Revista Kraft #1: La vida al azar

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Primer número de Kraft en el que se explora la temática del azar. Kraft (basada en León, Guanajuato) es una revista literaria independiente que en su versión impresa está conformada por dos pliegos de papel kraft doblados e impresos a una sola tinta. En esta versión electrónica puedes encontrar textos extra que no aparecen en la versión en físico ¡Descárgala!

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#1 La vida aL azar

“Vivimos en un mundo en el que nuestras intenciones y nuestros objetivos, nues-tros proyectos más elaborados y mejor diseñados, y, en definitiva, nuestra vida mis-ma están a merced del puro azar y la contingencia inescrutable. En un mundo así, en el que somos nosotros los que disponemos, pero el destino dispone, en el que los resultados de gran parte de nuestras acciones depende de “circunstancias que esca-pan a nuestro control”, la suerte está destinada a desempeñar un papel decisivo en el drama humano.

Es posible que nunca lleguemos a ser conscientes de lo afortunados que somos en realidad. En cada paso que damos el azar puede intervenir para bien o para mal. Se sabe que nos libramos de la muerte al menos una docena de veces al día al no inhalar un microbio mortal, o al no pisar una piedra que nos haría resbalar y chocar contra un autobús en marcha. La suerte es, pues, un factor omnipresente y formidable en la vida humana tal y como la conocemos, un compañero que, queramos o no, nos acompaña desde la cuna hasta la tumba.”

Nicholas Rescher, El enigma del azar.

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ÍndicePágina

Crónica

6 y 8 | Andrea de la Barrera Montppellier | Los dados echados un trece de agosto

| Tirada de letras

10 | Luis Fernando Alcantar Romero | José recuerda

Narrativa

12 | Adrián Mauricio Aguilar Orta | Té de aza(ha)res

14 | Facha Martinsky | Versiones del mundo donde nunca existirás

16 | Ed Márquez | Teoría genealógica

17 | Luis Fernando Rangel | La astilla

19 | Daniel Hernández Aldaco | La conoció en un chocolate

22 | Jesús Cadena | El azar en una vida

25 | Felipe Alberto Molina Rodríguez | Ruleta Rusa

28 | Wilberth Sulub | Las cosas se estaban dando

31 | Ignacio Torres | Estaba escrito

35 | Javier Armendáriz | El toro que aprendió a nadar

38 | Miguel Pérez | El flaco

Poesía

42 | Sr. Sparcio | Lo más tonto de la vida

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CróniCa

Andrea de la Barrera Montppellier

Los dados echados un trece de agosto

De los dados echados el 13 de agosto, una jugada cayó en la Montaña.

El 13 de agosto de 1997, nació Juan en una comunidad de la región Montaña. A los once años sufrió la picadura de un mosquito; un hecho tan común, aleatorio e imperceptible. Si nos preguntamos cuántas picaduras de mosquito hemos sufrido, creo que sólo podríamos aproximar la respuesta. Quizá usaríamos una metodología que implique, primero, llevar una bitácora registrando —con la observación atenta, el conteo riguroso y sistemático— piquetes de mosco durante un año y luego realizaríamos la suma de esos piquetes para multiplicarlos por cada uno de nuestros cumpleaños; esto nos permitiría obtener una cifra aproximada de las veces que hemos sufrido una picadura de mosquito a lo largo de nuestra vida. Calcular dicha cifra resulta quizá ocioso. Sin embargo, en el caso de Juan, la azarosa picadura de cierto mosquito le provocó fiebre alta, congestión facial, vómitos, cefalea y dolores musculares y articulares; en síntesis: fiebre hemorrágica. Hasta podemos aproximar que dicha picadura sucedió en algún día de febrero o marzo del 2008.

Pero ¿Cómo? ¿Dengue en pleno 2008? Para quienes nuestros dados aparecieron en sitios urbanos, quizá suene hasta un padecimiento anacrónico, como también podría sonar inverosímil que chiquitines de 5 años mueran de gripa o diarrea, o que llevar un embarazo a término siga siendo un proceso de alto riesgo en pleno siglo XXI. En estos casos en concreto, creo que la probabilidad de sobrevivir la infancia y la adolescencia aumenta o disminuye dependiendo del azar geográfico, étnico y generalizado de tu natalicio y no necesariamente del siglo en el que te tocó aparecer —entre pares— en este mundo.

Los papás de Juan, al ver el cuadro de síntomas, se apresuraron a llevarlo a la clínica más cercana. Esto implicó prepararse para andar un camino de terracería de cuatro horas. Al cabo de las cuatro horas de caminata, llegaron a un entronque donde tomaron «la pasajera». Las pasajeras son ese sistema de transporte «público» que funciona en zonas rurales, en las que choferes manejan suburbans de forma intempestiva, con gran pericia y mucha fortuna, o al menos de eso nos intentamos convencer cuando adelantan autos en plena curva en brechas semipavimentadas que surcan profundos barrancos. Es decir, que las pasajeras son una especie de taxis colectivos que en algunas ocasiones incluyen la transmisión de videorola o bandamax y transportan a quienes desean o requieren viajar entre comunidades por la montaña.

Juan y sus papás, subieron a la pasajera y pagaron su pasaje rumbo a la cabecera de la región Montaña, donde se encuentra el hospital más cercano. Después de seis horas de sortear barrancos, deslaves y retenes, lograron llegar a su destino y de ahí al hospital. Llegar al hospital, intentar comunicar en español los síntomas de Juan, hacer un esfuerzo por comprender el diagnóstico y las instrucciones médicas. La parálisis de entender a medias, de ver al personal médico emitir voces incomprensibles. La intervención médica, las agujas, el suero, la introducción de

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catéteres en los brazos de Juan, quien se encontraba en ese momento inconsciente. El personal médico emitiendo, otra vez, voces incomprensibles, intentar pescar los pocos vocablos del castellano que se entienden, comprender a medias que hay que dejar en reposo al hijo y salir del cuarto. Quedarse en la sala de espera. Permanecer atentos, esperar alguna noticia de que Juan «recordará».

Finalmente, una bata blanca se acerca, menciona entre otras cosas el nombre de su hijo. Explica un procedimiento. Lo repite. Lo intenta explicar de nuevo. Al parecer hay que llevar a cabo una transfusión sanguínea. Para hacerla hay que transportarlo a otro hospital, a cinco de horas de carretera, dónde sí cuentan con los instrumentos para realizar el tratamiento. Cambiarle la sangre al hijo ¿Cambiarle la sangre al hijo? Pero si la sangre representa la vida, es el alma; abstenerse de la sangre por respeto a la deidad a quien le atribuimos nuestra vida. “Porque el alma de toda clase de carne es su sangre en virtud del alma en ella. (Levítico 17:14)”. No, no podemos aceptar que le cambien el alma a nuestro hijo. La sangre de otra persona es algo que no podemos tomar. Debe existir otro tratamiento. Intentan comunicar, otra vez en español, la decisión: No aceptamos ese tratamiento.

Las batas blancas se empiezan a acumular alrededor de ellos, intentan explicar una y otra vez el procedimiento. Será mejor regresar, llevarlo a que le curen el espanto, llevarlo a que se conecte con las fuerzas ancestrales de curación. Les explican —el personal médico—, que tendrán que dejar en observación al hijo, que han conseguido por gestión con el gobierno municipal la ambulancia que transportará a Juan hasta el otro hospital, ambulancia necesaria para monitorearlo en las horas del traslado, dada su condición crítica. No costará dinero, incluso su hospedaje está resuelto, sólo deben dar su autorización, porque Juan es menor y el tratamiento tiene sus riesgos. Sin embargo, la respuesta siempre es clara: No.

Cuánto tiempo más retendrán al hijo antes de que lo podamos llevar a casa, ir con el chamán del pueblo y acudir a las oraciones en la iglesia. Estamos perdiendo tiempo y Juan ya está recordando, hasta hablando, ya se le ve bien, fue sólo un susto, ahora lo que necesita es irse a casa. Logran darse a entender con el personal médico.

Finalmente, les informan que pueden retirar a su hijo firmando una hoja de consentimiento informado. Intentan nuevamente explicarles algo: que sin el tratamiento la sangre de Juan no coagula, que cualquier golpe mínimo le puede ocasionar una hemorragia interna. Ellos entienden que el remedio no está en ese hospital, en el que ni siquiera pueden hablar nahuatl, sino en su comunidad. Piden firmar los papeles que les dejen regresar lo más pronto posible a casa. Juan va recordando, pero se le ve asustado, hay que llevarlo a casa pronto a que le curen el espanto. Traen los papeles de alta, la firma de consentimiento y les informan que no deben de firmarla sin entender las consecuencias que tiene no llevar el tratamiento. Traen a dos chicas sin bata blanca, las dos hablan sólo español, citadinas. Se presentan y quedan en el aire frases léxicas, significados vacíos, que fueron enunciadas en su presentación: derechos humanos, derecho a la salud, interés superior de la infancia, consentimiento informado, no discriminación. Repiten de la forma más amable la información que el personal médico les había dicho. Los riesgos son que con cualquier golpe o esfuerzo se puede provocar una hemorragia interna y llevar al shock mortal a su hijo.

Las chicas platican con Juan, en lo que la enfermera inyecta medicina por el catéter. Basquetbol; es la voz que le encanta al hijo, a pesar de todo, sonríe cuando platica entorno a ella, mientras les comparte sus hazañas, sus pases y sus canastas. Le explican a Juan en esa lengua médica el tratamiento, el viaje, la ambulancia. Finalmente, alguna de las dos le hace una pregunta al niño: “¿Y tú, qué quieres hacer?” Juan, contestó a sus once años —a pesar o quizá por estar

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postrado en una cama en el hospital— con claridad, con una sonrisa en su boca y con un brillo singular en sus ojos: “Vivir, yo quiero vivir”.

CODA: Los papás de Juan firmaron el consentimiento informado y regresaron a su comunidad sin realizar el tratamiento médico que evitaría el shock hemorrágico. La imagen de este niño y su deseo de vivir me han acompañado en los últimos seis años. También me acompañan las hipótesis de qué hubiera pasado si Juan hubiera nacido en una comunidad que contara con una clínica que atendiera, además de en su comunidad, en su lengua. Más allá de la certeza de su deseo por vivir, la resolución de la trama de vida de Juan es mera especulación ¿Qué pasaría si en realidad nuestro destino, nuestra trama de vida, no dependiera tanto del azar de la geografía —o de la etnia, el sexo/género, la familia, la religión o su ausencia— en la que nos toca aparecer en este mundo?

Tirada de letras:El improbable nacimiento, la importancia de su comienzo y el

augurio para un aprendiz de arte

Para Hannah Arendt, el milagro está en la acción, en la aparición entre pares, en lo improbable del inicio. La original apariencia, qua hombres, se revela mediante nuestra inserción en el mundo humano a través de la palabra y el acto. «Esta inserción es como un segundo nacimiento» (Arendt, 2005: 206). La aparición entre pares, puede ser estimulada pero no condicionada por otros. De esta forma, actuar tiene el significado de tomar una iniciativa, comenzar o poner algo en movimiento.

En la propia naturaleza del comienzo radica que se inicie algo nuevo que no puede esperarse de cualquier cosa que haya ocurrido antes. […] Lo nuevo siempre se da en oposición a

las abrumadoras desigualdades de las leyes estadísticas y de su probabilidad, que para todos los fines prácticos y cotidianos son certeza; por lo tanto, lo nuevo siempre aparece en forma de milagro. […] (Arendt, 2005: 207).

Los actos se independizan de los sujetos en el momento en que se realizan. Una acción —en términos arendtianos— se nos revela en su carácter inesperado y por tanto, podemos entender la dificultad de la predicción en cuestiones políticas, en cuestiones humanas.

El hecho de que el hombre sea capaz de acción significa que cabe esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable. Y una vez más esto es posible debido sólo a que cada hombre es único, de tal manera que con cada nacimiento algo singularmente nuevo entra en el mundo. (Arendt, 2005: 207).

La dificultad de la predicción de las acciones y las decisiones se presenta en tanto su permanencia e irreversibilidad. Una vez que han sido separadas del sujeto que las puso en movimiento «El proceso de un acto puede literalmente perdurar a través del tiempo hasta que la humanidad acabe […]» (Arendt, 2005: 253).

La aparición de este proyecto literario, Kraft, la podemos considerar en estos términos, como un milagro arendtiano. Aparecer entre pares, para retratar o documentar las imaginaciones de quienes colaboran en el mismo ¿Casualidad que su primer número sea dedicado al azar? No lo creo. Pero, realizando un ejercicio de imaginación y con la intención de brindar alguna herramienta —también imaginaria— de cómo afrontar la falta de predicibilidad que cualquier acto humano que iniciamos entraña, decidí describir en estas líneas, una partida de tarot, realizada con Kraft en mente.

Este es un juego en el que le pedimos al azar, que lejos —muy lejos— de pretender adivinar el sino de este proyecto nos ofrezca un mapa simbólico que nos revele claves

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de reflexión para enmarcar este singular comienzo. La jugada la llaman la llave o la clave de la vida: se toman al azar tres cartas correspondientes al pasado, el presente y el futuro y se disponen de izquierda a derecha siguiendo ese orden de forma horizontal sobre la mesa. Dos cartas más se atraviesan en forma vertical, arriba de la carta del presente se selecciona la mejor respuesta para este momento y abajo de la misma carta se coloca la quinta carta que representa el símbolo que subyace a la jugada.

Las cartas y sus símbolos remiten, con un siete de espadas —de acuerdo al instructivo simplista que acompaña al mazo de cartas—, a que alguien ha tomado algo ¿Será que para iniciar este proyecto se libraron o libran defensas de lo propio? ¿Habrá que estar al pendiente de alguna posible sustracción? Ante esta posibilidad basta recordar la independencia y autonomía que cobran las acciones, una vez que se presentan en lo público, para mantener la tranquilidad al respecto. En la casilla del «presente», la sota de bastos indica que alguien está aprendiendo cosas nuevas sobre la fuerza de voluntad, la inspiración y la pasión. En la casilla del «futuro» también se refiere a la condición de aprendizaje, Kraft en su siguiente etapa de aprendiz, atiende a las emociones, las relaciones y el arte. Bueno, este par de símbolos nos remiten a un comienzo con buen augurio: Kraft en tanto aprendiz de inspiración, pasión, voluntad y arte.

En el eje vertical aparece el triunfo del colgado, en lo que se considera la mejor respuesta, que trae un mensaje dual: dejarse llevar espontáneamente por una experiencia o situación y a la vez cuidarse de enredarse en una situación improductiva. Parecen buenos consejos para un aprendiz de inspiración y arte. Finalmente, la energía que subyace a este nacimiento es el rey de copas: alguien con autoridad que toma decisiones o un profesional en lo que a emociones, relaciones o arte se refiere.

De aprendiz a referente de arte parece ser el mapa simbólico, la aventura épica que

tendrán que emprender, y que esta tirada le ofrece a Kraft. Habrá que leer y acompañar de cerca este proyecto para descubrir su drama, sus aventuras, sus batallas, sus victorias y sus derrotas. La ventaja es que quedarán registradas y podremos acceder a ellas para atestiguar y poder hilar la trama que inicia con esta aparición, así como su proceso de individuación. Recordando, finalmente, que en términos arendtianos un héroe es alguien, no que realiza acciones sin paralelo o sobresalientes, sino alguien de quien se logra contar la trama de su vida en una historia épica, que sería la única respuesta válida a la pregunta profundamente política, y por tanto humana ¿Quién eres?

Fuente: Arendt, H.,(2005), La condición humana, España: Ediciones Paidós Ibérica.

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José recuerda

Luis Fernando Alcantar Romero

—Cosas del destino. Que están escritas, o no sé— dice José Romero Segura. Es un sobreviviente de una tragedia deportiva en León, Guanajuato. Fue jugador del Club Deportivo San Miguel (un equipo de futbol de la liga Zona Centro). Era portero. Pero a veces jugaba en cualquier otra posición (como delantero también).

Recuerda. Eran años en donde los jugadores del equipo León, a veces, eran refuerzos de equipos de la Liga Zona Centro —que es por cierto, una de las que más arraigo tienen en la ciudad del Bajío—. Hace pausas mientras habla sobre ello. Fija su mirada tranquila (siempre elocuente) en el horizonte, buscando adentrarse en otros tiempos. En el pasado quizá.

En 1964 entró al equipo, hace 49 años. —Me metí de centro delantero. Tenía esa cualidad de jugar cualquier posición, pero la puerta era lo que más me gustaba. Más antes no había cambios—, dice. Tiene 76 años. El autobús #51 de la línea Centro-Estación, en el que iba el equipo, se accidentó. Eso ocurrió el 10 de enero de 1965 en la carretera Guanajuato-Dolores Hidalgo, donde diecinueve personas del club perdieron la vida, y veintiún resultaron heridos. José no estaba entre los pasajeros.

Ese día fue a un cine de la Zona Centro. —Me desligué. Hice mi día normal. Me tomé unas cervezas. En la tarde fui al cine, vi El gallo de oro— Se refiere a la película mexicana dirigida por Roberto Gavaldón, inspirada por la obra original de Juan Rulfo. —Dejé estacionada mi moto frente al cine. Vi las noticias cuando salí y me enteré del accidente— cuenta.

De repente, la noticia triste corrió como reguero de pólvora. La tarde de aquel día, la mayoría de los habitantes del Barrio de San

Miguel se enteraron. De pronto, se posó la sombra de la tristeza por lo acontecido.

Hubo otro motivo por el cual José no partió ese día a Dolores Hidalgo: por una discusión que sostuvo con Romeo Ruiz, el director técnico. No lo alinearía. Eso lo molestó. Se apartó del equipo por unos días. Alguien le avisó que el técnico había cambiado de opinión ante la ausencia de un jugador. —Gabriel Cortés— centro delantero— y yo, no nos íbamos a presentar para el partido contra Dolores. Porque no nos juntaron ese día— relata. —Estaba en la Cartonera, el campo en el que jugábamos entonces. Llegó Ignacio López, un compañero del equipo y me dice, «ora, vente que no llega el portero»: —Que tú vas a jugar.

—No voy a jugar (dije una palabra soez). Súbete.

—Nos fuimos en mi moto, y lo dejé. No sabe a qué atribuir el hecho de haber librado aquel accidente Dice que «al destino», que siempre es incierto de cualquier forma. Su expresión es tranquila, aunque tiene un brillo en la mirada cuando cuenta los sucesos sobre su equipo y del accidente. Siempre tiene muy presente a su equipo y a las personas con las que convivió.

En memoria del acontecimiento, cada año organiza una ceremonia litúrgica en la Parroquia de San Miguel Arcángel. Luego se llevan a cabo una convivencia y un partido de futbol. El tiempo retrocede en el campo de tierra del Beleño; lugar en donde los veteranos del Deportivo San Miguel juegan y reviven las épocas doradas a manera de homenaje a los fallecidos en el accidente. Por algo dicen que los recuerdos son una especie de vida alternativa. Otros sobrevivientes del accidente: Jesús Domínguez “El Botas”, Eduardo Ramírez “La Madre”, Luis Pérez, Antonio Romero “El Charro”, Arturo Hernández “El Torito”, Apolinar Chávez “El Coláis”, Salomón Delgado “Jalisco”, Rodrigo López, Jesús Mojica y Julián Horta.

Fuentes: José Romero Segura, abuelo del autor de este texto. Archivo Histórico de la Ciudad de León. El Heraldo de León.

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Calzada de los Héroes #114. Martinica, León, Guanajuato

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Adrián Mauricio Aguilar Orta

Té de aza(ha)res

Veintidós años al frente del negocio y jamás había tenido que acudir a él en busca de lo que los clientes esperaban: un buen té.

La tetería Azul Pastel fue producto del buen encausamiento de los conocimientos en hierbas que mi madre había adquirido cuando prestó sus servicios como enfermera en la Guerra Cristera uniéndose a un grupo religioso en la capital del país. No sé de dónde, mi madre, sacó su resistencia a las actividades católicas; su padre fue un joven monaguillo que vio pasar en su carruaje a José María Iglesias fuera de la parroquia en la que daba su tiempo al servicio del sacerdote, desde la puerta arrojó el plátano que comía a la ventana del Ministro. Años más tarde, el abuelo platicaba que él había luchado contra los liberales que “buscaban exterminar la fe católica en el país”, en realidad, se refería a ese engorroso y ridículo acontecimiento de la banana y el carruaje. Por otro lado, su madre era cargadora de andas durante la semana santa; siempre decía que el dolor que le causaba hacer tanto esfuerzo físico en pos de la divinidad de la semana, era una fracción del dolor que sintió Cristo. Así pues, mis abuelos estaban repletos de

catolicidad; mi madre, no. Es por eso, que su incursión en el cuerpo de enfermeras de los cristeros era un misterio.

Siempre, desde que estoy a cargo de la tetería, me hacen notar que en el menú —que no he modificado desde que mamá falleció— está mal escrito el nombre de un té. Honestamente, nunca he sabido si el nombre real de la flor es “azahar” o “azar”. Tampoco me ha importado. Lo que sí me interesa es su éxito. No sé por qué la receta de mi madre hace que este té, sea el más aclamado por los clientes. El té de “azares” ha hecho famosa a la Azul Pastel. Ciertamente, es delicioso. Cuando se toma a la temperatura exacta, es como pasar por la garganta algodones con el más delicioso aroma de la flor de azahar. Si se le agrega un solo terrón de azúcar, el té se vuelve un elíxir hermoso en color y en sobremanera, delicioso.

—Es azahares, no azares. Agrégale ‘ha’. Estamos bebiendo la flor, no el destino— me dijo la viejecilla de sombrero negro. El mozo que la acompañaba buscó entre sus maletas y sacó una enciclopedia botánica, abrió el ejemplar en una página que se encontraba cerca de la mitad y me mostró: Flor de azahar. Ya tenía la certeza de cómo se escribía correctamente, ya no existía pretexto para no modificar el menú. Pensaba que mi madre tenía un excelente sentido de la botánica pero nunca fue lo suyo leer libros; equivocarse en cómo escribir su obra maestra, era el colmo.

Subí al ático de la tetería. Por ahí debían estar esos papeles especiales en los que mamá escribió el menú. La caja tenía años polvosos encima, pero ahí estaba el material que necesitaba para re-escribir el menú, aprovecharía para agregar mi más reciente creación: un pastel de plátano delicioso. Enfoqué bien el interior con la lámpara y noté un extrañó papel doblado, lo tomé y con el cuidado que merece un papel amarillo así de viejo lo abrí. Esperaba encontrarme con una vieja nota de compra de la tetería, pero mi sorpresa me rebasó cuando distinguí que esos delicados trazos eran de mi madre. Después de leerla, el

Narrativa

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susto se convirtió en risa y en un agradable sentimiento remojado en lágrimas. Mi madre me conocía muy bien, sabía cuáles serían mis intenciones al abrir esa caja. Asimismo, sabía exactamente cuáles eran mis dos más grandes dudas relacionadas con ella. Era una carta dirigida a mí…

Querido Esteban:

Me permito escribirte esta carta sabiendo de antemano muchas cosas de ti: sé que estarás buscando las hojas con las cuales elaborar un nuevo menú para Azul Pastel (sé que sigue llamándose así porque me quieres), ya que de ninguna manera subirías al ático por gusto. También estoy segura de que tu sentimentalismo no permitió que modificaras una sola cosa en la tetería, así que el menú seguiría intacto, aún con mi “error” de escritura.

Hijo, la flor de azahar relaja al cuerpo. El té de azahares es una infusión deliciosa para los nervios, pero mi té de azares es único.

Otra cosa de la que estoy segura: no sabes cómo es que estuve del lado de los cristeros si yo no era practicante del catolicismo. La cosa es que fui llevada hasta ahí, por todos y por nadie. Un día estaba comprando la comida para la familia, cuando llegaron los cristeros al mercado, buscaban mujeres para que los acompañaran en sus campamentos. Yo habría salido cinco minutos antes del mercado, pero justo en la puerta estaba sentada una viejecilla arrugada que vendía hierbas secas para preparar infusiones. Me detuve a oler los deliciosos aromas y me llamó la atención en especial una: la de azahares. Aquellos cinco minutos con la flor de azahares marcaron la diferencia. Al encontrarme al interior del mercado fui llevada junto con otras jóvenes frente a un general muy guapo. Hijo, tendrás que saberlo: él fue tu padre. No vale la pena revelar más información de él. Comprende que los tiempos eran difíciles para tener una familia. Yo, solo pude mandar una carta a tus abuelos, diciendo que me uniría a los cristeros. La atracción que tuve con tu padre fue tal que cometí la barbaridad propia de mi corta edad. Mis padres estuvieron maravillados con la idea de que su hija estuviera luchando en contra de “las fuerzas malignas del mal” que encarnaba el gobierno de la república.

Yo llevaba la flor de azahares conmigo cuando tu padre nos pasó lista. Me olió y distinguió la hierba. Desde que se la preparé con algunas cosas que encontré en la cocina del cuartel, cayó rendido a mis pies. Me trató como una diosa entre las demás muchachas. Me llevaba al campo a recoger más hierbas y flores para prepararle tés. La vida nos juntó y la vida nos separó, pero tú estabas ya en mí.

Hijo, no toques mi té de azares. Por él, estás tú aquí ahora, leyendo esto.

Florencia.

La revelación y el temblor en mis manos, me obligaron a ir en búsqueda de una taza de azar.

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Pensé en pedirle que volviera más tarde pero tuve miedo de alterar el sentido de aquel proceso y pedí un americano sencillo, sin leche, casi sin azúcar. Me inventé una diabetes para justificar la parquedad. Ella se fue, supongo que molesta, aunque a lo mejor no tenía emociones y se vuelve ridículo decir que se fue molesta.

El café llegó antes que Zaid. Él venía agitado, como si tuviera prisa. Al parecer tampoco quería fallarme; me falló. Con torpeza acercó una silla y se colocó frente a mí. Llamé a la camarera y ésta le tomó una orden incomprensible. Asintió y se borró en la cocina. Él se disculpó, alegó compromisos, cuestiones de editorial, trabajo en otros textos.

Traté de seguirle el hilo y lo sostuve de los brazos. Evadía mi mirada, bajaba los ojos. Se frotaba el párpado. Su orden llegó como una prolongación del silencio. Supe que si no iba al grano, el café se terminaría y ambos nos despegaríamos de aquel lugar sin que yo pudiera decirle lo que pensaba sobre su ensayo.

Con un carácter que nunca tuve, le palpé el hombro.

—Gabriel, necesitamos hablar…

Sorbió con fuerza la nata de su cappuccino, así me invitó a seguir.

—... Es tu nuevo libro, mira, el que piensas publicar en Buenos Aires.

Por primera vez levantó la mirada. Colocó la hendidura de su barbilla sobre el popote y movió los labios.

—¿Qué con eso?

—Es que Los demasiados libros es un ensayo muy cabrón ¿No crees?... O sea, imagínate un chavo que quiere publicar algo pero no lo hace por miedo a que apenas consiga uno o dos lectores ¿No es espantoso?

—Eso va a pasar con o sin mi ensayo.

Zaid bajó de nuevo la mirada y sorbió un poco más de cappuccino. La oscuridad

Facha Martinsky

Versiones del mundo dónde nunca existirás

Fue hacia Julio del 71, me parece. Había quedado de verme con Zaid en un cafecito de La Condesa, aunque también podría haber ocurrido en el Barrio Antiguo regiomontano. No sé, ya no me acuerdo ni puedo acordarme.

Faltaba poco para que su editor saliera rumbo a Buenos Aires, iba a arreglar el asunto aquel de su libro. Un ensayo, un ensayo terrible. No mal escrito, no, todo menos eso. Zaid es bueno con las palabras y me consta, soy el primero en dar fe de ello. Así que no, mal escrito no. Era terrible, el ensayo, gracias a la propuesta. Ese es el riesgo de los ensayos, siempre proponen cosas y a veces las logran. Quizá por eso se llaman ensayos, «ensayan» la realidad. El caso es que el tema era nefasto: las consecuencias; demoledoras, desesperanzantes. Seguro que no era eso lo que buscaba Zaid al escribir semejante cosa, todo lo contrario; quiero suponer que él es amigo de las letras ¿Cómo se habría metido de poeta si no?

Iba tarde. Me preocupé. No me gusta dejar a la gente esperando. En cuanto estuve seguro de que aquel era el café, me asomé para buscar algún rastro de mi colega. No había nada, no debía haber nada aún. Mi temor se diluyó entre certezas. Tomé una mesa esquinada, lejos del escrutinio ajeno. Una mesa colocada casi fuera de la existencia, como por obra de un pintor impresionista que apenas acaricia al lienzo para crearla y evadir así al vacío. Se acercó una camarera que parecía del mismo universo que la mesa. Era pálida y delgada, estaba por mera necesidad. La necesidad del creador de situaciones que requiere de alguien que me tome la orden para que mi historia siga. Fiel a la lógica de lo cotidiano, la mujer tomó mi orden.

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se había encargado de expulsar a los rayos vespertinos que acariciaban aquel local. Casi no se veían las otras mesas.

—En mi ensayo sólo digo que se publican demasiados libros, ya no es rentable. Pronto llegaremos a un punto dónde habrá más escritores que lectores. Los libros se multiplican a progresión geométrica mientras los lectores lo hacen de forma aritmética. Muchos universitarios quieren escribir, pocos leen… Eso sí es terrible.

—Pero piensa en las obras que nunca conoceremos, los personajes que jamás verán la luz ¿No te da pavor?

—No, ya es muy tarde.

— ¿Qué quieres decir?

Exhaló y bebió el poco cappuccino que quedaba. Luego me palpó el hombro y me miró a través de dos lentes enormes.

—Lo siento mucho…

— ¿Cómo? No entiendo.

—Lo siento mucho de verdad, pero ya no hay marcha atrás, ese libro se publicó en Buenos Aires en 1972 y desde entonces se le han hecho varias revisiones y ampliaciones. Muchos ya lo han leído, lo siento.

—Sigo sin entender ¿1972?

Está vez me palpó los dos hombros y volvió a exhalar.

—Ni yo pertenezco a esta situación, ni esta situación pertenece a mi vida; sólo vine a disculparme. Hay muchas versiones del mundo dónde tú nunca existirás.

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Ed Márquez

Teoría genealógica

«Hay tanto vacío afuera. Pero hay también tanto vacío dentro. Y es que no se puede aspirar a encontrar un espacio pletórico sin sacrificar la reserva del otro. La búsqueda del equilibrio en sí mismo genera violencia, los opuestos se estiran, se alejan... Y yo en el medio.

Es por ello que cargo con esta bolsa, esta bolsa donde ahora coloco este par de estrellas. Resulta tan complicado decidir donde dejarlas ¡Hay tanta necesidad de luz! De lucidez, de calor aquí abajo. Fue por eso que en aquel momento decidí traer un sol por un rato, pero la luna y... ¡Ay el llanto de los planetas!

No puedo ser indiferente a la sed de la noche, la idea de elevar el mar fue ampliamente meditada, calculé volúmenes, temperaturas, tiempos y hasta el número de nubes para su retorno, pero jamás ponderé el tamaño de la furia del árbol y su amenaza de bajar sus ramas a la raíz, con frutos incluidos. Las playas siempre prefirieron el veleidoso ir y venir de su amante. Que oleaba besando su tierra y se alejaba, en ese vals eterno, constante, hipnótico. No pudieron soportar su lejanía.

Los animales quieren volar sin soltar el suelo y el fuego quiere beber sin pasar frío, por todos lados se ven peces que saltan y tratan de atrapar bronceados. ¿Y los eclipses? Los astros se rebelan ante el orden. Y el orden prefiere medirse en entropía y no en ley. Hasta hay quién prefiere esperar la muerte para empezar a vivir, reposando en su ataúd respirable. Y mientras tanto, yo sigo aquí con mi bolsa a punto de reventar.

Difícil tarea la mía. Lo que es más, no recuerdo el momento en que generé los sentimientos en este proyecto inacabado. El bosquejo parece dibujarse manos que se dibujan.

No existe prisa, pero la bolsa ya no tolera más. En cualquier combinación probada hay desequilibrio. El centro, la mesura, la paz; indispensables para la sobrevida, parecen ser contrasentidos. Hay tanta eternidad que espera. Hay tanta sabiduría esperando ser probada. Hay tanta divinidad sin ejercer. Será mejor no posponer la creación definitiva. Y obrar con toda justicia. Es lo menos que se puede esperar de mí. Es lo menos que me debo. Y la única solución que apela a la justicia, la da el azar.»

Fue entonces que la deidad atemporal abrió la bolsa con el contenido del universo, así: Mezclando y generando sus propios límites y alcances en su contención implosiva; con sus magnánimas manos, lo lanzó al vacío total. Abrió los ojos y la boca ante la maravilla. Esperó lo justo. Esperó lo buscado. Esperó lo único posible: una explosión de suerte.

El choque de incontables polvos de milagros se colisionó más allá de cualquier cálculo, más allá de su proyección, es decir, más allá de su creador. El más grande disparo que jamás se escuchará en estos infinitos. El eco de una bala expansiva. Que rasgó las duras mantas de la nada. Los silencios huyeron, la ceguera se deslumbró. Y él desde ahí ya fue Él; pero apocado. Las luces y las sombras, el frío en el fuego y la sed ahogada, nacieron en brotes irregulares, silvestres. No todo sobrevivió. Pero, también nacieron espontaneidades, imprevistos, sorpresas. Al arbitrio de sus impulsos niños, Cada cual se buscó su espacio y su rincón. Sus vidas y muertes. Pero también su trascendencia.

Es entonces y desde aquel momento, que el génesis por antonomasia, resulta de la incapacidad de mantener un orden. Y es así que el azar explica el nacimiento de todas las injusticias, incluyendo la más grande de ellas: la infausta ausencia de una deidad capaz, fuerte y paciente.

Que en la creación de su opus magnus se fue muriendo de a poquito.

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Luis Fernando Rangel

La Astilla

Andrea llegó ahí un día que el sol hacía arder un monte cercano. Ella no sentía el olor, ni siquiera sabía del incendio, muy a penas y hubiera podido distinguir un viento denso y nubarrones grises, pero no fue así. Los árboles se quemaban a llama viva y tocaba a la puerta de su tía Ana. La puerta era de madera de los árboles cercanos, pero no ardía pese a estar caliente, sólo sonaba. La tía Ana salió a responder el llamado y Andrea esperaba afuera sin tener la más mínima idea de que más allá el monte ardía con todo y árboles; miraba su reloj y tocaba, no sabía nada del tiempo.

Entró a la casa. Dejó sus maletas en la mesa más cercana, aquella que tenía encima una especie de tapete tejido con las soledades de tía Ana y fue directo a abrazarla. La reunión familiar era más que un rito o un sentimiento, era una oportunidad. Andrea no estaba ahí solamente por qué sí, ella iba a estudiar y forjarse un futuro. La tía le sonrió con las mismas soledades que deja vivir sin nadie en una casa grande durante diez largos años, pero eso se había acabado.

El viento soplaba y ella estaba sentada en el largo comedor con su tía disfrutando de una cena, el fuego seguía allá afuera consumiendo todo.

–Hace calor– dijo Ana para poder abrir una conversación.

–Puede abrir la ventana, tía. Después de todo hay viento y de seguro trae la brisa de la noche.

–Aquí no conocemos eso, hija– respondió Ana soltando una ligera risa burlona. Luego adoptó una expresión seria. –Los hombres de por aquí son hombres fríos, ellos nomás buscan calor. Por eso siempre hace calor por estos rumbos. Por eso es que duermen con una

mujer diferente cada día, les roban el calor y las dejan ahí para buscarse otra. Por eso a veces cuando una tiene mucho calor busca a un hombre frío.

Se levantó y fue a abrir la ventana. Quería complacer a su tía con un poco de aire fresco. Un viento cálido entró y le revolvió el cabello, tía Ana seguía sentada en la mesa.

–Le digo que ni le busque, hija. Aquí no hay de otra más que acostumbrase al calor que estos nos dejan, y cuando no son ellos es el mendigo sol que sabe de estas tierras necesitadas de calor y nos deja hasta para llevar.

Andrea observaba, con sus ojos grandes como flamas de incendio, a su tía y con esa mirada iba encendiendo su discurso. Escuchó la voz cansada de aquella mujer y escuchó la eterna queja que le lanzaba.

–Los hombres de por aquí hasta parece que le rinden tributo a la leña, también. No nomás les basta con adorar al sol y su calor. No. Ellos quieren todavía más. Ellos no se conforman con el calor de una mujer. No– Ana soltó un suspiro y luego de una pausa bostezó. Su mirada observaba a través de la ventana que había abierto Andrea. Tomó un bocado más de su platillo y siguió suspirando.

Andrea observaba a aquella mujer y comenzaba a sentir calor.

Las mujeres de por ahí tenían tanto calor que bien podrían calentar a diez hombres en una noche y no se enfriarían. No. Tenían tanto que no podían dar a luz sin que el bebé naciera ardiendo, después de eso quedaba frío, frío. También era su culpa que por aquellos rumbos hubiera hombres así, ellas los parían con sed de calor.

–No cortan un árbol para sacar leña, no por amor al árbol sino por amor a ellos mismos. Saben que es mejor recoger los trozos del piso porque esos ya no le sirven al árbol. El árbol todavía sirve, buscan calor pero también aire que respirar.

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Andrea sintió una punzada en el dedo pero la ignoró. Seguía escuchando a su tía con sumo interés. Ana continuaba hablando cada vez más y más.

–Es por eso que por estos lados siempre se están quemando los árboles. Los hombres queman la leña y los árboles de donde cayó ese trozo resienten la falta de calor por la pérdida de algún trozo de su madera y se calientan a sí mismos, arden. Además el sol facilita mucho esas cosas. Uno se entera de que el sol sirve para mucho pero aquí nomás nos jode.

Observó detenidamente a su tía. Mientras Ana hablaba siempre se movía los dedos, como queriendo arrancarse algo.

–Es que, qué le puede decir una– soltó Ana.

Aquella mujer seguía moviendo sus manos. Ponía la mano derecha sobre la izquierda, luego al revés, luego la meneaba en el aire. Un viento le rozó la mano y de un tirón logró arrancarse una astilla de entre los dedos. Entonces fue que Andrea comenzó a percibir ese olor pesado del humo. Vio los nubarrones grises a través de la ventana que abrió.

Andrea se vio el dedo que tanta molestia le causaba. Tenía una astilla enterrada de cuando había abierto la puerta. Se la había enterrado por mero accidente cuando golpeaba la puerta pero no había sentido nada. Era una astilla de esos árboles de por el rumbo, de los árboles ardientes. Ahora sentía calor, tenía una astilla que ardía dentro de sí como los eternos árboles de por ahí. Ahora tenía tanto calor como esa tierra a donde había llegado y no lo se lo podía quitar. Se levantó de su silla, y ardiendo, se consumió como lo había hecho su tía.

Dos montones de ceniza quedaron ahí, uno sobre otro. Andrea había ardido con un fuego aún mayor y su tía por fin había dejado de arder en el instante mismo que un viento que entró por la ventana la apagó y se llevó los residuos de una vida a medio vivir.

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frente por un arco de piedra. Al centro la más grande abierta de par en par filtraba a los visitantes a través de ella. Edmundo entró. Era una habitación rectangular, el piso de cantera; había cierta hediondez fría en el ambiente. Al final había una gran pared donde, en un lado, yacía una escalera de acero en forma de caracol, y en el otro, una pared llena de jarrones. Eran de barro negro, todos apilados uno sobre el otro con la boca viendo hacia uno. Cada uno tenía una etiqueta: eran diferentes chocolates.

–Buen día, buen día, bongiorno, qué tal, qué tal– El dueño del lugar le saludaba con un acento español-italiano que confundía pero alegraba. –¿Qué va a querer mío signore?–.

Edmundo subió por las escaleras con su chocolate normal. Había de vainilla, moca, chile, Dios sabe cuánto, pero jamás le habían agradado ésas combinaciones, el creía que era un invento pagano que opacaba y adelgazaba el suave sabor del cacao. Llegó arriba donde los demás comensales, escogió una mesa cerca de la barda y se sentó a ver el desfile.

–¿Tutto bene?– Le preguntaba el dueño.

Disfrutó su primer chocolate casi olvidando que se encontraría con su amiga. Fue hasta que acabó la primera taza que le buscó desde lo alto. Al poco tiempo Isabel aparecía doblando la esquina. Venía con una persona y aunque no alcanzó a divisarle Edmundo se adelantó pidiendo otros tres chocolates, si no les gustaba, él se los tomaría.

Primero subió su amiga Isabel, delgada, alegre, platicadora como siempre. Ella sostenía que gustaba de vestir cómoda independientemente de cómo se veía, pero hoy sí que había probado su punto. Traía un pantalón saruel, una camisa holgada pero con ombliguera, y unos huaraches que se antojaban de suaves. “¿Cómo estás guapura?” preguntó Edmundo, y antes de poder añadir un segundo comentario se quedo sin aliento. Silencio. El mundo enmudeció. Dejó de girar. No sólo él,

Daniel Hernández Aldaco

La conoció en un chocolate

Edmundo terminó su jornada de trabajo, tenía la opción de volver a descansar pero la ociosidad de su casa le generó ansiedad así que optó por llamar a su amiga Isabel. Ella vivía cerca de su laburo. “¿Qué onda guapura, nos vemos?”. Le decía así desde la secundaria después de que oyó a su madre llamarle de esa forma. “Sí, dame una hora”.

Llegó a la esquina donde se encontrarían, enfrente del Templo de Santo Domingo. Como cada año las calles de Oaxaca estaban infestadas por transeúntes que turisteaban por motivo de la Guelaguetza y sus eventos aledaños. Isabel se retrasaría un poco así que Edmundo tenía la oportunidad de caminar como acostumbraba. A pesar de tantos años de haber observado el desfile de vestidos había algo que le seguía reconfortando al mirarlos, no sabía si era el textil pintoresco, el orgullo de las portadoras, o la costumbre de un evento que conocía y que le daba la misma satisfacción rutinaria que tomar café de olla por las mañanas.

El clima era fabuloso, claro que había sol pero no era un calor sofocante si no un fresco agradable, así que decidió esperar en un restaurante que encontró detrás de una puerta de oyamel en una esquina escondida. Mandó un mensaje de texto a Isabel con su ubicación y entró al lugar. Era una de esas viejas casas grandes, un claustro, y que ahora fungen como comercios, tenía un patio suntuoso al centro de un complejo cuadrado. Era de tres pisos y cada balcón tenía sus respectivas macetas de flores pequeñas arcoíris. Tenía una fuente que no echaba agua donde estaba sentada una pareja. El sol entraba desde arriba y por la hora formaba una sombra triangular a lo largo de la pequeña explanada. Había varias puertas de madera vieja resguardadas de

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todo el desfile se paró y viró hacia la azotea de aquel restaurante. La mujer que acompañaba a Isabel era la causante.

–Bella,  bellísima– Gritaba el señor italiano.

¿Alguna vez han conocido a alguien que no pueden dejar de ver? Jamás le había sucedió a Edmundo. Embriagante sensación. Sus ojos tenían un imán hacia ella, por más que quería guardar apariencia y voltear a otro lugar, éstos, casi desorbitados, la seguían reaciamente.  Edmundo no oía nada más que el sonido que hace un televisor cuando se apaga, un eco que se degrada, el mundo era una película muda. Se dedicó a verla. Ella era de unos metro con sesenta, delgada, de tez blanca, de esas personas que no puedes decidir si son atractivas por sensuales o por bellas. Sus temples ojos miel y su rubor natural aparentaban una inocencia que su cabello corto ondulado y sus labios desmentían con erotismo. Mientras se acercaba a la mesa, el aire le favorecía jugando con sus rizos. Ella se los acomodaba con movimientos delicados. Qué sonrisa. Cuando la mujer dijo “hola” fue como encender el interruptor del sonido. Edmundo se dio cuenta del alrededor, el sonido de los platos, las pláticas ajenas, la música y los pájaros silbando baladas francesas. Se paró para acercarle una silla.

–¡Di algo, bambino, no te quedes callado!– Decía el señor mientras le pasaba a Edmundo flores del balcón como armas de conquista. Azucenas.

–Hola– le dijo con más estupor que gallardía –Mucho gusto– dijo la mujer. Edmundo no podía esconder sus nervios, las piernas le temblaban y la voz se le quebraba. Afortunadamente Isabel se percató de esto y rompió el hielo hablando de cómo se habían conocido. Isabel siempre fue una aventurera y tenía una facilidad natural para hacer nuevos amigos.

A ésta mujer la conoció en Cuba mientras andaba de gira. Tuvo una noche de descanso y salió a la rumba. Un mulato de uno noventa de estatura, ojos verdes y espaldas anchas la había sacado a bailar. Isabel se percató que la ceja del hombre estaba perfectamente delineada y depilada, pero bueno, era la moda reggaetonera del lugar. Todo iba perfecto hasta que el hombre le dijo “oye, y a ti quién te hace las cejas, ¿qué me recomiendas?” con cierto dejo femenino. Si bien Isabel no era una mujer que buscara el estereotipo viril esto le decepcionó y se sintió incómoda siendo seducida por un hombre que también podría coquetear al bailarín de a lado. La curiosa mujer que danzaba a su lado notó como el lenguaje corporal de Isabel urgía de abandonar al hombre que ahora la sujetaba del brazo para no dejarla. La mujer se entrometió entre ambos con un salto audaz y se llevó a Isabel por un ron. Platicaron con cierta complicidad al encontrarse ambas mexicanas en un país extraño y de ahí se hicieron buenas amigas.

Eso no más de medio año. Y ahora estaban allí las dos parlanchinas con un hombre que tenía los labios pegados. No dejaban de reír y recordar, pero más que hacerlo con él, lo hacían entre ellas. Edmundo desaparecía como un punto gris en la mesa.

–Pero qué cosa, qué cosa joven, ¿se quedará allí sin decir nada? Avanti, se l’amore mingua, avanti con la lingua, háblele, háblele– le dijo el italiano al oído mientras le daba un masaje como mánager de boxeo.

Y dicho y hecho. Edmundo empezó a platicar, los tres lo hicieron, y el tiempo corrió. El chocolate se convirtió en un café, luego en molletes y al final en agua. La noche Oaxaqueña llegó bohemia con su manta de estrellas, el clima fresco, la comida fantástica y la compañía insuperable. Todo tan en popa que ahora Edmundo tenía una imperiosa necesidad de entrar en contacto físico con ella: se imaginó tomándole gentilmente por

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ruborizados se abrazaron para concluir su adiós. Era una complicidad muda.

“Compadre, no sea tarugo, ¡bésela ya! Bésela compadre, bésela ya, ¡no te va a comer!” Cantaba el señor italiano desde su balcón con todo y guitarra.

No lo hizo, tampoco le pidió su número. ¿La volvería a encontrar? Ella vivía en otra ciudad, en una de millones de personas. Lejos de Edmundo e Isabel. Lejos de las estrellas y el chocolate. Apenas y sabía su nombre, pero de alguna forma Edmundo tenía la certeza de que su azar ya estaba escrito y que esa mujer sería la madre de sus hijos.

Decidió irse antes de que ellas lo hicieran. La mujer e Isabel observaron cómo él se alejó con un caminar tranquilo hasta que dobló en la esquina de Santo Domingo. Edmundo no volteó atrás, ni siquiera cuando de poco a mucho el desfile se formaba tras su paso. Cada esquina aparecía alguien nuevo, en una los tambores, en otra las mujeres y sus vestidos. Trompetas, leones, malabaristas, los fuegos pirotécnicos explotaban. Las casas abrían puertas y ventanas y la gente salía para unirse danzando al caminar del hombre, porque Oaxaca vive de amor, y amor era lo que dejaba a su paso Edmundo.

debajo de la quijada con una mano, mientras que la otra quitaba sus rizos del rostro. Se imaginó un beso rápido, pero lento. Pero no, no se atrevía a tocarla. Tal vez era lo correcto en estos tiempos del espacio vital.

Chispas. ¿Qué podía perder al intentarlo? Era sólo un beso. ¿Posibles resultados? Mejor escenario, sería su novia. Tranquilo, no te precipites, se dijo. Pero a él le gustaría tener tres hijos. Ojalá el último fuera niña. Calma, un paso a la vez. Pero vaya, sería mejor un clima templado, tal vez buscar casa en el bosque. ¿Vendrían mucho sus papás de visita? Basta. ¿Peor escenario? No, ese de qué sirve. Era sólo un beso. Edmundo no era dúctil coqueteando y menos leyendo a una mujer. Sin embargo, ¿era que ella le sonreía? Sí. Tal vez ésta mujer no era otra mujer. Tal vez no había que pensarla tanto y sólo vivirla al segundo. Ella le sonreía y el lo hacía también. Le respondía moviendo las cejas y ella lo hacía apretando la nariz. Era como jugar tenis de gestos.

–Es bella bambino, pídele su número, ¿dónde vive?, invítala a salir–. El señor se había sentado entre ella y él. Se acercó a la oreja de Edmundo para susurrarle: –¡Sempre avanti!.

Nada de esto sucedió. Edmundo pasó la velada bebiendo y comiendo contento sólo por pasarla bien con alguien que no podía dejar de ver. El canto de los grillos, la frescura de la noche y el olor de buñuelo con chocolate pintaban un cuadro en la memoria sensorial de Edmundo que llevaría consigo por el resto de sus días. Se hizo de madrugada así que pagaron la cuenta y bajaron. Caminaron hacia la esquina de Santo Domingo, ahora la calle estaba oscura y no había más que la hojarasca del tumulto pasado. Muy juntos los tres de regreso ahora se tenían que dejar. Cuando se despidió de ella, hubo un silencio fugaz; se vieron a los ojos como sólo las personas que llevan años queriéndose lo hacen y sintiéndose

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Jesús Cadena

El azar en una vida

I

No llevaba ni seis meses fuera de su casa, y ya tenía que regresar, no permanentemente, sino sólo para pasar las fiestas de fin de año. La Navidad, qué dichoso era en ese momento en que la celebraría con su familia.

—¿Dónde pasará las fiestas? Supongo que con su familia— dijo para romper el silencio su vecino de vuelo.

Si le hubieran preguntado hace un año, dos, tres, cuatro y así desde hace casi dos décadas, hubiera contestado con aire frío y sombrío. La verdad es que él detestaba la Navidad, Año Nuevo, su cumpleaños, y toda aquella fecha en que se celebrara algo y que animara a su familia a reunirse. Pero esto era cuando su suerte era más que una desgracia, y eso ya había cambiado.

—Sí. Esa es la intención— contestó sin dejar su aire soñador. —Cada año se reúnen todas mis hermanas y hermanos en casa de mi mamá. Cocinan un enorme pavo, romeritos, bacalao, pasta… y creo que ya. Y usted, ¿con quiénes la pasará?

Su vecino de vuelo escuchó todo esto con suma atención, como si estuviera escuchando algo de suma importancia, y por ello no pudo dejar de notar en cómo se había excluido al decir que ser reunían su hermanos en vez de decir “nos”, pero no le tomó mucha importancia.

—¡Qué delicia! En mi casa hacemos algo similar. Nos reunimos toda la familia y cenamos de lo lindo. El menú no varía mucho del que usted y sus allegados suelen degustar, creo que en todo el país se cena casi lo mismo, ¿no lo cree así?

Sintió un poco de nauseas al escuchar a su vecino, no por lo que le había dicho, sino por el asco que le provocaba socializar.

Pero estaba feliz, y se esforzaba por ser amable.

—Supongo— dijo, sin querer, en tono seco y tajante.

—Ya casi llegamos— replicó su vecino al darse cuenta de que a su vecino no gustaba de charlar.

Quedo pensativo por un momento. Como le hubiera gustado que cuando no tenía ganas de charlar la gente tuviera tanto tacto como su vecino de vuelo. Siempre evito intercambiar opiniones con desconocidos, pero por alguna extraordinaria razón la gente siempre le terminaba “haciendo la plática”: los taxistas, los niños, los transeúntes extraviados, las viejecitas, sus vecinos. Por azahares del destino los desconocidos sentían confianza por él. Y aunque se esforzara por aparentar enojo y seriedad, las personas lo seguían buscando. Era como si contaran con un radar de buenas personas, como si pudieran penetrar a través de los escudos de las personas y descubrieran el tierno corderito que había detrás de ellos. Porque al fin y al cabo, eso era: una buena persona.

—¿Hace mucho que no ve a su familia?— cuestionó amablemente a su vecino para compensar la hosca respuesta que le había dado hace unos instantes. —En lo que a mí respecta, llevo a penas seis meses que me separe de ellos, y aunque me parece un poco increíble, se me han hecho un poco pesados. Los extraño, después de todo.

Suspiró después de esta declaración y sonrió afablemente a su vecino.

—No. No podría soportar tanto tiempo sin ver a mi familia— dijo como para sí mismo su vecino —mi hija no lo soportaría; está demasiado apegada a mí. No se puede imaginar lo mucho que lloró cuando supo que me ahuyentaría unos días.

Meditó por unos segundos y prosiguió.

—Pero qué es lo que uno puede hacer; así son los negocios, y si no salen avante, no hay manera de criar dignamente a un niño. ¿Tiene usted hijos?

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voz había cambiado, parecía más gangosa, pero sin duda era él.

—No te reconocí— dijo un poco recobrado —lo siento.

—No te preocupes. La buena vida suele cambiar a las personas— dijo Raúl mientras se daba unas pequeñas palmadas en la barriga.

Parece que aun no se acostumbra a su barriga, pensó Joel debido a que él mismo había pasado por situación similar. Y también estaba seguro de cual era esa buena vida, la misma que él había llevado todos esos años que frecuento a aquellos hermano y que le habían costado unos cuantos kilos de más. Y es que a la casa de Raúl y Germán sólo se podía ir para una cosa: embriagarse hasta morir. En algún momento le había parecido divertido, pero no tardo en aburrirse, y ahora, que tan lejos estaba de esos días se preguntaba si en realidad no había traicionado a Germán con el pretexto de cortar relaciones con ellos, y así, escapar de esa vida de placeres tan inútiles.

—Tú también has cambiado desde la última vez. Parece que ya no eres el mismo. Es más, lo puedo asegurar, no eres el mismo— dijo sin atreverse a mirarlo.

—Soy el mismo— respondió tímidamente Joel.

—Como sea, y espero no te moleste, pero te he de informar que a Germán le dolió mucho lo que le hiciste— musitó de manera sombría.

¡Qué manera tan brusca de sacar a flote un tema tan incomodo!, pensó Joel. Pero no le extrañó, Raúl siempre había sido así de impredecible, cordialmente impredecible.

—Supongo. Pero era lo mejor para todos. Y si me disculpas, me están esperando. No puedo decir que fue un gusto, porque no lo ha sido. Hasta luego.

Después de esto, tomo su maleta y se marchó. Raúl se quedó sorprendido por la respuesta de Joel, sin duda había cambiado

La conversación de su vecino comenzó a parecerle un poco huera, y sintió una inmensa cuita el haber reanudado la charla con él.

II

Cuánto había cambiado desde entonces, reflexionaba incesantemente. Era la misma persona de siempre, pero sin duda algo había cambiado, y no precisamente él, sino la situación en la que se encontraba. Pero, ¿la situación en que se encuentra alguien en realidad puede transformar a una persona o es una simple ilusión? Una ilusión llevada de la mano de los cambios exteriores, que podrían de alguna u otra manera engañar al verdadero yo y hacerle creer que ha cambiado. Los cambios son unos embaucadores, pensó.

— Disculpa— escuchó vagamente.

— Lo siento— balbuceó.

—¿Joel, eres tú?— dijo aquella voz.

Le sorprendió que alguien le reconociera, se le nublo la mente y no supo que responder. Era algo que le pasaba muy a menudo. En cuanto alguien lo sacaba de su ensimismamiento, perdía toda su claridad mental.

—Soy yo. Raúl. ¿No me reconoces?—dijo aquel hombre.

¿Raúl? ¿Cuál Raúl?, pensó. Y es que era verdad que no lo reconocía. Trato de relacionar aquella imagen de ese hombre gordo con alguna en su memoria, pero nada coincidía.

—El hermano de Germán— arguyó Raúl al ver el rostro de total desconcierto de Joel —Cómo no me vas a recordar, si hubo una época en que no salías de mi casa.

Claro, Raúl, pensó. Pero cuánto había cambiado. No se parecía en nada a aquel Raúl con el que tantas veces se había emborrachado hace unos años. Aquel era delgado, este gordo; y parecía que esa gordura deformaba toda su apariencia. Su rostro era el de un desconocido y hasta su

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mucho, no le recordaba tal determinación, y qué delgado estaba. Era otro. Sintió un sumo respeto por él en aquellos instantes.

Raúl se marchó deprisa sin mirar un segundo atrás, después de todo ese era un capítulo cerrado en su vida, y si nunca hubiera traicionado a Germán, no hubiera hecho nada de su vida. A veces hay que ser viles para alejarse de la inmundicia, pensó. Y no es que considerara inmundicia a Germán y a su hermano, al contrario, los seguía estimando como amigos, lo que aborrecía era su estilo de vida. Tal vez la vida se lo había deparado así, o el azar, no lo sabía.

No he cambiado, pensó mientras sonreía. Sigo siendo el mismo individuo. Es el azar en una vida, en la mía, la que cambió mi entorno, y aunque mi vida siguiera siendo una basura, sería la misma persona que soy ahorita. La suerte no cambia a las personas, tan sólo maquilla su existencia.

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Felipe Alberto Molina Rodríguez

Ruleta Rusa

Es curioso cómo uno se pone a pensar en la vida cuando está al borde de la muerte. Bien dijo algún escritor —no recuerdo cuál— que cuando estamos en nuestros últimos momentos es cuando tomamos consciencia de que vivimos: del proceso biológico que realizamos para vivir. Tengo miedo. Me palpita muy rápido el corazón. Sé que se vería muy cobarde de mi parte y muy ridículo pedir tiempo para llamar a alguien y decirle que lo quiero o pedir disculpas por algo que hice o dije hace mucho. Además, esto es sólo un juego. Los juegos son para divertirnos ¿No?

Cuando era niño me encantaba jugar a la baraja con mi abuelo. Mamá Licha decía que la baraja y todos los juegos de azar eran cosa del diablo. Mi abuelo la contradecía y aseguraba que esta clase de juegos eran un reto para la astucia de los hombres. Siempre dijo que nosotros teníamos poder sobre el azar. Justo ahora entiendo que mentía sin la intención de mentir. Algo pretendía con sus palabras. Quizás quería infundirme confianza ante el azar.

A Jaime le gusta mucho hacer tarugadas bajo el pretexto «el que no arriesga no gana». ¿Y qué pasa si perdemos? Ha de ser frustrante perder algo: cosas como el dinero, una amistad, la libertad, etcétera; sólo porque a la hora de hacernos los valientes no tuvimos suerte.

Creo que lo que decía mi santo abuelo y él, «el que no arriesga no gana» remiten a la valentía. Sólo un valiente tendría la cordura suficiente (o insuficiente) para ponerse entre dos probabilidades: la fortuna y la desgracia. ¿Por qué arriesgar? Es mejor ir a lo seguro ¿no? Mucho nos cuestan algunas

cosas como para andar apostándolas a viciosos o a la vida misma.

Y bueno. ¿Qué diablos hago aquí, entonces? Frente a un casi desconocido. Nosotros y otro muchacho: Efraín, debe ser Efraín, no estoy seguro porque estoy borracho, pero debe ser él. Nos mira con los ojos entrecerrados. Parece tenso. Poco ayuda que esté despierto, no lo conozco sino de una o dos veces. ¿Sí se llamaba Efraín? El vecino suda. Creo que yo también. Ha de ser por los nervios o por la borrachera, o ambos, no sé. ¿Qué clase de juego es éste? ¿No se juega a cosas como el «yo nunca, nunca», o la botella o alguna otra cosa más simple cuando uno se emborracha?

Cuando era niño me gustaba jugar a que era un soldado. Mi abuelo me prestaba algunas de sus condecoraciones; otras más bonitas y brillantes no me dejaba ni bajarlas de donde las tenía colgadas. Yo decía que era soldado. Tomaba mi rifle de madera y salía al patio a disparar a las palomas que bajaban a comerse la comida de los perros. Me acuerdo del guacho, ese perro grandotote que me dejaba montármele para decir que era mi caballo. Lo tenía todo: mis medallas, mi rifle y mi caballo. Yo era un soldado. Y en mis tiempos libres jugaba a la baraja con mi coronel, como hacen los soldados de verdad.

La tomó. Supongo que así empieza el juego. Dios santo. Dicen que no es la primera vez que éste juega, que se la pasa retando a esto a la gente de las fiestas o reuniones a las que acude. ¿Quién lo invitó? ¿De quién es amigo?

—Ninguno se ha muerto— Me dijo Carmen una vez. —Nadie le aguanta el juego: un turno, sobreviven y ya estuvo, ya fue mucho riesgo

Supongo que es por miedo. Nadie quiere morir y menos en un juego. ¿Y por qué aceptan jugar, entonces?

—Ya borrachos no saben lo que hacen. A medio juego se les baja la peda, caen en cuenta y se acobardan, es natural. El machito aguanta hasta que el alcohol se va.

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Yo no soy un machito. Tengo miedo, lo reconozco. No sé si mi oponente tenga miedo, no parece asustado. Mira el arma como pensativo. ¿Cuántas veces habrá hecho esto ya? Debe de estar acostumbrado. Y siempre sale ganando, bueno, los otros tampoco han perdido, según dice Carmen. Ellos son unos cobardes, el afortunado es éste que tengo justo delante. Debe excitarlo mucho la posibilidad de todo y nada, de vivir o morir. ¿Qué clase de entretenimiento es éste? Son nuestras vidas las que están en juego.

Hay cosas con las que no se juega. Eso es lo que nos dicen cuando bromeamos con un «tema delicado». Paz dice que los mexicanos abrazamos la muerte y jugamos con ella. Entonces supongo que no es un tema delicado. Es morir. ¿Qué puede pasar? Nos morimos y ya. Así lo ha de ver este sujeto. Recién lo conozco. No debe tener hijos, es muy joven y parece ser muy despreocupado, o muy distraído. Quizás las dos, una como consecuencia de la otra. Tampoco debe tener un empleo que lo llene, sino uno miserable que ya no aguanta, con un jefe al que le grita que se calle con el pensamiento. Sé lo que es eso. Pero esa no es la razón por la que estamos aquí, separados por una pequeña mesa sobre la que reposan dos cervezas casi calientes.

Vaya. Es tarde. No había visto la hora, no había visto que hubiera un reloj en esta habitación. Estamos a media madrugada. Se escucha quieto afuera, también me vengo dando cuenta a penas.

Cuando tenía catorce o quince siempre me levantaba a media madrugada. Estaba sediento siempre. Bajaba por algo de beber y volvía a mi cuarto para quedarme en la cama mirando por la ventana la calle sola, los faroles rodeados de mosquitos masoquistas. Fallan de repente, esos faroles. No recuerdo qué pensaba esas noches. Quizás solo me quedaba viendo a los mosquitos rondando la muerte, o a la calle sin un alma humana.

Clic…

Ha tirado. No ha salido nada. Sigue con vida. Sí que tiene suerte. ¿Seguro que hay una bala en alguno de los siete orificios de ese artefacto? A lo mejor y no puso nada y le gusta jugar con los demás. Sí. Por eso no muestra temor, porque está seguro. Porque sabe que preservara su vida y la del otro, sólo que el otro —yo, nosotros, los otros cobardes— no lo sabemos y tememos porque de verdad creemos que puso la bala en esa pistola. Ya te pillé, idiota. Así que te divierte jugar a asustar a una bola de borrachos. Te gusta hacerte el chingón y el modesto indiferente al mismo tiempo ¿No?

—¿Crees en la suerte?

—Esas cosas no existen— Me asegura hablando apenas, entre dientes —Todo lo que nos pasa es resultado de nuestras decisiones

Te equivocas. Mi abuelo también se equivocaba, pero al menos creía en que debíamos ser optimistas. «No le temas a nada», llegó a decir. «No le temas al azar», seguro a eso se refería. Sí.

—No. Los hombres no tenemos control sobre las circunstancias, pero no debemos dejar que ellas nos detengan.

—Las circunstancias son parientas de los límites

Vaya. Cree en los límites. Alguien que juega a perder su vida —o a jugar que la juega— cree en los límites. No parece tener coherencia entre lo que hace y lo que dice. Está chiflado. Seguro se droga mucho.

—Pues yo sí creo en la suerte.

Mentira, no lo hago, pero de alguna manera debo mostrar seguridad sin hacer evidente que sé que todo esto es una mentirilla para pasar el rato. Tal vez la suerte sí exista, y sí rija nuestras vidas de alguna manera. Esta pistola entre mis manos tiene cavidad para siete balas. Siete es el número

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de la suerte ¿No? ¿Pero de parte de quien está este número siete? ¡Qué cosas! No necesito la suerte, no hay una bala aquí dentro.

Ya no hay latidos rápidos. Respiro tranquilo. ¿Dónde debo apuntar? Oh, él lo hizo en la cabeza. La garganta. Eso lo hará más divertido. A ver si le gusta mi forma de jugar.

Clic…

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Wilberth Sulub

Las cosas se estaban dando

Hace un par de semanas recibí una invitación, la enviaba una prima segunda, se trataba del bautismo de su cuarto hijo ¿Cuándo va a parar esta mujer?. Nunca había llevado una relación muy cercana con la mayoría de mis primos, pero ella había sido mi compañera de clase tanto en la secundaria como en la preparatoria, incluso éramos amigos y seguimos siéndolo después de la escuela. Si bien no era la amistad más fuerte de todas, si lo era lo suficiente como para que no me planteara no asistir sin un buen pretexto.

No encontré pretexto alguno, en lugar de eso me convencí de que sería una buena ocasión para reencontrarme con algunos amigos y amigas mutuos, de aquella época escolar, además, claro está, de una gran oportunidad para ver a algunos familiares que hacía años no veía.

La misa sería un domingo al mediodía y la comida tres horas más tarde. Como no tenía ninguna intención de asistir a misa decidí partir el mismo domingo a las nueve de la mañana, el camión haría cuatro horas, me quedarían un par de horas para descansar y prepararme para la comida.

Ha llegado el día, tengo el boleto y el equipaje listos, será un día tranquilo, pienso al salir de casa, no cuento con que el trayecto resultara más turbulento de lo que creo.

Cuando subo al camión lo primero que hago es echar un vistazo a los pasajeros. No puedo creer lo que ven mis ojos, recostada contra una ventana se encuentra ella, al igual que yo ahora tiene algunas arrugas y

canas, pero es ella. Avanzo nervioso, miro el número de mi asiento en el boleto, solo para apartar mi mirada de ella un momento, me lo sé de memoria, el veinte, junto al pasillo, junto al diecinueve que le toca ventana. Ventana en la que ella va recostada. Subo al portaequipajes la mochila donde llevo la ropa que me pondré más tarde, la miro de reojo, deseo llevar puesta aquella ropa y no la playera, pantalones y tenis viejos que me puse apresuradamente en la mañana.

Una dulce y suave voz pronuncia mi nombre con un leve tono de interrogación. Es su voz, por fin ha dejado de ver a través del cristal, ahora me ve a mí, con una expresión de auténtica sorpresa. Por mi parte trato de aparentar que también estoy sorprendido, jamás sabré si lo logre. Se pone de pie y viene hacia mí, me abraza, mis brazos la envuelven, se apoderan de su espalda, la acercan a mi tan cerca cómo es posible. Siento sus cabellos cosquilleándome en la nariz, su busto apretarse contra mí y mi erección apretarse contra ella. Luchando contra mis brazos se separa para darme un gran beso en la mejilla, yo hago lo mismo, una breve sonrisa se asoma a mi rostro: quince años atrás esta situación hubiera sido un sueño imposible echo realidad. Las vueltas que da la vida, pienso.

Ambos tomamos asiento, ella sonríe de oreja a oreja, yo también, soy consciente de que la suya es infinitamente más hermosa y radiante que la mía, siempre lo ha sido. De cerca confirmo mis observaciones previas, el tiempo ha dejado huella en su rostro, pero aun así sigue siendo la mujer más bella que he visto.

Yo en cambio, como ella también me lo hace notar, he cambiado mucho, poco queda de aquel adolescente gordito que se enamoró de ella, más por la inercia que producía su belleza y su forma de ser que por saber que es el amor. Si bien no soy delgado, sospecho que nunca lo seré, hace años que desapareció aquella figura rechoncha que me caracterizo durante la infancia y juventud. Vuelvo a lamentar mi

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aspecto desaliñado, si por lo menos me hubiera peinado, quizás piense que me quede atascado en la pubertad, cuando cuida muy poco mi imagen.

Comenzamos a conversar. Ambos vamos al pueblo después de muchos años, al bautizo del hijo de mi prima, claro, a que más podría ser, ellas fueron muy buenas amigas en la prepa, seguían en contacto. Recuerdo que mi prima le hablaba bien de mí, otra vez me ayuda, quizás sin saberlo, a acercarme a ella.

Nos ponemos al tanto el uno al otro. Primero las generalidades que cualquiera podría adivinar, ambos estudiamos una carrera, conseguimos un aburrido empleo y nos mantenemos gracias a él. Después vinieron datos más personales: Su padres están bien, que gusto; su hermano menor estaba a punto de terminar una maestría, sí, siempre fue tan listo; mi perro murió, que lastima, era tan lindo; mi padre también, lo siento mucho, no te preocupes, ya lo supere, además no era tan lindo, no digas eso, solo bromeo, ya sabes; silencio.

Las pantallas se encienden, mensajes de seguridad, después comienza una película, ella mira fijamente, no se si no quiere mirarme o en verdad está interesada en saber de qué película se trata.

De inmediato comienzo a arrepentirme de aquella broma, olvide su forma de ser, siempre tan moralista. Es una comedia romántica, el protagonista es Adam Sandler ¿Quién más? Espero que sus bromas sean mejores que las mías. Entonces me atrevo a preguntar lo que en verdad he estado deseando saber durante todo aquel intercambio de frases inútiles.

¿Estas casada? No, me divorcie. ¿Y tú? Nunca me case. ¿Tienes hijos? No. Yo tampoco.

Empiezo a imaginar tantas cosas, tantas posibilidades, como en aquellas mañanas en clase, en las que con una sonrisa me hacía pensar que ella me quería tanto como yo a

ella. Porque que ella aseguraba quererme, no como yo la quería a ella, no como yo quería que me quisiera, pero me quería. Una forma de decir que aunque le resultaba lo suficientemente agradable como para tolerar mis torpes intentos de cortejo, estaba muy lejos de ser correspondido. Por años debatí conmigo mismo, algunos días creía que era cierto, que de algún modo me quería, otras veces, al contrario, me parecía una vil mentira, sentía que me había visto la cara.

Pero eso era pasado, desde aquello habían pasado muchos años, también desde la última vez que nos vimos. Ahora estamos juntos, sin buscarlo, en aquel camión que nos lleva a donde todo comenzó, quizás los capitulo finales de nuestra historia mutua no se han escrito aún.

La película da risa pero es tonta, es reciente. Nos lamentamos de ello, pienso que las viejas películas de Adam eran chistosas y tenían buena historia a la vez, ella piensa lo mismo.

¿Recuerdas aquella de la chica que perdía la memoria? ¡Sí! ¿No sería hermoso enamorarse todos los días? A mí me pasa cada vez que me acuerdo de ti.

No responde, tampoco rechaza mi mano cuando la pongo sobre la suya en el descansabrazos de en medio. La miró fijamente, expectante, ella se sonroja, mira el suelo. Recuerdo una ocasión en que durante clase, ella estaba exponiendo un tema (no recuerdo cual), nuestras miradas se cruzaron, se sonrojo, lo recuerdo muy bien. Horas después ella me lo confirmaría conversando en msn (qué recuerdos). Yo no cabía en mí de tanta alegría y orgullo, ella, la más guapa del salón, sonrojada a causa de mí, por varios días estuve seguro que, contra todos los pronósticos, ella también estaba enamorada de mí.

Ahora pienso que me quiso más de lo que dijo y que está pensando lo mismo que yo: las cosas se están dando por sí mismas.

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Ambos estamos solteros, no seguimos llevando bien, incluso mejor, he madurado; en cuestión de horas estaremos bebiendo algo juntos, cada vez más cerca el uno del otro; la comida acabara, iremos a la plaza, a dar la vuelta, como lo hace la gente en los pueblos, iremos a su hotel, o al mío, y después la única conclusión posible, las circunstancias son inmejorables, todo apunta a ello.

No puedo creer mi suerte, si lo hubiera planeado, las cosas no estarían saliendo tan bien. Por fin vuelve a mirarme, sonrió, la gente se ríe, siguen embobados en la pantalla, ignoran que en ese triste autobús se está gestando uno historia de amor aún mejor. Su rostro refleja pena, un aviso de lo que se viene, en cuestión de segundos me vuelvo a sentir como aquel muchacho tímido e inseguro que sufría su primer desamor. Habla:

Sabes que nunca te querré como tú a mí.

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Ignacio Torres

Estaba escrito

I

Andrea estaba frente al espejo como todas las mañanas. Acababa de ponerse unas gotas de esencia de canela con feromonas detrás de las orejas y luego se colocó una banda roja debajo del busto. Una vez ajustados los tirantes del brassiere se puso la blusa, una morada para ese martes 13.

Todos los días usaba la esencia pero decidió ponerse algo rojo para una mayor protección. Unos decían que el 13 era de mala suerte y otros que cuando era martes ese efecto quedaba anulado. «Más vale estar prevenida», pensó y se sentó a desayunar.

Apenas le dio un sorbo al café, buscó en el periódico su horóscopo. La sección esotérica —que todos los días cambiaba de página— de El Rotativo de la Mañana estaba firmada desde hacía 5 años por Madame Mireya, la más acertada de todas las horoscopistas de la ciudad, Andrea estaba convencida de eso.

Luego de estar buscando por mucho tiempo en quién confiar, encontró a Madame Mireya. Desde hacía 4 años no salía de su casa sin revisar las predicciones de esa mujer. Una vez mandó una carta al periódico pidiendo conocer a la reputada pitonisa para agradecerle sus atinados consejos y predicciones en persona, pero nunca recibió respuesta.

Esa mañana de martes, el horóscopo de Tauro, signo de Andrea, decía que tendría un encuentro importante que le cambiaría la vida y que el color del día era azul cielo. En ese mismo momento dejó la taza y el periódico en la mesa y corrió a su cuarto a cambiarse la blusa. Había pensado que el morado la protegería de la mala suerte del número 13, pero si Madame Mireya aconsejaba otro tono era mejor hacerle caso.

Ya vestida con el color que mandaban los astros, terminó su café, el resto del desayuno y salió rumbo a su trabajo.

II

Manuel era un fiel creyente de Madame Mireya pero ya no se lo mencionaba a nadie. Una vez se lo confesó a un amigo del trabajo y por respuesta recibió una estruendosa carcajada.

Bien sabía que no conocía a esa mujer más allá del breve párrafo que, estaba convencido, le dedicaba cada mañana en el periódico, pero aún así sentía que ella lo había estado guiando desde hacía 5 años.

Por supuesto, el horóscopo era algo que escribía para todos los signos y lo leía infinidad de gente, pero creía que había una conexión especial cuando se develaban ante sí las visiones que Mireya —como le gustaba llamarla en privado— tenía cada día en referencia a Géminis.

Antes de cualquier otra cosa, Manuel se dirigía todas las mañanas a la puerta de su casa para recoger el periódico. Con la atención totalmente enfocada en encontrar el horóscopo, a veces dejaba la puerta a medio cerrar y caminaba lentamente hacia su habitación.

Se sentaba en el borde de la cama y leía todos los otros signos zodiacales. Aries, Tauro, Cáncer, Leo, Virgo, Libra, Escorpio, Sagitario, Capricornio, Acuario y Piscis desfilaban delante suyo, mostrándole las venturas o desventuras que Madame Mireya había visto en los astros.

Géminis, su signo, lo dejaba hasta el final. Lo leía con gran detenimiento intentando encontrar mensajes ocultos entre las premoniciones dirigidas él.

Releía el pequeño párrafo una y otra vez. Lento, rápido, al derecho, al revés. Luego se fijaba en los números regentes para ese día y los sumaba para luego restarlos. El que quedara al final de las operaciones

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matemáticas era el tiempo que destinaba para hacer el recorrido a su trabajo.

Aunque ese martes 13 también hizo el cálculo de tiempo con los números que Mireya le había indicado, hubo algo que le llamó más la atención. «Géminis, el azul del cielo bajará hoy a ti y te hará muy feliz». Esa última línea del horóscopo, no supo por qué, le infundió esperanza.

Se metió a bañar. La ducha era siempre con agua fría. En alguna de las recomendaciones de los viernes que había hecho la famosa adivina, mencionaba los poderes regenerativos que tenía un baño así y ese mismo día Manuel había mandado desinstalar el calentador de agua.

Se secaba con rapidez y antes de vestirse leía su horóscopo un par de veces más. Hecho esto, elegía la ropa y con gran parsimonia se ponía cada una de las prendas no sin antes perfumarse, prácticamente cada parte del cuerpo, con esencia de naranja y clavo.

«El clavo es contra la mala vibra, la naranja es para llamar al amor», repetía en un murmullo a manera de mantra mientras se aromatizaba y vestía.

Luego de ese pequeño ritual, nuevamente con el periódico en la mano, se disponía a desayunar. Con la izquierda lo sostenía y con la derecha tomaba ya fuera la taza de café o el tenedor con el que picoteaba un plato de fruta o unos chilaquiles. Una vez que acababa de comer guardaba el periódico en su maletín y salía al trabajo. Ese martes 13 disponía de 20 minutos para el trayecto.

Como su trabajo estaba a 3 cuadras de su casa debió dar un amplio rodeo para gastar el tiempo que tenía a favor. De pie frente a su casa tuvo una duda: ¿Debería caminar hacia el norte o hacia el sur? «¿Qué haría Mireya?», pensó. Decidió que si pasaba un coche rojo en los siguientes minutos debía de ir a la izquierda (al norte) pero si pasaba uno negro iría a la derecha (al sur).

La espera duró poco. Apenas unos segundos después vio que venía un auto negro y empezó su marcha.

Ir al sur era algo que no hacía frecuentemente, se decía que esa zona era para la gente rica de la ciudad y no se sentía cómodo, sin embargo la señal, es decir el coche negro, había marcado que fuera hacia ese lugar y no debía cuestionarla.

Iba viendo hacia todos lados. Las tiendas de diseñador, cafeterías y galerías le confirmaban que ese no era lugar para él así que estuvo checando su reloj constantemente, ansioso por saber cuánto quedaba de los 20 minutos.

Habían pasado 12 y decidió que era momento de dar vuelta en sentido contrario para llegar a tiempo a su trabajo. Volvió a revisar el reloj y al levantar la vista se encontró con algo que consideró una señal definitiva.

Se detuvo por completo y apresuradamente sacó el periódico de su maletín. «Géminis, el azul del cielo bajará hoy a ti y te hará muy feliz», leyó en voz alta. Ahí estaba. Según lo escrito ese día por Madame Mireya con solo cruzar la calle encontraría la felicidad. Lo hizo.

Se asomó por el ventanal y finalmente se decidió a entrar a la librería. Cerró la puerta tras de sí y la vio nuevamente. Su señal. Una mujer con una blusa azul cielo, como decía en su horóscopo. Claro, lo escrito por Madame Mireya no mencionaba a una mujer pero sí a la felicidad, algo que Manuel había buscado por mucho tiempo. Quizá ella pudiera dársela.

—Buen día— dijo Manuel.

—Buen día— respondió Andrea — ¿Busca algún libro en especial?

—Sí— respondió Manuel y se quedó en silencio un momento —el de contabilidad de Suárez y Hill.

—No lo tengo, ayer vendimos el último,

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pero si lo pido me llega pasado mañana— dijo Andrea sonriendo.

Andrea pensó que ese hombre no estaba tan feo. Alto, delgado, con el cabello castaño y un aire de tímida elegancia en sus modales. Le pidió que le dejara sus datos para avisarle cuando llegara su copia del libro de contabilidad que necesitaba.

Vio como sacaba del maletín una tarjeta en la que anotó su teléfono. Cuando Manuel extendió la mano con el pedazo de papel, Andrea vio que su cliente llevaba puesta una finísima pulsera roja, tan roja como el listón que ella traía bajo la ropa.

—Qué bonita su pulsera—, dijo Andrea al recibir los datos. —Gracias—, respondió Manuel bajando la mirada —es que es martes 13, más vale prevenir, ¿no cree? —. Vaya que Andrea lo creía.

Manuel volvió a checar el reloj y se dio cuenta de que ya habían pasado muchos más de los 20 minutos que disponía ese día para llegar a su trabajo. Se despidió de Andrea y salió precipitadamente pero sin dejar de sonreír.

Él iba prácticamente corriendo de camino a su oficina pero pensado en el azul cielo de la blusa que llevaba esa mujer a quien, apenas se dio cuenta, no le preguntó su nombre.

Ella en cambio, no dejó de acordarse de las manos largas y elegantes del hombre que acababa de irse, pero sobre todo de la pulsera roja que traía puesta. «Debe ser él» pensó, «el encuentro que me va a cambiar la vida».

Al día siguiente, miércoles 14, tanto la rutina matutina de Andrea como la de Manuel siguieron su curso normal. Ella nuevamente con la cinta roja bajo la ropa y vestida del color que mandaba Madame Mireya, verde; él con su unción de clavo y naranja, luego de hacer cuentas para administrar su tiempo antes de llegar al trabajo.

El día hubiera pasado sin mayor novedad si ambos no hubieran estado esperando algo. Manuel la llamada de Andrea; ella el libro de contabilidad para llamar a Manuel. «¿De qué signo será?», se preguntaron ambos varias veces.

Por fin llegó el jueves 15 y con este, el libro. Andrea se había vestido de naranja, un color que según Madame Mireya le daría mucho y llevaba el listón rojo bajo la ropa.

A Manuel le había costado un poco de trabajo concentrarse mientras se perfumaba todo el cuerpo; más aún al estar sumando y restando los números del día que señaló Madame Mireya en el horóscopo. Tenía apenas 4 minutos para llegar al trabajo. Entró algo agitado a su oficina y dejó el maletín mientras se dejaba caer en su silla. Un par de minutos después sonó el teléfono.

—Buen día señor Manuel, habla Andrea, de la librería— dijo ella algo nerviosa.

—Ah, sí ¡Qué gusto señorita! Discúlpeme que no le pregunté su nombre.

—No se preocupe, llevaba prisa ese día. Ya tengo su libro ¿Puede pasar más tarde por él?

—Mejor mañana en la mañana— respondió Manuel, quería saber antes qué decía Madame Mireya en el horóscopo.

—Muy bien, mañana lo espero— dijo Andrea.

—Perdone, antes de colgar… tengo una pregunta para usted. Espero no molestarla— dijo Manuel entre titubeos.

—No creo que pueda molestarme— respondió Andrea y sintió un vuelco en el corazón.

—¿De qué signo es?— preguntó Manuel.

—Es algo que yo también quería preguntarle, yo soy Tauro y ¿Usted?

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—Yo soy Géminis— dijo Manuel de manera apresurada —espero no haberla incomodado con la pregunta.

—Para nada— respondió Andrea con una gran sonrisa —lo veo mañana— y colgó.

El viernes 16, muy temprano, Manuel salió a la puerta de su casa por el periódico. Con ansiedad buscó el horóscopo. Deseaba que no lo movieran tanto de página. Cuando por fin lo encontró casi se cayó de espaldas. No lo podía creer. Sin embargo ahí estaba. Madame Mireya no se equivocaba, durante 5 años lo había ayudado a alejar malas vibras y a mantenerse sano.

Hasta el día anterior, había pensado que por fin llegaría ese amor que tanto le habían prometido los astros, a través de la mejor adivina de la ciudad, pero ahora se daba cuenta de que no era así. Estaba escrito que debía esperar más.

Era viernes, día de la recomendación semanal de Madame Mireya. «Géminis, el amor llegará pero debes ser paciente. Signos compatibles: Capricornio y Piscis. Signos totalmente incompatibles: Tauro y Cáncer».

Estaba decidido, no iría por el libro de contabilidad.

III

Ese mismo viernes 16, el editor de sociales de El Rotativo de la Mañana estaba preocupado. Ya no sabía a quién encargarle que escribiera los horóscopos.

Llevaba años turnando la tarea entre los reporteros y fotógrafos que estaban a su cargo pero acababan de recortarle el personal y los pocos que quedaron se negaron a escribir algo por lo que no les pagaban extra y tenían que firmar como Madame Mireya. ¿Qué hacer?

—Carmelita,— dijo por teléfono el editor a la encargada de recursos humanos —consígame por favor una practicante… No, no importa de qué carrera sea, es para escribir los horóscopos… Sí, ándele, pero que sea rápido, me urge... Sí, ¡Gracias!

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Javier Armendáriz

El toro que aprendió a nadar

El sobaco de la mujer del asiento a la derecha de Benjamín olía como si alguien hubiera puesto la cabeza de un animal muerto debajo de su brazo hacía semanas. Adelante, el chofer del autobús echaba silbidos enloquecidos por la ventana mientras remaba por un mar de asfalto haciendo de acá para allá la palanca de velocidades. A su derecha, un joven de mostacho zapatista hablaba por su teléfono celular mientras el café en su mano izquierda se bamboleaba al ritmo del remar del conductor. Una aguda melodía de trompetas y acordeones salía de cada esquina del vehículo y repiqueteaba en el cráneo de Benjamín como un pájaro loco. Era una canción bastante popular en esos días, también la había escuchado por la mañana en la radio, mientras leía la nota de Sol sobre la barra de la cocina.

Las palabras sobre el papel se habían entretejido con la canción en su mente. Turu-turururu Querido Benjamín tun-turun-turun espero no te moleste lo del auto turun-turuuun. El coro de la canción hablaba sobre cómo era necesaria una reestructuración empresarial en la oficina y que los servicios de algunas personas se habían vuelto prescindibles. Turu-tururu Lo sentimos, Benjamín, Turun-turun lo sentimos tanto, tumtum-ps. La canción se vaciaba desde cada bocina y llenaba el autobús con un petróleo espeso que sube hasta la cintura de Benjamín.

Una gota del café del zapatista se elevó en el aire, formó una esfera temblorosa en el vacío y volvió a caer en el vaso. Benjamín la observó en cámara lenta. Cuando volvió a caer le pareció que una ola se formaba dentro del autobús y le golpeaba del plano en el rostro. La canción terminó y la voz

femenina de una locutora comenzó a hablar. “¡Buenas noches a todo mundo allá afuera! Quédense con nosotros para un capítulo más de su radionovela favorita Días soleados”.

Créditos iniciales. Sonidos de campanas escolares. De fondo una pista de violín.

Sol: Oh, Benjamín. Los días son tan maravillosos a tu lado.

Benjamín: (Voz cargada de arrogancia e ímpetu juvenil) Sabes que me vuelves loco, preciosa.

Sonidos de besos, caricias y saxofones.

Sol: (Ojitos pispiretos) ¿Sabes qué me encanta de ti? La manera en que parece que lo que te propongas, lo logras. Tu fuerza de voluntad es enorme. ¡Por algo eres un Tauro!

Benjamín: No seas tontita. Esas cosas no son más que descaradas, insulsas patrañas.

Sol: ¿Entonces no crees en nada? ¿Ni siquiera en el destino?

Benjamín: Creo en las cosas que puedo hacer por mí mismo; como esto (La besa).

Sol: ¡Oh, Benjamín!

Regresamos con más de Días Soleados después de unos comerciales.

Mientras alguien habla de las maravillas de un cepillo de dientes con tecnología de la NASA, el autobús se alarga y encoje como el acordeón de la canción de hace un rato. La marea se eleva hasta el cuello de Benjamín y una gota del petróleo se le mete en la nariz. ¿Nadie se da cuenta de que están inundados? ¿Nadie lo ve luchando por no ahogarse? Alguien en los asientos de adelante lee el periódico, abierto como una mariposa frente a su rostro. Benjamín logra leer una de las noticias:

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Me voy. No llames por favor: Sol

Perdona por llevarme el auto.

—Es una de las mejores películas que he visto.— dice el zapatista después de darle un ligero sorbo a su vaso, que ya no está lleno de café sino de aquel petróleo— El director ejecuta sin dudas una compleja alegoría acerca de la influencia del neoliberalismo sobre la escena musical caribeña de los años ochenta. Aunque creo que hoy en día pueden establecerse ciertos paralelismos con la situación de las autodefensas en Michoacán. Benjamín, como seguramente habrás escuchado, vamos a pasar por una reestructuración interna para poder competir en el nuevo panorama que se nos presenta. Como sabes, vamos a tener que realizar algunos recortes y me temo que vamos a tener que prescindir de tus servicios. Lo siento, en realidad no es culpa tuya. La selección fue casi una cosa de azar…

Él da un sobresalto y mira al zapatista con la expresión que no se había atrevido a esculpir su rostro aquella mañana. Ese mostacho se mueve como un gusano de patas amarillas y gruesas como su corbata que se arrastra, se arrastra y le dice que todo fue cosa de azar. El asco le provoca un espasmo que hace que el café del zapatista se derrame como una cascada marrón sobre su camisa. Le quema el vientre como lo hace en las paredes de su cráneo las letras de la nota sobre la barra de la cocina, que se le mecanografían con ácido por adentro.

El autobús se hace grande y chico cada vez más rápido, es un pulmón que a cada inhalación se va llenando más y más y llega ahora hasta la quijada. Se levanta y siente una vibración en su garganta que no tiene sonido pero atrae las miradas de todos en el camión como si les hubiera clavado la nariz con muchas cañas de pescar y las hubiera jalado hacia sí. Puede sentir cómo el petróleo se le mete de lleno en la boca

y baja a litros por su cuello. El zapatista abre los ojos y aún así son pequeños como dos huevos de tortuga. La señora levanta el brazo para cubrirse el rostro y una cabeza de pescado mira a Benjamín directo a los ojos antes de gritarle que por favor no llame, que ojalá no esté molesto por el auto y que sus servicios ya no serán requeridos pero que no se preocupe porque tiene la fuerza de un Tauro. Él piensa que los toros no saben nadar.

Entonces todo se borra. El petróleo llega hasta el techo, le pone a Benjamín las manos sobre el rostro y no lo deja ni ver ni respirar. Siente una sacudida que le recuerda a un juguete que tenía de niño, en el que se podía dibujar maniobrando dos pequeñas perillas y cuyos trazos desaparecían cuando uno lo agitaba.

Lo siguiente que Benjamín ve es al autobús de costado en una esquina, como un indigente pasado de copas. Luces rojas y azules por todos lados, dando vueltas. Un montón de sombras yendo de acá para allá. Le toma un minuto comprender que el autobús es el autobús y que no está como debería de estar. Lo asusta el viento frío que sopla por lo largo de la calle. Todo su tórax se siente caliente. Su camisa blanca no lo es más. Es negra. Vagamente se pregunta si las manchas corresponden al café, al petróleo o si son sus tripas contenidas dentro de su ropa como un saco improvisado y no muy eficiente. Respira lentamente, esperando una oleada de dolor. Nada. El viento sigue soplando y una hoja de papel va por ahí, como si estuviera viendo la escena con curiosidad.

Benjamín se pone en pie, toma el papel del suelo y lo reconoce como una página del periódico del hombre de los asientos frontales. Son los horóscopos del día.

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Tauro: Viene un trecho en tu camino plagado de obstáculos. Es posible que las cosas se pongan difíciles, pero puedes sortearlo si te aferras a tu voluntad hasta que todo mejore. Será un día un poco abrumador, pero entre tantas molestias puede que encuentres un suceso increíblemente afortunado.

Leyó tres veces antes de volver a mirar a su alrededor. Alguien gritaba a lo lejos, es una silueta amorfa que le recuerda más a las ramas de un árbol que a una persona. Cada pieza de su cuerpo perfectamente ensamblado se sentía maravillosa. Se echó a reír mientras veía la hoja con el amor que se le dedica a una vieja amiga. La besa, como un náufrago que acaba de encontrar una boya a la cuál aferrarse en medio del mar.

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Miguel Pérez

El Flaco

El sicario presionaba contra mi frente con su cuerno de chivo. No comprendo cómo llegué a este punto. Es la primera vez en toda mi vida que tengo el temor real de morir. ¿Por qué aquí? En este bodegón abandonado; de madrugada, en medio de este jodido semidesierto que es la nada donde me tocó nacer, a las afuera de esta triste ciudad de frontera de la que nunca me despegué, si acaso cuando iba al otro lado.

Pensándolo bien la culpa es del Flaco y que patético que mi último pensamiento sea un “chinga a tu puta madre pinche Flaco culero”. Pero pendejo yo, que le hice caso; si este bato nada más se la vive cagándole el palo a quien se le atraviese.

El Flaco es un huerquillo que cree que sus tres pelos ya son bigote. Le encanta andar por ahí diciendo que él anda jalando con la gente, que es de los del cartel. Pero esos no lo agarran ni de chiste, si es piedrero conocido. No, si lo mañosos no se arriesgan con un bato así, ya todo adicto, y luego lengua suelta, pues menos.

Pero hasta eso, me cae bien; la verdad le doy sus pesitos para que me vaya a traer los mandados; pues es para lo único que sirve, porque él muy bestia ni la secundaria terminó. No llega a los veinte, pero de tan pinche flaco y chaparro se ve más morro. Y que agradezca que su jefecita es una doña de ley, bien trabajadora, buena vecina; en serio da lástima la pobre, de tres sus tres hijos no se hacen uno: los dos mayores ya casados y llenos de hijos, ninguno le salió bueno para la escuela, y andan de operadores en la maquiladora; ganando

una miseria para medio pagar la renta y darle de comer a los plebes. Pero el Flaco no sólo no estudió, sino que además es un huevón; no trabaja, depende de la pobre mujer, no se le conoce novia, pero dicen que tiene una morra embarazada en una de esas colonias que están cerca del parque industrial. También dicen que es mayate, y no lo dudo, porque ¿de dónde saca para la piedra si no trabaja?

La doña era esposa de un viejón que trabajaba para la gente, pero cuando el cartel se dividió, al viejón fue de los primeros que se echaron. Borracho, parrandero y mujeriego, dejó a la viuda sin un centavo, pero todos lo recordamos cargando fajos de dólares, manejando un trocón.

En fin, me vienen muchas cosas a la mente, mientras tengo a un guarro que seguramente dejó el ejército para trabajar del lado de los que mueven el dinero apuntándome con un AK47; siento el frio del metal en mi piel. Sí, el miedo me hace temblar, siento que las rodillas me traicionaran en cualquier momento, y sé que si eso ocurre, este hijo de puta que tengo enfrente me coserá a culatazos.

Por eso pienso en cualquier cosa para distraer mi mente, y llego a la misma conclusión: ¡pinche Flaco culero!

A veces tomo unas cervezas con él, asamos carne. El Flaco no tiene amigos, creo que me busca porque no lo tiro a loco como todos en la cuadra. Lo escucho, le digo que se ponga a jalar en serio, que regresé a la escuela; es muy joven, aún puede hacer algo con su vida.

También fumamos mota, digo, no soy perfecto, me gusta la hierba. Alguna vez me di un pase, pero no, no es lo mío; al pinche Flaco le gusta la piedra, y esa es la mierda más grande que hay, no sé qué le ven a eso. El efecto no les dura ni un minuto, y se ponen todos paranoicos. Ya me ha tocado verlo así, lo dejé que quemara la piedra

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en mi casa una vez, me dio curiosidad, ver como armaba una pipa con una lata vacía, la aplastaba, la perforaba al costado varias veces con el anillo que tiene en la boquilla la misma lata hasta armar una rejilla, ver como juntaba la ceniza del cenicero y la ponía en los agujeros, sobre esta ponía la piedra, con mucho cuidado, no podía ser de otra forma, con lo que vale esa basura y el pedacito que les dan.

Pero al verlo como se puso ya no me quedaron ganas de dejarlo fumar, si quiere loquera en mi casa que fume hierba conmigo; incluso, no hay problema si se mete un pericazo, la gente en coca me cae bien, toda acelerada, no paran de hablar, quien bailar, correr, coger…

–¡Órale hijo de la chingada! ¡Camínale perro!– Grita otro guarro mientras a punta de patadas empuja al Flaco al bodegón. Los ojos hinchados, amoratados. Los labios reventados a puñetazo limpio. Le escurre la sangre desde el rostro hasta los pies.

–¡Ahora sí pinches putos! ¿Se querían ir al agua con la mercancía? ¡Ya se los cargó la chingada culeros!– Agregó un tercer matón que no alcanzaba a ver, sólo lo escuché.

Se acercó un pelado grandote, ya viejón pero bien fuertote. Nos miraba sin decir palabra, como adivinando algo que ni yo mismo sabía; soy presa del terror, esa es la verdad. El pelado habló después de un rato:

–A ver ojetes ¿Quién fue el vivo que creyó que me iba a chingar? Ya se van a ir a chingar a su madre, así que cántenle, para que se vayan al infierno con una culpa menos.

¿Qué fue lo que pasó? Pasó que el pinche flaco andaba como siempre de vago; siguiendo a los halconcillos, soñando con ser sicario un día. Pasó que los halconcillos estaban con el gramero en el punto, tragando camote.

Pasó que ese día una troca fue a dejar mercancía al punto. De la nada salieron los federales y comenzaron a dispararles, ni tiempo dieron a que se armara la balacera.

Pasó que entre tanto plomo el pinche Flaco alcanzó a tirarse en una zanja que habían abierto los de drenajes y en su lance agarró la bolsa con la mercancía que tenía en la mano el cadáver del bato de la troca. Y como sólo podía pasarle a él, cupo por las tuberías y se arrastró un par de cuadras hasta que encontró una salida.

Todo esto lo sé porque el idiota me lo contó. Ya afuera se echó a correr y al muy pendejo se le ocurrió llegar a mi casa. Cubierto de mierda y sangre, cargando una bolsa del súper llena de mugrero. Sin preguntarle nada le dije que se metiera a bañar y le presté ropa, que le quedaba ridículamente grande.

Pasó que al pinche Flaco después de contarme como estuvieron los balazos; se le ocurrió que podía vender la droga al menudeo, sacar una lana para irse de rol a la playa. Y en su delirio me pidió que lo ayudara a vender. Obviamente lo mandé a chingar a su madre. Aquí todos saben cómo les va a los que se quieren llevarse mercancía de la gente sin pagar.

Salió el Flaco corriendo de mi casa, agarrándose la bermuda que le presté con una mano porque se le caí y en la otra la bolsa. Pero antes de llegar a la esquina, los guarros con cuernos de chivo lo vieron.

Y no sé qué pinches ganas de joderme la vida tenía ese Flaco que se fue a meter a mi casa y ahí fue donde nos cargó la verga porque estos pinches guarros nos agarraron y nos subieron a una troca a punta de cachazos y patadas.

Cuando llegamos al bodegón, el Flaco necio quiso pelarse, pero al final ya estamos aquí…

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Perdí el conocimiento un momento, cuando reaccioné, estaban tableando al flaco, colgado de una viga del bodegón por las manos, desnudo, recibía golpe tras golpe. El que me tenía encañonado me arrastró hacia afuera.

– Mira hijo de tu chingada madre, ese pinche Flaco le acaba de decir al patrón que tú no tienes vela en el entierro… Y dice el patrón que te suelte a la verga… Te quitas los zapatos y te vas corriendo sin parar derechito a la chingada… Y cuidadito con andar abriendo el hocico por ahí.

Todos aquí sabemos que esta gente rara vez perdona; y cuando lo hace te sueltan descalzo en algún terreno como este, te hacen correr sin voltear, y apenas arrancas disparan al aire o al suelo, casi rosando tus pies para que del miedo te orines y ellos se descosan a carcajadas.

Aún no he comenzado a correr, pero mis pantalones ya están mojados.

¡Pinche Flaco! Te voy a extrañar.

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PoesíaSr. Sparcio

Lo más tonto de la vida

La conocí al fin. Me servirá para nada. La conocí porque lancé la moneda a cara o cruz contra el suelo. La seguí por el boulevard cien metros, la seguí otros cincuenta cuando cambió de calle.

Ella es la mujer… Es la mujer que tienes que conocer una vez en la vida. Es hermosa por fuera. Por dentro no lo sé. No lo creo. Sé que suena cruel. Pero así es la vida.

Aquel traje blanco con negro, con algo rojo estampado… Como un carrusel. tenía que saber su nombre. La conocí al fin. Qué irónica manera de conocer a alguien.

Soy tímido, nunca hago esto; soy tímido, pero la moneda me dio permiso. Había lanzado volados unas 12,000 veces antes en los últimos años,

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acertando unas 10,000 sé que suena increíble. Así es la vida.

Azarosamente, lograba conocer el futuro. Será por eso que me encuentro como espantapájaros. Me siento correoso y enfermo. Sé que suena mal; saber cosas que vendrán; debería hacerme sentir importante, iluminado, destacado; pero ustedes ya lo saben, sólo recuerden una cosa:

Así es la… Ella voltea, me mira y me guiña el ojo, se adelanta un poco. La seguí hasta que cruzó la calle, vi su rostro, los labios rojos, su tez morena clara. Perfil hermoso, perfil desafiante, como una obra de arte hecha con sangre, como el calor interno de los amantes. Me mira a los ojos: es perfecto.

Ella me mira fijamente y sonríe pícaramente. Y yo que lo creí más difícil. Ella sigue andando y da vuelta otra vez.

Cruzo la calle. Y de repente: El negro. Como un parpadeo eterno. Negro. La conocí al fin ¿Azar? ¿Destino?

La hermosa —en rojo, especial, perfecta— muerte. La conocí al fin, pero no me servirá de nada.

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