecus afarensis, espe-cie que vivió entre 3 y 4 millones de años atrás y a la que pertenece el famoso esqueleto Lucy, era la antecesora de todos los homínidos posteriores, la raíz originaria de todos nosotros.

En los catorce años transcurridos desde que Louis Leakey anun-ciara la clasificación del Homo habilis, en 1964, se habían descubier-to una serie de notables homínidos fósiles, en Tanzania, en Kenya y en Etiopía. Fue un período de hallazgos sin precedentes y los profe-sionales de la paleoantropología estaban muy entusiasmados y tam-bién algo desconcertados ante las posibles implicaciones de todos es-tos fósiles para sus hipótesis. Johanson, por tanto, tenía casi la plena seguridad de que su anuncio sería acogido con entusiasmo, aunque la aceptación no fuera inmediata.

«Finalicé mi intervención, dirigí una mirada al público y vi que prácticamente nadie se movía», recuerda Johanson. Reinaba un total silencio. «Pasados unos instantes, alguien dijo: "Si no hay preguntas,

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liaremos mi ilcsi anso." Todos abandonaron la sala, excepto David Pilbeam, que me felicitó; Yves Coppnes, que me dijo: "Buen trabajo", y Phillip Tobias, que me comentó: "Cielos, pensaba anunciar la clasi-ficación de dos subespecies, pero ya me has robado los focos." No hubo ningún comentario sobre la nueva especie. Me quedé de piedra. Todos parecían haber acordado ignorarla. »2 Richard Leakey estaba presente. Y también Mary Leakey. Y no dijeron nada, en términos de debate científico, esto es. Mary Leakey estaba indignada.

Durante el descanso se acercó a Richard. «¿Has oído eso? —pre-guntó furiosa—. Ese tipo ha estado hablando de mis fósiles. Y de mis excavaciones. ¿Cómo puedo presentar mi ponencia ahora? Ya está todo dicho.»3 Richard sólo pudo sugerirle que lo explicara mejor. «A Mary no le gusta hablar en público y podía quedar como una ne-cia, repitiendo la descripción del mismo material», recuerda.

Existen unas normas tácitas de cortesía en cuanto a los términos en que un científico puede comentar en público los datos de otro científico. Y los fósiles son datos para los paleoantropólogos. Nadie está autorizado a hablar en público de fósiles cuya descripción aún no se haya publicado en una revista científica, sin obtener previa-mente la venia explícita del descubridor o de la persona que los está analizando. Y es muy raro que este permiso se conceda. Sin embar-go, una vez publicados y por tanto del dominio público, cualquiera puede comentar legítimamente los datos, siempre que cuente con las cualificaciones adecuadas, claro.

En el caso del simposio de la Fundación Nobel, la información so-bre las excavaciones de Mary Leakey y sus fósiles ya se había publi-cado dos años antes en un artículo científico en Nature, señala Johan-son. «No mencioné nada que no se hubiera publicado y no estuviera al alcance de cualquiera de los presentes», dice ahora.4 Es decir, que, pese a las alegaciones en sentido contrario, Johanson en apariencia no cometió ninguna incorrección científica al comentar los datos de Mary Leakey en el simposio. Aunque podría argumentarse que infrin-gió las normas de la simple cortesía, puesto que la autora de los da-tos tenía anúnciada una ponencia sobre ellos en el mismo encuentro.

Sin embargo, Johanson tenía razones de peso para describir los fósiles de Leakey en su intervención. La nueva especie que acababa de establecer, Australopithecus afarensis, no se basaba sólo en la es-pléndida colección de fósiles obtenida en Etiopía, sino también en el más reducido, pero también importante, grupo de especímenes recu-perados por Mary Leakey en Laetoli, en Tanzania. Y uno de los fósi-les de Mary Leakey, parte de una mandíbula inferior, designada con el código LH-4 (homínido de Laetoli 4), ocupaba un lugar de honor en la descripción de la nueva especie. Cuando se establece una nueva es-pecie, el autor debe designar lo que se denomina un «espécimen tipo», una especie de buque insignia de la especie, el patrón con el cual deben compararse, en la medida de lo posible, todos los demás fósiles. Johanson escogió al fósil LH-4 como espécimen tipo de Aus-

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tralopithccus afarensis-, como se dice en la jerga del ramo, LH-4 seria el «portavoz» de la nueva especie. De ahí la necesidad de hablar de las excavaciones de Mary Leakey en Laetoli y de sus fósiles en su po-nencia.

Todo esto puede parecer un poco rebuscado y es cierto que las convenciones que regulan la denominación de los fósiles son tan en-revesadas como cabe imaginar, superadas sólo por la Ley de regis-tros públicos. Pero la denominación de afarensis llegaría a ser el cen-tro de lo que muy pronto se convirtió en un fuerte enfrentamiento, por lo demás muy público.

A primera vista, el conflicto giraba en torno a las interpretaciones de los fósiles de Laetoli y Hadar, propuestas por Johanson y White, por un lado, y por Mary y Richard Leakey, por otro. Pero también in-tervinieron otros temas: concretamente el proceso que llevó a reunir ambos grupos de fósiles —los de Tanzania y los de Etiopía— en una amalgama que acabaría resultando tan incómoda.

Mary Leakey había mantenido una abierta y amable comunica-ción con Johanson sobre sus fósiles durante varios años, pero el Sim-posio Nobel marcaría un cambio tajante en sus relaciones. Hasta esa fecha —mayo de 1978— Mary Leakey aparentemente apoyaba, con algunos matices, la interpretación de Johanson. Pero después del simposio comenzó a desligarse brusca y radicalmente de sus postu-ras, actitud que sin duda influyó en la acogida de afarensis entre la comunidad antropológica. De ahí el interés de analizar cómo y por qué se llegó a esa situación.

Otro aspecto importante fue el hecho de que Johanson, al erigir a Australopitecus afarensis en antepasado de todos los homínidos posteriores, estaba «destronando» a otra especie. Australopitecus africanus, que hasta entonces había ocupado para muchos ese pues-to. El principal paladín de africanus era Phillip Tobías, actual titular de la cátedra de Raymond Dart en Johannesburgo y el hombre a quien Johanson «robó los focos» en el simposio de la Fundación No-bel. Eso no le gustó a Tobías, que desde entonces ha hecho todo lo posible por expulsar al usurpador. En más de una ocasión ha aprove-chado un congreso internacional para proponer formalmente la su-presión de la nueva especie de Johanson y la reinstauración de afri-canus, hasta ahora sin éxito.

La historia de la denominación científica formal de Lucy y su aco-gida entre la comunidad paleoantropológica es, por tanto, compleja. En paleoantropología, la respuesta a la clásica pregunta «¿qué signi-fica un nombre?» es «todo». Con la acuñación de un nuevo nombre científico para un fósil se consiguen al menos dos cosas muy impor-tantes. En primer lugar, se propone un encuadramiento del fósil dentro del árbol genealógico humano vigente. En el caso que nos ocu-pa, la denominación científica de Lucy subvirtió completamente las anteriores concepciones sobre los orígenes humanos, creando los inevitables resquemores en algunos sectores de la comunidad pa-

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leoantropolopu a A ningún cieutílico le gusta ver desechada su teo-ría favorita, hecho particularmente cierto en paleoantropología, ám-bito en el que los investigadores individuales tienden a vincularse más estrechamente a sus teorías y a mantener una actitud más pose-siva hacia ellas que en otras ciencias. En segundo lugar, el nombre del autor que asigna un nuevo nombre científico a un nuevo conjunto de fósiles queda permanentemente vinculado a ellos, con exclusión de todos los demás. En este caso, desde el punto de vista de Mary Leakey, Johanson se estaba apropiando de «sus» fósiles y sumergién-dolos en el anonimato al unirlos a los fósiles de Hadar. Y esto no le gustó.

En su resumen la historia del nombre científico de Lucy va más allá del procesó taxonómico, para abarcar un conjunto de reacciones profesionales y personales ante un importante cambio intelectual en ese ámbito. Una historia que revela, con diversos grados de nitidez, la corriente de preconcepciones implícitas en que se apoyan al me-nos tres posiciones intelectuales distintas. El presente capítulo des-cribe el proceso por el que llegó a acuñarse el nuevo nombre. Sus consecuencias, que todavía se prolongan, son el tema del capítulo si-guiente.

Cuando Johanson viajó a Etiopía a finales del verano de 1973, como codirector de la Expedición internacional conjunta de investi-gación a la región de Afar, era un investigador anónimo de Cleveland, Ohio, que aún no había completado su doctorado. Con su aspecto de «representante de barniz de uñas, con pantalones de Yves Saint-Laurent y zapatos de Gucci», como le describió una vez su amigo y colega Tim White, Johanson no parece a primera vista una persona capaz de adaptarse a las duras condiciones de la búsqueda de fósiles. Sobre todo no en las agotadoras tierras áridas de la región de Afar, en Etiopía. Sin embargo, cuatro años después Johanson no sólo ha-bía dado muestras de un talento para la organización del trabajo de campo análogo al de su amigo y amistoso rival Richard Leakey, sino que además podía exhibir, junto con los codirectores franceses de su proyecto, Yves Coppens y Maurice Taieb, una de las colecciones más impresionantes e importantes de antiguos homínidos jamás recupe-rada en África. Entre ellos el fósil Lucy, un esqueleto sin precedentes por lo completo (un 40 %) de un homínido muy antiguo, un conjunto de unos 350 fragmentos fósiles que representan al menos trece indi-viduos, que han recibido el nombre de «primera fámilia», además de otros conjuntos de mandíbulas y dientes, y una pequeña rótula.

Como señala el antropólogo de la Duke University Matt Cartmill, «cualquiera de esos hallazgos habría bastado para catapultar a la fama internacional a su descubridor y poner verdes de envidia a sus competidores».5 Todos combinados transformaron a Johanson «de un impetuoso joven doctor con una sonrisa nerviosa y un promete-dor yacimiento del plioceno en una superestrella de la paleoantropo-logía con un arcón lleno de los fósiles de homínidos más deslumbran-

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tes jamás obtenidos en las minas africanas... Los competidores y colegas de Johanson, entre los que también me incluyo, hemos estado verdes de envidia durante los últimos cinco años», añade Cartmill. .

Además de su talento para descubrir fósiles, Johanson también demostró una gran capacidad para sacar el máximo partido al inte-rés que inevitablemente despertaron estos fósiles entre el público. Esto le ha valido a veces el calificativo de Cari Sagan de la antropolo-gía. Y como a éste, el éxito público le ha acarreado a veces acusacio-nes de otros profesionales, que le reprochan un excesivo interés por su promoción personal. «Gran parte de ello puede atribuirse a los ce-los —dice Tim White—.6 A muchos les gustaría ser Don Johanson y el resto querrían ser Richard Leakey. » Un comentario que da la me-dida de la meteòrica ascensión de Johanson.

Antes de que comenzaran a oírse estos aplausos públicos, Johan-son y sus colegas procedieron al análisis preliminar de la posible in-terpretación de los fósiles. Sabían que los homínidos de Hadar pre-sentaban formas muy primitivas y se remontaban a algo más de tres millones de años atrás, según se desprendía de las pruebas de data-ción por el potasio/argón realizadas por Jim Aronson de la Case Wes-tern Reserve University. Con lo cual su edad superaría en un millón de años a la de los fósiles recuperados por Mary Leaker en el desfila-dero de Olduvai. Su correlación temporal con los fósiles obtenidos por Richard Leakey en Koobi Fora era incierta, pues aún no se había resuelto la controversia en torno a la toba KBS. No obstante, Olduvai y Koobi Fora presentaban un cuadro evolutivo similar, con la coexis-tencia de al menos dos especies de homínidos —un Homo y un aus-tralopitecino— en esos dos lugares. El problema era determinar cómo encajaban los fósiles de Hadar en ese cuadro.

Perfectamente, al parecer. En su primera descripción completa de los fósiles de Hadar, publicada en el número de Nature del 25 de marzo de 1976, firmada conjuntamente con Taieb, Johanson escribía que: «En base a [el análisis de] la presente colección de homínidos de Hadar adelantamos la sugerencia provisional de que algunos especí-menes presentan afinidades con A. robustus, otros con A. africanus, y otros con fósiles anteriormente designados como Homo.»7 En otras palabras, al igual que en Olduvai y Koobi Fora, en Hadar tam-bién parecían haber coexistido miembros de los géneros Australopi-tecus y Homo. La idea de que ambas especies de australopitecinos —el grácil y el robusto— estuviesen presentes en una misma localiza-ción del África oriental constituía una cierta novedad, aunque pronto sería adoptada también para Koobi Fora.

Unos años después de la incorporación del artículo de Nature a la bibliografía científica, Johanson comentaba con pesar: «Si pudie-ra, ahora retiraría ese artículo. Me ha servido como lección práctica de que no debo precipitarme en el futuro. »8 Pero en aquel momento, todo parecía encajar a la perfección.

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Do hecho, uno de los anónimos corresponsales de paleoantropoio-gfa de la revista no tardaría en ofrecer el siguiente comentario: «Los descubrimientos del lago Turkana y de Hadar ofrecen pruebas prác-ticamente incuestionables de la coexistencia de al menos dos formas de homínidos... La segunda implicación del nuevo material fósil es que el género Homo podría ser mucho más antiguo de lo que se había supuesto hasta ahora. »9 Esta línea de razonamiento —en el sentido de que los orígenes de Homo se remontan hasta un período muy leja-no del registro fósil— aparece estrechamente asociada al apellido Leakey, primero con Louis y posteriormente con Richard.

Johanson, evidentemente, no llegó de manera aislada a sus con-clusiones. Durante esos años cruciales, desde 1973 hasta 1977, man-tuvo frecuentes contactos con los Leakey. Mary y Richard visitaron una vez las excavaciones de Hadar, en noviembre de 1974, y queda-ron muy impresionados por lo que allí vieron: claros indicios de Homo, en su opinión, visibles en varios fragmentos de mandíbula. Y Johanson hacía habitualmente una escala en Nairobi antes de regre-sar a los Estados Unidos con la cosecha de fósiles de cada tempora-da. Le impulsaba, entre otras, una razón eminentemente práctica y preventiva: los técnicos en moldeado del Museo Nacional de Kenya de Nairobi podían obtener excelentes réplicas de los fósiles de Ha-dar, que quedaban depositadas en Nairobi en previsión de un posible accidente del avión de Johanson durante el vuelo de regreso. Pero también tenía ocasión de mostrarle el nuevo material a Richard y co-mentarlo con él.

La estancia de Johanson en Nairobi en 1975 resultó particular-mente fructífera, puesto que esa temporada se había descubierto la llamada «primera familia». Nunca se había descubierto otra colec-ción igual de homínidos fósiles antiguos: más de 300 fragmentos fósi-les —partes de mandíbulas, cráneos, pies y extremidades—, todos aparentemente depositados durante un breve período de tiempo. De hecho, Taieb llegaba a opinar que los trece individuos del grupo po-drían haber muerto simultáneamente, tal vez víctimas de una creci-da repentina. Johanson hizo suya esta sugerencia; «es la prueba di-recta más antigua de un hecho que ya sabemos, a saber, que estos ho-mínidos eran criaturas sociales que vivían en grupos», dijo.10 Desde luego resultaba seductora la idea de que esos individuos pudieran haber formado una familia que habría tenido un trágico final colecti-vo. Un hecho de enorme trascendencia científica, puesto que por pri-mera vez ofrecería a los antropólogos la posibilidad de hacerse una idea del grado de variación anatómica que podía darse en el seno de una auténtica población de individuos emparentados entre sí. « Y al estar representadas todas las edades en el grupo, desde criaturas de corta edad hasta adultos, podemos hacernos una idea de la evolución de la anatomía a lo largo del desarrollo de un individuo, de sus cam-bios ortogenéticos», como señalaba Johanson poco después del des-cubrimiento. Sin embargo, actualmente parece mucho más probable

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que los huesos se acumularan a lo largo de un período de varios anos y no representen, por tanto, los restos de una paleotragedia.

De todos modos, cuando llegaron a la mesa de especímenes del museo de Nairobi el 30 de diciembre de 1975, se convirtieron en pro-tagonistas de un drama moderno. «Cuando exhibí la cosecha de nue-vos huesos, de inmediato causaron sensación —recuerda Johan-son—,n Nunca hasta entonces se había visto nada equiparable a su combinación de enorme antigüedad, extraordinaria calidad y gran abundancia.» Aunque aún debía procederse a la limpieza meticulosa de los fósiles y a su preparación para el análisis, saltaba a la vista que la mayor parte de esos individuos eran de mucho mayor tamaño que Lucy y sus congéneres, hasta el doble en algunos casos. Y era evi-dente que presentaban una curiosa mezcla de características primiti-vas y avanzadas.

Johanson, Richard y Mary Leakey, Phillip Tobías y Bernard Wood se agruparon en torno a la mesa, sentados, de pie y reclinados contra ella, mientras charlaban con callada pero evidente excitación. Levan-taron los fósiles para acercarlos a la luz, les dieron vueltas buscando los ángulos más favorables, fueron pasándoselos de mano en mano, y todos declararon que se trataba de una magnífica colección, muy probablemente uno de los ejemplos más antiguos del género Homo descubiertos hasta entonces. Aunque Lucy, sin duda, era otra cosa, tal vez algo nuevo. Posteriormente se desarrollaría la idea de que Lucy constituía una reminiscencia de una forma mucho más antigua y primitiva, «una manifestación terminal de un tipo antiguo», en pa-labras de Johanson.12 Pero en esa exhibición inicial de los fósiles de la «primera familia» en Nairobi, el mensaje más importante y feha-ciente que captaron Richard y Mary Leakey fue que Homo y alguna forma de Australopitecus habían coexistido más de tres millones de años atrás. «Yo también me inclinaba por esta opinión», señalaría luego Johanson.13

Otro científico estaba también presente aquel día, pero a diferen-cia del resto, mantuvo silencio y no se unió a los comentarios genera-les. Era Tim White, entonces estudiante de posgrado, que estaba pre-parando una tesis sobre la estructura y función de la mandíbula en los antiguos homínidos y acababa de completar su segunda tempora-da de trabajo de campo en Koobi Fora. Quienes conocen a White sa-ben que es raro que permanezca callado. Johanson, que no le cono-cía, interpretó erróneamente su silencio como una muestra de timi-dez. «No fue timidez, por Dios —lp diría luego White—. Sólo pruden-te cautela. Para mí eras la joven figura exquisita, que no dejaba de alardear de sus magníficos fósiles. Era la primera vez que te veía y no sabía si eras capaz de distinguir una costilla de hipopótamo de su cola. Y esperaba que acabaras metiendo a fondo la pata, diciendo una enorme insensatez.»14

De este modo se iniciaría una de las relaciones profesionales más

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inipoi t.mics y productivas, que llegaría a causar enorme impacto en la paleoantropologia y en la propia comunidad científica.

White tenía a Milford Wolpoff como supervisor de su tesis en la Universidad de Michigan. En aquella época, Michigan era el centro de una concepción particular sobre la evolución humana, conocida como hipótesis de la especie única, formulada conceptualmente por Loring Brace, un paleoantropólogo notorio por su particular pers-pectiva histórica de la ciencia, y una persona de aguda capacidad in-telectual y afilado y sarcàstico sentido del humor. Wolpoff era un de-voto de la hipótesis de Brace, que postulaba que las diferencias ana-tómicas observadas entre los diversos fósiles homínidos recupera-dos en el África meridional y oriental eran reflejo de las variaciones dentro de una única especie, no señales distintivas de varias espe-cies. En otras palabras, para Brace en África sólo había existido en todo momento una sola especie de homínidos, progresivamente más avanzada.

A White le resultaba difícil aceptar esta hipótesis, sobre todo des-pués de viajar a África y ver personalmente los especímenes origina-les. Por esta causa, había suspendido una serie de exámenes sobre el hombre fósil, parte de su curso de doctorado. «Solicité una repeti-ción, esta vez en forma oral, de los exámenes —dice White—,15 Nos sentamos en torno a una amplia mesa y cuando surgió un desacuer-do, les dije: "Saquemos los fósiles de los armarios; comprobemos los datos en la bibliografía." Y aprobé.» Aunque rechazaba la hipótesis de la especie única de Brace en su forma pura, White posiblemente absorbió parte de la postura distintiva de la escuela de Michigan. En efecto, sería una de las personas que acabaron aceptando que los fó-siles de Hadar representaban una sola especie y no dos o tres como proponían los Leakey y Johanson. Pero todavía faltaba un tiempo para eso.

Cuando visitó Kenya por primera vez en 1974, para trabajar en su tesis, White no tardó en causar una favorable impresión en Leakey y sus colegas por su carácter afable y su talento para la descripción anatómica de los fósiles. Durante las temporadas de 1974 y 1975, Mary Leakey y sus colegas recuperaron una serie de fósiles de homí-nidos —sobre todo dientes y mandíbulas— en Laetoli, un interesante yacimiento situado 40 kilómetros al sur del famoso desfiladero de Olduvai. En 1975, Garniss Curtís y su colega de Berkeley Robert Dra-ke determinaron la edad de los fósiles entre 3,59 y 3,77 millones de años, mediante las técnicas de datación por el potasio/argón. Esto convertía a los fósiles de Laetoli en los homínidos indiscutiblemente más antiguos jamás descubiertos y Mary Leakey quería que una per-sona competente se encargara de preparar la descripción para su pu-blicación.

«Cuando Mary Leakey me preguntó a quién podría encargar las descripciones —recuerda Alan Walker, un estrecho colaborador de Richard Leakey—, le dije: "¿Por qué no se lo propones a Tim? Es

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muy bueno. Está trabajando con mandíbulas y los fósiles de l.aeloli son sobre todo mandíbulas y dientes."»16 Richard Leakey también la animó a pedir la colaboración de White y Mary habló con él el 18 de noviembre de 1975. «Fue una decisión acertada —dice Walker—, muy acertada.» En aquella época Mary Leakey juzgaba a White como «un buen científico y un gran trabajador, aunque a veces quizá un poco ingenuo».17

En consecuencia, cuando Johanson pasó por Nairobi con sus fósi-les, hacía apenas un mes que Tim White había iniciado un detallado estudio de los fósiles de Mary Leakey. Esta sucesión de aconteci-mientos sería importante. «Cuando vi los fósiles de Don, observé que, fueran lo que fuesen, eran iguales a los de Laetoli —recuerda White—,18 No había visto los fósiles originales de Lucy, sólo un mol-de. Pero a juzgar por lo que había visto, nada la excluía de formar parte del mismo grupo que los fósiles de la "primera familia" y los de Laetoli. Don dijo que el tamaño de Lucy era demasiado reducido, demasiado distinto, para agruparla con los otros. Pero por mi parte me inclinaba por considerarlos iguales, anticipando que debía haber diferencias entre ambos sexos. "Debemos considerar al menos la po-sibilidad de que nos hallemos ante un solo grupo taxonómico y no va-rios", le dije a Don. "Imposible", fue su respuesta.»

White no insistió y continuó trabajando en la descripción de los fósiles de Laetoli, que completó a finales de enero de 1976. El artícu-lo con el trabajo de White, acompañado de la descripción geológica y paleontológica del yacimiento de Laetoli, se publicó seis meses más tarde en Nature, en el número del 5 de agosto. La interpretación de los fósiles homínidos era muy clara. «Un análisis preliminar indica una gran semejanza entre los homínidos de Laetoli y especímenes posteriores según la datación radiométrica asignados al género Homo en el África oriental.»19 En otras palabras, las mandíbulas y dientes de Laetoli se parecen a los fósiles de Homo habilis de Olduvai y al fósil 1 470 y son afines de Koobi Fora. Aunque había algunas di-ferencias, que el artículo explicaba como sigue: «No debe ser motivo de sorpresa que los miembros más antiguos del género Homo pre-senten con creciente frecuencia rasgos habitualmente interpretados como "primitivos" o "simiescos", que indicarían la descendencia de antepasados en gran parte hipotéticos.»

Con las ventajas de la visión retrospectiva, White explica que es-cribió estas palabras en un momento en que la tradición clasificaba a los homínidos de los depósitos del África oriental en uno de estos dos tipo alternativos: Australopithecus robustos de gran tamaño y Homo, de tamaño menor. «Era el planteamiento habitual en aquel entonces —recuerda White—.20 Por eso cuando en Laetoli se recupe-ran esas mandíbulas de pequeño tamaño pareció "evidente" que te-nían que pertenecer a Homo ya que sin duda no pertenecían a los grandes australopitecinos.» Hasta qué punto compartía White los planteamientos en boga en aquel momento es algo difícil de estable-

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cei. «Sabia qué palabras serían consideradas aceptables y cuáles 110», dice él, pero «no era consciente del rumbo que había adop-tado».21

Es decir, que a principios de 1976, la pauta de la evolución huma-na en el África oriental —deducida de los fósiles de Olduvai, Koobi Fora y Hadar— parecía relativamente clara y coherente. A saber: los linajes Homo y Australopithecus hablan surgido ambos al menos tres millones de años atrás, como descendientes evolutivos de un antepa-sado común aún no descubierto. Los dos años siguientes estarían cargados de acontecimientos para todas las partes involucradas: la controversia en torno a la toba KBS comenzó a avanzar hacia su re-solución, para Richard Leakey; Mary Leakey se apuntó el descubri-miento de tal vez la más notable de las señales identificativas del re-gistro fósil, unas huellas de pisadas de homínido que se remontaban a más de 3,6 millones de años atrás; y una última temporada de tra-bajo de campo en Hadar se saldó para Johanson con el hallazgo de nuevos fragmentos de la "familia humana", junto con los útiles de piedra más antiguos del mundo. Pero lo más significativo sería que White logró convencer a Johanson de que sus fósiles de Hadar perte-necían a una sola especie, antepasada de todos los homínidos poste-riores.

Las huellas de pisadas de Laetoli son producto de una extraordi-naria confluencia de circunstancias. En primer lugar, las cenizas del cercano volcán Sadiman, contienen una elevada concentración de carbonatita, que fragua como si fuese cemento cuando se humedece y vuelve a secarse. Algo más de 3,6 millones de años atrás, una erup-ción del Sadiman cubrió con una capa de sus desusadas cenizas la parte meriodinal del Serengeti y poco después cayó una breve lluvia. Algunas gotas de lluvia formaron pequeños cráteres en las cenizas, que todavía se conservan. Cuando la capa de cenizas aún estaba hú-meda, fue pisada por una variopinta fauna integrada por veinte espe-cies distintas de animales: entre ellos, liebres, babuinos, varios tipos de antílopes, un pariente del elefante, dos tipos de jirafas, un smilo-don (felino de afilados dientes de sable), hienas, un curioso ungulado provisto de garras, muchas aves... y también homínidos. El terreno donde quedaron marcadas sus huellas pronto quedó recubierto por nuevas cenizas y arenisca arrastrada por el viento, bajo las cuales se conservó sin que nadie lo descubriera hasta el 15 de setiembre de 1976.

Aquel día, Andrew Hill, un paleoantropólogo británico que enton-ces trabajaba en Kenya y actualmente se encuentra en la Universi-dad de Yale, descubrió las primeras huellas (no homínidas), al posar la mirada sobre unos pocos centímetros de una capa de cenizas re-cién descubierta. Aunque su ventajoso ángulo de visión fue fruto de una rápida maniobra evasiva para esquivar un gran puñado de bosta de elefante que le había lanzado en broma el biólogo David Western,

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y no un gesto de detenida prospección paleontológica, sin embargo resultó muy fructífero.

Aunque la capa de cenizas sólo hubiese contenido huellas de ani-males, habría tenido un gran valor científico como un medio de obte-ner un cuadro de la verdadera comunidad paleoecológica del que sólo es posible trazar un esbozo a partir de los fósiles. Pero el hecho de que también contuviera huellas de homínido confirió una dimen-sión completamente distinta al hallazgo. Mary Leakey describe las huellas de homínido como »tal vez el hallazgo más extraordinario de toda mi carrera».22

Aunque todavía sigue debatiéndose su interpretación exacta, las huellas homínidas individuales son sorprendentemente humanoides. Contemplar su trazo ondulante a través del terreno de Laetoli, ese paisaje de 3,6 millones de años de antigüedad, es una experiencia ine-vitablemente conmovedora, sobrecogedora incluso. En efecto, las huellas no sólo son «extraordinariamente similares a las del hombre moderno»,23 como señala Mary Leakey, sino que «sólo podría haber-las dejado un antepasado del hombre moderno». Para Mary Leakey, el descubrimiento de las huellas vino a confirmar, por tanto, su con-vicción de que los dientes y mandíbulas descritos por White efectiva-mente pertenecían a individuos del género Homo. «La forma de las huellas lo confirma plenamente», afirma Mary Leakey.24

Esta línea de argumentación se basa en el postulado de que sólo la especie Homo tendría pies y una forma de andar como la nuestra y que las huellas de un australopitecino deberían ser identificable-mente distintas: más primitivas, tal vez. Se trata de uno de esos pos-tulados tan frecuentes en paleoantropología, pero que podría repre-sentar más bien una alegación especial —nacida de algún tipo de homocentrismo— que una interpretación de los datos objetivos.

Mientras tanto, 1 500 kilómetros más al norte, Johanson y sus co-legas también estaban descubriendo indicios favorables a la presen-cia de Homo en Etiopía. Durante la temporada de 1976, Hélène Ro-che, una arqueóloga francesa, descubrió algunas burdas hachuelas y lascas de piedra en el fondo de una hondonada próxima al campa-mento central. Muy parecidas a los útiles más antiguos del desfilade-ro de Olduvai, conocidos como Oldowan, indicaban tal vez una técni-ca algo más perfeccionada. Para datar los útiles de Hadar, era nece-sario recuperar algunos de una excavación en sedimentos no altera-dos; en efecto, los hallazgos superficiales, sean fósiles o útiles de piedra, no son un material fidedigno para la datación. Johanson en-cargó esta tarea a Jack Harris, puesto que Roche tenía que regresar a Francia. Harris, que había trabajado mucho en Koobi Fora, no tar-dó en recuperar varios útiles de sedimentos cuya datación dio la asombrosa edad de 2,5 millones de años, que los convertía en los más antiguos del planeta.

«Fueron una enorme sorpresa —señala Johanson—. Y tendían a corroborar mi opinión ya publicada de que los Homínidos de gran ta-

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mano de Hadar eran Homo.»25 También esto se basa en el postulado de que sólo los Homo estaban mentalmente capacitados para fabri-car útiles de piedra, otro posible ejemplo de homocentrismo.

El descubrimiento de los útiles de piedra sería uno de los últimos hallazgos paleoantropológicos logrados en Hadar, porque después de la temporada 1976-1977, la inestable situación política etíope im-pidió que Johanson y sus colegas pudieran volver a trabajar allí. Aun así, ya se había obtenido un abundante material que era preciso ana-lizar; los cráneos y dientes serían estudiados en los Estados Unidos bajo la supervisión de Johanson, e Yves Coppens y sus discípulos se encargarían del estudio de los huesos de las extremidades en París.

La colaboración con Tim White sería de crucial importancia para Johanson. Después de su primer encuentro y su breve intercambio de pareceres en Nairobi en diciembre de 1975, volvieron a encontrar-se en setiembre de 1976 en un congreso internacional celebrado en Niza, donde White llegó muy exaltado tras su altercado con Leakey a propósito del artículo sobre los cerdos de Koobi Fora. Las conver-saciones que mantuvieron Johanson y White volvieron a ser breves, pero significativas. White estaba más convencido que nunca de que los fósiles de Hadar y Laetoli representaban una misma y única espe-cie de homínidos. Johanson seguía mostrándose reticente: «Pero en Hadar tenemos dos tipos —insistió—. La pequeña Lucy y los de ma-yor tamaño.» La respuesta de White fue lacónica: «Tal vez no sea así. Tendremos que estudiarlo.»26

Y a ello se dedicaron, con muchos altibajos, pero siempre intensa-mente, durante la mayor parte de 1977. White se trasladaba de Ber-keley al Museo de Historia Natural de Cleveland. Ambos intercam-biaban puntos de vista sobre lo tratado en su anterior encuentro, se concentraban en algún nuevo aspecto del análisis y luego volvían a despedirse, preguntándose cuán hondo calarían sus respectivos ar-gumentos en el otro en el período de calma posterior a cada intensa sesión. El análisis entró en un crescendo en diciembre, cuando White finalmente logró convencer a su reticente colega de que las diferen-cias anatómicas que se apreciaban entre las colecciones de Hadar y de Laetoli eran resultado de variaciones dentro de una misma espe-cie, no rasgos distintivos de especies distintas. El mayor tamaño equivale a un individuo macho y el menor tamaño a un individuo hembra, es decir que existe un marcado dimorfismo sexual, según la terminología técnica, fue su conclusión a grandes rasgos.

Una vez alcanzado un acuerdo sobre este punto, a Johanson y White se les planteaban tres tareas sumamente prácticas: primero, buscar un nombre para la especie; segundo, seleccionar un espéci-men tipo para la misma, y tercero, escoger el momento apropiado para anunciarla. En cada uno de estos tres temas acabarían chocan-do con Mary Leakey.

Johanson, White y Mary Leakey veijían manteniendo una frecuen-te correspondencia, a menudo sobre temas de carácter científico y

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cuestiones prácticas relacionadas con su trabajo de campo. Por ejemplo, en junio de 1977, cuando el debate con Johanson todavía se hallaba en pleno apogeo, White le escribió a Leakey: «Sólo me guío por mis primeras impresiones, pero Lucy y el otro par de mandíbu-las similares me parecen simplemente versiones de menor tamaño de lo que Don ha designado como Homo [...] Cada vez me resulta más difícil identificar ningún dato que corrobore firmemente la presen-cia de dos linajes (o más) en Hadar.»27

A mediados de noviembre, cuando ya estaba a punto de aceptar finalmente los argumentos de White, Johanson le escribió a Mary Leakey que estaba prácticamente seguro de que los fósiles de Hadar y Laetoli, incluida Lucy, pertenecían a una sola especie. Incluso suge-ría que deberían considerar la posibilidad de definir una nueva espe-cie. «Estoy seguro de que nuestros colegas quedarán un poco sor-prendidos, en particular Phillip [Tobias], pero en estos momentos tengo la impresión de que los especímenes representan los indicios más antiguos del género Homo y deben ser considerablemente más primitivos que el Homo habilis. »28 En aquel entonces, aunque ya es-taba convencido de que probablemente se hallaba ante una sola espe-cie, Johanson seguía pensando que ésta sería Homo y no Australopi-tecus.

Mary Leakey reaccionó con cautela. «Tengo mis dudas sobre cual-quier proyecto de bautizo en estos momentos —le escribió a Johan-son el 27 de noviembre—. Primero deberíamos contar con material craneal más idóneo.» El mismo día también le escribió a White, con el mismo mensaje. «Confío en que estarás de acuerdo y espero que lo encuentres el año próximo.» Ya había quedado acordado que Whi-te participaría en los trabajos de campo en Laetoli en la temporada de 1978. Tal vez tendría la suerte de encontrar allí un cráneo que se sumaría a las mandíbulas y dientes. Un hallazgo de ese tipo sin duda haría más aceptable para Mary Leakey la idea de anunciar una nueva especie.

Por esas fechas —a principios de diciembre— White se reunió con Johanson en Cleveland para la que sería su última sesión analítica. Si sus anteriores encuentros habían sido intensos, ése fue agotador. «Hemos estado trabajando casi sin parar durante catorce días, a ve-ces hasta las 4.30 de la madrugada», le escribió Johanson a Mary Leakey cuando todo hubo terminado.29 Le explicó que también él te-nía sus dudas sobre la denominación de una nueva especie, pero las pruebas eran tan abrumadoras que resultaba sencillamente ineludi-ble dar ese paso.

Johanson le comunicaba a Leakey que la especie debería llevar el nombre genérico Australopitecus y procedía a explicarle punto por punto por qué se sentía obligado a llegar a esa conclusión.

«¿Por qué no Homo? —empezaba preguntándose retóricamen-te—. El material de Laetoli/Hadar no muestra el sello distintivo del género Homo según las descripciones de Mayr, Leakey, Tobias, Na-

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pier y otros: el cerebro sigue siendo de reducido tamaño y todavía no ha empezado a ampliarse. ¿Por qué no entonces un nuevo género? Esto implicaría que los homínidos de Laetoli/Hadar deberían dife-renciarse significativamente de otros homínidos posteriores en sus adaptaciones.» Johanson también señalaba que si no optaban por Australopithecus se verían obligados, por ciertas razones históricas, a denominarlo Preanthropus, lo que resultaría innecesariamente confuso, decía.

«¿Por qué insistir en establecer un nuevo grupo taxonómico aho-ra? —continuaba—. En primer lugar, y es lo más importante, lo con-sidero justificado... En segundo lugar, al parecer varios de nuestros colegas (en el sentido más amplio de la palabra), en base al material publicado... ya están empezando a contemplar la designación de una nueva especie.» Recuérdese que una vez son del dominio público los datos fósiles, cualquiera es libre de darles un nuevo nombre. Y si el procedimiento es correcto, ése será el nombre que perdurará, despo-jando de toda la gloria a los descubridores.

«En pocas palabras, pensamos que el material de Laetoli/Hadar son los homínidos fósiles demostrablemente más antiguos y que son antepasados de Homo (ampliación del tamaño del cerebro) y de Aus-tralopithecus robustus (especialización de la dieta). Tenemos una oportunidad de publicar algo pronto y quisiéramos contar con su aprobación para seguir adelante. El artículo simplemente presenta-ría el nombre del nuevo grupo taxonómico señalando sus relaciones y rasgos distintivos, con su firma y la de Yves [Coppens] como coau-tores. Sé que Yves ha estado pensando en denominar un nuevo grupo taxonómico. De hecho, ya lo intentó (dos veces) en el artículo para el Congreso Panafricano [de 1977]. Le hemos escrito primero a usted, porque, para ser sinceros, nos preocupa que Yves pueda intentar de-nominar una nueva especie en Francia; sospecho que ya debe saber perfectamente a qué nos referimos.»

Coppens reconoce que estaba deseando acuñar un nuevo nombre para los fósiles de Hadar. «Desde muy pronto tuve el convencimiento de que entre el material de Hadar había una nueva especie —mani-festó recientemente—.30 En 1976 visité a Don en Cleveland y se lo sugerí. Volví a sugerirlo en setiembre de 1977, en el Congreso Pana-fricano de Nairobi. Pero Don no quería precipitarse. Sí, temía que yo denominara la nueva especie.»

Johanson y White sabían que al sugerirle el nombre de Australo-pithecus afarensis a Mary Leakey podrían topar con alguna resisten-cia, debido a que Mary, como Louis Leakey, se viene oponiendo desde hace tiempo a la idea de que Australopithecus pueda ser antepasado de la genealogía humana. «[El género] Homo tiene que proceder de alguna parte, pero no veo ninguna razón para que proceda de los si-mios del Sur [Australopithecus africanus]», dice.31 Leakey admite sin problemas sus limitaciones a la hora de evaluar los homínidos fó-siles: «No soy anatomista. Es sólo una intuición.» Es decir, que la

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postura anti-Australopithecus no está bien fundamentada, pero sin embargo responde a un sentimiento profundo. De hecho, cuando se descubrieron los fósiles de Hadar y Laetoli y se interpretaron inicial-mente como prueba de la coexistencia de Homo y Australopithecus tres millones de años atrás y más, Mary Leakey proclamó su satisfac-ción ante las implicaciones de este hecho para los simios meridiona-les. «Uno de los hechos más significativos que se desprenden de Koo-bi Fora, Afar y Laetoli es que los australopitecinos realmente perte-necen a una ramificación», escribió a un colega a finales de 1975.32

Ésta fue una de las razones por las que Johanson le expuso con tanto detalle su razonamiento y el de White en su carta del 23 de di-ciembre de 1977. «Sabía que tenía que presentar un argumento bien justificado», dice ahora Johanson.33 La reacción de Leakey fue más o menos la que esperaban Johanson y White, pero no obstante alenta-dora. Aunque en su respuesta a Johanson fechada el 9 de enero de 1978, Leakey señalaba que varias «personas sumamente respetadas» le habían sugerido que sería buena idea denominar una nueva espe-cie y que estaba «de acuerdo hasta cierto punto» con la propuesta, advirtiendo que «la dificultad de establecer la denominación correc-ta me parece insuperable». Y dejaba bien claro el motivo. «No creo que Australopithecus sea correcto. Es un término deleznable, basado en un espécimen joven sobre el cual existen dudas en cuanto a si es A. africanus o A. robustus. Y todos coincidimos en que tampoco es un antepasado directo de Homo.»

Aunque ello parece una clara expresión de desacuerdo, Leakey ofrecía luego una posible solución. «Básicamente coincido en la ne-cesidad de que tú y Tim denominéis a la criatura de Laetoli/Hadar antes de que uno de nuestros supuestos "colegas" se adelante. Si po-déis encontrar una alternativa para Australopithecus o si queda claro mi desacuerdo [...] me uniré a vosotros, de lo contrario debo re-husar.»

En cuanto llegó a Cleveland la carta de Leakey, Johanson telefo-neó de inmediato a White y mantuvieron una larga conversación en el curso de la cual redactaron una respuesta, que franquearon el 4 de febrero. En esta nueva carta reiteraban esencialmente que no existía ninguna alternativa lógica para el nombre genérico Australo-pithecus, pero también exponían su plan de publicación explicando por qué pensaban que podría ser aceptable para Leakey. «El proyec-to tendrá dos fases. Primero, nos limitaremos a dar nombre lo más pronto posible a un nuevo grupo taxonómico ajustándonos al proce-dimiento establecido, luego Tim y yo redactaremos conjuntamente un artículo en el que expondremos las implicaciones filogenéticas, etcétera.» De este modo, razonaban Johanson y White, Mary Leakey aparecería como coautora del nombre, sin necesidad de vincularse al nuevo árbol genealógico que presentaba al Australopithecus afa-rensis como antepasado de Homo. Johanson terminaba la carta seña-lando que los tres podrían hablar de todo ello cuando Mary viajara

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a los listados Unidos en marzo, dentro de apenas un mes. White le escribió a Leakey el mismo día, con un mensaje parecido.

«A esas alturas, en vez de embarcarnos en una larga correspon-dencia optamos simplemente por esperar a poder tratar los detalles

• personalmente con Mary —explica White—.34 Sobre todo nos intere-saba mostrarle el material craneal [de la "primera familia"] que ella desconocía pero que tanto peso tenía en nuestra consideración de la necesidad de denominar una nueva especie.» Ese material craneal, que White y su colega Bill Kimbel ensamblarían luego en un cráneo compuesto, revelaba la curiosa combinación de un cráneo primitivo, simiesco, y unas mandíbulas indudablemente homínidas. Johanson y White confiaban en que Mary Leakey lo aceptase como sustitutivo del material craneal que suponía que White pudiera recuperar en Laetoli.

Los doce meses anteriores habían representado una experiencia saludable para Johanson. Había llegado a comprender en qué medi-da habían influido sus preconcepciones en sus juicios sobre sus pro-pios fósiles y sobre el curso de la evolución humana en esas cruciales primeras etapas. «Sí, pequé de prejuicios y creencias personales —reconoce ahora—.35 Intenté forzar la evidencia de los datos en un esquema que corroborara unas conclusiones sobre los fósiles que un examen más detallado de los mismos hacía insostenibles.»36 ¿Por qué procedió así Johanson? «"Sabía" que había dos tipos de homíni-dos en los depósitos de Sudáfrica; dos tipos en Olduvai, y al menos dos en Koobi Fora. En consecuencia, tenía que haber dos tipos, tal vez incluso tres, en Hadar. Creo que me dejé influir por Richard. Éra-mos amigos y quería corroborar [esa opinión]. Estaba predispuesto a escucharles a él y a Mary y decir, sí, en Hadar también tenemos dos tipos [de homínido].»37

La colaboración con White destruyó el cristal particular a través del cual había estado contemplando Johanson la evolución humana, sustituyéndolo por otro. Cuando le escribió a Mary Leakey a princi-pios de 1978, sugiriéndole que se reuniesen en el mes de marzo para hablar del afarensis, Johanson tenía la esperanza de poder conven-cerla al menos para que reconociera ese nuevo punto de vista y lo-grar que aceptara aunque fuese una parte limitada del mismo. Que lo consiguiera o no tendría una importancia crucial para la acogida dispensada a afarensis.

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CAPITULO 12

Lucy. Reacción ante el nuevo nombre

El 22 de agosto de 1978 a primera hora de la mañana, Mary Leakey salió de su campamento del desfiladero de Olduvai para recorrer el trayecto de una hora en coche hasta la brumosa ciudad de Ngorongo-ro, que debe su nombre al cráter volcánico en lo alto de cuya ladera se levanta. Una vez allí, se fue directamente a la oficina de correos y telegraf ió el siguiente mensaje: « JOHANSON MUSEO DE HISTORIA NA-TURAL WADE OVAL CLEVELAND USA POR FAVOR OMITA MI NOMBRE DEL AR-TÍCULO SOBRE LA NUEVA ESPECIE SALUDOS MARY . »

Pocas horas después, el telegrama llegaba a su destino, pero Jo-hanson no estaba en el museo. «Me encontraba camino de Suecia —recuerda—, donde debía actuar como padrino en el casamiento de Jack Harris.»1 Bill Kimbel, colega de Johanson en el museo, abrió el telegrama. De inmediato localizó a Johanson en el aeropuerto Ken-nedy de Nueva York, donde éste se disponía a embarcar rumbo a Europa. Johanson corrió al teléfono y Bill le dijo: «¿Qué vamos a ha-cer? Mary Leakey ha mandado un telegrama diciendo que no quiere que su nombre figure en el artículo. Ya está impreso y a punto de sa-lir.» Tras una rápida reflexión, pero sin verdadera alternativa, Jo-hanson respondió: «No permitas que salga ni un ejemplar del museo. Di que vuelvan a imprimir la página de créditos sin su nombre y que rehagan la encuademación. No quiero que se moleste.»

Dicho esto, Johanson, perplejo, cogió el avión para asistir al casa-miento. Durante el largo vuelo transatlántico, sus pensamientos vol-vieron una y otra vez al mensaje de Mary Leakey. ¿Qué la habría im-pulsado a actuar de ese modo? ¿Acaso no había quedado todo resuel-to y decidido durante su visita a los Estados Unidos, en el mes de marzo?

El artículo en cuestión era el número 28 de la publicación del Mu-seo de Cleveland titulada Kirtlandia y presentaba la denominación formal de Australopithecus afarensis. Cuando Johanson envió el ar-tículo a la imprenta a principios del verano, los firmantes eran Do-nald C. Johanson, Tim D. White, Mary D. Leakey e Yves Coppens, por este orden. El nombre de Coppens figuraba fundamentalmente en virtud de un acuerdo establecido en 1972 entre los codirectores del proyecto Afar, que concedía al francés la opción de aparecer como coautor de las publicaciones importantes. El nombre de Mary Lea-

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kcy I ¡gui aba porque era lo más procedente tratándose de la descu-bridora de los fósiles de Laetoli, que formaban parte de la nueva es-pecie. Johanson y White afirman que ella así lo había aceptado en el mes de marzo. Leakey, sin embargo, insiste en que: «Pusieron mi nombre en el artículo sin mi autorización.» 2

Es imposible obtener pruebas documentales de lo que realmente ocurrió pues, a diferencia del debate mantenido por Johanson, White y Leakey desde noviembre de 1977 hasta febrero de 1978, que se de-sarrolló por carta, no quedó constancia escrita de ninguna de las conversaciones celebradas durante la estancia de Leakey en los Esta-dos Unidos, en marzo de 1978. De haber seguido las cosas su curso normal, no había motivo para que así fuera. Pero cuando Leakey reti-ró su nombre del artículo ya impreso siguieron una serie de declara-ciones contradictorias sobre el acuerdo establecido, si lo hubo. Esto provocó de inmediato un cúmulo de conjeturas entre ambas partes sobre las motivaciones de la otra. Johanson y White se vieron acusa-dos de emplear métodos académicamente poco correctos y de mani-pular el sistema en un intento de incrementar su fama. A Leakey se la acusa de aferrarse inflexiblemente a afirmaciones científicas de-mostrablemente falsas.

La historia, por tanto, comienza —o más bien continúa— con la llegada de Mary Leakey a Berkeley, el 28 de febrero de 1978. El día siguiente, a las 9 de la mañana, se reunió con White en su despacho del departamento de antropología y, tras las habituales frases de cor-tesía, entraron en el tema del afarensis. White recuerda la conversa-ción en los siguientes términos:3

—¿Recibiste la carta de Don? —le preguntó. —Sí, y no me gustó. —¿Por qué no te gustó? —Porque usa el término Australopithecus; detesto esa palabra. —¿Por qué? —No lo sé. Sencillamente no me gusta. White volvió a pasar revista entonces a todo el razonamiento que

les había inducido a denominar Australopithecus al homínido de Lae-toli/Hadar.

«Existen tres alternativas —le dijo a Leakey—. Puedes llamarlo Homo, en cuyo caso estarás incluyendo en el mismo género que noso-tros a una criatura más primitiva que cualquier otro homínido. Pue-des denominar un nuevo género, pero entonces tendrás que explicar por qué todas esas cosas tan parecidas pertenecen sin embargo a un género distinto. O puedes llamarlo Australopithecus, como sugeri-mos nosotros, y conservar una cierta lógica. Son las normas de la no-menclatura.»4 En otras palabras, cualquier nuevo nombre propues-to para designar los fósiles de Laetoli/Hadar debía ser coherente con los antecedentes previos. Tenía que reflejar el carácter primitivo de los fósiles e indicar su relación con los dos géneros de homínidos —Australopithecus y Homo— cuya existencia en un período más re-

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cíente ya se conocía. Australopitecus era simplemente el modelo más próximo.

Según White, Leakey comprendió la consistencia de su razona-miento y aceptó que Australopitecus era la alternativa adecuada. «La convencí de que A. afarensis era lo taxonómicamente correcto», escribió esa noche White en su diario.5 Finalizada su conversación matutina, White telefoneó a Johanson, quien estuvo hablando largo rato con Leakey. Según Johanson, la conversación se desarrolló como sigue:

—De acuerdo —dijo Leakey—. Acepto lo que decís, pero no quiero estar asociada con una filogenia que presenta al Australopitecus como antepasado nuestro.

—El proceso tiene dos etapas —replicó Johanson, repitiendo lo que ya le había escrito en su carta del 4 de febrero—. La primera se limita a dar nombre a esta nueva especie sin más circunloquios. Y la segunda es el análisis de las relaciones, la filogenia, que Tim y yo expondremos en un artículo aparte.6

Johanson dice que Leakey aceptó este trato, aunque una estrecha asociación con la denominación de la especie sin duda la vincularía también, aunque fuera mínimamente, con la filogenia.

Mary Leakey ofrece una versión distinta de los hechos. «Estuve comentando los fósiles de Hadar y Laetoli con ellos y estoy segura de haber aceptado la idea de que los [ejemplares] más grandes de Ha-dar se parecían mucho a los de Laetoli. Pero siempre pensé que Lucy era distinta. Tampoco estaba de acuerdo con sus interpretaciones. Les dije que no creía que los especímenes de Laetoli fuesen Australo-pitecus. Era contraria a ese término. Siempre he opinado igual.»7

Cualquiera que fuese el contenido de lo tratado durante esas po-cas horas de conversación en el despacho de White, por la noche se celebró una cena muy afable, ofrecida por el arqueólogo Desmond Morris en honor de Leakey, a la que asistieron White, Yves Coppens, que se encontraba casualmente en la ciudad, y el ya fallecido Glynn Isaac. El seminario sobre las huellas de pisadas de Laetoli en el que había intervenido Mary Leakey esa tarde se había desarrollado bien y ella demostró su habitual agudeza, divirtiéndose en lanzarle pullas a Coppens. Luego, esa misma semana, Leakey continuó su gira por los Estados Unidos, para hablar de las huellas de Laetoli en varias ciudades, con vina breve visita a Cleveland, donde tuvo ocasión de ver por primera vez la colección completa de fósiles de Hadar.

. Mientras tanto, Johanson y White habían iniciado la revisión fi-nal de los dos manuscritos previstos, el artículo en que anunciarían el nuevo nombre, para Kirtlandia, y el artículo sobre la filogenia, para Science. A finales de abril, Johanson tomó la precaución de mandar una carta sobre el manuscrito de Kirtlandia a uno de los grandes expertos mundiales en biología y sistemática evolutiva, Ernst Mayr, de Harvard. Johanson quería asegurarse de que él y White no hubieran cometido inadvertidamente un error taxonómico

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que pudiera invalidar el nombre escogido para designar el homínido de Laetoli/Hadar. El 4 de mayo, Johanson recibió una breve nota de Mayr que decía: «El manuscrito en la versión que tengo en mis ma-nos legitimaría sin duda alguna su nueva denominación.» Con estas garantías, Johanson hizo las maletas y salió rumbo a Suecia, donde debía intervenir en el Simposio Nobel, ya perfectamente preparado para pronunciar por primera vez en público las palabras Australopi-thecus afarensis.

El Simposio Nobel, organizado por la Real Academia de Ciencias sueca, estaba previsto como una gran celebración, que contaría con la asistencia del rey y la reina de Suecia a alguno de sus actos. Como parte de las ceremonias, independientes del programa científico, el rey Gustavo de Suecia impondría a Mary Leakey la medalla Linneo de oro, en reconocimiento a sus aportaciones a las ciencias biológi-cas. Leakey sería la primera mujer que recibía tan alta distinción. El simposio propiamente dicho se desarrollaría a lo largo de seis días y en él se tratarían temas de arqueología además de los homínidos fósiles. Como correspondía a una celebración de esas característi-cas, el programa incluiría una amplia perspectiva de la ciencia pa-leoantropológica.

La preparación del simposio había ocupado varios años, con Ri-chard Leakey como principal promotor. Y una de sus principales mo-tivaciones era mejorar la imagen de la paleoantropología. «Había participado en la tarea de intentar obtener financiación internacio-nal para los estudios paleoantropológicos (becas, bolsas de trabajo, etcétera), en parte en el contexto del Louis Leakey Memorial Institu-te y en parte en relación con FROM —explica Leakey—.8 Continua-mente topaba con la idea de que la paleoantropología no era una ciencia y a veces esto dificultaba la obtención de fondos.»

Desde luego es verdad que dentro del espectro de las ciencias, desde la física («dura») hasta la biología («blanda»), los estudios so-bre la evolución humana suelen considerarse mía ciencia excesiva-mente «blanda». La subrepresentación relativa de la paleoantropolo-gía en la Royal Society británica y en la Academia Nacional de Cien-cias de los Estados Unidos es una muestra de esta actitud. «Pensé que si conseguíamos que la Real Academia de Ciencias sueca y la Fundación Nobel reconocieran la importancia de la paleoantropolo-gía y se ocuparan de ella —dice Leakey—, muchas personas estarían dispuestas a situarla en otra categoría, una categoría más científica, en los Estados Unidos y Gran Bretaña.» Leakey contaba con una his-toria de varios años de relaciones profesionales y sociales con el pro-fesor Cari Gustav Bernhard, secretario general de la Real Academia de Ciencias sueca, que facilitarían la ejecución del plan.

¿Se obtuvieron los frutos esperados? «El objetivo de cambiar la imagen de la paleoantropología se logró hasta cierto punto y habría podido ampliarse más de no mediar la discordia generada por la reacción ante el libro de Don, Lucy, que salió publicado en 1981. De

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lo cual no culparía únicamente a Don», dice Leakey. Sus acusaciones se dirigen a la prensa por haber «exagerado» las diferencias entre él y Johanson.

No obstante, esas diferencias al parecer empezaron a incubarse a raíz del Simposio Nobel. Analizando en retrospectiva, Leakey ma-nifiesta la sospecha de que Johanson decidió aprovechar esa ocasión para anunciar su nueva especie con el propósito de «añadir el lustre del Nobel al nuevo nombre».9 Johanson replica insinuando que el verdadero motivo que impulsó a Leakey a organizar el encuentro era su deseo de prepararse el camino para la obtención de un premio No-bel. «Yves Coppens me dijo que con mi anuncio de la denominación del afarensis en el encuentro, el trabajo de Richard quedó relegado a un segundo plano y eso fue lo que le indispuso conmigo», dice Jo-hanson.10 Los premios Nobel de ciencias sólo abarcan la química, la física y la medicina y no incluyen la paleoantropología. «La Funda-ción Nobel no interviene para nada en la concesión de los premios Nobel —dice Leakey—.n Es absolutamente imposible que nadie ob-tenga un premio Nobel en paleoantropología.» El verdadero motivo del enfado de Leakey con Johanson fue, según él, que el Simposio No-bel no era el contexto adecuado para anunciar la denominación de una nueva especie de homínidos. «No era una conferencia de esas ca-racterísticas —insiste—. El objetivo era tratar de las interrelaciones entre arqueología y antropología.» Richard estaba al corriente del asunto del artículo de Kirtlandia porque Mary le había dado a leer, confidencialmente, un borrador que le había mandado Johanson. Pero no conocía la decisión de Johanson de anunciar la denomina-ción de la especie en el Simposio Nobel. «La denominación de afaren-sis estaba sencillamente fuera de lugar», dice Leakey. Johanson ale-ga que la denominación de una especie casaba perfectamente con las características del encuentro y señala que Phillip Tobias tenía pre-visto anunciar la denominación de dos subespecies de Australopithe-cus en su intervención.

Mary Leakey sabía que Johanson anunciaría la denominación del afarensis en el encuentro, pero ignoraba que pensara dedicar tanto tiempo a hablar de sus excavaciones y sus fósiles. Y aunque había visto un borrador del manuscrito para Kirtlandia, dice que descono-cía que uno de sus fósiles de Laetoli sería designado como espécimen tipo. Como se ha señalado en el capítulo anterior, esto la ponía en una situación difícil para presentar su ponencia sobre Laetoli tras la intervención de Johanson. Sin embargo, parece posible que el males-tar de Mary se viese exacerbado por los comentarios de Richard cuando le dio a leer el artículo para Kirtlandia unas semanas antes. «La decisión está en tus manos, pero no creo que se träte de una sola especie», le dijo. Sin embargo, no era la primera vez que surgían dife-rencias de opinión entre Richard y Mary en el ámbito profesional. «En aquella época discutíamos como locos —recuerda Mary Lea-key—.n No estábamos de acuerdo prácticamente sobre ningún as-

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pedo relacionado con la evolución humana. Una interferencia por parte de Richard más bien me habría inducido a inclinarme en senti-do contrario.»

«Es posible que el distanciamiento de Mary respecto a Tim y Don se iniciara como resultado de la fría acogida que encontró el afaren-sis en el Simposio Nobel», sugiere Richard Leakey.13 Comoquiera que fuere, a mediados del verano Mary Leakey estaba claramente in-dignada por lo ocurrido, hasta el punto de que cuando White llegó al campamento de Laetoli el 4 de julio ya había manifestado pública-mente su enfado por lo sucedido en el mes de mayo en Suecia. Y en-tre ella y White no tardaron en surgir discrepancias sobre diversos temas. «White estuvo insoportable esa temporada —recuerda Lea-key—.14 Quería dirigir todo lo que hacíamos. No reconocía ningún mérito a nadie. Quería hacerse cargo personalmente de las excava-ciones. Creo que le molestaba que yo estuviera al frente de los traba-jos. » White y Leakey habían mantenido hasta entonces una estrecha y muy buena relación, tanto profesional como en su dimensión so-cial. Pero durante esa temporada, la primera en que White participa-ba en los trabajos de campo en Laetoli, éste en seguida se formó una pobre opinión de cómo se estaba procediendo allí e intentó cambiar las cosas, tal vez con menos tacto del que debería haber empleado. De ahí las fricciones.

Sin embargo, la verdadera ruptura tuvo su origen en los propios fósiles. Mary Leakey decía que no estaba de acuerdo en que los homí-nidos de Laetoli/Hadar pertenecieran todos a una sola especie. Y des-de luego no creía que fuesen Australopithecus. De hecho, cuando White ya no estaba en el campamento, les comentó una vez a los de-más: «Llamadle como queráis, llamadle Hylobates, llamadle Sym-pholangus, llamadle cualquier cosa, pero no lo llaméis Australopi-thecus. »

Durante su estancia en el campamento, White intentó hacerle comprender una vez más a Leakey por qué Australopithecus era la única alternativa lógica y sus conversaciones llegaron a ser muy aca-loradas. «Me veía obligada a escuchar en el cuarto de trabajo de mi propio campamento de Laetoli largas peroratas de Tim White, que intentaba hacerme cambiar de opinión», comentaría luego Leakey.15

Finalmente, el 21 de agosto, White no aguantó más: «Qué diantres, Mary, tu nombre figura en el artículo y no quiero oír protestas cuan-do se publique. Si en verdad no estás de acuerdo con nuestra inter-pretación, retira tu firma.»16 Leakey a veces ha comentado que no supo hasta ese momento que su nombre figuraba en el artículo para Kirtlandia. De un modo u otro, la mañana siguiente se fue a Ngoron-goro y le mandó el telegrama a Johanson pidiendo que retiraran su nombre.

Dos semanas después, White abandonaba el campamento de Lae-toli, con la intención de no regresar mientras Leakey siguiera allí.

El artículo de Kirtlandia se publicó finalmente hacia finales de

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ese año, con la página de créditos modificada y una nueva encuader-nación. La revista es una de las publicaciones menos conocidas en la literatura científica y su aparición no suscitó comentarios públicos. Éstos no surgirían hasta la publicación del otro artículo en Science, en el número del 29 de enero de 1979. Johanson había convocado una conferencia de prensa en el museo de Cleveland coincidiendo con la publicación, en el curso de la cual él y White describieron sus fósiles y explicaron las razones por las cuales los resultados de sus trabajos hacían necesario adoptar una concepción completamente distinta de la evolución humana. El árbol genealógico humano tenía una sencilla forma de Y, argumentaron Johanson y White: Australopithecus afa-rensis constituía el tronco vertical, los australopitecinos avanzados formaban una de las ramas, que acababa desembocando en un calle-jón sin salida, y la otra conducía hasta nosotros. Era una explicación sencilla y contundente. Y su presentación marcaría un momento im-portante para el museo y para Johanson.

Una vez más, el anónimo corresponsal de paleoantropología de Nature aprovechó la ocasión para hacer un comentario. Habían transcurrido exactamente cuatro años desde que un corresponsal manifestara en las mismas columnas su extrema desaprobación por el procedimiento seguido por Johanson y sus colegas al anunciar sus hallazgos sobre el terreno, sin completar primero un análisis detalla-do: «Esta inversión del orden de prioridades, con la consiguiente e inevitable desenfatización de los necesarios trabajos de laboratorios se halla en total discordancia con los métodos y las teorías científi-cas aceptadas.»17 Realizado ya el análisis —durante cuatro años— el corresponsal seguía manteniendo una opinión crítica. «No está nada claro que [Johanson y White] hayan conseguido demostrar la singularidad morfológica», comentaba el corresponsal.18 Y añadía, haciendo aparentemente evidente hacia dónde se inclinaban sus sim-patías: «Es preciso señalar que en el informe original sobre el mate-rial de Hadar, los especímenes con estas características no apare-cían incluidos en un grupo primitivo de homínidos, como ahora, sino en un género más avanzado, Homo.»

Pese al contenido crítico de este comentario, la verdadera batalla de los huesos, como la ha descrito Johanson, se desarrollaría en las páginas de la prensa más popular. El New York Times del 18 de fe-brero marcó el tono combativo del enfrentamiento, con un reportaje acompañado de una fotografía en,primera página de Leakey y Johan-son en aparente controversia.

Leakey alega que el «enfrentamiento» descrito en el Times era más aparente que real, una noticia prefabricada. Es posible que eso fuera lo que interesaba al director de la sección de noticias. En cual-quier caso, casi simultáneamente se publicó un reportaje en News-week en el que el periodista hacía todos los posibles por extraer a Leakey una opinión contraria a las propuestas de Johanson. «Estoy perfectamente dispuesto a aceptar que Lucy representa una nueva

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especie de Australopithecus —decía Leakey en sus declaracio-nes—,19 Pero creo que todavía no se ha encontrado el antepasado co-mún.» Sin embargo, en líneas generales el artículo de Newsweek se mostraba favorable al trabajo de Johanson y White, a diferencia de sus colegas de Time. «El anuncio de Johanson [...] dejó perplejos a la mayor parte de sus colegas —aventuraba Time—.20 Han pasado más de cuatro años desde el descubrimiento de los huesos, que ya fueron datados hace tiempo mediante las pruebas del potasio/argón y mu-chos antropólogos que los han estudiado están convencidos de que Lucy pertenece a Australopithecus africanus y en absoluto a una nue-va especie.» Johanson conjeturó que la actitud negativa de Time po-dría deberse tal vez a algún tipo de influencia indirecta de Leakey.

Posiblemente cabía esperar una toma de posiciones de este tipo, dada la naturaleza del tema. Pero el tono se exacerbó marcadamente unas semanas después, durante una nueva visita de Mary Leakey a los Estados Unidos para presentar los nuevos avances en el estudio de las huellas de Laetoli. Cuando en una conferencia de prensa con-vocada por National Geographic en Washington, D.C., le pidieron su opinión sobre el afarensis, inicialmente se negó a hacer comentarios, pero ante la insistencia de los periodistas acabó manifestando que no consideraba «demasiado científico» el trabajo de Johanson y Whi-te.21 Johanson aprovechó el turno de réplica que le ofrecieron para afirmar que Mary Leakey «realmente manifiesta una pobre com-prensión del verdadero sentido de la evolución». Resulta evidente que detrás de ambos comentarios late una fuerte dosis de resenti-miento.

El alfilerazo de Mary Leakey no dejaba de tener una cierta base. La denominación de afarensis suscitó una serie de críticas aún no acalladas, en relación a las motivaciones e implicaciones del homíni-do 4 de Laetoli como espécimen tipo de afarensis y hasta qué punto era aconsejable agrupar en una misma especie dos conjuntos de ho-mínidos fósiles separados por 1 500 kilómetros de distancia y medio millón de años en el tiempo.

«En el artículo de Kirtlandia explicamos claramente por qué es-cogimos al [fósil] LH-4 como espécimen tipo —explica White—.22

Una de las razones era que ya se había publicado su descripción, en el artículo que firmé conjuntamente con Mary y otros en Nature en 1976. Y no pueden encontrarse descripciones mejores que ésa en la bibliografía. En segundo lugar, es adecuado para la diagnosis. Nadie ha discutido nunca este punto. Es un perfecto espécimen tipo y todo el mundo lo sabe. En tercer lugar, ha servido para dar a conocer la interrelación entre las muestras de homínidos de Laetoli y de Ha-dar. » Aquí debe señalarse que pese a su minuciosidad, el Código in-ternacional de nomenclatura zoológica no establece normas riguro-sas en cuanto a la elección del espécimen tipo, siempre que éste sirva de pauta adecuada de comparación con otros fósiles. Concretamente,

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no se exige que la descripción del espécimen tipo ya haya aparecido en un artículo publicado con anterioridad.

Pero aunque Johanson y White no infringieron ninguna norma al designar el fósil de Laetoli como espécimen tipo, esta elección provo-có un clamor casi universal de protestas.

Mary Leakey, por ejemplo, opina que la elección no estuvo moti-vada tanto por el deseo «de dar a conocer la conexión entre los fósi-les de Hadar y Laetoli», sino sobre todo para asociar el afarensis con la datación segura y más antigua de Laetoli. «Lo cual convertía a su especie en la más antigua conocida —señala—. Y también querían el refrendo de mi nombre.»23 Leakey no es la única que abriga estas sospechas. «La razón alegada para justificar la elección de LH-4 —que ya se había publicado su descripción— es bastante inconsis-tente —coincide Michael Day—.24 Era importante para ellos porque les proporcionaba una fecha muy antigua, el homínido más antiguo del mundo.»

Muchos antropólogos argumentan que la elección lógica como es-pécimen tipo debería haber recaído sobre Lucy, simplemente porque representa una amplia variedad de partes del esqueleto, en contraste con el único fragmento gastado de mandíbula inferior del fósil LH-4. Este sentimiento queda patente en el siguiente comentario de Ernst Mayr: «Es obvio que debería haberse elegido a Lucy. Es tantísimo más completa que ese trozo de mandíbula de Laetoli.»25 Mary Lea-key dejó bien clara su opinión: «Es una lástima [...] que se escogiese como espécimen tipo una gastada mandíbula de Laetoli, cuando exis-ten especímenes mucho mejor conservados de la propia región de Afar —dijo—,26 Lucy sería la candidata evidente.»27

El argumento de que el esqueleto parcial de Lucy ofrece muchos más huesos que podrían servir de base de comparación con otros huesos parece ciertamente muy convincente. Sin embargo, Johanson ofrece la siguiente réplica: «¿Por qué no Lucy? Porque la distinción básica entre afarensis y los restantes australopitecinos está en la dentadura y la anatomía craneana. Las costillas y vértebras de Lucy, por ejemplo, no son elementos distintivos. No la diferencian de nin-guna otra especie de Australopithecus. Es como tener el volante y las cuatro ruedas de un coche: por sí solos no permiten distinguir si se trata de un Ford o un Toyota. Es preciso conocer las características diferenciadoras. La dentadura de LH-4 cumple perfectamente esta función en el caso de afarensis. Podríamos haber establecido una nueva especie únicamente a partir de este espécimen.»28

White señala que Lucy, por otra parte, ya aparece incluida en el proceso formal de denominación (como uno de los llamados parati-pos), aunque no sea el espécimen tipo. Es decir, que su esqueleto pue-de utilizarse formalmente como patrón de referencia para cuantas comparaciones anatómicas se estimen necesarias. «Muchas perso-nas activas en este campo dan una enorme importancia a la elección del espécimen tipo —declara—, Pero de hecho se trata de uno de los

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aspectos menos significativos de todo el asunto.»"' Sospecha que al menos parte de la intensidad de las críticas al respecto obedece a una simple sublimación de una actitud anti-afarensis o incluso anti-Johanson/White más generalizada.

Una segunda crítica, más seria, hace referencia a la propia elec-ción del nombre afarensis, en honor de la región de Etiopía donde se recuperó la principal colección de fósiles. Pero también en este caso parece posible que quienes insisten en esta crítica tengan otras moti-vaciones secundarias, tal vez inconscientes.

El problema en este caso va ligado a la posibilidad de que los ho-mínidos que vivieron en Laetoli fuesen hasta cierto punto distintos de los localizados 1 500 kilómetros más al norte, en Hadar, y medio millón de años más recientes. Los especialistas en genética saben que las poblaciones modernas de una especie separadas incluso por barreras geográficas modernas pueden presentar perfiles genéticos diferenciados e incluso una apariencia ligeramente distinta, consti-tuyendo variantes geográficas o incluso subespecies. Por tanto, es considerable la posibilidad de que la separación de medio continente y medio millón de años entre los homínidos de Laetoli y Hadar en-gendrase algunas diferencias importantes, aunque no sean fáciles de identificar en los fragmentos fósiles hasta ahora disponibles.

¿Qué relación tiene esto con el posible problema en cuanto a la elección del nombre afarensis? «No se pueden agrupar cosas proce-dentes de localidades y períodos totalmente distintos y escoger luego el nombre de un lugar [Afar] y el espécimen tipo de otro [Laetoli] —dice Ernst Mayr—. Si se escoge una localidad geográfica para ci-tarla en el nombre, no queda más remedio que escoger un espécimen tipo de la misma localidad.»30 Esto se debe a que si llegara a descu-brirse por algún medio que los homínidos de Hadar son de hecho dis-tintos y merecen una denominación diferenciada de los de Laetoli, las normas de la nomenclatura obligarían a mantener el nombre de afarensis para los homínidos de Laetoli, en tanto que los de Afar de-berían recibir otro nombre. Una situación confusa, como mínimo. En las normas de la nomenclatura zoológica prima la constancia sobre la lógica: una vez nombrado algo es prácticamente imposible «des-nombrarlo», por ilógico que pueda acabar resultando.

Si Johanson y White hubiesen llamado fohansonensis a su espe-cie, el problema que apunta Mayr no se plantearía. El punto en litigio en este caso es la elección del nombre de una zona geográfica, Afar, y su aplicación a otra, Laetoli.

La preocupación de Mayr por este potencial problema se hace pa-tente en su correspondencia con Phillip Tobías sobre el afarensis, donde llega a decir: «Invito encarecidamente a todos los estudiosos del hombre fósil a que escriban a la Comisión para que suprima el espécimen tipo designado por Johanson y lo sustituya por un espéci-men de Afar.»31 Mayr explicaba así sus motivos: «Nunca se insistirá bastante en señalar que cada población es variable y también que

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cada especie comprende numerosas poblaciones locales con diferen-tes grados de aislamiento. Esto evidentemente complica las cosas, pero la verdad es que la evolución es complicada.» Mayr no tiene un interés profesional personal en la aplicación de este argumento a la denominación de los homínidos de Laetoli/Hadar, pero su amigo Phil-lip Tobias sí lo tiene. El caso es que Tobias ya había llegado a la con-clusión de que los homínidos de Laetoli y Hadar eran efectivamente subespecies, pero de A. africanus no de A. afarensis, y eso era lo que tenía previsto anunciar en el Simposio Nobel cuando Johanson le segó la hierba bajo los pies. Tobias propone el nombre Australopithe-cus africanus aethiopicus para las criaturas de Hadar y el de Austra-lopithecus africanus tanzaniensis para las de Laetoli, según el afina-do procedimiento de designación de las subespecies. Y añade como corolario, según argumentó en un congreso científico internacional celebrado en Londres en marzo de 1980, que: «Toda vez que la vincu-lación del nombre "A. afarensis" con los fósiles de Laetoli resulta ma-nifiestamente improcedente y no considerando probados los argu-mentos en favor de "A. afarensis", se propone formalmente la supre-sión del nombre "A. afarensis".»32 Aunque Tobias ha repetido esta propuesta en varios encuentros científicos internacionales a lo largo de los últimos años, la denominación A. afarensis se mantiene intacta y habitualmente no suele aparecer encerrada entre humillantes co-millas.

Tobias es titular de la cátedra de anatomía de la Universidad de Witwatersrand en Johannesburgo, la misma que ocupó anteriormen-te Raymod Dart, descubridor del primer fósil de Australopithecus africanus, el niño de Taung. Durante casi dos décadas se ha conside-rado a esta especie de Australopithecus como la opción más acepta-ble como posible tronco originario de la genealogía Homo. Tal vez no debería extrañar, por tanto, que Tobias, custodio oficial del niño de Taung, también actúe como protector de facto del carácter ancestral de Australopithecus africanus. Aunque en cierto momento publicó un árbol genealógico humano en el que figuraba una hipotética especie Australopithecus ".'"como precursora de A. africanus y de Homo, ac-tualmente ya no es partidario de esa idea, al menos no en términos concretos. Johanson, predeciblemente, dice: «Creo que el australopi-tecino postulado es de hecho el Australopithecus afarensis.»33

Dadas las opiniones de Tobias sobre el afarensis, obviamente que-dó encantado con la sugerencia de Mayr de que debería hacerse algo para sustituir el espécimen tipo de la especie. «Me alegra sincera-mente que una autoridad tan eminente en taxonomía como usted coincida en gran medida con mis conclusiones sobre el Australopi-thecus afarensis», manifestaba en su carta de respuesta.34 De hecho, el acuerdo entre ambos se sitúa más en el campo de la correcta no-menclatura que en la interpretación de los fósiles mismos. «Acepto que Australopithecus afarensis es un nuevo tipo de homínido —dice Mayr—. No se diferencia mucho del africanus, pero es distinto.»35

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IVi o si la Comisión internacional de nomenclatura zoológica se viera obligada a cambiar simplemente el espécimen tipo designado, ello ya representaría un pequeño triunfo, al menos para Tobías. «¿Qué pro-cedimiento deberíamos seguir?», le preguntó a Mayr.

Éste le explicó en una escueta carta que un artículo en Nature, por ejemplo, no sería suficiente, como había confiado Tobías. Los dos deberían presentar una petición formal a la Comisión, solicitan-do la supresión del homínido 4 de Laetoli como espécimen tipo y la designación de Lucy como nuevo espécimen tipo o «neotipo». «Es perfectamente legal que ambos presentemos una petición ante la Co-misión —explicaba Mayr—. Pero ésta tendrá mayor peso si va acom-pañada de otras firmas, incluida, por ejemplo, la de alguna asocia-ción de antropólogos.»36 Sin embargo, el proyecto no pasó de allí, principalmente porque otros acontecimientos distrajeron la aten-ción de Tobías, no en último lugar la intensificación de la lucha con el apartheid en Sudáfrica, en la que participa activa y valerosamente.

Mary Leakey también suscribe esta línea crítica y a ello se refería cuando comentó que Johanson y White no habían tenido una actua-ción «demasiado científica». En un congreso científico internacional celebrado en Londres, Leakey describió su actuación como «la arbi-traria aplicación del mismo nombre específico a dos homínidos pro-cedentes de dos localidades separadas por una distancia de más de 1 000 millas».37 Johanson replica recordando a los paleoantropólo-gos que la geografía y la edad no se han considerado tradicionalmen-te como elementos importantes para la identificación del parentesco; la pauta debe darla la anatomía, dice. «Y sin embargo algunas perso-nas que nos critican [a propósito del afarensis] estarían dispuestas a reconocer la presencia de Homo erectus hace 1,5 millones de años en el África oriental y tal vez medio millón de años atrás en China. Lo que agrupa a los fósiles en una misma especie es la anatomía.»38 En esto basaba Johanson su comentario de que Mary Leakey «realmente manifiesta una pobre comprensión del verdadero sentido de la evolu-ción».

La tercera línea de ataque contra el afarensis partía de las propias normas del Código de nomenclatura y fue expuesta por Mary Leakey, Michael Day y Todd Olson en una larga carta dirigida a la revista Science. «En este comentario nos proponemos determinar la rela-ción existente entre el Meganthropus africanus, Weinert 1950, y la denominación sustitutiva propuesta por Johanson para este grupo taxonómico, al mismo tiempo que comentaremos los errores que en nuestra opinión se han deslizado en las especulaciones taxonómicas de Johanson y White», escribieron en marzo de 1980.39 «Ofuscación y ganas de buscarle tres pies al gato»40 fueron los términos emplea-dos por Johanson para caracterizar —y quitar hierro— al desafío.

El escrito de Leakey/Day/Olson aludía al hecho de que un científi-co alemán, Ludwig Kohl-Larsen, encontró en 1939 un fragmento de mandíbula inferior de homínido en Laetoli, fósil que Hans Weinert

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designaría posteriormente como Meganthropus africanus. Al agru-par los fósiles de Hadar y Laetoli bajo la denominación Australopi-thecus afarensis, Johanson y White también incluyeron ese pequeño fragmento de mandíbula. Es decir, que de acuerdo con la normativa establecida, el homínido fósil de Laetoli/Hadar debería llamarse Me-ganthropus africanus y no Australopithecus afarensis, ni ningún otro nombre por cierto. ¿Habrían cometido Johanson y White un error después de todo?

No resulta sencillo encontrar un antropólogo que domine sufi-cientemente las minucias legalistas del Código de nomenclatura y mantenga al mismo tiempo una postura imparcial en el debate sobre el afarensis, pero el antropólogo británico Bernard Campbell podría ser una buena opción. En 1960 contribuyó a racionalizar el enorme batiburrillo de denominaciones de homínidos fósiles, reduciendo una lista de más de un centenar a sólo un pequeño puñado. También cuestionó la validez de la denominación Homo habilis cuando ésta se propuso por primera vez, aunque luego acabaría cediendo.

Ésta es la opinión de Campbell sobre el afarensis: «Evidentemen-te sería válido denominarlo Meganthropus africanus, pero esta op-ción ya no parece lógica. Los fósiles se parecen tanto a los Australo-pithecus existentes que debería quedar clara su adscripción a este género. Ahora bien, la norma obliga a mantener constante el nombre de la especie, con lo cual se convertirían en Australopithecus africa-nus. Pero es imposible adoptar esta denominación, porque se trata de un nombre ya conocido y "ocupado". Lo cual deja libre la posibili-dad de crear un nuevo nombre. En mi opinión este nuevo nombre, Australopithecus afarensis, es válido.»41

Mary Leakey fue la inspiradora de la crítica expuesta en la carta a Science. Concretamente, fue ella quien le encargó a Day que hiciese un estudio de los posibles problemas de nomenclatura susceptibles de poner en un apuro a Johanson y White. Day consultó a Campbell, quien le manifestó su opinión de que el nombre era efectivamente vá-lido. Sin embargo, Day se sintió obligado a seguir adelante con la ob-jeción y finalmente redactó la carta para Science, en colaboración con Todd Olson.

Sin embargo, la publicación de esta carta causó escaso impacto en la profesión. «Afarensis se ha convertido en una denominación de uso corriente —dice Campbell—, lo que constituye otro punto a su favor. Esto la hace muy útil como etiqueta.» • Mientras tanto, Mary Leakey sigue estudiando si un segundo ata-

que contra la nomenclatura por otro flanco podría tener más éxito. Varios investigadores consideran que los fósiles de Laetoli/Hadar se parecen mucho, si no son idénticos, a los fósiles de uno de los depósi-tos sudafricanos de Makapansgaat, en el Transvaal. Estos fósiles re-cibieron en su momento el nombre de Australopithecus prometheus porque se supuso —erróneamente según se comprobaría luego— que habían conocido el uso del fuego. Si pudiera demostrarse que los ho-

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miníelos de Laetoli/Hadar en efecto eran idénticos a los homínidos de Makapansgaat, según las normas del Código de nomenclatura, la de-nominación Australopithecus afarensis tendría que suprimirse en fa-vor de Australopithecus prometheus. Mary Leakey le ha encargado a Phillip Tobias esta posible revisión, hasta ahora sin resultados.

Y la polémica continúa. Mientras tanto la comunidad paleoantropológica sigue dividida

sobre el tema central de la consideración de los fósiles de Laetoli/Ha-dar. ¿Representan éstos una u otra especie, que podría corresponder o no al antepasado de todos los homínidos posteriores? ¿O compren-den una mezcla de dos especies o incluso más ? El abanico de opinio-nes es interesante y queda bien ilustrado en las interpretaciones de los huesos poscraneales, concretamente los de las extremidades.

En un extremo —favorable al afarensis— se sitúa Owen Lovejoy, un experto en anatomía de la Kent State University y estrecho cola-borador de Johanson y White, quien opina que los fósiles pertenecen a una sola especie, que las variaciones anatómicas entre los mismos sólo afectan a su tamaño y que los de mayor tamaño (machos) em-pleaban la misma forma de locomoción que los de tamaño más redu-cido (hembras).

En una posición intermedia se sitúa un grupo de investigadores del centro de Stony Brook de la Universidad del Estado de Nueva York, entre ellos Randall Sussman, Jack Stern y Bill Jungers, que de-ducen de su análisis de los huesos de las extremidades que, en efecto, éstos probablemente pertenecen a una sola especie. Sin embargo, también consideran que las diferencias anatómicas entre los fósiles de mayor tamaño (machos) y los de tamaño más reducido (hembras) son suficientes para que sus formas de locomoción fuesen distintas: ambos habrían sido esencialmente bípedos, con una forma de loco-moción muy parecida a la de los humanos modernos, pero las hem-bras se habrían desplazado por las copas de los árboles con mayor frecuencia que los machos. Esta última pauta de conducta sería aná-loga a la de los orangutanes modernos.

En el otro extremo se sitúan Yves Coppens y sus colegas de París. Aunque Coppens fue uno de los coautores del artículo de Kirtlandia en que se anunció originariamente la nueva denominación, ahora considera que las diferencias anatómicas en los huesos de los brazos y piernas indican que en Hadar vivieron dos especies y tal vez más. Para una de ellas, en la que estarían incluidos Lucy y los demás indi-viduos de menor tamaño, continuaría empleando el nombre Austra-lopithecus afarensis. Pero, en su opinión, también habría una especie primitiva de Homo.

Es decir, que después de analizar el mismo conjunto de fósiles, tres grupos distintos de investigadores llegan a tres conclusiones di-ferentes. «Ninguna postura resulta absolutamente convincente —ob-serva David Pilbeam—, probablemente una indicación de que toda-vía no se cuenta con el material fósil suficiente para una valoración

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del todo objetiva.»42 También señala que si los paleoantropólogos realmente intentan remontarse en el tiempo hasta un punto a partir del cual se inicia la divergencia de las dos genealogías homínidas, cuanto más se aproximen a él, más difícil resultará distinguir entre los miembros de una rama emergente y los de la otra, por la sencilla razón de que ambos inevitablemente se parecerán mucho entre sí. En estas circunstancias —cuando surge inexorablemente una incerti-dumbre objetiva— es precisamente cuando más pueden influir las preconcepciones subjetivas.

Tanto Johanson como White reconocen esto en la reacción de Ri-chard y Mary Leakey hacia afarensis. «Si desean conocer la verdade-ra razón por la que los Leakey están molestos —manifiesta White—, es porque les quitamos la posibilidad de afirmar que los homínidos de Leakey corresponden a los primitivos y verdaderos Homo.»43 Si-multáneamente, White afirma que su propia labor está basada en he-chos y no en ideas preconcebidas.

Richard Leakey se manifiesta en los siguientes términos: «Siem-pre me he limitado a decir que mis preferencias se inclinan por otra interpretación. No podría descartar la posibilidad de que tengan ra-zón y no creo que ellos puedan descartar la posibilidad de que estén equivocados.»44 Sin embargo, sugiere que las opiniones de White podrían estar inconscientemente sesgadas. «Creo que la impronta que dejó la [hipótesis de la] especie única sobre Tim es mucho más profunda de lo que supone. No es consciente de sus prejuicios. Su ex-periencia en Michigan debe haberle influido inevitablemente y esto le impide ver lo que otros detectan con diversos grados de claridad.» Sobre sus propias preconcepciones, Leakey dice que se limitan sim-plemente a la convicción de que un estudio adecuado de los fósiles acabará revelando la verdad.

Todo lo cual hace pensar que resulta más sencillo identificar los prejuicios de los demás que reconocer los propios. Probablemente también indica que en paleoantropología existen algunos interrogan-tes que tal vez resulte imposible resolver con algún grado de certeza, y a los seres humanos nos desagrada la incertidumbre, sobre todo en relación a nosotros mismos. Si combinamos estas dos verdades, el resultado es inevitable: «Los antropólogos que trabajan con fósiles humanos tienden a desarrollar una fuerte implicación emocional con sus huesos», como señaló Johanson.

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CAPITULO 13

El lugar del hombre dentro de la naturaleza

«¿Cuál es el papel y el lugar de nuestra especie, Homo sapiens, den-tro de la naturaleza y en el cosmos?»1 Ésta es la «pregunta cardinal de la historia intelectual», sugiere Stephen Jay Gould de la Universi-dad de Harvard.

Desde luego, es un interrogante que parece remontarse a tiempos muy lejanos, del que encontramos indicios en la filosofía de práctica-mente todas las sociedades de las que se conservan testimonios. Sin duda, es un tema polémico, al menos en la forma en que lo ha aborda-do el ámbito materialista de la filosofía occidental. Como observaba Gerrit Miller, científico del Smithsonian Museum, en 1928: «Entre los temas que han animado recientemente la controversia científica y popular, a través de la palabra impresa y bajo otras formas, tal vez ninguno ha despertado un interés tan generalizado como el debate sobre los "eslabones perdidos" [de la genealogía] del hombre.»2 Y a juzgar por los acontecimientos posteriores, parte de cuya historia se -ha recogido en las páginas de este libro, las cosas no han cambiado mucho desde los tiempos de Miller.

¿Esta pregunta cardinal podría ser, por su propia naturaleza, simplemente insoluble, incluso, o tal vez sobre todo, mediante la me-todología de la investigación objetiva, científica?

El antropólogo Matt Cartmill, de la Duke University, manifiesta la siguiente opinión sobre el tema en general y sobre la disciplina científica de sus colegas en particular: «Las exigencias del propio método científico nos obligan a perseguir el objetivo esencialmente extracientífico de narrar historias que expliquen nuestra situación privilegiada dentro del universo de las cosas.»3 Cartmill pronunció estos comentarios en un encuentro de antropólogos físicos, dentro del marco de un reciente congreso anual de su asociación; quienes le escuchaban manifestaron un evidente interés por sus ideas, pero, en una reacción tal vez natural, parecían no querer mirarlas dema-siado de cerca. «La importancia de nuestra ciencia reside en la forma en que influye sobre nuestra concepción del mundo (las ideas que se hacen las personas sobre ellas mismas y sobre el universo y el lugar que ocupan dentro de él), un tema que entra en el ámbito de la ideolo-gía y la religión, ampliamente definidas», añadió.

Cartmill explicó que seis meses antes había publicado unas refle-

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xiones parecidas y había recibido varias cartas de paleoantropólogos que «no las recibieron demasiado bien». Al parecer, dijo, considera-ban que había «calumniado a nuestra profesión al poner en duda su pureza y presentarla como si estuviera contaminada por elementos no científicos». Una reacción nada sorprendente, pues a ningún cien-tífico le gusta oír que lo que hace pertenece al «ámbito de la ideolo-gía y la religión», por noble que pueda ser esta empresa.

Y tampoco es de extrañar que la reacción de muchos antropólo-gos contemporáneos ante todo ello sea del tipo: «Si, supongo que en otro tiempo estas cosas —la ideología, la mitología, etc.— influían en el trabajo de la gente, pero ahora ya no ocurre; no desde que la antro-pología es realmente científica.» La respuesta de Cartmill es sencilla y directa: «Esta tendencia a salvar las apariencias científicas elu-diendo el punto mitológico de nuestra ciencia ha distorsionado el pensamiento paleoantropológico durante la mayor parte del siglo xx.» Un juicio ciertamente cargado de implicaciones que es preciso examinar con cierta perspectiva.

La paleoantropología del siglo xx se ocupa, en sus aspectos más fundamentales, de estudiar lo que Thomas Henry Huxley, el amigo y colega de Darwin, caracterizó como «el lugar del hombre dentro de la naturaleza», tema sobre el cual escribió un libro en 1863. El inte-rrogante que se plantea, en palabras de Gerrit Miller, es sencillo: «¿El hombre es una criatura disociada del resto de la naturaleza ani-mal? ¿O es el descendiente directo de antepasados no humanos?»4

Antes de la incorporación de la teoría de la evolución al pensa-miento biológico occidental, se consideraba a los humanos como una de las criaturas creadas por Dios, pero también se les asignaba una condición muy especial. Éramos los únicos dotados de unas capaci-dades y talentos muy especiales, poseedores no sólo de una inteligen-cia trascendente, sino también de sensibilidad moral y espiritual. Nos veíamos como seres claramente diferenciados y separados del resto del mundo animal. Éramos, en palabras de Miller, una criatura desconectada del resto de la naturaleza animada. Naturalmente, con la aceptación del concepto darwiniano de la evolución, el Homo sa-piens pasó a estar considerado por fuerza como un producto de la na-turaleza, igual que las restantes especies del planeta. Igual que todas las demás especies, pero no exactamente, porque nuestra gran inteli-gencia, nuestra sensibilidad moral y espiritual, nos diferenciaban ní-tidamente, tanto cuantitativa como cualitativamente. Y esta diferen-cia, esta brecha que se creía apreciar entre el Homo sapiens y el resto de la naturaleza animada ha sido el epicentro y el desencadenante de gran parte de los enfrentamientos intelectuales en el campo de la pa-leoantropología.

Resulta irónico que esta supuesta brecha supusiese un problema para las concepciones del mundo pre y postevolucionistas por un igual. Era preciso explicar —o justificar— esta brecha y es muy ins-tructivo comprobar que los métodos empleados para ello fueron los

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mismos en ambas etapas: los investigadores tendían a ver lo que es-peraban encontrar a la luz de sus teorías.

Para el mundo científico preevolucionista, el concepto dominante en la determinación del orden de las cosas, incluido el lugar asignado al hombre dentro de la naturaleza, era la «gran cadena de la existen-cia». «La cadena [de la existencia] —explica Gould— es un orden es-tático de entidades creadas e invariables: un conjunto de criaturas a las que Dios ha asignado una posición fija dentro de una jerarquía ascendente, no asociada al tiempo o a la historia, que representa el orden eterno de las cosas.»5 Una concepción con repercusiones so-ciales además de científicas. «La función ideológica de la cadena se basa en su carácter estático: cada criatura debe darse por satisfecha con el lugar que le ha sido asignado —el siervo en su choza y el señor en su castillo—, pues cualquier intento de mejora perturbaría el or- > den establecido del universo.»

La cadena de la existencia constituía, por tanto, un recurso des-criptivo y explicativo: representaba el mundo tal como se concebía y como claramente se creía que debía ser. Tratándose de un producto del pensamiento europeo occidental, no es de extrañar que en la gra-dación, de «inferior» a «superior», de las formas, el ideal europeo apareciese como el más alto y perfecto eslabón terrestre: sólo «lige-ramente inferior a los ángeles», según la descripción de los Salmos. «Ascendiendo en la línea de gradación, llegamos finalmente al blanco europeo; que por ser el más alejado de la creación bruta puede consi-derarse, en virtud de ello, como lo más hermoso de la raza huma-na»,6 manifestaba Charles White, un médico británico que presentó un gran alegato en favor del concepto de la «cadena de la existencia» en 1799. White cerraba su panegírico a las cualidades supuestamen-te superiores de la forma europea con este comentario: «¿Dónde, ex-cepto en el pecho de la mujer europea, [pueden encontrarse] dos he-misferios tan redondos y niveos, coronados de carmín?» Exacta-mente.

Bajo el prisma de los valores actuales, el ensayo de White era un documento declaradamente racista, pese a su lenguaje poco habitual para un documento científico. «No hacía más que expresar una opi-nión habitual en su tiempo aunque con una retórica ciertamente exa-gerada», señala Gould.7 Como veremos, este tipo de racismo sería un tema persistente en la antropología durante mucho tiempo.

Como todas las teorías científicas, la «cadena de la existencia» contenía discontinuidades no explicadas, en este caso en un sentido muy literal. En vez de presentar una gradación uniforme y continua a través del conjunto del mundo natural, presenta grandes brechas aparentes; concretamente, entre los minerales y las plantas, entre las plantas y los animales; y, la más incómoda de todas, entre los simios y los humanos. La influencia de esta teoría era tal que cuando Caro-lus Linnaeus estableció, en 1758, las bases de la clasificación zooló-gica —su systema naturae— postuló la existencia de una forma hu-

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mana primitiva, Homo troglodytes, que colmaba la brecha entre huma-nos y simios. Este Homo troglodytes habría vivido en los bosques, donde llevaba una vida exclusivamente nocturna y se comunicaba sólo mediante silbidos. En una época en que las primeras expedicio-nes africanas regresaban a menudo con fantásticas historias de cria-turas mitad simiescas, mitad humanas, todo era posible, sobre todo si cubría una exigencia de la teoría.

Ya anteriormente, en 1699, Edward Tyson había manipulado in-conscientemente, en respuesta a las mismas exigencias de la teoría, la que sería la primera descripción científica de un gran antropoide, en este caso un chimpancé joven. En aquel tiempo, los europeos te-nían sólo un tenue conocimiento sobre los simios, antropoides y pue-blos «primitivos» de las zonas tropicales del Viejo mundo, e impera-ba una gran confusión en cuanto a las diferencias entre ellos, si las había. En su descripción del chimpancé, al que llamó pigmeo, Tyson decía: «Nuestro pigmeo no es un hombre, ni tampoco un simio co-mún, sino algún tipo intermedio de animal.» Corroborando esta des-cripción, Tyson dibujó el animal en una postura más o menos ergui-da, pero apoyándose en un bastón, en un caso, y sujetándose de una cuerda, en otro. Había visto caminar al animal apoyándose en los nu-dillos, según la manera habitual de los chimpancés y los gorilas, como actualmente se sabe, pero supuso que se trataba de una postu-ra antinatural resultado del debilitamiento causado por la larga tra-vesía marítima. «En esta cadena de la creación, situaría a nuestro pigmeo en un eslabón intermedio entre el simio y el hombre», con-cluía Tyson.

Actualmente, con la perspectiva de lo ocurrido en años posterio-res, cuando muchos antropólogos negaron firmemente cualquier es-trecho parentesco entre los humanos y los chimpancés, apreciación que recientemente se ha demostrado errónea, el juicio de Tyson pa-rece sorprendentemente moderno. Pero como señala Gould: «Lo que destaca en el tratado de Tyson no es una precisión nacida del abando-no de viejos prejuicios, sino sobre todo su exageración del carácter humanoide de su pigmeo... resultado de su previa aceptación de la cadena de la existencia.» Tyson vio lo que esperaba encontrar. «Se anticipaba y esperaba la existencia de formas intermedias y el descu-brimiento de Tyson ofreció una bienvenida confirmación de una teo-ría establecida.»8

En la era posdarwiniana, a lo largo de toda la historia de la pa-leoantropología, las autoridades científicas cometerían una y otra vez el mismo error que Tyson. El hombre de Neandertal, el hombre de Piltdown, Australopithecus, Ramapithecus, Zinjanthropus, cada uno ha sido objeto de la exageración de algunos rasgos privilegiados por los observadores porque así lo exigían sus teorías.

En las continuadas exploraciones del «continente negro» a lo lar-go de los siglos xvin y xix, empezó a verse progresivamente a los an-tropoides como lo que eran y a los pueblos tecnológicamente primiti-

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vos como lo que no eran. Estupefacta ante lo que interpretaba como culturas y sociedades rudimentarias, la Europa predarwiniana creyó encontrarse realmente ante verdaderas gradaciones entre la incues-tionable superioridad de la raza humana y la naturaleza bruta. «No faltan ejemplos de razas tan inferiores que parecían naturalmente afines a la tribu simiesca», comentó un antropólogo francés de la época. Cari Vogt, un intelectual ginebrino de mediados del siglo xix, entró en mayores detalles: «El abdomen colgante de las razas inferio-res [...] indica una proximidad con el simio, al igual que la ausencia de pantorrillas, los muslos rectos, las nalgas prominentes y delgadez de la parte superior del brazo.»9 El comportamiento de las «razas inferiores» también se adecuaba a lo esperado. «Los jóvenes orangu-tanes y chimpancés son seres inteligentes, de carácter amable y apa-cible, muy aptos para el aprendizaje y la adquisición de un comporta-miento civilizado —observó—. Después [de la pubertad] se convier-ten en bestias obstinadas, incapaces de perfeccionarse. Y lo mismo ocurre con el negro.»

Para que no falte nada, Vogt también manifiesta un sesgo en fa-vor de la superioridad masculina. «Podemos afirmar con certeza que siempre que se detecta una aproximación al tipo animal, la hembra está más próxima a él que el varón —opina—. Por tanto, descubriría-mos una mayor semejanza [con el simio] si tomásemos como patrón a una hembra.»

A lo largo de los siglos xvm y xix fue articulándose, primero en Europa y posteriormente en los Estados Unidos, una clasificación cuantificada de los méritos relativos de las diferentes razas. Por ejemplo, en 1862, Robert Dunn expuso de este modo sus observacio-nes en el congreso anual de la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia: «Señaló que los principales rasgos distintivos de las di-versas razas de la humanidad se han mantenido simplemente como reminiscencias de una fase particular del desarrollo del tipo supe-rior o caucásico; así, el negro presenta permanentemente la frente imperfecta, la mandíbula inferior prominente y las piernas delgadas y arqueadas del niño caucásico bastante antes de su nacimiento, los aborígenes americanos representan al niño ya a punto de nacer y los mongoles al recién nacido.»10 Aproximadamente en las mismas fe-chas, Louis Agassiz, destacado zoólogo norteamericano, señalaba que: «El cerebro del negro es el cerebro imperfecto de una criatura a los siete meses [de gestación] en el vientre de una mujer blanca.» Las diferencias entre las razas estaban a la vista de todos y, en una era predarwiniana, establecían una nítida gradación de razas infe-riores y superiores dentro de la creación divina. Dios, en su sabidu-ría, había situado a los caucásicos en la cima.

Uno de los casos más célebres en la antropología de mediados del siglo xix fue el de Samuel George Morton, un científico y médico norteamericano famoso por la calidad y minuciosidad de su trabajo. En la década de 1840 publicó una serie de estudios sobre la capaci-

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dad craneana de varias razas, medida mediante técnicas trabajosa-mente diseñadas por él mismo. Los resultados, observa Gould, «sa-tisfacían los prejuicios de todo buen yanqui: los blancos arriba, los indios en medio y los negros abajo».11 En un detallado análisis del trabajo de Morton, Gould demostró que los datos simplemente no co-rroboraban las conclusiones extraídas a partir de ellos. «En resu-men, y hablando claramente, las conclusiones de Morton son un con-junto de falsedades y tergiversaciones claramente encaminadas a controlar unas convicciones apriorísticas.» Una seria acusación para cualquier científico. «Sin embargo —añade Gould—, no encuentro pruebas de un fraude consciente; de hecho, si la manipulación de Morton hubiese sido consciente no habría publicado tan explícita-mente sus datos.» Morton, al parecer, dedujo errónea pero subcons-cientemente de los datos la pauta que esperaba —y deseaba— encon-trar.

Aunque Morton obtuvo sus datos y publicó sus conclusiones en la época predarwiniana, éstos fueron reeditados y continuaron utili-zándose mucho después de la consagración de la teoría evolucionis-ta. Lo que anteriormente se consideraba una gradación de razas creada por Dios se transformó simplemente en una gradación de ra-zas como resultado de un mayor o menor éxito evolutivo. Las razas supuestamente inferiores se consideraban en cierto modo como fósi-les vivos y se recurrió a los datos de Morton como confirmación de estas nuevas ideas. En otras palabras, para la tradición intelectual occidental, la revolución darwiniana no modificó en última instancia el lugar asignado al hombre dentro de la naturaleza; solamente se aceptó que el caucásico había alcanzado su evidente superioridad por un medio distinto, que ésta era resultado de procesos naturales en vez de divinos.

El racismo, como lo describiríamos hoy, era explícito en los escri-tos de prácticamente todos los antropólogos más destacados de la primera década de este siglo, por la sencilla razón de que refleja la concepción del mundo generalmente aceptada. El lenguaje épico tan frecuente en las obras de Arthur Keith, Grafton Elliot Smith, Henry Fairfield Osborn y sus contemporáneos se adecuaba perfectamente a una visión imperialista del mundo, que veía a los caucásicos como el más admirado producto de un grandioso avance evolutivo hacia el ennoblecimiento. Para Keith, el progreso humano a lo largo de la prehistoria había sido «un glorioso éxodo que culminó con el domi-nio de la tierra, el mar y los cielos».12 Los mismos tonos encomiásti-cos se detectan en la defensa de Osborn de las altas mesetas del Asia central como lugar de origen del hombre, de su «ascenso hasta el Parnaso». No es sorprendente, por tanto, que esos hombres interpre-tasen la posición obviamente dominante de la raza caucásica como producto natural del proceso evolutivo.

Roy Chapman Andrews, el más estrecho colaborador de Osborn en el Museo Americano, lo manifestó sin rodeos. «El progreso de las

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diferentes razas fue desigual —dijo—. Algunas tuvieron un desarro-llo increíblemente rápido hasta convertirse en dueñas del universo. En cambio, los tasmanos, que se extinguieron alrededor de 1870, y los actuales aborígenes australianos quedaron muy rezagados [...] sin avanzar mucho más allá de la fase del hombre de Neandertal.»13

En opinión de Keith, las diferencias anatómicas entre las razas eran lo suficientemente amplias para que su evolución hubiese re-querido un considerable período de tiempo. «Un tipo humano se mo-difica muy lentamente —escribió—. Por tanto, debemos conceder un amplio margen para la mera diferenciación del hombre moderno en distintas formas raciales [...] No creo que ningún período de tiempo inferior a toda la duración del pleistoceno, incluso estimando éste en medio millón de años, podría ofrecer el plazo necesario para la dife-renciación y distribución de las modernas razas de la humani-dad.»14 Muchos árboles evolutivos publicados por Keith y sus cole-gas en libros y artículos reflejaban la presunta antigüedad de los orí-genes de las razas modernas.

Esta larga separación evolutiva entre las razas —actualmente se calcula que el pleistoceno duró 2 millones de años— evidentemente ofrecía un amplio margen para que actuara la discriminación de la competencia. Y Keith reverenciaba el severo e imparcial veredicto de la competencia. «Cuando contemplamos el mundo de los hombres tal como es ahora, observamos que algunas razas avanzan hacia una posición dominante y otras están en vías de desaparición —escri-bió—. La competencia no se limita a las rivalidades y luchas huma' ñas; impregna toda la vida del reino animal; constituye la base de la doctrina darwiniana de la evolución; ha sido, y siempre será, el me-dio para una progresiva evolución... Abolir el espíritu de competen-cia sería un intento de suicidio racial.»15 Osborn coincidía con él: «La ley de la supervivencia de los más aptos no es una teoría, sino una realidad.»16

Los más aptos, según la opinión generalmente aceptada, no po-dían ser de ningún modo las razas de los trópicos, pues estas zonas inducían a la indolencia y la degeneración, no al perfeccionamiento. «La evolución del hombre se ha interrumpido y es regresiva [...] en las regiones tropicales y semitropicales —escribe Osborn—, donde abundan los frutos naturales y el esfuerzo humano —individual y racial— de inmediato se interrumpe.»17 Evidentemente, sin esfuerzo no hay progreso, en buena ética puritana. Incluso Robert Broom, que trabajó durante muchos años en África, coincidía con este sentimien-to. «Parece imposible que incluso los tipos superiores de hombre puedan vivir durante un período prolongado de tiempo en los trópi-cos sin degenerar —escribió en 1933—. Aparentemente, el continua-do perfeccionamiento del cerebro sólo fue posible en un clima tem-plado.»18

Varias líneaá üe argumentación se entretejieron así hasta formar un entramado teórico en estrecha consonancia con las característi-

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cas del mundo eduardiano. Si las razas blancas ocupaban una posi-ción económica y territorialmente dominante en el mundo, ello debía ser el resultado natural de procesos naturales. La lentitud del cam-bio evolutivo, la prolongada separación entre las razas, el medio des-favorable de los trópicos, todo se combinaba para producir una gra-dación de razas, desde los aborígenes australianos, situados en el es-calón más bajo, pasando por las razas negras y mongoles, hasta cul-minar con los caucásicos, situados en el escalón más alto.

Pero si bien el lugar del hombre en la naturaleza parecía fácil-mente explicable y ordenado dentro del conjunto de razas del Homo sapiens, en el contexto más amplio surgían problemas. La supuesta brecha entre el hombre y las bestias, aunque flanqueada por las «ra-zas inferiores», seguía siendo amplia. Thomas Henry Huxley se refe-ría a ella en los siguientes términos: «Nadie puede estar más conven-cido que yo de la enormidad de la brecha que separa [...] al hombre de las bestias [...] pues sólo él posee el maravilloso don del lenguaje

' inteligible y racional [y] se erige sobre él como sobre la cima de una montaña, señoreando muy por encima del nivel de sus humildes compañeros y transfigurada su naturaleza más basta por el reflejo esporádico de un rayo de la fuente infinita de la verdad.» La teoría evolutiva tenía que ofrecer una explicación sobre el origen de una brecha tan importante.

Durante gran parte de la historia de la paleoantropología, los pro-fesionales han quedado presos de un dilema en sus intentos de dar respuesta a este enigma. Por un lado, han reconocido que de acuerdo con la teoría evolutiva, las fuerzas naturales deben ser capaces de lo-grar en lo esencial la transformación de un simio en humano. Pero por otro lado, hasta fecha muy reciente han tendido a concentrarse en las características que consideramos que nos singularizan, como la inteligencia, la cultura, la organización social y un sentido moral. «Al aceptar esta definición persistentemente predarwiniana del pro-blema, los científicos dedicados a estudiar la evolución humana han asumido la paradójica tarea de explicar cómo unas causas que ope-ran en toda la naturaleza han producido en el caso del Homo sapiens un efecto radicalmente distinto a cuanto puede observarse en el res-to de la naturaleza»,19 comentan Matt Cartmill, David Pilbeam y (el ya fallecido) Glynn Isaac en un escrito reciente. A esta «tarea paradó-jica» se refería precisamente Cartmill cuando manifestaba que: «Las exigencias del propio método científico nos obligan a perseguir el ob-jetivo esencialmente extracientífico de narrar historias que expli-quen nuestra situación privilegiada dentro del universo de las cosas.»

Algunos, entre los que destacan Alfred Russel Wallace —coinven-tor, con Darwin, de la teoría de la selección natural— y Robert Broom, simplemente se sintieron desbordados, aunque por motivos distintos, por la magnitud de la tarea. Ambos llegaron a la conclu-

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Moii tic que sólo la intervención espiritual podía explicar la inteligen-cia y la moral humanas.

Como corresponde al coinventor de la teoría de la selección natu-ral, Wallace la concebía como una fuerza sumamente poderosa e ine-xorable. «La ley de la selección natural o de la supervivencia de los más aptos es, como indica su nombre, una ley rigurosa, que determi-na la vida o la muerte de los individuos sometidos a su acción»,20 es-cribió en 1889 en un ensayo sobre el darwinismo. En otras palabras, si un animal poseía una característica hereditaria que mejoraba su aptitud para competir con los demás, esta característica se vería pri-vilegiada y reforzada de generación en generación. Una forma más eficaz de digerir los alimentos sería un ejemplo trivial pero adecua-do. Recíprocamente, las características que no ofrecieran ventajas especiales para la supervivencia no serían seleccionadas y no se man-tendrían y reforzarían de una generación a otra. Wallace aplicó este firme criterio al Homo sapiens y topó con problemas.

«Acepto plenamente las conclusiones del señor Darwin en cuanto a la identidad fundamental de la estructura física del hombre con la de los mamíferos superiores y su descendencia de una forma ances-tral común al hombre y a los antropoides», reconoció.21 Pero, aña-dió, las capacidades intelectuales y el sentido moral del hombre, en-tre otras cosas, «no podrían haberse desarrollado por la sola vía de la variación y la selección natural y [...], por tanto, deben explicarse en virtud de otra influencia, ley o agente.»22 Esta «pequeña herejía», como la llamó Wallace, naturalmente molestó a Darwin, que en 1869 le escribió quejoso: «Confío en que no haya asesinado por completo a su criatura y la mía.» Pero Wallace permaneció firme en sus con-vicciones.

Su planteamiento era sencillo y directo. Llegaba a la conclusión de que un examen de la capacidad mental de los pueblos tecnológica-mente primitivos —salvajes los llamaba, aunque más bien era menos racista que sus contemporáneos— indica que están mejor dotados de lo que requiere su sencilla forma de vida. «La selección natural sólo podría haber dotado al salvaje de un cerebro ligeramente superior al de un simio, sin embargo el que posee es sólo ligeramente inferior al de la media de los miembros de nuestras sociedades cultas.»

¿Y qué decir del ingenio y el sentido del humor, y la capacidad matemática, de las sociedades avanzadas? ¿Cómo podían ser produc-to de la selección natural cuando de nada les habrían servido a nues-tros antepasados? Como aspectos imposibles de explicar por la selec-ción natural citaba nuestra piel peculiarmente desnuda, nuestra voz cantarína, nuestras manos y pies «innecesariamente perfectos» y, evidentemente, nuestro sentido moral. «La inferencia qugsgÉtextrae-ría de esta categoría de fenómenos es que una ha orientado el desarrollo del hombre en una dirección cg«creta% para una finalidad especial»,23 concluía Wallace

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año en que Darwin publicó su principal ensayo sobre los orígenes hu-manos: La descendencia humana.

Es posible que, como ha argumentado Gould, Wallace llegase a esta conclusión obligado por los imperativos de la rígida e implaca-ble lógica de la teoría de la selección natural. Y, de hecho, así lo plan-tea Wallace. Pero en un largo y divagante párrafo de su ensayo de 1889 sobre el darwinismo se atisba claramente a una persona más que satisfecha por las conclusiones a las que ha podido llegar. «Quie-nes admitan mi interpretación de los datos citados [...] se verán ali-viados de la abrumadora carga mental que pesa sobre quienes —al afirmar que, al igual que el resto de la naturaleza, sólo somos pro-ducto de las eternas y ciegas fuerzas del universo, y convencidos también de que llegará forzosamente un momento en que el sol deja-rá de calentar y toda la vida deberá cesar necesariamente sobre la tierra— se ven obligados a contemplar un futuro no muy distante en el que será como si toda esta gloriosa tierra —que durante inconta-bles millones de años ha estado desarrollando formas de vida y de belleza hasta culminar finalmente en el hombre— jamás hubiera existido; que se ven obligados a suponer que todo el lento desarrollo de nuestra raza en su lucha por alcanzar una forma superior de vida, toda la agonía de los mártires, todos los gemidos de las víctimas, todo el mal y la miseria y el sufrimiento no merecido a lo largo de los tiempos, todas las luchas por la libertad, todos los esfuerzos para alcanzar la justicia, todas las aspiraciones de virtud y de bienestar para la humanidad, se desvanecerán por completo y "como el intan-gible tejido de una visión, no dejarán ni un despojo en su estela".»24

Wallace describe la concepción materialista de un mundo en el que un día dejará de levantarse el sol como una «creencia desespera-da y mortal para el espíritu». En cambio, su propia concepción del mundo irradia esperanza y trascendencia. «Quienes aceptamos la existencia de un mundo espiritual podemos concebir el universo como un grandioso conjunto coherente adaptado en todos sus aspec-tos para el desarrollo de seres espirituales capaces de una vida y una perfección infinitas. Para nosotros, toda la finalidad, la única razón de ser del mundo [...] fue el desarrollo del espíritu humano asociado al cuerpo humano.»

Parecido, pero todavía más extremo, era el planteamiento de Ro-bert Broom, el mismo que, como recordará el lector, tuvo un papel tan importante en la demostración de que el Australopithecus ocupa-ba. realmente un lugar entre los ancestros humanos. Además de sen-tirse incapaz de aceptar la evolución naturalista de la humanidad, también consideraba impensable que gran parte del resto del com-plejo y hermoso mundo de los animales y las plantas hubiera podido surgir sin la intervención de una mano conductora, de «un agente es-piritual», como lo llamaba. Asimismo, consideraba el origen del Homo sapiens como finalidad última de todo lo demás. «Gran parte de la evolución parece planificada para dar como resultado el hom-

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1)1 v y otros animales y plantas destinados a hacer del mundo un lu-gar habitable para él.»25 Y, bajo la influencia explícita de los escri-tos de Wallace, Bruce acaba con una nota absolutamente espiritua-lista: «El objetivo [de la evolución] ha sido la producción de persona-lidades humanas y la personalidad representa evidentemente un nuevo ser espiritual que probablemente sobrevivirá tras la muerte del cuerpo.»

Wallace y Broom explicaban, así, la brecha observada entre el Homo sapiens y el resto de la naturaleza animada recurriendo a una explicación de «final feliz», claramente concordante con sus profun-das convicciones sobre el mundo. Otros han empleado explicaciones más científicas en sus ámbitos profesionales, explicaciones que sin embargo han cambiado considerablemente de planteamiento en las tres últimas generaciones.

No hay nada que objetar a los cambios de perspectiva en las expli-caciones que ofrece la ciencia; una de las vías para el avance de los conocimientos es la adopción de sucesivas interpretaciones provisio-nales a medida que van surgiendo nuevos datos y nuevas elaboracio-nes de los mismos. Pero en el caso de los orígenes humanos, la expli-cación propuesta por cada generación parece contener temas que desbordan con creces las implicaciones posibles a partir de la nueva información científica disponible en el momento. «¿Es posible que, como los mitos "primitivos", las teorías sobre la evolución humana contribuyan a reforzar los sistemas de valores de sus creadores re-flejando históricamente su imagen de sí mismos y de la sociedad en la que viven?»,26 se pregunta John Durant, de la Universidad de Ox-ford. Este interrogante, planteado en un reciente congreso anual de la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia, le valió críti-cas generalizadas. Cosa nada sorprendente si se considera que, como Matt Cartmill, parecía sugerir que lo que hacen los paleoantropólo-gos no es demasiado científico. «Una y otra vez —observa Durant— las ideas de los orígenes humanos, si se examinan detenidamente, nos revelan tantas cosas sobré el presente como sobre el pasado, so-bre nuestras propias experiencias como sobre las de nuestros ante-pasados remotos.»

De hecho, insiste Cartmill, los paleoantropólogos no son necesa-riamente acientíficos, puesto que sus teorías deben ser contrastadas con cada nuevo dato obtenido, igual que en otras ramas de la ciencia. «Lo que hacen los paleoantropólogos es más, no menos, que científi-co —dice—. La dimensión mítica se da por añadidura, no en lugar de. Las teorías siguen condicionadas al resultado de los intentos de de-mostrar su falsedad; pero su significado es más reducido sin esas in-cursiones en lo extracientífico.»27

Examinemos, pues, esta progresión de las ideas. En el ámbito de lo físico, toda teoría sobre la evolución humana

debe explicar cómo se produjo la transformación de un antepasado simiesco, provisto de potentes mandíbulas y largos y afilados cani

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nos, y capaz de correr a gran velocidad sobre las cuatro patas, en un lento animal bípedo, con unos medios naturales de defensa insignifi-cantes en el mejor de los casos. Si a ello se suman las capacidades intelectuales, el uso del lenguaje y la moralidad, sobre las cuales nos alzamos «como sobre la cima de una montaña», en palabras de Hux-ley, se comprenderá la amplitud del desafío al que debe enfrentarse la teoría evolutiva.

La respuesta de Darwin fue examinar las facultades que nos sin-gularizan —nuestro cerebro, nuestra postura bípeda, nuestro uso de útiles, nuestra sociabilidad— y sugerir que su progresivo desarrollo nos habría proporcionado una ventaja competitiva en el mundo de la naturaleza bruta. Una explicación que presentaba a nuestros prime-ros ancestros como ya humanos, aunque en un grado rudimentario. Este último tema ha pervivido hasta fecha relativamente reciente: homínido es equivalente a humano y explicar los orígenes de los ho-mínidos equivale a explicar los orígenes humanos.

Para Darwin, los primeros homínidos tenían mayor capacidad ce-rebral que los simios, mantenían una postura más erguida que los si-mios y eran más sociables que los simios. En resumen, los primeros homínidos del mundo darwiniano ya eran criaturas culturales: eran homúnculos. Y sobre todo, mantenían una competencia con los si-mios y con el resto de la naturaleza animada; participaban en «la lu-cha por la existencia». Darwin incluso apreciaba una ventaja en la debilidad física y aparente indefensión de nuestros ancestros. «Un animal [...] capaz, como el gorila, de defenderse de todos sus enemi-gos, tal vez no llegaría a ser social», sugirió.

Como correspondía al inventor de la teoría de la selección natu-ral, Darwin centró su explicación de los orígenes humanos en la com-petencia y remarcó su permanente importancia. «El hombre [...] debe continuar sujeto a una severa lucha. De lo contrario se sumiría en la indolencia y los hombres mejor dotados no saldrían mejor librados que los menos dotados en la batalla de la vida», dijo.28 «Las ideas de Darwin aplicadas a la sociedad humana resultaban reconfortantes para muchos otros Victorianos acomodados —observa Matt Cart-mill—.29 Como los idealizados potentados del capitalismo nonocen-tista, el Homo sapiens se había ganado su dominio del mundo gracias a la habilidad, astucia y rectitud demostradas en el «mercado» de la competencia humana. El hombre darwiniano es el dueño de la tierra, no por delegación divina ni por una afinidad romántica con el «espí-ritu del mundo», sino por las mismas buenas y legítimas razones por las que los británicos gobernaban en África y la India.

Las concepciones de Darwin sobre los orígenes humanos —en las que nuestros atributos «singulares» se explicaban por sí mismos en virtud de una ventaja incremental a través de la selección natural— se mantuvieron hasta entrado el siglo xx, a lo largo de toda la era de Arthur Keith y Henry Fairfield Osborn y hasta la década de los cin-cuenta. En esta concepción del mundo, el mayor enigma que debían

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explicar los científicos no era la ascendencia del hombre, sino las ra-zones del evidente «fracaso» de los simios. La respuesta era sencilla, a saber: la influencia maligna de los trópicos, «que favorecían una in-dolencia de costumbres y un estancamiento del esfuerzo y el desarro-llo»,30 según la explicación propuesta por Grafton Elliot Smith. «Mientras el hombre evolucionaba al compás de la lucha contra con-diciones adversas, los antepasados del gorila y el chimpancé renun-ciaron a la lucha por la supremacía mental porque ya estaban satis-fechos con sus circunstancias.» Un comentario en el que la desapro-bación moral pesa tanto como la explicación científica. El Homo sa-piens, a diferencia de los simios «inferiores», se habría elevado hasta la más alta y noble supremacía intelectual dentro del mundo natural gracias a su propio esfuerzo y tenacidad.

La estructura darwiniana empezó a venirse abajo, en las décadas de los años treinta y cuarenta, con los descubrimientos de fósiles de australopitecinos en Sudáfrica, que indicaban que los antepasados del hombre mantenían una postura erecta y estaban provistos de ce-rebros de reducido tamaño y también de pequeños dientes caninos. La inteligencia no podía haber sido un importante motor de la evolu-ción humana si la mayor parte de los principales cambios físicos del esqueleto se habían producido sin ninguna expansión visible de la ca-pacidad mental. Se requería una nueva explicación, que no tardó en surgir. El uso de útiles, sobre todo de armas, se convirtió en el nuevo foco del progreso humano; se iniciaba la era del simio asesino, que nos ofrecía una imagen muchísimo menos halagadora de nosotros mismos, que el noble y espiritual antepasado con que contaron Dar-win, Keith y sus contemporáneos.

Raymond Dart marcaría el tono de esta nueva era explicativa, con sus escritos basados en lo que consideraba indicios de violencia ase-sina en el registro fósil. En un artículo que hizo época, publicado en 1953 bajo el título «The Predatory Transition from Ape to Man» (La transición depredadora desde el simio hasta el hombre), escribió este dramático párrafo: «Los archivos salpicados de sangre y restos des-cuartizados de la historia humana, desde los más antiguos documen-tos egipcios y sumerios hasta las más recientes atrocidades de la se-gunda guerra mundial, concuerdan con el universal canibalismo pri-mitivo, con la práctica de sacrificios animales y humanos, o su susti-tución por otros simbólicos en las religiones formalizadas, y con las prácticas universales de arrancar cabelleras, coleccionar cabezas, mutilar los cuerpos y de la necrofilia por parte de la humanidad, que proclaman este común diferenciador sanguinario, este hábito preda-dor, esta marca de Caín que separa dietéticamente al hombre de sus parientes antropoides, aproximándole más bien al más peligroso car-nívoro.» Como comentó Richard Leakey: «El mensaje que encierran estas conmovedoras palabras es claro: los humanos son invariable-mente brutales, están poseídos de un deseo innato de matarse entre sí.»31

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Dart, que era un buen biólogo, llegó a la conclusión de que las am-plias y llanas praderas del Transvaal, donde se descubrieron inicial-mente la mayoría de los fósiles de australopitecinos, no podrían ha-ber proporcionado a nuestros antepasados la dieta vegetariana ca-racterística de los grandes simios. Tuvieron que vivir de la caza, se dijo, y entre los restos fosilizados de babuino encontró cráneos con rastros de golpes que parecían confirmar esa idea. También creyó detectar indicios de cráneos igualmente golpeados entre los propios australopitecinos; de ahí sus especulaciones sobre nuestra violenta historia.

La sanguinaria tesis de Dart fue recogida con fruición por el dra-maturgo Robert Ardrey quien la transformó, en una prosa aún más sanguinolenta, en una serie de libros que tuvieron gran éxito de ven-tas, en los que se ofrecía esencialmente una larga exposición sobre la innata depravación de los humanos y nuestros antepasados. «La humanidad no nació inocente y no nació en Asia», era la frase inicial del primero de ellos, African Genesis (Génesis africana). Nuestros an-tepasados vivían de la caza y a menudo empleaban sus talentos asesi-nos contra su propia especie, o eso se decía. John Durant, de la Uni-versidad de Oxford, ha descrito este planteamiento como la hipótesis de la «bestia que lleva dentro el hombre». «Ardrey —dice Durant— reescribió el mito cristiano de la creación en el lenguaje de la nueva biología.»32 Así se inició la poderosa influencia de la hipótesis de la caza.

Es interesante observar, como señala Matt Cartmill, que los as-pectos esenciales de la hipótesis de la caza ya se habían propuesto treinta años antes, en varios artículos publicados entre 1913yl921 por dos científicos británicos, Harry Campbell y Garveth Read. Pero, en opinión de Cartmill: «En los años veinte, el mundo no estaba pre-parado para oír hablar del simio asesino. Se requeriría otra guerra mundial y algunos nuevos descubrimientos de fósiles para ponerlo en el centro de la teoría paleoantropológica, junto con su afición al consumo de carne animal.»33 A diferencia de las hipótesis de Camp-bell y Read, que fueron ignoradas, las palabras de Dart serían escu-chadas porque las pronunció en un contexto social más receptivo, cuando Sigmund Freud y Konrad Lorenz ya habían sentado las bases del concepto de la perversidad humana a partir de los dispares con-textos del psicoanálisis y la conducta animal, y cuando el recuerdo de la devastación de la segunda guerra mundial aún se conservaba doiorosamente fresco en la memoria colectiva.

Aunque los sentimientos más exagerados expresados en los libros de Ardrey hicieron fruncir un poco el ceño a los antropólogos profe-sionales, el tema central de la hipótesis —que el hombre llegó a ser hombre cuando se hizo cazador— no tardaría en quedar consagrado como el nuevo paradigma de los orígenes frumanos. «La caza es la pauta maestra del comportamiento de la especie humana»,34 dijo William Laughlin, un antropólogo de la Universidad de Connecticut,

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en 1966. Hizo esta declaración como parte de su intervención en uno de los congresos científicos más significativos de ese período, titula-do simplemente «El hombre cazador». La evolución de la caza entre los humanos aparentemente podía explicarlo todo. «Los útiles posi-bilitan la [práctica de la] caza por parte de los humanos, pero ésta es mucho más que una técnica o un conjunto de técnicas, es un modo de vida —declararon Sherwood Washburn y C. S. Lancaster en el mismo congreso de 1966—,35 En un sentido muy real, nuestro inte-lecto, intereses, emociones y vida social básica son todos productos evolutivos de la adaptación para la caza.»

Es decir, que la postura bípeda, la inteligencia, el uso de útiles, la cultura y la sociedad —todas esas características que nos hacen humanos y que Darwin había explicado como resultado de ventajas incrementales privilegiadas por la selección natural— recibían aho-ra una explicación distinta: la caza. Aunque distinta y más próxima a la naturaleza bruta que la concepción darwiniana del mundo, la hi-pótesis de la caza de los años cincuenta, sesenta y principios de los setenta seguía presentando esencialmente los orígenes de los homí-nidos como orígenes humanos: somos fundamentalmente humanos desde el primer momento. «El Australopithecus —dijo un destacado antropólogo de la época— era un animal como nosotros.»

Dada esta equiparación entre homínidos y humanos, tal vez no deba extrañarnos que los antropólogos manifestasen una sensibili-dad muy acusada respecto al tipo de comportamiento y de relaciones incluso de los homínidos más primitivos: dicho en pocas palabras, estaba en juego su propia autoimagen. Para Arthur Keith y sus cole-gas, una medida defensiva importante había sido remontar una for-ma esencialmente moderna del hombre hasta los inicios de la prehis-toria. Ello permitía establecer una cómoda distancia entre la huma-nidad y la bestia. Los antropólogos de los años sesenta y principios de los setenta consiguieron el mismo resultado remontando los orí-genes homínidos hasta un tiempo lo más distante posible, que permi-tía mantener a una tranquilizadora distancia el simio que llevamos dentro.

La hipótesis de la caza con todas sus implicaciones empezó a des-moronarse a partir de mediados de la década de los setenta por una diversidad de motivos. En primer lugar, los nuevos y espectaculares descubrimientos realizados en el África oriental empezaron a hacer evidente que los primeros útiles de piedra del registro arqueológico comienzan a aparecer sólo al menos un millón de años más tarde des-pués del pleno desarrollo de la postura bípeda entre los primeros ho-mínidos. La ausencia de útiles de piedra, utilizables como armas e instrumentos de carnicero, en los orígenes de la línea humana, acabó con el postulado de la caza como motor de la postura bípeda. Una posterior revisión de los datos arqueológicos ha llevado a los pa-leoantropólogos a sospechar que la práctica plenamente desarrolla-da de la caza, en la forma que inflamó de tal modo la imaginación co-

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lectiva hace una década, se adoptó sólo en una época muy reciente de la historia humana. Nuestros antepasados podrían haber sido ca-rroñeros oportunistas, no cazadores, durante la mayor parte de su historia, una idea que muchos consideran muy poco halagadora para nuestra autoimagen.

Un segundo hecho importante ha sido la progresiva comprensión de las verdaderas implicaciones de un árbol genealógico de los homí-nidos con múltiples ramificaciones. Algunas especies de australopi-tecinos eran anatómicamente robustas, con grandes molares y pode-rosos músculos maxilares, que contrastan fuertemente con la osa-menta más delicada de las primeras especies de Homo. Cuando, en 1973, se encontraron muestras de estos dos tipos de homínidos prác-ticamente juntas en la orilla oriental del lago Turkana, los antropólo-gos empezaron a plantearse por fin la posible existencia de dos tipos muy diferentes de animales, de dos nichos ecológicos muy distintos. Ya no era aceptable hablar de «la» adaptación homínida, porque és-tas claramente eran diversas. Y puesto que los orígenes de los miem-bros más primitivos de la línea Homo aparentemente se remontan al menos a un millón de años antes que el homínido más antiguo que se conoce, el Australopitecus afarensis, tampoco podían seguirse equiparando los orígenes homínidos con los orígenes humanos. Fue-ra lo que fuese lo que nos hizo humanos, aparentemente no guardaba relación alguna con la causa inicial de la adopción de la postura erec-ta y de la pérdida de los afilados caninos en los primeros homínidos. En consecuencia, los atributos humanos —como la inteligencia y la cultura— ya no ofrecían una explicación relevante del origen de es-tas primeras adaptaciones homínidas. Por la misma razón, las carac-terísticas claramente primitivas y simiescas de nuestros más remo-tos ancestros ya no ponen tan gravemente en peligro nuestra autoi-magen.

La hipótesis de la caza también fue objeto de ataques teóricos desde mediados de la década de los setenta. Uno de estos plantea-mientos, desarrollado por el fallecido Glynn Isaac y expuesto por Ri-chard Leakey en varios libros de divulgación, ponía el acento en la cooperación y el reparto de los alimentos como elementos de conduc-ta claves para los orígenes de los homínidos y el éxito de la línea hu-mana. Owen Lovejoy, por su parte, sugirió que los imperativos demo-gráficos y alimentarios fomentaron el desarrollo de la postura bípe-da y la unión monógama entre machos y hembras. Como réplica a la orientación masculina de la hipótesis de la caza, Adrienne Zihlman y Nancy Tanner sugirieron como elemento central de los orígenes de los homínidos el vínculo madre/hijo y el reparto de los alimentos en-tre las hembras adultas.

Al margen de sus méritos relativos —y no todos son fácilmente verificables en el registro fósil—, cada una de estas distintas pro-puestas revela una clara intención de sustituir una imagen visible-mente agresiva de los orígenes humanos por otra visiblemente pací-

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iica. «Pero ¿por qué tanto interés en lograrlo? —se pregunta Matt Cartmill—.36 Lo que llama la atención en estas teorías es que van mucho más allá de lo que puede deducirse de los datos disponibles en su intento de demostrar que la caza no tuvo importancia en los inicios de la evolución de los homínidos, igual que las teorías del si-mio asesino intentaron demostrar que era un aspecto crucial.» ¿Por qué? ¿Qué se esconde detrás de esta actitud? «Cuando se abandona con indignación un tipo de conjetura para adoptar otra —observa Cartmill—, suele haber buenas razones no científicas que lo ex-plican. »

Entre ellas podría estar el deseo de abandonar la noción pesimis-ta de que los humanos están condenados por su propia naturaleza a aniquilarse mutuamente a través de una guerra nuclear. O de recha-zar la idea de que, por nuestro legado evolutivo, estamos innatamen-te programados para un tipo cualquiera de conducta y sobre todo para una conducta indeseable. Pero a la larga estos motivos no tie-nen mayor relevancia, pues son motivos circunstanciales. Como dice John Durant, son «una respuesta directa a la experiencia social con-temporánea».37 Estas pacíficas teorías de los orígenes humanos, como la idea de que el hombre lleva dentro una bestia, se convierten en «un espejo que reflejaba sólo aquellos aspectos de la experiencia humana que querían ver sus autores... Ésta es exactamente la fun-ción que cabe esperar de un mito científico».

La mayoría de los científicos dan un respingo cuando se asocia la palabra «mito» a lo que ellos conciben como una búsqueda de la ver-dad; la ciencia, no lo olviden, es supuestamente objetiva y Verdad se escribe con mayúscula. «Un mito, según mi diccionario, es una histo-ria real o ficticia que incorpora los ideales culturales de un pueblo o expresa profundas emociones compartidas —observa Cartmill—. De acuerdo con esta definición, los mitos suelen ser algo bueno, y las historias de los orígenes que cuentan los paleoantropólogos son ne-cesariamente mitos. Lo son al margen de que sean verdaderas o no, porque incorporan un tema cultural central; en efecto, definen y ex-plican la diferencia crucial entre los seres humanos y las bestias.»38

La Verdad sobre el lugar que ocupa el hombre dentro de la natu-raleza debe buscarse, por tanto, en cuatro dimensiones completa-mente independientes. En las tres primeras —que hacen referencia al tiempo, la forma y el comportamiento— se dispone de datos cientí-ficos, que proporcionan los fósiles, los útiles de piedra, la anatomía comparada y el estudio comparado del comportamiento, y la biolo-gía molecular. A partir de estos datos, tal vez un día sea posible tra-zar una línea clara a través del tiempo que nos una a nuestros ante-pasados, y a éstos a los suyos, y así sucesivamente hasta plasmar en un detallado árbol evolutivo la relación entre la humanidad y la natu-raleza bruta.

Sin embargo, determinar dónde acaba exactamente la naturaleza bruta y dónde empieza la humanidad no es competencia de la biolo-

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gla molecular o comparativa, lintra dentro de una cuarta dimensión: es una cuestión de autoimagen. En este caso no pueden trazarse lí-neas claras, ni pueden contrastarse hipótesis, pues el concepto que de sí misma tiene la humanidad varía continuamente al impulso de las experiencias del momento.

La paleoantropología tiene como principal objeto, y siempre lo ha tenido, la búsqueda del lugar que le corresponde al hombre dentro de la naturaleza. Esta ciencia comparte con todas las ciencias histó-ricas las limitaciones que pesan sobre todo intento de reconstruir unos hechos que sólo ocurrieron una vez: no es posible diseñar expe-rimentos capaces de confirmar o negar los temas principales que se investigan. También comparte con todas las ciencias el hecho indis-cutible de que la ciencia es una actividad que desarrollan las perso-nas y como tal está sujeta al carácter inevitablemente personal e irregular del progreso intelectual. Pero la paleoantropología es tam-bién la única de las ciencias que opera en el marco de esta cuarta di-mensión, bajo la influencia invisible pero constante de la autoimagen de la humanidad.

Como señaló Matt Cartmill: «Todas las ciencias tienen sus pecu-liaridades, pero la paleoantropología es una de las más peculia-res.»39 Por esto siempre habrá polémicas en torno a los huesos.

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Notas

CAPÍTULO I

1. CBS Inc., 1981. Reservados todos los derechos. Programa original emi-tido en mayo de 1981 por la cadena de televisión CBS dentro de la serie Universe.

2. Leakey y Johanson han publicado ambos libros de divulgación en cola-boración con autores científicos. Leakey escribió los suyos, Origins (Orígenes) (1977), People of the Lake (1979) y The Making of Mankind (La formación de la humanidad) (1981), en colaboración con Roger Lewin, y Johanson escribió Lucy en colaboración con Maitland Edey.

3. Entrevista con el autor, Nairobi, 21 de enero de 1985. 4. Véase la nota 1. 5. Véase la nota 3. 6. Véase la nota 1. 7. Véase la nota 1. 8. Entrevista con el autor, Berkeley, California, 19 de noviembre de 1985. 9. Sir Peter Medawar, «Induction and Intuition in Scientific Thought»,

reproducido en Pluto's Republic (Oxford University Press, 1984), p. 78.

10. «Four Million Years of Humanity», conferencia pronunciada en el Mu-seo Norteamericano de Historia Natural, Nueva York, 9 de abril de 1984.

11. Véase la nota 3. 12. The Roots of Mankind (Allen & Unwin, 1971), p. 139. 13. Essays on the Evolution of Man (Oxford University Press, 1924), p. 55. 14. Smithsonian Report (1927), pp. 417-432. 15. «Four Legs Good, Two Legs Bad», en Natural History (noviembre de

1983), p. 65. 16. Smithsonian Report, 1928, p. 416. 17. Véase la nota 10. 18. Entrevista con el autor, Berkeley, 19 de noviembre de 1985. 19. Véase la nota 10. 20. Véase la nota 8. 21. Entrevista con el autor, Berkeley, 2 de octubre de 1984. 22. Entrevista con el autor, Londres, 11 de junio de 1985. 23. Apes, Men and Morons (Putnam, 1937), p. 112. 24. «Reflections on Human Paleontology», en A History of Physical Anthro-

pology: 1930-1980 (Academic Press, 1982), p. 231. 25. Man-Apes or Ape-Men (Holt, Rinehart and Winston, 1967), p. 9.

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26. «Choose Your Ancestors», conferencia pronunciada en el California Institute of Technology, Pasadena, setiembre de 1974.

27. «Myths and Methods in Anatomy», en Journal of the Royal College of Surgeons of Edinburgh, vol. II, núm 2, pp. 87-114 (1966), p. 91.

28. Véase la nota 10. 29. «Myths and Methods in Anatomy», op. cit., p. 113. 30. Véase la nota 10.

CAPÍTULO 2

1. Entrevista con el autor, Boston, 22 de enero de 1986. 2. «Human Evolution as Narrative», en American Scientist, vol. 72,

pp. 262-268 (1984), p. 265. 3. A New Theory of Human Evolution (Philosophical Library, Nueva York,

1949), p. 161. 4. Meet Your Ancestors (John Long Ltd., Nueva York), p. 10. 5. Essays on the Evolution of Man (Oxford University Press, 1924), p. 79. 6. «Recent Discoveries Relating to the Origin and Antiquity of Man», en

Science, vol. 65, pp. 481-488 (1927), p. 482. 7. Man Rises to Parnassus (Princeton University Press, 1927), p. 164. 8. Ibidem, p. 79. 9. «The Trend of Evolution», en The Evolution of Man (Yale University

Press, 1922), pp. 152-184. 10. Essays on the Evolution of Man, op. cit., p. 40. 11. «Four Legs Goog, Two Legs Bad», en Natural History, pp. 65-78 (noviem-

bre de 1983), p. 68. 12. «Aspects of Human Evolution», en Evolution from Molecules to Man, D.

S. Bendall, comp. (Cambridge University Press, 1983); p. 515. 13. Informe sobre el manuscrito de Landau para American Scientist. 14. «Aspects of Human Evolution», op. cit., p. 515. 15. Véase la nota 1. 16. Entrevista con el autor, Berkeley, 3 de octubre de 1984. 17. Carta de Washburn a Landau, 29 de abril de 1981. 18. Carta de Washburn a Landau, 14 de mayo de 1981. 19. Véase la nota 16. 20. Véase la nota 1. 21. «Human Evolution as Narrative», op. cit., p. 262. 22. Véase la nota 1. 23. Manuscrito de la conferencia «Paradise Lost» presentada en el simpo-

sio «The Rhetoric of the Human Sciences» (Retórica de las ciencias so-ciales), Universidad de Iowa, 28-31 de marzo de 1984, p. 2.

24.' Scientific Monthly, vol. 39 (1934), p. 486. 25. «Paradise Lost», manuscrito citado en la nota 23, p. 2. 26. «The Locomotor Behavior of Australopithecus afarensis», en American

Journal of Physical Anthropology, vol. 60, pp. 279-317, 1983. 27. «Human Evolution: The View from Saturn», en The Search for Extrate-

rrestrial Life: Recent Developments (IAU, 1985), pp. 213-221. 28: The Myths of Human Evolution (Columbia University Press, 1982), p. 2. 29. Essays on the Evolution of Man, op. cit., p. 77. 30. Bulletin of the New York Academy of Medicine, III (1927), pp. 513-521.

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31. Essays on the Evolution of Man, op. cit., p. 68. 32. The Coming of Man: Was It Accident or Design? (H. F. & B. Witherby,

Londres, 1933), p. 10. 33. Ibidem, p. 220. 34. Ibidem, p. 218. 35. «The Baron in the Trees», ponencia para el congreso sobre «Variabili-

dad y evolución humana», Roma, 24-26 de noviembre de 1983, ms., p. 11.

36. «The Dawn Man of Piltdown, Sussex», en Natural History, vol. 21, p. 577 y ss. (1921), p. 578.

37. «The Baron in the Trees», ms. cit., p. 4. 38. «Current Argument on Early Man», en Major Trends in Evolution,

pp. 261-285, Lars-Konig Konigson, comp. (Pergamon Press, 1980), p. 262. 39. Ibidem, p. 267. 40. Ibidem, p. 262. 41. «Four Legs Good, Two Legs Bad», op. cit., p. 77. 42. «Current Arguments on Early Man», op. cit., p. 262. 43. «Australopithecus africanus: The Man-Ape of South Africa», en Nature,

vol. 115 (1925), p. 196. 44. «The Baron in the Trees», ms. cit., p. 9. 45. «A Systematic Assessment of African Hominids», en Science, vol. 203

(1979), pp. 322-333. 46. «The Baron in the Trees», ms. cit., p. 10. 47. «The Myth of Human Evolution», en New Universities Quarterly, vol. 35,

pp. 425-438 (1981), p. 426.

CAPÍTULO 3

1. Entrevista con el autor, Johannesburgo, febrero de 1985. 2. «Human Evolution after Raymond Dart», en Hominid Evolution: Past,

Present and Future, Phillip V. Tobias, comp. (Alan Liss, Nueva York, 1985), pp. 3-18.

3. Entrevista con el autor, Filadelfia, 23 de mayo de 1984. 4. Ibidem. 5. An Autobiography (Philosophical Library, 1950), p. 480. 6. Véase la nota 3. 7. Véase la nota 2. 8. «Taung: A Mirror for American Anthropology», en Hominid Evolution:

Past, Present and Future, op. cit., pp. 19-24. 9. «The antiquity of man», conferencia para Sigma XI, Universidad de

Yale, 2 de diciembre de 1921, publicada en The Evolution of Man (Yale University Press).

10. Véase la nota 2. 11. Véase la nota 8. 12. «Is the Ape-Man a Myth?», en Human Biology, vol. I, pp. 4-9 (enero de

1929), p. 4. 13. Man Rises to Parnassus (Princeton University Press, 1927), p. 163. 14. «The Discovery of Tertiary Man», en Science, pp. 1-7 (3 de enero de

1930), p. 2. 15. Ibidem, p. 7.

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16. «Recent Discoveries Relating to the Origins ol the Antiquity of Man», en Science, vol. 65, pp. 481-488 (20 de mayo de 1927), p. 492.

17. Transcripción del archivo Osborn, Museo Norteamericano de Historia Natural, Nueva York.

18. Transcripción de un seminario, 4 de marzo de 1927., archivo Osborn, Museo Norteamericano de Historia Natural, Nueva York.

19. «Two Views of the Origin of Man», en Science, pp. 601-605 (17 de mayo de 1927), p. 602.

20. «A Short History of the Discovery and Early Study of the Australopithe-cines», en Hominid Origins, Kathleen J. Reichs, comp. (University Press of America, 1983), p. 9.

21. Finding the Missing Link (Watts and Company, 1950), p. 27. 22. «A Framework of Plausibility for an Anthropological Forgery», Anthro-

pology, vol. 3, pp. 47-58 (1979), p. 47.

CAPÍTULO 4

1. En American Anthropologist, vol. 45, pp. 39-48 (1943), p. 44. 2. «The Expulsion of the Neanderthals from Human Ancestry», en Social

Studies in Science, vol. 12, pp. 1-36 (1982), p. 5. 3. «The Fate of the Classic Neanderthals», en Current Anthropology,

vol. 5, pp. 3-43 (1964), p. 4. 4. «The Expulsion of the Neanderthals from Human Ancestry», op. cit.,

p. 20. 5. Essays on the Evolution of Man (Oxford University Press, 1924), p. 41. 6. The Earliest Englishman (Watts & Co., 1948), p. 103. 7. «The Poor Brain of Homo Sapiens Neanderthalensis», en Ancestors:

The Hard Evidence, Eric Delson, comp., pp. 319-324 (Alan R. Liss, 1985), p. 319.

8. «The Fate of the Classic Neanderthals», op. cit., p. 5. 9. «The Expulsion of the Neanderthals from Human Ancestry», op. cit.,

p. 8. 10. Ibidem, p. 23. 11. «A Framework for the Plausibility of an Anthropological Forgery», en

Anthropology, vol. 3, pp. 47-58 (1979), p. 50. 12. «Description of the Human Skull and Mandible and the Associated

Mammalian Remains», en Quarterly Journal of the Geological Society, vol. 69, pp. 111-147 (1913), p. 139.

13. Human History (Jonathan Cape, 1934), p. 85. 14. «The Dawn Man of Piltdown, Sussex», en Natural History, vol. 21,

pp. 580-581 (1921). 15. Fossil Men (Oliver and Boyd, 1923), p. 471. 16. «A Framework for the Plausibility of an Anthropological Forgery», op.

cit., p. 51. 17. Ibidem, p. 52. 18. Essays on the Evolution of Man, op. cit., p. 67. 19. «A Framework for the Plausibility of an Anthropological Forgery», op.

cit., p. 55. 20. Human History, op. cit., p. 84. 21. «The Controversies Concerning the Interpretation and Meaning of the

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Remains of the Dawn Man Found Near Piltdown», en Memoirs and Pro-ceedings of the Manchester Literary and Philosophical Society, vol. 59, pp. VII-IX (31 de marzo de 1914), p. IX.

22. Human History, op. cit., p. 67. 23. «The Exposure of the Piltdown Fraud», conferencia pronunciada en la

Royal Institution, Londres, 20 de mayo de 1955. 24. History of the Primates, Museo Británico (sección de Historia Natural)

(1950); 25. Entrevista con el autor, Berkeley, 3 de octubre de 1984. 26. «The Jaw of the Piltdown Man», Smithsonian Miscellaneous Collec-

tions, vol. 65, num. 12, pp. 1-31 (24 de noviembre de 1915), p. 1. 27. Man-Apes or Ape-Men (Holt, Rinehart and Winston, 1967), p. 31. 28. Entrevista con el autor, Filadelfia, 23 de mayo de 1985. 29. «The Origin of Man from a Brachiating Anthropoid», en Science, vol. 71,

pp. 645-650 (1930), p. 650. 30. « A Short History of the Discovery and Early Study of the Australopithe-

cines», en Hominid Origins, pp. 1-77, Kathleen J. Reichs, comp. (Univer-sity Press of America, 1983), p. 24.

31. Man-Apes or Ape-Men, op. cit., p. 23. 32. Véase la nota 28. 33. Bernard Campbell, «Inspiration and Controversy: Motives in Re-

search», en South African Journal of Science, pp. 60-63 (febrero de 1968), p. 63.

34. «A Short History of the Discovery and Early Study of the Australopithe-cines», op. cit., p. 46.

35. «Myths and Methods in Anatomy», en Journal.of the Royal College of Surgeons, Edinburgh, vol. II, pp. 87-114, p. 92.

CAPÍTULO 5

1. «Rethinking Human Origins», en Discovery, vol. 13, pp. 2-9 (1978), p. 9. 2. «Hominoid Evolution and Hominid Origins», en «Recent Advances in

the Evolution of Primates», Pontificiae Academiae Scripta Varia 50, pp. 43-61 (1983), p. 45.

3. «The Phyletic Position of Ramapithecus», Postilla, Yale Peabody Mu-seum, pp. 371-376 (1961), p. 373.

4. «The Yale Fossils of Anthropoid Apes», en American Journal of Science, vol. 29, pp. 34-39 (1935), p. 37.

5. Carta de Lewis al autor, 31 de octubre de 1985. 6. Entrevista con el autor, Duke University, 25 de setiembre de 1985. 7. Véase la nota 5. 8. Entrevista con el autor. Universidad de Harvard, 23 de octubre de 1984. 9. Entrevista con el autor, Duke University, 4 de febrero de 1986. 10. Entrevista con el autor, Nueva York, 13 de diciembre de 1985. 11. «The Phyletic Position of Ramapithecus», op. cit., p. 374. 12. «A Source for Dental Comparison of Ramapithecus with Australopithe-

cus and Homo», en South African Journal of Science, pp. 92-112 (febrero de 1968), p. 97.

13. Véase la nota 6. 14. «The Yale Fossils of Anthropoid Apes», op. cit., p. 36.

305

Page 306: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

15. «A Source for Dental Comparison of Ramaphitecus with Australopithe-cus and Homo», op. cit., p. 97.

16. Véase la nota 6. 17. Véase la nota 8. 18. «Some Fallacies in the Study of Hominid Phylogeny», en Science,

vol. 141, pp. 879-889 (1963), p. 879. 19. Véase la nota 8. 20. Véase la nota 6. 21. «An Early Miocene Member of Hominidae», en Nature, pp. 155-163

•(14 de enero de 1967), p. 163. 22. Entrevista con el autor, Universidad de Harvard, 14 de noviembre de

1984. 23. «On the Mandible of Ramapithecus», en Proceedings of the National

Academy of Sciences, vol. 51, pp. 528-535 (1964). 24. «Some Problems of Hominid Classification», en American Scientist,

vol. 53, pp. 237-259 (1965), p. 238. 25. «Notes on Ramapithecus, the Earliest Known Hominid, and Dryopithe-

cus», en American Journal of Physical Anthropology, vol. 25, pp. 1-5 (1966), p. 2.

26. «Human Origins», en Advancement of Science, pp. 368-376 (marzo de 1968), p. 368.

27. Véase la nota 8. 28. The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex (John Murray,

Londres, 1871), p. 137. 29. Véase la nota 8. 30. Véase la nota 9. 31. «Maxillofacial Morphology of Miocene Hominoids from Africa and

Indo-Pakistan», en New Interpretations of Ape and Human Ancestry, pp. 211-238, R. L. Ciochon y R. S. Corruchini, comps. (Plenum Publishing Co., 1983), p. 233.

32. «Human Origins», op. cit., p. 377. 33. «Preliminary Revision of the Dryopithecinae», en Folia Primatologia,

vol. 3, pp. 81-152 (1965). 34. Véase la nota 8. 35. «Major Trends in Human Evolution», en Current Argument on Early

Man, pp. 261-285, Lars-Konig Konigson, comp. (Pergamon Press, 1978), p. 266.

36. Véase la nota 8. 37. Ibidem. 38. «Ramapithecus and Hominid Origins», en Current Anthropology,

vol. 23, pp. 501-522 (1982), p. 503. 39. Véase la nota 8. 40. «The Early Relatives of Man», en Scientific American (julio de 1964),

' pp. 22-34. 41. Véase la nota 6. 42. Entrevista con el autor, Museo Británico (sección de Historia Natural)

(Londres, 6 de junio de 1984). 43. Véase la nota 8. 44. «Reconstruction of the Dental Arcades of Ramapithecus Wickeri», en

Nature, vol. 244, pp. 313-314 (1973). 45. Véase la nota 6.

306

Page 307: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

46. Véase la nota 8. 47. «Adaptive Responses of Hominids to Their Environments as Ascertai-

ned by the Fossil Evidence», en Social Biology, vol. 19, pp. 115-127 (1972), p. 117.

48. Véase la nota 6. 49. «Rethinking Human Origins», en Discovery, vol. 13 (1), pp. 2-9 (1978). 50. Véase la nota 8. 51. «Ramapithecus», en Scientific American, pp. 28-35 (mayo de 1967), p. 28. 52. Véase la nota 8.

CAPlTULO 6

1. «A Molecular Approach to the Question of Human Origins», en Back-ground for Man, pp. 60-61, V. M. Sarich y P. J. Dolhinow, comps. (Little, Brown, 1977), p. 76.

2. Entrevista con el autor, Berkeley, 3 de octubre de 1984. 3. «Behavior and Human Evolution», en Classification and Human Evolu-

tion, pp. 190-203 (Aldine, 1963), p. 203. 4. «A Personal Perspective on Hominoid Macromolecular Systematics»,

en New Interpretations of Ape and Human Ancestry, pp. 135-150, R. L. Ciochon y R. S. Corruccini, comp. (Plenum Press, 1983), p. 138.

5. «Immunological Time Scale for Hominoid Evolution»,- en Science, vol. 158, pp. 1200-1203 (1967), p. 1220.

6. «A Personal Perspective on Hominoid Macromolecular Systematics», op. cit., p. 138.

7. Ponencia presentada en un simposio de la American Association for the Advancement of Science, congreso anual, Toronto, enero de 1981, ms., p. 2.

8. Entrevista con el autor, Berkeley, mayo de 1981. 9 «A Personal Perspective on Hominoid Macromolecular Systematics»,

op. cit., p. 141. 10. Véase la nota 8. 11. Entrevista con el autor, Berkeley, 5 de octubre de 1984. 12. «The Earliest Hominids», en Nature, vol. 219, pp. 1335-1338 (1969),

p. 1337. 13. «The Origin and Radiation of the Primates», en Annals of the New York

Academy of Sciences, vol. 167, pp. 319-331 (1968), p. 330. 14. «The Relationship of African Apes, Men and Old World Monkeys», en

Proceedings of the National Academy of Sciences, vol. 67, pp. 746-748 (1970), p. 746.

15. «Ramapithecus and H u m a n Origins», en Current Anthropology, vol. 23, pp. 501-522 (1982), p. 505.

16. Véase la nota 11. 17. «The Nature and Future of Physical Anthropology», en Transactions of

the New York Academy of Sciences, vol. 32, pp. 128-138 (1960), p. 129. 18. Véase la nota 11. 19. Véase la nota 8. 20. Véase la nota 11. 21. «A Personal Perspective on Hominoid Macromolecular Systematics»,

op. cit., p, 145.

307

Page 308: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

22. «Phyletic Divergence Dates of Hominid Primates», en Evolution, vol. 25, pp. 615-635 (1971), p. 622.

23. Véase la nota 11. 24. «The Revolution in Human Origins», en Southwestern Anthropological

Association Newsletter, vol. XXI, núm. 3, pp. 1-4 (1982), p. 3. 25. Entrevista con el autor, Duke University, 4 de febrero de 1986. 26. Véase la nota 11. 27. Véase la nota 25. 28. Ibidem. 29. Entrevista con el autor, Berkeley, 17 de mayo de 1984. 30. Entrevista con el autor, Harvard, 23 de octubre de 1984. 31. Véase la nota 25. 32. Véase la nota 8. 33. «A Revision of the Turkish Miocene Hominoid Sivapithecus Meteai», en

Palaeontology, vol. 23, pp. 85-95 (1980), p. 94. 34. Entrevista con el autor, Museo Británico (sección de Historia Natural),

Londres, 6 de junio de 1984. 35. «New Hominoid Skull Material from the Miocene of Pakistan», Nature,

vol. 295, pp. 232-234 (1982), p. 234. 36. Entrevista con el autor, Harvard, 14 de noviembre de 1984. 37. Véase la nota 34. 38. «Hominoid Evolution», en Nature, vol. 295, pp. 185-186 (1982), p. 186. 39. Véase la nota 34. 40. Véase la nota 36. 41. Entrevista con el autor, Duke University, 25 de setiembre de 1985. 42. «Man's Immediate Forerunners», en The Emergence of Man, pp. 21-41

(The Royal Society, 1981), p. 34. 43. «A Reassessment of the Relationship Between Later Miocene and Sub-

sequent Hominoidea», en New Interpretations of Ape and Human An-cestry, op. cit., p. 617.

44. Véase la nota 25. 45. Véase la nota 36. 46. «The Descent of Hominoids and Hominids», en Scientific American,

pp. 84-96 (febrero de 1984), p. 87. 47. «The Revolution in Human Origins», op. cit., p. 2. 48. «Rethinking Human Origins», en Discovery, vol. 13, pp. 2-9 (1978), pp. 5-6. 49. Véase la nota 30. 50. Ms. no publicado, 1979, p. 16. 51. Véase la nota 11. 52. Véase la nota 41. 53. «Ramapithecus and Human Origins», op. cit., p. 510. 54. Véase la nota 25. 55. Véase la nota 11. 56: «Hominoid Evolution and Hominid Origins», en «Recent Advances in

the Evolution of Primates», Pontificiae Academiae Scripta Varia 50, pp. 43-61, p. 43.

57. Véase la nota 36. 58. Entrevista telefónica con el autor, 10 de diciembre de 1986. 59. «Rethinking Human Origins», op. cit., pp. 8-9.

308

Page 309: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

CAPÍTULO 7

1. Entrevista con el autor, Nairobi, 26 de enero de 1985. 2. Citado en Sonia Cole, Leakey's Luck (Collins, 1975), p. 403. 3. One Lije (Salem House, 1983), p. 150. 4. Entrevista con el autor, Nueva York, 10 de abril de 1984. 5. «Four Million Years of Humanity», conferencia pronunciada en el Mu-

seo Norteamericano de Historia Natural, Nueva York, 9 de abril de 1984.

6. By the Evidence (Harcourt Brace Jovanovich, 1974), p. 18. 7. Citado en Leakey's Luck, op. cit., p. 89. 8. Stone Age Races of Kenya (Oxford University Press, 1935). 9. Entrevista con el autor, Duke University, 25 de setiembre de 1985. 10. «Family in Search of Man», en National Geographic, pp. 194- 321 (febre-

ro de 1965), p. 214. 11. Transcripción de una entrevista con Keith Berwick, 1969, en los archi-

vos de la Fundación Leakey, Pasadena. 12. «The Fate of the "Classic" Neanderthals», en Current Anthropology,

vol. 4, pp. 3-43 (1964), p. 7. 13. The Antiquity of Man (Williams and Norgate, 1915). 14. The Antiquity of Man, 2.a ed. (1925), p. XII. 15. Véase la nota 13. 16. The Antiquity of Man, 2.a ed. (1925), p. 340. 17. Adam's Ancestors (Methuen & Co., 1934), p. 226. 18. Ibidem, p. 203. 19. Ibidem, p. 226. 20. Véase la nota 13. 21. Adam's Ancestors (Torchbook edition, Harper & Row, 196*0), p. 186. 22. Ibidem, p. 199. 23. Ibidem, p. 221. 24. «The Chapter of Man Unfolds», en The Year Book, pp. 108-122 (1970),

p. 113. 25. «An Early Miocene Member of the Hominidae», en Nature, pp. 155-163

(14 de enero de 1967), p. 163. 26. Véase la nota 4. 27. Adam's Ancestors, op. cit., p. 173. 28. Ibidem, p. 180. 29. Entrevista con el autor, Washington, D.C., 19 de octubre de 1984. 30. «A New Fossil Skull from Olduvai», en Nature, vol. 184, pp. 491-493 (1959). 31. Adam's Ancestors, op. cit., p. X. 32. Illustrated London News, 19 de setiembre de 1959, pp. 288-28. 33. «Finding the World's Earliest Man», en National Geographic, pp. 420-

435 (setiembre de 1960), p. 433. 34. Entrevista con el autor, Berkeley, 5 de octubre de 1984. 35. «Finding the World's Earliest Man», op. cit., p. 434. 36. Citado en Sonia Cole, Leakey's Luck (Collins, 1975), p. 257. 37. Carta de Leakey a Le Gros Clark, 15 de noviembre de 1960. 38. By the Evidence, op. cit., p. 22. 39. Entrevista con el autor, Nueva York, 8 de abril de 1984. 40. «Olduvai Gorge, Volume 4», mss. en prensa, p. 50. 41. Véase la nota 4.

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Page 310: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

42. «Olduvai Gorge, Volume 4», op. cit., p. 63. 43. «A New Species of the Genus Homo from Olduvai Gorge», en Nature,

vol. 202, pp. 7-9 (4 de abril de 1964). 44. «Olduvai Gorge, Volume 4», mss. en prensa, p. 81. 45. «Facts Instead of Dogmas in Man's Origins», congreso de la Fundación

Wenner-Gren, 2-4 de abril de 1965. 46. Ms. depositado en los archivos de la Fundación Leakey, Pasadena. 47. Entrevista con el autor, St. Thomas's Hospital Medical School, Lon-

dres, 11 de junio de 1985. 48. «Just Another Ape», en Discovery, pp. 37-38 (junio de 1964), p. 37. 49. Entrevista con el autor, South Creake, Norfolk, Inglaterra, 4 de junio

de 1984. 50. Epílogo a Adam or Ape, L. S. B. Leakey y Jack y Stephanie Prost, comps.

(Schenkman Publishing Co., 1971). 51. Carta a Discovery, julio de 1964, p. 49. 52. Carta a Discovery, agosto de 1964, pp. 48-49. 53. Carta a Discovery, agosto de 1964, pp. 49-50. 54. Carta a Discovery, octubre de 1964, p. 68. 55. Véase la nota 4. 56. Véase la nota 46.

CAPITULO 8

1. «Four Million Years of Humanity», conferencia, 9 de abril de 1984. 2. Entrevista con el autor, Nairobi, 21 de enero de 1985. 3. «In Search of Man's Past», en National Geographic, pp. 712-731 (mayo

de 1970), p. 731. 4. Entrevista con el autor, Nairobi, 22 de enero de 1985. 5. Véase la nota 2. 6. «Early Artifacts from the Koobi Area», en Nature, vol. 226, pp. 228-230

(1970), p. 230. 7. «In Search of Man's Past», op. cit., p. 724. 8. Conferencia pronunciada en un encuentro de la fundación Leakey, 25

de octubre de 1969, ms. depositado en los archivos de la Fundación Lea-key, Pasadena, p. 13.

9. Véase la nota 2. 10. «Further Evidence of Lower Pleistocene Hominids from East Rudolf»,

en Nature, vol. 237, pp. 264-266 (1972), p. 265. 11. «Further Evidence of Lower Pleistocene Hominids from East Rudolf,

North Kenya», en Nature, vol. 231, pp. 241-245 (1971). 12. «More Early Hominids from East Rudolf», anónimo, «News and

Views», en Nature, vol. 237, pp. 250-251 (1972), p. 250. 13. «Evidence for an Advanced Plio-Pleistocene Hominid from East Rudolf,

Kenya», en Nature, vol. 242, pp. 447-450 (1973), p. 450. 14. Entrevista con el autor, Potomac, Maryland, 5 de agosto de 1984. 15. Véase la nota 2. 16. Véase la nota 14. 17. Véase la nota 2. 18. Entrevista con el autor, St. Thomas's Hospital Medical School, Lon-

dres, 11 de junio de 1985.

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Page 311: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

19. «Remains Attributable to Australopithecus from East Rudolf», ponen-cia presentada en el simposio Earliest Man and Environments in the Lake Rudolf Basin, pp. 484-489 (University of Chicago Press, 1967), p. 489.

20. Véase la nota 2. 21. «Further Evidence of Lower Pleistocene Hominids from East Rudolf,

North Kenya, 1973», en Nature, vol. 248, pp. 653-656 (1974), p. 655. 22. «Should Fossil Hominids Be Reclassified?», anònimo, «News and

Views», en Nature, vol. 248 (1974), p. 635. 23. «Skull 1470», en National Geographic, pp. 819-829 (junio de 1973),

p. 829. 24. The Concepts of Human Evolution, lord Zuckerman, comp. (Academic

Press, 1973), p. 64. 25. Ibidem, p. 69. 26. «Choose Your Own Ancestors», conferencia pronunciada en el Califor-

nia Institute of Technology, 1974, transcripción de la grabación magne-tofónica.

27. Véase la nota 2. 28. Entrevista con el autor, Nairobi, 26 de enero de 1985. 29. Citado en Richard Leakey, Thè Making of Mankind (La formación de la

humanidad) (E. P. Dutton, 1981), p. 67. 30. «Hominids in Africa», en American Scientist, pp. 174-178 (1975), p. 176. 31. «Rethinking Human Evolution», anònimo, «News and Views», en Natu-

re, vol. 264, pp. 507-508 (9 de diciembre de 1976), p. 507. 32. «Hominids in Africa», op. cit., p. 176. 33. D. C. Johanson y T. D. White, «A Systematic Reassessment of Early Afri-

can Hominids», en Science, vol. 203, pp. 321-330 (1979), p. 321. 34. Véase la nota 1. 35. Boyce Rensberger, «Rival Anthropologists Divide on "Pre-Human"

Find», New York Times (18 de febrero de 1979). 36. Entrevista con el autor, Berkeley, 17.de mayo de 1984. 37. Ibidem. 38. © CBS Inc. 1981. Reservados todos los derechos. Programa emitido ori-

ginalmente en mayo de 1981 por la cadena de televisión CBS dentro de la serie Universe.

39. Entrevista con el autor, Berkeley, 2 de octubre de 1984. 40. Véase la nota 36. 41. Citado en Karla Jennings, «Daybreak Enquiry», en Express, 30 de agos-

to de 1985. 42. «African Origins: A Review of the Record», en Darwin's Legacy, pp. 25-

44, Charles L. Hamrum, comp. (Harper & Row, 1983), p. 25. 43. Véase la nota 28. 44. Entrevista realizada por Helen E. Fisher, en Omni, pp. 95- 145 (marzo

de 1983), p. 102. 45. Entrevista con el autor, Harvard, 21 de marzo de 1983. 46. Véase la nota 28. 47. The Making of Mankind (La formación de la humanidad) (E. P. Dutton,

1981), p. 70.

311

Page 312: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

CAPITULO 9

1. Entrevista con el autor, Birkbeck College, Londres, 6 de diciembre de 1984.

2. Carta de Fitch a Leakey, 7 de agosto de 1969. 3. Entrevista con el autor, Churchill College, Cambridge, 5 de diciembre

de 1984. 4. «Improvements in Potassium-Argon Dating: 1962-1975», en World Ar-

chaeology, vol. 7, pp. 198-209 (1975), p. 202. 5. Carta de Fitch a R. Leakey, 3 de setiembre de 1969. 6. Carta de R. Leakey a Fitch, 8 de setiembre de 1969. 7. «New Hominid Remains and Early Artifacts from Northern Kenya», en

Nature, vol. 226, pp. 223-224 (1970), p. 223. 8. Carta de R. Leakey a Cooke, 21 de noviembre de 1969. 9. One Life (Salem House, 1984), p. 136. 10. Carta de Cooke al autor, 30 de enero de 1985. 11. Entrevista con el autor, Berkeley, 21 de noviembre de 1985. 12. «Pliocene/Pleistocene Hominidae in Eastern Africa: Absolute and Rela-

tive Ages», en Calibration of Hominoid Evolution, W. W. Bishop, J. A. Miller y Sonia Cole, comps. (Scottish Academic Press, 1972), pp. 331-368, p. 361.

13. Entrevista con el autor, Universidad de Utah, Salt Lake City, 12 de no-viembre de 1984.

14. Entrevista con el autor, Potomac, Maryland, 5 de agosto de 1984. 15. Entrevista con el autor, Berkeley, 3 de octubre de 1984. 16. «Evolution of Elephants and Suids in East Africa», anónimo, en «News

and Views», en Nature, vol. 239 (1972), p. 365. 17. Entrevista con el autor, Los Angeles, 18 de noviembre de 1985. 18. Carta de Mayr al autor, 19 de diciembre de 1985. 19. Véase la nota 17. 20. Entrevista con el autor, Nairobi, 22 de enero de 1985. 21. Entrevista con el autor, St. Thomas's Hospital Medical School, Lon-

dres, 11 de junio de 1985. 22. Véase la nota 13. 23. «Suidae from Plio-Pleistocene Strata of the Rudolf Basin», en Earliest

Man and Environments in the Lake Rudolf Basin, Yves Coppens, F. Clark Howell, Glynn LI. Isaac y Richard E. F. Leakey, comps. (Univer-sity of Chicago Press, 1976), pp. 251-263, p. 260.

24. «Thoughts on the Workshop», en Earliest Man and Environments in the Lake Rudolf Basin, op. cit., pp. 585-589, p. 587.

25. Reportaje publicado en el South African Journal of Science, 19 de octu-bre de 1973, pp. 292-293.

26. Entrevista con el autor, Nairobi, 23 de enero de 1985. 27. • Véase la nota 3. 28. Ibidem. 29. Carta de Dalrymple a Isaac y Howell, 2 de diciembre de 1974. 30. Informe sobre el artículo de Fitch y Miller presentado a Isaac y Howell,

anónimo. 31. Carta de McDougall a Isaac, 7 de enero de 1975. 32. Carta de Fitch y Miller a Dalrymple, citada en la carta de Dalrymple a

Fitch y Miller, 3 de febrero de 1975.

312

Page 313: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

33. Carta de Miller al autor, 5 de junio de 1985. 34. Carta de Dalrymple al autor, 21 de enero de 1985. 35. Carta de Fitch al autor, 21 de marzo de 1985. 36. Ibídem. 37. Véase la nota 34. 38. Carta de McDougall al autor, 12 de setiembre de 1985. 39. Véase la nota 33. 40. Véase la nota 10. 41. Véase la nota 15. 42. Carta de Cerling al autor, 13 de marzo de 1985. 43. Ibídem. 44. Véase la nota 3. 45. Véase la nota 1. 46. Entrevista con el autor, Universidad de Utah, 13 de noviembre de 1984. 47. Véase la nota 1. 48. Véase la nota 46. 49. Entrevista con el autor, Berkeley, 30 de octubre de 1984. 50. Carta de R. Leakey a Miller, 26 de noviembre de 1974. 51. Carta de Miller a R. Leakey, 6 de diciembre de 1974. 52. Entrevista con el autor, 15' de octubre de 1986.

CAPÍTULO 10

1. Entrevista con el autor, 21 de noviembre de 1985. 2. Richard Leakey y Glynn Isaac, «East Rudolf: An Introduction to the

Abundance of New Evidence», en Human Origins, Glynn Isaac y Eliza-beth McCown, comps. (W. A. Benjamin Inc., 1976).

3. Entrevista con el autor, Berkeley, 30 de octubre de 1984. 4. Entrevista con el autor, Nairobi, 22 de enero de 1985. 5. One Life (Salem House, 1984), p. 168. 6. Carta de Cooke al autor, 30 de enero de 1985. 7. Véase la nota 4. 8. Entrevista con el autor, Los Ángeles, 18 de noviembre de 1985. 9. «Geochronological Problems and Radioisotopic Dating», en Geological

Background to Fossil Man, W. W. Bishop, comp. (Scottish Academic Press, 1978), pp. 441-469.

10. Entrevista con el autor, Berna, Suiza, 14 de junio de 1985. 11. Ibidem. 12. Carta de R. Leakey a Fitch, 17 de mayo de 1985. 13. Carta de Fitch a R. Leakey, 9 de junio de 1975. 14. Carta de Fitch a Curtis, 28 de mayo de 1975. 15. Carta de Curtis a R. Leakey, 19 de enero de 1¡978. 16. Carta de R. Leakey a Fitch, 16 de junio de 1975. 17. Carta de R. Leakey a Curtis, 28 de julio de 1975. 18. Carta de Curtis a R. Leakey, 30 de agosto de 1975. 19. Carta de R. Leakey a Cerling, 30 de junio de 1976. 20. Entrevista con el autor, Nairobi, 23 de enero de 1985. 21. Entrevista con el autor, Berkeley, 5 de octubre de 1984. 22. Entrevista con el autor, Koobi Fora, 24 de enero de 1985. 23. Véase la nota 4.

313

Page 314: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

24. Véase la nota 21. 25. Véase la nota 6. 26. Véase la nota 8. 27. Véase la nota 22. 28. Véase la nota 8. 29. Entrevista con el autor, Nairobi, 26 de enero de 1985. 30. Véase la nota 8. 31. Véase la nota 29. 32. Véase la nota 8. 33. Carta de White a R. Leakey, 16 de setiembre de 1976. 34. Carta de R. Léakey a White, 28 de setiembre de 1976. 35. Carta de White a R. Leakey, 25 de mayo de 1977. 36. Véase la nota 8. 37. Entrevista con el autor, Berkeley, 17 de mayo de 1984. 38. Carta de McDougall al autor, 12 de setiembre de 1985. 39. Entrevista con el autor. Universidad de Utah, 12 de noviembre de 1984. 40. Frank Fitch, Paul Hooker y John A. Miller, «Argon-40/Argon-39 Dating

of the KBS Tuff in Koobi Fora Formation, East Rudolf, Kenya», en Na-ture, vol. 263, pp. 740-744 (1976), p. 742.

41. Entrevista con el autor, Churchill College, Cambridge, 5 de diciembre de 1984.

42. Véase la nota 39. 43. Entrevista con el autor, Los Ángeles, 15 de octubre de 1986. 44. Carta de Gleadow a Hurford, 17 de marzo de 1976. 45. Carta de Gleadow a R. Leakey, 15 de marzo de 1976. 46. Carta de Gleadow a Hurford, 26 de noviembre de 1976. 47. Véase la nota 11. 48. Carta de Hurford a Gleadow, 8 de noviembre de 1976. 49. Véase la nota 10. 50. Carta de Gleadow al autor, 2 de setiembre de 1985. 51. Carta de Gleadow a R. Leakey, 1 de diciembre de 1976. 52. Carta de R. Leakey a Gleadow, 14 de diciembre de 1976. 53. Véase la nota 4. 54. Véase la nota 10. 55. Carta de Gleadow a Hurford, 15 de febrero de 1978. 56. Véase la nota 10. 57. Véase la nota 11. 58. Véase la nota 10. 59. Véase la nota 11. 60. Véase la nota 10. 61. «Fission Track Age of the KBS Tuff and Associated Hominid Remains

in Northern Kenya», en Nature, vol. 284, pp. 228-230 (1980), p. 225. • 62. Véase la nota 11. 63. .Véase la nota 10. 64. Véase la nota 11. 65. Carta de Gleadow al autor, 21 de marzo de 1985. 66. Véase la nota 20. 67. Entrevista con el autor, Washington, D.C., julio de 1986. 68. Véase la nota 20. 69. «The KBS Tuff Controversy May Be Ended», en Nature, vol. 284 (1980),

p. 401.

314

Page 315: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

70. Véase la nota 39. 71. «Potassium-Argon and Argon-40/Argon-39 Dating of the Hominid Bea-

ring Sequences at Koobi Fora, Lake Turkana, Northern Kenya», en Geo-logical Society of America Bulletin, vol. 96, pp. 159-175 (1985), p. 161.

72. Véase la nota 41. 73. Véase la nota 4. 74. Véase la nota 41. 75. Entrevista con el autor, Birkbeck College, Londres, 6 de diciembre de

1984. 76. Carta de Fitch a R. Leakey, 13 de mayo de 1981. 77. Carta de R. Leakey a Fitch, 19 de mayo de 1981. 78. Carta de McDougall al autor, 16 de setiembre de 1985. 79. Carta de Brown al autor, 16 de enero de 1985. 80. Véase la nota 22. 81. Carta de Findlater al autor, 1 de febrero de 1985. 82. Véase la nota 4. 83. Entrevista con el autor, Harvard, 14 de noviembre de 1984. 84. Véase la nota 4. 85. Transcripción de un programa de la Australian Broadcasting Corpora-

tion sobre las controversias en el ámbito de la geología, sin fecha. 86. Véase la nota 4. 87. Entrevista con el autor, Berkeley, 21 de noviembre de 1985. 88. Ibidem. 89. Véase la nota 4.

CAPÍTULO 11

1. Entrevista con el autor, Berkeley, 2 de octubre de 1984. 2. Entrevista con el autor, Berkeley, 17 de mayo de 1984. 3. Entrevista de R. Leakey con el autor, Nairobi, 26 de enero de 1985. 4. Véase la nota 1. 5. Recensión de Lucy en Natural History, pp. 90-95 (abril de 1981), p. 90. 6. Citado en Karla Jennings, «Daybreak Enquiry», en Express (30 de agos-

to de 1985), p. 34. 7. D. C. Johanson y M. Taieb, «Plio-Pleistocene Hominid Discoveries in

Hadar, Ethiopia», en Nature, vol. 260, pp. 293-297 (1976), p. 296. 8. Don Johanson y Maitland Edey, Lucy (Simon and Schuster, 1981),

pp. 208-209. 9. «Rethinking Human Evolution», anónimo, en «News and Views», Natu-

re, vol. 264, pp. 507-508 (1976), p. 507. 10. Entrevista con el autor, Nairobi, setiembre de 1977. 11. Lucy, op. cit., p. 217. 12. Véase la nota 10. 13. Lucy, op. cit., p. 217. 14. Lucy, op. cit., p. 218. 15. Entrevista con el autor, Berkeley, 17 de mayo de 1984. 16. Entrevista con el autor, Potomac, Maryland, 5 de agosto de 1984. 17. Disclosing the Past (Doubleday and Co., 1984), p. 180. 18. Véase la nota 15. 19. M. D. Leakey, R. L. Hay, G. H. Curtis, R. E. Drake, M. K. Jackes y T. D.

315

Page 316: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

White, «Fossil Hominids from the Lactoli Beds», en Nature, vol. 262, pp. 460-466 (1976), p. 466.

20. Entrevista con el autor, Berkeley, 5 de octubre de 1984. 21. Entrevista con el autor, Berkeley, 22 de mayo de 1984. 22. Entrevista para The Making of Mankind, BBC Television, 4 de setiem-

bre de 1979. 23. «Footprints in the ashes of time», en National Geographic, pp. 446-457

(abril de 1979), p. 446. 24. Véase la nota 22. 25. Lucy, op. cit., p. 231. 26. Lucy, op. cit., p. 224. 27. Carta de White a M. Leakey, 25 de junio de 1977. 28. Carta de Johanson a M. Leakey, 16 de noviembre de 1977. 29. Carta de Johanson a M. Leakey, 23 de diciembre de 1977. 30. Entrevista con el autor, París, 21 de junio de 1984. 31. Entrevista con el autor, Nueva York, 10 de abril de 1984. 32. Carta de M. Leakey á G. Curtis, 8 de octubre de 1975. 33. Véase la nota 1. 34. Carta de White al autor, 4 de setiembre de 1984. 35. Véase la nota 1. 36. Lucy, op. cit., p. 259. 37. Véase la nota 1.

CAPÍTULO 12

1. Entrevista con el autor, Berkeley, 17 de mayo de 1984. 2. Entrevista con el autor, Nueva York, 10 de abril de 1984. 3. Entrevista con el autor, Berkeley, 17 de mayo de 1984. 4. Ibidem. 5. Carta de White al autor, 21 de mayo de 1984. 6. Véase la nota 1. 7. Véase la nota 2. 8. Entrevista con el autor, Nairobi, 26 de enero de 1985. 9. Ibidem. 10. Entrevista con el autor, Berkeley, 2 de octubre de 1984. 11. Véase la nota 8. 12. Entrevista con el autor, Washington, D.C., 26 de octubre de 1985. 13. Véase la nota 8. 14. Véase la nota 12. 15. Disclosing the Past (Doubleday and Co., 1984). 16. Entrevista con el autor, Berkeley, 22 de mayo de 1984. 17. «Ethiopian Fossil Hominids», anònimo, en Nature, voi. 253, pp. 232-233

<1975), p. 233. 18. «Difficulties in the Definition of New Hominid Species», anónimo, en

Nature, vol. 278, pp. 400-401 (1979). 19. Citado en «Finding Eve's Cousin», en Newsweek, 29 de enero de 1979,

p. 46. 20. «The Lucy Link», en Time, 29 de enero de 1979, p. 73. 21. Citado en «The Leakey Footprints», Science News, pp. 196-197, febrero

de 1979.

316

Page 317: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

22. Entrevista con el autor, Berkeley, 5 de octubre de 1984. 23. Véase la nota 2. 24. Entrevista con el autor, St. Thomas's Hospital Medical School, Lon-

dres, 11 de junio de 1985. 25. Entrevista con el autor, Harvard, 24 de octubre de 1984. 26. «Tools and Tracks», en The Emergence of Man, simposio organizado

conjuntamente por la Royal Society y la British Academy, pp. 95-102 (1981), p. 102.

27. Carta de M. Leakey al autor, 18 de setiembre de 1984. 28. Véase la nota 10. 29. Véase la nota 22. 30. Véase la nota 25. 31. Carta de Mayr a Tobias, 28 de julio de 1981. 32. «Emergence of Man in Africa and Beyond», en The Emergence of Man,

op. cit., pp. 43-56, p. 47. 33. «Four Million Years of Humanity», conferencia pronunciada en el Mu-

seo Norteamericano de Historia Natural, Nueva York, 9 de abril de 1984. 34. Carta de Tobias a Mayr, 13 de agosto de 1981. 35. Entrevista con el autor, Harvard, agosto de 1981. 36. Carta de Tobias a Mayr, 14 de setiembre de 1981. 37. Véase la nota 26. 38. Véase la nota 33. 39. Carta a Science, vol. 207, pp. 1102-1103 (1980). 40. Lucy (Simon and Schuster, 1981), p. 301. 41. Entrevista con el autor, South Creake, Norfolk, Inglaterra, 4 de junio

de 1984. 42. Entrevista con el autor, Harvard, 21 de marzo de 1983. 43. Véase la nota 22. 44. Véase la nota 8. 45. Citado en el artículo de Paul Galloway, «The Evolution Revolution»,

Chicago Sun Times, 26 de agosto de 1979.

CAPITULO 13

1. «Vision with a Vengeance», en Natural History, pp. 16-20 (setiembre de 1980), p. 16.

2. «The Controversy over Human Missing Links», Smithsonian Report for 1928, pp. 413-465, p. 413.

3. «Scientific Method and Mythological Content in Paleoanthropology», conferencia pronunciada en el congreso de la Asociación Norteamerica-na de Antropólogos Físicos, 13 de abril de 1984.

4. Véase la nota 2. 5. «Bound by the Great Chain», en Natural History, pp. 20-24 (noviembre

de 1983), p. 20. 6. Ibidem, p. 24. 7. Ibidem. 8. Ibidem, p. 20. 9. Lectures on Man (Londres, 1864), p. 128. 10. Report of the British Association for the Advancement of Science,

pp. 144-146 (1862).

317

Page 318: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

11. Mismeasure of Man (Norton, 1981), p. 53. 12. A New Theory of Human Evolution (Philosophical Library, Nueva York,

1949), p. 161. 13. Meet Your Ancestors (John Long, 1948), p. 11. 14. «Chapter of Conclusions», en The Antiquity of Man (Williams and Nor-

gate, 1915). 15. Darwinism and What It Implies (Watts and Company, 1928), pp. 18-19. 16. «The Dawn Man», entrevista en McClure's, vol. 55, pp. 19-28, p.27. 17. «Why Central Asia», en Natural History, pp. 263-269 (mayo-junio de

1926), p. 266. 18. The Coming of Man (Witherby, 1933), p. 219. 19. «One Hundred Years of Paleoanthropology», en American Scientist, • vol. 74, pp. 410-420 (1986), p. 410.

20. Darwinism (Macmillan, Londres, 1889), p. 469. 21. Ibidem, p. 461. 22. Ibidem, p. 463. 23. «The Limits of Natural Selection», en Essays on Natural Selection (Mac-

millan, 1871), p. 359. 24. Ibidem, p. 416. 25. Ibidem, p. 220. 26. «The Myth of Human Evolution», en New Universities Quarterly, vol. 35,

pp. 425-438 (1981), p. 427. 27. Carta de Cartmill al autor, 13 de agosto de 1986. 28. The Descent of Man and Selection in Relation to Sex (John Murray, Lon-

dres, 1871). 29. «Four Legs Good, Two Legs Bad», en Natural History, pp. 65-78 (1983)

(noviembre de 1983), p. 68. 30. Essays on the Evolution of Man (Oxford University Press, 1924), p. 40. 31. Origins (E. P. Dutton, 1977), p. 208. 32. «The Myth of Human Evolution», op. cit., p. 431. 33. «Four Legs Good, Two Legs Bad», op. cit., p. 69. 34. «Hunting: An Integrating Biobehavior System and Its Evolutionary Im-

portance», en Man the Hunter (Aldine, 1968), pp. 304-320. 35. «The Evolution of Hunting», en Man the Hunter, op. cit., pp. 293-303,

p. 293. 36. «Four Legs Good, Two Legs Bad», op. cit., p. 77. 37. «The Myth of Human Evolution», op. cit., p. 432. 38. «Four Legs Good, Two Legs Bad», op. cit., p. 77. 39. Ibidem, p. 65.

318

Page 319: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

Indice onomástico y analítico

Page 320: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

Adam's Ancestors (Los antepasados de Adán, de L. Leakey): 125, 127.

ADN: 101. hibridación del: 112-113.

África como cuna de la humanidad: 48, 49,

51, 118, 123. véase también Olduvai, desfiladero

de; nombres de países y fósiles con-cretos.

África oriental, hombre del: véase Zin-janthropus.

African Genesis (Ardrey): 296. Agrupadores: 83, 85. Ahlquist, Jon: 112-113. Alemania: 58-59, 65. American Journal of Physical Anthropo-

logy: 36, 145, 148, 224. American Journal of Science: 81. Ancestors, exposición: 18-19. Andrews, Peter: 92-94, 108-110, 112, 114. Andrews, Roy Chapman: 30, 288. Antiquity of Man, The (La antigüedad

del hombre, de Keith): 124-125. Ardrey, Robert: 296-297. Argón-40/Argón-39, técnica del: 180, 185,

186, 190-194, 213, 227, 232, 233. atractivos de la: 179-181. método de la: 179.

Asia como cuna de la humanidad: 48, 51,

123. véase también: países y fósiles concre-

tos. Australia: 19. Australopithecus: 102, 143, 147, 161, 260.

comparación del Ramapithecus con el: 82-83, 88, 109-110, 114, 115.

huellas de pisadas de: 262. y el cráneo 1470: 147, 148, 149.

Australopithecus afarensis: 14-15, 22, 25, 156-161, 252-282, 298. acogida del: 253-254, 267-282. antigüedad del: 252-253, 256. críticas al nombre de: 275-279. denominación del: 252-267. movimiento del: 35-36. y los fósiles de Hadar: 257, 265,

277-278. véase también: «Primera familia», la;

Lucy. Australopithecus africanus: 127, 132,

146, 149, 155, 280.

críticas contra el nombre de: 54, 71. en el África del Sur: 128, 148. relegación del, por Johanson: 254. y el fósil KNM-ER 1813: 150-151. véase también Taung, niño de.

Australopithecus boisei: 129, 134, 143, 145, 155, 156, 177.

Australopithecus prometheus: 280-281. Australopithecus robustus: 73, 127, 129,

256, 265. véase también: Zinjanthropus.

Azar en la evolución, el: 35, 38.

Bardon, L.: 60. Behrensmeyer, Kay: 141, 143, 177-178,

185, 211, 213. «Bestia que lleva el hombre dentro», hi-

pótesis sobre la: 296. Bioquímica

críticas de los paleoantropólogos con-tra la: 1,02-107.

pruebas sobre el ritmo de la evolución en: 101.

y la controversia en torno al Rama-pithecus: 78, 79, 95-117.

Bípeda, postura: 30, 36, 91, 293-294, 297-298. del niño de Taung: 44, 76. del Ramapithecus: 88-89, 94.

Bishop, Bill: 178, 188, 211. Boswell, Percy: 121-122. Boule, Marcellin: 56-57, 60-64.

y el hombre de Piltdown: 65, 67. Bouyssonie, F.: 60. Bouyssonie, J.: 60. Brace, C. Loring: 60, 62, 63, 123.

hipótesis de Ta especie única de: 259. Bramapithecus: 86. Breuil, abbé: 60. Brock, Andrew: 193. Broom, Robert: 38, 54-55, 67, 70-74, 129.

lugar del hombre dentro de la natura-leza según: 289, 290, 292-293.

Brown, Frank: 184, 187, 211, 213, 227, 233, 235.

Bryan, William Jennings: 49. Buettner-Janusch, John: 103, 104.

«Cadena de los seres vivos»: 285. Campbell, Bernard: 78, 135-137, 280. Cartmill, Matt: 18, 32, 40, 255.

Page 321: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

lugar del hombre denlro de la natura-leza según: 283, 290, 293, 295, 299, 300.

Caza, hipótesis sobre la: 296, 298. Cerdos fósiles: 182-185, 193, 212-215,

219-228. Cerebro, evolución del: 27, 52, 265.

concepción de Keith sobre la: 66. de los fósiles de Hadar: 264-265. del cráneo 1470: 148. del fósil KNM-ER 1813: 150. del hombre de Neandertal: 61. del hombre de Piltdown: 67-70. del Homo Sapiens: 61. del niño de Taung: 44, 55, 72. expansión del (encefalización): 29, 56,

65, 66. y el rubicón cerebral: 134.

Cerling, Thure: 194-195, 217, 220. Ciencia

concepciones preestablecidas en la: 16-17, 115, 116, 148.

controversias en la: 16. Véase también las controversias concretas.

subjetividad y: 15-16. véase también Paleoantropología.

Código internacional de nomenclatura zoológica: 275, 279-280.

Comisión Internacional sobre Nomen-clatura Zoológica (International Com-mission on Zoological Nomenclature): 277, 279.

Competencia según Darwin: 294. según Keith: 289.

Comportamiento alimentario: 90-91, 296-299.

Concepciones preestablecidas en la acti-vidad científica: 16-17, 115, 116, 148.

«Consumidores de semillas, Los» (Jolly): 90.

Cook, Harold: 50. Cooke, Basil, y la controversia sobre la

toba KBS: 181-184, 188, 193, 212-215, 222, 226, 227.

Cope, Edward Drinker: 22. Coppens, Yves: 154, 156, 158, 191, 222,

252, 253, 255, 263, 265, 268, 270. en el simposio Nobel: 253, 272.

Cráneos de Kanjera: 121-123, 126. KNM-ER 406: 141-144, 177. KNM-ER 407: 141, 142, 144, 177. KNM-ER 1813: 150. 1470: 39, 118-119, 139, 147-155, 181,

186, 224. Cro-Magnon: 31. Cronin, Jack: 109-110. Cronkite, Walter: 11-16, 25. Cronkite's Universe: 11-16, 26, 158. Cuasi-hombres

utilización del término por Louis Lea-key: 127-128, 143, 144, 151.

utilización del término por Richard Leakey: 143, 160.

Cultura: 297. comportamiento alimentario versus:

86-87.

en la evolución darwiniana, la: 88, 90-91, 294.

véase también'. Útiles; constructores de útiles.

Curtis, Garniss: 236, 259. y la controversia en torno a la toba

KBS: 180, 181, 184, 193-196, 211-213, 215-220, 227-228, 232.

Chapelle-aux-Saints, esqueleto de la: 60-64.

Chimpancés: 48, 51, 90, 114, 123. comparación del niño de Taung con

los: 47, 49, 71. dentadura de los: 88. descripción de Tyson: 286-287. y los datos bioquímicos: 98, 99, 107,

113. China: 19, 48.

véase también: Pequín, hombre de. Chou Kou Tien: 48, 72.

Dalrymple, Brent: 190-192, 218. Dart, Raymond: 40-41, 43-49, 51, 54-55,

70-77, 132, 278. como especialista en neuroanatomía:

44, 45. en Londres: 45-46. lugar del hombre dentro de la natura-

leza según, el: 295-296. y el Ramapithecus: 79.

Darwin, Charles: 29, 35, 43, 45, 52, 58, 98, 290, 294. África vista por: 48, 49, 123.

Datación radiométrica: 130, 141, 143, 178-196. contaminación y: 179, 180, 187-188. correlaciones de faunas versus: 184-

186. opiniones de Curtis sobre la: 193-194. opiniones de Howell sobre la: 186-187. opiniones de Maelio sobre la: 184-185. y los cerdos fósiles: 182-184, 192, 193,

213-215, 219-228. véase también: Argón-40/Argón-39,

técnica del; Potasio/Argón, datación por el.

Dawson, Charles: 55. Day, Michael: 19, 23, 136, 211, 276.

carta de — a Science: 279-280. y el cráneo 1470: 148-149.

Dentadura: 157-158. del fósil KNM-ER 1813: 150. del Ramapithecus: 80, 87, 88, 89,

91-92, 109, 110, 114. del Zinjanthropus: 127-128. y los «comedores de semillas»: 90-91.

Descent of Mann, The (Darwin, La des-cendencia humana): 48, 87, 292.

Discovery: 136. Domesticación y la evolución: 130. Drake, Robert: 259. Dryopithecus: 85, 89, 93, 102, 103. Dubois, Eugène: 20, 45, 59, 66, 123. Duckworth, W. L. H.: 46. Durant, John: 42, 293, 299.

Page 322: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

Eldredge, Niles: 37, 41. Elliot Smith, Grafton: 17, 28-32, 34, 35,

37, 38, 151, 295. Dart y: 44-48, 55. opiniones de — sobre el hombre de

Neandertal: 61. teoría de — sobre la expansión del

cerebro: 56, 65-66. y el hombre de Piltdown: 17, 64, 66-69. y Zuckerman: 74, 75. Encefalización: 30, 56, 65, 66.

«Eslabones perdidos»: 283. concepción de Tyson sobre los: 286. el niño de Taung cómo uno de los: 44,

46, 71, 72. Especie única, hipótesis de la: 259. Estados Unidos, concepciones sobre la

evolución en los: 47, 49. Estratigrafía: 221-222. Etiopía: 20, 41, 141, 154, 252, 254, 262,

277. interrupción de las exploraciones ex-

tranjeras en: 159, 262. véase también: fósiles concretos.

Evolución azar en la, el: 35-36, 38. como proceso irregular: 104. darwiniana: véase Evolución darwi-

niana. del cerebro: véase Cerebro, evolución

del. en forma de escalera: 59, 60, 63, 89. en forma de Y: 14, 156, 274. «en mosaico»: 56, 66. paralela: 53, 77. pruebas en favor de la: 18. ramificaciones en la: 129-130. ritmo evolutivo: 61, 63, 67, 73, 126. y la domesticación: 130.

Evolución darwiniana: 60, 87-88. aceptación de la: 37, 285. apoyo de Gregory en favor de la:

53-54. azar en la, el: 38. competencia en la: 289. cultura en la, la: 87-88, 90-91, 294. planteamientos de Jolly versus la: 90-

91. rechazo de Osborn de la: 50-53. selección natural en la, la: 104, 136,

290-291, 294, 297. Evolución, explicaciones de la: 28-42,

293-299. fósiles y la: 38-42. producto final de la: 35, 37. progreso en la, el: 34-35, 37. sin intervención de los fósiles: 39-40. tono narrativo y estructura de la:

28-37, 288. Evolution (revista): 105. Expedición internacional conjunta a

Afar: 255.

Fayum, depresión de: 112. Findlater, Ian: 223, 235. Fitch, Frank: 143.

y la controversia en torno a la toba

KBS: 176, 178, 180-181, 183, 184-195, 213-221, 226-237.

Fitch, Walter: 99. Formación de la humanidad, La (Lea

Key): 13-14, 15. Formación de la humanidad, La (serie

televisiva): 13-14, 153. Fósiles, registro fósil: 11, 38, 39-42, 97.

actitud positiva hacia los: 20. descripción física de los: 40-41. normas de procedimiento en relación

a los: 21. patología y: 59. problemas de datación de los: 58-60. rastros de violencia en los: 295-296. segregación versus agrupación de los:

83-84. y problemas de acceso para la inves-

tigación: 20-21. véase también: fósiles concretos.

Fraudes: véase Piltdown, controversia en torno al hallazgo de; Piltdown, hombre de.

Freud, Sigmund: 296. Fundación para el estudio de los oríge-

nes del hombre (FROM): 12, 153, 157, 158, 271.

Galley Hill, hombre de: 65, 66, 126. Gentry, Alan: 187. Geological Society de Londres: 195-196,

211-216, 227. Gibones: 100. Gleadow, Andrew: 215-216, 226, 228-233. Gobi, desierto de: 48. Goodman, Morris: 98-101. Gorilas: 49, 51, 114, 123, 286.

comparación del niño de Taung con los: 47, 48, 71.

dentadura de los: 88. y los datos bioquímicos: 98, 99, 107,

113. Gould, Stephen Jay: 283, 285-291. «Gran cadena de los seres vivos»:

285-286. Gregory, William King: 26, 28-29, 35,

115. debates de Osborn con: 49, 51, 53-54. y el niño de Taung: 71-73. y el Ramapithecus: 82.

Grimaldi, hombre de: 59.

Hadar, fósiles de: 41-42, 155, 156, 157, 160, 161, 254, 255-267. comparación con los fósiles de Maka-

pansgaat: 280-281. copias de los: 257. pertenencia a una o a más de una es-

pecie: 281. útiles de piedra entre los: 261, 262. y el género Homo: 256-257, 258, 262,

264, 266, 269. y los fósiles de Laetoli: 276-277. véase también: «Primera familia», la;

Lucy. Haeckel, Ernst: 50, 54.

Page 323: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

Hammond, Michacl: 56. Harris, John: 186, 196, 214-215, 219-229,

262, 268. Hesperopithecus haroldcookii (hombre

de Nebraska): 50. Hill, Andrew: 235-236, 261. Hipótesis ecológica: 186, 213. Holloway, Ralpn: 61. «Homínidos del plioceno/pleistoceno del

Africa oriental: antigüedad absoluta y relativa» (Howell): 183.

Homo, género: 147, 155-158. opiniones de Louis Leakey sobre el:

118-121,126. opiniones de White sobre el: 260. y Australopithecus: 77. y el cráneo 1470: 146-150. y el rubicón cerebral: 133-135. y la controversia en torno a la toba

KBS: 211-213. y los cuasi-hombres: 143. y los fósiles de Hadar: 256, 258, 262,

263, 264, 266, 270. y los fósiles de Laetoli: 154-156.

Homo erectas (antes Pithecantropus erectas): 134, 138, 143, 161, 212. véase también Java, hombre de; Pe-

quín, hombre de. Homo habilis: 17, 25, 135-138, 146-147,

149-150, 161. como constructor de útiles: 135. comparación de los fósiles de Laetoli

con el: 260. Homo Kanamensis: 121-122, 125, 127,

130, 141. Homo neanderthalensis: véase Neander-

tal, hombre de. Homo sapiens: 14-15, 24, 32, 60.

cerebro del: 61. como producto final inevitable de la

evolución: 35, 37-38. condición y consideración del: véase

lugar del hombre dentro de la na-turaleza.

Zinjanthropus como antepasado del, el: 128-130.

Homo sapiens neanderthalensis: véase Neandertal, hombre de.

Homo-simiadae: 44. Homo troglodytes: 286. Hooker, Paul: 227. Hooton, Earnest: 23-24, 38, 47-48, 69, 99. Hopwood, A. T.: 120. Howell, F. Clark: 23, 129, 142, 237.

y la controversia en torno a la toba KBS: 183, 186-187, 193, 212, 213, 236.

Howells, William: 47, 50. Hrdlicka, Ales: 17, 80-82. Huellas de fisión, datación por las: 193,

214-218, 220, 226, 228-233. Huellas de pisadas

de Australopithecus: 262. de Laetoli: 261-262, 271.

«Huesos polémicos (Le Gros Clark): 17. Hurford, Anthony: 214-217, 226, 228-232,

237. Hujiley, Thomas Henry: 50, 54, 98, 99,

284, 290, 294.

India: 80-81, 85. Instituto de los Orígenes Humanos (Ins-

titute of Human Origins): 13, 159. Inteligencia: 290-295, 297. Ipswich, hombre de: 66. Isaac, Glynn: 32-33, 154, 235, 270, 290.

ataques de — contra la hipótesis so-bre la caza: 298.

y la controversia en torno a la toba KBS: 188, 192, 212, 213, 217, 219, 225, 232.

Java, hombre de: 20, 59, 66, 123, 125. Johanson, Donald: 11-17, 20-23, 25, 34,

41, 119, 211. artículos de, en Nature: 155, 256. aspecto físico de: 255-256. colaboración de White con: 41-42, 154,

156, 252, 254, 258, 263-267, 268-271, 273-277, 282.

comparación con Richard Leakey: 255.

en el programa Cronkite's Universe: 11-16, 26, 158.

en el Simposio Nobel: 252-254, 271-272.

formación de: 252, 255. Mary Leakey y: 253-254, 255, 256-258,

264-277, 279-282. notoriedad pública de: 13, 141, 256. primer encuentro de White con: 258. visitas de — a Nairobi: 257-258. y Richard Leakey: 11-16, 25-26, 140-

141, 153-161, 254, 256-258, 267, 271-272.

véase también Australopithecus afa-rensis; «primera familia»; Lucy.

Jolly, Clifford: 90-92. Jones, Frederick Wood: 28, 29-30. Jungers, Bill: 281.

Kanam, hombre de: 121-122, 125, 126, 130, 144.

Kanjera, cráneos de: 121-123, 126. Kay, Richard: 111-112. Keith, Arthur: 28-30, 36-37, 50, 52, 59,

134, 297. antigüedad del hombre según, la: 56,

65/66, 69, 124-126, 140. comparación con Zuckerman: 74-75. correspondencia de Osborn con: 51. ideas raciales de: 288-289. y Dart: 45-48, 55, 71, 73-74. y el hombre de Galley Hill: 59, 66, 126. y el hombre de Piltdown: 66-67, 68-69,

124-126. y Louis Leakey: 66, 123-127, 138, 140.

Kenya: 12, 19, 27, 70-71, 118, 120-122, 252.

Kenyapithecus: 85, 89. Kenyapithecus africanas: 85, 127. Kenyapithecus wickeri: 85, 93, 102, 127. Kimbel, William: 160, 268. Kirtlandia: 268, 270, 272, 273, 275, 281. Kohl-Larsen, Ludwig: 279. Koobi Fora: 142, 145-147, 150-151, 153,

156, 158, 177-179, 266.

Page 324: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

cerdos fósiles en: 182-185. comparación con los depósitos del

Orno: 181-189, 193, 213, 222, 226. y los fósiles de Hadar: 257. véase también: toba KBS.

Laetoli, fósiles de: 154-156, 160, 254, 259-267, 269, 273, 275-278. comparación con los fósiles de Maka-

pansgaat: 280-281. edad de los: 259. homínido,, (LH-4): 253, 275, 276,

279. huellas de pisadas de: 262, 270. Meganthropus africanas, mandíbula

inferior de, en: 279-280. pertenencia a una o a más de una es-

pecie: 281. y ios fósiles de Hadar: 277.

Lancaster, C. S.: 297. Landau, Misia: 27-42.

y Morphology of a Folk Tale (Morfolo-gía de un cuento popular): 27, 28-29.

véase también: Evolución, explicacio-nes de la.

Leakey, Colin: 118. Leakey, Jonathan: 131. Leakey, Louis S. B.: 11, 12-13, 23, 70, 84,

118-139, 177-178. comunicado de prensa controvérsico

de — (4 de abril, 1964): 131. conferencias de: 129-130, 138, 144. en el desfiladero de Olduvai: 19, 119-

1 2 1 . en las controversias paleoantropológi-

cas: 17-18, 67, 85-86. fallecimiento de: 118. formación de: 118-119, 123. idea sobre la antigüedad de los oríge-

nes de: 123-127, 139, 140, 171. recaudación de fondos por parte de:

118, 127, 138. relación de Richard con: véase Lea-

key, Richard, y Andrews: 92-93. y Cooke: 182, 214. y el cráneo: 118-119. y el hombre de Olduvai: 118-122, 125-

126. y el hombre de Piltdown: 123-125. y el Homo erectus: 143. y el Homo habilis: 17, 25, 134-138, 146-

147, 149. y el Kenyapithecus: 84-85, 89, 102, 126-

127. y el Ramapithecus: 84-86, 89, 102. y los australopitecinos: 77, 128, 265. y los datos bioquímicos: 103. y el Zinjanthropus: 126-136.

Leakey, Mary: 15, 20, 118, 129, 131, 132-133, 138, 159, 219. artículos de — para Nature: 143, 144,

253. carta de — a la revista Science: 279-

280. clasificación de útiles de: 128, 144. descubrimiento del Zinjanthropus

por: 126-127.

en el Simposio Nobel: 253-254, 271-272.

Johanson y: 253-254, 255, 256-257, 264-276, 279-282.

ruptura de White con: 272-273. visita de — a las excavaciones de Ha-

dar: 256. y los fósiles de Laetoli: 154, 155, 254,

259. Leakey, Philip: 12, 153. Leakey, Richard: 11-17, 19, 23, 27, 39,

139-161, 282, 295-296. artículos de — para Nature: 143, 145,

147, 149, 150, 157, 182, 186. comparación de — con su padre: 142,

150-153, 160-161, 181, 212. comparado con Johanson: 256. críticas de — contra la hipótesis de la

caza: 298. en el programa Cronkite's Universe:

11-16, 26. en el Simposio Nobel: 253, 271. expediciones de — al lago Turkana:

12, 27, 139, 141, 142, 144-148. formación y personalidad de: 141-143. influencia ae su padre sobre: 141,143,

153, 161. lealtad esperada por: 235-236. notoriedad pública de: 140-141. problema de cualificaciones de: 142,

144-.145, 151, 236-237. reputación científica adquirida por:

145. visión de — sobre su padre: 140. visita de — a las excavaciones de Ha-

dar: 256. y el cráneo 1470: 39, 118, 139, 147-156. y el Homo habilis: 146-147, 161. y el niño de Taung: 77. y Johanson: 11-16, 25, 140-141, 153-

160, 254, 256-258, 267, 270-273. y la controversia en torno a la toba

KBS: 158, 177-189, 191-196, 212-215, 216-226, 256, 260.

y los fósiles de Laetoli: 155. y Walker: 93, 143, 150, 154, 158.

Le Gros Clark, Wilfred: 17-19, 23, 24, 74, 76. correspondencia de Louis Leakey con:

131-134, 137-138. pautas anatómicas establecidas por:

83, 92, 94. recuperación del niño de Taung por:

69-71, 76-77. y el hombre de Piltdown: 68, 69. y el Homo habilis: 138, 149. y Simons: 83.

Lewis, G. Edward: 80-84. Linneo, Karl von: 252, 285. Lorenz, Konrad: 296. Lovejov, Owen: 104, 281. Lowenstein, Jerold: 116. Lucy: 11, 14-16, 19, 25, 252-282.

como especimen tipo: 275, 279. como paratipo: 276. comparación de — con la «primera

familia»: 258, 259-260. descripción de: 41-42. forma de andar de: 35-36.

Page 325: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

véase también: Australopithecus afa-rensis; fósiles de Hadar.

Lucy (Johanson): 13, 15, 158, 271. Lugar del homore en la naturaleza, el:

283-300. concepción postevolucionista sobre

el: 284, 287-288. concepción preevolucionista sobre el:

284-287. racismo y: 285, 287-289. violencia y: 295-296. y la hipótesis de la caza: 296-298. y la intervención espiritual: 290-293.

Lull, Richard Swann: 48, 81.

McDougall, Ian: 191, 192, 218, 227, 232-235.

Maglio, Vincent: 183, 185. Makapansgaat, fósiles de: 280-281. Man Rises to Parnassus (El hombre sube

al Parnaso, Osborn): 51. Mandíbulas

de los fósiles de Laetoli: 154-155. del Kenyapithecus wickeri: 85, 93. del Meganthropus africanus: 279-280. del niño de Taung: 44. del Ramapithecus: 85-87, 91-96, 109,

115. del Sivapithecus meteai: 109. Kanam, mandíbula de: 121-123, 130. opiniones de Jolly sobre las: 91.

Margoliash, Emanuel: 99. Marsh, Othaniel C.: 22. Mayr, Ernst: 18, 24, 186, 264, 270,

276-279. Meganthropus africanus: 279-280. Mifler, Gerrit: 18, 69, 283, 284. Miller, Jack: 143.

y la controversia en torno a la toba KBS: 177-183, 184-196, 213-215, 217-221, 226-237.

Mioceno, período: 51, 83-84, 85, 89, 95-96, 111, 114, 124-125.

«Molecular Data in Systematics» (Sa-rich): 105.

Mongolia: 51. ¿Monos-hombre u hombres-mono? (Le

Gros Clark): 74. Morfología de un cuento popular (V.

Propp): 27, 28-30. Mortillet, Gabriel de: 61. Morton, Samuel George: 287-288. «Mosaico», evolución en: 56, 65, 66. Museo norteamericano de Historia Na-

tural (American Museum of Natural History): 18-20, 48, 51, 140.

Museos Nacionales de Kenya: 12, 141-144, 150, 159, 177, 257.

Napier, John: 17, 134-135, 138, 264-265. National Geographic: 142, 143. Neandertal, hombre de: 31, 56-66, 125.

descubrimiento del: 58. interpretación de Boule sobre el:

56-57, 59-64. problemas de datación en relación al:

58-59.

y el esqueleto de la Chapelle-aux-Saints: 60-64.

Nature: 120, 122, 128, 129, 134, 139, 143, 184, 212-213, 218, 223, 225-229, 231, 233, 260, 274. artículos de Johanson para: 155, 256. artículos de Richard Leakey en: 143,

144-145, 146, 147, 149, 151, 157, 182, 186.

el niño de Taung en: 40-41, 45, 46-48, 54, 71, 73.

el Ramapithecus en: 93, 102, 109, 110, 112.

Nebraska, hombre de (Hesperopithecus haroldcookií): 50.

New Interpretations of Ape and Human Ancestry (Simons and Kay): 112.

New York Times: 13, 49, 157, 274. Nobel, Premio: 271. Nobel, Simposio (1978): 252-254, 271-

273, 278. Nuevas especies, denominación de: 22,

25, 83-84, 129, 147-148. importancia de la: 255. normas para la: 133-134, 253-254. y el Australopithecus afarensis: 252-

267. y el Homo habilis: 135-138. y especímenes tipo: 149, 275-276.

«Nuevos restos homínidos de Koobi Fora» (Richard Leakey, Wood, Day and Walter): 148.

Nuttall, George Henry Falkner: 97, 106.

Oldoway, hombre de: 119-122, 126, 135, 262.

Olduvai, desfiladero de: 19, 20, 119-121, 131, 185, 212. y los fósiles de Hadar: 257. y los fósiles de Laetoli: 260.

Oligoceno, período: 52, 74, 75, 107. Orno, depósitos del: 142.

comparación con Koobi Fora: 182-188, 192, 212-213, 221, 226.

Orangutanes: 78, 88, 98, 100, 108-110. y el Sivapithecus: 108-110, 111, 112.

Origen de las especies, El (Darwin): 58, 87.

Orígenes (R. Leakey): 39, 153. Osborn, Henry Fairfield: 26, 28-32, 34,

37, 38, 123. como evolucionista: 49-50, 289. debates con Gregory: 49, 51, 53. interpretación de — sobre los fósiles:

39. tono y estructura narrativa de: 29-31,

289. y el hombre de Piltdown: 65, 67.

Paleoantropologia análisis ae Landau del lenguaje utili-

zado en: 27-42. cambios en la (década de los 70): 90-92. controversias en: 17-19, 20-21, 25.

Véanse también las controversias concretas.

emotividad en la: 18, 20, 22-24.

Page 326: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

normas de publicación en: 253. política de la: 19, 158-159, 262. teoría versus práctica en: 22.

Paleomagnética, inversión: 193. Paquistán: 78, 95, 108, 109, 116. Paradigma, cambio de: 90-92, 116. Paralela, evolución: 53, 77. Patología y los fósiles: 59. Pauling, Linus: 99. Pequín, hombre de: 19, 48, 72, 123, 125. Pilbeam, David: 28, 39, 40, 154, 158, 253,

281-282, 290. comparado con Louis Leakey: 126. y el Ramapithecus: 78-80, 82, 83-98,

102, 104-108, 109-114, 117. y los datos bioquímicos: 96-98, 102,

104-107,109-114,117-118. Piltdown, hombre de (controversia): 17,

18, 39, 55-57, 60, 63-69, 124-126. comparación con la controversia so-

bre el Ramapithecus: 79. fe de Broom en el: 73. segundo: 64-65. y Boswell: 122. y el hombre de Neandertal: 57, 64. y Keith: 66, 68-69, 123-127.

Pitecofobia: 54, 74, 77, 115. Pithecanthropus erectus, véase Hombre

de Java; hombre de Pequín; homo erectus.

Pleistoceno, período: 56, 73, 99, 124, 130. Plioceno, era del: 74, 101, 111, 124, 155. «Posición filética del Ramapithecus, La»

(Simons): 83. Potasio/Argón, datación por la técnica

del: 179, 255. en la controversia en torno a la toba

KBS: 179-180, 184, 190, 193-196, 213, 214, 219, 227-228, 232, 233, 237.

véase también Argón 40/Argón 39, téc-nica del.

«Predatory Transition from Ape to Man, The» (Dart): 295.

Pre-Zinj, niño: 130-135. Primer Congreso Panafricano de Prehis-

toria (1947, First Pan-African Con-gress on Prehistory): 70-71.

«Primer hombre», el: 30-31, 52, 53-54, 67, 72.

«Primera familia», la: 11, 154, 157, 255, 261. comparada con Lucy: 258, 260. descubrimiento de: 257. exhibición de — en Nairobi: 258. opiniones de Taieb sobre: 257.

Proconsul: 85, 103, 108. Propp, Vladimir: 27, 29.

Ramapithecus: 78-117. comparación con el Australopithecus:

81-82, 88, 110, 114, 115. dentadura del: 80, 86, 88, 89, 91, 92,

108, 109, 114. descubrimiento del: 80-81. postura bípeda del: 87-88, 89-94. y el Sivapithecus: 108-109. y la hipótesis de los comedores de se-

millas: 90-92.

y la trampa del tiburón y la marsopa: 114.

y Lewis: 80-83. Ramapithecus punjabicus: 85. Real Academia de Ciencias de Suecia:

252-254, 270-272. Reck, Hans: 119-120. Reed, Charles: 54, 72-73, 74-75. Rubicon cerebral: 134.

Sarich, Vincent: 97, 99-106, 109, 111, 114-117.

Science: 41, 72, 100, 157, 226, 274. carta de Leakey-Day-Olson a: 279.

Scientific American: 95-96. Scopes, juicio de: 49. Schaffhausen, Hermann: 58. Segregadores: 83, 129, 136. Selección natural, la: 104, 291, 294, 297.

y el período de transición: 136. Sibley, Charles: 112-113. Simios

comparación del niño de Taung con los: 47, 49, 71, 73-76, 82.

extinguidos: 49, 79, 107. véase también Chimpancés; gorilas;

orangutanes. Simons, Elwyn: 78, 79-86, 88-90, 92-96.

comparado con Louis Leakey: 126. opiniones de — sobre el síndrome de

Louise Leakey: 121. y los datos bioquímicos: 97-98, 100,

102-103, 104, 106-108, 109, 112, 114-116.

Sinap, cara de: 108-110, 112. Sivapithecus: 107-110, 111, 112, 115, 116,

117. Sivapithecus meteai: 109. Smith Woodward, Arthur: 28-30, 46, 61.

y el hombre de Piltdown: 65-66, 67-68. Snowmass, encuentro de (1978): 230-232. Sobreimpresión: 189, 190, 218, 234. Solías, William: 56, 65-66, 67. Sterling, M. W.: 132. Stern, Jack: 35-36, 281. Stone Age Races of Kenya (L. Leakey):

120-121. Sudáfrica: 19, 38, 45, 70-73, 75, 158.

Australopithecus africanus en: 127, 148.

Supervivencia de los más aptos: 289, 290.

Sussman, Randall: 35-36, 281.

Taieb, Maurice: 154, 255. artículos de — en A¡ature: 256. opiniones de — sobre la «primera fa-

milia»: 257. Tanner, Nancy: 298-299. Tanzania: 252, 253.

véase también Olduvai, desfiladero de.

Tattersall, Ian: 37, 42. Taung, niño de: 43-77, 127, 278.

aceptación del: 58-77. anuncio del descubrimiento del: 40-

41, 43, 45-46.

Page 327: Roger Lewin La Interpretacion de Los Fo

cerebro del: 44, 45, 55, 72. como «eslabón perdido»: 45, 46-47, 72,

73. descripción del: 40-41, 44-45. postura bípeda del: 44, 77. rechazo del: 43-57. sexagésimo aniversario del anuncio

del descubrimiento del: 43-44, 76. Terrestrialidad: 28, 29, 35, 36. Tiburón/marsopa, trampa del: 114. Time: 13, 275. Tipo especimen: 150, 275-276, 278-279. Toba KBS: 141, 176-196, 211-237, 261.

edad de la: 144-145, 158, 176-196, 211-237, 256.

génesis de la controversia en torno a la: 176-196.

métodos de datación: véase Argón 40/Argón 39, técnica del; datación por las; Potasio/Argón, datación por el.

resolución de la controversia en torno a la: 176-177, 211-237.

Tobias, Phillip: 17, 76, 132-135, 264, 277-279, 281. correspondencia de Louis Leakey con:

132-133, 137-138. correspondencia de Mayr con: 277,

278. en el Simposio Nobel: 253, 273, 278. y Johanson: 253, 254, 257-258. y la «primera familia»: 257-258.

Transvaal, fósiles del: 45, 127. véase también Taung, niño de.

Turkana, lago: 12, 27, 139, 141, 143-147, 176, 257. véase también Koobi Fora; toba KBS.

Turquía: 107-109, 116. Tyson, Edward: 286.

Up from the Ape (A partir del simio, Hoo-ton): 47.

Otiles, útiles, constructores de: 130-131, 139, 262, 297. concepciones de Mary Leakey sobre

los: 128, 143, 144. de Hadar: 261, 262. el niño pre-Zinj como: 131, 139. el Ramapithecus como: 86, 88, 90, 94. el Zinjanthropus como: 128, 130, 135. en el lago Turkana: 141, 177. Homo habilis: 135.

Vallois, Henri V: 134. Violencia, en el registro fósil: 295-

296. Virchow, Rudolph: 59. Vogt, Cari: 287.

Walker, Alan: 93-94, 104, 142, 150, 154, 158, 184. y el cráneo 1470: 148-149.

Wallace, Alfred Russel: 290-293. Ward, Steve: 109, 112. Washburn, Sherwood: 33, 43, 48, 49, 69,

297. y los datos bioquímicos: 99, 100, 101,

106. Weindeureich, Franz: 60, 134. Weinart, Hans: 279. Wenner-Gren, Fundación: 183-185, 186,

187-188. White, Charles: 285. White, Tim: 158, 214, 219-228, 256, 262.

colaboración de Johanson con: 41-42, 154, 155-156, 252, 253, 258, 263-267, 269-270, 274-278, 282.

conflictos de Richard Leakey con: 154, 159, 224-225.

ruptura de Mary Leakey con: 273. y la hipótesis de la especie única:

258-259. y los fósiles de Hadar: 258-260. y los fósiles de Laetoli: 259-260, 273-

274. Wilson, Allan: 99-106, 111, 116. Wolpoff, Milford: 91, 94, 103, 115-116,

258. Wood, Bernard: 147-149, 211, 258.

Zihlman, Adrienne: 106, 113-114, 116, 298.

Zinjanthropus: 126-135, 138, 139, 141, 144. como constructor de útiles: 128, 130,

135. dentadura del: 128. descripción del: 128. descubrimiento del: 127-128. edad del: 130.

Zinjanthropus boisei: véase Australopit-hecus boisei.

Zuckerman, Solly: 17, 25, 44, 74-77, 152.