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El Dr. Jeckyll y Mr. Hyde Robert Louis Stevenson Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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El Dr. Jeckyll y Mr. Hyde

Robert Louis Stevenson

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HISTORIA DE LA PUERTA

Mr. Utterson, el abogado, era hombre de sem-blante adusto jamás iluminado por una sonrisa,frío, parco y reservado en la conversación, torpeen la expresión del sentimiento, enjuto, largo,seco y melancólico, y, sin embargo, despertabaafecto. En las reuniones de amigos y cuando elvino era de su agrado, sus ojos irradiaban unalgo eminentemente humano que no llegaba areflejarse en sus palabras pero que hablaba, nosólo a través de los símbolos mudos de la ex-presión de su rostro en la sobremesa, sino tam-bién, más alto y con mayor frecuencia, a travésde sus acciones de cada día. Consigo mismo eraaustero. Cuando estaba solo bebía ginebra paracastigar su gusto por los buenos vinos, y, aun-que le gustaba el teatro, no había traspuesto enveinte años el umbral de un solo local de aque-lla especie. Pero reservaba en cambio para elprójimo una enorme tolerancia, meditaba, no

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sin envidia a veces, sobre los arrestos que re-quería la comisión de las malas acciones, y, lle-gado el caso, se inclinaba siempre a ayudar enlugar de censurar. -No critico la herejía de Caín-solía decir con agudeza-. Yo siempre dejo queel prójimo se destruya del modo que mejor leparezca.

Dado su carácter, constituía generalmente sudestino ser la última amistad honorable, la bue-na influencia postrera en las vidas de los queavanzaban hacia su perdición y, mientras con-tinuaran frecuentando su trato, su actitud jamásvariaba un ápice con respecto a los que sehallaban en dicha situación.

Indudablemente, tal comportamiento no deb-ía resultar difícil a Mr. Utterson por ser hombre,en el mejor de los casos, reservado y que basabasu amistad en una tolerancia sólo comparable asu bondad. Es propio de la persona modestaaceptar el círculo de amistades que le ofrecenlas manos de la fortuna, y tal era la actitud de

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nuestro abogado. Sus amigos eran, o bien fami-liares suyos, o aquellos a quienes conocía hacíalargos años. Su afecto, como la hiedra, crecíacon el tiempo y no respondía necesariamente alcarácter de la persona a quien lo otorgaba. Deesa clase eran sin duda los lazos que le unían aMr. Richard Enfield, pariente lejano suyo yhombre muy conocido en toda la ciudad. Eranmuchos los que se preguntaban qué verían eluno en el otro y qué podrían tener en común.Todo el que se tropezara con ellos en el cursode sus habituales paseos dominicales afirmabaque no decían una sola palabra, que parecíannotablemente aburridos y que recibían con evi-dente agrado la presencia de cualquier amigo.Y, sin embargo, ambos apreciaban al máximoestas excursiones, las consideraban el mejormomento de toda la semana y, para poder dis-frutar de ellas sin interrupciones, no sólo recha-zaban oportunidades de diversión, sino queresistían incluso a la llamada del trabajo.

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Ocurrió que en el curso de uno de dichos pa-seos fueron a desembocar los dos amigos enuna callejuela de uno de los barrios comercialesde Londres. Se trataba de una vía estrecha quese tenía por tranquila pero que durante los díaslaborables albergaba un comercio floreciente.Al parecer sus habitantes eran comerciantesprósperos que competían los unos con los otrosen medrar más todavía dedicando lo sobrantede sus ganancias en adornos y coqueterías, demodo que los escaparates que se alineaban aambos lados de la calle ofrecían un aspecto real-mente tentador, como dos filas de vendedorassonrientes. Aun los domingos, días en que ve-laba sus más granados encantos y se mostrabarelativamente poco frecuentada, la calleja bri-llaba en comparación con el deslucido barrio enque se hallaba como reluce una hoguera en laoscuridad del bosque acaparando y solazandola mirada de los transeúntes con sus contraven-tanas recién pintadas, sus bronces bien pulidosy la limpieza y alegría que la caracterizaban.

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A dos casas de una esquina, en la acera de laizquierda yendo en dirección al este, inte-rrumpía la línea de escaparates la entrada a unpatio, y exactamente en ese mismo lugar unsiniestro edificio proyectaba su alero sobre lacalle. Constaba de dos plantas y carecía de ven-tanas. No tenía sino una puerta en la planta bajay un frente ciego de pared deslucida en la supe-rior. En todos los detalles se adivinaba la huellade un descuido sórdido y prolongado. La puer-ta, que carecía de campanilla y de llamador,tenía la pintura saltada y descolorida. Los va-gabundos se refugiaban al abrigo que ofrecía yencendían sus fósforos, en la superficie de sushojas, los niños abrían tienda en sus peldaños,un escolar había probado el filo de su navaja ensus molduras y nadie en casi una generación sehabía preocupado al parecer de alejar a esosvisitantes inoportunos ni de reparar los estra-gos que habían hecho en ella.

Mr. Enfield y el abogado caminaban por laacera opuesta, pero cuando llegaron a dicha

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entrada, el primero levantó el bastón y señalóhacia ella.

-¿Te has fijado alguna vez en esa puerta? -preguntó. Y una vez que su compañero res-pondiera afirmativamente, continuó-. Siemprela asocio mentalmente con un extraño suceso.

-¿De veras? -dijo Mr. Utterson con una ligeraalteración en la voz-. ¿De qué se trata?

-Verás, ocurrió lo siguiente -continuó Mr. En-field-. Volvía yo en una ocasión a casa, quiénsabe de qué lugar remoto, hacia las tres de unaoscura madrugada de invierno. Mi camino mellevó a atravesar un barrio de la ciudad en quelo único que se ofrecía literalmente a la vistaeran las farolas encendidas. Recorrí calles sincuento, donde todos dormían, iluminadas comopara un desfile y vacías como la nave de unaiglesia, hasta que me hallé en ese estado en queun hombre escucha y escucha y comienza a de-sear que aparezca un policía. De pronto vi dosfiguras, una la de un hombre de corta estatura

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que avanzaba a buen paso en dirección al este,y la otra la de una niña de unos ocho o diezaños de edad que corría por una bocacalle a lamayor velocidad que le permitían sus piernas.Pues señor, como era de esperar, al llegar a laesquina hombre y niña chocaron, y aquí vienelo horrible de la historia: el hombre atropellócon toda tranquilidad el cuerpo de la niña y si-guió adelante, a pesar de sus gritos, dejándolatendida en el suelo. Supongo que tal como locuento no parecerá gran cosa, pero la visión fuehorrible. Aquel hombre no parecía un serhumano, sino un juggernaut horrible. Le llamé,eché a correr hacia él, le atenacé por el cuello yle obligué a regresar al lugar donde unas cuan-tas personas se habían reunido ya en torno a laniña. El hombre estaba muy tranquilo y noofreció resistencia, pero me dirigió una miradatan aviesa que el sudor volvió a inundarme lafrente como cuando corriera. Los reunidos eranfamiliares de la víctima, y pronto hizo su apari-ción el médico, en cuya búsqueda había ido

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precisamente la niña. Según aquel matasanos lapobre criatura no había sufrido más daño que elsusto natural, y supongo que creerás que conesto acabó todo. Pero se dio una curiosa cir-cunstancia. Desde el primer momento en que levi, aquel hombre me produjo una enorme re-pugnancia, y lo mismo les ocurrió, cosa muynatural, a los parientes de la niña. Pero lo queme sorprendió fue la actitud del médico. Res-pondía éste al tipo de galeno común y corriente.Era hombre de edad y aspecto indefinidos,fuerte acento de Edimburgo y la sensibilidad deun banco de madera. Pues le ocurría lo mismoque a nosotros. Cada vez que miraba a mi pri-sionero se ponía enfermo y palidecía presa deldeseo de matarle. Ambos nos dimos cuenta delo que pensaba el otro y, dado que el asesinatonos estaba vedado, hicimos lo máximo que pu-dimos dadas las circunstancias. Le dijimos alcaballero de marras que daríamos a conocer suhazaña, que todo Londres, de un extremo alotro, maldeciría su nombre, y que si tenía ami-

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gos o reputación sin duda los perdería. Y mien-tras le fustigábamos de esta guisa, mantenía-mos apartadas a las mujeres, que se hallabanprestas a lanzarse sobre él como arpías. En mivida he visto círculo semejante de rostros en-cendidos por el odio. Y en el centro estabaaquel hombre revestido de una especie de frial-dad negra y despectiva, asustado también -se leveía-, pero capeando el temporal como un ver-dadero Satán.

»"Si desean sacar partido del accidente -nosdijo-, naturalmente me tienen en sus manos. Uncaballero siempre trata de evitar el escándalo.Díganme cuánto quieren:' Pues bien, le apreta-mos las clavijas y le exigimos nada menos quecien libras para la familia de la niña. Era evi-dente que habría querido escapar, pero nuestraactitud le inspiró miedo y al final accedió. Sólorestaba conseguir el dinero, y, za dónde creesque nos condujo sino a ese edificio de la puerta?Abrió con una llave, entró, y al poco rato volvióa salir con diez libras en oro y un talón por va-

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lor de la cantidad restante, extendido al porta-dor contra la banca de Coutts y firmado con unnombre que no puedo mencionar a pesar de serése uno de los detalles más interesantes de mihistoria. Lo que sí te diré es que era un nombremuy conocido y que se ve muy a menudo enlos periódicos. La cifra era alta, pero el que hab-ía estampado su firma en el talón, si es que eraauténtica, era hombre de una gran fortuna. Metomé la libertad de decirle al caballero en cues-tión que todo aquel asunto me parecía sospe-choso y que en la vida real un hombre no entraa las cuatro de la mañana en semejante antropara salir al rato con un cheque por valor decasi cien libras firmado por otra persona. Peroél se mostró frío y despectivo.

»"No tema -me dijo-, me quedaré con ustedeshasta que abran los bancos y pueda cobrar yomismo ese dinero." Así pues nos pusimos todosen camino, el padre de la niña, el médico, nues-tro amigo y yo. Pasamos el resto de la noche enmi casa y a la mañana siguiente, una vez des-

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ayunados, nos dirigimos al banco como un solohombre. Yo mismo entregué el talón al emplea-do haciéndole notar que tenía razones de pesopara sospechar que se trataba de una falsifica-ción. Pues nada de eso. La firma era legítima.

-¡Qué barbaridad! -dijo Mr. Utterson.

-Ya veo que piensas lo mismo que yo -dijoMr. Enfield-. Sí, es una historia desagradableporque el hombre en cuestión era un personajedetestable, un auténtico infame, mientras que lapersona que firmó ese cheque es un modelo devirtudes, un hombre muy conocido y, lo que espeor, famoso por sus buenas obras. Un caso dechantaje, supongo. El del caballero honorableque se ve obligado a pagar una fortuna por undesliz de juventud. Por eso doy a este edificio elnombre de «la casa del chantaje». Aunque auneso estaría muy lejos de explicarlo todo -añadió.Y dicho esto se hundió en sus meditaciones.

De ellas vino a sacarle Mr. Utterson con unapregunta inopinada.

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-¿Y sabes si el que extendió el talón vive ahí? -Sería un lugar muy apropiado, ¿verdad? -res-pondió Mr. Enfield-, pero se da el caso de querecuerdo su dirección y vive en no sé qué plaza.

-¿Y nunca has preguntado a nadie acerca deesa casa de la puerta? -preguntó Mr. Utterson.

-Pues no señor, he tenido esa delicadeza -fuela respuesta-. Estoy decididamente en contra detoda clase de preguntas. Me recuerdan dema-siado el día del juicio Final. Hacer una preguntaes como arrojar una piedra. Uno se queda sen-tado tranquilamente en la cima de una colina yallá va la piedra arrastrando otras cuantas a supaso hasta que al final van a dar todas a la ca-beza de un pobre infeliz (aquel en quien menoshabías pensado) que no se ha movido de sujardín, y resulta que la familia tiene que cam-biar de nombre. No señor. Yo siempre me heatenido a una norma: cuanto más raro me pare-ce el caso, menos preguntas hago.

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-Sabio proceder, sin duda -dijo el abogado. -Pero sí he examinado el edificio por mi cuenta -continuó Mr. Enfield-, y no parece una casahabitada. Es la única puerta, y nadie sale nientra por ella a excepción del protagonista de laaventura que acabo de relatarte. Y eso muy detarde en tarde. En el primer piso hay tres ven-tanas que dan al patio. En la planta baja, ningu-na. Esas tres ventanas están siempre cerradasaunque los cristales están limpios. Por otra par-te de la chimenea sale generalmente humo, asíque la casa debe de estar habitada, aunque esdifícil asegurarlo dado que los edificios que dana ese patio están tan apiñados que es imposiblesaber dónde acaba uno y dónde empieza el si-guiente. Los dos amigos caminaron un rato másen silencio hasta que habló Mr. Utterson.

-Es buena norma la tuya, Enfield -dijo. -Sí,creo que sí -respondió el otro.

-Pero, a pesar de todo -continuó el abogado-,hay una cosa que quiero preguntarte. Me gus-

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taría que me dijeras cómo se llamaba el hombreque atropelló a la niña.

-Bueno -dijo Mr. Enfield-, no veo qué malpuede haber en decírtelo. Se llamaba Hyde.

-Ya -dijo Mr. Utterson-. ¿Y cómo es físicamen-te? -No es fácil describirle. En su aspecto hayalgo equívoco, desagradable, decididamentedetestable. Nunca he visto a nadie despertartanta repugnancia y, sin embargo, no sabríadecirte la razón. Debe de tener alguna deformi-dad. Ésa es la impresión que produce, aunqueno puedo decir concretamente por qué. Su as-pecto es realmente extraordinario y, sin embar-go, no podría mencionar un solo detalle fuerade lo normal. No, me es imposible. No puedodescribirle. Y no es que no le recuerde, porquete aseguro que es como si le tuviera ante mivista en este mismo momento.

Mr. Utterson anduvo otro trecho en silencio,evidentemente abrumado por sus pensamien-

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tos. -¿Estás seguro de que abrió con llave? -preguntó al fin.

-Mi querido Utterson -comenzó a decir En-field, que no cabía en sí de asombro.

-Lo sé -dijo su interlocutor-, comprendo tu ex-trañeza. El hecho es que si no te pregunto cómose llamaba el otro hombre es porque ya lo sé.Verás, Richard, has ido a dar en el clavo con esahistoria. Si no has sido exacto en algún punto,convendría que rectificaras.

-Deberías haberme avisado -respondió el otrocon un dejo de indignación-. Pero te aseguroque he sido exacto hasta la pedantería, como túsueles decir. Ese hombre tenía una llave, y loque es más, sigue teniéndola. Le vi servirse deella no hará ni una semana.

Mr. Utterson exhaló un profundo suspiro pe-ro no dijo una sola palabra. Al poco, el jovencontinuaba: -No sé cuándo voy a aprender acallarme la boca -dijo-. Me avergüenzo de haber

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hablado más de la cuenta. Hagamos un trato.Nunca más volveremos a hablar de este asunto.

-Accedo de todo corazón -dijo el abogado-. Telo prometo, Richard.

En busca de Mr. Hyde

Aquella noche, Mr. Utterson llegó a su casade soltero sombrío y se sentó a la mesa sin gus-to. Los domingos, al acabar de cenar, tenía lacostumbre de instalarse en un sillón junto alfuego y ante un atril en que reposaba la obra dealgún árido teólogo hasta que el reloj de la igle-sia vecina daba las doce, hora en que se iba a lacama tranquilo y agradecido. Aquella noche,sin embargo, apenas levantados los manteles,tomó una vela y se dirigió a su despacho. Unavez allí, abrió la caja fuerte, sacó del apartadomás recóndito un sobre en el que se leía «Tes-tamento del Dr. Jekyll» y se sentó con el ceñofruncido a inspeccionar su contenido. El testa-

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mento era ológrafo, pues Mr. Utterson, si biense avino a hacerse cargo de él una vez termina-do, se había negado a prestar la menor ayudaen su confección. El documento estipulaba nosólo que tras el fallecimiento de Henry Jekyll,doctor en Medicina y miembro de la Royal So-ciety, todo cuanto poseía fuera a parar a manosde su «amigo y benefactor, Edward Hyde», sinotambién que, en el caso de «desaparición o au-sencia inexplicable del Dr. Jekyll durante unperíodo de tiempo superior a los tres meses», elantedicho Edward Hyde pasaría a disfrutar detodas las pertenencias de Henry Jekyll sin lamenor dilación y libre de cargas y obligaciones,excepción hecha del pago de sendas sumas demenor cuantía a los miembros de la servidum-bre del doctor.

El testamento venía constituyendo desde hac-ía tiempo una preocupación para Mr. Utterson.Le molestaba no sólo en calidad de abogado,sino también como amante que era de todo locuerdo y habitual por ser hombre para quien lo

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desusado equivalía, sin más a deshonroso. Y sihasta el momento había sido la ignorancia dequién podía ser ese Mr. Hyde lo que provocarasu enojo, ahora, por un súbito capricho del des-tino, lo que sabía de él era precisamente la cau-sa de su indignación. Malo era ya cuando aquelpersonaje no constituía sino un nombre del cualnada podía averiguar, pero aún era peor ahoraque ese nombre comenzaba a revestirse de atri-butos detestables. De la neblina movediza eincorpórea que durante tanto tiempo había con-fundido su vista, saltaba de pronto a primerplano la imagen concreta de un ser diabólico.

«Creí que era locura -se dijo mientras volvía acolocar en la caja el odioso documento-, y meempiezo a temer que sea infamia.» Apagó lavela, se puso el abrigo y se dirigió a la plaza deCavendish, reducto de la medicina, donde suamigo, el famoso Dr. Lanyon, tenía su casa yrecibía a sus numerosos pacientes. «Si alguiensabe algo del asunto, tiene que ser Lanyon»,había decidido.

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El solemne mayordomo le conocía y le dio labienvenida. Sin dilación le condujo a la puertadel comedor, donde sentado a la mesa, solo ypaladeando una copa de vino, se hallaba el Dr.Lanyon. Era éste un hombre cordial, sano, vi-vaz, de semblante arrebolado, cabellos prema-turamente encanecidos y modales bulliciosos ydecididos. Al ver a Mr. Utterson se levantó pre-cipitadamente de su asiento y salió a recibirletendiéndole ambas manos. Su cordialidad pod-ía resultar quizá un poco teatral a primera vista,pero respondía a un auténtico afecto. Los doshombres eran viejos amigos, antiguos compa-ñeros, tanto de colegio como de universidad, serespetaban tanto a sí mismos como mutuamen-te y, lo que no siempre es consecuencia de loanterior, gozaban el uno con la compañía delotro.

Tras unos momentos de divagación, el abo-gado encaminó la charla al tema que tan des-agradablemente le preocupaba.

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-Supongo, Lanyon -dijo-, que somos los ami-gos más antiguos que tiene Henry Jekyll.

-Ojalá no lo fuéramos tanto -dijo Lanyon rien-do-. Pero sí, supongo que no te equivocas. ¿Yqué es de él? Últimamente le veo muy poco.

-¿De veras? -dijo Utterson-. Creí que os uníanintereses comunes.

-Y así es -fue la respuesta-. Pero hace ya másde diez años que Henry Jekyll empezó a com-plicarse demasiado para mi gusto. Se ha des-quiciado mentalmente y aunque, como es natu-ral, sigue interesándome por mor de los viejostiempos, como suele decirse, lo cierto es que leveo y le he visto muy poco durante estos últi-mos meses. Todos esos disparates tan pococientíficos... -añadió el doctor mientras su rostroadquiría el color de la grana- habrían podidoenemistar a Daimon y Pitias.

Aquella ligera explosión de ira alivió en ciertomodo a Mr. Utterson. «Difieren solamente en

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una cuestión científica», se dijo. Y por ser hom-bre desapasionado con respecto a la ciencia(excepción hecha de lo concerniente a las escri-turas de traspaso), llegó incluso a añadir: «¡Pe-queñeces». Dio a su amigo unos segundos paraque recuperase su compostura y abordó luegoel tema que le había llevado a aquella casa.

-¿Conoces a ese protegido suyo, un tal Hyde?-preguntó.

-¿Hyde? -preguntó Lanyon-. No. Nunca heoído hablar de él. Debe de haberle conocidodespués de que yo dejara de frecuentar su trato.

Ésta fue toda la información que el abogadopudo llevarse consigo al lecho, grande y oscuro,en que se revolvió toda la noche hasta que lashoras del amanecer comenzaron a hacerse cadavez más largas. Fue aquélla una noche de pocodescanso para su cerebro, que trabajó sin treguaenfrentado solo con la oscuridad y acosado porinfinitas interrogaciones.

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Cuando las campanas de la iglesia cercana ala casa de Mr. Utterson dieron las seis, éste aúnseguía meditando sobre el problema. Hastaentonces sólo le había interesado en el aspectointelectual, pero ahora había captado, o mejordicho, esclavizado su imaginación, y mientrasUtterson se revolvía en las tinieblas de la nochey de la habitación velada por espesos cortinajes,la narración de Mr. Enfield desfilaba ante sumente como una secuencia ininterrumpida defiguras luminosas. Veía primero la infinita su-cesión de farolas de una ciudad hundida en lanoche, luego la figura de un hombre que cami-naba a buen paso, la de una niña que salía co-rriendo de la casa del médico y cómo al fin lasdos figuras se encontraban. Aquel juggernauthumano atropellaba a la chiquilla y seguía ade-lante sin hacer caso de sus gritos. Otras vecesveía un dormitorio de una casa lujosa dondedormía su amigo sonriendo a sus sueños. Depronto la puerta se abría, las cortinas de la camase separaban y una voz despertaba al dur-

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miente. A su lado se hallaba una figura quetenía poder sobre él, e, incluso a esa hora de lanoche, Jekyll no tenía más remedio que levan-tarse y obedecer su mandato. La figura queaparecía en ambas secuencias obsesionó toda lanoche al abogado, que si en algún momentocayó en un sueño ligero, fue para verla desli-zarse furtivamente entre mansiones dormidas omoverse cada vez con mayor rapidez hasta al-canzar una velocidad de vértigo, entre los labe-rintos de una ciudad iluminada por farolas,atropellando a una niña en cada esquina yabandonándola a pesar de sus gritos. Y la figu-ra no tenía cara por la cual pudiera reconocerle.Ni siquiera en sus sueños tenía rostro, y si lotenía, le burlaba apareciendo un segundo antesus ojos para disolverse un instante después. Yasí fue como surgió de pronto y creció con pres-teza en la mente del abogado una curiosidadsingularmente fuerte, casi incontrolable, de con-templar la faz del verdadero Mr. Hyde. «Si pu-diera verle, aunque sólo fuera una vez -pensó-,

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el misterio se iría disipando y hasta puede quese desvaneciera totalmente como suele sucedercon todo acontecimiento misterioso cuando sele examina con detalle. Podría averiguar quizála razón de la extraña predilección o servidum-bre de mi amigo (llámesela como se quiera), yhasta de aquel sorprendente testamento. Almenos, valdría la pena ver el rostro de un hom-bre sin entrañas, sin piedad, un rostro que sólotuvo que mostrarse una vez para despertar enla mente del poco impresionable Enfield unodio imperecedero.»

Desde aquel día, empezó Mr. Utterson a ron-dar la puerta que se abría a la callejuela de lastiendas. Lo hacía por la mañana, antes de acu-dir a su despacho, a mediodía, cuando el traba-jo era mucho y el tiempo escaso, por la noche,bajo la mirada de la luna que se cernía difusasobre la ciudad. Bajo todas las

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luces y a todas horas, ya estuviera la calle so-litaria o animada, el abogado montaba guardiaen el lugar que para tal fin había seleccionado.

-Si él es Mr. Hyde -había decidido-, yo seréMr. Seek.

Al fin vio recompensada su paciencia. Erauna noche clara y despejada, el aire helado, lascalles limpias como la pista de un salón de bai-le. Las luces, inmóviles por la falta de viento,proyectaban sobre el cemento un dibujo regularde claridad y sombra. Hacia las diez, cuando lastiendas estaban ya cerradas, la calleja quedasolitaria y, a pesar de que hasta ella llegaran losruidos del Londres que la rodeaba, muy silen-ciosa. El sonido más mínimo se oía hasta muylejos. Los ruidos que procedían del interior delas casas eran claramente audibles a ambos la-dos de la calle y el rumor de los pasos de lostranseúntes precedía a éstos durante largo rato.Mr. Utterson llevaba varios minutos apostadoen su puesto, cuando oyó unos pasos, leves y

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extraños, que se acercaban. En el curso de aque-llas vigilancias nocturnas se había acostumbra-do al curioso efecto que se produce cuando laspisadas de una persona aún distante se desta-caban súbitamente, con toda claridad, del vastozumbido y alboroto de la ciudad. Nunca, sinembargo, habían acaparado su atención deforma tan aguda y decisiva, y así fue como seocultó en la entrada del patio sintiendo un su-persticioso presentimiento de triunfo.

Los pasos se aproximaban rápidamente y aldoblar la esquina de la calle sonaron de prontomucho más fuerte. El abogado miró desde suescondite y pronto pudo ver con qué clase dehombre tendría que entendérselas. Era de cortaestatura y vestía muy sencillamente. Su aspecto,aun a distancia, predispuso automáticamenteen su contra al que de tal modo le vigilaba. Sedirigió directamente a la puerta cruzando lacalle para ganar tiempo y, mientras avanzaba,sacó una llave del bolsillo con el gesto segurodel que se aproxima a casa.

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En el momento en que pasaba junto a él, Mr.Utterson dio un paso adelante y le tocó en elhombro. -Mr. Hyde, supongo.

Hyde dio un paso atrás y aspiró con un siseouna bocanada de aire. Pero su temor fue sólomomentáneo y, aunque sin mirar directamentea la cara al abogado, contestó con frialdad:

-El mismo. ¿Qué desea?

-He visto que iba a entrar y... -respondió elabogado-. Verá usted, soy un viejo amigo delDr. Jekyll. Mr. Utterson, de la calle Gaunt; debede conocerme de nombre. Al verle llegar tanoportunamente he pensado que quizá me per-mitiera usted entrar.

-No encontrará al Dr. Jekyll. Está fuera -respondió Mr. Hyde mientras soplaba en elinterior de la llave. Y luego continuó sin levan-tar la vista. -¿Cómo me ha reconocido?

-¿Querrá usted hacerme un favor? -preguntóMr. Utterson.

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-Desde luego -replicó el otro-. ¿De qué se tra-ta? -¿Me permite que le vea la cara? -preguntóel abogado.

Mr. Hyde pareció dudar, pero al fin, comopor fruto de una repentina decisión, le miró defrente con gesto de desafío. Los dos hombres secontemplaron fijamente unos segundos.

-Ahora ya podré reconocerle -dijo Mr. Utter-son-. Puede serme muy útil.

-Sí -respondió Mr. Hyde-. No está mal quenos hayamos conocido. A propósito. Le daré midirección. Y dijo un número de cierta calle delSoho.

¡Dios mío! -se dijo Mr. Utterson-. ¿Habrá esta-do pensando él también en el testamento?»

Pero se guardó sus temores y se dio por ente-rado de la dirección con un sordo gruñido.

-Y ahora dígame -dijo el otro-, ¿cómo me hareconocido?

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-Por su descripción -fue la respuesta. -¿Quiénse la dio?

-Tenemos amigos comunes -dijo Mr. Utter-son. -¿Amigos comunes? -repitió Mr. Hyde concierta aspereza-. ¿Quiénes?

-Jekyll, por ejemplo -dijo el abogado.

-Él no le ha dicho nada -gritó Mr. Hyde en unacceso de ira-. No le creía a usted capaz dementir. -Vamos, vamos -dijo Mr. Utterson-. Eselenguaje no le honra.

Estalló entonces el otro en una carcajada sal-vaje y un segundo después, con extraordinariarapidez, había abierto la puerta y desaparecidoen el interior de la casa.

El abogado permaneció clavado en el suelounos momentos. Era la imagen viva de la in-quietud. Luego echó a andar calle abajo parán-dose a cada paso y llevándose la mano a la fren-te como si estuviera sumido en una profundaduda. El problema con que se debatía mientras

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caminaba era de esos que difícilmente llegan aresolverse nunca. Mr. Hyde era pequeño, páli-do, producía impresión de deformidad sin serefectivamente contrahecho, tenía una sonrisadesagradable, se había dirigido al abogado conesa combinación criminal de timidez y osadía, yhablaba con una voz ronca, baja, como entrecor-tada. Todo ello, naturalmente, predisponía ensu contra, pero aun así no explicaba el grado,hasta entonces nunca experimentado, de dis-gusto, repugnancia y miedo de que había des-pertado en Mr. Utterson. «Debe de haber algomás -se dijo perplejo el caballero-. Tiene quehaber algo más, pero este hombre no parece unser humano. Tiene algo de troglodita, por decir-lo así. ¿Nos hallaremos, quizá, ante una nuevaversión de la historia del Dr. Fell? ¿O será la

mera irradiación de un espíritu malvado quetrasciende y transfigura su vestidura de barro?Creo que debe de ser esto último. ¡Mi pobreamigo Henry Jekyll! Si alguna vez he leído en

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un rostro la firma de Satanás, ha sido en el de tunuevo amigo. »

Saliendo de la callejuela, a la vuelta de la es-quina, había una plaza flanqueada de casasantiguas y de hermosa apariencia, la mayorparte de ellas venidas a menos y divididas encuartos y aposentos que se alquilaban a gentesde toda clase y condición: grabadores de ma-pas, arquitectos, abogados de ética dudosa yagentes de oscuras empresas. Una de ellas, sinembargo, la segunda a partir de la esquina, con-tinuaba teniendo un solo ocupante, y ante supuerta, que respiraba un aire de riqueza y co-modidad a pesar de estar hundida en la oscuri-dad, a excepción de la claridad que se filtrabapor el montante, Mr. Utterson se detuvo yllamó. Un sirviente bien vestido y de edadavanzada salió a abrirle.

-¿Está en casa el Dr. Jekyll, Poole? -preguntóel abogado.

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-Iré a ver, Mr. Utterson -dijo el mayordomo.Mientras hablaba hizo pasar al visitante a unsalón grande y confortable, de techo bajo y pa-vimento de losas, caldeado (según es costumbreen las casas de campo) por un fuego que ardíaalegremente en la chimenea y decorado conlujosos armarios de roble.

-¿Quiere esperar aquí junto al fuego, señor, oprefiere que le lleve luz al comedor?

-Esperaré aquí, gracias -dijo el abogado. Seaproximó después a la chimenea y se apoyó enla alta rejilla que había ante el fuego. Se hallabaen la habitación favorita de su amigo el doctor,una estancia que Utterson no habría tenido elmenor reparo en describir como la más acoge-dora de Londres. Pero esa noche sentía un es-tremecimiento en las venas. El rostro de Hydeno se apartaba de su memoria. Experimentaba -cosa rara en él- náusea y repugnancia por lavida, y dado el estado de ánimo en que se ha-llaba, creía leer una amenaza en el resplandor

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del fuego que se reflejaba en la pulida superfi-cie de los armarios y en el inquieto danzar delas sombras en el techo. Se avergonzó de la sen-sación de alivio que le invadió cuando Pooleregresó al poco rato para anunciarle que Jekyllhabía salido.

-He visto entrar a Mr. Hyde por la puerta dela antigua sala de disección, Poole -dijo Mr.Utterson-. ¿Le está permitido venir cuando elDr. Jekyll no está en casa?

-Desde luego, Mr. Utterson -replicó el sirvien-te-. Mr. Hyde tiene llave.

-Al parecer, su amo confía totalmente en esehombre, Poole -continuó el otro pensativo.

-Sí, señor, así es -dijo Poole-. Todos tenemosorden de obedecerle.

-No creo haber conocido nunca a Mr. Hyde -observó Utterson.

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-¡No, por Dios, señor! Nunca cena aquí -replicó el mayordomo-. De hecho le vemos muypoco en esta parte de la casa. Suele entrar y salirpor el laboratorio.

-Bueno, entonces me iré. Buenas noches, Poo-le. -Buenas noches, Mr. Utterson.

El abogado se dirigió a su casa presa de graninquietud. «Pobre Henry Jekyll -se dijo-. Hadebido de tener una juventud desenfrenada.Cierto que desde entonces ha pasado muchotiempo, pero de acuerdo con la ley de Dios, lasmalas acciones nunca prescriben. Tiene que sereso, el fantasma de un antiguo pecado, el cáncerde alguna vergüenza oculta. Al fin el castigollega inexorablemente, pede claudo, años des-pués de que el delito ha caído en el olvido ynuestra propia estimación ha perdonado ya lafalta.»

Y el abogado, asustado por sus pensamientos,meditó un momento sobre su propio pasadorebuscando en los rincones de la memoria por

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ver si alguna antigua iniquidad saltaba depronto a la luz como surge un muñeco de resor-tes del interior de una caja de sorpresas. Pero supasado estaba hasta cierto punto libre de cul-pas. Pocos hombres podían pasar revista a suvida con menos temor, y, sin embargo, Mr. Ut-terson sintió una enorme vergüenza por lasmalas acciones que había cometido y su co-razón se elevó a Dios con gratitud por las mu-chas otras que había estado a punto de cometery que, sin embargo, había evitado. Mientrasseguía meditando sobre este tema, su mente seiluminó con un rayo de esperanza. «Pero eseMr. Hyde -se dijo- debe de tener sus propiossecretos, secretos negros a juzgar por su aspec-to, secretos al lado de los cuales el peor crimendel pobre Jekyll debe brillar como la luz del sol.Las cosas no pueden seguir corno están. Merepugna pensar que ese ser maligno puedarondar como un ladrón al lado mismo del lechodel pobre Henry. ¡Desgraciado Jekyll! ¡Quéamargo despertar! Y encima, el peligro que co-

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rre, porque si ese tal Hyde llega a sospechar dela existencia del testamento, puede impacien-tarse por heredar. Tengo que hacer algo inme-diatamente. Si Jekyll me lo permitiera...» Y lue-go añadió: «Si Jekyll me permitiera hacer al-go...» Porque una vez más veía con los ojos dela memoria, tan claras como la transparenciamisma, las raras estipulaciones del testamento.

El Dr. Jekyll estaba tranquilo

Dos semanas después, por una de esas hala-güeñas jugadas del destino, el Dr. Jekyll invitó acenar a cinco o seis de sus mejores amigos, inte-ligentes todos ellos, de reputación intachable ybuenos catadores de vino, y Mr. Utterson pudoingeniárselas para quedarse a solas con su anfi-trión una vez que partieran el resto de los invi-tados. No era aquello ninguna novedad, sinoque, al contrario, había sucedido en innumera-bles ocasiones. Donde querían a Utterson, lequerían bien. Sus anfitriones solían retener al

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adusto abogado una vez que los despreocupa-dos y los habladores habían traspasado ya elumbral. Gustaban de permanecer un rato en sudiscreta compañía, practicando la soledad, se-renando el pensamiento en el fecundo silenciode aquel hombre tras el dispendio de alegría yla tensión que ésta suponía.

El Dr. Jekyll no era excepción a la regla. Sen-tado como estaba frente a Utterson delante dela chimenea -era hombre de unos cincuentaaños, alto, fornido, de rostro delicado, con unaexpresión algo astuta, quizá, pero que revelabainteligencia y bondad-, su mirada demostrabaque sentía por su amigo un afecto profundo ysincero.

-Hace tiempo quería hablar contigo, Jekyll -ledijo éste-. ¿Recuerdas el testamento que hiciste?Un buen observador se habría dado cuenta deque el tema no era del agrado del que escucha-ba. Pero, aun así, el doctor respondió alegre-mente. . -¡Mi pobre Utterson! -dijo-. Qué mala

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suerte has tenido con que sea tu cliente. En mivida he visto un hombre tan preocupado comotú cuando leíste ese documento, excepto quizáese fanático de Lanyon ante lo que llama «misherejías científicas». Ya. Ya sé que es una buenapersona. No tienes que fruncir el ceño. Es unhombre excelente y me gustaría verle con másfrecuencia. Pero es también un ignorante, unfanático y, sin lugar a dudas, un pedante. Nadieme ha decepcionado nunca tanto como él. -Túsabes que nunca he aprobado ese documento -continuó Utterson, haciendo caso omiso de laspalabras de su amigo.

-¿Te refieres a mi testamento? Sí, naturalmen-te, ya lo sé -dijo el doctor ligeramente enojado-.Ya me lo has dicho.

-Pues te lo repito -continuó el abogado-. Heaveriguado ciertas cosas acerca de Mr. Hyde.

El agraciado rostro del Dr. Jekyll palidecióhasta que labios y ojos se ennegrecieron.

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-No quiero oír ni una sola palabra de eseasunto -dijo-. Creí que habíamos acordado novolver a mencionar el tema.

-Lo que me han dicho es abominable -continuó Utterson.

-Eso no cambiará nada. No puedes entenderen qué posición me encuentro -contestó el doc-tor no sin cierta incoherencia-. Me hallo en unasituación difícil, Utterson, en una extraña cir-cunstancia de la vida, muy extraña. Se trata deuno de esos asuntos que no se solucionan conhablar.

-Jekyll -dijo Utterson-, tú me conoces y sabesque soy hombre en quien se puede confiar.Puedes hablarme con toda confianza y no du-des de que podré sacarte del atolladero.

-Mi querido Utterson -dijo el doctor-, tu bon-dad me conmueve. Eres un excelente amigo yno encuentro palabras con que agradecerte elafecto que me demuestras. Te creo y confiaría

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en ti antes que en ninguna otra persona, antes,¡ay!, que en mí mismo si me fuera posible. Perono se trata de lo que tú imaginas. No es tangrave el asunto. Y sólo para tranquilizar tu co-razón te diré una cosa. Puedo deshacerme deese tal Mr. Hyde en el momento en que lo des-ee. Te lo prometo. Mil veces te agradezco tuinterés y sólo quiero añadir una cosa que, espe-ro, no tomes a mal. Se trata de un asunto perso-nal y no quiero que volvamos a hablar de ellojamás.

Utterson reflexionó unos segundos mirandoal fuego.

-Estoy seguro de que tienes razón -dijo al finponiéndose en pie.

-Pero ya que hemos tocado el tema por últimavez -prosiguió el doctor-, hay un punto en elque quiero insistir. Siento un gran interés porese pobre Hyde. Sé que le has visto, me lo hadicho, y me temo que estuvo muy grosero con-tigo. Pero con toda sinceridad te digo que sien-

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to un interés enorme por ese hombre y quieroque me prometas, Utterson, que si muero, serástolerante con él y le ayudarás a hacer valer susderechos. Estoy seguro de que lo harías si cono-cieras el caso a fondo. Me quitarás un gran pesode encima si me lo prometes.

-No puedo mentirte diciéndote que será algu-na vez persona de mi agrado -dijo el abogado.

-No es eso lo que te pido -suplicó Jekyll po-sando una mano sobre el brazo de su amigo-.Sólo quiero justicia. Que le ayudes en mi nom-bre cuando yo no esté aquí.

Utterson exhaló un irreprimible suspiro. -Estábien -dijo-. Te lo prometo.

El caso del asesinato de Carew

Casi un año después, en octubre de 18..., todoLondres se conmovió ante un crimen singular-

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mente feroz, crimen aún más notable por ser lavíctima hombre de muy buena posición. Lo quese supo fue poco, pero sorprendente. Una cria-da que vivía sola en una casa no muy lejos delrío había subido a su dormitorio hacia las oncepara acostarse. La niebla solía cernirse sobre laciudad al amanecer y, por lo tanto, a aquellahora temprana de la noche la atmósfera estabadespejada y la calle a la que daba la ventana dela criada estaba iluminada por la luna. Al pare-cer era aquella mujer de naturaleza romántica,pues se sentó en un baúl colocado justamentebajo la ventana y allí se perdió en sus ensoña-ciones. «Nunca -solía decir entre amargaslágrimas-, nunca me había sentido tan en pazcon la humanidad ni había pensado en el mun-do con mayor sosiego.»

Y mientras en esta actitud se hallaba acertó aver a un anciano de porte distinguido y pelocanoso que se acercaba por la calle. Otro caba-llero de corta estatura, y en el que fijó menos suatención, caminaba en dirección contraria.

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Cuando ambos hombres se cruzaron (cosa queocurrió precisamente bajo su ventana) el ancia-no se inclinó y se dirigió al otro con cortesía. Sediría que el tema de la conversación no revestíagran importancia. De hecho, por la forma enque señalaba, parecía que el anciano pedía indi-caciones para llegar a un determinado lugar. Laluna se reflejaba en su rostro y la sirvienta secomplació en mirarle mientras hablaba. Respi-raba caballerosidad, una bondad inocente y, almismo tiempo, algo muy elevado, como unasatisfacción interior ampliamente justificada. Sefijó entonces en el otro hombre y se sorprendióal reconocer en él a un tal Mr. Hyde que en unaocasión había visitado a su amo y por el quehabía sentido inmediatamente una profundaantipatía. Llevaba en la mano un pequeñobastón con el que jugueteaba nerviosamente.No respondió al anciano una sola palabra yparecía escucharle con impaciencia mal conte-nida. De pronto estalló con una explosión deira. Empezó a dar patadas en el suelo y a blan-

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dir el bastón en el aire como (según dijo la don-cella) preso de un ataque de locura. El ancianodio un paso atrás aparentemente asombrado dela actitud de su interlocutor, y en ese momentoMr. Hyde perdió el control y le golpeó hastaderribarle en tierra. Un segundo después, con lafuria de un simio, pisoteaba salvajemente a suvíctima cubriéndola con una lluvia de golpes,tan fuertes que la criada oyó el quebrarse de loshuesos y el cuerpo fue a parar a la calzada. An-te el horror provocado por la visión y aquellossonidos, la mujer perdió el sentido.

Eran las dos de la mañana cuando volvió en síy dio aviso a la policía. El asesino había desapa-recido hacía largo tiempo, pero su víctima yacíadesarticulada en el centro de la calle. El bastóncon que se había cometido el crimen, aunque deuna madera poco común, excepcionalmentefuerte y pesada, se había roto por la mitad bajoel impulso de aquella insensata crueldad y unade las mitades había ido a parar a la alcantarillacercana. La otra, indudablemente, se la había

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llevado el asesino. Hallaron en posesión de lavíctima una cartera y un reloj de oro, pero ni unsolo documento o tarjeta de identificación, aexcepción de un sobre lacrado y franqueadoque probablemente se disponía a depositar enalgún buzón de correos y que iba dirigido a Mr.Utterson.

Se lo llevaron al abogado a la mañana si-guiente antes de que se levantara, y no bienhubo fijado en él la mirada y escuchado la na-rración del caso cuando dijo solemnemente lassiguientes palabras:

-No diré nada hasta que haya visto el cadá-ver. El asunto debe de ser muy serio. Tengan laamabilidad de esperar mientras me visto.

Y con el mismo grave talante, desayunó apre-suradamente, subió a su carruaje y se dirigió ala Co-

misaría de Policía donde se encontraba elcuerpo. Tan pronto como lo vio, asintió:

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-Sí -dijo-. Le reconozco. Siento tener que de-cirles que se trata de Sir Danvers Carew.

-¡Santo cielo! -exclamó el oficial-. ¿Será posi-ble? Al momento reflejó su mirada el destellode la ambición.

-Esto, sin duda, provocará un escándalo -continuó-. Quizá pueda usted ayudarnos a en-contrar al criminal.

Dicho esto le informó de las declaraciones dela sirvienta y le mostró la mitad del bastón.

Mr. Utterson se había estremecido ya al oír elnombre de Mr. Hyde, pero cuando vio ante susojos aquel trozo de madera ya no pudo dudarmás. Aunque roto y maltratado, reconoció en élel bastón que hacía muchos años había regaladoa Henry Jekyll.

-¿Es ese Mr. Hyde un hombre de corta estatu-ra? -preguntó.

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-Según la criada, es muy bajo y de aspectodesagradable en extremo -dijo el oficial.

Mr. Utterson reflexionó y dijo luego, levan-tando la cabeza:

-Si quiere acompañarme, puedo conducirlehasta su casa.

Eran alrededor de las nueve de la mañana yhabían comenzado ya las nieblas propias de laestación. Un manto de bruma color chocolatedescendía del cielo, pero el viento atacaba ydispersaba continuamente esos vapores forma-dos en orden de batalla, de modo que conformeel coche avanzaba de calle en calle Mr. Uttersonpudo contemplar una maravillosa infinidad degrados y matices de una luz casi crepuscular:aquí una oscuridad semejante a lo más recóndi-to de la noche, allí un destello de marrón in-tenso vivo como el reflejo de una extraña con-flagración. Luego, por un momento, la niebla sedisipaba y un débil rayo de luz diurna se abríapaso entre inquietos jirones de vapor. El mise-

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rable barrio del Soho, visto a la luz de esos des-tellos cambiantes, con sus calles fangosas, sustranseúntes desalmados y esas farolas que, o nohabían apagado todavía, o habían vuelto a en-cender para combatir esa nueva invasión de laoscuridad, parecía a los ojos del abogado unbarrio de pesadilla. Sus pensamientos eran, porotra parte, de los más sombríos que cabe imagi-nar, y cuando miraba a su compañero de viajesentía ese escalofrío de terror que la ley y susagentes suelen despertar en ocasiones inclusoentre los más honrados.

En el momento en que el carruaje se deteníaante la casa indicada, la niebla se disipó ligera-mente para mostrar una casa miserable, unataberna, una casa de comidas francesa, un cu-chitril donde se vendían cachivaches y baratijas,gran número de niños harapientos acogidos alabrigo de los quicios de las puertas y mujeresde distintas nacionalidades que, llave en mano,se dirigían a tomarse su traguito mañanero.

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Pero al momento la niebla volvió a cernirsesobre ese barrio de la ciudad aislando a Mr.Utterson de su mísero entorno. Se hallaban él ysu acompañante ante la casa del protegido deldoctor Jekyll, el presunto heredero de un cuartode millón de libras esterlinas.

Abrió la puerta una mujer de cabellos canososy rostro marfileño. Tenía una expresión malig-na temperada por la hipocresía, pero sus moda-les eran excelentes. Sí, afirmó, aquella era lacasa de Mr. Hyde, pero su amo había salido. Lanoche anterior había vuelto de madrugada parasalir de nuevo, una hora después. No, no teníanada de raro. Mr. Hyde tenía unas costumbresmuy irregulares y salía con frecuencia. Porejemplo, había pasado dos meses sin volver porsu casa hasta que regresó la noche anterior.

-Muy bien, entonces condúzcanos a sus apo-sentos -dijo el abogado. Y cuando la mujer abrióla boca para afirmar que era imposible, conti-nuó-: Será mejor que le informe de la identidad

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de este caballero. Es el inspector Newcomer, deScotland Yard.

Un rayo de alborozo abominable iluminó elrostro de la mujer.

-¡Ah! -exclamó-. Se ha metido al fin en un lío,¿eh? ¿Qué ha hecho?

Mr. Utterson y el inspector intercambiaronuna mirada.

-No parece que le tenga mucha estimación -observó el segundo. Y luego continuó-: Y ahora,buena mujer, permítanos que este caballero yyo echemos un vistazo a las habitaciones de suamo.

De toda la casa, habitada únicamente por laanciana en cuestión, Mr. Hyde había utilizadosólo un par de habitaciones que había amue-blado con lujo y exquisito gusto. Tenía unadespensa llena de vinos, la vajilla era de plata,los manteles delicados; de la pared colgaba unabuena pintura, regalo -supuso Utterson- de

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Henry Jekyll, que era muy entendido en la ma-teria, y las alfombras eran gruesas y de coloresagradables a la vista. Todo en aquellos aposen-tos daba la impresión de que alguien había pa-sado por ellos a toda prisa revolviendo hasta elúltimo rincón. Diseminadas por el suelo habíaprendas de vestir con los bolsillos vueltos haciafuera, los cajones estaban abiertos y en la chi-menea había un montón de cenizas grisáceasque revelaban que alguien había estado que-mando un montón de papeles.

De entre estos restos desenterró el inspector lamatriz de un talonario de cheques de color ver-de que se había resistido a la acción del fuego.Detrás de la puerta encontraron la otra mitaddel bastón y, dado que esto confirmaba sussospechas, el policía se mostró encantado delhallazgo. Una visita al banco, donde averigua-ron que el presunto asesino tenía depositadosen su cuenta varios miles de libras, acabó desatisfacer la curiosidad del inspector Newco-mer.

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-Se lo aseguro, caballero -dijo a Mr. Utterson-.Puede usted darle por preso. Debe de haberperdido la cabeza o no habría dejado la mitadde su bastón en un sitio tan fácil de encontrar. Ylo que es más importante, no habría quemadoel talonario de cheques. Dinero es precisamentelo que más va a necesitar en estos momentos.No tenemos más que esperar a que se pase porel banco y proceder a su detención.

Pero esto último no resultó tan fácil como elpolicía se las prometía. Mr. Hyde tenía muypocos conocidos -incluso el amo de la criadaque había presenciado el crimen le había vistosólo un par de veces- y no fue posible localizara ninguno de sus familiares. No existían, porotra parte, fotografías suyas, y los pocos quepudieron describirle dieron versiones contra-dictorias sobre su apariencia, como suele ocu-rrir cuando se trata de observadores no profe-sionales. Sólo coincidieron todos en un punto.En destacar esa vaga sensación de deformidad

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que el fugitivo despertaba en todo el que leveía.

El incidente de la carta

Era ya avanzada la tarde cuando Mr. Uttersonllegó a casa del doctor Jekyll, donde Poole leadmitió al punto y le condujo a través de lasdependencias de servicio y del patio que antesfuera jardín hasta el edificio que se conocía in-diferentemente con los nombres de laboratorioo sala de disección. El doctor había comprado lacasa a los herederos de un famoso cirujano y,por encaminarse sus gustos más hacia la quími-ca que hacia la anatomía, había cambiado eldestino de la construcción que se alzaba al fon-do del jardín.

Era la primera vez que el abogado pisaba esaparte de la vivienda de su amigo. Fijó la vistacon curiosidad en aquel sombrío edificio sin

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ventanas y, una vez dentro de él, paseó la mi-rada a su alrededor experimentando una des-agradable sensación de extrañeza al ver aquellasala de disección antes poblada de estudiantesávidos de entender y ahora solitaria y silencio-sa, las mesas cargadas de aparatos destinados ala investigación química, las cajas de madera yla paja de embalar diseminadas por el suelo y laluz que se filtraba a través de la cúpula nebulo-sa. Al fondo, una escalera subía hasta una puer-ta tapizada de fieltro rojo cuyo umbral traspusoal fin Mr. Utterson para entrar al gabinete deldoctor. Era ésta una habitación grande rodeadade armarios de puertas de cristal y amueblada,entre otras cosas, con un espejo de cuerpo ente-ro y un escritorio. Se abría al patio por mediode tres ventanas de vidrios polvorientos y pro-tegidas con barrotes de hierro. Un fuego ardíaen la chimenea y sobre la repisa había unalámpara encendida, pues hasta en el interior delas casas comenzaba a acumularse la niebla.

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Allí, al calor del fuego, estaba sentado el doc-tor Jekyll, que parecía mortalmente enfermo.No se levantó para recibir a su amigo, sino quele saludó con un gesto de la mano y una vozirreconocible.

-Dime -dijo Mr. Utterson tan pronto comoPoole abandonó la habitación-. ¿Sabes la noti-cia?

El doctor se estremeció.

-La han estado gritando los vendedores deperiódicos por la calle. La he oído desde el co-medor. -Permíteme que te diga lo siguiente -dijo el abogado-: Carew era cliente mío, perotambién lo eres tú y quiero que me digas laverdad de lo sucedido. ¿Has sido lo bastanteloco como para ocultar a ese hombre?

-Utterson, te juro por el mismo Dios -exclamóel doctor-, te juro por lo más sagrado, que novolveré a verle nunca más. Te doy mi palabrade caballero de que he terminado con Hyde

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para el resto de mi vida. Nunca volveré a verle.Y te aseguro que él no desea que le ayude. Nole conoces como yo. Está a salvo, totalmente asalvo, y nunca se volverá a saber de él.

El abogado escuchaba, sombrío. No le gusta-ba la apariencia enfebrecida de su amigo.

-Pareces estar muy seguro de él -dijo-. Por tubien deseo que no te equivoques. Si hay un jui-cio, tu nombre puede salir a relucir en él.

-Estoy completamente seguro de lo que digo -replicó Jekyll-. Tengo razones de peso parahacer esta afirmación, razones que no puedoconfiar a nadie. Pero sí hay una cosa sobre laque puedes aconsejarme. He recibido una cartay no sé si mostrársela o no a la policía. Quierodejar el asunto en tus manos, Utterson. Tú juz-garás con prudencia, estoy seguro. Ya sabes queconfío plenamente en ti.

-Jemes que pueda conducir a su detención? -preguntó el abogado.

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-No -respondió su interlocutor-. La verdad esque no me importa lo que pueda sucederle aHyde. Por lo que a mí respecta, ha muerto. Pen-saba sólo en mi reputación, que todo este horri-ble asunto ha puesto en peligro.

Utterson rumió las palabras de su amigo du-rante unos instantes. El egoísmo que encerra-ban le sorprendía y aliviaba al mismo tiempo.

-Bueno -dijo al fin-. Veamos esa carta.

La misiva estaba escrita con una caligrafía ex-traña, muy picuda, y llevaba la firma de Ed-ward Hyde. Decía en términos muy concisosque su benefactor, el doctor Jekyll, a quien tanmal había pagado las mil generosidades quehabía tenido con él, no debía preocuparse porsu seguridad, pues tenía medios de escapar, delos cuales podía fiarse totalmente. Al abogadole gustó la carta. Daba a aquella intimidad me-jores visos de lo que él había sospechado y secensuró interiormente por sus pasadas sospe-chas. -¿Tienes el sobre? -preguntó.

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-Lo he quemado -replicó Jekyl1- sin darmecuenta de lo que hacía. Pero no llevaba matase-llos. La trajo un mensajero.

-¿Puedo quedármela y consultar el caso con laalmohada? -preguntó Utterson.

-Quiero que decidas por mí, pues he perdidotoda confianza en mí mismo.

-Lo pensaré -respondió el abogado-. Y ahorauna cosa más. ¿Fue Hyde quien te dictó lostérminos del testamento con respecto a tu des-aparición?

El doctor estuvo a punto de desmayarse.Apretó los labios con fuerza y asintió.

-Lo sabía -dijo Utterson-. Ese hombre tenía in-tención de asesinarte. Te has librado de mila-gro. -Pero de esta experiencia he sacado algomuy importante -contestó el doctor solemne-mente-. Una lección. ¡Dios mío, Utterson, quélección he aprendido!

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Dicho esto hundió el rostro entre las manosdurante unos segundos.

Camino de la puerta, el abogado se detuvo aintercambiar unas palabras con Poole.

-A propósito -le dijo-, ¿han traído hoy algunacarta? ¿Podría describirme al mensajero?

Pero Poole dijo estar seguro de que no habíallegado nada, a excepción del correo.

-Y eran sólo circulares -añadió.

La respuesta de Poole renovó los temores delvisitante. Estaba claro que la misiva había lle-gado por la puerta del laboratorio. Muy posi-blemente había sido escrita en el gabinete y, deser así, tenía que juzgarla de modo distinto ycon mucho más cuidado. Cuando salió de lacasa, los vendedores de prensa pregonaban porlas aceras: «¡Edición especial! ¡Miembro del Par-lamento, víctima de un horrible asesinato!»Aquélla era una oración fúnebre por su amigo ycliente, y, al oírla, Utterson no pudo evitar sen-

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tir cierto temor de que la reputación de Jekyllcayera víctima del remolino que indudablemen-te había de levantar el escándalo. La decisiónque tenía que tomar era, como poco, extrema-damente delicada, y a pesar de ser hombre que,en general, se bastaba a sí mismo, en aquellaocasión sintió la necesidad de pedir consejo, sino abiertamente, sí de modo indirecto.

Al poco rato se encontraba en su casa sentadoa un lado de la chimenea, con Mr. Guest, supasante, frente a él, y entre los dos hombres, acalculada distancia del fuego, una botella devino particularmente añejo que durante muchotiempo había permanecido en la oscuridad dela bodega. La niebla sumergía en su vapordormido a la ciudad de Londres, donde las lu-ces de las farolas brillaban como carbúnculos. Através de las nubes espesas y asfixiantes que secernían sobre ella, la vida seguía circulando porsus arterias con un retumbar sordo semejante aun fuerte viento. Pero el fuego del hogar ale-graba la habitación, dentro de la botella los áci-

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dos se habían descompuesto a lo largo de losaños, el color se había dulcificado con el tiempocomo se difuminan los tonos en las vidrieras yel resplandor de las cálidas tardes otoñales enlos viñedos de las laderas esperaba para salir ala luz y dispersar las nieblas londinenses. In-sensiblemente, el abogado se fue ablandando.En pocos hombres confiaba tantos secretos co-mo en su pasante. Nunca estaba seguro de ocul-tarle tanto como deseara. Guest había ido envarias ocasiones por asuntos de negocios a casadel doctor. Conocía a Poole, seguramente habíaoído hablar de la familiaridad con que Hyde erarecibido en aquella casa y podía haber llegado aciertas conclusiones. ¿No era natural, pues, queviera la carta que aclaraba aquel misterio? Ysobre todo, por ser Guest un gran aficionado ala grafología, ¿no consideraría la consulta natu-ral y halagadora? Su empleado era, por añadi-dura, hombre dado a los consejos. Raro seríaque leyera el documento sin dejar caer alguna

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observación, y con arreglo a ella Mr. Uttersonpodría tomar alguna determinación.

-Es triste lo que le ha sucedido a Sir Danvers -dijo para iniciar la conversación.

-Sí señor, tiene usted mucha razón. Ha des-pertado la indignación general -respondióGuest-. Ese hombre, naturalmente, debe de es-tar loco.

-Sobre eso precisamente quería preguntarlesu opinión -dijo Utterson-. Tengo un documen-to aquí de su puño y letra. Que quede esto entreusted y yo porque la verdad es que no sé quéhacer. Se trata, en el mejor de los casos, de unasunto muy feo. Aquí tiene. Algo que sin dudava a interesarle. El autógrafo de un asesino.

Los ojos de Guest resplandecieron, e inmedia-tamente se sentó a estudiar el documento converdadera pasión.

-No señor -dijo-. No está loco. Pero la letra esmuy rara.

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-Tan rara como el que ha escrito la misiva -añadió el abogado.

En ese mismo momento entró el criado conuna nota.

-¿Es del doctor Jekyll, señor? -preguntó el pa-sante-. Me ha parecido reconocer su letra. ¿Setrata de un asunto privado, Mr. Utterson?

-Es una invitación a cenar. ¿Por qué? ¿Quiereverla? -Sólo un momento. Gracias, señor.

El empleado puso las dos hojas de papel, unajunto a otra, y comparó su contenido meticulo-samente. -Muchas gracias -dijo al fin, devol-viéndole a Utterson ambas misivas-. Es muyinteresante.

Se hizo una pausa durante la cual Mr. Utter-son sostuvo una lucha consigo mismo.

-¿Por qué las ha comparado, Guest? -preguntó al fin.

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-Verá usted, señor -respondió el pasante-.Hay una similitud bastante singular. Las doscaligrafías son idénticas en muchos aspectos.Sólo el sesgo de la escritura difiere.

-¡Qué raro! -dijo Utterson.

-Como usted dice, es muy raro -replicó Guest.-Yo no hablaría con nadie de esta carta, ¿sabeusted? -dijo Mr. Utterson.

-Naturalmente que no, señor -contestó el pa-sante-. Comprendo.

Apenas se quedó solo aquella noche, Mr. Ut-terson guardó la nota en su caja fuerte, dondereposó desde aquel día en adelante.

-¡Dios mío! -se dijo-. ¡Henry Jekyll falsificandouna carta para salvar a un asesino!

Y la sangre se le heló en las venas.

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La extraña aventura del doctor Lanyon

Pasó el tiempo. Se ofrecieron miles de librasde recompensa a cambio de cualquier informa-ción que pudiera conducir a la captura del ase-sino, pues la muerte de Sir Danvers se consi-deró una afrenta pública, pero Mr. Hyde habíaescapado al alcance de la policía como si nuncahubiese existido. Se desveló gran parte de supasado, todo él abominable. Salieron a la luzhistorias de la crueldad de aquel hombre a lavez insensible y violento, de su vida infame, desus extrañas amistades, del odio que, al parecer,le había rodeado siempre, pero nada se averi-guó acerca de su paradero. Desde aquella ma-drugada en que había salido de su casa delSoho, parecía que se había evaporado en el aire,y gradualmente, conforme pasaba el tiempo,Mr. Utterson fue olvidando sus antiguos temo-res y recuperando la paz interior. La muerte de

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Sir Danvers estaba, a su entender, más quecompensada por la desaparición de Mr. Hyde.

Una vez desvanecida esta mala influencia,una nueva vida comenzó para Jekyll. Salió desu encierro, reanudó la amistad que le unía aviejos compañeros, fue una vez más huésped yanfitrión y, si bien siempre había sido famosopor sus obras de beneficencia, ahora se distin-guió también por su devoción. Estaba siempreocupado, salía mucho y hacía el bien. Su rostroparecía de pronto más fresco y resplandeciente,como si interiormente se diera cuenta de queera útil, y durante dos meses vivió en paz.

El día 8 de enero, Mr. Utterson comió en sucasa con un pequeño grupo de invitados. Lan-yon estuvo también presente y los ojos del anfi-trión iban del uno al otro como en los viejostiempos, cuando los tres amigos eran insepara-bles. Pero el día 13, y de nuevo el 14, el abogadono fue recibido en la casa.

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-El doctor quiere estar solo -dijo Poole-. Norecibe a nadie.

El día 15 volvió a intentarlo, y de nuevo se lenegó la entrada. Por haberse acostumbradodurante los dos últimos meses a ver a su amigocasi a diario, esta vuelta a la soledad le entriste-ció sobremanera. A la quinta noche invitó acenar a Guest, y a la sexta fue a ver a Lanyon.

Al menos allí se le abrieron las puertas, peroapenas hubo entrado se sorprendió al ver elcambio que había tenido lugar en el rostro desu amigo. Llevaba impresa en la cara, de formaclaramente legible, su sentencia de muerte. Elhombre antes arrebolado parecía ahora pálido,había adelgazado mucho, estaba visiblementemás calvo y envejecido y, sin embargo, no fue-ron estas muestras de decadencia fisica las queatrajeron la atención del abogado, sino la mi-rada de su amigo, algo en sus gestos que parec-ía revelar un terror profundamente arraigado.Era poco probable que el doctor tuviera miedo

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a la muerte y, sin embargo, eso fue lo que Mr.Utterson se inclinó a sospechar.

«Sí -se dijo-, es médico. Debe de saber el esta-do en que se halla, debe de saber que sus díasestán contados. Y ese conocimiento es superiora sus fuerzas.»

Y, sin embargo, cuando Utterson hizo una re-ferencia a su mal aspecto, Lanyon se declarócon gran entereza un hombre condenado amuerte.

-He sufrido un golpe del que no me repondréya jamás -dijo-. Es cuestión de semanas. La vidaha sido agradable. He disfrutado viviendo, síseñor. Me ha gustado. Pero a veces pienso quesi supiéramos todo, no nos importaría tantoabandonar este mundo.

-Jekyll también está enfermo -observó Utter-son-. ¿Le has visto?

Lanyon cambió de expresión y levantó unamano temblorosa.

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-No quiero ver nunca más a Jekyll ni volver ahablar de él -dijo en voz alta y entrecortada-.He terminado totalmente con esa persona y teruego que no vuelvas u mencionar su nombreen mi presencia. Por lo que a mí respecta, hamuerto.

-¡Vaya por Dios! -dijo Utterson. Y luego, trasuna pausa de duración considerable-: ¿Puedohacer algo por ti? -preguntó-. Nos conocemosdesde hace muchos años, Lanyon, y ya no es-tamos en edad de hacer amistades nuevas.

-No puedes hacer nada -contestó Lanyon-. Vea preguntarle a él.

-No quiere verme -dijo el abogado.

-No me sorprende lo más mínimo -fue la res-puesta-. Algún día, Utterson, cuando yo hayamuerto, quizá llegues a saber la verdad de loocurrido. Ahora no puedo decírtelo. Y mientrastanto, si puedes hablar de otra cosa, por todo loque más quieras, quédate y hablemos; pero si te

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empeñas en insistir en ese maldito asunto, ennombre de Dios, vete, porque no puedo sopor-tarlo.

Tan pronto como llegó a su casa, Utterson sesentó a su escritorio y escribió a Jekyll una cartaen que se quejaba de su distanciamiento y lepreguntaba la causa de su rompimiento conLanyon. Al día siguiente recibió una larga res-puesta redactada en términos unas veces patéti-cos y otras oscuramente misteriosos. El rompi-miento con Lanyon era, al parecer, irreversible.

«No culpo a nuestro viejo amigo -decía Jekyllen la misiva-, pero comparto con él la opiniónde que no debemos volver a vernos. He decidi-do llevar de ahora en adelante una vida de ex-tremo aislamiento. No debes sorprenderte nidudar de mi amistad si mi puerta se te cierraalgunas veces. Debes tolerar que siga mi oscurocamino. Me he propiciado un castigo

que no puedo siquiera mencionar. Pero si soyel mayor de los pecadores, también soy el ma-

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yor de los penitentes. No sospechaba yo que enla tierra hubiera lugar para tanto sufrimiento ytanto terror. No puedes hacer sino una cosa,Utterson, que es respetar mi silencio.»

El abogado quedó asombrado. La siniestra in-fluencia de Hyde había desaparecido. Jekyllhabía vuelto a sus viejas tareas y amistades.Hacía sólo una semana todo parecía sonreírlecon la promesa de una vejez alegre y respetaday ahora, en un momento, la amistad, la paz in-terior, su vida entera estaba destruida. Un cam-bio tan súbito y radical apuntaba a la locura,pero recordando las palabras y actitud de Lan-yon, pensó que la razón debía de ser muchomás profunda.

Una semana después, el doctor Lanyon caíaenfermo y en menos de una quincena habíafallecido. Pocas horas después del entierro, Ut-terson, extraordinariamente afectado por elsuceso, se encerró en su despacho, y sentado ala luz de la melancólica llama de una vela sacó

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y puso ante él un sobre escrito por su difuntoamigo y lacrado con su sello, en el cual se leíanlas siguientes palabras: «Personal. Para G. J.Utterson exclusivamente, y, en caso de que élmuera antes que yo, para que sea destruido sinque nadie lo lea». El abogado temió fijar la vistaen su contenido: «Hoy he enterrado a un amigo-se dijo-. ¿Y si este documento me cuesta otro?».

Inmediatamente juzgó su temor deslealtad yrompió el sello. Dentro del sobre halló otro quellevaba la siguiente inscripción: «No abrir hastadespués del fallecimiento o desaparición deHenry Jekyll». Utterson no deba crédito a susojos. Sí, decía «desaparición». Aquí, como en elextraño testamento que hacía tiempo había de-vuelto a su autor, aparecían ligados el nombrede Henry Jekyll y la idea de desaparición. Peroen el testamento la palabra había surgido de laperversa influencia de ese hombre llamadoHyde; la intención en ese caso era clara y si-niestra. Pero escrita por la mano de Lanyon,¿qué podía significar? Una enorme curiosidad

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invadió al abogado; un enorme deseo de desoírla prohibición y hundirse de una vez en lo másprofundo del misterio, pero la ética profesionaly la fidelidad que debía a su viejo amigo consti-tuían un deber ineludible, y así fue como elpaquete, continuó relegado al rincón másrecóndito de su caja fuerte.

Pero una cosa es mortificar la curiosidad yotra vencerla, y cabe preguntarse, por lo tanto,si desde aquel día en adelante Utterson deseó lacompañía de su amigo con el mismo entusias-mo de antes. Pensaba en él con afecto, perotambién con una mezcla de intranquilidad ytemor. Iba a visitarle, naturalmente, pero quizáse alegraba cuando se le cerraba la puerta.Quizá en el fondo de su corazón prefirierahablar con Poole en el umbral de la puerta y alaire libre rodeado de los ruidos de la ciudadque entrar en aquella casa donde sería testigode una esclavitud voluntaria, donde se sentaríaa hablar con un recluso inescrutable.

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Poole, por su parte, nunca tenía noticias muyagradables que comunicarle. El doctor, al pare-cer, se refugiaba, ahora más que nunca, en elgabinete del piso superior del laboratorio, don-de incluso dormía algunas noches. Estaba triste,se había vuelto muy callado y ya no leía. Parec-ía preocupado por algo. Utterson se acos-tumbró de tal modo a estos partes que poco apoco fueron escaseando sus visitas.

El episodio de la ventana

Ocurrió que un domingo en que el señor Ut-terson daba su acostumbrado paseo con el se-ñor Enfield, volvieron a recorrer aquella calle-juela y, al pasar ante la puerta, ambos se detu-vieron a contemplarla.

-Bueno -dijo Mr. Enfield-, al menos la historiaha terminado. Nunca volveremos a ver a Hyde.-Eso espero -dijo Utterson-. ¿Te he dicho alguna

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vez que acerté a verle una vez y que sentí lamisma sensación de repugnancia de que mehabías hablado?

-Es imposible verle sin experimentarla -respondió Enfield-. Y a propósito, debiste juz-garme estúpido por no haberme dado cuentade que esta puerta es la entrada posterior de lacasa de Jekyll.

-Así que te has enterado, ¿eh? -dijo Utterson-.Pues en vista de eso, creo que podemos entraral patio y mirar a las ventanas. Si he de decirtela verdad, ese pobre Jekyll me tiene preocupa-do. Aunque sea

en la calle, creo que la presencia de un amigopuede hacerle mucho bien.

En el patio hacía mucho frío y un poco dehumedad. Lo inundaba una luz prematuramen-te crepuscular, pues en el cielo, muy lejano,resplandecía aún el sol del atardecer. De las tresventanas, la del centro estaba entreabierta, y

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sentado muy cerca de ella, tomando el aire, conun semblante infinitamente triste, como un pri-sionero desconsolado, Utterson vio al doctorJekyll.

-¿Qué hay, Jekyll? -exclamó-. Confio en queestés mejor.

-Me encuentro muy abatido, Utterson -replicómelancólicamente el doctor-. Muy abatido. Noduraré mucho, gracias a Dios.

-Es de tanto estar encerrado -dijo el abogado-.Deberías salir a la calle, estimular la circulacióncomo hacemos Enfield y yo. (Mi primo, Mr.Enfield, el doctor Jekyll.) Vamos, coge tu som-brero y ven a estirar un poco las piernas connosotros.

-Eres muy amable -dijo el otro, con un suspi-ro-. No sabes cuánto me gustaría, pero no. Esimposible. No me atrevo. Pero me alegro deverte, Utterson. Es siempre un gran placer. Os

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diría que subierais a Mr. Enfield y a ti, pero ésteno es lugar para recibir visitas.

-Entonces -dijo de buen talante el abogado-, lomejor que podemos hacer es quedarnos dondeestamos y hablar contigo desde aquí.

-Eso es precisamente lo que estaba a punto deproponerte -respondió el doctor, con una sonri-sa. Pero apenas había proferido estas palabras,cuando la sonrisa se borró de su rostro y vino asustituirla una expresión de un horror y unadesesperanza tan abyectos que heló la sangreen las venas a los dos caballeros del patio. Fuesólo un atisbo lo que vieron, porque la ventanase cerró inmediatamente. Pero fue más que su-ficiente. Se volvieron y salieron a la calle sindecir palabra. Todavía en silencio recorrieron lacallejuela, y sólo cuando llegaron a una callevecina, donde a pesar de ser domingo bullíansignos de vida, Mr. Utterson se volvió y miró asu compañero. Los dos hombres estaban in-mensamente pálidos y cada uno halló en los

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ojos del otro la respuesta al horror que refleja-ban los suyos.

-¡Que el señor se apiade de nosotros! -dijo Mr.Utterson.

Pero Mr. Enfield se limitó a asentir con granseriedad y siguió andando en silencio.

La última noche

El señor Utterson estaba sentado junto a suchimenea una noche después de la cena, cuan-do le sorprendió la visita de Poole.

-¡Caramba, Poole! ¿Qué le trae por aquí? -ex-clamó.

Y luego, tras estudiarle con detenimiento,añadió:

-¿Qué pasa? ¿Está enfermo el doctor?

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-Mr. Utterson -dijo el mayordomo-. Ocurrealgo extraño.

-Siéntese y tome una copa de vino -dijo elabogado-. Vamos a ver. Póngase cómodo ydígame claramente qué es lo que quiere.

-Usted ya sabe cómo es el doctor, señor -replicó Poole-, y cómo a veces se aísla de todos.Pues verá, ha vuelto a encerrarse en su gabinetey esta vez no me gusta, señor. Que Dios meperdone, pero no me gusta nada. Mr. Utterson,tengo miedo.

-Vamos, vamos, buen hombre -dijo el aboga-do-. Sea un poco más explícito. ¿De qué tienemiedo? -Hace como una semana que vengotemiéndome algo -respondió Poole, haciendocaso omiso tercamente de la pregunta- y nopuedo aguantarlo más. El aspecto de aquelhombre corroboraba ampliamente sus palabras.Su porte se había deteriorado y, a excepción delmomento en que anunció su miedo por primeravez, no había mirado de frente ni una sola vez

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al abogado. Aun ahora permanecía sentado,con la copa de vino, que no había probado,apoyada en las rodillas y la mirada fija en unrincón de la habitación.

-No puedo soportarlo por más tiempo -repitió. -Vamos, vamos -dijo el abogado-. Yaveo que tiene usted motivo para preocuparse,Poole. Entiendo que pasa algo muy grave. Tratede decirme de qué se trata.

-Creo que en esto hay algo sucio -dijo Poolecon voz enronquecida.

-¡Algo sucio! -exclamó el abogado bastanteasustado y, en consecuencia, propenso a la irri-tación-. ¿Qué quiere decir con eso? ¿A qué serefiere usted?

-No me atrevo a decírselo, señor -fue la res-puesta-. Pero, ¿quiere venir conmigo y verlocon sus propios ojos?

La respuesta de Utterson consistió en levan-tarse y tomar su abrigo y su sombrero, pero aun

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así tuvo tiempo de observar con asombro elenorme alivio que reflejó el rostro del mayor-domo y de constatar, quizá con un asombromayor todavía, que no había probado el vinocuando se levantó para seguirle. Era una nocheinhóspita, fría, propia del mes de. marzo quecorría. Una luna pálida yacía de espaldas sobreel cielo como si el viento la hubiera tumbado,náufraga en un mar surcado por nubes ligeras yalgodonosas. El viento dificultaba la conversa-ción y atraía la sangre a los rostros de los doshombres. Parecía haber hecho huir a los tran-seúntes hasta tal punto que Mr. Utterson se dijoque jamás había visto aquel barrio tan desierto.Habría deseado que no fuera así. Nunca en suvida había sentido un deseo más agudo de very tocar a sus semejantes, pues por más que tra-taba de dominarlo había brotado en su menteuna especie de presentimiento que anunciabauna catástrofe inevitable.

En la plaza, cuando llegaron a ella, reinabanel viento y el polvo, y los frágiles arbolillos del

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jardín azotaban como látigos la verja de la en-trada. Poole, que se había mantenido durantetodo el camino un paso o dos a la cabeza de suacompañante, se detuvo ahora en medio de laacera y, a pesar de la crudeza del frío, se quitóel sombrero y se enjugó con un pañuelo rojo elsudor que perlaba su frente, un sudor que, apesar del apresuramiento con que habían veni-do, no era consecuencia del esfuerzo, sino dulaangustia que le atenazaba, porque su rostroestaba blanco, y cuando hablaba lo hacía convoz áspera y entrecortada.

-Bueno -dijo-, ya hemos llegado. Quiera Diosque no haya pasado nada.

-Así sea, Poole -dijo el abogado.

Un momento después, ya en la entrada, el sir-viente llamó con aire cauteloso. La puerta seabrió todo lo que permitía la cadena de seguri-dad y una vez preguntó desde el interior:

-¿Eres tú, Poole?

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-No temas -dijo éste-. Abre la puerta.

Pasaron al salón, que estaba brillantementeiluminado. El fuego ardía en la chimenea, alre-dedor de la cual se habían reunido todos loscriados, hombres y mujeres, apiñados como unrebaño de ovejas. Al ver a Mr. Utterson, la don-cella prorrumpió en un gimoteo histérico, mien-tras que el cocinero echó a correr hacia Mr. Ut-terson como si fuera a estrecharle entre sus bra-zos, gritando:

-¡Que Dios sea alabado! ¡Si es Mr. Utterson! -¿Qué pasa? ¿Qué hacen ustedes aquí? -dijo elabogado, de mal talante-. Esto me parece muyirregular. A su amo no va a gustarle nada.

-Tienen miedo -dijo Poole.

Siguió un silencio vacío en que nadie elevóuna sola protesta. Sólo la doncella, que ahoralloraba en voz alta.

-¡Cállate! -le dijo Poole en un tono feroz quedelataba el estado de sus nervios.

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Lo cierto es que al elevar la muchacha el tonode su lamentación, todos habían echado a co-rrer hacia la puerta que daba al interior de lacasa con rostros llenos de temerosa ansiedad.

-Y ahora -continuó el mayordomo, dirigién-dose al pinche- trae una vela y acabemos coneste asunto de una vez.

A renglón seguido, pidió a Mr. Utterson quele siguiera y le guió al jardín posterior.

-Por favor, señor -dijo-. Entre lo más silencio-samente que pueda. Quiero que pueda oír sinque le oigan a usted. Y recuerde; si por casuali-dad le pide que entre, no lo haga.

Ante esta inesperada conclusión, los nerviosde Utterson sufrieron tal sacudida que a puntoestuvo de perder el equilibrio, pero logró reco-brar la seguridad y siguió al mayordomo aledificio del laboratorio. Atravesaron la sala dedisección con su acumulación de frascos y cajo-nes y llegaron al pie de la escalera. Allí Poole le

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hizo señas de que se hiciera a un lado y escu-chase, mientras él, por su parte, después dedejar la vela y apelar a toda su valentía, subíalos escalones y llamaba con mano incierta en elfieltro rojo de la puerta del gabinete.

-Mr. Utterson quiere verle, señor -dijo. Ymientras hablaba hizo señas, una vez más, alabogado para que escuchara.

Una voz quejumbrosa respondió desde el in-terior: -Dile que no puedo ver a nadie.

-Gracias, señor -dijo Poole, con un cierto tonode triunfo en la voz, y volviéndose a tomar lapalmatoria condujo de nuevo a Utterson, através del jardín, hasta la enorme cocina dondeel fuego estaba apagado y las cucarachas corr-ían libremente por el suelo.

-Señor -dijo, mirando directamente a Utter-son-, ¿era ésa la voz de mi amo?

-Parecía muy cambiada -replicó al mayordo-mo muy pálido, pero devolviéndole la mirada. -

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¿Cambiada? Sí, supongo que sí -dijo Poole-.¿Cree usted que después de servir en esta casaveinte años puedo confundir su voz? No señor,al amo le han matado. Le mataron hace ochodías, cuando le oímos invocar a Dios, y quiénestá ahí en su lugar y por qué está ahí es algoque clama al cielo, Mr. Utterson.

-Es una historia muy extraña, Poole. Más biendiría que descabellada -dijo Mr. Utterson mor-disqueando la punta de uno de sus dedos-. Su-pongamos que haya ocurrido lo que usted ima-gina; supongamos que Jekyll ha sido, bien,digámoslo claramente, asesinado, ¿qué podríaimpulsar al asesino a permanecer en el lugardel crimen? Es absurdo. No tiene sentido.

-Mr. Utterson, usted es hombre difícil de con-vencer, pero verá cómo lo consigo -dijo Poole-.Toda la semana pasada (debo informarle deello) el hombre, o lo que sea, que vive en esegabinete ha estado pidiendo a gritos noche ydía una medicina que no puedo conseguir en la

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forma que él desea. A veces mi amo solía escri-bir sus encargos en un papel que dejaba en elsuelo de la escalera. Pues eso es todo lo que hevisto la semana pasada: papeles y más papeles,una puerta cerrada y bandejas con comida quedejamos junto a la puerta y él introduce en elgabinete cuando nadie le ve. Diariamente, yhasta dos o tres veces por día, he oído órdenesy quejas y me ha mandado a la mayor veloci-dad posible a todas las boticas de la ciudaddonde se expende al por mayor. Cada vez quetraía lo que me pedía, me respondía con otropapel diciéndome que devolviera la droga por-que no era pura, y enviándome a otra botica di-ferente. Necesita esa medicina urgentemente,señor, él sabrá para qué.

-¿Tiene usted alguno de esos papeles? -dijoMr. Utterson.

Poole se metió una mano en el bolsillo y le en-tregó al abogado una nota arrugada que ésteleyó, inclinándose sobre la vela. Decía lo si-

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guiente: «El doctor Jekyll saluda a los señoresMaw. Les asegura que la última remesa delproducto solicitado es impura y, por lo tanto,inútil para el fin a que lo destine. En el año de18..., el doctor Jekyll compró a los señores Mawuna gran cantidad del mencionado producto.Les ruega que busquen con la mayor atenciónentre sus existencias con el fin de ver si quedaraparte de aquella remesa en sus almacenes y, deser así, se lo envíen sin la menor dilación. Elprecio no constituirá ningún obstáculo. Pormucho que insista, no puedo exagerar la impor-tancia que esto reviste para el doctor Jekyll».Hasta aquí la carta había sido redactada concompostura, pero de pronto las emociones desu autor se habían desatado con un súbito ga-rrapatear de la pluma: «¡Por lo que más quie-ran, busquen aquella remesa!».

-Es una nota muy extraña -dijo Mr. Utterson.Y luego, de improviso, añadió-: ¿Cómo es queestaba abierta?

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-El empleado de Maw se puso furioso, señor,y me la arrojó a la cara como si fuera basura -respondió Poole.

-Es, sin lugar a dudas, de puño y letra deldoctor -continuó el abogado.

-Eso me pareció -dijo el sirviente, bastantemalhumorado. Y luego, con la voz cambiada,continuó-: Pero, ¿qué importa la letra? Yo le hevisto.

-¿Que le ha visto? -repitió el señor Utterson-.¿Y bien?

-Verá usted, ocurrió lo siguiente -dijo Poole-.Yo entré al edificio del laboratorio desde eljardín. Al parecer, él había salido del gabinete ahurtadillas para buscar esa medicina o lo quesea, porque la puerta del gabinete estaba abiertay él se hallaba al fondo de la sala de disecciónbuscando entre las cajas. No le vi más que unminuto, pero los cabellos se me erizaron comopúas. Señor, si era mi amo, ¿por qué llevaba el

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rostro oculto tras una máscara? Si era el doctor,¿por qué gritó como una rata y huyó de mí? Lehe servido durante muchos años. Y luego...

El mayordomo se interrumpió y se pasó unamano por el rostro.

-Las circunstancias son muy extrañas -dijoMr. Utterson-, pero creo que empiezo a ver cla-ro. Su amo, Poole, padece evidentemente deuna de esas enfermedades que torturan al quelas sufre y al mismo tiempo le deforman. Deahí, supongo yo, la alteración de su voz, el ocul-tarse el rostro y el hecho de que no quiera ver asus amigos; de ahí su ansiedad por hallar esamedicina en la que el pobre hombre ha puestosus esperanzas de recuperación. Ojalá que no seengañe. Ésa es la explicación que yo le doy alcaso. Es triste, Poole, el caso, y digno de cons-ternación, pero todo es sencillo, natural y lógi-co, y nos libera de temores desorbitados.

-Señor -dijo el mayordomo, mientras cubríasu rostro una palidez marmórea-, ése no era mi

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amo, y le digo la verdad. Mi amo -al llegar aeste punto miró a su alrededor y comenzó asusurrar- es un hombre alto y bien proporcio-nado, y éste era un enano.

Utterson trató de protestar.

-Señor -exclamó Poole-, ¿cree que no conozcoa mi amo después de veinte años de estar a suservicio? ¿Cree que no sé a qué altura llegaexactamente su cabeza con respecto a la puertadel gabinete donde le he visto cada mañanadurante este tiempo? No señor. Ese hombre delantifaz no era el doctor Jekyll. Dios .sabe quiénsería, pero no era él, y en el fondo de mi co-razón creo que se ha cometido un crimen.

-Poole -replicó el abogado-. Si usted afirmaeso, mi deber es asegurarme. Por más que quie-ro respetar los deseos de su amo, por más queme choque esa nota que parece indicar que sehalla todavía vivo, considero mi deber echarabajo esa puerta.

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-¡Así se habla, Mr. Utterson! -exclamó el ma-yordomo.

-Y ahora nos enfrentamos con el segundo di-lema -continuó Utterson-. ¿Quién va a hacerlo?-¿Cómo? Usted y yo, naturalmente, señor -fuela inequívoca respuesta.

-Muy bien dicho -respondió el abogado-, ypase lo que pase yo me encargo de que no leculpen a usted de nada.

-En la sala de disección hay un hacha -dijoPoole-. Usted puede utilizar el atizador de lacocina.

El abogado tomó en sus manos el rudo y pe-sado instrumento y lo blandió en el aire.

-¿Se da cuenta, Poole -dijo, levantando la vis-ta-, de que usted y yo vamos a colocarnos enuna situación peligrosa?

-Desde luego, señor -respondió el mayor-domo.

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-Entonces será mejor que seamos francos -dijoUtterson-. Ambos imaginamos más de lo quehemos dicho. Hablemos con toda sinceridad.Esa figura enmascarada que vio, ¿la reconocióusted?

-Verá. Sucedió todo tan deprisa y aquella cria-tura estaba tan encogida sobre sí misma queapenas puedo asegurarlo -fue la respuesta-.Pero, ¿quiere usted decir que si era Mr. Hyde?Pues sí, creo que sí. Verá. Era de su misma esta-tura y tenía la vivacidad y ligereza que le carac-terizan. Por otra parte, ¿qué otra persona podíaentrar por la puerta del laboratorio? ¿Ha olvi-dado usted, señor, que cuando suce

dió el crimen él aún tenía la llave? Pero eso noes todo. No sé, Mr. Utterson, si ha visto ustedalguna vez a Mr. Hyde.

-Sí -dijo el abogado-. He hablado con él algu-na vez.

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-Entonces sabrá tan bien como todos nosotrosque en ese hombre había algo raro, algo queinspiraba repugnancia. No sé muy bien cómodescribirlo, pero lo cierto es que al verlo le re-corría a uno la médula un estremecimiento frío.

-Reconozco que yo mismo experimenté unasensación similar a la que usted describe -dijoMr. Utterson.

-No me extraña, señor -contestó Poole-. Puescuando esa criatura enmascarada, más semejan-te a un simio que a un hombre, saltó de entrelas cajas de productos químicos y se introdujoen el gabinete, me recorrió la columna vertebralalgo muy semejante al hielo. Sé que no pruebanada, Mr. Utterson. Soy lo bastante instruidocomo para saber eso, pero cada hombre tienesus presentimientos, y yo le juro por la Bibliaque ése era Mr. Hyde.

-Mucho me temo -dijo el abogado- que me in-clino a darle la razón y que mis temores vantambién en esa dirección. De esa relación no

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podía salir nada bueno. Sí, la verdad es que lecreo. Creo que han matado al pobre Harry ycreo que su asesino sigue aún oculto en el cuar-to de la víctima, Dios sabe con qué fines. Puesbien, nosotros le vengaremos. Llame usted aBradshaw.

El lacayo acudió a la llamada extremadamen-te pálido y nervioso.

-Tranquilícese, Bradshaw -dijo el abogado-.Este misterio les está afectando mucho a todos,pero nuestro propósito es solucionar este asun-to. Poole y yo vamos a entrar por la fuerza en elgabinete. Si no ha ocurrido nada, yo cargaré contoda la responsabilidad. Mientras tanto, por sialgo va mal o alguien trata de escapar por lapuerta trasera, usted y el pinche se apostaránjunto a la entrada del laboratorio armados conun par de garrotes. Les damos diez minutospara que acudan a sus puestos.

En el momento en que salió Bradshaw, elabogado miró su reloj.

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-Y ahora, Poole, vamos nosotros al nuestro -dijo, y colocándose el atizador bajo el brazo sedirigió al jardín. Las nubes habían cubierto laluna y reinaba una oscuridad absoluta. El vien-to, que penetraba a ráfagas y golpes en aqueledificio que semejaba un pozo oscuro, hacíaoscilar la llama de la vela al paso de los doshombres hasta que entraron en el edificio dellaboratorio, en cuyo interior se sentaron a espe-rar en silencio. Londres zumbaba so-lemnemente a su alrededor, pero allí cerca sólorompía el silencio el sonido de unos pasos querecorrían sin cesar el gabinete.

-Así está todo el día, señor -susurró Poole-, ycasi toda la noche. Sólo se detiene cuando llegauna nueva muestra de la botica. Es la concien-cia, que no le deja descansar. En cada paso delos suyos hay san

gre cruelmente derramada. Pero oiga otra vezcon atención, escuche con toda su alma y díga-me si es ése el andar del doctor.

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Los pasos sonaban extraños, preñados decierto brío a pesar de su lentitud. Eran, eviden-temente, muy distintos del andar recio y pesadode Henry Jekyll. Utterson suspiró.

-¿Ha ocurrido algo más? -preguntó. Pooleasintió.

-Un día -dijo-, un día le oí llorar.

-¿Llorar? ¿Qué me dice? -exlamó el abogadosintiendo un súbito escalofrío de terror.

-Lloraba como una mujer o un alma en pena -dijo el mayordomo-. Me inspiró tal lástima quea punto estuve de llorar yo también.

Pero los diez minutos llegaron a su fin. Pooledesenterró el hacha, que estaba cubierta por unmontón de paja de embalar, depositó la palma-toria sobre una mesa cercana para que les ilu-minara en el curso del ataque y los dos hombresse acercaron conteniendo la respiración al lugardonde esos pies pacientes seguían recorriendo

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el gabinete de arriba abajo, de abajo arriba, enmedio del silencio de la noche.

-Jekyll -dijo Utterson, en voz muy alta-. Exijoque me abras inmediatamente.

Hizo una pausa durante la cual no hubo res-puesta.

-Te advierto que abrigamos sospechas. Tengoque verte y te veré -continuó-, si no por lasbuenas, por las malas; si no con tu consenti-miento, por la fuerza.

-Utterson -dijo la voz-, por Dios te lo pido.Ten piedad.

-Ésa no es la voz de Jekyll, es la de Hyde -exclamó Utterson-. Echemos la puerta abajo,Poole.

El mayordomo blandió el hacha. El golpeconmovió el edificio y la puerta tapizada defieltro rojo saltó contra la cerradura y los goz-nes. Un gruñido desmayado de terror animal

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surgió del gabinete. Otra vez se elevó el hacha yotra vez descargó el golpe. El filo se hundió enla madera y crujió el marco de la puerta. Cuatroveces cayó el hacha, pero la puerta era fuerte yestaba bien hecha. Hasta el quinto golpe no sereventó la cerradura y la puerta, astillada, cayóal interior de la habitación, sobre la alfombra.

Los sitiadores, asustados del ruido que hab-ían provocado y del silencio que sucediera aéste, dieron un paso atrás y miraron hacia elinterior. Ante sus ojos estaba el gabinete ilumi-nado por la serena luz de una lámpara. Unbuen fuego crepitaba en la chimenea, en la tete-ra el hervor del agua entonaba su tenue can-ción, un cajón o dos abiertos, unos documentoscuidadosamente extendidos sobre el escritorioy, junto al hogar, el juego de té preparado paraser utilizado. A no ser por las vitrinas de cristalllenas de productos químicos, se diría que era lahabitación más tranquila y normal de todoLondres.

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En el centro del gabinete yacía el cuerpo deun hombre contorsionado por el dolor y queaún se retorcía espasmódicamente. Se acercarona él de puntillas, le dieron la vuelta y se halla-ron ante el rostro de Edward Hyde. Llevaba untraje demasiado grande para él, un traje de latalla del doctor. Los músculos de su rostro semovían aún débilmente, pero la vida le habíaabandonado ya, y de la ampolla que aferraba ensu mano y el fuerte olor a almendras que flota-ba en la habitación, Utterson dedujo que sehallaban ante el cuerpo de un suicida.

-Hemos llegado demasiado tarde -dijo grave-mente- para salvar o para castigar. Hyde hadado cuenta de sus acciones y a nosotros sólonos resta encontrar el cadáver de su amo, Poole.

Ocupaba la mayor parte de aquel edificio elquirófano o sala de disección que llenaba casi latotalidad de la planta baja y estaba iluminadodesde el techo y desde el gabinete. Este últimoformaba al fondo un segundo piso y sus venta-

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nas se abrían al patio. Unía el quirófano con lapuerta que daba al callejón un pequeño corre-dor que comunicaba a su vez con el gabinetepor medio de un segundo tramo de escalones.Constaba además el edificio de unos cuantoscuartos oscuros y un espacioso sótano. Todoello fue debidamente registrado. Una sola mi-rada bastó para examinar los cuartos, que esta-ban vacíos y que, a juzgar por el polvo acumu-lado en sus puertas, no habían sido abiertos enlargo tiempo. El sótano estaba lleno de trastos ycachivaches inservibles, la mayoría de los cua-les habían pertenecido al cirujano que precedie-ra a Jekyll en la posesión del edificio, peropronto se dieron cuenta de que era inútil regis-trarlo, pues no bien abrieron la puerta cayó so-bre ellos una espesa cortina de tela de arañaque durante años había sellado la entrada. Enninguna parte hallaron el menor rastro de Hen-ry Jekyll, ni vivo ni muerto.

Poole dio unos golpes con el pie sobre las lo-sas del corredor.

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-Tiene que estar enterrado aquí -dijo, mien-tras escuchaba atentamente.

-O quizá haya huido -dijo Utterson, que, arenglón seguido, se volvió para examinar lapuerta que daba al callejón. Estaba cerrada, ymuy cerca de ella, sobre las losas, hallaron lallave cubierta ya de moho.

-No parece que la hayan usado en muchotiempo -observó el abogado.

-¿Usarla? -dijo Poole como un eco-. ¿No ve,señor, que está rota? Como si alguien la hubierapartido con el pie.

-Es verdad -continuó Utterson-, y los lugarespor donde se ha quebrado están también oxida-dos.

Los dos se miraron con el temor en los ojos.

-No logro entenderlo, Poole -dijo el abogado-.Volvamos al gabinete.

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Subieron la escalera en silencio y, no sin arro-jar de vez en cuando una medrosa mirada alcadáver, emprendieron un meticuloso registrode la habitación. Sobre una mesa en que se hab-ía efectuado algún experimento químico había,en unos platillos de cristal, sendos montones deuna sal de color blanco cuidadosamente medi-dos y como dispuestos para algún menester queel infortunado doctor no había tenido tiempode llevar a cabo.

-Ésta es la medicina que yo le traía continua-mente -dijo Poole, y mientras hablaba, el aguaque hervía junto al fuego rebosó del recipientecon un sonido que les estremeció.

El incidente les atrajo a la chimenea. Alguienhabía acercado al fuego un sillón que ofrecía unaspecto extraordinariamente acogedor, con elservicio de té muy próximo a uno de sus brazosy todo preparado, hasta tal punto que el azúcaresperaba ya en la ' taza. En un estante habíavarios libros y otro yacía, abierto, junto al servi-

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cio de té. Utterson se sorprendió al ver que setrataba de una obra de devoción que Jekyll ten-ía en gran estima y que ahora estaba cuajada dehorribles blasfemias que mostraban la caligrafíadel doctor.

Los dos hombres continuaron el registro de lahabitación y llegaron ante el espejo de cuerpoentero al fondo del cual miraron con involunta-rio horror. Pero estaba colocado de tal modoque no mostraba sino el resplandor rosado quedanzaba en el techo, el fuego cien veces refleja-do en las lunas de cristal de los armarios y susrostros, pálidos y temerosos, asomados a suinterior.

-Este espejo ha visto cosas muy extrañas, se-ñor -susurró Poole.

-La más extraña de todas es, sin duda, esteespejo mismo -respondió el abogado en el mis-mo tono-. Porque, ¿para qué querría Jekyll (y alpronunciar este nombre se calló estremecido,aunque al momento, sobreponiéndose a su de-

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bilidad, continuó), para qué querría Jekyll esteespejo?

-Tiene usted razón -dijo Poole.

Examinaron después el escritorio. En primerplano, entre los papeles cuidadosamente orde-nados que lo cubrían, se hallaba un sobre escri-to por Jekyll y dirigido a Mr. Utterson. El abo-gado lo abrió y varios sobres más pequeñoscayeron al suelo. El primero contenía un docu-mento redactado en los mismos términos que elque Utterson había devuelto a su amigo hacíaya seis meses y que debía servir como testa-mento en caso de muerte y como acta de dona-ción en caso de desaparición, pero en lugar delnombre de Edward Hyde el abogado leyó conindescriptible asombro el nombre de GabrielJohn Utterson. Miró a Poole, otra vez al docu-mento y, finalmente, al cuerpo del malhechorque yacía sobre la alfombra.

-No entiendo una sola palabra -dijo-. Estehombre ha estado aquí todos estos días como

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amo y señor. No tenía motivo para abrigar nin-guna simpatía hacia mí; al contrario, debe dehaber rabiado al verse reemplazado en el tes-tamento y,, sin embargo, no lo ha destruido.

Cogió el siguiente documento. Se trataba deuna breve nota de puño y letra del doctor yencabezada por la fecha del día en curso.

-¡Poole! -exclamó el abogado-. ¡Hoy mismo haestado aquí! No pueden haber hecho desapare-cer su cuerpo en tan poco tiempo. Puede estarvivo, puede haber huido. Pero, ¿por qué teníaque huir? Y en caso de que lo haya hecho, ¿po-demos aventurarnos a calificar a esto de suici-dio? Hemos de obrar con extrema cautela. Pre-veo que su amo aún pueda verse complicado enun terrible escándalo.

-¿Por qué no la lee, señor? -preguntó Poole. -Porque tengo miedo -replicó gravemente elabogado-. Dios quiera que sea infundado.

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Tras decir esto fijó la vista en el documento yleyó lo siguiente:

«Mi querido Utterson: Cuando esta notallegue a tus manos, habré desaparecido.No puedo predecir bajo qué circunstan-cias, pero mi instinto y lo desesperado demi situación me dicen que el final estápróximo y debe ocurrir pronto. Lee pri-mero el escrito que Lanyon me avisó iba aponer en tus manos, y si quieres sabermás acude a la confesión de tu indigno ydesgraciado amigo, Henry Jekyll»

-¿Hay un tercer documento?- preguntó Utter-son.

-Aquí tiene, señor -dijo Poole, mientras lealargaba un sobre de dimensiones considera-bles lacrado en varios lugares.

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El abogado se lo metió en el bolsillo.

-Yo no hablaría a nadie de este documento. Sisu amo ha huido o ha muerto, al menos pode-mos salvar su reputación. Son las diez. Tengoque ir a casa para leer todo esto con tranquili-dad, pero volveré antes de la medianoche yllamaremos a la policía.

Salieron cerrando la puerta del quirófano trasellos, y Utterson, dejando una vez más a toda laservidumbre reunida en torno a la chimenea delsalón, volvió a su despacho para leer los dosdocumentos con los que esperaba quedara acla-rado el misterio.

La narración del doctor Lanyon

El 9 de enero, hace hoy cuatro días, recibí enel correo de la tarde un sobre certificado escritopor mi colega y compañero de estudios HenryJekyll. El hecho me sorprendió en sumo grado,

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pues no teníamos costumbre de comunicarnospor correspondencia. Le había visto e inclusohabía cenado con él la noche anterior y no habíamotivo alguno que justificara la formalidad decertificar la misiva. Mi sorpresa aumentó alleerla, pues decía lo siguiente:

« 10 de diciembre de 18...

»Mi querido Lanyon:

»Eres uno de mis amigos más antiguos y,aunque a veces hemos diferido con respecto acuestiones científicas, no recuerdo, al menospor mi parte, que por ello haya disminuidonunca un ápice el afecto

que nos une. No ha habido un solo día en quesi tú me hubieras dicho: "Jekyll, mi vida, mihonor, mi razón dependen de ti", yo no habríadado mi mano derecha por ayudarte. Pues bien,

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Lanyon, mi vida, mi honor, mi razón dependende ti. Si tú no me ayudas, estoy perdido. Su-pondrás, tras leer este prefacio, que voy a pe-dirte que hagas algo deshonroso. Juzga por timismo.

»Quiero que aplaces cualquier compromisoque tengas para esta noche, sea cual fuere, aun-que se trate de acudir junto al lecho de un em-perador. Que tomes un coche, a menos que estétu carruaje esperándote a la puerta, y que conesta misiva en la mano vayas directamente a micasa. He dado a Poole, el mayordomo, las órde-nes oportunas. A tu llegada le encontrarás es-perándote en compañía de un cerrajero. Forzar-éis la puerta de mi gabinete, entrarás en él túsolo, abrirás la vitrina situada a mano izquier-da, la que va señalada con la letra E, saltando lacerradura si es que la encuentras cerrada conllave, y sacarás con todo su contenido tal y como loencuentres el cuarto cajón empezando por arri-ba, que es el tercero a partir del último de abajo.En mi extrema angustia, tengo un pánico mor-

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boso a equivocarme al darte las instrucciones,pero aun si me equivoco sabrás que es el cajónde que te hablo por su contenido, que consisteen unos polvos, una ampolla y un cuaderno.

»Te ruego que te lleves ese cajón a la plaza deCavendish tal como lo encuentres.

»Ésa es la primera parte del favor. Paso a de-tallar la segunda. Si sigues mis instrucciones,nada más recibir esta misiva, te hallarás devuelta en tu casa mucho antes de la mediano-che. Quiero dejar un margen de tiempo sufi-ciente, no sólo por temor de que surja uno deesos obstáculos que no pueden ni evitarse nipreverse, sino también porque lo que te restapor hacer es preferible que lo hagas a una horaen que la servidumbre se halle ya acostada.

»A medianoche, por lo tanto, te pido queestés solo en tu sala de consulta, que abras porti mismo la puerta a un hombre que se presen-tará en mi nombre y que le entregues el cajónque habrás sacado de mi gabinete. Con esto me

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habrás hecho un gran favor y tendrás mi eternagratitud. Cinco minutos después, si insistes enrecibir una explicación, habrás comprendidoque dichas acciones eran de capital importanciay que, de omitir cualquiera de ellas, por fantás-ticas que puedan parecerte, pesaría sobre tuconciencia mi muerte o la pérdida de mi razón.

»Aunque confío en que no dudarás en aten-der mi ruego, mi corazón se angustia y mi ma-no tiembla sólo de pensar en tal posibilidad.Quiero que sepas que en estos momentos estoyen un lugar extraño hundido en una pesadum-bre que ni la imaginación más descabelladapodría concebir, sabedor, sin embargo, de quesi atiendes puntualmente mi ruego, mis cuitasserán cosa del pasado como la historia que elnarrador termina y los oyentes olvidan. Atien-de mi petición, querido Lanyon, y ayúdame.

»Tu amigo,

H. J.

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»Postdata: Ya había cerrado el sobre cuandoun nuevo horror se adueñó de mi espíritu. Esposible que el correo se retrase y que esta misi-va no llegue hasta mañana por la mañana. Enese caso, mi querido Lanyon, haz lo que te pidoen el momento del día en que te sea más con-veniente y espera a mi mensajero a la mediano-che de mañana. Es posible que para entoncessea ya demasiado tarde. Si la noche pasa sinque recibas la visita de mi enviado, sabrás queya nunca volverás a ver a Henry Jekyll.»

Cuando acabé de leer esta carta llegué al con-vencimiento de que mi amigo se había vueltoloco, pero hasta que el hecho quedara demos-trado sin sombra de duda, me sentí obligado ahacer lo que me pedía. Si no entendía una pala-bra de todo ese fárrago, menos podía juzgar suimportancia; pero, naturalmente, no podía des-

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oír un ruego redactado en esos términos singrave responsabilidad por mi parte.

Así pues, me levanté de la mesa, tomé un co-che y me dirigí directamente a casa de Jekyll. Sumayordomo esperaba mi llegada. Había recibi-do en el mismo correo que yo una carta certifi-cada con las instrucciones y al punto había en-viado a buscar a un cerrajero y un carpintero.Uno y otro llegaron mientras el mayordomo yyo seguíamos hablando, y los cuatro nos diri-gimos como un solo hombre al quirófano, queconstituye el camino más directo (como sin du-da recordarás) al gabinete privado de Jekyll. Lapuerta era maciza y la cerradura excelente. Elcarpintero nos aseguró que haría un gran des-trozo si empleaba la fuerza y el cerrajero se des-esperó al ver la magnitud de la tarea que le es-peraba. Pero por suerte era hombre mañoso, ydespués de dos horas de aplicarse al trabajo conahínco, logró abrir la puerta. La vitrina marcadacon la letra E no estaba cerrada con llave. Saquéel cajón en cuestión, hice que lo rellenaran de

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paja y lo envolvieran en una sábana y regresécon él a la plaza de Cavendish.

Allí examiné su contenido. Los sobrecitos quecontenían los polvos estaban bastante bienhechos, pero no con la meticulosidad que carac-teriza a un farmacéutico profesional, de lo quededuje que los había fabricado el mismo Jekyll,y al abrir uno de los sobres hallé que conteníanlo que me parecieron simples sales cristalinasde color blanco. La ampolla en la que concentrédespués mi atención estaba llena aproximada-mente hasta la mitad de un líquido color rojosangre de olor muy penetrante y que, a mi en-tender, consistía en fósforo y un éter volátil.Qué otros ingredientes podía contener, no sabr-ía decirlo. El cuaderno era de los más corrien-tes, y apenas había escrito en él más que unaserie de fechas.

Abarcaban éstas un período de muchos años,pero observé que las anotaciones se interrump-ían en una fecha correspondiente al año ante-

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rior y de una manera muy abrupta. De vez encuando había junto a la fecha una breve anota-ción consistente por lo general en una sola pa-labra, «doble», que aparecía sólo unas seis vecesentre cientos de fechas. En una ocasión, al co-mienzo de la lista, decía entre varios signos deexclamación: «¡¡¡Fracaso total!!!»

Todo esto, aunque naturalmente espoleó micuriosidad, me dijo muy poca cosa en definiti-va. Tenía en mis manos una ampolla que con-tenía determinada solución y las anotacionesrelativas a una serie de experimentos que nohabían conducido (como tantas de las investi-gaciones que había emprendido Jekyll) a nin-guna utilidad práctica. ¿Cómo podía afectar lapresencia de tales objetos en mi casa al honor, lacordura o la vida de mi arrebatado colega? Si elhombre que me enviaba a modo de mensajeropodía venir a mi casa, ¿por qué no podía irigualmente a la suya? Y si había algún motivoque le impidiera hacerlo, ¿por qué tenía querecibirle yo en secreto?

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Cuanto más reflexionaba más me convencíade que me hallaba ante un caso de enfermedadmental, y aunque efectivamente mandé a laservidumbre que se retirara, cargué mi pistolapara hallarme en disposición de defenderme sillegaba el caso de hacerlo.

Apenas acababan de dar las doce en los relo-jes de Londres cuando sonó quedamente el lla-mador de la

puerta. Acudí a abrir y hallé a un hombre decorta estatura agazapado entre las columnas delpórtico. -¿Viene usted de parte del doctor Je-kyll? -le pregunté.

Me respondió que sí con un ademán cohibido,y cuando le rogué que pasara no lo hizo sinantes lanzar una mirada por encima del hom-bro hacia la oscuridad de la plaza. A poca dis-tancia pasaba un policía con la linterna encen-dida y me pareció que, al verlo, mi visitante sesobresaltaba y se apresuraba a pasar al interior.

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Confieso que estos detalles me sorprendierondesagradablemente y que mantuve en todomomento la mano sobre la culata del armamientras le seguía hacia la sala de consulta, queestaba brillantemente iluminada. Allí al menospude contemplarle a mis anchas. Era la primeravez que le veía, de eso estaba seguro. Como yahe dicho, era de corta estatura. Me sorprendióademás en él la expresión extraña de su rostro,la rara combinación de actividad muscular yaparente debilidad de constitución y, finalmen-te, pero no en menor grado, el extraño malestarque causaba su proximidad. Provocaba algosemejante a un escalofrío incipiente al queacompañaba una notable disminución del pul-so. En aquel momento lo achaqué a una repug-nancia puramente natural y de idiosincrasia, ysimplemente me asombré ante lo agudo de lossíntomas. Pero desde entonces he hallado moti-vos suficientes para creer que la causa era mu-cho más profunda, que se enraizaba en la natu-raleza misma del hombre y que respondía a

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algo mucho más noble que el simple principiodel odio. Aquel hombre (que desde el momentoen que había traspuesto el umbral de la puertahabía despertado en mí una curiosidad llena dedisgusto) iba vestido de tal modo que habríahecho reír a una persona normal. El traje quellevaba, aunque de un tejido sobrio y elegante,le venía enormemente grande allá por donde sele mirase. Llevaba los bajos de los pantalonesenrollados para que no le arrastrasen por elsuelo, la cintura de la chaqueta le quedaba pordebajo de las caderas y las solapas le resbalabanpor los hombros. Por raro que parezca, estaextraña indumentaria no movía a risa. Muy alcontrario, por haber algo de anormal y contra-hecho en la esencia misma de la criatura quetenía ante mis ojos -algo que chocaba, sorprend-ía y repugnaba-, esa disparidad parecía encajarcon su personalidad y reforzarla de tal modoque a mi interés por la naturaleza y carácter deaquel hombre vino a añadirse la curiosidad con

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respecto a su origen, su vida, su fortuna y laposición que ocupaba en el mundo.

Todas estas reflexiones que tanto tiempo meha llevado describir desfilaron por mi mente enel espacio de pocos segundos. Animaba sin du-da a mi visitante el fuego de una excitaciónsombría.

-¿Lo tiene? -exclamó-. ¿Lo tiene?

Y tan fuerte era su impaciencia que hastaposó una mano sobre mi brazo y trató de sacu-dirlo. Yo le rechacé al notar en mis venas algoasí como un latido helado.

-Caballero -le dije-, olvida usted que no tengoel placer de conocerle. Siéntese, haga el favor.

Para darle ejemplo, me instalé yo mismo enmi sillón acostumbrado y traté de adoptar laactitud que habría mostrado con cualquiera demis pacientes hasta el grado que me lo permitíalo avanzado de la hora, la naturaleza de mis

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preocupaciones y el horror que me inspiraba elvisitante.

-Le ruego me disculpe, doctor Lanyon -replicó, ya de mejor talante-. Tiene usted mucharazón en lo que dice. Pero mi impaciencia se haimpuesto a mis modales. He venido a instanciade su colega, el doctor Henry jekyll, con un en-cargo de considerable importancia, y segúntengo entendido... -hizo una pausa, se llevó unamano a la garganta y constaté que, a pesar desu aparente calma, luchaba contra un inminenteataque de histeria-, según tengo entendido -continuó-, hay cierto cajón...

Al llegar a este punto me compadecí de la an-gustia de mi visitante y quizá también de micuriosidad creciente.

-Ahí lo tiene, caballero -dije señalando elcajón que se hallaba en el suelo, detrás de unamesa, aún cubierto por la sábana.

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Se acercó a él de un salto. Luego se detuvo yse llevó una mano al corazón. Oí rechinar susdientes por la acción convulsiva de su mandí-bula y su rostro adquirió una expresión tanabyecta que temí tanto por su vida como por surazón.

-Cálmese usted -le dije.

Él me lanzó una sonrisa siniestra y, con la de-cisión que es fruto de la desesperación, apartóla sábana. A la vista del contenido del cajón,articuló un sollozo de tan inmenso alivio quequedé petrificado. Un segundo después, con lavoz ya serenada, me preguntó:

-¿Tiene usted un vaso graduado?

Me levanté de mi asiento haciendo un ligeroesfuerzo y le entregué lo que me pedía.

Él me dio las gracias con una sonrisa, midióunas gotas de la tintura rojiza y añadió unamedida ínfima de polvos. La mixtura, que enun comienzo tenía un tinte rojizo, comenzó a

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oscurecerse conforme los cristales se deshacían,a burbujear audiblemente y a arrojar pequeñasnubes de vapor. De pronto, en un instante, laebullición cesó y la mezcla adquirió un colorpúrpura oscuro que poco a poco fue coinvir-tiéndose en verde acuoso. El visitante, que hab-ía contemplado todas estas metamorfosis congesto complacido, sonrió, dejó el vaso sobre lamesa, se volvió hacia mí y me miró con aire decuriosidad.

-Y ahora -dijo-, acabemos con este asunto.¿Quiere usted ser razonable? ¿Está dispuesto aaprender de los demás? ¿Será capaz de aguan-tar que yo coja este vaso en mi mano y me vayade su casa sin más explicaciones? ¿O es la cu-riosidad que siente demasiado para usted?Piénselo bien antes de contestarme, porqueharé exactamente lo que usted me diga. Si deci-de que me vaya, quedará usted como estaba, nimás rico ni más sabio, a menos que hacer unfavor a un amigo en peligro de muerte aumentelas riquezas del espíritu. Pero si se decide por lo

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contrario, ante usted se abrirán nuevos horizon-tes de conocimiento y nuevos caminos hacia lafama y el poder. Aquí, en esta misma habita-ción, en este mismo instante, ante sus ojos, veráun prodigio que asombraría al mismo Satán.

-Caballero -le dije, aparentando una tranquili-dad que estaba muy lejos de sentir-, no entien-do esos enigmas y quizá no le sorprenda siafirmo que lo que dice no despierta en mí grancredulidad. Pero ya he llegado demasiado lejosen el camino de esta aventura inexplicable paradetenerme antes de ver el final.

-Muy bien -replicó el visitante-. Lanyon, re-cuerda tu juramento. Lo que vas a ver debequedar bajo el secreto de nuestra profesión. Yahora, tú que durante tanto tiempo has mante-nido las opiniones más estrechas de miras, túque has negado la existencia de la medicinatranscendental, tú que te has reído de los que tesuperaban en saber, ¡mira!

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Y diciendo esto se llevó el vaso a los labios yse bebió el contenido de un golpe. Dejó escaparun grito, giró sobre sí mismo, dio un traspié, seaferró a la mesa y allí quedó mirando al vacío,con los ojos inyectados en sangre y respirandoentrecortadamente a través de la boca abierta. Ymientras le miraba, me pareció que empezaba aoperarse en él una transformación. De prontocomenzó a hincharse, su rostro se ennegreció ysus rasgos parecieron derretirse y alterarse. Unmomento después yo me levantaba de un saltoy me apoyaba en la pared con un brazo alzadoante mi rostro para protegerme de tal prodigioy la mente hundida en el terror.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -repetí una y mil veces,porque allí, ante mis ojos, pálido y tembloroso,medio desmayado y tanteando el aire con lasmanos como un hombre resucitado de la tum-ba, estaba Henry Jekyll.

Lo que me dijo durante la hora siguiente esimposible consignarlo por escrito. Vi lo que vi,

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oí lo que oí y mi espíritu se estremeció ante ello,y, sin embargo, ahora que tal visión ha desapa-recido, me pregunto si lo creo y no sé qué con-testar.

Mi vida se ha conmovido hasta los cimientos,el sueño me ha abandonado y el terror meacompaña a todas las horas del día y de la no-che. Creo que mi fin se acerca y, sin embargo,moriré incrédulo. En cuanto a la ruindad moral,al envilecimiento que ese hombre me revelóaun con lágrimas de penitente en los ojos, nopuedo pensar en ello sin estremecerme dehorror. No diré sino una cosa, Utterson, y ella(si es que puedes llegar a creerla) será más quesuficiente. El hombre que se introdujo aquellanoche en mi casa es el que todos conocen,según confesión del mismo Jekyll, por el nom-bre de Edward Hyde: el que buscan en todoslos rincones del país por el asesinato de Carees.Hastie Lanyon

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Henry Jekyll explica lo sucedido

Nací en el año de 18..., heredero de una granfortuna y dotado además de excelentes partes.Inclinado por la naturaleza al trabajo, gocé muypronto del respeto de los mejores y más sabiosde mis semejantes y, por lo tanto, todo me au-guraba un porvenir honrado y brillante. Locierto es que la peor de mis faltas no era másque una disposición alegre e impaciente que hahecho la felicidad de muchos, pero que yo hallédificil de compaginar con mi imperioso deseode gozar de la admiración de todos y presentarante la sociedad un continente desusadamentegrave. Por esta razón oculté mis placeres, ycuando llegué a esos años de reflexión en que elhombre comienza a mirar a su alrededor y aevaluar sus progresos y la posición que ha al-canzado, ya estaba entregado a una profundaduplicidad de vida. Muchos hombres habríanincluso blasonado de las irregularidades que yo

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cometía, pero debido a las altas miras que mehabía impuesto, las juzgué y oculté con un sen-tido de la vergüenza casi morboso.

Fue, pues, la exageración de mis aspiracionesy no la magnitud de mis faltas lo que me hizocomo era y separó en mi interior, más de lo quees común en la mayoría, las dos provincias delbien y del mal que componen la doble natura-leza del hombre. En mi caso, reflexioné profun-da y repetidamente sobre esa dura ley de vidaque constituye el meollo mismo de la religión yrepresenta uno de los manantiales más abun-dantes de sufrimiento.

Pero a pesar de mi profunda dualidad, no eraen sentido alguno hipócrita, pues mis dos caraseran igualmente sinceras. Era lo mismo yocuando abandonado todo freno me sumía en eldeshonor y la vergüenza que cuando me apli-caba a la vista de todos a profundizar en el co-nocimiento y a aliviar la tristeza y el sufrimien-to. Y ocurrió que mis estudios científicos, que

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apuntaban por entero hacia lo místico y lo tras-cendente, influyeron y arrojaron un potenterayo de luz sobre este conocimiento de la gue-rra perenne entre mis dos personalidades. Cadadía, y con ayuda de los dos aspectos de mi inte-ligencia, el moral y el intelectual, me acercabamás a esa verdad cuyo descubrimiento parcialme ha llevado a este terrible naufragio y queconsiste en que el hombre no es sólo uno, sinodos. Y digo dos porque mis conocimientos nohan ido más allá de este punto. Otros vendrándespués, otros que me sobrepasarán en cono-cimientos, y me atrevo a predecir que al fin elhombre será tenido y reconocido como un con-glomerado de personalidades diversas, discre-pantes e independientes. Yo, por mi parte, acausa de la naturaleza de mi vida, avancé infa-liblemente en una dirección y sólo en una. Fueen el terreno de lo moral y en mi propia perso-na donde aprendí a reconocer la verdadera yprimitiva dualidad del hombre. Vi que las dosnaturalezas que contenía mi conciencia podía

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decirse que eran a la vez mías porque yo eraradicalmente las dos, y desde muy tempranafecha, aun antes de que mis descubrimientoscientíficos comenzaran a sugerir la más remotaposibilidad de tal milagro, me dediqué a pensarcon placer, como quien acaricia un sueño, en laseparación de esos dos elementos. Si cada uno,me decía, pudiera alojarse en una identidaddistinta, la vida quedaría despojada de lo queahora me resultaba inaguantable. El ruin podíaseguir su camino libre de las aspiraciones yremordimientos de su hermano más estricto. Eljusto, por su parte, podría avanzar fuerte y se-guro por el camino de la perfección compla-ciéndose en las buenas obras y sin estar expues-to a las desgracias que podía propiciarle esepérfido desconocido que llevaba dentro. Erauna maldición para la humanidad que esas dosramas opuestas estuvieran unidas así parasiempre en las entrañas agonizantes de la con-ciencia, que esos dos gemelos enemigos lucha-

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ran sin descanso. ¿Cómo, pues, podían dis-ociarse?

Hasta aquí había llegado en mis reflexiones,cuando un rayo de luz que partía de la mesa dellaboratorio empezó a iluminar débilmente elhorizonte. De pronto comencé a percibir conmayor claridad de la que nunca se haya imagi-nado la inmaterialidad temblorosa, la efímerainconsistencia de este cuerpo que es nuestravestidura carnal, de este cuerpo en aparienciatan sólido. Hallé que ciertos agentes tenían lacapacidad de alterar y arrancar esta vestiduradel mismo modo que el viento agita los cortina-jes de unos ventanales. No quiero adentrarmeen el aspecto científico de mi confesión por dosrazones. La primera, porque he aprendido quecada hombre carga con su destino a lo largo detoda su vida y que cuando trata de sacudírselode los hombros le vuelve a caer con un pesoaún mayor y más extraño. Segundo, porque,como dejará bien a las claras mi relato, mis des-cubrimientos han sido, por desgracia, incom-

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pletos. Bastará con que diga que no sóloaprendí a distinguir mi cuerpo material de laemanación de ciertos poderes que componenmi espíritu, sino que llegué a fabricarme unapócima por medio de la cual logré despojar aesos poderes de su supremacía y sustituir miaspecto por una segunda forma y apariencia nomenos natural para mí, puesto que constituíaexpresión de los elementos más bajos de miespíritu y llevaba su sello.

Dudé mucho antes de llevar a la práctica estateoría. Sabía que corría peligro de muerte, por-que una droga que tenía el inmenso poder deconmover y controlar el reducto mismo de laidentidad era capaz de aniquilar totalmente esetabernáculo inmaterial que yo pretendía alterar.Bastaría con un simple error en la dosis o en lascircunstancias en que se administrara. Pero latentación de llevar a cabo un experimento tansingular venció, al fin, todos mis temores. Hacíatiempo que había preparado la tintura. Inme-diatamente compré a una firma de productos

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químicos al por mayor gran cantidad de unadeterminada sal que, debido a mis experimen-tos anteriores, sabía que era el último ingre-diente que necesitaba, y a hora muy avanzadade una noche que maldigo, mezclé los elemen-tos, los vi bullir y humear en la probeta, ycuando el hervor se hubo disipado, armándomede valor, bebí la poción.

Sentí unas sacudidas desgarradoras, un re-chinar de huesos, una náusea mortal y unhorror del espíritu que no pueden sobrepasar nilos traumas del nacimiento y de la muerte.Luego, la agonía empezó a disiparse y recobréel conocimiento sintiéndome como si saliera deuna grave enfermedad. Había algo extraño enmis sensaciones, algo indescriptiblemente nue-vo y, por su novedad, también indescriptible-mente agradable. Me sentí más joven, más lige-ro, más feliz físicamente. En mi interior experi-mentaba una fogosidad impetuosa, por miimaginación cruzó una sucesión de imágenessensuales en carrera desenfrenada, sentí que se

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disolvían los vínculos de todas mis obligacionesy una libertad de espíritu desconocida, pero noinocente, invadió todo mi ser. Supe, al respirarpor primera vez esta nueva vida, que era ahoramás perverso, diez veces más perverso, un es-clavo vendido a mi mal original. Y sólo pen-sarlo me deleitó en aquel momento como unvino añejo. Estiré los brazos exultante y me dicuenta de pronto de que mi estatura se habíareducido.

En aquellos días no tenía espejo en mi gabine-te. El que hay a mi lado, mientras escribo estaslíneas, lo traje aquí después precisamente porcausa de estas transformaciones. La noche, sinembargo, se había cambiado en madrugada; lamadrugada, negra como era, estaba a punto adar a luz al día; los habitantes de mi casa esta-ban sumidos en el sueño, y así decidí, plenocomo estaba de esperanzas y de triunfo, aven-turarme a llegar hasta mi dormitorio bajo minueva forma. Crucé el jardín, donde las conste-laciones me contemplaron desde las alturas a

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mi entender con asombro. Era la primera cria-tura de esa especie que en su insomne vigilan-cia veían desde el comenzar de los tiempos.Recorrí los corredores sintiéndome un extrañoen mi propia morada, y al llegar á mi habitacióncontemplé por primera vez la imagen de Ed-ward Hyde.

Hablaré ahora sólo en teoría, no diciendo loque sé, sino lo que creo más probable. El ladomalo de mi naturaleza, al que yo había otorga-do el poder de aniquilar temporalmente al otro,era menos desarrollado que el lado bueno, alque acababa de desplazar. Era ello natural, da-do que en el curso de mi vida, que después detodo había sido casi en su totalidad una vidadedicada al esfuerzo, a la virtud y a la renun-ciación, lo había ejercitado y agotado muchomenos. Por esa razón, pensé, Edward Hyde eramucho más bajo, delgado y joven que HenryJekyll. Del mismo modo que el bien brillaba enel semblante del uno, el mal estaba claramenteescrito en el rostro del otro. Ese mal (que aún

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debo considerar el aspecto mortal del hombre)había dejado en ese cuerpo una huella de de-formidad y degeneración. Y, sin embargo,cuando vi reflejado ese feo ídolo en la luna delespejo, no sentí repugnancia, sino más bien unaenorme alegría. Ése también era yo. Me pareciónatural y humano. A mis ojos era una imagenmás fiel de mi espíritu, más directa y sencillaque aquel continente imperfecto y dividido quehasta entonces había acostumbrado a llamarmío. Y en eso no me equivocaba. He observadoque cuando revestía la apariencia de EdwardHyde nadie podía acercarse a mí sin experi-mentar un visible estremecimiento de la carne.Esto se debe, supongo, a que todos los sereshumanos con que nos tropezamos son unamezcla de bien y mal, y Edward Hyde, únicoentre los hombres del mundo, era solamentemal.

No me miré al espejo sino un instante. Ahoratenía que intentar el experimento segundo ydecisivo. Me restaba averiguar si había perdido

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mi identidad para siempre y tendría que huirantes del amanecer de aquella casa que ya nosería mía. Y así regresé a toda prisa al gabinete,preparé una vez más la mixtura, la bebí, sufrípor segunda vez los dolores de la disgregacióny volví en mí de nuevo con la personalidad, laestatura y el rostro de Henry Jekyll.

Aquella noche llegué al fatal cruce de cami-nos. Si me hubiera enfrentado con mi descu-brimiento con un espíritu más noble, si mehubiera arriesgado al experimento impulsadopor aspiraciones piadosas o generosas, todohabría sido distinto, y de esas agonías de naci-miento y muerte habría surgido un ángel y noun demonio. Aquella poción no tenía poderdiscriminatorio. No era diabólica ni divina. Sóloabría las puertas de una prisión y, como loscautivos de Philippi, el que estaba encerradohuía al exterior. Bajo su influencia mi virtud seadormecía, mientras que mi perfidia, manteni-da alerta por mi ambición, aprovechaba rápi-damente la oportunidad y lo que afloraba a la

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superficie era Edward Hyde. Y así, aunque yoahora tenía dos personalidades con sus res-pectivas apariencias, una estaba formada inte-gralmente por el mal, mientras que la otra con-tinuaba siendo Henry Jekyll, ese compuestoincongruente de cuya reforma y mejora yo des-esperaba hacía mucho tiempo. El paso queha_bía dado era, pues, decididamente a favorde lo peor que había en mí.

En aquellos días aún no había logrado domi-nar la aversión que sentía hacia la aridez de lavida del estudio. Seguía teniendo una disposi-ción alegre y desenfadada y, dado que mis pla-ceres eran (en el mejor de los casos) muy pocodignos y a mí se me conocía y respetaba engrado sumo, esta contradicción se me hacía dedía en día menos llevadera. La agravaba, porotra parte, el hecho de que me fuera aproxi-mando a mi madurez. Por ahí me tentó, pues,mi nuevo poder hasta que me convirtió en suesclavo. No tenía más que apurar la copa,abandonar al momento el cuerpo del famoso

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profesor y revestirme, como si de un gruesoabrigo se tratara, de la apariencia de EdwardHyde. Sonreí ante la idea, que en aquel tiempome pareció humorística, y lo preparé todo conel cuidado más meticuloso. Alquilé y amuebléla casa del Soho (la casa hasta donde siguió lapolicía a Hyde) y tomé como ama de llaves auna mujer que tenía fama de discreta y pocoescrupulosa. Anuncié a mi servidumbre que untal Mr. Hyde (a quien describí) disfrutaría enadelante de plenos poderes y libertad en micasa y, para evitar contratiempos, me presentéen ella y me convertí en visitante asiduo bajo misegundo aspecto. Redacté después el testamen-to al que tantos reparos pusiste, de modo que sialgo me ocurría mientras revestía la aparienciade Jekyll, podía refugiarme en la de Hyde sintener que prescindir de mi fortuna, y creyéndo-me así bien protegido en todos los sentidos co-mencé a beneficiarme de la extraña inmunidadque me ofrecía mi posición.

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Se sabe de hombres que han contratado amalhechores para que cometieran por elloscrímenes, mientras que su reputación y su per-sona no sufrían menoscabo. Yo he sido el pri-mero que lo ha hecho por puro placer. He sidoel primero que ha podido presentarse a los ojosdel público cargado de respetabilidad y, unmomento después, como un chiquillo de escue-la, despojarme de esa vestidura y lanzarme decabeza a la libertad. Para mí, cubierto con mimanto impenetrable, la seguridad era total.Imagínate. Ni siquiera existía. Sólo tenía quetraspasar la puerta de mi laboratorio, mezclaren un segundo o dos la poción que siempretenía preparada, apurarla y, fuera lo que fueselo que hubiera hecho, Edward Hyde desaparec-ía como el círculo que deja el aliento en un es-pejo. En su lugar, despabilando una vela en sugabinete, estaría Henry Jekyll, un hombre quepodía permitirse el lujo de reírse de las sospe-chas.

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Los placeres que me apresuré a buscar de esaguisa eran, como ya he dicho, indignos. Nomerecen un término más fuerte. Pero en manosde Hyde pronto se volvieron monstruosos.Cuando volvía de mis nocturnas excursiones, amenudo me asombraba de la perversidad de miotro yo. Este pariente mío que había sacado delas profundidades de mi propio espíritu y en-viado en busca del placer era un ser inhe-rentemente pérfido y villano. Todos sus actos ysus pensamientos se centraban en sí mismo,bebía con bestial avidez el placer que le causabala tortura de los otros y era insensible como unhombre de piedra. Henry Jekyll contemplaba aveces horrorizado los actos de Edward Hyde,pero la situación se hallaba tan lejos de las leyescomunes que insidiosamente relajaba el poderde la conciencia. Después de todo, el culpableera Hyde y sólo Hyde. Jekyll no era peor cuan-do se despertaba y recuperaba sus buenas cua-lidades aparentemente incólumes. A veces in-cluso se precipitaba, cuando era posible, a repa-

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rar el mal causado por Hyde. Y así su concien-cia se fue adormeciendo poco a poco.

No tengo ningún deseo de entrar en detallesde las infamias en las que, en cierto modo, cola-boré (pues aun ahora me resisto a admitir quelas haya cometido); sólo quiero consignar aquílos avisos que precedieron a mi castigo y lospasos sucesivos con que éste llegó hasta mí. Undía ocurrió un incidente que, por no traermeconsecuencias de mayor importancia, no harémás que mencionar. Un acto de crueldad, delque fue víctima una niña, atrajo sobre mí lasiras de un viandante a quien reconocí el otrodía en la persona de un pariente tuyo. El doctory la familia de la niña le secundaron. Hubomomentos en que temí por mi vida, y al fin, conel propósito de pacificar su justificada indigna-ción, Edward Hyde tuvo que llevarles hasta lapuerta de su casa y pagarles con un cheque anombre de Henry Jekyll. Para que en el futurono ocurriese nada semejante, abrí una cuenta enotro banco a nombre de Edward Hyde y, una

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vez que, cambiado el sesgo de mi caligrafía,hube proporcionado una firma a mi doble,pensé que me hallaba fuera del alcance del des-tino.

Dos meses antes del asesinato de Sir Danversvolví a casa una noche muy tarde de mis correr-ías y al día siguiente me desperté con una sen-sación extraña. En vano miré a mi alrededor, envano vi mis preciados muebles y el alto techode mi dormitorio, en vano reconocí el dibujo delas cortinas de la cama y la talla de las columnasde caoba. Algo seguía diciéndome en mi inter-ior que no estaba donde estaba, que no habíadespertado donde creía hallarme, sino en unpequeño cuarto del Soho donde solía dormirbajo la apariencia de Edward Hyde. Me sonreí,y utilizando mi método psicológico empecé aestudiar perezosamente los diversos elementosque creaban esta ilusión hundiéndome de vezen cuando, mientras lo hacía, en un suave so-por. Seguía ocupada mi mente de este modocuando de pronto, en uno de los momentos en

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que me hallaba más despabilado, mi mirada fuea caer sobre una de mis manos. Las de HenryJekyll (como a menudo has observado) son lasmanos que caracterizan a un profesional de lamedicina en forma y tamaño: grandes, fuertes,blancas y bien proporcionadas. Pero la manoque vi en esa ocasión con toda claridad a la luzdorada de la mañana londinense; la mano quedescansaba a medio cerrar sobre la colcha eradelgada, nervuda, nudosa, de una palidez ceni-cienta, y estaba cubierta de un espeso vello. Erala mano de Edward Hyde.

Creo que permanecí mirándola como mediominuto, hundido en el estupor del asombro,antes de que el terror despertara en mi pecho,tan devastador y súbito como un golpe de plati-llos. Salté de la cama y corrí al espejo. Ante loque vieron mis ojos, mi sangre se trasformó enun líquido exquisitamente helado. Sí. Cuandome había acostado era Henry Jekyll y ahora eraEdward Hyde. «¿Qué explicación tiene esto?»,me pregunté. Y luego, con un escalofrío de te-

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rror: «¿Cómo se remedia?» La mañana estababastante avanzada, la servidumbre se hallabadespierta y todos mis medicamentos estaban enel gabinete. Para llegar a este desde donde mehallaba (paralizado por el terror, debo añadir)tenía que bajar dos tramos de escaleras, recorrerun pasillo, cruzar el jardín y atravesar el quiró-fano. Podría cubrirme el rostro, pero ¿de quéme valdría eso si no podía ocultar la disminu-ción de mi estatura? Sólo entonces caí en lacuenta, con una enorme sensación de alivio, deque los sirvientes estaban acostumbrados ya alas idas y venidas de mi segundo yo. Me vestílo mejor que pude con un traje que me veníagrande, atravesé la casa entera, cruzándomecon Bradshaw que me miró y dio un paso atrássorprendido al ver a Mr. Hyde a tal hora y contan raro atavío, y diez minutos después el doc-tor Jekyll había vuelto a su apariencia normal yse hallaba sentado a la mesa del comedor con elceño fruncido dispuesto a fingir que desayuna-ba.

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Poco apetito tenía, como es natural. Ese inci-dente inexplicable, esa inversión de mi anteriorapariencia me parecía, como el dedo en el murode Babilonia, un anuncio de mi castigo. Y asícomencé a reflexionar más seriamente que nun-ca sobre las posibilidades y circunstancias demi doble existencia. Esa parte de mí mismo queyo tenía el poder de proyectar la había nutridoy ejercitado últimamente en grado sumo. Re-cientemente me parecía incluso que el cuerpode Hyde había ganado en altura, que cuandome hallaba bajo su apariencia mi sangre fluíamás generosamente, y comencé a sospechar quesi ese estado de cosas se prolongaba corría peli-gro de que el equilibrio de mi naturaleza sealterara definitivamente, de perder el poder decambiar a voluntad y de que la personalidad deEdward Hyde se convirtiera irrevocablementeen la mía. El poder de la poción no era siempreel mismo. Una vez, al comienzo de mis experi-mentos, me había fallado totalmente. Desdeentonces me había visto obligado en más de

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una ocasión a doblar la dosis, y hasta una vez,con gran peligro de mi vida, a triplicarla. Esasraras ocasiones habían arrojado la única sombrade duda sobre lo que hasta el momento no hab-ía sido sino un completo éxito. Ahora, sin em-bargo, a la luz del incidente de aquella mañana,comencé a darme cuenta de que, si bien en unprimer momento lo difícil había sido liberarmedel cuerpo de Jekyll, últimamente el problemacomenzaba a ser el opuesto. Todo parecía apun-tar a lo siguiente: que iba perdiendo poco a po-co el control sobre mi personalidad primera yoriginal, la mejor, para incorporarme lentamen-te a la segunda, la peor.

Me di cuenta de que ahora tenía que escogerentre una de las dos. Ambas tenían en común lamemoria, pero las otras facultades quedabandesigualmente repartidas entre ellos. Jekyll(que era un compuesto) planeaba y compartía,ora con prudentes aprensiones, ora con gustodesenfrenado, las aventuras de Hyde. Pero Hy-de era indiferente a Jekyll; todo lo más le recor-

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daba como recuerda el bandolero la caverna enque se oculta de sus perseguidores. Jekyll sentíaun interés más que de padre; Hyde manifestabauna indiferencia mayor que la del hijo. Unirmedefinitivamente a Jekyll significaba renunciar aaquellos apetitos a los que secretamente mehabía entregado siempre, apetitos que al fin ha-bía llegado a saciar. Entregarme a Hyde erarenunciar para siempre a mis intereses y aspira-ciones y verme de pronto y para siempre des-preciado y sin amigos.

La opción quizá te parezca desigual, perohabía otra consideración que arrojar a un plati-llo de la balanza, porque mientras Jekyll sufriríaquemándose en el fuego de la abstinencia, Hy-de no repararía siquiera en lo que había perdi-do. Por raras que fueran mis circunstancias, elplanteamiento de esta elección es tan viejo y tancomún como el hombre mismo. Tentaciones ytemores muy semejantes son los que deciden lasuerte de todo pecador, y así me ocurrió a mí,como suele ocurrir a la gran mayoría de los

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seres humanos, que me decidí por mi perso-nalidad mejor y que me encontré después sinlas fuerzas necesarias para atenerme a mi deci-sión.

Sí, elegí al doctor descontento y maduro, ro-deado de amigos y que abrigaba honestas espe-ranzas. Renuncié resueltamente a la libertad, ala relativa juventud, a la ligereza, a los impulsosviolentos y a los secretos placeres que habíadisfrutado bajo el disfraz de Hyde. Pero quizáeligiera con reservas inconscientes, porque niprescindí de la casa del Soho ni destruí las ro-pas de Edward Hyde, que continuaron colga-das en el interior de su armario. Durante dosmeses, sin embargo, permanecí fiel a mi deci-sión, llevé una vida tan severa como nunca lohiciera anteriormente y disfruté de las compen-saciones que proporciona una conciencia satis-fecha. Pero con el tiempo comencé a olvidar mistemores, me acostumbré a las alabanzas que mededicaba mi conciencia de tal modo que deja-ron de halagarme; deseos y anhelos comenza-

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ron a torturarme como si dentro de mí Hydeluchara por recuperar la libertad, y, finalmente,en un momento de debilidad moral, mezclé yapuré de nuevo la poción liberadora.

Supongo que cuando el borracho razona con-sigo mismo acerca de su vicio, ni una sola vezentre quinientas se deja influir por los peligrosa que le expone su brutal insensibilidad. Delmismo modo tampoco yo había tenido en cuen-ta, a pesar de haber reflexionado muchas vecessobre mi situación, la completa insensibilidadmoral y la insensata disposición al mal que eranlas principales características de Edward Hyde.Y, sin embargo, ambas fueron los agentes de micastigo. El demonio que había en mí había esta-do preso durante tanto tiempo que salió de sucárcel rugiendo. Aun mientras apuraba la po-ción tuve conciencia de que su propensión almal era ahora más violenta, más descabellada.Supongo que fue eso lo que despertó en miespíritu la tempestad de impaciencia con queescuché las corteses palabras de mi desgraciada

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víctima. Declaro al menos ante Dios que ningúnhombre moralmente sano podía haber cometi-do crimen semejante por tan poca provocacióny que asesté los golpes con la insensatez conque un niño enfermo puede romper un juguete.Pero es que me había despojado voluntaria-mente de todos los instintos que proporcionanun equilibrio y gracias a los cuales aun el peorde nosotros puede avanzar con cierto grado deseguridad entre las tentaciones. En mi caso, latentación, por ligera que fuese, significabairremisiblemente la caída.

Inmediatamente, el espíritu del mal despertóen mí con una furia salvaje. En un transporte dealegría mutilé aquel cuerpo indefenso hallandoenorme deleite en cada golpe, y hasta que co-mencé a fatigarme no me asaltó el corazón, enla culminación de mi delirio, un súbito estreme-cimiento de terror. La niebla se disipó. Vi mivida condenada al desastre y huí del escenariode mis excesos a la vez exultante y tembloroso,

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mi sed de mal satisfecha y estimulada, mi amora la vida exacerbado al máximo.

Corrí a mi casa del Soho, y con el fin de redo-blar mi seguridad, destruí todos mis documen-tos. Volví a salir a las calles iluminadas por laluz de las farolas con la misma dualidad desensaciones que hasta ese momento me domi-nara, recreándome en mi crimen y planeandoalegremente otros semejantes, pero temiendo almismo tiempo en mi interior oír las pisadas delvengador. Hyde mezcló la poción con la sonrisaen los labios y al apurarla brindó por su vícti-ma; pero los dolores dé la transformación no sehabían disipado todavía, cuando Henry Jekyll,con lágrimas de remordimiento y gratitud enlos ojos, caía de rodillas y elevaba sus manosentrelazadas a Dios. El velo de la tolerancia sehabía rasgado de la cabeza a los pies. Vi mi vi-da en su totalidad, la seguí desde los días de miinfancia, cuando caminaba de la mano de mipadre; la seguí a través de las-renuncias propiasde mi profesión para llegar, una y otra vez, con

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esa misma sensación de irrealidad que experi-mentaba, a los horrores de aquella noche. Podr-ía haber gritado en alta voz. Traté de borrar conlágrimas y oraciones aquel tropel de imágenesy sonidos que mi memoria arrojaba contra mí,pero entre súplica y súplica el feo rostro de miiniquidad continuaba asomándose a mi espíri-tu. Mas poco a poco mis agudos remordimien-tos comenzaron a morir y fue sucediéndolesuna sensación de gozo. Había resuelto el pro-blema de mi conducta. De ahora en adelanteHyde era imposible. Quisiera o no, desde estemomento estaba reducido a la parte mejor demi existencia, y ¡cómo me alegró pensarlo! ¡Conqué humildad abracé las restricciones de mivida natural! ¡Con cuán sincera renunciacióncerré la puerta por la que tantas veces entrara yaplasté la llave bajo mi pie!

Al día siguiente me llegó la noticia de quehabía un testigo del crimen, de que la culpabili-dad de Hyde era cosa segura ante el mundoentero y de que la víctima era hombre de gran

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estimación. No había sido solamente un crimen.Había sido también una locura trágica. Creoque me alegré al saberlo. Creo que me alegré deque mis impulsos quedaran así coartados ysujetos por el miedo a la horca. Jekyll era ahorami refugio. Con sólo un instante que Hyde sehiciera visible, las manos de todos los habitan-tes de Londres se echarían sobre él para acabarcon su vida.

Decidí redimir el pasado con mi conducta fu-tura, y puedo decir con toda franqueza que midecisión dio fruto. Tú sabes muy bien cómotrabajé durante los últimos meses del año pasa-do para aliviar el sufrimiento de mis semejantessabes que hice mucho por el prójimo y que dis-fruté de tranquilidad y casi me atrevo a decirque de felicidad. Tampoco puedo decir que mecansara de mi vida inocente y caritativa, puescreo que, por el contrario, disfrutaba más deella cada día; pero seguía sufriendo mi duali-dad interior, y tan pronto como pasó el primerimpulso de penitencia, el lado más bajo de mi

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personalidad, tanto tiempo en libertad y tanrecientemente encadenado, empezó a rugir pi-diendo licencia. No es que soñara con resucitara Hyde. La sola idea me inspiraba auténticohorror. No. Fue en mi propia persona dondesufrí la tentación de jugar con mi conciencia, yfue como un pecador normal, secreto, cuando alfin caí ante los asaltos de la tentación.

Pero todo tiene su fin. La medida más capazse llena al cabo y esa breve condescendencia alfin destruyó el equilibrio de mi espíritu. Y, sinembargo, entonces no me alarmé. La caída mepareció natural, como un regreso a los tiemposanteriores a mi descubrimiento. Era un día deenero limpio, claro, húmedo bajo el pie en loslugares en que se había derretido el hielo, perosin una sola nube en el cielo. Regent's Park es-taba inundado de trinos de pájaros invernales yen el aire flotaban aromas de primavera. Mesenté en un banco, al sol. El animal que hay enmí roía los huesos de mi memoria, y el ladoespiritual, un poco adormecido, prometía peni-

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tencia, pero no se animaba a comenzar. Des-pués de todo, me dije, era un hombre como losdemás, y sonreí después comparándome conmis semejantes, oponiendo mi actividad bien-hechora a la perezosa crueldad de su egoísmo.Y en el mismo momento en que me vanagloria-ba con estos pensamientos, me sorprendió unestremecimiento y me invadieron unas horri-bles náuseas y el temblor más terrible. Perdí elconocimiento, y cuando lo recobré me di cuentade que se había operado un cambio en el ca-rácter de mis pensamientos; que sentía una ma-yor osadía, un desprecio por el peligro y unenorme desdén por los vínculos que represen-taban cualquier tipo de obligación.

Miré hacia abajo. El traje me caía informe so-bre los miembros encogidos y la mano que yac-ía sobre mi rodilla era nudosa y peluda. Mehabía convertido de nuevo en Edward Hyde.Hasta hacía pocos segundos disfrutaba del res-peto de la sociedad, era rico, estimado por misamigos, y la mesa me esperaba dispuesta en el

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comedor de mi casa. Y ahora, de pronto, mehabía transformado en la hez de la humanidad;en un ser perseguido, sin hogar; en un asesinopúblico, carne de horca.

Mi razón vaciló, pero no me abandonó total-mente. He observado más de una vez que,cuando revisto mi segunda personalidad, misfacultades parecen agudizarse y mis energíasadquieren una mayor elasticidad; y así, dondeJekyll probablemente habría sucumbido, Hydese mostró a la altura de las circunstancias. Losingredientes de la mixtura que necesitaba sehallaban en uno de los armarios del gabinete.¿Cómo podría hacerme con ellos? Ése era elproblema que apretando las sienes entre mismanos me propuse resolver. Había cerrado conllave la puerta del laboratorio. Si trataba deentrar a él atravesando la casa, mi propia servi-dumbre me entregaría a la policía. Tenía quebuscar otra solución y pensé en Lanyon. ¿Cómopodía ponerme en contacto con él? ¿Cómo pod-ía persuadirle? Suponiendo que lograra sustra-

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erme a la captura, ¿cómo podría llegar a su pre-sencia? Y ¿cómo yo, visitante desconocido ydesagradable, iba a poder convencer al famosomédico de que allanara el estudio de su colegael doctor Jekyll? De pronto recordé que de mianterior personalidad me quedaba un solo ras-go: podía escribir con mi propia letra. Y una vezque concebí la brillante idea, el camino que deb-ía seguir quedó iluminado ante mi mente delprincipio al fin.

En consecuencia, me ajusté el traje al cuerpolo mejor que pude, paré un coche y di al coche-ro la dirección de un hotel de la calle Portland,cuyo nombre acertaba a recordar. El pobrehombre no pudo ocultar su regocijo al ver miapariencia (que, a pesar de la tragedia que ocul-taba, desde luego era cómica), pero le mostrélos dientes con tal gesto de furia endemoniadaque la sonrisa se borró de sus labios, felizmentepara él y aún más para mí, porque de haberreído un instante más le habría hecho bajar delpescante de un empujón. Al entrar en el hotel

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miré a mi alrededor con tan hosco continenteque los empleados temblaron. Ni una sola mi-rada intercambiaron en mi presencia, sino que,por el contrario, obedecieron mis órdenes obse-quiosamente, me condujeron a una habitaciónprivada y me trajeron recado de escribir. Hyde,enfrentado con el peligro, era una criatura nue-va para mí. Ardía en ira desordenada, estabatenso hasta el límite del crimen y ansioso deinfligir daño. Pero antes que nada era astuto.Dominó su ira con un gran esfuerzo de la vo-luntad; escribió dos importantes misivas, unadirigida a Lanyon y otra a Poole, y, para tenerla seguridad de que habían sido enviadas deacuerdo con sus deseos, dio a los criados ordende que las certificaran. A partir de aquel mo-mento se sentó ante el fuego y pasó el día ente-ro junto a la chimenea de su cuarto, mordién-dose las uñas de impotencia. Allí cenó a solascon su miedo frente a un camarero que tembla-ba visiblemente ante su mirada. Y una vez quecayó la noche, se sentó en un rincón del interior

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de un coche cerrado y recorrió las calles de laciudad. Y hablo en tercera persona, porque nopuedo decir «yo». Esa criatura infernal no teníanada de humano. No abrigaba sino temor yodio.

Cuando al fin, por miedo a que el cochero co-menzara a sospechar, despidió al carruaje y seaventuró por las calles a pie vestido con sudesmañada indumentaria, siendo objeto deirrisión para los noctámbulos que transitaban aaquella hora, esas dos pasiones se embravecie-ron en su interior como una tempestad. Andabade prisa, perseguido por sus temores, hablandoconsigo mismo, deslizándose por las calles,contando los minutos que faltaban para la me-dianoche. Una mujer se acercó a él para ofrecer-le, creo, una caja de cerillas, pero él la apartó deun golpe en la cara y huyó.

Cuando recobré mi verdadera personalidaden el gabinete de Lanyon, creo que el horrorque demostró mi amigo al verme me afectó un

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poco. No lo sé. En todo caso, ese dolor no fuesino una gota más en el océano de horror quefueron aquellas horas. Pero en mi interior sehabía operado un cambio. Ya no era el miedo alpatíbulo lo que me atormentaba, sino el horrora convertirme en Hyde. Escuché las palabras decensura de Lanyon como en un sueño, volví ami casa y me acosté. Tras los horrores de aqueldía dormí con un sueño tan profundo que ni laspesadillas que me torturaron durante toda lanoche lograron sacarme de él. Me desperté porla mañana conmovido y débil, pero descansa-do. Seguía odiando y temiendo a la bestia quedormía dentro de mí y no había olvidado losterribles peligros del día anterior; pero ahora almenos me hallaba en mi propia casa, cerca de lamixtura que necesitaba, y la gratitud que sentíapor haber logrado huir del peligro brillaba contal fuerza en mi espíritu que casi rivalizaba conel esplendor de la esperanza.

Paseaba tranquilamente por el patio, despuésdel desayuno, bebiendo con deleite la frescura

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del aire, cuando me atenazaron de nuevo esasindescriptibles sensaciones que presagiaban elcambio. Tuve apenas el tiempo de llegar al ga-binete antes de que me asaltaran de nuevo larabia y la locura que provocaban en mí las pa-siones de Hyde. En esta ocasión necesité unadoble dosis para recuperar mi personalidad y,¡ay de mí!, seis horas después, mientras mirabatristemente el fuego sentado ante la chimenea,volví a sentir los dolores del cambio y tuve queadministrarme de nuevo la poción.

En resumen, que desde aquel día en adelante,sólo por medio de un increíble esfuerzo compa-rable a la gimnasia y bajo el estímulo inmediatode la poción, pude conservar la apariencia deJekyll. A todas las horas del día y de la nocheme invadía ese temor premonitorio. Especial-mente si me dormía e incluso si dormitaba porunos minutos en mi sillón, era siempre bajo laapariencia de Hyde como me despertaba. Aconsecuencia de la tensión que provocaba en míeste constante peligro, y del insomnio a que me

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condenaba yo mismo, hasta extremos que nun-ca habría creído que pudiera soportar un hom-bre, me convertí en una criatura dominada porla fiebre, extremadamente débil de cuerpo y dealma y obsesionada por un solo pensamiento: elhorror de mi otro yo. Pero en el momento enque me dormía o la virtud de la droga se debili-taba, saltaba sin transición alguna (pues losdolores de la transformación iban desapare-ciendo de día en día) a ser presa de una pesadi-lla cuajada de imágenes de terror, de un espíri-tu que hervía en odios sin causa y de un cuerpoque no parecía lo bastante fuerte como para so-portar aquellas rabiosas energías de vida.

Los poderes de Hyde parecían haber aumen-tado a expensas de la enfermedad de Jekyll. Y,ciertamente, el odio que ahora los dividía eraigual por ambas partes. En el caso de Jekyll eraun instinto vital. Había visto al fin toda la de-formidad de aquella criatura que compartía conél algunos de los fenómenos de la conciencia yque a medias con él heredaría su muerte. Y

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aparte de esos lazos de comunidad que en síconstituían la parte más dolorosa de su desgra-cia, consideraba a Hyde, a pesar de toda suenergía vital, un ser no sólo diabólico, sinotambién inorgánico. Esto era lo más terrible.Que el limo de la tumba articulara gritos y vo-ces, que el polvo gesticulara y pecara, que loque estaba muerto y carecía de forma usurparalas funciones de la vida y, sobre todo, pensarque ese horror insurrecto estaba unido a él másíntimamente que una esposa, más que sus pro-pios ojos. Que ese horror estaba enjaulado en sucarne, donde lo oía gemir y lo sentía luchar porrenacer; y en las horas de vigilia y en el descui-do del sueño, prevalecía contra él y le privabade vida. El odio que Hyde sentía por Jekyll erade naturaleza distinta. El terror a la horca leobligaba continuamente a suicidarse y regresara su condición subordinada de parte y no depersona. Pero odiaba esa necesidad, odiaba eldesánimo en que Jekyll estaba sumido y sesentía ofendido por el disgusto con que éste le

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miraba. De ahí las malas pasadas que me juga-ba escribiendo de mi puño y letra blasfemias enlas páginas de mis libros favoritos, quemandolas cartas de mi padre y destruyendo su retrato.Si no hubiera sido por su terror a la muerte,habría buscado su ruina para arrastrarme a mí aella. Pero su amor por la vida es asombroso.Sólo diré lo siguiente: Yo, que enfermo y meaterro sólo de pensar en él, cuando recuerdo laabyección y la pasión de su amor a la vida,cuando me doy cuenta de cuánto teme el poderque poseo para desplazarle por medio del sui-cidio, le compadezco en lo más hondo de micorazón.

Sería inútil prolongar esta descripción y mefalta tiempo para hacerlo. Sólo diré que nadieha sufrido tormentos tales, y con eso basta. Y,sin embargo, el hábito de sufrir me ha valido, sino un alivio, sí al menos un relativo encalleci-miento del espíritu, cierta aquiescencia de ladesesperación. Mi castigo habría podido pro-longarse durante años enteros de no haber sido

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por la última calamidad que me ha sobrevenidoy que, finalmente, me ha despojado de mi ros-tro y naturaleza. Mi provisión de sales, que nohabía renovado desde el día de mi experimento,empezó a agotarse. Pedí una nueva remesa ypreparé la mezcla. La ebullición tuvo lugar ytambién el primer cambio de color, pero no elsegundo. La bebí y no causó efecto. Por Poolesabrás cómo he buscado esas sales por todoLondres. Ha sido en vano. Al fin he llegado alconvencimiento de que esa primera remesa eraimpura y que fue precisamente esa impurezadesconocida lo que dio eficacia a la poción.

Ha transcurrido aproximadamente una se-mana y acabo esta confesión bajo la influenciade la última dosis de las sales originales. A me-nos que suceda un milagro, ésta será, pues, laúltima vez que Henry Jekyll pueda expresar suspensamientos y ver su propio rostro (¡tan tris-temente alterado!) reflejado en el espejo. Noquiero demorarme más en terminar este escritoque si hasta el momento ha logrado escapar a la

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destrucción ha sido por una combinación decautela y de suerte. Si la agonía de la transfor-mación me atacara en el momento de escribirlo,Hyde lo haría pedazos; pero si logro que pasealgún tiempo desde el momento en que le défin hasta que se opere el cambio, su increíbleegoísmo y su capacidad para circunscribirse almomento presente probablemente salvarán estedocumento de su inquina simiesca. El destinofatal que se cierne sobre nosotros le ha cambia-do y abatido hasta cierto punto. Dentro de me-dia hora, cuando adopte de nuevo y para siem-pre esa odiada personalidad, sé que per-maneceré sentado, tembloroso y llorando en misillón, o que continuaré recorriendo de arribaabajo esta habitación (mi último refugio terre-nal) escuchando todo sonido amenazador en unrapto de tensión y de miedo. ¿Morirá Hyde enel patíbulo? ¿Hallará el valor suficiente paralibrarse de sí mismo en el último momento?Sólo Dios lo sabe. A mí no me importa. Ésta es,en verdad, la hora de mi muerte, y lo que de

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ahora en adelante ocurra ya no me concierne amí sino a otro. Así, pues, al depositar esta plu-ma sobre la mesa y sellar esta confesión, pongofin a la vida de ese desventurado que fue