Revista Nido de Héroes

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1 Presentación La Escuela Militar, en su permanente afán por difundir la historia patria y conservar la memoria de quienes han ofrendado su vida en aras de la nación, presenta “Nido de héroes”, un trabajo de investigación histórica destinado a rescatar a quienes, formados en el primer instituto matriz de la República, tomaron parte activa en la Guerra del Pacífico, conflicto que puso a prueba el valor y tesón de aquellos que, siendo niños, se iniciaron en la vida militar y de quienes la patria reclamó sus máximos esfuerzos. Colocados por la historia en instancias límites, los que algún día fueron cadetes de nuestra Escuela, moldeados en el cumplimiento del deber, supieron enfrentar con valentía, hidalguía, entereza y un profundo amor a Chile, el supremo sacrificio por la patria amenazada. Así, conoceremos las heroicas acciones del Subteniente Desiderio Iglesias, primer oficial del Ejército muerto en combate durante aquel conflicto armado; del Capitán Pablo Urízar, héroe de Tarapacá, al igual que el Capitán Martín Frías. Otros nombres, que engalanan nuestra historia, son recordados en esta publicación, por sus actos valerosos y por haber cumplido con el lema del Libertador de “Vencer o morir”. Al cumplirse 130 años del inicio de la Guerra del Pacífico, la Escuela Militar pone a disposición de la comunidad esta publicación, la cual busca resaltar las virtudes y profesionalismo de oficiales formados en sus aulas que pasaron a la categoría de héroes, como tantos otros en distintos períodos de nuestra historia. Que el ejemplo de vida proporcionado por este puñado de oficiales, sea sendero imborrable e imperecedero de los valores que abnegadamente se plasman, día a día, en la Escuela Militar. Gracias a ella, habrán de levantar su vuelo triunfal, una tras otra, cien águilas que constituyan el porvenir de este Ejército, al cual está confiada, de manera inmanente, la grandeza de Chile. HUMBERTO OVIEDO ARRIAGADA Coronel Director de la Escuela Militar

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Presentación

La Escuela Militar, en su permanente afán por difundir la historia patria y conservar la memoria de quienes han ofrendado su vida en aras de la nación, presenta “Nido de héroes”, un trabajo de investigación histórica destinado a rescatar a quienes, formados en el primer instituto matriz de la República, tomaron parte activa en la Guerra del Pacífico, conflicto que puso a prueba el valor y tesón de aquellos que, siendo niños, se iniciaron en la vida militar y de quienes la patria reclamó sus máximos esfuerzos.

Colocados por la historia en instancias límites, los que algún día fueron cadetes de nuestra

Escuela, moldeados en el cumplimiento del deber, supieron enfrentar con valentía, hidalguía, entereza y un profundo amor a Chile, el supremo sacrificio por la patria amenazada.

Así, conoceremos las heroicas acciones del Subteniente Desiderio Iglesias, primer oficial del Ejército muerto en combate durante aquel conflicto armado; del Capitán Pablo Urízar, héroe de Tarapacá, al igual que el Capitán Martín Frías. Otros nombres, que engalanan nuestra historia, son recordados en esta publicación, por sus actos valerosos y por haber cumplido con el lema del Libertador de “Vencer o morir”.

Al cumplirse 130 años del inicio de la Guerra del Pacífico, la Escuela Militar pone a disposición de la comunidad esta publicación, la cual busca resaltar las virtudes y profesionalismo de oficiales formados en sus aulas que pasaron a la categoría de héroes, como tantos otros en distintos períodos de nuestra historia.

Que el ejemplo de vida proporcionado por este puñado de oficiales, sea sendero imborrable e imperecedero de los valores que abnegadamente se plasman, día a día, en la Escuela Militar. Gracias a ella, habrán de levantar su vuelo triunfal, una tras otra, cien águilas que constituyan el porvenir de este Ejército, al cual está confiada, de manera inmanente, la grandeza de Chile.

HUMBERTO OVIEDO ARRIAGADA Coronel Director de la Escuela Militar

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Escuela Militar, nido de héroes de la Guerra del Pacífico

El enorme desafío que representó para el pueblo chileno la Guerra del Pacífico, jamás ha tenido comparación en los recuerdos de nuestra historia nacional. En este sentido, todo el proceso de experiencias previas a este decisivo acontecimiento, tendría como único objetivo forjar el virtuoso carácter del pueblo y del Ejército chileno.

Los tempestuosos tiempos revolucionarios, la inminente amenaza confederada y el profundo y sincero americanismo de 1866, pueden ser comprendidos como manifestación inequívoca de una voluntad propia, soberana y nacional, forjada en los campos de batalla, con el esfuerzo de generaciones de chilenos.

No resulta arriesgado afirmar la conocida sentencia que, de manera categórica, entrelaza la historia de nuestro país con los triunfos y procesos históricos de su Ejército. Observando en retrospectiva y amparados en la complicidad que entrega el paso de los años, podemos asegurar hoy, más que nunca, que las proféticas palabras pronunciadas sabiamente por nuestro Padre de la Patria en 1817, resuenan fuertes e imperturbables en nuestras conciencias.

Cuando, en 1817, el General Bernardo O`Higgins pronunciaba con una verdadera visión de estadista, que en la recientemente fundada Academia Militar estaba “basado el porvenir del Ejército y sobre este Ejército, la grandeza de Chile”, no podía estar menos equivocado. Si el conocido historiador don Mario Góngora no dudaba en atribuirle a la guerra un rol fundamental en nuestro proceso de formación de Estado – Nación, no debemos, por consiguiente, dejar de prestar vital atención a los expertos de tal profesión.

La Academia Militar, fundada el 16 de marzo de 1817, se transformó, con

el paso del tiempo, en una verdadera fuerza rectora de principios, valores e ideales comunes para sus hombres, como posteriormente lo representó para sus ciudadanos.

La trayectoria de la Escuela Militar, durante el siglo XIX, se vio constantemente interrumpida en su funcionamiento, por una multiplicidad de factores, en la mayoría de las ocasiones, ajenos a ella. No olvidemos que durante un largo período, este establecimiento no fue dependiente del Ejército de Chile, sino directamente del gobierno, dejándola supeditada a los vaivenes económicos de la época. Pero esto no impidió que sus destacados cadetes estuviesen presentes en los principales conflictos armados que debió enfrentar el país durante las primeras décadas de su existencia.

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Durante sus primeros sesenta años, la Escuela Militar proporcionó al país sucesivas generaciones de jóvenes oficiales, que participaron activa y orgullosamente en la defensa de nuestra soberanía. Fueron las cien águilas protagonistas indiscutibles en Maipú y Yungay, prestaron vitales servicios en la defensa y fortificación de Chiloé y cumplieron, de forma ejemplar, su heredada labor de los viejos tercios españoles en la conocida línea de la frontera araucana.

Aunque resulta algo complejo realizar una periodización de las diversas etapas de la Escuela Militar, tomando, para ello, como único parámetro, una selección cronológica, nos parece más apropiado realizar un análisis de su historia basado en los aportes y contribuciones hechos por sus diferentes directores. Nos interesan, de sobremanera, las obras emprendidas durante la era del Coronel Antonio De La Fuente Pérez de Arce y la dirección del Coronel Emilio Sotomayor Baeza, bajo cuyos períodos se formaron y modelaron el carácter y los conocimientos de un selecto grupo de cadetes, que sabrían responder dignamente, en el campo de batalla, a la instrucción recibida en años anteriores.

Pero con anticipación a la consciente dirección de los mencionados directores, la Escuela Militar atravesó, durante el régimen del General José Santiago Aldunate Toro,

Columna chilena marchando en la sierra peruana.

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por su recordada edad de oro, como se le conoce a su período de mando entre los año 1847 y 1861, conocida esta por haber sido forjada bajo su hábil orientación, esa generación de brillantes oficiales que tanto se distinguieron en el Ejército y en la Marina, que fueron los valientes líderes en la Guerra del Pacífico, en la cual, haciendo honor a su maestro, supieron llenar de gloria a la patria.

Discípulos de Aldunate fueron los principales jefes del Ejército y de la Marina, que prestaron honroso servicio y abnegado heroísmo durante la Guerra del Pacífico. Recordados pupilos fueron el Comandante Yávar y el Capitán Thompson, que cayeron como bravos, uno a la cabeza de sus Granaderos en Chorrillos y el otro, como Comandante del Huáscar en la rada de Arica; el Almirante Riveros, Comandante en Jefe de la Escuadra en la Guerra del Pacífico; el General Maturana, ilustrado y valiente Jefe del Estado Mayor en la Campaña de Lima; el bravo General Lagos; los Generales Velásquez, Amunátegui, Canto, Holley, Cortés, Novoa, Alejandro y Eustaquio Gorostiaga; los Coroneles Urízar, Beauchemin, Castro, Muñoz Bezanilla, Wood, Seguel, Ekers, León y Fierro; el Almirante Simpson, los Capitanes de navío Lynch, López, Vidal y Sánchez y tantos otros que así, en el Ejército como en la Armada, han dado gloria a las armas de la patria.

Si bajo esta dirección se formaron los principales jefes y mandos militares que condujeron a la victoria a las armas chilenas, coronando con laureles el esfuerzo y el estudio proporcionado por su alma mater, con la conducción de sus sucesores De La Fuente y Sotomayor se modeló la generación de cadetes que alcanzó la gloria en el campo de batalla, proporcionando a nuestro país el virtuosismo de su juventud y a la Escuela Militar, el más alto reconocimiento de su calidad, que reside invariable en su naturaleza educadora.

Podemos enumerar a un conjunto de jóvenes cadetes que, durante estos años, recibieron los primeros esbozos de su educación militar y que, posteriormente, extendería la gloria y renombre de su institución. Nombres como Rudesindo Molina, Martín Frías, José Olano, José Ignacio Silva, Desiderio Iglesias, Clodomiro Varela, Carlos Severín, Tristán Chacón y Ricardo Santa Cruz, entre otros, que experimentaron sus primeras instrucciones en dicho establecimiento de educación militar.

Cuando las sombrías noticias provenientes del desolado territorio septentrional notificaban la inminente amenaza que sobrecogía a todo ciudadano patriota, un selecto grupo de jóvenes oficiales hizo eco del llamado de la patria, dejando atrás a sus familias y amigos, abandonando sus sagrados deberes en sus regimientos o reparticiones, para cambiar de manera extrema los húmedos y exuberantes bosques de la Araucanía, por

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los inhóspitos y estériles parajes del desierto de Atacama y, posteriormente, por los áridos litorales de la costa y agrestes e impresionantes valles de la sierras peruanas.

Subteniente Desiderio Iglesias

Determinante para los objetivos chilenos resultaba ser el dominio del mar. Una vez conseguido este, logró el Ejército delinear su sendero imparable hasta Lima, la conocida ciudad de los virreyes, siendo Pisagua un laurel más en su corona de éxito y gloria, distinguiéndose en esta ocasión un joven cadete, que se integraba henchido de honor en el distinguido grupo de las más recordadas cien águilas.

El Subteniente Desiderio Iglesias había realizado, en los primeros años de su juventud, algunos estudios básicos en la Academia Militar, debiendo alejarse de ella al momento de su disolución. Cuando la corriente de entusiasmo bélico que, en forma de avalancha, descendió sobre el país en los primeros meses de 1879, se convirtió en el momento oportuno para que el joven Iglesias obtuviera un puesto de aspirante a oficial en el 1º de Línea Buin y, hallándose en Antofagasta recibió, el 13 de agosto de 1879, con gran regocijo, su titulo de Subteniente.

Le correspondió ser, a Iglesias, uno de los oficiales más jóvenes de su unidad, encontrando en esta la amistad y camaradería que sería recordada en años postreros. Este niño de buen carácter, regordete, alegre y buen camarada, se transformó, rápidamente, en el hombre que propagaría aún más la fama del recordado Buin.

Para la realización de la Campaña de Tarapacá era fundamental escoger con previsión el lugar más adecuado para el desembarco de las tropas chilenas. Soberanos del mar, era necesario, ahora, ser señores de la tierra, transformándose, de esta manera, Pisagua en el primer escalón a la victoria.

A las 8 de la mañana del 2 de noviembre de 1879, las fuerzas chilenas irrumpieron de manera sorpresiva en Pisagua, enfrentándose de forma valerosa a una guarnición de 1.400 soldados aliados, fuertemente atrincherados en la cima, dispuestos a vender caro cada palmo de su territorio.

Un incesante fuego de artillería dio el saludo a las bravas armas chilenas, las cuales comenzaron el ascenso hacia la cima. Fue en este instante cuando una

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sorpresiva bala puso término a la temeraria vida del Subteniente Iglesias. Habiendo recibido el 1º de Línea Buin la orden de desembarcar como primera unidad en la playa de Pisagua, será el Subteniente Iglesias, al mando de su sección, el primero en cumplir esa orden, y cuando apenas había puesto un pie en tierra, una bala le atravesó la garganta, matándolo de manera instantánea. Correspondió, de esta manera, a aquel entusiasta niño el honor de ser el primer oficial muerto en la guerra, un particular oficial representante de la juventud chilena, aquella que con tanto atrevimiento y arrojo se precipitó al llamado de la patria.

Desiderio Iglesias no tan solo se convirtió en el primer oficial en alcanzar la gloria en los desérticos parajes que constituía el teatro de operaciones del norte, sino que, además, se constituyó en el primer representante de la Escuela Militar en conseguir, durante la guerra, el primer laurel para esta Institución, lográndolo en uno de los enfrentamientos claves para el desarrollo posterior del conflicto.

El Asalto y Toma de Pisagua, del 2 de noviembre de 1879, es considerado fundamental para los propósitos chilenos, puesto que en él radicaría el avance de las fuerzas terrestres. El éxito de esta empresa posicionó a las fuerzas chilenas un espacio

Desembarco en Pisagua.

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como cuña entre el ejército aliado de Tarapacá y el de Tacna y abrió un importante acceso al territorio enemigo.

Fue, en este momento, en que Iglesias señaló el sendero de honor y gloria a seguir por sus ex compañeros de escuela, los cuales harían gala de sus conocimientos y virtudes en el campo de batalla. Aunque fue el primero, no le correspondió ser el último en ostentar dicha distinción, sumándose tras de sí lo más notable de su generación, como de anteriores promociones.

Capitán Pablo Urízar

Urízar ingresó a la Escuela Militar en 1870, destacándose, durante su permanencia en dicho establecimiento, en los cursos de Historia de Chile, Ordenanza General del Ejército, Contabilidad, Documentación Militar y Artillería, en los cuales obtuvo notas con el grado de distinción. Tan gratos recuerdos guardó de su añorada escuela, que cuando debió defender sus estudios de arquitectura, presentó como examen de grado para recibir su título una composición en dibujo y por escrito de una Academia Militar en vasta escala.

En 1871 egresó de dicho establecimiento, siendo ascendido a Alférez del Regimiento de Artillería, el 20 de julio de dicho año. Retirado del servicio en 1876, es llamado otra vez al servicio activo por las exigencias de la guerra que, de improviso, estalló en nuestro horizonte norte en febrero de 1879.

Al tener conocimiento del avance de los aliados hacia el norte, el Coronel Sotomayor resolvió, inicialmente, presentar combate en las llanuras de Santa Catalina; pero más tarde cambió su resolución, debido a la disminución de sus fuerzas motivada por el envío de una columna hacia la quebrada de Tana. Eligió como posición defensiva las alturas del cerro de San Francisco, las que, por sus condiciones topográficas favorables a la defensa, podrían compensar su inferioridad numérica.

Fue en aquel lugar en que supo Urízar poner en evidencia los prácticos conocimientos de su férrea educación militar, recibiendo como recompensa de su

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abnegado servicio, una traicionera bala que hábilmente propinaron las armas bolivianas. Herido de gravedad en su hombro derecho, el cual fue destrozado por el impacto, decide seguir mandando a sus hombres, pero es retirado del campo de batalla, para venir a morir con los suyos en el puerto de Valparaíso, un 29 de octubre del recordado año de 1879.

Aquel oficial que se distinguió en Calama y que ahora es recordado como mártir de su unidad, cimentó el camino a seguir por sus compañeros, sentenciando en Antofagasta proféticas palabras, memorias de un pasado distante. Fiel a su deber, se le escuchó una vez comentar: “¡Volveré con el escudo o sobre el escudo!”, eterna lección para las futuras generaciones.

A las 17 horas, el combate había terminado y los chilenos quedaron dueños del campo de batalla; pero por órdenes superiores no se inició de inmediato una persecución que habría significado el término de la campaña y habría evitado la desastrosa acción de Tarapacá.

Pisagua había dado paso a Dolores, cerro en el cual encontró el Capitán Pablo Urízar la consagración de su brillante carrera.

Capitán José Ignacio Silva

Aunque la ruta de las fuerzas chilenas hacia Lima será recordada por sus brillantes y resonantes victorias, un episodio, en particular, enluta de manera especial nuestro recuerdo y nos sobrecoge de orgullo. En aquella inhóspita quebrada de Tarapacá, aún es posible recrear la heroica resistencia del Comandante Eleuterio Ramírez y sus hombres.

Luego de la victoria en Dolores, una fuerza de exploración chilena, al mando del Teniente Coronel Vergara, marchó hacia la zona y descubrió al adversario en la quebrada de Tarapacá. Ante ello, solicitó refuerzos al General Escala, quien le envió una División integrada por las unidades que no habían tomado parte en Dolores. Estas fueron el Segundo de Línea, el Batallón Chacabuco y el de Artillería de Marina; al mando marchó el Coronel Luis Arteaga. Pensando que el enemigo estaba en retirada, la División – sin tomar providencias logísticas necesarias - partió con el agua, víveres y municiones que cada soldado pudo transportar.

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Su principal falla fue ignorar que el enemigo tenía fuerzas superiores y que, al dividir sus 23 mil combatientes en tres débiles columnas, aumentaba las posibilidades de un desastre.

El resultado obtenido no fue alentador para ninguno de los dos bandos. Había costado numerosas bajas, especialmente para el Regimiento 2º de Línea, que perdió más del 50% de sus efectivos, a su Comandante Eleuterio Ramírez y al Segundo Comandante, el Teniente Coronel Bartolomé Vivar. Las tropas aliadas, que también habían tenido severas pérdidas, abandonaron el campo de batalla rumbo hacia Arica, dejando en manos chilenas la provincia de Tarapacá.

Pero gracias a ello, hoy tenemos el privilegio y el orgullo de contar, al interior de nuestro panteón de héroes, con el inmortal Ramírez, quien fue secundado, en su recordada hazaña, por un selecto grupo de oficiales que supo pagar, con sus vidas, los votos ofrendados a la patria. Destacan, entre estos, por su valerosa conducta y admirable comportamiento, dos jóvenes oficiales de lo más distinguido que ha entregado la Escuela Militar. Supieron, estas águilas, imitar con decidida convicción lo realizado por sus predecesores.

Recordados por su valerosa actuación en la esquiva quebrada de Tarapacá, destacan el Capitán del Regimiento 2º de Línea don José Ignacio Silva y su par, el Capitán del Regimiento Chacabuco don Martín Frías, ambos fieles al ejemplo entregado por Ramírez.

Nacido en Santiago en 1852, Silva ingresó a la Escuela Militar en el año de 1869, gracias al apoyo de su padre, un apreciable comerciante y de su tío, un respetable miembro de la Corte de Apelaciones de Santiago.

Poco tiempo alcanzó a estar en tal noble institución el inquieto José, puesto que a los pocos meses fue llamado al servicio activo en el Ejército, guardián, por aquel entonces, de la frontera araucana. Durante los cinco meses que permaneció Silva al interior de la Escuela Militar, se vio enfrentado a sobrepasar difíciles obstáculos, todos ellos planificados para proporcionarle una sólida y duradera formación militar, que tanto provecho traería en su vida profesional, la cual quedaría en evidencia en los áridos campos peruanos.

Antes de egresar de este noble establecimiento, Silva debió rendir examen en Geometría y Dibujo de Paisaje, siendo aprobado en estos con nota distinguida. Pero esta no es tan solo la única asignatura que le correspondió afrontar, sino que

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además, aprobó con esfuerzo las asignaturas de Aritmética, Álgebra, Trigonometría Esférica, Gramática Castellana, Geografía descriptiva, Francés, Catecismo e Historia Sagrada, Historia Antigua (griega, romana y moderna), Artillería, Dibujo Lineal aplicado a la arquitectura, Táctica de Infantería y Caballería y Ordenanza General del Ejército, lo que describe el amplio abanico que cubría el plan de estudios de la Escuela Militar a mediados del siglo XIX, estructurado para proporcionar, a los cadetes, una extensa gama de conocimientos indispensables en su profesión.

Como mencionábamos, Silva, antes de alcanzar la gloria en Tarapacá, forjó su carácter y probó su templanza en la rebelde región de Arauco, obteniendo amplio reconocimiento de parte de sus jefes, los cuales vieron en él un importante modelo a seguir para los demás soldados y oficiales que estaban a su mando.

Luego del encuentro del Estero Meco, sus superiores supieron resaltar ante las autoridades el coraje y arrojo demostrado por Silva en dicha ocasión, el cual pasará a las gloriosas memorias de la historia militar, como el primer encuentro de armas del entonces joven Alférez.

Combate de Pampa Germania.

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Si en la localidad de Reibu, Silva tuvo su bautizo de fuego, en Tarapacá alcanzó su consagración. Quiso el destino que nuestro inmortal soldado perteneciera, en distintos períodos, a diferentes unidades, cada una de ellas presentes en los más decisivos momentos de nuestra historia. Aunque era Silva un experimentado hombre de caballería, le correspondió trasladarse, en 1876, al glorioso Regimiento 1º de Línea Buin, en la condición de Capitán de dicho cuerpo. Más tarde, por disposición y necesidad del servicio, pasó a incorporarse, ya en el teatro de operaciones, al Regimiento 2° de Línea, conservando su anterior graduación.

Desempeñó el Capitán Silva, durante la primera campaña, todos los servicios y actividades que, con fatigas, le cupieron al 2º de Línea entre Calama, Pisagua y Tarapacá. En aquella desamparada aldea estuvo a punto de morir a causa de una fiebre generada por el cansancio, las penurias y el clima.

Aunque el cansancio y la fiebre hacían estragos con su cuerpo, esto no aminoraba su espíritu, aquel que lo hizo levantarse de su convalecencia y presentarse en el campo de batalla el fatídico y memorable 27 de noviembre de 1879. Destrozada su compañía en el fondo de la garganta peruana, el Capitán Silva cogió del suelo un rifle, último préstamo de sus soldados y, peleando hombro con hombro con estos, cayó en campo abierto, protegiendo la retirada del sacrificado regimiento y la vida de su comandante.

No fue el Capitán José Ignacio Silva la única águila en inmolarse en la recordada quebrada de Tarapacá, siguiendo el heroico ejemplo del Comandante Ramírez. Junto con él, también halló idéntico destino el Capitán del Chacabuco, Martín Frías.

Capitán Martín Frías

Oriundo de la ciudad de Santiago, ingresó a tierna edad a la Academia Militar, transformándose esta en su principal escuela de vida. Fue cadete efectivo en dicho establecimiento desde el 13 de enero de 1863, permaneciendo en este por más de dos años. En 1865, egresado de la Escuela Militar, fue incorporado al 3° de Línea en calidad de Subteniente. En sus trece años de servicio, desarrolló una distinguida carrera como miembro de este batallón. Trágico destino fue el que le arrebató la vida con solo treinta años, cumpliendo su deber en el campo del honor. Breve existencia para quien supo dar a Chile inmenso honor.

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Comandante Ricardo Santa Cruz

La victoria en el Campo de la Alianza o Batalla de Tacna se transformó, para nuestras fuerzas, en un gran paso para el cumplimiento del plan previamente trazado, pero dicho triunfo no estuvo exento de un alto costo de vidas. Las fuerzas aliadas prestaron férrea resistencia en su defensa, elevando honrosos laureles para sus instituciones.

La Batalla de Tacna se desarrolló en el contexto de la Campaña de Tacna y Arica durante la Guerra del Pacífico. En febrero de 1880, catorce mil hombres del Ejército chileno se habían embarcado en Pisagua, en una flota de 15 transportes, escoltados por las naves de guerra Cochrane y Magallanes. El convoy incluía lanchas portatorpedos, balsas y lanchas planas capaces de llevar más de 100 hombres, especialmente construidas para facilitar el desembarco.

La principal consecuencia de la victoria de Tacna fue el fin de la alianza peruano-boliviana. Numerosos factores incidieron en la decisión de Bolivia de retirarse de la guerra. Entre estos se cuentan la pérdida de los ingresos que generaban las aduanas de Arica, Mollendo y Cobija, ocupadas por Chile, los problemas políticos internos y la escasez de armas, municiones y espíritu guerrero, en un país agobiado por el conflicto.

En el sagrado suelo de Tacna sucumbió, por el deber contraído hacia la patria en su juventud, una serie de oficiales formados, años atrás, en las aulas de la Escuela Militar. Nos referimos, especialmente, al Comandante del Regimiento Zapadores, Ricardo Santa Cruz; al Capitán de Zapadores, Rudesindo Molina; al Teniente del Regimiento Coquimbo, Clodomiro Varela y al Subteniente del Regimiento Santiago, Carlos Severín.

Descendiente de una de las más antiguas familias de Santiago, el Comandante Ricardo Santa Cruz nació el 6 de julio de 1847, en Cartagena, ubicada, por aquel entonces, en el Departamento de Melipilla. A la edad de trece años y cuando dirigía la Academia Militar con las leyes de Esparta en la mano el rígido y consciente General Aldunate, Ricardo Santa Cruz fue colocado en aquel establecimiento por su celosa madre, el 24 de febrero de 1861. Más de tres años permaneció el Cadete Santa Cruz al interior de la Institución, en la cual, al igual que otros de sus compañeros, recibiría los primeros esbozos de su futura brillante carrera militar. Quiso el destino que el joven Cadete Santa Cruz regresase a sus aulas en 1874, para servir en ellas en la calidad de ayudante, como retribución justa por los conocimientos adquiridos en su formación.

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Realizó, si no con brillo, con solidez, sus estudios profesionales, pues esta era la tendencia más marcada de su personalidad. A la edad de 17 años cambió sus libros por la espada, incorporándose como Subteniente en el Batallón 2° de Línea, en el año de 1865.

Participó, de manera entusiasta y distinguida, en defensa de su patria cuando esta se vio amenazada por las incursiones españolas. No titubeó en adentrarse en los húmedos territorios araucanos, para llevar a estos la fuerte convicción del gobierno por incorporarlos soberanamente. Esto le valió el importante reconocimiento por parte de sus superiores, que vieron en su persona a uno de los jefes idóneos para el Regimiento de Zapadores, organizado por el ministro Prats en 1877, con el objetivo de ir desmontando, poco a poco, la Araucanía y sus selvas. Ricardo Santa Cruz fue nombrado, a la edad de 29 años, segundo jefe de ese cuerpo y, desde ese día hasta la Batalla de Tacna, fue su comandante.

Cupo a Santa Cruz el honor de ser el primer jefe que pusiera pie en tierra peruana, saludado por un diluvio de balas que respetó su alta talla. Le correspondió también, si no la fortuna, la honra de romper, con sus zapadores, el fuego en Tarapacá, manteniéndose solo con la mitad de su batallón, que iba a la descubierta, durante una larga hora contra todo un ejército. Ricardo Santa Cruz alentaba a los suyos, corriendo a caballo de un extremo a otro de las filas, y sus propios soldados se maravillaban cómo escapaba ileso.

En todas ellas sobrevivió y dio elevados ejemplos de arrojo y valentía. Pero su impresionante carrera solo vino a detenerse en los áridos campos de Tacna. Puesto a la cabeza de su regimiento desplegado en orden disperso, a la extrema derecha de los aliados, una bala de rifle, anticipándose casi al combate de fila a fila, vino a penetrarle el bajo vientre, atravesándole en todos sus pliegues una manta, que a modo de antiguo “huaso” chileno, llevaba atada a la cintura. Sin descender del caballo, fue conducido el desdichado joven por el cirujano de su cuerpo a retaguardia, donde recibió la primera curación. Al día siguiente, lleno de serenidad, de satisfacción y casi de orgullo por haber cumplido su deber, expiró en los brazos de su inseparable amigo Domingo Toro Herrera, a quien confió sus últimos votos y sus últimas ternuras de esposo y de padre.

Por esto, el nombre glorioso de Ricardo Santa Cruz habrá de figurar con brillo, después de la prueba del fuego, en la larga lista de los que cumplieron con el juramento de sus grandes almas, siendo los primeros en la pelea y los primeros en el sacrificio.

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Capitán Rafael Rudesindo Molina

Como habíamos mencionado, Santa Cruz no fue la única vida que cobró la victoria sobre la Alianza. El Capitán don Rafael Rudesindo Molina, muerto instantáneamente por un balazo recibido en la frente al acometer, a la cabeza de su compañía, el fuerte boliviano que cerraba la extrema derecha de la línea enemiga en el Campo de la Alianza, había nacido en la aldea de Maipo el 1 de noviembre de 1853 y fue hijo de don Diego Molina y de doña Rita Molina, ambos fundadores del lugar.

Educado en la Academia Militar desde 1869, primero como pensionista y después, en virtud de su mérito y brillantes exámenes, de cadete agraciado, entró al Ejército en calidad de Subteniente del 7º de Línea el 20 de julio de 1870, y sirvió durante diez años en las fronteras. Fue allí gobernador de Purén y fundador de Traiguén, a cuyo sitio le había seguido su joven esposa, doña Borja Reinoso, con quien contrajo matrimonio en Santiago en 1873.

Ascendió a Capitán en la víspera de la Batalla de Tacna, el 10 de abril de 1880, terminando en aquel encuentro campal su lucida carrera, cayendo al lado de su jefe, habiendo alcanzado a la edad de veinte y siete años un honroso puesto y un nombre sin tacha.

Batalla de Huamachuco.

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Teniente Clodomiro Varela

También sucumbió, en el campo del honor en la Batalla de Tacna, el Teniente Clodomiro Varela, del Regimiento Coquimbo, joven audaz y temerario que fue fiel representante de los bravos hombres de su, entonces, provincia. Vio la luz, este osado Teniente, en las cercanías de Elqui, en el año de 1858. Era un joven serio y casi melancólico. Su padre, don Marcos Varela, le había enviado en 1864 al liceo serenense y su madre, la señora Arismenia Rojas le obtuvo, algo más tarde, un puesto en la Academia Militar en Santiago. Continuó, así, el joven coquimbano durante tres años en aquel establecimiento, hasta que este fue disuelto en 1876.

Cuando el redoblar de tambores anunciaba los lejanos ecos de tiempos de guerra, se alistó presto en el Batallón Coquimbo, con el mismo grado de Subteniente que tenía en la Guardia Nacional de La Serena. En esa condición peleó en San Francisco y su conducta lo hizo digno de un ascenso.

Llegada la hora de la prueba, el Teniente Varela se mostró merecedor de aquella confianza de sus superiores, pero la fortuna le fue infiel y no correspondió, en tal ocasión, a su generosa entrega. Enfermo de tercianas, abandonó su lecho en la víspera de la batalla y entró al combate, acompañando al valeroso Coronel Gorostiaga en calidad de ayudante, junto con el bizarro Capitán serenense, don Federico Cavada. Marchaba aquel grupo a la cabeza del batallón que iba a decidir la batalla cuando, a medio camino, el nutrido plomo de las alturas que descendía a raudales, derribó sus caballos. Continuaron desmontados los tres dignos coquimbanos y apenas habían avanzado unos pocos pasos, los tres volvieron a ser heridos y el Teniente Varela cayó sólo para elevarse entre los heroicos hombres del Ejército de Chile.

Subteniente Carlos Severín

Por último, la Batalla de Tacna que abriría decisivamente el sendero hacia Lima, exigió nuevamente un tributo de joven sangre chilena, esta vez oriunda de su principal puerto. El Subteniente del Regimiento Santiago, don Carlos Severín, nació en Valparaíso el 2 de junio de 1860. Con

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sus jóvenes trece años, lo encontramos estudiando en la Escuela Militar, recibiendo aquellos esenciales conocimientos que le serían de gran utilidad en su desempeño en el campo de batalla. Al igual que sus compañeros de armas, sería el Campo de la Alianza su lecho final. Una azarosa bala le atravesó la frente en plena contienda al joven oficial de dieciocho años, lo cual puso inmediatamente fin a su vida, pero hizo nacer eterna su leyenda.

Capitán Tristán Chacón

Luego de la victoria en Tacna, la fortaleza de Arica se presentaba inaccesible, pero no por eso inalcanzable. El mando chileno tomó la decisión de capturar la plaza fortificada de Arica, con la finalidad de asegurar la línea de abastecimiento para la Campaña de Lima y para no dejar a sus espaldas una posición tan riesgosa, una vez que se iniciara el avance. A su turno, el Coronel Francisco Bolognesi, Comandante de la Plaza de Arica, consideró que la retirada de las fuerzas aliadas del Campo de la Alianza obedecía a la intención del mando peruano de ocupar una posición más fuerte, para librar allí la batalla decisiva, por lo que resolvió defender la posición hasta el último cartucho.

Correspondió al Ejército vivir una jornada victoriosa más, incorporando un nuevo personaje en su ya vasta galería de héroes. Nos referimos al Capitán del Regimiento 3° de Línea don Tristán Chacón, quien era hijo pródigo de Talagante, al igual que muchos otros bravos compañeros de armas. A la edad de siete años, jugaba alegremente a los soldados en la calle ancha de su pueblo y como era ágil y regordete, su buen padre lo denominó con orgullo con el glorioso nombre que electrizaba al travieso chico. Le llamaban en su casa “el General Bulnes”, entonces en el apogeo de su renombre. Nacido el 17 de agosto de 1850, obtuvo, con tan solo dieciséis años, una beca efectiva en la Academia Militar, y después de cuatro años de bien aprovechados estudios, alcanzó el grado de Subteniente en el ejército de línea. Tuvo esto lugar el 12 de enero de 1870. El Alférez Chacón fue destinado al 3° de Línea y desde que pisó los umbrales de su cuartel en las fronteras, no abandonó un solo instante la bandera de su cuerpo. Todo lo contrario. No la abandonó, como más adelante lo veremos, ni aun para morir.

Aunque la fortuna le sonreía en cada expedición y encuentro que enfrentaba, quiso el destino pronunciarse de manera contraria. Le correspondió el puesto de la

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vanguardia en Arica y al mando de los valientes Comandantes Gutiérrez y Castro, marchó el Capitán Chacón con su compañía desplegada en guerrillas al asalto del Fuerte Ciudadela, llave del Morro y de la plaza y he aquí cómo uno de sus compañeros de armas, que le vio caer y morir en el momento del asalto, cuenta su prematuro fin: “Llegaba con su compañía al pie de las trincheras, i sus últimas palabras, antes de ser herido, fueron éstas:- “¡A la carga, niños!” En estos momentos recibió un balazo”. De todas suertes, el Capitán Chacón sucumbía al dar el grito de victoria en una de las acciones de guerra más memorables que tenga recuerdo la historia militar de la América española.

La historia registra actos de valor y heroísmo entre atacantes y defensores, pero el hecho es que tras 55 minutos de encarnizado combate cuerpo a cuerpo, en el que descollaron el corvo y la bayoneta, la bandera chilena flameaba en el tope del Morro. La ruta hacia Lima quedaba despejada.

Asalto y toma del Morro de Arica.

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Mayor José Olano

Cuando el año de 1880 llegaba a su fin y las puertas de la ciudad de los virreyes se veía cada vez más próxima, aconteció un importante encuentro bélico, el 27 de diciembre, entre las fuerzas chilenas y peruanas, conocido principalmente como Combate de El Manzano. Le correspondió resaltar y alcanzar el máximo reconocimiento patrio al Mayor del Regimiento Curicó, don José Olano.

Olano no tan solo es recordado por su valentía y osadía, sino que, además, por ser el vivo retrato de un joven riguroso, trabajador y sensato. Este niño que se transformó en hombre, a causa del los vaivenes azarosos del destino y por la fuerza de la necesidad, quedó huérfano a temprana edad, siendo el único responsable de su pequeño hermano, tras la sucesiva muerte de su madre y de dos de sus hermanos mayores. Hubiera parecido que este niño había venido al mundo sólo para correr aventuras. Mientras estuvo con su padre, vivió en México y en San Francisco, lugar este último en el cual quedó abandonado a su merced. Luego de este acontecimiento, no dudó en trabajar rápidamente como lavador de platos durante cinco años, asegurándose, de este modo, el alimento y el sustento para su pequeño hermano. Pero esto no aminoró su espíritu, sino al contrario, lo templó en el calor de la fragua de su inocencia. Postergando aquellos intereses típicos de la niñez, dejó los juegos y diversiones por una vida de trabajo y cuidados a su hermano menor.

En San Francisco consiguió trabajo en un buque con destino a la ciudad de Valparaíso, aprovechando el masivo tráfico existente entre estos dos puertos, en plena fiebre del oro californiano. Durante semanas, compartió sin quejas su escuálida ración con su hermano, debiendo turnarse los escasos momentos de sueño, antes de tener que volver a trabajar.

En Chile, encontró el cuidado y protección de un lejano tío, pero no pasaría mucho tiempo antes de que el andariego y aventurero niño – hombre decidiera construir su propio camino. Y así fue como joven se presentó, sin mayores antecedentes y credenciales que su propia experiencia, ante la primera autoridad de la nación, el mismísimo Presidente de la República don Manuel Montt quien, sorprendido ante tal personalidad, decidió conceder la solicitud expresada por Olano, consistente en una beca para poder incorporarse como cadete efectivo al interior de la Escuela Militar.

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Ingresó a la Academia el 17 de mayo de 1859, y cuatro años más tarde, después de exitosos estudios, Olano egresó con el grado de Alférez, siendo destinado, no obstante su endeble físico, al codiciado Regimiento de Cazadores a Caballo. Pero su inquieto espíritu no tan solo se conformó con aquellos conocimientos, sino que además agregó a su haber, estudios completos de medicina, ingeniería y educación.

En el Combate de El Manzano, una bala lo derribó herido de muerte en la primera descarga disparada en el bosque y en la oscuridad, por el sorprendido enemigo. Su fin dejó, como legado, una vida dedicada al servicio, sacrifico y honor.

Comandante Tomás Yávar

Aunque el sendero a Lima ya estaba señalado por las célebres victorias mencionadas, se enfrenta a un último desafío. Aquel 13 de enero de 1881, se llevó a cabo la primera de dos decisivas batallas para las fuerzas chilenas, las que abrirían las puertas de la ansiada capital. Los defensores presentaron lo más ilustre e inocente de su juventud, mientras que los expedicionarios exhibieron lo más veterano y experimentado de sus fuerzas. En su árido suelo, se inmortalizaron altivos nombres, ejemplares de una prolongada tradición de excelencia y valor. Alcanzaron el máximo reconocimiento nacional y la gratitud perpetua de todo un pueblo.

Batalla de Chorrillos.

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La Batalla de Chorrillos fue una de las más sangrientas de la guerra. El ejército peruano, que combatió valerosamente, tuvo cerca de un 60% de bajas. De los 20.000 hombres que lo constituían, solo 8.000 se replegaron hacia la línea defensiva de Miraflores. Los chilenos perdieron unos 3.300 hombres entre muertos y heridos, siendo la I División la que más sufrió en su ataque al morro Solar.

Destacó en estas acciones el recordado Tomás Yávar, quien ingresó a la Academia Militar en 1847, egresando de ella el año 1851, quedando bajo las órdenes de su hermano José Tomás. Dada su vocación y preferencia, fue asignado y encuadrado en el glorioso Regimiento de Granaderos a Caballo. Recibió su bautismo de fuego en la acción de Illapel y, en 1878, fue nombrado comandante del regimiento.

Durante la guerra le correspondió realizar la fatigosa y extenuante marcha por tierra, desde Pisco a Lurín, antesala de Lima. Cuando Lagos ordenó cargar a los cuerpos de caballería de Granaderos y Carabineros, el Ejército entero se detuvo largo rato, como delante de un brillante torbellino y al dar la vuelta los ensangrentados y polvorosos jinetes, se alcanzó oír un inmenso rumor en todas las columnas de infantería, que arma al brazo aguardaban el éxito de aquella terrible arremetida.

Cargando a la altura del tercer escuadrón, es decir, más adelante del puesto del deber, una bala peruana había llegado de frente sobre el pecho del Comandante Yávar, y atravesándole la mano izquierda que sostenía la brida, fue a detenerse en sus entrañas, causándole la muerte. El Comandante Yávar había fallecido digno de los antiguos Granaderos de San Martín y digno del Ejército en que su memoria ha sido siempre honra y victoria

Teniente Coronel Baldomero Dublé Almeida

Junto con Yávar, cayó abatido uno de los más bravos, prolijos y capaces oficiales que el Ejército chileno ofrendó al país. Nos referimos al Teniente Coronel de Ingenieros Baldomero Dublé Almeida. Nacido en el puerto de Valparaíso en 1843, fue descendiente de una familia militar, siendo hermano menor del bravo Comandante del Atacama, don Diego Dublé Almeida.

Sus primeras instrucciones las recibió en el colegio alemán de Scheel, establecimiento que albergó en sus aulas a otros insignes hermanos que hondo reconocimiento les brindaría

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la patria. Entre ellos podemos mencionar a los hermanos Juan José e Ignacio Latorre, junto a Carlos y Ernesto Condell y, por último, Luis y Altamira Castillos.

Incorporado a la Escuela Militar el 25 de abril de 1857, cuando tenía apenas catorce años, logró sobresalir en los estudios matemáticos y, especialmente, en álgebra, topografía y fortificación, en cuyos exámenes obtuvo votos unánimes de distinción.

Sin atención a su corta edad, fue nombrado “Brigadier” en la Academia Militar, es decir, superior de sus condiscípulos en cuanto al régimen interno del establecimiento. Por la misma causa y siendo todavía alumno, fue elegido profesor y ayudante militar de la Academia.

Obtuvo, en esta, la mayor parte de los premios, sobresaliendo siempre en los ramos de matemáticas y de dibujo. El Comandante Dublé fue uno de nuestros más elegantes paisajistas y el mejor delineador de fortalezas que existió, tal vez, en el ejército de la época.

Luego de una brillante carrera militar, que lo llevó a desempeñar diversos y altísimos cargos tanto en Chile como en Europa, Dublé Almeida fue nombrado Jefe de Estado Mayor de la Cuarta División.

Luego de la toma del morro Solar, los dos hermanos, Baldomero y Diego, se dirigieron rumbo a Chorrillos, lugar en el que a poco andar, se encontraron con el comandante de la división de la cual Baldomero Dublé era Jefe de Estado Mayor. Don Emilio Sotomayor se hallaba allí, a caballo, acompañado de varios jefes y oficiales.

La resistencia del poblado se tornaba cada vez más persistente y tenaz. Al ser capturado un oficial peruano, este se apresuró a observar que esa fuerza se entregaría si alguien iba a intimidarles la rendición. Resoluto, Baldomero Dublé se ofrece para el caso y tomando la venía del General Sotomayor, se dirigió al interior de la población acompañado del ayudante Rojas y su asistente, los tres a caballo y el oficial peruano, a pie.

El fuego dentro de la ciudad era muy sostenido, tanto de parte de los defensores que estaban en el interior de las casas, como de los soldados chilenos. Al llegar a una esquina junto a la cual había un numeroso grupo de soldados chilenos, estos previnieron a Dublé que no continuase, porque desde una casa de alto, que le mostraron, asesinaban

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a todo aquel que osaba pasar. Continuó su marcha y al llegar a las inmediaciones del lugar que le habían indicado como peligroso, el enemigo desde el interior de los altos hizo una mortífera descarga, cayendo muerto el oficial peruano que los guiaba y Dublé, herido de gravedad en su pierna derecha.

Protegido y rescatado por nuestros soldados, el temerario Comandante debió realizar el extenuante trayecto de Chorrillos a Valparaíso, para por fin, encontrar a mediados de febrero de 1881, eterno reposo en la ciudad de Santiago.

Aunque la herida fatal hizo estragos en su cuerpo durante semanas, esto no aminoró su espíritu, el mismo que lo llevó a sobreponerse en su frágil y enfermiza infancia, doblegando la fatiga física y convirtiéndose en uno de los más capaces, eficientes y valerosos oficiales que el Ejército y la Escuela Militar han entregado al país.

El porvenir del Ejército, la grandeza de Chile.

Describir o resumir en tan pocas palabras la vida de quienes ofrendaron, sin remordimiento, su existencia en la defensa e ideales de su país, resulta una labor permanentemente inconclusa. Parafraseando a un distinguido Primer Ministro inglés, nunca en la historia de Chile tantas personas le debieron tanto a tan pocos, puesto que en aquella hora decisiva, las tres naciones presentaron lo más gallardo y virtuoso de su juventud, mezclada esta con la sabia experiencia de sus connotados veteranos.

Pero el porvenir del Ejército y, por consiguiente, la grandeza de todo Chile, estaba reservado a un selecto puñado de jóvenes estudiantes que se integraron a la Escuela Militar, la que con el paso del tiempo les entregaría valiosos conocimientos que resultarían vitales en su futuro como importantes jefes de los más distinguidos cuerpos y unidades militares del país.

Una rápida mirada nos permite comprender cuáles fueron las principales cualidades que compartieron quienes formaron parte de este grupo de admirables oficiales. En su mayoría, todos debieron afrontar, de manera decidida, el penoso tránsito de niño a hombre, transcurriendo esto último al interior de las formadoras aulas de la Escuela Militar. Con tan solo doce o trece años, eran educados en el estricto arte de mandar y dirigir a hombres que depositarían su confianza y su vida en sus decisiones.

Lo anterior trae ante nuestra memoria, que todos ellos, más que ser jefes u oficiales, eran verdaderos líderes, los cuales comandaban con férrea disciplina, pero

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con bondadoso trato, a los depositadores de sus esperanzas. El liderazgo ejercido más allá del cumplimiento del deber los hizo sucumbir en las primeras líneas del frente enemigo, siempre alentando a los suyos y entregando el primer ejemplo, el cual era imitado fervorosamente por los que los veían caer llenos de orgullo y satisfacción por el deber cumplido.

Con el objetivo de ir siempre adelante, estos jóvenes oficiales son el selecto ejemplo del heroísmo y valor que se ha anidado por años en las aulas de la Escuela Militar. Durante generaciones, esta institución se ha constituido en la verdadera maestra de quienes comandarían a miles de hombres, guiándolos hacia la victoria.

La Guerra del Pacífico puso a prueba los cimientos mismos de nuestra cohesión nacional, examen del cual salimos airosos, no sin antes pagar una altísima cuota de vidas jóvenes, lo mejor que posee un país para construir su futuro.

Por último, aunque la Escuela Militar no creaba ni forjaba héroes, sí los educó y los guió para el cumplimiento de su glorioso destino. Todo lo vivido anteriormente por nuestros jóvenes oficiales, los preparó para aquel momento.

Las acertadas decisiones que asumieron en momentos extremos, fueron el resultado de los conocimientos y experiencias adquiridas durante su niñez, adolescencia y juventud, las mismas que hoy nos hace, con orgullo, llamarlos héroes.

Este “nido de héroes” tan solo delineó y perfeccionó la grandeza que ya poseían, obteniendo lo mejor de sí mismos. No les construyó las alas, sino les enseñó a volar y a seguir un sendero de honor, gloria y valor, pilares fundamentales en los cuales están cimentados el porvenir de este Ejército y la grandeza de Chile.

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