Revista Enigmas Misteriosos e Inexplicables Número 5

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Número 5 Mayo de 2015. Primeras páginas. Contenido: Primeras páginas de Julia B. y la rebelión de los guardianes de la Cuarta Fase / Caso Ruwa: Humanoides en África / Ciudades perdidas del Amazonas

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SUMARIO

PRIMERAS PÁGINAS DE JULIA B. Y LA REBELIÓN DE

LOS GUARDIANES DE LA CUARTA FASE, LA NUEVA

NOVELA DE MARCUS POLVORANCA

CASO RUWA, ALIENÍGENAS EN ÁFRICA

LAS CIUDADES PERDIDAS DEL AMAZONAS

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EDITORIAL

La primavera trae consigo las ganas de viajar. Es una época de resurgir, de salir de esa cueva en la que nos hemos refugiado en invierno para conocer ese mundo que un año más vuelve a renacer. En esta ocasión nos hemos querido ir a lugares poco transitados, apartados del mundanal ruido donde también –quizá más, quién sabe– reside el misterio. En este nuevo número nos trasladamos al Amazonas, para tratar de descubrir las ciudades perdidas que desde hace siglos intrigan a aventureros e investigadores de todo tipo, y a África, para conocer uno de los casos más inquietantes y reveladores del fenómeno OVNI. Será –y esto es una primicia de la que nos mostramos muy orgullosos– en compañía de las primeras páginas de la nueva novela de Marcus Polvoranca, titulada Julia B. y la rebelión de los guardianes de la Cuarta Fase, que mezcla, de manera magistral, el exotismo de los lugares lejanos y el siempre apasionante mundo de la ufología, en un thriller de misterio e intriga que, como en su primera novela –primera parte de ésta– promete mantenernos en vilo hasta el final de la trilogía, prevista para el año que viene…

Marcus Polvoranca, mayo de 2015

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JULIA B. Y LA REBELIÓN DE LOS GUARDIANES

DE LA CUARTA FASE

Primeras páginas de la nueva novela de Marcus Polvoranca, continuación de Julia B. y la leyenda de la isla perdida en mitad de la noche, que se pondrá a la

venta próximamente.

CAPÍTULO PRIMERO

Lo primero que sintieron nada más bajarse del

avión fue una bofetada de bochorno denso,

pegajoso y asfixiante, y la humedad en forma de

sudor empapándoles la piel por debajo de la ropa.

Diez horas habían sido suficientes para

convertirles en viajeros del tiempo; peregrinos de

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mirada confusa y ademanes lentos, y cansados,

que se desplazaban como zombies por la pista de

aterrizaje y que de alguna manera estaban ligados

aún a ese mundo frío y lejano del que sus ropas

gruesas –aquellos chaquetones y abrigos pesados;

aquellos gorros, jerséis y bufandas, que todavía

llevaban muchos de ellos encima– suponían el

más vivo e indiscutible recuerdo.

–¿Te encuentras bien, Julia?

–Sí, sólo un poco cansada.

Para la mayoría, el viaje terminaba

prácticamente allí, a falta del trayecto en autobús

hasta playa Cocotero, y sus urbanizaciones y

complejos hoteleros de buffet libre y pulseritas de

todo incluido. Probablemente Julia se hubiera

mostrado más animada de ser aquél su caso, pero

la realidad era que para llegar a su destino tendría

aún que esperar algo más de tiempo; mucho más,

seguramente, de lo que se aventuraba a su

alrededor.

–¿Y cómo váis hasta isla Lucero? ¿En avión?

–No, no, qué va. Iremos en un ferry que sale

cada dos horas desde Punta Limón, un pueblecito

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que está de la capital a sólo treinta kilómetros de

distancia.

–Ah, entonces no os queda nada…

–¡Ya te digo! Yo pensaba que estaba más

lejos…

Y es que para Javi, su novio, no era suficiente

con tomar un avión y cruzar medio mundo para

disfrutar de unas vacaciones, no; había que ir más

allá, salirse de los convencionalismos y tomar el

camino contrario al de aquellas muchedumbres

ávidas de holgazanería y comida rápida que –

defendió en numerosas discusiones a lo largo de

los últimos meses– todo lo estropeaban con su

voracidad de conversaciones vulgares y música

excesivamente alta, tal y como insistió en señalar

mientras observaban, antes del despegue, a los

numerosos grupos de estudiantes, parejas de

recién casados y jóvenes en despedida de soltero,

que se iban colocando en los asientos que tenían

alrededor y que cuadraban perfectamente con

aquella descripción.

Fue por eso –Julia sabía que en algún

momento le sería útil recordar todo aquello– que

tan raro le resultó ver las buenas migas que, de

alguna manera, hacía con aquellos dos pesados

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que se adhirieron a ellos hacia la mitad del viaje;

una pareja de cuarentones de lo más excéntrica –

ataviados como para salir en un vídeo de Mötley

Crüe– cuya conversación era desde luego mucho

más escandalosa que cualquiera de las que se

habían desarrollado hasta entonces en el avión.

Él, el chico, de nombre Fran –un tipo grande,

medio calvo, peinado con una coleta raquítica de

cuatro pelos más bien grasienta– se había

acercado a ellos y les había pedido permiso para

ocupar los asientos vacíos que se encontraban

junto al de Julia. Tras obtener el sí –que Javi le

había otorgado con una sonrisa–, había hecho

aparición Lou, la chica, una rubia teñida de

amarillo platino con la tez muy pálida y los labios

pintados de rojo muy intenso, llena de cadenas,

anillos, y pulseritas de plata.

Había sido el comienzo de una pesadilla que

se agravaba con los constantes “digamos” que el

chico repetía a cada paso, y con las risas

desmesuradas que ella soltaba constantemente sin

venir a cuento, por cualquier chorrada que Javi o

su novio soltasen en medio de la conversación,

que igual podía girar en torno a música –ahí sí que

había cierta conexión en torno a los gustos de Javi

y de aquellos dos–, coches –la chica solicitaba

entonces el auxilio de Julia, que inmediatamente

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se hacía la dormida, o pasaba de ella mirando por

la ventanilla– o aquella isla Lucero a la que Julia

y Javi se dirigían, y que ellos, los estrafalarios,

parecían conocer sorprendentemente bien aunque

su destino fuera también playa Cocotero.

–¿Seguro que te encuentras bien, Julia?

–Sí, sí, de verdad. No os preocupéis.

De modo que aquella cara tan larga estaba

plenamente justificada, y por muchos esfuerzos

que hacía –cada vez menos, según se le

acumulaba el cansancio y el malestar– era

imposible que no se le notase.

Con esa actitud aguardó pacientemente a que

aparecieran sus maletas en la cinta de equipajes;

después, soportó el siempre engorroso trámite del

control de pasaportes y la aduana, y por fin,

alcanzó ese momento de la despedida que parecía

que nunca iba a llegar, y que para ella suponía

toda una liberación.

–Bueno, chicos, pues ha sido un verdadero

placer.

Debió de ser el único momento en que Julia

sonreía de verdad.

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–Sí, la verdad es que nos da un poco de penita

incluso –era Lou la que hablaba.

–A ver si podemos vernos estos días –dijo

Fran, el de la coleta.

Julia ensombreció levemente el gesto; casi se

echó a temblar al escuchar la posibilidad de que

aquellos dos se unieran a una de las excursiones

que, al parecer, se organizaban desde playa

Cocotero hasta isla Lucero frecuentemente.

–Claro –respondió amablemente Javi–,

dejadme vuestro teléfono…

Julia presenció con impotencia cómo se

producía el intercambio de números, diciéndose a

sí misma que en cuanto pudiera le dejaría claro a

Javi que todo aquello terminaba ahí, que no quería

volver a ver a esos ni en isla Lucero ni por

supuesto en Madrid, como también se llegó a

comentar.

–¿Lo tienes?

–No, creo que no. Llámame otra vez, a ver si

se me queda grabado.

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Fue nada más darles la espalda, tras la última

tanda de besos y abrazos, cuando se dirigían ya

hacia la salida del aeropuerto.

–Dios mío, ¡qué horror! –dijo, casi

escupiendo–. ¡Qué pesadilla!

–No te han caído bien, ¿no?

–¿Caerme bien? ¡Joder, Javi, las coges al

vuelo!

–Yo creo que son muy majos…

–Majísimos, sí, y muy interesantes.

Javi trató de encajar aquellas críticas con

deportividad.

–Estás cansada, y lo ves todo negro. Cuando

lleguemos a isla Lucero y estemos por fin

instalados y paseando por la playa, ya verás cómo

te cambia el ánimo.

–Lo que no se te ocurrirá es quedar con ellos,

¿eh? ¿Me oyes?

Javi se limitó a sonreír.

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–¿Me has oído?

–Sí.

Una nueva bofetada de bochorno volvió a

sacudirles violentamente cuando abandonaron el

ambiente climatizado del interior del aeropuerto y

atravesaron las puertas automáticas de cristal

hacia el exterior.

Allí, los autobuses estacionados frente a la

entrada comenzaban a llenarse de turistas y del

equipaje que estos, con ayuda de los conductores,

iban introduciendo cuidadosamente en las

bodegas dispuestas en los bajos de cada vehículo.

Tras echar una ojeada alrededor y constatar

que no había por allí ningún taxi, preguntaron a

uno de los conductores y éste les señaló varios

automóviles sin identificación que había al otro

lado de la calle.

–¿Son taxis? –preguntó Javi algo extrañado.

–Sí, señor –respondió el del autobús–. Ellos

les llevarán a donde deseen.

Julia hizo el amago de expresar en alto sus

recelos, pero comprendió que no tenía nada que

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hacer en cuanto vio la decisión con la que Javi

tomaba su maleta y cruzaba la calle en dirección a

aquellos coches. El trato con el primer conductor

que le salió al paso fue tan rápido como formular

un deseo.

–¿Al embarcadero de Punta Limón? Claro que

sí, señor, no hay ningún problema. Yo ahora

mismito los llevo para allá…

Enseguida habían guardado los bultos en el

maletero y se habían acomodado en el vehículo;

Javi delante, con el conductor, y Julia detrás,

recostada contra el asiento y la cabeza ladeada

hacia lo que iba sucediéndose a través de la

ventanilla; primero, las avenidas vacías y un poco

en construcción de los alrededores del aeropuerto;

más tarde, la carretera llena de barro y baches y

tráfico lento de camiones y autobuses oxidados,

que discurría entre campos de verde húmedo

tropical, bajo una luz opaca de cielos grises, que a

cada momento parecía a punto de romper en una

enorme tormenta.

–Pero, ¿ha estado usted aquí antes? –le

preguntaba el taxista a Javi, admirado de todo lo

que aquél decía conocer de su país.

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–No –respondía un orgulloso Javi–, me he

estado informando en Internet, nada más.

–¿Con el ordenador, dice? ¿Y de ahí sabe

tanto?

–Claro.

–¡Qué cosas tiene el progreso, señorita! –

terminaba exclamando el taxista, dirigiéndose

Julia a través del espejo retrovisor–. Yo que llevo

acá toda mi vida, y de verdad que no sé tanto…

Punta Limón, el pueblecito en que se

encontraba el embarcadero, se reveló enseguida

como un lugar con cierto encanto, lleno de casitas

de colores y edificios de estilo europeo cuyas

fachadas de piedra lucían invariablemente

devoradas por el salitre. El taxi pasó un buen rato

sorteando peatones y vehículos parados a lo largo

de su laberinto de calles empedradas y llenas de

tráfico caótico, hasta detenerse finalmente en

mitad de un solitario paseo situado a las afueras,

que discurría paralelo a una especie de canal de

aguas color chocolate, bordeado hacia el otro lado

por una línea de altos manglares.

–¿Aquí es? –preguntó Javi al taxista.

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–Sí –respondió éste–. ¿Tienen billetes?

–No.

–Pues pregunten a aquel tipo de allí –dijo,

señalando a un anciano que permanecía sentado

junto a un murete de piedra al borde del agua–. Se

llama Hércules.

–¿Cómo?

–Hércules. Les hará un descuento si dicen que

van de mi parte.

El taxista salió del coche y comenzó a sacar

los bultos del maletero.

–Este tío nos quiere timar –le dijo Julia a Javi

tratando de que no se la escuchara fuera.

Javi soltó una risita.

–¿No lo ves? –dijo Julia, señalando al

exterior–. Yo no veo el ferry por ninguna parte.

–Espera, joder –le replicó Javi sin dejar de

sonreír–. Y deja de ser tan ceniza.

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Seguidamente abrió la puerta y salió del

coche.

Julia lo hizo inmediatamente después; pudo

presenciar el intercambio de billetes entre Javi y

el taxista, después de que aquél le hubiera dicho el

importe del viaje.

–Un placer, caballero –dijo el tipo

estrechándole la mano a Javi tras la transacción–.

Espero que lo pasen muy bien en isla Lucero.

–Eso esperamos –dijo Javi.

El tipo estrechó también la mano de Julia y,

tras saludar con el brazo en alto al anciano, que

respondió casi inmediatamente desde el murete de

piedra, se metió en el coche y abandonó el lugar

yéndose por donde habían venido..

–Ale –dijo Julia– dile adiós a esos cuarenta

dólares que le has dado.

–Han sido treinta y ocho –le corrigió Javi–. Y

el viaje ha sido bastante largo.

–Bastante largo, sí. Y a ver ahora lo que nos

espera.

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–Voy a hablar con ese tipo –respondió Javi

animadamente–. Espérame aquí, ahora vuelvo.

Julia se cruzó de brazos y observó cómo el

chico se iba aproximando al anciano, que se

levantó para recibirle. Les vio ponerse a charlar

animadamente y, pasados unos instantes, creyó

ver en la actitud de Javi algo de crispación, algo

de malestar en sus aspavientos, aunque estaba

demasiado lejos como para comprender nada. No

supo lo que estaba pasando hasta que el chico dejó

de hablar con el anciano y regresó con ella.

–¿Qué ha pasado? –le preguntó la chica,

intrigada, oliéndose una mala noticia–. ¿Has

comprado los billetes?

–Bueno –respondió Javi–. La verdad es que no

vamos a ir en el barco.

Julia miró en dirección al viejo, que había

desaparecido hacia el otro lado del murete que

daba al canal; intuyó que hacia algún tipo de barca

o lo que fuera que se encontraba debajo.

–¿Qué me quieres decir? –replicó Julia.

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El chico se rascó la coronilla con nerviosismo.

Le dijo que irían en la barca de aquel hombre, que

era pescador.

–¿Cómo?

–Es la única manera…

–¡Ni hablar! ¿Y el ferry?

–No hay ferry.

–¿Cómo que no hay ferry?

–Me ha dicho que ningún ferry va a isla

Lucero. Debí de informarme mal.

Julia se quedó pensativa unos segundos;

negaba con la cabeza mientras se mordía con

rabia contenida el labio inferior.

–Si es que lo sabía… –dijo–. Pero tienes la

cabeza así –afirmó, mostrando un hueco de

tamaño considerable entre las manos–. ¿Y por qué

no regresamos al pueblo y nos informamos mejor?

–Eso sería perder el tiempo –defendió Javi–.

Además, el viejo parece un buen hombre. Me ha

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dicho que no tardaremos más de veinte minutos

en llegar a la isla; que él es de allí.

Julia empezó a resoplar. Comenzó a soltar por

lo bajo una larga retahíla de maldiciones.

–Venga, Julia, será divertido –dijo Javi,

tomando su maleta con entusiasmo e indicando

con gestos a Julia que le siguiera hasta el borde

del embarcadero–. Además, he conseguido un

buen precio.

–Pero, ¿cuánto vas a pagarle?

–¡Es igual! –exclamó el chico–. ¡Corre de mi

cuenta!

Julia le siguió a regañadientes, odiándole y

diciéndose a sí misma que la culpa era de ella por

haberle hecho caso y no haber visto lo que la

esperaba desde el principio, pero en fin. Saludó al

viejo con la firme convicción de que sus ojos,

pese a lo que había dicho Javi, escondían un

fondo de malicia que hacía prever lo peor, y dejó

que éste, y su chico, la ayudaran a meterse en la

embarcación con su maleta y a acomodarse

después sobre un tablón.

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–¿Están listos? –dijo el viejo en cuanto todo

estuvo a bordo.

–Listos –le respondió Javi, lleno de

entusiasmo.

–Pues vayámonos...

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