Revista de Estudios Sociales No. 34

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Bogotá - Colombia diciembre 2009 ISSN 0123-885X Pp.1-176 $15.000 pesos (Colombia) 34 Estética y Política I Presentación María del Rosario Acosta Laura Quintana Dossier Sergio Ariza Francesca Menegoni Ana María Amaya-Villarreal Javier Domínguez Hernández Carlos A. Ramírez María Mercedes Andrade Mario Alejandro Molano Vega Diego Paredes Luis Eduardo Gama Otras Voces Ángela Uribe Botero Diego Cagüeñas Rozo Documento Marta Traba Lecturas Juanita Maldonado C. Fernando Zalamea Ana María Amaya-Villarreal ISSN 0123-885X http://res.uniandes.edu.co Bogotá - Colombia diciembre de 2009 Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes / Fundación Social 34

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Universidad de los Andes, Colombia Facultad de Ciencias Sociales Esta Revista de libre acceso acoge los contenidos de las diferentes disciplinas de las ciencias sociales Consúltela y descárguela http://res.uniandes.edu.co/

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0123-885X

Pp.1-176$15.000 pesos (Colombia)

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Estética y Política I

PresentaciónMaría del Rosario AcostaLaura Quintana

DossierSergio ArizaFrancesca MenegoniAna María Amaya-Villarreal Javier Domínguez HernándezCarlos A. RamírezMaría Mercedes AndradeMario Alejandro Molano VegaDiego ParedesLuis Eduardo Gama

Otras VocesÁngela Uribe BoteroDiego Cagüeñas Rozo

DocumentoMarta Traba

LecturasJuanita Maldonado C.Fernando ZalameaAna María Amaya-Villarreal

ISSN 0123-885Xhttp://res.uniandes.edu.co

Bogotá - Colombia diciembre de 2009Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes / Fundación Social

34Presentación

María del Rosario AcostaLaura Quintana

Dossier

Desterrando formas poéticas en la República de Platón • Sergio Ariza–Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia.

Arte, naturaleza y sociedad en la Crítica de la facultad de juzgar de Kant • Francesca Menegoni–Universidad de Padua, Italia.

La libertad entre lo visible y lo invisible: límites y alcances de lo sublime kantiano • Ana María Amaya-Villarreal–Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

Lo romántico y el romanticismo en Schlegel, Hegel y Heine. Un debate de cultura política sobre el arte y su tiempo • Javier Domínguez Hernández–Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia.

“Todos son genios”. La crítica a la estetización de la acción política en Carl Schmitt • Carlos A. Ramírez–Universidad de Heidelberg, Alemania.

Los peligros de la estética en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” • María Mercedes Andrade–Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia.

Apariencia estética y reconciliación: arte y política en Adorno • Mario Alejandro Molano Vega–Universidad Jorge Tadeo Lozano, Bogotá, Colombia.

De la estetización de la política a la política de la estética • Diego Paredes–Universidad del Rosario, Universidad Autónoma de Colombia y Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

Arte y política como interpretación • Luis Eduardo Gama–Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

Otras Voces

¿Puede el uso de metáforas ser peligroso? Sobre las pastorales de monseñor Miguel Ángel Builes • Ángela Uribe Botero–Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

Las distancias del creer: secularización, idolatría y el pensamiento del otro • Diego Cagüeñas Rozo–The New School for Social Research, Nueva York, Estados Unidos.

Documento

La cultura de la resistencia. Marta Traba. 1973

Lecturas

María del Rosario Acosta. 2008. La tragedia como conjuro: el problema de lo sublime en Friedrich Schiller • Juanita Maldonado C.–Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia.

María del Rosario Acosta (Ed.). 2008. Friedrich Schiller: estética y libertad • Fernando Zalamea–Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

Laura Quintana. 2008. Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant • Ana María Amaya-Villarreal–Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

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Comité Editorial

FundadorEsFrancisco Leal Buitrago Ph.D. Universidad de los Andes, Colombia

[email protected]

Dr. Germán Rey BeltránPontificia Universidad Javeriana, [email protected]

dirECtorCarl Henrik Langebaek Rueda Ph.D.

Universidad de los Andes, [email protected]

Coordinadora EditorialVanessa Gómez Pereira

Universidad de los Andes, [email protected]

Editoras invitadasMaría del Rosario AcostaUniversidad de los Andes, [email protected] QuintanaUniversidad de los Andes, [email protected]

EditoraNatalia Rubio Parra Universidad de los Andes, [email protected]

Comité CiEntíFiCo

Álvaro Camacho Guizado, Ph.d. Universidad de los Andes, Colombia.

Jesús martín-Barbero, Ph.d. Pontificia Universidad Javeriana, Colombia.

lina maría saldarriaga mesa, Estudios de Ph.d. University of Concordia, Canadá.

Fernando viviescas monsalve, master of arts, Universidad Nacional, Colombia.

ColaBoradorEsFelipe EstradaTranslate ItShawn Van AusdalFernando ZalameaLucas Ospina

EQuiPo inFormÁtiCoJosé Alejandro Rubio S.

Programación y diseño webUniversidad de los Andes, Colombia.

[email protected]

Claudia VegaAsistente de publicaciones

Universidad de los Andes, [email protected]

DiagramaciónGatos Gemelos Comunicación

www.gatosgemelos.com

Impresión y encuadernaciónPanamericana Formas e Impresos S.A.

www.panamericanafei.com

El material de esta revista puede ser reproducido sin autorización para su uso personal o en el aula de clase, siempre y cuando se mencione como fuente el artículo y su autor, y la Revista de Estudios Sociales de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes.

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y no necesariamente reflejan la opinión de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes.

Portada: Bailando con la más fea. 1971. Obra de Pedro Manrique Figueroa

Guillermo Dí[email protected]

Corrección de estilo

Angelika Rettberg, Ph.D.Universidad de los Andes, Colombia.

[email protected]

Robert Drennan Ph.D.University of Pittsburgh, Estados Unidos

[email protected]

Kees Koonings Ph.D. Universidad de Utrecht, Holanda

[email protected]

Dr. José Antonio Sanahuja Universidad Complutense de Madrid, España

[email protected]

Dr. Felipe Castañeda SalamancaUniversidad de los Andes, Colombia. [email protected]

Mabel Moraña Ph.D.University of Pittsburgh, Estados [email protected]

Dr. Martín Tanaka Instituto de Estudios Peruanos, Perú[email protected]

Martin Packer Ph.D.Universidad de los Andes, Colombia.Duquesne University, Estados [email protected]

Juan Gabriel tokatlian, Ph.d.Universidad de San Andrés, Argentina. dirk Kruijt, Ph.d.Universidad de Utrecht, Holanda.Gerhard drekonja-Kornat, Ph.d.Universidad de Viena, Austria. Jonathan Hartlyn, Ph.d.University of North Carolina, Estados Unidos.

Revistade Estudios Sociales34 Bogotá - Colombia Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes / Fundación Social

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issn0123-885X Periodicidad: Cuatrimestral (abril, agosto y diciembre) Pp: 1 - 176Formato: 21.5 X 28 cmTiraje: 500 ejemplaresPrecio: $ 15.000 (Colombia) US $ 8.00 (Exterior) No incluye gastos de envío

INDEXACIÓNLa Revista de Estudios Sociales está incluída actualmente en los siguientes directorios y servicios de indexación y resumen The Revista de Estudios Sociales is currently included in the following indexes and data bases Os artigos publicados pela Revista de Estudios Sociales são resumidos ou indexados em:

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Portales Web a través de los cuales se puede acceder a la Revista de Estudios Sociales:

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CANjEs Sistema de Bibliotecas- Universidad de los Andes Carrera 1 este N°19 A-40 Ed. Mario LasernaBogotá D.C. Colombia Tels. (571) 3 32 44 73 – 3 39 49 49 Ext. 3323 Fax. (571) 3 32 44 [email protected]

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CArLos ANguLo gALvIs

Rector

josé rAfAEL toro gÓmEz

Vicerrector Académico

CArL HENrIk LANgEbAEk ruEDA

Decano Facultad de Ciencias Sociales

DANIEL mAurICIo bLANCo

Coordinador Editorial de Publicaciones SeriadasFacultad de Ciencias Sociales

DIstrIbuCIÓN y vENtAs

revista de Estudios sociales universidad de los andes

Decanatura De la FacultaD De ciencias sociales

Carrera 1 E No 18ª -10, Edifício Franco Of. 202Bogotá D.C. Colombia

Tel. (571) 3324505 -Fax (571) [email protected]

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Revistade Estudios Sociales34 Bogotá - Colombia Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes / Fundación Social

http://res.uniandes.edu.co ISSN 0123-885X

La revista de Estudios sociales (rEs) es una publicación cuatrimestral creada en 1998 por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes y la Fundación Social. Su objetivo es contribuir a la difusión de las investigaciones, los análisis y las opiniones que sobre los problemas sociales elabore la comunidad académica nacional e internacional, además de otros sectores de la sociedad que merecen ser conocidos por la opinión pública. De esta manera, la Revista busca ampliar el campo del conocimiento en materias que contribuyen a entender mejor nuestra realidad más inmediata y a mejorar las condiciones de vida de la población.

La estructura de la Revista contempla seis secciones, a saber:

La Presentación contextualiza y da forma al respectivo número, además de destacar aspectos particulares que merecen la atención de los lectores.

El dossier integra un conjunto de versiones sobre un problema o tema específico en un contexto general, al presentar avances o resultados de investigaciones científicas sobre la base de una perspectiva crítica y analítica. También incluye textos que incorporan investigaciones en las que se muestran el desarrollo y las nuevas tendencias en un área específica del conocimiento.

otras voces se diferencia del Dossier en que incluye textos que presentan investigaciones o reflexiones que tratan problemas o temas distintos.

El debate responde a escritos de las secciones anteriores mediante entrevistas de conocedores de un tema particular o documentos representativos del tema en discusión.

documentos difunde una o más reflexiones, por lo general de autoridades en la materia, sobre temas de interés social.

lecturas muestra adelantos y reseñas bibliográficas en el campo de las Ciencias Sociales.

La estructura de la Revista responde a una política editorial que busca hacer énfasis en ciertos aspectos, entre los cuales cabe destacar los siguientes: proporcionar un espacio disponible para diferentes discursos sobre teoría, investigación, coyuntura e información bibliográfica; facilitar el intercambio de información sobre las Ciencias Sociales con buena parte de los países de la región latinoamericana; difundir la Revista entre diversos públicos y no sólo entre los académicos; incorporar diversos lenguajes, como el ensayo, el relato, el informe y el debate, para que el conocimiento sea de utilidad social; finalmente, mostrar una noción flexible del concepto de investigación social, con el fin de dar cabida a expresiones ajenas al campo específico de las Ciencias Sociales.

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L a discusión acerca de las posibles relaciones entre estética y política suele ubicarse, o bien en medio de las reflexiones que rodearon el fenómeno del fascismo durante y después de la Segunda Guerra Mundial, o bien, de manera más amplia, en relación con los planteamientos que se ocupan de los problemas y preguntas que alimentaron el pensamiento moderno.

Así, es conocida la afirmación de Walter Benjamin acerca del fascismo como una forma de “estetiza-ción de la política”, y con ello, su advertencia acerca de los peligros latentes en cierta penetración de lo político por lo estético, o, más exactamente, acerca de los riesgos de pensar lo político desde criterios estéticos. Esto trae consigo, además, dos reacciones conocidas en el debate contemporáneo: por un lado, la necesidad de repensar la relación entre arte, estética y política, con el fin de rescatar allí víncu-los positivos entre ambos ámbitos –vínculos que, en lugar de señalar riesgos, sacan a la luz posibilidades emancipadoras, críticas o transformativas–; por otro lado, aparece la tendencia a insistir en la conve-niente separación entre estas dos esferas, enfatizando con ello su carácter desvinculado.

Es justamente en esta desvinculación en la que en principio suele moverse el pensamiento moderno. La estética, entendida en el siglo XVIII como reflexión filosófica autónoma, insiste inicialmente en sepa-rarse y en deslindar el arte de otros modos de consideración del mundo, incluido el de la praxis ética y política. La mirada estética acoge entonces el mundo deteniéndose en su mero aparecer, lo que le per-mite atender a lo particular, lo contingente y lo múltiple de la experiencia, sin subordinarlo a ningún fin, a ningún interés. Sin embargo, paradójicamente, es desde este reconocimiento de su autonomía que el arte y la mirada estética se mostrarán como ética y políticamente significativos. En ellos, en efecto, encontrarán lugar expresiones y perspectivas relegadas por los modos de consideración teórico y técnico

PresentaciónMaría del rosario acosta*

laura Quintana**

* Doctorado en Filosofía, Universidad Nacional de Colombia; Filósofa, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Tra-baja temas relacionados con estética, filosofía moderna (especialmente Idealismo y romanticismo alemanes) y filosofía política moderna y contemporánea. Entre sus publicaciones más recientes está su libro La tragedia como conjuro: el pro-blema de lo sublime en Friedrich Schiller. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2008; las compilaciones Paul Klee: fragmentos de mundo (coedición y traducción con Laura Quintana). Bogotá: Universidad de los Andes, 2009; Friedrich Schiller: estética y libertad. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2008; La nostalgia de lo absoluto: pensar a Hegel hoy (coedición con Jorge Aurelio Díaz). Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2008; y la traducción y edición del libro de John Sallis La mirada de las cosas: el arte como provocación. Bogotá: Universidad de los Andes, 2008. Entre sus artículos más recientes están From Eumenides to Antigone. Developing Hegel’s Notion of Recognition. Philosophy Today 34, 190-200, 2009; The secret that is the work of art: Heidegger’s Lectures on Schiller. Research in Phenomenology 39, No. 1: 152-163, 2009, y ¿Una superación estética del deber? La crítica de Schiller a Kant. Episteme N.S. 28, 1-24, dici-embre 2008. Actualmente se desempeña como profesora asistente del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia). Correo electrónico: [email protected].

** Doctorado en Filosofía, Universidad Nacional de Colombia; Filósofa, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Trabaja temas relacionados con estética moderna y contemporánea, Nietzsche y filosofía política contemporánea. Entre sus publica-ciones más recientes se encuentran: Paul Klee: fragmentos de mundo (coedición y traducción con María del Rosario Acosta), Bogotá: Universidad de los Andes, 2009; Vida y política en el pensamiento de Hannah Arendt.Revista de Ciencia Política 29, No 1: 185-200 2009; Comunidad y alteridad en Hannah Arendt. En Amistad y alteridad. Homenaje a Carlos. B. Gutiérrez, comps. Margarita Cepeda y Rodolfo Arango, 293-298. Bogotá: Universidad de los Andes, 2009; Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2008; De la unanimidad sentimental a la interacción discursiva: una relectura de Sobre la norma del gusto de David Hume. En Estética, fenomenología y hermenéutica. I Congreso colombiano de Filosofía, Memorias, Vol. I, eds. Juan José Botero, Carlos Eduardo Sanabria y Álvaro Corral. Bogotá: Universidad Jorge Tadeo Lozano, 2008. Actualmente se desempeña como profesora asistente del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia). Correo electrónico: [email protected].

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María del Rosario Acosta - Laura Quintana

Presentación

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característicos del pensamiento ilustrado, que habrían terminado reflejándose, a la vez, en una consideración de lo político desde una racionalidad exclusivamente instrumental. En la estética, la modernidad hace conscientes sus li-mitaciones y busca acoger nuevamente dimensiones que habían sido dominadas o subordinadas por un pensamiento objetivante. De esta manera, reformula sus relaciones con lo político: no como un mero medio o instrumento de la política, sino como un espacio que, gracias a su independencia y desvinculación, puede distanciarse críticamente de lo existente. Pero esta distancia, que por un lado le permitirá mostrar otros modos de consideración del mundo y de los otros, también podría revelar una limitación. Desde cierta comprensión de su autonomía, el mundo del arte y de la estética puede terminar erigiéndose en un mundo paralelo, ilusorio o compensatorio que, en su distancia, no puede incidir en la realidad y queda condenado a separarse del mundo efectivo de la praxis, ofreciendo una “reconciliación” que termina esquivando, simplificando o renunciando a transformar lo dado.

Si bien estas dos vertientes son las dominantes en el debate actual entre la estética y la política, esto no significa que la discusión quede con ello enteramente recogida. Ésta no sólo puede rastrearse hacia atrás en la historia del pensa-miento, teniendo en cuenta, por ejemplo, las preguntas que ya la filosofía griega se hacía con respecto al significado político del arte; sino que puede abordarse también desde otras disciplinas y puntos de vista, incluyendo –como se verá en este número– miradas desde la literatura, la antropología, el arte y la ciencia política, entre otras. Incluso, más allá de la discusión acerca de la estetización de la política y de sus consecuencias o posibles salidas, hay además toda una vertiente mucho más contemporánea del asunto. Ésta busca interrumpir algunas de las oposiciones herederas del pensamiento moderno (apariencia/realidad, ilusión/verdad, autonomía/politización del arte, etc.), y moverse en los diversos registros que pueden resonar una vez esas oposiciones son cuestionadas, reformuladas o deconstruidas. No se trata allí tanto de relaciones entre la estética y la política como dos ámbitos separados entre los que habría que trazar puentes y conexiones, sino de repensar qué es la estética y qué es la política, y tal vez de reconocer que la estética es ya política y la política es ya también estética.

En este primer número (diciembre) se hará un énfasis en el lado histórico del debate, desde la tradición antigua, pasando por lo moderno, con algunas primeras resonancias contemporáneas, mientras que el segundo número (que circulará en abril) se adentrará más extensamente en el debate propiamente contemporáneo sobre el tema. Comenzamos por ello aquí con el texto de Sergio Ariza y su relectura de la posición platónica frente a la poesía en la República, con el ánimo de ampliar el debate a sus fuentes griegas y mostrar a los lectores en qué medida las posiciones modernas reflexionan también desde el horizonte de estos precedentes clásicos. Le sigue el texto de Francesca Menegoni sobre la Crítica del juicio de Kant, que se detiene tanto en el uso estético como teleológico de la facultad de juzgar, insistiendo en la articulación del sistema kantiano para interpretarlo como un intento de pensar la conexión de ámbitos que el pensamiento crítico moderno habría deslindado. En esta misma línea están las reflexiones de Ana María Amaya-Villareal sobre lo sublime kantiano y las disrup-ciones que allí se llevan a cabo y que obligan a repensar las relaciones entre ética y estética en Kant, y más allá de esto, a reconsiderar la forma misma de concebir lo ético en la filosofía práctica kantiana. Apelando a una tradición que, como con-tinuadora de la filosofía de Kant, fue a la vez crítica en su intento de ampliar la estética a todos los ámbitos de la experien-cia, se encuentran las críticas al pensamiento romántico en los artículos de Javier Domínguez y de Carlos Ramírez. Desde tradiciones muy distintas –las críticas de Hegel y Heine a Schlegel y Schelling, por un lado, y las críticas de Schmitt en su Romanticismo Político, por el otro–, ambos autores se preocupan por señalar los peligros que resultan de una incursión de lo estético en lo político, cuando no se conservan cuidadosamente las diferencias entre ámbitos. En estos casos, en lugar de permitir que la estética enriquezca la reflexión política, se termina permeando lo político de una tendencia estetizante que busca reemplazarlo por criterios estéticos (o por convertirlo sin más en un proyecto estético).

En esta misma línea, pero con un énfasis distinto y más contemporáneo, está, por un lado, el análisis que ofrece María Mercedes Andrade sobre los peligros que encuentra Benjamin en una estetización de la política que conserva, en una época de masas y desacralizada, el poder aurático del arte y, con ello, su carácter ritual. Por otro lado, la contribución de Alejandro Molano sobre la estética de Adorno discute más bien en qué sentido debe entenderse el significado político del arte, y de la mano con esto, cuál es su potencial crítico y su contenido de verdad, dados su autonomía y su carácter apariencial. El artículo intenta releer la posición de Adorno en el ya clásico debate sobre la politización del arte a la luz de perspectivas más contemporáneas como las de Jacques Rancière. En este sentido, entronca y dialoga con la propuesta de Diego Paredes, quien argumenta que las posiciones que señalan los riesgos de una estetización de la política están siempre ligadas a una comprensión del arte en términos autotélicos, es decir, de una autonomía absoluta como la reclamada por

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Revista de Estudios Sociales No. 34rev.estud.soc.diciembre de 2009: Pp. 176. ISSN 0123-885X Bogotá, Pp.9-11.

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“el arte por el arte”. Un distanciamiento de estos presupuestos, alega Paredes, permite adentrarse en una reflexión que reconoce una relación productiva entre política y estética, entendidas ambas en términos muy amplios, a la luz del pensa-miento de Rancière sobre la partición de lo sensible. Insistiendo también en un quiebre con los presupuestos modernos se encuentra el artículo de Luis Eduardo Gama, quien, desde la filosofía “interpretacionista” contemporánea, busca mostrar que la disyuntiva entre arte autónomo o comprometido resulta insatisfactoria para explorar el significado político del arte. No se trata ni de “estetizar la política” ni de “politizar al arte”, sino de comprender estos ámbitos como formas interpretativas en las cuales ya siempre estamos repensando la praxis.

En la sección Otras Voces hemos decidido ubicar los ensayos de Ángela Uribe y de Diego Cagüeñas, ya que en ellos la mirada filosófica muestra la habilidad para incursionar en otros terrenos. Con ello, sin perder el rigor del análisis conceptual, se revela su pertinencia para la interpretación y comprensión de realidades políticas más concretas. El texto de Uribe apela al caso de monseñor Builes y a sus discursos antiliberales, para argumentar que las metáforas recurrentes en dichos pronunciamientos pueden traer consigo un potencial simplificador que resulta adecuado para expresar posiciones ideológicas. De la mano con esto, y recurriendo a la teoría de Austin sobre los actos perlocucio-narios de habla, se muestra que un discurso simplificador puede suponer “motivos imperantes para el desprecio”, y para violentar entonces a quien es reducido y estigmatizado por la ideología. Cagüeñas muestra en su artículo los pro-blemas que puede traer, para una mirada antropológica resultante de la secularización moderna, el buscar convertir al otro en un “objeto de la experiencia estética”, entendida ésta como una especie de inmediatez intuitiva desligada de un distanciamiento conceptual. Según Cagüeñas, esto ha abierto un espacio para la idolatría en el campo de lo polí-tico, cuando más bien de lo que tendría que tratarse es de hacer al otro nuevamente motivo de una acción política, asumiendo plenamente con ello las consecuencias de la secularización.

Finalmente, en la sección Documento, tenemos la fortuna de contar con el ensayo de Marta Traba “La cultura de la resistencia”. Escrito en 1973, y con una preocupación claramente política de fondo, como mucho de lo que Traba es-cribía (si no todo), este ensayo refleja muy bien algunos de los matices que adquirió en nuestro contexto, y en general en Latinoamérica, la discusión en la segunda mitad del siglo pasado acerca de la responsabilidad política del arte. En diálogo con muchos de los artículos del número, pero esta vez desde la perspectiva de la crítica del arte, Traba aborda directamente la dificultad de la tarea a la que no debe renunciar el arte latinoamericano: la formulación de nuevos lenguajes, escritos y visuales, que permitan romper con la dependencia de las culturas colonizadoras dominantes, y crear una nueva y real cultura latinoamericana. Para hacerlo, la autora atraviesa las preguntas por las contradiccio-nes inherentes a la autonomía del arte, el papel de la burguesía en el surgimiento de la responsabilidad política del artista, y la ambigüedad propia de un proyecto que, distanciado y crítico, logre a la vez “dar la cara” a la urgencia de la realidad. El papel político del arte se muestra, pues, en toda su multidimensionalidad, como un proyecto a la vez necesario y poblado de dificultades, que tiene que aprender a moverse entre la tradición y la innovación, sin despre-ciar la primera, pero sin olvidar tampoco la responsabilidad implícita en la segunda. Con una conciencia asombrosa frente a los peligros de la instrumentalización del arte por parte de la política, de la pérdida de la mediación estética y de la confusión entre crítica y compromiso político, el texto de Traba sigue apelando a problemas y preguntas que todavía nos interpelan. Debemos por esto un agradecimiento especial a Fernando Zalamea por haber permitido la publicación de este texto en nuestro número.

*****

Sabemos que al proponer dedicar dos números de esta revista a la discusión estética-política incursionamos en un terreno sensible que toca una serie de problemas delicados de abordar, sobre todo teniendo en cuenta las dolorosas reminiscencias que trae consigo la simple mención de la “estetización de la política”, o la sospecha que puede despertar en nosotros, co-lombianos y colombianas, cualquier mirada que corra el riesgo de enmascarar los conflictos y su violencia. Si por un lado está el peligro de la ingenuidad, por el otro está el de la simplificación. En efecto, sabemos también que se trata de un asunto que trae consigo un sinnúmero de aristas y de perspectivas que necesariamente no podríamos abarcar en su tota-lidad. No obstante, nuestra intención es más bien mostrar que, lejos de ser un debate cerrado, nos convoca hoy más que siempre, pues nos obliga a repensar nuestros esquemas, a replantear diálogos, a asumir que hay preguntas que debemos seguir abriendo para acoger en el pensamiento la contingencia de la realidad. Agradecemos a todos los autores del número por sus juiciosas y rigurosas reflexiones sobre el tema, y de una manera también muy especial a quienes participan aquí con sus reseñas y comentarios críticos: Juanita Maldonado, Ana María Amaya y Fernando Zalamea.

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María del Rosario Acosta - Laura Quintana

Presentación

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por Sergio ArizA*

Desterrando formas poéticas en la República de Platón

Fecha de recepción: 10 de agosto de 2009Fecha de aceptación: 21 de septiembre de 2009Fecha de modiFicación: 30 de octubre de 2009

ResumenEl presente ensayo examina un rasgo central y desconcertante en la crítica platónica a la poesía: Platón destierra no sólo con-tenidos y autores concretos sino las formas poéticas mismas. En particular, la forma mimética. El análisis muestra que la razón central para tal destierro yace en que este autor descubrió que la forma en cuanto forma, independientemente de sus conte-nidos, tiene un carácter autonómico que se guía por valores no morales sino estéticos que contrarían el aparato ideológico en el que se fundamenta la polis ideal. Con ello se muestra la relevancia del análisis platónico, que no yace tanto en la valoración de la actividad poética sino en su desentrañamiento de lo puramente estético en el quehacer poético y sus efectos sobre un programa político como el que expone la República.

PalabRas clave:Mímesis, Platón, censura poética, totalitarismo.

* Doctor en Filosofía de la Universidad de Bonn, Alemania; Magister en Filosofía, Filología Ibero-romana y Filología Griega de la Universidad Erlangen, Núremberg, Alemania; Filósofo de la Universidad Nacional de Colombia. Sus temas de trabajo son Filosofía Griega y Filología Clásica (Griego antiguo). Actualmente es pro-fesor asistente del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: [email protected]

Banishing Poetic Forms in Plato’s Republic abstRactThis paper examines a seminal but astonishing feature in Plato’s criticism of poetry: Plato banishes not only particular contents and authors, but the poetic forms themselves also, specifically the mimetic form. The analysis will show that the main reason for such banishing lies in the fact that Plato discovered that the form as form (independently of its contents) has an autonomous character and is guided by aesthetic and not moral criteria. These aesthetic criteria are incompatible with the ideology that supports the ideal polis. This brings to light the merit of Plato’s analysis that lies not in the appraisal of poetic activity, but in the identification of the purely aesthetic and its consequences on the political program of the Republic.

Key woRds:Mimesis, Plato, Censorship, Totalitarianism.

Desterrando formas poéticas na República de PlatãoResumoO presente ensaio examina um rasgo central e desconcertante na crítica platônica à poesia: Platão desterra não apenas con-teúdos e autores concretos, mas as formas poéticas próprias. Em concreto, a forma mimética. A análise demonstra que a razão central para tal desterro jaze em que o autor descobriu que a forma em quanto forma, independentemente de seus conteúdos, tem um caráter autonômico orientado por valores não morais, porém estéticos, que contrariam o aparato ideológico em que se fundamenta a polis Idea. Com isso, mostra-se a relevância da análise platônica, que não está baseada na valoração da atividade poética, mas em seu desentranhamento do puramente estético na labor poética e seus efeitos sobre um programa político como o exposto pela República.

PalavRas chave:Mimesis, Platão, censura poética, totalitarismo.

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Desterrando formas poéticas en la República de Platón sergio ariza

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L a censura de Platón a la poesía en la Repúbli-ca asombra por su radicalidad. Su ataque no se limita a la expulsión de grandes nombres de la poesía griega sino que la emprende también contra los géneros que ellos representan. Esto significa que no únicamente Homero y sus sucesores son expulsados sino toda la épica, toda la tragedia y toda la comedia. Al final de tal ejercicio de censura sobrevivirán en la polis ideal únicamente him-nos a los dioses y encomios a hombres buenos. Ataques a la poesía y al arte en el contexto de programas políti-cos que, como el de la República, abogan por algún tipo de sistema totalitarista, no nos son extraños. Al fin y al cabo es un elemento constitutivo de tales sistemas pro-mover una ideología que regula amplios aspectos de la vida privada y pública de los ciudadanos, y resulta, por tanto, comprensible el esfuerzo por controlar canales de comunicación que pueden resultar positivos para la im-plantación del sistema ideológico, si son debidamente regulados, o perturbadores de éste, en caso de que pre-serven su autonomía.1 Desde esta perspectiva, la censu-ra platónica no parece diferenciarse de una actitud que es rastreable tanto en obras teóricas como en regímenes históricos que nos son de sobra conocidos. Sin embargo la crítica platónica exhibe una característica que es me-nos común en tales programas y que llama a discusión. Es corriente que las propuestas de censura pretendan no tanto la eliminación de formas poéticas sino una apropiación que conlleve la adaptación de éstas a los nuevos fines políticos y morales. La censura, entonces, atañe a contenidos y a nombres de artistas concretos, no a las formas poéticas mismas. Éste no es el caso de Pla-tón. En la República (392c-394c), después de distinguir entre contenido y forma (lexis), entre lo que es dicho y el cómo es dicho, y de distinguir al nivel de forma entre la narración simple (haplê diêgêsis), que no es miméti-ca, y mímesis, emprende en este libro y en el décimo una censura que culmina con la expulsión de la forma mimética misma, sobreviviendo un residuo de ésta, en dosis muy modestas, en los discursos de los hombres de bien. Este proceder extremo de seguro escandaliza pero, igualmente, debe fascinar. En verdad, si Platón hubiese

1 La caracterización del programa político de la República como totalitarista es un asunto de discusión entre los comentadores, en particular desde la publicación del libro de Popper La sociedad abierta y sus enemigos. Yo tiendo a estar de acuerdo con Taylor (1986), quien considera que la teoría política de la República aboga por un tipo de totalitarismo que él denomi-na paternalista y que es menos radical en la subordinación del individuo al Estado que aquel promulgado, por ejemplo, por el nazismo.

limitado su ataque a los contenidos, usando las formas para propagar sus propias ideas, nos resultaría su cen-sura quizá menos sorpresiva, pero, proporcionalmente, sería filosóficamente menos interesante. Pero el hecho de que ataque la forma misma nos indica que este fi-lósofo llevó su reflexión a la esencia misma del que-hacer poético y que descubrió allí algo que consideró profundamente incompatible con su proyecto político. ¿Qué descubrió? ¿Y por qué resulta lo descubierto tan peligroso para su proyecto político? El presente ensa-yo pretende dar una respuesta a estos interrogantes. La solución a la que se orienta este artículo se resume en la idea de que Platón descubrió el carácter autonómico de la forma poética, o, más exactamente, de una forma poética: la mimética. Ella, per se, guía a su usuario hacia cierto perfil psicológico. Si uno emprende una activi-dad mimética, incluso si su objetivo es imitar hombres platónicamente buenos, la forma mimética lo guiará a uno hacia ciertas actitudes, sentimientos e ideas que desbordan el objetivo propuesto. Esta autonomía repre-senta un peligro tanto para las almas individuales como para la sociedad platónica porque ataca el elemento es-tructurador del alma y el Estado buenos: la justicia.

A continuación procederé a examinar los pasajes en los que Platón desarrolla su censura de la forma poética: III (392c-398b) y X (595a-608b). Cabe advertir que el hecho de que Platón desarrolle su crítica en una doble exposición es ya fuente de una dificultad que debe re-solver una interpretación de estos pasajes. En el libro III (392c-398b), luego de haber inspeccionado el conteni-do de obras literarias y propuesto una estricta edición de temas a tratar en éstas (376e-392c), presenta su pri-mera crítica y censura de la forma poética, que concluye con la expulsión de todo poeta “capaz de transformarse en todo tipo de personaje e imitar toda clase de cosa” (398a).2 Pero, sorpresivamente, en el libro X (595a-608b) retoma su crítica y desarrolla una larga exposi-ción que se beneficia de la psicología del libro IV y de la epistemología y metafísica de los libros V a VII, para concluir con la expulsión de toda poesía mimética.

El inicio del libro X (en particular, 595a) sugiere que lo nuevo en esta segunda disquisición no es la extensión de la censura ni el concepto de mímesis sino las razones que motivan tal censura, elaboradas a partir de la psico-logía del libro IV. Sin embargo, los comentaristas llaman la atención sobre el hecho de que la disparidad de los pasajes va más allá del tipo de fundamentación: en el libro III sólo un tipo de poesía parece sufrir el destierro,

2 Todas las traducciones del griego al español son mías.

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aquella basada en un uso de mímesis excesivo y que imita todo tipo de modelo. La poesía que haga uso de mímesis de manera restringida y que tenga como mode-los hombres buenos puede permanecer. En el libro X, por el contrario, toda poesía mimética, sin atenuantes, debe, al parecer, abandonar la polis. Podemos decir que en el libro III únicamente el mal uso de mímesis sufre censura; en el X, todo uso de mímesis.

Esta aparente incompatibilidad ha generado una in-gente literatura, y tratarlo merece un ensayo propio.3 Aquí me limitaré a mostrar únicamente que los textos permiten una lectura coherente, sin que se deba asu-mir un cambio en la concepción de mímesis en III y X ni un programa de censura diferente. La tesis que guía esta interpretación es que el libro III sugiere y que el X tematiza un mismo programa de censura, a saber, que lo que es llamado narración sin más, esto es, la forma poética que no es mimética, puede ser reformada y usada para el programa educativo y polí-tico de la República. Pero la mímesis debe ser deste-rrada y no simplemente reformada. De este modo, en el caso de la narración simple, la forma permanece y la censura atañe a contenidos, mientras que en el caso de la mímesis, la forma misma debe emprender el camino del destierro. A continuación analizo la ex-posición del libro III e intento mostrar que esta idea está allí en germen, para, posteriormente, presentar la tematización y fundamentación que sufre tal pers-pectiva en el libro X.

República iii: estilos naRRativos y foRmas de vida

En el libro III Sócrates introduce la discusión de míme-sis como un tópico meramente literario, sin una apela-ción inmediata a sus consecuencias morales y políticas. Introduce, en primer lugar, una clasificación de “lexeis”, término con el cual designa allí formas de narrar o con-tar hechos. Se distinguen tres formas:

a. Narración simple. Esto es, narración en tercera persona.b. Narración producida por imitación (mímesis). “Imi-

tar” significa “asemejarse uno mismo a una persona

3 Se pueden diferenciar dos líneas principales. Algunos reconocen que cierta incompatibilidad entre III y X no puede eliminarse (Annas 1981; Nehamas 1982), otros reconocen que las dos exposiciones son compa-tibles. Entre ellos, unos consideran que la aparente incompatibilidad se resuelve introduciendo una ambigüedad en el término mímesis, de tal modo que las exposiciones se refieren a dos usos diferentes de este término (Tate 1928 y 1932; White 1979). Otros consideran que el tér-mino no es ambiguo y que una adecuada lectura de los pasajes arroja que no existe ninguna incompatibilidad (Burnyeat 1999).

distinta bien sea en habla o en aspecto”. Esto es, personificación de caracteres.

c. Una mezcla de (a) y (b). (Ejemplo: épica homérica).

Estas distinciones son, como he dicho, netamente lite-rarias y resultan intuitivamente claras. Pero la pregunta por el tipo de género en el que les será permitido narrar a los guardianes de la polis ideal le da la oportunidad a Sócrates de complicar esta primera clasificación al in-dagar por la conexión entre los géneros distinguidos y ciertos prototipos morales de seres humanos.4 Ello lle-va a una nueva e importante clasificación, donde a las formas narrativas se las asocia con prototipos morales. Es esta clasificación la que decidirá la suerte de toda la poesía mimética.

1. Estilo de hombre mesurado: estilo narrativo (c), pero mímesis será muy reducida y sólo de hombres buenos. Narración simple, por tanto, será preponderante.

2. Estilo del hombre inferior: estilo narrativo (c), pero la mímesis será preponderante y sus objetos de imi-tación indiscriminados (incluidos ruidos de todo tipo), y la narración simple estará muy reducida.

3. Estilo mezclado de (1) y (2).

En el cuadro 1 reelaboramos esta clasificación.

Llama la atención en la nueva clasificación la relación entre mímesis y virtud moral del narrador. A mayor vir-tud del narrador, menor grado de mímesis le será per-mitido. Y esto en un doble sentido: por una parte, la cantidad de mímesis usada en la narración será muy

4 Obsérvese que el problema de determinar el valor de un estilo narrati-vo depende de un análisis de la psiquis de aquel que narra y no de un análisis de la narración misma. El ejecutor y no su obra es el principal interés de Sócrates en III (y, como se verá, también en X). Esto hace que el análisis de Platón diverja de análisis literarios modernos. Un ejemplo: cuando un estudiante de literatura dice que va a hacer su tesis de doctorado sobre Chéjov quiere decir, normalmente, que va a hacer un análisis de El Jardín de los cerezos, Las tres hermanas, Tío Va-nia, etc., y no que va a analizar la psiquis de Chéjov a la hora de crear sus obras. Platón hace precisamente esto último. Ferrari (1989, 98) resume esta peculiaridad platónica lúcidamente: “What dominates his thinking about poetry (and art in general) is not fictionality but “the-atricality”: that capacity for imaginative identification which inspired poets and performers and satisfied audiences alike employ. Fictionality belongs to the artistic product; theatricality belongs to the soul”. (El comentario hace referencia al Ion pero el autor mismo lo hace exten-sivo a la República). Esta perspectiva explica el que Platón se desplace continuamente de la mímesis que pueden realizar los jóvenes al tipo de representaciones que pueden realizar los poetas. Nosotros distin-guiríamos tajantemente entre muchachos que no tienen pretensiones artísticas y poetas profesionales, pero para Platón el análisis de ambos es el mismo, en la medida en que se trata de explorar la psiquis a la hora de realizar narraciones miméticas, y no de juzgar la calidad artís-tica de las producciones.

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breve; por otra, los modelos de la imitación se reducirán a hombres buenos. Ello lleva a preguntar por las razo-nes que conducen a Sócrates a justificar esta relación inversa entre la mímesis y el carácter moral. Sócrates justifica tal relación a partir de dos consideraciones:

En primer lugar, la actividad mimética viola el principio rector de la República, según el cual cada ser humano está destinado por naturaleza a una sola actividad. Rea-lizar mímesis implica representar más de una actividad, lo cual resulta imposible a la luz del principio enuncia-do. Mímesis es, de algún modo, una actividad antinatu-ral. Nadie puede desdoblarse en varios yos (395b-c).

En segundo lugar, Platón relaciona actividad mimética con habituación, de modo que imitar a X es una forma de ha-bituarse a ser X. Por tanto, imitación de personajes malos lleva a habituarse a ser una persona mala. La imitación no sólo es antinatural sino moralmente peligrosa (395c-d).

¿Son convincentes estas dos razones? Naturalmente, mucho depende de nuestro acuerdo con los principios platónicos implícitos en estas dos justificaciones, a saber, el principio de división natural del trabajo y la relación causal entre mímesis y comportamiento humano. No es difícil sospechar que ninguno de los dos nos conmueve. Pero cabe observar que la aceptación de las razones (1) y (2) implica únicamente la reducción del catálogo de

modelos a imitar. En verdad, si (1) y (2) son verdaderas, es obligatorio que hombres buenos imiten únicamente modelos de hombres buenos. De este modo, no se viola el principio enunciado en (1) ni se corren los peligros de corrupción moral advertidos en (2). Pero, ¿es, de hecho, necesario limitar la extensión de la mímesis? ¿Por qué no pensar en obras miméticas extensas que representen personajes buenos? Ni (1) ni (2) obligan a reducir la extensión de la actividad mimética, siempre y cuando se imiten prototipos buenos, pues en tal forma de mí-mesis respetamos cabalmente el principio de división del trabajo y usamos el efecto causal de mímesis para promover la formación de hombres buenos.

Obsérvese que la reforma que resulta del cuadro lle-va implícito el mensaje de un gran peligro latente en la mímesis per se.5 Este peligro implícito explicaría que ella deba llevarse a cabo en porciones mínimas, contro-lables, pues cualquier crecimiento de ella pareciera re-presentar una amenaza a la estabilidad psicológica de su realizador. Las razones aducidas, sin embargo, no expli-can ni convencen de tal peligro con visos de epidemia.6

5 Ferrari (1989, 117) llega a la misma conclusión: “Imitation thus emer-ges as inherently suspect” (las cursivas son mías). Pero Ferrari llega a esta afirmación por un análisis distinto al mío. Véase la siguiente nota donde enfatizo mis razones para la conclusión propuesta.

6 Cabe observar que el peligro de la mímesis en su conjunto se hace evidente únicamente si se resalta el problema del límite de la actividad

Estilo de hombre Forma narrativa Uso de mímesis Objeto de mímesis Uso de narración simple

1) Hombre mesurado

(c) pero muy cerca de (a)

Muy bajo (incluso ausencia de mímesis)

Hombres buenos Muy alto

2) Hombre inferior (c) pero muy cerca de (b)

Muy alto Indiscriminado Muy reducido

3) Mezcla de (1) y (2)

Cuadro 1. Estilos narrativos

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El hecho es que, como se verá en X, tales razones no se podían dar en III, pues se precisa de la psicología de IV. Así que el lector atento debe esperar siete libros para comprender el destierro de la forma mimética.

libRo X: mímesis y autonomía psicológica

El pasaje del libro X sobre poesía (595a-608b) es estruc-turalmente opaco. Al inicio promete Sócrates nuevas ra-zones (que deben provenir de la psicología del libro IV)7 para desterrar la poesía mimética. Pero el argumento no sólo se ocupa de la psicología. En realidad, la pri-mera parte (595c-602c) no trata directamente sobre la relación entre el alma y la poesía mimética sino sobre asuntos ontológicos y epistemológicos, pretendiendo mostrar que el imitador crea imágenes alejadas tres ve-ces de la realidad y que su conocimiento es desdeñable, no llegando siquiera a calificar como una opinión co-rrecta. La segunda parte (602c-605c) intenta demostrar que la mímesis está relacionada, por naturaleza, con la parte más baja del alma, de tal modo que su accionar lleva al fortalecimiento de la parte inferior (la apetitiva) y al deterioro de la parte superior (la racional) del alma humana. Esta sección es, obviamente, la que responde

mimética, y no únicamente el de los modelos a imitar. Sin embargo, existe la tendencia en la literatura secundaria a desconocer este aspec-to de la censura en III y a resaltar que en este libro no hay una crítica de la mímesis en su totalidad sino únicamente de la mímesis de mo-delos malos. Ésta es una tesis muy antigua defendida brillantemente por Tate (1928 y 1932), quien distingue entre una mímesis buena, la que se permite en III, y una mala, la que es objeto de ataque en X. Mi convencimiento de que la mímesis en su conjunto es censurada en III se apoya en la intervención de Sócrates en 396e, en la que explícita-mente afirma que la porción de la mímesis en un discurso será breve (smikron de ti meros en pollôi logôi tes mimêseôs). Creo que quienes consideran que la extensión del uso de la mímesis no es limitado, sino únicamente sus modelos, se apoyan en la intervención de Adimanto (y no de Sócrates) en 397d, según la cual el estilo admitido es la mímesis pura del hombre bueno. Pero Adimanto, en mi opinión, no pretende resumir con exactitud la indagación anterior sino resaltar que en el estilo admitido sólo se permitirá la mímesis de hombres buenos. Si esto no fuera así, se debería concluir que la narración simple, la cual es alabada por Sócrates de modo entusiasta en 396e, debería sufrir el camino del destierro, pues Adimanto la ignora en su intervención. Ob-sérvese, además, que Sócrates no aprueba explícitamente la afirmación de Adimanto.

7 Un hecho que llama la atención en la reintroducción de la psicología del libro cuarto en el décimo es la simplificación de la estructura del alma: mientras que en IV distingue las famosas tres partes, en X nom-bra sólo dos partes, que parecen coincidir con las partes racional y ape-titiva de IV. Ello puede llevar a pensar que Platón no apela realmente a la teoría psicológica de IV sino que introduce una nueva psicología. Pero cabe anotar que Platón nunca es coherente con sus propias dis-tinciones a lo largo de una obra y las simplifica o las vuelve más com-plejas, de acuerdo al contexto y a sus necesidades. En el argumento del décimo libro no se menciona la parte fogosa (que ha desempeñado un papel primordial en la definición de justicia en IV) porque no precisa de ella para explicar los conflictos psicológicos que le interesan en X.

al problema planteado al inicio del libro: nos señala por qué, a partir de la psicología del libro IV, no debemos admitir la poesía mimética. Esta sección psicológica se complementa con un tercer discurso (605c-608b), en el que se introduce la “mayor acusación contra la poesía”: perjuicio a la mayoría de los hombres de bien, que, aun-que no están dispuestos a desarrollar su propio carácter guiados por caracteres miméticos, sí están preparados para disfrutar de la observación de tales roles miméticos. Lo que ellos no comprenden es que observar con placer tales espectáculos es tan perjudicial como realizarlos.

La pregunta que se impone como preliminar a la discu-sión es, entonces, por qué Sócrates desarrolla una discu-sión que traspasa el objetivo explícitamente propuesto. Quizá este proceder resulta justificado si asumimos que Platón está interesado no únicamente en desarrollar las dificultades de la mímesis a partir de su psicología sino en ofrecer lo que él llama el antídoto contra los efectos de ésta: el conocimiento de cómo es, en realidad, la mí-mesis (595b). Entonces, las tres secciones desarrollan tres aspectos de la naturaleza de la mímesis que hacen evidente por qué debemos evitarla. La discusión de Só-crates exhibe, de este modo, un carácter exhortativo al hombre de bien para que acepte la expulsión de formas miméticas basándose en una exposición que subraya sus deficiencias en el nivel ontológico y epistemológi-co y su poder destructivo en el ámbito de la psicología humana. Esta respuesta me parece, en líneas generales, correcta, pero permite aún plantear la pregunta por la unidad del concepto de mímesis en República X fren-te a la diversidad de aspectos tratados: ¿Qué es lo que se halla en la naturaleza de la mímesis que hace que ontológica y epistemológicamente posea escaso valor y psicológicamente resulte peligrosa al fortalecer la par-te inferior del alma? Ésta es una pregunta con la que me ocuparé en éste y en el próximo apartado. Mi pro-ceder será el siguiente: parto (en el presente apartado) del análisis de la segunda sección, la que a mi parecer expresa con mayor claridad el elemento de mímesis que constituye el centro de atención en Platón, y paso luego (en el próximo apartado) a relacionarlo con la primera parte sobre epistemología y metafísica.

Una introducción conveniente a la discusión psicológi-ca en República X proviene del pasaje en III en el que precisamente Sócrates introduce la distinción entre na-rración simple y mímesis. Éste ejemplariza la diferencia contrastando la forma mimética del altercado entre Cri-ses y Agamenón en el primer libro de la Ilíada con una paráfrasis en narración simple de la misma escena com-puesta por Sócrates mismo (392d-394a). Al lector le re-

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sulta evidente que la paráfrasis socrática va más allá de su propósito y sugiere un contraste entre una exposición patética (la de Homero) y una exposición antipatética (la de Sócrates). La primera hace algo más que narrar una acción al despertar en nosotros, lectores, todo tipo de pasiones (pesar, rabia, admiración etc.). La socráti-ca, por el contrario, es distante con respecto a lo que narra y no nos impulsa a un estado de apasionamiento como la otra. Ello sugiere que la mímesis está de algún modo relacionada con la exaltación de ciertas pasiones, mientras que la narración simple no. Pero ésta es una conexión que Platón meramente sugiere y no tematiza en el libro III. Sin embargo, es precisamente el víncu-lo entre patetismo y mímesis el que se convierte en el núcleo de la crítica de la forma mimética en el libro X, en particular, de la mímesis trágica, pues este géne-ro se convierte en el ejemplo paradigmático de poesía mimética. Lo característico de este tipo de mímesis es la exaltación de la aflicción o padecimiento (lypeisthai) cuando los personajes sufren alguna desgracia (sympho-ra). En tales casos, un hombre experimenta un conflicto entre su pasión (pathos) y su razón (logos), y lo correcto es obedecer a la razón y someter la pasión al dictamen de ésta. Pero la mímesis, al preservar la aflicción, actúa precisamente a la inversa del procedimiento correcto. Esto implica que, en el conflicto entre dejarse arrastrar por la aflicción o resistir a ésta en caso de desgracias, la mímesis trágica opta por la primera opción del dilema y así evita el restablecimiento de la salud psicológica.

Uno podría pensar que este patetismo atañe únicamen-te a la tragedia pero no a otras formas miméticas. Pero no hay que olvidar que en 606c relaciona mímesis con lo ridículo (to geloion), y en 606d, con todos los apetitos (pantôn tôn epithymêtikôn), tanto placenteros como do-lorosos, que habitan en el alma. Toda mímesis implica una exaltación de tales sentimientos, de modo que su parentesco con ellos se convierte en característica esen-cial de esta forma. Cabe anotar que una mímesis que se relacione con otro tipo de elementos psicológicos no parece existir en la reflexión platónica. Si Platón hubie-se contemplado esta posibilidad, su ataque a la mímesis hubiese resultado menos dañino, pues es precisamente por imitar y producir tales efectos psicológicos que la mímesis puede ser atacada desde la psicología de Pla-tón, en la medida en que éstos se pueden relacionar fácilmente con la parte inferior del alma y, gracias a las definiciones psicológicas de las virtudes en el libro IV que abogan por un sometimiento de tales afecciones, evitar cualquier actividad que los patrocine. Es impor-tante, entonces, determinar cuál es el motivo que lleva a Sócrates a realizar tal vínculo. Una respuesta puede

ser de tipo histórico. Las formas dramáticas presentes en la época de Platón hacen buen uso del padecimien-to de los personajes o del ridículo, para conseguir sus efectos. No existe una sola tragedia ateniense que no recurra a la aflicción como un elemento sustancial de la representación: un héroe trágico debe sufrir y expresar este sufrimiento. En el caso de la comedia ateniense, la conexión con lo ridículo es aún más evidente. De este modo, el ataque platónico a la mímesis pareciera de-pender de estas condiciones históricas y, por tanto, su crítica tendría un valor muy limitado. Aunque creo que el libro X no se puede comprender sin una apelación a circunstancias históricas sobre el tipo de representa-ciones existentes en la época de Platón, es el caso que éste cree que la conexión entre la mímesis y este tipo de sentimientos pertenece a la naturaleza misma de esta forma, y es importante entender por qué es así y si todo se debe a un prejuicio histórico, o si su análisis capta algo más profundo. El pasaje central donde se establece esta conexión es el siguiente:

Entonces, el carácter excitable tiene una mímesis abun-dante y variada; el carácter racional y sereno, por el contrario, siendo siempre semejante a sí mismo, no es fácil de imitar ni, si se le consigue imitar, es sencillo de entender, en particular para los hombres de todo tipo reunidos en un festival de teatro, pues es una mímesis de una experiencia extraña.

Es evidente que el poeta mimético no se relaciona por naturaleza (pephyke) con la parte del alma correspon-diente a ese carácter ni su habilidad está atada a gustar de tal carácter, si quiere ser popular entre la muchedum-bre, sino que se relaciona con el carácter excitable y varia-do porque es fácil de imitar (eumimêton) (604e-605a).

Este pasaje establece una relación entre el carácter y su grado de facilidad para ser imitado. Un carácter ex-citable y variado es fácil de imitar (to eumimêton). El carácter opuesto es, por el contrario, difícil de imitar y poco comprensible para la masa de espectadores. Ob-sérvese que se trata de una relación interna, natural, que subyace a la forma mimética misma. Recordemos que en III ha advertido contra el imitador de todo tipo de modelos, y todo el pasaje sugiere que éste es el típico imitador, pero ahora, en X, descubre una conexión pro-funda y esencial entre el modelo a imitar y la imitación, señalando que el carácter excitable y variado es to eu-mimêton. Cabe preguntarse, entonces, por qué es fácil de imitar este carácter y el otro no. La razón no puede ser de tipo “técnico”, en el sentido de que un carácter excitable y variado se presta mejor a las habilidades téc-

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nicas del imitador. En principio, un imitador, como ha mostrado el ejemplo del espejo en la primera sección del libro X (596d-e), se caracteriza por la facilidad de imitarlo todo. ¡Es precisamente esa facilidad de imitarlo todo la que introduce la sospecha de que no se puede tratar de un auténtico artesano! La conexión entre ca-racteres y formas no se basa, por tanto, en habilidades para realizar una representación, y debe buscarse su ra-zón en otro aspecto.

La conexión que yo propongo apela a aquello que con-sidero el principal recurso para entender la crítica a la mímesis: el que Platón considere que la narración simple debe ser reformada pero la mímesis desterrada. Si juntamos este principio con lo dicho en los pasajes arriba citados podemos preguntarnos por qué Sócrates considera que la forma mimética per se lleva a la exal-tación de estos sentimientos y la narración simple per se no. ¿Por qué no podemos pensar que la mímesis, al igual que la narración, puede limitarse a imitar hombres de bien y de carácter calmo sin llevar a sentimientos re-probables? La respuesta puede ser la siguiente: una na-rración no es per se una creación poética y, por tanto, no se rige por las leyes estéticas propias de una creación. Una narración simple puede ser un discurso sobrio sin necesidad de apelar a las reglas propias de un género poético como, por ejemplo, el de la novela. Un hecho puede ser narrado como se narra una noticia sin apelar a reglas poéticas. Muy distinto es si esta narración se realiza en forma novelesca; entonces las leyes estéticas de la novela entran inmediatamente en vigor. Esto es, se esperará, por ejemplo, que haya una trama, que la narra-ción cree el suspenso necesario para retener la atención de los lectores, que los personajes sean verosímiles y sufran transformaciones que resulten atractivas para el éxito de la novela, etc. Pero, insisto, éstas son exigencias de la novela, no de la narración per se.

Pero, ¿sucede lo mismo en el caso de la mímesis? ¿Po-demos distinguir entre una mímesis no poética y una mímesis poética? La respuesta es seguramente no. Toda persona que se comprometa en una imitación y todo es-pectador de tal acto de imitación asumen que la imita-ción debe cumplir ciertas reglas poéticas. Una imitación debe cumplir con requisitos de habilidad, suspenso, desarrollo de la acción, para que la consideremos una buena mímesis. Por supuesto, podemos hacer personi-ficaciones que eviten compromisos estéticos y que se limiten a representaciones sobrias de hombres calmos, pero diremos que no son buenas imitaciones. En cam-bio, en el caso de la narración simple, si narramos un hecho de forma sobria y sin apelar a principios poéticos

de algún género literario, no diremos que es una mala narración, sino que es una narración no poética. La mí-mesis es, per se, poiesis y está sujeta a reglas estéticas, la narración no. La narración exhibe neutralidad estética, la mímesis no.

La forma poética sigue reglas que no coinciden ni de-ben coincidir con los objetivos morales. Esto implica que la forma poética presenta un grado de autonomía que impide y subvierte el orden en los actores y en la masa de espectadores, rompiendo así la armonía del alma justa y de la ciudad justa. Es ello lo que hace que deba ser expulsada, no meramente reformada. Éste es, en mi concepto, el mensaje que resulta más chocante y, a la vez, más interesante de la censura del libro X, pues implica que Platón tematiza en la Repú-blica X la autonomía de la forma poética y comprende que ésta impone sus propias reglas y que determina a partir de sí misma lo que es una buena o una mala representación, independientemente de criterios mo-rales o filosóficos.

libRo X: mímesis y autonomía epistemológica

A continuación quiero mostrar que el rasgo de autono-mía está presente en la crítica en la primera parte de X, constituyéndose así en el elemento que une la primera parte, sobre ontología y epistemología, con las otras dos partes, sobre psicología.

Intrigante en toda la primera sección de X sobre on-tología y teoría del conocimiento es el hecho de que la teoría de las ideas sea tan fuertemente invocada y, sin embargo, sea difícil establecer el papel que cumple allí en relación con el estatus de la mímesis. Tomemos la primera subsección de este argumento (595c-598d). Aquí concluye Sócrates que el producto del imitador es tercero en cuanto a realidad o verdad. Sócrates basa su estrategia sobre la analogía entre los reflejos en un espejo y la pintura, por un parte, y, por la otra, la entro-nización del pintor como el ejemplo paradigmático del imitador. Obsérvese que en esta parte del argumento la conclusión de que el imitador hace apariencias (phai-nomena) y no algo verdadero es resultado de la analogía con el espejo y no de la teoría de las ideas. Todos (in-cluso aquellos que no creen en la teoría de las ideas) aceptamos que el reflejo de una cama en un espejo no es una cama de verdad sino una apariencia de ésta. Si las imitaciones son como reflejos, como lo muestra la cercanía entre lo que hace el pintor y el espejo, enton-ces las imitaciones son apariencias, y el imitador, un

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productor de las apariencias.

La diferencia con respecto a la valoración de los reflejos de la cama en un espejo entre aquel que no cree en la teoría de las ideas y aquel que sí es que el primero, al ser preguntado por el estatus de los reflejos, dirá que ocupan un segundo nivel con respecto a la realidad y la verdad: lo auténticamente verdadero es la cama del artesano. El seguidor de la teoría de las ideas aducirá que el primer puesto no es para el producto del artesano sino para la idea y, por lo tanto, el reflejo en el espejo ocupará un tercer puesto. El uno cree que es segundo y el otro tercero; la teoría de las ideas, por tanto, funciona aquí para alejar en un nivel de la realidad las imitacio-nes, pero no para determinar su naturaleza. Con o sin ideas, estaremos de acuerdo todos en que los reflejos en un espejo son apariencias.

El argumento de la mímesis se complementa con una breve sección (598a-c) que ahonda en las razones para considerar las creaciones miméticas apariencias, o, como serán llamadas en esta sección, imágenes fantas-magóricas (eidola). Cabe anotar que en esta sección no sólo se afirma que son apariencias sino que se dan razo-nes para catalogarlas como tales. El recurso al que apela Sócrates en esta sección es el carácter perspectivístico que implica la observación de objetos. Una cama es una e idéntica a sí misma, pero desde cada perspectiva da la apariencia de tratarse en cada caso de un objeto di-ferente, y esta perspectiva es la que persigue el pintor. Si el pintor hace dos cuadros de la misma cama, pero en perspectivas diferentes, nosotros no podemos estar segu-ros de que se trata de la misma cama; por tanto, sólo imita la apariencia. ¿Cómo interpretar este extraño argumento?

La argumentación resulta sospechosamente poco con-vincente en la medida en que parece asumir que pintar una perspectiva de una cama es pintar la apariencia de la cama, lo cual no parece ser el caso. Una perspectiva de una cama es una perspectiva real de la cama real. Pero no es necesario asumir que Sócrates está descono-ciendo este hecho evidente. El pasaje enfatiza la duali-dad unicidad/multiplicidad, y el peso del argumento no parece estar tanto en la apariencia de la perspectiva sino en la apariencia de la multiplicidad de la cama frente a su real unicidad. ¿Cómo reconocemos que una cama es una? Sócrates, creo yo, pretende afirmar que la unicidad e identidad de un objeto no están dadas por observacio-nes sensoriales, pues al ser éstas perspectivísticas siem-pre ofrecen la apariencia de multiplicidad. El conocer que una cama es la misma es algo que va precisamente más allá de las observaciones. Posiblemente, piensa Só-

crates que la unicidad de la cama está dada por la fun-ción que cumple: a pesar de sus apariencias múltiples, la cama cumple siempre la misma función: es el objeto para tenderse y descansar, y esta función invariable es la que me permite identificarla como la misma cama. El objetivo de Platón, por tanto, no es negar que la pers-pectiva de la cama sea una perspectiva de la cama real; el punto está en negar que sin procedimientos más allá de las percepciones podamos obtener nociones confia-bles de unicidad e identidad. La unicidad de la cama no se ve, está dada por algo que va más allá de la obser-vación: ¿Qué es esto? La respuesta es seguramente la participación en la idea de la cama, la cual asegura la función de la cama, que me permite identificarla como la misma cama.

Sócrates cree que el ejemplo de las perspectivas de la cama le sirve para concluir que el pintor, de las cosas que pinta, sólo “toca un poco de cada una y este poco es una imagen” (598b). Esto parece ir más allá del pro-blema de identidad, y señala que en todo aspecto una pintura de un objeto capta de éste sólo algo aparente e irrelevante. Los colores y figuras de una pintura, por ejemplo, así coincidan con los del objeto real, captan muy poco del objeto. Cabe preguntarse por qué cada rasgo que exhiba la pintura debe considerarse irrelevan-te en lo que respecta a la reproducción de la cama. ¿No puede acaso tener éxito una reproducción en reflejar fielmente los colores y formas del objeto representado? Aquí la teoría de las ideas parece explicar esta acusa-ción. Si se captan los colores y volúmenes de una cama, no se está captando aún lo que la cama es, lo cual debe ser decidido en términos de participación de las ideas. La pintura, para decirlo con otros términos, capta rasgos no esenciales, secundarios, de la realidad de los objetos. Esto es lo que significa captar un eidolon de la cama. Reproducir formas y colores es, por tanto, perder en la reproducción lo esencial del objeto representado.

Obsérvese que la teoría de las ideas fundamenta la ads-cripción de apariencias a los objetos miméticos de for-ma negativa: porque el pintor no capta la idea, no capta cualidades esenciales de sus objetos pintados y, por ello, capta aspectos irrelevantes de la irrealidad. El producto del imitador es aquello que ni es una idea ni participa de la idea. Y esta deficiencia es la que explica el carácter fantasmagórico, aparente e irrelevante de la producción del imitador. Pero esta función negativa de las ideas con respecto a la mímesis será evidente en el siguiente paso de la argumentación sobre su estatus ontológico y epistemológico (601b-602c), que viene en la discusión después de un intermezzo que atañe a Homero como

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imitador (598d-601b). Sócrates nos invita a pensar en la trilogía usuario-artesano-imitador en relación con el saber que posee cada uno con respecto a la belleza y rectitud de sus productos. Se asume que el uso natural de un objeto es equivalente a su belleza y rectitud y que, por tanto, conocer lo primero es equivalente a conocer lo último. Ello implica que, con respecto a la belleza y rectitud de los productos manufacturados, el usuario tiene conocimiento, mientras que el artesano posee úni-camente opinión recta, pues no conoce directamente el uso sino que recibe instrucciones del usuario. El imi-tador no posee ni conocimiento ni opinión recta, dado que no consulta ni al usuario ni al artesano sino que escucha a la multitud.

Lo que llama la atención en este argumento es el hiato que se establece entre el usuario y el artesano, por una parte, y el imitador, por otra. Los primeros están ligados por su relación con el conocimiento de la función de sus productos, el último realiza su producto sin ningún conocimiento de tal función. Un ejercicio esclarecedor para aprender en qué consiste la crítica de Sócrates aquí es preguntarse por el tipo de preguntas que se harían un artesano de una silla y un pintor de la misma a la hora de realizar su obra. Analicemos el cuadro 2.

Lo intrigante en esta comparación es el hecho de que las preguntas del pintor no incluyen de ninguna manera el cuestionamiento de la función del objeto represen-tado.8 Un pintor no precisa conocer la función de un objeto para pintarlo, él puede acercarse a éste sin ne-cesidad de preguntar por su finalidad y tener éxito en crear la respectiva pintura. Un artesano, en cambio, fra-casará a la hora de realizar una silla sin la información de su función. Si consideramos que el conocimiento de la función es conocimiento del bien y conocimiento del bien implica conocimiento de ideas, podemos ver que lo que caracteriza al imitador es su nula relación con las ideas y que, por tanto, su obra está ausente de la partici-pación de la idea. El hiato entre el usuario y el artesano y el imitador es el hiato entre aquel que tiene alguna relación con las ideas y aquel que no. Esto significa que el proceder del imitador es independiente del conoci-miento de ideas. Sócrates, al inicio del libro X, habla de

8 Se puede objetar que el artesano, en la medida en que manufactura su objeto a partir de las instrucciones del usuario, no precisa elaborar la lista de preguntas que propongo aquí, y que, por tanto, la tabla no tiene ningún valor aclaratorio. Pero el objetivo de la lista de preguntas no es indicar los interrogantes que el artesano por sí mismo se plantea, sino señalar el tipo de pautas (en forma de preguntas) que todo artesa-no debe seguir. Sea que las preguntas y sus respuestas provengan del usuario, el artesano debe apropiárselas y utilizarlas como guía en la elaboración de sus manufacturas.

su método, que consiste en partir de ideas y avanzar en conocimientos desde de la postulación de ideas. Ahora, con la mímesis, se ha descubierto un método alternati-vo, por completo independiente de su método acostum-brado para llegar a la realidad. Por supuesto, este mé-todo produce apariencias y no alcanza a ser ni siquiera una opinión correcta, pero tiene éxito en producir lo que produce independientemente del método de las ideas. Con otras palabras, se trata de un método autónomo. El pintor, a partir de recursos netamente pictóricos, sin apelación al conocimiento de ideas, crea sus pinturas. La autonomía surge nuevamente, como en la sección psicológica, como el valor predominante de la mímesis. La mímesis implica, por tanto, no sólo autonomía psico-lógica sino también autonomía epistemológica.

Ahora podemos entender la apelación a la teoría de las ideas: en la primera sección del argumento Platón esta-blece, a partir de la analogía con el espejo, que los pro-ductos miméticos son apariencias; la teoría de las ideas funciona aquí únicamente para clasificar apariencias en un tercer nivel a partir de la realidad y la verdad, y no en un segundo lugar, como pensarían aquellos que no creen en las ideas. En la segunda sección se esclarece por qué los productos miméticos son apariencias o, como las

Artesano Pintor

- ¿Cuál es el uso general de una silla?

- ¿Cuál es el uso específico de la silla?

- ¿Qué medidas debe tener la silla para que sean usadas por el tipo de usuario para el que está destinada?

- ¿Qué material o materiales son convenientes para ese uso?

- ¿Desde qué perspectiva se debe pintar la silla?

- ¿Debe ocupar todo el espacio del lienzo o sólo una parte?

- ¿Qué medidas y colores deben usarse para dar la ilusión de perspectiva?

- ¿Cómo deben usarse luces y sombras para dar la ilusión de volumen?

Cuadro 2. Artesanos y pintores

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llama aquí, imágenes fantasmagóricas. La razón es que estos productos captan sólo propiedades inesenciales y no propiedades esenciales. Aquí la teoría desempeña un papel más importante que en la sección anterior, en la medida en que es de esperar que las propiedades esen-ciales se obtienen por participar en las ideas relevantes. Aunque una pintura de una cama reproduzca los colo-res de la cama, no reproduce la propiedad que hace que una cama sea una cama, esto es, el producto mimético no participa de la idea de la cama. Las ideas explican, de forma negativa, por qué un producto mimético es una apariencia: porque éste no participa de la idea que produce la propiedad esencial del objeto imitado. La tercera sección establece explícitamente un hiato entre el método de las ideas y, por así decir, el método mimé-tico: el imitador alcanza el objeto por un camino distinto al del seguidor de la teoría de las ideas. Ello tiene como consecuencia que el imitador no tenga ni conocimiento ni opinión correcta, que sus obras sean meras imágenes y que, por tanto, pertenezcan a un tercer nivel contando a partir de la realidad y la verdad. Pero a pesar de todo ello, el imitador recorre un camino autónomo y usa un método alternativo al método de las ideas.9

La autonomía, tanto en el nivel psicológico como en el nivel epistemológico, surge, de este modo, como el ele-mento que une la argumentación del libro X y motiva la preocupación de Platón. La razón para esta preocupa-ción la expresa Sócrates en 606d: la imitación poética instituye como gobernantes (archonta) a aquellas pasio-nes de la parte más baja del alma, en vez de que ellas sean gobernadas. Esto es, la mímesis incita a una inver-sión de la relaciones de poder entre las diferentes partes del alma. Una inversión en las relaciones de poder im-plica el rompimiento de la moderación, pues ésta no es otra cosa que la regulación correcta de las relaciones de poder, en la que la parte racional domina a la parte in-ferior, la apetitiva (cfr. 442c-d). Pero el rompimiento de la moderación implica que cada parte del alma no hace lo que le corresponde (la una, en este caso, mandar, la otra, obedecer), y, por tanto, tal alma deja de ser justa y

9 Es importante insistir en que éste es el mensaje de esta sección del libro X. La mímesis es epistemológicamente irrelevante porque el imi-tador en su hacer recorre un camino alternativo al que recorren los artesanos y los filósofos (que aquí están, de seguro, simbolizados por el personaje del usuario). Sócrates no desestima el valor de la mímesis porque ellas sean copias de copias, como pretende la lectura estándar. Por supuesto, productos miméticos son copias de copias (en algún sen-tido de copia, sentido que no viene al caso investigar aquí), y ello, de seguro, produce inferioridad epistemológica, pero éste no es el hecho que Sócrates quiere poner aquí de manifiesto. El argumento se entien-de mejor, y es en mi concepto más fiel al texto, si se lo concibe como el progresivo desarrollo de la idea de que el imitador recorre un camino, un método, que no es el de las ideas.

se vuelve injusta. El descuido de la justicia se constituye precisamente en el motivo último de preocupación por parte Sócrates en el libro X (608b). La forma mimética implica –en la medida en que impone sus propias reglas en los niveles psicológico y epistemológico, y en que estas reglas en el nivel psicológico apoyan sentimien-tos propios de la parte baja del alma, y en el nivel epis-temológico ofrecen juicios propios de esta parte– una subversión y un aniquilamiento de la justicia individual. Y, en la medida en que los individuos pervertidos en su psiquis por la mímesis llegarán a influenciar y alterar la estructura de la sociedad como un todo, se presentará el derrumbe de la justicia de la polis misma.

La consecuencia de todo ello es, como se ha sugerido al inicio de este ensayo, devastadora para la poesía, pero no más sorprendente. La forma poética mimética, y no sólo un conjunto de contenidos, debe tomar el camino del destierro porque ésta, per se, promueve una deses-tabilización del orden justo en el alma y la polis ideal. Y, podemos agregar, Platón tiene razón. Si uno acepta el carácter totalitarista de la filosofía política de la Repú-blica y admite cierta autonomía de las formas estéticas, en este caso, de la mímesis, entonces es preciso no sólo reformar sino desterrar tal forma poética. Esta conclu-sión puede ser irritante para un lector moderno y lo ha sido, de hecho, para muchos comentaristas que prefie-ren minimizar o, al menos, suavizar el ataque de Platón a la poesía mimética.10 Quizá tales intentos vuelvan a Platón un filósofo políticamente más correcto, pero al mismo tiempo vuelven su análisis filosóficamente me-nos interesante, y le sustraen a la República el carácter provocativo, que no es un efecto indeseado de su autor sino previsto y anhelado por éste.

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10 Cfr. Havelock (1963, 3-19), quien reporta diversos intentos por mitigar el ata-que platónico y presenta convincentes argumentos contra tales esfuerzos.

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por FrAnceScA Menegoni**Fecha de recepción: 30 de junio de 2009Fecha de aceptación: 12 de agosto de 2009Fecha de modiFicación: 25 de septiembre de 2009

ResumenEl artículo examina algunos momentos de la Crítica de la facultad de juzgar de Kant, con el fin de evidenciar la unidad estruc-tural de la obra y su aporte innovador. Dentro de esta investigación, aísla las reflexiones kantianas sobre el valor público de los juicios estéticos y muestra las implicaciones epistemológicas, sociales y éticas de los análisis sobre el arte, la técnica y la cultura, desarrollados en el texto kantiano.

PalabRas clave:Filosofía trascendental, juicio estético, sentido común, cultura, sociabilidad.

* Traducción de Eduardo Sastoque, revisada por Laura Quintana.** Doctorado en Filosofía, Universidad de Padua, Italia. Ha publicado los siguientes volúmenes: Moralità e morale in Hegel. Padua: Liviana, 1982; Finalità e destina-

zione morale nella “Critica del Giudizio” di Kant. Trento: Verifiche, 1988; Soggetto e struttura dell’agire in Hegel. Trento: Verifiche, 1993; Le ragioni della speranza. Padua: San Paola, 2001; Fede e religione in Kant: 1775-1798. Trento: Verifiche, 2005; La Critica del Giudizio di Kant. Introduzione alla lettura. Roma: Carocci, 2008. Actualmente se desempeña como profesora titular de Filosofía de la Universidad de Padua, Italia. Correo electrónico: [email protected].

Arte, naturaleza y sociedad en la Crítica de la facultad de juzgar de Kant*

Art, Nature and Society in Kant’s Critique of JudgementabstRactThe paper discusses some topics of Kant’s Critique of Judgment in order to highlight the unitary structure of the work and its innovative contribution. Within this inquiry, it specifically focuses on the Kantian reflections on the public value of aesthetic judg-ments and shows the epistemological, social, and ethical implications of analyses of art, technology and culture in Kant’s text.

Key woRds:Transcendental Philosophy, Aesthetic Judgment, Common Sense, Culture, Social Relations.

Arte, natureza e sociedade na Crítica da faculdade de julgar de KantResumoO artigo examina alguns momentos da Crítica da faculdade de julgar de Kant, visando evidenciar a unidade estrutural da obra e sua contribuição inovadora. Dentro desta pesquisa, isola as reflexões kantianas sobre o valor público dos juízos estéticos e mostra as implicações epistemológicas, sociais e éticas das análises sobre a arte, a técnica e a cultura, desenvolvidos no texto kantiano.

PalavRas chave:Filosofia transcendental, juízo estético, senso comum, cultura, sociabilidade.

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la teRceRa cRítica kantiana: un pRoyecto unitaRio, innovadoR y dinámico

L a primera impresión que impacta a quien se acerca a la Crítica de la facultad de juzgar, a diferen-cia de otras obras kantianas, es aquella de encontrarse frente a dos partes –estética y teleología– originadas por distintos intereses y vinculadas casi que forzadamente. En realidad, la articulación de la obra en dos momentos diferentes y autónomos no es extrínseca ni, mucho me-nos, casual. Es, al contrario, el resultado del recorrido que lleva a Kant desde el proyecto inicial de componer una Crítica del gusto –que busca, en cualquier modo, relacionar estética y teleología (Kant 1922)– hasta un escrito mucho más articulado y complejo, en el cual la reflexión sobre lo bello se amplía y va a tocar incluso cuestiones que tienen pertinencia para las ciencias na-turales y humanas: desde la antropología hasta la ética, la filosofía social y la política.

Con la obra de 1790, de hecho, Kant se propone lle-var a término la tarea emprendida en la Crítica de la razón pura y en la Crítica de la razón práctica1 relacio-nando los dos ámbitos de la naturaleza fenoménica y de la libertad, que aquéllas estudian separadamente. La distinción entre los dos ámbitos corresponde a la dife-renciación entre dos modos de conocer o pensar: el pri-mero se ejercita en el mundo fenoménico, con respecto al cual el intelecto cumple una función constitutiva; el segundo se explica en el mundo de los puros noúmenos, con respecto al cual la razón desempeña una función regulativa. El acceso a los dos ámbitos se efectúa en to-das las obras críticas en clave trascendental, a partir del examen de las facultades cognoscitivas que permiten la descripción, el análisis y la comprensión de la realidad sensible y de aquella puramente inteligible.

La transformación del proyecto inicial, que lleva de la Crítica del gusto a la Crítica de la facultad de juzgar, es la consecuencia de la constatación, madurada en el trans-curso de los años, del hecho de que los juicios estéticos

1 Cfr. Kant (1968, 170). El texto de la Tercera Crítica estará indicado con la sigla KdU, seguida, si es necesario, del número de la página de la edición de la Akademie-Textausgabe y el de la traducción italiana de Garroni y. Hohenegger (Kant 1999). [Nota del traductor: las citas en español se traducen de la versión de Pablo Oyarzún (Kant 1992), indicando la paginación de Weischedel].

y los juicios teleológicos son expresiones de una única facultad, la facultad de juicio reflexionante (la reflektie-rende Urteilskraft). Una facultad que formula sus pro-pios juicios con base en el principio de la “finalidad” o “conformidad a fin” (Zweckmäßigkeit). La conformidad a fin es, por lo tanto, junto a la facultad de juzgar re-flexionante, el tema central de la Crítica de la facultad de juzgar y constituye la primera razón que explica la unidad intrínseca tanto del proyecto como de la ejecu-ción de esta obra. Reflexionar sobre las cosas, y juzgarlas en términos de conformidad a fin, tienen, de hecho, para Kant –acogiendo las críticas de Spinoza a las causas fi-nales– una notable importancia heurística tanto en el proceso de comprensión de la realidad objetiva como en el de autocomprensión del sujeto. Esta carga heurística emerge allí donde la facultad de juzgar reflexionante y el principio de finalidad que le es propio muestran su ido-neidad para identificar reglas y, por consiguiente, una normatividad, también allí donde esto a primera vista parece estar excluido. La finalidad es aquella conformi-dad a las leyes mediante la cuales se reflexiona sobre aquello que es contingente, para obtener una expe-riencia coherente, unitaria y completamente interco-nectada.2 La unidad legal (gesetzliche Einheit), que la facultad de juzgar reflexionante lleva al descubierto orientada por nexos finales, consiente, por lo tanto, una interpretación unitaria de la experiencia y la po-sibilidad de identificar en ella un orden intrínseco, cuando no es posible subsumir los datos individuales (ya se trate de organismos vivientes, hechos o even-tos) bajo las categorías o principios del intelecto.

Junto a este intento normativo que, confiado a la Zwec-kmäßigkeit y a la reflektierende Urteilskraft, atraviesa toda la obra conectando sus diferentes temáticas, la Crítica de la facultad de juzgar persigue también una finalidad de orden analítico-descriptivo. Este segundo intento surge, por ejemplo, cuando Kant recuerda el sentido de satisfacción y de placer que emerge todas las veces en las cuales, en el pulular atomístico de hechos, eventos o experiencias no reconducibles a normas o principios de orden general, se captan nexos relacionales, que es-tán en condiciones de ofrecer un significado unitario a lo que a primera vista aparece sin ninguna conexión y privado de sentido. De esta forma, Kant describe lo que

2 KdU §V, P. 183, 19: “La facultad de juzgar tiene que suponer a priori, como principio para su propio uso, que lo que a [nuestro] humano ver es contingente en las leyes particulares (empíricas) de la naturaleza, contiene, no obstante, una unidad legal para nosotros insondable, pero pensable, en el enlace de su multiplicidad en una experiencia en sí posible” (Kant 1968, BXXXIII). Esta unidad legal está dada por el prin-cipio de la finalidad o “conformidad a un fin”.

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sucede en el sujeto en presencia de un sentimiento de placer: al sentir placer o displacer el sujeto es puesto en una relación inmediata consigo mismo; a través del sentimiento de placer o displacer se advierte a sí mismo, y en él se da, por tanto, la constatación inmediata de ser el portador de afectos, de ser su centro unitario (Kant 1968, §1). La descripción puntual de los modos en los cuales se activa el sentimiento de placer o displacer y de lo que acontece en el sujeto de estos afectos comporta un complejo y articulado proceso de comprensión de sí mismo que la Tercera Crítica lleva a cabo mediante una investigación de naturaleza trascendental, que no consi-dera objetos o realidades existentes, sino las estructuras a priori que le permiten al sujeto conocer, tener emocio-nes o actuar.

Si se tiene por cierto el doble intento perseguido por la Crítica de la facultad de juzgar tanto en el nivel norma-tivo como en el analítico-descriptivo, se puede leer toda la obra como el despliegue de una serie de recorridos, que examinan todas las posibles aplicaciones de la ca-pacidad de juzgar con base en nexos de finalidad, dentro de un gigantesco proyecto que se caracteriza por una sistematización rigurosa, un dinamismo intrínseco y un fuerte impulso innovador.3

a. La sistematización surge del plano arquitectónico general de la obra, a partir del análisis complejo de las facultades del ánimo (la facultad cognoscitiva, el sentimiento de placer o displacer, la facultad de desear) y de la identificación de los respectivos ámbitos de aplicación, que son la naturaleza, el arte y la libertad.4 Este intento sistemático per-mite leer en clave teleológica la naturaleza entera como un sistema de fines, los cuales valen como una posibilidad para explicar, en una óptica pura-mente subjetiva, la intrínseca constitución de ser de todas las formas vivientes, desde un simple hilo de hierba (cuya razón de ser resulta incomprensi-ble con base en las leyes de la física mecánica) has-ta organismos más complejos, incluidas incluso las

3 Estas características están muy bien sintetizadas en la Introducción de E. Garroni y H. Hohenegger de la traducción italiana de la Crítica de la facultad de juzgar (Kant 1999, XIX).

4 Esto se deriva del esquema que concluye el texto de la introducción a la KdU (Kant 1968, §IX, BLVII).

construcciones sociales o políticas que la historia de la humanidad produce en su curso. Según la complejidad del objeto considerado, Kant distin-gue varias modalidades de aplicación del principio de la finalidad, del cual de vez en cuando explicita el significado formal o material, interno o externo, subjetivo u objetivo.

b. El aspecto innovador de este proyecto se encuentra no sólo en los análisis puntuales sobre la obra de arte, la validez ejemplar del juicio del gusto, los rasgos del genio artístico, sino, además, en la reflexión sobre una noción amplia de “arte” implicada en estos análisis. El arte, en efecto, se entiende ya sea como “arte bello” o como “técnica”, es decir, aquello que permite realizar lo que deseamos que ocurra. En consecuencia, la noción de arte en sentido amplio comprende todas las activida-des capaces de llevar a término ciertos productos en relación con un objetivo o un proyecto. Arte y técnica, por lo tanto, no valen sólo para el hombre y para su actuar intencional, sino también para el actuar no intencional de la naturaleza. Cuando Kant habla de una “técnica de la naturaleza”, o cuando afirma que la naturaleza actúa técnicamente, intenta decir que ciertos productos suyos pueden ser juzga-dos como si (als ob) su posibilidad se basase en un arte (Kant 1942).

c. Asimismo, estas consideraciones –relativas al en-lace que une estrechamente arte y naturaleza– son una contribución ulterior que confirma la unidad entre las dos partes de la obra. Pero la originali-dad de la Tercera Crítica se hace manifiesta, sobre todo, cuando se la lee prestando atención al ele-mento orgánico que la caracteriza y a su dinamis-mo interno. Los hilos que Kant logra anudar en ella son innumerables. En lo que sigue llamaré la atención sobre algunos de ellos, los cuales son, en mi opinión, particularmente idóneos para ilustrar el nexo estrecho que existe entre la estética y la teleología, y algunas implicaciones significativas para pensar la sociabilidad y la política.

el alcance social del juicio estético

El objeto de la primera parte de la obra –la “Crítica de la facultad de juzgar estética”– no es, como es sabido, la construcción de una teoría estética, sino la reflexión sobre lo que la belleza natural o artística implica para el ánimo de aquel que se complace, y, aun antes, el análisis de las condiciones que hacen posible un juicio estético y lo distinguen de las otras modalidades de juicio.

Conjunto de las facultades del ánimo

Facultades de conocimiento

Principios a priori Aplicaciones

Facultad del conocimiento Entendimiento Conformidad a la Ley Naturaleza

Sentimiento de placer o displacer Facultad de juzgar Conformidad a

un fin Arte

Facultad de desear Razón Fin último Libertad

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Desde las primeras líneas, Kant subraya el papel del jui-cio estético en el proceso de autocomprensión del su-jeto. A diferencia, en efecto, de lo que es simplemente agradable (lo que es advertido por todos los seres vivien-tes) y de lo que es moralmente bueno (que es válido, por el contrario, sólo para los seres racionales), lo bello vale para todos los hombres en cuanto al mismo tiempo son seres sensibles dotados de razón (Kant 1968, §5). En consecuencia, el juicio del gusto permite definir una propiedad que distingue al hombre –en cuanto capaz de apreciar la belleza, complaciéndose con ella– respecto de otros seres vivos de los cuales se considera sólo el aspecto sensible o el puramente inteligible. Si el sen-timiento de placer y displacer permite una primera e inmediata aprehensión de sí mismo –un primer reco-nocimiento de la propia identidad subjetiva–, el juicio del gusto implica un paso ulterior en el progreso de la subjetividad hacia la comprensión de sí misma, en cuanto permite identificar una característica específica de quienes pertenecen a la especie humana.

Entre estos dos elementos –esto es, a) la aprehensión in-mediata de sí mismo en el sentir placer o displacer y b) la identificación de las características distintivas del sujeto capaz de sentir placer por lo que es bello– se inserta uno de los aspectos más innovadores de la Crítica de la facultad de juzgar, y, al mismo tiempo, uno de los más controvertidos. Se trata de la pretensión de validez intersubjetiva del juicio del gusto. La legitimación de esta pretensión de validez co-mún (Gemeingültigkeit) es presentada por Kant como un hecho notable para el filósofo trascendental, que demanda de él un esfuerzo considerable, en compensación del cual, sin embargo, espera descubrir “una propiedad de nuestra facultad de conocimiento que sin este análisis habría per-manecido ignota” (Kant 1968, §8, B21).

Esta anotación, que no deja dudas sobre las pretensio-nes de Kant con respecto a su propio aporte innovador en el campo de la investigación trascendental sobre los juicios estéticos, nos introduce en el descubrimiento de una serie de elementos que permiten comprender el significado social del gusto. Este significado se rela-ciona con el valor público que Kant atribuye al juicio estético, el cual, en cuanto juicio, es decir, considerado desde un punto de vista meramente lógico, es siempre un juicio singular (Kant 1968, §37).

Singulares son, de hecho, algunos juicios de conoci-miento, aquellos sobre lo que place a los sentidos o aquellos estéticamente puros. Entre estos dos últimos tipos de juicio Kant pone de relieve, sin embargo, una diferencia sustancial. Mientras que el juicio expresado

sobre lo que es agradable para el paladar, el tacto, la vista, el olfato o el oído, es del todo personal y tiene un valor exclusivamente privado, en cuanto vale sólo para quien lo expresa, el cual lo acompaña con la precisión “esto es agradable para mí” (Kant 1968, §7), quien for-mula un juicio sobre lo bello pretende que los demás lo compartan. Si esto no ocurre, quien ha expresado su propio juicio, abandonando de esta forma la esfera del propio sentir privado y saliendo al descubierto cuando manifiesta su propia evaluación al decir “esto es bello”, juz-ga carente de gusto a quien no comparte su juicio y está dispuesto a iniciar una discusión con él en esta materia.

El juicio del gusto tiene, por lo tanto, un significado pú-blico, y esto exige que quien lo formula salga de su en-cierro en el propio juicio individual, discuta argumentos, se sitúe en el punto de vista de los otros. Mientras que en lo concerniente a todo aquello que resulta agradable a los sentidos vale el antiguo proverbio de gustibus non est disputandum, porque se reconoce que estos juicios son personales y se deja a cada uno sostener el propio parecer, la publicidad atribuida a los juicios estéticos y puros hace transcurrir la investigación trascendental sobre las facultades del ánimo humano desde un plano subjetivo hasta el de la confrontación intersubjetiva.

La dificultad para aceptar y defender la validez pública del gusto está dada por múltiples elementos y, en pri-mer lugar, por la misma definición de lo bello propues-ta por Kant. Dado que bello es aquello que complace universal y necesariamente, sin concepto, sin finalidad y sin interés,5 esto significa que no hay reglas a las cua-les apelar para justificar la validez común del juicio es-tético. El fundamento de esta validez se debe buscar, una vez más en clave trascendental, en el libre juego de las facultades cognoscitivas –intelecto e imaginación–, que se activa cada vez que se formula un juicio sobre la belleza de algo. Este armónico acuerdo de las facul-tades cognoscitivas produce, de hecho, un sentimiento de placer no vinculado a alguna regla, y, sin embargo, se pretende participable a la comunidad de los sujetos que juzgan. Precisamente porque se deriva de una mis-ma amalgama, porque los elementos que en él se ponen de acuerdo están presentes en todos los que juzgan, el juicio que se deriva es universalmente comunicable y el placer que se obtiene es universalmente compartible. Cuando una representación bella suscita un acuerdo de imaginación e intelecto y este acuerdo viene expre-sado mediante un juicio, se puede suponer, y además

5 Como se sabe, son cuatro los momentos que en los §§1-22 de la “Críti-ca de la facultad de juzgar estética” definen lo bello.

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exigir, que el placer o el displacer provocado por la re-presentación del objeto bello pueda ser compartido por la comunidad de los sujetos que juzgan, dado que las condiciones subjetivas que permiten formular el juicio son las mismas en cada hombre dotado de imaginación y sano entendimiento.

Aquí el análisis trascendental pone de relieve un punto de particular interés: el hecho de que las condiciones del juicio sean compartidas implica la comunicabilidad del juicio mismo y determina su carácter público. Es gracias a la reflexión sobre este aspecto que Kant llega a descubrir aquella propiedad de nuestra facultad de co-nocer, que sin esta investigación habría permanecido ig-nota, y que tanto interés despierta en el filósofo trascen-dental. Cuando el juicio del gusto afirma la belleza de algo, quien lo formula exige que todos estén de acuerdo con él. Dado que no puede tratarse de una universalidad fundada lógicamente sobre conceptos, Kant define esta validez común (Gemeingültigkeit) como una voz univer-sal (allgemeine Stimme), que unifica a todos aquellos que concuerdan en un determinado juicio sobre la base de un común modo de sentir, un sentido común; esto es, una facultad que al juzgar tiene en cuenta el juicio de los demás, lo que sucede cuando comparamos nuestro juicio con el de los otros y nos ponemos en su lugar.6

El sentido común se convierte así en aquello que puede sostener la comparación con los juicios de los demás y, por consiguiente, en condición de apertura intersubje-tiva, aun cuando esta apertura es subrayada por Kant siempre en clave trascendental, teniendo en cuenta aquellas estructuras que en el sujeto se encuentran en la base de toda representación suya. Esto significa que la relación de las facultades cognoscitivas, activada es-pontáneamente por una representación juzgada bella, produce un efecto sobre el ánimo humano. Este efecto no tiene que ver sólo con el individuo que dice “esto es bello”, sino que es advertido como una especie de sentido común, por lo cual quien dice “esto es bello” sabe a priori que también los otros deberían compartir su juicio, y si no es así, sabe que se abrirá una discu-sión. Lo que se excluye es que quien dice “esto es bello”

6 KdU §40, pp. 293 y 130: “Por sensus communis hay que entender, no obstante, la idea de un sentido común a todos, esto es, de una facultad de juzgar que en su reflexión tiene en cuenta, en pensamiento (a prio-ri), el modo representacional de cada uno de los demás, para atener su juicio, por así decirlo, a la entera razón humana y huir así de la ilusión que, nacida de condiciones subjetivas privadas que pudiesen fácilmen-te ser tenidas por objetivas, tendría una desventajosa influencia sobre el juicio. Ahora bien: esto último sucede por atener el propio juicio a otros juicios, no tanto efectivamente reales como más bien meramente posibles, y ponerse en el lugar de los otros [...]” (Kant 1968, B157).

enuncia una opinión puramente personal o formula un juicio privado.

La validez pública del juicio del gusto, en cuanto ex-presión de un sentido común, está confirmada también por las máximas que determinan el funcionamiento del sano y común intelecto humano. De estas máximas (1. pensar por sí mismo; 2. pensar poniéndose en el lugar de los otros; 3. pensar siempre de acuerdo consigo mis-mo) es particularmente significativa la segunda, que se refiere a un modo de pensar que Kant define, recurrien-do a una hermosa expresión, “amplio” o “ancho” (erwei-tert); un modo de pensar que se obtiene situándose en el punto de vista de los otros. Cuando este pensar “am-pliado” da lugar a un juicio del gusto, cualquiera que afirme que algo es bello, situándose en el punto de vista de los otros, puede pretender que su juicio individual tenga una validez común, es decir, que haya acuerdo compartido sobre lo que se juzga estéticamente bello.

Ciertamente, el gusto no prescribe leyes de orden ético o técnico-práctico ni fija conceptos sobre cómo debe-rían ser las cosas, pero lleva al descubrimiento de una propiedad del hombre que lo vuelve idóneo para con-frontarse con sus similares, para comunicar lo que le produce placer o displacer, para revisar sus propios jui-cios sobre la base de un modo común de pensar, situán-dose en el punto de vista del otro: esto, evidentemente, no es insignificante para quien intente ir a la búsqueda de las raíces de la sociabilidad.7

Comunicabilidad, participación y publicidad hacen del gusto una especificación del sentido común, siempre que por sentido común no se entienda –con una lec-tio facilior– sólo el sano buen sentido, sino –desde una lectura más compleja que, sin embargo, empalma a las reflexiones kantianas con la tradición latina del sensus communis y con su rehabilitación en la Europa del si-glo XVII-XVIII– aquel sentido que se tiene en común, porque caracteriza la pertenencia a una comunidad. Así como existe un sentido común de lo que es decoroso, de lo que es verdad o de lo que es correcto, de igual forma existe un sensus communis æstheticus relativo a lo que se juzga bello. Si quien vive exclusivamente según el propio sentir personal se excluye de la comunidad de los sujetos que juzgan, quien formula un juicio estético manifiesta eo ipso su propia disposición a la confronta-ción, a la comunicación y a la participación de los pro-pios sentimientos, de los propios juicios, de las propias

7 Sobre la sociabilidad que implican los juicios del gusto, cfr. Leyva (1997), Menegoni (2008), Parret (1998) y Quintana (2008).

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experiencias, que están siempre ligadas a condiciones materiales e históricas determinadas, sabiendo a priori que los otros harán lo mismo.

Una confirmación de todo esto se encuentra en el pá-rrafo conclusivo de la primera parte de la obra (Kant 1968, §60), en el cual Kant subraya la importancia de aquellos conocimientos preliminares que son definidos humaniora, “presumiblemente porque humanidad de-signa, por una parte, el universal sentimiento de simpatía y, por otra, la facultad de poder comunicarse íntima y universalmente [...]” (Kant 1968, B262). Las dos pro-piedades unidas constituyen aquella sociabilidad (Gese-lligkeit) que es adecuada a la idea de humanidad, por-que la distingue de la limitación animal.

Es por esto que el gusto desarrolla una función prope-déutica con respecto a la instauración en el sujeto de un habitus moral, como se afirma en el conocido §59: “De la belleza como símbolo de la eticidad”. Porque lo bello es aquello que, en su diferencia respecto a lo agradable, place necesaria y universalmente, sin interés y sin fina-lidad; su experiencia presenta fuertes analogías con los principios de la moral; en primer lugar, porque enca-mina a la comprensión de cómo es posible interesarse por la ley moral, sin que esto quiera decir actuar por interés. El consenso general pretendido por el juicio del gusto, puesto como fundamento de la comunica-bilidad y de la sociabilidad, que impregna como un sentido común a la humanidad entera, es símbolo, ade-más, de aquella diversa universalidad que caracteriza a los principios morales. Finalmente, la libertad, la ausen-cia de interés y la validez universal, características del juicio sobre lo bello, constituyen una huella concreta para comprender lo que en la moralidad no puede ser ni conocido ni explicado por un entendimiento limita-do. El entendimiento humano es, de hecho, incapaz de explicar cómo es posible la libertad, ni tampoco logra demostrar cómo se puede tomar interés por la ley moral sin actuar, empero, por interés; o cómo la razón pura puede por sí misma ser sólo práctica, es decir, cómo puede ofrecer un impulso a la acción con base en su sola forma.

la insociable sociabilidad

Toda la primera parte de la Crítica de la facultad de juz-gar traza un recorrido que define la especificidad de los seres humanos con base en características que consti-tuyen el fundamento de la sociabilitas. Sobre este tema Kant volverá, pocos años después, en el ensayo sobre el

mal radical, que constituye el primer capítulo del escri-to La religión dentro de los límites de la mera razón. Esto sucede en el lugar textual en el que el autor examina las disposiciones originarias al bien que caracterizan tanto al hombre individual como a todo el género hu-mano. De particular interés, puesto que se encuentra en aparente discontinuidad con lo argumentado sobre la naturaleza social del gusto, está el hecho de que en la Religionsschrift la característica de la animalidad, que concierne al hombre en cuanto ser viviente, no se mues-tra sólo en la conservación de sí mismo y de la especie, sino también en el desarrollo del instinto social que conduce a la vida comunitaria. La cara negativa de esta condición se muestra desde la intemperancia hasta la ausencia total de leyes, un estado que no por casualidad Kant define como “salvaje” (Kant 1914a, 26).

La segunda condición propia del hombre tiene que ver con el hecho de ser aquel viviente dotado al mismo tiempo de razón. Esta disposición se pone de manifiesto al afirmar el valor propio en la propia opinión y en la de los demás, sobre la base del principio de la igualdad. El lado negativo de esta disposición, que es originalmente buena, se expresa en el deseo de afirmar la propia su-premacía sobre los otros, y da lugar a los vicios propios de las civilizaciones desarrolladas y cultas, que van des-de los celos y la rivalidad hasta la enemistad.

La tercera y última condición, después de aquella ani-mal y humana, tiene que ver con la personalidad. Se trata de aquella condición del género humano que con-sidera al hombre en cuanto ser viviente, racional, y lla-mado a responder por sus propios actos. La disposición de la personalidad define la capacidad del arbitrio de probar el respeto por la ley moral que vale como móvil y coincide con el ejercicio de la moralidad y con el res-peto por lo que representa la dignidad del fin absoluto e incondicional.

Así que también en el ensayo sobre el mal radical en-contramos una reflexión sobre las características del hombre, que considera la animalidad, la racionalidad y la personalidad en progresión. Lo que, sin embargo, distin-gue este tratamiento del asunto de aquel que se encuentra en la Tercera Crítica es el hecho de que la condición ani-mal, racional o propia de la persona moral aparece en la Religionsschrift en referencia al ejercicio de la facultad de desear y al uso del arbitrio. Es este trasfondo ético el que determina que la disposición a la sociabilidad se haga pertenecer a la condición animal, mientras que en la Crítica de la facultad de juzgar tal disposición se refiere a aquello que define la humanidad del hombre.

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Una anticipación de esta diversa exposición de las con-diciones propias del estadio animal, propiamente huma-no y ético, aparece, por lo demás, ya en la conclusión de la “Crítica de la facultad de juzgar estética”, en donde se lee que aquel placer que el gusto declara válido para la humanidad en general no puede prescindir del desa-rrollo de ideas morales y de la cultura del sentimiento moral (Kant 1968, §60). Esta conclusión se retoma en la segunda parte de la Crítica de la facultad de juzgar, en particular, en el largo “Apéndice a la teleología”, en el cual la naturaleza se define como un sistema de fines, se subraya la primacía de la moral respecto a todas las otras disposiciones propias del hombre y se pregunta por su posición en el contexto del mundo natural y de la historia mundial.

En este sistema de fines, el fin último que la humanidad persigue en su evolución está dado por la promoción de las habilidades técnico-prácticas, por el control de los impulsos y de las pasiones, por el desarrollo de la socie-dad civil y por la constitución de Estados. Todos estos elementos se sintetizan en el término “cultura” (Kultur), que se define como aquella actitud o habilidad para per-seguir cualquier tipo de fin con respecto a la naturaleza interna o externa y que incluye en sí misma una multi-plicidad de aspectos: desde el complejo trabajo de for-mación individual, que incluye educación (Erziehung) y aleccionamiento (Belehrung), pasando por la disciplina (Zucht, Disziplin) de las inclinaciones y las pasiones, por la promoción de las habilidades (Geschicklichkeit) que permiten perseguir objetivos arbitrarios, hasta el desarrollo de las formas que articulan las diferentes mo-dalidades de la vida asociada. Con pocos y rápidos tra-zos, Kant delinea el cuadro de una obra de civilización que ve el desarrollo de las ciencias y de las artes a la par con la difusión de las desigualdades sociales. Mientras que la mayoría buscará satisfacer las necesidades de la vida, oprimida por trabajos mecánicos y embotadores, otros disfrutan de los frutos de esta desigualdad. Mise-ria y lujo generan violencia y lesionan las libertades in-dividuales. Para dirimir injusticias y atropellos se apela, en primer lugar, al ámbito de la compensación legal: a la sociedad civil, pero, especialmente, al sistema de todos los Estados, aquel arreglo cosmopolita que sólo puede poner una barrera a la expansión de los conflictos a es-cala nacional y mundial.

En particular, el §83 de la “Crítica de la facultad de juz-gar teleológica” expone con indicios esenciales una sín-tesis breve del completo pensamiento político-histórico de Kant y desarrolla en forma consecuente las tesis ya enunciadas en el escrito Idea para una historia universal

en sentido cosmopolita, de 1784, en donde el autor expre-sa su esperanza, típicamente ilustrada, de que la consi-deración del juego de las libertades individuales a escala histórico-mundial permita ver ordenado hacia lo mejor lo que en cada uno de los individuos aparece enredado y dominado por la casualidad. Sólo en aquella sociedad en la cual la libertad de todo individuo puede coexistir con la de los otros se lleva a cabo el fin supremo de la naturaleza, en lo que tiene que ver con la humanidad, es decir, el desarrollo de todas sus disposiciones. Cultura, desarrollo artístico, el mismo orden social, son fruto de la “insociable sociabilidad”, que obliga a disciplinar la libertad salvaje de las inclinaciones individuales.

También en la segunda parte de la Crítica de la facultad de juzgar, como ya se encuentra en el escrito de 1784, Kant subraya la función propedéutica desarrollada por las artes y por las ciencias en la realización del desti-no del hombre (Bestimmung des Menschen), según una progresión que comprende, primero, el desarrollo de la cultura; después, de la civilización que realiza la libertad bajo leyes, y, finalmente, de la moralidad. La progresión que distingue Kultivierung, Zivilisierung y Moralisierung es especular respecto de aquella delineada en la prime-ra parte de la obra. En este contexto, sin embargo, no se considera ya desde una óptica trascendental, sino real, porque la conformidad al fin presente en esta reflexión es material y objetiva, y no más formal y subjetiva. No obs-tante, vuelve a ser propuesta, también en este contexto, la idea que habíamos ya encontrado en la conclusión de la primera parte de la Crítica de la facultad de juzgar: artes y ciencias, junto con el placer que puede ser comunicado universalmente, forman a la humanidad y la preparan para un dominio en el cual sólo la razón debe tener poder.

El lenguaje y las categorías utilizadas por Kant se en-raízan en un horizonte histórico típicamente ilustrado y, en general, no reflejan adecuadamente el alcance in-novador de sus ideas. Pero lenguaje y categorías a ve-ces obsoletas no le quitan nada a la organización de un pensamiento absolutamente coherente y bajo muchos aspectos profundamente innovador.

cultuRa, civilización, libeRtad

Al recorrer algunas de la vías que Kant traza en la Crítica de la facultad de juzgar, hemos intentado anudar los hi-los de una argumentación dirigida, entre los numerosos propósitos que persigue, también a llevar al descubri-miento de los elementos mínimos y, sin embargo, esen-ciales que están en la base de la convivencia social y

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de la constitución de entidades políticas que apunten a salvaguardar y garantizar la libertad de todos en su mutua relación. Se trata de una investigación teóri-ca que no esconde cuán difícil es alcanzar de forma efectiva este objetivo. Kant observa, de hecho, que la humanidad ha logrado en el curso de su historia un grado elevado de cultura. Ella deja ver, sin em-bargo, que sólo en parte sabe defender el derecho a la libertad de todos bajo la tutela de las leyes, y, por ende, es civilizada sólo parcialmente. En cuanto a la realización total de la moralidad, que la haría virtuo-sa, éste es un objetivo aún por realizar: “Nos hallamos cultivados en alto grado por el arte y por la ciencia, es-tamos civilizados hasta el exceso en todo lo que tiene que ver con las formas y las convenciones sociales. Sin embargo, falta todavía muchísimo para considerarnos mo-ralizados” (Kant 1923, 26). Para tomar posesión del ánimo humano y que se convierta en un hábito virtuoso, la mora-lidad requiere, de hecho, una revolución en la intención, un cambio radical del corazón. Pero esta revolución inte-rior no puede ser consecuencia de un mejoramiento de las costumbres y sólo puede ser preparada, no realizada, por el desarrollo del arte y de la cultura (Kant 1914a).

Radicalmente innovador es el examen de las estructuras de base que son los cimientos de la vida social. Este exa-men es conducido mediante una investigación trascenden-tal que reflexiona sobre las facultades del ánimo humano en general y, en particular, sobre lo que acontece cuando una representación bella suscita el sentimiento de placer o displacer y el juicio del gusto expresa este sentimiento. Si-guiendo este recorrido del todo peculiar, Kant logra poner en evidencia cómo la humanidad se caracteriza por una originaria disposición a la sociabilidad. Esta disposición se vislumbra desde los elementos esenciales que son la base de todo juicio del gusto, cuya formulación y enunciación exigen que cada sujeto que juzga esté dispuesto a com-prender el punto de vista del otro; exigen que se dé la dis-posición para compartir el juicio mismo y el placer que suscita; exigen que el punto de vista del otro sea no sólo comprendido, sino también tenido en cuenta y respetado; exigen aun que se dé la disposición para comunicar las propias valoraciones, para buscar puntos de acuerdo y de convergencia, para romper las barreras que aíslan a los individuos unos de otros, encarcelándolos en perspecti-vas en las que sólo vale el punto de vista privado.

Una vez que uno se encamina por esta vía, no se pue-de dejar de recordar que “el círculo que uno traza en torno a sí mismo se debe considerar una parte de un círculo más grande que abraza todo, esto es, el círculo de los sentimientos cosmopolíticos” (Kant 1914b, 351).

Y que el concepto de humanidad no es algo abstracto e indeterminado, sino que es la disposición para el senti-miento de la simpatía que acomuna a los hombres, un sentimiento que permite la comunicación recíproca de los propios sentimientos (Kant 1914b, 456). Saber con-siderar el juicio de los otros, no sólo aquel efectivo sino también aquel puramente posible, es indicador de la vo-luntad de ponerse en el punto de vista del otro y de no anclarse en el propio punto de vista personal y privado. Es superfluo observar cuánto esto permite la superación de preconceptos y prejuicios, y pone las condiciones para la liberación de la ceguera de una razón pasiva y esclava, que aún no sale de un estado de minoridad.

Este objetivo no es sólo propio de una razón moderna e ilus-trada, sino que entra a pleno título en un proyecto de auto-comprensión del hombre en cuanto singular y en cuanto miembro del género humano. Este objetivo es perseguido en la Crítica de la facultad de juzgar a partir de la reflexión sobre la finalidad intrínseca del arte y de la naturaleza, y conduce a reconocer que tanto la belleza como el sujeto moral tienen la misma dignidad que compete a lo que es fin para sí mismo. En torno a estos dos elementos Kant organiza dinámicamente todo el material que entra a for-mar parte de la Crítica de la facultad de juzgar. Aunque la terminología de la cual se vale Kant refleja la época a la cual pertenece, aunque la materia expuesta parece trans-currir desde las representaciones artísticas hasta los orga-nismos vivientes, casi hasta perderse entre los meandros de los nexos finales, no se pierde jamás de vista la pregunta fundamental que sostiene y guía toda la construcción: es la pregunta que se interroga sobre el sentido de los múltiples elementos y de las diferentes experiencias que caracterizan a la humanidad y su historia.

RefeRencias

Kant, Immanuel. 1914a. 1. Die Religion innerhalb der Gren-zen der bloßen Vernunft. [Akademie-Textausgabe Bd VI]. Berlín: Georg Reimer.

Kant, Immanuel2. . 1914b. Die Metaphysik der Sitten. [Aka-demie-Textasgabe Bd. VI]. Berlín: Georg Reimer.

Kant, Immanuel. 1922. 3. Kant’s Briefwechel, Bd. I (1747-1788) [Akademie-Textausgabe Bd. X]. Berlín: De Gruyter.

Kant, Immanuel. 1923. 4. Idee zu einer allgemeinen Geschi-chte in weltbürgerliche Absicht [Akademie-Textausgabe Bd VIII]. Berlín: De Gruyter.

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Kant, Immanuel. 1942. 5. Erste Einleitung in die Kritik der Ur-teilskraft [Akademie-Textausgabe Bd. XX]. Berlín: De Gruyter.

Kant, Immanuel. 1968. 6. Kritik der Urteilskraft [Akademie-Textausgabe Bd V]. Berlín: De Gruyter.

Kant, Immanuel. 1992. 7. Crítica de la facultad de juzgar [Traducción de Pablo Oyarzún]. Caracas: Monte Ávila.

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Leyva, Gustavo. 1997. 9. Die Analytik des Schönen und die Idee des “sensus communis” in der Kritik der Urteilskraft. Frankfurt: Grupo Editorial Peter Lang.

Menegoni, Francesca. 2008. 10. La Critica del giudizio. Intro-duzione alla lettura. Roma: Carocci.

Parret, Herman. 1998. 11. Kants Ästhetik. Berlín: De Gruyter.

Quintana, Laura. 2008. 12. Gusto y comunicabilidad en la es-tética de Kant. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia - Universidad de los Andes.

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por AnA MAríA AMAyA-VillArreAl*Fecha de recepción: 6 de julio de 2009Fecha de aceptación: 21 de agosto de 2009Fecha de modiFicación: 30 de septiembre de 2009

ResumenA continuación se lleva a cabo una lectura de la reflexión kantiana sobre lo sublime a la luz de una interpretación que entiende la Crítica de la facultad de juzgar como un proyecto que nace de la preocupación por la relación que en el mundo se da entre las dimensiones sensible y suprasensible del ser humano. Influenciada por la lectura que presenta Lyotard en sus Lecciones sobre la analítica de lo sublime, exploro algunas consecuencias que acarrea para la comprensión de la moralidad y la libertad kantiana su contacto con la categoría de lo sublime.

PalabRas clave: Juicio estético, sublime, Kant, razón práctica, libertad.

* Filósofa de la Universidad Nacional de Colombia y actualmente estudiante de la maestría en Filosofía en la misma Universidad. Correo electrónico: [email protected].

La libertad entre lo visible y lo invisible: límites y alcances de lo sublime kantiano

Freedom between the Visible and the Invisible: Boundaries and Potential of the Kantian SublimeabstRactThe following essay is a view of the Kantian reflection on the sublime in light of an interpretation that understands the Critique of Judgement as a project that is born from a concern for the relationship that appears within the sensible and suprasensible dimension of the human being. Influenced by the view presented by Lyotard in Lessons on the analytics of the sublime, I explore some of the consequences brought on for the comprehension of Kantian morality and freedom by its contact with the category of the sublime.

Key woRds:Aesthetic Judgment, Sublime, Kant, Practical Reason, Freedom.

A liberdade entre o visível e o invisível: limites e alcances do sublime kantianoResumoA seguir, desenvolve-se uma leitura da reflexão kantiana sobre o sublime perante uma interpretação que entende a Crítica da faculdade de julgar como um projeto que nasce da preocupação pela relação que existe no mundo entre as dimensões sensível e supra-sensível do ser humano. Influenciada pela leitura apresentada por Lyotard em suas Lições sobre a analítica do sublime, exploro algumas conseqüências que gera para a compreensão da moralidade e a liberdade kantiana seu contato com a cate-goria do sublime.

PalavRas chave:Juízo estético, sublime, Kant, razão prática, liberdade.

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[…] esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético. Borges (2007, 13)

Escribe Kant, en el §29 de la Crítica de la facultad de juzgar, que el juicio sobre lo sublime “[…] tiene su basamento en la naturaleza humana y, cierta-mente, en aquella que, a la par con el sano entendi-miento, puede serle atribuida a cada cual y de cada cual exigida, a saber, en la disposición para el sentimiento relativo a las ideas (prácticas), es decir, moral” (Kant 1992, §29, A110/B111s, 178).1 De semejante modo tan íntimo aparecen conectadas lo moral y esa categoría es-tética siempre misteriosa de lo sublime. Unas páginas más adelante, en el Comentario general a la exposición de los juicios estéticos reflexionantes, señala Kant ade-más que si lo bello “nos prepara para amar algo, la na-turaleza inclusive, sin interés, lo sublime para reveren-ciarlo aun en contra de nuestro interés (sensible)” (Kant 1992, A114/B115, 180). Lo sublime, entonces, no sólo tiene como condición y cimiento la disposición para el sentimiento moral, sino que su experiencia nos prepara para su actualización (¿nos la anticipa?, ¿nos permite cultivarla?), es decir, para eso que ocurre cuando, según Kant, se actúa moralmente: una reverencia inmediata a la ley de la razón que es suscitada por el sentimiento de respeto, reverencia que supone y exige el ignorar cual-quier demanda del yo sensible.

Disposición al sentimiento moral, desinterés sensible, res-peto, conformidad a la ley, destinación o facultad supra-sensible, ideas prácticas, son términos todos que pertene-cen a lo esencial de la formulación de la filosofía práctica kantiana y que atraviesan también de principio a fin el planteamiento kantiano sobre lo sublime. Tan es así que Kant llega incluso a afirmar, abiertamente, que lo sublime representa “la genuina índole de la moralidad [Sittlichkeit] en el hombre” (Kant 1992, Comentario general…, A115/B116, 181); es como si en la experiencia que involucra el sentimiento de lo sublime, en una experiencia estética, pu-diéramos encontrar una pista, un indicio de lo distintivo, del modo propio de ser de la moralidad.

1 En adelante me refiero a la Crítica de la facultad de juzgar como CJ, y cito así: primero el parágrafo correspondiente, enseguida la paginación de la edición A y de la edición B originales, y, finalmente, la paginación de la traducción al español de Pablo Oyarzún, que es la que se usa en este texto.

Esta conexión tan explícita, que privilegia incluso lo su-blime sobre lo bello en lo que atañe a la relación con el ámbito de lo práctico (lo moral, lo político), ha dado ocasión a que el estudio contemporáneo de la categoría de lo sublime no esté desvinculado de un problema que era ya crucial en el siglo XVIII, y que aparece ante no-sotros, adicionalmente, con el tinte siniestro con el que el devenir de la historia política contemporánea lo ha sabido teñir: la relación entre una idea o un concepto de la razón y la posibilidad o pretensión de transformar el mundo materialmente conforme a ella, o de, quizá yen-do aún más allá, buscar materializar la idea misma. Este problema específico –que, visto de un modo más amplio y conceptual, se comprende en los términos involucra-dos en las relaciones posibles entre teoría y práctica, razón y sensibilidad, ética y estética, libertad y necesi-dad, entre lo que nos resulta invisible y lo que podemos ver– se muestra en toda su complejidad al tener de telón de fondo la rigurosidad con la que la filosofía kantiana erige un sujeto, paradójicamente, al dividirlo en dos: su ser sensible, facultado para conocer, y su ser racional, facultado para actuar:

Nuestra entera facultad de conocimiento tiene dos dominios, el de los conceptos de la naturaleza y el del concepto de la libertad […] conforme a éstos, divídese la filosofía en teórica y práctica. Pero el suelo sobre el cual se erige su dominio y es ejercida su legislación, es únicamente el conjunto de los obje-tos de toda experiencia posible […] Entendimiento y razón tienen, pues, dos legislaciones distintas en uno y el mismo suelo de la experiencia, sin que una pueda perjudicar a la otra (Kant 1992, AB XVII-XVIII, 86).

La convivencia de una perspectiva determinista y otra que elucida lo que se desmarca de lo necesario, lo en sí, la li-bertad como fundamento de la moralidad, como cimiento del aspecto intencional de las acciones humanas, a la luz de las cuales comprende el hombre al mundo, y a sí mismo como parte de él, está revestida del hecho de compartir “uno y el mismo suelo de la experiencia” y, sin embargo, excluirse en lo que atañe a “[…] sus efectos en el mundo de los sentidos” (Kant 1992, AB XVIII, 86). El abismo que separa a la razón del “mundo de los sentidos” no raya, sin embargo, en lo contradictorio: ya en la Crítica de la razón pura Kant resolvió la tercera antinomia, ya allí se preocupó por demostrar que estas dos perspectivas se pueden pensar coexistiendo sin contradicción en la naturaleza del hombre por configurar “legislaciones” que, regidas por principios completamente diferentes, no se restringen entre sí. Y, sin embargo, Kant parece reconocer en la Crítica de la facultad de juzgar que no es suficiente con que estos dos dominios

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o perspectivas que abarcan la entera facultad de conoci-miento sean pensables sin contradicción:

Por mucho que se consolide un abismo inabarcable entre el dominio del concepto de la naturaleza, como lo sensible, y el dominio del concepto de la libertad, como lo suprasensible, de modo tal que no sea posible ningún tránsito desde el primero hacia el segundo, igual a como si hubiese sendos mundos diferentes, de los cuales el primero no puede tener influjo alguno sobre el segundo, éste, sin embargo, debe [soll] tener sobre aquél un influjo, a saber, debe el concepto de la libertad hacer efectivo en el mundo de los sentidos el fin encomendado por sus leyes (Kant 1992, AB y XVIII, 87).

La tercera y última Crítica kantiana, en la que se ins-cribe la reflexión sobre lo sublime, es la apuesta por la consolidación de ese tránsito imposible que, sin embar-go, se debe dar. La imposibilidad del tránsito y su deber darse, si se quiere conceder que se dice algo con esta paradójica afirmación, han de entenderse como formu-lados desde diferentes perspectivas. En efecto, son va-rios los autores que señalan la CJ como un lugar en el que se abre paso a un cierto tipo de perspectiva que hace que la distinción radical entre lo teórico y lo prácti-co persista como un problema que ha de resolverse aun después de lo hecho tanto en la primera Crítica como en la segunda, sin que se contradigan por eso los resultados o afirmaciones centrales de dichas investigaciones.

Para Guyer, por ejemplo, la CJ no sólo postula un de-sarrollo mayor del pensamiento kantiano acerca del papel de lo sensible (en forma de sentimientos) en la práctica y comprensión de la moralidad sino que, incluso, es el lugar en el que Kant habría introducido ciertas correcciones a su filosofía práctica (Guyer 1990). Cassirer, por su parte, considera que la tercera Crítica es el resultado de la bús-queda de un punto de vista desde el cual explorar y enten-der ya no las diferencias entre libertad y necesidad, sino sus semejanzas y relaciones: “no tanto en lo que concep-tualmente los separa como en su coordinación armónica” (Cassier 1985, 319). Taminiaux también ve en la CJ un tipo de preocupación distinta a aquella que permite afir-mar la distinción radical entre libertad y naturaleza: la de cómo se piensa la realización de la libertad en la naturaleza a la que le es hostil el imperativo categórico (Taminiaux 1967, 24). ¿Qué tipo de perspectiva da lugar a un deseo de realización de la libertad, a la posibilidad o necesidad de pensar una armonía entre las facultades que, sin embargo, no signifique el menoscabo violento de los límites de la razón y de la experiencia?

Por supuesto, la perspectiva kantiana que se vislum-bra en la CJ no tiene nada que ver con una regresión en la filosofía crítica. Como señala Heymann, lo que está en juego en la innegociable afirmación kantiana acerca de lo excluyentes que tienen que ser entre sí el ámbito de la libertad y el de la experiencia es la posi-bilidad de garantizar la autonomía de la razón, su in-dependencia respecto a lo que él llama la “inercia de nuestras propias inclinaciones”.

[…] más que una tesis antropológica se trata para Kant de distinguir metódicamente, en abstracto y esquemáticamente, la posibilidad de obrar de acuerdo a un juicio racional, es decir imparcial y desprendido con respecto a todo deseo particular y sesgado, y la posibilidad de abdicar de esta instancia racional para favorecer nuestras propensiones más consentidas. Ahora, ni al mismo Kant se le pudo escapar que de esta manera no describimos la libertad de un ser de carne y hueso, empíricamente existente, sino la liber-tad de la razón como capacidad de hacerse oír y de poder determinar la acción (Heymann 2008, 100).

Podemos distinguir, entonces, una perspectiva de corte antropológico que se pregunta por el modo de ser en el mundo de “un ser de carne y hueso” y que, de algún modo, parte de la observación de cómo se nos muestra el ser humanos en el mundo, de la perspectiva esque-mática y propia de la investigación trascendental que debe garantizar la posibilidad de la moralidad (la idea de libertad) como puesta por la razón y, en este sentido, a la razón misma como autónoma, independiente, aislada de toda sensibilidad.

Aunque no hay contradicción, sí hay, sin embargo, una distinción importante entre considerar al ser humano “en abstracción de su condición sensible” y hacerlo a la luz de su carácter empírico, de “ente que se encuentra a sí mismo entre los entes de la experiencia” (Heymann 2008, 100). La primera perspectiva, y Kant mostró ser consciente de eso, no es suficiente para comprender el modo propio de ser del ser humano en el mundo. En efecto, el tránsito entre sensibilidad y razón parece ne-cesitarse a la luz de la consideración del ser humano en cuanto ser empírico, inserto en la experiencia, en quien convergen diversas facultades y fuerzas que configuran sus acciones morales y se relacionan de un modo com-plejo, sobre todo, con los motivos para las mismas.

A la luz de esta suerte de perspectiva antropológica, que involucra, para mí, también una consideración existen-cial, se entiende la CJ como un proyecto unificador. Es

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elocuente, por lo demás, que la escritura de la CJ marque ese momento en el que Kant se dedicó con intensidad al intento de responder a las otras dos preguntas que con-sideraba cruciales para la filosofía: ¿qué puedo esperar? y ¿qué es el hombre? La idea y la urgencia de pensar acerca de una posible unificación de las facultades, sin que eso represente en lo más mínimo una voluntad de reduccionismo, parecen cobrar sentido, naturalmente, a la luz de la reflexión sobre tales preguntas.

***

Tender un puente, construir un pasaje que conecte, a través de la facultad de juzgar estética, la naturaleza y lo suprasensible, lo sensible y lo racional, el poder del conocimiento y el poder de la voluntad, que conecte, en suma, las distintas facultades que configuran esos dos modos mediante los cuales se aproxima el ser humano al mundo, es una intención que emerge con especial elocuencia en la Analítica sobre lo sublime.

Lo que me propongo llevar a cabo a continuación es una lectura de lo sublime kantiano a la luz de este pro-yecto unificador que es la CJ, entendiéndolo desde una perspectiva antropológica, desde la pregunta por nues-tro modo de ser en el mundo. La interpretación de lo sublime kantiano que presenta Lyotard en sus Lecciones sobre la analítica de lo sublime es, para este propósito, un guía constante. Lo que en últimas me interesa es llevar a cabo lo suficientemente lejos las consecuencias que acarrea para la noción de moralidad kantiana su re-lación con la categoría de lo sublime. Quiero explorar cuáles son las posibilidades de una lectura de las ideas principales de la moral kantiana que esté revestida de la categoría de lo sublime kantiano. Y quisiera pensar que puede haber allí una alternativa a la comprensión del problema de la relación entre lo moral y lo sensible en términos que afirman el tránsito fácil o que instalan una disyunción paralizante del sujeto entre su ser racional y su ser sensible, entre ser libre y entenderse en el mundo de la experiencia como ente fenoménico.

la eXpeRiencia de lo sublime

Si el libre juego de la imaginación y el entendimien-to, que brota de la contemplación de los objetos que se consideran bellos, representa una armonía entre el aspecto de la mera recepción sensible del objeto del ser humano y aquel que lo conmina a entender eso que in-tuye limitándolo, conceptualizándolo, la interacción de la imaginación con la razón, que es lo que ocurre en la

experiencia de lo sublime, representa todo lo contrario: un desencuentro entre la facultad sensible y la racional. Si la belleza le revela al hombre que concuerda con el mundo, lo sublime lo lleva a asomarse al abismo de la discordancia. Esta sensación abismal de vacío que es el principio del sentimiento de lo sublime, y que según Kant redunda en cierto “temple del ánimo” del ser hu-mano, es ocasionada por lo que ocurre cuando se esta-blece cierta relación particular entre la facultad sensible de la imaginación y la facultad de la razón en frente de un objeto que se les presenta como desmesurado, inconmensurable, bien sea en su infinitud (lo sublime matemático) o en su poderío (lo sublime dinámico).

Esta desmesura se puede considerar matemáticamente cuando la informidad del objeto dado a la intuición se asocia con lo ilimitado, con lo infinito. La imaginación –que es la facultad de la presentación, que busca darle forma a los datos de los sentidos para aprehender, como tal, un objeto– se siente a sí misma agotada y sobrepa-sada en presencia de “lo que es absolutamente grande”: no puede sintetizar eso que se le presenta, no puede darle la forma de un todo a la desmesura que, sin em-bargo, intuye. El no poder ser, en efecto, enteramente aprehendido, no exime, sin embargo, a la imaginación de la exigencia racional de la síntesis. La imaginación está trastornada con lo infinito y la razón la asedia con la exigencia de darle a éste la forma de una totalidad. Es en este sentido que Kant sostiene que “en nuestra imaginación reside una tendencia a la progresión hacia lo infinito y en nuestra razón una pretensión de absolu-ta totalidad como idea real” (Kant 1992, §25 A84/B85, 164). La tendencia y la pretensión, que agitan el ánimo del ser humano, no pueden ser menos compatibles: se asiste en lo sublime ya no a un libre juego de las facul-tades sino a una lucha violenta entre la imaginación y la razón. Lo que es menester intuir en la experiencia de lo sublime (lo ilimitado como un todo) supone, pues, una violencia a la imaginación, una mortificación de la sensibilidad (Kant 1992, §27 A99/B100, 172).2

Esta inadecuación de la imaginación como facultad a los requerimientos y estimaciones de la razón (que en este caso hacen referencia a lo infinito, a lo absolutamente grande, para lo que la imaginación no puede presentar intuición alguna) configura, claro está, un sentimien-to de displacer en el sujeto que, sensiblemente, ha he-cho “su más grande esfuerzo” (Kant 1992, §26 A94/95,

2 Es de notar que Kant hace énfasis eventualmente en que esta violencia a la imaginación es incluso ejercida por ella misma. En todo caso, lo impor-tante es que es una violencia ocasionada por la exigencia de la razón.

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169). Este displacer de lo sensible, sin embargo, activa un sentimiento de placer: gracias al primero se le re-vela al ser humano una idea de la razón: la que estima que “todo lo que la naturaleza, en cuanto objeto de los sentidos, contiene de grande para nosotros, [contiene] como pequeño en comparación con ideas de la razón” (Kant 1992, §27 A96/B97s, 171).3 Se tiene así, gracias al sentimiento de displacer que es posibilitado por la facultad estética de juzgar, acceso a una idea de la razón que hace, nos dice Kant, que el ser humano concuerde con ideas de la razón. Es, pues, en la experiencia de ese displacer que el ser humano se hace consciente de una conformidad a fin independiente de la naturaleza (Kant 1992, §28 A108/B109, 177), esto es, de una dimensión, de una facultad suprasensible que hay en él, gracias a lo cual puede acceder indirectamente, es decir, en el ejercicio fallido de su sensibilidad, a ideas de la razón que por la vía de la intuición directa le están vedadas, como la de infinitud.

La ocasión para el sentimiento de lo sublime también se da ante el objeto que resulta informe ya no al ser consi-derado en cuanto a su magnitud, sino dinámicamente, es decir, para Kant, en cuanto a su ímpetu físico:

Rocas que penden atrevidas y amenazantes; tem-pestuosas nubes que se acumulan en el cielo y se aproximan con rayos y estruendo; los volcanes con toda su violencia devastadora; los huracanes con la desolación que dejan tras de sí; el océano sin lími-tes, enfurecido […] hacen de nuestra potencia para resistirlos, comparada con su poderío, una pequeñez insignificante (Kant 1992, §28 A102s/B104, 174).

Para Kant, esa pequeñez, esa insignificancia frente a un objeto natural con un poder desmesurado amenazador convierte al objeto en uno de temor, y sólo en esa medi-da da lugar a la experiencia de lo sublime.4 Ese temor, el ser conscientes de la influencia devastadora que po-dría tener ese poderío en nosotros mismos en cuanto seres físicos, es un sentimiento de displacer: sentimos nuestra impotencia en lo fenoménico, lo frágil que

3 El modo en el que se da este placer es bastante enigmático y para-dójico: no puede ser del mismo tipo que el displacer sensible que lo activa, pues la sensibilidad sólo está mortificada. Si ese placer se da en la dimensión racional del ser humano (placer intelectual) hay que preguntarse cómo el displacer sensible activa uno de otro orden.

4 Sin embargo, señala Kant, tan importante como el sentir temor es no estar verdaderamente amenazado. Si se trata de una situación de real amenaza ya no se hablaría de temor, sino de terror, el cual no permite la experiencia de lo sublime. La sensibilidad aterrorizada no es favorable a lo sublime, y sí lo es, en cambio, a la primacía del instinto de conser-vación como reafirmación de la sensibilidad.

somos en el terreno de la experiencia. Ocurre aquí, sin embargo, un giro similar al que se daba en la esti-mación de lo ilimitado:

Así como hallábamos en nuestro ánimo una supe-rioridad sobre la naturaleza aún en su inmensidad, así también lo irresistible de su poderío, ciertamente nos da a conocer, considerados nosotros como seres naturales, nuestra impotencia física, pero al mismo tiempo nos descubre una potencia para juzgarnos independientemente de ella y una superioridad sobre la naturaleza, en la que se funda una conservación de sí de especie enteramente distinta de aquella com-batida y puesta en peligro por la naturaleza fuera de nosotros […] (Kant 1992,§28 A103s/B104s, 175) [La cursiva es mía].

No obstante, el temor que producen estos objetos, uno que no despiertan los que son considerados apenas en su dimensión, pues en tal caso no se muestran como ame-nazantes frente a la vida misma del ser humano, reviste a la experiencia de lo sublime de aquello que propia-mente me interesa rescatar en este ensayo: su relación con ideas propias de la razón en su uso práctico. La idea que se pone en juego al ser conscientes de una amenaza a la propia vida, a la conservación de sí, es la de una independencia nuestra frente a lo fenoménico: ya no sólo se tiene una facultad suprasensible para juzgar a la naturaleza y su magnitud, sino que nosotros mismos nos juzgamos también, y sobre todo, como suprasensibles. Concibiéndonos como expuestos al poder aplastante y destructor de la naturaleza, nuestro humano instinto de conservación puede triunfar solamente yendo más allá de lo sensible, es decir, solamente si nos pensamos estando por encima de dicho poderío físico que repre-senta, propiamente, la imperturbabilidad de lo natural. Lo que está en juego en la experiencia de lo sublime es, así, el acceso a la idea de la libertad que pertenece al te-rreno de lo incondicionado, de lo suprasensible; está en juego la comprensión de nosotros mismos no sólo como insertos en lo necesario sino como capaces de regirnos según principios incondicionados.

En la exposición kantiana de estas ideas generales acer-ca del sentimiento de lo sublime es en donde surgen las preguntas acerca de cómo aproximarse a la relación o transición entre sensibilidad y razón que debe darse, y que parece plantearse en la Analítica de lo sublime –nos consideramos como por fuera del orden natural gracias a una experiencia sensible displacentera–, sin que eso implique transgredir y descuidar la importancia de su esencial separación excluyente.

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¿Cómo puede una experiencia sensible, estética, con-dicionada, o, para decirlo un poco más kantianamente, cómo puede la experiencia que está en la base de un jui-cio estético, cuyo fundamento de determinación está li-gado a placer sensible, ser la ocasión de lo incondicionado, de la afirmación de la idea de libertad que posibilita el ac-tuar moral en el mundo? Jean-François Lyotard encontrará en la dificultad que tiene la idea racional de la libertad para incentivar u ocasionar la acción el origen de la relación imprescindible entre la razón y la sensibilidad.

el Respeto moRal y sus dos caRas

En la moralidad la voluntad se encuentra subordinada al concepto de la razón que es la ley moral. Desde esta perspectiva, el juicio moral se nos revela como un juicio interesado en el bien. Desde otra perspectiva, sin em-bargo, tal subordinación de la voluntad no se da como subordinación a un objeto (lo bueno), sino como subor-dinación a una pura forma racional carente de conteni-do, a saber, la ley moral.5

Esto muestra que el interés del juicio moral por la rea-lización de la ley no es un interés tal que anteceda al juicio, no es un interés en un objeto que dirija la vo-luntad hacia él (de ser así, el juicio sobre lo moral no se distinguiría de la apreciación de lo agradable, y eso es algo que desde todo punto de vista Kant no puede aceptar), sino, más bien, un interés en la disposición de no atender a un objeto determinado –condicionado– para poder atender así a la pura forma de la racionalidad que es la ley, universal, absoluta. Se habla, pues, de un interés no referido al objeto,6 esto es, en sentido kantia-no, de un interés desinteresado;7 la voluntad es en este

5 “Actúa de tal manera que la máxima de tu acción pueda convertirse en una máxima universal para la acción”. La ley no tiene un contenido determinado; sólo prescribe una forma de universalidad.

6 De hecho, la acción determinada por la ley que sería, propiamente, el objeto de lo moral no existe, tiene que ser creada por el hombre, a diferencia del objeto del juicio teórico (Hoyos 2007).

7 Esta perspectiva que privilegia el desinterés es la que permite que mu-chos autores vean en lo bello el lugar donde se tiende el puente entre lo sensible y lo suprasensible, dado que el juicio estético sobre lo bello tiene como una de sus principales características la ausencia de todo interés por el objeto al que se refiere. En efecto, en el análisis kantiano sobre la experiencia estética de lo bello hay sugestivas afirmaciones que justifican la aproximación al problema de la relación entre lo estéti-co y lo suprasensible a partir de dicha experiencia. La semejanza de las propiedades trascendentales del juicio de lo bello y el de lo moral, en especial, la de no estar determinados por el objeto, así como el hecho de que en la experiencia de lo bello la naturaleza se muestra como no dirigida a un fin, ni a un concepto, convirtiéndose en una suerte de modelo para la moralidad, hacen parte de dichas afirmaciones. Lyo-tard, sin embargo, considera que la relación entre lo bello y lo moral en

sentido libre. Y, sin embargo, el hecho de que el interés no esté referido al objeto del juicio moral, de que no lo determine, es resultado “de la presencia de la idea de causalidad absoluta en el pensamiento que quiere o de-sea” (Lyotard 1994, 169).8 Así es como, a la larga, el jui-cio moral sí está determinado por una idea de la razón: la que responde a la necesidad de la razón de pensar la posibilidad de una causa originaria de la acción que no esté, a su vez, condicionada por otra causa: esto es la idea de causalidad por libertad, que representa la necesidad de entender los eventos humanos a la luz de una perspectiva diferente a la de la necesidad que cubre todo aquello que aparece en el campo de la percepción (de ahí que la idea de libertad signifique un paso a lo suprasensible).

La idea racional de libertad, de causalidad no-natural ,es la que se traduce en el sentimiento de “respeto”, que es, para Kant, el sentimiento de lo moral. El sentimien-to de respeto impone, así, el mandato inmediato de la realización de la libertad, y en este sentido determina y hace interesado el juicio moral: hay un interés en lo bueno incondicionado que está dado porque hay que realizar la libertad. Hay entonces un interés práctico por la incondi-cionalidad de lo bueno, por el desinterés de lo bueno.

Estas dos perspectivas discernibles en el juicio moral son resultado de poder distinguir a su vez dos caras en la facultad moral del ser humano. Una de ellas es la acción moral en cuanto facultad actualizada. En este primer sentido, como ocurre con todas las facultades, la facul-tad moral, que es en principio múltiples posibilidades sin un contenido particular, necesita de un cierto “in-centivo” que la lleve a realizar aquello que en principio es sólo potencia. Lyotard señala que esto es así incluso en mayor medida para la facultad moral que para las demás facultades, porque ésta “[…] conlleva en su con-dición intrínseca de posibilidad, en la forma imperativa de la ley, la obligación de ser realizada. ‘Actúa’: esto es lo

la experiencia de lo bello no pasa de lo analógico y, en ese sentido, no permite pensar un tránsito de lo sensible a lo no-sensible, y viceversa. No considero necesario detenerme aquí en detalle en la argumentación de Lyotard al respecto (véase Lyotard 1994, 159-190). Baste con decir que lo fundamental de lo observado por él radica en el señalamiento de la presencia de cierto interés por el objeto en el juicio moral que tiene que estar ausente en el que es sobre lo bello. Lo anterior no significa que sea claro que esa exigencia kantiana, en efecto, se cumpla en su descripción de la experiencia de lo bello. En resumen, uno puede ver en el trasfondo de toda la CJ al menos el intento de lograr la comunica-ción entre el ser moral y el sensible, e incluso plantear relaciones com-plementarias entre los juicios que allí se investigan. Eso, por supuesto, excede las pretensiones de este ensayo.

8 “[…]from the presence, in the thought that wants or desires, of the Idea of absolute causality”. Las traducciones al español del texto de Lyotard son mías, y se hacen de la traducción al inglés de Elizabeth Rottenberg.

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que la razón práctica prescribe al pensamiento práctico, y no quiere decir nada más que: actualízame” (Lyotard 1994, 175).9 Ahora bien, desde un segundo punto de vista, atendiendo a la otra cara de la facultad moral, su actualización debe ser por completo desinteresada, incon-dicionada, un puro respeto por la ley universal sin ningún tipo de interés más allá que configura lo que entiende Kant por deber. Y es en este sentido que la acción moral debe ser originada por deber, pues este concepto contiene el de bien supremo, que es la buena voluntad, incondiciona-da, buena por sí misma en cuanto su principio es una forma universal sin un contenido determinado:

[…] no queda sino la universal conformidad a la ley de las acciones en general, únicamente la cual ha de servir a la voluntad como principio: esto es, nunca debo proceder más que de un modo que pueda que-rer también que mi máxima se convierta en una ley universal (Kant 1999, 134-135).10

[…] una acción hecha por deber […] no depende de la realidad del objeto de la acción sino meramente del principio del deber, según el cual ha sucedido la acción prescindiendo de todos los objetos de la facul-tad de desear (Kant 1999, 129 y 131).

Estas dos caras de la facultad moral revelan que el sentimiento que le es propio, el de respeto, desde una perspectiva (la empírica) funge como el incentivo, como el interés de actualizar la facultad en el mundo (Kant 1999, 178); pero, desde otra perspectiva, que podríamos llamar de la razón práctica pura, el respeto debe ser en-tendido como una pura “consideración” hacia algo que, por definición, no está presente, que “no es un objeto y no da pie a una intriga apasionada o a una pasión por el conocimiento o a una pasión por desear y amar”,11 algo que no está vinculado, de modo alguno, con el mundo empírico (Lyotard 1994, 178).

El respeto, como lo muestra el uso mismo del alemán Achtung, tiene también sus dos caras: como apenas una consideración (un regarder, un mirar hacia, tener espe-cial cuidado de) y, a la vez, como incentivo, como el mo-

9 “[…] carries in its intrinsic condition of possibility, in the imperative form of the law, the obligation to be realized. ‘Act’: this is what prac-tical reason prescribes to practical thought and this means nothing than –actualize me”.

10 En adelante me refiero al texto de la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres como FMC. Se citarán las páginas de la traducción de José Mardomingo.

11 “[…] is not an object and does not give rise to passionate intrigue or to a passion for knowledge or to a passion to desire and love”.

tivo para actualizar la facultad moral (Kant 2006, A127-128, 160-161).12 Esta cara del respeto no es otra, para Lyotard, que su lado oscuro, el que no alcanza a ser alum-brado con la luz de la razón práctica pura, sino que, todo lo contrario, se sume en la penumbra de lo empírico. Sólo si la voz de la razón práctica es escuchada por el hombre, en el mundo empírico, la acción moral puede ser causada li-bremente. Sólo cierta vinculación con el yo empírico del sujeto da razón de ese haber escuchado el mandato de la razón práctica, de la actualización de la facultad mo-ral del ser humano que se da en el único ámbito presto para su desenvolvimiento: el de la experiencia.

Esta relación necesaria con lo empírico se da, sin embar-go, de un modo muy particular: como constreñimiento y limitación del yo empírico:

[…] lo que reconozco inmediatamente como ley para mí, lo reconozco con respeto, el cual significa meramente la consciencia de la subordinación de mi voluntad bajo una ley sin mediación de otros influjos sobre mi sentido […] Propiamente es el respeto la representación de un valor que hace quebranto a mi amor propio ( Kant 1999, 1 y 133).

Como es sabido, Kant es enfático en advertir que esta parte empírica de la acción moral solamente la acom-paña; no es su condición, pues no puede serlo. Lo que causa la acción es el deber, y sólo el deber, y no la cons-tricción de las inclinaciones que en cuanto ser empírico tiene el hombre. Kant escoge al deber como principio que genera la acción, en cuanto éste se muestra capaz de ir en contra de las inclinaciones del ser humano, inscritas en su ser natural. Una acción hecha en contra de las inclina-ciones, por deber, es precisamente la que se presta para considerar al ser humano (para tener que considerarlo) en su dimensión suprasensible, inteligible, moral.

Ahora bien, la estrategia de describir dos caras del res-peto como generador de la acción moral no parece ser un intento por subsanar la brecha entre lo empírico y lo racional. Por el contrario, está cargada de la intención de recabar en ella: lo empírico es para lo moral un lastre, un lado oscuro, una carga que lo acompaña pero que no se relaciona efectivamente con la acción moral. Las dos perspectivas desde las cuales se considera al sujeto kantiano, la sensible y la inteligible, sin aportar mucho a una comprensión propiamente antropológica del ser

12 En adelante me refiero a la Crítica de la razón práctica como CRPr seguido de la paginación de la primera edición y la paginación de la traducción de Roberto R. Aramayo.

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humano, se siguen excluyendo radicalmente: el sujeto kantiano permanece aún irreparablemente dividido, di-visión que ha dado lugar a que la lectura de Kant, des-de sus contemporáneos hasta hoy, se relacione con una concepción trágica de la condición moderna: ser libres gracias a la razón (ser, en ese sentido, suprasensibles) pero pagar el precio de esa libertad con dolor y sufri-miento, con la vejación del resto de nuestra naturaleza, dados por las condiciones que impone el vivir y estar insertos en lo sensible, en la finitud y la necesitad.

¿Cómo pensar un sentimiento que incentiva el deber, el de respeto, que, sin embargo, es absolutamente in-dependiente de lo empírico? Nos enfrentamos a la comprensión, para decirlo con la clara formulación de Lyotard, de “un estado sentimental a priori, un pathos a-patético”. El querer abrirse paso a lo incondicionado en lo condicionado vuelve a tornarse paradójico e inasible: “la ley abre un espacio para su ‘presencia’ en la densa textura de lo condicionado. Siendo incondicional, ‘cate-górico’, adquiere simplicidad y levedad. El espacio que abre no consiste en nada” (Lyotard 1994, 179).13

las dos caRas de lo sublime

Podría decirse que el análisis de la facultad de juzgar estéticamente lo sublime trata de introducir una correc-ción a este problema de la separación entre lo ético y lo estético al afirmar que ese otro lado de lo moral, ese lado oscuro que es el dolor de la finitud, es necesario.

Por un lado, y según traté de mostrar en la exposición de las ideas generales acerca de lo sublime kantiano, lo sublime está acorde con la a-pathia de lo moral, con ese desinterés, con esa desatención a lo sensible.14 Sin embargo, lo que lúcidamente quiere mostrar Lyotard, es que esa suerte de indiferencia de lo sublime a lo sensible es de un estilo muy particular: se habla de un desinterés efectivo, positivo, es decir, de un desinterés realizado en lo que es sensible, de una flagelación del yo que se muestra interesada en cuanto, de estar ausente, el ser humano, considerado como la unidad que es, no descubriría su dimensión suprasensible, su disposición a la moralidad. Lo anterior termina revelando un tipo de experiencia distinta de lo moral, al menos desde el

13 “[…] a sentimental state a priori, an a-phatetic pathos […] law clears a space for its ‘presence’ in the dense texture of the conditioned. Being unconditional, ‘categorical’, it acquires simplicity and levity. The space it clears does not consist in anything”.

14 Lo patológico, según dice Kant en la FMC, se asocia con lo que reside en la tendencia de la sensación (cf. Kant 1999, 1 y 129).

punto de vista del Achtung, una consideración distinta de ese que no es su lado oscuro:

[…] esta expulsión brusca de las formas no carece de interés para el pensamiento en el descubrimiento de su verdadera destinación. Su irrelevancia es un medio para este descubrimiento, y el dolor que la imposibi-lidad de la presentación le da al pensamiento es una mediación que autoriza al placer exaltado a descu-brir la verdadera (ética) destinación del pensamiento (Lyotard 1994, 187).15

La afirmación de la existencia de un genuino interés presente en la experiencia de lo sublime, entendiéndo-lo, como lo hace Kant, como interés en la continuación de la existencia de aquello que se está juzgando, se de-muestra por la presencia de un sacrificio que tiene lugar en dicha experiencia: “La naturaleza se sacrifica en el altar de la ley” (Lyotard 1994, 188).16 En lo sublime la imaginación se muestra al servicio de un algo más, que resulta ser, nada más y nada menos, la revelación de la verdadera destinación del ser humano; ¿por qué, si no fuera así, se violentaría la imaginación a sí misma en aras de la prominencia de una idea de la razón?

Sin embargo, este interés por alcanzar ese fin superior, que no puede ser entendido como una indiferencia, sino, todo lo contrario, como un interés abiertamente patoló-gico, pegado al mundo sensible en cuanto sitúa como condición necesaria el dolor del yo, el sacrificio de sí, no introduce la posibilidad de dar el paso de lo estético a lo moral, a pesar de que parece darlo. La experiencia de lo sublime (al menos la mitad de ella, que configura, además, su inicio) podría entenderse, a primera vista, como la afirmación de la necesidad de la mediación del sufrimiento empírico para alcanzar la moral, triunfando el hombre así sobre las limitaciones de la naturaleza y vislumbrando su fin último. Lo sublime, así entendido, no sólo acompaña sino que orienta y permite la inde-pendencia victoriosa de la razón sobre la sensibilidad. A partir de una lectura de las reflexiones dedicadas a lo sublime en la CJ es inobjetable que para Kant lo subli-me, una experiencia estética, implica el encuentro con la moralidad (Kant 1992, §28 A103s/B104s, 175).

Lo sublime es ese uso o sacrificio de lo sensible que

15 “[…] this thrusting aside of forms is not without interest for thought in the discovery of its true destination. Their irrelevance is a means toward this discovery, and the pain that the impossibility of presenta-tion gives to thought, is a “mediation” authorizing exalted pleasure to discover the true (ethical) destination of thought”.

16 “Nature is sacrificed on the altar of the law”.

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inserta el acceso a nosotros mismos como seres capaces de acciones morales y de superar la rigidez de la ne-cesidad en una suerte de economía de la recompensa: “el sentimiento de lo sublime en la naturaleza es, pues, respeto hacia nuestra propia destinación […] allí la hu-manidad en nuestra persona permanece no rebajada, aunque tuviera el hombre que sucumbir a ese poder” (Kant 1992, §27-§28 A96,104/B97-105, 171-175). La muerte no significa nada al lado de nuestra destinación suprasensible, y nuestra humanidad no se ve siquiera menoscabada por la más brusca influencia que pueda tener en nosotros la naturaleza.

Lyotard hará la siguiente observación sugestiva, que me situará en posición de seguir dando vueltas alrededor de lo sublime como una experiencia que se muestra reveladora de la necesidad de una perspectiva antro-pológica sobre el ser humano, que dé cuenta de una relación entre ética y estética, sobre todo, cuanto más paradójica e imposible. “Hay una profanación, algo sa-crílego [frevelhaft] en lo sublime. En otras palabras, el respeto, en su ideal puro, esto es, la cara dulce de la ley, no puede ser tenido en cuenta, ser contado en una eco-nomía del sacrificio” (Lyotard 1994, 190).17 El interés de lo sublime, que se muestra en el sacrificio de lo sensi-ble como la condición para el hallazgo y el encuentro con lo moral, configura un atentado profanador: es llegar a lo moral inmoralmente. El sentimiento del respeto no puede ser alcanzado por medio del dolor, del sufrimiento, de la renunciación, de la finitud, en una palabra, del sacrificio. La paradoja de lo sublime consiste en demostrar la existen-cia de Dios mediante una blasfemia. Lo sublime kantiano pone de presente una situación que conmociona el orden facultativo del ser humano. La imaginación condiciona lo suprasensible: lo racional se muestra como condicionado.

¿la sombRa de lo sublime vs. la puReza de la moRalidad?

Las conclusiones parciales que se desprenden de todo lo anterior permiten y suscitan, al menos, dos reaccio-nes frente a ellas. O la moral kantiana debe prescindir de su contacto con el sentimiento de lo sublime, y en ese sentido habría que asumir la relación del respeto con lo sublime, que recorre y está presente en toda la Analítica de lo sublime, como un error que hay que en-mendar para atenernos así al que se suele considerar

17 “There is a frevelhaft in the sublime. In other words, respect, in its pure ideal, that is, the fair face of the law, cannot enter into account, be counted in an economy of sacrifice”.

como el resultado de la primera y la segunda Crítica respecto al problema de la libertad, a saber, lo sensible y lo moral son dos ámbitos, dos perspectivas excluyentes; o se acepta ese contacto del respeto con la categoría de lo sublime como necesario, y se lo entiende, entonces, como revelador de un hecho que en principio aparece inaceptable: que la moralidad kantiana, dada la noción de respeto, alberga dentro de sí el mismo carácter pa-radójico de lo sublime.18 Prescindir de lo sublime, en este caso, sería sólo evadir un problema que agita ya el interior de la filosofía práctica kantiana, y que, desde el punto de vista que aquí se ha considerado como antro-pológico, resulta importante, al menos, asumir. Eviden-temente, la que me interesa es la segunda alternativa, y examinar hasta dónde puede llevar el perseverar en la idea de un puente entre lo ético y lo estético.19

Una vez se ha arriesgado aceptar que lo sublime reve-la que la moralidad kantiana, a través de la noción de respeto, alberga dentro de sí ese carácter paradójico, se tienen a su vez, nuevamente, al menos dos opciones: o se considera que no tiene sentido tratar de comprender una noción de moralidad que involucra tan íntimamente su propia negación, o se explora qué clase de resultado puede traer ese intento de comprensión. Espero que en este punto sea claro, nuevamente, que me interesa aquí la segunda de estas otras dos opciones.

Como señala William Sokoloff (2001), el respeto, en sí mismo, sin necesidad de involucrar inicialmente a lo sublime, es paradójico, y en ese sentido se puede decir que, incluso antes de la CJ, la conclusión de la sepa-ración radical entre lo ético y lo estético, en la filoso-fía práctica kantiana, no era precisamente transparente. Entre las cosas sugerentes que dice Kant sobre el respeto, apenas en una nota al pie en FMC, están las siguientes:

Se me podía reprochar que tras la palabra respeto solamente busco refugio en un oscuro sentimiento, en lugar de dar una clara solución a través de un concepto de la razón. Sólo que, aun cuando el res-peto es un sentimiento, no es sin embargo un senti-miento recibido a través de un influjo, sino autopro-ducido a través de un concepto de la razón. […] Lo que reconozco inmediatamente como ley para mí, lo reconozco con respeto, el cual significa meramente

18 Esto significaría, se podría entender, que no surte el efecto esperado el intento de salvar la contradicción al decir que lo empírico humillado es compañía necesaria pero no causa.

19 Además, la renuncia a la posibilidad del puente significaría también la suspensión de una interesante pregunta: ¿cómo entra el hombre en la moralidad?

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la consciencia de la subordinación de mi voluntad bajo una ley sin mediación de otros influjos sobre mi sentido. […] [el respeto] como efecto de la ley sobre el sujeto, no como causa de la misma. Propiamente es el respeto la representación de un valor que hace quebranto a mi amor propio. Es, así pues, algo que no se considera ni como objeto de la inclinación ni del miedo, aunque tiene algo análogo con ambos a la vez (Kant 1999, 1 y 133).

Kant se cuida aquí, a pesar de nombrarlo sentimiento, de describir al respeto de tal manera que no deje duda acerca de su no-relación efectiva con lo empírico, aun-que acepte ya que involucra una negación del mismo. De igual modo, lo relaciona con la inclinación y con el miedo de modo analógico, es decir, guardando una in-superable distancia de estos sentimientos que sí son re-cibidos a través de un influjo sensible. Se preocupa por dejar en claro que el respeto no es causa de la acción del sujeto, sino efecto de la misma. Y, sin embargo, ya desde esta enrevesada formulación se puede entrever que la relación entre esa supresión de lo sensible y el respeto que acompaña a la moral es claramente problemática. No se tratará sólo de los problemas que le traen a Kant sus famosos ejemplos; se trata, en realidad, de la conversión en criterio para juzgar una acción en el mundo como moral de lo que, en principio, sólo debe y puede serle exigido a un procedimiento exclusivamente racional.20

Conservar la propia vida es un deber, y, además, todo el mundo tiene una inclinación inmediata a ello. Pero, por eso, el cuidado frecuentemente medroso, que la mayor parte de los hombres pone en ello, no tiene valor interior, ni la máxima del mismo conte-nido moral. Preservan su vida, en conformidad con el deber, ciertamente, pero no por deber. En cam-bio, si las contrariedades y una congoja sin esperanza han arrebatado enteramente el gusto por la vida, si el desdichado, de alma fuerte, más indignado con su destino que apocado o abatido, desea la muerte y, sin embargo, la conserva, sin amarla, no por inclinación o miedo, sino por deber, entonces tiene su máxima un contenido moral (Kant 1999, 1, 125-127).

Lo que revela este ejemplo es la necesidad del sufri-miento empírico del agente moral, al menos, como cri-terio para considerar determinada acción en el mundo como genuinamente moral.21 El respeto, pues, lo genui-

20 Esto es señalado por Heymann (1999). Además, Heymann ve allí un cam-bio en Kant expresado en la transición de la filosofía precrítica a la crítica.

21 Hay muchos más ejemplos de este tipo tanto en la FMC como en

namente moral, no se deja asir completamente si per-manece aislado en lo puramente racional, pues ¿cómo se podrá determinar, incluso, cómo podrá determinar el sujeto mismo que su acción es moral si no atenta, abiertamente, contra su sensibilidad?, ¿cómo puede el hombre virtuoso, que no está acongojado, ni enfermo, ni sufre, saber que actúa moralmente?, ¿cómo, en este orden de ideas, se podría cultivar la moralidad?; ¿puede no sólo vaciarse completamente de sus deseos, sino te-ner plena consciencia de que ese vaciamiento es total? En resumen: ¿en qué clase de individuo o noción de ser humano se basan las exigencias que debe cumplir el agente moral kantiano?

Kant no era indiferente, ni mucho menos, a estas pre-guntas, algunas de las cuales están en la base de las más fuertes e incisivas críticas a la filosofía práctica kantiana (al menos las de Schiller, las de Hegel, las de Nietzsche). Kant sabía, además, que su filosofía práctica redundaba en una suerte de desfiguración del ser humano, un ser lleno de complejidades que se afianza diversamente en el mundo. En efecto, para Kant, los seres humanos no pueden nunca asegurar o garantizar que se han supri-mido todos los deseos e inclinaciones. En cierto modo, aunque es necesario pensarlo así, es imposible que el hombre comparta o acceda, como tal, a la pureza de la razón práctica pura. En La religión dentro de los lí-mites de la mera razón, Kant afirma: “las inclinaciones naturales son, consideradas en sí mismas, buenas, esto es: no reprobables, y querer extirparlas no solamente es vano, sino que sería también dañino y censurable” (Kant 1995, 64), y esto no significa, sin embargo, que la humi-llación de la sensibilidad deje de ser equivalente a una mayor estimación del valor moral de una acción.

Se trata de comprender a un Kant que parece recono-cer que no se pueden concluir antropológicamente las exigencias para el ser humano a las que conlleva una disyunción radical y excluyente entre sus dos modos de ser, y, sin embargo, reconoce a su vez también lo inad-misible que resulta aceptar una comunicación entre las facultades, tal como la que parece darse en lo sublime.

El alcance de la situación paradójica que se ve en la experiencia de lo sublime crece y abraza el núcleo del pensamiento ético kantiano; explota profundamente y saca a flote toda su complejidad, así como los pro-blemas que no puede evitar dejar abiertos: el respeto, que significa la obediencia incondicionada a la ley

CRPr, que, como es sabido, han servido no sólo para refutar a Kant, sino para ridiculizarlo un poco a la vez.

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moral de la razón, es, por un lado, un sentimiento pero, por el otro, no implica un placer directo (sólo uno indirecto, que es intelectual; y el modo en el que el displacer sensible activa un placer intelectual es también un misterio); asimismo, el respeto no es efectuado por un estímulo exterior, pero sólo puede garantizarse su existencia si de telón de fondo están la finitud y la sensibilidad humilladas; no está movido por el interés, pero como respuesta obtiene una ver-dad invaluable: la destinación moral, la libertad del ser humano.

la unidad de las facultades, lo sublime, lo político

La simultaneidad que se da entre la imposibilidad de pensar la dilución de la frontera que separa lo sen-sible de lo suprasensible y lo patente que resulta en la experiencia de lo sublime abre apenas una grieta (después de todo, Kant considera la reflexión de lo sublime un mero “apéndice” de la CJ) que, sin em-bargo, hace estremecer el sistema kantiano, y produ-ce una sacudida que llega hasta nosotros y nos en-cuentra preguntándonos por una manera de ser en el mundo que abrace tal abismo, que lo asuma sin necesidad de perdernos a nosotros mismos, que nos afirmamos también a la luz de la posibilidad de una relación transformadora con el mundo, que nos com-prendemos, y comprendemos también a los otros se-res humanos a la luz de la libertad.

La sacudida a la que me estoy refiriendo no implica un principio de derrumbe de las separaciones kantianas que siguen siendo importantes para la comprensión de nuestra condición humana. Aunque es claro que un ser humano no puede regirse en su vida según las reglas del juego que ha puesto Kant para la libertad, esto no sig-nifica que dichas reglas no tengan nada que ver con el modo según el cual pretende conducirse en el mundo. La imposibilidad de aceptar, desde el punto de vista de la razón práctica, una expedita y mutua influencia entre lo estético y lo ético cumple un papel revelador para la comprensión antropológica del ser humano, pues da lugar, apenas, a la expectativa constante de dicha comu-nicación, que es y será mucho más valiosa y fructífera que su afirmación o definitiva proscripción, y a la cual parecemos seguir tendiendo.22 De alguna manera esa

22 Es importante, pienso, reflexionar acerca de esta tendencia. Quisiera decir aquí, apenas, que podría hacer parte de un sentimiento esencial de incompletitud que empieza a parecer más o menos propio de la con-dición humana a partir de la modernidad. Experimentar la ausencia de un sentido predeterminado para la existencia humana, que sigue

expectativa es lo único que nos queda no sólo para com-prendernos en nuestro ser uno solo y dividido por las diversas capacidades de ser que, como potencias, cons-tituyen nuestra naturaleza, sino para, también, com-prender la posibilidad y los límites de eso libre que hay, que necesitamos que haya en nosotros. Quisiera pensar que, después de todo, no es casualidad que el “respeto”, del latín “respectus”, se refiera en su significación leja-na a un mirar hacia, y, más propiamente, a un volver a mirar, quizás un estar siempre mirando (“re”: de nuevo, nuevamente, “spectus”: del verbo “specio”: ver, mirar a). Una expectación que no es, y no puede ser, de manera efectiva y completamente satisfecha si se considera a cada uno, y a cada otro, como un ser humano.

La revelación negativa del vínculo entre ética y estéti-ca, la posibilidad de que se diga algo acerca del tránsito entre estas facultades al no darse éste efectivamente, o al no darse, para decirlo con Lyotard, de un modo co-rrecto, de un modo que preserve inmune el fundamen-to racional puro de la moralidad, parecería, en vez de suspender lo moral, abrir un campo, un espacio nega-tivo, un espacio que es propiamente nada, y ninguno, en el que la ética tiene su lugar. Hay que detenerse en el extraordinario momento del Comentario general a la exposición de los juicios estéticos reflexionantes, en el que parece, justamente al renunciarse al proyecto de un puente, abrirse ese espacio:

Tal vez no haya ningún otro pasaje más sublime en el Libro de la Ley de los judíos que el mandamiento: no te harás imagen alguna ni símil de lo que hay en el cielo ni bajo la tierra, etc. […] Lo mismo vale tam-bién para la representación de la ley moral y de la disposición a la moralidad en nosotros. Es una muy errónea preocupación pensar que si se le quita todo lo que pueda recomendarla a los sentidos, no conlleva-ría más que fría aprobación sin vida y ninguna fuerza impulsora o emoción. Es exactamente al revés: pues ahí donde los sentidos no ven nada más ante sí y, sin embargo, resta la inconfundible e inextinguible idea de la moralidad, sería necesario mesurar el ímpetu de una ilimitada imaginación para no permitirle a ésta elevarse hasta el entusiasmo, antes que, por temor a la falta de fuerza de esas ideas, buscarles auxilio

siendo una experiencia tan nuestra, o que es, tal vez, más nuestra que de cualquier otro momento de la historia de la humanidad, podría estar en la base de dicha tendencia, que no por eso tiene que concebirse exclusivamente con pretensiones de resolución definitiva (Lyotard, un poco por esta vía, relaciona la voluntad de filosofar con una incompleti-tud propia de los seres humanos, cuya presencia ilustra remontándose hasta el Banquete) (cf. Lyotard 1989).

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en imágenes y pueril aparato. […] Esa presentación pura, meramente negativa de la eticidad, que eleva el alma, no acarrea, en cambio, el peligro del fana-tismo que es la ilusión de ver algo por encima de todo límite de la sensibilidad, es decir, de querer soñar de acuerdo con principios (delirar con la razón), preci-samente porque la presentación en él es meramente negativa. Pues lo insondable de la idea de libertad cierra completamente el camino a toda presentación positiva […] la ley moral […] ni siquiera nos permite mirar en busca de un fundamento de determinación fuera de ella misma (Kant 1992, Comentario gene-ral… A123s/B124s, 187).

Hay aquí una impresionante toma de posición de Kant respecto a los asuntos que he venido tratando. En pri-mer lugar, se advierte claramente que las limitaciones, tanto de lo sensible como de lo suprasensible, demues-tran lo insondable que, en cuanto idea de la razón, es y tiene que ser la idea de libertad. Las limitaciones de las dos dimensiones del ser humano, en ese sentido, evitan tanto el entusiasmo de nuestro ser sensible –que redunda en su pretensión de sobrepasar los límites que delimitan su ámbito propio, en querer ver lo invisible– como el delirio con la razón, que sueña con fundamen-tarse más allá de sí misma, haciendo visible su invisibi-lidad. Y es que cualquiera de las dos extralimitaciones atentaría contra la libertad.

Entre la lucha de fuerzas divergentes que se amenazan entre sí, y que parece tener, además, un momento es-pecialmente intenso en la experiencia de lo sublime, se aloja la condición del hombre moderno:23 la búsqueda irrenunciable de un modo de relacionarse con el mundo que no esté definitivamente determinado por el senti-miento de superioridad de la razón, ni por la falsa hu-mildad de lo sensible que tiende a buscar su fundamen-to en algo más allá que le es esencialmente ajeno: que es inasible, invisible, nunca sensible.

Cuando Kant relaciona lo sublime con la ética, lo es-tético con la razón, nos está recordando que la razón es práctica y su razón de ser es la transformación de lo que ocurre en el mundo: “la razón es práctica sólo gracias a las capacidades naturales de la vida sensible y activa” (Heymann 1999, 72); es por eso que se la pos-tula y es por eso mismo que se la quiere mantener. Pero Kant está recordando, también, que esa postulación y

23 Es por eso que Nancy recuerda que lo sublime no es un tema al que estamos volviendo desde el siglo XX, sino que es el lugar de donde venimos (Nancy 1993).

ese mantenimiento tienen unas reglas, tienen un modo de ser: la razón práctica pura. Del señalamiento de esas reglas no se sigue, de ninguna manera, y como se ha querido y se sigue queriendo leer a Kant, la presencia de un ánimo que promueve una ética del ascetismo:

[…] es evidente sin disminución y por sí misma la necesidad objetiva de ser un hombre tal [moralmente bueno]. Por lo tanto no es necesario ningún ejemplo de la experiencia para ponernos como modelo la idea de un hombre moralmente agradable a Dios [bueno moralmente, libre] […] en efecto, según la ley cada hombre debería en justicia dar en sí un ejemplo de esta idea, cuyo arquetipo sigue siempre estando sola-mente en la razón, pues ningún ejemplo es adecuado a tal idea en experiencia externa […] el arquetipo que nosotros ponemos por base a ese fenómeno [la santidad] ha de ser buscado siempre en nosotros mis-mos (hombres naturales), y su existencia en el alma humana es ya por sí lo bastante inconcebible para que no haya necesidad de, además de aceptar su ori-gen sobrenatural, aceptarlo también hipostasiado en un hombre particular (Kant 1995, 62).

Por el contrario, para Kant, el Kant de La religión dentro de los límites de la mera razón, la idea de un ser huma-no comportándose según la perfecta ley moral es para nosotros un precepto, no una prueba de que, en efec-to, nosotros somos o podemos ser buenos o libres; ni siquiera es una idea imitable (Kant 1995, 70). Podría sostenerse, en este sentido, que la libertad, la disposi-ción ética del ser humano, que también es sensible, se presentan como ideas regulativas según las cuales pode-mos guiarnos en el mundo, pero según las cuales no podemos actuar: si fuera una exigencia actuar según ellas, en toda su perfección y suprasensibilidad, de-jarían incluso de servir como modelo para el hombre natural (Kant 1995, 70).

El espacio entre lo ético y lo estético, ese lugar en el que se pueda erigir un puente entre los dos, es un no-lugar, y es así como existe para nosotros: en este sentido, el ser humano puede entender lo moral, desde su condición doble dada por la separación de sus facultades, como lo imposible, y ese espacio negativo que queda entre lo ético y lo estético, como su margen de acción para intentarlo. Un intento que no culmina nunca, cuyos re-sultados son siempre provisionales y frágiles, y al que, a la vez, no podemos renunciar. Pero esa no renuncia, que es, de algún modo, lo que se siente en la experiencia de lo sublime, está limitada, está protegida del despotismo de la razón y del entusiasmo engañoso de los sentidos.

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No quisiera, y tampoco podría, adentrarme aquí con de-talle en las consecuencias que tiene una interpretación como ésta para las reflexiones que dejó Kant sobre la política (para él la política estaba esencialmente vinculada con el derecho, y este último debía tener como base la moral`deben imponer como garantías el rigor de ciertos principios racionales y, a la vez, la necesidad imperiosa de transformar e incidir en el devenir mundano.

Friedrich Hölderlin, seguro lector devoto de la Crítica de la facultad de juzgar, supo ver los peligros de per-mitirse dar el paso definitivo de uno de los dominios kantianos sobre el otro: “[…] si el espíritu no fuera por resistencia alguna limitado, ni a nosotros ni a nadie sen-tiríamos […] En ningún caso podemos renunciar al im-pulso de desplegarnos, de liberarnos […] Mas tampoco podemos desdeñar el impulso de atenerse a los límites, de recibir. Pues nada humano sería y nos mataríamos así a nosotros mismos” (Hölderlin 1989, 100-101).

La experiencia de lo sublime es la consciencia de que nuestra libertad, desde el punto de vista de la razón prácti-ca pura, es un factum que sustenta y posibilita pensar la moral y pensarnos moralmente, y que orienta así nues-tro ser mundano, para el que la libertad, sin embargo, es siempre una empresa, un frágil porvenir, una lucha des-esperada y sin tregua que acometemos todos los días.

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por JAVier DoMínguez HernánDez*Fecha de recepción: 9 de julio de 2009Fecha de aceptación: 17 de septiembre de 2009Fecha de modiFicación: 8 de octubre de 2009

ResumenPor sus logros literarios y filosóficos, la representación establecida del romanticismo y el idealismo alemanes goza hoy de una imagen favorable, que solapa la virulencia política e ideológica que enfrentó a sus protagonistas. Schlegel, Hegel y Heine representan bien ese debate. El artículo aprovecha la distinción entre lo romántico y el romanticismo. Schlegel es el autor de la tipología del arte romántico, el arte europeo que se generó al abrigo de su cristianismo, y se fue desacralizando hasta sus condiciones modernas. El romanticismo, bien caracterizado por La escuela romántica de Heine, es la conversión de esta estética romántica en una ideología medievalizante y retardataria, en una política cultural hostil a la Ilustración alemana, que Heine cri-tica por razones históricas, políticas y sociales, y Hegel, por razones filosóficas. En materia filosófica, el pensamiento romántico criticado por Hegel ya no es el de Schlegel sino el de Schelling.

PalabRas clave:Lo romántico, el romanticismo, arte y política, política cultural.

* Doctor en Filosofía de la Universidad de Tubinga, Alemania; Licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Áreas de trabajo e investigación: filosofía hermenéutica, estética y filosofía del arte. Entre sus últimas publicaciones se encuentran: Danto y el pluralismo en el arte y la crítica de arte contemporáneos. En Estudios de Filosofía. III Congreso Iberoamericano de Filosofía. Memorias, 415-432. Medellín: Universidad de Antioquia, 2008; El arte en la “Fenomenología del espíritu” de Hegel. Exégesis – UPR 22, No. 65: 27-37, 2009. Actualmente se desempeña como profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia. Correo electrónico: [email protected].

Lo romántico y el romanticismo en Schlegel, Hegel y Heine. Un debate de cultura política sobre el arte y su tiempo

The Romantic and Romanticism in Schlegel, Hegel, and Heine: A Debate about the Political Culture of Art and Its Era abstRactGiven their literary and philosophical achievements, German Romanticism and German Idealism enjoy a good reputation, cove-ring up the political and ideological virulence that its main protagonists – such as Schlegel, Hegel and Heine – had to face. This article distinguishes between Romantic and Romanticism. Schlegel devised a typology of Romantic art. This European art form, which developed under the preserve of Christianity, gradually lost its sacred character as it became modern. Romanticism, well characterized by Heine`s “Romantic School,” is the conversion of this Romantic aesthethic into a medievalizing and conserva-tive ideology in the context of a political culture hostile to German Enlightenment, which was criticized by Heine for historical, political and social reasons, and by Hegel for philosophical reasons. In terms of philosophy, the Romantic thought criticized by Hegel was not that of Schlegel but that of Schelling.

Key woRds:Romantic, Romanticism, Art and Politics, Political Culture.

O assunto romântico e o romantismo em Schlegel, Hegel e Heine. Um debate de cultura política sobre a arte e seu tempoResumoPor causa de seus logros literários e filosóficos, a representação estabelecida do romantismo e o idealismo alemão têm uma imagem favorável que dissimula a virulência política e ideológica que enfrentou a seus protagonistas. Schlegel, Hegel e Heine representam bem esse debate. O artigo aproveita a distinção entre o assunto romântico e o romantismo. Schlegel é o autor da tipologia da arte romântica, a arte européia gerada sob a proteção do cristianismo e foi perdendo seu halo sagrado até suas condições modernas. O romantismo, muito bem caracterizado pela Escola romântica de Heine, é a conversão desta estética romântica numa ideologia medievalizante e retardatária, numa política cultural hostil à Ilustração alemã, que Heine critica por razões históricas, políticas y sociais, y Hegel, por razões filosóficas. Em matéria filosófica, o pensamento romântico criticado por Hegel já não é aquele de Schlegel, mas sim aquele de Schelling.

PalavRas chave:O assunto romântico, o romantismo, arte e política, política cultural.

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L o romántico y el romanticismo es el tema de un libro reciente de Rüdiger Safranski, donde caracte-riza el romanticismo como una época, y lo romántico como una actitud del espíritu que no se circunscribe a ninguna, aunque halló su culminación en la época del romanticismo. Lo romántico lo ve alborear en 1769, con Gottfried Herder, y lo extiende hasta los movimientos estudiantiles de 1968 y sus consecuencias posmoder-nas. Una de las características que Safranski destaca del romanticismo es la relación subterránea que mantiene con la religión, a la cual continúa con medios estéticos. Era una manera de oponerse al mundo desencantado del pensamiento ilustrado, donde la religión fue retirada de su pedestal, fue puesta al lado del mito, y se le deparó crítica. Pero otra de las características del romanticismo es su triunfalismo sobre el principio de realidad, que es el punto donde comienzan los problemas con él, como lo anota Safranski: “Es bueno para la poesía y malo para la política, en el caso de que se extravíe en lo político” (Safranski 2009, 15).

En lo que sigue retomamos también la distinción entre lo romántico y el romanticismo, pero en una acepción diferente. No la tomamos para nosotros hoy, como lo hace Safranski, sino como la percibieron tres de sus protagonistas, que aunque en principio se encuentran en el concepto de lo romántico, se diferencian en la apreciación del romanticismo. La diferencia tiene que ver con el triunfalismo anotado sobre el principio de realidad, cuando lo romántico se utiliza para determi-nar el presente, mezclando indebidamente la poética y la política. Schlegel representa esta posición; Hegel y Heine son sus críticos. Los tres comparten el interés por el arte, pero difieren en la concepción de su función en la política.

Friedrich Schlegel (1772-1829), G. W. F. Hegel (1770-1831) y Heinrich Heine (1797-1856) son intelectuales protagonistas de lo que hoy denominamos la generación del romanticismo y el idealismo. Estas denominaciones hoy tan establecidas y, sobre todo, tan apreciadas por un reconocimiento literario y filosófico que las ha conver-tido en carta de presentación de la tradición intelectual alemana poco nos revelan de las intensas tensiones que los enfrentaron. En el caso de Hegel y Schlegel, las afi-nidades políticas e intelectuales de juventud, que hacia 1797 los acercaban en torno a una nueva mitología, un

programa estético de libertad de pensamiento, frente a los lastres del pensamiento racionalista de la Ilustra-ción, pronto se deshacen. Hegel se afianza en la racio-nalidad de la filosofía; Schlegel, de cuna protestante, se convierte al catolicismo y se apuntala en la fuerza tradi-cionalista de la religión, y hacia los años veinte del siglo XIX, la manera de pensar de estos intelectuales se pola-riza en frentes de una oposición política sin atenuantes. En 1821, en uno de sus apuntes, Schlegel anota sobre Hegel que el concepto de espíritu de su filosofía “no es más que el desarrollo del Anticristo, la auténtica doc-trina del Leviatán”.1 Hegel, por su parte, sin nombrar a Schlegel (ni a Novalis) pero oponiéndose a lo que como intelectual defendía en su posición política, excluye los dos pilares de sus críticas, el cristianismo medieval y el arte, como las prendas gracias a las cuales había que restituir el espíritu en la sociedad moderna, y subsanar así el materialismo que, según Schlegel, carcomía su mentalidad. Para Hegel, en cambio, la invocación del pensamiento religioso era un anacronismo para la men-talidad y el espíritu modernos: “Ya pasaron los hermosos días del arte griego, así como la época dorada de la baja Edad Media” (Hegel 1989, 13).2 El caso de Heine es también representativo para una caracterización de lo romántico y el romanticismo desde sus protagonistas, y no desde la posteridad. Heine fue originalmente un poeta romántico; uno de sus libros más exitosos, Buch der Lieder (Libro de canciones), aparece en 1828, cuan-do la literatura romántica ya ha perdido actualidad; sin embargo, tras los acontecimientos de la Revolución de Julio de 1830, que en Alemania tuvo resultados tan di-ferentes a los de París, pues en Alemania fueron repri-midas las aspiraciones liberales y se impuso una fuerte censura, Heine, quien había tomado partido por ellas, rompe drásticamente con la manera de concebir la fun-ción del artista y el intelectual en la sociedad que repre-sentaron los románticos (y hasta el propio Goethe), y en 1831 abandona Alemania y se radica en París. A partir de 1833 comienza a publicar allí una serie de artículos para ilustrar a los franceses sobre la vida intelectual ale-mana, y de esos artículos aparece en versión alemana,

1 Schlegel escribe: “El error fundamental de Hegel estriba en que con-funde a Satán con el buen Dios. Su libertad es el principio malo, su derecho pagano, su espíritu mundano, tal y como se desarrolla en los espíritus de los pueblos, no es más que el desarrollo del Anticristo, la auténtica doctrina del Leviatán. Esta sutileza atea es pura escolástica, es decir, racionalismo sin substancia, desligado de todo contenido y re-ferencia positivos” (Schlegel 1983, 953).

2 Según la segunda edición de H. G. Hotho, de 1842, con traducción al español de 1989. Más adelante reitera Hegel: “Por más eximias que encontremos todavía las imágenes divinas griegas, y por más digna y perfectamente representados que veamos a Dios Padre, a Cristo y a María, en nada contribuye esto ya nuestra genuflexión” (Hegel 1989, 79).

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en 1835, La escuela romántica. Este libro es su ajuste de cuentas con lo que para él es ahora el romanticismo. “La escuela romántica” es la literatura y la intelectualidad del pasado, la del presente es la del movimiento Das junge Deutschland (La Joven Alemania), de la cual Hei-ne se siente militante.3 La representación que hoy tene-mos del romanticismo alemán, por su denominación, es la que caracterizó Heine; sin embargo, ya no percibimos que fue una caracterización peyorativa.4

Es útil, además, hacer notar de entrada que “nuestros románticos” no se llamaron a sí mismos románticos, sino la “nueva escuela”. Esta denominación la usó el propio Friedrich Schlegel cuando preparaba la edición de sus Obras, y, en particular, cuando preparaba la ree-dición de su reconocido escrito de 1800, Diálogo sobre la poesía, que puede considerarse el documento que compendia el significado de la sensibilidad y el gusto nuevo del romanticismo, frente al espíritu diecioches-co, de tradición racionalista y de gusto clasicista.5 Pen-sando en su reedición, Schlegel destaca dicho diálogo

3 Heine hace esta confesión al referirse a la obra de Jean Paul, “el único”, pues no cabe ni en la escuela romántica ni en “la escuela goetheana del arte”. Heine pretende, como Jean Paul, una obra entregada a su tiempo y henchida de época, en la que el corazón y los escritos sean la misma cosa, justo la peculiaridad de los escritores de la actual Joven Alema-nia, escritores “que tampoco quieren realizar ninguna distinción entre la escritura y la vida, que nunca separan la política de la ciencia, el arte o la religión y que, simultáneamente, son artistas, tribunos y apóstoles” (Heine 2007, 158). La Joven Alemania fue una consigna de Ludolf Wienbarg (1802-1872) en sus Campañas estéticas. Se publica en 1834 y Heine se une a ella en la versión alemana de La escuela romántica; ver Heine (2007, 158 y 160).

4 En los pasajes sobre el poeta Ludwig Uhland (1787-1862), Heine con-fiesa su juventud genuinamente romántica y advierte la diferencia entre su manera de sentir y ver las cosas en 1813, y ahora, en 1833, cuando escribe La escuela romántica: “Hace veinte años era un muchacho; en ese entonces, ¡con qué desbordante entusiasmo hubiera podido cele-brar al excelente Uhland! En ese momento sentía su excelencia quizá mejor que ahora; me encontraba más cercano a él en el sentimiento y el pensamiento. ¡Pero ha sucedido tanto desde entonces! Lo que me pa-recía espléndido, ese carácter católico y caballeresco, aquellos jinetes que en un torneo aristocrático se batían y atravesaban, aquellos tier-nos escuderos y las decorosas damas nobles, aquellos héroes nórdicos y trovadores, aquellos monjes y monjas, aquellas tumbas paternas con temblores proféticos, esos pálidos sentimientos de renuncia con tañidos de campanas y el eterno lamento melancólico, ¡cuán amargos se me han vuelto desde entonces! Sí, alguna vez fui diferente” (Heine 2007, 175).

5 Heine no se refiere expresamente a esta obra en La escuela romántica, pero sí destaca el período de Jena, del cual surgió el Diálogo sobre la poesía, como el período del surgimiento de una nueva estética, al cual describe positivamente. Heine también era crítico del neoclasicismo: “Jena, donde estos dos hermanos, junto con muchos espíritus afines, se reunían de cuando en cuando, fue el centro desde el que se difundía la nueva doctrina estética. Digo doctrina porque esta escuela comen-zó con el juicio de las obras de arte del pasado y con la fórmula para las obras de arte del futuro. En ambas direcciones, la escuela de los Schlegel tiene grandes méritos dentro del terreno de la teoría estética” (Heine 2007, 56).

como el resultado fecundo de la “unión de los talentos” de la “nueva escuela”. Para sus contemporáneos, esta escuela correspondía a lo que en la historia de la críti-ca literaria se había identificado ya como el círculo de los románticos de Jena, aglutinados en torno a la revista Athenäum, editada por Friedrich y su hermano August Wilhelm Schlegel (1767-1845). Para “nuestros román-ticos” los románticos no eran ellos, ellos se sentían in-fortunadamente “modernos”, sino que los románticos por excelencia eran Dante, Ariosto, Tasso, Cervantes y, sobre todo, Shakespeare.6

También es útil dejar en claro que el término original e inicial fue el calificativo “romántico”. Aparece a me-diados del siglo XVII y tiene tinte peyorativo, pues se usa para referirse a “la romanesca”, ese tipo de literatu-ra que no merece ser tratada como literatura artística o canónica, según el criterio de obras referenciales de la época, como El arte poético (1674) de B. N. Boileau, o en pleno siglo XVIII en una obra como La Enciclopedia (1751-1780). Sin embargo, poco a poco lo “romántico” va ganando expansión y aceptación, gracias al sentido cultural positivo que mantuvo entre los ingleses en el modelo aparentemente natural de sus parques y jardi-nes, que en realidad no era una naturaleza “natural” sino “pintoresca”, de diseño de cuadro, y en el gusto decorativo y literario por lo gótico o medieval. Aunque las fuentes para detectar la comprensión de lo román-tico son numerosas, el papel de los hermanos Schlegel fue decisivo: Friedrich es indiscutiblemente la cabeza; él es el autor de la propuesta estética y es el talento crí-tico; August Wilhelm, sin embargo, es también impor-tante, por la difusión europea de las ideas románticas, gracias al éxito de las traducciones de sus lecciones Sobre el arte dramático y la literatura, dictadas en Vie-na en 1808.7 Ambos hermanos determinaron la crono-logía y la tipología del concepto de lo romántico, tal como se puede comprobar en el uso que hicieron del término filósofos como Schelling y Hegel, o el propio Heine. Sin embargo, aunque sobre la cronología y la

6 Hay varias ediciones españolas de Diálogo sobre la poesía. En lo que sigue se citará según Schlegel (1994a). En los estudios de Germáni-cas, el Diálogo sobre la poesía se considera la referencia que marca el surgimiento de la historia de la literatura y la crítica literaria alemanas. Compárese Bianca Theise. Januar 1800. Die Entstehung von Litera-turgeschichte und Literaturkritik (Wellbery 2007).

7 Heine se contó entre los discípulos académicos de A. W. Schlegel; sin embargo, en La escuela romántica lo trata despectivamente, considera que sólo se alimentó de las ideas de su hermano, difundiéndolas, aun-que encomia sus traducciones, sobre todo las de Shakespeare (Heine 2007, 93s). En cuanto a Friedrich, Heine pasa por alto su Diálogo sobre la poesía, y elogia en cambio dos obras posteriores: Sabiduría y lengua de los hindúes, de 1808, y Lecciones sobre la historia de la literatura, de1815 (Heine 2007, 96).

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tipología de lo romántico hay una aceptación general básica en cuanto a su origen medieval y cristiano, sal-tan ambigüedades con la tipología del romanticismo que no se pueden resolver, pues son ambigüedades en los mismos autores que nos ocupan.

Para los románticos, Hegel y Heine incluidos, lo román-tico es lo que no es lo antiguo, la poesía y el arte que se nutren del humanismo grecolatino, y surge como lo europeo genuino, pero al desarrollo de lo romántico per-tenece la configuración de lo moderno. Los románticos son modernos que se resisten a ello; en cambio, Hegel y Heine asumen la modernidad sin ningún remilgo, y hacen de ella bandera para ser críticos de la escuela ro-mántica. Heine avanza en este punto más que el propio Hegel, no sólo por la naturaleza del debate que a Heine le interesa, el debate político-literario, sino porque so-brevive a ambos casi tres décadas. Nuestra representa-ción actual del romanticismo como fenómeno y época literarios corresponde a la que nos legó Heine, con una gran diferencia: no lo catalogamos tan peyorativa y con-cluyentemente como él. Las profundas diferencias, so-bre todo de Hegel y Heine frente a Schlegel, se deben a un proceso complicado de historia, de política y de concepción de la política cultural, tanto la del Estado como la del intelectual en él. La conversión de la poéti-ca de lo romántico en programa de política cultural en los centros del poder en Alemania es lo que estimula la crítica de Hegel desde la filosofía, y la de Heine desde la prensa.

La atmósfera de los tiempos de Jena (1795-1800) es la de un joven romanticismo lleno de espíritu libertario, en parte animado por las esperanzas que despertó la Revo-lución Francesa, que estimulaban el deseo de una Ale-mania unida y republicana, pero también inquieto, por el régimen de terror que se apoderó del Estado revolu-cionario. Frentes contrapuestos se van perfilando tras las invasiones de Napoleón, que comienzan en 1801, hasta las Guerras de Liberación que lo derrotan entre 1813 y 1814, y dividen las mentalidades. Napoleón representa-ba el espíritu de la secularización y la modernización de la política, y como no hay invasiones sin violencia y des-trucción, se despiertan en Alemania los sentimientos nacionalistas, y con ellos, la representación de un pasa-do cristiano y modélico, la Edad Media del “Sacro Impe-rio Romano Germánico”. Es la evocación de un paraíso perdido cuyos valores espirituales había que restaurar, si se quería erradicar el materialismo que trajo consigo la cultura moderna. En este sentido, un discurso como La cristiandad o Europa de Novalis (1772-1801), leído en Jena en 1799 y publicado por Schlegel en 1826, fue

un anticipo de la ideología político-cultural que poco después, y cada vez con más ahínco, defendieron in-telectuales románticos como Schlegel. Novalis consi-deraba que este escrito había que leerlo “con fe y con amor”, y debido a que en él proponía una poetización político-religiosa del Estado, era algo que venía justo para ser publicado en 1826, como un soporte intelec-tual más, a favor de la política de Restauración que Prusia y Austria practicaban en este momento, y de la cual Friedrich Schlegel llegó a ser temporalmente dignatario.8 Entendido como política cultural restau-racionista, Hegel va a ser crítico del romanticismo, y su tesis de que “Considerado en su determinación suprema, el arte es y sigue siendo para nosotros, en to-dos estos respectos, algo del pasado” (Hegel 1989, 79) tiene que ver con su rechazo a uno de los pilares de la política cultural romántica, el de la utilización del arte como instrumento privilegiado para recristianizar la cultura, que, como estaban las condiciones políticas en Prusia, debía ser una cultura de “credo y patria”. Por su parte, la crítica mordaz de Heine a “la escuela romántica”, en especial, al ala erudita y literaria de los Schlegel, se debe al servicio que prestaron con su discurso a los intereses y los privilegios monárquicos, aristocráticos y eclesiásticos, que lograron aplazar una y otra vez las demandas de los movimientos bur-gueses, liberales y republicanos. Como ya se anotó, La escuela romántica de Heine es un libro escrito con el fervor de la lucha por “la Joven Alemania”, aunque con el sentimiento de frustración por la derrota de tales ideales en los acontecimientos de 1830, que, de todos modos, conmovieron el poder de Prusia.9

8 El diagnóstico de Novalis sobre el presente en La cristiandad o Europa, era que estábamos a las puertas del retorno al ideal de vida del Medio-evo: una fe, una cabeza política y religiosa, y un modo de vida común. Para Novalis, la tragedia de Europa había comenzado con la Reforma protestante. Cfr. Novalis (2004, 97-120).

9 Heine resume así los acontecimientos: “Durante el periodo en que se preparó esta lucha, prosperó del modo más esplendoroso una escue-la hostil al espíritu francés y que exaltaba, tanto en el arte como en la vida, todo lo que perteneciera a la tradición popular alemana. En ese entonces, la escuela romántica caminaba codo a codo con los es-fuerzos de los gobiernos y las sociedades secretas, y el señor August Schlegel conspiró contra Racine con el mismo propósito con que el ministro Stein conspiró contra Napoleón. La escuela nadaba a favor de la corriente de los tiempos; aquella corriente que fluía de regreso al origen. Cuando, en última instancia, vencieron el patriotismo ale-mán y la nacionalidad alemana, triunfó también definitivamente la tradicional, germana, cristiana escuela romántica, el “arte neoalemán-religioso-patriótico”. Napoleón, el gran clásico, tan clásico como Ale-jandro y César, se derrumbó, y los señores August Wilhelm y Friedrich Schlegel, los pequeños románticos, tan románticos como Pulgarcito y el Gato con Botas, se erigieron como vencedores” (Heine 2007, 63). Heine aprovecha aquí cuentos de otro de los representantes de la es-cuela, Ludwig Tieck (1773-1858), para ridiculizar a los Schlegel. Sobre el “arte neoalemán-religioso-patriótico”, ver más adelante nota 17.

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la concepción de lo Romántico en fRiedRich schlegel

La escogencia de Schlegel para caracterizar lo románti-co, que hacia 1800 palpitaba ya en la joven generación alemana, se debe a la claridad con que logra captarlo y exponerlo en su escrito Diálogo sobre la poesía, en es-pecial, en el aparte tercero, subtitulado Carta sobre la novela. El término alemán “romántico” está etimológi-camente asociado al de novela, Roman, y la contribu-ción original de Schlegel consiste en librar lo romántico de ser mera designación de un estilo literario, la novela como género, y concebirlo como poesía en cuanto tal, es decir, como una poética en la cual se ha forjado una concepción intuitiva del mundo, y en consonancia con ella, todas las artes que la representan.10 Hegel aprove-cha en este sentido el pensamiento de Schlegel cuando, para caracterizar lo propio de la tercera de las formas universales del arte, la denomina “el arte de la forma ro-mántica”. Las dos formas anteriores del arte correspon-den a dos concepciones intuitivas y diferentes del mun-do: la simbólica, la más arcaica, referida especialmente a las artes del Oriente antiguo, y la forma clásica, que se refiere predominantemente al arte del mundo griego. El arte de la forma romántica designa en Hegel, al igual que en Schlegel, todas las artes que se desarrollan al abrigo del mundo de la cultura cristiana, desde el tem-prano medioevo hasta el presente. Heine, en cambio, sin desconocer la verdad histórico-literaria del mundo romántico, ya no ve en él el presente, ya no se entre-mezclan lo romántico y lo moderno, como en Schlegel y Hegel, sino que lo romántico es para él, tajantemente, como La escuela romántica, arte y mentalidad del pasa-do. El presente no puede ser sino moderno, y en cuanto tal, su obligación política e intelectual es ser antídoto de lo romántico, así reconozca, como ya se anotó, que lo fue en su juventud.11

De inmediato surge la inquietud por la manera como Schlegel y Hegel comprendieron el arte de su presente,

10 Afín a esta ampliación del sentido de lo romántico, de lo meramente no-velesco a un tratamiento romántico de la vida humana, es el apunte 1367 (V) de Novalis en su Enciclopedia. Es interesante señalarlo, pues la novela, el Roman, aparece en él como el compendio de la vida: “No hay más ro-mántico que lo que habitualmente se denomina como mundo y destino. – Vivimos en una novela colosal (grande y pequeña). Consideración de los acontecimientos a nuestro alrededor. Orientación, enjuiciamiento y trata-miento románticos de la vida humana” (Marí 1979, 159).

11 La tipología básica de lo romántico vale también en Heine, pues según él mismo lo afirma, gracias al cristianismo, a las instituciones de la Iglesia católica, que convirtieron a los nórdicos y subyugaron su rudeza, comenzó “la civilización europea”. La poesía épica de la Edad Media, sea sagrada o profana, es en esencia cristiana (Heine 2007, 44).

valga decirlo, de su modernidad. De hecho, el concepto de lo romántico para ambos es un marco histórico en el cual la figura moderna de la subjetividad va ganando el protagonismo. En el caso de Schlegel, éste habla de un arte propiamente romántico en “nuestra época no romántica”, “en nuestra época no fantástica” (Schlegel 1994b, 130 y 132), con lo cual indica el sello raciona-lista y secular que la Ilustración moderna ha instaurado como un punto de no retorno en la cultura europea; con ella, quiéralo o no, ha de contar siempre el espíri-tu romántico, y en tal sentido, el romanticismo es mo-derno y, al mismo tiempo, es crítico de la modernidad. En el caso de Hegel, cuando Hegel habla del arte de su momento, “El final de la forma artística romántica” (Hegel 1989, 441-447),12 se refiere a él como un arte en el cual las particularidades individuales han cobrado tal dimensión para darle su sello, que caracteriza su forma romántica como “disolución”. No significa que la forma artística romántica se disuelve para darle paso a otra, sino que la forma artística de lo que nosotros llamamos el arte moderno es disolución de por sí: la indiferencia, la inadecuación y la separación entre idea y figura en la obra de arte quedan a merced de la subjetividad del artista, de su solvencia o su vanidad espirituales, de “su humor subjetivo”, una expresión que Hegel prefiere al término en boga de los románticos: “la ironía”. “El arte romántico –dice Hegel– es la trascendencia del arte más allá de sí mismo, pero dentro de su propio ámbito y en la forma del arte mismo” (Hegel 1989, 60). Este ras-go del arte de la forma romántica, la puja de lo reflexivo y lo conceptual en él, es lo que más se desarrolla en el arte de la cultura moderna, pues gracias a ella, según Hegel, para el arte todo resulta posible. Para Schlegel y Hegel, lo romántico y lo moderno todavía cohabitan con sus diferencias, ambos mueren en 1829 y 1831, respectivamente, ambos conviven con las tensiones de la Restauración, cuya política fue uno de los propósi-tos del Congreso de Viena de 1815, tras la derrota de Napoleón. Schlegel se comprometió con ella, a Hegel le tocó lidiarla, sobre todo en su período de Berlín, de 1820 a 1831 (Duque 1999).13 La diferencia radical en-tre Schlegel y Hegel, que es más sobre el romanticismo que sobre lo romántico, ha de tratarse más adelante, luego de la exposición de lo romántico en Schlegel.

12 Danto ve en este importantísimo pasaje de Hegel la base conceptual para el pluralismo en el arte, cuya realidad y conciencia han sido logro del arte de la segunda mitad del siglo XX. Cfr. A.C. Danto, Hegels These vom Ende der Kunst (Wellbery et al. 2007, 680).

13 El estudio de Félix Duque se concentra en el período de 1815, inicio de la Restauración, con el Tratado de Viena, hasta la Revolución de 1848, que condujo a la convocatoria de la Asamblea Nacional en la Paulskir-che de Fráncfort.

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La primera y más general caracterización de lo román-tico, para Schlegel, está dada por la fantasía y el tono confesional, que está presente en toda poesía: “Pienso la cosa así. La poesía está tan profundamente enrai-zada en el hombre que, incluso en las circunstancias más desfavorables, continúa siempre creciendo de modo salvaje” (Schlegel 1994b, 132). Todo pueblo tiene sus canciones, sus historias, sus dramas, pero la poesía no está sólo en ellas, sino que también hay una “poesía natural” (Naturpoesie), la cual está pre-sente en la prosa de sus eruditos, en su crítica, en su humor; poesía y prosa no son incompatibles. Schlegel piensa con esto en autores como Swift, Sterne, Dide-rot, notoriamente modernos, difícilmente asociables a una sensibilidad romántica.

Pero la caracterización decisiva de lo romántico está determinada por dos aspectos, por lo sentimental y por el fundamento histórico, por transfigurado que este último esté, pues lo romántico, a diferencia de lo antiguo, piensa ya desde la historia, no puede dar el mito por sentado. Sin embargo, lo sentimental es una categoría fácilmente desorientadora. Friedrich Schiller (1759-1805) la había usado recientemente en su escri-to de 1795, Sobre poesía ingenua y poesía sentimental, para caracterizar los dos modos fundamentales de la elaboración y la expresión artísticas, y para distinguir el arte de los antiguos y los modernos (Schiller 1985). El término no había sido de aceptación general, era in-evitable asociarlo todavía peyorativamente a sentimen-talismo, y como para Schlegel, según su parecer y su terminología, “romántico es lo que nos representa una materia sentimental en una forma fantástica” (Schle-gel 1994b, 133), el término “sentimental” tenía que ser precisado de nuevo. Lo sentimental es un rasgo que puede aparecer con mayor o menor claridad en todas las artes, sobre todo en la pintura, pero en el caso de la música, éste es el arte romántico por excelencia: “la música moderna, si se tiene en cuenta la fuerza hu-mana que la domina, ha permanecido tan fiel, en con-junto, a su carácter, que sin miedo podría llamarla un arte sentimental” (Schlegel 1994b, 134).14 Ésta es, sin

14 La relevancia de la música en el espíritu del romanticismo adquiere un matiz especial en Hegel. En él, la música no es un arte sentimental, una palabra más bien ingrata para él, sino el arte del ánimo, al punto que la considera “el tono fundamental de lo romántico”, y cuando hay un contenido determinado de la representación, lírico, también algo tonal: “lo lírico es para el arte romántico el rasgo fundamental elemen-tal, una nota pulsada también por la epopeya y el drama y que incluso exhalan las obras del arte figurativo como un hálito universal del áni-mo” (Hegel 1989, 388). Cuando Hegel celebra “la magia del color” en la pintura de los holandeses, habla de “una música objetiva, un resonar de los colores” (Hegel 1989, 439).

embargo, una mera indicación, sólo un acercamiento; la pregunta es insoslayable para Schlegel: “¿Qué es, pues, lo sentimental? Lo que nos interpela, aquello en lo que domina el sentimiento, y no el sensual sino el espiri-tual. La fuente y el alma de todas estas emociones es el amor, y el espíritu del amor debe, en la poesía románti-ca, planear por todas partes, invisible-visible: esto debe decir toda definición” (Schlegel 1994b, 134).

El amor y la fantasía constituyen la dinámica íntima de este primer aspecto esencial de lo romántico, pues “Sólo la fantasía puede captar el enigma de este amor y representarlo como enigma; y esta enigmaticidad es la fuente de todo lo fantástico en la forma de toda repre-sentación poética” (Schlegel 1994b, 134). En el amor pulsa la fuerza divina y prístina de la naturaleza, y en la fantasía, la fuerza múltiple por exteriorizarse. La solu-ción feliz de esta tensión produce el mejor arte; cuando se queda sólo en el mundo de las apariencias, lo que aparece es sólo ingenio.

El segundo aspecto esencial de lo sentimental que define lo romántico es, como ya se anotó, el funda-mento histórico, que distingue tan radicalmente la poesía antigua y la romántica. En la poesía antigua no cuenta la distinción entre apariencia y verdad, juego y seriedad. Es poesía ajustada al mito, no a la historia. La tragedia antigua era a tal punto un juego, afirma Schlegel, que el poeta que hubiese represen-tado un hecho real y serio para el pueblo habría sido castigado. “La poesía romántica, en cambio, descansa toda ella en un fundamento histórico, más de lo que se cree y se sabe” (Schlegel 1994b, 135), su fantasía pasa por lo histórico, como el ejemplo que pone de Boccaccio, donde casi todo es historia verdadera, al igual que en las fuentes de las que proviene la in-ventiva romántica. Esta oposición entre antiguo y ro-mántico la enfatiza Schlegel para marcar la diferencia entre romántico y moderno, es decir, para dejar en claro que él no es romántico, como lo consideramos nosotros hoy, sino moderno.

Pienso que [lo romántico y lo moderno] son tan diversos como las pinturas de Rafael y de Correggio difieren de los grabados ahora de moda. Si quieres ver con toda claridad la diferencia, lee Emilia Galotti, tan indeciblemente moderna como en nada román-tica, y recuerda luego a Shakespeare, en el cual que-rría poner el verdadero centro, el núcleo de la fantasía romántica. Aquí busco y encuentro yo lo romántico, en los más antiguos entre los modernos, en Shakespeare, en Cervantes, en la poesía italiana, en aquella anti-

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gua edad de los caballeros, del amor y de las fábulas, de la que derivan la cosa y la palabra mismas (Schle-gel 1994b, 135).15

La importancia de la demarcación de esta pléyade de poetas como el verdadero centro y núcleo de lo románti-co tiene que ver con el hecho de que para la cultura eu-ropea de la tradición cristiana ella representa “lo único que puede constituir un contrapunto a las poesías clá-sicas de la antigüedad”. Si Europa tuviera que revisarse e identificar con qué poesía propia podría ponerse a la altura de la antigua, ésta sería la única digna, su poesía romántica, la de “los más antiguos entre los modernos”, no la poesía del neoclasicismo de tradición erudita: “sólo estas flores eternamente frescas de la fantasía son dignas de coronar las antiguas imágenes de los dioses” (Heine 2007, 62). Schlegel extrae inmediatamente de esta comparación una conclusión programática, que hacia 1800 parece razonable: si la poesía antigua tuvo su fuente en el epos, nuestra poesía moderna ha de te-nerlo en la novela, en el Roman, con una diferencia: “lo romántico no es tanto un género cuanto un elemen-to de la poesía” (Heine 2007, 62). Es la poesía la que debe ser romántica, sólo esa poética puede ser la fuente de renovación espiritual de la mentalidad y la fantasía alemanas. En este momento, el programa romántico, lo romántico como poética, puede comprenderse como asunto interno de la literatura y el arte.

El problema va a aparecer pocos años después, cuando para la afirmación de lo nacional frente a lo extranje-ro, se recurra al mundo medieval y cristiano “germano” como el origen cultural y espiritual para resistir y reno-varse, es decir, cuando el programa artístico es converti-do en una ideología para la política cultural. Parodiando el título ya nombrado de Novalis, ahora asumido por Schlegel –1826– como la cuestión básica de la política cultural para los alemanes: cuando La cristiandad o Eu-ropa deje de ser una identidad, la naturaleza del mundo medieval, y se convierta en el reto del momento para los intelectuales: o la cristiandad (nosotros los alemanes), o Europa (el secularismo moderno heredero de la Revolu-ción Francesa). Hegel, desde la filosofía, y Heine, desde la crítica literaria y la opinión periodística, son críticos acerbos de tal política cultural.

15 El paréntesis y el resaltado son míos. Emilia Galotti, de 1772, es un célebre drama de G. E. Lessing (1729-1781), uno de los dramaturgos e intelectuales alemanes más reconocidos de la Ilustración. Para Heine, Lessing es uno de los grandes espíritus de la Alemania que él siente como suya, la Alemania de los ilustrados, y a la que “la escuela román-tica” le dio la espalda. Cfr. Heine (2007, 62).

hegel y heine poR el pResente, contRa el Romanticismo y su aveRsión contRa lo modeRno

la cRítica de heine: desde la histoRia, la sociedad y la políticaComo crítica al romanticismo, La escuela romántica de Heine es un poco posterior a la crítica de Hegel; sin embargo, se va a exponer en primer lugar. Es la crítica desde el punto de vista de la historia, la sociedad y la po-lítica. Heine da una explicación sobre las causas que fa-vorecieron el rápido desarrollo hacia la orientación cris-tiana alemana antigua, que, aunque aguda e ilustradora, es igualmente criticable. Es una explicación plausible para entender la mentalidad comunitarista y popular que las élites consiguieron estimular (los príncipes, el protestantismo y el catolicismo, y la hidalguía rural o los Junkers), pero es una explicación que tiene problemas, pues supone una Alemania de rústicos. Esta represen-tación de Alemania casa bien con la autosuficiencia y la mordacidad del citadino Heine. Él se consideraba el intelectual europeo moderno que analiza desde París, “el foyer de la sociedad europea” (Heine 2007, 154), las condiciones de Alemania en el período de 1800 a 1814, pero es inaceptable reducir esa Alemania a una comu-nidad campesina. Como ya se anotó, es la época de las invasiones de Napoleón, quien para humillar a Prusia la obliga en 1806 a declarar oficialmente inexistente el Sa-cro Imperio Romano Germánico. Esta entidad político-religiosa había dejado de existir desde hacía siglos, pero era una “gloria de la corona” persistente aún en la mente de los alemanes, y era una representación de un pasado glorioso que, así fuera sólo una ficción útil, ahora podía volver a invocarse, para la confrontación ideológica in-terna y la defensa externa. El período culmina con las Guerras de Liberación de 1813 y 1814. Esa suposición de país de rústicos no se puede aceptar, pues no fun-ciona para un intelectual citadino como Hegel, no fun-ciona para las cabezas del movimiento romántico, sobre todo, no funciona para la tradición ilustrada alemana en donde se sitúa el propio Heine. Para las personalidades de esta tradición, la intelectualidad y el pensamiento cosmopolita eran algo así como la carta de presentación de ilustrados.

Según Heine, las condiciones políticas de Alemania en este período eran de tal precariedad que, como dice el refrán que él mismo cita, “la necesidad enseña a orar” (Heine 2007, 61). Sólo en un país donde hay devoción por los príncipes, y donde la imagen de un príncipe ven-cido, arrastrándose ante Napoleón, conmovía más que la penuria que se padecía por la guerra y la dominación

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extranjera, sólo en un pueblo así, el consuelo tenía que venir de la religión. Para Heine no fue más que astucia política la ilusión que lograron despertar los príncipes y los nobles alemanes en sus súbditos: el sentimiento del “espíritu comunitario”, las tradiciones populares, la patria alemana común, la unificación de las estirpes cristiano-germanas, en una palabra, el patriotismo por mandato (Heine 2007, 62).

El patriotismo no es malo en sí, pero para Heine de-pende de si es francés o alemán. En el patriotismo del francés, según Heine, el corazón arde y se expande “a toda Francia, todo el país de la civilización”; en cambio, en el patriotismo del alemán, el corazón se estrecha: “odia lo extranjero, ya no quiere ser un ciudadano del mundo, un europeo, sino solamente un teutón provin-ciano” (Heine 2007, 62). No se puede negar que posi-ciones de este tipo fueron asumidas hacia 1815 por la Unión Estudiantil Patriótica, que por lo visto no eran rústicos,16 sino que, justamente por ser estudiantes, dan una impresión fiable de lo que se estaba urdiendo en las universidades alemanas, y que toca las fibras de Hei-ne, pues era el comienzo de la hostilidad, típicamente romántica, contra una de las tradiciones alemanas más genuinas: “aquel humanismo, aquella hermandad uni-versal de los hombres, aquel sentimiento cosmopolita, que siempre honraron nuestros grandes espíritus, Les-sing, Herder, Schiller, Goethe, Jean Paul, y todo hombre cultivado en Alemania” (Heine 2007, 62). Heine no le perdona a la escuela romántica que su triunfo se haya constituido sobre el descrédito de esta tradición; la rela-ción con el espíritu de la Ilustración y con lo clásico ya no es ingenua en estas personalidades, pero está lejos de reclamar un rompimiento. El triunfo de la escuela romántica fue efímero, pero dejó marcas en la cultura espiritual alemana hasta hoy.

Este tipo de crítica al romanticismo había sido hecho años antes por los editores de Propyläen, el historiador del arte clásico J. H. Meyer (1760-1832) y J. W. von Goethe (1749-1832), en 1817. Meyer y Goethe reac-cionaron en ese entonces contra la tendencia de la pin-tura que, de manera excluyente, se venía imponiendo en Alemania. Los artistas a los cuales se referían eran “los Nazarenos”, que pretendían constituirse en la re-presentación pública de lo que debía ser “el arte neo-alemán patriótico-religioso”. Esta aspiración era una idea que anudaba con la línea de Wackenroder, estética y muy fervorosa, y era defendida en esos mismos años

16 Heine mismo proporciona el nombre del fundador de esta organización estudiantil, Friedrich Ludwig Jahn (1778-1825).

por Schlegel. La crítica de arte de Schlegel, a contrape-lo de la crítica general que les hicieron, les reconocía tal representatividad.17 Meyer y Goethe, “clasicistas de Weimar”, les restaron importancia, consideraron su arte una exaltación pasajera, pero calificaron su actitud de muy dañina, pues no se limitaban a la salvaguarda de las obras de arte medieval, sino que se oponían agre-sivamente a un sano retorno a lo clásico (D’Angelo y Duque 1999, 27). En consonancia con esta crítica, pero ya en 1829, Goethe expresa de modo lapidario, no sólo su oposición a ese programa, sino la oposición que tensa desde entonces la cultura espiritual alemana: “Clásico es lo sano, romántico, lo enfermo” (Goethe 1999, 219). Heine conocía esta indisposición de Goethe contra el ro-manticismo, y un juicio afín resume también el significado de lo que para Heine fue el romanticismo en Alemania:

Pero ¿qué fue la escuela romántica en Alemania? No fue ni más ni menos que el nuevo despertar de la Edad Media, tal como se había manifestado en sus cantos, en sus obras plásticas y arquitectónicas, en el arte y en la vida. Esta poesía había surgido del cristia-nismo; fue una pasionaria que brotó de la sangre de Cristo. […] Es aquella extraña flor de colores espe-cialmente indefinidos, en cuyo cáliz se ve retratados los instrumentos del martirio que fueron utilizados en la crucifixión de Cristo: martillo, tenaza, clavos, etc.; una flor que no es en absoluto fea, sino sólo macabra; cuya visión incluso provoca en nuestras almas un siniestro placer, al igual que las sensacio-nes espasmódicamente dulces que surgen del dolor. Desde esta perspectiva, esta flor sería el símbolo más apropiado del cristianismo, cuyo más espantoso atractivo consiste precisamente en la voluptuosidad del dolor (Heine 2007, 41).18

17 Los Nazarenos fueron un grupo de pintores que, en rechazo al neocla-sicismo de las academias en Alemania y Austria, se establecieron en Roma en 1810 como La comunidad de San Lucas, para vivir y pintar en el espíritu cristiano medieval, afín a las ideas del romanticismo. Los fundadores fueron F. Overbeck (1789-1869) y F. Pforr (1788-1812). Cuadros emblemáticos y representativos de esta tendencia germano-medievalizante son Sulamita y María (1811) de Pforr, origen a su vez del homenaje que le hace Overbeck en su cuadro Italia y Germania (Sulamita y María) en 1828. Se presentaron oficialmente en Roma en la exposición El nuevo arte alemán, celebrada por Schlegel, pero mal recibida por la crítica. Poco después, y disuelto el grupo, retornaron a Alemania, y algunos de ellos asumieron la dirección de importan-tes academias: P. Cornelius (1783-1867) en Múnich, y W. v. Schadow (1788-1862) en Düsseldorf. El único que permaneció fiel al roman-ticismo cristiano “nazareno” fue Overbeck, quien entre 1830 y 1840 realizó su cuadro programático El triunfo de la religión en las artes. Cfr. su discurso en la entrega de la obra (D’Angelo y Duque 1999).

18 Es un juicio extremo, pero Heine, tan afrancesado, detestaba exulta-ciones como las que expresaba Schlegel frente a la poesía de la mística española y su cultura, inseparable de su devoción por las procesiones

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Para Heine, el gran despropósito en que se convirtió la escuela romántica, fue haberle dado a la Alemania de su momento arte para el consuelo divino en un mundo del más allá, del pasado y de la otra vida, en vez de haberle dado fe en el progreso para un mundo del presente y del más acá, como la fe que predicaban los nuevos apósto-les, dentro de los cuales él mismo se contaba, los inte-lectuales de la Joven Alemania, cuya fe era “La fe en el progreso, una fe que surgió de la ciencia”, “de la que no tenían idea los escritores de la época precedente” (Hei-ne 2007, 158). La fe en el progreso y la ciencia como su fuente era la mentalidad decimonónica del materialis-mo revolucionario, que ya pujaba en Heine.

la cRítica de hegel, cRítica desde la filosofía

El énfasis de la crítica de Heine al romanticismo está dirigido a su posición reverencial frente al pasado. Es la crítica de un artista progresista y de quien se bate, ade-más, en la confrontación de la actualidad periodística. La crítica de Hegel proviene de una disposición inte-lectual diferente. En lo que sigue nos restringimos a la crítica que proviene de la filosofía del arte de Hegel, en la cual no sólo hay apreciaciones de índole estética, sino una preocupación por la relación que el arte tiene con su época en su trabajo, permanente pero cambiante, de formación de la conciencia. El placer y el regocijo, pero también formas y contenidos que despiertan el cuestio-namiento, la reflexión y la crítica, son las experiencias que las obras de arte estimulan en los públicos en este proceso complejo de la cultura.

Hegel captó muy bien –como los románticos– que nues-tro presente es antiheroico, antiépico, prosaico. Captó incluso que “no son los tiempos que corren propicios para el arte”, pues “el pensamiento y la reflexión” (Hegel 1989, 13) se ponen de por medio entre él y nosotros. Nuestra respuesta moderna al arte ya no es la identifi-cación con sus contenidos, sino una respuesta juiciosa

de pasión, un rasgo cultural a todas luces detestable para Heine. Refi-riéndose a España, al que le atribuye función ejemplar en su filosofía de la historia, dice Schlegel: “Con todo, siguieron existiendo en este país muchas virtudes caballerescas, propias de esta nación de talante noble, y muchos fenómenos de alto valor religioso, como en el caso de Santa Teresa y de sus maravillosas obras, que aúnan el contenido sagrado con la belleza del lenguaje más inimitable. En ninguna otra nación se ha mantenido y perpetuado el espíritu y carácter de la Edad Media en sus más nobles y bellas cualidades por más largo tiempo que en la cultura espiritual e incluso en las obras de la fan-tasía y de la poesía de los españoles. No es casual sino característica e históricamente digno de notar que la poesía peculiar de la Edad Media haya alcanzado aquí su último y más florido desarrollo y su más alta perfección” (Schlegel 1983, 936).

y valorativa, mediada por la reflexión y la crítica de arte, una respuesta en la cual las ciencias del arte cobran importancia creciente. Sin embargo, no pensó, como los románticos, que la función del arte fuera redimirnos de tal llaneza y volver a su función en el pasado, ni tomó esta situación para hacer crítica cultural. Afecto al arte, como lo era, y con confianza en él, pensó más bien que su función se seguía cumpliendo en medio de las “pro-saicas circunstancias actuales” (Hegel 1989, 142). Un cuadro del arte y el artista modernos lo presenta Hegel en el pasaje “El final de la forma artística romántica”, donde resume los grandes cambios que se han operado en las formas y los contenidos del arte en la historia hu-mana, así como en las relaciones del artista con el arte mismo y, en especial, en el arte de la forma romántica, que, como ya se anotó en Schlegel y Heine, para Hegel comienza también con el arte de la cultura cristiana eu-ropea, con el románico y “la romanesca”, y llega hasta el presente. La característica fundamental que prima en las representaciones de este arte es la configuración de la individualidad espiritual, la que inspira y eleva la hu-manidad de la época, una individualidad que el artista plasma desde el arraigo en la época y la cultura en las cuales se planta, pero una configuración de la indivi-dualidad que él también propone en sus obras, y que le merecen el aprecio y la fama. Propio de la espiritualidad de esta individualidad es que su subjetividad es inma-nente a ella misma, está en su interioridad, y ello torna contingente la figura externa; su exterioridad ya no tiene que ser bella, es más importante que irradie espíritu y vitalidad interior (Hegel 1989, 444). Es un arte en el cual el cristianismo, más que religión, es la cultura que nutre el mundo de la vida.

Obviamente, el primer arte de la forma romántica es arte religioso, pero esta comprensión de lo divino, según Hegel, tiene que objetivarse y determinarse para acceder desde sí a los contenidos mundanos de la subjetividad. Hegel aprieta en tres pasos este proceso de desacrali-zación de lo espiritual en el arte, hasta culminar en la entronización en él de lo humano en toda su vastedad. Es un proceso donde es observable el paso a paso del arte con el desarrollo espiritual y material de la cultura europea, donde quedan reconocibles el arte del Medioevo, el del Renacimiento y el mundo moderno, hasta sus desarrollos más recientes en el arte del romanticismo:

Al principio lo infinito de la personalidad residía en el honor, el amor y la fidelidad, luego en la indivi-dualidad particular, en el carácter determinado que se integraba con el contenido particular del ser-ahí humano. Finalmente, el humor, que sabía hacer

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vacilar y disolver toda determinidad, superó a su vez esta concrescencia con tal delimitación específica del contenido, e hizo que el arte se trascendiera a sí mismo. Sin embargo, en esta trascendencia del arte a sí mismo ésta es igualmente un retorno del hom-bre a sí mismo, un descenso al interior de su propio pecho, con lo que el arte aparta de sí toda limitación fija a un círculo determinado del contenido y de la aprehensión, y hace del humanus su nuevo santo: la profundidad y altura del ánimo humano como tal, lo universalmente humano en sus alegrías y sufrimien-tos, sus afanes, actos y destinos (Hegel 1989, 444).

Esta ampliación del arte en cuanto a sus contenidos im-plica también para el artista una demanda de análogas proporciones. En las formas antiguas del arte, la sim-bólica y la clásica, el artista tenía ya en el mito y en la religión los contenidos que representaba en sus obras; sus tradiciones le prescribían los contenidos y las for-mas para ello, sin que fuera conflictivo para él. Así fue también en los inicios del arte cristiano, cuando había comunidad de pensamiento, lenguaje y sensibilidad en-tre la Iglesia, el poder y la comunidad.

En el arte de la forma romántica que se va desarrollando a partir de esta fuente cristiana, y cada vez de un modo más liberal, el artista se va convirtiendo en el artífice tanto de los contenidos como de las formas de la obra de arte: “el artista extrae su contenido de él mismo y es el espíritu humano que se determina efectivamente a sí mismo, que considera, trama y expresa la infinitud de sus sentimientos y situaciones, al que nada que pueda devenir vivo en el pe-cho humano le es ya extraño” (Hegel 1989, 444). Para una ampliación tal de los contenidos del arte y las posibilidades del artista, ya no hay nada prescrito. El arte ya no tiene que representar lo que ya ha representado el arte, “sino todo aquello en que el hombre tiene en general la facultad de estar a gusto” (Hegel 1989, 445). Ante tal amplitud y multiplicidad de los materiales, la tarea para el arte es que el artista ponga en él su sello, y eso quiere decir, el de su tiempo y su presente. Con esta concepción, Hegel se apar-ta de la venia al pasado que caracterizó la escuela románti-ca, y pone en el primer plano la cuestión del tratamiento. Con referencias a las demandas eruditas y folclorizantes, que aluden a la crítica de arte que impusieron Herder y Schlegel,19 y enfatizando la posición moderna del artista,

19 Para Hegel (1989) es fundamental que “la obra de arte no es para sí, sino para nosotros” (p. 192); por lo tanto, la confrontación con asuntos del pasado es para él un asunto de primer orden si la obra de arte ha de lograr su relación con el público. La obra y su representación deben ha-cer las mediaciones debidas para que los asuntos del pasado, o de una procedencia cultural diferente a la nuestra, logren la comunicación

Hegel, parafraseando casi el texto ya citado de Diálogo so-bre la poesía, les replica:

El artista moderno puede por supuesto adherirse a antiguos y más antiguos; ser homérida, siquiera como ultimísimo epígono, es bello, y también productos que reflejen el giro medieval del arte romántico tendrán sus méritos; pero una cosa es esta validez universal, la profundidad y la peculiaridad de un material, y otra su modo de tratamiento. En nuestros tiempos no pue-den surgir ningún Homero, Sófocles, etc., ni ningún Dante, Ariosto o Shakespeare; lo tan magníficamente cantado, lo tan libremente expresado, expresado está; son materiales, modos de intuirlos y de aprehenderlos ya cantados. Sólo el presente está fresco, lo otro, cada vez más pálido (Hegel 1989, 445).

La crítica anterior, tan certera, es crítica contra la es-tética romántica. Pero la crítica de Hegel a la escuela romántica tiene ante todo un origen filosófico, rela-cionado, por un lado, con la posición en que dejan a la filosofía frente al arte, valga decir, a la racionalidad frente al mito y la religión, y por el otro, con su credo sobre la función histórico-cultural del arte, que en la política cultural tiene efectos concretos. En esta con-frontación, el contrincante de Hegel ya no es tanto la escuela de los Schlegel, a quienes Hegel les reconoció “talento crítico” pero no “naturaleza filosófica” (Hegel 1989, 49), sino que el contrincante es F. W. J. Schelling (1775-1854), el auténtico fundador de la filosofía del arte, y, en tal sentido, el modelo que Hegel tenía que romper con su propia filosofía. En la filosofía del arte de Schelling dominan concepciones que corresponden el sello de la poesía romántica y que inspiraron a sus poetas. De esta confrontación sólo puede trazarse aquí el hilo conductor.

La confrontación de Hegel con el modo de pensar afín a la filosofía del arte de Schelling se puede reconocer en dos pasajes de las Lecciones sobre la estética. El primero se encuentra en la segunda de las objeciones a la filoso-fía del arte tal como la concebía Hegel, como una cien-

viva con nosotros. Hegel analiza dos posiciones equivocadas, donde no se hace tal mediación: la del teatro clásico francés, que imponía la cultura y el gusto del presente, palaciego y versallesco, a todo lo anti-guo y extranjero, y la posición de los alemanes, que no le daba crédito al presente y sólo hacía valer la cultura y el gusto del pasado o de lo extranjero. Esta posición alemana la descalificaba Hegel como arte, teatro y literatura en este caso, no para nosotros sino para filólogos y eruditos, y nombra expresamente (p.196) a J. G. Herder (1744-1803) y F. Schlegel como los críticos que impusieron esos puntos de vista. Para esta problemática, véase el aparte La exterioridad de la obra de arte ideal en relación con el público (Hegel 1989, 191-203).

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cia del arte. Para los críticos de Hegel, los intelectuales románticos, el arte sí invita a las reflexiones filosóficas, pero no es objeto apropiado para el examen científico. La belleza artística es para la intuición y el sentimiento, para la sensibilidad, y no para el pensamiento, que, ante su infinita diversidad y su libertad, se queda corto (He-gel 1989, 10). Esta objeción es para Hegel una típica y arraigada confusión del pensamiento con la cultura del entendimiento, definitoria, clasificatoria, universalizan-te. Contra ello hace una defensa de la naturaleza y el poder del pensamiento, destaca sobre todo su capaci-dad para aprehenderse a sí mismo en lo otro, como en el arte, donde su enajenación en lo sensible no es obstá-culo para reconocerse y reconducirse a sí mismo, pues en el arte el pensamiento también está en lo suyo. Sobre todo, hace una defensa de la auténtica naturaleza del concepto, el medio del pensamiento libre, y contra el prejuicio de que el concepto es lo universal que se man-tiene en lo universal, algo definitorio y fijo, defiende el concepto como “lo universal que se mantiene en sus particularizaciones” (Hegel 1989, 14s), es decir, como una articulación de pensamiento para examinar con él las más diferentes experiencias, y en tales exámenes po-nerse a prueba a sí mismo.

El segundo pasaje se encuentra en una viva descripción que hace Hegel de la atmósfera intelectual romántica en torno al arte, que en la actualidad se ha acentuado todavía más, frente a la cual su filosofía del arte marcha a contrapelo:

[…] ahora cada arte singular exige para sí ya una ciencia propia, pues con la afición continuamente creciente al conocimiento artístico el ámbito de éste ha devenido cada vez más rico y más vasto. Pero en nuestro tiempo […] la filosofía misma ha hecho una moda de esta afición de los diletantes, al haberse querido afirmar que en el arte ha de encontrarse la religión propiamente dicha, lo verdadero y absoluto, y que es superior a la filosofía, pues no es abstracto, sino que contiene la idea al mismo tiempo en la rea-lidad y para la intuición y el sentimiento concretos (Hegel 1989, 461).

Aunque éstas son ideas de F. Schleiermacher, colega de Hegel en la Universidad de Berlín y que, como él, tam-bién dictaba lecciones de estética,20 su origen genuino

20 Compárese de Schleiermacher (1768-1834) Sobre la religión. Discursos a los intelectuales entre sus detractores, discursos que van de 1799 a 1831 (Schleiermacher 1991 y 1999). Con el teólogo Schleiermacher la Iglesia luterana y la corte prusiana aseguraban la vigilancia doctrinaria en la Universidad de Berlín.

está en la filosofía del arte de Schelling, propuesta y desarrollada entre 1800 y 1805.

Con Schelling se da el giro de la estética como teoría del gusto, representativa del siglo XVIII, a la filosofía del arte, de inspiración genuinamente romántica, en 1800, en su obra Sistema del idealismo trascendental, obra ma-durada en Jena en la atmósfera del joven romanticis-mo. Es una propuesta descomunal de estetización del pensamiento, contra la que Hegel reacciona de inme-diato y da inicio a su progresivo distanciamiento de la filosofía de Schelling. La preocupación especulativa de Schelling en ese entonces era cómo darle objetividad a la intuición intelectual, al pensamiento universal que pretendía ser al mismo tiempo intuitivo y productivo, y su respuesta fue:

[…] es el arte mismo. […] La obra de arte sólo me refleja lo que de otra forma nada reflejaría, aque-llo absolutamente idéntico, que incluso en el Yo se ha separado; por tanto, por el milagro del arte se refleja, a partir de sus productos, lo que el filósofo deja dividirse en el primer acto de la conciencia, lo que es inalcanzable para toda otra intuición. […] el arte llega a lo imposible, a saber, a superar una opo-sición infinita en un producto finito. Esta capacidad de poetizar en su primera potencia, es la intuición originaria, y a la inversa, la intuición productiva que se repite en la potencia suprema es lo que llamamos capacidad de poetizar. En ambas es activa una y la misma capacidad, la única por la que somos capaces de pensar y reunir lo contradictorio, la imaginación (Schelling 1987, 155).

Más adelante reitera Schelling: “El arte es lo supremo para el filósofo porque precisamente abre para él en cierto sentido lo más sagrado de todo, donde en un fue-go arde, por decirlo así en eterna y originaria reunión, lo que en la naturaleza y en la historia está separado, y lo que eternamente se tiene que escapar al vivir y al actuar tanto como al pensar” (Schelling 1987, 156).

Estos pensamientos conducen en la Filosofía del arte (1802-1805), por un lado, a una identificación del gran arte con el arte cristiano, afín a lo expuesto por Schlegel sobre el arte romántico, y a una imbricación de arte y religión sin precedentes: a tal punto es íntimo el lazo que une el arte y la religión, que es tan imposible “dar al arte un mundo poético distinto del que existe dentro de la religión”, como es imposible “llevar la religión a una manifestación verdaderamente objetiva que no sea la del arte” (Schelling 1999, 505). Ante tales afirmaciones

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que celebran una hipermitologización sin escapatoria, la tesis de Hegel según la cual “en su determinación suprema” el arte es para nosotros modernos “algo del pa-sado” (Hegel 1989, 14), tesis de índole eminentemente filosófica, descuella como una tesis de profunda críti-ca a los debates de su momento. Contra pensamientos como los de Schelling, que polarizaban por entonces los debates públicos, va dirigida la afirmación de Hegel:

Sea cual sea la actitud que frente a esto se adopte, lo cierto es que el arte ha dejado de procurar aquella satisfacción de las necesidades espirituales que sólo en él buscaron y encontraron épocas y pueblos pasa-dos, una satisfacción que, al menos en lo que respecta a la religión, estaba muy íntimamente ligada al arte. Ya pasaron los hermosos días del arte griego, así como la época dorada de la baja Edad Media (Hegel 1989, 13).

Pero la filosofía del arte de Schelling no sólo estrecha el vínculo entre arte y filosofía, arte y religión; también exige la unión entre arte y política. No sólo deben ser cultos los que participan en la administración del Esta-do, estimar y estimular las obras de arte, sino que debe llegar a ser un sobreentendido que “el arte es una parte necesaria e integrante de una constitución del Estado según ideas” (Schelling 1999, 505). Queda fuera de dis-cusión que en el Estado moderno la política cultural es una de sus tareas; Hegel también la defendió, pero esta concepción de Schelling, tan romántica, alimen-tó la política cultural romántica de credo y patria, que para Hegel (como para Heine) era un punto de vista premoderno. Era la política doctrinaria de un Estado que forma ciudadanos para el Estado, en vez de ser la política cultural de un Estado que con sus instituciones estimula los espacios reales de ilustración, placer y crí-tica, para las libertades de los ciudadanos.

La época del magisterio de Hegel en Berlín coincide con la transformación arquitectónica de la ciudad, en la que arquitectos artistas como K. F. Schinkel (1781-1841) fueron personalidades decisivas. En 1829 se inaugura el Museo Real (hoy Museo Antiguo), una obra representa-tiva para reconocer el discurso estético-religioso de los románticos en ese momento. La Revolución Francesa había estimulado la construcción de grandes museos europeos bajo el espíritu de la ilustración pública, pero en pocos años, y con el espíritu del romanticismo, el Museo pasó de ser “casa de estudios” a convertirse en “Iglesia estética” o “Templo del arte”. Así justificó el propio Schinkel su obra.21 El Museo Real era una obra

21 Ante las críticas que su proyecto recibió del arquitecto Alois Hirt (cer-

que proclamaba el carácter sagrado del arte, y según la generación de los románticos, era de esperar de él la ele-vación moral de los ciudadanos. Pero era también una institución asociada al sentimiento de poder político y a la promesa de una comunidad espiritual superior. Con el Museo Real se glorificaba la importancia del Monar-ca, la del Estado y la de la Nación, era “Lo sublime pú-blico” (Sheehan 2002, 127). Nada de este boato de ce-remonial solemne se advierte en el entusiasta saludo de Hegel en sus lecciones sobre la pintura, cuando en ellas se refiere a la inauguración del Museo Real. Más bien en la tradición ilustrada moderna, Hegel saluda poder tener en la ciudad, por fin y pronto, la ocasión de cono-cer y disfrutar el arte de la pintura en las obras que mejor lo representan, además, bajo el criterio de exposición que se impuso tras los agrios debates que precedieron la apertura del Museo al público, el criterio histórico: “Una colección tal, históricamente ordenada, única e inestimable en su género, tendremos pronto ocasión de admirarla en la galería pictórica del Museo Real aquí erigido” (Hegel 1989, 632).

La actitud de Hegel es la de un esteta modernamente ilustrado que, lúcido y crítico frente a la posición de los románticos, ya no se prosterna ante el arte, como si en él estuviera la revelación de las verdades más altas, ni lo sobrecarga con tareas culturales o políticas que lo sobrepasan, que sólo son de solución plausible en la ac-ción política y la iniciativa ciudadana. La filosofía del arte de Hegel es la de la actitud de alguien que disfruta el arte, lo estudia y lo critica, y coteja sus pretensiones teniendo en cuenta las realidades y los contextos de la cultura del presente:

Lo que ahora suscitan en nosotros las obras de arte es, además del goce inmediato, también nuestro jui-cio, pues lo que sometemos a nuestra consideración pensante es el contenido, los medios de representa-ción de la obra de arte y la adecuación o inadecuación entre ambos aspectos. La ciencia del arte es por eso en nuestro tiempo todavía más necesaria que para aquellas épocas en que el arte, ya para sí como arte, procuraba satisfacción plena (Hegel 1989, 14).

cano a Hegel), quien en el proyecto de Schinkel veía más un templo que un museo, Schinkel enfatiza la sublimidad que debían inspirar tanto el edificio como la percepción del arte expuesto en él. Para Schinkel debía ser la escenificación de un ceremonial religioso; la ro-tonda en la ubicación central del edificio tenía que ser “el santuario” para consagrar lo más valioso: “aquí tiene que ofrecerse a la mirada un espacio bello y elevado, y debe darse un talante para el disfrute y el conocimiento de aquello que el edificio custodia” (Klotz 2000, 54).

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Por sus formas y contenidos, el arte pudo contribuir en épocas anteriores a la configuración de la mentalidad y la cultura de modo decisivo; en nuestra época moder-na esa relación se ha revertido; sin nuestra formación y nuestra cultura, sin nuestros conocimientos y nuestros valores, no hay necesidad del arte. El arte ya no funda la cultura, la presupone; y una política cultural moderna se equivoca si pretende revertir estos procesos históri-cos, tal como lo percibieron Hegel y Heine.

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por cArloS A. rAMírez*Fecha de recepción: 2 de julio de 2009Fecha de aceptación: 20 de agosto de 2009Fecha de modiFicación: 4 de septiembre de 2009

ResumenEn su obra Romanticismo político (RP), de 1919, Carl Schmitt interpreta el romanticismo alemán como una “metafísica” en la cual los conceptos estéticos se convierten en los conceptos rectores de toda actividad humana, y, sobre esta base, analiza y critica los efectos de esta expansión de lo estético sobre la acción política. El presente ensayo reconstruye la argumentación de Schmitt como genealogía histórico-conceptual de una formación discursiva moderna a partir de la cual se constituyó, como subproducto, una forma de subjetividad presente, hoy en día, en las sociedades capitalistas avanzadas. Apoyándose en traba-jos de la sociología contemporánea (Boltanski, Lipovetsky, Schulze) y sirviéndose del concepto de lo político desarrollado por Schmitt en RP como punto de contraste, el texto concluye mostrando los fenómenos políticos ligados a la generalización de este tipo de subjetividad.

PalabRas clave: Schmitt, estetización, acción, política, subjetividad.

* Doctorado en Filosofía (en curso), Universidad de Heidelberg, Alemania. Politólogo y filósofo de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Ha publicado en la Revista de Estudios Sociales de la Universidad de los Andes, en la Revista de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia y en la revista Desafíos de la Universidad del Rosario, entre otras publicaciones académicas. Ha hecho también traducciones y reseñas para la revista Ideas y Valores de la Universidad Nacional. Fue colaborador del Magazín Dominical de El Espectador, y en 2001 publicó el libro La patria como ausencia y otros ensayos de filosofía política. En el año 2000 fue postulado al Concurso Otto de Greiff para las mejores tesis de grado del país, por el Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes, y fue becario de la fundación Konrad Adenauer. Actualmente es profesor titular del Departamento de Ciencia Política y Jurídica de la Universidad Javeriana de Cali. Sus áreas de trabajo son metafísica y teoría política. Sus publicaciones más recientes son: Querer es el ser originario. La genealogía de la razón en Schelling. Revista Estudios de Filosofía 38: 171-196, 2008; Historia magistra vitae. Sobre el sentido político de la historia conceptual en Reinhart Koselleck. Perspectivas Internacionales. Revista de Ciencia Política y Relaciones Internacionales 4, No. 1: 171-198. Correo electrónico: [email protected].

“Todos son genios” La crítica a la estetización de la acción política en Carl Schmitt

“Everyone’s a Genius”: Carl Schmitt’s Critique of the Aestheticization of Political ActionabstRactIn Political Romanticism, a work from 1919, Carl Schmitt interprets German romanticism as a “metaphysic” in which aesthetic concepts become the guiding concepts of all human activity. On this basis, he analyses and criticizes the effects of the expansion of aesthetic concerns on political action. This essay reconstructs Schmitt’s argument as a conceptual-historical genealogy of a modern discursive formation from which, as a by-product, a form of subjectivity now present in advanced capitalist societies was constituted. By contrasting Schmitt’s concept of the political in Political Romanticism with various works of contemporary sociology (Boltanski, Lipovetsky, Schulze), the article concludes by pointing out the political phenomena that are linked to the diffusion of this type of subjectivity.

Key woRds:Schmitt, Aestheticization, Action, Politics, Subjectivity.

“Todos são gênios”. A crítica à estetização da ação política em Carl SchmittResumoEm sua obra Romantismo político (RP), de 1919, Carl Schmitt interpreta o romantismo alemão como uma “metafísica” onde os conceitos estéticos se tornam conceitos reitores da vida humana toda, e, nesta base, analisa e critica os efeitos desta expansão do estético sobre a ação política. Este ensaio reconstrói a argumentação de Schmitt como genealogia histórico-conceptual duma formação discursiva moderna a partir da qual foi constituída, como subproduto, uma forma de subjetividade presen-te, hoje, nas sociedades capitalistas avançadas. Baseado em trabalhos da sociologia contemporânea (Boltanski, Lipovetsky, Schulze) e tomando o conceito do âmbito político desenvolvido por Schmitt em RP como ponto de contraste, o texto conclui apresentando os fenômenos políticos relacionados com a generalização desse tipo de subjetividade.

PalavRas chave:Schmitt, estetização, ação política, subjetividade.

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Cuando Joseph Beuys proclamó hacia el final de la década de los sesenta que “cualquier hombre es un artista” y, a partir de ahí, concibió un radical re-ordenamiento del orden social (Beuys 1995), Carl Sch-mitt hubiera podido añadir un post scriptum a su libro Romanticismo político, de 1919. Podría haberse titulado “De cómo los conceptos estéticos colonizaron finalmen-te el mundo. Breve historia de un pronóstico”. Beuys, como hijo legítimo del romanticismo (Meyric 2006, 427), representaba, en efecto, una diáfana demostra-ción del diagnóstico del mundo moderno presentado en su libro. Todo estaba ahí: una concepción del suje-to centrada en la creatividad, el rechazo de toda norma fija y rigidez institucional, el pacifismo, la prometedora unión de arte y vida.

Lo que para algunos era una provocación, para otros sonaba a eco. También el desenlace de tal proyecto neorromántico hubiera sido mencionado, sin sorpresa, por Schmitt. En su conferencia “La era de las neutrali-zaciones y las despolitizaciones”, de 1929, ya había afir-mado: “El camino que va de la metafísica y la moral a la economía pasa por la estética, y la vía del consumo y el disfrute estéticos, todo lo sublime que se quiera, es la más segura para llegar a una ‘economificación’ general de la vida espiritual y a una constelación del espíritu que halle las categorías centrales de la existencia huma-na en la producción y el consumo” (Schmitt 1999, 111). Como otros proyectos estético-políticos pertenecientes al “espíritu del 68”, cuyo empuje inicial fue un rechazo del capitalismo y la moral burguesa, el de Beuys termi-naría, a su juicio, convirtiéndose en un aliado de aque-llo que pretendía subvertir. El paradójico destino de la “Plástica social” y los movimientos afines fue, de hecho, la dinamización del capitalismo y la incorporación en él de la autogestión, las estructuras descentradas, la crea-tividad, esto es, todo aquello que la “crítica de artista” le había reprochado (Boltanski y Chiapello 2002). Sch-mitt, con tono de lamento, hubiera podido decir al final de su texto: “Ustedes ya saben en qué terminará esto”.

En continuidad con lo anterior, se expondrá en lo que sigue una interpretación de Romanticismo político de Carl Schmitt –de ahora en adelante abreviado como RP– como un análisis de las raíces del discurso a partir del cual se constituye la subjetividad en la fase posmora-lista de las sociedades modernas. Esta línea de lectura,

al igual que todas, excluye otras posibilidades. RP pue-de ser interpretado, por ejemplo, como una demolición de los obstáculos ideológicos para la reconstitución de un orden político estable en medio de la conflictiva si-tuación interna de la posguerra en Alemania (Bendersky 1973, 21) y del entonces naciente ideal parlamentario (Bohrer 1989, 302; Mehring 1989, 35), como un mani-fiesto antiburgués extraído de fuentes católicas (Dahlei-mer 1988, 63) y weberianas (Balakrishnan 2000, 21) o, sencillamente, como una investigación sui géneris en el terreno de la historia de las ideas sobre un movimiento cultural alemán (Lukács 1968, 695-696). También sería posible interpretarlo, si se siguen los diarios de Schmitt, como un producto de la lucha del autor contra los rasgos “románticos” de su propia personalidad. No obstante, ni la lectura en clave histórico-social, histórico-conceptual o en clave psicológica destacan su actualidad. Como se verá más adelante, Schmitt se sirve del romanticismo para enmarcar una serie de fenómenos globales de las sociedades modernas descritos por la sociología con-temporánea por medio de conceptos como la “desubs-tancialización del Yo” (Lipovetsky), la “racionalidad de la vivencia” (Schulze) o el “nuevo espíritu del capitalismo” (Boltanski). Más en particular, RP describe los rasgos esenciales que adopta la subjetividad en las sociedades capitalistas avanzadas.

El romanticismo alemán, como un fenómeno histórico-cultural localizable entre finales del siglo XVIII y la pri-mera mitad del XIX –esto es, del período que va de los escritos de juventud de los Schlegel a los últimos ensa-yos de Bettina von Arnim–, aparece así como tipo ideal de un modo de subjetivación extendido globalmente en las últimas décadas del siglo XX. Las propuestas de Beuys y, en general, del “espíritu del 68” se muestran en ese marco como un punto de transición hacia una definitiva estetización de la experiencia y, en esa misma medida, como abandono o distorsión –a ojos de Sch-mitt– de la genuina praxis política.

el Romanticismo como “metafísica”

Desde la perspectiva de la historia de las ideas el ro-manticismo es, para Schmitt, una transfiguración del racionalismo panteísta (de Spinoza y, luego, de Fichte y Schelling) influida por la reacción de Shaftesbury al cartesianismo (Schmitt 1998, 67). Desde el punto de vista de la historia social, es un producto del individua-lismo (Schmitt 1998, 29), la tendencia a la discusión y el balance (Schmitt 1998, 141) y el anhelo de seguridad (Schmitt 1998, 106) propios de una clase social espe-

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cífica, la burguesía (Schmitt 1998, 14), tal como ella se constituyó en la franja protestante del centro y el norte de Alemania. No obstante, ninguna de estas explicacio-nes da realmente en el punto. La segunda pertenece, en la estructura del texto, a la “situación externa” de la que surgió el romanticismo (parte I); la primera pertenece ciertamente a la “estructura del romanticismo” (parte II, sección 1) pero no da cuenta aún, dentro del hori-zonte de la “situación espiritual” (Schmitt 1998, 62), de su núcleo más íntimo: el hecho de constituirse en una particular “metafísica” (parte II, sección 2).

El prólogo de 1924 a PR aclara el sentido de la estrate-gia hermenéutica de Schmitt: “Como en toda auténtica explicación, la fórmula metafísica es la mejor piedra de toque” (Schmitt 1998, 17). Presuponiendo una ontolo-gía platónico-escolástica basada en la distinción ente esencia y existencia, Schmitt concibe la “facticidad del ser”, la existencia, a la luz de una determinada “realidad” (entendida kantianamente como quidditas), que le da su sentido. Esta última equivale a la “representación no siempre consciente de una última instancia” (Schmitt 1998, 19), la cual, por encima de discusiones episte-mológicas, es considerada como “objetiva y evidente en su validez supraindividual”, y así, aun si desde un punto de vista trascendental vale como “irracional” (Schmitt 1998, 68), conforma una determinada “actitud fren-te al mundo” (Schmitt 1998, 17). De ese modo, si se quiere hallar el último fundamento de un fenó-meno histórico, se debe apuntar al “centro absolu-to” de ese período, esto es, a un núcleo de ideas en torno al cual se agrupan todas las experiencias posi-bles, y no a hechos sociológicos o psicológicos. Este procedimiento explicativo –que reaparecerá tanto en su Teología política, en 1922, como en La era de las neutralizaciones y las despolitizaciones, de 1929, y que permite catalogar a Schmitt de idealista (Estévez 1989, 141)– remite así todos los fenómenos históricos y, por tanto, toda la actividad de los seres humanos en él al centro espiritual que gobierna un período. Enten-diendo por “metafísica” una comprensión de la totalidad de la experiencia, es decir, del mundo, a la luz de un fundamento considerado indudable, Schmitt diferencia entonces la historia de las ideas –como genealogía de los conceptos centrada en fuentes literarias–, de una historia del espíritu –como descripción y delimitación de las aperturas históricas de sentido en torno a las cua-les se ordena la experiencia humana en un período–. Interpretar “metafísicamente” el romanticismo significa hacer de él una comprensión del mundo y, por tanto, elevar sus principios centrales a todas las esferas de la actividad humana.

¿Qué clase de metafísica es, pues, el romanticismo? Schmitt lo define como “ocasionalismo subjetivado” (Schmitt 1998, 18). La fórmula exige varias aclaracio-nes. Del romanticismo se deriva, ciertamente, una for-ma histórica de la subjetividad humana, pero, en cuanto –desde el enfoque señalado– todo lo psicológico deriva de una determinada formación discursiva, tal forma no puede ser el punto de partida. Éste debe ser hallado en-tonces en los conceptos centrales de una comprensión de la estructura del mundo. Schmitt busca así mostrar que en el romanticismo alemán tiene lugar una reapro-piación de los conceptos del ocasionalismo, o sea, de una metafísica poscartesiana de origen francés, luego de la subjetivación del concepto de Dios ocurrido en el idealismo fichteano. En palabras del autor: “El roman-ticismo es ocasionalismo subjetivado, porque a él le es esencial una relación ocasional con el mundo, pero, en lugar de Dios, el sujeto romántico toma el puesto cen-tral y hace del mundo, y de todo lo que en él sucede, una mera ocasión” (Schmitt 1998, 19).

Schmitt concibe la modernidad como el intento repe-tido de sustituir el carácter absoluto y autoevidente de Dios, junto a la certeza ontológica que se derivaba de él, por otros factores. La humanidad, la historia, el pueblo o el sujeto son así varios de los candidatos a ocupar su puesto. La historia moderna, como historia de la secula-rización, no es otra cosa que un conjunto de intentos de distintos principios finitos de asumir la función de Dios (Schmitt 1998, 18). Que sea el sujeto quien la ocupe es un proceso iniciado con Descartes pero realmente consumado cuando aquél es identificado con el con-cepto spinoziano de substancia, esto es, con la filosofía de Fichte: “Ahora el mundo era explicado a partir del Yo, no como en Berkeley, como esse percipi, sino como acto creador del Yo” (Schmitt 1998, 100). En este punto Schmitt sigue evidentemente la interpretación hegelia-na del romanticismo (Hegel 1986, 96-99) pero insertán-dola en una filosofía de la historia propia y ligándola a la idea de un resurgimiento del ocasionalismo, luego de la subjetivación del absoluto. De este modo, la filosofía de Malebranche, A. Geulincx y G. de Cordemoy –para la cual Dios aún estaba en el centro (Schmitt 1998, 169) y según la cual el mundo no es ontológicamente autosuficiente ni nada acabado, en cuanto la creación es un proceso continuo– es retraducida al lenguaje de la subjetividad. Si bien hay efectivamente pruebas del interés de los románticos por el ocasionalismo (Schmitt 1998, 98), Schmitt no pretende demostrar que ellos se apropiaron deliberadamente de él para producir una fi-losofía propia, sino que busca mostrar más bien que en él reaparecen ciertas estructuras del ocasionalismo his-

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tórico: A. La idea de un principio último continuamen-te productivo. B. La idea del mundo como “ocasión” u “oportunidad” para la actividad de ese principio, y C. La idea de la síntesis de los opuestos como su modo de acción. A continuación veremos cómo esos tres elemen-tos son traducidos en términos subjetivistas y, a la par, asociados a conceptos estéticos.

el ocasionalismo subjetivado

A. El ocasionalismo parte de la idea cristiana del Dios creador, y hace de él lo único absoluto, pero no delimita en el tiempo su actividad creadora: Dios es eternamen-te productivo. Cuando, en el proceso de secularización, esa propiedad es trasferida al sujeto, convertido ahora en absoluto, éste es entonces definido por su capacidad creadora. Fichte lleva adelante este giro, en cuanto, en su fundamentación de la ontología a partir de la filosofía práctica, el sujeto es libertad, libertad como facultad de iniciar, y en cuanto –como Hegel mostró en su texto so-bre la diferencia de los sistemas de Fichte y Schelling– el sujeto (empírico) ha de superarse continuamente a sí mismo, dado que el Yo trascendental es una idea, nunca expresada del todo, a la cual él debe aproximarse. En el romanticismo, en el cual los conceptos estéticos, y no los moral-prácticos, son los hegemónicos, tal pro-ductividad esencial del sujeto es localizada en la figura del genio: “el sujeto genial que crea una obra de arte es identificado con Dios, que crea el mundo” (Schmitt 1998, 108). Schmitt sigue aquí a Hegel, quien en sus lecciones sobre estética había afirmado acerca de los ro-mánticos: “Y la virtuosidad de una vida irónica-artística se comprende ahora como una genialidad divina, para la cual todo y cualquier cosa es una criatura no esen-cial, a la cual no se liga el creador libre, el cual se sabe desprendido de todo y libre de todo, en cuanto él puede crear o destruir eso mismo” (Hegel 1986, 95). El genio es el tipo ideal de un modo de existencia en el cual la creatividad es lo esencial y en el cual, por tanto, la única forma de autorrealización es el despliegue continuo de un ilimitado e ilimitable poder creador: “Un romántico tiene que considerar como una necesidad vital, que ha de ser postulada como conforme a su ser, entregarse al impulso grandioso de su fantasía” (Schmitt 1998, 110). Sólo el genio cumple plenamente esa expectativa. Su-perando siempre su propia actividad objetivada, y, en consecuencia, siempre libre de ella, él es el mismo Dios ocasionalista pero esta vez encarnado en un sujeto fini-to. Schmitt no se detiene en el vínculo entre naturaleza y genialidad, que aparece en Kant y Schelling, pues le interesa destacar más bien la ausencia de reglas, y la ca-

pacidad de crearlas y recrearlas, que ya con Kant (Kant 1991, 283-286) es propia de la productividad del genio. Él es el Yo que crea desde sí mismo, y sin ningún mo-delo, el mundo.

En este marco, en el cual la posibilidad llega a ser la más fundamental de las categorías (Schmitt 1998, 77), la identidad del sujeto –entendida como aquellos atri-butos que él conserva a pesar de la diferencia de tiempo y lugar, y que hacen de él un mismo ser– siempre está abierta. Él no es en realidad ninguna de las determina-ciones que pueda darse a sí mismo, pues todas son, a su juicio, expresiones temporales y parciales de su infinito poder creador, como lo muestra, según Hegel, la ironía romántica (Hegel 1986, 95). Lo único verdaderamente continuo en él es su esencial indeterminación. Al res-pecto, afirma Schmitt:

La contradicción de la limitabilidad racional y la irra-cional abundancia de posibilidades es superada en cuanto, frente a la realidad efectiva limitada, es puesta en juego una realidad efectiva, igualmente real pero ilimitada; frente al Estado racionalista-mecánico, el pueblo infantil; frente al hombre limitado por su profesión y sus producciones, el niño que juega con todas las posibilidades (Schmitt 1998, 80).

Bajo este presupuesto, “la realidad efectiva limitada es vacía, una posibilidad realizada, una decisión tomada, desencantada, desilusionada; ella tiene la estúpida me-lancolía que tiene un billete de lotería luego del sorteo, ella es ‘un calendario cuyo año expiró’” (Schmitt 1998, 80). Tal como en la alegoría romántica de las tres trans-formaciones del espíritu en el Zaratustra de Nietzsche, el sujeto es identificado con la figura del “niño”, cuya plenitud y perfección radican, justamente, en su inde-terminación, en su carácter inacabado, susceptible de adoptar todas las formas.

B. En el ocasionalismo histórico el mundo y todo lo que sucede en él son una “ocasión” para que Dios exprese su “efectividad” (Wirksamkeit) (Schmitt 1998, 95). Así su-cede, por ejemplo, en la filosofía de Malebranche. No sólo nada de lo creado subsiste por sí mismo, y por eso, debido a su dépendance essentielle del l`être infini, no puede garantizar su propia subsistencia (Reiter 1972, 178), sino que, debido a la naturaleza de Dios, lo crea-do siempre está disponible para una nueva puesta en acción de la actividad divina. En la transposición de este principio al ámbito de la subjetividad esto equivale a la supresión de toda substancialidad de los objetos: “Considerado correctamente, no se puede hablar más

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de objeto o cosa, porque el objeto llega a ser una mera ‘ocasión’, un ‘comienzo’, ‘punto elástico’, ‘incitación’ o como sea que suenen las transcripciones del término occasio en los románticos” (Schmitt 1998, 93). Un do-minio de lo objetivo independiente del sujeto y dotado de una “legalidad” propia es excluido (Schmitt 1998, 103). Esto ya ocurría en el pensamiento de Fichte, en el cual esa posibilidad era descalificada como “dogmatis-mo”; allí, lo “objetivo” no es más que la temporal autoli-mitación de la actividad del Yo o el Yo mismo en cuanto temporalmente fijado a una determinación. En el giro estetizante que les dan los románticos a las tesis de Fi-chte, la realidad “objetiva” no es por eso sino el punto de partida para la puesta en acción de la imaginación pro-ductiva. Schmitt cita en este sentido el fragmento 65 de los Blütenstaubfragmenten de Novalis: “Todos los azares de nuestra vida son materiales a partir de los cuales po-demos hacer todo lo que queramos. Todo es el primer miembro de una serie eterna, el comienzo de una novela infinita” (Schmitt 1998, 92). Lo dado es así un material disponible para una infinita voluntad de forma. No hay en realidad objetos, en cuanto entidades autosuficien-tes y limitantes, sino ocasiones desencadenantes de una descarga de creatividad: “El objeto es insubstancial, no esencial, carente de función, un punto concreto alrede-dor del cual se agita el juego romántico de la fantasía” (Schmitt 1998, 93).

En cuanto la productividad del Yo se cristaliza en la producción artística, tal comprensión de la realidad se hace plausible, pues es en el ámbito de la ficción o de la apariencia estética donde lo real se muestra como eter-namente transfigurable:

Así, se da también en los románticos una transfigu-ración del mundo, pero una distinta a la que Fichte había postulado. Era la transfiguración en el juego y en la fantasía, la ‘poetización’, es decir, la utilización de lo dado concretamente, incluso de toda percep-ción sensible, como ‘ocasión’ de una fábula, de una poesía, de un objeto de sensaciones estéticas, o, por-que esto corresponde en grado sumo a la etimología del nombre ‘romanticismo’, de una novela [Roman; C. R.] (Schmitt 1998, 92).

Sólo de este modo, abstrayéndose de la realidad regida por leyes causales, el Yo podía alcanzar su plena sobe-ranía: “En la obra de arte es superada la realidad habi-tual de las conexiones causales. El artista puede activar su fuerza creadora sin intervenir en el mecanismo de la causalidad” (Schmitt 1998, 110). Lo que Schmitt de-nomina la “puntualización de la realidad” –el hecho de

que lo real sea visto como un punto a partir del cual es posible trazar cualquier tipo de figura, de modo que el mundo sea un proceso siempre inacabado y siempre susceptible de ser reconfigurado– precisa, por tanto, del espacio de la ficción para ser llevado a cabo. La intención de tener a disposición el universo se efectúa así sólo en el ámbito de la apariencia estética: “La vo-luntad de realidad termina en la voluntad de apariencia” (Schmitt 1998, 88).

C. En el ocasionalismo Dios cumple una función fun-damental en el marco de problemas de la filosofía pos-cartesiana: lograr la mediación de lo mental y lo corporal. El dualismo cartesiano entre la substancia extensa y la pensante llevó a pensar cómo era posible su articula-ción. Leibniz plantea entonces la armonía preestablecida; Spinoza, la substancia única, y Malebranche, en con-junto con los demás ocasionalistas, sugiere que Dios interviene en cada ocasión para armonizar ambas series. De este modo, no se trata en este último caso de una dependencia de lo mental respecto a lo corporal, ni de una dependencia de lo corporal respecto a lo mental, ni de su sincrónica autonomía ni de su reducción a pre-dicados de un único sujeto. Se trata, más bien, de la acción puntual de Dios como mediador. La unidad on-tológica se salva así por la vía de un “tercero superior”, que comprende tanto lo mental como lo corporal y lo-gra, de ocasión en ocasión, armonizar los opuestos. El romanticismo reproduce esta estructura. Inicialmente, en cuanto el sujeto, transfigurando lo objetivo en el con-tenido de una representación, cree incluir también en sí mismo lo no-subjetivo pero, una vez que el sentimiento de plena soberanía se va debilitando, lo hace por me-dio de la “identificación” del sujeto con algún principio capaz de cumplir la función de armonización (Schmitt 1998, 76). Schmitt distingue así el romanticismo tem-prano del tardío, en el cual, ante la impotencia fáctica del sujeto empírico para sintetizar los opuestos, éste busca asimilarse a una realidad “auténtica” o “genuina” que sí cumpla este propósito.

El romanticismo extiende este procedimiento más allá de la oposición entre lo mental y lo corporal, haciendo de él un modo general de enfrentar toda oposición fácti-ca. En cuanto la realidad efectiva (Wirklichkeit) es con-tradictoria, se postula una realidad (Realität) paralela que unifique y fundamente los opuestos. En principio, parecería tratarse de una suerte de emanación neoplató-nica, pero aquí esta última no es lo primario:

El punto de partida es la contradictoriedad de lo concretamente presente y real, la cual debe ser supe-

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rada y cuya superación procede de tal manera que un tercero superior (ya la Idea, ya el Estado, finalmente Dios) toma los opuestos como ocasión de su fuerza superior. En esto deben considerarse dos niveles: inicialmente, el movimiento intelectual parte siem-pre de la contradictoriedad concreta y pasa a un otro concreto (el tercero superior); luego, las cosas con-cretas agrupadas contradictoriamente son siempre, para la fuerza superior mediadora –la cual se expresa con ocasión de la oposición–, sólo portadoras de una mediación (Schmitt 1998, 96).

La realidad auténtica es aquella que, trascendiendo la realidad efectiva, estando siempre más allá de los conflictos de hecho, tiene la fuerza para hacer de la oposición una ocasión en la cual demostrar su fuerza unificadora. El sujeto, convertido en substancia absoluta, mediando en-tre lo ideal y lo real de la representación, fue inicialmente esa realidad. Cuando “la embriaguez de ser el creador del mundo” (Schmitt 1998, 100) quedó atrás, el sujeto, sin abdicar por completo de su deseo inicial, apeló a realidades como el Estado, la humanidad o la iglesia, en las cuales las oposiciones normativas que se daban en la historia podían ser superadas. Si bien no es claro, dice Schmitt, si el sujeto romántico sólo recurría a ellas como medios para intensificar su sentimiento de sobe-ranía o si realmente se entregaba a ellas (Schmitt 1998, 75), esa incertidumbre no alteraba verdaderamente ni el punto de partida ni el efecto final de la operación. En ambos casos, la realidad efectiva no podía ser superada pero, por medio de su identificación con el “tercero su-perior”, a modo de un “demiurgo” (Schmitt 1998, 80), el sujeto se sentía partícipe –y enviado directo– de una fuerza superior capaz de llevar a cabo una reconcilia-ción total. En cualquier caso, directa o indirectamente, él lograba escapar de toda conflictividad y tener, aparen-temente, todo bajo su control.

A partir de lo anterior, resulta entonces posible deter-minar cuáles son, según Schmitt, las propiedades del sujeto romántico. Ya haciendo abstracción de las raíces ocasionalistas de su estructura y considerándolo sólo en términos psicológicos, son tres sus características esen-ciales: en primer lugar, él sólo sabe de sí en el acto de crear. Si en Fichte el Yo no es nada fuera del acto de ponerse a sí mismo, de representarse –por lo cual es sólo en el querer, como una actividad incondicionada, que él, como individuo, se identifica a sí mismo (Fichte, 1962, I3:322)–, en los románticos se prosigue con tal desubstancialización del sujeto, en cuanto éste no es una cosa sino una actividad (Janke 1970), pero ya no es por medio de la voluntad sino de la puesta en obra

de la imaginación productiva que él sabe de sí mismo. De esta forma, se prosigue con el accionismo metafísico fichteano, pero se traslada la productividad del sujeto de la facultad de producir los objetos de sus representacio-nes (en cuanto fines), esto es, de la voluntad, a la facultad de inventar combinaciones ingeniosas de representa-ciones, con abstracción de la presencia inmediata del objeto o los objetos inicialmente representados, o sea, a la imaginación productiva. En los románticos, a diferen-cia de Fichte, es el artista genial y no el rigorista moral quien representa la forma más pura de la subjetividad. No obstante, en ambos casos el sujeto (empírico) nun-ca está plenamente dado para sí mismo, pues mientras permanezca arrojado en una determinada constelación espacio-temporal o limitado por cualquier otra deter-minación, incluidas la moral y sus propias obras, él no es propiamente él. Al sujeto le es constitutiva una falta de plenitud interior, un no-estar-plenamente-presente-para-sí-mismo, pues toda forma de realidad efectiva es para él la negación de su esencial creatividad. Él sólo se afirma a sí mismo en el acto efímero de reconstituir poéticamente la experiencia, y no en ninguna de sus configuraciones. Únicamente en la puntualidad –caren-te de fines– del acto creador tiene lugar la experiencia de la mismidad.

En segundo lugar, el sujeto tiene una relación con la realidad efectiva, en la cual esta última no sólo es siem-pre una realidad-para-el-sujeto, y nada en sí mismo, sino que, en conexión con lo anterior, es sólo una impresión o una vivencia a partir de la cual se desencadenará una expresión. La productividad del sujeto es, así, una trans-figuración de sus afectos o sensaciones a través de la imaginación. La “gimnasia de la creación artística” con-siste, así, en una “paráfrasis de las vivencias” (Schmitt 1998, 164). “El romántico sólo quiere vivenciar y pa-rafrasear expresivamente sus vivencias” (Schmitt 1998, 107); para ello, para transfigurar las ocasiones de expre-sarse que constituyen su concepto de realidad, cuenta con todo un repertorio de “afectos acompañantes” –el placer y el displacer, la alegría y el dolor, el apoyo y el rechazo– y recursos literarios –la acción se convierte en un ejercicio de estilo–. Desde la ontología implícita de Schmitt –en la cual sí hay una realidad “dura”, externa al sujeto o, al menos, captada por él como algo dotado de necesidad–, la actividad del sujeto no entra, por eso, nunca en relación con las cosas, pues se limita a ela-borar y reconfigurar sus propios estados anímicos: “El estado de ánimo del sujeto era el centro de este tipo de productividad. Él permanece terminus ad quo y terminus ad quem” (Schmitt 1998, 105). Su productividad, por tanto, no es otra cosa que “autocontemplación” (Sch-

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mitt 1998, 95). La actividad del sujeto fichteano, el cual sí intervenía en la realidad objetiva (Schmitt 1998, 91), reaparece aquí como puramente reflexiva, puramente inmanente: “El Yo absoluto de Fichte, vuelto hacia lo sentimental-esteticista, da lugar a un mundo transfor-mado, no por la actividad, sino por el estado de ánimo y la fantasía” (Schmitt 1998, 93). De esta manera, el su-jeto romántico no está volcado sobre la realidad efectiva sino exclusivamente sobre sí mismo, constituyéndose como tal en el proceso infinito de elaborar, interpretar y transformar sus propios estados interiores, y usando la realidad efectiva sólo como excusa u ocasión para llevar a cabo ese proceso.

En tercer lugar, el sujeto aparece aquí esencialmente dividido entre representaciones opuestas pero, a la vez, capaz de tolerar su existencia simultánea, en cuanto él concibe su propia actividad como creación de armonía, esto es, como unidad de lo múltiple o articulación en un todo de elementos inicialmente separados o antagó-nicos. Schmitt no busca destacar con ello la capacidad sintética de su actividad intelectual, la cual no es, por supuesto, una particularidad del romanticismo, sino el hecho de que, por una parte, el sujeto esté internamen-te escindido, y, por otra, sólo pueda superar la escisión mediante la apelación a una realidad trascendente o a la forma artística. Los opuestos que él pretende supe-rar son sus propios afectos –“lo opuesto, antinómico, dialéctico, son afectos contradictorios” (Schmitt 1998, 113)–, y la mediación de ambos sólo es una ficción –la apariencia estética o alguna idea que subsume especu-lativamente principios contrarios– mediante la cual él se libra de enfrentar su finitud. Ya sea que el principio del “tercero superior” opere a través del sujeto mismo –dotado de “sentimientos panenteístas” (Schmitt 1998, 106)– o de un principio suprasubjetivo con el cual él se identifique, lo propio de la actitud espiritual del sujeto romántico es la búsqueda de reconciliación, de armonía, mediante el uso de totalidades ficticias: el Estado orgá-nico, la iglesia, la idea de un diálogo universal. Propio de su psicología es invertir la relación habitual entre lo real y lo ideal, en donde lo último depende de lo primero, de modo que los conflictos reales aparezcan como momentos y formas de expresión de un principio o forma ideal. El sujeto romántico, recurriendo a esta estrategia platónica, depende así de la proyección de totalidades que le permi-tan mantener su indecisión y escapar de la facticidad. Su deseo de completud y orden es, de este modo, el comple-mento de su inestabilidad anímica y su afán de evasión.

Ahora bien, dado que Schmitt comprende el romanti-cismo como una metafísica, tales propiedades del sujeto

no son nada exclusivas de los miembros del movimien-to cultural llamado “romanticismo” o de la teoría de la subjetividad que ellos construyeron o experimentaron. Se trata, más bien, de que, a partir de este movimien-to, se dio una “expansión de lo estético” (Schmitt 1998, 16), gracias a la cual conceptos reservados al mundo del arte –como “genio”, “expresión” o “armonía”– se convirtieron en principios absolutos, considerados evi-dentes e indudables, en todas las formas de la actividad humana. De ese modo, el conocimiento, lo ético y lo político también empezaron a ser pensados desde estas categorías. El tránsito hacia esta colonización de todas las esferas por parte de lo estético tiene lugar en cuanto el arte se establece como el núcleo del discurso hegemónico, y, en esa medida, como nota tónica, reordena todas las re-des conceptuales y todas las prácticas ligadas a ellas. Que el sujeto se comprenda, entonces, como un ser creador, expresivo, armonizador, no es nada originario, sino el efec-to sobre la autocomprensión, en cuanto forma del ser del hombre, de esa apertura histórica de sentido cuya forma paradigmática es el romanticismo. El sujeto, como el ser para sí de esa apertura, sólo es el subproducto de la nue-va formación discursiva: la “metafísica” romántica, en el lenguaje de Schmitt. El romanticismo descrito y criticado por Schmitt es, así, la manifestación anticipada y en esta-do puro de un modo general de autocomprensión de los hombres de las sociedades modernas. El pensamiento de Novalis, F. Schlegel o A. Müller resulta significativo en este contexto, en cuanto síntoma y en cuanto es-fuerzo de conceptualización de una tendencia histórica global: la total estetización del quehacer humano, esto es, la transformación del lenguaje del arte en discurso hegemónico. Por eso, en una anotación hecha 28 años después de PR, afirma Schmitt: “Todos son genios. El concepto de genio, la gran desgracia” (Schmitt 1991, 57). Lo que comenzó como un movimiento de vanguar-dia, a manos de una élite cultural, se estaba revelando, efectivamente, como el modo de existencia cotidiano de las masas de las sociedades occidentales.

el concepto de lo político

La absolutización del arte, cuya expresión emblemática es el romanticismo, altera todas las formas de “producti-vidad espiritual”. No sólo el arte mismo se transfigura a causa del nuevo discurso –provocando tanto la desapa-rición de la perdurabilidad de la obra como la pérdida de su carácter público y representativo (Schmitt 1998, 16)–, pues lo mismo acontece con el quehacer cientí-fico y la actividad ética y política. Schmitt se interesa, ante todo, en el destino de esta última. En este punto

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es importante mencionar que en todo RP se presupone un concepto esencialista de lo político, a partir del cual es evaluado el impacto del proceso global de estetiza-ción. No es este el lugar para rastrear con detenimiento sus fuentes, y juzgar además la validez de la pretensión de captar lo político en su esencia, pero sí puede decirse que Schmitt lo construye a partir de una peculiar mezcla de elementos neokantianos-weberianos, con una antropo-logía y una filosofía de la historia de raíces cristianas. Schmitt conoce bien la obra de Max Weber, incluso asiste a sus lecciones de 1918-1919 en Múnich (Ulmen 1991, 10), y, como jurista, desarrolla sus primeros tra-bajos –“Ley y juicio”, en 1912, y “El valor del Estado y el significado del individuo”, en 1914– bajo presupues-tos de la filosofía del derecho neokantiana. Asimismo, por lo que respecta a la filiación cristiana de su pensa-miento político, Schmitt se halla cercano al Deutsche Zentrumspartei, una agrupación católica (Dahlheimer 1998, 419), parece estar bajo el influjo ideológico, in-cluso en sus consideraciones sobre el romanticismo, de revistas católicas como Hochland (Dahlheimer 1998, 63), y, en un interesante texto de la época, “Catolicismo romano y forma política”, publicado en 1912, hace de la Iglesia el paradigma de toda organización política, como bien lo vio Hugo Ball (Ball 1924, 261-286). Sobre estas bases, fusionando el dualismo neokantiano entre lo em-pírico y lo normativo, el modelo del político presentado por Weber en “La política como vocación”, de 1919, y una comprensión del cristianismo como fe de las deci-siones últimas y de la contención del mal en la historia, Schmitt crea en este período de su obra su concepto de lo político. Si bien en RP no se halla ningún apartado dedicado exclusivamente a él, sí es posible rastrearlo a lo largo del texto como un todo coherente. En lo que sigue se expondrán sus rasgos centrales, sólo con el fin de hacer evidentes los efectos de la expansión de lo es-tético sobre la actividad política.

En el epílogo de RP se encuentran tres nociones de la actividad política: la primera es la “técnica de la con-quista, afirmación y expansión del poder político”; la segunda es “la decisión moral y jurídica” (Schmitt 1998, 64), y la tercera, no mencionada aún bajo la denomina-ción que será luego regular en la obra de Schmitt, es la del “orden concreto”. Mientras que la primera es una suerte de maquiavelismo, que alcanza su máxima expre-sión en el concepto de “Razón de Estado”, y la tercera es una actividad dentro de una especie de eticidad he-geliana –en la cual los individuos operan en el marco de instituciones suprapersonales, cuyos principios norma-tivos han sido interiorizados–, la segunda –la cual será la única presente en todo el texto y será también el punto

de contraste del romanticismo– consiste en la produc-ción de un estado de cosas conforme a un principio normativo considerado absoluto, confrontado con otros principios análogos. El concepto puede desglosarse de modo que resulten los siguientes tres componentes: A. Normativismo. B. Objetivación. C. Oposición.

A. Como ya se dijo, Schmitt parte del dualismo (neo)kantiano entre el ámbito suprasensible del deber y el ámbito de lo empírico, dualismo reproducido por Weber con su distinción entre el ámbito de los valores y el de la realidad causal, carente por sí misma de sentido (Ki-ppenberg 2001, 32-50). La acción política, como cierre parcial de esa brecha, supone esa distinción: “El pro-blema de la decisión tiene un dualismo por base: el del derecho y la realidad, la norma y el caso concreto” (Ar-min 1992, 28). Inicialmente, en “Ley y juicio”, Schmitt aborda este proceso en la actividad del juez, quien tiene la tarea de realizar el derecho, pero luego lo traslada a la esfera de lo político: si “nada tiene un valor por estar ahí sino porque corresponde a una norma” (Schmitt 1914, 98) –tal como Schmitt afirma en “El valor del Estado…” y en otros textos de la época, como su carta a Julius Bab del 13 de septiembre de 1914 (Quaritsch 1988, 83)–, la tarea del político es valorizar y, a la par con ello, ra-cionalizar la realidad efectiva, la cual, de lo contrario –y como bien lo observaron en su momento comentadores de sus primeros trabajos jurídicos–, es vista con despre-cio como la esfera del sinsentido (Köhler 1915, 452). Al modo de la entrega a la causa (Sache) del político we-beriano –pero bajo el supuesto de una “fundamentación premoderna de las normas éticas” (Bohrer 1989, 308), en cuanto ellas no son contenidos de conciencia sino realidades substantivas, suprapersonales, lo único que merece en realidad el predicado “ser” (Schmitt 1914, 87)–, Schmitt toma como punto de partida de la acción política una “última instancia” (Schmitt 1998, 150), un “último punto de legitimación” (Schmitt 1998, 120), al cual el sujeto se debe por completo. Tomar una decisión significa “a partir de una libre resolución, mantener fija una idea política significativa” (Schmitt 1998, 62), de modo que surja una “coacción moral o espiritual” (Sch-mitt 1998, 92), esto es, la obediencia de la norma elegida. En políticos como Robespierre o en delincuentes políticos como Karl Ludwig Sand, Schmitt elogia la acción que tie-ne “por premisa un dogma” (Schmitt 1998, 6). Sólo ella, a modo de entrega apasionada a una norma capaz de hacer significativa la realidad, puede catalogarse como decisión.

B. Los jacobinos, dice Schmitt, “buscan configurar el mundo según el axioma de su geometría política” (Sch-mitt 1998, 32). Para ellos no se trata de tener ideas sino

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de hacerlas efectivas, de realizarlas. Ninguna verdadera actividad política puede renunciar a “la intervención en el mecanismo de las conexiones causales de la realidad exterior” (Schmitt 1998, 91), esto es, al “mecanismo de causa y efecto” (Schmitt 1998, 107). La genuina ac-tividad política supone siempre que la relación con la realidad efectiva no es contemplativa, pues, desde su perspectiva, se trata de configurarla según una idea; por eso, incluso, el tradicionalismo tiene “fuerza revolucio-naria” (Schmitt 1998, 119). De esa manera, el mundo empírico adquiere forma, sentido y definición, y las normas, por su parte, logran objetivarse. Con esto, adi-cionalmente, se supera la escisión entre lo interno y lo externo, pues el estado de cosas alcanzado tras la objeti-vación visibiliza lo que hasta entonces estaba confinado en la interioridad de un sujeto.

C. Partiendo de una tesis antiuniversalista (Kaufmann 1988), Schmitt da por sentado que toda “valoración normativa” implica la oposición a las normas no elegi-das. No hay decisión sin oposición. Paralelamente, a la conciencia de lo bueno surge la conciencia del mal: “La principal fuente de vitalidad política es la creencia en lo justo y la indignación ante lo injusto” (Schmitt 1998, 130). En la misma medida en que una idea se vuelve un valor, otra se vuelve un desvalor, objeto de “odio po-lítico” (Schmitt 1998, 131). Burke ve de ese modo la revolución como una indignante violación del derecho (Schmitt 1998); Karl Ludwig Sand, en Kotzebue, “el símbolo de la bajeza y la infamia” (Schmitt 1998, 152). La acción política lleva así a un “o bien… o bien…”, en el cual toda mediación está excluida. Los “juicios valo-rativos morales” (Schmitt 1998, 138) no son sólo dife-rentes sino esencialmente inconciliables.

El concepto de la acción política desarrollado en RP no deja de ser altamente cuestionable. Y no sólo para nues-tra sensibilidad. Ya el romanista E. R. Curtius, en el in-tercambio epistolar que mantuvo con Schmitt, le critica con suma agudeza la “estrechez espiritual” y la intole-rancia implicadas en su noción del político genuino, su reducción de la acción a la transformación del mundo empírico –como si se tratara más de algo poiético que práxico– y su separación de acción y lenguaje (Nagel 1981, 7-8). No obstante, la postura de Schmitt resulta interesante en cuanto hace patente, por contraste, las particularidades del sujeto romántico y el giro que re-presentó su constitución. El sujeto de la acción política es alguien que articula su representación de sí mismo en torno a la adhesión afectivo-volitiva a una norma o valor y, de este modo, se inmuniza frente el cambio con-tinuo de impresiones y emociones. En la medida en que

participe en la validez supraindividual y supratemporal de una norma, la vida de este sujeto se convierte en un “reflejo” de su estabilidad (Schmitt 1998, 112). El “in-mediato pathos moral” (Schmitt 1998, 125) viene a ser así el “punto de equilibrio” (Schmitt 1998, 120) de la interioridad del auténtico agente político.

Antes de la redacción de RP, hacia 1917-1918, esto es, en las anotaciones de su diario entre 1912 y 1915, Schmitt vuelve una y otra vez sobre esta idea. Lamen-tándose de cómo él mismo es impresionable y voluble (Schmitt 2003) y de cómo, en esa medida, está siempre disperso, entregado a la multiplicidad de las vivencias, se pregunta por la forma a través de la cual es posible hallar en sí mismo la unidad, adquirir un carácter o una “esencia interior” (Schmitt 2003, 312). En una anota-ción de noviembre de 1912 dice: “Atención es devenir-uno, condensación, devenir-tenso. Concentración, esto es, elección, valoración” (Schmitt 2003, 35). El 2 de di-ciembre de 1914 afirma: “Yo busco por doquier el siste-ma y la unidad. Sobre todo en el carácter de un hombre. Todo lo que se hace tiene que ser atribuible a una única fórmula” (Schmitt 2003, 264). El camino hacia la subje-tividad pasa así por una deliberada autolimitación. Ella es el producto de una autoelección, en la cual alguien se decide a adoptar una determinada perspectiva moral. La subjetividad no es un estado “natural” sino una continua acción interior: “La conciencia [Bewusstsein; C. R.] es acto y lucha” (Schmitt 2003, 58). “Si yo actúo” –dice Schmitt–, “yo soy, y sólo mientras actúo” (Schmitt 2003, 50). Esa acción supone la entrega a una causa supraper-sonal, pues el carácter o la personalidad no es más que la interiorización de una ley moral o de un fin: “A través de las leyes la personalidad llega a ser lo que ella es” (Schmitt 2003, 63). La conciencia (Gewissen) sólo es “el devenir-consciente de una ley, una consecuencia” (Sch-mitt 2003, 58). La “objetividad”, para la cual el román-tico no es apto (Schmitt 2003, 298), exige desprenderse de sí mismo, entregarse con entusiasmo a una tarea o una causa (Schmitt 2003, 45): “Todo hombre que tie-ne algo importante que decir se siente mediador” (Sch-mitt 2003, 243). Sólo sobre esa base el hombre puede elevarse sobre el flujo de las vivencias –“La unidad del hombre es acto, concentración, intensidad, confluencia violentada” (Schmitt 2003, 36)– y comenzar a apropiar-se autónomamente del mundo: “ver es un apropiarse constante, al que le son inherentes fortaleza y lucha, como toda nuestra vida es apropiar y luchar” (Schmitt 2003, 36). Una apropiación que coincide con la tarea de la cultura: “cultura es configuración, donación de forma, introducción de fines” (Schmitt 2003, 60). Ahí aparece “el pensamiento del mundo como acto”, con el cual “se

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liquidan las objeciones románticas” (Schmitt 2003, 57). El sujeto de la acción política, tal como se presenta en estos pasajes de los diarios de Schmitt, es alguien que se constituye a sí mismo a través de una decisión moral radical, elevándose de esta forma sobre la sucesión en el tiempo de las vivencias y disponiéndose de ese modo para una autónoma intervención sobre el mundo empí-rico. En cuanto Schmitt, en oposición al pensamiento especulativo del idealismo, no cree que esa formación de una convicción moral pueda coincidir con una expe-riencia de completud y una visión de la totalidad –“El hombre que llega a ser activo hace abstracción de mi-llones de cosas importantes e interesantes, él es injusto porque no puede (darf) hacerle justicia a la particula-ridad de cada cosa o instante” (Quaritsch 1988, 93)–, en esa misma operación parece gestarse un escenario de oposición con otras posturas que pretenden poseer también un carácter absoluto. El reconocimiento de la finitud del pensar y de las experiencias morales aparece así como el preludio de la enemistad política. En suma, puede decirse que el concepto de acción política de Schmitt va de la mano con una teoría implícita de la subjetividad: no se trata, en ningún caso, de la acción como acontecimiento aislado sino de ella como cons-titución del modo de ser del agente. Las raíces de esa teoría están en Fichte, tal como aparece en sus diarios (Schmitt 2003, 56), para quien el sujeto es su acción y para quien la dispersión anímica sólo puede ser supera-da por la proyección voluntaria de un ideal moral. Sch-mitt critica de ese modo el romanticismo, sobre la base del moralismo y el activismo fichteano, pero ligándolo a un realismo moral, a un mundo de valores objetivos, y privándolo de la universalidad de la ley moral, esto es, trasladándolo al horizonte weberiano del politeísmo de los valores.

la estetización de la política

Schmitt sostiene “la total imposibilidad de hacer con-ciliable lo romántico con cualquier criterio moral, ju-rídico o político” (Schmitt 1998, 129), pero, dado que lo romántico, como metafísica, se extiende a todas las formas de actividad, la cuadratura del círculo resulta posible y surge una criatura curiosa: el romanticismo político. “Romanticismo político” es la denominación schmittiana para caracterizar la global estetización de la acción política –que ya Max Weber había previsto y criticado (Weber 1992, 227 y 250)– y la constitución, a partir del posicionamiento de los conceptos estéticos como puntos nodales de una nueva formación discursi-va, de un tipo de subjetividad centrado en la creatividad,

las facultades expresivas y la ambivalencia emocional. Schmitt critica este proceso sobre la base de un concep-to de la acción política centrado en la realización (en el mundo empírico y contra otras valoraciones) de normas absolutas y del tipo de subjetividad correspondiente: de la personalidad como el producto de la elección y el cumplimiento continuo de un deber. La acción po-lítica se desfigura, a su juicio, cuando las tareas que le corresponden son asumidas por un sujeto constituido a partir de otro género de discurso. Esto se manifiesta, en conformidad con algunos conceptos desarrollados por la sociología contemporánea para describir las sociedades capitalistas avanzadas, en tres grupos de fenómenos: A. los relativos al ocaso del deber, B. los relativos al neo-narcisismo y la sociedad de la vivencia y C. los relativos a la indiferencia. Cada uno de ellos recoge, en clave sociológica, una de las tres dimensiones antes mencio-nadas del sujeto romántico.

A. En lo que Gilles Lipovetsky ha denominado las “so-ciedades posmoralistas”, la “religión del deber laico” que constituye el primer ciclo de la moral moderna (Lipo-vetsky 1992, 11-12), esto es, la moral centrada en obli-gaciones incondicionales, pierde su fuerza. Si ésta es la forma de toda moralidad, en ellas, como decía Schmitt, “cualquier relación con un juicio jurídico o moral sería un disparate, y cualquier norma, una tiranía antirromán-tica” (Schmitt 1998, 126). Los deberes fijos y absolutos, junto con las identidades estables ligadas ellos, apare-cen confrontados al deseo de autorrealización y expre-sión, al afán de experimentar consigo mismo y mantener una identidad flotante, indeterminada –lo que Lipovet-sky llama la “dessubstancialización del Yo” (Lipovetsky 2002, 56)–. La idea romántica del niño eterno, antes reservada al genio creador, se convierte en una actitud cotidiana. Los fines estables, las resoluciones irrevoca-bles, toda forma de autocoacción, son desplazados por la espontaneidad, la no-directividad, el placer de tener un repertorio ilimitado de posibilidades de elección y poder así reinventarse continuamente a sí mismo. Polí-ticamente, esto se traduce en el ocaso del espíritu revo-lucionario (de izquierdas o derechas), siempre ascético y rigorista, en cuyo lugar entran tanto una identificación parcial –siempre cambiante y siempre revocable, con principios normativos cambiantes– como una actitud humorística hacia lo político, a la vez no comprometida e interesada, siempre susceptible de verterse en formas ingeniosas (Lipovetsky 2002); asimismo, esto se traduce en la inflación del discurso de la autogestión y la demo-cracia directa, pues sólo allí el sujeto puede expresarse, personalizar su acción, dejar impresas su particulari-dad y su iniciativa. De ahí resulta lo que en RP aparece

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como “gobiernismo” (Schmitt 1998, 165), “movilización de todos los valores”, “ironía” (Schmitt 1998, 112) y, ha-bría que añadir, republicanismo light.

B. Lo que Gerhard Schulze ha denominado la “socie-dad de la vivencia” es aquella en la cual, de la mano de comunidades de experiencia y de una amplia oferta de posibilidades de experimentación consigo mismo (por medio del deporte, las artes, el sexo, la industria del en-tretenimiento, las terapias), los sujetos no actúan para producir un efecto en el mundo, sino para producir un efecto en sí mismos (Schulze 2000), esto es, aquella en la cual actúan intensamente pero sólo para saber de sí mismos en cuanto ejecutores de tal o cual actividad. En este tipo de sociedad, y en sincronía con una actitud que Lipovetsky denominaría neonarcisista (Lipovetsky 2002), se da una intensificación de la reflexión pero bajo una forma emocional: el sujeto se constituye en el acto de ponerse en un situación y, entonces, observar y redescribir sus estados anímicos (Schulze 2000). Desde el punto de vista schmittiano esto no es una verdadera acti-vidad: “Un hombre no llega a ser una personalidad activa en sentido moral en la medida que sienta intensivamente placer o displacer; tampoco si su estado lo induce a pará-frasis impresionantes” (Schmitt 1998, 107). No obstante, el movimiento anímico que va de la tenencia de impre-siones o vivencias a su retraducción en expresiones –en el cual el mundo sólo aparece como motivo desencade-nante del proceso– es la forma del accionismo romántico. Esa “acción” permanece en la “intimidad del sentimiento” (Schmitt 1998, 17) y deja al mundo incólume. Se limita a acompañar los sucesos con críticas, ironías o manifesta-ciones emotivas de contento o descontento (por ejemplo, al modo de blogs, marchas o mensajes en facebook). Polí-ticamente, esto se traduce en conservadurismo –sea cual sea la intensidad de la retórica–, en una transformación de la actividad política en una efímera experiencia emocional –vivida bajo la forma del carnaval, del duelo colectivo o de la simulación de guerra1 y destinada a que los participan-tes sepan de sí mismos como miembros de una multitud acalorada– y, finalmente, en una participación emotivo-ex-presiva en los eventos de significado colectivo, convertidos en una fuente inagotable de expresiones, más o menos elaboradas, de descontento o aprobación.

1 Desde esta perspectiva, la pregunta que mueve a muchos de los parti-cipantes en los disturbios paralelos a las reuniones del G-8 no es tanto “¿Qué es un orden global justo y cómo imponerlo?” sino “¿Qué se siente oponerse al ‘sistema’?”. Las preguntas político-morales quedan en un segundo plano cuando se trata de gozar la atmósfera de confrontación, autoescenificarse como militante y entrar en “acción” mientras se es-cuchan en el i-Pod los éxitos de Rage Against the Machine.

C. Un fenómeno de las sociedades tardomodernas es la “indiferencia” (Lipovetsky 2002). No, en este caso, en el sentido de apatía, sino de no-diferenciación. En ella, como sucede –a manera de síntoma– en el arte pop y, en general, con la “proliferación hacia el infinito de los sig-nos” (Baudrillard 1991, 20) propia del capitalismo tar-dío, todos los contenidos se nivelan. Lo alto y lo bajo, lo serio y lo jocoso, lo pasajero y lo duradero, lo propio y lo ajeno, quedan en la misma superficie. En este marco no hay espacio para los dilemas últimos que se le plantean al sujeto schmittiano: “En la oposición entre el bien y el mal, Dios y el diablo, es donde se establece una alter-nativa entre vida y muerte que desconoce la síntesis y el ‘tercero superior’” (Schmitt, en Orestes 2001, 55) Mien-tras que al hombre del compromiso político, al hombre de Schmitt y de Sartre después de la segunda posguerra, corresponde una disposición anímica que no conoce los puntos medios ni la coexistencia de estados de ánimo opuestos –“El coraje de un hombre valiente no es la unidad superior de depresión y exaltación” (Schmitt 1998, 167)–, en el mundo de la “indiferencia” son esenciales, en suma, la ambivalencia anímica, la falta de definición, la indecisión; una característica psico-lógica que, bajo la lógica del ‘tercero superior’, bien puede revertir en la defensa de valores universales y de puntos de vista suprapersonales. Esto aparece, en primer lugar, en fenómenos tan diversos como el eclecticismo ideológico, el relativismo, la defensa del multiculturalismo y la tolerancia; en segundo lugar, como adhesión a perspectivas universalistas como el ecologismo o la comunidad habermasiana de diálogo, el espacio comunicacional en el cual caben todos los participantes posibles; en tercer lugar, en la forma de la voluntad flotante de buena parte del electora-do, indeciso entre posiciones antagónicas en mayor o menor grado y siempre a la espera de una última señal para tomar un decisión.

En suma: la estetización del lenguaje y las prácticas polí-ticas representa, dentro del horizonte de la modernidad, un giro en la autocomprensión de los sujetos y en su accionar. Si en la fase moral-historicista de la moderni-dad, a la que sigue perteneciendo –a pesar de su antiu-topismo y su antiuniversalismo– la propuesta del propio Schmitt, la acción política consistía en la realización de ideales absolutizados –en medio de la interacción polé-mica con otros agentes dotados de las mismas preten-siones–, en su fase esteticista otras son las coordenadas. Atrás quedan Robespierre y Metternich, Franco y Le-nin, Laureano Gómez y Camilo Torres. La acción polí-tica se convierte ahora en la práctica, lejana –a pesar de la retórica– de todo espíritu revolucionario, de investir

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y desinvestir contenidos normativos cambiantes, en el distanciamiento irónico de todo lo institucional y todas las normas objetivadas, en la participación en institu-ciones locales, de pequeña escala, en la experimenta-ción consigo mismo, con ocasión de acontecimientos públicos, en una reacción emotiva o expresiva al flujo de los eventos –según las ocasiones que pongan a la mano los medios–, en la defensa del pluralismo, la tolerancia y el diálogo, en la generación frankensteiniana de hí-bridos ideológicos y, finalmente, en el diálogo interior que acompaña la siempre presente indecisión electoral. El sujeto que corresponde al discurso estético, del cual el romanticismo es una forma anticipada, unifica este conglomerado de fenómenos en cuanto está definido por el deseo siempre abierto de autorrealización y au-toexpresión, por la premeditada intensificación y sen-timentalización de la relación consigo mismo y por su ambivalencia emocional y normativa. Éste es el sujeto narcisista y ansioso de fusión con el todo, creativo pero no subversivo, conservador pero siempre requerido de flexibilidad e innovación (en beneficio de la economía y en detrimento del spleen), ocasionalmente entusiasta y parcialmente desencantado, apático y participativo, personalista y universalista, propio de las democracias contemporáneas y el capitalismo posfordista (Boltan-ski y Chiapello 2002). El movimiento neorromántico del 68,2 con sus consignas anticapitalistas y opuestas al carácter abstracto, lejano y planificado de la demo-cracia representativa, no hizo sino acelerar el proceso de consolidación de sus enemigos. A partir de allí, de esa mezcla de fiesta y revuelta, el descubrimiento de Schmitt emergió con plena fuerza en la historia:

2 Caracterizo al movimiento del 68 como neorromántico porque, según lo dicho, presupone una noción de subjetividad con un talante esteti-zante. Un indicador de esto son las raíces schillerianas-novalianas del concepto de “plástica social” de Beuys (pasando por alto, obviamente, la visión, bastante crítica, que tenían Novalis y los Schlegel de Schi-ller); pero, más allá de esta particular conexión histórico-conceptual, se trata de una afinidad espiritual más global y profunda. Desde el 68, por ejemplo, emergió con fuerza el tema de la identidad de género como un asunto político. Vale la pena preguntarse si esto hubiera sido posible sin una comprensión bastante plástica del sujeto, según la cual él puede reinventarse a sí mismo, y sin la transformación de la relación consigo mismo, del cuerpo y el deseo, en el punto de partida de reivin-dicaciones públicas. Asimismo, toda la crítica a la burocratización de la política y, en general, a todas las estructuras jerárquicas (incluidas las de la izquierda), propia del 68, en cuyo lugar deberían aparecer organizaciones más rizomáticas, una “revolución molecular” (Deleuze-Guattari), presupone un discurso en el cual el impulso creador está en el centro. Basta pensar al respecto en el diálogo de Daniel Cohn-Bendit con Sartre, en el cual el primero cataloga la organización y los programas políticos como algo “paralizante” y contrapuesto a la espon-taneidad del movimiento estudiantil. Tanto el tema de la politización de la identidad como el de la crítica a la burocratización de la política suponen así una autocomprensión de los sujetos muy próxima al ro-manticismo, tal como lo describe Schmitt. El grafiti “La imaginación al poder” podría haber sido escrito por Novalis.

Schlegel fue en realidad el ideólogo recóndito de la literatura de autoayuda y Novalis fue un precursor de los geniales creativos de Benetton©.

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por MAríA MerceDeS AnDrADe*Fecha de recepción: 16 de julio de 2009Fecha de aceptación: 21 de septiembre de 2009Fecha de modiFicación: 5 de octubre de 2009

* Ph.D. en Literatura Comparada, SUNY Stony Brook, Estados Unidos, M.A. en Filosofía, New School for Social Research, Estados Unidos; M.A. en Literaturas Hispánicas, SUNY Stony Brook, Estados Unidos. Este artículo hace parte del Proyecto FAPA “Lecturas de Walter Benjamin”, financiado por la Universidad de los Andes. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: Una personalidad “proteica y múltiple”: modernidad, colección e identidad en De sobremesa. La Habana elegante (www.habanaelegante.com) 46, 2009; Metáforas de una nación en crisis: una visión panorámica de la novelística del Nueve de Abril en la década del cincuenta. Revista Nuestra América: Revista de estudios sobre la cultura latinoamericana (en prensa); The Limits of the Modern Nation in El Gráfico. Revista Hispánica Moderna 60, No. 2: 143-157, 2007. Actualmente se desempeña como profesora asociada del Departamento de Hu-manidades y Literatura de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: [email protected].

Los peligros de la estética en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”

ResumenEn este artículo se discute el texto de Walter Benjamin “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, se analiza la crítica de Benjamin de una “estética desinteresada” y se exploran las dos alternativas que plantea el texto: la estetización de la política y la politización de la estética. Con el fin de ilustrar las advertencias de Benjamin acerca de los “peligros de la estética” se establece una comparación con el cuento de Franz Kafka En la colonia penitenciaria. Finalmente, el artículo subraya algunos puntos comunes de Benjamin con la tradición estética alemana.

PalabRas clave:Estética; política; Walter Benjamin; Franz Kafka; obra de arte; reproducción técnica.

The Dangers of Aesthetics in “The Work of Art in the Era of Its Technical Reproducibility”abstRactThis article engages with Walter Benjamin’s essay, “The Work of Art in the Era of Its Technical Reproducibility”. It analyzes Benjamin’s criticism of a “disinterested aesthetic” and explores the two alternatives that he suggests: the aestheticization of politics and the politicization of aesthetics. In order to illustrate the warnings that Benjamin makes regarding the “dangers of aesthetics,” the article makes a comparison with Franz Kafka’s story, In the penal colony. It concludes by underlining some of the similarities between Benjamin and the German aesthetic tradition.

Key woRds: Aesthetics, Politics, Walter Benjamin, Franz Kafka, Works of Art, Technical Reproduction.

Os perigos da estética na “Obra de arte na época de sua reprodutibilidade técnica” ResumoNeste artigo o texto de Walter Benjamin “A obra de arte na época de sua reprodutibilidade técnica” é discutido; analisa-se, igualmente, a crítica de Benjamin duma “estética desinteressada” e exploram-se as duas alternativas colocadas pelo texto: a estetização da política e a politização da estética. Visando a ilustração das advertências de Benjamin sobre os ”perigos da estética”, estabelece-se uma comparação com o conto de Franz Kafka Na colônia penal. Finalmente, o artigo destaca alguns pontos comuns de Benjamin como a tradição estética alemã.

PalavRas chave:Estética, política, Walter Benjamin, Franz Kafka, obra de arte, reprodução técnica.

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En un cuento de Franz Kafka titulado En la colonia penitenciaria, de 1914, el narrador describe una colonia penal ubicada en una isla imaginaria, donde mediante el uso de “un aparato singular” (Kafka 1995, 5) se pone en práctica un extraño método de castigo. Se cuenta que un explorador extranjero ha sido invitado por el nuevo comandante de la isla a presenciar la ejecu-ción de un prisionero, la cual está a cargo de un perso-naje identificado como “el oficial”, defensor entusiasta del procedimiento. El oficial le explica al explorador las virtudes del proceso y el funcionamiento detallado de la máquina de ejecución, mientras observa el aparato “con cierta admiración”, a la vez que lo limpia y pule con esmero y con respeto (Kafka 1995, 5). El aparato cons-ta de tres partes, la primera de las cuales se denomina “la Rastra”: “las agujas están colocadas en ella como los dientes de una rastra, y el conjunto funciona, además, como una rastra, aunque sólo en un lugar determinado y con mucho más arte” (Kafka 1995, 10). La parte inferior es “la Cama”, una plataforma cubierta de algodón que se amolda al cuerpo del condenado, quien se acuesta boca abajo sobre ella, atado mediante unas correas y con una pequeña mordaza de fieltro que ahoga sus gritos. Final-mente el “Diseñador”, del mismo tamaño que la Cama, está ubicado en la parte superior del aparato y de él se suspende la Rastra. Dentro del Diseñador se ponen los patrones o diseños que guiarán el funcionamiento de la Rastra. La sentencia, dice el oficial, “consiste en escri-bir sobre el cuerpo del condenado, mediante la Rastra, la disposición que él mismo ha violado” (Kafka 1995, 14), sin juicio previo y sin que se le haya explicado su condena, durante doce horas consecutivas hasta que “se haga justicia”, es decir, hasta causarle la muerte.

Durante la explicación del oficial llama la atención cómo éste expresa siempre su admiración y veneración por la máquina, celebrando su precisión y complejidad. Constantemente invita al explorador, quien desaprueba en silencio, a “apreciar la labor de la Rastra y de todo el aparato”, a prestar atención a los “muchísimos ador-nos” (Kafka 1995, 24) de los diseños, a “admirar” (Kafka 1995, 32) el procedimiento judicial, e intenta conven-cerlo de que la Rastra tiene “mucho más arte” (Kafka 1995, 10) que la herramienta ordinaria del mismo nom-bre. A lo largo del cuento se enfatiza así en repetidas ocasiones que la actitud del oficial evidencia una apre-ciación estética de la máquina, una fascinación con su

belleza y perfección. Aunque el régimen del nuevo co-mandante que gobierna la colonia no apoya este sistema de castigo, el oficial aún recuerda los tiempos gloriosos en los cuales cada ejecución era un evento público an-ticipado por todos:

Ya un día antes de la ceremonia, el valle estaba com-pletamente lleno de gente; todos venían sólo para ver; por la mañana temprano aparecía el comandante con sus señoras; las fanfarrias despertaban a todo el campamento; yo presentaba un informe de que todo estaba preparado; todo el estado mayor –ningún alto oficial se atrevía a faltar– se ubicaba en torno de la máquina […] La máquina resplandecía, recién lim-piada […] Y entonces empezaba la ejecución. Nin-gún ruido discordante afeaba el funcionamiento de la máquina. Muchos ya no miraban; permanecían con los ojos cerrados, en la arena; todos sabían: ahora se hace justicia (Kafka 1995, 34).

Comienzo este ensayo con una referencia al cuento de Kafka no sólo por tratarse de un autor por cuya obra Walter Benjamin demostró un gran interés, sino porque considero que este cuento puede iluminar el argumen-to benjaminiano que me propongo discutir a continua-ción.1 El cuento de Kafka plantea interrogantes en torno a la estetización de la violencia y en torno a las rela-ciones entre estética y política que guardan una gran afinidad con aquellas que Benjamin plantea, además de dar cuenta de los aspectos comunales y rituales de un espectáculo que se torna ciego ante cuestiones éticas y políticas. Este texto de Kafka, como se verá más adelan-te, coincide en muchos aspectos con los planteamientos de Benjamin en su famoso ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” y por ello pue-de servir de ilustración en su discusión. Por otra parte, con frecuencia se ha leído “En la colonia penitenciaria” como una representación alegórica de la vida bajo sis-temas políticos totalitarios, y, dada la preocupación de Benjamin con este problema a lo largo del ensayo sobre la obra de arte, un diálogo entre los dos textos puede resultar iluminador.2

1 Benjamin escribió cuatro textos sobre Kafka: “Franz Kafka: de la cons-trucción de la muralla china”, que fue presentado como una pieza para radio en 1931; “Franz Kafka: en el décimo aniversario de su muerte”, publicado en el Jüdischer Rundschau en 1934; “Reseña de Franz Kafka de Max Brod”, una reseña crítica de la biografía escrita por Max Brod, escrita en 1938 y nunca publicada, y la carta a Gershom Scholem sobre Franz Kafka, escrita en 1938.

2 Ver el ensayo de Russell Samolsky, Metaleptic Machines: Kafka, Kabba-lah, Shoah, donde el autor hace un recuento de las lecturas de Kafka como prefiguraciones del nazismo (Samolsky 1999).

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En una carta escrita a Max Horkheimer en 1935 Walter Benjamin comenta los alcances del ensayo en el cual trabajaba entonces, y señala cómo sus reflexiones en dicho texto “avanzan en la dirección de una teoría mate-rialista del arte” (Benjamin 1994, 509).3 De manera más radical, sostiene que “el momento en el que se cumple el destino del arte ha llegado para nosotros, y yo he cap-tado su firma” (Benjamin 1994, 509), con lo cual deja claro que su texto da cuenta de cambios profundos en los campos de la producción artística y de la estética. Confirmando las expectativas de su autor, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” llegaría a marcar un hito en las discusiones sobre estética duran-te el siglo XX.4 Además de hacer una descripción de los cambios radicales que, según Benjamin, han afectado la obra de arte durante el desarrollo de la modernidad industrial, dicho ensayo constituye una crítica directa de algunas nociones fundamentales de la tradición es-tética moderna, a la vez que, en mi opinión, desde otra perspectiva mantiene un nexo con otros elementos del pensamiento moderno, tales como la defensa de una cierta noción de racionalidad, el llamado a la crítica y la creencia en el potencial utópico del arte.

Uno de los aspectos más notables del texto, si bien no necesariamente el más estudiado, es el cuestionamien-to de una noción de estética “pura”, según la cual el juicio estético se caracterizaría por su desinterés, y la esfera estética, por su autonomía. Dicho de otra mane-ra, en este texto Benjamin evidentemente entabla una discusión con la estética moderna y, en particular, con la herencia kantiana de la cual se desprenderían nociones “tradicionales” (Benjamin 2003a, 252) como “la creati-vidad y el genio, el valor eterno y el misterio” (Benjamin 2003a, 252).5 A estas nociones “tradicionales” Benjamin opone una propuesta consecuente con los presupues-tos marxistas sobre los cuales se articula su texto, y que según él lograrían darle a la teoría del arte “una forma

3 Todas las traducciones de textos consultados en inglés son mías.4 Benjamin publicó la primera versión de “La obra de arte en la época

de su reproductibilidad técnica” en 1935, en el Zeitschrift für Sozial-forschung. La segunda versión (1936), así como la tercera (1938), son versiones ampliadas y revisadas, que Benjamin no publicó en vida. La tercera versión, como anota el editor de Walter Benjamin: Selected Wri-tings, Vol. 4, sirvió de base para la primera publicación alemana de los escritos de Benjamin en 1955 (Eiland y Jennings 2003, 270). En este ensayo me referiré a la tercera versión, tal y como aparece en la traduc-ción al inglés. Ver Benjamin (2003a).

5 Según Kai Hammermeister en The German Aesthetic Tradition, a pesar de las obvias diferencias entre los autores de la tradición germánica de la estética moderna, “se establecieron posiciones paradigmáticas en la filosofía estética durante el período del idealismo alemán y el roman-ticismo” (Hammermeister 2002, xii). El ensayo de Benjamin interpela justamente a esta tradición.

verdaderamente contemporánea” (Benjamin 1994, 508). Para algunos esta propuesta supone un cuestiona-miento de toda la filosofía estética moderna e incluso la destrucción de modelos estéticos anteriores. Sin embar-go, desde otro punto de vista es preciso reconocer que su discusión mantiene un diálogo con dicha tradición e, incluso, conserva ciertos elementos de ella.6 En este ensayo me interesa discutir por qué y de qué manera en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, y en general en la obra tardía de Benjamin, se cuestiona la noción de una estética “pura”, a la vez que se establece un diálogo con la filosofía estética anterior. Para ello me referiré al cuento de Kafka, puesto que considero que es posible leerlo como un ejemplo del tipo de “estética pura” cuyos peligros Benjamin devela en su ensayo.

Según plantea Kant en la Crítica del juicio, el juicio estético difiere del “juicio de conocimiento” (Kant 1961, 45) en que su “motivo determinante sólo pue-de ser subjetivo” (Kant 1961, 45), aunque, al igual que el juicio de conocimiento, goza de universalidad (Kant 1961, 55). Para Kant el placer que produce lo bello es un “placer puro desinteresado” (Kant 1961, 47), un pla-cer que nada tiene que ver con la existencia del objeto sino únicamente con su representación. En esta medi-da, el juicio sobre lo bello se diferenciaría no sólo del conocimiento sino también del juicio sobre lo bueno, el cual Kant califica como interesado o dependiente de la existencia del objeto. De ahí que para Kant el juicio es-tético “sea meramente contemplativo” (Kant 1961, 51), un placer “ajeno a todo interés” (Kant 1961, 53). Según esta caracterización, el terreno de la estética se distin-gue no sólo del campo del conocimiento, sino también del campo de la praxis humana, de la ética tanto como de la política.

Como explicaré posteriormente, Benjamin se opone a la noción de un juicio estético meramente contemplati-vo, en primer lugar, cuestionando la posibilidad de una estética totalmente desligada de otras ramas del queha-cer humano, y en segundo lugar, argumentando que la actitud de contemplación ha caducado y que cualquier supervivencia de la idea de un juicio estético neutro en-cierra para el presente en el cual Benjamin escribe una serie de peligros que no pueden ser ignorados. Por esta

6 Para Alexander Gelley, “no hay duda de que sus textos [los de Ben-jamin], especialmente los del último período, anticiparon y en parte estimularon la reacción masiva en contra de la estética que hemos presenciado en las últimas dos o tres décadas. Pero esto no debería oscurecer el papel central que ciertos elementos de la tradición estética cumplieron en su pensamiento” (Gelley 1999, 935).

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razón, más allá de las numerosas lecturas que se han he-cho del ensayo de Benjamin sobre la obra de arte y que tienden a enfocarse en la transformación del arte en la modernidad industrial, con la concomitante pérdida de aquello que él denomina “aura”, quiero resaltar aquí en qué medida dicho ensayo encierra una teoría sobre los peligros de la estética, así como una propuesta para su renovación. Me interesa analizar por qué para Benjamin la noción de una estética “pura” supone una propuesta peligrosa, discusión que está íntimamente ligada a la rela-ción entre estética y política que se propone en el ensayo sobre la obra de arte y en toda la obra tardía de Benjamin.

A lo largo de “La obra de arte en la época de su repro-ductibilidad técnica” Benjamin resalta el carácter histó-rico de la obra artística, en primera instancia, en lo que se refiere al ámbito de la tecnología empleada para su producción y reproducción. Desde este punto de vista, el ensayo es evidentemente una elaboración de lo pro-puesto por Marx en el “Prefacio” a la Contribución a la crítica de la economía política, a saber, que “el modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina la realidad, sino, por el contrario, es la realidad social la que deter-mina la conciencia” (Marx y Engels 1946, 37).7 Fiel a esta noción, Benjamin propone que los cambios en la tecnología de la producción de la obra artística tienen efectos sobre “todas las áreas de la cultura” (Benjamin 2003a, 252), si bien sólo hasta el momento es posible reconocer el significado de dichos cambios. Benjamin hace un recuento histórico de las transformaciones en las tecnologías de producción y reproducción de obras artísticas desde la Edad Media hasta el surgimiento del cine, mostrando cómo en la época en la que escribe, la época de la “reproducción técnica” (Benjamin 2003a, 254), ocurre un cambio fundamental en la obra de arte, en la medida en que gracias al desarrollo de nuevas tecnologías se pierde su carácter único, y con ello, la noción de su autenticidad (Benjamin 2003a, 254). Así, con la reproducción técnica se pierde el “aura” del obje-to, se “devalúa el aquí y el ahora de la obra de arte”, a la vez que se “separa el objeto reproducido de la esfera de la tradición” (Benjamin 2003a, 254).

Ya en la descripción que hace Benjamin de la obra de arte en épocas anteriores a su reproducción técnica está implícita una primera crítica de la noción de un juicio estético meramente contemplativo, así como de

7 Cito aquí la versión del “Prefacio” que aparece en la antología de textos de Karl Marx y Friedrich Engels titulada Sobre la literatura y el arte.

la supuesta autonomía de la esfera estética, mediante la conexión que Benjamin establece entre la apreciación de la obra de arte y el ritual. Para Benjamin, en épocas anteriores a la reproducción técnica la recepción de la obra de arte estaba “incrustada” en el contexto de la tra-dición y “hallaba su expresión en un culto” (Benjamin 2003a, 256). Benjamin señala cómo las primeras obras artísticas surgieron al servicio de la magia y de la reli-gión, y argumenta que todas las formas posteriores de recepción y creación de la obra que se fundamentaban en su existencia aurática, es decir, en su carácter único e irrepetible, eran, de un modo u otro, extensiones o variaciones de esta actitud de culto. Con estas afirma-ciones estaría cuestionando la supuesta neutralidad del juicio estético, señalando que en realidad la obra de arte dentro de este sistema tiene una función específica, un “valor de uso”, y que, por lo tanto, está vinculada a otros aspectos de la vida humana y no constituye una esfera aparte: “el valor único de la obra de arte ‘auténtica’ tiene su base en el ritual, fuente de su valor de uso original” (Benjamin 2003a, 256). Según Benjamin, el “culto se-cular de la belleza” (Benjamin 2003a, 256), que abarca-ría el período desde el Renacimiento hasta el surgimiento de la fotografía, no sería otra cosa que una modalidad de la función religiosa de la obra de arte. Así, la idea de un juicio estético puramente contemplativo, la idea de la autono-mía de la esfera artística y aquellas nociones que Ben-jamin denomina como “tradicionales”, serían elementos constitutivos de una sacralización del campo del arte, la versión laica de una actitud teológica en la cual la obra artística remplazaría el culto a la divinidad. La idea de “arte puro” no es entonces otra cosa que una “teología negativa” (Benjamin 2003a, 256), una secu-larización de prácticas y creencias originalmente ligadas al culto de lo sagrado.

Dado el conocimiento de Benjamin de la obra de los románticos alemanes, pueden traerse a colación las re-flexiones de Friedrich Schlegel en su Conversación sobre la poesía, de 1799, como un ejemplo de esta tendencia a entender el arte como una religión. Así, para Schlegel, los seres humanos “no tenemos nunca ni tendremos jamás otro objeto ni otra materia de toda nuestra actividad y alegría que el único poema de la divinidad, del que somos parte y fruto: la tierra. Somos capaces de oír la música del mecanismo infinito, de comprender la belleza del poe-ma, porque en nosotros vive también una parte del poeta, una chispa del espíritu creador” (Schlegel 2005, 34). Con Schlegel la poesía y, en general, el arte son elevados al ni-vel sagrado hasta el punto de que la poesía adquiere con-notaciones religiosas. Semejantes aproximaciones tanto a la creación estética como a su recepción ilustrarían la

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tesis de Benjamin de que durante la modernidad, en las épocas anteriores a la reproducción técnica, el arte esta-ba ligado a la función ritual.

Una vez Benjamin ha redefinido la apreciación desinte-resada de la obra como una variante del culto y del ritual, y, por lo tanto, cuestionado la “pureza” del juico estético, el segundo nivel de su argumento en contra de la esté-tica contemplativa tiene que ver con su descripción de la manera como la obra de arte se ha transformado a lo largo de la historia, y cómo ciertos modos de su recep-ción se han visto alterados por los cambios tecnológicos. Para Benjamin las nuevas formas artísticas –tales como la fotografía y el cine– que han surgido con el desarrollo de la tecnología y para las cuales la reproductibilidad no es una mera contingencia sino una característica fun-damental cambian radicalmente el estatus de la obra de arte. Con la pérdida del “aquí y el ahora” de la obra se desvanece la preocupación por su autenticidad y se esfuma su valor de culto. Dichos cambios, por lo tanto, exigirían una actitud diferente por parte del público que se aproxima a obras de este tipo, obligándolo a abando-nar actitudes de veneración ligadas a la producción de obras anteriores a la reproducción técnica. No obstante, las reflexiones sobre el arte no se ajustan de manera in-mediata a los cambios tecnológicos: el debate decimo-nónico acerca de si la fotografía es un arte o no, o el de comienzos del siglo XX en torno al cine, serían muestras de la dificultad por parte del público y de los críticos para comprender el alcance de los cambios ocurridos en el terreno del arte. De todas maneras, estos cambios implicarían que las nociones de estética anteriores de-ben ser abandonadas, pues desde que la reproducción tecnológica logró separar al arte de su función de culto, asegura Benjamin, “toda apariencia de autonomía en el arte desapareció para siempre” (Benjamin 2003a, 258). Según Benjamin, a los cambios en la obra de arte, así como a los cambios que deberán acompañarlos en el campo de la teoría estética, se les suman los cambios ocurridos en los modos de percepción del ser humano. Los cambios tecnológicos están ligados al surgimiento de las masas urbanas, que exigen una proximidad con los objetos y exhiben una pasión por superar el carác-ter único del objeto (Benjamin 2003a, 255). A través de la reproducción técnica se lograrían ambas metas. Adicionalmente, Benjamin señala que las nuevas for-mas artísticas fundamentadas en la reproducción téc-nica requieren modos de aprehensión para los cuales la “concentración y evaluación” (Benjamin 2003a, 267) ya no son apropiadas: “las masas buscan distracción” (Benjamin 2003a, 264), dice Benjamin, con lo cual se refiere, por un lado, a su interés por buscar la diversión

a través del espectáculo, así como a la ausencia de con-centración que propician las nuevas tecnologías.8

Benjamin no explica en detalle qué representan para él la función de culto de la obra de arte y su asociación con el ritual. Sin embargo, tanto a partir de algunos comentarios del ensayo sobre la obra de arte como de otros textos suyos de la época se puede deducir que las connotaciones de éstos son primordialmente negativas. Si bien Benjamin menciona que con la pérdida del aura se pierde también un sentido de totalidad y de integra-ción, como en el caso del actor de cine, quien consti-tuye para él un modelo de alienación y fragmentación de la experiencia (Benjamin 2003a, 260), también es cierto que los términos que Benjamin utiliza al hablar del declive de la función de culto revelan su actitud ne-gativa hacia ella. Ya desde un comienzo habla de cómo la reproducción técnica “emancipa la obra de arte de su sumisión parasítica al ritual” (Benjamin 2003a, 256), lo cual indica claramente que dichas transformaciones son percibidas como algo positivo. Por otra parte, como ya se ha dicho, Benjamin resalta los orígenes de la fun-ción de culto en la magia y la veneración de lo sagrado. Así, por ejemplo, al hablar de la manera errada como algunos autores han comprendido el cine, señala que hay quienes equivocadamente insisten en buscar en él “si no de hecho un significado sagrado, sí al menos uno sobrenatural” (Benjamin 2003a, 259), es decir, un signi-ficado que correspondería al período anterior a la repro-ducción técnica. Benjamin se refiere a los comentarios sobre cine del poeta Franz Werfel como un ejemplo de la incomprensión de los críticos de este nuevo medio, y señala cómo Werfel aspira a que el cine logre dar ex-presión a “lo fantástico, lo maravilloso y lo sobrenatural” (Benjamin 2003a, 259), nociones que Benjamin clara-mente no ve como pertinentes para las nuevas tecnolo-gías, pues corresponderían a la etapa anterior de la obra de arte. Asimismo, resalta las conexiones entre lo ritual y lo escondido, misterioso y secreto: “el valor de culto como tal tiende hoy, al parecer, a mantener la obra fuera de la vista: ciertas estatuas de dioses son sólo asequi-bles para el sacerdote en la cámara del templo” (Ben-jamin 2003a, 257). Por otra parte, la obra de arte en su función de culto propicia un encantamiento que es comparable con el ser absorbido por ella: “una persona que se concentra frente a una obra de arte es absorbida por ella; entra dentro de la obra al igual que, según la leyenda, un pintor chino entró en su cuadro terminado

8 El término alemán Zerstreuung, que Benjamin utiliza aquí, significa, por un lado, “entretenimiento” y, por otro, “distracción”, en el sentido de “dispersión”.

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mientras lo contemplaba” (Benjamin 2003a, 268). La contemplación de la obra de arte está ligada, por lo tan-to, a una identificación con ella, a un acercamiento y compenetración, a una pérdida de distancia.

En otros textos Benjamin ha dejado más clara su posi-ción con respecto al encantamiento producido por el misterio y la magia de la obra de arte. En su ensayo “¿Qué es el teatro épico?”, publicado originalmente en 1938, Benjamin discute la obra de Brecht, el polo opuesto del arte contemplativo, dado que se dirige no a un público desinteresado sino a personas “que tienen un interés en la materia” (Benjamin 2003b, 302). Para él, Brecht ha logrado superar aquellos elementos del teatro que aún tienen las huellas de su origen en el ri-tual (Benjamin 2003b, 307), con lo cual puede decirse que su obra aparece como el contrario de la obra de arte “aurática” y como un tipo de obra acorde con los cambios tecnológicos ocurridos a partir del siglo XIX y, especial-mente, durante el XX. Benjamin celebra la manera como el teatro épico de Brecht no permite la compenetración del público con los personajes, pues en él “prácticamente no se apela a la empatía del espectador. El arte del teatro épico consiste en producir sorpresa, en lugar de empatía” (Benjamin 2003b, 304), impidiendo compenetración e identificación. La sorpresa en las obras de Brecht tiene que ver con la forma como en éstas se interrumpe constan-temente el contexto (Benjamin 2003b, 305), imposibilitan-do una fusión del público con los personajes y, en cambio, invitando a la reflexión y a la crítica. Según Benjamin, la obra de Brecht propicia “shocks”, los cuales logran generar intervalos que “socavan la ilusión del público y paralizan su disposición a la empatía. Estos intervalos ocurren con el fin de que el público pueda responder de manera crí-tica a las actuaciones de los actores” (Benjamin 2003b, 306). Según estas descripciones, lo valioso de la obra de Brecht es haber superado la tendencia a la ilusión y la empatía que hasta entonces habrían prevalecido en el teatro, generando, en cambio, una actitud activa y críti-ca por parte del público. En el ensayo sobre la obra de arte Benjamin encuentra la posibilidad de esta misma actitud crítica en el público que ve la actuación de un actor en la pantalla de cine. Para Benjamin, a diferencia de la experiencia “total” de la obra de teatro tradicional, en la cual el espectador se ve transportado a otra reali-dad, la experiencia del cine es fragmentaria y no existe ningún tipo de contacto personal con el actor, razones por las cuales “el público puede tomar la posición de crítico” (Benjamin 2003a, 260). Más aún, “es inherente a la tecnología del cine […] que todo el que lo presencia lo hace como un cuasi-experto” (Benjamin 2003a, 262), es decir, como un analista.

Por otra parte, es pertinente señalar que en la obra tar-día de Benjamin –notablemente, en su texto inconcluso el Libro de los pasajes–, términos como “magia”, “mito” y “ensueño” tienen connotaciones negativas, pues se asocian con lo que Susan Buck-Morss ha llamado el “reencan-tamiento del mundo social” (Buck-Morss 1997, 253) en el capitalismo. Como señala Buck-Morss, al contrario que Weber, Benjamin ve el siglo XIX como el escenario de un nuevo encantamiento. Se trata de un período que pre-sencia el retorno de fuerzas míticas a través del triunfo de la “fantasmagoría”, “un show de ilusiones ópticas de linternas mágicas” (Buck-Morss 1997, 81). Para Benja-min, con el capitalismo “un nuevo sueño se apoderó de Europa, y, a través de él, la reactivación de fuerzas míti-cas” (Benjamin 1999, 391). Apoyándose en la noción de Marx de fantasmagoría que aparece en el capítulo de El capital dedicado al análisis del fetichismo de la mercan-cía, la propuesta de Benjamin en este libro consiste en develar la realidad que se oculta detrás de ese mundo fantasmagórico.9 Por esta razón, la palabra “despertar” aparece de manera recurrente en el Libro de los pasajes, ya que a Benjamin le interesa encontrar el antídoto de la magia hipnótica del mundo del comercio y la mercan-cía. Así, por ejemplo, Benjamin compara su labor con la del surrealista Louis Aragon, en los siguientes términos: “mientras que Aragon persiste en el terreno del sueño, aquí la preocupación es encontrar la constelación del despertar” (Benjamin 1999, 458). Más aún, identifican-do el mundo del encantamiento con la locura, propone que su labor consiste en “avanzar con el hacha afilada de la razón” (Benjamin 1999, 456). Con esto quiero re-forzar que términos como encantamiento y magia tienen implicaciones claramente negativas dentro de la obra ben-jaminiana, y que sus referencias a ellos en el ensayo sobre la obra de arte tienen una intención crítica.

Para Benjamin la actitud contemplativa ante la obra de arte da como resultado la alienación (2003a, 270), entendida como la automarginación del individuo y la parálisis de la crítica. Retomando el cuento de Kafka con el cual comencé este ensayo, la estetización de la máquina, su contemplación “desinteresada” por par-te del oficial, quien ante todo ve la perfección de su funcionamiento y lo sublime de los antiguos rituales, le impiden criticar el sistema judicial de la colonia como sí lo puede hacer un observador externo, como lo son

9 Dice Marx en El capital: “la forma de la mercancía y la relación de valor de los productos del trabajo dentro de la cual aparece no tienen relación alguna con la naturaleza física de la mercancía y las relaciones materiales que de allí surgen. No es otra cosa que una relación específica entre hombres que asume aquí, para ellos, la forma fantástica [die phan-tasmagorische Form] de una relación entre cosas” (Marx 1990, 165).

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el explorador y el lector del texto. Según la interpreta-ción de Danielle Allen, “la obsesión del oficial con la belleza de su máquina le impide un análisis ético rigu-roso de sus prácticas de castigo. Su belleza, definitiva a sus ojos, constituye una distracción” (Allen 2001, 333). El culto a la belleza del aparato absorbe al oficial hasta el punto de impedirle comprender la relación entre la obra (en este caso, la máquina y/o la ejecución) y sus dimensiones éticas y políticas, y, por lo tanto, presenta una visión parcial y sesgada que limita la posibilidad de reflexión acerca de los efectos de la máquina. De esta manera, el cuento de Kafka mostraría cómo la actitud contemplativa del oficial y la supuesta neutralidad de su juicio estético obstruyen la posibilidad de una reflexión ética. Más aún, la situación del oficial mostraría justa-mente lo falaz de la supuesta neutralidad de su actitud contemplativa, pues resulta evidente tanto para el lector como para el explorador que su actitud no es ajena a la ideología a la cual pertenece, sino que, por el contrario, ambas son inseparables. Es decir, la percepción estética “desinteresada” del oficial, su veneración de la máquina y su nostalgia ante los aspectos rituales de la puesta en escena de la justicia bajo el régimen del comandante anterior son posibles únicamente porque el oficial par-ticipa de una cierta ideología.10

La situación del oficial sería signo de una ausencia de distancia, de una compenetración del personaje con los valores del antiguo sistema. Esta compenetración del oficial con el sistema se torna literal hacia el final del cuento, cuando el personaje –al comprender que el explorador tampoco comparte su apreciación por la máquina y que, por ende, el sistema será abolido por el nuevo comandante– se sacrifica a sí mismo y se con-vierte en el último objeto de aquel ritual. Su suicidio obedece, más que a una preocupación práctica sobre su incierta situación laboral bajo el nuevo régimen, a su lealtad total al sistema anterior y su imposibilidad de aceptar una visión diferente del mundo.

Volviendo al ensayo, si bien la recepción puramente con-templativa de la obra de arte se ha hecho obsoleta con

10 La situación del oficial se puede analizar haciendo referencia a la no-ción de ideología según la interpretación del término que hace Louis Althusser. En Ideología y aparatos ideológicos estatales Althusser explica que dichos “aparatos” (Althusser 1971, 142), tales como los sistemas legal, político o educativo, ejercen su poder principalmente “median-te la ideología” (Althusser 1971, 145), es decir, mediante el poder de convencimiento que ejercen sobre el individuo que llega a aceptar el sistema, y no en primera instancia mediante la fuerza bruta. Althusser insiste en que la ideología “interpela a los individuos como sujetos” (Althusser 1971, 170), es decir, afecta sus acciones, prácticas y creen-cias (Althusser 1971, 169), en suma, su visión del mundo.

el advenimiento de nuevas tecnologías, Benjamin con-sidera que la actitud ritual subsiste de manera peligrosa en el presente en el que escribe. Puede concluirse de lo expuesto hasta el momento que la actitud puramen-te contemplativa encierra para Benjamin el peligro de dificultar el pensamiento crítico. Para Benjamin, como se ve en el ensayo sobre Brecht, una característica po-sitiva de las obras de arte posauráticas es la incitación a la reflexión, mientras que la actitud contemplativa, que se aísla de las reflexiones éticas y políticas, lleva, según él, a una parálisis crítica. Con respecto a este punto es preciso no olvidar que el argumento de Benjamin en contra de la actitud contemplativa en la época posau-rática se debe leer dentro del contexto del ascenso del fascismo en la Alemania de su época, y que el ensayo sobre la obra de arte hace parte del proyecto benjami-niano de crítica del fascismo. Según afirma Benjamin en el “Epílogo” de su ensayo, el fascismo logra apropiar-se de formas de percepción de la obra de arte anteriores a la reproducción técnica y las usurpa para sus propios fines: “la violación de las masas, a las cuales el fascismo con su culto del Führer pone de rodillas, tiene su con-traparte en la violación de un aparato que presiona para que sirva en la producción de valores rituales” (Benja-min 2003a, 269). Es interesante que esta producción de valores rituales por parte del fascismo sea para Ben-jamin una “violación” del aparato político, con lo cual sugiere que se trata de un uso ilegítimo “de aquellos”. Sin embargo, esto no quiere decir que Benjamin esté exonerando la producción de estos valores en las épocas auráticas, sino que más bien señala la violencia y el pe-ligro que implica la producción de estos valores en una cultura masificada. El argumento sería que en la cul-tura contemporánea la producción de valores rituales y de culto –que, como Benjamin ha venido sugiriendo, paralizan la posibilidad crítica– encierra peligros antes insospechados.

Para Benjamin, “el resultado lógico del fascismo es la estetización de la vida política” (Benjamin 2003a, 269). Dentro del contexto del ensayo esta estetización sig-nifica justamente el encantamiento y la parálisis de la posibilidad de reflexión, cuyos opuestos Benjamin en-cuentra en la obra de Brecht y, al menos en potencia, en el cine. La estetización de la política que se logra en el fascismo impide la reflexión al inducir a las ma-sas a la contemplación del espectáculo y al explotar la fascinación con el ritual.11 Según Lutz Koepnick, “la

11 Existen numerosos ejemplos del uso del espectáculo durante el nazis-mo, así como varios estudios al respecto. Para citar tan sólo dos ejem-plos de estudios relativamente recientes, véase el artículo de Brigitte

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organización de sensaciones auráticas en una cultura posaurática es el eje de la política estética” (Koepnick 1999, 5). La estética del fascismo lograría revivir, dentro del contexto de una cultura de masas, el tipo de sen-saciones pertenecientes a una época previa a la repro-ductibilidad técnica, creando un falso sentimiento de comunidad y opacando la posibilidad de cualquier pen-samiento independiente. Para Koepnick, el fascismo lograría generar una satisfacción “simbólica” (Koepnick 1999, 65) y producir efectos de autenticidad a través de lo que Siegfried Kracauer denominó en otro contexto “el ornamento de la masa” (Kracauer 1995).

Otro caso ejemplar de la estetización de la vida política sería el de los futuristas, quienes con su glorificación de la guerra constituyen, para Benjamin, el ejemplo per-fecto de la alienación. Según el Manifiesto Futurista, “la guerra es hermosa porque –gracias a sus máscaras de gas, sus megáfonos aterradores, sus lanzallamas y sus tanques– establece el dominio del hombre sobre la má-quina subyugada. La guerra es hermosa porque inaugura la soñada metalización del cuerpo humano” (Benjamin 2003a, 269). El que la guerra pueda aparecer como un espectáculo bello es para Benjamin una muestra de los peligros de la sacralización de lo estético que se ha aisla-do de lo humano. De la misma manera que en el cuento de Kafka el pueblo entero se reúne a observar mara-villado el espectáculo de la ejecución del condenado, experimentando el funcionamiento de la máquina como algo sublime y sagrado, el Manifiesto Futurista constitu-ye una invitación a una apreciación puramente estética del horror. Ambos casos, uno real y otro ficticio, servi-rían para mostrar dentro del contexto del ensayo sobre la obra de arte la urgencia de una actitud “interesada”, que logre vencer el encantamiento. Benjamin responde al peligro fascista de la “estetización de la política” con la propuesta de la “politización de la estética” (Benjamin 2003a, 270), propuesta que, dicho sea de paso, va más allá de lo que plantea el cuento de Kafka, pues éste tan sólo mostraría el horror de la primera.

Ya para concluir, cabe preguntarse hasta qué punto la propuesta benjaminiana no constituye una clausura de la tradición estética que le precede, e incluso de la tra-dición estética como tal. Después de todo, Benjamin afirma en el ensayo que en la época en la que escribe “la obra de arte se convierte en un constructo con fun-

Peucker sobre las películas de Leni Riefenstahl, titulado “The Fascist Choreography: Riefenstahl’s Tableaux” (2004). Asimismo, gran parte del libro Walter Benjamin and the Aesthetics of Power (1999) de Lutz Koepnick está dedicada al estudio de la estética fascista y su uso del espectáculo.

ciones completamente nuevas. Entre éstas, aquella de la cual somos conscientes –la función estética– puede verse subsecuentemente como incidental” (Benjamin 2003a, 258). Más aún, Benjamin cita a Brecht, quien, dentro del contexto de una crítica de la cultura capitalista, afirma que “lo que sucede aquí con la obra de arte la cam-biará de manera fundamental, borrará su pasado hasta el punto en que –si se volviera a utilizar el concepto (y se utilizará; ¿por qué no?)– ya no evocará ningún recuerdo de la cosa que alguna vez designó” (Benjamin 2003a, 274). Benjamin reconoce la historicidad de la obra de arte y se opone a una visión ahistórica de la estética. Al relacionar la actitud contemplativa de la obra de arte con la actitud religiosa, ha mostrado ya que este tipo de apreciación estética no es ni universal ni eterna. Sin embargo, bien mirada, esta conciencia de la historici-dad de la obra de arte no es ajena a la tradición estética con la cual dialoga. La idea de Friedrich Schiller de que existen dos etapas en la historia de la poesía (la ingenua y la sentimental) (Schiller 1963), así como la famosa noción del fin del arte en Hegel (1973), apuntarían ya de alguna manera a una comprensión del carácter histó-rico y mutable de lo artístico.

Por otra parte, más allá del contexto del ascenso del fas-cismo dentro del cual Benjamin escribe, el ensayo sobre la obra de arte continúa siendo pertinente en la medida en que promueve un tipo de arte que conduciría a la crí-tica y a la reflexión. Éste, en mi opinión, es el verdadero significado de la consigna de “politizar la estética”, ya que Benjamin jamás se comprometió con una estética normativa que regulara las particularidades de la obra de arte. Benjamin le asigna así una función utópica al arte, una tarea que, si bien él no lo plantea en estos términos, consistiría en contribuir a un mejoramiento de la sociedad. Pero no hay que olvidar que este tipo de reflexiones sobre la función del arte también hace parte justamente de la tradición estética filosófica dentro de la cual se inscribe el ensayo de Benjamin. Así, en Poesía ingenua y poesía sentimental Schiller cuestiona la esci-sión entre lo ético y lo estético, y propone que “en el estado de cultura, en que esa colaboración armónica de toda su naturaleza no es más que una idea, lo que hace al poeta debe ser el elevar la realidad a ideal, o en otras palabras, la representación del ideal” (Schiller 1963, 81), asignándole así a la poesía la tarea de intentar lograr esa unión perdida con la armonía de la naturaleza. Fi-nalmente, vale recordar que desde los románticos hasta Hegel la noción de la estética no tiene ya que ver con una preocupación exclusiva con las formas –éste sería el “arte clásico” de Hegel (1973, 128) o la “poesía inge-nua” de Schiller (1963, 80)– sino que lo estético se abre

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ya hacia el terreno de lo ideal –el “arte romántico” de Hegel (1973, 130) o la “poesía sentimental” de Schiller (1963, 80)–. Por lo tanto, las aspiraciones utópicas de Benjamin con respecto a la función del arte lo harían, a pesar de las muchas diferencias, heredero de aquella tradición estética.

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por MArio AleJAnDro MolAno VegA**Fecha de recepción: 7 de julio de 2009Fecha de aceptación: 14 de septiembre de 2009Fecha de modiFicación: 5 de octubre de 2009

* Artículo producto de Investigación del proyecto Arte, Estética y Política, Departamento de Humanidades de la Facultad de Ciencias Humanas, Arte y Diseño de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, Bogotá, Colombia.

** Profesional en Estudios Literarios y Magíster en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. Autor de: Valorar o no valorar, ¿es esa la cuestión? Sobre una ilustrativa polémica entre Northrop Frye y Harold Bloom. Literatura: Teoría, historia, crítica 10: 37-70, 2008; El lugar del arte en la Condición Humana. Al Margen 21-22: 318-328, 2007. Actualmente es docente asociado e investigador perteneciente al grupo “Reflexión y creación artísticas contemporáneas” (Categoría B Colciencias), del Departamento de Humanidades de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Correo electrónico: [email protected].

Apariencia estética y reconciliación: arte y política en Adorno*

ResumenEste ensayo investiga la relación de lo político y el arte en el pensamiento de Theodor W. Adorno, por medio de un análisis de los conceptos de reconciliación, contenido de verdad y apariencia estética. El argumento central consiste en mostrar que con estos conceptos Adorno pone en relación los campos del arte y la política, en virtud de las tensiones y contradicciones entre los niveles de la totalidad y la particularidad. Por una parte, la obra de arte transgrede las formas de comprensión y praxis estable-cidas (nivel de la totalidad) mediante una lógica en la cual se descubre el carácter procesual de todo acto de comprensión (nivel de la particularidad). Por otra parte, la consecuencia que este tipo de transgresión artística conlleva en los ámbitos no estéticos consiste en mostrar sus contradicciones internas y su carácter contingente. Este efecto puede ser interpretado como político, si lo político se entiende, a su vez, como fenómeno de cuestionamiento e impugnación de estructuras histórico-sociales dadas.

PalabRas clave: Filosofía estética, Teoría Crítica, teoría política, filosofía contemporánea.

Aesthetic Appearance and Reconciliation: Art and Politics in AdornoabstRactThis essay examines the relation between politics and art in the work of Theodor W. Adorno by analyzing the concepts of re-conciliation, artistic truth content, and aesthetic appearance. The main argument is that Adorno relates both realms of art and politics by virtue of contradictions between the levels of totality and particularity. On the one hand, works of art transgress es-tablished ways of understanding and praxis (the level of totality) by reflecting on the contingent character of all kind of human comprehension (the level of particularity). On the other hand, the consequence of such artistic transgressions in non-aesthetic realms is to reveal their internal contradictions and their contingent character. This consequence can be interpreted as a political one if politics are understood as a phenomenon of questioning and critically reflecting on given social structures.

Key woRds:Aesthetics, Critical Theory, Political theory, Contemporary Philosophy.

Aparência estética e reconciliação: arte e política em AdornoResumoEste ensaio tem como alvo a pesquisa da relação do assunto político e da arte no pensamento de Theodor W. Adorno, através duma análise dos conceitos de reconciliação, conteúdo de verdade e aparência estética. O argumento central consiste em apresentar que com estes conceitos Adorno relaciona os campos da arte e da política, em virtude das tensões e contradições entre os níveis da totalidade e da particularidade. A obra de arte, por uma parte, transgride as formas de compreensão e práxis estabelecidas (nível da totalidade) através duma lógica na qual se descobre o caráter processual de todo ato de compreensão (nível de particularidade). Por outro lado, a conseqüência que este tipo de transgressão artística gera nos âmbitos não estéticos consiste em mostrar suas contradições internas e seu caráter contingente. Este efeito pode ser interpretado como político, se o assunto político é compreendido, ao mesmo tempo, como fenômeno de questionamento e de impugnação de estruturas histórico-sociais dadas.

PalavRas chave:Filosofia estética, Teoria Crítica, teoria política, filosofia contemporânea.

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L a oposición entre los conceptos de totalidad y particularidad ha sido reconocida frecuentemente como uno de los temas clave del pensamiento de Theo-dor W. Adorno (Buck-Morss 1981, 139; Gómez 1998, 132; Hohendahl 1995, 227; Jameson 1990, 15; Jay 1984, 56). Lo encontramos desplegado en diferentes momentos de su obra haciendo alusión a la crítica del pensamiento occidental y a la primacía que en él pare-ce tener lo conceptual sobre lo material y lo sensible (Adorno 2008a, 142; Adorno y Horkheimer 2007, 26);1 lo reencontramos también apuntando hacia la historia del desarrollo sociohistórico de Occidente y sus pro-fundas contradicciones entre los niveles del orden so-cial y del desarrollo de los sujetos particulares (Adorno 2008a, 290; Adorno y Horkheimer 2007, 44). Las ten-siones entre totalidad y particularidad también ocupan un lugar privilegiado en sus discusiones estéticas, espe-cialmente bajo la figura de la oposición entre el carácter estructural de las obras de arte, su lógica interna, y la heterogeneidad de materiales que componen una obra de arte (Adorno 2004, 139; Adorno y Horkheimer 2007, 143). Siguiendo la interpretación que Fredric Jameson ha hecho del pensamiento de Adorno, podría pensarse que esta temática representa quizá uno de los más im-portantes legados de la denominada primera generación de Teoría Crítica a un momento histórico tan complejo como el del llamado capitalismo multinacional. En la medida en que uno de los rasgos más sobresalientes de este momento histórico es, según Jameson, el de la di-ficultad que implica la representación de la totalidad social y su concomitante sensación de desconcierto e impotencia en los individuos, reflexionar sobre la temá-tica de las tensiones entre lo particular y la totalidad se hace más urgente. La dialéctica introspectiva o reflexiva de Adorno “es conveniente para una situación en la cual (a causa de las dimensiones y la desigualdad del nuevo orden global del mundo) la relación entre lo individual y el sistema parece mal definida, si no atenuada o incluso disuelta” (Jameson 1990, 252).2 Jameson descubre “la

1 La edición española que utilizo de la obra de Adorno es la de la colec-ción de la Obra Completa de Theodor W. Adorno (2003a) a cargo de la editorial Akal que sigue la edición alemana de las obras completas de Adorno realizada por Rolf Tiedemann, Gretel Adorno, Susan Buck-Morss y Klaus Schultz.

2 La traducción es mía. Literalmente dice Jameson: “His introspective or reflexive dialectic benefits a situation in which–on account of the dimensions and unevenness of the new global world order–the rela-

persistencia de la dialéctica”, precisamente, en el carác-ter introspectivo y reflexivo propio de la forma en la que Adorno hace salir a flote las tensiones entre totalidad y particularidad; es decir, allí donde Adorno insiste en que la totalidad ha de reconstruirse, reinterpretarse e impugnarse a partir de los fenómenos culturales parti-culares, de las experiencias históricas concretas y de las formas de subjetividad constituidas.

Al mismo tiempo, esta “persistencia de la dialéctica” puede ser vista como una persistencia de la política si dejamos a un lado la manera dominante en la que ac-tualmente se entiende lo político como problema rela-tivo a los principios y procesos de negociación racional de las riquezas, los beneficios, y también las cargas que implica una organización social eficiente. Al contrario, la persistencia de la dialéctica puede entenderse como persistencia de la política, en la medida en que plan-tea el problema básico de la experiencia concreta de las contradicciones sociales y el impulso de resolverlas o superarlas. Dicha trasformación es quizá forzosamente polémica, pues implica, de hecho, el cuestionamiento mismo de los principios, las instancias y los procedi-mientos de negociación y regulación propios del orden social establecido. En este sentido, lo político se define por oposición al orden social y sus instancias de regu-lación. Adquiere el aspecto de la contradicción que ese orden social no puede acoger sin transformarse. Por esta razón, lo político implica un tipo de reconocimiento del estado de cosas en cuanto contradictorio y problemá-tico. Este reconocimiento requiere, más que nada, de experiencias históricas específicas, de casos particula-res mediante los cuales se perciben las contradicciones de un sistema social dado y, desde luego, de actitudes reflexivas por parte de los participantes de tales órdenes sociales. Son estos casos específicos, en virtud de sus contrariedades manifiestas, los que generan la necesi-dad de reconstruir una imagen de la totalidad social y el compromiso de transformarla.

A su vez, dada la importancia que se le otorga a la pene-tración de las contradicciones sociales en las experien-cias históricas específicas, esta dialéctica que Adorno traza continuamente entre lo particular y la totalidad logra abrir un espacio muy importante para la consi-deración del arte y de la experiencia estética. Ambos vienen a desempeñar un rol preponderante para Ador-no, precisamente porque allí llegan a manifestarse las contradicciones sociales como fenómenos particula-

tionship between the individual and the system seems ill-defined, if not fluid, or even dissolved”.

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res, como experiencias históricas determinadas. Quizá sea útil incluso radicalizar esta afirmación recordando que Adorno se comportó hostilmente contra la políti-ca reducida a una militancia partidista y dogmática, de manera que más allá de cualquier alineación ideológica el compromiso político en Adorno habría que compren-derlo a partir del descubrimiento de las contradicciones sociales encarnadas en los fenómenos concretos. En este contexto, entonces, la importancia radical del arte se debe a su capacidad de hacer visibles los conflictos que constituirían el nervio central de lo político y que frecuentemente pasan desapercibidos en medio de las pujas ideológicas. Paradójicamente, sus declaraciones en contra de un arte político, es decir, comprometido ideológicamente con aquellas pujas partidistas, no son contradictorias respecto a la más compleja y valiosa for-ma de concebir el valor político del arte como un modo de comportarse en el cual las experiencias históricas concretas son asumidas plenamente, así como la expec-tativa de transformación social que allí se genera.

La relación antagónica entre totalidad y particularidad parece, pues, dar forma tanto a un concepto de lo polí-tico como a una manera de comprender el arte. ¿Cómo interpretar, entonces, la preponderancia otorgada por Adorno en sus reflexiones a la pareja totalidad/particu-laridad? En esta indagación quisiera explorar la forma en que esta antinomia define las preocupaciones socia-les que Adorno encara como pensador de izquierda y se entrecruza con aquel compromiso suyo con el arte y la reflexión estética. Enseguida reconstruiré, en primer lugar, la dinámica de tal antagonismo en el contexto de la teoría adorniana de la obra de arte. Allí el concepto de apariencia estética [ästhetische Schein] y su propia crisis vendrán a ser imprescindibles, así como la remisión de la obra de arte a un contenido de verdad [Wahrheitsge-halt]. Para estos dos análisis iniciales me apoyaré prin-cipalmente en la interpretación que Christoph Menke ha formulado de la estética de la negatividad en La so-beranía del arte: la experiencia estética según Adorno y Derrida (1997). En segundo lugar abordaré el concepto adorniano de reconciliación [Versöhnung] como eje en torno al cual totalidad y particularidad vienen a ser rela-cionadas desde el punto de vista de las contradicciones sociales. Dicha correlación parece ser posible reinter-pretarla en un sentido político, si se entiende por políti-ca un fenómeno de contradicción entre un orden social establecido y el descubrimiento del carácter limitado y contingente de tal orden por parte de los propios sujetos integrados en dicho orden social. Esta relectura del con-cepto de reconciliación apelará a las conceptualizacio-nes de lo político que Jacques Rancière ha presentado

en El desacuerdo: política y filosofía (1996) como mode-lo desde el cual ofrecer una forma alternativa de asumir el legado del pensamiento adorniano diferente a la que propone Albrecht Wellmer, esto es, bajo la forma de una racionalidad comunicativa (Wellmer 1993a).

apaRiencia estética y autonomía

El desarrollo que Adorno hace del concepto de apa-riencia habría que entenderlo mediante su estrecha conexión con los análisis benjaminianos acerca de la desacralización del arte, la pérdida del aura y el signi-ficado social que estos procesos históricos encierran. A través del concepto de apariencia, Adorno pretende de cierto modo corregir lo que desde su perspectiva eran considerados como puntos ciegos de la reflexión de Benjamin sobre el aura (Adorno 2008b, 214; Adorno 2001, 140). En particular, apoyándonos en la interpre-tación que hace Lambert Zuidervaart de esta polémica, Adorno considera que la crisis de lo que Benjamin llama aura no es tanto un producto del ascenso de los medios de la reproducibilidad técnica, sino, antes que nada, el resultado de la propia respuesta que el arte ha buscado darles a las condiciones históricas que los procesos de modernización social traen consigo (Zuidervaart 1991, 31). Sustancialmente, aquellas nuevas condiciones his-tóricas implican para el arte una posición ambigua: por una parte, el arte se convierte en una institución autó-noma cuyo principio fundamental tiene que ver esen-cialmente con el trabajo compositivo y la producción de objetos destinados a la mera contemplación estética, esto es, la producción de la “apariencia estética”. Pero, por otro lado, el arte pierde con ello parte del vigor y la importancia que las sociedades tradicionalmente po-dían otorgarle, incluso, bajo la figura de la exclusión y el rechazo. El arte tiende, pues, a convertirse en mera “apariencia estética” para la contemplación desintere-sada y, por ello mismo, su vigor se ve mermado. El arte moderno enfrenta así su propia neutralización como mercancía cultural integrada en un sistema que a su vez genera agudas contradicciones sociales.

Estas nuevas condiciones sociohistóricas son las que llevan al arte a su propio cuestionamiento como acti-vidad orientada hacia la construcción de una totalidad armónica a la que llamamos tradicionalmente “obra de arte”. El concepto de apariencia estética es usado por Adorno para referirse a ese proceso de objetivación de la obra como totalidad lograda. La connotación negati-va del concepto de apariencia en cuanto falsedad deja ver que la intención de Adorno con este concepto es,

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al mismo tiempo, expresar el cuestionamiento al que el propio arte somete los procesos de objetivación y pro-ducción de “obras”. En este sentido, el siguiente pasaje resulta muy revelador:

A quien mira las obras de arte desde muy cerca, las obras más objetivadas se le transforman en un hormi-guero; los textos, en sus palabras. Si se cree tener en las manos inmediatamente los detalles de las obras de arte, se deshacen en lo indeterminado e indife-renciado: hasta tal punto están mediadas. Ésa es la manifestación de la apariencia estética en la estruc-tura de las obras de arte. Lo particular, que es el ele-mento vital de las obras, se volatiliza; su concreción se evapora bajo la mirada micrológica. El proceso, que en cada obra de arte se convierte en algo objetual, se resiste a ser fijado en el eso de ahí y se deshace en el lugar de donde vino. La pretensión de objetivación de las obras de arte fracasa en ellas mismas (Adorno 2004, 139-140).

La apariencia estética implica, de un lado, el proceso compositivo y constructivo mediante el cual la obra de arte deviene precisamente obra, totalidad lograda; y, de otro lado, también implica el descubrimiento de este proceso en cuanto tal, es decir, en cuanto pura me-diación de elementos heterogéneos, múltiples, que es llevada a cabo o “puesta” a través de un trabajo compo-sitivo. Para Adorno el arte moderno ha acentuado esta condición “aparente” de la obra en cuanto totalidad lo-grada como respuesta a los procesos de modernización que lo han ido marginando como mero objeto de con-templación desinteresada. El modernismo estético y las vanguardias literarias, pictóricas y musicales represen-tarían, en términos generales, bajo la mirada adorniana, el continuo enfrentamiento del arte consigo mismo, con su propia condición constructiva y compositiva; de ahí las actitudes autoirónicas de los artistas, el interés de romper con procedimientos tradicionales de composi-ción (por ejemplo, el narrador omnisciente en la litera-tura, las relaciones tonales jerárquicas en música o la definición de las formas mediante gradaciones tonales en pintura) y de emplear materiales considerados como no-estéticos. Lo que para Benjamin (2008) era enten-dido como pérdida del aura de la obra de arte, Adorno lo entiende como crisis de la apariencia estética.3 Entre

3 Robert Kaufman traduce el problema de las formas artísticas que asu-men una actitud crítica respecto a su propia configuración estética como desarrollo de una especie de aura negativa. En la misma direc-ción adorniana, Kaufman sostiene que esta actitud autocrítica del arte es una forma de resistencia contra la estetización y la neutralización ideológica del arte contemporáneo (Kaufman 2002, 48).

tanto, lo que está en juego en esta crisis que pone al arte contra sí mismo es nada menos que la posibilidad de ex-presar un contenido de verdad mediante el cual salen a la luz contradicciones sociales agudas generadas por los propios procesos de modernización. La situación es pa-radójica para el arte, puesto que de su propio autocues-tionamiento surge la posibilidad de salvarse a sí mismo, es decir, de evitar la neutralización en la que recae como puro objeto de contemplación desinteresada.

La teorización adorniana de la crisis de la apariencia es-tética no puede, por tanto, desvincularse de la forma en que Adorno analizaba, junto con Horkheimer, los pro-cesos de desarrollo social de Occidente en Dialéctica de la Ilustración. Siguiendo a Albrecht Wellmer, estos procesos de desarrollo se pueden entender como una dialéctica de subjetivación y objetivación cuyo motivo básico es el sometimiento y la opresión, pero en la que al final, “la instancia opresora se torna a la vez en víc-tima sometida: la opresión sobre la Naturaleza interna, con sus impulsos anárquicos hacia la felicidad, es el precio a pagar por la formación de un sí mismo uni-tario, una formación que fue necesaria por mor de la auto-conservación y del dominio de la Naturaleza exter-na” (Wellmer 1993a, 16). En estos procesos la lógica que se impone es la de la primacía de los momentos de la totalidad sobre los momentos de la multiplicidad y la particularidad. La subsunción de la naturaleza a la razón significa, según Adorno, la reducción de los fe-nómenos a una síntesis abstracta, el concepto, que no solamente es incapaz de comprender lo particular del fenómeno y, en consecuencia, se limita a categorizarlo; sino que además estaría fundada en la presunción de que en el fondo los fenómenos son identificables. Dicha presunción es, para Adorno, la expresión de la necesi-dad de fijar lo particular y lo múltiple para hacerlo dócil a nuestros intereses.

Pensando se distancian los hombres de la naturaleza para ponerla frente a ellos de tal modo que pueda ser dominada. Como la cosa o el instrumento material, que se mantiene idéntico en distintas situaciones y así separa el mundo como lo caótico, multiforme y disparatado de lo conocido, uno e idéntico, el con-cepto es el instrumento ideal que se ajusta a todas las cosas en el lugar donde se las pueda apresar (Adorno y Horkheimer 2007, 53).

Esta lógica opera igual en el plano social, pues allí la es-pecificidad de los objetos y de las formas de vida de los individuos particulares (determinada por aquello en lo que invierten sus energías vitales) es reducida a función

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social y medida con la vara uniforme de las exigencias sociales y el valor de cambio. En esa dirección Adorno se pronunció en una de sus conferencias sobre sociolo-gía dictada durante el período de posguerra:

El carácter abstracto del valor de cambio confluye, previamente a cualquier estratificación social con-creta, con el dominio de lo general sobre lo particu-lar, de la sociedad sobre quienes son sus miembros a la fuerza. Ese carácter abstracto no es socialmente neutral, como hace creer la lógica del proceso de reducción a unidades tales como el tiempo de trabajo social promedio. En la reducción de los hombres a agentes y soportes del intercambio de mercancías se oculta la dominación de los hombres sobre los hom-bres (Adorno 2005, 13).

A este tipo de lógica que reduce la particularidad y la multiplicidad a la totalidad del sistema social y de com-prensión, el arte responde poniendo en crisis el concep-to mismo de obra y la aspiración que ésta conlleva de consumarse como totalidad. La crisis de la apariencia estética (y su correlato de la pérdida del aura en tér-minos benjaminianos) puede así entenderse como el rechazo artístico de la lógica social de la primacía de la totalidad sobre lo particular. En vez de reforzar esa lógica, el arte parece adoptar una actitud abiertamente inversa, la de mostrar el revés de esas totalidades, su carácter artificial y contingente, mientras que al mismo tiempo intenta abrir un espacio para el reconocimiento de lo múltiple y lo particular.

Este comportamiento del arte, que lo lleva a cuestionar-se a sí mismo en virtud de mantener las posibilidades de expresar las contradicciones sociales de un momento histórico como el de las sociedades burguesas moder-nas, nos conduce a determinar de una manera mucho más radical el concepto de autonomía que Adorno le confiere al arte. En lugar de entender este concepto de autonomía del arte exclusivamente en el sentido de la independencia que éste recibe respecto a otras esferas de valor (como la moral, la ciencia o la religión), como pro-ducto de un proceso sociohistórico de institucionalización; Adorno entiende el concepto de autonomía estética también en el sentido de la autoconciencia crítica de unas determinadas condiciones históricas que se mani-fiesta mediante las obras de arte particulares. Siguiendo la interpretación de Gregg M. Horowitz sobre ese con-cepto, para Adorno la autonomía estética es alcanzada por el arte en cuanto forma de articulación sensible de la autoconciencia histórica en la cual se plantean las tensiones constantes entre lo que meramente existe y la

posibilidad de un estado de cosas diferente (Horowitz 1997, 263-264). De este modo, la crisis de la apariencia estética que el arte moderno introduce en sí mismo ma-nifiesta a un tiempo tanto la constitución autónoma del arte frente a sus condicionamientos históricos como el ejercicio de autoconciencia histórica de la modernidad. Como sostiene Adorno, el arte se convierte en una for-ma inconsciente de historiografía y expresa en sí mismo una lógica exterior, vale decir, social, que, sin embargo, altera radicalmente.

contenido de veRdad como sobeRanía

El concepto de apariencia estética está directamente correlacionado con el de contenido de verdad de las obras de arte particulares. Más aún, Adorno le otorga en el siguiente pasaje una importancia radical a esta in-terconexión:

En la paradoja del tour de force de hacer posible lo imposible se enmascara la paradoja estética por antonomasia: cómo puede conseguir el hacer que aparezca algo no hecho; cómo puede ser verdadero lo que de acuerdo con su propio concepto no es ver-dadero. Esto sólo es pensable del contenido en tanto que diferente de la apariencia, pero ninguna obra de arte tiene al contenido de otra manera que mediante la apariencia, en la propia figura de la apariencia. Por eso el centro de la estética sería la salvación de la aparien-cia, y el derecho enfático del arte, la legitimación de su verdad, depende de esa salvación (Adorno 2004, 147).

La difícil cuestión del contenido de verdad y la aparien-cia estética es entendida por Wellmer como una contra-dicción insuperable que responde, en última instancia, al carácter utópico del pensamiento adorniano y a un estrecho marco de interpretación del desarrollo cogniti-vo y lingüístico de los seres humanos. Sin embargo, esta inquietante remisión contradictoria de la apariencia estética a un contenido de verdad que al mismo tiem-po parece negar puede ser vista como el principal pro-blema de la estética moderna legado por Adorno, como sugiere Christoph Menke. Para captar adecuadamente las potencialidades críticas y transformadoras del arte y de la experiencia estética en la actualidad habría que “defender la determinación bipolar” de tal experiencia “contra los que, desde diferentes frentes, no quieren ver en ello más que una nostálgica supervivencia” (Menke 1997, 16). El punto de partida de Menke radica en la idea de que la lógica de la apariencia estética y la lógica del contenido de verdad pueden entenderse si se acla-

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ra el concepto de negatividad estética. Si bien Adorno presta un marco filosófico desde el cual buscar la arti-culación de estas dos lógicas, sin embargo, su propia teoría parece ser insuficiente para aclarar los términos de esta articulación. Desde el punto de vista de la lógica de la apariencia estética Menke propone entenderla a partir de una idea de negatividad estética especificada en términos semióticos. Así, pues, aquella idea de una totalidad lograda que se autocuestiona, como ya la he-mos esbozado antes, es reinterpretada por Menke en términos de un proceso negativo en el que entran en una tensión continua las posibilidades de comprensión y de sentido de la obra y los elementos que han sido tomados en ella como materiales significantes. La apa-riencia estética no es más que esta lógica negativa en la cual el intento de fijar una totalidad significativa resul-ta siempre interrumpido o “indefinidamente aplazado” por vía de la remisión constante de esa totalidad a lo particular de los múltiples elementos que la integran. Así, pues, el intento de comprensión de la obra de arte resulta siempre paradójico:

la síntesis estética es ciertamente síntesis de lo diverso, pero al mismo tiempo, lo múltiple se opone irreductiblemente a su síntesis. Y, pese al rechazo de la síntesis, no es lo diverso una pura multiplicidad; sólo existe con relación a la síntesis. La síntesis y lo múltiple no existen más que lo uno por lo otro y con-tra lo otro, simultáneamente (Menke 1997, 99).

Para Menke esta lógica negativa es el principio propio del arte en cuanto campo autónomo que no se subor-dina a ninguna otra esfera de actividad no estética. Es decir, esta lógica negativa constituye el principio mismo de la autonomía estética.4

Al mismo tiempo, esta lógica negativa acarrea conse-cuencias radicales que van más allá del campo estético y que Menke vincula con la idea adorniana del conte-nido de verdad del arte. La continua remisión de una totalidad de sentido a sus elementos constitutivos, de un intento de comprensión al proceso de correlación de multiplicidad de elementos, abre la posibilidad de que la comprensión misma venga a ser reflexionada y perci-

4 Vale anotar de pasada que esta definición no parece inconsistente con la idea de Horowitz ya citada, según la cual el principio de autonomía implica un acto de autorreflexión crítica de determinadas configuracio-nes históricas. Lo que hace concurrir, en mi opinión, ambas caracteri-zaciones de la autonomía consiste en que la negatividad estética–como la plantea Menke apelando a la tensión entre formas de comprensión y elementos significativos– muestra la estructura semiótica que explica la manera en la que las formaciones históricas vienen a ser reflexiona-das en la obra de arte.

ba su propio carácter contingente. “Así, la experiencia de la génesis de la significación, en cuanto que es lo otro de la comprensión, se convierte en una experiencia en contra de la comprensión; es una experiencia que tropieza en su propia andadura” (Menke 1997, 132). La apertura de la comprensión a su propio carácter pro-cesual y contingente constituye el motivo por el cual Adorno vincula la apariencia estética con un contenido de verdad que afecta las esferas no estéticas y posee un potencial de crítica social (como veremos, un poten-cial que puede llamarse político). Menke reinterpreta la idea del contenido de verdad en términos de “soberanía” del arte refiriéndose en primera instancia a la relevan-cia que el arte tiene más allá de su propio campo sobre esferas no estéticas de actuación y de discurso. Aprove-chando el marco de interpretación que Menke propo-ne, la tensión que Adorno introduce en su concepto de “contenido de verdad” entre lo hecho y lo no hecho, lo contingente y lo esencial, puede entenderse como una tensión entre el carácter siempre limitado de nuestros discursos y nuestra expectativa constante de afirmación de sentido. Esta tensión es introducida por el arte en los discursos no estéticos a partir de la propia lógica de la negatividad estética, y no porque lo estético remita a un sentido superior metafísico o teológico en el que se re-solverían las contradicciones sociohistóricas modernas. Se trata más bien de que la lógica negativa de la apa-riencia estética ejerce una fuerza subversiva al proyec-tarse sobre los discursos no estéticos y hacerlos perder su propia apariencia fantasmagórica de verdad esencial o totalidad de sentido lograda. El contenido de verdad del arte puede ser entendido como esta proyección de efectos transgresores en los ámbitos no estéticos que hace que éstos muestren sus propias contradicciones y su carácter eminentemente contingente.

Es importante reconocer que tanto Habermas como Wellmer han hecho una crítica radical a la forma ro-mántica de entender y valorar el arte como una instan-cia en la cual se resolverían las contradicciones (o al menos se tendría la imagen de su resolución), dado su carácter superior y metafísico. “La experiencia estética es para Adorno el lugar en el que el contenido de verdad de la metafísica se torna aprehensible y evidente en tér-minos sensibles. Con ello queda señalada otra huella, la huella decisiva de una razón mejor en el seno de la mala existente, que la teoría crítica puede seguir en su tentativa de pensar dentro del plexo de obcecación y más allá de éste” (Wellmer 1994, 24).5 De tal modo,

5 Estas contradicciones también son señaladas por Habermas (1981, 490-491).

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sería ingenuo tratar de ignorar que existen momentos en los que el pensamiento de Adorno está bajo este modelo romántico de comprensión de la estética; y, sin embar-go, tampoco se podrían desconocer los momentos en los que va más allá de esa influencia romántica y reconoce sin nostalgia los procesos de diferenciación y racionali-zación social como procesos históricos a los que no se puede renunciar. En este sentido, su idea de que el arte posee un potencial crítico que afecta esferas no estéti-cas no se puede entender como una intención regresi-va hacia la desdiferenciación, como ya había advertido Susan Buck-Morss (Buck-Morss 1981, 270). Lo que no se puede negar, con todo, consiste en que habría que entender mejor el problema de la relación del campo estético con las demás esferas de valor. Precisamente, este problema puede llevarnos al tema del valor político del arte, puesto que implica entender cómo la esfera estética, en cuanto ejerce su lógica negativa, no viene ni a conformarse con un lugar bien delimitado dentro de los sistemas sociales dentro de cuyos límites perma-nece tranquilamente, ni tampoco podría entrar en juego armónico con las esferas de valor no estéticas, pues su negatividad corroe las formas de comprensión validadas en tales esferas. Por tanto,

[…] la relación de la esfera estética diferenciada con las otras dimensiones de la razón no puede adoptar nunca la forma de una interacción en el seno de la racionalidad comunicativa del mundo vivido, porque su negatividad total no mantiene una relación de yux-taposición, ni de composición, con los discursos no estéticos. Su ubicuidad potencial provoca en ellos más bien la apertura de una crisis irresoluble. Aquello que ocasiona en otro un problema irresoluble, no puede al mismo tiempo conciliarse con él (Menke 1997, 289).

A esta relación polémica del arte con las distintas esfe-ras de valor diferenciadas que conforman la estructura moderna de la sociedad podemos llamarla “política”, en el sentido de que instaura precisamente una exigencia de cambio, en vistas del carácter contingente y limitado de tales formaciones sociales.6 El concepto de reconci-liación, a pesar de sus resonancias teológicas y román-ticas, parece obedecer en el pensamiento adorniano a este tipo de transformaciones exigidas sobre la base del carácter problemático descubierto en las estructuras so-ciales. De ahí que sea necesario reinterpretar también

6 Sin embargo, Menke (2008, 72-74) enfatiza en otro lugar que el efecto de la experiencia estética sobre las prácticas y los discursos no estéti-cos tiene que ver con la suspensión de los juicios y criterios normativos. En ese sentido, Menke sostiene que la experiencia estética no puede entenderse como una forma directa de crítica.

el concepto de reconciliación bajo la luz de un concepto de política revitalizado.

Reconciliación y política: “RememoRación de lo múltiple”7

El efecto que la lógica de la negatividad estética genera sobre los discursos y las prácticas no estéticas parece ser el contexto adecuado para reinterpretar el concepto adorniano de reconciliación [Versöhnung], a juzgar por tesis que a primera vista suenan tan extrañas como és-tas: “la identidad estética ha de socorrer a lo no-idéntico [Nichtidentischen] que es oprimido en la realidad por la imposición de la identidad” (Adorno 2004, 13); “el arte no significa, de acuerdo con la receta clasicista, recon-ciliación: ésta es su propio comportamiento, que capta lo no-idéntico” (Adorno 2004, 182). A partir de nuestro análisis precedente del cuestionamiento que el arte in-troduce en su propia síntesis estética (apariencia esté-tica) y de los efectos que esta suspensión conlleva para los discursos no estéticos (contenido de verdad), pode-mos también reinterpretar los conceptos de identidad y no identidad. La identidad obedecería, según esta pro-puesta interpretativa, a las síntesis constituidas median-te las cuales se otorga sentido, esto es, a las formas de comprensión logradas; en cuanto la no identidad corres-pondería a la suspensión de esas síntesis constituidas mediante la remisión al propio carácter procesal y con-tingente de la síntesis y a los materiales heterogéneos que la constituyen, esto es, al aplazamiento indefinido de la comprensión. Si la identidad de la obra de arte (su propio ejercicio de síntesis y de totalidad) suspende al mismo tiempo el principio de identidad, esto podría entenderse en el sentido de que abre el ejercicio de la producción de sentido a su carácter contingente. La idea de reconciliación parece poder interpretarse desde este punto de vista como una forma de producción de sentido y de estructuración de los estados de cosas tal que no pierde de vista su propio carácter contingente y provisional. Antes bien, el tipo de comportamiento que la obra artística ejerce, y que Adorno llama “reconcilia-ción”, parece asumir por sí mismo una posición contra-ria al cierre de los procesos de producción de sentido. La actitud de resistencia contra los cierres de la com-prensión y el sentido es lo que constituye, según esta propuesta de lectura, el núcleo mismo de la idea ador-niana de reconciliación, a la cual está vinculada, por su parte, la idea adorniana de dialéctica:

7 Subtítulo extraído de Adorno (2008a, 18).

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La dialéctica desarrolla la diferencia, dictada por lo universal, de lo particular con respecto a lo univer-sal. Mientras que ella, la cesura entre sujeto y objeto penetrada en la consciencia, es inseparable del sujeto […], tendría su fin en la reconciliación. Ésta liberaría lo no idéntico, lo desembarazaría aun de la coacción espiritualizada, abriría por primera vez la multipli-cidad de lo diverso, sobre la que la dialéctica ya no tendría poder alguno. La reconciliación sería la reme-moración de lo múltiple ya no hostil, que es anatema para la razón subjetiva (Adorno 2008a, 18).

El valor político del concepto de reconciliación que aca-bamos de replantear no puede ser correctamente capta-do si lo político es conceptualizado en términos de una forma de negociación de intereses particulares o de una ética de los principios mismos de negociación. Habría, por el contrario, que sacar el concepto de lo político de este contexto de interpretación, al parecer dominante, y situarlo en un contexto diferente que acentúe el aspecto polémico de la política. Tal comprensión de lo político propongo buscarla en el pensamiento de Jacques Ran-cière. Los elementos que integrarían lo que Rancière llama política serían básicamente los siguientes: en pri-mer lugar, el fenómeno político implica la instauración de un escenario en el que hace su aparición pública aquello que en las circunstancias acostumbradas debe-ría permanecer invisible y oculto, es decir, por fuera de los escenarios públicos. En segundo lugar, dicha apari-ción implica que se reconoce al mismo tiempo tanto la prohibición del aparecer como el carácter contingente de tal prohibición, y, por tanto, la posibilidad de anular dicha prohibición y cancelarla o ponerla en crisis preci-samente mediante la aparición. Y en tercer lugar, la po-lítica, este escenario de aparición y de cuestionamiento de las reglas de juego previstas y asumidas, supone un litigio sobre la posibilidad misma de la discusión con –y el reconocimiento de– aquellos que no son vistos como instancias de interlocución válidas. Puede obser-varse claramente que el litigio político no tiene que ver con intereses personales ni de grupo social, sino con el contraste entre un orden social establecido en el que han sido asignados roles y jerarquías, y el carácter con-tingente de tales órdenes a la luz del cual estos roles y jerarquías pueden ser disueltos o transformados (Ran-cière 1996, 127).

La lógica de lo político que Rancière describe, aquí es-cuetamente esbozada, parte precisamente de la ruptura que se introduce o se hace aparecer dentro de estruc-turas de sentido que han sido institucionalizadas y que dan forma a determinados modos de orden social. Es

esta introducción de la ruptura lo que la hace concordar con la idea adorniana de resistencia contra el cierre de las formas de comprensión y organización del mundo. Dicha ruptura no puede pensarse sin el momento que en la terminología adorniana equivale a lo no idéntico y que nosotros hemos venido interpretando en el sentido de la recuperación del carácter procesal y contingente de todo ejercicio de comprensión. De ahí, precisamen-te, que el arte posea un valor político que no podemos confundir con la participación en pujas ideológicas o partidistas, ni con el juego más actual de la representa-tividad de las identidades en el gran espacio multicultu-ral. Antes bien, este valor político del arte consistiría en la puesta en crisis de nuestras formas de comprensión y de organización social por medio del descubrimiento de los modos específicos en los que se constituyen tales estructuras, es decir, mostrando cómo operan sobre los elementos particulares y múltiples para convertirse en formas de comprensión y de orden social. Es precisa-mente el descubrimiento de que el orden y la compren-sión no son “propios” y de que cada elemento particular integrado en tales estructuras no ocupa “su” lugar, sino un lugar contingente y, por tanto, impropio, lo que intro-duce una crisis y exige la transformación de las estruc-turas sociales y de los discursos que las soportan. La no identidad hacia la que, según Adorno, las obras de arte se orientan desde su propia lógica negativa, desde su propia constitución estética, consiste en este tipo de descubri-miento polémico que afecta directamente las esferas no estéticas y que ahora podemos llamar también político.

Adorno brinda un ejemplo de esta potencialidad del arte en uno de sus ensayos sobre literatura más conocidos, el “Discurso sobre poesía lírica y sociedad”. En uno de los pasajes clave de este texto, se refiere a la forma en la que la poesía lírica abre la posibilidad de que el sujeto se descubra a sí mismo como componente social sobre el cual actúan condicionamientos y se aplican formas de comprensión establecidas.

El auto-olvido del sujeto que se somete al lenguaje como a algo objetivo y la inmediatez e involunta-riedad de su expresión son lo mismo: así media el lenguaje poesía lírica y sociedad en lo más íntimo. […] El instante de auto-olvido en que el sujeto se sumerge en el lenguaje no es su sacrificio al ser. No es de violencia, tampoco de violencia contra el sujeto, sino de reconciliación; el lenguaje mismo no habla más que cuando ya no habla como algo ajeno al sujeto, sino como la voz propia de éste. […] Pero esto remite a la relación real entre individuo y sociedad. No es meramente que el individuo esté socialmente

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mediado en sí, no es meramente que sus contenidos sean al mismo tiempo sociales. Sino que, a la inversa, tampoco la sociedad se forma y vive más que gracias a los individuos cuya quintaesencia ella es. […] En el poema lírico el sujeto niega, mediante identificación con el lenguaje, tanto su mera contradicción monadoló-gica de la sociedad como su mero funcionamiento en el seno de la sociedad socializada (Adorno 2003b, 56).

Adorno muestra así que, una vez se ha reconocido como elemento social, el sujeto parece paradójicamente recu-perarse a sí mismo, puesto que logra abrir la oportunidad de pensar y experimentar su propia subjetividad como algo que no puede ser reducido a elemento social deter-minado. Descubrir que la sociedad ha construido de un cierto modo específico la idea de subjetividad implica asumir que ésa es una configuración contingente que debe mantenerse abierta al cambio. El efecto que en este caso particular generaría la poesía lírica, siguiendo a Adorno, tiene así que ver directamente con la crisis en la que sumerge los discursos y las prácticas no estéticos que determinan las maneras de comprender la subjetivi-dad y los roles que se le asignan. En el caso concreto de la poesía lírica esta ruptura ocurre mediante el lenguaje, que debe ser simultáneamente mostrado en su condi-ción de instrumento social de determinación del sujeto (algo “objetivo”) y apropiado como medio de liberación de tales condicionamientos (expresión subjetiva). Al pri-mer movimiento lo llama Adorno autoolvido del sujeto, y al segundo, sujeto expresivo (el sujeto de la poesía lírica, justamente). Lo político residiría en la tensión entre un modo concreto de orden social y el reconocimiento de que tal orden no puede cerrarse sobre sí mismo más que ejerciendo violencia y excluyendo formas diferentes de comprensión (o en este caso, de subjetivación); lo polí-tico, en otras palabras, sería esta reflexión del carácter limitado y limitante de las formas de orden social en el seno mismo del orden social.

Si entendemos el concepto de reconciliación política-mente (como evento polémico que cuestiona unas de-terminadas estructuras sociales desde dentro, vale decir, mostrando sus propias limitaciones y contradicciones), entonces debemos liberarlo también de sus resonancias teológicas. Adorno también da muestras de este intento al situar la reconciliación dentro del contexto de una historia humana antagónica (Adorno 2008a, 294-295). Allí la reconciliación no puede ser sino un conflicto que resurge y recibe múltiples formas de respuesta, así como también puede ser interpuesto desde diferentes posiciones que reconocen la precariedad de los órdenes sociales. Habría que abandonar sin nostalgias la idea

de reconciliación en todo lo que hay en ella de utopis-mo romántico, como han señalado correctamente Ha-bermas y Wellmer (Habermas 1989; Wellmer 1993a y 1993b); pero quizá no descubramos en esta idea ador-niana sus potencialidades ni su actualidad si en su lugar asumimos la racionalidad comunicativa como respuesta definitiva a las antinomias entre totalidad y particula-ridad, identidad y no identidad. Antes bien, la propia crítica de la racionalidad comunicativa8 y una relectu-ra de tales tensiones podrían acercar la negatividad del pensamiento de Adorno a la reflexión acerca de las lógi-cas estéticas y políticas contemporáneas. Al final, de la idea de reconciliación quizá no sea posible sino retener este momento de apertura al carácter contingente de las estructuras sociales de comprensión y comportamiento. Pero si esta apertura significa una vigorización del con-cepto de política en términos de la manifestación y el reconocimiento de los desajustes internos de las estruc-turas sociales, entonces no sería despreciable detenerse nuevamente a pensar su contenido y su lógica.

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8 Como, por ejemplo, propone Rancière (1996, 62-81). Otros autores que cuestionan la interpretación en clave de racionalidad comunicativa del pensamiento adorniano son Vicente Gómez (1998), Mateu Cabot (1993), Lambert Zuidervaart (1991) y Simón Jarvis (1998).

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Apariencia estética y reconciliación: arte y política en Adornomario alejandro molano Vega

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por Diego PAreDeS*Fecha de recepción: 30 de junio de 2009Fecha de aceptación: 21 de agosto de 2009Fecha de modiFicación: 13 de septiembre de 2009

* Magíster en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. Entre sus publicaciones recientes se encuentran: La crítica de Nietzsche a la democracia. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009; Pensar la pluralidad. Al Margen 21-22:174-181, 2007; El paradigma en la biopolítica de Giorgio Agamben. En Normalidad y excepcionalidad en la Política, ed. Leopoldo Múnera, 109-124. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2008. Actualmente se desempeña como profesor de cátedra de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad del Rosario, del Departamento de Humanidades de la Universidad Autónoma de Colombia y del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: [email protected].

De la estetización de la política a la política de la estética

ResumenEl artículo busca mostrar que la concepción misma del campo estético condiciona la relación entre arte y política. Para esto explora, en primer lugar, el vínculo encontrado por Walter Benjamin entre l’art pour l’art y la “estetización de la política”, para después contrastarlo con la “política de la estética” y la “estética de la política”, que Jacques Rancière ubica en el centro de la discusión de lo que él llama la “división de lo sensible”. El texto señala que una estética autónoma y autorreferencial conduce a una política estetizada, mientras que una estética intrínsecamente política ilumina el potencial liberador del arte.

PalabRas clave: Estetización de la política, estética de la política, política de la estética, Walter Benjamin, Jacques Rancière.

From the Aestheticization of Politics to the Politics of AestheticsabstRactThis article seeks to show how different conceptions of aesthetics can determine the relationship between art and politics. To achieve this, it first explores the link found by Walter Benjamin between l’art pour l’art and the “aestheticization of politics.” It then compares this idea to the “politics of aesthetics” and “aesthetics of politics,” which Jacques Rancière locates in the heart of what he calls the “distribution of the sensible.” The article highlights how autonomous aesthetics leads to an aestheticization of politics, while an inherently political aesthetics illuminates the liberating potential of art.

Key woRds:The Aestheticization of Politics, the Aesthetics of Politics, the Politics of Aesthetics, Walter Benjamin, Jacques Rancière.

Da estetização da política à política da estéticaResumoO artigo tenta apresentar que a própria concepção do âmbito estético condiciona a relação entre a arte e a política. É por isso que explora, primeiro, o vínculo encontrado por Walter Benjamin entre l’art pour l’art e a “estetização da política”, para depois fazer contraste com a “política da estética” e a “estética da política” que Jacques Rancière coloca no centro da discussão daquilo que ele chama de “divisão do sensível”. O texto diz que uma estética autônoma e auto-referencial gera uma política estetizada, enquanto uma estética intrinsecamente política ilumina o potencial de liberação da arte.

PalavRas chave:Estetização da política, estética da política, política da estética, Walter Benjamin, Jacques Rancière.

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L a frase “fiat ars, pereat mundus”, utilizada por Walter Benjamin para describir el fascismo, condensa, de manera excepcional, la compleja relación existente entre l’art pour l’art y la llamada “estetización de la po-lítica” (Benjamin 1982, 57). El arte por el arte es aquel que expulsa de sí cualquier consideración extraestética, es el arte autorreferencial y absolutamente autónomo que se preocupa sólo por sí mismo y deja por fuera todo reparo cognitivo, histórico, ético o social. Lo importante en esta concepción del arte es que la obra pueda reali-zarse a toda costa, incluso aunque perezca el mundo. De esta forma, el arte por el arte tiene como único cri-terio el mérito estético: “¿Qué importan las víctimas si el gesto es bello?”,1 ¿qué importa la muerte de un individuo si esto permite la creación de una obra in-mortal? Si lo único relevante es la belleza de la obra, toda otra pauta que pueda juzgar los acontecimientos se torna prescindible. Ahora bien, cuando dicho criterio de la total autonomía del arte se traslada al ámbito de la política se produce una estetización de la misma. El ejemplo más palpable de dicha forma de estetización lo vio Benjamin en la aplicación del criterio de lo bello a la guerra. En principio, esta última le sirvió al fascismo para organizar a las masas, pero, además, su exaltación, en términos estéticos, fue una importante herramienta para fijar la atención exclusivamente en el valor estético y excluir cualquier otro tipo de juicio.

Ciertamente, fue Walter Benjamin uno de los prime-ros en captar la profunda peligrosidad del arte por el arte y sus aspiraciones de autorreferencialidad. Con la expresión “estetización de la política” señaló las conse-cuencias de concebir un arte absolutamente autónomo y también condicionó, hasta cierta medida, cualquier tipo de discusión sobre la relación entre estética y po-lítica. Sin embargo, la frase final de su conocido escri-to “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” deja abierta la posibilidad de concebir otro tipo de relación entre estos dos ámbitos. Dice Benjamin que al esteticismo de la política que el fascismo propugna, “el comunismo le contesta con la politización del arte” (Benjamin 1982, 57). Aunque por diversas razones no nos interesa en este artículo especular sobre lo que

1 Frase pronunciada por el poeta simbolista Laurent Tailhade ante una bomba arrojada a la Cámara de Diputados francesa en 1893 (Jay 2003, 146).

Benjamin entiende por este último tipo de politización, sí es importante anotar que dicho pensador resalta que la estetización de la política no es la única alternativa. Por eso, en las siguientes líneas se tratará de explorar una relación entre estética y política que no sucumba ante la estetización de esta última. Claramente, tenien-do en cuenta lo expuesto hasta el momento, dicha rela-ción tendrá que pasar por una concepción de la estética que trascienda el arte por el arte y ponga de manifiesto que la obra de arte no es absolutamente autónoma.

Jacques Rancière ha sido uno de los pensadores que, recientemente, más ha insistido en distanciarse de una política estetizada argumentando que arte y política no son dos realidades separadas. Rancière sostiene que ambas se encuentran en relación, ya que son dos for-mas de división2 de lo sensible. El régimen estético del arte no es una esfera completamente independiente y autorreferencial, sino que “implica en sí mismo una de-terminada política” (Rancière 2005, 55). Para Rancière, lo sensible, es decir, aquello que puede ser aprehendido por los sentidos, constituye un espacio común que, sin embargo, contiene ciertas delimitaciones determinadas por la distribución de sus lugares y partes. Como lo ve-remos más adelante, tanto el arte como la política inter-vienen en la división de este espacio común y, por ende, se encuentran estrechamente interrelacionados. Siendo así, la postura de Rancière no incurre en una política estetizada ni en un arte políticamente comprometido dedicado únicamente a la denuncia y a la propaganda, sino que traza los contornos de un arte que ya contiene en sí mismo una relación implícita con la política, una relación que pasa por la reconfiguración del espacio pú-blico y visible.

Teniendo en cuenta estos planteamientos de Rancière sobre la relación entre estética y política, en el presen-te artículo buscaremos mostrar que, como ya lo había advertido Benjamin, la misma concepción del campo estético condiciona su relación con la política. Para esto exploraremos, por una parte, el modo como la au-tonomía absoluta del arte conduce a diversas formas de estetización de la política y, por otra, siguiendo a Rancière, intentaremos señalar que una estética in-trínsecamente política se ubica en las antípodas de la estetización de esta última y, por ende, ilumina el potencial liberador del arte.

2 El término en francés utilizado por Rancière es “partage”. Éste es tra-ducido al inglés como “distribution”, y en las traducciones al castella-no, en ocasiones, se vierte como “división”, y en otras, como “partición”. Para los fines del presente artículo utilizaré indistintamente los térmi-nos “división”, “partición” y “distribución”.

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la autonomía absoluta del aRte y la estetización de la política

En su texto “La ideología estética como ideología o ¿qué significa estetizar la política?”, Martin Jay nos recuerda que Benjamin, en un ensayo de 1930, ya había reco-nocido en la “tecnología de la muerte y la movilización total de las masas” la transferencia de los preceptos de l’art pour l’art a la guerra (Jay 2003, 143). Sin embargo, es fundamentalmente en el célebre ensayo de 1936, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, donde Benjamin introduce la expresión “estetización de la política”. En su ensayo, el pensador alemán busca examinar los cambios que las nuevas técnicas de repro-ducción han ocasionado en la naturaleza y recepción de la obra de arte, reflexionando además sobre la utilidad política que tiene la obra, según las nuevas condiciones de producción. Aunque el escrito está atravesado por temas que no pueden ser examinados aquí –como las complejas tensiones que introduce la noción de “aura” y el sugestivo examen de la fotografía y el cine–, es apre-miante resaltar una preocupación que recorre el ensayo de Benjamin y que posee especial pertinencia para el interés del presente trabajo: la relación de la obra de arte con el fascismo. El punto principal de Benjamin consiste en señalar que el fascismo no puede ser com-prendido sin los sucesos generados por la época de la reproducción técnica. Así, bajo las nuevas condiciones de producción, el fascismo intenta organizar a las masas permitiéndoles expresarse, sin modificar el régimen de la propiedad privada. La materialización de esta inten-ción es la guerra, ya que en ella se da una meta a los movimientos de masas y se movilizan todos los nuevos medios técnicos, dejando inalteradas las condiciones de propiedad (Benjamin 1982, 56).

De ahí que Benjamin insista con tanta firmeza en el riesgo de la glorificación fascista de la guerra. Precisa-mente, la exaltación y la idealización de esta última es lo que Benjamin entrevé como una transferencia de cri-terios estéticos al campo de lo político. Como un primer ejemplo, es pertinente recordar el Manifiesto futurista de Marinetti, al cual Benjamin hace referencia. En él se afirma que “la guerra es bella, porque inaugura el sueño de la metalización del cuerpo humano. La guerra es bella, ya que enriquece las praderas florecidas con las orquídeas de fuego de las ametralladoras. La guerra es bella, ya que reúne en una sinfonía los tiroteos, los cañonazos, los altos al fuego, los perfumes y olores de la descomposición” (Benjamin 1982, 56). Dado que la belleza estética vale por sí sola y es puesta por encima de cualquier consideración ética o social, nos encontra-

mos en el manifiesto de Marinetti frente a una forma de estetización de la política. Lo que importa aquí es el arte por el arte, y no la destrucción, el dolor y la desolación que pueda ocasionar la guerra. Las balas que causan víctimas humanas son “orquídeas de fuego”, mientras que el ruido de las armas es calificado con criterios mu-sicales. En esta descripción de la guerra prima, enton-ces, la satisfacción artística y se deja conscientemente de lado cualquier pauta no estética. Importa poco la justicia o injusticia de la guerra, como también tienen escasa relevancia los daños que ésta pueda ocasionar, ya que lo que realmente se debe tener en cuenta es el criterio de lo bello. La transferencia del disfrute estético al campo de la guerra es, para Benjamin, una muestra paradigmática de cómo se estetiza la política, al punto de que ésta sólo es medida por su belleza.3 Por eso, en la época de la reproductibilidad técnica de la obra de arte, la guerra estetizada pone de manifiesto que la hu-manidad ha llegado a un grado de autoalienación que le permite “vivir su propia destrucción como goce estético de primer orden” (Benjamin 1982, 57).

Este diagnóstico benjaminiano recoge sugestivamente las consecuencias últimas del arte por el arte, principal-mente desde el lado de la experiencia estética del es-pectador. La estetización de la política lleva a su punto máximo la absoluta autonomía de la obra de arte y, por eso, la realiza de manera acabada. La obra que vale por sí misma, que es completa y plenamente autosuficiente, evade las preguntas éticas y políticas desatadas por la glorificación de un acontecimiento bélico que genera el exterminio de seres humanos. En la medida en que el único criterio es estético y todo parámetro extraestético es excluido, incluso la vida humana es sacrificada, en aras del mérito artístico. Con esto no sólo se evidencia lo problemático que resulta la extrapolación del criterio estético al ámbito de la política, sino, más radicalmen-te, la concepción de la estetización de la política como proyecto aún no realizado del arte autónomo. En otras palabras, la obra de arte autotélica es la génesis de una política estetizada.

La anterior conclusión, igualmente, puede extraerse de un segundo sentido de la estetización de la política que, si bien no depende de la exaltación de la guerra, también puede considerarse como la inclusión de crite-rios estéticos en el ámbito de lo público. Este segundo

3 Precisamente, en una reseña de 1930, Benjamin sostiene que en el texto “Guerra y guerreros”, editado por Ernst Jünger, se presenta una nueva teoría de la guerra, “que tiene su origen rabiosamente decadente inscrito en la frente”, ya que “no es más que una transposición descara-da de la tesis de L’art pour l’art a la guerra” (Benjamin 2001, 49).

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sentido, muy relacionado con el anterior, no se aborda tanto desde la valoración estética de la obra de arte, sino desde la perspectiva del artista que “expresa su volun-tad dando forma a la materia informe” (Jay 2003, 148). De manera análoga a como el artista le imprime su se-llo a la materia bruta, dándole forma según su ideal de belleza, el gobernante impone su estilo a las masas sin ninguna otra consideración que su perfección creadora. Las personas se convierten así en material maleable, en masas pasivas esperando ser formadas por el gobernan-te-artista. Dicha concepción fue claramente adoptada por el fascismo italiano, tal como se evidencia en las siguientes palabras de Mussolini:

Cuando las masas son como cera en mis manos o cuando me confundo con ellas y quedo casi aplastado por ellas, me siento parte de la masa. Aun así persiste en mí cierto sentimiento de aversión, como el que experimenta el artista por el yeso que modela. ¿No rompe a veces el escultor en mil pedazos el bloque de mármol porque no puede darle la forma de la visión que concibió? (Citado en Jay 2003, 148).

En las anteriores palabras de Mussolini se vislumbra una clara estetización de la política que se concreta en la comprensión del ejercicio político como una crea-ción artística y en la primacía del criterio estético so-bre cualquier consideración ética, social o histórica. La presencia aquí del arte por el arte es innegable, ya que la actividad creativa del gobernante vale por sí misma. No importa si el escultor rompe el bloque de mármol en mil pedazos o si el gobernante sacrifica a cientos de personas; lo primordial es que su ideal de belleza pueda ser plasmado en la materia informe.

Al igual que Mussolini, Adolf Hitler consideraba la po-sibilidad de moldear a las masas a su antojo para impo-ner su voluntad de artista-gobernante. Esto puede ser directamente inferido de las grandes obras que Hitler le encargaba a su arquitecto Albert Speer. Elias Canet-ti, en su agudo ensayo “Hitler, según Speer”, muestra justamente el sorprendente vínculo entre los proyectos arquitectónicos de Hitler y el nacionalsocialismo. El no-torio interés de Hitler por las edificaciones monumenta-les con carácter imperecedero y por las enormes y pode-rosas construcciones pone de manifiesto la primacía de la grandeza del proyecto arquitectónico sobre cualquier consideración social relacionada con el bienestar de la ciudadanía. Precisamente, al reseñar el entusiasmo de Hitler por superar los monumentos arquitectónicos más significativos de la historia de la humanidad, Speer recuerda lo siguiente: “Su pasión de construir para la

eternidad lo llevó a desinteresarse totalmente de las es-tructuras de la comunicación, las urbanizaciones y las áreas verdes: la dimensión social le era indiferente” (en Canetti 1981, 231). Claramente, la indiferencia que aquí se presenta frente a la “dimensión social” es la otra cara de una arquitectura que sólo se interesa por el as-pecto decorativo y simbólico. Por ejemplo, al ordenar la construcción de una gran vía, Hitler tenía como único criterio su valor estético y se despreocupaba de solucio-nar las dificultades del transporte. Así, la solución de los problemas sociales como centro de cualquier obra arquitectónica pública era desplazada por el mérito ar-tístico de la edificación. Lo principal era realizar el ideal estético que le brindaba la anhelada inmortalidad al artísta-gobernador.

El delirio artístico del Führer, que únicamente se pre-ocupa por su obra, se vislumbra en el uso político que Hitler hacía de la arquitectura. Con el objetivo de for-mar a la masa informe, sus proyectos arquitectónicos eran instrumentos predilectos para la manipulación de sus súbditos. La masa era organizada a través de su in-clusión en las grandes edificaciones. En su texto, Ca-netti resalta este aspecto mostrando que los espacios arquitectónicos no son recipientes vacíos y neutrales: “Estas construcciones e instalaciones, que ya en el pa-pel tienen algo frío y reservado debido a sus dimensio-nes, están, en el espíritu de su constructor, llenas de masas que se comportan diversamente según el tipo de recipiente que las contenga o el grado de limitación que les sea impuesto” (Canetti 1981, 226). Precisamente, en el nacionalsocialismo el comportamiento de la masa era conscientemente dirigido haciendo uso de diversas construcciones. Hitler acudía a Speer con la intención de que éste diseñara plazas gigantescas para que la “masa abierta” tuviera la posibilidad de seguir creciendo; elaborara edificios de tipo cultual para la repetición de las “masas cerradas”; o edificara estadios deportivos, de forma circular, donde la masa pudiera verse a sí misma (Canetti 1981, 224-225). En cada uno de estos casos la arquitectura se entremezcla con la política para consu-mar la obra de arte deseada por el Führer. Aquí no se hace simplemente un uso político del arte, sino que la política misma se realiza como obra de arte. En esta política este-tizada el criterio fundamental de la creación artística es la consumación de la propia obra según su valor estético.

Tanto en lo mencionado por Benjamin con respecto al fascismo como en lo que Canetti resalta de Hitler según Speer, se pone de manifiesto una transferencia de los elementos estéticos al ámbito de la política. Ahora bien, como lo señalábamos unas páginas atrás, esta transfe-

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rencia tiene lugar en la medida en que se asume que la obra de arte es absolutamente autónoma e indepen-diente de cualquier consideración extraestética. Es el arte por el arte, la autorreferencialidad estética, lo que conduce directamente a una estetización de la política. Esto sucede tanto desde la perspectiva del juicio como desde el proceso de creación artística. En ambos casos se hace un énfasis en el arte encerrado en sí mismo, esto es, en el arte autorreferencial. En el caso de los ejemplos de Benjamin es evidente, ya que el criterio de lo bello es el único tenido en cuenta. En la estetización de la política propiciada por Mussolini y Hitler también hay una preeminencia del valor estético sobre cualquier otro valor pero, además, se presenta una política esteti-zada que se encarna en la figura del artista-gobernante. Desde esta perspectiva, la política es tratada como una obra de arte donde los ciudadanos se convierten en masas pasivas y maleables. El artista-gobernante debe formar a las masas como si éstas no fueran más que un material en bruto. En esta situación predomina una vez más la elaboración de la obra sobre toda otra considera-ción ética o social.

la política de la estética y la estética de la política

En “La división de lo sensible: política y estética”,4 Jacques Rancière sostiene que “hay una estética en el centro de la política que no tiene nada que ver con la discusión de Benjamin sobre la ‘estetización de la polí-tica’ específica de la ‘era de las masas’” (Rancière 2008, 13). En efecto, para Rancière la relación entre estética y política no debe entenderse a partir de dos ámbitos ab-solutamente separados que entran en conexión una vez los criterios de uno invaden el campo del otro, sino como un vínculo que ya habita en la definición misma de cada uno de los dos ámbitos. Por eso Rancière plantea que la relación entre arte y política debe ser entendida a partir del encuentro entre una “política de la estética” y una “estética de la política” (Rancière 2005, 55).

Para comprender a qué se refiere Rancière con estas dos expresiones, resulta conveniente detenerse breve-mente en lo que dicho pensador entiende por lo político (le politique) y por la política (la politique). Al igual que Hannah Arendt, Rancière considera que lo político es un asunto de apariencias, de la constitución de un esce-nario común donde los agentes se manifiestan a través

4 Este texto corresponde a un capítulo del libro The Politics of Aesthetics (Rancière 2008).

de la acción y el discurso. Ahora bien, este espacio de lo político es el topos donde tiene lugar un desacuerdo fundamental entre dos procesos heterogéneos, el des-acuerdo que se da entre el proceso de gobierno y el de igualdad, entre lo que Rancière llama “la policía” y “la política” (Rancière 2006, 17). El proceso del gobierno o policía distribuye de manera jerárquica lugares y funcio-nes fijas para los seres humanos que se reúnen en cierta comunidad. En palabras de Rancière, la policía es “un orden de lo visible y lo decible que hace que tal activi-dad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido” (Rancière 1996, 44-45). Siendo así, la policía, con su distribución jerárquica de inclusión y exclusión, instaura una ley que daña la norma de la igualdad en la cual se basa la política. Por eso, esta última debe verifi-car la igualdad de cualquiera con cualquiera, perturban-do el orden configurado por la policía. Esta perturbación se realiza cada vez que se hace visible aquello que no lo era. La política reivindica la igualdad en la medida en que redistribuye la configuración policial de lo sensible, haciendo que se manifieste la parte de los que no tienen parte. En otras palabras, la política se presenta cuando aquellos que no eran reconocidos como iguales a causa del orden de la policía deciden mostrar su igualdad ante todos los otros. Así, para Rancière la actividad política es “la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía ra-zón para ser visto, hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido” (Rancière 1996, 45).

De esta forma, lo que está en juego en el enfrentamien-to entre la policía y la política es un antagonismo entre divisiones heterogéneas de lo sensible que tiene lugar en el terreno de lo político. La política debe tratar el daño a la igualdad ocasionado por la policía, y para esto tiene que reconfigurar el espacio común de apariencias ins-taurando una nueva distribución de lo sensible. Aquel que no tiene parte, aquel que ha sido excluido de la igualdad, debe “igualarse” activamente apareciendo en la escena pública, y esto es lo que Ranciére considera un proceso de subjetivación. Lo interesante es que esta igualdad no se define como una petición de inclusión en el ámbito ya constituido, sino como una reconfigu-ración de ese mismo ámbito. La subjetivación es una ruptura con la policía, precisamente porque ella “vuelve a representar el espacio donde se definían las partes” (Rancière 1996, 45). Es por esta razón que Rancière insiste en que la política “es en primer lugar el conflicto acerca de la existencia de un escenario común, la exis-tencia y la calidad de quienes están presentes en él” (Rancière 1996, 41).

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Como es ahora más claro, Rancière habla de una “esté-tica de la política”, porque esta última tiene su propia estética. De hecho, lo que se manifiesta en la política es “la disputa misma acerca de la constitución de la es-thesis, acerca de la partición de lo sensible por la que determinados cuerpos se encuentran en comunidad” (Rancière 1996, 41). La política, en la medida en que verifica la ley de la igualdad y desestabiliza el orden de la policía, constituye estéticamente un espacio público donde se presentan disensos y conflictos de intereses y aspiraciones. En otras palabras, la política debe ser entendida como determinada división de lo sensible que establece “montajes de espacios, secuencias de tiempo, formas de visibilidad, modos de enuncia-ción que constituyen lo real de la comunidad política” (Rancière 2005, 55).

Siendo así, la propuesta de Rancière nos permite tras-cender la estetización de la política, porque la estética no es definida desde el arte autorreferencial, sino a par-tir de una experiencia sensorial que se encuentra en la base de la política. La estética determina aquello que se presenta, aquello que aparece. Ella intervie-ne en la delimitación del espacio y del tiempo, de lo visible y de lo invisible, de lo que es palabra y de lo que es mero ruido. En el fondo, Rancière apunta a que la estética se encuentra, de hecho, inmiscuida en uno de los problemas centrales de la filosofía políti-ca desde la Antigüedad: el problema de la definición de lo común. La división de lo sensible en la cual interviene la estética no es más que la delimitación de los bordes de lo común y lo propio. Esta división reparte los espacios, los tiempos y las formas de activi-dad de los individuos de una comunidad y, así, fija la participación de dichos individuos en lo común. De esta manera, la distribución de lo sensible revela en qué sentido cada individuo es parte de la comunidad según su actividad y define el espacio y el tiempo en que es realizada dicha actividad.

La delimitación de los lugares y las partes, de la dis-tribución del espacio y del tiempo, además de lo que puede ser visible o invisible, audible o inaudible, pone de manifiesto que la política está estrechamente ligada al arte, porque tiene como base una estética primaria. La política existe como tal en la medida en que ingresa en el conflicto sobre lo que debe ser la partición de lo sensible. Sin embargo, para Rancière, el vínculo entre arte y política no se agota con la “estética de la política”. Por eso, además, hay que reconocer que la estética o, más precisamente, lo que él llama “el régimen estético del arte” implica una cierta política.

Para Rancière, el arte no es un ámbito totalmente au-tónomo que vale por sí mismo, sino que éste sólo tiene sentido en su relación con la división de lo sensible, es decir, con la distribución espacio-temporal de los lugares y las partes en una esfera común. En pocas palabras, el arte está atravesado de un extremo a otro por su relación con las particiones de un territorio compartido y, por ende, por la política. Rancière es claro en afirmar que el arte tiene una función “comunitaria” que consiste en “construir un espacio específico, una forma inédita de reparto del mundo común” (Rancière 2005, 16). Siendo así, el arte configura lo sensible, condiciona lo visible y lo no visible, constituyendo espacios que antes no exis-tían. Esto último es muy importante, ya que el arte no sólo erige un espacio común, sino que, más radicalmen-te, instala una repartición totalmente inédita. Por lo tanto, lo que aquí se presenta es una reconfiguración simbólica y material que trastoca la distribución anterior de relaciones entre cuerpos, espacios, imágenes y tiempos.

Así, pues, el arte se relaciona con la política, no porque traslade sus criterios estéticos al ámbito de lo común, sino porque constituye una nueva configuración de eso común, subvirtiendo los antiguos modos de ser, de ha-cer y de decir que definían lo público y compartido. De ahí que el arte comparta con la política cierta “incerti-dumbre con relación a las formas ordinarias de la expe-riencia sensible” (Rancière 2005, 17). Como se men-cionaba anteriormente, la política es el conflicto sobre la existencia de un escenario común y, por ende, ella es siempre un desafío, un desacuerdo sobre los modos de inclusión de los sujetos en la comunidad. El arte tiene una constitución similar, ya que al configurar un nuevo espacio de relaciones está trastocando lo habitual, des-ajustando las distribuciones sensibles ya instauradas, desfigurando el orden establecido, para introducir en su lugar una nueva configuración simbólica y material de lo visible y lo audible; en suma, de la parte de los que no tenían parte. Así, el arte, al intervenir en la división de lo sensible, tiene una política que consiste “en interrumpir las coordenadas normales de la experiencia sensorial” (Rancière 2005, 19).

Teniendo en cuenta lo anterior, Rancière señala, enton-ces, que el arte se relaciona con la política, no desde la estetización de la misma ni tampoco a través del arte com-prometido y de propaganda, sino por la esencial relación que estética y política sostienen con la llamada división de lo sensible. De ahí que Rancière insista en que el arte

no es político en primer lugar por los mensajes y lo sentimientos que transmite sobre el orden del

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mundo. No es político tampoco por la forma en que representa las estructuras de la sociedad, los conflic-tos o las identidades de los grupos sociales. Es polí-tico por la distancia misma que guarda con relación a estas funciones, por el tipo de tiempo y espacio que establece, por la manera en que divide ese tiempo y puebla ese espacio (Rancière 2005, 17).

de la política estetizada a una Relación libeRadoRa de la estética y la política

Sin duda, la propuesta de Rancière sobre la relación entre estética y política no sólo nos permite poner en cuestión la estetización de esta última, sino además tras-cender el debate entre el arte por el arte y el arte al servicio de la política. Como se mencionó en varias ocasiones, Benjamin no sólo exploró las transformaciones a las que era sometida la obra de arte en la época de su repro-ductibilidad técnica, sino que captó con suma claridad que la estetización de la política no era más que la con-sumación del arte autónomo. Benjamin enunció que el arte autorreferencial llevaría al goce de la autodestruc-ción humana, porque, desprendido de criterios extraes-téticos, el arte al servicio de la política únicamente se preocuparía por el disfrute de lo bello. De hecho, esta práctica que Benjamin comenzó a notar en la glorifica-ción que el fascismo hacía de la guerra se convirtió en parte fundamental de la instauración del nacionalsocia-lismo. Los elementos estéticos transferidos al ámbito de la política o el arte al servicio de esta última se tornaron centrales en la manera como el artista-gobernante tota-litario formaba a las masas.

Jacques Rancière nos permite ir más allá de esta política estetizada, precisamente porque no concibe la existencia de un arte autónomo. La estética no es autorreferencial, porque ella tiene en sí misma su política. El arte implica cierta configuración simbólica y material de lo común y, por tanto, interviene en la división de lo sensible, en la que también participa la política. Lo dicho por Rancière nos confirma que la relación entre política y estética de-pende de la concepción que se tenga de esta última. Si la estética se reduce al hacer artístico autónomo e inde-pendiente de cualquier consideración extraestética, el diagnóstico de Benjamin es correcto. Sin embargo, si la estética se concibe como intrínsecamente política, ella no contribuye a una política estetizada, sino que, por el contrario, manifiesta su potencial liberador.

Ahora bien, dicho potencial liberador sólo tiene sentido dentro de una concepción también liberadora de la po-

lítica. Aunque en el presente artículo se insistió sobre todo en la manera como la concepción del campo esté-tico condiciona la relación entre arte y política, lo cierto es que de las afirmaciones de Rancière es posible inferir que dicha relación también depende de la noción que se tenga del campo político. La política estetizada del artis-ta-gobernante es un tipo de política que se concibe bajo el modelo de la techné griega. Según la interpretación de Hannah Arendt, para Platón la política debía ser inclui-da dentro del ámbito de las artes griegas y, por ende, co-rrespondía al modelo de la fabricación (poiesis). Pensar la política como la realización de un modelo les permitía a los griegos escapar de la imprevisibilidad y futilidad de la acción humana (Arendt 1993, 215-230). Esta políti-ca, comprendida como la obra de arte del gobernante, busca conformar la realidad a determinada idea previa, para así superar cualquier desajuste o imperfecto. En este tipo de política –que con Rancière podríamos lla-mar mejor policía– todas las ocupaciones están ya deter-minadas y los ciudadanos no pueden cumplir otra cosa que su función en el espacio-tiempo ya dado. En este modo del “hacer” político nada debe ser contingente, todo debe estar planificado y definido de antemano por el modelo al cual tiene que necesariamente adecuarse el espacio público. De hecho, en tal política estetizada es difícil hablar de un espacio público, ya que en él no hay siquiera lugar para la manifestación de sujetos que quieran que sus voces sean escuchadas, no hay espacio para que se actualice la parte de los sin parte. La ausen-cia de vacío que caracteriza a este tipo de política anula cualquier proceso de subjetivación. Por esta razón, el artista-gobernante encuentra aquí sólo una masa pasiva y obediente, un material que es fácilmente moldeable a causa de su propia homogeneidad.

Por su parte, una política liberadora, que tiene su pro-pia estética, no funciona como una obra de arte y no se ocupa del poder como dominación. Por el contario, tal como lo define Rancière, dicha política “es ante todo la configuración de un espacio específico, la circuns-cripción de una esfera particular de experiencia, de objetos planteados como comunes y que responden a una decisión común, de sujetos considerados capaces de designar a esos objetos y de argumentar sobre ellos” (Rancière 2005, 18). Esta política no obedece a ningún modelo predeterminado, sino que asume la futilidad y la imprevisibilidad propias de un espacio común que experimenta constantes reconfiguraciones. Justamen-te, la política sólo sobreviene cuando aquellos que no eran contados en el ámbito compartido, aquellos que no tenían parte, buscan activamente ser reconocidos y tenidos en cuenta. Es por esta razón que, como lo se-

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ñala Rancière, aunque siempre hay formas de poder, no siempre hay política. Esta última es contingente, sucede sólo en el momento en que se manifiesta el proceso de la subjetivación y en el preciso instante en que se pone en marcha una nueva configuración de lo sensible.

RefeRencias

Arendt, Hannah. 1993. 1. La condición humana. Barcelona: Paidós.

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Benjamin, Walter. 2001. 3. Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV. Madrid: Taurus Ediciones.

Canetti, Elias. 1981. Hitler según Speer. En 4. La conciencia de las palabras, 222-258. México: Fondo de Cultura Económica.

Jay, Martin. 2003. La ideología estética como ideología o 5. ¿qué significa estetizar la política? En Campos de fuerza. Entre la historia intelectual y la crítica cultural, 143-165. Buenos Aires: Paidós.

Rancière, Jacques. 1996. 6. El desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires: Edición Nueva Visión.

Rancière, Jacques. 2005. 7. Sobre políticas estéticas. Barcelo-na: Universitat Autònoma de Barcelona.

Rancière, Jacques. 2006. 8. Política, policía, democracia. Santiago de Chile: Ediciones LOM.

Rancière, Jacques. 2008. 9. The Politics of Aesthetics. Nueva York: Continuum.

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por luiS eDuArDo gAMA*Fecha de recepción: 9 de julio de 2009Fecha de aceptación: 25 de septiembre de 2009Fecha de modiFicación: 5 de octubre de 2009

* Doctor en Filosofía de la Universidad de Heidelberg (Alemania). Pregrado y maestría en Filosofía en la Universidad Nacional de Colombia. Becario del DAAD 2000-2004. Entre sus artículos en revistas más recientes están: Filosofía como praxis y diálogo. Una introducción a la hermenéutica desde Platón. Revista Estudios de Filosofía 38: 151-170, 2008; Los saberes del arte. La experiencia estética en Nietzsche. Ideas y Valores 57, No 136: 67-100, 2008. Actualmente es profesor asistente del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá). Correo electrónico: [email protected].

Arte y política como interpretación

ResumenLa relación entre estética y política se ha establecido con frecuencia sobre el trasfondo de una discusión acerca del carácter au-tónomo del arte con respecto al ámbito de la vida pública. Si para una tendencia ampliamente extendida de la estética moderna la autonomía del arte era condición necesaria para el despliegue de sus potencialidades políticas, para otras teorías estéticas más contemporáneas es justamente esta autonomía la responsable del aislamiento del arte en una región separada de la praxis, y, por consiguiente, de su inefectividad en la vida social. Este artículo muestra en primera instancia cómo desde ninguno de es-tos dos planteamientos es posible develar un nexo con la política inherente a la naturaleza misma del arte. El análisis por ello se proyecta, en un segundo momento desde un punto de referencia nuevo. Siguiendo planteamientos pertenecientes a la filosofía interpretacionista se afirma, por un lado, el carácter interpretativo del arte en tanto en él se articulan los nexos de significados que dan forma a la realidad social, y, por otro, se identifican los diversos niveles en que esta actividad del arte tiene lugar. Desde este enfoque es posible entonces develar una vinculación interna entre estética y política: se trata en ambos casos de ámbitos de la praxis humana que instauran, mantienen o renuevan los significados que definen el mundo social.

PalabRas claveEstética, arte, interpretacionismo, Schiller, Günter Abel.

Art and Politics as InterpretationabstRactThe relationship between aesthetics and politics has often been established against the background of a discussion about the auto-nomy of art with respect to public life. For a widely-held position within modern aesthetics, the autonomy of art was a necessary condi-tion for the development of its political potential. For other (more contemporary) aesthetic theories, the autonomy of art is responsible for both the isolation of art in a sphere separate from praxis, and for its ineffectiveness in social life. First, this article shows that is it not possible to uncover a link between art and politics that arises from the very nature of art in either of these two approaches. Second, on the basis of a new approach rooted in interpretationist philosophy, I argue that art has an interpretative character because it articulates the webs of meaning that shape social reality. From this perspective it is possible to uncover an inner connection between aesthetics and politics: they are both fields of human praxis that find, hold or renew the meanings that define the social world.

Key woRds:Aesthetics, Art, Interpretationism, Schiller, Günter Abel.

Arte e política como interpretaçãoResumoA relação entre estética e política com freqüência se estabelece sobre o transfundo de uma discussão acerca do caráter autôno-mo da arte em torno ao âmbito da vida pública. Se para uma tendência amplamente estendida da estética moderna, a autono-mia da arte era condição necessária para a posta em prática de suas potencialidades políticas, para outras teorias estéticas mais contemporâneas, é precisamente essa autonomia a responsável do isolamento da arte em uma região separada da práxis, e conseqüentemente, a razão de sua ineficiência na vida social. Este artigo mostra, nomeadamente, como é que desde nenhuma dessas colocações é possível desvendar um nexo com a política inerente à natureza própria da arte. Posteriormente, a análise se projeta desde um ponto de referência novo. Com base nas colocações relativas à filosofia interpretacionista, afirma-se, por um lado, o caráter interpretativo da arte em quanto nela se articulam os nexos de significados que moldam a realidade social, e pelo outro, identificam-se os diversos níveis em que essa atividade artística ocorre. A partir dessa abordagem, é possível re-velar uma vinculação interna entre estética e política: trata-se em ambos os casos de âmbitos da práxis humana que instauram, mantêm ou renovam os significados que definem o mundo social.

PalavRas chaveEstética, arte, interpretacionismo, Schiller, Günter Abel.

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Desde su nacimiento como disciplina filo-sófica, a mediados del siglo XVIII, la reflexión sobre el fenómeno artístico que llamamos estética se ha acom-pañado de la pregunta por la función política y social del arte. No hay nada sorpresivo en esta convergencia de problemáticas en apariencia distintas. Existe más bien una profunda vinculación entre lo estético y lo político que puede ser descrita en ambas direcciones. Pues si, de un lado, una reflexión específica sobre la naturale-za del arte sólo se hizo posible en el clima político de un Estado y una sociedad secularizados, del otro, esta misma reflexión suscitó rápidamente una crítica a esta constelación moderna de lo político de la que había bro-tado. En efecto, la pregunta filosófica por el hecho artís-tico y su lugar en el todo de lo social sólo se plantea en el momento en que el Estado y la sociedad modernos, fundados estrictamente en los principios universales del entendimiento o la razón práctica, hicieron superfluo o al menos no evidente el papel del arte en la constitución y sostenimiento de la vida pública; pero, por otra parte, la puesta en evidencia de una capacidad estética propia del ser humano (sea como facultad trascendental del gusto o como instinto de lo bello) reveló las deficiencias y limitaciones de un proyecto político delineado des-de una concepción estrecha de la racionalidad. Así, el llamado de la estética por hacer justicia a las energías creativas e imaginativas inherentes a la naturaleza hu-mana significó, a la vez, la puesta en primer plano de los peligros propios de una excesiva mecanización del ámbito político, o de lo irrealizable del intento por re-gular la vida social sólo desde los imperativos éticos de la razón.

La compleja relación entre estética y política está, pues, determinada en sus orígenes por las condiciones pro-pias de una modernidad que ya no le otorga al arte una función definida en el todo de lo social, pero cuyas más altas metas resultan a la vez cuestionadas desde esta misma esfera de la actividad artística. Expresión para-digmática de esta tensión entre política y estética en el centro mismo del proyecto moderno resultan ser las Cartas sobre la educación estética del hombre, en las que Schiller (2005) se esfuerza por demostrar que la realiza-ción de la libertad humana en el seno de una sociedad racional sólo es posible por medio de una formación es-tética de los ciudadanos. Para Schiller los postulados

prácticos de la razón que Kant había correctamente for-mulado, y que debían garantizar la constitución de un orden social y político moralmente justo, carecían de efectividad histórica real en cuanto no se incorporaran a la vida concreta de los individuos. Habría que hacer de la libertad y la moralidad un impulso tan espontáneo como los instintos sensibles, y para ello era necesaria una formación a través del arte, pues sólo éste –dada su doble constitución sensorial y racional, material e ideal– podría hacer concordar paulatinamente las inclinacio-nes naturales de los hombres con las altas exigencias morales de la razón.

En Schiller se hace, pues, explícita, quizás por vez pri-mera, la vinculación entre la estética y un proyecto de corte político, entre el arte y su papel en la conforma-ción y regulación de la vida pública. Schiller se sitúa en el momento histórico de una modernidad posilustrada que comienza a experimentar con desencanto el fracaso evidente de sus metas políticas más altas; él reafirma la superioridad del Estado moderno secularizado, pero reconoce que éste se ha metamorfoseado en una espe-cie de mecanismo rígido, disgregado en unidades sin vida propia, sólo concatenadas artificialmente median-te nexos formales y externos (Schiller 2005, 147). Bajo esas circunstancias, el Estado moderno no constituye la atmósfera adecuada para la realización de la humani-dad, esto es, para el despliegue de todas sus potencia-lidades, cuyo punto culminante representa la genuina libertad. Sólo el arte y su experiencia de lo bello, según Schiller, estimulan el ejercicio combinado y armónico de los instintos que conforman la naturaleza sensible y racional del hombre, de modo que sólo aquí se abre el camino hacia la realización plena de la existencia. La formación de un instinto de lo bello en los ciudadanos se convierte así en la tarea política más urgente del mo-mento. En Schiller, pues, la modernidad reconoce los límites de su proyecto político y encuentra en el arte un camino hacia la recomposición de un Estado donde la auténtica libertad sea posible.

La idea schilleriana de que una vida pública desna-turalizada puede revitalizarse con la aplicación de un correctivo estético se ha vuelto desde entonces un mo-tivo recurrente en la cultura occidental. El contexto de la vida política posrevolucionaria, escindida, según Schiller, entre el salvajismo de las clases populares y el egoísmo de las clases cultas, y al que Schiller responde con su formación por el arte, es reflejo de una tensión entre política y estética que, bajo otros determinantes culturales, se manifiesta en otros momentos históricos. Reaparece, por ejemplo, en la Alemania imperial de fi-

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nales del siglo XIX, cuya excesiva institucionalización y burocratización de lo político y su rígida regulación de la vida social fueron tempranamente denunciadas por Nietzsche, y diagnosticadas luego por Max Weber con la célebre fórmula del desencantamiento del mundo (We-ber 1988, 612) a manos de la formalización de la praxis humana; y en un horizonte más cercano a nosotros, vuelve a hacerse presente en la sospecha posmoderna frente a cualquier intento de racionalizar la acción po-lítica, considerado ahora como una forma de negar la diferencia, lo regional y lo multicultural, por parte de un modelo de la vida pública que injustificadamente pre-tende universalizarse.

Con modificaciones y matices que aquí no podemos re-señar, todos estos casos pueden verse como expresión de una misma correlación entre lo político y lo estético, según la cual una crisis en el ámbito vital del ejerci-cio político (la rígida mecanización del Estado liberal, la enajenación del ciudadano ante lo institucional, la apatía, o la exclusión de las minorías) es diagnosticada como la carencia de un elemento artístico en el seno de lo público, y quiere, consecuentemente, ser paliada con el recurso a elementos estéticos (la imaginación, el jue-go y la creatividad como aspectos revitalizadores de lo social, la estetización de la vida cotidiana, o la expresión de lo individual por encima de los canales instituciona-les establecidos).

Como era de esperarse, estos intentos de estetizar la po-lítica han encontrado a su vez serias objeciones. Quizás sería posible glosar la famosa tesis hegeliana sobre el carácter pretérito del arte, como un intento de mostrar que bajo las condiciones del Estado moderno el poder transformador del arte se encuentra definitivamente agotado. En esa dirección se mueve ya claramente We-ber, quien reconoce que la posibilidad de una redención por el arte, de un reencantamiento por vía de la estéti-ca de la unidad de la vida pública, resulta impensable en el sistema altamente fragmentado del Estado liberal burocratizado y de la economía capitalista. En la misma línea, la crítica a los enfoques de la democracia radical posmoderna insiste en que una excesiva estetización del ejercicio político, al hacer gravitar a éste en torno a la multiplicidad de centros creativos de los individuos, co-rre el riesgo de disociar aún más la unidad del ámbito de lo público y de perder de vista referentes éticos reales de la acción humana.

Con esto hemos ganado una mirada panorámica sobre la compleja relación entre estética y política que es in-herente a la estructura misma del mundo y la sociedad

modernos. Pero más allá de las variantes históricas que ha adoptado este debate en cada momento, la pregunta filosófica que subyace a todo esto es la que se cuestiona por la conmensurabilidad de estas dos esferas de la ac-ción humana. Situados en el ámbito de la modernidad, ¿es posible establecer líneas de tránsito internas y vasos comunicantes entre el ejercicio político y la creación artística? ¿O se trata más bien de dos regiones de la praxis esencialmente heterogéneas, que sólo de una ma-nera extrínseca pueden ser puestas en relación? En lo que sigue me propongo ganar elementos de juicio que deben servir para responder a estos interrogantes. Para ello quiero ofrecer aquí una perspectiva de análisis pro-veniente de la filosofía interpretacionista, según la cual el arte es ante todo una actividad interpretativa cons-tituyente y transformadora de la realidad. Desde esta óptica es posible identificar en el ejercicio artístico di-versos niveles de realización, dentro de los cuales debe evaluarse su particular rendimiento e injerencia para la praxis política. Antes de proceder a ello debo, sin em-bargo, reformular toda la problemática recién expuesta en términos de la cuestión de la autonomía del arte.

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Podemos recurrir a la ya vieja tesis de la compensación como punto de partida para repensar desde nuestra si-tuación actual el problemático vínculo entre la estética y la política. La tesis fue formulada hace más de 30 años por el filósofo alemán Joachim Ritter,1 y afirma en líneas generales que el papel del arte en la sociedad moder-na consiste esencialmente en servir de correctivo o de compensación de los males que trae consigo el proceso de racionalización y creciente formalización del mun-do y la cultura, que ha tenido lugar en Occidente en los últimos tres siglos. Según esta perspectiva, el arte encuentra su verdadera legitimación como agente com-pensatorio de las carencias de una racionalidad abstracta elevada en la modernidad al papel de instancia rectora del conocimiento y de la vida social: donde las ciencias sólo ofrecen un conocimiento basado en leyes universa-les, el arte se ocupa de lo singular y lo concreto de los objetos particulares; donde la modernidad preconiza el ejercicio de una razón impersonal para la organización de la sociedad, el arte apela al sentimiento y a la emo-ción, a los afectos y las pasiones de los individuos, como los aspectos más fundamentales en la formación de una moralidad más concreta y real. No es difícil reconocer en

1 Cf. Odo Marquardt (1981) y Peter Bürger (1991), disponible en: www.nuso.org.

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esta tesis el mismo espíritu que anima la propuesta estéti-ca de Schiller antes descrita, y que, como vimos, se hace también presente en planteamientos teóricos posteriores.

Conviene, sin embargo, actualizar esta tesis y mostrar cómo ese papel compensatorio del arte adquiere un nuevo rostro bajo las condiciones de nuestra contempo-raneidad. Si el arte moderno debía satisfacer las necesi-dades humanas que la ciencia o la política convertidas en mera técnica de organización de lo social no podían llenar, esto es, si el arte debía configurar el reino de la ilusión y la utopía más allá de una realidad fáctica ase-gurada desde la lógica de la racionalidad instrumental, asistimos ahora a una inversión de estos papeles, pues mientras que se impugna cada vez más a la racionali-dad científica y técnica su pretensión de ser la única garante de la verdad y la objetividad, se concibe al arte como el lugar más adecuado para la expresión de lo real y concreto. En efecto, los planteamientos teóricos esbo-zados antes otorgan al arte un papel transformador del individuo y de lo social, pero le retiran a la vez toda fun-ción ontológica o cognoscitiva más alta. En Schiller, por ejemplo, el acceso a la verdadera realidad sigue siendo competencia exclusiva de una razón teórica frente a la cual el instinto artístico construye un reino de bellas apariencias inocentes que “no perjudican nunca a la ver-dad” (Schiller 2005, 347), por el simple hecho de que no tienen sobre ella ninguna injerencia; en la misma línea, una buena parte del activismo político estetizante de los sesenta consideró al arte como un elemento sub-versivo potencialmente generador de nuevas relaciones sociales, pero no cuestionó radicalmente el monopolio de la ciencia y la razón teórica sobre el conocimiento de las verdaderas determinaciones del mundo social. Desde esta perspectiva, el arte constituye apenas la her-mosa utopía de un mundo ficticio que se sobrepone a la realidad social fáctica, a la que brinda a lo sumo la ima-gen idealizada de un posible futuro. Entre tanto, esta constelación propia de la modernidad se ha invertido. Hoy se da por aceptado que la senda de la racionalidad científica no conduce necesariamente a una visión obje-tiva de la realidad, y que no existen hechos inapelables que simplemente se consignarían en las leyes irrefuta-bles de la ciencia, sino que tan sólo podemos elaborar interpretaciones de una realidad que se presenta difusa y abierta a múltiples lecturas.

Esta pérdida de una imagen única de lo real afecta tam-bién la dimensión del mundo social, con el reconoci-miento de la imposibilidad de reducir la multiplicidad de formas culturales a un único paradigma universal. La pérdida de lo real se agudiza aún más en el mundo

de la virtualidad tecnológica y en ese reino de la esce-nificación y la simulación que construyen y reconstru-yen permanentemente las técnicas de la información. En este mundo ficticio de realidades virtuales el arte resulta entonces frecuentemente convocado para rea-vivar desde sus producciones un sentido renovado de lo genuino y de lo auténtico. Como contramovimiento a la simulación mass mediática y a la agonía de lo real, el arte debe proporcionar una mirada más directa sobre los objetos en su singularidad y en su carácter insusti-tuible. De allí la rehabilitación a través del arte de sa-beres, cosmovisiones, usos y materiales regionales, o la intención más explícita de romper la distancia entre la obra y el espectador incorporando la experiencia esté-tica en lo inmediato de la praxis cotidiana. De manera cada vez más directa se exige, pues, del arte una expe-riencia de lo concreto, de lo singular e irrepetible, que des-agarre la irrealidad de un mundo social mediatizado. Si el arte moderno se definía desde la categoría de la apariencia [Schein], ahora se concibe a sí mismo como antificción (Rötzer 1991, 13).

Evidentemente, esta nueva tarea que, desde diversos horizontes artísticos o filosóficos, se le adscribe al arte reafirma, si bien en una perspectiva inversa, el carácter sólo compensatorio que, como vimos, se le atribuyó a éste desde cierta modernidad estética. Si antes el arte era la bella apariencia que debía compensar con sus ilu-siones la visión fría y objetiva de la realidad proveniente de las ciencias, ahora se espera, por el contrario, que mantenga una referencia a lo real en medio de un mun-do pseudoconcreto dominado por las lógicas impersona-les y abstractas de la economía, la comunicación virtual o el espectáculo. Se trata, entonces, de una segunda compensación: la primera sería la compensación de la cosificación y objetivación científica de la realidad a través de las ilusiones de la producción artística; la se-gunda, la compensación de una realidad simulada que es sólo el producto artificial de la técnica, a través de un arte cercano a lo genuino y auténtico.2 En ambos casos, el arte cumple sólo una función complementaria o sustituta, consistente en llenar los vacíos que no pue-den colmar el conocimiento científico y la técnica, la lógica del mercado y de la economía del intercambio, o la racionalización y funcionalización crecientes de todo el ámbito de la vida pública y cotidiana.

Esta doble cara de la función compensatoria del arte implica una doble forma de conectar la estética con la

2 La idea de esta doble compensación ha sido esbozada por Odo Marquard, desarrollando el planteamiento de Ritter. Cf. Rötzer (1991, 66s).

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política. Bajo el primer punto de vista, la actividad ar-tística actualiza su potencia transformadora del mundo social sólo en cuanto se mantiene al margen de la esfera corrupta, aunque fácticamente vigente, del ejercicio de lo político. En el segundo caso, la relación se invierte, pues se considera que únicamente desde el interior de la experiencia concreta del mundo de la vida logra el arte hacerse efectivo como instancia emancipadora de la praxis. Lo que está aquí en juego es la cuestión de la autonomía del arte. Desde la primera perspectiva, que aquí se corresponde con las teorizaciones modernas ins-piradas en Schiller, la actividad artística constituye una esfera de la praxis radicalmente independiente de los otros ámbitos de la actividad humana, y es justamente ese carácter externo al ámbito de lo político el que le permite al arte salvaguardar un terreno impoluto desde el cual propiciar el cumplimiento de su función políti-ca. Esa presunta autonomía es la que se ve impugnada en desarrollos artísticos más contemporáneos. Todo el movimiento de las vanguardias artísticas de comienzos del siglo XX ha sido leído como un ataque al estatus autónomo del arte en la sociedad burguesa moderna, es decir, como un esfuerzo por superar la exclusión de la actividad estética del conjunto de la praxis vital de los hombres (Bürger 1974, 66), y es evidente que la misma intención pervive en desarrollos estéticos más recientes que buscan combatir la fragmentación de lo social en los ámbitos funcionales aislados de la ciencia, la eco-nomía, la cultura o la política, así como la opacidad de una realidad rarificada por las mediaciones tecnológicas y virtuales, mediante el poder integrador de un arte in-merso en el mundo de la vida y de su visión abarcadora de la existencia humana. De este modo, la función com-pensatoria del arte sobre lo político, que, como vimos, puede rastrearse en muchos planteamientos estéticos desde finales de la Ilustración hasta nuestros días, se ha expresado de dos formas radicalmente diferentes, según se considere que la autonomía del campo de fenómenos de lo estético es condición o es obstáculo para el cum-plimiento de una tarea política del arte.

Así, pues, si bajo las condiciones de un mundo donde el proyecto de la modernidad tiene aún una vigencia in-cuestionable se quiso mantener al arte al margen del acontecer de la vida social –con el fin de reservar allí un espacio de libertad frente a la creciente funcionali-zación de la praxis humana–, en el contexto del mundo contemporáneo, que asume con mucha más reserva los ideales de la racionalidad moderna, se pretende hacer del ejercicio del arte un componente esencial del mun-do de la vida. Mientras la organización de lo público siguiera siendo en principio una tarea de la razón, el arte

debería confinarse en su esfera autónoma ideal y sólo desde este ámbito externo desplegar su potencial po-lítico; una vez que ya no es posible confiar irrestricta-mente en esta racionalidad, la actividad estética tuvo que ser integrada al campo de la praxis para, desde dentro, cumplir un rol central en la constitución y transformación del mismo.

Con esto no queremos decir que desde cada contexto histórico particular la cultura occidental haya sabido crear la adecuada correlación entre estética y política, esto es, haya sabido otorgar al arte el justo grado de autonomía (o de no autonomía) que le fuera necesa-rio para garantizar su operatividad en el mundo social. Más bien, podría afirmarse que ambas respuestas de la estética han fracasado en su intento de asegurar teórica-mente una vinculación interna entre la práctica artística y el campo de lo político. Este fracaso, como trataré de mostrar luego, no tiene que ver con circunstancias his-tóricas o con desarrollos particulares de la producción artística; lo que falla más bien es la conceptualización filosófica del arte que está en la base de estas teorías y que se monta erróneamente alrededor del tema de la autonomía. Más adelante espero mostrar de qué manera esta cuestión de la autonomía del arte puede reformu-larse en el marco de la filosofía interpretacionista, de un modo tal que supere la dicotomía entre el arte como es-fera autónoma y el arte como ámbito integral del mundo de la vida. Por ahora queremos mostrar en qué sentido tanto la concepción moderna del arte autónomo como el planteamiento posmoderno del arte como praxis vi-tal resultan insuficientes para justificar una vinculación necesaria entre lo estético y lo político.

Para este propósito resulta conveniente examinar de nue-vo, en primera instancia, el proyecto schilleriano de una formación estética. Como es sabido, en la base de este proyecto se encuentra el convencimiento de Schiller de que el arte representa un ámbito autónomo de la activi-dad humana, no sólo independiente de las esferas de la ciencia y de la moral sino, ante todo, impermeable a la co-rrupción y a la decadencia que, según él, invadían la vida política de su tiempo. La autonomía del arte es para Schiller, primero, un hecho comprobable en la historia, pues las producciones artísticas de todas las épocas, en cuanto reciben la determinación “absoluta e inmutable” de su ser de una esfera supratemporal, mantienen su carácter ideal y su forma pura “libre de la corrupción de las generaciones y del tiempo” (Schiller 2005, 173). No obstante, Schiller no se conforma con esta com-probación empírica, que podría ser rebatida desde otra lectura de la historia, sino que pretende asegurar la au-

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tonomía del arte desde una deducción trascendental del concepto puro de belleza a partir de la idea misma de humanidad (Schiller 2005, 191). Según este análisis, la realización suprema de la humanidad sólo se alcanza mediante el desarrollo de un instinto autónomo para lo bello, o instinto de juego, cuya función más alta es la de potenciar armónica y recíprocamente todas las fuerzas vitales del hombre, disgregadas de otra forma entre un impulso hacia lo sensible y variable de la experiencia empírica, y una tendencia hacia las formas eternizantes e invariables de la razón (Schiller 2005, 225). En cuanto instancia armonizadora de todas las capacidades huma-nas, este instinto no puede ser determinado desde el campo de acción de ninguna de ellas en particular, sino que sólo se forma a través del contacto con las bellas producciones del arte. De esta forma, la autonomía de este instinto depende del hecho de que su generación y su despliegue brotan únicamente desde esa particular región de la experiencia humana que es la experiencia estética, pero a la vez la esfera del arte bello que propicia esta experiencia sólo se delimita a partir del ejercicio de este instinto superior. Sólo nos formamos estéticamen-te, y realizamos con ello nuestra humanidad, mediante el contacto con la belleza de los productos artísticos, pero éstos sólo surgen como una esfera separada de lo real gracias, precisamente, a la acción de este instinto para lo bello.

En Schiller, pues, la autonomía de lo estético (tanto del instinto para el arte como de las producciones artísticas mismas) es condición para el desarrollo de la naturaleza más elevada del hombre y, por ende, para la superación de la decadencia política del momento y la reconstruc-ción de la vida pública. Pero, a la vez, en cuanto esta autonomía se sustenta en la recíproca determinación entre el instinto estético y los productos del mismo, ella tiene como consecuencia la paulatina generación y con-solidación de un reino de lo bello aislado y sustentado en sí mismo, e independiente, por ello, de manera abso-luta de todas las dimensiones de la realidad. El intento de mantener para el arte un espacio autónomo, libre de la corrupción a la que son proclives la cultura y la política, y desde el cual fuera posible la transformación de la praxis social, termina erigiendo un reino de la bella apariencia tan separado y ajeno al mundo de la vida que resulta muy difícil imaginar cómo es posible iniciar des-de allí cualquier tarea crítica o reconstructiva del campo de la acción política humana. No podemos decidir aquí si esta consecuencia negativa fue calculada o no en la

obra de Schiller.3 El caso es que todo intento de realzar la innegable especificidad del arte y la experiencia esté-tica con respecto al ancho suelo de la actividad humana restante –esto es, toda tentativa de destacar la autono-mía del arte– corre el riesgo de transformarse en la falsa representación de una “total independencia de la obra de arte respecto a la sociedad” (Bürger 1974, 63), con lo cual cualquier efecto emancipador político de la prime-ra sobre la segunda perdería todo sustento posible.

Pero si una estética que concibe al arte como una ac-tividad autónoma e inconmensurable con los criterios que rigen el mundo de la praxis cotidiana se ve en serios aprietos para establecer un nexo natural entre el arte y la política, una teoría estética que se proponga mostrar al arte como una actividad inserta en las prácticas vi-tales corrientes de los seres humanos no cumple esta tarea de un modo más evidente. Como vimos, el intento de reintroducir el arte a la vida misma es característico de las vanguardias artísticas y de teorías estéticas con-temporáneas que reaccionan con esto al distanciamien-to entre la obra y el mundo, o entre el espectador y el artista, propios del arte de la modernidad. El propósito explícito es la eliminación de la distancia entre la ex-periencia estética y la praxis cotidiana, sea al poner en evidencia el lado poietico presente en toda producción humana, sea al hacer de la vida corriente el escenario mismo de la actividad artística. Pero esta perspectiva según la cual el arte debe renunciar a su autonomía –a través de nuevas formas de manifestación (happenings, performance, body art) o transgrediendo los límites que lo separan de otros ámbitos de la vida social (por ejem-plo, mediante la publicidad o el diseño)– y permear en su totalidad el campo de lo público, tampoco consigue mostrar una vinculación intrínseca entre la producción artística y el ejercicio de lo político. Si el peligro antes era la extrema distancia, el riesgo ahora es una extrema cercanía entre el arte y la vida. En efecto, la inserción plena de lo estético en el mundo de la praxis vital pue-de mutar fácilmente en una banalización del arte que neutraliza, en últimas, su efecto político. De esta forma,

3 Para Gadamer, por ejemplo, el estado estético que Schiller tematiza en las últimas Cartas debe entenderse, en efecto, como la propuesta de una sociedad cultural interesada por el arte, con lo cual en esta obra se verificaría un curioso desplazamiento desde una educación a través del arte hasta una educación para el arte. Así, pues, Schiller representaría el punto de inflexión donde la autonomía del arte fundamenta la posi-bilidad de un reino de lo estético que, en cuanto esfera de la apariencia y la ficción, se opone radicalmente al mundo de la realidad fáctica (cf. Gadamer 1996, 122). Con esto no sólo se restringen los efectos políti-cos del arte al hecho de proporcionar un oasis de belleza en medio de un mundo social frío y egoísta, sino que se instaura una falsa oposición entre la apariencia y la realidad, entre la bella ilusión del arte y la cruda verdad del mundo.

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se ha denunciado que la “estetización del mundo de la vida” (Bubner 1989, 152)4 conduce a la eliminación de la naturaleza excepcional de la experiencia estética al hacer de ésta un caso normal. Un arte que es absorbido por completo en la praxis vital de la esfera política elimi-na la distancia respecto a ésta que le es necesaria para estar en capacidad de criticarla y transformarla (Bürger 1974, 68).

Así, pues, ni desde la perspectiva de un arte autóno-mo, separado de la praxis humana, ni desde aquella contraria que reintegra la actividad estética al interior del mundo de la vida, se hace evidente una conexión intrínseca entre la producción artística y el campo de la praxis humana al que le es esencial el ejercicio político.5 Si nuestro propósito es evaluar la posibilidad de una vin-culación tal, tendremos que abandonar el enfoque de análisis seguido hasta ahora.

iii

La relación entre estética y política se ha querido es-tablecer corrientemente sobre el trasfondo de una discusión acerca del carácter autónomo del arte con respecto al ámbito de la vida pública. Si para una ten-dencia ampliamente extendida de la estética moderna la autonomía del arte era condición necesaria para el despliegue de sus potencialidades políticas, para otras teorías estéticas más contemporáneas es justamente esta autonomía la responsable del aislamiento del arte en una región separada de la praxis, y, por consiguiente, de su inefectividad en la vida social. Hemos tratado de demostrar aquí que en realidad ninguno de estos dos planteamientos consigue develar un nexo con la políti-ca que fuese inherente a la naturaleza misma del arte. En efecto, sea que se lleve al extremo la autonomía del arte, o sea que se radicalice su enraizamiento en la vida, lo que se muestra es que ambas perspectivas tienden potencialmente a cancelar o a neutralizar los efectos

4 “El conocido proceso de sobresaturación muestra que la experiencia estética no se presta a convertirse en el caso normal. Quien está ex-puesto sin descanso a provocaciones ópticas o auditivas, al final ya no oye ni ve nada en absoluto” (Bubner 1989, 153).

5 Curiosamente, el planteamiento de Schiller puede verse al final de ambos desarrollos contrapuestos, según la interpretación que se haga de su difícil noción de un estado estético. Si éste se entiende como el reino ficticio de la bella apariencia artística, entonces él representa el producto extremo de un arte radicalmente autónomo. Si, por el con-trario, se hace resonar en la idea de un estado estético un llamado a la creación de una sociedad de artistas, saturada de experiencias estéti-cas, entonces lo que Schiller habría pretendido sería la integración sin fisuras del arte en la vida.

emancipadores o transformadores que la actividad artís-tica pudiera ejercer sobre el mundo de la acción social y política. Una solución fácil a esta problemática parece indicar que aquí se hace necesario encontrar un justo punto intermedio, donde ni el arte se separe tanto de la praxis vital que fuese imposible ponerlo luego en comu-nicación con ella, ni se integre tanto en la vida que des-aparezca la distancia crítica necesaria para poder ejercer un influjo transformador sobre la misma. Por supuesto, esta salida resulta una estrategia vacía mientras no se sustente en un análisis filosófico sobre la naturaleza misma de la actividad artística. A apuntalar las bases de un análisis tal dedicaremos las páginas que vienen.

A nuestro modo de ver, la disyuntiva entre el carácter autónomo o no autónomo del arte es una falsa disyun-tiva. Nuestro análisis renuncia, por ello, a situarse en esta perspectiva y se proyecta más bien desde un punto de referencia nuevo. Se trata, en esencia, de plantea-mientos pertenecientes a la filosofía interpretacionista. Este término (o, simplemente, el de “interpretacionis-mo”) ha sido introducido recientemente en el panorama filosófico por el filósofo alemán Günter Abel para dar cuenta de sus propios planteamientos teóricos (cf. Abel 1995 y 2004). Aquí lo retomamos en un sentido más amplio que pretende abarcar no sólo análisis del propio Abel, ni de sus fuentes teóricas primarias –Nietzsche y Wittgenstein–, sino también atisbos provenientes de la filosofía hermenéutica contemporánea, en especial, de Heidegger y Gadamer. El punto de partida de una filosofía interpretacionista es el rechazo a todo realismo de corte metafísico que toma la realidad como una es-tructura en sí objetiva, cuyas determinaciones esencia-les estuviesen ya establecidas de manera definitiva. Para estos enfoques, por el contrario, aquello que llamamos realidad es la resultante de un proceso permanente de interpretación que va configurando y reconfigurando de forma constante el sentido del acontecer, destacando o estableciendo puntos de referencia relativamente cons-tantes en nuestra siempre variable experiencia de mundo. La manera de realización de ese proceso interpretativo por el cual se constituyen el mundo y la realidad pue-de entenderse de formas diversas. En una versión que podemos llamar constructivista, la interpretación es el elemento fundamentalmente activo que introduce sen-tido en medio de un acontecer que se asume como algo más bien caótico y carente de significado. En esta línea podríamos situar los planteamientos de Nietzsche o del mismo Abel.

Desde otra versión del problema, los procesos inter-pretativos no son tomados ya como la instancia central

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desde la que se instaura el sentido de la realidad, sino que ellos articulan, más bien, dentro de un horizonte abierto de sentido, los significados y referencias que configuran el mundo y la realidad. A esta versión del in-terpretacionismo podemos llamarla hermenéutica, pues se encuentra bien recogida en autores de esta tradición, como Heidegger o Gadamer. Así, si en la primera ver-sión la interpretación construye el sentido y la realidad al ordenar y configurar un acontecer esencialmente caótico, desde la segunda perspectiva, la interpretación, más que construir, articula el significado de lo real al actualizar una posibilidad de sentido latente ya en un acontecer, que no es visto como caos y puro devenir, sino como la apertura de los espacios de significación (la historia, la tradición, etc.) que son el suelo mismo de la existencia. Como es claro, no se trata aquí de una diferencia menor entre estas dos versiones, sino de una profunda divergencia en sus presupuestos ontológicos. Sin embargo, para los propósitos de este texto, pode-mos dejar de lado esta esencial contraposición. Lo que interesa destacar es que, para todas estas perspectivas filosóficas, la interpretación no es ya un simple ejercicio teórico que tuviese su campo de aplicación en ciertos ámbitos particulares, sino que adquiere una conno-tación ontológica superior como actividad determi-nante de los procesos por los cuales se configuran el mundo y la realidad. Interpretar no es, pues, una actividad más del ser humano de la que éste pudiese prescindir a voluntad, sino que constituye el ejerci-cio fundamental inherente a la existencia humana, en cuanto ésta se encuentra siempre en medio de un acontecer variable que debe ser configurado perma-nentemente en constructos de sentido. Así, pues, sólo mediante estos arreglos interpretativos, que varían en función de las necesidades históricas y vitales de los pueblos, el ser humano allana un terreno estable en el que puede acontecer la acción histórica y creadora de cultura. El interpretacionismo, entonces, puede ser tomado como un denominador común para todo planteamiento filosófico que confiere a la actividad in-terpretativa la dignidad y rango de un proceso ontológi-co universal generador de sentido, y que, en esa medida, delinea una posición teórica claramente antimetafísica, antifundacionalista y consciente de la dimensión tem-poral e histórica que es propia de todo interpretar.

Para nuestros propósitos, importa destacar un elemen-to del interpretacionismo que ha sido puesto de relieve por Günter Abel. Se trata de la idea de que los procesos interpretativos, que están presentes, según él, en toda actividad del espíritu humano, pueden clasificarse en tres niveles distintos de realización. Al discriminar la ac-

tividad interpretativa en diferentes niveles de desarrollo, Abel logra una visión más compleja de la interpretación que nos será particularmente útil. Para este autor, la realidad se configura en diversos “mundos de interpre-tación”, según la gramática y las reglas de los sistemas conceptuales simbólicos empleados en los procesos interpretativos del espíritu (Abel 1995, 13), pero sobre esta idea de lo “interpretativo” se diferencian ahora tres niveles distintos de realización: la interpretación-1 hace referencia a los componentes categorializantes que es-tán presupuestos en toda experiencia y en todo empleo de signos y del lenguaje. Se trata de conceptos como “objeto”, “existencia”, o de los principios básicos de indi-viduación. En general, se trata aquí de la interpretación originaria, que en la práctica resulta casi invariable, des-de la que la especie humana (como cualquier especie vital) ha determinado el marco primario de su mundo y de lo que en él cuente como objeto. La interpretación-2 hace referencia a modelos o muestras que están ancla-dos en las costumbres y que se han hecho habituales: convenciones, prácticas culturales o sociales que se in-sertan además en los lenguajes históricos concretos y se transmiten así entre generaciones (creencias religiosas, valoraciones éticas y estéticas, formas de socialización, etc.). Finalmente, en la interpretación-3 se recogen proce-sos como la construcción de teorías, que conscientemente buscan determinar el significado de un fenómeno y que son los que más usualmente solemos llamar interpreta-ciones, en cuanto se trata de interpretaciones de algo constituido (Abel 1995, 14s; 2004, 30s).

Como se ve, lo que aquí se presenta es el amplio espec-tro de la actividad interpretativa humana, visto además en el espesor de tres capas superpuestas. La realidad empírica más básica no es nunca una estructura sus-tancial que simplemente aprehendiéramos, sino el re-sultado ya de un ejercicio interpretativo primario por el que se constituyen las referencias categoriales del mun-do (objeto, identidad, espacio, tiempo, etc.); sobre este mundo así construido en el primer nivel de interpreta-ción, se genera la dimensión vital e histórica de las cul-turas, como producto de una nueva interpretación que resignifica el nivel básico ya establecido de lo real desde determinantes propiamente humanos de senti-do (valores, creencias, ideas, etc.); finalmente, son estos marcos de referencia culturales los que se ponen en juego cuando interpretamos un fenómeno en el sentido usual de la palabra, esto es, cuando se busca determinar su sentido: lo que allí se da no es, por tanto, el “descubrimiento” de un significado esencial presente en dicho fenómeno, sino la ubicación del mismo dentro del cuadro de referencias familiares de sentido del que ya disponemos.

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No es nuestro interés extendernos en los detalles del planteamiento de Abel. Con independencia de los com-promisos ontológicos que subyacen a su esquema y de las dificultades que de ellos se deriven, me parece que lo que vale la pena retener de aquí es la concepción de la interpretación como un proceso permanente que se realiza en capas sucesivas, mutuamente dependientes. El atisbo fundamental es que una interpretación no se efectúa nunca sobre una realidad ya dada y objetiva, sino que es siempre interpretación de una interpretación previa, pero de una que se ha estabilizado y asegurado tanto que puede exhibir ya una suerte de objetividad invariable. Esta “lógica” de la interpretación no sólo funciona entre los distintos niveles de interpretación que propone Abel (por ejemplo, una hipótesis científica –interpretación de nivel 3– se construye sobre la base de unas prácticas aceptadas de lo que es la ciencia –interpretaciones-2–, que a su vez se apoya en ciertas categorías básicas con las cuales se da sentido al mundo circundante –inter-pretaciones-1–), sino que funciona también dentro de cada uno de ellos. Particularmente, nos interesa exami-nar ahora cómo se lleva a cabo este proceso interpreta-tivo dentro de lo que en Abel corresponde al nivel 2, y que no es sino el conjunto de procesos de interpreta-ción que constituyen y reconstituyen el mundo cultural e histórico de los seres humanos. Como quizás se sos-peche ya, consideraremos luego a la actividad artística como uno de los procesos interpretativos pertenecien-tes a este nivel.

Este examen nos obliga a ir más allá de la propuesta de Abel e introducir elementos más de cuño hermenéutico. En efecto, ha sido Gadamer quien de manera más ex-plícita ha desarrollado el tema de la interpretación y su función constitutiva de la realidad social. Retomando una tesis heideggeriana, Gadamer reconoce una dimensión bá-sica del interpretar que podemos llamar aquí inmanente. Se trata de lo que Heidegger llamó la precomprensión humana, esto es, el hecho evidente de que el Dasein se encuentra en el mundo, no como en un elemen-to extraño que tuviese que empezar a conocer, sino imbuido plenamente de plexos de significados que resultan inmediatamente familiares y orientan por ello la conducta humana sin necesidad de la aprehensión intencional de un sentido. A diferencia de Heidegger, el propósito de Gadamer no es ganar acceso –des-de esta dimensión de sentido siempre abierta para el Dasein– a un renovado cuestionamiento sobre el ser. Lo que importa para él es mostrar cómo este ámbito de la precomprensión está en la base de toda com-prensión explícita, determinante de la realidad social e histórica.

El comprender que es propiamente tema de la hermenéutica es aquel que se despliega cuando el sentido inmanente a una realidad social particular, y que hasta entonces orientaba la acción y el pensamiento humanos, se fisura como consecuencia de un nuevo acontecer; en ese momento los marcos interpretativos usuales se muestran insufi-cientes para dar cuenta de las nuevas condiciones de lo real, y el ser humano es impelido entonces a generar nuevas interpretaciones que modificarán las referencias de sentido hasta ahora vigentes. Con esto es posible identificar en el planteamiento gadameriano dos mo-mentos o niveles de la interpretación: primero, el mo-mento de la integración plena de la interpretación con la comprensión de una generalidad de sentido, es decir, la interpretación como aquella actividad que siempre, aun inconscientemente, estamos realizando, y por la cual se mantiene la continuidad del sentido de lo real que heredamos por nuestra inevitable pertenencia a tradi-ciones, y, segundo, la interpretación como el esfuerzo más bien consciente por restaurar esta continuidad de sentido en el momento en que ésta se ve fracturada. En el primer caso, interpretar es la tarea más bien pasiva de acoger un sentido transmitido de lo real; en el segundo, la tarea activa por hallar un sentido para algo que se muestra inicialmente como incomprensible.

Con esta explicitación de los niveles de la interpreta-ción histórica-cultural ganamos una mirada más pro-funda que la que nos brinda la clasificación de Abel. Esta última sugiere que el proceso interpretativo que tiene lugar al nivel de la realidad sociohistórica en-cuentra su continuación “lógica” en las interpreta-ciones especializadas propias del nivel 3; aquí parece entrar en juego una tendencia progresiva del inter-pretar hacia las interpretaciones objetivizantes más propias de las ciencias, que devela un prejuicio epis-temológico oculto en el enfoque de Abel. En realidad, éste no ha pensado a fondo las transiciones entre sus niveles interpretativos. Con nuestra elaboración del planteamiento hermenéutico creemos poder subsa-nar esta carencia. Al menos en lo que concierne a la interpretación que es constitutiva del mundo social, es evidente que no existe una tendencia necesaria de la interpretación hacia su objetivación científica, di-gamos en teorías positivas sobre la sociedad. Como vimos, lo que en este ámbito tiene lugar es una re-elaboración interpretativa de los modelos interpreta-tivos de dotación de sentido que implícitamente se han incorporado a la autocomprensión de las culturas y que se han vuelto inmediatamente evidentes, pero que en algún momento dejan de ser efectivos para la comprensión de la praxis social.

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La interpretación inmanente que tenemos del mundo de lo humano se rompe constantemente, y en el medio de estas fisuras se van configurando nuevas interpre-taciones más o menos explícitas que van modificando paulatinamente los esquemas heredados con que com-prendemos la realidad de la cultura, hasta ganar de nuevo un carácter autoevidente. Los dos niveles que hicimos explícitos desde Gadamer resultan así entrelazados de una manera más bien circular. De la interpretación pre-comprensiva del mundo –o, más bien, de su fracaso en dar cuenta de nuevos eventos de sentido– surgen y se determinan nuevas formas de interpretación que a su vez, si son exitosas, van modificando los marcos de significa-ción iniciales. Más que de niveles separados de la interpre-tación, lo que aquí se verifica es un proceso constante de interdependencia entre ámbitos diferentes, pero insepara-bles, de realización de la actividad interpretativa.6

Después de este excurso por los fundamentos de la fi-losofía interpretacionista debemos regresar al tema que nos ocupa. El resultado de nuestro análisis previo mos-traba que una vinculación intrínseca entre los ámbitos de la estética y la política era imposible de establecer si este nexo se hacía depender de la condición de la autonomía del arte, bien para exigirla o bien para re-chazarla. Los elementos teóricos sobre la interpretación recién ganados nos brindan ahora un nuevo punto de partida. Dejando atrás la discusión sobre la autonomía o no autonomía del arte, queremos formular ahora la tesis según la cual, 1) el arte, como parte esencial de la praxis humana, es en esencia una actividad interpretativa en el sentido ontológico fuerte de ser instancia de articula-ción o configuración del ámbito de significados que dan forma a la realidad social, y 2) en cuanto ejercicio in-terpretativo, el arte se desarrolla en diversos niveles de realización que no se yuxtaponen sin más, a la manera de dimensiones separadas, sino que conforman etapas interrelacionadas de un mismo proceso. Conviene exa-minar las implicaciones de estas dos afirmaciones.

La primera de ellas sitúa la actividad artística en el mar-co de una ontología interpretacionista. A la luz de los supuestos propios de este planteamiento, el arte ad-quiere una relevancia ontológica fundamental. En efec-to, si la realidad no es algo dado sustancialmente, sino el producto permanentemente renovado de una constante y variable actividad interpretativa que instaura el sen-

6 Esta crítica a Abel, así como toda la tematización de los diversos ni-veles de interpretación, son el resultado de la investigación titulada “Interpretación y relativismo”, que el autor de este artículo realiza con el apoyo de la Universidad Nacional de Colombia.

tido, entonces el arte, que es en esencia creación y re-creación de constructos significativos, pasa a ocupar un lugar central dentro de estos procesos de interpretación que dan forma y contenido al mundo. Reaparece aquí un tema que ya Nietzsche puso de relieve al afirmar que el arte, justo por su carácter interpretativo conscientemente asumido, es más valioso que esa presunta verdad de la que hacen gala la metafísica, la ciencia o la religión, y que, en últimas, no es más que interpretación, pero una que se quiere hacer pasar por la esencia de las cosas. Sin llegar a los excesos del esteticismo nietzscheano, que hace de la totalidad de la praxis humana una forma de la actividad artística, el interpretacionismo reconoce el carácter eminentemente ontológico del arte, que de-riva de su capacidad de instaurar, regenerar o producir las referencias de sentido que configuran el mundo y la realidad de los seres humanos. Con ello, se superan con-sideraciones sobre al arte montadas sobre presupuestos metafísicos y que hacen de éste, o bien la esfera de la ilusión y el engaño que oculta la verdadera realidad del ser (Platón), o bien justamente el lugar de la parusía de lo absoluto del ser (Schelling, Hegel).

En cuanto proceso interpretativo generador de una realidad cuyos contornos se reconfiguran permanente-mente, el arte supera la rígida dicotomía entre verdad y ficción: él es instancia de verdad y sentido, pero de una verdad que sólo tiene lugar en el juego de aparien-cias que se suceden y se regeneran sin cesar. Por ello, también este enfoque interpretacionista va más allá de las tesis del arte como compensación, que, como vimos, siguen comprometidas, en cualquiera de sus versiones, con alguna forma de la oposición metafísica entre ver-dad y apariencia, ya sea que el arte compense con sus bellas apariencias la fea realidad del mundo moderno, ya sea que, por el contrario, en él se salvaguarde la ver-dad de un mundo hiperfuncionalizado que la técnica ha hecho irreal.

Por lo demás, que el arte deba ser aprehendido ante todo como interpretación permite superar planteamien-tos estéticos que destacan unilateralmente sólo algún aspecto del fenómeno estético (la obra en Heidegger, la producción del artista en Nietzsche o la experiencia del espectador en Kant). En cuanto proceso de produc-ción interpretativa de sentido, la praxis estética abarca todos estos elementos; no se agota en el producto final de la obra de arte, cuya verdad de sentido se renueva y expande con cada nueva apropiación interpretativa; ni en la experiencia del artista, que es sobrepasada con creces por la dimensión significativa que su obra abre; ni en la experiencia de un espectador que, más allá de

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su dimensión psicológica subjetiva, representa tan sólo una de las posibles concreciones históricas del sentido de la obra. Por último, este enfoque interpretacionista sobre el arte permite intuir ya la potencialidad política que es inherente a lo estético, pues si entendemos lo político en un sentido amplio como el ámbito de for-mación, organización y transformación de la acción humana en el campo de lo público, entonces resulta evidente la estrecha filiación que existe entre estas dos dimensiones de la praxis. Por supuesto, no se trata ya de que el arte diera acceso de alguna manera a las ver-daderas referencias del mundo público, ni de que en sus productos se presente la imagen de orden social ideal; tampoco se trata de que la estética permita for-mar a los auténticos ciudadanos ejemplares que, gracias al arte, han realizado en sí mismos la genuina idea de humanidad. Se trata, más bien, de que la potenciali-dad creativa e interpretativa del arte, que no se limita a ser expresión de una subjetividad, ni a la invención de mundos ficticios, es ante todo actividad constitutiva de lo real, y como tal puede llegar a cumplir, por su propia naturaleza, la función política de contribuir a instaurar o a modificar una determinada configuración del orden social. De esta forma, no se trata ni de politizar al arte, ni de estetizar la política, sino de comprender que, en virtud de su constitución esencialmente interpretativa, esto es, instauradora y renovadora de sentido, ambos ámbitos de la praxis, pese a sus diferentes metas, cam-pos de aplicación y formas de realización, operan bajo un mismo principio ontológico y trazan entre sí diversas y complejas líneas vinculantes.

La segunda parte de nuestra tesis sostiene que el arte, en cuanto proceso interpretativo, tiene su cumplimien-to a través de diversas etapas o niveles de realización. La formulación de estos niveles de interpretación propios de la actividad estética no implica, como ya se había insinuado, escindir el arte en capas heterogéneas de su producción. Al contrario, de lo que se trata es de des-tacar una línea conductora que, primero, unifique las múltiples manifestaciones de la actividad artística, si bien situándolas en diversos planos interpretativos, y, segundo, conecte esta esfera estética de la acción con el todo de la praxis humana. Como debe ser ya claro, esta perspectiva de análisis implica un serio cuestiona-miento a la idea moderna de la autonomía del arte, que al postular una instancia trascendental específica como condición de posibilidad del ejercicio artístico pretendía asegurar la independencia del arte y su heterogeneidad con respecto a las otras zonas de la actividad del espíritu humano. Curiosamente, en Schiller –uno de los expo-nentes de esta autonomía del arte– se encuentra una

idea que claramente es predecesora del planteamiento que aquí defendemos.

En la doctrina de los tres estados con que Schiller con-cluye sus Cartas, éste reconoce que la idea de un puro estado físico de la especie humana, es decir, la idea de un estadio de la evolución en el que el hombre estaría sometido de manera total al poder de la naturaleza, no es más que una idea ficticia (Schiller 2005, 321). En realidad, ya desde siempre la esencia del hombre está determinada por un “impulso hacia lo absoluto” (Schi-ller 2005, 323) que saca a éste de su inmersión total en la mera animalidad. Ahora bien, antes de tomar forma en la razón, este impulso se manifiesta primero como el impulso por la apariencia, que, a su vez, en estadios superiores de su desarrollo, es responsable de las bellas producciones del arte. Ya en el mero acto perceptivo del ojo actúa, según Schiller, esa tendencia a la apariencia, en cuanto la vista no recoge lo simple y materialmente sentido, sino que lo reorganiza engendrando un objeto visible (Schiller 2005, 349); también el “goce en la apa-riencia” (Schiller 2005, 345), por ejemplo, en el juego y en el gusto por los adornos que se manifiesta aun en los pueblos más salvajes, refleja, según este autor, este impulso estético primario del hombre que en su estado de desarrollo final toma la forma del “impulso mimético de formación” (Schiller 2005, 349) propio del arte bello. De esta manera, Schiller aúna, como etapas del movi-miento evolutivo de un mismo impulso natural humano, la producción artística superior con las manifestaciones estéticas “menores” (por ejemplo, de lo ornamental o de los ritos). Por otro lado, si bien es claro que este proceso evolutivo está dirigido hacia la formación de apariencias autónomas, también salta a la vista que esta autono-mía ya no aparece en estas últimas reflexiones como una propiedad dada intrínseca a la obra, sino como un elemento que se va adquiriendo en un proceso gradual nunca del todo concluido. Así, pues, desde este planteamiento schilleriano no sólo es posible sustentar la existencia de niveles de realización de la actividad artística, sino que también allí se gana una mirada crítica sobre la idea metafísica de autonomía que concibe a ésta como una cualidad absoluta de-finitoria de la obra de arte, por oposición a los demás objetos del mundo.

El punto donde, sin embargo, ya no podemos seguir a Schiller reside en que para él ese proceso evolutivo del impulso de la apariencia que partiendo de las formas primarias de percepción culmina en las formas mimé-ticas del gran arte en una línea de creciente autonomía tiene lugar como una elevación paulatina del ser huma-

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no desde la realidad hasta la apariencia. En el extremo de esta evolución del instinto de apariencia Schiller avi-zora el surgimiento de ese reino ficticio de lo bello, en una región autónoma tan alejada ya del mundo práctico (Schiller 2005, 351) que a nosotros –que ya no com-partimos su visión ideal de la humanidad– nos cuesta trabajo concebir cómo desde allí el arte pueda aún te-ner algún efecto político. Por eso debemos regresar a la versión de los niveles de interpretación que delineamos antes con recursos de la hermenéutica de Gadamer.

Resulta viable, en efecto, hacer corresponder los dos niveles identificados de la actividad interpretativa en el ámbito sociohistórico con dos momentos diferenciados de la producción artística. Así, a la interpretación inma-nente que simplemente reedita, de manera tácita, los nexos de significado aceptados y transmitidos con los que se configura el mundo de lo social correspondería una actividad artística que simplemente ejercitaría las capacidades creativas humanas en productos que, en lo esencial, no modificarían las coordenadas de sentido vigentes en la cultura en un momento dado; por otra parte, a la interpretación activa que surge de la con-frontación con rupturas y quiebres de los esquemas de comprensión cotidianos, y que por ello está obligada a proponer una reconfiguración más original del sentido del mundo, corresponderían las formas superiores del arte que no se limitan a reafirmar lo consabido sino que exploran nuevas posibilidades de organización de lo real, y que, en consecuencia, perduran en el tiem-po, no sólo como vestigios de las preguntas propias de una época, sino como respuestas y aperturas de sentido siempre actuales. Se trata, en un primer nivel, de ese arte que perece por ser mera expresión de una época, un arte que “exige el consumo y muere con él”, y en un segundo nivel, del “arte perenne que llama a la contem-plación y la regenera continuamente por su propia pe-rennidad” (Pareyson 1992, 27). El primero es sólo una expresión del carácter artístico genérico que es propio de toda experiencia humana; el segundo es una opera-ción intencional y auténtica. El primero es el fenómeno predominante en la era de las masas: la presencia del arte en la totalidad de la vida, las películas y canciones populares, la publicidad y el diseño, el arte que ha gana-do en extensión por los medios de reproducción y que por ello ya “no está confinado en un número limitado de obras raras y excepcionales” (Pareyson 1992, 20); el otro es el arte propio de los artistas, es el que aspira a servir de norma y modelo, y no surge simplemente, como el primero, del impulso imitativo de la vida, sino que se propone expandir las posibilidades humanas de experiencias de sentido.

Por supuesto, no se trata de rebajar aquí la dignidad del arte del primer nivel por considerarlo sólo un producto de consumo masivo. Aun en este modo de realización el arte cumple una función ontológica-interpretativa esencial, como es la de asegurar y dar consistencia al orden de sentido que garantiza en un momento dado la estabilidad de una cultura; es claro que a esta función le es inherente una dimensión eminentemente políti-ca. El peligro reside más bien en pretender reconducir toda la actividad artística dentro de este primer nivel, y permitir, por ejemplo, que sea sólo la llamada industria cultural la que dictamine los estándares y criterios de la producción y evaluación estéticos. De manera corre-lativa, no se trata de encumbrar al arte de segundo nivel como el único propiamente “verdadero” (Parey-son 1992, 27). Con esto no sólo se desconocen las complejas y profundas relaciones que éste mantiene con el llamado “arte popular” del que siempre se ha nutrido, sino que se corre el riesgo de aislar lo estéti-co en una esfera completamente incomunicada de las prácticas humanas.

Pero si los dos niveles interpretativos del arte no deben concebirse como dos zonas diferentes de realización de lo estético, tampoco debe pensarse, como hace Schiller, que el tránsito entre formas “menores” de expresión ar-tística y las formas aparentes del gran arte es un trán-sito de lo más real a la apariencia más pura, y, en ese sentido, una ganancia en el grado de autonomía de los productos del arte. El paso de un arte que es inmanente al mundo de la vida a uno que es interpretativo de una manera crítica y activa no conduce de lo cotidiano y real a lo aparente de una ilusión; pero tampoco al revés, como si este arte de segundo piso propiciara un acerca-miento a una dimensión más verdadera del ser. Lo que tiene lugar en este paso al arte “superior” es más bien una vuelta crítica sobre esa realidad sedimentada, a la que un arte sólo inmanente confirma constantemente; y por ello, no un alejamiento progresivo que condujese a la autonomización del arte, sino un giro o inversión del arte sobre el mundo del que él mismo emana, giro que desplaza los puntos de referencia existentes, que trastoca los baremos usuales de la experiencia y que propicia la apertura hacia constelaciones inéditas de sentido. No hay otra forma de autonomía para lo estético que la que surge de esta manera misteriosa como el arte se ubica a veces por encima de la vida y del mundo, de la experiencia y de lo real, no para desprenderse de ellos, sino para proyectar desde allí nuevos arreglos de sentido y nuevos horizontes de ac-ción; no hay tampoco una función política para el arte más elevada que ésta.

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por ángelA uribe botero*Fecha de recepción: 5 de junio de 2009Fecha de aceptación: 21 de septiembre de 2009Fecha de modiFicación: 1 de octubre de 2009

* Doctorado en Filosofía, Universidad de Antioquia; Maestría en Filosofía, Universidad Nacional de Colombia; Pregrado en Filosofía, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Entre sus últimas publicaciones se encuentran: Perfiles del mal en la historia de Colombia. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009. Por qué son imperfectas las democracias latinoamericanas. En Amistad y alteridad. Homenaje a Carlos. B. Gutiérrez, comps. Margarita Cepeda y Rodolfo Arango, 293-298. Bogotá: Universidad de los Andes, 2009. Actualmente es profesora asociada del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: [email protected].

¿Puede el uso de metáforas ser peligroso? Sobre las pastorales de monseñor Miguel Ángel Builes

ResumenEn este trabajo intento responder a la siguiente pregunta: ¿Cómo dar cuenta del proceso que transcurre entre defender una ideología y producir actos perlocusionarios peligrosos? Para responder a esta pregunta acudo a un ejemplo concreto. Recurro a una figura de la historia reciente de Colombia; en particular, al uso que hace de metáforas y a la fuerza con la que ellas con-virtieron lo abstracto en concreto e hicieron aparecer lo complejo como si fuera simple.

PalabRas clave:Metáfora, actos perlocusionarios, ideología, monseñor Builes.

Can the Use of Metaphors Be Dangerous? On the Letters of Monsignor Miguel Ángel BuilesabstRactIn this text I attempt to answer the following question: How to shed light on the process that occurs between defending an ideology and producing dangerous perlocutionary acts? To answer this question I turn to a specific example, an actor in the recent history of Colombia, and specifically to his use of metaphors and the strength with which said use converted abstract into concrete and made the complex appear simple.

Key woRds:Metaphor, Perlocutionary Acts, Ideologies, Monseñor Builes.

Pode o uso de metáforas ser perigoso? Sobre as pastorais de monsenhor Miguel Ángel BuilesResumoEste trabalho tentou responder a seguinte pergunta: Como levar conta do processo que ocorre entre defender uma ideologia e produzir atos perlocusionários perigosos? Para responder essa pergunta tomo um exemplo concreto. Uso uma figura de his-tória recente da Colômbia; particularmente, o uso das metáforas e da força com a qual elas tornaram o abstrato em concreto e fizeram aparecer coisas complexas como simples.

PalavRas chave:Metáfora, atos perlocusionários, ideologia, monsenhor Builes.

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L as ideologías pueden constituirse en peli-grosos motivos para actuar contra otros. En términos generales, una ideología es un conjunto de creencias arraigadas que no admite objeciones contra la promesa de salvación social o individual que ella predica. A la luz de una ideología, una objeción, una opinión contra-ria o una forma de vida distinta a la que ella profesa y promueve suele ser la manifestación de un peligro vital. Con frecuencia, el carácter arraigado de las creencias contenidas en una ideología da paso a uno de los com-ponentes más característicos de las ideologías: un pro-grama de acción. Actuar en nombre de las cosas en las que se cree, cuando las cosas en las que se cree dan forma a una concepción ideológica del mundo, exige, en la mayoría de los casos, actuar contra quienes no pro-fesan las mismas creencias. Los ejemplos de la relación entre creer en algo y actuar a favor de aquello en lo que se cree en la forma de actuar contra otros son notables y numerosos. En nombre de la fe católica el papado de los siglos XI al XIII patrocinaba ejércitos enteros para perseguir musulmanes. También en nombre de la fe ca-tólica, durante la Conquista de América, centenares de comunidades indígenas fueron torturadas y aniquiladas. En el siglo XX, Hitler persistió en transferir a la socie-dad real de su tiempo los contenidos de la sociedad pro-metida por la ideología nazi; casi lo consiguió: millones de judíos fueron conducidos a las cámaras de gas. En nombre de la dictadura del proletariado, Stalin instituyó los gulags con el propósito de proteger a la sociedad rusa contra la oposición política.

En todos estos casos, la salvación divina o la salvación social que prometen las ideologías exige a “los fieles” ser implacables con quienes podrían constituirse en una amenaza contra la fe, contra la raza o contra el partido. El carácter implacable con el que se dirigen las acciones de los fieles contra los infieles puede tener una expli-cación. Suele ser particular de las ideologías el hecho de que la relación entre el contenido de las creencias profesadas y el adversario es planteada en términos in-directos. En este sentido, el defensor de una ideología, antes que referirse a sus adversarios recurriendo a las características que definen la posición adversa u opo-sitora, prefiere recurrir a mediaciones que cumplen el papel de reducir esa serie de particularidades a una única cosa. El lugar de dichas mediaciones suele estar ocupado por una serie de metáforas, y, en términos ge-

nerales, esa única cosa suele ser presentada como algo peligroso y, en ocasiones, como la encarnación del mal. Con el propósito de ofrecer motivos para despreciar al enemigo de la fe, del partido o de la raza, los líderes suelen, así, construir complicadas fórmulas metafóricas que, paradójicamente, terminan simplificando las ca-racterísticas de dichos enemigos. Por ejemplo, con el propósito de promover el castigo contra los infieles, al papado medieval y al catolicismo español del siglo XVI no les bastaba con condenar las prácticas y las creencias infieles dando las razones por las cuales ellas eran he-réticas o perjudiciales. Para convocar a la guerra contra la infidelidad era preciso, además, apelar a prototipos y a personificaciones que hicieran más fácil a los fieles concebir los motivos del temor, de la indiferencia o del odio. Los herejes se convertían, así, mágicamente, en los enemigos de Dios, en armas satánicas y en caudillos del infierno. Del mismo modo, el rebuscado truco me-tafórico a través del cual los judíos fueron convertidos por Hitler en una peste sirvió a los alemanes de la época para concebir más fácilmente los motivos de la aniqui-lación en las cámaras de gas. Ser trotskista durante los años treinta, en la URSS, equivalía a ser un parásito. El supuesto parasitismo de los opositores constituía la forma como Stalin justificaba los procesos de “limpieza” de los pueblos que conformaban la URSS y, a su vez, convocaba a los rusos en torno al régimen.

Las fórmulas metafóricas a través de las cuales indivi-duos o grupos de personas dejan de ser herejes, oposito-res de un régimen o miembros de una determinada co-munidad nacional, para convertirse, a los ojos de quienes profesan una ideología, en encarnaciones del diablo, en lastres pestilentes o en animales peligrosos cumplen, entonces, la función de hacer simple lo complejo. En estos contextos las metáforas tienen, si se quiere, una ventaja a favor de los promotores de ideologías; ellas, todas, sirven a quienes las construyen al propósito de hacer fácilmente inteligibles las características de los infieles o de los enemigos; sirven al propósito de pro-mover en los espectadores un acceso fácil a las razones para el desprecio.

En las páginas que siguen intento construir una relación precisa entre el poder simplificador de las metáforas que expresan posiciones ideológicas y dichas razones. Inten-to, con ello, responder a la siguiente pregunta: ¿Cómo dar cuenta del proceso que transcurre entre defender una ideología y producir actos perlocusionarios peli-grosos? El propósito de responder a esta pregunta me obliga a acudir a un ejemplo concreto. Recurro a una figura de la historia reciente de Colombia; en particular,

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al uso que hace de una serie de metáforas, a la fuerza con la que ellas convirtieron lo abstracto en concreto y a la habilidad con la que hicieron aparecer lo complejo como si fuera simple. Pretendo mostrar cómo en esa forma de promover la simplicidad puede haber motivos imperantes para el desprecio. En la primera parte de este texto se trazan, a grandes rasgos, las características del contexto social desde el cual el protagonista de este texto emprendía su cruzada moral. En la segunda parte, y utilizando ejemplos tomados de sus palabras, inten-to mostrar la manera como las metáforas, en contextos ideológicos, pueden servir para configurar mundos pe-ligrosos. Para hacer esto es preciso aclarar, en primer lugar, lo que algunos lingüistas llaman “el sentido con-ceptual de las metáforas” y, en segundo lugar, la relación entre las metáforas y cierto tipo de acciones.

Debo advertir que las páginas que siguen a continuación no constituyen un análisis histórico o sociológico de los sucesos a los que hago referencia. La perspectiva desde la cual me valgo de hechos históricos para responder a la pregunta acerca de la relación entre las ideologías, las metáforas y la configuración de mundos peligrosos es filosófica. El ejemplo al que hago referencia sirve so-lamente al propósito de ilustrar mi posición en relación con dicha pregunta; su uso, en ese sentido, no sugiere ni la confirmación ni la ampliación de datos ya conoci-dos a través de la historiografía colombiana.

monseñoR builes

En 1924 Miguel Ángel Builes fue designado obispo de Santa Rosa de Osos, un pueblo situado al norte de Medellín, en el departamento de Antioquia. Desde en-tonces, y hasta su muerte, en 1971, monseñor Builes persistió, desde el púlpito, en lo que él mismo llamó su “lucha” contra el Partido Liberal, el cual se había con-solidado como partido en Colombia desde mediados del siglo XIX. La lucha contra el liberalismo por parte de Builes pasó, en 1931, a convertirse –para nosotros, hoy– en la extravagante institucionalización del liberalismo como un pecado. Ello significó la prohibición explícita a otros religiosos de la absolución de cualquier liberal. “Así se lucha” –decía– “cuando no hay armas para ha-cerlo en forma franca” (citado por Giraldo 2004).

Así formulado, lo dicho entonces por el cura es apenas un ejemplo de un uso exacerbado del lenguaje. Sin em-bargo, cuando de condenar el liberalismo se trataba, a Builes no le bastaba, al parecer, con ser vehemente en su forma de hablar. Años más tarde, en 1936, de la ve-

hemencia pasa él a la amenaza casi explícita contra los liberales. En particular, contra quienes estaban a punto de aprobar una de las más importantes expresiones del liberalismo en Colombia. El 17 de marzo de 1936 re-dacta cuidadosamente el Manifiesto de los prelados de Colombia al pueblo católico. La ocasión de dicho Ma-nifiesto fue el proyecto de reforma a la Constitución colombiana, vigente desde 1886. Dicho proyecto, pro-movido por el entonces presidente liberal Alfonso Ló-pez Pumarejo, entre otros temas, 1) suprimía el nombre de Dios como fuente de autoridad estatal, 2) liberaba a los poderes públicos de acogerse, por principio, a la religión católica, 3) imponía gravámenes fiscales a los bienes inmuebles de la Iglesia católica, e 4) instituía la libertad de cultos y la autonomía de la educación frente a la Iglesia. Mientras, escandalizado, hacía las referen-cias a los distintos artículos que serían reformulados o suprimidos en dicha reforma, monseñor Builes advertía a los congresistas de entonces:

Si el Congreso insiste en plantearnos problemas reli-giosos, lo afrontaremos decididamente y defende-remos nuestra fe y la fe de nuestro pueblo a costa de toda clase de sacrificios, con la gracia de Dios. Esta declaración nuestra no implica ninguna ame-naza, ninguna incitación a la rebelión pública […] pero sí es una prevención terminante al Congreso de que todo el pueblo colombiano […] está con nosotros […] y que llegado el momento de hacer prevalecer la justicia, ni nosotros, ni nuestro clero, ni nuestros fieles permaneceremos inermes y pasivos (Builes 1936, 1).

No creo exagerar en mi interpretación de estas pala-bras cuando afirmo que ellas contienen una amenaza difícilmente disimulable contra los congresistas de la época. ¿Cuál es, si parece cierto que exagero, la dife-rencia entre una amenaza y “una prevención terminante al Congreso […] [de que] ni [los prelados] ni [los] fieles permanecer[án] inermes y pasivos”, cuando de “hacer prevalecer la justicia” se trate? Vale la pena recordar, además, que en el contexto social de la Colombia en el que es publicado este manifiesto se destaca una ca-racterística importante: la mayoría casi absoluta de los colombianos habitantes de las zonas rurales del país pertenecía a la religión católica. Esta característica es importante, entre otras, porque en la mente de los más beligerantes defensores del catolicismo de la época es-taba profundamente arraigada la fórmula catolicismo = conservadurismo. El departamento de Antioquia, en particular, y hasta poco después de los años treinta, era eminentemente conservador. De este modo, para quienes, en Santa Rosa de Osos o en cualquier otro

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municipio antioqueño, tenían acceso al contenido del manifiesto redactado por monseñor Builes, el proyecto de reforma constitucional de 1936 bien podría haberse establecido, y como quiso él hacerlo parecer, como una amenaza contra la justicia. La justicia, en este contexto, está claramente mediada por la creencia en Dios. Lo justo, así, es aquello que Dios y los padres de la Iglesia mandan. Dios y los padres de la Iglesia mandan que el po-der político sea confesional, mandan el Concordato a favor de la Santa Sede y, por consiguiente, prohíben y condenan como injusta cualquier manifestación de laicismo estatal.

Al parecer, sin embargo, y como él mismo lo admitió, la acusación contra el liberalismo que afirmaba su carácter pecaminoso, junto con la amenaza velada, no alcanzaron a constituirse en “armas para luchar en forma franca”; no fueron suficientes para monseñor Builes cuando de defender “la justicia” se trataba. Era preciso, además, fabricar otras armas con las que quizás se consiguiera luchar en forma más franca. Para ello fue necesario hacer ver al liberal ante los fieles antioqueños, ya no solamente como un pecador o como injusto, sino como “algo”, una cosa. Quiero sostener en este texto que el insistente uso de metáforas por parte de monseñor Bui-les se convirtió precisamente en el modo más idóneo del que pudo valerse para hacer cumplir su propósito de generar desprecio contra los liberales.

En 1949, cuando la guerra entre liberales y conserva-dores en Colombia había alcanzado niveles de violencia desesperantes, en una de sus pastorales, y con el propósito de dar a entender a sus fieles lo que ocurría entonces en el país, monseñor Builes hace suyas las palabras que el entonces papa Pío XII emitió en 1946 a propósito de la lucha contra el socialismo en Europa. En dichas pala-bras, el Papa, según dice Builes, “Había deslindado los campos de lucha” (Builes 1949, 5). Los campos de lucha habían sido deslindados por el entonces Sumo Pontífice de manera que la frontera que separaba al socialismo y al catolicismo quedara claramente identificada. Una vez hecho esto, al Papa le restaba, solamente, “indic[ar] los métodos para combatir al enemigo” (Builes 1949, 5). Entre estos métodos destaca Builes el hecho de que “durante estas batallas [los católicos] fue[ron] guiados por el brazo del Señor” (Builes 1949, 7). El uso de las palabras de Pío XII que, por su parte, hace Builes tiene un antecedente en la misma pastoral y en otras anterio-res a ésta: para dar a entender a los fieles lo que estaba sucediendo por entonces en Colombia, era preciso haber identificado antes al liberalismo con una forma de pen-sar. Pasando por características como el “racionalismo”, “el naturalismo”, “el rechazo absoluto del dominio de

Dios” y “el ateísmo”, esta identificación concluye con una serie de sencillas fórmulas: “el liberalismo es de iz-quierdas”, “el liberalismo es socialista”, “el liberalismo es comunista” y “el liberalismo es anticristiano” (Builes 1939; Builes 1949).1

En este contexto, la invocación de las palabras del Papa por parte de Builes tiene dos consecuencias: en primer lugar, la ligera identificación del liberalismo con otra se-rie de doctrinas que, como bien sabemos, no se guían por los mismos principios, y, en segundo lugar, la pro-funda separación entre el liberalismo y el catolicismo. Esta última consecuencia es el resultado del hábil uso de metáforas que hace Builes cuando se vale de las pa-labras del Papa. Términos como “combatir al enemigo”, “campos de lucha”, “batallas”, sirven para que los fieles antioqueños hagan la operación mental de identificar una serie de diferencias partidistas con una contienda militar. Así, cuando de entender la diferencia entre dos doctrinas se trataba, si las sencillas fórmulas que habían servido para hacer relaciones de sinonimia habían te-nido éxito, entonces, quizás también, a muchos de los fieles campesinos antioqueños no les quedaba tan difí-cil identificar de qué lado del campo de batalla se en-contraban. Si la lucha que se proclamaba era, además, una lucha que exigía que se derramara “hasta la última gota de sangre” (Builes 1949, 7), entonces, encontrarse mentalmente de uno u otro lado del campo de batalla era verse a sí mismo, también mentalmente, como un soldado en medio de una batalla sangrienta.

Muchos años antes de que, en esta ocasión, monseñor Builes apelara a la operación mental a través de la cual los campesinos antioqueños irían a convertirse en sol-dados de Dios, él mismo se había mostrado ante ellos como una suerte de general del ejército defensor de la religión. En una misma frase se unen, así, la invocación a su propia autoridad como una autoridad militar y el llamamiento a la guerra:

Y si es nuestro deber de Obispo defender la Religión, y si hemos escogido como lema pelear las batallas de la fe, ¿hemos de cruzarnos de brazos […]? (Builes 1939, 189).

¿Qué es preciso que ocurra para que algo (un miembro del Partido Conservador, por ejemplo) sea visto “mental-mente” como otra cosa (un soldado de Dios)?

1 En las Cartas pastorales, estas expresiones pueden encontrarse en las páginas 68-79, 194, 198; y en El liberalismo izquierdista se hallan en las páginas 7, 22, 28.

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veR una cosa como si fueRa otRa

Una de las referencias más comunes que tenemos del uso de metáforas es el lenguaje poético. En el contexto poético las metáforas tienen, si se quiere, una función develadora. Para que esta función se cumpla, el poeta se sirve del atributo que tiene un objeto y lo traslada a otro objeto que no necesariamente tiene dicho atribu-to, de manera que el segundo de los objetos sea visto como el primero. Éste es el modo como las lágrimas de la doncella aparecen como perlas o como las manos de una madre aparecen como pájaros en el aire. Este mismo procedimiento se cumple para la relación que hace un poeta, ya no entre dos objetos concretos sino entre una entidad abstracta y un objeto concreto. En el poema de Borges “El reloj de arena”, por ejemplo, un aspecto de una entidad abstracta, cuya característica quiere ser develada, pasa a ser visto como algo con-creto. En este poema Borges quiere aludir a la sensa-ción agobiante que provoca en nosotros la conciencia del paso del tiempo; dice, entonces: “Todo lo arrastra y pierde este incansable hilo sutil de arena numero-sa” (Borges 1990, 77). El “incansable hilo sutil” sirve como un dispositivo a la imaginación de Borges, con el propósito de hacer pensar al lector en un reloj de are-na. Éste, a su vez, evoca el paso del tiempo que “todo lo arrastra y pierde”.

El uso de las metáforas en el lenguaje ordinario funcio-na, más o menos, del mismo modo. También en la vida cotidiana solemos expresar el sentido que tiene para no-sotros un aspecto de un objeto atribuyendo éste a otro objeto diferente. Incluso, en el lenguaje ordinario, con más frecuencia que en el lenguaje poético, el primero de los objetos suele ser una entidad abstracta. Éste es el modo como, por ejemplo, el tiempo adquiere las ca-racterísticas de un río. Decimos, así, “el tiempo pasa”, o, “el tiempo corre”. A pesar de que no solemos pensar en este tipo de expresiones como metáforas, todas lo son, todas ellas sirven a uno de los propósitos para el cual son usadas en el lenguaje ordinario; es decir, para develar un aspecto de una entidad abstracta (el tiem-po) a través del empleo del atributo que tiene un objeto concreto (el curso irreversible de la corriente de un río). Es más, el uso poético que hace Borges de las palabras “hilo sutil” para evocar el paso del tiempo presupone ya el uso metafórico con el que, en el lenguaje ordina-rio, aludimos al tiempo como algo que “pasa”. De este modo, difícilmente podría haber construido el poeta su metáfora sin hacer uso de aquella que en el lenguaje or-dinario sirve para expresar algo similar: “el tiempo como algo que pasa”.

Quizás no se describa en rigor y cabalmente al tiempo cuando se dice sobre él que pasa; lo que se hace, más bien, es traducir a categorías la forma como se nos presenta él a nosotros, si se quiere, menos abstractas, y que, además, evocan una particularidad de él que es familiar a la conciencia de nuestra condición mortal. Desde el punto de vista de esta condición, solemos relacionarnos con el tiempo, justamente ignorando el hecho de que él, desde otro punto de vista, no se ve como algo que pasa y, por lo tanto, que no puede ser comparable a un río.

Normalmente, no podemos hacer alusión a todos los puntos de vista mientras intentamos decir lo que para nosotros significa algo. La consecuencia de esto es que mientras hablamos sobre determinado objeto como lo hacemos, del mismo modo que dejamos ver un atri-buto suyo, estamos ocultando otros. Por ejemplo, la alusión frecuente al tiempo como algo que pasa oculta necesariamente muchas otras cosas que se pueden de-cir de él en otros contextos; oculta aquello que podría decir un físico, por ejemplo. Mientras escribe su artí-culo académico sobre la teoría de la relatividad es muy posible que, antes de hablar sobre el tiempo como algo que pasa, el físico haga énfasis en su relación con el espacio y lo describa como una entidad geométrica. En esta medida, si bien una metáfora (como la del río o como la del hilo sutil) sirve al propósito de dejar ver un aspecto de algo que es abstracto y complejo a la luz de un aspecto de algo que es concreto y simple, ella sirve también para ocultar otro u otros aspectos de dicho concepto. En términos de Georg Lakoff y Mark Johnson: “A metaphorical concept can keep us from focusing on other aspects of the concept that are inconsistent with that metaphor” (Lakof y Johnson 1980, 10). Difícil-mente puede alguien, situado en un contexto determi-nado, dar cuenta de los diferentes aspectos que puede tener un concepto de tipo abstracto como el tiempo. Para decirlo en términos metafóricos: nadie puede ver todo lo que hay para ver solamente desde el lugar en el que está parado.

Ahora bien, si el contexto en el que se usan las metáfo-ras es el que describí en la primera parte de este texto, entonces, quizás se entienda mejor por qué puede lle-gar a ser peligroso el poder velador de las metáforas. Vimos que, mientras hablaba, monseñor Builes era el obispo de un pequeño pueblo en el norte de Antioquia. Vimos también que la población rural en Colombia, por entonces, era eminentemente católica. En términos de alguien que fue testigo de los eventos que tuvieron lu-gar en Antioquia durante los años treinta, “Antioquia

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era una teocracia”.2 No debe parecer, entonces, extraño afirmar que el ministro de Dios en Antioquia, es decir, monseñor Builes, tenía una importante autoridad sobre sus fieles. En sus propias palabras:

Soy pues, vuestro padre, hermanos míos; pero por lo mismo que el padre es por imposición misma de la naturaleza maestro y guía de sus hijos, heme aquí como doctor y guía de vuestras almas […]. Sí, herma-nos míos, vengo como Maestro, a enseñaros la Verdad (Builes 1939, 10).

Sumada a la autoridad que se imponía en Santa Rosa de Osos con la presencia de esta suerte de padre, la fórmula catolicismo = conservadurismo, que durante esos años estaba tan arraigada en Antioquia, correspondía a uno de los contenidos de la Verdad que procuró él enseñar a sus “hermanos”. En las palabras de Builes, sin embargo, esta fórmula no era presentada de manera directa. Ella era, más bien, el resultado de una inferencia que, como lo veo, se podía hacer fácilmente a partir de una serie de afirmaciones. En abril de 1931 dice el cura:

Se viene diciendo últimamente y con gran insistencia […] que […] ser liberal ya no es malo: en una pala-bra, que se pueden seguir tranquilamente sin grava-men de conciencia las doctrinas del liberalismo y que se puede votar sin pecado por candidatos liberales, sin que eso sea obstáculo para recibir la absolución y participar de todos los bienes y derechos de la Iglesia. […] Y para que veáis que no se puede ser liberal y católico a la vez […] expondré brevemente en esta instrucción pastoral lo que es el liberalismo (Builes 1939, 189-190).

Es preciso tener en cuenta que, en el contexto político en el que son dichas estas palabras, quien se acogía a esta verdad negativa podría ir traduciendo en su men-te su significado, en términos positivos. Los únicos partidos políticos que, por entonces, se disputaban el poder en Colombia eran el Liberal y el Conservador, con lo cual, si “la Verdad” dice que ser liberal es malo, y que no se puede ser liberal y católico a la vez, en-tonces, ¿qué será ser conservador? De nuevo, Builes no ofrece una respuesta directa a esta pregunta; más bien, insiste en sus pastorales ofreciendo una carac-terización más precisa de lo que, a su manera de ver, era el liberalismo. Quizás con el ánimo de no dejar ninguna duda sobre la fórmula propuesta, insiste Bui-les: “El liberalismo es un error filosófico, social y jurí-

2 Entrevista con Guillermo Gaviria Echeverry, 16 de marzo de 2009.

dico […] Es un sistema religioso porque secunda en el orden político una secta” (Builes 1939, 193). Poco después de afirmar esto, en la misma pastoral, advier-te, sin embargo: “No hay muchos y variados liberalis-mos sino sólo uno”. Contra aquellos que mientras lo escuchaban pudiesen aún tener alguna duda sobre la posibilidad de ser católico y liberal al mismo tiempo, contra aquellos que “se gastan la cabeza bregando a conciliar el catolicismo […] con el liberalismo” antici-pa Builes la verdad de una sentencia religiosa: “¿Qué participación puede tener la justicia con la inequidad? ¿Qué tiene que ver la luz con las tinieblas? ¿Qué arre-glos puede haber entre Cristo y Belial?” (Builes 1939, 207). El liberalismo, entonces, según esta serie de fórmulas, equivale a un error manifiesto en todas sus formas, a una secta religiosa; a una secta demoníaca. Sin exigir una operación mental muy complicada, el llamado de la autoridad a sus fieles los conmina a que vean de qué modo el liberalismo no es lo que ellos quizás estén tentados a creer que es: el liberalismo es algo tenebroso.

Hay una diferencia entre la forma como al hacer uso de las metáforas el poeta nos invita a que apliquemos un atributo propio de una cosa a otra cosa distinta y la manera como al hacer uso de ellas, en el lenguaje ordi-nario, hacemos lo mismo. Con el ejemplo del tiempo, vimos que en los dos casos las metáforas sirven, entre otras, para acercar entidades de tipo abstracto a entida-des más concretas, más fáciles de asir. Sin embargo, en el lenguaje ordinario, más claramente que en el poéti-co, las metáforas cumplen una función adicional: ellas pueden llegar a constituir conceptos en cuyos térmi-nos damos sentido a lo que vemos y a lo que hacemos. Con el propósito de mostrar esto, algunos lingüistas se han preocupado por aclarar de qué modo las metáfo-ras, antes que ser una característica de las palabras, son una característica del pensamiento (Lakoff y Johnson 1980, 3; Kövecses 2002, viii). Según estos autores, las metáforas tienen una función conceptual, en la misma medida en la que la tienen otras categorías lingüísticas, como las palabras que se utilizan para describir obje-tos, por ejemplo. Las metáforas, tanto como otras cate-gorías lingüísticas, no sólo nos ofrecen una alternativa de percepción del mundo; ellas también nos brindan una alternativa de actuar de un modo u otro en relación con él. Para aclarar esto, vale la pena atender a la fun-ción conceptual que puede cumplir, por ejemplo, una descripción como la del movimiento de los planetas. La descripción tolomeica del movimiento planetario no se acaba, si se quiere, en una serie de afirmaciones sobre dicho movimiento. Ella tiene toda una serie de

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implicaciones sobre la forma como vemos la Tierra y los demás planetas, pero, sobre todo, tiene una serie de implicaciones sobre la manera como nos relaciona-mos (en términos de nuestras acciones) con la Tierra y con los otros planetas: somos el centro del universo. Si, por el contrario, el sistema copernicano nos ofrece una descripción distinta del movimiento de los planetas, no sólo vemos de otro modo la Tierra en su relación con los otros planetas y con el Sol, también nos vemos a nosotros mismos distintos en relación con ellos: ya no somos el centro del universo. No vernos como el centro del universo nos propone, seguramente, actuar de un modo distinto a como lo haríamos si nos viéramos como el centro del universo.

Desde el punto de vista de la concepción según la cual las metáforas tienen un sentido conceptual, algo aná-logo a lo que he descrito arriba ocurre con la función lingüística que, según esta concepción, tienen las me-táforas. Ellas no sólo sirven al propósito de develar un aspecto de algo acudiendo a un atributo propio de otra cosa. En el lenguaje ordinario, más claramente que en el lenguaje poético, ellas sirven para responder de un modo coherente a una serie de preguntas, no solamen-te en un sentido teórico sino, también, en un sentido práctico; no sólo para que creamos o para que sintamos ciertas cosas, sino para que actuemos de un modo de-terminado a favor de ellas.

El propósito de entender la relación estrecha que pue-de haber entre el uso de las metáforas y cierto tipo de acciones exige aclarar aquello que George Lakoff y Mark Johnson llamaron “el carácter sistemático de las metáforas” (Lakoff y Johnson 1980, 10). Tal como lo entiendo, con el término “el carácter sistemático de las metáforas”3 se quiere decir que ciertos conceptos se en-tienden mejor si una metáfora aparece acompañada de lo que uno podría llamar “el resto de los miembros de la familia de esa metáfora”. Los miembros de las familias de metáforas se relacionan entre sí a partir de las infe-rencias que hacen los hablantes; es decir, a partir de semejanzas o a partir de cualquier otro tipo de relación que el contexto permita que se haga.

Las palabras de monseñor Builes son un buen ejem-plo para ilustrar el carácter sistemático que pueden tener las metáforas en el lenguaje ordinario. Con el propósito de ilustrar la fuerza contenida en las pala-bras de Builes, he insistido en que es preciso tener

3 En su libro, Lakoff y Johnson no ofrecen una definición positiva de este término.

presente el contexto rural y religioso en el que vivían quienes lo escuchaban. Dado ese contexto, he hecho referencia a las fórmulas con las que traza el cura la relación entre “ser católico” y “ser conservador”, “ser liberal” y “ser anticatólico”. He tenido en cuenta, también, algunas de las metáforas con las que mon-señor Builes pretendió establecer relaciones directas entre entidades abstractas y entidades concretas. He hecho referencias, así, a algunas de sus palabras: la lucha partidista como una lucha en un campo de ba-talla y la exigencia de derramar hasta la última gota de sangre en esa batalla. Algunas referencias a la forma exacerbada con la que transmite el cura “la Verdad” a sus fieles sirven, así mismo, para entender entre quiénes, más concretamente, se libran las batallas: el Bien y el Mal, la luz y las tinieblas, la justicia y la inequidad, Jesús y Belial. En las Pastorales, escritas entre 1926 y 1938, es recurrente el uso de todos es-tos términos. Sin embargo, en una de ellas toma su forma, de una vez por todas, todo el mundo que quiso Builes construir para él y para sus fieles. El contexto en el que es escrita esta Pastoral, en 1938, se conoce como el período de la “Revolución en Marcha”, de Alfonso López Pumarejo.4 Cuando en Colombia di-cha revolución estaba ya más o menos consolidada, en Antioquia empezaban a hacerse oír las manifesta-ciones de alarma contra lo que, a los ojos de muchos empresarios y dirigentes políticos, parecía la llegada del comunismo. En palabras de una historiadora co-lombiana, la Revolución en Marcha “constituyó un telón de fondo decisivo de un aumento en el discur-so vituperante contra el comunismo” (Roldán 2003, 36). La siguiente cita de Builes es quizás una de las mejores maneras de expresar la histeria a la que hace referencia la historiadora:

Pues bien: si el liberalismo ha cedido el campo en todos los órdenes al comunismo bolchevique, contra éste vamos a luchar sin tregua y con todas nuestras armas. No hay en la actualidad sino dos campos en el mundo: Roma y Moscú, el Vicario de Cristo y el Vicerregente de Satanás, Pío XI y Stalin, la verdad y el error, el bien y el mal, la restauración del mundo en Cristo y la sublevación total. Si sois cristianos, no vacilaréis en escoger. Sois hijos de Dios; fuera, pues las cuentas con Belial (Builes 1939, 356).

4 1934-1938. Con este lema López Pumarejo dio inicio a una variedad de políticas sociales que, entre otras, ampliaron el reconocimiento legal de una serie de derechos a favor de los trabajadores y de los campesinos en Colombia. Ver Roldán (2003, 35).

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en el campo de batalla

Una de las formas a través de las cuales se establece una relación de familiaridad entre una serie de metáforas es con el recurso de la personificación. La personificación es, como lo ven los lingüistas a quienes he hecho refe-rencia en este texto, una construcción metafórica que sirve para evocar un objeto, en particular, una persona o un personaje, y con ello, para caracterizar con preci-sión aquello cuyo significado quiere darse a entender. (Lakoff y Johnson 1980, 33-34). Es propio de las perso-nas (o de los personajes) el hecho de que ellas actúan. Es propio de las personas sobre quienes decimos que son buenas, el producir actos buenos, actos que favore-cen los intereses de los demás. En este mismo sentido, es propio de las personas malas el producir actos malos, actos con los que se vulneran los intereses de los demás. El carácter sistemático de la relación entre un agente, el hecho de que actúa y la calidad moral de sus acciones suele no ser muy difícil de inferir, sobre todo, si estamos familiarizados con ese agente. Volvamos a las palabras de Builes para responder a la pregunta sobre cómo se define el carácter sistemático del vínculo entre las me-táforas que usaba en sus pastorales.

Estamos, como vimos, en un campo de batalla. De un lado está Satanás, y del otro, el vicario de Cristo. En términos del análisis de las metáforas que he tenido en cuenta hasta acá, Satanás es una parte de “la fuente del dominio conceptual de la metáfora” (Kövecses 2002, 4). La fuente del dominio conceptual se construye, según Zoltán Kövecses, a partir de las metáforas que usa un hablante para hacer referencia a otro dominio, el do-minio “objetivo”, en otros términos, “el blanco” (target) al que se dirige el dominio “fuente” (source); esto es, el dominio sobre el cual el hablante quiere dar a enten-der algo utilizando una serie de metáforas. La relación entre uno y otro dominio, en nuestro caso, se establece de tal manera que el dominio “objetivo” se constituye a partir de entidades abstractas (Kövecses 2002), como el liberalismo o el tiempo, mientras que el dominio fuente se constituye a partir de entidades concretas, asibles, si se quiere, como Satanás o como el hilo sutil de arena numerosa. ¿Por qué hace Builes referencia al vicerre-gente de Satanás en sus pastorales? ¿Por qué se vale de esta personificación para hacer entender a sus fieles qué cosa era el liberalismo? A estas preguntas se puede responder si se atiende al carácter sistemático de la re-lación entre un grupo de metáforas.

He hecho referencia a la relación de sinonimia entre el liberalismo y el comunismo en la que insistió el cura. En

la última cita de las pastorales incluida en este texto, el vicerregente de Satanás equivale a Stalin. Por lo tanto, quienquiera que se presente en Colombia como un li-beral, no puede ser más que otro entre los vicerregentes de Satanás, como lo es Stalin. La relación entre algunos de los componentes de la fuente (en nuestro caso, el grupo de metáforas: Satanás y pecar) puede ser siste-mática, como puede ser sistemática la relación entre un agente y las acciones que produce. Del mismo modo, la relación entre algunas características del objetivo (en nuestro caso, el liberalismo) y sus acciones, tam-bién puede ser vista como sistemática. Es de este modo como la relación entre el liberalismo y el hecho de que los miembros de este partido propongan una reforma constitucional contra el Concordato a favor de la Santa Sede puede ser también sistemática. Los artilugios me-tafóricos que sirven para construir relaciones entre uno y otro dominio conceptual, en su caso, le sirven a Builes para convertir las acciones del liberalismo en las accio-nes de los vicerregentes de Satanás, para mostrar a los fieles de qué manera es propio del liberalismo querer “derrocar a Cristo de su trono”; en otras de sus pala-bras: para mostrar cómo el liberalismo “[quiere] llevar a sus hijos a la condenación eterna de sus almas” (Builes 1939, 49), para indicar cómo los liberales “prepara[n] la ruina de la humanidad” (Builes 1939, 111).

Las acciones que produce un agente necesitan, con fre-cuencia, de una serie de instrumentos, sin los cuales la tarea de producirlas se haría más difícil o terminaría no produciéndose. Si para el liberalismo se ha propuesto una personificación (los vicerregentes de Satanás), en-tender lo que hace el liberalismo (derrocar a Cristo de su trono) será más fácil, si en las manos de los vicerre-gentes de Satanás se pone el instrumento más idóneo para alcanzar el fin que se proponen. En palabras de Builes este instrumento es una espada que “centelle[a] como [una] lengu[a] de fuego infernal, amenazant[e] y terribl[e]” (Builes 1939, 242). La espada es acá la metá-fora (fuente) para designar las palabras de los profesores liberales en las universidades y en los colegios, las palabras de los diputados liberales en el Congreso, las palabras impresas en los periódicos, en los folletos y en los pro-yectos de reforma constitucional (Builes 1939, 242).

¿Qué sigue después de las referencias metafóricas al liberalismo, a sus acciones y a sus palabras? Para que el campo de batalla quede “bien deslindado” es preciso aún caracterizar al vicario de Cristo, sus acciones y sus palabras. En términos de Builes, el vicario de Cristo es, entre los hombres, la autoridad designada directamente por Dios, el representante suyo en la Tierra: Su Santi-

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dad. Como vimos, en Antioquia, esta autoridad coinci-día, en términos del cura, con él mismo: “Soy […] vues-tro padre […] heme aquí como doctor y guía de vuestras almas […]”. Las acciones de este doctor de las almas se corresponden, a su vez, con la tarea asignada a él direc-tamente por Dios: predicar la verdad revelada y com-batir las doctrinas perversas (Builes 1939, 26). ¿Cómo, por último, se predica la verdad cuando ella equivale a la acción que se emprende en un campo de batalla? La respuesta a esta última pregunta da forma completa a la idea que Builes ha insistido en transmitir a sus fieles:

También nuestra palabra como espada y nuestra pluma como saeta han de flamear y clavarse en el propio corazón del monstruo que es el error, que es la herejía, aunque choquen contra la enemiga lanza y se rompan en mil pedazos (Builes 1939, 242).

Con la visión simplista del mundo al servicio de la cual, de este modo, pone monseñor Builes sus metáforas in-curre él, sin embargo, en un serio peligro: acercar sus palabras a posibles acciones. Para precisar esta afirma-ción propongo tener en cuenta la relación entre el con-texto en el que son escritas las Pastorales y el mensaje que quiso Builes hacer llegar a sus fieles. Después de todo, el mundo entero es una guerra cuyos combatien-tes están bien identificados: las fuerzas de Satanás y las fuerzas de Cristo, el mal contra el bien, Stalin contra el Papa. Colombia es sólo uno de los campos de batalla en los que se libra esa guerra, y las fuerzas adversarias coin-ciden en el país con los partidos Liberal y Conservador.

Tanto como sean pronunciadas en el contexto adecua-do, las palabras pueden constituirse en actos. En un contexto en el cual quien pronuncia las palabras se presenta ante quienes lo escuchan como una autoridad (i.e., un maestro, un padre, el portador de la verdad), el tipo de acto que se produce es lo que J. L. Austin llamó un “acto perlocucionario”. En este sentido,

Saying something will often, or even normally, pro-duce certain consequential effects upon the feelings, thoughts or actions of the audience […] and it may be done with the design, intention, or purpose of pro-ducing them; and we may say, thinking of this, that the speaker has performed an act. […] We shall call the performance of an act of this kind the perfor-mance of a ‘perlocutionary act’ (Austin 1975, 101).

Por otra parte, en el contexto adecuado, una visión simplista del mundo puede llegar a ser paranoica (Son-tag 2008, 83). Quiero sostener que, junto con esto, el

hecho de que una visión del mundo se exprese de un modo simplista podría llegar a constituirse en un acto perlocucionario peligroso. Los contextos de polarización política, con frecuencia, suelen presentarse de manera que lo que se produce es esta suerte de psicosis. En el con-texto al que estoy haciendo referencia, la visión simplista del mundo que ha construido Builes con sus metáforas es sumamente paranoica. Como vimos, una de las fun-ciones de las metáforas es dar a entender (o explicar) algo (el liberalismo) que es complejo o que es abstracto, en términos de otra cosa distinta, más concreta o más simple (Belial). Este propósito sólo se cumple en la me-dida en que las metáforas, así como develan aspectos de los conceptos, sirvan también para ocultar otro u otros aspectos de ese mismo concepto. En términos de Lakoff y Johnson: “Merely viewing a non-physical thing as an entity or substance does not allow us to compre-hend very much about it” (Lakoff y Johnson 1980, 27). Si a la función veladora que pueden tener las metáforas se suma la función simplificadora del mundo y de los hechos que tienen las ideologías, entonces, el uso que hace Builes de las metáforas para dar a entender a sus fieles lo que es el liberalismo es sumamente peligroso y paranoico. Piénsese solamente en los miembros del Partido Liberal convertidos en regentes de Satanás.

Como vimos, aludir al tiempo como algo que “pasa” im-plica no aludir a él como una entidad geométrica, y en este sentido, no notar que, quizás, el tiempo, desde el punto de vista científico, puede no ser “algo que pasa”. Basta con detenerse en una de las metáforas que usa Builes para imaginar todo lo que ella esconde cuando, mientras la usa, él quiere dar a entender qué es el libe-ralismo: el liberalismo es un sistema religioso que se-cunda una secta. El liberalismo es, en fin, todo lo que se puede decir metafóricamente acerca del mal y nada más que del mal. Quizás, además de imaginar, resulte ocio-so describir explícitamente lo que queda escondido del liberalismo con las extravagancias del cura. No creo exa-gerar cuando afirmo que es probable que la visión sim-ple y paranoica del mundo que quiso él transmitir con sus metáforas haya producido entre sus fieles, cuando no un fuerte deseo de actuar como soldados de Dios, por lo menos sí temor o indiferencia en relación con la posibilidad de que los liberales fuesen victimizados. En términos de Austin, no creo que sea exagerado afirmar que la visión paranoica y simple del mundo que presen-tó Builes a través del uso de metáforas en sus pastorales pudo producir actos perlocusionarios que fueron afor-tunados (Austin 1975, 14-17); es decir, actos a los que quizás respondieron muchos de los fieles con la serie de actos que correspondían a la invitación que se les hizo.

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Sin embargo, como lo advertí al comienzo de este texto, el análisis de las palabras del cura que propongo no es ni histórico ni sociológico. De allí que omita afirmaciones sobre si, en efecto, los actos de monseñor Builes fueron afortunados; sobre si los fieles de las parroquias adscritas a su obispado acudieron a la invitación que él les hizo.

RefeRencias

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Builes, Miguel Ángel. 1939. 4. Cartas pastorales. Medellín: Imprenta Editorial.

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entRevista

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por Diego cAgüeñAS rozo*Fecha de recepción: 3 de julio de 2009Fecha de aceptación: 1 de septiembre de 2009Fecha de modiFicación: 21 de septiembre de 2009

* Doctorado en Antropología y Estudios Históricos (en curso), Maestría en Antropología, The New School for Social Research, Estados Unidos; Maestría en Filosofía y Análisis Cultural, Universidad de Ámsterdam, Holanda; Filósofo y antropólogo de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Actualmente se desempeña como profesor en el Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia). Correo electrónico: [email protected].

Las distancias del creer: secularización, idolatría y el pensamiento del otro

Resumen¿Es necesario creer lo que el otro cree para comprenderlo? El artículo explora diferentes perspectivas desde las que la antropo-logía ha respondido a este interrogante. El argumento principal es que, por tratarse de una disciplina que surge con la moder-nidad y la secularización del mundo, la antropología ha tendido a ignorar lo específicamente “religioso” del creer para poderlo reducir a fenómeno simbólico y social. Se reconsidera la importancia del problema del creer en el acercamiento de la antropo-logía al otro, una vez que el investigador ha rechazado la posibilidad de compartir sus creencias. Haciendo uso de las ideas de distancia y de retiro de lo sagrado, se cuestionan las consecuencias que la secularización trae para el ejercicio de la etnografía definida como pensamiento del otro y para el análisis del problema del creer. Finalmente, se muestra cómo el retorno de lo sagrado obedece a una lógica idolátrica que busca reinstaurar la autoridad de las ortodoxias que la secularización ha debilitado, y se esboza el tipo de acción política que podría contrarrestar el violento avance de la idolatría en el escenario político.

PalabRas clave:Secularización, creencia, distancia, idolatría.

The Distances of Belief: Secularization, Idolatry, and the Thought of the OtherabstRactIs it necessary to believe what the other believes to understand him? This paper explores different perspectives through which anthropology has addressed this question. The main argument is that because it is a discipline that arose alongside modernity and the secularization of the world, anthropology has tended to ignore what is specifically “religious” in believing so as to redu-ce it to a social and symbolic phenomenon. The importance of the problem of belief is reconsidered in respect to anthropology’s approach to the other once the researcher has dismissed the possibility of sharing the other’s beliefs. Turning to the ideas of distance and the defection of the sacred, I question the consequences that secularization brings to the exercise of ethnography and to the study of the problem of belief. Finally, I show that the return of the sacred responds to the logic of idolatry, which seeks to reinstate the authority of the orthodoxies that have been weakened with secularization. I conclude with a brief sketch of the kind of political action that could thwart the violent advance of idolatry in the political sphere.

Key woRds:Secularization, Belief, Distance, Idolatry.

As distâncias de crer: secularização, idolatria e o pensamento do outroResumoÉ necessário crer aquilo que o outro crê para compreendê-lo? O artigo explora diversas perspectivas desde as quais a an-tropologia tem oferecido resposta a esta pergunta. O argumento principal é que, devido a que é uma disciplina que surge com a modernidade, a antropologia tem ignorado o aspecto especificamente “religioso” de crer para reduzi-lo a fenômeno simbólico e social. A importância do problema de crer é reconsiderada na aproximação da antropologia para o outro, quando o pesquisador rejeita a possibilidade de compartilhar suas crenças. Usando as idéias de distância e de retiro daquilo sagrado, as conseqüências que a secularização traz para o exercício da etnografia definida como pensamento do outro e para a análise do problema de crer são questionadas. Finalmente, mostra-se como o entorno daquilo que é sagrado obedece a uma lógica idolátrica que procura a re-instauração das autoridades das ortodoxias que a secularização tem debilitado, e delineia o tipo de ação política que poderia contra-arrestar o violento avanço da idolatria no cenário político.

PalavRas chave:Secularização, crença, distância, idolatria.

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la distancia

Pensar la secularización es pensar el recorrido de una distancia. Los polos de este movimiento pue-den determinarse con relativa exactitud: la lejanía del nihilismo, por un lado; la cercanía de la idolatría, por el otro. El problema, sin embargo, reside en la correcta estimación de la magnitud de la distancia y la direcci-ón del recorrido. Si entendemos por secularización una “relación de procedencia desde un núcleo de lo sagrado del que uno se ha alejado y, sin embargo, permanece activo, incluso en su versión ‘decaída’, a términos pura-mente mundanos” (Vattimo 1996, 11), podemos afirmar que secularización no significa abolición de lo sagrado sino su particular modo de pervivencia en el mundo moderno. En algún lugar entre el vacío que queda tras la retirada de los dioses y la plenitud que trae la sobreabundancia de ídolos se halla la única experiencia religiosa auténti-ca que puede brindar un mundo que se piensa secular.

Determinar la naturaleza de dicha experiencia excede el propósito de estas páginas; nos limitaremos a señalar un posible primer paso en esa dirección. Partimos, siguien-do a De Certeau, constatando un cierto desplazamiento de la sacramentalidad tras el cual la experiencia amo-rosa y la sexualidad intentan reemplazar la obediencia. Tan pronto la Iglesia deja de ser “la garantía social y cul-tural de habitar en el campo de la verdad” se rompen los vínculos de hermandad que hacían del otro un miembro más de la comunidad. Se descubre entonces una “alte-ridad perturbadora e inaccesible” (Certeau 2006, 309) que demanda de nosotros un ejercicio de fe, que nos pide creer en ella. El amor y la sexualidad buscan, de forma infructuosa y efímera, volvernos a acercar a ese otro. No parece ser suficiente. Consumada la consabida muerte de Dios, el otro parece ser lo único en que nos es posible creer. Sin duda, no es éste el superhombre que Nietzsche aguardaba tras el ocaso de los ídolos. Le-jos estamos de aquel nuevo hombre que se haría cargo de su voluntad de poder y se daría a sí mismo nuevos valores más merecedores de tal nombre. Por el contra-rio, la necesidad de un acto de fe en todo acercamiento al otro pone en evidencia tanto nuestra necesidad como nuestra incapacidad de creer. Así lo entendió Heideg-ger: no somos no creyentes porque Dios en cuanto Dios haya perdido su credibilidad ante nosotros, sino porque nosotros mismos hemos abandonado la posibilidad de

creer en la medida en que ya no podemos buscar a Dios (Heidegger 2000, 198). Lo sagrado parece haberse re-plegado a una distancia tan vasta que ni siquiera el creer más abnegado puede alcanzarlo. Lo único que nos es dado es creer que creemos. O, de modo más dramático y vertiginoso, “creer a pesar de la creencia de que no se cree” (Marion 1993, 80).

Para el pensamiento antropológico, en cuanto pensa-miento del otro, la distancia abierta por el alejamiento de lo sacro es condición de posibilidad. En ello no se en-cuentra solo. De hecho, todas las llamadas “ciencias so-ciales” dependen desde su origen mismo de la creación de “lo secular”, es decir, de un campo de relaciones por completo inmanente, cuyo estudio y comprensión no dependan de instancias trascendentes. Esto se suele olvidar: que no siempre hubo “lo secular”. Se olvida que el saeculum, en la Edad Media, no era un espa-cio o un dominio; se trataba del lapso de tiempo que separa la caída del eschaton. Para convertirse en espa-cio independiente e inmanente lo secular debió pri-vatizar, espiritualizar y trascendentalizar lo sagrado, al tiempo que reimaginaba la naturaleza, el hombre y la sociedad como elementos de una esfera de poder autónomo y formal (Milbank 1993, 9). Esto es bien sabido, y no es la historia que deseo contar. Mi inte-rés es más específico. Mi pregunta es por el lugar que ha ocupado el creer en un pensamiento, el antropo-lógico, que sólo es posible gracias a la distancia abierta con la (pretendida) secularización del mundo y el consi-guiente extrañamiento del otro. La pregunta podría ser puesta en estas palabras: ¿es necesario creer lo que el otro cree para comprenderlo? Así formulada, la pregun-ta puede parecer ingenua: durante su corta historia la antropología ha funcionado como si no fuese necesario compartir las creencias del otro para la producción de saber etnográfico. Aún más, en repetidas ocasiones se ha hecho explícita una cierta necesidad de ignorar tales creencias, o por lo menos de suspenderlas, de ponerlas entre paréntesis, si lo que se busca es alcanzar un saber más fiel a la realidad.

Se impone otra pregunta más fundamental: ¿es posi-ble comprender algo que no se comparte? Retorno al desplazamiento de la sacramentalidad que advierte De Certeau. Con respecto a la liturgia en un mundo secu-lar, se permite decir: “La liturgia se estetiza. Deja de ser cierta (pensable) y eficaz (operatoria), pero puede ser bella, como una fiesta, como un canto, como un silen-cio, como un efímero éxtasis de comunicación colectiva” (Certeau 2006, 309). El servicio público deja de serlo para convertirse en estímulo de “experiencias privadas”.

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Otro tanto podría decirse del saber etnográfico: al no compartir las experiencias del otro del que pretende ha-blar, corre el riesgo de estetizarlo.1 No se trata de un juicio peyorativo. Estetizar al otro no es por necesidad un acto reprochable (aunque frecuentemente lo sea); es, ante todo, hacer de él objeto de un cierto tipo de conocimiento. Simplemente se constata lo siguiente: al mantener al otro a distancia suficiente para neu-tralizar tanto sus creencias como las del etnógrafo, aquello que hace de lo vivido algo cierto y eficaz para cada individuo es pasado por alto, por ser considera-do perteneciente a una “vida interior” que se estima inaccesible o irrelevante. El intento de acceder a esta interioridad es reprochado como síntoma de “psicolo-gismo”. El quehacer de la etnografía, al hacer del otro un enigma indescifrable en términos “científicos”, es decir, como objeto de un cierto tipo de conocimiento, no estaría sino replicando en clave propia la imposibi-lidad de creer que nos ha legado el retiro de lo divino. No sólo no podemos creer lo que el otro cree sino que no podemos creer que el otro crea.

Pero vamos demasiado rápido. A pesar de no ser un tema que suela ocupar al etnógrafo, el creer está inscrito en el corazón de la disciplina desde muy temprano. Debemos entonces volver la mirada a esas primeras formulaciones y preguntarnos cómo el problema del creer ha determinado la historia de un saber que ne-cesita del otro. Lo que sigue, por tanto, es una breve genealogía del problema del creer, desde la mirada antropológica, una vez el mundo se ha secularizado y el otro se ha convertido en realidad estética. A lo largo de este recorrido la cuestión de la distancia nos servirá de guía. La meta es abrir la posibilidad de me-dir con mayor precisión la distancia que nos separa de lo divino.

1 Estética no tiene en este contexto el sentido restringido de producción y apreciación de obras de arte. Alude, en cambio, a aquella esfera de la experiencia humana que desde la Ilustración es tenida por “privada” y, por ende, “subjetiva”. Esta concepción de la estética encuentra una de sus más acabadas expresiones en la definición kantiana según la cual la “estética trascendental” consiste en “la ciencia de todos los princi-pios a priori de la sensibilidad”. Así, pues, la estética se ocupa de un conocimiento “sensible” en el que no median conceptos sino sólo las “formas” de la experiencia (espacio y tiempo). Para efectos de nuestra argumentación basta retener la profunda subjetivación de una estética así definida. Como conocimiento privado y anterior a conceptos, la es-tética se asegura un dominio de la experiencia en el que lo social sólo ingresa en un segundo momento. Lo estético se comparte después de vivido; su vivencia no depende de –ni incluye– la existencia del otro. En la Tercera Crítica, la de la facultad de juzgar, Kant afirma: en el jui-cio estético “no se entiende la determinación del objeto, sino del sujeto y de su entendimiento” (Kant 1992, 44).

oRígenes

Es necesario delimitar el problema desde un principio. Hay algo de característicamente “cristiano” en el acto de creer; algo, por necesidad, que sería propio de la tradici-ón de las religiones del Libro. Muchas religiones están basadas primariamente en un hacer: acatar la Ley, llevar a cabo ciertos rituales, abstenerse de incurrir en prácti-cas prohibidas, por ejemplo.2 Esto no quiere decir que otras religiones carezcan del concepto de creer; tan sólo que, de tenerlo, éste es secundario con respecto a otros elementos (Stringer 1996). Para el cristianismo, por el contrario, creer está en la raíz de toda definición de lo que es “ser cristiano”. Incluso podría afirmarse, como lo sugiere Foucault, que una vida “verdaderamente cris-tiana” consiste en la constante manifestación explícita de las creencias personales (Foucault 1997, 208). Esta herencia cristiana es determinante en el modo en que el problema del creer forma parte de los orígenes del pen-samiento antropológico. Así, al definir cultura como “el todo que abarca conocimiento, creencias, arte, moral, ley y costumbres”, Edward Tylor (quien provenía de una familia de cuáqueros) clasificó el creer como uno de los elementos que conforman la “esfera intelectual” de toda sociedad (Tylor 1974, 1). Según Tylor, los elementos in-telectuales de una cultura son causa de sus elementos materiales. Esta perspectiva intelectualista explica por qué Tylor pudo definir la religión como “la creencia en seres sobrenaturales [spiritual beings]”. En esta simple frase, lo divino –lo sobrenatural– ha quedado irremedia-blemente ligado al acto de creer.

Las consecuencias de tal definición pueden identificar-se tan temprano como en La rama dorada. James Frazer (quien fue educado en la fe presbiteriana) también distin-gue el aspecto intelectual de la religión, de sus mani-festaciones prácticas, esto es, diferencia la creencia en poderes superiores, de las tentativas de invocarlos o apa-ciguarlos. Pero Frazer da un paso más al sostener que la creencia debe necesariamente preceder a la práctica, ya que primero debemos creer en la existencia de un

2 Ejemplo de tal concepción “práctica” de lo religioso es el culto a los an-cestros. Igor Kopytoff ha demostrado que, en el caso de numerosas so-ciedades africanas, es incorrecto afirmar que sus miembros “creen” en los ancestros y, por tanto, los veneran. De hecho, en África el énfasis recae “no sobre la manera en que los muertos viven sino en las formas en que afectan a los vivos” (Kopytoff 1971, 129); lo que significa que las personas invierten mucho menos tiempo especulando acerca de la vida después de la muerte que haciendo frente a las acciones de los an-cestros. Esta relación implica que la existencia de los ancestros nunca es puesta en duda, así como en muy contadas ocasiones se duda de la existencia de “padres”. No significa esto que no haya diferencia alguna entre ancestros y padres, sino que ésta rara vez es objeto de reflexión sistemática (Astuti 2007).

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ser sobrenatural antes de intentar complacerlo (Frazer 1995). De esto se desprende que, dado que las acciones se derivan del creer, al etnógrafo le es posible utilizar las prácticas “religiosas” como la clave para desentrañar la creencia que les da forma. Algunos años después, Émile Durkheim se encargaría de invertir y complicar esta relación. Durkheim (quien creció en un entorno judío) retiene los aspectos conceptuales y mentalistas de la religión definidos por Tylor, pero los transforma en elementos de representaciones colectivas a través de las cuales la sociedad adquiere conocimiento del mundo. Ya que dichas representaciones anteceden toda existen-cia individual, las creencias no pueden sino derivar de la experiencia ritual. Dicho de otro modo, creer no es tan-to un “estado interior” como un hecho social. Antes que tratarse de contenidos psicológicos o intelectuales, las creencias son uno de los más importantes medios por los que la sociedad se representa a sí misma para sus miembros (Durkheim 2003). El énfasis recae entonces sobre la noción de “sistemas de creencia”, que se ca-racterizan por su casi total coherencia, por su prioridad sobre el individuo, y porque el espacio para el disenso es reducido a expresión de anomia.

Los estudios de Evans-Pritchard (quien se convirtió al catolicismo hacia el final de su carrera) sobre brujería entre los Azande y religión entre los Nuer son un bello ejemplo de reconstrucción de sistemas de creencia. En el primer caso, su propósito fue demostrar que las creencias aparentemente “irracionales” de los Azande obedecen a una lógica que tiene sentido en sus pro-pios términos, y más específicamente, que la brujería es una práctica que busca arreglárselas con el infortu-nio (Evans-Pritchard 1976). El análisis emprendido por Evans-Pritchard supone que las creencias deben ser en-tendidas como hechos sociales, no teológicos. La tarea del etnógrafo consiste en rastrear las relaciones entre creencias, y entre creencias y otros hechos sociales. El “contenido religioso” específico de cualquier creencia es dejado fuera de consideración en la medida en que el etnógrafo no está en posición de declararlo “falso” o “verdadero”. Victor Turner (quien también se conver-tiría al catolicismo) fue más lejos. Turner sugiere que “la religión no está determinada por nada distinto a ella misma”, y, en consecuencia, no puede ser reducida a ningún tipo de explicación etnográfica. En consecuen-cia, todo intento académico de explicar fenómenos “reli-giosos” (como el del creer) tan sólo termina destruyendo “aquello que hiere y amenaza su autosuficiencia” (Tur-ner 1962, 92). Detrás de estas declaraciones se esconde una presuposición que Turner comparte de cierto modo con Evans-Pritchard: que el creer ocupa un lugar privi-

legiado para la comprensión de la experiencia religiosa, es decir, que la “vida interior” del antropólogo es la clave para descifrar la “vida interior” de los otros, pero que, por ello mismo, el saber que pueda desprenderse de tal relación no pertenece al ámbito de la antropología. En otras palabras, en este punto el antropólogo ha dejado de serlo. Por ello no debería sorprender que, cerca del final de su estudio de la religión Nuer, Evans-Pritchard confiese que “en este punto el teólogo toma el lugar del antropólogo”, como si no hubiese otra vía hacia la com-prensión del verdadero significado de cualquier fenó-meno religioso.3

En brusco contraste, Clifford Geertz asume una posi-ción bastante distante frente a la esfera de lo religioso, ya que no considera las creencias del antropólogo de es-pecial interés, en gran medida porque su obra equipara los sistemas de creencia a sistemas simbólicos. Geertz enfatiza que el antropólogo debe distinguir entre el cre-er “en medio del ritual” y el creer como producto de “la reflexión acerca de tal experiencia” (Geertz 1973, 79). Esta distinción es crucial para Geertz, pues le permite demostrar que las creencias religiosas no son meras “in-ducciones desde la experiencia” o manifestaciones exte-riores de una interioridad inalcanzable, sino expresiones de la previa aceptación de una autoridad externa al in-dividuo (Geertz 1973, 74). De ahí la importancia del ri-tual. Las creencias adquieren intensidad [vividness]úni-camente en el contexto del ritual, puesto que es dentro del universo simbólico que les da forma y razón de ser donde encuentran pleno sentido. El mundo simbólico preexiste a todo acto de creer y dicho mundo se abre paso a través de la autoridad ritual hacia cada psique individual. Encontramos entonces que Geertz arriba a una concepción del creer bastante cercana a la propues-ta por Durkheim: las creencias no agotan la dimensión de lo sagrado y, por tanto, no es necesario compartirlas para entenderlas desde un punto de vista etnográfico. Para ello debería ser suficiente reducirlas y describirlas como fenómenos simbólicos y sociales.

el pRoblema del cReeR

Estos primeros acercamientos de la antropología al cre-er se apoyan en el supuesto de que la capacidad de cre-er es un rasgo universal de la humanidad: aunque es

3 Se entiende entonces que Evans-Pritchard caracterice la actitud de so-ciólogos y antropólogos sociales hacia la religión como “hostil”, pues la entienden como “superstición que ha de ser explicada” y no como algo en lo que pueda creer “una persona racional” (Evans-Pritchard 1966, 162).

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innegable que los sistemas de creencia difieren entre sí, esto no quiere decir que haya grupos humanos sin religión o religiones sin creencias. El problema con-siste, por tanto, en explicar dicha variedad. Por ello, la antropología se ha tropezado con el problema del creer principalmente como parte de la tarea de traducción in-tercultural. El problema ha sido persistente: cuando los antropólogos atribuyen creencias a miembros de otras culturas (el otro por excelencia), ¿están asumiendo que una categoría “psicológica” que comparte un gran nú-mero de lenguas occidentales debe ser tratada como una capacidad que puede ser atribuida a todo ser humano? La cuestión reviste especial interés puesto que ha sido ligada a preguntas acerca de la universalidad de la razón o de la corporalidad humana. Incluso si se acepta que creer es una capacidad compartida de modo universal, aún queda por resolver el problema de la naturaleza de las creencias: ¿se trata de expresiones de una racionali-dad común o efectos de disposiciones corporales com-partidas (Crandall 2004; Das 1998; Recanati 1997)?

Sin embargo, las dificultades de pensar el creer no son solamente de índole epistemológica. Existen dilemas éticos y metodológicos cuando se trata de dar cuenta de las creencias del otro (Hahn 1973; Ward 2006). Estos dilemas reintroducen el problema de la distancia en una nueva escala. Katherine Ewing plantea que en el acer-camiento al creer del otro se corre el riesgo de borrar la distancia entre antropólogo e informante. Sin importar si el primero comparte o no las creencias del segundo, es necesario preguntarse: ¿cómo hacerse cargo de las creencias ajenas sin caer en una suerte de “ateísmo re-ductor” (Ewing 1994, 572)? Hablar de ateísmo, no obs-tante, no parecer ser la forma más afortunada de plante-ar el problema. El término agnosticismo es más preciso, si tenemos en cuenta que una respuesta como la de Geertz busca preservar la distancia adecuada frente a “las vidas interiores de los nativos”: el etnógrafo debe encontrar el balance entre estar “dentro” y estar “fuera” (Geertz 1976, 223). No se trataría de una ausencia de fe sino de su suspensión en aras del saber etnográfico.

Es así como el problema del creer se convierte en el pro-blema de cómo comprender algo que no es compartido, o que lo es sólo parcialmente, y sobre lo cual no estamos en posición de emitir juicios de valor ni de conocimien-to (Engelke 2002). Hay más: existe la posibilidad de que el informante sepa algo de la condición humana que sea válido para el investigador. Siempre será posible que las creencias del otro puedan enseñarnos algo (Ewing 1994; Harding 1987). Esto es, existe la posibilidad de que la distancia se borre hasta el punto de la identificación.

Siempre podemos sucumbir a la necesidad de creerle al otro, de creer en el otro. Pero, entonces, habría que con-cluir, estaríamos abandonando las reglas del conocer.

pRescindencia del cReeR

Hasta acá sólo obstáculos. ¿Son la herencia cristiana del creer y su versión moderna y “decaída” suficientes para explicar las dificultades? Tal vez quepa ser más precisos. Talal Asad, por ejemplo, acusa –pienso que justificada-mente– a pensadores como Geertz y Evans-Pritchard de dar prioridad al creer como “estado mental”, antes que como actividad constitutiva del mundo (Asad 1993, 43). Y esto no a pesar, sino precisamente en razón de sus intentos de hacer de la creencia un fenómeno social. En este sentido, se trataría de teorías “modernas”, pues su-ponen la imposibilidad de comprender lo religioso en sus propios términos. Cabe recordar que tanto Geertz como Evans-Pritchard ejercen un acto de traducción del creer con el fin de hacer de éste objeto posible para el pensa-miento etnográfico: lo convierten en fenómeno simbólico, el primero; en hecho social, el segundo. Acerca de lo pro-piamente “religioso” del creer, no obstante, no es mucho lo que la antropología puede decir, pues ello permanece atrapado en las redes de la interioridad. ¿Cabría, por consiguiente, hacer a un lado el problema del creer?

Si se atiende a la lógica de la secularización, una res-puesta afirmativa se presenta como la más sensata. En efecto, al socavar los fundamentos de una posible ética cristiana, la modernidad ha cerrado el espacio de au-toridad que solía ocupar la soberanía de una “persona sagrada”. Así, pues, “se seculariza también la subjetivi-dad moderna, en cuanto que, al entrar en un sistema de relaciones sociales y de poder más complejo que el de la relación con una persona soberana, debe necesaria-mente articularse de acuerdo con un sistema de media-ciones que la hacen menos perentoria” (Vattimo 1996, 43). Este proceso de secularización funciona gracias a un equívoco: confunde obediencia con servidumbre. De ahí el desconcierto que surge al comprobarse que la liberación de esta relación de obediencia no ha traído consigo al hombre racional y autónomo que se esperaba. La distancia que la secularización abre entre un hombre y otro nos ha puesto en situación de precariedad. Perdi-do el padre, se pierde al hermano. La distancia filial ha sido obliterada, y con ella, la certeza del creer. Nosotros, los “modernos”, tan sólo podemos creer que creemos.

En vista de la gravedad de los obstáculos a los que da pie, se ha propuesto que nos deshagamos del problema

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del creer (Lindquist y Coleman 2008). Rodney Need-ham, por ejemplo, piensa que el saber antropológico ha venido operando bajo la suposición de que es posible decir de todo hombre que cree, sin tener en cuenta su entorno cultural particular. Para Needham el problema radica en que aun cuando estemos convencidos de que una persona cree sinceramente lo que dice creer, nues-tra convicción no proviene de una evidencia objetiva de un estado interno particular: “podemos entonces domi-nar, como de hecho lo hacemos, la gramática de los jui-cios de creencia y aun así no estar convencidos de que éstos se apoyan en un fundamento objetivo de la expe-riencia psíquica” (Needham 1972, 126). Es más, dada la falta de universalidad de la gramática inglesa (en la cual las creencias pueden ser confesadas, supervisadas, discutidas, etc.), es lícito suponer que concepciones si-milares funcionen de otro modo en otros lenguajes u otras sociedades porque no hay nada que compartamos por necesidad; no hay sitio en el que podamos encon-trarnos en virtud de nuestras creencias.

En un tono similar, Ernest Gellner rechaza la posibilidad de encontrar coherencia en declaraciones como “los Nuer creen que los gemelos son aves” (Evans-Pritchard 1971): sólo un excesivo principio de caridad podría hacerlas inte-ligibles. Gellner es tajante: “darle sentido al concepto equi-vale a robarle el sentido a la sociedad” (Gellner 2003, 33). La única forma que encuentra Gellner de entender tales proposiciones es tomándolas como evidencia de un pen-samiento prelógico o como medios utilizados para ocultar el poder ejercido por grupos privilegiados sobre el resto de la población. A eso ha quedado reducido lo divino: a saber primitivo e instrumento de dominación.4

De este modo, Needham y Gellner pierden de vista lo principal. Al no cuestionar el carácter proposicional que asignan a los juicios de creencia, ambos suponen que estos juicios hacen afirmaciones acerca del mundo del mismo modo en que lo hacen los juicios “empíricos”. Pero, precisamente, por carecer de contraparte empí-rica verificable los desestiman, por tratarse de juicios “incoherentes” o “confusos”. Más grave todavía es la ex-clusión de la dimensión histórica que esta perspectiva conlleva. La obsesión por determinar si una creencia es

4 No es ésta la única reducción que ha sufrido el orden de lo divino. Están, también, los intentos de hacer de él un producto de consumo, objeto de “elección racional” (Bankston 2002), o el resultado de nues-tras “limitaciones cognitivas” (Barrett 1998). Por razones de espacio no podemos detenernos en estas perspectivas; valga decir que, a pesar de sus diferencias, comparten el supuesto de que es posible llegar a una explicación más “racional”. Lo religioso sería efecto o resultado de una realidad más fundamental: ya sea nuestro aparato cognitivo o una cierta lógica económica que permea lo humano en su totalidad.

verdadera o falsa, coherente o ininteligible, oculta las dinámicas históricas que han establecido que creamos lo que creemos y que pensemos el creer de la forma en la que lo pensamos. Esta ceguera histórica puede muy bien ser la causante de la insistencia en transponer lo que se ha definido como “la interioridad del creer cristiano” a contextos no cristianos (Ruel 1997, 36). En otras palabras, es un error limitar el problema del creer a la esfera epistemológica y omitir las raíces que éste tiene en la historia del imperialismo occidental y la ex-pansión de la cristiandad. Razones éstas de peso para no prescindir del problema del creer.

En efecto, la diseminación del cristianismo ha llevado a una situación en la cual nociones religiosas propagadas por las misiones, entre las que se cuenta la del creer, han sido apropiadas y modificadas por los evangelizados en una escala global (Kirsch 2004).5 Es equivocado ignorar el he-cho de que el cristianismo “se ha convertido para nuestras sociedades en el proveedor de un vocabulario, de un te-soro de símbolos, de signos y de prácticas” en constante resignificación, sin que ello signifique asumir “el sentido cristiano en su totalidad” (Certeau 2006, 305). Con la se-cularización, la necesidad de creer sólo se ha acentuado: la cristiandad ha dado paso a la pluralidad de las cristian-dades, es decir, a las disputas por el creer. Éste parece ser el verdadero significado del llamado “retorno de lo religio-so”: la proliferación de proyectos que pretenden clausurar lo religioso, en cuanto relación con el otro, en totalidades conceptuales no exentas de violencia (Vries 2002). El re-sultado: una nueva Babel en la que los juicios de creencia, en lugar de haber sido finalmente desmitificados, han pa-sado a colmar el espacio político. Pero no para creer en lo político (Certeau 2000) sino para hacer valer lo político en términos no seculares. Quizá sea así como retorna lo religioso: bajo la figura del creyente que retorna al espacio político con sus creencias por delante.

juicios de cReencia

Si no podemos prescindir de ellos, aunque sólo sea en razón de su abrumadora ubicuidad, ¿cómo entender los

5 La literatura que se ocupa de la apropiación del cristianismo por parte de comunidades en principio no cristianas es demasiado amplia para poderle hacer justicia. Algunos ejemplos limitados a América Latina: el surgimiento de líderes indígenas, gracias a la labor misionera de diferentes iglesias (Parker 2002); el establecimiento de una “teología indígena” en México (Norget 2007); las “subjetividades divididas” de catequistas aimara (Orta 2000); las diversas resignificaciones del sa-cramento del bautismo en la sierra Tarahumara (Slaney 1997), o la rearticulación sistemática de “creencias nativas” en la reconstrucción de la “cosmovisión” nasa (Rappaport 2005).

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juicios de creencia sin reducirlos a afirmaciones empí-ricas que predicarían sobre el mundo o sobre estados mentales? Un primer paso es restituir la importancia del lenguaje. Jean Pouillon hace justamente esto cuan-do atiende a las diferentes connotaciones de las que el verbo creer goza en el idioma francés. Su proceder fi-lológico, sin embargo, está guiado por un atisbo previo: en principio, es el antropólogo “occidental” quien suele afirmar que otras personas creen, no las personas mis-mas. Esto, sostiene Pouillon, se explica por la naturaleza gramatical del verbo creer. Es tal la polisemia del tér-mino que éste se presta para ser empleado con resulta-dos frecuentemente equívocos. Pouillon identifica tres usos que pueden ser traducidos como “confiar/creer en” [croire à], “creer que” [croire que] y “creer en” [croire en]. Dos ambigüedades resultan: por un lado, el creer se presenta como un modo de aprehensión distinto, o incluso opuesto a la percepción y el conocimiento em-pírico. Pouillon sostiene que al afirmar que “creemos” introducimos una sombra de duda en la declaración. Afirmar que se cree no es lo mismo que afirmar que se sabe. Decir que se cree en Dios es muy distinto de decir que se sabe que Dios existe.6 Por otro lado, encon-tramos la ambigüedad producto de la coexistencia de dos sentidos distintos y no siempre compatibles: croire como representación o enunciación de un sistema de creencia y croire como confianza o crédito. Esta última acepción se basa en la convicción de que “la entidad a la que se otorga croyance la retorna bajo la forma de ayuda o protección” (Pouillon 1982, 5).

Ahora, si tenemos en cuenta que desde la perspectiva de las ciencias sociales es el investigador quien acos-tumbra adscribir creencias, podemos resumir el proble-ma así: “podría decirse que es el no creyente quien cree que el creyente cree en [croire à] la existencia de Dios” (Pouillon 1982, 2). El punto es que no todos los lengua-jes hacen la misma distinción entre creer y saber (o en-tre “creer en” como expresión de confianza y “creer que” como expresión de certeza). Dado que esta polisemia ha sido raramente notada, la norma ha sido la reducción a “creencia” de aquellos juicios y prácticas que no parecen

6 Esto, sin embargo, sería correcto únicamente dentro de ciertos contextos, dentro de ciertos juegos de lenguaje. Es de notar que Wittgenstein pue-da afirmar justamente lo contrario: “Uno puede desconfiar de los propios sentidos, pero no de la propia creencia”. En otras palabras, de acuerdo con Wittgenstein, no solemos usar la palabra como Pouillon sugiere, puesto que se trataría de un contrasentido: “Si hubiera un verbo con el significa-do de ‘creer falsamente’, no tendría sentido usarlo en la primera persona del presente de indicativo” (Wittgenstein 1988, 439). Parece, pues, que el elemento de duda no proviene de quien afirma la creencia sino de quien la escucha y no comparte las reglas de uso de tal afirmación. Como se verá, en esto último vuelven a convergir las dos posiciones.

obedecer a ninguna lógica discernible. El resultado ha sido que “no es tanto el creyente quien afirma su creencia en cuanto creencia, sino que es el no creyente quien reduce a mero creer lo que, para el creyente, está más cercano al saber” (Pouillon 1982, 6). Dan Sperber, por su parte, acusa a la antropología de incitar esta confusión al no hacer uso de una acepción técnica del verbo creer, en lugar de recurrir al uso vernáculo, “que no corresponde a un concepto adecuadamente definido”. Su recomen-dación es no asumir que los juicios de creencia “signifi-can algo” o que se refieren a alguna “verdad empírica”; más prudente es “ponerlos entre paréntesis”. De acuer-do con Sperber, los juicios de creencia son verdaderos sólo porque el creyente afirma que lo son. Ello justifica el uso del paréntesis: una proposición puede ser para-dójica, contradictoria, o ir en contra del sentido común, pero en sí misma no puede ser considerada irracional (Sperber 1997). La acusación de irracionalidad sólo es posible si vamos más allá del contenido de la proposi-ción y tenemos en cuenta en qué sentido se dice que ésta es “creída” (Sperber 1982, 164). Así las cosas, los juicios de creencia no poseen más que “contenido semi-proposicional” (Sperber 1982, 177), pues su verdad no se fundamenta en evidencia empírica verificable. Pese a estar formulado en tono negativo el argumento de Sper-ber apunta a una característica de los juicios de creen-cia que suele ser dejada de lado: las razones para creer provienen de otras creencias. “Creemos que” porque “creemos en”. Creemos aunque carezcamos de certeza; creemos porque confiamos. Y esto a pesar de que en un mundo secular, en principio, es cada vez más difícil confiar pues la fuente de autoridad por excelencia, lo divino, reside a distancias inabarcables.7

lo eXtRaño

Antes de concluir, señalemos una presuposición más sobre la forma en que la antropología ha pensado el pro-blema del creer. Tal como lo hemos reconstruido hasta este punto, la antropología se plantea dicho problema en

7 No obstante, tal como lo demuestra Shapin, la confianza es un fenó-meno más común de lo que esta imagen daría a pensar. De hecho, ésta constituye el “lazo moral” sin el cual no es posible la producción de conocimiento científico (Shapin 1994, 7). Dado que los conocimien-tos que adquirimos de primera mano no son sino una ínfima parte de aquello que sabemos (o creemos saber), es claro que dependemos del conocimiento producido previamente por otros. En un espíritu similar, Rorty propone la idea de “solidaridad” como condición sine qua non del trabajo científico (Rorty 1991). Pero esta confianza, esta solidaridad no es algo explícitamente articulado en el discurso científico hegemó-nico. Antes por el contrario, los aspectos morales de la producción de conocimiento, y con ellos, la creencia que precede a todo saber, son oscurecidos en nombre de la “objetividad” del método científico.

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cada ocasión en que se tropieza con creencias “extrañas”, con afirmaciones que van en contra del sentido común y que, por consiguiente, merecen atención especial. La pregunta por la naturaleza del creer está condicionada por la incapacidad de aceptar que alguien pueda creer tales cosas. Como hemos visto, el pensamiento antropo-lógico ha seguido tres caminos principalmente: o bien busca reducir la extrañeza de la creencia y así hacerla inteligible al descubrir lo que “realmente quiere decir” (“la brujería en realidad es una estrategia para afrontar el infortunio”), o bien lleva esta extrañeza al paroxismo (“sólo la teología o la mística pueden entender lo que el creyente cree”), o bien, por último, simplemente se la descarta como objeto de conocimiento (“los juicios de creencia no son más que juicios confusos”).

No obstante, también existe la posibilidad de relativizar lo aparentemente extraordinario de la creencia religio-sa. Por caminos no siempre coincidentes, Pascal Boyer (1994) y Maurice Bloch (2002) muestran cómo una creencia que parece “extraña” en un primer momento termina naturalizándose una vez nos familiarizamos con ella tras repetidos encuentros. De ser así, la extrañeza no sería sino el efecto de la distancia que percibimos al encontrar una creencia que no compartimos, ya que ésta se halla inscrita en una red de creencias que nos es ajena. Es un error acercarse a una creencia como si ésta no se sustentara en una creencia previa, la cual, a su vez, se halla incluida en una red de creencias en cons-tante reconfiguración. Es decir, en última instancia, la autoridad del creer depende del creer mismo.

Lo interesante de la posición de Bloch (en contraste con las conclusiones a las que arriba Boyer) es que no des-emboca en una completa naturalización de lo religioso por medio de la eliminación de lo extraño [the coun-terintuitive]. Por el contrario, Bloch encuentra lo extraño por doquier. Las creencias religiosas no se diferencian por ser “extrañas” en cierta medida, pues ésta es una carac-terística que comparten con toda experiencia humana. Esta conclusión no deja de ser sorprendente si se tiene en consideración el devenir del pensamiento hasta acá des-crito. El creer y, por extensión, lo religioso no tienen nada de particular. La incertidumbre y la duda que introduce el creer están en el corazón de toda acción y pensamiento humano. El intento de comprender lo que una creencia “realmente quiere decir” es fútil porque su función no es predicar sobre lo que el mundo “realmente es”.

Que el creer no tenga nada de particular no significa, sin embargo, que no se trate de un fenómeno singular. Dicho de otro modo: a pesar de compartir la cualidad de

lo extraño con otras esferas de la experiencia humana, cabe perfilar su singular extrañeza con mayor nitidez. Nos preguntamos: ¿de dónde le viene su extrañeza al creer? ¿De lo que se cree, es decir, del “contenido” de la creencia? No necesariamente. ¿Cómo –supongamos– podríamos determinar que creer en el Día del Juicio es más o menos “extraño” que creer en la retribución del karma? Evidentemente, no existe un punto neutro desde donde podamos hacer tal comparación. Es justo, enton-ces, suponer que más que de lo que la creencia afirma, su extrañeza proviene de sus particulares técnicas de verifica-ción. Y con esto nos hallamos nuevamente frente a la más tenaz dificultad que enfrenta una posible antropología de la creencia: el creer como objeto de conocimiento.

Lo extraño de creer en el Día del Juicio (extraño para quien no cree, claro está) reside en la “creencia incon-movible” del creyente. No hay razones que lo disuadan. Peor aún, “en lo que llamamos creer en el Día del Juicio o no creer en el Día del Juicio, la expresión de creencia desempeña quizás un papel absolutamente secundario” (Wittgenstein 1996, 130), de modo que –sin importar qué tipo de razones se esgriman– la creencia puede muy bien quedar incólume. Y esto simplemente porque la verificación de tal creencia no pasa por los raseros de la razón: “no sólo no es racional, sino que no pretende serlo” (Wittgenstein 1996, 135). Wittgenstein habla de terror; tal sería la “sustancia de la creencia” (Wittgens-tein 1996, 133): la inconmovible certeza de que de no vivir la vida de cierto modo las consecuencias se sufri-rán en ese último de los días. Aquí yacería la práctica de verificación de esta creencia: sólo es un creyente aquel que siente este terror y organiza su vida en consecuen-cia. Esto y nada más. No se cree por razones, no se deja de creer por razones. Pero no por esto creer es sinónimo de irracionalidad. Creer es otra cosa. Es el “apasionado compromiso hacia un sistema de referencia”. Es, por sobre todo, “una forma de vida, una forma de evaluar la vida” (Wittgenstein 1995, 64). ¿Y el creyente? Es la persona que “arriesga por ello lo que no arriesgaría por cosas mucho mejor fundadas para ella. Aunque distinga entre cosas bien fundadas y no bien fundadas” (Witt-genstein 1996, 130). El riesgo, la creencia inconmovi-ble, el apasionado compromiso, no dan razones. De ahí la perplejidad antropológica, de ahí el desconcierto del mundo secular: la razón ha sido incapaz de agotar la experiencia humana.

Terror es tan sólo un posible modo de vivir la creencia. Temor, reverencia, costumbre, incluso el “sentimiento oceánico” que cautivó a Romain Rolland y dejó impávi-do a Freud; términos éstos tan precisos como cualquier

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otro, pues no se trata de algo que se pueda saber a prio-ri. Cada creyente cree a su modo. Y esto –este creer vivido– no es objeto de conocimiento sino de reconoci-miento. El punto es sencillo: no necesitamos una teoría de la creencia para reconocer al otro en cuanto creyen-te. En circunstancias ordinarias, cuando ni la duda ni la justificación tienen cabida, nuestra relación con las cosas que nos ocupan no es una relación de conocer, de “saber” o “no saber”. Antes de poder conocer al otro (si es que esto es posible), debo reconocerlo (Cavell 1979, 433). Al reconocer al creyente reconocemos la distancia que nos separa y que, al mismo tiempo, nos mantiene unidos. La secularización, al debilitar lo divino, preten-dió acercarnos al otro, sin importar que ello significase el robarle su condición de creyente y el robarnos la po-sibilidad de reconocernos en él. El resultado ha sido el opuesto: la distancia no ha cesado de crecer, pues el otro no está dispuesto a declinar su derecho a creer.

debilidad

Estamos ahora en posición de decir algo acerca de la ex-periencia religiosa que puede brindar un mundo que se tiene por secular. Ésta no es otra que la experiencia de la distancia vivida como extrañeza ante un mundo que in-siste en creer. Es el reconocimiento de nuestra relación deyecta con lo divino y, por lo tanto, con el otro. Pero esta relación sólo la podremos empezar a pensar correc-tamente si –además de constatar que “el fundamento suprasensible del mundo suprasensible, pensado como realidad efectiva y eficiente de todo lo efectivamente real, se ha vuelto irreal” (Heidegger 2000, 189)– com-prendemos que lo que se ha vuelto irreal no ha sido lo divino sino su ídolo. La autoridad que la secularización ha erosionado no ha sido la de lo divino como tal, sino la de las ortodoxias y metafísicas totalizantes que preten-den elevarlo a fuente de soberanía. Así, pues, el retorno de lo religioso es en realidad el retorno de una política que hace de determinadas formas del creer condición indispensable del reconocimiento. Es una política que, en nombre de la recuperación de un ídolo, busca cerrar el espacio a la proliferación de creencias. Es, en una palabra, fruto de un malentendido: “el golpe más duro contra Dios no es que Dios sea considerado incognos-cible, ni que la existencia de Dios aparezca como inde-mostrable, sino que el Dios considerado efectivamente real haya sido elevado a la calidad de valor supremo” (Heidegger 2000, 193). La disputa por el creer de la que somos testigos es la disputa por restituirle a una u otra concepción de lo divino su lugar como valor supremo y rector de la vida política. Somos testigos de una batalla

de idolatrías. Una batalla por traer lo más cerca y lo más pronto posible aquello que se supone perdido tras la se-cularización del mundo.

Una verdadera experiencia religiosa en un mundo secular entiende, por el contrario, que la pérdida ha sido mínima. Que lo que se ha debilitado han sido precisamente esas estructuras que impiden a lo divino recuperar la distancia que le es propia. Las ortodoxias se han levantado tras la declaratoria de la muerte de Dios sin detenerse a pensar que un dios que pueda ser matado por el hombre nunca mereció tal nombre. La verdadera experiencia religiosa de la que intentamos hablar se estremece al percibir que el retorno de lo religioso se hace en nombre de ese dios es-purio, un dios que necesita habitar en inmediata cercanía para poder ejercer su autoridad.

Hay por lo menos una alternativa. Si aceptamos que la secularización conlleva el debilitamiento de las ins-tituciones que mediaban entre el hombre común y lo divino, y que tal debilitamiento libera a lo divino para retirarse de la cercanía idolátrica en la que lo mantenían atado diferentes ortodoxias, podemos seguir las palabras de Jean-Luc Marion cuando afirma que “la intimidad del hombre con lo divino crece con la separación” (Ma-rion 1993, 88). La distancia permite la proximidad, la intimidad. En la distancia, y gracias a ella, se preserva la diferencia, pues resiste cualquier intento de reducirla a concepto: “La distancia sólo se define al sustraerse a toda definición que pretenda asegurar una inteligibili-dad neutra de la misma, y representarla como un objeto alcanzable” (Marion 1993, 198). Por ende, si la distan-cia es irreductible a razones, también lo han de ser los polos entre los que ella se extiende: el otro y el mismo no pueden ser pensados fuera de la distancia que los une y los separa, y es en virtud de ella que adquieren sus formas históricas.

Con esta separación vinculante también crece la inti-midad con el otro, pues hace posible que nos encon-tremos en “la debilidad de creer”. En otras palabras, el problema del creer deja de ser el problema de com-prender algo que es ajeno, puesto que la debilidad de creer es compartida:

Ningún hombre es cristiano solo, por sí mismo, sino en referencia y enlazado con el otro, en la apertura a una diferencia solicitada y aceptada con gratitud. Esta pa-sión del otro no es una naturaleza primitiva que hay que recuperar, no se añade tampoco como una fuerza más, o una vestimenta, a nuestras competencias y adquisicio-nes; es una fragilidad que despoja nuestras solideces e

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introduce en nuestras fuerzas necesarias la debilidad de creer (Certeau 2000, 311).

Lo que aquí se dice del cristiano puede decirse del cre-yente en general, es decir, del ciudadano de un mundo secularizado: nadie cree por sí mismo, sino en referen-cia y enlazado con el otro que se encuentra en la misma necesidad de creer.

En una temprana formulación, Henri de Lubac quiso ca-racterizar la “deriva” del mundo secular como el “drama del humanismo ateo”. El drama no es sólo el del renegar de los “orígenes cristianos de la humanidad occidental” y la consiguiente separación de Dios. Se trata, con mayor pre-cisión, del surgimiento de un ateísmo “positivo, orgánico, constructivo” (Lubac 1990, 9). (Recuérdese el “ateísmo reductor” del que Ewing acusa al antropólogo). Pero esto se nos antoja incorrecto. O por lo menos insuficiente. El drama del humanismo (entendido como saber inmanente, independiente de toda instancia trascendente) es precisa-mente su falta de ateísmo, su incapacidad de abandonar el creer de una vez por todas. El saber secular ha fracasado en su intento de asegurarse un escenario en el que pueda ser positivo, orgánico y constructivo. Siempre, hasta el día de hoy, se ha quedado a medio camino. El drama de la sociedad secular se exacerba cuando ésta se ve enfrentada a una proliferación de creencias sin precedentes. El extra-ñamiento del otro puede localizarse aquí: en la pretensión de vivir en un mundo libre de creencias, mientras éstas no cesan de reclamar su derecho a formar parte de lo político. El drama del humanismo ateo consiste en no poder ha-llar un camino hacia el reconocimiento que no pase por el creer propio y ajeno.

El malogro del proyecto de secularización total del mun-do no sólo ha cerrado el paso hacia el pensamiento del otro sino que ha abierto el espacio de combate entre idolatrías que le da forma a la política contemporánea. La borradura de la distancia no ha podido ser; urge re-pensar lo político lejos de una estética de lo otro. Una política que le haga frente a la idolatría dogmática ten-dría que comenzar por aceptar que la distancia –y, por tanto, la diferencia que en ella vive– “no reside tanto en el antagonismo, cuanto en el equilibrio de los empujes” (Marion 1999, 197). El saber del otro que tal política implica es uno en el cual la distancia es infranqueable y, a la vez, franqueada. Con una renovada aprehensión del verdadero sentido de la secularización sería posible restituirle al otro su condición de conciudadano de un mundo que lucha por librarse de la idolatría, por dejar atrás los dogmas, y así poder vivir en observancia de la debilidad de creer. De este modo, el otro deja de ser

objeto de experiencias estéticas para volver a ser motivo de la acción política. Su derecho a la debilidad debe ser preservado: su derecho a dudar, a cuestionar, a creer, a descreer. Su derecho, que también es el nuestro, a vivir lo divino en su separación, en su distancia justa, y a un nuevo saber, a una nueva antropología en la que “la verdad surge allí donde un ser separado del otro no se abisma en él, sino que le habla” (Levinas 1997, 85).

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la cultuRa de la Resistencia*

1. la cultuRa de la ResistenciaA PARTIR de las guerras de la independencia, el tema número uno del continente ha sido el de la dependen-cia. Bien sea denunciándola o consi derándola favora-ble, cambiando su nombre por “condicionamiento”, “es clavitud” o “asociación con otras potencias”, según obedezca a uno u otro punto de vista; combatiéndola de modo directo, frontal o tangencial; per maneciendo indiferente a ella pero sintiendo su acoso, no ha dejado de gravitar un día sobre nosotros. La obstinación de la cultura por perforar el problema de la dependencia par-te, desde luego, de la confianza de ven cerla y superarla, y de la certidumbre de que, dentro de ella, nunca se po-drá aspirar a las formas modernas de la libertad.

Los modos de quebrar la dependencia han pasado, ge-néricamente, de una emotiva fe en que rompiéndola parte a parte, en sus síntomas, en sus detalles, en sus zonas diferentes de acción, dentro de un frente múltiple de avance contra ella, se podía, finalmente, liquidarla. Pero, como es sabido, en los últimos años un proyecto global ha barrido las ilusiones particula res y se ha logra-do relativa unanimidad sobre la idea de que únicamente será destruida si se produce el cambio de estructuras, es decir, la transfor mación radical de la sociedad capita-lista en sociedad socialista, de matiz múltiple y a veces, como lo corrobora la historia más reciente, inesperado.

Los escritores y artistas fueron siempre especialmente receptivos al problema de la dependencia, a pesar de que ahora se tienda a desmonetizarlos y a minimizar su influencia. Es claro que solamente sobre la base de consi derar que la palabra escrita, el pensamiento emitido o la obra de arte expre sada, constituyen una forma especial de poder den-tro del grupo social al en carnar las aspiraciones de dicho grupo, vale la pena hablar de su papel en el problema de la dependencia. En caso contrario, partiendo de una premisa que por desgracia flota en la actualidad, según la cual el artista y el escritor carecen de toda representación diferente a la del ciudadano raso, no intere saría ni siquiera emprender un análisis superficial de su trabajo.

Todos los creadores que hablaron y actuaron recono-ciendo el problema de la dependencia apuntaron hacia la autonomía y la urgencia de identidad.

* Fernando Alegría; comp. Literatura y praxis en América Lati-na, Caracas, Monte Ávila Editores, 1974, pp. 49-80.

Nota editorial: agradecemos a Fernando Zalamea por per-mitirnos reproducir este texto.

De José Martí a Carlos Fuentes corre un siglo (trajinado por estudio sos como Manuel González Prada, José Car-los Mariátegui, Pedro Henríquez Ureña, Alberto Zum Felde, Mahfúd Massís, Leopoldo Zea, José Lezama Lima, Octavio Paz), sin que las dos metas se conmo-vieran un centí metro. Sin embargo, conseguir mediante la autonomía y la liquidación de la dependencia, una identidad, significaba y significa para el trabajo artís tico y literario un delicado problema de utilización de fuen-tes culturales y de fuentes de lenguaje.

En este dilema, lo único claro fue siempre el mundo físico alrededor del artista latinoamericano, surtiéndole proposiciones étnicas, lingüísticas, geográficas, idiosin-cráticas, de una riqueza muchas veces excesiva. Pero todo buen artista es consciente, por vía racional o ins-tintiva, de que la rea lidad no adquiere existencia sino a través de un proyecto, y que la obra es tanto más valiosa cuanto más general es ese proyecto.

América ha suministrado situaciones globales en todos los campos an tes enunciados, que enfrentaban a los artistas con una visión de mundo y un estilo de com-portamiento inéditos respecto a las culturas conocidas: sin embargo, este exceso de situaciones que rodeaban al artista no podía ser trasladado al campo de la cultura sino mediante apropiaciones de len guajes provenientes de afuera. Prismas culturales sucesivos, el español, el francés, el norteamericano, se interpusieron entre la realidad y el artista, dificultando sin cesar el enunciado de un proyecto propio. El pasaje de la modernidad a la actualidad interpuso un nuevo y grave obstáculo, como fue el triunfo -dentro del capitalismo y también del so-cialismo- de los có digos privados, mientras se destruía paulatinamente la posibilidad de un código general. Tal situación, acorde con las nuevas sociedades altamente industrializadas en una u otra zona, no correspondía ni convenía a Lati noamérica, pero representó, no obstan-te, la única alternativa de trabajo: la cultura subdesarro-llada no ha sabido formular hasta ahora una alternati va a los códigos privados.

Con ellos, también penetró hasta el fondo de la depen-dencia, el pro blema de la formulación de lenguajes. A cada código particular correspon de un lenguaje, en al-guna manera, privado, y, por consiguiente, una forma de lectura también particular, lo cual lleva a descodificacio-nes múltiples que son resueltas según la capacidad de comprensión del público. Si esto produjo en los países altamente industrializados un grave desfasaje entre re-ceptor y transmisor, en América Latina arte y literatura entraron en ple no desprendimiento de su grupo social,

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lo cual, como veremos más ade lante, nada tiene que ver con “arte clasista” o “arte elitista”, como se ha querido esquemáticamente presentarlo.

Por una parte, era preciso que el artista latinoamericano aprendiera a hablar en un idioma correspondiente a su tiempo; por otra, ese idioma lo separaba cada vez más de su situación particular, de las emergencias de di cha situación y de sus compromisos con el medio. Cuando se planteó una tajante liquidación de la dependencia a través de cortes radicales con la cultura y el lenguaje modernos, tal solución no dio más que resultados in-válidos para el arte y la literatura. Me refiero a la ilusoria destrucción de la dependencia por vía de negar la cultu-ra del siglo XX así como el lenguaje propuesto por dicha cultura, llegando a posiciones estáticas y conservado-ras, cuando no arcaizantes, como fueron indigenismos, nativismos y tam bién nacionalismos de todo pelaje, a la cabeza de los cuales se situó vigo rosamente el naciona-lismo pictórico mexicano.

La salida negativa constituyó una nueva forma de depen-dencia, no a las culturas dominantes del siglo XX sino a las del siglo XIX, cuando no una pura desviación del terreno creativo, como pasó con los indigenismos revanchistas.

2. el aRtista buRguésEntre la dependencia derivada de negar la cultura del siglo XX, y la de pendencia por mimetismo con la visión de los países altamente industria lizados, se produjeron otras mediaciones. En una se situaron aquellos ar tistas resueltos a responder individualmente a los anhelos y demandas de la comunidad, forzando la conquista de una autonomía parcial. En otra, los artistas que se sen-tían obligados a deponer sus puntos de vista indivi duales para responder a las emergencias por las que atravesaba la comu nidad. Pero antes de averiguar si sus posiciones fueron o no eficaces, ha bría que establecer de dónde sa-len ambos tipos de artistas, los indepen dientes y los po-líticos. Tanto unos como otros siguen produciendo sus obras dentro de una misma clase social y económica, la burguesía. No hay necesidad de repetir que el proyecto artístico que avala el mundo moder no es un proyecto burgués, salido de las revoluciones burguesas y apoya do sobre la capacidad de cada individuo de expresarse y expresar a los de más. Concebido como un servicio con el destino expreso de dar satisfac ción a la burguesía y al mismo tiempo de presentar los valores y puntos de vista de un mundo burgués, no se desprendió, pasan-do de lo moderno a lo actual, de dicha carga: el hecho de que la burguesía reciba mal la obra de los artistas

actuales, no modifica esta situación. El artista actual sigue siendo burgués y continúa expresando el mundo de la burguesía. Si apa rentemente ha cesado de pres-tarle un servicio, es porque nuevas formas expresivas lo desalojan contra su voluntad, no porque esté situado en un campo opuesto. Sigue en el mismo campo, pero sus ofrecimientos han perdido atractivo para la burgue-sía desde el momento en que aparecieron competidores más tácticos, complacientes y dispuestos a facilitarle la in gestión de alimentos culturales más fáciles, así como todas las falsificacio nes literarias y artísticas que consti-tuyen la industria cultural.

En áreas donde hay fuerte producción de orden (cul-tura) y fuerte pro ducción de desorden (entropía), las contradicciones del arte actual y las falsificaciones de los medios de comunicación de masas se presentan con tanta claridad, que han favorecido los contraataques de los artistas y la apertura de frentes de competencia que no es el caso examinar aquí. A nosotros nos concierne otro escenario, de escasa actividad cultural y de esca sa entropía, de escasa elaboración tanto de orden como de desorden, don de el artista queda más desguarnecido y sujeto a sus propias iniciativas, ca si siempre ajeno a pre-siones que nadie se ocuparía en ejercer sobre él.

Caminando en el desierto de la lumpenburguesía, su conducta es, por extraña paradoja, mucho más autó-noma y responsable que en las áreas de sarrolladas. La inercia de la burguesía favorece la toma de conciencia del artista: cuando la burguesía, en cambio, se dibuja en Latinoamérica con al gún relieve y manifiesta aspi-raciones más netas, el artista corre el peligro de volver a servirla y calcar las pretensiones progresistas y tec-nológicas con que disfraza sus complejos provincianos. Es por eso que las formas más miméticas y desperso-nalizadas se han dado casi siempre en Buenos Aires y Caracas, mientras en las demás capitales prevalece en mayor o menor grado el desamparo. Sería interesante estudiar el mimetismo artístico en la dirección en que André Gunder Franck analiza el subdesarrollo latinoa-mericano: comprobaríamos sin mucha dificultad que a mayor desarrollo, corresponde mayor dependencia y mimetismo artístico.

Aunque la cultura de la resistencia haya florecido en el desierto, el de sierto no es, normalmente, un ámbito estimulante. Lo normal es que a la anomia social co-rresponda una anomia creativa, una debilidad constante ante las invasiones culturales y la docilidad mimética. Esto es lo que ha in ducido a estudiosos de muy diver-sa extracción a ver a América Latina co mo un campo

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cultural devastado, exangüe, donde la dependencia ha mar cado de modo irrevocable toda la producción crea-tiva. Así, Darcy Ribeiro y Augusto Salazar Bondy desde la perspectiva de la sociología; un crítico preocupado siempre por los problemas de la dependencia como Edmun do Desnoes, u otro que fue durante diez años el mejor servidor del colo nialismo europeo y la pe-netración americana, como Jorge Romero Brest, se unen en esta depreciación de las obras producidas bajo la dependencia.

Sin embargo, esto no es cierto: negar drásticamente, como lo hacen Vasconi o Dos Santos, la posibilidad de una independencia parcial para la cultura, significa ubi-carla al lado de la economía o la política, en una rela-ción mecánica de causa a efecto que no le corresponde. Gran parte de nuestra creación artística y literaria buscó con verdadera energía y espíritu exploratorio, relacionarse con formas de vida mal conocidas, confusas y poco discer-nibles a primera vista, justamente porque sentían sobre sí el estigma de la dependencia y necesitaban salir de él por la vía del descubri miento y rescate de hechos inéditos don-de se reconocieran modos pecu liares de existencia.

Desnoes escribe en su libro Para verte mejor, América Latina, cosas co mo éstas: “Está bueno ya de exaltar este caos (América Latina), llamándo lo creador y esta imagi-nación heterogénea llamándola surrealista”, y, más ade-lante: “La crisis actual de las artes plásticas en América Latina se acla ra dándole la cara a cerca de doscientos cincuenta millones de hombres”. Como siempre, la solución política al asunto de la dependencia cultural, muestra las verdades como si fueran soluciones, en una capacidad de transferencia realmente envidiable. No hay duda de que si nos apoyára mos beatamente en el caos y la imaginación heterogénea, caeríamos en ple-no conformismo respecto a nuestras circunstancias, así como en la exaltación de un pintoresquismo superfi-cial. Pero nada de esto es lo que ha hecho la cultura de la resistencia al reconocer como legítima y aprove-chable para la actividad creativa, una índole derivada de transculturaciones y mestizajes, de formas de vida y cosmovisiones, que no desaparecen ni tie nen por qué desaparecer cuando cambios radicales en los sistemas políti cos obliguen a dar la cara a doscientos cincuenta millones de hombres.

Por otra parte, considerar que dando la cara, como dice Desnoes, se supera la crisis creativa y sus contradiccio-nes internas, es una de las tantas frases vacías ampara-das en la coartada revolucionaria.

Suponiendo que nazca de un aceptable sentimiento de culpa, resulta injusta con la cultura de la resistencia, que siempre ha tenido esa actitud de “dar la cara” en la base de su trabajo inventivo o reflexivo. Así como Mariátegui, en 1920, escribe que no puede existir cultura auténti-ca sin asi milación, refiriéndose a la realidad peruana y por extensión a la latinoame ricana, la evidencia de esa realidad es lo que alimenta la mejor historia de las artes plásticas y la literatura continental. Nadie puede ignorar de qué contactos con la realidad nacen la narrativa de Juan Rulfo como la de Juan García Ponce, la de Miguel Ángel Asturias como la de Manuel Puig, la de Ricardo Güiraldes como la de Joáo Guimaráes Rosa, la de José Lezama Lima como la de Julio Cortázar: es cierto que el recorte de la realidad que ellos operan está situado en lo que llama García Ponce “el lugar de la es critura”. También es cierto que sus obras circulan entre grupos minorita rios y no entre “los muchos” que reclama Desnoes. Pero esto correspon de a la especificidad de un trabajo que cada vez más ha sido tergiversado por el planteo político y cuyos deslindes son imprescindibles para apreciar el justo alcan-ce de la cultura de la resistencia.

3. planteo político y aRteEl actual malentendido entre planteo político y arte es más grave que el que se produjo, en los treinta, entre arte nacionalista y arte a secas. Enton ces se peleaba so-bre temas, sobre la eficacia o la inconveniencia de ejem-plos que sirvieran de adoctrinamiento al pueblo, sobre el modo de apologizar las historias nacionales.

Ahora el enfrentamiento parte de un punto distinto. Quien es enjui ciado es el artista, mucho más que su obra. Se cuestiona su procedencia burguesa, la especi-ficidad de su trabajo y su capacidad de acción directa: la obra pasa a un irrelevante segundo término ante tal inquisición. El em puje de este nuevo cuestionamiento va dirigido, sobre todo, a negar la es pecificidad del len-guaje y del trabajo artístico, y a confundirlo despectiva-mente entre un oleaje de consignas.

La explicación de la obra de arte como un hecho es-pecífico, que confi gura una tarea especializada, onto-lógicamente diferente a otras, parece tan obsoleta en los países desarrollados como apremiante en Latino-américa. En los últimos años, a medida que un saluda-ble proceso de politización sacu día más violentamente que nunca las nociones de dependencia, se ha hecho visible ese recrudecimiento de la reducción de la obra de arte a mensaje indiferenciado. También por eso se explica la persistencia obsesiva, por parte de artistas y

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escritores, en defender la naturaleza peculiar de la obra de arte. Defensa, compulsión y remordimiento alteran y pervierten la relación entre artista y sociedad latinoame-ricana. La relación inevitable y fructífera entre artista y política se convierte en una alianza compulsiva, que elimina tanto la libertad de análisis como la libertad de crítica, sin las cuales la creatividad pasa a ser un acto de servicio donde no aporta su contribución imaginativa y transformadora. La relación viva y dialéctica entre el artista y su medio se proyecta, asimismo, sobre un telón sombrío: el remordimiento de estar en el error, de ser señalado por no haber hecho lo suficiente, de traicio-nar sus obligaciones para con los demás. Así, el sentido liberador de esas relaciones, de donde deberían salir mutuamente exaltados los términos de confronta ción artista-política, artista-pueblo, se pierde por completo y destruye la di námica que debería estar en la base de dicha creatividad.

Hoy día parece un crimen en el continente sostener que hay una na turaleza creadora, o que los escritores ejer-cen profesionalmente la activi dad crítica, etc.; pero no solamente es una naturaleza, determinada por la tarea de recortar y señalar un recorte de la realidad, rehacer-la nuevamen te según las intenciones de un proyecto cultural, buscar los sistemas de lenguaje o los órdenes combinatorios de elementos para transmitir esa nueva visión, sino que es, también, un poder. Estoy de acuerdo con el me xicano Gabriel Zaid cuando afirma que “pa-rece absurdo que un escritor crea menos en las opcio-nes prácticas del emplazamiento que tiene, que en las del poder que no tiene”. Sin embargo, aunque parezca absurdo, la con fusión reinante entre nosotros es tal a partir de la desestima de la obra de arte como trabajo específico, que lleva a una disyuntiva sin sentido: aban-donar el poder real de la escritura o la creación plásti-ca, para entrar en la acción revolucionaria directa o, en los casos menos dramáticos, para pro ducir y transmitir mensajes operativos, donde no se verifica la mediación artística, sino que simplemente se vehiculan mensajes políticos, económi cos, revolucionarios, populares, etc., tan impositivos y alienantes como los mensajes opera-tivos de la industria cultural, y regeneran seudo-obras de arte remitidas a la indefendible mediocridad y los horrores sin atenuantes del realismo socialista soviético, pasado y presente.

Pero en el momento en que el escritor o el artista re-suelven defender la decisión personal con que realizan una tarea específica, no sólo entran en colisión con los planteos políticos, sino también con las burguesías a las cuales pertenecen.

Basta que el artista o el escritor reclamen la especi-ficidad de su traba jo, para que se conviertan en los tránsfugas de la clase burguesa. Dejan de responder a la burguesía como clase, quiéranlo o no, así como tampoco pueden ser proletarios. Se quedan sin pers-pectiva de clase, no porque la rechacen, sino porque no resultan integrados con ella. Son hombres de tran-sición, abocados a actuar “por la conciencia de la so-ledad” que apun taba Walter Benjamin. No eligen la soledad, sino que ésta es un resultado inevitable de su tarea específica: por eso calificarla de virtuosa o viciosa, de reprobable o encomiable, es un puro error de concepto.

Si aceptamos que el intelectual ve el proceso social de manera distin ta al resto, no por superioridad o inferio-ridad sino por simple división del trabajo, esto significa que también intervendrá en el proceso de manera di-ferente y que su combate frente a la dependencia se situará en parámetros distintos a los del hombre de ac-ción y también a los del hombre de clase.

4. la subveRsión peRmanente“El rifle del guerrillero”, “el machete del cortador de caña”, “la rueda dentada de la industria”, “la flor de la canción”, son saludados por Ed mundo Desnoes como las respuestas de Cuba a la crisis de las artes plás ticas latinoamericanas. Lo que cambian, únicamente, son los temas de la simbólica: símbolos de cantantes, persona-jes y productos de la sociedad de consumo, son cam-biados por símbolos derivados de otras idealizacio nes. No son exclusivas de las nuevas sociedades: también en nuestros paí ses capitalistas se compra con la imagen de José de San Martín en el bille te, se pegan estampillas con las alegorías de la patria o se colocan fenome nales carteles públicos advirtiendo que “todos los caminos lle-van a Méxi co”. De cualquier manera la imaginación es coaccionada para que siga las direcciones propuestas: patria, consumo, próceres, ideales. En una y otra parte la visión ha sido elaborada para “los muchos”, para todos, especial mente para las concentraciones urbanas, donde los códigos distribuidos por grupos minoritarios terminan por obtener, por insistencia, convicción o compulsión, el consenso público. Los signos de estos mensajes pueden ser leídos por cualquiera en el mismo sentido: hay, pues, una lectura co lectiva frente a un mensaje que, aunque no parte de la colectividad, ha ter minado por ser aceptado por la propia anomia de dicha colectividad.

¿Que pueden tener de común estos mensajes legibles y alienantes con la obra creativa que pretende ser siem-

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pre, aunque no se lo proponga explí citamente, un ins-trumento de liberación? Aparentemente nada.

El proceso creativo latinoamericano ha estado siempre en un vivac. Su estado de alerta frente a los problemas de la dependencia ha impedido que se ilusionara ante las diversas apariciones de códigos generales progra-mados por grupos políticos y que los revisara con des-confianza y lucidez crítica. La modernización refleja y la degradación cultural atribuidas por Darcy Ribeiro al proceso civilizatorio de América Latina recayeron, sin embargo, sobre la zona creativa. A fachadas aparente-mente dinámicas y progresistas de la modernización refleja correspondieron artistas y escrito res también de fachada, dispuestos a seguir el juego de ilusionismo desple gado por las minorías gobernantes, mientras que la tergiversación políti ca, la pérdida de vitalidad creado-ra, la confusión acerca de la naturaleza y posibilidades de la obra artística, engrosan la degradación cultural.

Sin embargo, los artistas que corresponden a la cultura de la resisten cia se separan de uno y otro peligro: recha-zaron la modernización refleja como una forma de im-postura, pero se sirvieron de los materiales lingüís ticos modernos que se conocieron a través de ella. Sortea-ron asimismo la degradación cultural, pero exploraron a conciencia esta zona, considerán dola una rica cantera de elementos aprovechables. Las mejores obras de las artes plásticas continentales funcionaron en este orden subversivo es pontáneo, no programado por ningún gru-po de poder. Sólo a la luz de la cultura de la resistencia adquieren su sentido y su proyección el conjunto de los iniciadores del arte moderno en América Latina: Torres García y Figari en el Uruguay, Tamayo en México, Mérida en Guatemala, Matta en Chile, Lam y Peláez en Cuba, Reverón en Venezuela, y hasta artistas apa rentemente eu-ropeos, como el colombiano Andrés de Santamaría, el ar gentino Pettoruti y el brasileño Di Cavalcanti.

Este gran grupo repite curiosamente, entre fines del si-glo pasado y co mienzos de este siglo, gestos que corres-ponden a fundadores de culturas. La mayoría fue per-fectamente consciente de que les competía el ingreso al modernismo y establecieron ese ingreso sobre las dife-rencias más que so bre las semejanzas. Por entonces na-die hablaba de lenguaje, ni hubiera pensado en él como en una estructura desmontable: se hablaba de estilos y se pensaba en aprovecharlos. Las diferencias se apoya-ron, sobre todo, en transgresiones al estilo impresionis-ta, expresionista y cubista europeo, y en descubrimien-tos temáticos: Figari descubrió la Colonia a través del impre sionismo; Di Cavalcanti, la opulencia del mestiza-

je a través del postcubis mo y el Art nouveau; Pettoruti, los soles pampeanos mediante el cubismo; Reverón, el sol del trópico gracias a las pinceladas libres; Peláez, la herre ría habanera a través de Matisse; Portinari fue ayuda-do por Picasso para situar la indigencia negra.

Pero en la generación siguiente, cuya acción comienza a ser efectiva entre 1940 y 1950, la explosión del marco de “ismos” europeos deja sin pi so al artista latinoamericano. A Szyszlo en Perú y a Obregón en Colombia, a Alejan-dro Otero en Venezuela y a la generación de Fernández Muro en la Argentina, o a Ricardo Martínez en México, les toca trabajar en un lu gar sin límites. Este momento de la cultura de la resistencia es especial mente conflic-tual. Buscando nuevos alineamientos, los artistas del conti nente se dividen entre quienes responden a la de-manda de la moderniza ción refleja y entran en la vía de las modas y la estética del deterioro; y quienes rechazan esta tendencia, tratando de reacomodarse en cada caso dentro de áreas locales que ni los protegen ni los recha-zan. Esta línea re sistente explora por el lado de la rela-ción con la cultura indígena en Perú y Ecuador; por el recorte crítico o romántico de la realidad en Colombia; en México, por el rechazo de una revolución frustrada y frustrante. La si tuación de América Latina se balcaniza, pero este fenómeno, lejos de ser una desgracia, permite la revaluación de la región, por una parte, y por la otra el careo de la cultura de la resistencia con el mimetismo que viene a reemplazar la buena conducta epigonal de la generación precedente. De tales confrontaciones nace una conciencia más fundamentada del concep to de arte nacio-nal y el descarte definitivo de indigenismos y nativismos.

Sin embargo, esta situación más clara y definida vuelve a sufrir un pro fundo revés en la década de 1960, cuando la penetración de la civilización norteamericana reem-plaza la influencia cultural europea. Durante unos años el golpe es tan fuerte, que la cultura de la resistencia parece eclipsar se: los certámenes internacionales, así como la velocidad de difusión de nuevos modelos, hace pensar a los artistas que la alternativa es universali dad o provincialismo, y esta opción trasnochada altera profun-damente el proceso creativo. La búsqueda de universa-lidad, la instalación de nuevos artistas en Europa para trabajar en proyectos artísticos asimilados a la ciencia y la técnica, la vergüenza de la provincia y la avasalla-dora fuerza del arte norteamericano, invaden el campo creativo durante una década signada por la entrega y la derrota de la identidad. No obstante, al apro ximarse el final de la década, y coincidiendo con el entusiasmo por el triunfo de la revolución cubana, toca a la generación emergente volver a pronunciarse, con un sentido aún

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más subversivo, por la maltrecha y sub yacente cultura de la resistencia.

En los años setenta en Colombia, por ejemplo, las de-claraciones de los artistas son increíbles: se deciden por la provincia, el subdesarrollo, la te mática local, el desprecio frontal por la universalidad, el rechazo de las modas, el orgullo de la identidad. En el mismo sentido, nuevas generacio nes artísticas de sitios olvidados como Guatemala o Puerto Rico, levantan una bandera revan-chista que está menos apoyada en las exploraciones de paisaje, raza y orígenes de sus predecesores en la cul-tura de la resistencia, que en el uso de “la imaginación heterogénea” que les rodea. La consigna de estos artis-tas proclama “la imaginación en el arte” así como en 1968 se solicitó en Europa “la imaginación al poder”. Esto los aligera del duro far do del dogmatismo partidista y les permite entrar en la cultura de la resis tencia, sin per-der nada de su agresividad ni tampoco de su originalidad. Imaginación y crítica, humor y desenfado, desconfianza y ferocidad, se mezclan en este nuevo tramo de trabajo.

5. eficacia, opeRatividad¿En qué medida estas obras hacen el juego al sistema o, por el contrario, contribuyen al proceso revoluciona-rio? Esta pregunta, que se dispara sin cesar en nuestro medio, reconduce a otra más reflexiva: ¿en qué medida las artes y la literatura, actuando como ideologías cul-turales, aceleran el proceso hacia el cambio? Por perte-necer a la ideología cultural y no a la acción directa, los artistas han sido blanco de tres posiciones: quienes los computan como fuerzas positivas dentro de ese proceso; quienes los juz gan como elementos de distracción que favorecen inconscientemente al sistema; quienes, lisa y llanamente, los atacan porque no son “otra cosa”.

Quienes los contabilizamos como fuerzas positivas (de ninguna mane ra decisivas), creemos en su poder y en la limitación natural de ese poder. En su poder de des-cubrir relaciones no visibles dentro de la sociedad, de emparentar la acción del hombre con sus motivaciones profundas, de re velar mecanismos peculiares de tal o cual comportamiento social, y de arrojar luz sobre el progresivo esclarecimiento de grupos humanos que se desconocen enteramente a sí mismos. En tal caso, la cultura de la resisten cia rebasa su finalidad estética, y toca una ética y hasta una epistemología.

Quienes los juzgan, en cambio, como meros elementos de distracción, siguen demasiado de cerca las teorías actuales, en especial las marcusianas, según las cuales

el artista crítico es absorbido por la sociedad que digiere su crítica y la neutraliza. Aunque haya algo de verdad en esto, lo cierto es que los mecanismos de defensa contra la peligrosidad del artista, depen den exclusivamente de que una sociedad sea lo bastante cultivada como para creer en la peligrosidad del artista. En la mayoría de nues-tros países, el prestigio del artista es tan relativo como ínfi-mo el grado de peligrosidad que se le concede.

Esto facilita, desde luego, el menosprecio con que se lo juzga desde planteos políticos radicales que desconocen la valiosa naturaleza de sus aportaciones, en la misma medida en que no persiguen la asunción de comporta-mientos reflexivos, críticos y adultos en el continente.

A pesar de la confusión que la rodea, la tarea artística es un hecho con creto. Un conjunto voluminoso de artistas y escritores que han aumenta do su público en lugar de disminuirlo como pasa en Europa y Estados Unidos; que pertenece económica y culturalmente a la burguesía pero no la representa ni la encarna como clase; que ha sido tocado sólo tangencialmente por la crisis resultante de la competencia de los medios de comuni cación de masas; que corresponde a sociedades donde la técnica y la cien cia son más aparentes que reales, y donde, no habiéndose al-canzado la opulencia, es impensable y sin sentido un “arte pobre” o de desecho; que vive en ambientes donde no se ha producido ninguna escisión entre un vanguardismo en el vacío y las tradiciones culturales; se constituye en fuer te elemento explicativo de todas estas peculiaridades.

6. Regionalismo e identidadUna de las piezas claves de la explicación americana que ellos proveen con sus obras, es la de evadir la retó-rica utopista que unió nuestros países en un imaginario bloque latinoamericano, para asumir de frente las dife-rencias re gionales. Han sido capaces de comunicar la voluntad y especificidad regio nal al mismo tiempo que construían una estructura mayor, global, donde se inser-taban esos valores regionales, estableciendo entre ellos relaciones dinámicas que los convertían en verdaderas estructuras de sentido. No otra cosa es el modo de ima-ginar a través de Macondo, de soñar a través de Pedro Páramo, de hablar a través del Gran Sertón, de fabular a través de Wifredo Lam, de ver la geografía a través de Obregón, de sufrir a tra vés de Cuevas, de reunificarse con la sensibilidad indígena a través de Szyszlo. Ninguno de estos sistemas expresivos regionales ha prescindido del campo global, semántico y lingüístico, donde debía establecerse. Por eso no se trata de operaciones aisladas y más o menos eficaces estéticamente, sino de inten-

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tos paralelos de comunicar la realidad latinoamerica-na a través de un recorte parcial examinado a la luz de un proyecto gene ral: el relevamiento de la provincia se adelantaría al cambio de táctica del imperio que, como anota Elio Jaguaribe, puede pasar de la dominación sa-telizante a la provinciana, estimulando en cada región verdaderos enclaves de autodependencia.

El proyecto creativo ha repensado los múltiples aspec-tos que se dan en un grupo humano. Las coordenadas de tiempo y espacio, por ejem plo, han sido cuidadosa-mente revisadas según concepciones y vivencias dis-tintas a las de las sociedades europeas y americanas, y también dife rentes, aunque más afines, a las orientales y africanas. Involucradas en dichas coordenadas, han sido reinstalados los valores que conciernen a la vida y muerte, a relaciones humanas, a la historia y la geo-grafía. Este examen radical ha hecho que, cuando las actuales sociedades desarrolla das se perfilan, como lo apuntó dramáticamente Hermann Broch, como socie-dades “sin valores”, las nuestras no acusen esa pérdida de valores, se empeñen en buscarlos y en restablecer una sociedad ontológica, y desconozcan los parámetros de negación y apocalipsis nihilista donde se desarrolla el arte actual universal. Esto no parte de un optimismo idiota, sino de un uso inteligente del subdesarrollo y de la conciencia de que uno de los síntomas más claros del subdesarrollo es cargar con los procesos ajenos.

La visión penetrante y crítica de estos procesos es la que condiciona el marco global del proyecto artístico latino-americano. Mientras en las áreas de desarrollo la histo-ricidad se debilita frente a un presente sin atributos y a un futurismo apocalíptico, nuestro proyecto refuerza la historia, que se manifiesta en las obras artísticas como continuidad o nostalgia, como puente para establecer formas de recurrencia, o como sistema para conva lidar una circularidad cada vez más manifiesta.

En este proyecto global, la noción de provincia ha sido rescatada con propiedad y entusiasmo. Enzensberger escribe que “la provincia está en todas partes, porque el centro del mundo no se encuentra en lugar algu no, o a la inversa, porque en principio cabe admitir que su omphalos está en cualquier lugar. [...] lo particular, lo válido de lo provinciano -afirma-, se libera de su propia entraña reaccionaria, del limitado tipismo del mu seo de glorias locales, y recobra así sus derechos”. Aun cuando falta entre nosotros, todavía, la reflexión actual acerca de los valores de la provincia, sobre arte y literatura na-cional, y sobre el sofisma de la universalidad, la praxis artística se ha adelantado: la revaluación de la provincia

como lugar del proceso artístico es un hecho tan contun-dente en la América Latina ac tual, como es de definitiva la liquidación del revanchismo regionalista de los años treinta. También en la praxis, la “diferencia” ha demostra-do su importancia sobre el “mimetismo”. Por encima de tantas discusiones es tériles, la suerte y destino de quienes apoyaron y exploraron la diferencia, no puede compararse con la de quienes apoyaron la alienación dentro del campo cultural invasor, borrados junto con el efímero centelleo de las mo das. Así artistas como Lam o Botero crecen sobre el afianzamiento de una cosmovisión americana, mientras Le Pare o Soto se apagan con el eclipse de los experimentos europeos de post-guerra.

Con igual decisión con que el proyecto global persigue significar a tra vés de la comunicación de situaciones regionales, incluye también la crea ción de sistemas lin-güísticos donde la apropiación de formas de lenguaje actual aparece sin cesar enriquecida y transformada. La cultura de la resis tencia ha redefinido, en sus obras, la debatida cuestión del arte como len guaje, tal como lo veremos en los ejemplos que siguen.

Pero antes de pasar a ellos, quiero subrayar la toma de posición polí tica que subyace en el proyecto global. Decretar una voluntad de indepen dencia cada vez más posible en la medida en que verificamos nuestra iden-tidad, es un acto político. Insistiendo en ver la realidad latinoamericana a través de ese proyecto, es que se ha conseguido abatir, en parte, la pene tración cultural de la década de los sesenta, y restablecer una agresividad juvenil que coloca el arte actual en pie de guerra.

7. coheRenciaPara abordar críticamente el proyecto del arte de la re-sistencia, es preciso comprender su amplitud de regis-tro y su coherencia. No son los artistas plásticos quie-nes establecen un camino exclusivo, ni tampoco los escrito res o ensayistas por su lado, sino los tres al mismo tiempo. A cada situa ción de dicha cultura corresponde una respuesta paralela que parte de los tres sistemas expresivos. El que más altibajos ha sufrido es el ensayo, pe ro ha contado, en compensación, con hombres abar-cadores y proféticos como Martí o Mariátegui, González Prada o el propio Octavio Paz, mo viéndose las más de las veces entre intuiciones y propuestas asistemáticas sin excesivo rigor crítico, pero inventando también una forma de pensar más viva y medular que programática, más sensible que reflexiva; a lo que habría que agregar el boom de los estudios sociológicos y económicos so-bre Latinoamérica en los últimos años, donde muchas

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veces se advierten verdaderas y fértiles aventuras del pensamiento, como en el caso de Darcy Ribeiro o el asimilado André Gunder Franck.

En el plano creativo las coincidencias son constantes y tipificadoras. No están deducidas de paralelismos temá-ticos o de homologías simplistas: su relación depende de una misma manera de revolucionar la representacion del mundo, o sea de operar, según las ideas marxistas, una revolución (significación que “presenta” y “produ-ce”, trabajo transformativo, no conformista).

En los colombianos Fernando Botero y Gabriel García Márquez, por ejemplo, la revolución de la representación apunta, por vez primera, a una plena identificación de Colombia, mediante la selección intencionada de algu-nos datos protuberantes. Ambos elaboran un modelo, que tiende a explicar un hecho y superar una contradicción: lo que aprendemos sobre Colombia a través de sus obras es una verdad fundada en el punto de vis ta de ambos, que convienen en desatender las apariencias y formas inme-diatas de la vida nacional, para explorarlas por detrás de esa representa ción convencional y construir otra apoyada en nuevas relaciones entre el hombre, el tiempo, el espa-cio y la peripecia. Todo lo que atañe al hombre y a su vida es profundamente alterado, buscando construir un nuevo pris ma que muestre la realidad de manera diferente. En la construcción de ese nuevo modelo los dos proceden como realistas, tal cual es realista Swift bajo el análisis de Lukács, cuando éste escribe que la identidad de las co sas descritas por Swift, en contraste con la nueva dimensión, constituyen el fundamento de su profunda comicidad. Por un camino análogo al de Swift, tanto Botero como García Márquez actúan alterando arbitraria mente las dimensiones y las posibilidades de sus temas. Si Swift tuvo mo tivaciones sociales para actuar así, también las tienen Botero y García Márquez, cuyas obras ahondan en la sociedad colombiana, no simplemen te en lo real inmediato. En las peripecias de Cien años de soledad o en los cuadros inflados y monstruo-sos de Botero, se construye un modelo de vi sión donde la sociedad colombiana se ve esencialmente reflejada.

En la cultura de la resistencia, la revolución de la repre-sentación no ha seguido nunca vías lingüísticas simila-res. Entre Wifredo Lam, por ejem plo, y El reino de este mundo, de Carpentier, se advierte otro aire de fami lia, otro parentesco ligado con lo mágico, no en tanto que sospechoso tér mino literario, sino como el derivado na-tural de la negritud, de una inves tigación de lenguaje que advierte que la relación mágica del hombre con el mundo reconduce a la metáfora en lugar del símbolo, para golpear la sensibilidad en la misma medida en que

el símbolo apela al intelecto. En lo real maravilloso de Carpentier o en La jungla de Lam, no hay, pues, una utilización de lo exótico a la manera europea, o una bús-queda de campos más o menos irracionales, para im-poner sobre ellos la racionalidad. A pe sar de la forma-ción europea de Carpentier y del origen chino de Lam, am bos actúan en perfecta consonancia y entero respeto hacia la tierra donde se sitúan. Estas actitudes provocan un dislocamiento del orden racional, un quiebre en la lógica del discurso, que tiende a transfigurar la realidad objetiva. El exceso es la norma. El violento dinamismo de Lam puede, en este terreno, apoyarse en El mundo alucinante de Reynaldo Arenas: Car pentier, Lam, Are-nas, se encuentran en una vía que reconduce a los mo-dos de ser cubanos, a las consecuencias lingüísticas y culturales de los cru ces étnicos, al clima y a la historia, a la economía del subdesarrollo y a la dependencia.

La cultura de la resistencia ha hecho más por aproxi-mar a nuestra vi sión crítica los sistemas de análisis y comprensión tanto lingüísticos como estructurales, que todos los tratados europeos: si bien estos afinan cada día nuestros elementos de juicio, la construcción de símbolos y metáforas, la tarea fáctica de elaboración del arte como lenguaje, están dados en las obras latinoamericanas.

De la misma manera que el uso de los modos metafó-ricos en Lam nos explica las formas de expresión de la raza negra y sus cosmovisiones sen sibles, el uso de sím-bolos en el peruano Fernando de Szyszlo, utilizando la mediación simbólica de los poemarios incas, nos induce a revisar la re lación perceptual del indígena y el mundo, así como su voluntad de mo verse entre mitos y su ca-pacidad de inventar vastas mitopoyesis. Esto na da tiene que ver con la visión folclórica del indio o del negro, ni mucho menos con la contingencia revanchista o dema-gógica que anima tantas obras indigenistas.

A veces el artista o el escritor de la cultura de la resisten-cia no persi gue expresamente el lenguaje simbólico o me-tafórico, sino que actúa co mo transmisor de una realidad cuya riqueza, variedad y peculiaridad es demasiado atrac-tiva para poder desprenderse de ella. Cuando Rulfo habla de los campesinos que son tema de sus ficciones, parece atrapado por ellos: ve la gente, oye a la gente: “no es que uno vaya allá con su grabadora a captar lo que dice esa gente”; si los mira fascinado, es para verificar “cómo crean la alegría y cómo sienten el dolor”. “Imaginé el personaje, lo vi -dice refiriéndose a Pedro Páramo-, los dejé entrar a todos y después, que se esfumaran, que desaparecieran”. Rulfo y García Márquez se de fienden vehementemente de la imaginación que se les atribuye. “No in vento nada -dice

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García Márquez-, repito lo que oí a mi abuela”. “Soy de chispa retardada -dice Rulfo- pero tengo el pálpito de que la ficción va a ganar, simplemente por más real”. Hay que creerles. La situación de Pe dro Páramo, por consiguiente, es muy similar a la de los cuadros atmosfé ricos de Tamayo. Ambos afirman que lo real aparece transfigurado por un aura, una claridad que rodea todas las cosas y altera tanto la sonoridad co mo la nitidez del mensaje semántico. Las voces de Pedro Páramo -que se llamaba Los murmullos, en su primera versión-, se oyen tan distantes co mo se ven de nebulosas, lejanas, las figuras de Tamayo. “Tamayo ha des- cubierto la vieja fórmula de la consagración”, dice Paz, otro consagrador. Se pierde el tacto de las cosas. Todo queda embalsamado en un aire oní rico que, sin embargo, es tan patente e intenso como la propia realidad. No se trata de escamotearla sino de darla como es, envuelta y lejana, más posible que verificable.

Sumando unas y otras expresiones de la cultura de la resistencia en las áreas menos susceptibles de moder-nización refleja, encontramos un lugar general donde se emparentan, fuertemente vinculado con las rela ciones de producción y con el subdesarrollo subsiguiente: re-conocemos ahí sociedades de tipo mítico, o cuya aproxi-mación a lo real es simpatética y perceptual, según la explicación de Cassirer, y también capaz de partir de premisas irracionales para llegar a una lectura simbólica a través de procesos lógicos.

Vivir en una sociedad mítica no lleva necesariamente, sin embargo, a crear mitos, sino a permear una deter-minada vivencia cultural que puede hacerse perceptible de muchas formas. Por ejemplo, ¿el arte de uno de los di-bujantes mayores de América, José Luis Cuevas, no está acaso recortan do una parcela de dolor y enfocándola en un discurso circular y recurren te como el del Farabeuf de Salvador Elizondo, sin que ninguno de los dos se in-terese por organizar ese material dramático vis a vis de un finalismo o una conclusión ética? ¿El itinerario de Elizondo, que adopta a ratos las descripciones pormeno-rizadas del objetalismo europeo, no se autodestruye en esa repetición irracional que prefiere, antes que avanzar, que-darse golpeando las puertas del misterio? ¿Y no ocurre esto porque, bajo su aparente desenfado, se enreda emocional-mente con pánicos cuyo sentido no logra desentrañar?

Pero también la cultura de la resistencia parte de grupos latinoameri canos que se sitúan lejos de la visión míti-ca y abrazan el progreso y el prag matismo. Cuando las contradicciones dentro de tales grupos son demasia do flagrantes, como pasa en Caracas o San Juan de Puerto Rico, la cultu ra de la resistencia tiende a agravar dichas

contradicciones, como serían los arcaísmos tan fre-cuentes en la plástica puertorriqueña, o en la activi dad exorcizadora de Mario Abreu en Caracas. Cuando una sociedad co mo la rioplatense queda calcada en la im-personalidad de la modernización refleja, la resistencia reviste la forma desafiante y rabiosa de individualis mos a ultranza: enroscados sobre sí mismos, complacidos os-curamente en la derrota, inventores de la insatisfacción y la nostalgia que encarnan en protagonistas fugitivos, fracasados, mutilados. Dos grandes del sur, el es critor Juan Carlos Onetti y el pintor Hermenegildo Sábat, dan a la resis tencia el tono porteño guasón y despectivo, y le añaden un tipo de movi miento que les es caracterís-tico: una suerte de marcha atrás que ellos lla marían “estar a la retranca”. Cuando la sociedad brasileña proclama el “milagro” desarrollista, el imaginario se-creto de Marcelo Grassmann obli ga a recordar sobre qué tierras movedizas se apoyan las computadoras.

No hay ninguna razón para pensar que el arte de la re-sistencia, cuya cohesión, variedad y número aumenta año tras año, se hace a espaldas de la dependencia, sin tomar conciencia de ella. Por el contrario, es su primer producto, el más constante a lo largo de la escasa e invadida vida cultural del continente. Otra cosa es que, en algunos casos, las obras resultantes derivan directamente de la dependencia y del deseo de vencerla: mientras que a veces reflejan de modo involuntario las situaciones emergentes del subdesa-rrollo. Pero como en el trabajo artístico importan más las obras concretas que las intenciones, resulta que de ambos supuestos salen obras que comunican con igual importancia la representación revolucionaria. Es revo-lucionaria, en cuanto corta tajantemente con la estética europea y con la norteamericana, pero también con la docilidad y la anemia internas.

Los enemigos de la autonomía cultural están afuera y adentro de nues tra sociedad: si la penetración viene de afuera, la satelización se lleva a ca bo dentro de Latino-américa, a veces con un extraño celo que sólo puede explicarse recordando que los sirvientes son más acu-ciosos que los mis mos amos.

Esta falta de homogeneidad dificulta la posibilidad de ver la cultura de la resistencia como un cuerpo, y su ac-ción creativa como un proyecto glo bal paralelo al cuerpo social, pero específicamente solitario y profético. Quién sabe durante cuánto tiempo, aceptando caso por caso, seguirán esti mándose mal y erradamente estas obras, al juzgarlas como decisiones perso nales y no como partes iluminadas y activas de la cultura de la resistencia.

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* Filósofa de la Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia) y estudiante de la Maestría en Filosofía en la misma universidad. Entre sus publicaciones se encuentran: La libertad ideal como la noción final de la libertad en Schiller. Bogotá: Documento Ceso No. 147, 2008 y la reseña del libro Friedrich Schiller: estética y libertad en la revista Ideas y Valores 58, No 139: 199-202. También ha colaborado en el trabajo editorial de varios libros publicados por la Universidad de los Andes. Actualmente es profesora de cátedra en la Universidad del Rosario. Correo electrónico: [email protected].

Juanita Maldonado C.*

María del Rosario Acosta. 2008. La tragedia como conjuro: el problema de lo sublime en Friedrich Schiller.

Bogotá: Universidad de los Andes-Universidad Nacional de Colombia. [365 pp.]

La tragedia como conjuro: el problema de lo sublime en Friedrich Schiller.

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El libro La tragedia como conjuro: el problema de lo sublime en Friedrich Schiller, escrito por María del Rosario Acosta como su tesis de Doctorado en Filosofía, nos presenta la complejidad del pensamiento schi-lleriano desde un punto de vista que pone de manifiesto la importancia de este autor dentro de la historia de la filosofía. En este libro encontramos un tratamiento cuidadoso y detallado de ciertos problemas y discusiones presentes en los ensayos sobre estética escritos por Schiller, que no sólo nos permite una mayor comprensión y cla-ridad de las propuestas de este poeta, filósofo y dramaturgo alemán, sino que también, y justamente por su claridad, nos hace posible entender la relevancia y utilidad de este autor para las reflexio-nes filosóficas contemporáneas.

Desde el comienzo de la introducción de este libro queda claro que lo que sigue a continuación es una interpre-tación del pensamiento filosófico de Schiller, centrada en la comprensión de la modernidad que este autor pre-senta a lo largo de sus ensayos sobre estética a partir de las nociones de tra-gedia y de lo sublime. Gracias a este interés de la autora en resaltar la im-portancia para la filosofía de un pen-samiento como el de Schiller, este libro se diferencia de la mayoría de estudios en español que se encuentran sobre este autor, en la medida en que éstos se concentran en resaltar las ambigüeda-des presentes en los textos de Schiller, debido a su doble condición de poeta y filósofo. Por el contrario, lo que tenemos aquí es una propuesta sobre cómo en-tender filosóficamente a Schiller; una propuesta sobre cómo el pensamiento schilleriano, además, nos sirve para comprender ciertos aspectos de nues-tra condición de seres humanos.

Esta obra, entonces, como se anun-ciaba anteriormente, nos presenta la manera en que Schiller comprende la modernidad, tanto los problemas y dificultades que esta época trae para el hombre como sus posibilidades in-ternas de resolución y de desarrollo, a partir de unas concepciones especí-ficas de la tragedia y del placer de lo sublime. Así, siguiendo el orden cro-nológico de los textos sobre estética schillerianos, la autora divide su libro en tres partes: 1. “Antecedentes y pri-meros escritos sobre la tragedia: antes y después de Kant (1779-1790)”; 2. “Lo sublime como destino moderno: la tragedia como diagnóstico y conjuro (1793-1795)”; y 3. “Reflexiones finales: la ampliación de la apariencia”. Con esta división, se logra dar cuenta del desarrollo de los conceptos centrales del pensamiento schilleriano, comen-zando por sus primeras reflexiones, determinadas, más que todo, por sus estudios de medicina y fisiología, pa-sando por la relación tanto de cercanía como de lejanía que establece Schiller con Kant a partir de su lectura de la Crítica del juicio, y terminando con una interpretación de lo que se puede considerar la propuesta schilleriana sobre la tragedia, una propuesta que permite comprender la modernidad de tal forma que se le abren al hombre nuevas posibilidades para la realiza-ción de su libertad. Además, como se ve a lo largo de todo el libro, el desa-rrollo del pensamiento de Schiller que nos presenta María del Rosario Acosta se caracteriza por su interés de mos-trar una relación tanto problemática como enriquecedora entre la estética y lo político.

Antes de hablar de cada una de las partes de este libro, vale la pena re-ferirnos a su introducción, ya que en ésta la autora nos muestra cómo el pensamiento schilleriano sufre una transformación que marca su com-prensión de la modernidad y determi-na sus posteriores reflexiones sobre la

tragedia y el placer de lo sublime. Esta transformación se pone de manifiesto con las dos versiones del poema “Los dioses de Grecia”, y es la que se lleva a cabo entre una visión melancólica de la Antigüedad griega y una visión nostálgica de ella. La diferencia entre melancolía y nostalgia es explicada de manera clara por María del Rosario Acosta, y muestra cómo Schiller no se queda en el dolor y el sufrimiento por un pasado perdido al que se debe intentar retornar, sino que, por el con-trario –aceptando la pérdida de esa unidad griega y reconociendo la nece-sidad de esta pérdida–, descubre las posibilidades que se le abren al hom-bre moderno dentro de los conflictos y problemas que caracterizan la época en la que vive. Esta transformación en la manera de pensar de Schiller sobre Grecia no sólo determina su compren-sión de la modernidad, sino que tam-bién sirve como ejemplo de la movilidad del pensamiento schilleriano; una movi-lidad que también se pone en evidencia con los cambios con respecto a la con-cepción misma de la tragedia, y a las no-ciones de libertad y de lo sublime.

Luego de la introducción, la primera parte de este libro, llamada “Ante-cedentes y primeros escritos sobre la tragedia: antes y después de Kant (1779-1790)”, nos indica cómo las preocupaciones que se hacen eviden-tes en los primeros textos sobre me-dicina de Schiller ya presentan una concepción del ser humano mucho más antropológica y filosófica que so-lamente fisiológica, y cómo, a partir de la lectura de Kant, Schiller logra darle a esta concepción del hombre una expresión decididamente filosófi-ca. Así, es gracias a la lectura de Kant que Schiller –en sus primeros textos sobre la tragedia, Sobre el fundamento del placer ante los objetos trágicos y So-bre el arte trágico– comienza a hablar de cómo la tragedia debe permitir la autoconciencia de la posibilidad de la libertad. Una libertad que, además, se

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María del Rosario Acosta. 2008. La tragedia como conjuro: el problema de lo sublime en Friedrich Schiller. juanita maldonado c.

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relaciona, por un lado, con una noción de lo sublime extraída de lo sublime kantiano presentada en la Crítica del juicio, y, por otro lado, tiene en cuenta la idea presentada en los textos sobre medicina, según la cual el desarrollo pleno del hombre debe dar cabida tan-to a su naturaleza racional, espiritual, como a su naturaleza sensible. En esta primera parte, entonces, vemos el inicio de una teoría sobre la tragedia, sobre el placer de lo sublime y sobre la libertad, que, al haber obtenido su expresión filo-sófica a partir de la lectura de Kant, to-davía no se muestra como propiamente schilleriana. Por ello, en estos primeros textos sobre la tragedia, lo sublime de lo que nos habla Schiller parece ser lo sublime dinámico de Kant, y la libertad a la que nos debe referir la tragedia pa-rece ser la libertad moral kantiana.

Ahora bien, como lo presenta clara-mente la autora del texto reseñado, el pensamiento de Schiller se irá desa-rrollando e irá ganando con el paso del tiempo una mayor distancia con res-pecto a las propuestas de Kant. Así, en la segunda parte de este libro, llamada “Lo sublime como destino moderno: la tragedia como diagnóstico y conjuro (1793-1795)”, la autora nos señala lo que podríamos considerar la verdade-ra teoría schilleriana sobre la tragedia. Esta teoría, entonces, muestra ya no sólo una distancia crítica con respecto a Kant, sino que también presenta con claridad las ideas propiamente schille-rianas sobre lo sublime y la libertad que la tragedia permite poner en es-cena. En esta segunda parte vemos cómo la libertad a la que nos debía remitir la tragedia –según los primeros ensayos sobre estética– deja de ser la libertad moral kantiana, para adquirir un componente sensible. Es decir, la libertad a la que se refiere ahora Schiller es considerada por la autora

de este libro como una libertad “más humana”, que no sólo tiene en cuen-ta la capacidad autodeterminante de la razón, sino también la importancia de la naturaleza sensible del hombre. Y por esto mismo, por ser una libertad que da lugar a lo fenoménico, debe lograr mostrarse, presentarse, hacerse visible en la tragedia, en lo sensible. Ahora bien, si de lo que se trata ahora es de una libertad que tiene en cuenta las dos naturalezas del hombre, como ya quedaba anunciado en los textos so-bre medicina, debemos mirar cuál es la relación más adecuada para el hom-bre moderno entre la razón y la sensi-bilidad. Y, a mi parecer, esta reflexión sobre la relación entre lo que Schiller llama las dos naturalezas del hombre es la que María del Rosario Acosta nos presenta con mayor claridad y cuida-do. Es realmente asombrosa la mane-ra con la que se nos indican los ma-tices que constituyen la propuesta de Schiller con respecto a esta relación. Así como la autora nos explica a qué se refiere Schiller con la idea de que la libertad es presentada en lo sensible por la belleza, es decir, que la liber-tad implica una unidad, un acuerdo entre las dos naturalezas del hombre, también nos muestra el cambio que se lleva a cabo en el pensamiento de Schiller con respecto a esta relación a partir del desarrollo del concepto de lo sublime. Es lo sublime, la escisión, el conflicto caracterizado por este tipo particular de placer, lo que se consi-dera propio de la modernidad, y por esto la libertad más adecuada para el hombre moderno debe tener en cuen-ta, en primer lugar, a esto sublime. A partir del desarrollo de este cambio en el pensamiento schilleriano, María del Rosario Acosta logra mostrarnos cómo una teoría de la tragedia como la de Schiller permite ver que las posibilida-des que se le abren al hombre moder-

no lo llevan a buscar una libertad en medio del conflicto, de la lucha.

Finalmente, es precisamente esta re-flexión sobre la modernidad a partir de la tragedia y de lo sublime, y la conclu-sión de que la modernidad también trae para el hombre una posibilidad de rea-lización de su libertad, la que permite conectar la preocupación estética de Schiller con una preocupación política. Y, en este punto, la autora de este libro vuelve a hacer evidente el alto nivel de comprensión que tiene del pensamien-to schilleriano. No sólo nos aclara la co-nexión que existe entre los ensayos sobre estética de Schiller y sus Cartas sobre la educación estética del hombre, donde se pone de manifiesto la preocupación po-lítica de Schiller –una preocupación por la posibilidad de un espacio donde los hombres se comprendan y juzguen des-de una perspectiva distinta, desde una perspectiva estética–, sino que tiene el cuidado de mostrarnos cómo la pers-pectiva desde la cual Schiller plantea la relación entre la estética y lo político puede evitar las críticas que usualmente se asocian a esta relación.

Considero que este libro es un estudio de gran importancia sobre el pensa-miento filosófico schilleriano, que nos señala cuidadosamente cómo, a pesar de las transformaciones que sufren los distintos conceptos de la tragedia, de lo sublime y de la libertad, existe una continuidad desde los primeros textos sobre medicina hasta las Cartas sobre la educación estética del hombre. Creo que este libro es fundamental para quien está interesado en estudiar los textos de Schiller, no sólo por su cla-ridad, sino también porque pone en evidencia cómo el pensamiento schi-lleriano resulta clave a la hora de com-prendernos como seres humanos que actuamos en un espacio.

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* Ph.D. en lógica matemática, University of Massachusetts, Estados Unidos. Entre sus publicaciones más recientes, se encuentran: América: una trama integral. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009; Filosofía sintética de las matemáticas contemporáneas. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009; Peirce y el mundo hispánico (con Jaime Nubiola). Pamplona: Eunsa, 2006. Actualmente se desempeña como profesor titular del Departamento de Matemáticas de la Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: [email protected].

Fernando Zalamea*

María del Rosario Acosta (Ed.). 2008. Friedrich Schiller: estética y libertad.

Bogotá: Universidad Nacional de Colombia [221 pp.].

Friedrich Schiller: estética y libertad.

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María del Rosario Acosta (Ed.). 2008. Friedrich Schiller: estética y libertad Fernando zalamea

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palabras de Beiser, “no sólo analiza el todo en sus partes, sino que sin-tetiza las partes dentro de un todo viviente” (p. 147).

Como lo muestra María del Rosario Acosta, el conocimiento a través de lo oscuro –los puntos ciegos, el castigo, la pérdida, el conflicto, los crímenes, las sombras– es uno de los firmes sos-tenes de las tragedias de Schiller. El paso por el abismo genera, en palabras de la profesora Acosta, “la concor-dancia de todas las fuerzas humanas puestas en juego en la experiencia es-tética” (p. 36). Las contracciones del sentimiento y de la razón en circuns-tancias oscuras producen, por contra-posición, la luminosidad creativa de los seres humanos. Pero lo más sor-prendente no es una dialéctica inversa del descendimiento y el ascenso –que empieza en los griegos y se sublima en el románico medieval, por ejemplo, en la fascinante y aún mal comprendida obra de Ramón Llull– sino la metódica encarnación de esa dialéctica negativa dentro de lo más cotidianamente hu-mano. De allí, un segundo gran tema schilleriano que recalca la profesora Acosta, y que sirve de lazo común a la compilación: la potenciación de la libertad dentro de esa compleja ur-dimbre de fracasos e ilusiones, peque-ñeces y grandezas, instanciaciones de la contingencia y esfuerzos de ruptura, que conforma la experiencia humana. La explosión de lo genérico dentro de lo circunstancial enriquece asombro-samente el panorama schilleriano.

Tanto la vivencia del abismo como la emergencia de lo libre dentro de lo contingente tienen mucho que ofre-cernos hoy en día. En efecto, inser-tos dentro de un mundo consistente-mente aplanado (por ejemplo, lleno de alabanzas a lo light, u orientado sin ningún tipo de jerarquías creíbles por Google), los caminos cercanos al abismo constituyen una imprescin-dible forma de resistencia en nuestra

L a obra de Schiller, y la de los románticos alemanes en general, emerge cada vez más en su notable complejidad. Superando algunas de-talladas elucubraciones de los histo-riadores de la cultura, los románticos nos interesan realmente por lo mucho que nos dicen aun hoy en día. Resul-ta difícil, por ejemplo, no asombrarse con la prodigiosa visión de Novalis en su Borrador general, donde, con finísi-ma precisión, se prefiguran no sólo las bases para entender la Modernidad, sino las ramificaciones mismas de esa suerte de Transmodernidad en la que estamos envueltos desde hace unas décadas. De hecho, muy lejos de una altisonante “postmodernidad”, invento grosero de la academia y de las avalan-chas propagandísticas, muy lejos de supuestos quiebres, altivas rupturas y desvergonzados anuncios de muertes del saber, nos situamos aún plenamen-te en ciertas complejas transformacio-nes y reverberaciones de lo Moderno que se plantearon con profundidad en el romanticismo alemán.

De allí el interés no sólo de esta co-lección de artículos editada por María del Rosario Acosta, sino su programa más amplio de reentendimiento de Schiller y de su entorno (notable te-sis doctoral, La tragedia como conjuro: el problema de lo sublime en Friedrich Schiller, publicada en la misma Co-lección General-Biblioteca Abierta, que acoge la compilación aquí co-mentada). Se trata de un trabajo que combina erudición y visión, algo difícil de encontrar en nuestros lares, parti-cularmente si esa erudición y visión se ponen a disposición de un trans-gresor de las disciplinas como lo fue Schiller. Como lo comenta Frederick Beiser en uno de los importantes ar-tículos incluidos en el volumen, “La

división académica del trabajo impli-ca que Schiller no es estudiado como un todo viviente, sino que se le dise-ca y examina en compartimentos” (p. 134). Contra esa tendencia se sitúan tanto la profesora Acosta como los demás articulistas. Se trata tal vez de una tendencia de división, disección y compartimentación más propia de la filosofía analítica anglosajona que de la filosofía continental, y, en efecto, al menos en otros grandísimos maestros críticos alemanes del siglo XX, como Aby Warburg, Ernst Cassirer, Wal-ter Benjamin, Eric Auerbach, Walter Pagel o Hans Blumemberg, se puede apreciar muy claramente cómo la cul-tura sólo puede entenderse realmente si se la mira como un todo viviente.

Dentro de ese todo viviente, se acen-túa en la compilación de la profesora Acosta el enlace entre los dramas con-cretos de Schiller, su teoría de la tra-gedia y lo sublime, y sus escritos más propiamente filosóficos sobre estética. La vigencia contemporánea de Schi-ller en esos cruzamientos y mixturas es observada por todos los comentaristas incluidos en el trabajo: María del Ro-sario Acosta, José Luis Villacañas, Ezra Heymann, Jaime Francisco Troncoso, Frederick Beiser. Resaltaremos aquí cuatro temas centrales, de una vigen-cia casi visceral para nuestros atolon-drados tiempos: 1) la elevación del ser humano a través de fuertes tensiones que dan lugar a suaves armonías, a lo largo de contrastantes y oscuros viajes que bordean el abismo; 2) la libertad potenciada a la luz de la contingencia humana (dos temas subrayados con fuerza por María del Rosario Acosta); 3) la construcción de una razón sensi-ble, es decir, en palabras de Frederick Beiser, “el desarrollo completo y pleno de todas nuestras capacidades, no sólo de la razón, sino de la sensibilidad, de tal manera que formen un todo com-pleto y armónico” (p. 141) la práctica de un método filosófico, cercano a la dialéctica platónica que, de nuevo en

Friedrich Schiller: estética y libertad.

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época. Es el interés que presentan el erudito y el visionario, quienes tras-cienden la falta de perspectivas de los mundos planos que nos circundan. La joven y brillante María del Rosario Acosta combina con felicidad la visión del novel creador y la acidez del eru-dito, caso raro en nuestra acartonada Academia, y encarna en sí misma la explosión de inteligencia y de inven-tiva de los jovencísimos románticos alemanes: magnífica correspondencia de forma y fondo, espléndida trans-gresión de los tiempos, que nos ha-cen aún creer en sólidas perspectivas para el saber. El estudio de Schiller no hace más que acercarnos a esas re-sistencias, erudiciones, visiones, y, en palabras del propio Schiller, “con gozo creciente seguimos el camino progre-sivo de una pasión hasta el abismo” (p. 182, en uno de dos amplios fragmen-tos de textos de Schiller incluidos al final de la compilación). Por otro lado, la honda inversión conceptual según la cual las ideas más genéricas de li-bertad se consiguen a través de su te-sonera encarnación en circunstancias acotadas y locales muestra cómo debe ser (y de hecho es) aún posible pen-sar en universales en nuestro mundo transmoderno, unos universales que ya no pueden vivir en un ficticio ab-soluto, pero que pueden construirse en cambio como universales relativos, vía complejos procesos relacionales y asintóticos dentro de lo contingente.

Un tercer tema apasionante para el ámbito contemporáneo es la construc-ción de una cuidadosa arquitectónica de la razón sensible, que permita toda suerte de pasajes y mediaciones entre

los extremos. Las Cartas sobre la edu-cación estética del hombre de Schiller constituyen una piedra liminar para esa arquitectónica. Su lectura, a fines del siglo XIX, por el mayor pensador de América, Charles Sanders Peirce, y por uno de los mayores pensadores del subcontinente latinoamericano, Carlos Vaz Ferreira, impulsó tanto el asombroso sistema de obstrucciones y transferencias de Peirce entre los más diversos campos del saber como la in-vención de la “razonabilidad” en Vaz Ferreira, articulación léxica de razón y sensibilidad que constituye una de las firmes tradiciones de la ensayística la-tinoamericana. En Schiller, y a lo largo de los diversos artículos de la compi-lación, se resalta esa mixtura de sen-timiento y de razón, único modo del conocimiento que puede llevar a frag-mentos de armonía dentro de la diso-nancia natural de las empresas huma-nas. En una época, como la nuestra, que ha exacerbado el sentimiento, y que ingenuamente pretende descartar la razón, el péndulo pascaliano –recu-perado y desbrozado en profundidad por los románticos– debe servirnos de importante antídoto.

El pensamiento sintético es otra ca-racterística schilleriana consciente-mente abandonada por las tendencias dominantes de la filosofía a lo largo del siglo XX. Pero todo dogmatismo es pasajero, y la filosofía analítica ha demostrado ya fehacientemente sus limitantes. Para comienzos del siglo XXI, un equilibrio más justo entre aná-lisis y síntesis es de nuevo requerido, y la lectura de los Maestros está en ese sentido a la orden del día. Deseamos

escapar de las literaturas secundarias y de las infinitas citas endogámicas entre colegas de un mismo ramo. De-seamos huir de los círculos cerrados de académicos subespecializados. De-seamos, por ejemplo, evitar ciertas du-dosas disquisiciones lingüísticas sobre la lógica de los colores, y nos interesa ahora más, por contraste, el pensa-miento visual sobre la matemática de los bordes de los colores. Un mons-truo intelectual contemporáneo como Jean Petitot, por ejemplo, requiere de un renacimiento del pensamiento sin-tético, imprescindible en un Novalis o en un Schiller. Como indica Beiser, se trata de una recuperación de la dialéc-tica platónica, pero desde perspectivas no trivializadas, ajenas a un supuesto mundo de Ideas absolutas, y mucho más cercanas en cambio a un plato-nismo dinámico original, atento a las transmutaciones de ideas variables. La coincidencia romántica en esa lec-tura dinámica del Mundo –no bipolar, continua, mediadora– resultará ser crucial para la Modernidad.

Nunca es poca la insistencia en vol-ver a releer los clásicos. Como indica Italo Calvino, “es clásico lo que per-siste como ruido de fondo, incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone”. Debemos agradecer a la profesora Acosta –y, más en general, a los utópicos eruditos y visionarios que trabajan en Colombia– el recor-darnos esos ruidos de fondo, esos modos universales de la inteligencia, esos respiros profundos, sin los cuales la desesperanzadamente incompatible actualidad política y social colombia-na terminaría ahogándonos.

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* Filósofa de la Universidad Nacional de Colombia y actualmente estudiante de la maestría en Filosofía en la misma Universidad. Correo electrónico: [email protected].

Ana María Amaya-Villarreal *

Laura Quintana. 2008. Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant. Bogotá:

Universidad Nacional de Colombia - Universidad de los Andes [pp.406].

Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant.

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diante la reflexión filosófica. Se trata, más bien, de comprender el modo en el que unas circunstancias materiales determinadas –las vicisitudes del pro-ceso urbano que llevó a la emergencia de las grandes ciudades– configuran modos de autointerpretación y de in-terpretación del mundo que también sirven para comprenderlas, y que es-tán profundamente relacionados con el pensamiento moderno y los ideales y problemas teóricos que a él se asocian. De ahí que el examen de las reflexio-nes estéticas que se recogen en Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant pueda brindar elementos, sin necesidad de esforzarlos o violentarlos, para pensar los problemas que he mencionado.

***

Los intereses que están detrás de la in-vestigación llevan entonces a la autora a hacer un rastreo no sólo estético sino inicialmente sociológico del concepto de gusto. Apoyándose tanto en análisis de eminentes sociólogos acerca de los procesos sociales propios de la moder-nidad, como en fuentes directas ilus-tradoras (Rousseau, Swift, Lope de Vega), se explica lo que ella llama “el carácter desvinculado del individuo moderno”. La irrupción de la noción de “gusto” en el siglo XVII como un ideal de formación cortesano sólo se hace posible dado tal contexto de des-vinculación en el que las pequeñas co-munidades, y los lazos a partir de los cuales éstas se establecían, se están disolviendo de modo tal que el vínculo interpersonal deviene en algo que no está establecido, que está por lograrse. El conjunto de las características de comportamiento social según las cua-les se afirma que alguien es poseedor de buen gusto asegura, pues, una vin-culación con la “buena sociedad”. Esta noción primera, que la autora analiza a la luz de escritos de Baltasar Gracián, va mostrando ya rasgos esenciales del asunto del gusto: un modo de ser que surge del reconocimiento de la plura-

S i se empezara a reseñar este libro, fruto de la investigación doctoral llevada a cabo por la profesora Quintana, haciendo énfasis o concen-trándose en los temas que refieren los términos mismos que componen su título –comunicabilidad de los juicios estéticos de gusto, estética kantiana–, se correría quizás el riesgo de dar una idea del mismo que es, precisamente, la que no quisiera destacar aquí. Me explico: aunque es un libro que trata con todo el rigor y minuciosidad el problema del gusto en el siglo XVIII y el modo en el que Kant y otros auto-res se enfrentaron a él, lo primero que quisiera decir es que ofrece una oca-sión para aproximarse no sólo al tema especial y difícil que se circunscribe a lo que podemos llamar “la estética kantiana”, sino a problemas y asuntos que sobrepasan esta temática que en principio parece tan delimitada y atrac-tiva solamente para estudiosos con inte-reses muy definidos y particulares.

En este sentido, hay que destacar el enfoque amplio que ilumina de prin-cipio a fin el recorrido investigativo que es Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant, enfoque que da lugar a los problemas generales que atraviesan este libro y que le dan a su temática un carácter plenamente actual. Resumiendo, esos problemas generales tienen que ver con las difi-cultades que impone al pensamiento y a la práctica la condición social típi-camente moderna de desarraigo y des-vinculación del individuo, así como con las distintas dificultades que, dada esa condición, trae la afirmación de los ideales modernos, tan vigentes aún, de individualidad irreductible, de autonomía personal, de una razón liberadora que establece sus propios criterios, de un yo que constituye la

experiencia del mundo. El interés y la intención, entonces, de lidiar con lo desarraigado, con lo irreductible y lo particular, condiciones que llevan rá-pidamente al reconocimiento de lo di-verso y la pluralidad, están en la base de la investigación de Laura Quinta-na. Y, claro está, del mismo modo le subyace el reto que supone tal reco-nocimiento y que tiene una relevancia ética y política evidente: la indagación por las posibilidades de establecer o descubrir lo que pueden llegar a tener o tienen en común los seres humanos, lo que les permite o puede permitirles comunicarse, relacionarse, vincularse, considerarse entre sí como teniendo algo que los hermana.

La pregunta natural, por supuesto, es cómo –a partir de un problema estéti-co– se llega a estos asuntos que son relevantes en otros ámbitos del pensa-miento y, en especial, en lo que atañe al pensar y al comprender el espacio de lo social, de lo público, de la polí-tica. ¿Cómo es que el análisis de los juicios de gusto, juicios basados en un sentimiento peculiar de placer, está tan relacionado con el intento de pen-sar las condiciones propias de la cons-titución de una comunidad moderna, mundana, incluyente y cosmopolita, así como con el modo de ser que ésta habría de tener? Pues bien, la clari-dad de esta relación emerge cuando la aproximación al problema del gusto se centra, como lo hace la profesora Quintana, en el rasgo que funda-menta incluso su surgimiento como problema: el de su pretendida validez intersubjetiva. En el análisis de este rasgo, como se muestra con detalle en el primer capítulo de su libro, apa-recen compenetradas la modernidad entendida como momento de la his-toria social del mundo occidental y la modernidad en cuanto momento de la historia del pensamiento: no se trata de derivar de lo estético conclusiones para lo político, ni de la aplicación a la realidad de conceptos construidos me-

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lidad, y que suscita una preocupación doble y simultánea, y en este sentido paradójica a primera vista: la de dis-tinguirse para vincularse. Ahora bien, conforme se amplía aún más el espa-cio público, los juicios de gusto ya no pueden resultar vinculantes en cuanto se refieren a una suerte de consenso fáctico (la buena sociedad, en este caso), y, por eso mismo, se los empieza a pensar en relación con una capaci-dad plenamente autónoma enraizada en facultades constitutivas del ser humano, especialmente, en aquellas que posibili-tan lo que se considera más personal e individual de cada quien: la experiencia sentimental y, particularmente, la que involucra sentir placer.

El problema del gusto se convierte, en-tonces, en el problema de dar cuenta de unos juicios valorativos que tienen su origen en una experiencia placente-ra, en una experiencia eminentemen-te subjetiva, y que, sin embargo, no se comportan como juicios absolutamen-te subjetivos o privados. Por el contra-rio, el juicio de gusto, para los autores en cuestión, eleva una pretensión de consenso en torno a la apreciación de lo que se juzga, una pretensión, entonces, de impersonalidad y abstracción que pa-rece contraria al placer que lo origina.

A la luz de estas consideraciones que describen una suerte de rareza proble-mática propia del gusto, señala Quin-tana las dos perspectivas generales por las que transitan las estrategias que tratan de explicar y dar cuenta del pro-blema. Mientras una trata de concebir el gusto “apelando a unas estructuras subjetivas que funcionarían de mane-ra uniforme en todos los sujetos” (p. 78), esto es, del mismo modo que se da cuenta de la uniformidad de los juicios de conocimiento o morales, la otra, por su parte, procura tomarse en serio el hecho irrefutable de la diver-gencia entre los juicios de gusto, y con esto, entender la pretensión de validez intersubjetiva sólo como una aspira-

ción que regulará la discusión suscita-da por su ineludible diversidad.

Se quieren destacar con el examen y discernimiento de estas dos posicio-nes dos modos de comprender el fe-nómeno de la pluralidad: o la diversi-dad de juicios en la esfera del gusto es asumida como un hecho desafortu-nado, causado por la intervención de factores azarosos y fortuitos que se su-peran cuando se deja que primen sin constricciones estructuras subjetivas comunes (Hutcheson, Burke y Kant), o es asumida como un rasgo constitu-tivo de la misma (Hume). Igualmente, según Quintana, están en juego aquí dos nociones de comunicabilidad: una para la que la interacción discursiva no cumple un papel determinante, excepto si es usada sólo para poner de presente los obstáculos que tiene alguien para adherirse al transfondo común, para desplegar correctamen-te la facultad asociada al gusto, y otra para la que la discursividad es esen-cial a ella, indispensable. Es de notar que, siguiendo la interpretación que presenta la autora, se disciernen aquí, además, dos actitudes frente al pro-blema del gusto: una que lo considera un verdadero problema, la que adopta Hume, abrazando toda su compleji-dad, y otra que lo aborda apenas como un pseudoproblema, pues, en efecto, podría decirse que para Hutcheson y Burke no hay tal cosa como un “proble-ma de la comunicabilidad de juicios de gusto”, toda vez que ésta está garantiza-da por facultades que tienen y pueden ejercer todos los seres humanos.

Las consideraciones hechas por Hume en On the Standard of Taste introducen entonces en la investigación elemen-tos que no habían aparecido en lo pre-cedente. Para este autor la posibilidad de consenso en el terreno del gusto no se da ni como confluencia sentimen-tal, ni como actualización de un punto de vista universal, ni porque se cir-cunscriba en un marco de referencia

previamente determinado, sino por la conjugación de una variedad compleja de factores, entre los que se cuentan las convicciones, la formación y el sentimiento: todos ellos susceptibles de ser puestos en juego en un diálogo que puede llegar a transformarlos. La respuesta que tendría esta propuesta al problema de la desvinculación de los sujetos es una que no se da, como lo dice la autora, en términos fuertes. El hecho de que aquello que se afirma en un juicio de gusto sea indemostra-ble, lo más que permite es que la po-sibilidad de validez intersubjetiva ha de tenerse en cuenta como un prin-cipio regulativo que dispondría ciertas reglas para el ejercicio discursivo del gusto, entre ellas, especialmente, la flexibilidad y apertura frente al otro y la búsqueda de premisas compartibles. El acuerdo entonces, para Hume, se da, si es que llega a darse, en el ejer-cicio de la discursividad, lo que lo hace, además, siempre frágil, siempre susceptible de revisión.

El análisis de las reflexiones kantia-nas, que ocupan el grueso de la inves-tigación, estará relacionado, de uno u otro modo, con estas dos maneras y actitudes según las cuales afrontar el problema de los juicios de gusto. Una aproximación al estilo de Hume se considera, aunque de pasada, en la Crítica de la facultad de juzgar, y re-suena en ciertos planteamientos kan-tianos precríticos. En estos últimos, señala la profesora Quintana, Kant se deja ver oscilante entre las dos al-ternativas reseñadas anteriormente, lo que interpreta ella, precisamente, como señal de una aproximación no reduccionista. Es de notar, además, que entre las dos posibilidades Kant trata de encontrar una tercera alterna-tiva que conjuga elementos de las dos: la apelación a una idea de “la totalidad de aquellos que juzgan” a la hora de formarse un juicio de gusto, es decir, a la idea de una suerte de tribunal ima-ginario conformado por posibles inter-

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locutores. Esta apelación supondría una capacidad de reflexión autónoma que depende, en ese sentido, de ele-mentos a priori, y que, sin embargo, tiene a la vez en consideración y re-flexiona sobre la posible perspectiva de otros, los distintos ángulos de apre-ciación según los cuales emitir un jui-cio, suponiendo y haciendo posible así la sociabilidad del gusto (y con ella, la pluralidad). Se trata, en este caso, de asumir la difícil tarea de comprender la autonomía en términos relaciona-les. La comunicabilidad no se entien-de, entonces, como una “unanimidad que queda garantizada por la corres-pondencia con ciertas condiciones del conocimiento, ni como un acuerdo de facto alcanzado en la interacción con otros” (p. 187). Sin embargo, la autora señala con algo de decepción que esta tercera vía no resulta ser una propues-ta concluyente, sino una idea, una al-ternativa que Kant apenas explora.

Podría decirse que la clave para com-prender las estrategias de resolución del problema del gusto que aparecen a lo largo de la investigación está en entender y analizar la caracterización misma de los juicios de gusto desde la que se parte. Esta caracterización, en el caso de Kant, toma un giro radical en el momento de analizar los juicios de gusto según la perspectiva trascen-dental, pues el análisis fenomenoló-gico de este juicio, punto de partida de la investigación, incluye adscribirle un rasgo que resulta cuestionable: la pretensión de validez intersubjetiva en términos de exigencia. Para la profeso-ra Quintana esta exigencia tiene que ver con una comprensión inadecuada y algo dogmática del hecho de que tal juicio se preste a la discusión (que no sea incomunicable pero tampoco resulte demostrable). Parecería ser que el autor no le hace suficiente justicia a este rasgo, al entenderlo por analogía con la pretensión de universalidad de los juicios de cono-cimiento, de los que, sin embargo,

según él mismo, el juicio de gusto se distingue esencialmente.

El estudio exhaustivo de la “Analítica de lo bello” (que comprende la expo-sición y la deducción de los juicios de gusto) termina mostrando no sólo una caracterización arbitraria del juicio de gusto, en lo concerniente a su comu-nicabilidad, sino también una serie de descuidos y fallas argumentativas que son, para la autora, indicativos de que un tratamiento trascendental fuerte (o, más bien, en términos cons-titutivos) no es el que le corresponde a una indagación acerca de los juicios de gusto. Al introducirlo en este mar-co de comprensión, el juicio de gus-to se convierte en objeto de examen para determinar, en concreto, si es posible como juicio sintético a priori. No obstante, esta caracterización pa-rece de entrada limitada, pues se lo considera como un juicio que exige el asentimiento de los demás, rasgo que, según la misma filosofía kantia-na, es propio de los juicios que tienen un fundamento universal, que están legitimados por un principio a priori subjetivo. Kant parece –según se nos muestra en la investigación– hacer caso omiso de esto, y sigue tratando de adaptar el problema del gusto a una perspectiva trascendental fuerte. En efecto, para dar cuenta de la exigen-cia de asentimiento que le atribuye al juicio en cuestión, el autor formula la hipótesis de una relación particular de las facultades cognitivas del sujeto: un libre juego de la imaginación y el entendimiento que, además, suscita-ría un sentido común. Se trataría de una capacidad que en la “Exposición” postularía apenas el posible principio a priori de los juicios de gusto. La ar-gumentación que sustente la necesi-dad real de ese principio a priori, así como la existencia del sentido común estético, es propia del momento de la “Deducción”, a la que le corresponde-ría legitimar y afirmar la realidad de las pretensiones de validez universal y

necesidad “aduciendo que se basan en un principio o estructura mental que puede considerarse como condición indispensable de la posibilidad de la experiencia” (p. 348).

Sometiendo a una cuidadosa revi-sión la argumentación kantiana de la “Deducción”, se muestra, sin embar-go, que tal sentido común estético se considera necesario y real por medio de una argumentación circular. Lo que Kant argumenta para afirmar la existencia de tal sentido es la misma exigencia de validez universal que el juicio de gusto supuestamente osten-ta como rasgo fenomenológico, y que, precisamente, intentaba justificar a través del recurso a dicha capacidad del sentido común estético. Esto que-da muy claro, como señala la autora, en el hecho de que la deducción sim-plemente recoja y reformule lo dicho en la “Exposición”, dejando de lado el carácter hipotético que ésta debería tener y como si se estuviera asumien-do –en un descuido imperdonable si en verdad se está siguiendo una me-todología trascendental– que lo allí dicho configuraba una demostración o legitimación de los rasgos que se proponían de los juicios de gusto. Esta falla argumentativa, nuevamente, es clara señal para la profesora Quintana de que el punto de partida de la inves-tigación kantiana ha sido caracteriza-do inadecuadamente.

No se puede dejar de señalar el he-cho, algo misterioso, de que Kant haya omitido las consideraciones y alterna-tivas que había hecho no sólo en sus reflexiones precríticas sino también en el parágrafo 22 de la tercera Críti-ca, en el que aborda la posibilidad de concebir la pretensión de validez in-tersubjetiva como un ideal de la razón. Las razones por las cuales Kant adop-ta una actitud ciertamente dogmática, que queda al descubierto en sus plan-teamientos y modo de argumentación, no se exploran en el libro. Sería intere-

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sante, desde mi punto de vista, tratar de plantear hipótesis que den cuenta del modo dogmático e incluso descui-dado con el que Kant se ocupa de los juicios de gusto en la tercera Crítica, según lo ha puesto al descubierto en su libro la profesora Quintana. Y es que, a mi modo de ver, no deja de re-sultar paradójico que, como se sigue de lo planteado en Gusto y comunica-bilidad en la estética de Kant, se asista en la Crítica de la facultad de juzgar a un planteamiento que parecería forzar los límites del conocimiento: se le per-mite a éste tratar de abrazar un campo que le es hostil, y, además, se llega allí a conclusiones que parecen ignorar dogmáticamente un punto intermedio entre lo demostrable y lo puramente incompartible e incomunicable. Pien-so que todo esto le da un tinte muy poco “crítico” a estas reflexiones que, como Kant mismo parece reconocer-lo, tienen que ver, en todo caso, con lo ético y lo social.

Lo anterior resulta aún más sorpren-dente en cuanto la concepción de la pretensión de validez intersubjetiva como ideal –o como idea regulativa de la razón, explorada por Kant– es, además, afín, como recalca frecuente-mente a partir del capítulo tres la pro-fesora Quintana, con las ideas kantia-nas acerca de los juicios de creencia y opinión. En efecto, Kant reconoce que hay terrenos en los que no es exigible el acuerdo, como los de la opinión y la creencia, y que, sin embargo, no por

eso están condenados a la absoluta incomunicabilidad, privacidad o, in-cluso, irracionalidad. Acepta entonces que en tales ámbitos hay otro tipo de comunicabilidad, que no es irrestric-ta, y que se justifica a través de otro tipo de criterios que le otorgan algún tipo de validez pública.

Al vincular el juicio de gusto con el de opinión o creencia en lo que ata-ñe a su comunicabilidad vuelve a ponerse de relieve lo significativo de una investigación como ésta para el pensamiento acerca de la política, el ámbito en el que, y sobre esto esta-mos de acuerdo, no tienen cabida, o no deben tenerla, criterios objetivos y definitivos. Las discusiones y la com-prensión de la política ganan una sana restricción si se las entiende a partir de este tipo de juicios, pues se acep-ta que “lo que somos en común” no es una realidad empírica ni fáctica que se asuma apelando a principios universales, que pueda entonces imponerse. Por el contrario, la con-cepción de un lazo que comunique a los seres humanos –esto quiere decir que les permita comunicarse: distin-guirse y vincularse– no resiste una postulación más fuerte que la que lo entiende como una expectativa, una aspiración que regularía y sugeriría ciertas actitudes y prácticas de aper-tura y consideración de los otros que se movería, cuidadosamente, entre los frágiles límites de lo respetuoso y lo vinculante.

Gusto y comunicabilidad en la estéti-ca de Kant es, entonces, una ocasión para pensar la política de la mano de la estética que invita a comprender las reflexiones tanto de la una como de la otra en toda su complejidad y en relación con diversos ámbitos de la reflexión y la experiencia de los se-res humanos en el mundo. Tengo que decir, para terminar, que pocas veces encuentra uno una aproximación crí-tica al pensamiento kantiano que se exprese con la claridad rigurosa de este libro, rigurosidad y claridad gene-rosas que permiten entender, incluso a través de la misma crítica a ellos, los planteamientos de la filosofía kan-tiana. Es en realidad una suerte para nuestra comunidad académica encon-trarse con este libro que entreteje de modo fino y dinámico temáticas que abrazan los intereses de muchos de sus miembros: fervientes de Kant o no, co-nocedores consumados de su filosofía o principiantes en el ejercicio que trata de comprenderla, interesados simplemen-te en las reflexiones que hacen de la estética un campo riquísimo de la filo-sofía o preocupados por comprender el momento histórico o filosófico que refe-rimos con el nombre de modernidad, y en general, para no seguir con una lista que sería larga, todo aquel que se sien-ta concernido y atraído por reflexionar filosófica, política o existencialmente acerca de esa dimensión misteriosa y retadora en la que somos individuos solitarios que luchan, de modos tan distintos, contra su soledad.

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bre 2009ISSN

0123-885X

Pp.1-176$15.000 pesos (Colombia)

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Estética y Política I

PresentaciónMaría del Rosario AcostaLaura Quintana

DossierSergio ArizaFrancesca MenegoniAna María Amaya-Villarreal Javier Domínguez HernándezCarlos A. RamírezMaría Mercedes AndradeMario Alejandro Molano VegaDiego ParedesLuis Eduardo Gama

Otras VocesÁngela Uribe BoteroDiego Cagüeñas Rozo

DocumentoMarta Traba

LecturasJuanita Maldonado C.Fernando ZalameaAna María Amaya-Villarreal

ISSN 0123-885Xhttp://res.uniandes.edu.co

Bogotá - Colombia diciembre de 2009Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes / Fundación Social

34Presentación

María del Rosario AcostaLaura Quintana

Dossier

Desterrando formas poéticas en la República de Platón • Sergio Ariza–Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia.

Arte, naturaleza y sociedad en la Crítica de la facultad de juzgar de Kant • Francesca Menegoni–Universidad de Padua, Italia.

La libertad entre lo visible y lo invisible: límites y alcances de lo sublime kantiano • Ana María Amaya-Villarreal–Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

Lo romántico y el romanticismo en Schlegel, Hegel y Heine. Un debate de cultura política sobre el arte y su tiempo • Javier Domínguez Hernández–Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia.

“Todos son genios”. La crítica a la estetización de la acción política en Carl Schmitt • Carlos A. Ramírez–Universidad de Heidelberg, Alemania.

Los peligros de la estética en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” • María Mercedes Andrade–Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia.

Apariencia estética y reconciliación: arte y política en Adorno • Mario Alejandro Molano Vega–Universidad Jorge Tadeo Lozano, Bogotá, Colombia.

De la estetización de la política a la política de la estética • Diego Paredes–Universidad del Rosario, Universidad Autónoma de Colombia y Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

Arte y política como interpretación • Luis Eduardo Gama–Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

Otras Voces

¿Puede el uso de metáforas ser peligroso? Sobre las pastorales de monseñor Miguel Ángel Builes • Ángela Uribe Botero–Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

Las distancias del creer: secularización, idolatría y el pensamiento del otro • Diego Cagüeñas Rozo–The New School for Social Research, Nueva York, Estados Unidos.

Documento

La cultura de la resistencia. Marta Traba. 1973

Lecturas

María del Rosario Acosta. 2008. La tragedia como conjuro: el problema de lo sublime en Friedrich Schiller • Juanita Maldonado C.–Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia.

María del Rosario Acosta (Ed.). 2008. Friedrich Schiller: estética y libertad • Fernando Zalamea–Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

Laura Quintana. 2008. Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant • Ana María Amaya-Villarreal–Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

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