Revista de Estudios Sociales No. 29

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ISSN0123-885X Periodicidad: Cuatrimestral (abril, agosto y diciembre) Pp: 1-196Formato: 21.5 X 28 cmTiraje: 500 ejemplaresPrecio: $ 15.000 (Colombia) US $ 8.00 (Exterior) No incluye gastos de envío

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CARLOS ANGULO GALVIS

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JOSÉ RAFAEL TORO GÓMEZ

Vicerrector Académico

CARL HENRIK LANGEBAEK RUEDA

Facultad de Ciencias SocialesDecano

JOSÉ ANTONIO RAMÍREZ

Facultad de Ciencias SocialesCoordinador Editorial de Publicaciones Seriadas

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Revistade Estudios Sociales29Bogotá - Colombia abril 2008Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes / Fundación Social

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Dr. José Antonio Sanahuja. (Universidad Complutense de Madrid, España); Dr. Martín Tanaka (Instituto de Estudios Peruanos, Perú).

COLABORADORESJosé Antonio Ramírez

Sonia RomanelloIván Tomás Martín

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DiagramaciónGatos Gemelos Comunicación

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Guillermo Dí[email protected]

Ilustraciones1. Frutas. Fotografía original de Juana Camacho.

2. Poster: Food is a weapon. Imagen recuperada de: http://commons.wikimedia.org/wiki/Image:USPosterFoodIsAWeapon.jpg=3. Olla y fogón. Fotografía original de Juana Camacho.

4. Arepas. Fotografía original de Juana Camacho.5. Carne. Fotografía original de Juana Camacho.

6. Imagen Corporativa de McDonalds. Recuperada de: http://commons.wikimedia.org/wiki/Image:Find_the_differences_% _28painting_by_Peter_Klashorst%29.jpg_7. Maiz. Fotografía original de Juana Camacho.

8. Arthur Danto. Fotografía original recuperada de: http://ensaius.wordpress.com/2008/02/26/entrevista-com-o-fi losofo-arthur-danto/9. Olla. Fotografía original de Juana Camacho.

10. Papas. Fotografía original de Juana Camacho.11. Maiz. Fotografía original de Juana Camacho.

12. Uchuvas. Fotografía original de Juana Camacho.13. Olla y fogón. Fotografía original de Juana Camacho.

14. Tomates. Imagen recuperada de: http://commons.wikimedia.org/wiki/Image:Jitomate.jpg

Corrección de estilo

Juana Camacho Instituto Colombiano de Antropologia e Historia - ICANH - Colombia

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Alejandro GuarínUniversity of California - Berkeley, Estados Unidos

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Shawn Van AusdalUniversity of California - Berkeley, Estados Unidos

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Revistade Estudios Sociales29 Bogotá - Colombia abril 2008Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes / Fundación Social

http://res.uniandes.edu.co ISSN 0123-885X

La Revista de Estudios Sociales (RES) es una publicación cuatrimestral creada en 1998 por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes y la Fundación Social. Su objetivo es contribuir a la difusión de las investigaciones, los análisis y las opiniones que sobre los problemas sociales elabore la comunidad académica nacional e internacional, además de otros sectores de la sociedad que merecen ser conocidos por la opinión pública. De esta manera, la Revista busca ampliar el campo del conocimiento en materias que contribuyen a entender mejor nuestra realidad más inmediata y a mejorar las condiciones de vida de la población.

La estructura de la Revista contempla seis secciones, a saber:

La Presentación contextualiza y da forma al respectivo número, además de destacar aspectos particulares que merecen la atención de los lectores.

El Dossier integra un conjunto de versiones sobre un problema o tema específi co en un contexto general, al presentar avances o resultados de investigaciones científi cas sobre la base de una perspectiva crítica y analítica. También incluye textos que incorporan investigaciones en las que se muestra el desarrollo y las nuevas tendencias en un área específi ca del conocimiento.

Otras Voces se diferencia del Dossier en que incluye textos que presentan investigaciones o refl exiones que tratan problemas o temas distintos.

El Debate responde a escritos de las secciones anteriores mediante entrevistas de conocedores de un tema particular o documentos representativos del tema en discusión.

Documentos difunde una o más refl exiones, por lo general de autoridades en la materia, sobre temas de interés social.

Lecturas muestra adelantos y reseñas bibliográfi cas en el campo de las Ciencias Sociales.

La estructura de la Revista responde a una política editorial que busca hacer énfasis en ciertos aspectos, entre los cuales cabe destacar los siguientes: proporcionar un espacio disponible para diferentes discursos sobre teoría, investigación, coyuntura e información bibliográfi ca; facilitar el intercambio de información sobre las Ciencias Sociales con buena parte de los países de la región latinoamericana; difundir la Revista entre diversos públicos y no sólo entre los académicos; incorporar diversos lenguajes, como el ensayo, el relato, el informe y el debate, para que el conocimiento sea de utilidad social; fi nalmente, mostrar una noción fl exible del concepto de investigación social, con el fi n de dar cabida a expresiones ajenas al campo específi co de las Ciencias Sociales.

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JUANA CAMACHO, ALEJANDRO GUARÍN Y SHAWN VAN AUSDAL

presentación

PresentaciónPOR JUANA CAMACHO*, ALEJANDRO GUARÍN** Y SHAWN VAN AUSDAL***

La comida es una de las pocas cosas absolutamente ineludibles de la vida. Esta no es sólo una verdad biológica incontrovertible. La comida ha sido siempre un pilar fun-damental de la cultura humana, y las connotaciones simbólicas y sociales de lo que co-memos son tan importantes como las nutricionales. Pero a medida que avanzamos hacia un planeta de ciudades la gran mayoría de nosotros se ha ido desconectando del origen de la comida. Comer se ha vuelto un ritual más o menos automático que nos enfrenta, tres veces al día en promedio, a un plato que por lo general depara pocas sorpresas. Pero si el acto de comer se ha vuelto irreflexivo, y el alimento homogéneo, los procesos mediante los que la comida nos llega son todo menos automáticos. El plato que comemos al almuerzo, desde el corrientazo hasta los escalopes en el restaurante francés, es la materialización de una variedad de fuerzas históricas, económicas, políticas y sociales que se convierten, literalmente, en materia viva en nuestro cuerpo.

El propósito de este número de la Revista de Estudios Sociales, Historias de la Comida y la Comida en la Historia, es resaltar el papel que juega la comida como vínculo especial en-tre nuestra vida individual y el mundo que nos rodea. Por historias de la comida queremos insinuar que lo que comemos (y tomamos) no aparece en nuestras mesas fortuitamente, sino que ha tenido muchas e interesantes vidas pasadas. Toda nuestra comida comienza a existir en el simple pero milagroso instante en que una planta le roba un átomo de carbono al aire que respiramos y lo convierte en tejido sólido. Lo que ocurre después nos puede llevar en direcciones sumamente variadas. A veces nos comemos la planta cruda, sin más transformación que el simple acto de lavarla. Otras veces le damos la planta a un animal para después comernos el animal. Muchas veces transformamos una u otro en una cocina o una fábrica de manera que lo que comemos se parece muy poco al producto inicial. Esto sin contar los movimientos, desde unas pocas cuadras hasta varios miles de kilóme-tros, que forman la densa red de distribución y comercio de alimentos. La historia de la comida nos ayuda a explicar no sólo por qué comemos lo que comemos, sino qué y cómo nos hemos alimentado en el tiempo, qué significados ha tenido la comida y las decisiones gastronómicas de los pueblos, y cómo han cambiado o se han mantenido nuestros hábitos alimentarios.

Varios de los artículos contenidos en este dossier tienen un énfasis histórico explícito, y es por eso que en este número la comida en la historia tiene un significado especial. El papel de los alimentos en la historia va más allá de la satisfacción de una necesidad física básica. A través de la comida se han materializado ideologías y proyectos políticos, se han

* B.A. en Antropología y religión comparada, Hunter College, Nueva York; M.A. en Desarrollo sostenible de sistemas agrarios, Universidad Javeriana, Bogotá. Candidata doctoral, Departamento de Antropología Ambiental / Ecológica, Universidad de Georgia. Temas de investigación: ecología política, antropología de la alimentación, etnoecología, antropología de los sentidos, género, comunidades rurales. Correo electrónico: [email protected].

** Biólogo, Universidad Nacional de Colombia; M.Sc. en Geografía, Pennsylvania State University. Estudiante de doc-torado en Geografía, Universidad de California, Berkeley. Trabaja los temas de: economía política de la comida y desarrollo. Correo electrónico: [email protected].

*** B.A. en Historia, University of California, Berkeley; M.A. en Geografía, University of California, Berkeley. Candidato a doctorado en Geografía, University of California, Berkeley. Currently fi nishing an historical geography of cattle ranch-ing in Colombia, and recently published “Medio Siglo de Geografía Histórica en Norteamérica” in Historia Crítica, 32 (2006). Correo electrónico: [email protected].

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cimentado ciertos tipos de relaciones de género y se han construido identidades étnicas y nacionales. La comida ha servido para aplacar y para suscitar movimientos sociales, para desplegar sentimientos de solidaridad o para dominar y marginar distintos grupos pobla-cionales. A través de nuestras relaciones con los alimentos y la cocina se ha redefinido la naturaleza misma del núcleo familiar y de la vida privada. Los alimentos son una fuerza material viva en la historia y en este número insistimos en la posibilidad de usar la comida como un lente que nos permite analizar relaciones sociales, ambientales y de poder.

Las ciencias sociales se han especializado tradicionalmente en estudiar aspectos particu-lares de los procesos sociales (a la escala del ser humano o de la sociedad, en perspectiva temporal o espacial, por ejemplo). El estudio de la comida es relativamente heterodoxo en tanto el objeto de estudio, como es el caso de este dossier, se define en términos temáticos y no disciplinarios. Dado que la comida abarca tantos ámbitos de la actividad humana, los estudios sobre la alimentación suelen ser interdisciplinarios en alguna u otra medida. A unos les concierne fundamentalmente el plano material y se preocupan por los flujos físicos de comida y los determinantes económicos de qué se produce, cómo se transporta y se comercia, y dónde se consume. Otra perspectiva se centra en los aspectos simbólicos de la comida, interrogándose por los factores que moldean nuestros hábitos y preferencias alimenticias, y lo que significa la comida para el que la consume. A menudo la perspectiva material y la cultural son difíciles de distinguir, porque ambas operan simultáneamente y se modifican mutuamente. Para entender, por ejemplo, cómo el arroz se ha convertido en una piedra angular de la dieta en tantos países del mundo desde el sureste asiático hasta Centroamérica, es necesario estudiar las dinámicas agronómicas, económicas y tecnoló-gicas que favorecieron su producción sobre la de otros granos, así como su introducción y circulación en circuitos de distribución y consumo transnacional como mercancía. Pero estos procesos no se pueden mirar aisladamente de los profundos cambios culturales, tales como la entrada de las mujeres a la vida laboral fuera del hogar, que se han suscitado en los gustos y preferencias alimentarias por este grano que representa muchas cosas: alimento nutricio primario, grano de vida, medicina, plato nacional, comida rápida y de gusto suave para consumidores apurados.

En Colombia los estudios sobre comida no son del todo nuevos, pero ciertamente en la última década se ha despertado un gran interés político, académico, y gastronómico sin precedentes por el tema. En medio de las voces que proclaman el triunfo del crecimiento económico y la pacificación del territorio se escuchan también con fuerza las de quienes reconocen que el fantasma del hambre y la desnutrición recorre todavía grandes partes de nuestras ciudades y campos. El tema de la alimentación se ha anclado firmemente en el discurso político contemporáneo, y la academia ha aportado piezas importantes al debate. Una diversidad de estudios geográficos, antropológicos, históricos y económicos recientes ha revigorizado la investigación y demostrado que la comida es un tema social vital. Se destacan los esfuerzos de personas y grupos de investigación sobre alimentación en el Ins-tituto Colombiano de Antropología e Historia y en la Universidad de Antioquia, que buscan dar visibilidad académica y pública a este campo. Por último, aunque en un registro muy diferente, es innegable que la explosión reciente de restaurantes, escuelas de cocina, pu-blicaciones especializadas y eventos gastronómicos en las grandes ciudades ha situado a la comida como un tema de primera línea en los medios de comunicación nacionales.

Nuestra intención es que el dossier sirva para introducir las muchas posibilidades que el estudio de la comida ofrece a la comunidad académica y al público en general. Aunque el enfoque regional de los artículos es latinoamericano, tratamos de compilar aquí una serie de trabajos sugestivos que cubrieran una gama amplia de períodos históricos, geografías y temas.

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JUANA CAMACHO, ALEJANDRO GUARÍN Y SHAWN VAN AUSDAL

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En el primer artículo, Rebecca Earle nos lleva en un rápido recorrido histórico para mostrar cómo las elites latinoamericanas han caracterizado la figura del indio borracho, desde la colonia temprana hasta el siglo XX. Con ejemplos de toda la región, Earle explica cómo las condiciones sociopolíticas de las diferentes épocas determinaron cómo las élites percibían la embriaguez de los indios. El artículo no sólo describe en qué forma cambia el significado de la comida y la bebida a lo largo del tiempo, sino que también muestra la forma en que el estudio de la comida ilumina algunos aspectos más generales de la sociedad.

El estudio de Sandra Aguilar Rodríguez también tiene que ver con los discursos que se generan alrededor de la comida. En este caso, el análisis es sobre los intentos del estado mexicano en la década de 1950 de modernizar las dietas de los campesinos, en el marco de una preocupación sobre la fortaleza y el bienestar de la fuerza de trabajo en el país. Aguilar Rodríguez usa la historia personal de uno de los agentes del gobierno mexicano para documentar el esfuerzo –a menudo quijotesco– por poner en práctica los discursos sobre la alimentación en la vida práctica y cotidiana del pueblo mexicano.

El artículo de Marcy Norton1 analiza las redes sociales a través de las cuales se introdujo el consumo de chocolate desde el Nuevo Mundo hacia España. Aunque los europeos habrían de transformar el chocolate después, la difusión inicial estuvo basada en la asimi-lación del gusto y las prácticas alimenticias de los indígenas mesoamericanos por parte de los españoles que regresaban a su tierra. Norton rastrea los pasos que siguió el chocolate cuando fue introducido a Europa y encuentra que tanto el gusto como la asimilación de los alimentos foráneos no sólo reflejan las jerarquías sociales sino que también desnudan las contradicciones en las ideologías dominantes.

En el artículo de Robert Weis, el movimiento va en sentido contrario: desde España hacia la Ciudad de México de principios del siglo XX a través de las panaderías y el mundo sudoroso de la producción. Para Weis, el carácter anticuado de este oficio nos ayuda a entender cómo y por qué los inmigrantes vascos lograron colonizar la industria panadera. En este caso, los inmigrantes europeos no fueron una fuerza modernizante, como a menudo se les representa en América Latina. El éxito de su negocio se debió en buena parte a las relaciones sociales de tipo pre-capitalista que mantuvieron con pares y trabajadores. El autor estudia los conflictos sociales en la industria panadera para mostrar que fueron los trabajadores, y no los industria-les, quienes impulsaron definitivamente su transformación a una producción capitalista.

De maneras muy diferentes, los dos últimos artículos se refieren al consumo de carne en Colombia. Shawn Van Ausdal trata de explicar por qué los colombianos comen tanta carne de res y tan poca carne de cerdo. Para hacerlo, el autor explora un abanico de po-sibilidades que van desde el desarrollo de una tradición bovina y la influencia culinaria de otros alimentos hasta las políticas de importación de manteca de cerdo. La clave, sin embargo, está en la economía política de la producción agraria y las múltiples razones que hicieron que la carne de res fuera más barata que la de cerdo.

Alejandro Guarín explora las implicaciones de la tradición de consumo de carne bovina en la Bogotá de hoy. El artículo se concentra específicamente en cómo el sistema de distribución de carne de la ciudad hace posible su consumo entre la población más po-bre. Se resaltan las complejas interacciones entre clase social, calidad, higiene, cultura y contrabando que le dan forma a las redes de comercialización y distribución. También se examinan algunas de las implicaciones, a menudo contradictorias, de la política guberna-mental para tratar de regular estos mercados.

1 Publicado originalmente en la revista American Historical Review (2006), Vol. 111, No. 3.

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Los artículos del dossier abarcan un terreno amplio. Los autores provienen de campos tan distintos como la historia, la geografía y los estudios de género, y se mueven tempo-ralmente desde la Bogotá contemporánea hasta la Ciudad de México de Porfirio Díaz y desde los inicios de la España moderna hasta la Lima de 1920. A través de estudios de textos, entrevistas y/o consulta de archivos históricos, los autores trabajan también en una gran variedad de escalas: Latinoamérica, el mundo transatlántico, la nación, la ciudad, la industria, las redes comerciales y la biografía. Los temas que se tratan van desde el significado social de la comida hasta los conflictos laborales de su producción, abarcando historias etnográficas del Estado y la reproducción de un régimen patriarcal. Lo que se resalta en ellos es que la economía política de la producción es inseparable de la política cultural del consumo. Nuestro objeto en el dossier es, en últimas, exponer la amplia gama de posibilidades intelectuales y prácticas que nos ofrece el mundo de los estudios sobre la comida.

Como complemento a esta introducción a los estudios sobre la comida, en la sección “Lecturas” (en esta edición de la revista omitimos la sección “Debate”) incluimos una serie de reseñas de algunos de los textos clásicos sobre la materia –una selección importante pero de ninguna manera definitiva–. Cada reseña es independiente, pero en conjunto se pone en relieve tanto la amplitud del tema como la diversidad de las aproximaciones teóricas y metodológicas. En la introducción a esta sección hacemos explícitas algunas de estas posibilidades y tensiones.

En la sección “Documento”, Juliana Duque y Shawn Van Ausdal analizan cómo han cam-biado el carácter y la composición del ajiaco a través de una mirada de casi cuatro siglos a recetas y comentarios sobre este plato.

La sección “Otras voces” se compone en esta oportunidad de tres artículos. Jairo Mora- Delgado se centra en el estudio de una comunidad campesina costarricense con la inten-ción de analizar la forma como el campesinado se enfrenta a la sociedad globalizada. Basa su análisis en el estudio del conocimiento local y las percepciones sobre el ambiente y las instituciones locales observadas en los hogares campesinos.

Oscar Iván Salazar, por su parte, aborda el tema de la fragmentación del espacio urbano a partir del estudio de las prácticas residenciales de familias e individuos de clases medias en Bogotá. Sostiene el autor que existen formas de regionalización del espacio urbano que son el resultado de procesos sociales de largo y mediano plazo que han fortalecido la indi-vidualización de la sociedad, reducido el tamaño de las familias y los hogares, y redefinido los significados, formas y usos de la vivienda.

Por último, Andrés Páez retoma el debate sobre las teorías que nos permiten diferenciar lo que es arte de lo que no lo es a partir de una crítica del criterio estético de demarcación esbozado por el crítico de arte Arthur Danto. En su opinión, si dentro de la teoría de Danto se le resta importancia al concepto de mímesis y la concepción teleológica de la historia del arte, la teoría pierde su poder explicativo.

Finalmente queremos agradecer a Sandra Aguilar Rodríguez por haber organizado un pa-nel sobre comida y nación en el Congreso Internacional de la Asociación de Estudios Latinoamericanos de 2007 en Montreal. Tres de los artículos que componen este dossier son producto de dicho panel.

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Revista de Estudios Sociales No. 29,rev.estud.soc.abril de 2008: Pp. 196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Pp.18-27.

RESUMEN

Desde el comienzo del período colonial, escritores españoles y criollos de toda Hispanoamérica sostenían que la embriaguez era una característica esencial de la cultura indígena. Estas refl exiones presentan una interpretación de ese discurso. A través de una comparación de discusiones coloniales y decimonónicas sobre el papel de alcohol dentro de la cultura indígena, trazo la evolución de la fi gura del ‘indio borracho’ en el discurso de la élite e interpreto la persistencia de esa fi gura dentro de la imaginación criolla.

PALABRAS CLAVE:

Alcohol, indios, embriaguez, criollos, discurso.

POR REBECCA EARLE*

Algunos pensamientos sobre “El indio borracho“ en el imaginario criollo

TRADUCCIÓN DE IVÁN TOMÁS MARTÍN JIMÉNEZ FECHA DE RECEPCIÓN: 24 DE SEPTIEMBRE DE 2007FECHA DE ACEPTACIÓN: 26 DE OCTUBRE DE 2007FECHA DE MODIFICACIÓN: 14 DE NOVIEMBRE DE 2007

* B.A., Historia, Bryn Mawr College, Estados Unidos; M.A., Historia, Universidad de Warwick, Inglaterra; Ph.D. en Historia, Universidad de Warwick, Inglaterra. Profesora asociada, Departamento de Historia, Universidad de Warwick. Trabaja los siguientes temas: la Colombia bajo la Colonia tardía; letras, prensa y moder-nidad; relaciones entre la vestimenta, el consumo y la identidad en América Latina; el rol del pasado en la formación de los nacionalismos de las élites bajo el siglo XIX en América Latina. Su último libro es The Return of the Native: Indians and Mythmaking in Spanish America, 1810-1930 (Durham, 2007). Correo electrónico: [email protected]

Some Thoughts on the “Drunken Indian” in the Creole ImaginarioABSTRACT

Since the early colonial era Spanish and creole writers from across Spanish America have alleged that drunkenness was a defi ning characteristic of indigenous culture. This essay offers an interpretation of that torrent of discourse. Through a comparison of ninete-enth-century and colonial discussions of indigenous drinking the essay excavates the changing contours of the elite understanding of the ‘drunken Indian’, and considers the reasons for that fi gure’s persistent vitality within the creole imagination.

KEY WORDS:

Alcohol, Indians, drunkenness, creoles, discourse.

Alguns pensamentos sobre “el indio borracho” (o índio bêbado) no imaginário criollo RESUMO

Desde o começo do período colonial, escritores espanhóis e criollos (Homens Bons) de toda América Espanhola sustentavam que a embriaguez era uma característica essencial da cultura indígena. Estas refl exões apresentam uma interpretação desse discurso. A partir de uma comparação de discursos coloniais do século XIX sobre o papel do álcool dentro da cultura indígena, traço a evolução da fi gura do “indio borracho” (índio bêbado) no discurso da elite e interpreto a persistência dessa fi gura dentro da imaginação criolla.

PALAVRAS CHAVE:

Álcool, índio, embriaguez, criollos (Homens Bons), discurso.

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Algunos pensamientos sobre “El indio borracho” en el imaginario criollo REBECCA EARLE

dossier

En 1923, el rimbombante modernista peruano José Santos Chocano escribió un poema para evocar la atmósfera de un festival indígena.1 La poesía de Choca-no celebra con frecuencia la grandeza del Imperio inca, pero su trabajo sobre el mundo andino contemporáneo tiene un cariz muy distinto. El poema comienza con una descripción de la danza juvenil, los ritmos primitivos y el ambiente lúgubre que en su opinión caracterizaban las fiestas indígenas:

Hay un hervor de indios en la sonora plaza.Gime la chirimía. . . Redobla el tamboril. . .Es un día de fiesta de la caduca raza,a la que, con un lento monorritmo, solazamúsica que resulta, por vieja, algo infantil… (Chocano, 1954, p. 836).

El aspecto clave del festival, más allá de su falta de gracia, su tosca música y sus canciones funerarias, era el alco-hol: “una embriaguez espesa sobre el ambiente flota. . .”. Chocano tituló el poema “La embriaguez sagrada”, pues para él la embriaguez era el centro de dichas reuniones. Sin embargo, la ebriedad general no le daba al evento un aire de jovialidad. Ésta no era una bacanal griega. Por el contrario, Chocano enfatiza la predominancia de un tono de pérdida y pesar:

La embriaguez de los indios exalta su tristeza,renovando las pompas de una antigua grandezaen la exhumación de una muerta suntuosidad:suntuosidad cesárea, grandeza faraónicafueron las de los Incas, en cuya suerte irónicahoy la embriaguez consuela nostalgias de otra Edad.

Para Chocano, los festivales indígenas eran ocasiones de tristeza nostálgica, no de celebración. Los indios de Cho-cano, que –observemos– eran una “caduca raza”, buscaban olvidar su degradación presente a través de los efectos del alcohol. La danza “primitiva”, la música “infantil” y el am-biente lúgubre resaltan la distancia que separa a los indios contemporáneos de las graciosas vírgenes y los sensuales incas que abundan en los poemas incaicos de Chocano, los cuales celebran la grandeza aristocrática del Imperio inca y se nutren de una larga tradición de exaltación criolla de este

1 Además de su reputación como poeta, Chocano gozaba de cierta notoriedad por haber matado a un rival literario en un duelo. Él mismo fue asesinado posteriormente en Chile.

desaparecido imperio (Chocano, 1954, p. 836). La triste ebriedad que caracteriza esta fiesta poética representa a una cultura indígena atrapada entre un pasado glorioso e irre-cuperable, y un mundo moderno en el cual, por primitiva, no puede participar. Los indios de Chocano son al mismo tiempo degenerados y obsoletos, y es por esto que son bo-rrachos. En “La embriaguez sagrada”, Chocano imagina un indio desmoralizado y degradado, para quien la borrachera representa un intento fútil de recuperar la grandeza perdida. En este breve ensayo sitúo esta visión poco atractiva del “in-dio borracho” dentro de un análisis más amplio del discurso criollo relativo a la embriaguez indígena en la Colonia y la post-Independencia. Con esto pretendo mostrar los cam-bios y algunas de las continuidades en las construcciones criollas de lo indígena y su lugar dentro del Estado colonial y nacional. Mi óptica es deliberadamente hemisférica, la cual refleja la considerable continuidad de la cultura criolla a través de Hispanoamérica en la post-Conquista.2

“Vino, que es lo que ellos más estiman” (Fernández de Oviedo, 1959 [1547], II, p. 198)

Chocano no fue el primero en lamentarse de la estrecha relación entre el consumo de alcohol y la cultura indígena. Las quejas acerca de la propensión de los indígenas a em-briagarse son un tema recurrente en los escritos coloniales durante las primeras décadas posteriores a la Conquista. Durante el período colonial, funcionarios del gobierno y el clero católico deploraban por igual las “continuas bo-rracheras de los indios”, a las cuales atribuían males que iban desde la debilidad física hasta la rebeldía. Crónicas y gacetas de todo el continente reprobaban los patrones de consumo de alcohol de los indígenas.3 “La embriaguez y la intemperancia en el consumo de alcohol era… una pasión característica de esta gente”, afirmaba una crónica peruana del siglo XVI (Relación de las costumbres antiguas de los na-turales del Perú, c.1550, citado en Cummins, 2002, p. 40). “Naturalmente, todos los indios son inclinados a vicios y borracheras y ser holgazanes, sin aplicarse de su voluntad a ningún género de trabajo”, observó el Consejo de Indias unas décadas después (Consejo de Indias 1962 p. 45). Un oficial en la Colonia tardía en Guatemala, insistía: “El vicio dominante entre la raza indígena es el de la embriaguez” (Batres Jáuregui, 1894, p. 130). En pocas palabras, es casi

2 Ver Earle (2007) para una defensa de esta visión hemisférica.3 Ver, por ejemplo, De Sigüenza y Góngora (1986, p. 197 , pp. 215-

6); De las Casas (1958, III, pp. 117-119, IV, pp. 268-9); Motolinía (1950 [1541], pp. 45, 244); Fernández de Oviedo (1959 [1547], I, p.136, II, p. 198); De Landa (1973 [1574], pp. 70, 72, 76, 79, 84, 94, 96, 100); Hernández (1986, p. 71); De Sahagún (1992 [1582], p. 332); De Acosta (2002 [1590], pp. 143-4, 199); De Mendieta (1971 [c1596], p. 99); De Ovalle (1703, p. 73); Clavijero (1958 [1780], I, pp. 138-9); De Elguera (1781); Recopilación de leyes (1943 [1791], II, pp. 197-8, 304); y Gibson (1964, pp. 116, 150).

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imposible leer fuentes coloniales sin encontrar jeremiadas sobre los indios y su tendencia a embriagarse. Fuentes de la época republicana, por su parte, delatan la persistencia de esta tendencia discursiva.

Este material ha generado un considerable debate sobre el verdadero significado del consumo de alcohol entre los pueblos indígenas. Las tendencias preponderantes han sido considerar las alegaciones de un arraigado costumbre indígena de emborracharse o como una indicación más de la devastación cultural producida por siglos de opresión y abuso, o bien, por el contrario, como una señal de la vita-lidad de los patrones culturales de la pre-Conquista, los cuales permitían manifestaciones exuberantes de intoxi-cación pública en festivales y rituales.4 Cuál de estas in-terpretaciones tiene más fuerza explicativa es un problema enormemente complicado, pero está claro que estas fuen-tes plantean preguntas interesantes para la interpretación de las prácticas indígenas y del impacto de los procesos de colonización en los pueblos indígenas. El discurso español y criollo relativo al consumo indígena de alcohol puede utilizarse, en otras palabras, para analizar la naturaleza de la cultura indígena de la época post-Conquista.

Este ensayo no se propone, sin embargo, contribuir a dicho análisis. Su propósito es más bien examinar lo que este dis-curso revela acerca de las actitudes de los mismos españoles y criollos que con tanta vehemencia condenan la pretendida embriaguez de los indios. En particular, creo que las actitudes hacia los “indios embriagados” ilustran muy claramente la re-lación cargada –y cambiante– entre los indígenas y el Estado en el imaginario de la élite. Presento aquí una caracterización panorámica de los variados comentarios de la élite sobre “el indio borracho”, porque a pesar de las continuas denuncias desde el siglo XVI hasta nuestros días de la supuesta afición indígena a la borrachera, tal discurso no es homogéneo ni en su comprensión de la embriaguez ni en sus explicaciones.

Para empezar, consideremos la Colonia temprana. En primer lugar, es notable que el discurso de este período no estimaba que la embriaguez estuviera asociada úni-ca o primordialmente con el alcohol. Por el contrario, los cronistas describían muchas sustancias que los gru-pos indígenas ingerían, en busca de lo que los españo-les llamaban “borrachera”, mientras que el franciscano Gaspar de Recarte sostenía que el pecado producía un estado de “embriaguez” mucho peor que el causado por

4 Para una discusión variada, ver Gibson (1964, pp. 7, 150, 409); Madsen y Madsen (1974, p. 439); Taylor (1979); Saintoul (1988, p. 26); Gruzinski (1993, p. 203); McCreery (1994, p. 87); Man-call (1995, pp. 7-8); Caetano et al. (1998, p. 237); Beauvais (1998, p. 256); Eber (2001, p. 6); y Milbrodt (2002, pp. 25-32).

el vino.5 En segundo lugar, se creía generalmente que la embriaguez, sin importar su causa, era provocada por actos del demonio, al menos tal y como se manifestaba en los indios. Veamos algunos ejemplos. En una crónica del siglo XVI, el clérigo franciscano Gerónimo de Men-dieta insistía en que, si bien en tiempos de la pre-Con-quista “los naturales condenaban por muy mala la beo-dez, y la vituperaban como entre nuestros españoles”, en la Colonia, los indios en México bebían cotidianamente hasta quedar en un estado de estupor etílico, “lo que no era en tiempo de su gentilidad” (De Mendieta, 1971 [c1596], II, p. 139).6 En el siglo XX, muchos académi-cos han usado este tipo de afirmaciones para demostrar el impacto destructivo de la Conquista en la sociedad indígena. Serge Gruzinski, por ejemplo, escribe que en el México colonial, “La dominación española intensifi-caba los efectos desintegradores [del alcohol], debido al estado de anomia que instigaba” (1993, p. 203). Sin embargo, la explicación proporcionada por Mendieta no alude a los efectos perjudiciales de la colonización. Por el contrario, Mendieta veía en la embriaguez una lucha a muerte por las almas de los indígenas, lucha en la que él y los demás clérigos estaban involucrados. Para Mendieta, el mundo precolonial –una tierra todavía no tocada por la palabra de Dios– había languidecido en una oscuridad casi total antes de la llegada de los frailes cristianos. Ni siquiera Satanás mismo se ocupó mucho con América y sus habitantes. Fue sólo hasta el advenimiento de la evangelización que el demonio se hizo sentir en el Nuevo Mundo, en parte, llevando a la población indígena a la embriaguez, “para que por él dejasen de ser verdaderos cristianos” (De Mendieta, 1971 [c1596], p. 139). De esta manera, la embriaguez indígena era para Mendieta una manifestación de que las colonias españolas eran el esce-nario de una lucha entre las fuerzas del bien y el mal.

De otro lado, otros escritores coloniales pensaban que el demonio ya había puesto su marca firmemente en todos los aspectos de la sociedad de la pre-Conquista, incluidas las normas de consumo de alcohol. De acuerdo con estos escritores, la embriaguez reflejaba el dominio que Sata-nás tenía antes de la llegada de los españoles, quienes eran, por supuesto, mucho menos propensos a este vicio.7

5 Ver, por ejemplo, Ruiz de Alarcón (1953); Fernández de Oviedo (1959 [1547], I, p. 117); y De Recarte (1914, p. 363).

6 Ver comentarios similares en De Sahagún (1992 [1582], p. 332); y De las Casas (1958, III, pp. 117-9, IV, pp. 268-9).

7 “Los franceses, fl amencos, germanos, etc., pecan mucho des-te pecado”, afi rmaba el fraile franciscano Gaspar de Recarte en 1584 al referirse a la embriaguez. Los españoles “pequen poco de este pecado, o porque son más sobrios, o porque tienen mejores cabezas” (De Recarte, 1914, p. 363). Con respecto a los concep-tos españoles de moderación, ver Taylor (1979); Flandrin (1983, p. 68); Wadsworth (1630, p. 74); y Frezier (1717, pp. 251, 253).

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Algunos pensamientos sobre “El indio borracho” en el imaginario criollo REBECCA EARLE

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A través de “la siembra y cultura del maguei”, comentaba un sacerdote en México a comienzos del siglo XVII, “el astuto enemigo ha introduçido y puesto tan de asiento entre los indios el viçio de la borrachera” (Ruiz de Alar-cón, 1953, tratado 3, capítulo 1). En la misma época, un terrateniente en la Nueva Granada escribía que “antes que en este Reino entrase la palabra de Dios… el demo-nio usaría de su monarquía”, lo cual, según él, explicaba por qué todas las reuniones sociales de la pre-Conquista habían degenerado en orgías de ebrios (Rodríguez Freyle, 1986, p. 81). En resumen, estos escritores de la Colonia temprana consideraban que la embriaguez indígena, sin importar si había aparecido antes o después de la llega-da de los europeos, era un signo de actividad demoníaca. Para contrarrestar esta fuerza diabólica, sermones y cate-cismos describían los males del alcohol, y enfatizaban la debilidad de los indios ante su atractivo (De Alva, 1999, pp. 93-97, 106, 118; Sell, 1999, pp. 26-8). Más aún, para las autoridades coloniales la embriaguez indígena tam-bién estaba asociada con la persistencia de creencias re-ligiosas anteriores a la Conquista. El Segundo Concilio de Lima, que se reunió al final de la década de 1560 para implementar las resoluciones del Concilio de Trento, concluyó así que “el vicio de la embriaguez… es la raíz de la infidelidad” (Cummins, 2002, pp. 149 [cita], 224; Du-rán, 1967 [1570], I, pp. 200-204; Rodríguez Freyle, 1986, pp. 69, 74, 81-82; Recopilación de leyes, 1943 [1791], II, pp. 197-198; y Gibson, 1964, p. 150). Por lo tanto, beber de forma incontrolada se consideraba fundamentalmente incompatible con el cristianismo, cuya introducción en América fue la principal justificación de toda la empresa colonial española. En otras palabras, era necesario elimi-nar el consumo de alcohol por parte de los indígenas, para que éstos se pudieran convertir en verdaderos cristianos, y la mejor manera de conseguir este objetivo era a tra-vés de la imposición del régimen colonial. Estas visiones reflejaban muy claramente la idea de que los pueblos nativos no podían ser dejados a merced de sus propias voluntades, pues eran incapaces de resistir las tentacio-nes del demonio o de gobernarse a sí mismos. El discurso de la Colonia temprana acerca de la embriaguez presenta una imagen de la cultura indígena como llena de vitalidad pero al mismo tiempo profundamente peligrosa.

En la Colonia tardía, esta imagen de la cultura indígena como un obstáculo para la evangelización fue matizada por el énfasis que el Estado Borbón puso sobre la discipli-na y el control de la población. Este énfasis se manifestó en los intentos de limitar el número de animales que va-gaban por las calles de las ciudades hispanoamericanas (incluso las más grandes), de introducir la iluminación de las calles para “reducir los desórdenes”, de controlar los

“excesos” característicos de los carnavales y otros eventos festivos, y también en los esfuerzos para limitar la embria-guez pública. En otras palabras, la embriaguez comenzó a ser vista fundamentalmente como un asunto biopolítico. Por ejemplo, los esfuerzos de la Corona por monopolizar la venta y producción de alcohol, tan característico del siglo XVIII, reflejaban no sólo las preocupaciones fiscales del Estado, sino también la noción de que los súbditos del rey necesitaban ser disciplinados y gobernados por su propio bien y también por el bien del cuerpo político (Scardaville, 1980; y Viqueira Albán, 1999). Esta nueva comprensión de la embriaguez se refleja en las definicio-nes registradas en el Diccionario de autoridades español de finales del siglo XVIII. “Emborracharse” está definido como “tomarse del vino o de otro género de los que suelen causar la embriaguez, quedando sin tino y sin el uso libre y racional de las potencias” (Real Academia Española, 1963 [1726], II, p. 391).8 La palabra clave en esta defi-nición es “racional”: la embriaguez era indeseable porque reducía a los seres humanos no a un estado pecaminoso, sino a un estado de irracionalidad.

El énfasis estatal en la biopolítica continuó después de la Independencia. Así, por ejemplo, no fue sólo por razones fiscales que el estanco de aguardiente permaneció vigen-te en muchos estados republicanos. Desde México hasta Argentina, los efectos destructivos del consumo excesivo de alcohol eran analizados minuciosamente en informes que detallaban su efecto nocivo sobre la salud y los nive-les de civilización. El funcionario boliviano Pedro Vargas describió así en 1864 la situación de los infortunados in-dios, quienes vivían “sin más goces que algunos actos de embriaguez, en los que se entregan a los desórdenes más reprehensibles e inmorales” (Vargas, 1864, p. 2).9 La pre-ocupación por “civilizar” a la población indígena aumentó durante el transcurso del siglo, debido en parte al énfasis positivista en la importancia de la población como la cla-ve del progreso.10 Se consideraba que la Nación necesita-ba una ciudadanía sana, moderna e, idealmente, blanca. Si bien las élites hispanoamericanas nunca adoptaron el

8 Ver también “emborrachar”, “embriaguez” y “borracho”.9 Para otros ejemplos, ver De Mosquera (1828); “Acuerdo de la

Asamblea del Estado, del 25 de noviembre de 1839, prohibiendo el aguardiente en los pueblos de indios”, y “Decreto de la Asam-blea Constituyente, del 14 de noviembre de 1839, dictando me-didas para evitar el abuso de los licores embriagantes”, ambos en Skinner-Klée (1954, pp. 24, 27-8); Exposición que dirige al Consejo del Ecuador en 1846 el Ministro de Estado en el Despacho de Hacienda (1846); y Groot (1869, I, pp. 229-30).

10 Para la discusión clásica de este proceso, ver Burns (1980), y para un análisis reciente de la cultura criolla panhispánica, Earle (2007). Con respecto al liberalismo de Estado, ver, por ejemplo, Hale (1989); Bushnell y Macaulay (1994); Peloso y Tenenbaum (1996); y Larson (2004).

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lenguaje del racismo científico en la misma medida que los pensadores de las élites de Europa y Estados Unidos, hubo durante el último cuarto del siglo XIX, tal y como lo ha expuesto Nancy Stepan, expresiones frecuentes de an-siedad –provenientes particularmente (aunque no exclu-sivamente) de los defensores de la eugenesia– sobre las consecuencias fatales para cualquier Estado que tuviera una población “débil”, enfermiza y amestizada.

Dicha debilidad estaba estrechamente relacionada con la recién definida enfermedad del alcoholismo, que era una de las condiciones que conjuró al terrible espectro de degeneración que ensombrecía los sueños de progreso a lo largo del continente. “El alcoholismo”, afirmaba el escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias, “es el factor que más ha contribuido a señalar con taras degenerati-vas al indígena” (Asturias, 1971, p. 85).11 El alcoholismo no sólo perjudicaba el estado presente de la nación, sino también su futuro, pues los científicos estaban convenci-dos de que este desorden producía defectos hereditarios que persistían durante generaciones.12 Como reflexión de esta nueva constelación de conceptos, la discusión acerca de la embriaguez se fue llenando poco a poco de términos médicos, así como la discusión sobre su impacto en el cuerpo político: la embriaguez provocaba la enfermedad del alcoholismo, que producía una población degenerada y enfermiza, que condenaba al Estado a la mediocridad y el estancamiento. Por ejemplo, en 1915 el escritor perua-no José de la Riva-Agüero se quejaba del alcohol fuerte, el cual “envenena a los indios, y produce así la degeneración de su raza y la consiguiente decadencia del Perú” (De la Riva-Agüero, 1955, p. 45).13 El alcohol era asociado, de esta manera, con varios factores que debilitaban el desa-rrollo nacional.

Estas preocupaciones sobre el alcoholismo (término sobre cuya especificidad cronológica quiero llamar la atención: entró al idioma español tan sólo en la década de 1890) y sus efectos en el cuerpo político nacional se extendían, por supuesto, más allá de la población indígena.14 Las éli-tes hispanoamericanas estaban igualmente preocupadas por el impacto destructivo del pulque y otros intoxicantes

11 Ver también Garrard-Burnett (2000). Para un ejemplo argenti-no, ver Gálvez (2001 [1910], p. 134).

12 Sobre la degeneración, ver Stepan (1991, pp. 75, 92-4); y Aronna (1999, pp. 182-5).

13 Ver también Razas—la guerra (1873); y González Suárez (1969 [1890], I, p. 226).

14 La transformación de la embriaguez de una condición moral a una condición médica se ve refl ejada en la invención, a fi nales del siglo XIX, de un nuevo vocabulario para denominar el consumo excesivo de alcohol; “alcoholismo”, término que entró al léxico es-pañol en la década de 1890, era una enfermedad, no un pecado: Real Academia Española (1992, II, p. 204).

utilizados por las clases bajas en las poblaciones urbanas, mestizas y de inmigrantes, en metrópolis como la ciudad de México o Buenos Aires.15 ¿Cuál es, entonces, el rasgo distintivo de la preocupación de las élites decimonónicas por el consumo de alcohol de los indígenas?

Para responder a esta pregunta, creo que es útil regresar al poema de Chocano con el que comencé este ensayo. Para empezar, el poema capta de manera general muchos aspectos de la preocupación del siglo XIX tardío sobre el consumo de alcohol. Por ejemplo, los indios de Chocano eran simultáneamente primitivos e infantiles: su música es “por vieja, algo infantil” y su baile es “primitivo”. Es-tos términos evocan precisamente la imagen de degene-ración, simultáneamente juvenil y no evolucionada. Sin embargo, los indios de Chocano muestran otra cualidad adicional que trasciende la simple degeneración, aunque está muy relacionada con ésta, y es una cualidad que el poeta relaciona específicamente con el carácter nativo. Ésta es que los indios eran para Chocano fundamental-mente obsoletos. Eran, como dice la tercera línea de su poema, una “caduca raza”. Esta visión se repite a lo largo de todo el poema. El yaraví atenuado y melancólico que da el tono musical a la fiesta (“a través de los siglos llega tan fatigado/ que al salir de la trémula y dolida garganta/ del indio, aun éste ignora si llora o grita o canta. . .”) es para Chocano un símbolo de los indios mismos, “tan fa-tigados a través de los siglos”. Es precisamente esta con-ciencia de su propia derrota lo que los mueve a beber en exceso: “los indios se embriagan para aturdir su mente/… La embriaguez insinúa, por entre su vapor, / la nostálgica imagen de cuanto ya no existe/ y la hunde en la orgullosa tristeza del licor”. Chocano presenta su compulsión a be-ber no simple o primordialmente como un problema para el Estado. Más bien, se trata de una aceptación de su pro-pia derrota por parte de los indios. En otras palabras, el consumo de alcohol, que para algunos académicos con-temporáneos es una manifestación de la vitalidad de una cultura festiva autóctona (“agradable para los santos y una ocasión social satisfactoria”, en palabras del historiador David McCreery), es interpretada por Chocano como el reconocimiento de una derrota cultural total y contun-dente (McCreery, 1994, p. 87).

Al mismo tiempo, Chocano comparte con los indios de su poema una admiración por los logros de los incas, cuyos elegantes fantasmas contrastan con los indios degradados de la fiesta. La visión que ofrece el poema del Estado inca es magnífica y atractiva:

15 Ver, por ejemplo, Pesce (1906, pp. 13, 33); Maqueo Castellanos (1910, pp. 119-22); y Gayol (1993).

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Algunos pensamientos sobre “El indio borracho” en el imaginario criollo REBECCA EARLE

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Las coyas en el triunfo de sus sienes augustasalternan con la gracia virginal de las ñustas;tiemblan fogatas locas, en torno de las cualesbullen prolijamente fervorosas vestales,envolviendo cuya ágil figura se destacala piel de la vicuña o el vellón de la alpaca;y tras los femeninos y lánguidos perfiles,pasar se ve un tumulto de sombras varoniles. . . .

Mientras los indios contemporáneos son primitivos y sin gracia, estas visiones incaicas son ágiles, graciosas y cauti-vadoras. La “suntuosidad cesárea, grandeza faraónica” del Imperio inca es gloriosa, pero se encuentra en el pasado.

Todo esto refleja de manera muy interesante el lugar pro-blemático asignado a los indígenas dentro de los nuevos estados nacionales por la élite decimonónica. Como varios historiadores hemos mantenido, las élites postcoloniales apreciaban el pasado profundo y monumental que ofrecie-ron los imperios aztecas y incas, pero en general conside-raban que los indios contemporáneos eran un enorme pro-blema para el Estado (Earle, 2007). En efecto, no es mera coincidencia que Chocano compare al Imperio inca con la antigüedad clásica europea, específicamente, con Roma y Egipto (“suntuosidad cesárea, grandeza faraónica”). Estas culturas eran, precisamente, el punto de referencia que to-dos los escritores pertenecientes a las élites en el siglo XIX evocaban para celebrar el pasado americano. Las compara-ciones con la antigua Grecia, Roma y Egipto revelaban con particular claridad el deseo de las élites nacionalizantes de utilizar el pasado precolombino como un equivalente local de la antigüedad europea clásica, y es precisamente esta comparación la que Chocano emplea en su poema. Este deseo contradictorio por un pasado antiguo (y, por lo tan-to, necesariamente indígena) y por un presente sin indios era, por supuesto, inestable, y es esta inestabilidad la que queda representada en el poema de Chocano. El discurso de obsolescencia refleja el deseo desesperado de los crio-llos de separar el pasado indígena del presente indígena. El pasado glorioso era un elemento valioso en la construcción de la mitología nacionalista, mientras que el presente era nada más que una resaca arcaica, que se esperaba estuvie-se destinada a desaparecer.

Para regresar al tema de la embriaguez, en el poema de Chocano se articula una explicación muy específica de por qué los indios beben (a saber, para olvidar su obsolescen-cia), que refleja las preocupaciones generales del naciona-lismo de las élites a finales del siglo XIX. De esta manera, el poema combina un interés típico de finales de siglo XIX (o, si se prefiere, de comienzos del XX) por la ciencia, la dieta y la degeneración, con la idea específica y, al menos para los

criollos, más bien optimista de que los indios, efectivamen-te, desaparecerían por voluntad propia, ahogados en un mar de nostalgia y alcohol.16 El poema de Chocano refleja, por supuesto, las preocupaciones específicas de la cultura criolla de fin de siglo de Perú, que veía en la población indígena supuestamente retrógrada y apatriótica la causa principal del deterioro moral y material de su país, deterio-ro que quedó poderosamente simbolizado en la derrota del ejército peruano a manos de Chile en la guerra del Pacífico de la década de 1880.17 Al mismo tiempo, esta imagen de embriaguez como signo de derrota y obsolescencia era am-pliamente compartida por escritores de otros países. Así, por ejemplo, el académico ecuatoriano Pío Jaramillo, quien al igual que Chocano escribía en los años veinte, describía el consumo excesivo de alcohol, el cual para él caracteri-zaba a los pueblos andinos, como una consecuencia natu-ral de la “amargura de la raza vencida” (Jaramillo Alvarado, 1925, I, pp. 230-1).18 Para tales escritores, el indígena era un rasgo obsoleto de un mundo pasado y premoderno, y por eso era también un ebrio consuetudinario.

CONCLUSIONES

Quisiera concluir con unas reflexiones finales relativas a lo que dicho discurso revela sobre las visiones de las élites acerca del lugar de lo indígena dentro del cuerpo político. Como hemos visto, muchos escritores hispanos de comien-zos de la Colonia tendían a ver la supuesta embriaguez de los indígenas como una prueba de los esfuerzos constantes del demonio por obstaculizar la salvación humana. Al mismo tiempo, estas visiones reflejaban muy claramente la noción de que los pueblos nativos no podían valerse por sí mismos, dada su incapacidad para resistir las tentaciones del Enemi-go, del demonio. En otras palabras, los pueblos nativos eran un elemento vibrante pero peligroso del mundo colonial. A finales del siglo XIX, la imagen de lo indígena era bien dis-tinta. Los indios embriagados seguían siendo representan-tes de lo bárbaro. Estos seres degradados personificaban el miedo de las élites hispanoamericanas de que sus naciones estuviesen tan entrelazadas con lo indígena como para ser incapaces de progresar. Al mismo tiempo, el indio borracho representaba cada vez más la obsolescencia fundamental que se le atribuía a la cultura indígena en general.

16 Para la importancia de la dieta indígena en el imaginario criollo, ver, por ejemplo, Matto de Turner (1996 [1889], p. 58); y Bulnes (1899).

17 Para una formulación clara de esta visión, ver Dávalos y Lissón (1919-22, I, Introducción). Ver también Tord (1978, p. 56); Mega (1924, p. i); Mariátegui (1924); Mariátegui (1925); Valcárcel (1963 [1927], p. 118); Carranza 1976 [1927]; Aquézolo Castro (1987); y Pease (1993, III, p. 106).

18 Ver también, por ejemplo, Batres Jáuregui (1894, p. 80).

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De esta manera, el significado que se le atribuyó a la embriaguez indígena refleja el lugar que ocupaba la po-blación indígena dentro del proyecto colonial o nacional. Escritores de comienzos de la Colonia no afirmaban que el consumo de alcohol indígena fuera una manifestación de la naturaleza fundamentalmente obsoleta o degene-rada de la cultura indígena. Por el contrario, indicaba su alarmante vitalidad y su potencial para desafiar al Estado colonial. En la era republicana, período en el cual pen-sadores de todo el continente generalmente coincidían en condenar a la cultura indígena por ser un obstáculo para el progreso y la modernidad, los escritores veían la embriaguez como la agonía de una cultura moribunda. La embriaguez era, de acuerdo con el pensador ecuato-riano Pío Jaramillo, un signo de “la amargura de la raza vencida”. Para concluir, he tratado de sugerir que las ex-plicaciones específicas de la supuesta propensión de los indígenas a la embriaguez en sí mismas revelan mucho sobre el pensamiento de la élite, más allá de lo que reve-len acerca del significado que en realidad tenía el alcohol para cualquier cultura indígena particular. Tal vez la em-briaguez, citando escandalosamente mal a Levi-Strauss, sea buena para pensar.

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RESUMEN

En las décadas de 1940 y 1950, las autoridades de salud consideraron que la dieta de los mexicanos era una de las principales causas de su pobreza y atraso. El bajo consumo de calorías y proteínas, además de la falta de higiene, ocasionaba que obreros y campesinos no asistieran o no cumplieran con su trabajo por enfermedad. Por lo anterior, el Estado se dio a la tarea de luchar en contra de la desnutrición. Los médicos consideraron que el mejoramiento de las condiciones de higiene y el aumento del consumo de proteína animal facilitarían el progreso de la nación, al crear trabajadores sanos, disciplinados y productivos. El presente artículo explora los discursos de nutrición y el papel de las mujeres en la implementación de políticas públicas, concentrándose en encuestas de nutri-ción y en la historia de vida de una enfermera visitadora.

PALABRAS CLAVE:

Nutrición, bienestar social, enfermeras visitadoras, campesinos, género, clase.

POR SANDRA AGUILAR RODRÍGUEZ**

Alimentando a la nación: género y nutrición en México (1940–1960)*

FECHA DE RECEPCIÓN: 21 DE NOVIEMBRE DE 2007FECHA DE ACEPTACIÓN: 14 DE ENERO DE 2008FECHA DE MODIFICACIÓN: 11 DE FEBRERO DE 2008

* Este trabajo fue presentado en el congreso de la Latin American Studies Association (LASA2007) en Montreal, Canadá. Agradezco los comentarios de Patience A. Schell, Penny Tinkler, Jeffrey M. Pilcher, Shawn Van Ausdal, así como los de dos lectores anónimos de la Revista de Estudios Sociales. Cualquier error es responsabilidad mía.

** Licenciatura en Ciencias de la Cultura por la Universidad del Claustro de Sor Juana, México, DF. Maestría en Estudios latinoamericanos por la Universidad de Oxford, Reino Unido. Candidata a Ph.D. en Estudios sobre las mujeres por la Universidad de Manchester, Reino Unido. Trabaja temas relacionados con género, nutrición, consumo, clase social y modernidad en México. Publicó recientemente el artículo Cooking Modernity: Nutrition Policies, Class, and Gender in 1940s and 1950s Mexico City en The Americas, 64(2) (octubre de 2007). Correo electrónico: [email protected]

Nurturing the Nation: Gender and Nutrition in Mexico (1940-1960)ABSTRACT

In the 1940s and 50s, doctors and policymakers considered the diet of many Mexicans to be one of the main causes of poverty and ‘backwardness’ in the country. Inadequate calorie and protein consumption, along with unhygienic living conditions, caused workers and peasants to be weak, frequently ill, and to miss work. As a result, state welfare institutions made fi ghting malnutrition a priority. Doctors deemed that sanitized kitchens and animal protein-rich diets would help develop the nation. By changing eating practices, reformers sought to create not only healthy and well-nourished workers, but also a disciplined and productive workforce. This paper explores the rhetoric of welfare and discusses the role of women in the implementation of government policies. It concentrates on the studies carried out by the Institute of National Nutrition in rural communities and on the life history of a visiting nurse in rural Mexico of the 1950s.

KEY WORDS:

Nutrition, welfare, visiting nurses, peasants, gender, class.

Alimentando a nação: gênero e nutrição no méxico (1940-1960)RESUMO

Nas décadas de 1940 e 1950, as autoridades de saúde consideraram que a dieta dos mexicanos era uma das principais causas da sua pobreza e atraso. O baixo consumo de calorias e proteínas, além da falta de higiene, ocasionava que operários e camponeses faltassem ou não tivessem um bom desempenho no trabalho por doenças. Por isso, o Estado se comprometeu a lutar contra a des-nutrição. Os médicos consideraram que o melhoramento das condições higiênicas e o acréscimo do consumo de proteína animal facilitariam o progresso da nação ao criar trabalhadores saudáveis, disciplinados e produtivos. O presente artigo explora os discursos de nutrição e o papel das mulheres na implementação de políticas públicas, centrando sua atenção nas pesquisas de nutrição e na história de vida de uma enfermeira visitadora.

PALAVRAS CHAVE:

Nutrição, bem estar social, enfermeiras visitadoras, camponeses, gênero, classe.

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Alimentando a la nación: género y nutrición en México (1940 - 1960)SANDRA AGUILAR RODRÍGUEZ

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En 1950, durante la reunión anual de la So-ciedad Mexicana de Higiene, el doctor José Calvo de la Torre declaró que la desnutrición era un grave problema en México.1 De acuerdo con la investigación realizada por el Instituto Nacional de Nutriología (INN), en algunas regiones del país el 90% del consumo calórico provenía principalmente del maíz, alimento considerado pobre en aminoácidos. El Dr. Calvo aseveró: “sorprende todavía a muchos investigadores que las razas indígenas de Méxi-co, alimentadas casi exclusivamente a base de maíz hayan sobrevivido” (Calvo, 1952). Desde fines del siglo XIX, se discutió en el ámbito médico la necesidad de luchar en contra de la desnutrición, ya que se consideraba que el progreso de México debía cimentarse en una clase obrera bien alimentada y, por ende, sana.2 Ante lo cual, médicos e intelectuales incentivaron la adopción de una dieta ba-sada en trigo, carne, leche y productos lácteos.

En la década de 1940, la Secretaría de Salubridad y Asis-tencia (SSA), a través del INN, investigó las prácticas cu-linarias de los mexicanos, con el fin de encontrar el valor nutricional de su dieta y poder generar las políticas de nutrición adecuadas.3 Además de estar a cargo de la sa-lud, la SSA tuvo como objetivo la creación de programas de salud pública, para mejorar las condiciones de vida de los obreros y campesinos. Para lograrlo, la SSA capacitó a enfermeras visitadoras y trabajadoras sociales, las cuales llegarían hasta los hogares de la población necesitada, con el fin de dar información de higiene, nutrición y medicina preventiva a las madres de familia. El gobierno esperaba que las madres adoptaran estas nuevas prácticas, introdu-ciéndolas en la vida diaria de su familia. De este modo, se buscó profesionalizar también a las amas de casa ins-truyéndolas en la realización de sus quehaceres cotidia-nos. La madre mexicana debía tener conocimientos sobre economía doméstica y puericultura para criar ciudadanos que se convertirían en trabajadores sanos y eficientes. La

1 La Sociedad Mexicana de Higiene fue fundada en 1943. En 1962 cambió su nombre al de Sociedad Mexicana de Salud Pú-blica (Fajardo Ortiz et al., 2002).

2 Sobre los debates médicos en torno a la alimentación en el siglo XIX, ver Martínez (2002).

3 La SSA fue creada en 1943, cuando el presidente Manuel Ávila Camacho ordenó la fusión de la Secretaría de Asistencia y el De-partamento de Salubridad (Secretaría de Salubridad y Asisten-cia, 2007). Nichole Sanders analiza la expansión del programa de bienestar social después de la Revolución, destacando la impor-tancia de la maternidad en el discurso modernizador de México (Sanders, 2003).

profesionalización de enfermeras, trabajadoras sociales y madres de familia no buscó emancipar a la mujer sino, como argumenta Mary Kay Vaughan, subordinar la fa-milia al Estado, bajo la consigna de lograr el desarrollo nacional (Vaughan, 2000). De este modo, los gobiernos posrevolucionarios buscaron transformar la vida privada de las familias de clase baja, con el fin de tener un mayor control, en nombre del progreso y la modernidad.

El presente trabajo explora el discurso de los médicos y las autoridades de salud con relación a las prácticas culi-narias y alimenticias del campesinado y la clase trabaja-dora, enfatizando el caso de las familias campesinas. Para ello, el artículo se divide en cuatro secciones. La prime-ra muestra los antecedentes históricos de las políticas y discursos de nutrición en México. La segunda se centra en las encuestas alimenticias realizadas por el INN, con el apoyo de la Fundación Rockefeller. La tercera explo-ra la formación de enfermeras profesionales. Por último, se analiza la experiencia de una enfermera visitadora en el estado de Guanajuato a finales de la década de 1950. Con lo anterior busco subrayar el papel de las mujeres en la implementación de políticas públicas, como enfer-meras visitadoras encargadas de difundir los programas de salubridad y como madres de familia responsables de introducir o adaptar dichas políticas a la vida cotidiana.

Considero que el análisis de los discursos de nutrición ofrece una nueva perspectiva sobre la forma en que los gobiernos posrevolucionarios buscaron tener injerencia en la vida privada de los sectores populares de la pobla-ción, reforzando la estructura paternalista y jerárquica de la sociedad mexicana. Sin embargo, las políticas de nu-trición y salubridad también generaron espacios de parti-cipación femenina en los que amas de casa y enfermeras visitadoras negociaron y adaptaron los programas de bien-estar social a sus necesidades e intereses.

LA DIETA COMO BASE DE UNA NACIÓN SANA Y PRODUCTIVA

En las últimas décadas del siglo XIX, México experimentó grandes transformaciones como parte del proceso moder-nizador encauzado por Porfirio Díaz (1877-1910).4 Tras la Revolución, el proceso de industrialización aceleró su paso, favoreciendo la migración del campo a la ciudad, lo

4 La Revolución Mexicana (1910-1921) explotó cuando Francisco I. Madero resultó ganador de las primeras elecciones democráti-cas del siglo XX. La Revolución terminó con la dictadura de Porfi -rio Díaz, generando nuevas oportunidades para las clases medias y los generales victoriosos.

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que conllevó al crecimiento de las urbes, particularmen-te, el de la ciudad de México.5 En las décadas de 1940 y 1950, la modernidad se experimentó como un cambio, ge-neralmente identificado con una mejoría material. El cre-cimiento económico y el desarrollo del Estado benefactor generaron mayor movilidad social. El México moderno se vinculó con los espacios urbanos y una cultura de clase media que reprodujo sus valores e ideales a través de los medios de comunicación masiva y del desarrollo de una cultura del consumo.6 La situación en el campo distaba considerablemente del ideal citadino, debido a la caren-cia de servicios básicos como electricidad, agua potable y centros de salud.7 En 1950, al menos 57% de los mexi-canos vivía en zonas rurales, mientras que el 61,8% del total de la población padecía de desnutrición (Dirección General de Estadística, 1950, p. 8).8 Los campesinos y habitantes de zonas rurales tenían un acceso restringido a los centros de salud; mientras que programas como los desayunos escolares o las tiendas de alimentos subsidia-dos por el Estado no siempre llegaban a sus comunida-des (Ochoa, 2000, p. 144). En las zonas depauperadas de la ciudad de México, el panorama no era mucho me-jor, a pesar de contar con programas de bienestar social desde la década de 1920.9 Por lo anterior, en las décadas de 1940 y 1950, los hábitos alimenticios de los sectores populares tanto urbanos como rurales fueron objeto de preocupación entre médicos y autoridades de salud, que argumentaron que el tener una dieta balanceada y una cocina limpia eran elementos fundamentales para el de-sarrollo de una nación sana y productiva.

La alimentación fue objeto de regulación por vez prime-ra durante el Porfiriato, período en el que se sostuvo la influencia negativa de ciertos alimentos en el comporta-

5 La ciudad de México se mantuvo como el principal destino, pues ya desde el inicio de la lucha armada había recibido a un gran nú-mero de inmigrantes que huían del hambre y la guerra (Knight, 1986). Para un análisis de los cambios en las condiciones mate-riales y culturales durante el Porfi riato y las primeras décadas del siglo XX, ver Piccato (2001, pp. 17-33). Con relación al incremen-to del consumo en zonas urbanas y su relación con el discurso nacionalista y de progreso, además de sus implicaciones de clase y género, ver Bunker (1997, p. 228).

6 Para una descripción del México de los años cuarenta, ver el primer capítulo de Niblo (1999).

7 Con relación a la experiencia de las mujeres en el mundo rural en México, ver Vaughan y Fowler-Salamini (1994).

8 Los pueblos rurales se defi nían como aquellos con menos de 2.500 habitantes. No obstante, Niblo señala que muchos pobla-dos catalogados como urbanos poseían una cultura rural (1999, pp. 1-2). Para un estudio del problema de pobreza y desnutrición, ver Székely (2005, p. 5).

9 Varios investigadores han estudiado el crecimiento del bien-estar social a principios del siglo XX en México; entre ellos se encuentran Agostoni (2002, 2007); Aréchiga Córdoba (2007); Bliss (2001); Blue (2001); Ochoa (2000); Schell (2004); Stern (1999).

miento y salud de los individuos (Pilcher, 1996, pp. 193-206). La élite porfiriana percibía la dieta de las clases bajas, basada en maíz, frijol y chile, como inferior.10 En 1901, el sociólogo y criminólogo Julio Guerrero publi-có La génesis del crimen en México. Influenciado por el darwinismo social, Guerrero sostuvo que la dieta de los pobres era lo que los mantenía en el atraso social. “Las clases inferiores… comen aún poca carne; de puerco, mucha es de la expendida sin los requisitos exigidos por el Rastro y el consumo se limita a los domingos y días de fiesta. Los huevos jamás entran en el menú del proleta-rio, que consiste en tortillas de maíz en vez de pan de harina, verdolagas, frijoles, nopales, quelites, calabazas, fruta verde o podrida, chicharrón y sobre todo chile en abundancia, como guiso o condimento”. Guerrero tam-bién criticó el consumo de comida de origen indígena, como los tamales, que calificó como producto de “una repostería popular abominable”, ante lo cual promovió la adopción de las cocinas francesa y española (Guerrero, 1996, p. 195).

Aunque las clases populares mantuvieron su dieta de maíz, frijoles y chile, la ideología de la élite influenció a las mujeres de clase media a través de la educación. Tan-to las escuelas públicas como privadas daban cursos de cocina europea, siendo la Escuela de Artes y Oficios para Mujeres uno de los mejores ejemplos.11 El nacionalismo posrevolucionario transformó los discursos y políticas en torno a la alimentación. La comida mexicana ganó cierto reconocimiento entre intelectuales como José Vasconce-los, secretario de Educación Pública entre 1921 y 1924, quien apoyó la enseñanza de “comida mexicana apropiada para el consumo cotidiano”, pero tanto las maestras como inspectoras preferían enseñar elaborados platos europeos, ya que éstos eran más populares que la cocina nacional.12 Sin embargo, para 1950, la afamada cocinera Josefina Ve-lázquez de León había publicado ya varios libros en los que reconocía la importancia de la cocina tradicional y regional, así como el valor de la cocina sencilla y la elabo-rada, dependiendo de la audiencia a la que dedicaba sus libros (Velázquez de León, 1946, 1955, 1956).13

10 El desprecio por la dieta indígena y campesina tuvo sus orígenes en el período colonial; ver Pilcher (1998, Cap. II).

11 El Estado fundó dicha escuela en 1872 como una institución de caridad para entrenar a mujeres pobres (Lazarín Miranda, 2003; Schell, 2003, pp. 9, 42, 52-55). Con relación a la educación pri-vada de las mujeres, ver Torres Septién (1997). La Iglesia católica también educó a mujeres en otros países latinoamericanos, como Brasil; ver Besse (1996).

12 Para una discusión en torno a las clases de cocina y economía doméstica en la década de 1920, ver Schell (2003, p. 125).

13 Con relación a la vida y obra de Velázquez de León, ver Pilcher (2003).

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Si bien, ya desde la década de 1930, tanto médicos como las autoridades de salud habían reconocido que los ali-mentos básicos del pueblo, como tortillas y frijoles, tenían valor nutricional, insistieron en el incremento del consu-mo de proteína animal y vitaminas.14 La Oficina General de Higiene de la Alimentación y la Comisión Nacional de Alimentación, creadas en 1936 bajo la tutela del Depar-tamento de Salubridad, trabajaron en la creación de pro-gramas de nutrición. El doctor José Quintín Olascoaga fungió como director de la Comisión y de la Sección de Investigación de la Alimentación Popular perteneciente a la Oficina General de Higiene de la Alimentación. Esta última llevó a cabo las primeras encuestas de alimenta-ción en varias partes del país, a partir de 1936. El objetivo fue estudiar “la alimentación actual de los habitantes de diferentes zonas del país, por medio de encuestas indi-rectas que persiguieron dos fines fundamentales: lograr adquirir los datos indispensables para tener una idea de conjunto sobre las características de la alimentación y que sirvieran de entrenamiento para este tipo de investi-gaciones que se realizaban por primera vez en forma tan amplia” (Olascoaga, 1948, pp. 308-309). En la siguiente sección exploraremos los resultados de las encuestas rea-lizadas en la década de 1940.

ENCUESTAS DE NUTRICIÓN

La investigación en torno a las prácticas alimenticias fue reorganizada y sistematizada por el INN, el cual abrió sus puertas en 1943 como parte del Hospital General, en la ciudad de México. Un año después, la Fundación Rocke-feller les otorgó financiamiento y asesoría para investigar los hábitos alimenticios de los mexicanos. El programa de la Fundación Rockefeller fue el primero en su tipo en tra-bajar in situ, brindando tecnología y asesoría especializada para mejorar la situación de la agricultura y solucionar los problemas de salud en México y otros países latinoameri-canos (Birn, 1996, 2006; Cueto, 1994; Fitzgerald, 1986). Las primeras encuestas de alimentación bajo el auspicio de la Fundación fueron dirigidas por los doctores estado-unidenses William O. Robinson, Richmond E. Anderson y Goerge C. Payne, junto con los médicos mexicanos José Calvo y Gloria Serrano. La investigación se llevó a cabo en cinco espacios, dos en la ciudad de México y tres en la pro-vincia.15 En la capital del país, las encuestas se realizaron

14 El discurso de las vitaminas era reciente, ya que éstas fueron identifi cadas en las décadas de 1910 y 1920 (Gratzer, 2005; Roth, 2000, p. 35).

15 En la década de 1940 se realizaron otras encuestas en lugares como Chiapas. Ver Archivo Histórico de la Secretaría de Salubri-dad y Asistencia (en adelante, AHSSA), Subsecretaría de Salubri-dad y Asistencia (en adelante, SubSyA), caja 17, expediente 11.

en barrios de la clase trabajadora (Santa Julia, Santo Tomás y Nueva Santa María) y en un comedor familiar financiado por el Estado, localizado en el centro de la ciudad.16 Fuera del Distrito Federal, las encuestas se llevaron a cabo entre los grupos indígenas otomíes del valle del Mezquital, en Hidalgo, y los tarascos en Capula, Pátzcuaro, en el estado de Michoacán; además de una comunidad mestiza en el ejido de Yustes, Guanajuato (Miranda, 1947, pp. 13-20).17 Dichas encuestas buscaban medir el consumo de calorías y su origen. Nick Cullather señala la importancia que el dis-curso de las calorías tuvo para la élite económica y política, quienes estaban interesados en establecer científicamente la cantidad de alimento que el ser humano requería. Dicho conocimiento les permitiría crear las políticas necesarias para contener el alza de salarios y mantener una fuerza de trabajo sana y satisfecha.18

De acuerdo con el doctor Francisco de Paula Miranda, quien dirigía el INN en la década de 1940, las encuestas de nutrición mostraron que el consumo calórico entre los indígenas otomíes era el más bajo (70% del consumo reco-mendado por día), mientras que el consumo calórico de las familias de clase trabajadora que solicitaban acceso al Co-medor Familiar estaba ligeramente por encima del de los otomíes (75% del consumo recomendado por día).19 Mi-randa enfatizó que la ingesta de proteínas era muy baja en ambos grupos, particularmente, entre los otomíes, quienes consumían 89% de la cantidad recomendada, de la cual sólo el 4,8% era de origen animal. Miranda argumentó que la deficiencia en vitaminas, proteínas y aminoácidos podría ser contrarrestada mediante el consumo de carne, huevos y leche (Miranda, 1947, pp. 20-21). Sin embargo, dichos ali-mentos sólo eras accesibles para las clases medias y altas. Las encuestas realizadas mostraron que la desnutrición era más alta entre las clases bajas urbanas que entre las comu-nidades indígenas, ya que los citadinos pobres no contaban con una tierra en la cual sembrar vegetales o criar animales para complementar su dieta.

16 Para un análisis del proyecto de Comedores Familiares y sus implicaciones de género, ver Aguilar Rodríguez (2007).

17 Los ejidos fueron tierras comunales otorgadas por el Estado des-pués de la Revolución.

18 En 1896 Wilbur O Atwater inició sus experimentos con el ca-lorímetro, una cámara hermética localizada en la Universidad de Wesleyan, Estados Unidos, donde Atwater encerró desde es-tudiantes hasta deportistas, con el fi n de medir la cantidad de energía que utilizaban en llevar a cabo diversas actividades, con relación a la dieta que consumían. De esta manera se defi nió la caloría como una medida numérica que da cuenta de la energía proveída por los alimentos (Cullather, 2007, p. 8).

19 El total de calorías era calculado de acuerdo con lo que se con-sideraba el consumo ideal de un adulto ejerciendo un trabajo moderado; éste era de 3.000 calorías al día. En el valle del Mez-quital, los otomíes consumían un promedio de 1.800 calorías, de acuerdo con Miranda (1947).

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Entre los cinco grupos estudiados, los otomíes tenían la dentadura más sana de todos. Los médicos se sorprendie-ron al encontrar que hasta las personas de edad avanzada contaban con todas sus piezas dentarias sin muestra de caries, a pesar de que jamás habían utilizado un cepi-llo ni dentífrico. Los médicos hallaron que, aunque los otomíes comían básicamente maíz, raíces, plantas, y be-bían pulque, su alimentación y salud eran regularmente buenas.20 “Parece que, a pesar de la pobreza y la falta de incentivo, los habitantes de esta región han desarrollado a través de varios siglos hábitos de alimentación y un sis-tema de vida bien adaptados. Intentos para cambiárselos serían una equivocación, mientras su condición econó-mica y social no mejore y algo realmente bueno pueda sustituirlos” (Anderson et al., 1945, p. 46). Los resultados de las encuestas muestran que los hábitos alimenticios y la salud de los grupos indígenas estudiados no eran tan malos como los médicos y las autoridades de salud habían pensado. Sin embargo, el discurso oficial, diseminado a través de los programas de salud pública y de educación, mantuvo como ideal la adopción de alimentos tales como la carne de res y la leche, en vez de impulsar el consumo de frutas y vegetales silvestres y regionales, ya que éstos eran asociados con la cultura indígena y campesina.

El intento por promover el consumo de soya resulta un buen ejemplo de la falta de interés del Estado por investi-gar e incentivar el incremento en el consumo de alimentos que ya formaban parte de la dieta de grupos campesinos o indígenas en algunas regiones del país. En la década de 1940, se inició la investigación en torno al uso de soya como fuente de proteínas para aquellos sectores que no podían acceder a la proteína animal, por falta de recursos. Tanto médicos como autoridades de nutrición plantearon el consumo de soya como la solución para terminar con los problemas de nutrición entre las clases desposeídas, pero sólo hasta la década de 1950 el Estado financió ex-perimentos para mezclar harina de soya con harina de maíz, con el fin de producir tortillas. El doctor Edmun-do Bandala Fernández mencionó en un reporte escrito a mediados de 1940 que se estaban dando pláticas en los Centros de Higiene y Asistencia Infantil establecidos a lo largo de todo el país, con el propósito de enseñar a las madres cómo cocinar con soya, para sustituir el consumo de carne, leche y huevos. No obstante, dicho proyecto resultó un rotundo fracaso. Si bien los médicos y técnicos

20 El pulque es una bebida fermentada producida con la savia del maguey (Agave potatorum). Ha sido elaborada en la zona cen-tral de México desde tiempos prehispánicos. Es un alimento rico en vitaminas y minerales que, sin embargo, ha sido visto como embrutecedor de las clases depauperadas (Guerrero Guerrero, 1980).

no notaban ningún cambio en el sabor de las tortillas adi-cionadas con harina de soya, los campesinos y las clases trabajadoras no opinaban lo mismo.21 Las prácticas cul-turales de los sectores a los que iban dirigidas las políti-cas de nutrición no fueron consideradas y mucho menos valoradas, ya que sus alimentos no sólo eran catalogados como inferiores sino que también se vinculaban con una conducta nociva.

Desde finales del siglo XIX, médicos y autoridades de salu-bridad relacionaron la nutrición no sólo con la salud, sino también con valores morales (Agostoni, 2002). Es decir, una dieta pobre y la falta de higiene ocasionaban no sólo que las personas se enfermaran sino también que fueran proclives a la inmoralidad y el crimen. Miranda, influen-ciado por este discurso, escribió en 1940: “el sujeto mal alimentado es perezoso, flojo, incapaz de trabajo intenso y sostenido, apático, sin ambiciones, indiferente a lo que le rodea, lleno de limitaciones físicas y mentales, con un horizonte estrecho, fácilmente sugestionable, y es víctima en las luchas por la existencia, en la paz y en la guerra. Es además un ser débil, fácilmente presa de los efectos del mal” (Miranda, 1947, p. 30). De acuerdo con Miranda, y otros médicos de la época, la salud y la moralidad de los individuos se podían mejorar mediante un cambio en sus hábitos alimenticios. Miranda, influenciado por la teoría neolamarckista, sostuvo que el mejoramiento social era resultado de la educación y del contexto, más que fruto de la herencia genética.22 Por lo tanto, las características físicas y mentales de los indígenas y campesinos eran re-sultado de su pobre alimentación, y no de su raza.

Los médicos enfatizaron en que el pueblo podía elevar su nivel de vida si aprendía a vivir mejor, lo cual impli-caba la adopción de valores de la clase media. Miranda, como director del INN, aunado a los doctores de la SSA, impulsó programas de bienestar social encaminados a transformar los hábitos alimenticios de los campesinos y la clase trabajadora. Las mujeres fueron el objetivo de las campañas de salubridad y nutrición, particularmente, las madres de familia, ya que se les veía como responsables

21 Reporte de actividades concernientes a la salud materno-infantil (1945?), AHSSA, SubSyA, caja 7, expediente 5. Posteriormente, en la década de 1950, el doctor Jesús Díaz Barriga, del INN, in-vitó a la Secretaría de Hacienda y Crédito Público a impulsar el cultivo de soya. Ver Carta del Dr. Barriga al Lic. Ramón Beteta, 28 de noviembre de 1950, AHSSA, SubSyA, caja 11, expediente 9. La introducción de la soya en México representa aún un ca-pítulo por escribir dentro de la historia de la salud pública y la alimentación.

22 Dichas ideas fueron exploradas por la eugenesia, rama de la me-dicina que se introdujo en América Latina a través de Argentina, Brasil, Cuba y México (Chacón Barliza y Gilselle, 2006; Stepan, 1991, p. 25; Stern, 1999, pp. 360-371).

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de criar y alimentar a sus hijos. Sin embargo, las muje-res también desempeñaron un papel fundamental en la implementación de dichos programas, trabajando para el Estado como enfermeras visitadoras y trabajadoras socia-les, como lo discute la siguiente sección.

UNA MIRADA A LA PROFESIONALIZACIÓN DE LA ENFERMERA

A inicios del siglo XX, una nueva generación de enfer-meras profesionales y trabajadoras sociales participó en las campañas de salud que tenían como fin la medici-na preventiva, además de infundir valores morales y de disciplina entre las clases bajas del país.23 En 1907 se inauguró la Escuela de Enfermería del Hospital Gene-ral (Granda Balcazar, 2006). Dicha escuela buscó incre-mentar el número de enfermeras y parteras calificadas, por lo que enfatizó la educación y la ciencia por sobre la praxis y los conocimientos tradicionales. El 17 de fe-brero de 1922, el Departamento de Salubridad fundó la Escuela de Salubridad e Higiene para dotar a enfermeras y parteras practicantes de un conocimiento especializado y científico (Valdespino y Sepúlveda, 2002).24

En 1940, los cursos en dicha escuela consistían en 440 horas, distribuidas en 12 semanas. Las alumnas estudia-ban nutrición y trabajo social, entre otras materias. Entre 1941 y 1946, 363 mujeres se registraron para los cursos y 303 obtuvieron su certificado. Sesenta por ciento de las estudiantes provenían de los estados de la república mexicana, 30% era originario de la ciudad de México y 7% venía de otros países. Noventa y tres por ciento de estas mujeres ya se encontraban trabajando para el Estado. Su edad promedio era de 27 años (De la Garza Brito, 1947, pp. 105-125). Aunque, en 1943, México tan sólo contaba con 819 enfermeras visitadoras, su labor fue esencial para la implementación de programas de salud y nutrición en áreas rurales y urbanas (González Tejeda, 1946).

De acuerdo con el doctor Federico Villaseñor, quien la-boraba en el INN, la enfermera debía realizar “la labor de propaganda” para atraer a individuos y familias a los centros de salud y proveer a los doctores de un reporte del estado de salud de los pacientes. “Debe presentar al médi-co los antecedentes morbosos, económicos o sociales que

23 El papel que las mujeres desempeñaron en los programas de bienestar social en América Latina ha sido explorado por Guy (2000); Lavrin (1995, Cap. 3); Rodríguez (2006, Cap. 5).

24 El intento por regular a parteras y enfermeras data del siglo XIX, cuando los galenos propusieron una legislación, con el fi n de su-pervisar el trabajo de las parteras empíricas y autorizarlas para ejercer su profesión (Agostoni, 2002; Kapelusz-Poppi, 2006).

han contribuido a crear el estado que se pretende reme-diar; es ella la que, interpretando técnicamente la opinión del médico, educa al sujeto para que las indicaciones mé-dicas se cumplan y es, por último la que pone en práctica los métodos del Servicio Social para remover todas aque-llas causas extra médicas que conspiran contra el man-tenimiento o el restablecimiento de la salud”. Villaseñor advierte que la enfermera visitadora “deberá demostrar a la familia que no va a curiosear ni a inspeccionar, sino a dar consejos útiles para la misma y, sobre todo, a infundir en el ánimo de ella el interés que tiene su obra por ayudar-la” (Villaseñor, 1947, pp. 3-4). Las enfermeras visitadoras tenían como meta llevar la ciencia y la medicina al hogar, sin parecer entrometidas o indiscretas. Debían mostrar a las mujeres de sectores populares las ventajas de un hogar bien organizado y limpio, lo cual implicaba la imposición de valores y percepciones de la clase media.

Las enfermeras visitadoras, en su mayoría de clase media, debían actuar como madres pacientes, que buscaban in-culcar en el pueblo ciertos valores y prácticas. Los secto-res populares eran percibidos como menores de edad con necesidad de instrucción. Al establecer a la clase media como guía y modelo a seguir, las instituciones de bienes-tar social fortalecieron la estructura jerárquica de la so-ciedad. A la vez, enfatizaron la desigualdad de género, ya que serían las mujeres, en este caso las enfermeras visi-tadoras, las que tomarían el rol de madres en los espacios públicos. De acuerdo con el doctor Villaseñor, “para que un servicio social pueda rendir el mejor resultado, será necesario formar visitadores de higiene que se dediquen exclusivamente a esa tarea, con abnegación y altruismo” (Villaseñor, 1947). Estas últimas características eran aso-ciadas con el ideal de madre mexicana, quien se sacrifica-ba por sus hijos, a los que amaba incondicionalmente.

El discurso que enarboló la maternidad, ya sea biológica o social, como objetivo primordial de las mujeres generó nuevas oportunidades laborales, a través de las cuales las mujeres ganaron presencia en espacios públicos, elemen-to fundamental en la obtención del sufragio universal en 1953 (Macias, 1982; Olcott, 2005; Tuñón Pablos, 1999). En el caso particular de las enfermeras visitadoras, tra-bajadoras sociales y maestras, su preparación y papel en la sociedad hicieron que se les definiera como agentes de modernidad y progreso.25 De este modo, los gobier-nos posrevolucionarios enfatizaron la división del trabajo

25 La maternidad se convirtió en un discurso liberador y opresor en México y otros países de América Latina (Besse, 1996; Lavrin, 1995; Mitchell y Schell, 2006; Olcott, 2005; Olcott et al., 2006; Schell, 2003). Con relación al papel de las maestras y la educa-ción primaria, ver Vaughan (1997).

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entre géneros y la subordinación de hombres y mujeres a las instituciones del Estado. Las enfermeras visitadoras fueron las encargadas de enseñar a los mexicanos, par-ticularmente a la madre mexicana, cómo vivir bien y ali-mentarse correctamente. Mientras tanto, al tener acceso a sus hogares, se convirtieron en emisarias del Estado, lo cual facilitó el control de los sectores populares y el fortalecimiento de la estructura patriarcal y jerárquica de la sociedad mexicana.

UNA VENTANA AL PASADO A TRAVÉS DE LA EXPERIENCIA DE UNA ENFERMERA VISITADORA

Helia Hernández Flores nació en 1935 en la ciudad de Celaya, Guanajuato; estado localizado en el centro-oc-cidente de México. La madre de Helia, una maestra y partera empírica, trabajó en Irapuato y León, ciudades ubicadas en el mismo estado. Helia siguió los pasos de su madre, aunque tuvo la oportunidad de obtener una formación especializada. Su interés y dedicación le per-mitieron recibir una beca para estudiar en la Escuela de Salubridad e Higiene, localizada en la ciudad de México. Tras un par de años, Helia se tituló como licenciada en enfermería y obstetricia. Helia recuerda que le ofrecieron una beca para estudiar en el extranjero; sin embargo, ella pensó: “¿Cómo voy a ir al extranjero?, apenas a México y eso con muchos trabajos”.26 Helia había quedado huérfa-na de padre cuando aún era una niña. Su madre murió cuando Helia tenía 14 años, y no tuvo hermanos, que-dando al cuidado de su madrina, quien vivía en Irapuato, donde Helia vivió hasta iniciar sus estudios en Guanajua-to, y luego en la ciudad de México.

Helia volvió con su madrina al terminar su carrera de enfermería. El inicio de su vida laboral no fue sencillo. En sus propias palabras, Helia carecía de confianza en sí misma. Trabajó un par de años en un amasijo y panadería, mientras en sus ratos libres asistía a mujeres parturientas y ponía inyecciones a los enfermos que así se lo solici-taban. Una cliente de la panadería, quien también era enfermera, le comentó sobre la posibilidad de trabajar en el Servicio de Salud del estado de Guanajuato, al mando

26 A mediados de los años sesenta, Helia dejó el Departamento de Salubridad para casarse, lo que la llevó a la carrera magisterial en la Universidad de Guanajuato, donde impartió cursos de en-fermería y obstetricia. En 1972, Helia se convirtió en la primera mujer en dirigir la Escuela de Enfermería en la misma universi-dad (Historia de la Facultad de Enfermería de la Universidad de Guanajuato, 2007). En adelante, todas las citas provienen de la entrevista realizada por la autora a Helia Hernández Flores vda. de Pérez Bolde en 2005.

del Dr. Barba.27 Helia solicitó el trabajo y fue aceptada, por lo que, a mediados de la década de 1950, comenzó a dar cursos a parteras empíricas y a laborar como enferme-ra visitadora en las brigadas sanitarias que recorrían las zonas rurales del estado de Guanajuato.

De acuerdo con Helia, su trabajo como enfermera visita-dora implicó dos grandes retos: atraer a los campesinos y habitantes de zonas rurales a los centros de salud y lograr que las comunidades aceptaran el ingreso de enfermeras y médicos. Helia consideraba que el principal problema era que las personas no confiaban en los médicos y en-fermeras. La falta de confianza se debía, en parte, a la organización de dichas brigadas, las cuales incluían ofi-ciales armados. “Tenían la costumbre de ir armados por-que eran los oficiales de sanidad, pero ni eran oficiales ni sabían nada de sanidad”. Helia se pronunció en contra de la inclusión de hombres armados en las brigadas, ya que esto mantenía aún más alejados a los campesinos. Por lo que Helia les pidió a los médicos que no las enviaran con dichos oficiales. De acuerdo con Helia, los médicos no confiaban en ella porque era muy joven (tenía menos de 25 años); además, por ser mujer, no la veían como una persona capaz, a pesar de contar con su título. Las autori-dades de salud consideraban que era peligroso enviar mu-jeres solas al campo. Helia insistió en no incluir hombres armados en su equipo de trabajo. “Vamos a entrar pero a través de la anuencia de la gente, y así para que trabajen con nosotros”.

La organización marcial de las brigadas sanitarias devela la forma en que estaban conceptualizadas, ya que éstas, además de tener una misión de mejoramiento social, te-nían como objetivo hacer cumplir la ley, lo cual implicaba hacer uso de la fuerza. Durante el Porfiriato, la policía sanitaria se encargó de supervisar el cumplimiento de los códigos sanitarios, como el de prostitución (Bliss, 2001; Rodríguez de Romo y Rodríguez Pérez, 1998). En la Re-volución, se establecieron brigadas sanitarias para curar a los heridos (Villa Guerrero, 2000). En 1921, el Esta-do, con ayuda de la Fundación Rockefeller, envió gru-pos de médicos y enfermeras a combatir la fiebre ama-rilla (Cueto, 1994). La insurrección de los años veinte y treinta influyó en la permanencia de oficiales armados acompañando a trabajadores al servicio del Estado (Birn, 1996, 2006; Colby-Monteith, 1940). En 1926 se desató la guerra Cristera, cuya mayor intensidad se dio en la re-gión del Bajío, de la que Guanajuato forma parte. Aunque

27 Helia no recordó el nombre del Dr. Barba; sin embargo, pudo haber hecho referencia al Dr. José Barba Rubio, quien fue direc-tor de los servicios de salubridad de Guadalajara de 1956 a 1959 (Semblanza del Dr. José Barba Rubio, 2007).

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la guerra Cristera concluyó en 1929, el ambiente tenso y violento se mantuvo en la década de 1930, particular-mente, durante el gobierno de Lázaro Cárdenas.28 Entre 1946 y 1952, el brote de fiebre aftosa trajo al campo la presencia del llamado rifle sanitario, que acababa con la vida del ganado vacuno infectado, con el fin de evitar la propagación de dicha enfermedad (Machado, 1981). Lo anterior muestra el permanente uso de la violencia para imponer políticas sanitarias, generando una respuesta ne-gativa en las comunidades rurales, ya que los campesinos veían a las brigadas como una intrusión violenta del Esta-do en sus hogares.

De acuerdo con Helia, dicha violencia impedía el traba-jo de las enfermeras visitadoras, por lo que ella trató de convencer a médicos, autoridades sanitarias y oficiales de que no llevaran armas consigo a las visitas. Helia insistió en que ir acompañadas de hombres armados no era ne-cesario, ya que los campesinos entenderían los beneficios que las brigadas les proporcionaban, sin necesidad del uso de la fuerza. Las comunidades rurales confiarían en las brigadas si éstas se mostraban afables y de fiar. Lo an-terior no significaba una pérdida de seriedad o profesio-nalismo; por el contrario, Helia exigió que las enfermeras a su mando vistieran su uniforme y llevaran sus maletines a todas las visitas, “para que las vieran como gente de-cente”. Esto develaba que no sólo era importante contar con el conocimiento pertinente sino también mostrarse como una profesional de la salud y una persona decente y respetable. El discurso de Helia muestra tanto un desa-fío como un fortalecimiento de las jerarquías de poder y género. Por un lado, Helia cuestionó la organización mas-culina y violenta de las brigadas, apelando a su poder de convencimiento. Por otro lado, Helia enfatizó la superio-ridad del conocimiento que las enfermeras poseían frente al de los habitantes del campo.

No obstante, pese a los esfuerzos de Helia, cuando las brigadas llegaban al campo, se encontraban con que, a pesar de no llevar armas e ir bien uniformadas, las mu-jeres campesinas les negaban la entrada a sus hogares. Helia recuerda que las mujeres se sentían avergonzadas de su pobreza, y además les desagradaba que fueran a decirles cómo criar a sus hijos. “La gente decía: ‘Noso-tros sabemos qué hacemos en nuestra casa’, o que no

28 La Cristiada o guerra Cristera (1926-1929) se suscitó a raíz de las políticas anticlericales del gobierno posrevolucionario. La educa-ción socialista implementada por Lázaro Cárdenas (1934-1940) generó olas de violencia, particularmente, en el Bajío y en el cen-tro del país. En las décadas de 1940 y 1950, los confl ictos bajaron de intensidad; sin embargo, la percepción del campesinado como proclive a la violencia se mantuvo (Knight, 1990, 1994; Meyer, 1973; Miller, 1984; Olcott, 2005; Serrano Álvarez, 1992).

podíamos entrar porque eran muy pobres y no tenían donde sentarnos. No se apure, aquí parados, o nos sen-tábamos en las piedras a enseñarles”. Sin embargo, las mujeres no siempre aceptaban que Helia entrara a su casa. Algunas mujeres sospechaban que las enfermeras estaban difundiendo métodos anticonceptivos. “Cuando empezamos, no tenían fe en que fuéramos a hacer cosas buenas, se empezó un rumor que lo único que quería-mos era enseñar a las mujeres a no tener tantos hijos, eso creían y no les parecía porque luego los hombres les reclamaban”. Otras mujeres pensaban que las en-fermeras traían enfermedades. “Una señora una vez me dijo: ‘Sabe por qué no vienen, doña, pues porque tienen miedo que ustedes le hagan ojo a sus hijos’. ‘¿Ojo, pero por qué ojo?’. ‘Pues porque se vayan a enfermar los ni-ños porque ustedes se les acercan’. ‘No, pues está muy equivocada la gente, porque a eso no van las enfermeras, ellas van a ayudarles a vivir mejor’. A lo que la mujer le contestó: “No, pero si nosotros no tenemos ni zapatos”. Helia le respondió que si bien no tenían dinero para comprarles zapatos a sus hijos, al menos les deberían hacer unos huaraches (sandalias). “No hay necesidad de ser muy elegantes sino simplemente proteger su integri-dad de personas”.

Las diferencias culturales y de clase entre Helia y las mu-jeres de las comunidades que visitaba dan cuenta de las dificultades en la implementación de los programas de salubridad. El discurso de Helia expresaba una posición de clase media. Helia consideraba que el conocimiento científico era, en definitiva, superior al conocimiento tra-dicional y que la razón era el elemento más importante en la toma de decisiones para ella y para los campesinos. Helia consideraba que las comunidades rurales acepta-rían las prácticas sanitarias y de consumo de alimentos que ella y el resto de las brigadas sanitarias proponían, ya que para Helia era evidente que dichos cambios llevaban a un mejor vivir; por ello, le era difícil entender la renuen-cia o falta de interés de los campesinos y las clases ba-jas en los cambios propuestos por las brigadas sanitarias. Para Helia, la decencia y el aspirar a una mejor calidad de vida eran lo más importante; sin embargo, dichas ideas nos hablan más de las percepciones de clase media de Helia que de la realidad experimentada por las mujeres que habitaban las comunidades rurales de Guanajuato que ella visitaba. El Estado, a través de las autoridades de salubridad, les pidió a los campesinos y clases populares que hicieran un esfuerzo para mejorar su nivel de vida, sin ofrecerles la infraestructura necesaria para lograrlo. La situación de pobreza y marginación se debía, en gran medida, a la falta de empleo, educación y servicios bá-sicos. Sin embargo, el Estado esperaba que los sectores

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populares apreciaran e imitaran los ideales de la clase media urbana, aun cuando dichos valores y prácticas no tuvieran ningún sentido en un contexto rural, o bien no fueran posibles de implementar, debido al reducido pre-supuesto con el que contaban estas familias.

Las enfermeras visitadoras estaban encargadas de ense-ñar a las mujeres campesinas que su alimentación y nivel de vida podían mejorar si ellas aprendían los fundamen-tos de la economía doméstica y la nutrición. El discurso de bienestar social enfatizó que las mujeres de escasos recursos no requerían necesariamente dinero, sino infor-mación y ganas de cambiar su situación. No obstante, Helia señaló la falta de recursos y servicios básicos como el principal problema entre las comunidades rurales de Guanajuato. Helia recuerda que la comida no siempre estaba bien cocida, por falta de leña. Los campesinos se mantenían con una dieta de maíz, frijol y chile. Las mu-jeres no lavaban las verduras y su consumo de proteína animal era extremadamente bajo. La mala alimentación y falta de limpieza eran causantes de la propagación de infecciones parasitarias, pero sin acceso a agua potable y electricidad, y viviendo en una economía de subsistencia, era imposible que dichas familias lograran un estándar de vida como el de la clase media, aunque así lo desearan.

Los médicos de la época definieron las prácticas coti-dianas y la dieta de las comunidades indígenas y rurales como inferiores, al no valorar su cultura y tradiciones. He-lia, como enfermera titulada, enfatizó la importancia de la ciencia sobre la tradición. Helia criticaba el hecho de que muchos centros de salud carecieran de un nutricionista o una enfermera profesional que pudiera dar información a los pacientes en torno a la cocción y preparación de ali-mentos. “En el centro de salud sólo había una señora que barría y trapeaba, y ella era la que les decía cómo hacer sopa, cómo hacer una papilla, entonces yo dije: ‘Esto para nada que sirve; está bien, ella sabe hacer muchos guisos pero para que vengan a enseñar aquí a la gente que quiere aprender, no es posible’”. De acuerdo con Helia, aquellas mujeres que daban información sobre alimentación de-bían contar con la educación necesaria. De este modo, el discurso de Helia reforzaba las estructuras de género y de jerarquía social, ya que eran las enfermeras, y no los mé-dicos, las encargadas de enseñar cocina. A la vez, sólo las mujeres con educación, es decir, provenientes de la clase media, poseían el conocimiento necesario para educar a las mujeres campesinas y de clase baja.

El estado de nutrición de las familias era un elemento clave en las visitas domiciliarias, pero tener acceso a sus cocinas no era nada sencillo. Cuando Helia les explicaba

a las mujeres que las enfermeras estaban ahí para ense-ñarles a cocinar, ellas respondían que ni siquiera tenían leña, lo cual era también un pretexto para negarles el ac-ceso, por lo que Helia propuso la organización de una cocina popular en el centro de salud. El Servicio de Salud proporcionó una estufa eléctrica y luego una de gas. Las clases de cocina incluían recetas básicas para alimentar niños, como atole de maíz y papillas. “Porque había gen-te que decía que con las hojas de naranjo era suficiente para que les creciera la sangre”. También les enseñaban a cocer verduras, frijoles, y a preparar sopas. Además de aprender ciertas recetas, Helia enfatizaba la importancia de la higiene. “Mucha gente tomaba la hoja de naranjo, la soplaban y la ponían [a hervir con agua], ni la lavaban. Los frijoles, por ejemplo, los pelaban con la boca para quitarles el cuerito, para que saliera la vainita solita”.

Al inicio, el Servicio de Salud pagaba el combustible y la comida, que era repartida entre las mujeres que asistían. Como el presupuesto no era suficiente, les pidieron a las mujeres de la comunidad que trajeran los ingredientes que usaban a diario. “‘Áhorita vamos a aprender a usar todo lo que trajeron para que nos sirva como herramienta de trabajo’, y se empezaron a perder los platos; entonces les decía: ‘Aquí cada quien va a traer su plato y se lo va a llevar, porque de otro modo no’”. Helia encontró en la comida la mejor forma de atraer a las mujeres y ganar la confianza de la comunidad, para después acceder a sus hogares. Al inicio, el gobierno proveía los ingredientes, el combustible, las ollas y los platos, por lo que asistir a las clases de cocina no representaba un gasto mayor para las familias. Al proveer alimentos, el gobierno buscó ganarse la confianza de los campesinos, mientras que enfatizaba su estado de dependencia. De este modo, el Estado refor-zó su estructura clientelista y paternalista. El paternalismo también se manifiesta en el lenguaje utilizado por Helia para describir las actividades de los campesinos, quienes, muy probablemente por el alto grado de analfabetismo, “hacían laminitas como si fueran niños de escuela”.

La estructura patriarcal y paternalista también fue enfa-tizada por la división de labores. Las clases de cocina, en oposición a la supuesta información sobre métodos an-ticonceptivos, no representaban una amenaza a las nor-mas de género y eran vistas como una actividad propia de las mujeres. Por otro lado, las señoras se reunían en la cocina popular a preparar lo que las autoridades de salu-bridad consideraban como lo más pertinente, mas no lo que ellas estaban interesadas en aprender. Helia recuerda que “unas [señoras] querían hacer pasteles pero les decía: ‘No, ahorita no vamos a hacer pasteles ni de chiste, aho-rita vamos a aprender a usar todo lo que trajeron’”. Esto

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devela las diferencias entre los objetivos y aspiraciones de campesinas y enfermeras. Algunas campesinas veían la elaboración de pasteles como una industria doméstica lucrativa, ya que estos productos no se encontraban en la comunidad. Sin embargo, para las enfermeras, antes de comer o vender pasteles, las campesinas debían aprender lo que Helia calificaba como “básico”, debían saber hacer sopas, atoles, cocer frijoles, limpiar las frutas y verduras; en otras palabras, tener una dieta campesina decente y variada a los ojos de Helia. De esta forma, los valores de la clase media, como la higiene, la limpieza y la variedad, se insertaban en la cocina campesina al ritmo y paso que las enfermeras y médicos consideraban apropiados.

CONCLUSIONES

En la primera mitad del siglo XX, los médicos y las auto-ridades de nutrición argumentaron que las cocinas de los campesinos y las clases bajas debían trasformarse en es-pacios higiénicos y que las mujeres tenían que aprender a cocinar alimentos nutritivos y sanos, lo cual implicaba la adopción de una dieta rica en proteína animal. El doctor Calvo y otros destacados médicos mostraron un desdén por las prácticas alimenticias y culturales de los campe-sinos e indígenas. A pesar de que los estudios del INN revelaron que los indígenas otomíes tenían una mejor dieta que la de algunos miembros de la clase trabajadora de la ciudad de México, los médicos jamás recomenda-ron una vuelta a la cocina prehispánica basada en el con-sumo de verduras, frutos, animales silvestres e insectos, lo cual muestra que el valor de los alimentos no estuvo determinado tan sólo por la cantidad de nutrientes que contenían, sino principalmente por las ideas y prácticas identificadas con los grupos que los consumían.

El conocimiento tradicional no fue reconocido ni valorado, al presentarse en oposición a la ciencia y la modernidad. La historia de vida de Helia nos ofrece un testimonio de los problemas cotidianos que enfrentaban las enfermeras visitadoras al tratar de implementar las políticas de nutri-ción y salud. Igualmente, devela la reacción de las muje-res rurales a dichos programas. Las instituciones de salud y bienestar social tuvieron como objetivo transformar a las mujeres para que ellas generaran un cambio en sus familias, por lo que las enfermeras visitadoras adaptaron y comunicaron un conocimiento ajeno a los sectores po-pulares, quienes usaron los programas de bienestar social en formas que no siempre correspondían con los ideales de las autoridades sanitarias. Aunque los médicos y los creadores de las políticas públicas consideraron que la participación de la mujer en el hogar era más importante

que la del hombre, no buscaron menoscabar la estructu-ra patriarcal y paternalista de la sociedad mexicana, sino reemplazar el poder del pater familias en el hogar por el del Estado.

Los gobiernos posrevolucionarios intentaron transformar las prácticas cotidianas de los campesinos y la clase obre-ra, con el fin de crear ciudadanos sanos, trabajadores y disciplinados. El Estado, a través de los programas de sa-lud y nutrición, buscó no sólo mejorar la dieta y el nivel de vida de la población sin realizar los cambios estructurales necesarios, como aumentar el salario mínimo o mejorar la infraestructura, sino que también reprodujo un discurso jerárquico en el que las prácticas indígenas y campesi-nas fueron catalogadas como inferiores, mientras que la adopción de una cultura de clase media se identificó con el desarrollo y progreso. Tanto médicos como autoridades de salud insistieron en que para crear un país moderno y civilizado el pueblo debía comer carne, tomar leche y lle-var una vida organizada y productiva. Lo anterior bajo el precepto de que para ser una nación desarrollada hay que comer y actuar como los países avanzados, es decir, imitar la dieta de los estadounidenses y europeos. La prevalen-cia de dichas ideas devela que las continuidades entre los discursos de nutrición y salud del Porfiriato y el México posrevolucionario son aun mayores que lo que se pensaba anteriormente.

Por otro lado, el proceso de negociación que las enferme-ras tuvieron que hacer para ingresar a la comunidad da cuenta de las tensiones de clase y género. Las brigadas fueron aceptadas hasta que dieron algo a cambio: comi-da y combustible, siempre y cuando no transgredieran la estructura de poder introduciendo ideas como las de los métodos anticonceptivos. El análisis de la experiencia de Helia pone en evidencia la distancia entre la teoría y la praxis, es decir, las dificultades encontradas por las enfer-meras visitadoras al intentar implementar los programas de nutrición, particularmente, en zonas rurales carentes de servicios básicos, donde los campesinos vivían en una economía de subsistencia. El atraso material en el que las comunidades rurales de Guanajuato se encontraban no era causado sólo por cuestiones culturales. Sin embargo, las autoridades de salud enfatizaron la educación y la vo-luntad como los principales motores de cambio. Al poseer la información nutricional y de medicina preventiva, se pensó que las mujeres campesinas cambiarían su forma de vida, sin considerar las limitantes económicas y sus percepciones culturales. En suma, la falta de compren-sión de la cultura y valores campesinos, así como de los contextos específicos, marcó el fracaso de los programas de nutrición en México.

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ARCHIVOS

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ENTREVISTA

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RESUMEN

Este artículo ofrece una nueva interpretación de cómo y por qué los europeos desarrollaron el gusto por el chocolate. Mientras estudios previos sugieren que los europeos transformaron el chocolate en términos materiales e ideológicos para que encajara en su propio conjunto de gustos y prejuicios, aquí se demuestra que los europeos aprendieron a que les gustara el chocolate en los términos de los indígenas como resultado de su estatus como minoría cultural en la Mesoamérica colonial. Este artículo también utiliza el caso histórico de la transculturación migratoria del chocolate para revisar los modelos explicativos del gusto usados en la literatura histórica y antropológica. Rechaza los esencialismos biológicos y cultural-funcionalistas y muestra, en cambio, que el gusto es una variable histórica independiente asociada a las circunstancias sociales.

PALABRAS CLAVE:

Chocolate, cacao, gusto, consumo, historia del mundo Atlántico, imperialismo.

POR MARCY NORTON**

Chocolate para el imperio:la interiorización europea de la estética mesoamericana*

TRADUCCIÓN DE IVÁN TOMÁS MARTÍN JIMÉNEZ

* La presente traducción corresponde al artículo Tasting Empire: Chocolate and the European Internalization of Mesoamerican aesthetics publicado en el 2006 en The American Historial Review, 111 (3), 660-691. La traducción del texto no es competencia de The American Historial Review.

** Profesora asociada del Departamento de Historia de la George Washington University. Su libro, Sacred Gifts, Profane Pleasures: A History of Tobacco and Cho-colate in the Atlantic World, será publicado por Cornell University Press en el segundo semestre de 2008.

Tasting Empire: Chocolate and the European Internalization of Mesoamerican AestheticsABSTRACT

This article offers a new interpretation of how and why Europeans developed a taste for chocolate. While previous studies have suggested that Europeans transformed chocolate materially and ideologically in order to make it fi t their existing set of tastes and prejudices, it is demonstrated that Europeans learned to like chocolate on Indian terms as a result of their status as cultural minorities in colonial Mesoamerica. In addition this article uses the historical case study of chocolate’s trans-cultural migration to revise current models of taste used in historical and anthropological literature. It rejects biological-essentialism and cultural-functionalism and ins-tead shows that taste is an independent historical variable affected by social circumstances.

KEY WORDS:

Chocolate, cacao, taste, consumption, Atlantic history, imperialism.

Chocolate para o império: a interiorização européia da estética da Mesoamérica RESUMO

Este artigo oferece uma nova interpretação da forma como os europeus desenvolveram o gosto pelo chocolate. Enquanto os estu-dos prévios sugeriram que os europeus transformaram o chocolate material e ideologicamente de tal forma que encaixasse dentro de seus preconceitos e gostos pré-existentes, está demonstrado que os europeus aprenderam o gosto pelo chocolate nos mesmos termos dos índios, como resultado de seu status de minoria cultural na Mesoamérica colonial. Além disso, o artigo utiliza o caso histórico da transculturação migratória do chocolate para revisar os modelos explicativos do gosto usados na literatura histórica e antropológica. O texto recusa os essencialismos biológico e cultural – funcionalistas e mostra que, ao contrário, o gosto é uma va-riável histórica independente relacionada às circunstâncias sociais.

PALAVRAS CHAVE:

Chocolate, cacau, gosto, consumo, histórica do Atlântico, imperialismo.

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Chocolate para el imperio: la interiorización europea de la estética mesoamericanaMARCY NORTON

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Cuando llegaron los Españoles y Portugueses a la América, sus naturales les componian un licor con el cacao diluido en agua caliente sazonado con pimienta y otros simples, y mezclado todo con puches hecha de maiz para aumentar el volumen. Toda esta mezcla daba a dicha composición un aspecto tan tosco y un gusto tan salvage… Los españoles, más industriosos que los Salvages, procura-ron corregir el mal gusto de este lico, añadiendolo a la pasta de cacao diferentes aromas de Oriente y muchisimas drogas del país [España]. De todos estos ingredientes, nosotros he-mos conservado el azúcar, la vaynilla y la canela (Lavedán, 1991 [1796], pp. 214- 215).

Escrito a finales del siglo XVIII, este recuento de la asi-milación europea del chocolate es una de las versiones más tempranas del mito que permea los estudios moder-nos sobre el tema: la idea de que los españoles, debido a que encontraron desagradable la preparación del cho-colate de los indios, “procuraron corregir el mal sabor” eliminando las extrañas especias del Nuevo Mundo y agregando azúcar. Contrario a la opinión popular y a la de la academia, la razón del éxito del chocolate entre los europeos no fue que pudieran insertarlo en un conjunto de sabores y categorías discursivas ya existentes, ocul-tando los sabores indígenas con azúcar y el simbolismo mesoamericano con excusas médicas. Los españoles no alteraron el chocolate para que se ajustara a las predi-lecciones de su paladar. Más bien, los europeos desarro-llaron desprevenidamente un gusto por el chocolate de los indios, y buscaron recrear la experiencia indígena del chocolate en América y en Europa. Los europeos en el Nuevo Mundo, y posteriormente en el Viejo Mundo, so-matizaron los valores estéticos nativos. La migración del hábito de consumir chocolate condujo a la transmisión intercultural de gustos (un apetito por especias como la vainilla y la pimienta, por el color rojo y por la espuma). Con el tiempo, la composición del chocolate efectiva-mente evolucionó, pero éste fue un proceso gradual de cambio ligado a los desafíos tecnológicos y económicos impuestos por el comercio a larga distancia, y no una ruptura radical en las preferencias estéticas de los con-sumidores de chocolate.1

1 “Cacao” se refi ere a las semillas de las vainas carnosas del árbol del cacao (Theobroma cacao). “Chocolate” se refi ere a las sustan-cias consumibles en las que el ingrediente principal es el cacao; antes de 1800, casi siempre se refi ere a una bebida.

¿Cuándo y cómo asimilan las sociedades cosas del extran-jero? En el contexto de la globalización moderna tempra-na, esta pregunta ha sido formulada por académicos que trabajan en tres tradiciones historiográficas: las historias de la expansión imperial y el colonialismo, los estudios sobre el consumo, y la comida. Aunque asombrosamen-te ha habido poco diálogo entre estos tres campos, sus aproximaciones pueden categorizarse de manera simi-lar: algunos tienden al esencialismo biológico y econó-mico, mientras otros se inclinan hacia el funcionalismo cultural. Al volver a examinar las razones por las cuales los europeos desarrollaron un gusto por el chocolate, es evidente que tanto el modelo esencialista como el funcio-nalista del gusto son inadecuados. Los primeros europeos que aprendieron a consumir chocolate no estaban cum-pliendo un destino psicológico ni reproduciendo un ethos social deseable.

Entre los diversos avances en los estudios sobre colonia-lismo e imperialismo está el reconocimiento de que el colonialismo no es únicamente algo que se le hace a al-guien más; luchas e iniciativas en la periferia cambiaron la sociedad y la cultura, así como también la economía de la metrópoli (Stoler y Cooper, 1997, p. 1).2 Tradicio-nalmente, los historiadores interesados en los intercam-bios materiales entre la metrópoli y la periferia han con-siderado los “bienes” como una categoría estática. The Columbian Exchange de Alfred Crosby (1972), uno de los hitos en esta materia, da por sentado el carácter uni-versal de las cosas que migran. Crosby muestra cómo los europeos finalmente incorporaron la papa, el maíz, el tomate y otros cultivos del Nuevo Mundo en sus hábitos alimenticios, al mismo tiempo que el suelo americano se convirtió en un lugar apto para plantaciones de azúcar y el cultivo del trigo; también muestra cómo los agen-tes patógenos atravesaron océanos y precipitaron una catástrofe demográfica.3 Esta literatura ignora en gran medida la cuestión de por qué los europeos adoptaron ciertos bienes propios de las colonias, asumiendo que el bajo costo de las papas y el maíz, el exquisito sabor del chocolate y el insidioso carácter adictivo del tabaco eran

2 Fenómenos que eran vistos exclusivamente como desarrollos internos de Europa (innovaciones científi cas, identidades nacio-nales, epistemologías ilustradas y la antropología moderna, en-tro otros), ahora han sido ligados a relaciones dinámicas entre los centros europeos y las periferias coloniales. Ver Schiebinger (2005), Smith y Findlen (2002), Schiebinger y Swan (2005), Cañizares Esguerra (2001), Anderson (1991, pp. 56-57), Colley (1992), Colley (2002), Zimmerman (2001), Barrera (2006). Es-tos estudios se ubican cerca del viejo debate, que ahora se ha re-vitalizado, sobre el papel de la expansión europea en el desarrollo del capitalismo moderno (ver más abajo).

3 Los siguientes trabajos también hacen parte de esta tradición: Melville (1994) y Diamond (1997).

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razones suficientes. Los estudios históricos ambientales similares a éste no tienen en cuenta el contexto social americano y europeo, el cual determinó en gran parte qué y cómo fueron apropiadas las novedosas flora y fauna del Nuevo Mundo.4

Otro grupo de académicos ha tomado el camino opuesto en sus estudios acerca de la adopción europea de los bie-nes coloniales, o, a la inversa, de la apropiación indígena de los bienes de la metrópoli. En Entangled Objects: Ex-change, Material Culture, and Colonialism in the Pacific, un estudio sobre cómo la gente de origen europeo y los habitantes de las islas del Pacífico han usado los artefac-tos de unos y otros, Nicholas Thomas sostiene que “los objetos no son aquello para lo que fueron hechos sino aquello en lo que se han convertido” y rechaza “la esta-bilización de la identidad de una cosa en su forma mate-rial, una forma fija y consolidada” (Thomas, 1991, pp. 4, 125-126, 143, 153, 184).5 Para Thomas, las colecciones europeas de piedras, herramientas, vestidos de plumas, vasijas talladas, armas y otros artefactos dignos de un mu-seo “realizaban la… operación de representar un viaje y el trabajo de la ciencia”. Esta línea de pensamiento es aná-loga a la que J. H. Elliot presenta en su influyente trabajo sobre cómo y cuándo los europeos “asimilaron” los descu-brimientos del Nuevo Mundo a sus estructuras intelec-tuales. Elliot encontró que los naturalistas y etnógrafos sólo podían ver los bienes del Nuevo Mundo a través de la retícula heredada de modelos clásicos ejemplificados en las obras de Aristóteles, Galeno y Dioscórides (Elliot, 1970, pp. 8, 15).6

Los historiadores culinarios también han argüido que los paradigmas existentes sobre la comida y las drogas con-tribuyen significativamente a explicar cuándo y cómo los europeos incorporaron alimentos desconocidos o drogas en sus dietas y botiquines. De acuerdo con el historia-dor culinario Alan Davidson, la razón por la cual algunos bienes de consumo del Nuevo Mundo tuvieron más éxito que otros fue la “habilidad [de los europeos] para enca-jarlos en los esquemas europeos, la habilidad de hacer analogías entre éstos y alimentos familiares”. Esta lógica

4 El determinismo ambiental de Crosby es todavía más evidente en su libro posterior (Crosby, 1986, especialmente pp. 145-170).

5 De manera similar, Marshall Sahlins desarrolló la idea de “indi-genización de las mercancías” para argumentar que las culturas no occidentales no aceptaban pasivamente bienes provenientes de Europa, sino que los incorporaban en sus propios términos de maneras que eran consistentes con sus propias culturas (Sahlins, 1988). Jordan Goodman utiliza el modelo de Sahlins para expli-car el éxito del tabaco en Europa (Goodman, 1994, pp. 41-42).

6 Los trabajos de Todorov (1984), Pagden (1982), Greenblatt (1991) y Swan (2005) también pertenecen a esta tradición.

también incide en estudios similares que aseguran que los pavos y los granos del Nuevo Mundo fueron rápidamen-te aceptados por los europeos porque éstos los asociaron con aves de corral y con leguminosas familiares; o que el maíz tuvo éxito en lugares como el norte de Italia, en don-de los habitantes ya apreciaban el pulmentum (polenta) hecho con mijo o cebada. Por el contrario, para el caso de la papa y el tomate, se afirma (problemáticamente) que estos productos fueron tratados inicialmente con suspica-cia, por su parecido a una planta venenosa: la belladona.7 Un marco similar ha sido utilizado para explicar la acep-tación del tabaco en Europa: sus supuestos efectos tera-péuticos resultaban atractivos para una cultura europea obsesionada por encontrar una panacea universal.8

El modelo “cultural-funcionalista” también se puede apreciar en las historias sobre el consumo que cuentan con una sólida base teórica. El influyente trabajo del so-ciólogo Pierre Bourdieu es representativo en este sentido. En Distinction: A Social Critique of the Judgment of Taste, Bourdieu se enfrenta activamente a la tradición platónica y kantiana (cuyos herederos son deterministas biológi-cos), la cual defiende una capacidad natural y universal para discernir lo inherentemente bello o excelente. En contraste, Bourdieu intenta mostrar el fundamento con-tingente y contextual de las determinaciones estéticas. Su tesis es que “el gusto clasifica, y clasifica al clasificador. Los sujetos sociales clasificados por sus clasificaciones se distinguen a través de las distinciones que hacen entre lo bello y lo feo, lo distinguido y lo vulgar, en todo lo cual su posición en las clasificaciones objetivas se expresa o queda en evidencia”. Bourdieu sostiene que placeres apa-rentemente subjetivos corresponden a jerarquías sociales (Bourdieu, 1984, pp. 6, 3).9 De acuerdo con el sociólogo

7 Davidson (1992, p. 3). Ken Albala escribe que “la clave” para ex-plicar la aceptación de la comida “parece residir en si los nuevos alimentos eran considerados análogos a cosas normalmente utili-zadas en la dieta o podían reemplazar otros ingredientes en una receta con resultados comparables” (Albala, 2002, pp. 233-238). La noción de “analogía” es con frecuencia un importante meca-nismo para la absorción de nuevos bienes, y es usada más abajo para dar cuenta de los cambios en la composición del chocolate, pero no es aplicable a la fase inicial de la asimilación europea de dicha bebida. Los dos volúmenes sugieren que se requiere más investigación sobre la difusión del tomate y las papas, pues la idea de que existía una resistencia considerable frente a estos productos se apoya en fuentes literarias, en tanto que evidencia encontrada en inventarios de un hospital de Sevilla muestran su uso habitual a fi nales del siglo XVI (Hamilton, 1965). Los inven-tarios del hospital registran compras frecuentes sin presentar una explicación particular; ver, por ejemplo, Archivo de la Diputación de Sevilla, Hospital Cinco Llagas, lib. 110, pp. 1591-1595.

8 Ver, entre otros, Dickson (1954), Goodman (1994, pp. 41-44). Yo presento otra interpretación de la transculturación del tabaco si-milar a la que expongo aquí para el chocolote en Norton (próxima publicación), trabajo basado en mi disertación (Norton, 2000).

9 Ver también Wacquant (1992, p. 662).

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francés, la forma particular que asume la capacidad hu-mana de discriminar entre imágenes, sonidos, texturas y sabores (en otras palabras, el gusto) en un momento his-tórico dado favorece los intereses de aquellos que tienen el poder.

Haciendo eco de los hallazgos de sociólogos, desde Thors-tein Veblen a Bourdieu, los historiadores culturales en ge-neral han evitado el determinismo biológico o económico y, en cambio, han entendido el gusto como una construc-ción social. El modelo cultural-funcionalista del gusto es evidente en el que es quizás el estudio más innovador e importante a la fecha en la historia del colonialismo y el consumo: Sweetness and Power: The Place of Sugar in Modern History de Sidney Mintz. Su tesis central es que el deseo aparentemente irreprimible por el azúcar en el mundo moderno no es simplemente la consecuencia de la predilección biológica de la lengua por el dulce, sino que se trata más bien del resultado histórico de una con-junción de factores. Al trazar la transformación del azúcar como aditivo medicinal en un bien de lujo entre las clases altas, Mintz sostiene que el azúcar “encarnaba la posición social de los ricos y poderosos”, y llama la atención sobre “la utilidad del azúcar como una marca de rango para va-lidar la propia posición social, para elevar a los demás, o para definirlos como inferiores”. El uso del azúcar se trasladó a otras clases sociales, en buena medida, porque sus miembros aceptaban los significados de sus superio-res sociales: “quienes controlaban la sociedad ocupaban una posición de mando no sólo en lo que respecta a la disponibilidad del azúcar, sino también con respecto a por lo menos algunos de los significados que adquirieron los productos relacionados con el azúcar… el control si-multáneo de los alimentos y de los significados que se les otorgaban puede ser un medio de dominación pacífico” (Mintz, 1985, pp. 139, 140, 153, 166-167). Para Mintz, como para Bourdieu, la hegemonía de clase está basada en una interpretación de la difusión del gusto según la cual éste se va filtrando de arriba hacia abajo.

Algunos académicos han criticado el modelo de “emula-ción” porque, según ellos, se asume una “identidad entre el fenómeno de ‘filtración hacia abajo’ y el comportamien-to imitativo”. Un crítico sagaz, Colin Campbell, señala que “el que un mercader o un tendero tengan ahora la capacidad y la voluntad de comprar un producto que solía ser característico de patrones de consumo aristocráticos superiores no necesariamente implica que estas personas estén tratando de imitar un modo de vida aristocrático”. Campbell propone reemplazar la “tesis de la emulación” con una aproximación que “otorgue un papel central a los significados subjetivos que, en realidad, acompañan y le

dan forma al comportamiento”. Esto lo lleva a argumentar que la novedad en el comportamiento de los consumido-res en la Inglaterra del siglo XVIII residió en que éste es-taba determinado por una sensibilidad “romántica” que lo distinguía de formas previas de consumo, pues lo que lo caracterizaba era “una forma peculiar de hedonismo en la cual el disfrute de las emociones despertadas a través de imágenes imaginarias o ilusorias resulta central… combi-nado con el privilegio que se le da al placer por encima del confort” (Campbell, 1993, pp. 40, 42, 48; Campbell, 1987).

Unos pocos historiadores han avanzado en la misma di-rección de Campbell y han relacionado nuevas formas de comportamiento de los consumidores a un ethos predo-minante, atribuyendo de esta manera la atracción aparen-temente repentina de los consumidores británicos por el café y, posteriormente, por el té, a ideales emergentes de “virtuosos” (marcados por una “curiosidad ilimitada”), de “racionalidad masculina” y, más adelante, de “domestici-dad femenina” en la Inglaterra de los siglos XVII y XVIII (Cowan, 2005, p. 11; Smith, 2002). A pesar de su distan-ciamiento con respecto a interpretaciones “funcionalis-tas” del comportamiento del consumidor, todos estos aca-démicos comparten con sus antecesores “funcionalistas” una concepción idealista del comportamiento: en otras palabras, el comportamiento corporal depende de valores abstractos, los comportamientos son la manifestación de un ethos.10

Estos académicos han desempeñado un gran servicio al desacreditar la noción de un consumidor racional que ac-túa simplemente esforzándose por maximizar los valores de uso de la función de los bienes o por cumplir con un destino biológico. Sin embargo, este actor reductivamen-te racional o biológico ha sido reemplazado por un con-sumidor reductivo que consume sólo para manifestar su identidad social o la identidad social a la que aspira. En su estado actual, la historia de los consumidores ha sido escrita en gran medida para reproducir narrativas exis-tentes de modernización: la emergencia del consumidor cortesano, del consumidor de la esfera pública, del con-sumidor burgués o del consumidor romántico hedonista. Más aún, no todo el mundo está de acuerdo en que el “consumo moderno” se originó en la Inglaterra del siglo XVIII. Algunos académicos localizan su origen en la Eu-ropa renacentista de los siglos XVI y XVII, o en los Países Bajos del siglo XVII. En concordancia con el debate so-bre periodización y geografía, una grieta divide a aquellos

10 Por lo tanto, los caracterizo como teóricos “cultural-funcionalis-tas” del gusto, pues para ellos “el gusto” sigue siendo una función de un ethos abstracto.

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que creen que el consumo moderno fue un fenómeno que nació en la sociedad cortesana y fue emulado por la burguesía, de los que consideran que las nuevas clases medias del norte de Europa fueron las que produjeron la innovación significativa.11 Una derivación de este debate tiene que ver con la distinción entre consumo “moderno” y “tradicional”, o “Nuevo Lujo” y “Antiguo” (Campbell, 1987; Appleby, 1993, p. 172; De Vries, 2003, pp. 43, 50-53). La incapacidad de los académicos para ponerse de acuerdo sobre el momento en que emergió el consumi-dor moderno prototípico y cuáles eran sus característi-cas principales sugiere que tales distinciones son en gran medida semánticas y, por lo tanto, demasiado arbitrarias como para ser de alguna utilidad.

Sin embargo, es indiscutible que un fenómeno genuina-mente nuevo en términos de los consumidores fue la de-manda acelerada de comestibles novedosos y lujosos (las importaciones exóticas de tabaco, café y té, así como de chocolate), y la explosión masiva en el consumo de azúcar. Una medida de esta transformación es que, mientras en 1559 los “comestibles no europeos” representaban menos del 9% del valor total de las importaciones a Inglaterra, para 1800 esa proporción había aumentado hasta alcanzar un 35% (Asmas, 2003, p. 178).12 Existe un debate apasionado sobre el impacto de la expansión de ultramar en las eco-nomías de Europa y, en últimas, en su modernización. En cualquier caso, tanto los partidarios de una interpretación “internalista” de la modernización europea como los que apoyan una interpretación “externalista” están de acuerdo en que la demanda y el comercio transatlántico de estas mercancías tuvieron unos efectos económicos profundos. Siguiendo a Adam Smith y Karl Marx, Kenneth Pomerantz y Robin Blackburn sostienen que las compañías comercia-les coloniales y las utilidades provenientes del comercio de esclavos y de las economías de plantaciones con mano de

11 Entre los partidarios del siglo XVIII, ver McKendrick, Brewer y Plumb (1982), y Berg y Eger (2003). Para la visión renacentista, ver Goldthwaite (1993); Goldthwaite (1980); Mukerji (1983); Jar-dine (1996), y Findlen (1998). Jan de Vries afi rma que “el com-portamiento del consumidor moderno hizo un avance decisivo… en la República de los Países Bajos”; De Vries (2003, p. 41). Sobre los orígenes en el siglo XVII, ver también Levy Peck (2005). El debate clásico sobre el origen burgués del consumo moderno vs. el origen aristocrático fue entre Werner Sombart y Max Weber. Los que afi rman que la revolución del consumo tuvo lugar en la Gran Bretaña del siglo XVIII llaman la atención sobre las clases medias ascendentes, mientras que aquellos que piensan que ocu-rrió antes se centran en las cortes. Para De Vries, la sociedad ur-bana de la Era Dorada de la República de los Países Bajos generó el comportamiento del consumidor moderno (De Vries, 2003). Para una visión panorámica de estos debates, ver Agnew (1993, pp. 23-25) y Clunas (1999).

12 Ver también Mintz (2003, p. 266); Ortiz (1995 [1947]); Goodman (1994); Coe y Coe (1996); Goodman, Lovejoy y Sherrat (1995); Walvin (1997); Smith (2002).

obra esclava, estimuladas por la demanda europea de co-mestibles tropicales, fueron un prerrequisito para la indus-trialización y el despegue económico europeo.13 Pero inclu-so algunos de los que rechazan la idea de que las utilidades del comercio atlántico estimularon directamente el peculiar dinamismo europeo que culminó en la Revolución Indus-trial piensan que el deseo masivo de importaciones de lujo provenientes de ultramar (tabaco, azúcar, cacao, café y té) afectó la economía europea de manera significativa, aunque indirecta.14 La atracción hacia estos estimulantes pudo ha-ber motivado a la gente a trabajar más para poder tener sufi-ciente dinero, a fin de pagar sus nuevos hábitos, fenómeno que Jan de Vries ha llamado la “Revolución Industriosa”. Adicionalmente, la demanda de tabaco, chocolate, café y té llegó acompañada del interés por los accesorios corres-pondientes, lo cual incitó a los manufactureros de Europa a producir tazas de porcelana para el chocolate, tazas de té chinas de imitación, pipas de arcilla y cajas para el rapé. El nuevo aprecio por los comestibles tropicales americanos es-timuló el comercio en Europa, así como en sus colonias.15

A pesar del creciente énfasis en la importancia de los “co-mestibles de lujo” para las transformaciones en la cultura y la economía de Europa, los académicos no han sabido reco-nocer la primacía del chocolate en el panteón de las impor-taciones tropicales. En el siglo XVIII, el café y, en particular, el té sobrepasaron al chocolate en términos de las cantida-des importadas (Goodman, 1995, p. 126), pero este último producto fue la primera bebida estimulante consumida por los europeos en cantidades significativas. Este hecho se pasa por alto incluso en los estudios más recientes sobre la llegada de bebidas estimulantes a Europa. El chocolate es ignorado, en el mejor de los casos; sin embargo, lo más frecuente es que los académicos asuman erróneamente que el chocolate llegó a Europa después del café. Esta falsa idea ha llevado a muchos a explicar la difusión del chocolate como una conse-cuencia de la popularidad del café.16 Sin embargo, la verdad

13 De Vries (1976, p. 141); Elliot (1970); Blackburn (1998, pp. 363, 376); Pomerantz (2000, p. 194). Ver también Mintz (1985).

14 De Vries (1976, p. 145); Eltis (2000, pp. 270-276); De Vries y Van der Woude (1997, pp. 350, 502).

15 De Vries (1993, pp. 85-132) y De Vries (1994); De Vries (1976, p. 41). Ver De Vries y Van der Woude (1997, pp. 305-311, 324-329) para la contribución indirecta del tabaco, el café, el té y el choco-late en sectores particulares como el procesamiento del tabaco, la manufactura de rapé y pipas, y la porcelana, en la “primera economía moderna” de la República de los Países Bajos.

16 Por ejemplo, Davidson sugiere que el chocolate fue aceptado cuando “eventualmente se hizo una analogía con el café”, de manera que “pudiera entonces ser encasillado como una bebida lujosa con cualidades estimulantes” (Davidson, 1992, p. 3). Ver también Mintz (1985, p. 111); Courtwright (2001, p. 19); Cowan (2005, p. 75). Wolfgang Schivelbusch se equivoca cuando sostie-ne que el chocolate fue un “fenómeno exclusivamente español” en el siglo XVII (Schivelbusch, 1992, p. 91).

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es que el chocolate ya tenía una presencia importante en la península Ibérica en la década de 1590, y se había extendi-do hacia el norte para la década de 1620.17 El consumo de café, de otro lado, no se afianzó en Inglaterra sino hasta la década de 1650 (a pesar de que los comerciantes ingleses participaron en su comercialización en el mercado interasiá-tico en décadas anteriores), y en España, hacia el final del siglo XVIII; el predominio del té en Gran Bretaña comenzó a finales del siglo XVII.18 La noción generalizada según la cual el consumo de café condujo al consumo de chocolate es anacrónica. Por el contrario, al parecer el chocolate ayudó a allanar el camino para el café, pues creó un apetito entre los consumidores por bebidas estimulantes calientes, oscuras, amargas y endulzadas.19 Al igual que las bebidas cafeinadas

17 Sobre España, ver más abajo. El lugar que ocupó el chocolate en Europa del norte a comienzos del siglo XVII no ha recibido la atención que se merece, pero la evidencia disponible es su-gerente. El primer tratado dedicado al chocolate en Inglaterra (una traducción del tratado de Antonio Colmenero de Ledesma) apareció más de veinte años antes que los primeros tratados sobre el café; comparar A Curious Treatise of the Nature and Quality of Chocolate… Put into English by Don Diego de Valdes-forte (1640) con Cowan (2005, pp. 314-326). Colmenero de Ledesma escribió en 1631: “Es tanto el numero de gente que oy dia bebe Chocolate, que no solamente en las Indias, adonde tuvo su origen y principio esta bebida, sino que tambien en España, Italia, y Flandes” (Col-menero de Ledesma, 1631, 1r.). Documentos de 1624 registran a jesuitas en Nueva España enviando chocolate a Roma a través de Sevilla (Archivo General de Indias, Contratación 825, No. 8). (En adelante, me referiré al Archivo General de Indias con las iniciales AGI, y a la Contratación, con CT). Además, las traduc-ciones del Curioso tratado de Colmenero de Ledesma proliferaron en inglés (1640, 1652 y 1685), francés (1643, 1671), latín (1644) e italiano (1667, 1678, 1694) (Mueller, 1960). Dados los vínculos cercanos entre los miembros de la nobleza europea y la devoción de la aristocracia española por el chocolate (devoción que ya se manifestaba para la década de 1620), es lógico suponer que la nobleza de los países no ibéricos tuvo varias oportunidades de adquirir el gusto por el chocolate.

18 Los primeros encuentros de los europeos con el café ocurrieron a fi nales del siglo XVI, sobre todo en regiones que estaban bajo el control otomano, pero no fue sino hasta mediados del siglo XVII que este producto se comenzó a importar para el consumo euro-peo (Cowan, 2005, pp. 58-60; Leclant, 1979). La hegemonía del chocolate en España continuó hasta fi nales del siglo XVIII, cuan-do el café comenzó su ascenso victorioso (Kany, 1932, p. 151).

19 Una evidencia directa de que el café fue visto como un pariente del chocolate es la Carta que escrivió vn Médico cristiano, que estava curando en Antiberi, a vn Cardenal de Roma, sobre la bebida del Cahué o café. A comienzos del siglo XVII, un médico espa-ñol que se encontraba en un local sin identifi car en algún lugar del Imperio otomano vio “El Cahuè es bebida tan ordinaria entre los Turcos, Persianos y Moros” a través de su familiaridad con el chocolate. Llamó a las tazas de café utilizadas por los turcos, los persas y los moros jícaras, con el nombre precolombino hispaniza-do de las tazas de chocolate. Además, describió la vasija utilizada para hervir el agua como “en una olla vidriada o una chocolatera estañada que tenga pico”. Registró que “en el hecharan una cu-charada de açucar molido como en el Chocolate, y menearan con la cuchara de plata, y lo beberan a sorbos como el Chocolate, lo mas caliente que puedan”. Muchos tratados iniciales de toda Eu-ropa agrupaban al chocolate, el café y el té: Dufour (1685); Spon (1671); Chamberlayne (1682); Anon (1685); Blegny (1687).

que aparecieron después, el chocolate probablemente tam-bién aumentó la demanda de azúcar, debido a que los dos productos se consumían juntos. No es posible entender a cabalidad la creciente popularidad del azúcar si no se tienen en cuenta las razones de la difusión de las bebidas estimu-lantes (Mintz, 1985, p. 150; Smith, 2002, p. 121).20

TEORÍAS DEL GUSTO Y LA DIFUSIÓN DEL CHOCOLATE

Los estudios sobre el chocolate se encuentran en los in-tersticios de la historia culinaria, la historia colonial y la historia del consumo y, como éstas, se mueven entre el esencialismo biológico y el funcionalismo cultural. In-vestigaciones químicas y neurofisiológicas que han ais-lado e identificado poderosos compuestos psicoactivos respaldan el atractivo inherente del chocolate, o incluso sus cualidades adictivas. El cacao contiene metilxantinas estimulantes (pequeñas cantidades de cafeína y grandes cantidades de teobromina, que es un poco más débil), feniletilamina (la cual es más potente y se parece a la anfetamina), cannabinoides generadores de placer y fla-vonoides (los cuales ayudan a bajar el colesterol). La gra-sa y el azúcar del chocolate también pueden estimular al cerebro a producir opiáceos.21 La idea de que el choco-late puede ser atractivo universalmente debido a la afi-nidad entre sus compuestos activos y las “propensiones del cuerpo humano” es sugestiva.22 No es posible ignorar las poderosas cualidades psicoactivas del cacao y el papel

20 ¿Por qué los académicos no han reconocido la relación real que existe entre el chocolate y el café? La respuesta puede tener que ver con la proyección anacrónica de la receta contemporánea para el chocolate (baja en cacao, con mucha leche y otros aditivos) respecto a la preparación usual en la modernidad de los prime-ros años, la cual prescribe una gran cantidad de cacao y nada de leche. Además, viejas suposiciones sobre la excepcionalidad holandesa y británica, y el reconocimiento teleológico de que es-tos modernizadores económicos precoces, en últimas, obtuvieron la mayoría de sus benefi cios económicos a través del comercio de bienes asiáticos y atlánticos, han llevado a los académicos a concentrarse en el contexto del norte de Europa y a ignorar el Atlántico ibérico. Sin embargo, la destreza económica británica y holandesa no debería ocultar el hecho de que la demanda euro-pea de bebidas estimulantes comenzó en Hispanoamérica, y de ahí se extendió a la península Ibérica y, posteriormente, al norte de Europa. Para estudios que enmiendan en alguna medida la falta de atención al papel de la península Ibérica en el desarrollo de la epistemología ilustrada y la revolución científi ca, ver respec-tivamente, Cañizares Esguerra (2001) y Barrera (2006).

21 Bioquímicos han identifi cado más de trescientos compuestos químicos en el cacao, muchos de los cuales han sido objeto de in-tensa experimentación. En la actualidad se están llevando a cabo investigaciones al respecto y todavía existe mucha ambigüedad sobre el efecto de estos compuestos en el sistema nervioso. Ver Weinberg y Bealer (2001, pp. 217-219, 223, 231-232); y Tomaso, Beltramo y Piomelli (1996, p. 667).

22 Eric Wolf se refi ere a la “Gran dosis” de Europa (haciendo alu-sión a la “dosis” de una droga psicoactiva). Wolf (1982, p. 322).

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que cumplen en la historia de la humanidad. Sin embar-go, estas cualidades no explican por sí solas el que los europeos hayan adquirido un gusto por el chocolate.23

La explicación puramente farmacológica tiene una li-mitación obvia: las propiedades del cacao que pueden generar un consumo habitual de chocolate pueden dar cuenta de su consumo una vez éste ya se ha empezado a consumir, pero no pueden explicar su éxito inicial. Otro problema de la explicación farmacológica es que la bre-cha de setenta años entre los primeros encuentros euro-peos con el chocolate y su consumo a gran escala hace insostenible cualquier tesis de adicción instantánea. Más aún, el que el cacao contenga compuestos psico-activos tan atractivos no ayuda a explicar las diferencias y la evolución de las formas que ha tomado el chocolate a través de la historia. Tal vez la refutación más persua-siva de la teoría según la cual los europeos reconocie-ron instantáneamente la atracción estética y psicoactiva del chocolate es que la evidencia empírica demuestra lo contrario. Las personas con poca exposición a la bebida tendían a encontrarla desagradable, tal y como quedó registrado por el aventurero milanés Girolamo Benzoni, quien probó el chocolate en Nicaragua a mediados del siglo XVI, y escribió que “parecía más una bebida para cerdos que para seres humanos. Estuve en este país por más de un año y nunca la quise probar” (Benzoni, 1565, fol. 102).24 De la misma manera, el jesuita José de Acos-ta menosprecia el chocolate afirmando que aquellos que no han crecido consumiéndolo “les hace asco”, y com-para la capa de espuma en la superficie de la bebida con heces.25 Aunque los poderosos compuestos químicos del cacao pueden explicar parcialmente su perdurable atrac-ción, claramente no dan cuenta del porqué se comenzó a consumir chocolate ni de las maneras particulares en que éste ha sido utilizado.

Los historiadores que se han ocupado del tema del cho-colate en general han evitado las explicaciones biológi-cas y utilizan suposiciones cultural-funcionalistas para

23 Acerca de la insufi ciencia de las explicaciones biológicas para dar cuenta del triunfo de la sacarosa, ver Mintz (1985, pp. 5-6) y Goodman (1995, p. 127). Pueden existir parámetros “universa-les” dentro de los cuales se desarrolla un gusto contingente. Por ejemplo, las personas por lo general evitan venenos letales, y va-rios estudios han mostrado con certeza que los bebés responden inmediatamente al azúcar. Sin embargo, dentro de estos pará-metros hay muchos elementos en el gusto que son culturalmente específi cos.

24 Citado en Coe (1984, p. 109). 25 De Acosta (1590, fols. 163r-164v). Diego Durán cuenta que el

chocolate no les produjo una buena impresión a Cortés y sus hombres la primera vez que les fue ofrecido y que, por lo tanto, éstos se negaron a tomarlo (Garibay K., 1967, volumen 2, pp. 509-510).

explicar su asimilación a los hábitos alimenticios euro-peos. Dichos historiadores asumen que los europeos se apropiaron de la bebida indígena en sus propios térmi-nos, que encontraron “analogías” entre el chocolate y categorías de bebidas existentes; que el chocolate en-cajaba dentro del ethos de la sociedad cortesana “deca-dente”; que sus efectos estimulantes eran apropiados para las necesidades de una burguesía en ascenso; o que jugaron con la receta hasta que la preparación fue satisfactoria para su paladar, y que cobijaron la bebida bajo un paradigma médico familiar, para ocultar sus orí-genes exóticos. Eric Wolf fue uno de los primeros en proponer la hipótesis de que las mercancías americanas importadas generaron un estímulo para el capitalismo global al vigorizar tanto el comercio transatlántico como a los trabajadores: “Entre la cantidad de productos des-tinados al consumo en las áreas que se encontraban en proceso de industrialización, algunos claramente no son alimentos básicos o productos industriales, sino más bien estimulantes… apreciados debido a que proporcio-naban energía rápidamente en un período en el cual al cuerpo humano se le exigía un desempeño más intenso y prolongado” (Wolf, 1982, p. 322). Igualmente, Sidney Mintz argumenta que tales bebidas, junto con el azúcar, ayudaron a impulsar la industrialización, pues daban a las clases trabajadoras “estímulos para hacer esfuerzos más grandes” (Mintz, 1985, p. 186). Wolfgang Schivel-busch desarrolló una hipótesis similar, contraponiendo el café y el chocolate, aparentemente ignorando que este último tuvo una aceptación más temprana. Schivel-busch vio en el café la manifestación líquida de la ética protestante que subyacía a la modernización económica del norte de Europa, mientras que el chocolate era la poción que se ajustaba al ethos decadente y aristocrático de los poderes en declive de Europa del sur (Schivelbus-ch, 1992, pp. 34, 38-39, 87-93).

Una afirmación significativa desde el punto de vista de la tendencia cultural-funcionalista es que inicialmente el chocolate les pareció repugnante a los europeos, así que fueron acomodando la receta hasta que se adecuó a la sensibilidad de su paladar, sobre todo por medio de endulzantes y eliminando aditivos extraños y con fre-cuencia picantes. De acuerdo con las autoridades en el tema, Sophie D. Coe y Michael D. Coe,

Para cruzar la barrera etnocéntrica del gusto y ser aceptado como una bebida normal por parte de los españoles y criollos, la bebida fría, amarga, y normal-mente no endulzada tuvo que atravesar un proceso de hibridación. La primera transmutación consistió en que los blancos insistieron en tomar el chocolate

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caliente, en cambio de tomarlo frío o a temperatura ambiente, como era costumbre entre los aztecas… En segundo lugar, empezaron a endulzarlo con caña de azúcar. En tercer lugar, sabores nativos como la “ore-juela” y los chiles (que en cualquier caso jamás habrían podido ser populares entre los invasores) empezaron a ser reemplazados por especias más familiares para los invasores, como la canela, la semilla de anís y la pimienta negra (Coe y Coe, 1996, pp. 112-115). 26

Haciendo eco al autor del siglo XVIII citado en el epí-grafe de este texto, estos autores y muchas otras autori-dades modernas en el tema, sin lugar a dudas influen-ciados también por las preparaciones contemporáneas del chocolate que aparentemente tienen poco parecido con el líquido picante que les gustaba a los consumi-dores precolombinos (y a los primeros consumidores europeos), asumen que la evolución del chocolate es-tuvo marcada por una ruptura radical iniciada por con-sumidores coloniales exigentes.27 De acuerdo con este punto de vista, los invasores no sólo transformaron la base material del chocolote, sino que también lo envol-vieron en un nuevo manto ideológico. “Los españoles le arrebataron el significado espiritual que tenía para los mesoamericanos”, afirman los Coe; “para el invasor [es-pañol] era una droga, una medicina en el contexto del sistema humoral al que todos estaban adscritos” (Coe y Coe, 1996, p. 126).28 Los europeos que intentaban fijar estas sustancias en un esquema clasificatorio invo-caban el contexto médico humoral de Galeno, que era más familiar para ellos. Muchos autores asumen que el éxito temprano del chocolate, así como el de otras bebidas estimulantes, se debió a que inicialmente fue aceptado como una medicina, y que sólo más adelante empezó a ser apreciado como un objeto recreativo y de placer.

Estos recuentos son muy enriquecedores, pero no ex-plican cómo fue que el chocolate se afianzó entre los consumidores europeos en América y, posteriormente, en Europa. En el pasado, los estudios coloniales sobre la apropiación colonial se han concentrado en empresas de recolección formal y prácticas científicas sistemáti-

26 Ver también Alden (1976, p. 105).27 Una excepción dentro de esta corriente se puede encontrar en

el trabajo de Ross W. Jamieson (2001), quien afi rma que la ad-quisición europea de bebidas cafeinadas dependió de una “histo-ria dinámica de interacción entre culturas que lucharon en una relación compleja con el creciente poder europeo” y que “Todas las bebidas cafeinadas llegaron a Europa inmersas en las prácti-cas culturales de los no europeos que las utilizaban” (Jamieson, 2001, p. 287).

28 Ver también Goodman (1995, p. 132); Alberro (1992a, pp. 76-77).

cas, pero no han prestado atención a otros escenarios de transmisión material. En el caso del chocolate, existen varios vectores fundamentales de transmisión cultural: las redes sociales que surgieron en los contextos colo-niales e imperiales, las relaciones informales y forma-les que emergieron entre los misioneros europeos y los súbditos indígenas, entre los conquistadores y los indios tributarios, entre compradores y vendedores en los mer-cados, y las relaciones entre el clero y los mercaderes que se movían frecuente y fácilmente entre España y sus colonias americanas. Durante la historia temprana del consumo de chocolate entre los europeos, la trans-misión del gusto no comenzó en la parte superior de la estructura social, moviéndose luego hacia abajo. Fluyó, en cambio, en la dirección contraria: del colonizado ha-cia el colonizador, del “bárbaro” hacia el “civilizado”, del “criollo” degenerado hacia el español de la metrópoli, de los pequeños y medianos nobles y burgueses hacia la realeza. El gusto europeo por el chocolate surgió como un accidente contingente del imperio.

A partir de este recuento revisionista de la difusión del chocolate hacia los europeos surge una manera alterna-tiva de entender el gusto que no está sobredeterminada por la biología ni por la ideología, sino que más bien es autónoma y contingente. Según los estudios de los cultural-funcionalistas, la historia del chocolate revela las debilidades de un determinismo ambiental que no tiene en cuenta el contexto social en el que los recur-sos, alimentos y microbios atravesaron culturas.29 De otro lado, coincide con la tradición “biológica” platóni-co-kantiana de concebir al gusto como una fuerza au-tónoma, no como una manifestación que depende de la ideología, de la mentalidad, del ethos o de la identi-dad social.30 Las condiciones sociales pueden afectar accidentalmente al cuerpo de maneras que tienen con-secuencias de largo alcance. En el caso que aquí nos ocupa, los métodos de colonización españoles y la orga-nización imperial llevaron a los europeos en las colonias y la metrópoli a internalizar la estética mesoamericana, lo cual a su vez originó la demanda del Viejo Mundo de bebidas estimulantes.

29 Para ejemplos excelentes de historia ambiental que ponen de relieve la relación dialéctica entre ambiente y cultura, ver Cronon (1983) y Cronon (1991).

30 La historia del chocolate también muestra la manera en que las historias coloniales padecen de un énfasis exagerado en el “de-terminismo del discurso”, a costa de la incorporación (embodi-ment) o de la “experiencia encarnada” en encuentros e intercam-bios coloniales; ver Meskell y Joyce (2003). La noción de habitus desarrollada por Pierre Bourdieu también me ha sido útil para refl exionar acerca del rol del cuerpo en la historia; ver Bourdieu (1990).

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BREVE HISTORIA DEL CHOCOLATE PRECOLOMBINO

En la época en que los españoles aparecieron en escena

a comienzos del siglo XVI, el uso del cacao en bebidas era un rasgo unificador de comunidades lingüística y geográficamente diversas a lo largo de Mesoamérica, e incluso tal vez más allá de sus fronteras.31 Dado que el árbol de cacao florece sobre todo en climas de tierras bajas tropicales, muchos consumidores precolombinos tuvieron acceso al cacao sólo a través del comercio a lar-ga distancia. Los mexicas (aztecas), quienes dominaban buena parte de Mesoamérica a la llegada de los españo-les, obtenían su cacao a través de tributos (casi la mitad provenía de cultivos en Soconusco, en la costa pacífica sur de Chiapas), así como del comercio voluntario a lar-ga distancia.32

A pesar de estar separadas por distintas lenguas, vie-jas enemistades y grandes extensiones geográficas, las comunidades mesoamericanas tenían un interés común (incluso, se podría hablar de una obsesión) en el cacao y el chocolate. El que los granos de cacao hicieran las veces de moneda a través de la región resalta su acep-tación en toda Mesoamérica. Desde Nicaragua hasta el noroeste de México había un parecido fundamental en-tre los modos de consumo, los contextos rituales y las resonancias simbólicas del chocolate. En todas partes, la preparación predominante del cacao era consumida en forma de bebida, a veces caliente, a veces fría, mez-clada o no con maíz, y con frecuencia endulzada con miel y condimentada con chiles, vainilla y otras plantas aromáticas. El punto de partida para todas estas prepa-raciones era el mismo: los “granos” o las “habas” de ca-cao (las semillas dentro de la pulpa de la fruta de cacao) eran secadas y fermentadas para aumentar sus cualida-des “aceitosas y mantecosas”. Posteriormente, las pepas

31 Mesoamérica es el área geográfi ca cubierta por el área maya de Centroamérica y el sureste de México, la zona de Oaxaca, la zona del Golfo entre Veracruz y Tabasco, el oeste de México, y las tierras altas centrales. Paul Kirchhoff clasifi có al cacao como uno de los rasgos unifi cadores de esta región; entre estos rasgos unifi cadores también se encuentran la coa (almocafre para plantar); el cultivo de maíz y su preparación con cal; el pa-pel; el sacrifi cio ritual humano con fi nes religiosos (Kirchhoff, 1943). Sobre los orígenes y el desarrollo del cacao y el chocolate antes de la llegada de Colón, ver: Young (1994, pp. 5-18); Coe y Coe (1996); (Dakin y Wichmann (2000); Henderson y Joyce (en prensa).

32 “Mexicas” se refi ere a los indios que tenían por lengua el ná-huatl y que estaban asentados en Tenochtitlán, y a los cuales los españoles se referían como aztecas. Utilizaré los términos “aztecas” y “nahuas” de manera más o menos intercambiable, y “mexicas”, para referirme al grupo de Tenochtitlán que estaba afi liado tribalmente. Sobre el cultivo precolombino del cacao, ver Bergmann (1969); Millon (1955, pp. 107-127); MacLeod (1973, pp. 69-70).

eran tostadas hasta que pasaban de color café a negro, se descascaraban, y finalmente se molían entre dos pie-dras (una de las cuales era calentada por un fuego en la base) conocidas como metate. (La producción de choco-late todavía atraviesa por un proceso similar). La pasta resultante era perecedera y se echaba a perder después de una semana, aunque si se le daba la forma de tabletas endurecidas podía durar hasta dos años.33 La bebida se hacía disolviendo la pasta de cacao en agua y agregándo-le varias adiciones (maíz, especias, miel).

Diccionarios del siglo XVI de las regiones zapoteca, na-hua y maya tienen distintos nombres para las bebidas derivadas del cacao, pero todos tienen entradas para “Bevida de cacao con mayz”, “Bevida de cacao con axi”, “Bevida de cacao solo” y “Bevida de cacao con flores secas y molidas”. Los hablantes de náhuatl llamaban atexli a la bebida hecha de agua, cacao y maíz, prepa-rada fría y algunas veces enriquecida con las especias descritas más abajo. El tzone era preparado con partes iguales de maíz tostado y cacao y “servía como alimento refrescante y no como medicina”. El chilcacautl era una bebida compuesta de cacao y chiles. Finalmente, el xo-chiaya cacautl era una bebida de cacao, agua y especias florales, que fue descrita por el gran etnógrafo francis-cano Bernardino de Sahagún como “chocolate con miel hecho con flores secas molidas”. Esta preparación del cacao fue la que predominó entre los criollos y, más ade-lante, entre los españoles en el Viejo Mundo.34

Las “flores secas molidas” eran xochinacaztli (también conocido como gueynacaztle), mecaxóchitl y tlixochitl. Xochinacaztli probablemente hace referencia al pétalo grueso en forma de oreja de las flores Cymbopetalum penduliflorm, un árbol de la familia de las anonáceas que crece en los bosques tropicales de Veracruz, Oaxa-

33 Juan de Cárdenas, médico criollizado, describió con detalle la preparación del cacao y el chocolate (Cárdenas, 1988 [1591], pp. 136-137, 144-145). En 1636, Antonio de León Pinelo hizo una descripción muy parecida, teniendo en mente una audien-cia europea (De León Pinelo, 1636, fol. 5v).

34 Molina (1944 [1571], volumen 1, 19v; volumen 2: 10v). El dic-cionario zapoteca-español incluye las siguientes entradas para “cacao”: “una fruta como los piñones que es consumida como bebida” (pizòya), “una bebida de éstas hecha con agua” (niça-pizòya), “cacao de esta manera con chiles” (niçapizòya quiña), “cacao de esta manera con ciertas cosas con fragancia” (niçapi-zòyachina) y “cacao hecho de esta manera para tomar alto [esto es, con espuma]” (tocaniçapizòyachina) (Córdoba, 1942 [1578], 64v). Francisco Hernández realizó varias entrevistas con auto-ridades indígenas y describió la preparación de varias bebidas con cacao por encargo de Felipe II, quien le ordenó hacer una investigación sobre la “materia médica” de la Nueva España (Hernández, 1959, volumen 1, pp. 303-305, 100). Bernardino de Sahagún (1950, volumen 8, pp. 13, 39). Acerca de prepara-ciones mayas similares, ver Coe y Coe (1996, pp. 63-64).

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ca y Chiapas. Su sabor ha sido descrito como similar al de la pimienta negra con “un toque de amargura re-sinosa”, y se le ha comparado con la nuez moscada, la pimienta de jamaica y la canela. Mecaxóchitl son pe-queñas flores (probablemente Piper sanctus y relacio-nadas con la pimienta negra) con un matiz picante y floral que recuerda al anís. Tlixochitl es nuestra vainilla (Vanilla planiflora) (Coe y Coe,1996, pp. 89-91). Esta constelación de especias florales tiene un linaje anti-guo, presente en textos cosmológicos y sagrados mayas del Popul Vuh (Gillespie y De MacVean, 2002). Los chiles añadían un picante adicional a varias preparacio-nes. El achiote (Bixa orellana) teñía la bebida de rojo y le daba un sabor ligeramente almizclado (comparado a veces con la páprika y el azafrán). Por último, la miel era utilizada para endulzar varias bebidas de cacao. El chocolate mesoamericano con frecuencia tenía espuma en la superficie, producida al verter el líquido de un contenedor a otro desde “cierta altura hasta que pro-ducía espuma, y las partes grasosas, con una cualidad aceitosa, subían a la superficie” (ver las figuras 1 y 2). Finalmente, el chocolate se bebía en vasijas fabricadas para ese propósito. Durante la era prehispánica, cala-bazas y cerámicas lacadas y finamente pintadas eran fabricadas exclusivamente para el chocolate (algunas tenían diseños, otras estaban coloreadas en un tono “ahumado”). Conocidas en náhuatl como tecomatl (en el caso de las copas de cerámica) y xicalli (para las de calabaza), estas vasijas hacían parte de los ítems que Moctezuma exigía como tributo (ver la figura 3).35 Los mesoamericanos también apreciaban al chocolate por sus efectos psicológicos: “cuando una cantidad nor-mal es consumida, lo alegra a uno, lo refresca a uno, lo consuela a uno, lo vigoriza a uno”.36 Tomar chocolate

35 Sobre el achiote, ver Hernández (1959, volumen 1, pp. 27-28); sobre los endulzantes, ver The Florentine Codex (1950, volu-men 8, lib. 13, p. 39) y más abajo; sobre la espuma, ver Her-nández (1959, volumen 1, p. 305); The Florentine Codex (1950, volumen 10, lib. 26, p. 93). La importancia de la espuma en el chocolate también queda sugerida por el hecho de que los informantes de Sahagún incluyeron los molinillos en la lista de la parafernalia del chocolate de los gobernantes (The Florenti-ne Codex, volumen 8, lib. 13, p. 40; volumen 9, lib. 6, p. 27); Bernal Díaz del Castillo (1964, cap. 91, pp. 155-156). Un jarrón maya del período clásico tardío (600-900 A.D.) ilustra el pro-ceso de producir espuma, por medio de la fi gura de una mujer que vierte el líquido de una vasija a otra (Coe y Coe, 1996, p. 52). Sobre las vasijas para tomar chocolate, ver Berdan y Rieff Anawalt (1997, 47r, 68r, “Comentario”, 1: p. 219); Molina (1944 [1571], 93r, 158v); The Florentine Codex (1950, volumen 9, lib. 7, p. 35; volumen 9, lib. 6, p. 28). El Códice Florentino también menciona vendedores que se especializaban en diferentes tipos de calabazas, incluidas las que se utilizaban para tomar choco-late (The Florentine Codex, 1950, volumen 10, lib. 21, p. 78).

36 The Florentine Codex (1950, volumen 11, pp. 116, 119). Ver también Hernández (1959, volumen 1, p. 305).

era una experiencia somática compleja para los indios precolombinos y coloniales. El énfasis en las especias florales, la espuma, las vasijas especiales para tomarlo, y el tono rojizo de rigor, muestra que el chocolate era valorado no sólo por su efecto en las papilas gustativas, sino también por la manera en que estimulaba el olfato, el tacto, la vista y el estado emocional.

Figura 1. Códice Tudela, fol. 3r. Tomada de un manus-crito pintado en Nueva España alrededor de 1553, esta imagen representa una mujer nahua de alto rango social (ver su fina capa), vertiendo chocolate desde cierta altura para producir espuma. Una representación similar de este mismo proceso aparece en una pieza cerámica del período clásico tardío (A.D. 600-900) uti-lizada por los mayas para servir el chocolate. 21 x 15.5 cm. Tinta sobre papel de fibra vegetal. Reproducida por cortesía del Museo de América, Madrid, España.

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Figura 2. Girolamo Benzoni, La Historia del Mondo Nuovo (Venice, 1572, fol. 104v.). Este grabado, que también aparece en la edición de 1565, representa a indígenas mayas en medio de un festejo. A pesar del desprecio de Benzoni, el chocolate era esencial para mantener a los participantes mesoamericanos despier-tos durante las fiestas nocturnas. En la esquina infe-rior derecha, una figura le saca espuma al chocolate. Shelfmark: xE141.B42. Reproducida por cortesía de la Bancroft Library, Universidad de California, Berkeley.

Figura 3. Códice Mendoza, fol. 47r. Aunque este manuscrito fue encargado y compilado alrededor de los años 1541-1542, se piensa que las listas de tribu-tos que incluye está basada en prototipos prehispá-nicos. Las cargas de cacao y las vasijas para tomar chocolate se encontraban entre las cosas que un gobernante azteca exigía de los súbditos que debían pagar tributos. Tinta en papel europeo. Shelfmsrk: MS.Arch.seld.A.1. Reproducida con permiso de la Bodleian Library, Universidad de Oxford, Inglaterra.

CONSECUENCIAS INESPERADAS DEL IMPERIO

No fue sino hasta 1519, cuando Cortés comenzó la mar-cha sobre México que culminaría en la caída del imperio azteca, que el ambiente estuvo listo para que los europeos fueran educados en el consumo del chocolate y, finalmen-te, para que adoptaran la bebida. Pocos años después de la caída de Tenochtitlán, en 1521, el control militar español se congregó en el centro de México.37 Las políticas colo-niales insistieron en continuar con el cultivo, comercio y consumo de cacao, pues la capacidad inmediata de los gobernantes españoles para producir utilidades a partir de la conquista dependía de la usurpación y el manteni-miento del sistema de tributos organizado por los gober-nantes aztecas. La catástrofe demográfica indígena y la presión española para la sobreexplotación agrícola condu-

37 El primer registro de contacto europeo con el cacao procede de 1502, durante el cuarto viaje de Colón, cuando su tripulación capturó a una embarcación comercial maya en la costa de Hon-duras y descubrió entre su cargamento granos de cacao. Fernan-do Colón, hijo de Cristóbal, posteriormente describió al cacao como “almendras” que en Nueva España se utilizan como mone-das; citado en Coe y Coe (1996, p. 107). No hay nada que haga suponer que los exploradores españoles sabían acerca del uso del cacao en la preparación de bebidas.

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jeron al declive de las regiones prehispánicas tradiciona-les de producción de cacao en el sur de México (Tabasco y Soconusco), y al desarrollo de nuevas regiones para el cultivo o la intensificación de la producción de cacao en la región de Sonsonate en Guatemala y El Salvador.38 A pesar de que las políticas y la avaricia españolas transfor-maron la geografía del cultivo de cacao, el cultivo mismo floreció bajo el régimen colonial (lo cual ciertamente no ocurrió con los productores indígenas). En el siglo XVI, la política española promovía (o más bien exigía) que los Indios tributarios aumentaran la producción de cacao; el cacao había sido objeto de tributo bajo el gobierno azteca, y los nuevos señores imperiales, los españoles, vieron que podían asegurar el incremento de su riqueza vendiendo este producto a los consumidores indígenas.

Teniendo en cuenta que la evidencia existente sugiere que los primeros encuentros de los europeos con el cho-colate fueron abrumadoramente negativos, ¿cómo es que esta bebida mesoamericana cautivó a los europeos en las Indias, España y más allá? El éxito del chocolate en Es-paña se debe a la organización social del Imperio español. Los españoles en el Nuevo Mundo absorbieron muchos elementos de las prácticas materiales relacionadas con el chocolate precolombino. A pesar de su posición en la cima de la jerarquía social, los colonizadores del siglo XVI en México estaban inmersos en un entorno cultural in-dio y eran susceptibles a la aculturación nativa.39 Incluso teniendo en cuenta la mortalidad catastrófica de los in-dios, debido a la introducción de agentes patógenos del Viejo Mundo y a la creciente emigración europea, los es-pañoles seguían siendo una pequeña minoría aún en las áreas donde más se asentaron.40 En el caso de la ciudad de México, por ejemplo, a mediados del siglo XVI había muchos más indios que españoles, y los descendientes de

38 Para fi nales del siglo XVI, Guatemala se había convertido en el primer productor de cacao. Sin embargo, después de que la explo-tación española agotó el suministro de mano de obra y la delicada ecología de la región, la producción se trasladó hacia el sur, a la región de Guayaquil en Ecuador y el área alrededor de Caracas en Venezuela, y sobrecompensó (y terminó contribuyendo a) la caída en Guatemala. En términos netos, la producción total de cacao continuó creciendo en el siglo XVII en Guatemala. Alden (1976, pp. 105-106); MacLeod (1973, pp. 68-94, 235-252); Arcila Farías (1950); Gibson (1964, pp. 335, 348-349).

39 Alberro (1992a) examina este proceso de aculturación de mane-ra general. Para una perspectiva arqueológica sobre la acultura-ción de los europeos a hábitos alimenticios nativos, ver Rodríguez Alegría (2005).

40 Tal vez 1.500.000 personas vivían en el Valle en el momento de la conquista; en 1570, la población india ya había descendi-do a 350.000, y continuó disminuyendo hasta la mitad del siglo XVII, de acuerdo con Gibson (1964, p. 141). Alrededor de 8.000 españoles llegaron a Nueva España antes de 1560, y aproxima-damente otros 8.000 habían llegado para 1580, de acuerdo con Boyd-Bowman (1976, p. 601).

africanos casi igualaban en número a estos últimos: los españoles y sus descendientes “puros” representaban tan sólo el 5% de la población de esa ciudad en 1570, y sólo el 10% para mediados del siglo XVII.41

Los españoles aprendieron a apreciar el chocolate, debido a su continua dependencia material de los indios. Los es-pacios coloniales de dependencia incluían hogares en los que las mujeres trabajaban como esposas, concubinas y sir-vientas. Los contactos entre culturas (algunos voluntarios, otros forzados) abundaron en lugares privados. A comienzos del siglo XVI, la fuerte escasez de mujeres españolas42 y una estrategia consciente y explícita de apropiación a través del matrimonio llevaron a la realización de muchos matrimo-nios, así como de uniones domésticas menos formales en-tre indias y europeos (Carrasco, 1997, p. 88).43 Desde hace tiempo, los historiadores han llamado la atención sobre el rol de las esposas indias en la aculturación de los hombres españoles en prácticas alimentarias y domésticas indígenas, y en la creación de hogares culturalmente mestizos.44 El pa-pel de las mujeres como intermediarias culturales en el caso del chocolate es especialmente notable, ya que varias fuen-tes revelan que eran ellas las encargadas de su preparación en Mesoamérica antes de la llegada de Colón y durante la Colonia (ver las figuras 1 y 2).45 Si bien los españoles deja-

41 Alberro (1992a, p. 55); Altman (1989, p. 325); Cope (1994, pp. 13-22); Palmer (1979).

42 El número de emigrantes en la segunda mitad del siglo XVI no sólo se incrementó drásticamente, también hubo un cambio en su composición social, en comparación con los primeros años en los que el elemento social predominante eran hombres solos que deseaban ser conquistadores. En la segunda mitad del siglo, una proporción mayor eran mujeres, y entre los hombres había más mercaderes, artesanos, burócratas laicos o eclesiásticos, y sus sirvientes (estos últimos representan más de la mitad de los emigrantes hombres entre los años 1595 y 1598). Las mujeres constituían menos del 7% de los emigrantes antes de 1540, y más del 25% en el período posterior a 1560. Estas cifras se refi eren a la migración española hacia las Indias en general, pero parece obvio que servirían para caracterizar la migración hacia Nueva España en particular, ya que ésta era una importante región de asentamiento para los europeos y, por lo tanto, necesitaba admi-nistradores y esposas (Boyd-Bowman, 1976, pp. 583-594, 599). Pedro Carrasco ha estimado que de los 65 hombres casados en Puebla en 1534, 20 tenían esposas indígenas. Aunque entre los 65 hombres hay conquistadores e inmigrantes que llegaron pos-teriormente, era más probable que estos últimos (de menor rango social) se casaran con mujeres indígenas, en comparación con los conquistadores, quienes, sin embargo, tienen una representación estadísticamente signifi cativa en términos de uniones intercultu-rales.

43 Estas uniones interculturales seguían ocurriendo a pesar de que el matrimonio con españolas era la opción socialmente más apre-ciada por los hombres españoles.

44 Parry (1990, p. 123); Coe y Coe (1996, pp. 110-111); Alberro (1992a, pp. 71-73).

45 Díaz del Castillo y Sahagún dejaron muy en claro que eran las mujeres las que preparaban y servían el chocolate en los tradicio-nales banquetes aztecas. Ver Coe (1984, pp. 75, 78, 103); Valadés (1579, pp. 172-173).

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ron de casarse con mujeres indias (aunque algunos plebe-yos lo continuaron haciendo) una vez se incrementó el nú-mero de mujeres españolas con la inmigración, las mujeres indias continuaron dominando la esfera doméstica (Alberro, 1992a, p. 72). En Yucatán, por ejemplo, las sirvientes do-mésticas mayas crearon un entorno culturalmente indígena para los criollos: “Los niños criollos pasan su infancia, lite-ralmente desde su nacimiento y niñez temprana, en compa-ñía casi exclusiva de mujeres mayas”, afirma Nancy Farriss, “amamantados por nodrizas mayas traídas a la fuerza de las aldeas, criados por niñeras mayas y rodeados de sirvientes mayas” (Farriss, 1984, p. 112).

Las aldeas indias eran otro lugar en el cual los coloni-zadores se convirtieron inadvertidamente en estudiantes de maestros nativos. Estos enclaves indígenas, los cuales fueron conservados como unidades políticas por el régi-men colonial español, eran constantemente penetrados por personas que no eran indígenas: los encomenderos y corregidores, acompañados de sus criados y sirvientes, llegaban a las aldeas a recolectar tributos y a exigir tra-bajadores para sus empresas agrícolas y de construcción, mientras que los frailes, clérigos y sus asistentes cons-truían iglesias y conventos en y cerca de los pueblos, para extender su fe y hacer cumplir la ortodoxia (Gibson, 1964). Durante sus visitas, los españoles continuaban su aprendizaje del consumo de chocolate y de otros aspec-tos de la cultura mesoamericana. Los tributarios y parro-quianos, fieles a una tradición prehispánica, recibían a los señores y sacerdotes españoles con chocolate. Toribio de Benavente (cuyo apodo en náhuatl era Motolinía), uno de los doce frailes franciscanos que iniciaron las tareas de evangelización en Nueva España, describió el recibi-miento del que él y otros misioneros eran objeto en aldeas indias:

[Los frailes] visitaban y bautizabas en un día tres y cuatro pueblos, y hacían el oficio muchas veces a el día tres y cuatro pueblos, y hacían el oficio muchas veces les daban cacao, que es una bebida que en esta tie-rra se usa mucho, en especial en tiempo de calor. Este acatamiento recibimiento que hacen los a los frailes vino de mandarlo el señor marqués del valle don Her-nando Cortés a los indios; porque desde el principio les mandó que tuviesen mucha reverencia y acatamiento a los sacerdotes, como ellos solían tener a los minis-tros de sus ídolos. Y también hacían entonces recibi-mientos a los españoles (De Benavente, 2001, p. 131).

Este pasaje muestra cómo la dirección de la influencia cultural era independiente de la de la dinámica de po-der. A pesar de –o gracias a– las relaciones coloniales de

subordinación, las prácticas culturales de los indios se filtraron en el entorno de los colonizadores. Los indios siguieron recibiendo a frailes y colonizadores de esta ma-nera durante el siglo XVII (Gage, 1648, p. 25).

Otro escenario de primeros encuentros con el choco-late fue el mercado, una institución india. Las listas de bienes vendidos en los mercados de Ciudad de México, Tlaxcala y Coyoacán recopiladas a mediados del siglo XVI incluyen cacao, chocolate, y los recipientes de cala-baza utilizados para tomar chocolate (Lockhart, 1993, p. 187; Gibson, 1964, pp. 353, 356). Un español que visitó Nueva España durante la década de 1570 veía estos mer-cados como un espacio claramente indio, en el cual, sin embargo, los europeos y otras personas no indígenas se podían mover libremente, y en el que, además, se podía conseguir chocolate:

“En todos los barrios hay una plaza anexa en la cual cada quinto día o con mas frecuencia, se celebran mercados… no solo en la ciudad de México, sino también en las otras ciudades y poblados de la Nueva España…. No pueden ser enumerados los géneros de frutas indígenas o de nuestro país, secas y frescas que allí se venden, y la que es tenida en mayor aprecio que las demás es el cacaotl [cacao]” (Hernández, 1945, pp. 80, 82).

Otro español, el médico y escritor Bartolomé Marradón, quien visitó México algunos años después, tenía una per-cepción menos optimista de esas transacciones (Marra-dón, 1685 [1618]):46

El uso de chocolate es tan familiar y frecuente entre todos los indios que no hay un espacio en el mercado en el que no haya una mujer negra o india con su tía, su Apstlet (que es una vasija de arcilla), y su molinillo (que es como un palo parecido a las agujas que se usan en España para hilar), y sus recipientes para recolectar y enfriar la espuma [del chocolate]. Estas mujeres pri-mero ponen una parte de la pasta o un cuadrado de cho-colate en el agua y los disuelven, y después de retirar una parte de esta espuma… la distribuyen en vasijas llama-das Tecomates… Después las mujeres lo reparten entre los indios o a españoles que las rodean. Los indios son grandes impostores, pues les dan a sus plantas nombres indios, lo cual les da buena reputación [a las plantas]. Podemos decir eso del chocolate vendido en los merca-dos y los puestos (Marradón, 1685 [1618], pp. 431-433).

46 Debido a que no pude consultar el único ejemplar conocido (el cual se encuentra en el Vaticano), utilicé la traducción francesa.

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Marradón describe con ansiedad el mercado como un punto de encuentro entre culturas, en el que el orden normativo queda en entredicho. Las mujeres, en par-ticular las indias y las negras, eran las proveedoras de un conocimiento deseable y de sustancias comestibles y potables, y los españoles eran los interesados y los compradores.47

A medida que la composición demográfica y social de la sociedad colonial se transformaba a lo largo del sigo XVI, los espacios criollos y mestizos adquirieron un rol importante en la socialización del chocolate. Las iglesias funcionaban como nodos de transmisión, pues en ellas las personas de ambos lados del Atlántico se encontra-ban, socializaban y compartían experiencias. La narración de Thomas Gage, un joven novicio de la orden dominica que viajó a México atraído por los relatos de riqueza fácil, muestra cómo los rituales de hospitalidad podían con-ducir a la iniciación en el consumo de chocolate. Gage recuerda cómo, después de desembarcar en Veracruz, los novicios dominicos participaron en una procesión a la catedral, y después su supervisor “nos atendió muy ama-blemente con confituras, y con una copa de una bebida india llamada chocolate” (Gage, 1648, p. 23). Un pasaje autobiográfico en el Curioso tratado de la naturaleza y ca-lidad del chocolate (1631) del médico Antonio Colmenero de Ledesma permite examinar la transmisión cultural en otro espacio criollo. Colmenero de Ledesma cuenta que su iniciación en el consumo de chocolate ocurrió cuan-do “llegando acalorado [a las Indias], visitando gente en-ferma y pidiendo un poco de agua para refresco [de él], fue incitado [en cambio] “a tomar una jícara [totuma] de chocolate… que sació [su] sed” (Colmenero de Ledesma, 1631, fols. 6r, 6v). Al llegar a América, los europeos se integraron a unas redes sociales (organizadas alrededor de las familias, la ocupación o las órdenes religiosas) que ejercían considerable presión para que se amoldaran a las costumbres locales.

Teniendo en cuenta que no había nada intrínsecamente atractivo en el chocolate, ¿cómo se desarrolló un gusto por esta bebida en Europa? El proceso tomó tiempo. El chocolate no tuvo una presencia significativa en España sino hasta los últimos años del siglo XVI, y su consumo se afianzó en Sevilla tan sólo en las primeras décadas del si-glo XVII.48 Antes de esto, pequeñas cantidades de choco-late llegaban a España con poca frecuencia y de manera

47 Para otras referencias al cacao y el chocolate que se vendían en los mercados “indios” coloniales, ver Lockhart (1993, p. 187); Gibson (1964, pp. 353, 358-360).

48 Chaunu y Chaunu (1956-1959 [1504-1650], volumen 6, pt. 2, pp. 1043, 2129, 4439, 4440, 4452, 4462).

errática. Por ejemplo, un encomendero explotador ordenó a sus súbditos que prepararan mil libras de “granos de cacao molido para beber”, para su viaje a España en 1531 (Anón, 1944, p. 18). Una comitiva de indios llevó cho-colate como regalo al príncipe Felipe (futuro rey Felipe II) en 1544 (Coe y Coe, 1996, pp. 130-133). Sin embar-go, los comentaristas contemporáneos y los registros de impuestos de importaciones de América muestran que el chocolate no fue una mercancía corriente en el comercio trasatlántico sino hasta la década de 1590.49 La primera obra sobre el chocolate publicada en España dirigida a un público español se imprimió en 1624 (De Valverde Turices, 1624). Para la década de 1620, miles de libras de cacao y chocolate eran importadas anualmente a Espa-ña. Venezuela exportó más de 31.000 libras entre 1620 y 1650, y más de siete millones de libras entre 1650 y 1700 (Arcila Farías, 1950, pp. 51-61, 72-73, 106, 143-145).50

Una masa crítica de aficionados con experiencia en el Nuevo Mundo se tenía que desarrollar en España antes de que pudiera existir un mercado para la bebida. Una condición necesaria, aunque no suficiente, para que el chocolate llegara a Europa como objeto de consumo era el grado de contacto social entre los españoles de la pe-nínsula y los españoles de las colonias. Se ha estimado que entre el 10 y el 15% de españoles que migraban hacia América regresaban a España.51 El análisis de una lista de pasajeros revela que dos grupos en particular, clérigos y mercaderes, cruzaban el Atlántico en ambas direccio-nes con más frecuencia (Jacobs, 1995, p. 160). No es extraño, por lo tanto, que personas pertenecientes a estos grupos hagan parte de la vanguardia de consumidores de chocolate que iniciaron a nuevos consumidores en Euro-pa. Así como en el Nuevo Mundo, las órdenes religiosas

49 De León Pinelo, quien escribe antes de 1636, estima que el cho-colate llevaba cuarenta o cincuenta años siendo consumido co-múnmente en España (De León Pinelo, 1636, fol. 8v). Alrededor de 1645, Tomás Hurtado afi rmó que el chocolate había estado presente en la península Ibérica durante cincuenta años (Hur-tado, 1645, fol. 19). Examiné las listas de carga de ocho barcos procedentes de Nueva España entre 1588 y 1591, y sólo un barco registraba un cargamento de chocolate (una caja con no más de cuarenta libras de chocolate en 1591; AGI, CT 4390, 2595). De la listas de carga de veinte barcos procedentes de Nueva España en 1595, encontré cuatro con cargamentos de chocolate, cada uno de más o menos cincuenta libras; AGI, CT 4389.

50 Estas cifras, sin embargo, no refl ejan la cantidad total de cacao importado, pues no incluyen el cacao de Nueva España o Gua-temala, regiones que seguían siendo productoras vitales hasta la mitad del siglo XVII, así como tampoco el considerable contra-bando de cacao; ver Klooster (1995).

51 Ida Altman (1989, p. 248) estima que fue alrededor del 10% (Altman, 1989, p. 248). Revisando manifi estos de barcos, Auke P. Jacobs encontró que entre 1598 y 1621, 944 pasajeros viajaron de Nueva España a Castilla, a partir de lo cual calculó una tasa de “migración de regreso” del 14% (Jacobs, 1995, pp. 150-151). Ver también Lockhart (1976, volumen 2, pp. 791-793).

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eran nodos importantes para dicha socialización. Cuando sus representantes (procuradores) asistían a reuniones generales en Europa, se aseguraban de “llevar con ellos grandes riquezas, y regalos para los generales, los papas y cardenales y nobles de España, a manera de sobornos para facilitar cualquier cosa justa o injusta, correcta o incorrecta, que fueran a solicitar”. Entre estos “regalos” se encontraban “una pequeña cuña de oro, una caja de perlas, algunos rubíes o diamantes, un cofre de carmín, o azúcar, con algunas cajas de exótico chocolate, o arreglos de plumas de Michoacán” (Gage, 1648, pp. 7-8). Una de-manda de 1634 presentada por un jesuita en Sevilla con-tra el capitán de un barco por dos contenedores grandes de chocolate que se habían perdido, y que habían sido enviados por la hermandad desde Veracruz, proporciona bastantes detalles acerca de cómo esta orden facilitó la transmisión del consumo de este producto.52 Parte del cargamento estaba destinada al “procurador general” en Sevilla, y otra parte debía ser enviada al “hermano Anto-nio Robles de la compania de JHS que reside en Roma”. De la misma manera, los primeros cargamentos de cho-colate y de toda la parafernalia utilizada para tomarlo iban dirigidos a miembros de la élite mercantil de Sevilla. Las cantidades enviadas eran tan pequeñas que es posible su-poner que eran para consumo doméstico.53

Una vez atravesada la “barrera del gusto”, los consumi-dores neófitos de chocolate acogieron completamente la bebida tal y como les fue presentada, pues no tenían nin-guna manera alternativa de percibirla o pensar sobre ella. El gusto por el chocolate no sólo incluye la apreciación gustativa, también involucra el olfato, la vista y el tacto, además de los sentidos cognoscitivos. Los europeos del Nuevo y el Viejo Mundo aprendieron a que les gustara el chocolate en toda su complejidad mesoamericana, adop-tando todo el espectro de bebidas de cacao que los ro-deaba. Juan de Cárdenas, un médico nacido en España, trasladado a México y educado allí, alababa preparaciones de chocolate que eran idénticas a las identificadas como bebidas indígenas (Cárdenas, 1988 [1591], pp. 145-146). La aceptación de estas bebidas también se manifestaba

52 AGI, CT 825, No. 8.53 Entre los compradores ilustres de chocolate entre 1591 y 1602 se

encuentran Antonio Armijo, quien fue identifi cado como “uno de los mercaderes más poderosos de Sevilla durante el fi nal del si-glo XVI”; Pedro Mendoza, quien ganó más de cuatro millones de maravedíes en 1596, y que “pues era uno de los mas acaudalados [cargadores de Indias]”; y Cristóbal de Ribera. Ver Sanz (1979, pp. 336, 380, 395). Sus compras de chocolate están registradas en AGI, CT 2595, 4389 y 4412. De nuevo, las pequeñas can-tidades (una caja cada uno, las cuales contenían entre veinte y cien libras), comparadas con las grandes cantidades de lingotes y productos para teñir que estaban importando, sugieren consumo doméstico.

en la hispanización de los términos náhuatl (por ejemplo, atextli se convirtió en atole). Los españoles tradujeron li-teralmente como “orejuela” los nombres en náhuatl de las especias florales gueynacaztle (“gran oreja”, en náhuatl) y xochinacaztli (“oreja florida”, en náhuatl). Hispanizaron, además, la palabra mecaxóchitl, convirtiéndola en meca-suchil, y bautizaron el tlixochitl como “vainilla” (“en nues-tra romance vainillas olorosas”) (Cárdenas, 1988 [1591], pp. 140-142).

Aunque Cárdenas le daba un puesto de honor a la bebi-da de cacao especiada con flores, también recomendaba otras preparaciones. Cárdenas opinaba que el atole, “se gasta y vende por todas estas plaças y calles mexicanas”, era entre todas las bebidas “más fresco de todos y el que más apaga la sed y da más sustento” (Cárdenas, 1988 [1591], p. 146). De acuerdo con la descripción de Cárde-nas, los europeos en el Nuevo Mundo elegían la bebida de cacao que más se acomodara a sus necesidades y tem-peramentos; así, por ejemplo, tomaban atole cuando que-rían algo refrescante y alimenticio, y preferían chocolates más condimentados y potentes en otras ocasiones. Los colonizadores y españoles que visitaban el Nuevo Mundo adoptaron toda la selección de bebidas de cacao prepara-das por las mujeres indias en aldeas, mercados y hogares a lo largo del siglo XVI.

Todas estas variaciones también llegaron a España al co-mienzo del siglo XVII. En los primeros cinco años de difu-sión del chocolate en Europa (comenzando por España) había poca diferencia entre los tipos de chocolate consu-midos por los criollos, los indios y los ibéricos. Una fuen-te de 1636 afirma que “en esta corte” había “mexicanos” (indios) y “personas de las Indias” (criollos) que tomaban el chocolate de la misma manera en que lo habían hecho en América (con maíz y miel) (De León Pinelo, 1636, 7v). Estos viajeros que llegaban del Nuevo Mundo fueron los primeros en usar el chocolate en el Viejo Mundo, y lleva-ron su chocolate tal y como era preparado en América.54 Al comienzo de su difusión, no había suficientes conoci-mientos técnicos para garantizar el transporte de la ma-teria prima, así que se transportaba el chocolate mismo. No fue sino hasta la década de 1630 que los artesanos de chocolate poblaron Madrid en cantidades detectables (Santamaría Arnaïz, 1986, pp. 712-713). Esta trayectoria demuestra que el chocolate europeo no era tan sólo simi-lar al chocolate americano. Era chocolate americano.

54 Por ejemplo, en los registros de impuestos de la fl ota de 1585 aparecían sólo importaciones de chocolate, no de cacao (AGI, CT 4389). En 1602, los registros de impuestos de la fl ota muestran seis cajas de chocolate y dos cajas de cacao (AGI, CT 4412).

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Figura 4. Antonio Ponce (1608-1677), Naturaleza muerta con duraznos, pescados, castañas, un plato y una caja de dulces de hojalata, y dos copas mexica-nas lacadas. Hacia el final de la década de 1630 era frecuente en España que las naturalezas muertas representaran accesorios para el chocolate. En este cuadro se hace referencia al chocolate a través de las calabazas lacadas conocidas como jícaras y el moli-nillo utilizado para producir espuma (arriba hacia la izquierda) apoyado sobre un recipiente con cacao molido. La presencia de calabazas y el molinillo demuestra que el chocolate atrajo los sentidos del tacto y la vista de los españoles, tal y como lo había hecho con los mesoamericanos antes que ellos. Reproducida por cortesía de la Galería Caylus, Madrid, España.

Los europeos que habían crecido bebiendo chocolate en el Nuevo Mundo, o que habían estado inmersos en el entorno indio durante un período suficiente, no sólo adquirieron el gusto por el chocolate espeso, también lo consumían de la misma manera en que había sido consu-mido desde hace tiempo en Mesoamérica. Los españoles igualmente asimilaron la constelación del cacao en su to-talidad, y trataron de mantener, incluso del otro lado del océano, las sensaciones sensoriales que acompañaban al chocolate. La legislación real de 1632 insinúa el aprecio de los españoles por saborizantes para el chocolate como la vainilla y el mecaxóchitl. En ese año, la Corona intro-dujo un impuesto especial al consumo de chocolate en España, impuesto que incluía estos dos aditivos como materia prima para la elaboración del chocolate.55 El je-suita que demandó al capitán de un barco por la pérdida de valioso chocolate y cacao también acusó al capitán por la desaparición de una carga de “orijuelas”, “meca-suchial” y “achiote”, así como vainilla; en otras palabras,

55 “Sobre el ‘servicio’ de los dos millones y medio” (1634), AGI, Consulados, leg. 93, No. 9. El edicto de 1632 (expedido también en 1634) para implementar un nuevo impuesto o monopolio en todo el reino para el chocolate establecía que se debían pagar tributos sobre el mecazuchil (1/2 real/lb.) y las vainillas (12 rea-les/lb.), así como sobre el cacao (1 real/lb.) y el chocolate manu-facturado (1/2 real/lb.).

las especias esenciales del chocolate mesoamericano.56 Existe una creencia generalizada de que los españoles no conservaron la práctica de mezclar maíz y cacao tal y como se acostumbraba en Mesoamérica. Sin embar-go, una descripción de la fabricación del chocolate en la Corte, en 1636, y una demanda de 1644 hacen referen-cia al uso del maíz (en la demanda también se menciona “mecasuchil”, “orejuelas” y achiote) (De León Pinelo, 1636, 8r).57

La apreciación y las expectativas corporales de los espa-ñoles con respecto al chocolate no se limitaban a las pa-pilas gustativas, sino que se extendían a sus preferencias visuales y táctiles. Al igual que los nativos de Mesoaméri-ca, los criollos y españoles aprendieron que la bebida era mejor con achiote, ingrediente alabado por Cárdenas, por enriquecer el chocolate con un “roxo y gracioso color.” (Cárdenas, 1988 [1591], pp. 142-143). Otro autor expre-só la “verdad” de que el achiote era necesario “para dar mas gusto, color y sabor al chocolate” (De Valverde Turi-ces, 1624, fol. A1-v). La reacción inicial del jesuita José de Acosta demuestra que la espuma no resultó atractiva inmediatamente a los sentidos españoles. Sin embargo, conocedores de la post-Conquista en Mesoamérica y Es-paña llegaron a estar de acuerdo con los aficionados de la pre-Conquista en que el chocolate estaba incompleto sin espuma en la superficie. Al igual que los artefactos precolombinos, la iconografía de criollos y mestizos del siglo XVI y el arte español del siglo XVII demuestran que la espuma era fundamental en el consumo del chocola-te. El molinillo utilizado para producir la espuma aparece con mucha frecuencia en representaciones del chocolate en la España del siglo XVII (ver las figuras 4, 5 y 6).58 Los españoles también aprendieron de los mesoamericanos que el chocolate debía tomarse en una vasija especial: el tecomate (una copa fabricada con arcilla), o la jícara (una calabaza lacada); tecomate es la forma hispanizada del término náhuatl tecomatl, y jícara corresponde a xi-calli (Molina, 1944 [1571], 93r, 158v).59 Manifiestos de varios barcos indican que a finales del siglo XVI y comien-zos de XVII, los consumidores de chocolate en España

56 AGI, CT 825, No. 8. Las grafías de orijuelas y mecasuchial son variaciones irregulares de orejuelas y mecasuchil, los términos es-pañoles para los nombres náhuatl xochinacaztli y mecaxóchitl.

57 En una demanda de 1644 contra un vendedor acusado de vender tomates ilegalmente en Madrid se menciona que los ingredientes del chocolate son “mecasuchil” (mecaxóchitl), “orejuelas” (xochi-nacaztli), achiote y harina de maíz. Archivo Histórico Nacional, Madrid, Sala de Alcaldes, Lib. 1231.

58 Hay referencias a la espuma en Cárdenas (1988 [1591], pp. 145-146); Marradón (1685 [1618]); De León Pinelo (1636, 8).

59 Quiero agradecer a Margaret E. Connors McQuade por ayudar-me a identifi car los materiales de los que estaban hechas las vasi-jas y explicarme la importancia de la tradición de los búcaros.

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compraban tecomates y jícaras, junto con las importacio-nes de chocolate y cacao.60 Algunas naturalezas muertas tempranas muestran las calabazas lacadas como parte del conjunto convencional de elementos utilizados para con-sumir chocolate (ver las figuras 4 y 5).

Los europeos, obviamente, agregaron sus propias “inven-ciones” al chocolate. La composición del chocolate y su parafernalia evolucionaron a medida que se trasladaban de la América precolombina a la colonial, y de ésta, a Europa. Sin embargo, los “europeos” no hicieron un es-fuerzo consciente por reinventar radicalmente la bebida. Las modificaciones se produjeron a través de manipula-ciones graduales que tenían como objetivo mantener, no cambiar, el impacto sensorial del chocolate. La modifica-ción más famosa fue la adición del azúcar. Contrario a la noción generalizada de que los españoles fueron los que inventaron la idea de endulzar el cacao, en realidad los in-dígenas mexicanos y mayas ya endulzaban muchas de sus bebidas de cacao con miel. Como los españoles sabían que tanto el azúcar como la miel eran endulzantes, cam-biar el uno por el otro implicaba una modificación menor, y no una divergencia significativa de la preparación que ellos habían probado inicialmente. El azúcar puede ser visto como un reemplazo de la miel, de tal manera que la intención al usar la primera es aproximarse al sabor origi-nal, no cambiarlo radicalmente. Cárdenas menciona que algunos disolvían las tabletas de cacao en agua caliente con “su puntica de dulce, que le da mucha gracia”, pero no aclara si el dulce era azúcar o miel, lo cual sugiere que estos ingredientes eran intercambiables (Cárdenas, 1988 [1591], p. 145). De la misma manera, Antonio de León Pinelo, una autoridad en materia de chocolate, aceptó que la miel y el azúcar desempeñaban la misma función en el

60 AGI, CT 4389, comprador 382; 4412, comprador 13; 4413, com-prador 708; 4424, fols. 210, 245, 296v; 4440, fols. 132, 133, 139; 4462, 315r. En los manifi estos, estos recipientes aparecen junto a referencias al chocolate (por ejemplo, “un caxon de chocolate y jícaras”; AGI, CT 4424, fol. 245), lo cual demuestra que estaban destinados a ser utilizados para consumir dicha bebida. Ver tam-bién De León Pinelo (1636, 8r). Otras naturalezas muertas que representan la parafernalia para hacer o tomar chocolate (como las jícaras hechas de calabaza lacada y/o porcelana, y molinillos) pintadas por artistas como Juan de Zurbarán, Francisco Barrera y Francisco Barranco se pueden apreciar en Anon (1995, pp. 140, 142); Cherry (1999, láminas 82, 86, 87). Sobre este género, ver también Cherry y Jordan (1995). Agradezco a William Jordan por haberme ayudado a encontrar la naturaleza muerta de la fi -gura 4 (y por haber identifi cado a su autor, Antonio Ponce), y a José Antonio de Urbina, de la Galería Caylus, por permitirme reproducirla aquí. El señor Urbina también me informó que Juan van der Hamen y León, celebrado pintor de la Corte y antiguo aprendiz en el estudio de Ponce, pintó posteriormente un juego de utensilios para el chocolate idéntico al que aparece en la parte superior izquierda de la fi gura 4, en un cuadro que fue subastado por Christie’s en 1996.

chocolate, aunque sugirió que los españoles preferían su chocolate más dulce (De León Pinelo, 1636, 8r).61

Otro ámbito para las invenciones de los españoles fue el de las especias. Los colonizadores españoles modificaron el chocolate tradicional mesoamericano añadiendo o re-emplazando especias apreciadas en el Viejo Mundo (ca-nela, pimienta negra, anís, rosa y sésamo, entre otras), en lugar del conjunto de especias florales nativo, el achiote y los chiles. Cárdenas, el médico criollizado, señaló que los españoles innovaron en las recetas al utilizar impor-taciones del Viejo Mundo, pero insistió en que “las spe-cies olorosas de esta India Occidental” eran superiores, pues “no nos dan aquel excessivo calor que las que noes traen de la India Oriental” (Cárdenas, 1988 [1591], pp. 142-143). De manera similar, el médico madrileño Col-menero de Ledesma recomendaba las especias del Nue-vo Mundo, pero reconocía que los reemplazos del Viejo Mundo podían ser más prácticos. Él sugiere que la rosa de Alejandría podía reemplazar el mecasuchil (mecaxóchitl) porque ambas sustancias poseían cualidades “purgativas” (tal vez, el que el mecaxóchitl y la rosa fuesen flores tam-bién hacía pensar que esta última podía reemplazar a la primera).62 También propuso la pimienta negra del Viejo Mundo como una alternativa (inferior) a los chiles mexi-canos, y enumeró los tipos de chiles preferibles nativos de Mesoamérica (chichotes, chiltecpin, tonalchies y chilpatla-gual) (Colmenero de Ledesma, 1631, fol. 6r). Es probable que la canela, la cual estaba presente en casi todas las preparaciones de chocolate a finales del siglo XVII, haya sido adoptada porque tenía el aspecto picante del chile y los atributos florales de la constelación de especias flora-les mesoamericanas. Cuando los españoles manipularon las recetas usando especias del Viejo Mundo, en realidad estaban tratando de simular los sabores de las flores del Nuevo Mundo, las cuales eran más difíciles de obtener (Cárdenas, 1988 [1591], pp. 140, 142-143, 145-146).

El maíz, en efecto, desapareció finalmente de las bebi-das de chocolate europeas. Sin embargo, las bebidas de cacao que, como el atole, contenían maíz no sucumbie-ron en España, debido a algún tipo de repulsión. Parece ser más bien que el maíz dejó de ser utilizado porque

61 El pasaje relevante es el siguiente: “Los Indios que lo inventaro, es sin duda que en mucha agua eshavan bastante miel para adul-zarlo, y poco Cacao… Los Españoles aumentaron lo dulce con el azucar.” De León Pinelo también menciona, sin embargo, que los españoles de las Indias usan tanto miel como azúcar.

62 Ver Colmenero de Ledesma sobre la preferencia por los chiles (Colmenero de Ledesma, 1631, fols. 4v, 8r); sobre las maravillas del achiote (confi rmadas a través de experimentos de “médicos de las Indias” en ovejas, en un caso de experimentación temprana con animales), las variedades de chiles y sustituciones (Colmene-ro de Ledesma, 1631, fols. 6r, 8r).

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los consumidores españoles internalizaron definiciones mesoamericanas de lujo, y porque el chocolate sin maíz se conservaba mejor en viajes de larga distancia. El atole era preparado generalmente con una pasta viscosa de cacao altamente perecedera. De otro lado, la prepara-ción mesoamericana tradicional de chocolate caliente sin maíz utilizaba el cacao en forma de “tableta”. Esta presentación del cacao podía durar “al menos dos años”, lo cual la hacía ideal para las largas travesías a través del Atlántico.63 Es así que la predominancia de bebidas de cacao sin maíz parece estar relacionada con problemas de almacenamiento en viajes de larga distancia. Tam-bién es posible que los nahuas vieran las preparaciones con maíz y cacao como bebidas más cotidianas, y la pre-paración con especias y picante como una bebida para ocasiones especiales. A su vez, si los españoles interna-lizaron dichas connotaciones, es posible que la élite (la cual era vital para la transmisión trasatlántica del cho-colate) haya preferido el chocolate más “lujoso”.64 En otras palabras, es posible que la desaparición del maíz del chocolate español sea, de hecho, una prueba de la absorción española de valores mesoamericanos.

Figura 5. Antonio de Pereda. Naturaleza muerta con cofre de ébano. Esta obra maestra está dedicada a los placeres sensoriales del Nuevo Mundo. A la izquierda

63 Cárdenas describe la preferencia por el chocolate perecedero so-bre el cacao (Cárdenas, 1988 [1591], p. 145).

64 De acuerdo con el Códice Florentino, el chocolate que se servía a los señores de más alto rango en ocasiones especiales no tenía maíz (The Florentine Codex, volumen 8, lib. 13, p. 39). La des-cripción de Cárdenas insinúa la distinción cotidiano/lujoso para las bebidas de cacao (Cárdenas, 1988 [1591], p. 146).

aparece una chocolatera, en la cual la pasta de choco-late y el azúcar se disolvían juntos. El molinillo para producir espuma está a su derecha. En la bandeja que se encuentra más abajo hay tres tipos de jícaras (copas para tomar chocolate); las dos del frente están hechas de cerámica ibérica, mientras que la que está atrás tal vez es una pieza de porcelana importada de Asia. La cuchara, un elemento convencional en las naturalezas muertas cuyo tema era el chocolate, probablemente servía para recoger la espuma de la superficie, y era una variante de las cucharas de caparazón de tortuga utili-zadas con el mismo propósito por los mesoamericanos. A la derecha, unos recipientes de madera contienen pasta de cacao, y un terrón de azúcar blanca está listo para usar. Entre las vasijas que se encuentran encima del cofre hay otra jícara, una calabaza espléndidamente decorada importada de Nueva España. Algunos bizco-chos para acompañar el chocolate reposan en primer plano. El cofre puede ser un depósito para cacao; la cerradura y la llave les recuerdan a los espectadores el valor de su lujoso contenido. El cuadro también presenta otra tradición sensorial americana: las vasijas de cerá-mica rojas probablemente elaboradas en Tonolá (en las afueras de Guadalajara, en la Nueva España) y conoci-das como búcaros, las cuales eran famosas por las cua-lidades aromáticas y terrosas que le imparten al agua. Óleo sobre lienzo. 80 x 94 cm. Colección de William Coesvelt, Gran Bretaña, 1815. Reproducida por corte-sía del Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia.

Figura 6. La chocolatada, atribuida al taller de Llorenç Passoles (Barcelona, 1710). Este mural representa una reunión aristocrática. La obra no deja ninguna duda acerca del papel fundamental del chocolate en la socia-lización de la élite del siglo XVIII, y destaca cómo los aficionados a la bebida seguían apreciando la espuma (en el mural, son los señores y no los sirvientes los que están espumando el chocolate). Reproducida por cortesía del Museu de Ceràmica, Barcelona, España.

Por último, las transformaciones en las vasijas para tomar chocolate demuestran que hubo una dinámica de cambio y continuidad en la historia del chocolate, y que es un error pensar en una ruptura repentina. Con

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el paso del tiempo, los consumidores de chocolate más prósperos en el Nuevo y el Viejo Mundo reemplazaron las copas de cerámica y las calabazas huecas por vasi-jas de porcelana y mayólica. Sin embargo, y a pesar de los nuevos materiales, los recipientes conservaron no sólo un tamaño y forma similares, sino que también se siguieron usando los nombres en náhuatl (ver la fi-gura 5) (Pierce, 2003, pp. 253-254, 259). El que los consumidores en España adoptaran el nombre de ori-gen náhuatl, jícara, para sus copas de porcelana es una muestra clara de continuidad.

En la Nueva España, y más aún en la península Ibérica, los españoles experimentaron con sustitutos para las especias del Viejo Mundo, pero cuando lo hicieron, su meta era aproximarse a los sabores originales, no intro-ducir nuevas sensaciones para el paladar. La noción de que los españoles “mejoraron” el chocolate de la Amé-rica prehispánica tiene su origen en algunos textos del siglo XVIII que pretendían autojustificar a España. La historia según la cual el chocolate se había amoldado al gusto europeo era un mito que respaldaba una ideología de conquista: se asumía que los colonizadores habían llevado la civilización a los bárbaros, y no al contrario. Los europeos, en realidad, internalizaron inadvertida-mente la estética mesoamericana y no modificaron el chocolate para que se acomodara a su gusto existente. De hecho, adquirieron nuevos gustos, una realidad en contradicción con la ideología colonial.

EL GUSTO VS. LA IDEOLOGÍA

Al ocuparse del tema del consumo en general, y del chocolate en particular, la tradición cultural-funciona-lista asume que el gusto sigue al discurso, que las prác-ticas corporales reflejan una ideología dominante, una mentalidad preponderante, o un ethos prevaleciente. El caso del chocolate sugiere que la relación entre gusto y discurso es más compleja. Tanto para los colonizadores españoles en el Nuevo Mundo como para los que vivían en la península, el hábito de tomar chocolate llamaba la atención sobre las paradojas y tensiones dentro del proyecto colonial. El que la discusión sobre el chocola-te se haya desarrollado en un contexto médico es para algunos una explicación de cómo los europeos adop-taron dicha bebida y suprimieron asociaciones poten-cialmente idólatras. Sin embargo, no es cierto que el paradigma médico haya conducido a los europeos a la adopción del chocolate ni que haya resuelto la difícil cuestión de la diferencia cultural. Por el contrario, la “medicalización” del chocolate fue una consecuencia,

no una causa, del reto que este novedoso sabor imponía a la ideología colonial. Dicha medicalización surgió, en primer lugar, debido a una posición defensiva de los criollos, en su intento de negar las acusaciones de que los descendientes de europeos que vivían en Amé-rica eran menos civilizados que los que residían en el Viejo Mundo; y, más adelante, porque los habitantes de la metrópoli reconocieron que habían asimilado una práctica proveniente de una cultura no cristiana y no europea.65

Los funcionarios coloniales de la metrópoli creían que los europeos nacidos y criados en el Nuevo Mundo se degeneraban hasta el punto de no ser mucho mejores que los indios. Estas ideas, basadas en algunas teorías ambientales de la época, llevaron a los funcionarios de la metrópoli a prohibir que los criollos ocuparan pues-tos burocráticos al final del siglo XVI. Los funcionarios afirmaban, por ejemplo, que “gran parte” de los euro-peos en el Nuevo Mundo “adoptan la naturaleza y cos-tumbres de los indios, por haber nacido en el mismo clima y haberse criado entre ellos” (Brading, 1992, pp. 200, 297). Al mismo tiempo, al final del siglo XVI, los criollos mismos estaban preocupados por la posibilidad de que ocurriera una aculturación en dirección contra-ria. A las autoridades les inquietaba la idolatría persis-tente, incluso renovada, de la mayoría de la población indígena, y, aun más problemático, su influencia en personas de ascendencia europea y mestiza, particular-mente en contextos plebeyos en los que individuos de orígenes diversos convivían cercanamente.66 Los expe-dientes de la Inquisición señalan que los colonizadores blancos, así como aquellos de “sangre mixta”, buscaban curanderos nativos para que les ayudaran a recuperar bienes perdidos, ganar el favor del amado o amada, o resolver otras dificultades. Este fenómeno revela fallas perturbadoras en el proyecto evangelizador. Más aún, también invertía el orden social desde el punto de vista de las autoridades criollas, ya que convertía a quienes estaban en el lugar más bajo de la escala social (los indios) en autoridades a las que recurrían europeos, criollos y mestizos.

El gusto de los colonizadores por el chocolate parece darle crédito a la acusación de los habitantes de la me-trópoli acerca de la disimilitud de los criollos, y afirma

65 Sobre la formación de identidades de criollos blancos, ver Bra-ding (1992, pp. 2-3); Pagden (1987, p. 51); Pagden (1990, p. 91); Cañizares (1999, p. 35).

66 Aguirre Beltrán (1963); Aguirre Beltrán (1970); Alberro (1992b); Alberro (1988); Gruzinski (1993); Baudot (1977). Sobre dichos contextos plebeyos, ver Cope (1994).

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la vulnerabilidad de los sujetos coloniales de todas las castas a la aculturación a usos nativos. El chocolate dividió a los españoles americanizados de los españoles ibéricos recién llegados al Nuevo Mundo; estos últi-mos se percataron de los peculiares hábitos y gustos de sus compatriotas criollizados y los rechazaron, mientras que los criollos se retorcían bajo la condescendencia despectiva de los arrogantes peninsulares. En Proble-mas y secretos maravillosos de las Indias, obra que consti-tuye un manifiesto sobre la legitimidad criolla, Juan de Cárdenas nota las críticas de “médicos de España, sin saber y escudriñar lo que es, de todo punto le reprue-van [el chocolate]” (Cárdenas, 1988 [1591], p. 140). El jesuita español José de Acosta, después de permanecer durante un año en Nueva España, señaló con desapro-bación que era “una locura” cómo esas mujeres españo-las “hechas a la tierra se mueren por el negro chocolate y algunos que no estan hechos a él, les hace asco” (De Acosta, 1590, fols. 163r-164v). El desprecio ibérico por el chocolate era equivalente a la denigración peninsular de los criollos.

El chocolate estaba asociado a varias formas de “idola-tría” colonial. Jacinto de la Serna, resuelto a identificar y extirpar las prácticas idólatras en Yucatán, escribió en 1656: “es digno de avertir que negros, mulatos y algu-nos españoles dexados de la mano de dios en cosas per-didas buscan indios a aquienes pagan” por servicios con varias drogas (De la Serna, 1953, volumen 1, p. 239). Otro extirpador sostiene, además, que “en esta ciudad de Mérida… estas indias echan en el chocolate cosas encantadas que embrujan a sus maridos”(Sánchez de Aguilar, 1953, vol. 2, p. 279). Algunos casos de la In-quisición también confirman los vínculos entre el chocolate y la hechicería, especialmente en relación con mujeres de todas las castas. Por ejemplo, María de Riviera, identificada como una mulata en Puebla, le aconsejó a una cliente moler cacao con el objetivo de poder atraer a cierto hombre, añadiéndole “que le diesen chocolate con aquella agua que stava en el jarro donde estaban dhas doradillas”. Los registros de la In-quisición de la Nueva España y Guatemala en el siglo XVII contienen muchos casos que, como éste, mues-tran que el chocolate era un medio crucial para la apli-cación efectiva de curas, pociones amorosas y hechizos (Anon, 1652, fols. 3r-v).67

Problemas y secretos maravillosos de las Indias (1591) de Juan de Cárdenas contiene la primera discusión extensa

67 Casos similares son documentados y analizados en Méndez (1998) y Few (2005). Agradezco a Martha Few por haber llamado mi atención sobre estos casos.

sobre el chocolate en el contexto del consumo europeo. La inclusión del chocolate en medio de un discurso médico no puede separarse de la posición defensiva de Cárdenas con respecto a la reivindicación de los crio-llos, en el sentido de ser iguales a los peninsulares, ni de sus miedos sobre la resistente “superstición” india y la susceptibilidad de los criollos hacia ella. El esta-tus ambiguo de Cárdenas explica en parte su motiva-ción para escribir sobre el chocolate. Le molestaban las críticas de “esos doctores en España” que “condenan todo lo que tiene que ver con el chocolate”. Cárdenas creía que la falta de consenso acerca del chocolate en el Nuevo Mundo también era un problema: “En quanto a los daños y provechos que haze, oigo dezir a cada uno su parecer: unos abominan el chocolate, haziéndolo in-ventor de cuantas enfermedades ay, otros dizen que no ay tal cosa en el mundo… ansí que no ay quien en esto tome tino al vulgo” (Cárdenas, 1988 [1591], p. 146).

La ansiedad de Cárdenas acerca del estatus ambiguo del chocolate está conectada con una preocupación, presente en toda su obra, por trazar una línea que se-pare a criollos de indios. En Problemas, expresa su in-quietud por la manera en que los españoles recurren a curanderos indios, lamentando tener que oír decir

… cada día dos mil cuentos y otras tantas historias, patrañas y vanidades acerca de que enhechizaron uno y del otro que echó una bolsa de gusanos con un beve-dizo o patle que le dieron, y no cessa aquí el negocio, sino que también os querrán hacer en creyente que ay yerbas, polvos y raíces que tienen tal propiedad que con ellas puedan hazer que dos personas se quieran bien o que se aborrezcan […] y no sólo se persuade a creer esto el ignorante vulgo, pero también creen y ima-ginan (mayormente gente bárbara y estúpida) que se toman yervas y bevedizos para adivinar lo porvenir (ne-gocio sólo reservado a Dios) (Cárdenas, 1988 [1591], pp. 265-266).

Los personajes oscuros mencionados por Cárdenas, aquellas personas que proporcionaban curas al “vulgo”, incluyen “cierta esclava negra” y “estos indios que de suyo son grandes ademaneros y alharaquientos” (Cár-denas, 1988 [1591], pp. 270, 273).

Para rescatar al chocolate de sus vínculos con la “idolatría colonial” y de su potencial como vehículo de contagio cul-tural, Cárdenas aseguró que el chocolate podía ser euro-peizado e higienizado de asociaciones paganas, a través de la aplicación de principios médicos del Viejo Mundo. El acto de prescribir o recetar producía la ilusión de que

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la aculturación a prácticas materiales indias podía ser mediada y protegida de una contaminación cultural in-deseable y peligrosa. Siguiendo el modelo fijado por otros escritores europeos que se ocupaban de la ma-teria médica, Cárdenas comienza su discusión sobre el chocolate estableciendo su perfil humoral, utilizan-do para ello las categorías frío/caliente y seco/húmedo desplegadas por Galeno (131-201 A.D.) y adoptadas por médicos medievales y renacentistas.68 Cárdenas explica que el cacao tiene tres partes con cualidades diferentes y contradictorias, pero que, desde el punto de vista humoral, sus cualidades frías eran las predo-minantes. Posteriormente describe las variedades de bebidas de cacao y las prescribe para cada individuo de acuerdo con su temperamento, ubicación, edad, y otros factores que pueden incidir sobre el balance humoral. Después de exponer la confusa variedad de opiniones con respecto al chocolate, Cárdenas pro-mete que “Sólo pues nos sacará de esta confusión el divino Hipócrates, con aquella cifrada sentencia que dixo ‘No todo en todo, sino cada cosa para lo que es’, que es como dezir, que no queramos aplicar una sola cosa a todos sugetos, a todas complexiones y a todas enfermedades” (Cárdenas, 1988 [1591], pp. 139, 146). Aunque algunos han visto la inserción del chocolate en el paradigma médico clásico basado en Hipócrates y Galeno como la causa del éxito de la bebida en Eu-ropa, es mejor entender dicha inserción como el efecto de tal éxito: la manera que las autoridades criollas (y, poco después, las ibéricas) encontraron para reconci-liar su gusto por un manjar indio con una ideología de superioridad cultural. Al escribir sobre el chocolate, Cárdenas está reaccionando ante la amplia populari-dad del chocolate entre los criollos, no está causando esa popularidad. Igualmente, este discurso médico es posterior, no anterior, a la aceptación del chocolate en-tre consumidores españoles en Europa. El Diálogo del uso del tabaco y de chocolate y otras bebidas, el primer tratado dirigido a los consumidores de chocolate en España, fue publicado en 1618, al menos veinte años después de que el chocolate tuviera una presencia de-tectable entre los consumidores de la península.

68 Al enmarcar su discusión sobre la materia médica del Nuevo Mundo de esta manera, Cárdenas sigue el modelo establecido por Nicolás Monardes, un comerciante sevillano que escribió la Historia medicinal: de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales, que sirven al uso de Medicina, libro bastante popu-lar y muy traducido. Aunque Monardes no se ocupó del cacao ni del chocolate, sí presenta un prototipo de higienización en su discusión sobre el tabaco. Sobre la deuda de Cárdenas con Mo-nardes, y la Historia medicinal como un punto de quiebre en las representaciones europeas del Nuevo Mundo, ver Norton (2000, pp. 54-62, 104-112, 177-190). Un trabajo más reciente es el de Bleichmar (2005, pp. 83-99).

A pesar de los esfuerzos de Cárdenas, el legado in-dio del chocolate continuó atormentando a algunos durante la migración de la bebida a Europa. El autor del Diálogo, Bartolomé de Marradón, era un médico (o boticario) andaluz que tipificaba la vanguardia de consumidores de chocolate en la metrópoli: viajó a las Indias (Nueva España y/o Guatemala) al menos dos veces y tenía familiares que habían migrado con ese destino.69 En el texto de Marradón se manifiesta la tensión sin resolver entre el marco médico y las ansie-dades persistentes sobre el chocolate como vehículo de diseminación de la cultura indígena. Tal y como su título lo indica, Marradón redactó su tratado como un diálogo entre “un médico” (presumiblemente de ori-gen hispano), “un indio” y “un burgués”. El personaje del médico no es muy amable con el chocolate: su sabor le parece desagradable, sus efectos poco salu-dables, su uso poco cristiano, y su esencia deplorable-mente india. Sin embargo, con la figura del “indio”, Marradón revela la paradoja que implica la dependen-cia española del chocolate. El indio cuenta haber visto a un sacerdote español (quien supuestamente estaba evangelizando unos nativos) tan apegado al chocolate que debió interrumpir la misa para tomar un poco. El indio dice: “Una vez vi en un puerto en el que des-embarcamos para purificar el agua a un sacerdote di-ciendo misa que, por estar exhausto, se vio obligado a sentarse en una banca y tomar un tecomate lleno de chocolate, y entonces Dios le dio energía para com-pletar la misa” (Marradón, 1685 [1618], pp. 436-438). El que el sacerdote haya recurrido al chocolate duran-te la misa muestra cómo, al adoptar el chocolate, los mismos civilizadores españoles fueron víctimas de la idolatría india. El consumo de chocolate, una práctica entrelazada con la idolatría pagana, aparece intercala-do en el rito más importante del catolicismo, la trans-formación del vino y el pan en la sangre y el cuerpo de Cristo. El “burgués” suministra más evidencia de esta perversión al añadir que los clérigos tomaban choco-late en la iglesia.

La conclusión del diálogo deja muy en claro que el cho-colate no es una sustancia neutral, higienizada median-te un discurso médico, sino que se trata más bien de un medio para esparcir herejías indias. Las últimas pala-bras de la conversación son pronunciadas por el indio, quien cuenta que las mujeres españolas “usan esta be-bida para vengar sus celos, aprendiendo a usar hechizos de las indias, quienes son grandes maestras, pues les

69 AGI, CT 5360, No. 8; CT 5407, No. 8. En la traducción de Du-four, Marradón aparece como “médico de Marchena”, mientras que en los documentos del AGI aparece como boticario.

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ha enseñado el Diablo”. Este personaje describe asesi-natos ocasionados por los hechizos de estas mujeres y advierte que “es muy bueno abstenerse del chocolate para evitar la asociación y familiaridad con gente tan culpada de hechicería” (Marradón, 1685 [1618], pp. 444-445). Marradón quiso demostrar, a través del per-sonaje del indio, que el chocolate no podía ser separa-do de su linaje cultural, un linaje que convertía a los europeos en aprendices de los indios, a quienes a su vez el autor presenta como maestros o maestras (o más bien dueñas) de la hechicería, o incluso de satanismo. Al hacer esto, logró que nociones prevalecientes en la Mesoamérica colonial (que se manifestaban en la aten-ción que las autoridades de la Inquisición prestaban a curanderos y hechiceras que ofrecían chocolate) mi-graran a España. El Diálogo de 1618 resalta las ironías inherentes a la adopción europea del chocolate en un mundo en el cual los españoles eran ostensiblemente los diseminadores de la civilización, no aprendices de la cultura india.70

La mayoría de estudios sobre consumo en general, y sobre bebidas estimulantes en particular, asume o pre-tende demostrar que el gusto refleja jerarquías socia-les o un ethos en ascenso. En otras palabras, el gusto es una función de otros fenómenos sociales. El caso del chocolate muestra otra posibilidad: que el gusto, en vez de naturalizar ideologías de hegemonía, puede revelar contradicciones internas en los aparatos ideo-lógicos. En España e Hispanoamérica, el gusto de los europeos por el chocolate no apuntalaba una jerarquía normativa que pusiera a los colonizadores europeos por encima de los súbditos indios, o a los cristianos por encima de los paganos. En contraste, dicho gusto lla-mó la atención de manera incómoda sobre las fallas del proyecto civilizador y evangelizador colonial, y reveló la vulnerabilidad de los ciudadanos a las metamorfosis culturales y el potencial de internalización de idolatría de los cristianos.

Ni tan abstracto como las ideas ni tan tangible como los bienes, el gusto, el cual ha sido entendido a lo largo de este texto como hábitos encarnados y disposiciones estéticas, forma parte del “Intercambio Transoceáni-co”. Estos hábitos encarnados y disposiciones estéticas tienen una historia que está relacionada con (pero que

70 Más adelante, las autoridades culturales (médicos, farmacéuti-cos, teólogos) en España y en toda Europa estuvieron más cerca de Cárdenas que de Marradón, y enfatizaron las virtudes médi-cas del chocolate (cuando era usado con moderación). No obs-tante, perduró un subtexto sobre los aspectos potencialmente no cristianos del consumo de chocolate; ver Norton (2000) o Norton (próxima publicación).

no depende de) otros fenómenos históricos. En el caso del chocolate, algunas condiciones sociales particula-res, como la proximidad prolongada de los españoles con los entornos culturales indios y la integración social del Atlántico español, dan cuenta de la adquisición por parte de los europeos de un nuevo gusto. Este gusto, más que apuntalar una ideología imperial monolítica, llamaba la atención sobre sus contradicciones internas. El gusto, en este caso, es una fuerza autónoma que, más que reflejar el discurso, lo afecta.

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RESUMEN

Este artículo examina la inserción de los inmigrantes vasco-navarros del valle de Baztán en el imbricado negocio del trigo, la harina y el pan de la ciudad de México a fi nales del siglo XIX. Describe las condiciones laborales en las panaderías, así como el papel de los obreros en el México de Porfi rio Díaz. A contrapelo de la tendencia historiográfi ca que presenta a los empresarios inmigrantes, y al propio Estado porfi rista, como fuerzas de la modernización capitalista, el artículo demuestra que, con contadas excepciones, las panaderías permanecían arcaicas y precapitalistas, de modo que los inmigrantes pudieran incorporar a la cadena de sobrinos que vinculaba la ciudad de México con el valle de Baztán. Además, se arguye que los obreros panaderos, quienes sufrían pésimas con-diciones dentro de los amasijos, fueron los que pugnaron para que se estableciera un régimen más capitalista en el que, de acuerdo con los conceptos populares del liberalismo, se les reconocieran derechos básicos como ciudadanos.

PALABRAS CLAVE:

Ciudad de México, inmigrantes vascos, panaderías, movimiento obrero, porfi riato.

POR ROBERT WEIS*

Las panaderías en la Ciudad de México de Porfirio Díaz: los empresarios vasco-navarros y la movilización obrera

FECHA DE RECEPCIÓN: 19 DE OCTUBRE DE 2007FECHA DE ACEPTACIÓN: 30 DE OCTUBRE DE 2007FECHA DE MODIFICACIÓN: 15 DE ENERO DE 2008

* Maestría en Estudios Latinoamericanos, Universidad Nacional Autónoma de México; Ph.D. en Historia, University of California, Davis, Estados Unidos. Sus temas de investigación se centran en la historia de la inmigración, de la comida y de los movimientos obreros. Actualmente elabora un proyecto de investigación sobre el comercio de maíz en la ciudad de México a principios del siglo XX. Recientemente publicó el artículo El horno no está para bollos: inmigración y pan en la ciudad de México, 1875-1939 en la revista Espacio Regional. Revista de Estudios Sociales de la Universidad de los Lagos (Osorno, Chile). Correo electrónico: [email protected].

Immigrant Entrepreneurs, Bread, and Worker Protest in Porfi rian Mexico CityABSTRACT

This article examines the insertion of Basque immigrants from the Baztan Valley, in the province of Navarre, into the wheat-fl our-bread complex of late-nineteenth century Mexico City. Additionally, it describes labor conditions in the bakeries they owned and analyzes the place of workers in the Mexico of Porfi rio Díaz. In contrast to the historiographical tendency to present immigrant entrepreneurs, and the Porfi rian state, as forces of capitalist modernization, the article shows that, with important exceptions, bakeries remained archaic and precapitalist in order to permit the integration of the constant stream of nephews that linked Mexico City and the Baztán Valley. It also argues that the bakery workers, who suffered terrible conditions in the bakery workshops, pushed for a labor regime more in line with capitalism, which, according to popular notions of liberalism, would acknowledge their basic rights as citizens.

KEY WORDS:

Mexico City, Basque immigrants, bakeries, workers’ movement, Porfi riato.

As padarias na cidade do méxico de Porifi rio Díaz:os empresários basco-navarros e a mobilização operária. RESUMO

Este artigo examina a inserção dos imigrantes bascos do vale de Baztán da província de Naviarra, no imbricado negócio do trigo, da farinha e do pão da Cidade do México no fi nal do século XIX. Além disso, descreve as condições trabalhistas nas padarias e também o papel dos operários no México de Porfírio Diaz. Em contrapartida da tendência historiográfi ca que apresenta os empre-sários imigrantes e o próprio Estado porfi rista como forças da modernização capitalista, o artigo demonstra que, com importantes exceções, as padarias permaneciam arcaicas e pré-capitalistas para permitir a integração da cadeia de sobrinhos que ligava a Cidade do México com o vale de Baztán. Além disso, o texto argumenta que os operários padeiros, que eram os que sofriam as terríveis con-dições dentro das padarias, foram aqueles que lutaram para estabelecer um regime mais capitalista no qual, seguindo os conceitos populares do liberalismo, seus direitos básicos como cidadãos fossem reconhecidos.

PALAVRAS CHAVE:

Cidade do México, imigrantes bascos, padarias, movimento operário, Porfi riato.

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Las panaderías en la Ciudad de México de Porfi rio Díaz: los empresarios vasco-navarros y la movilización obreraROBERT WEIS

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En su discurso inaugural de 1876, el presiden-te de México Porfirio Díaz calificó a la inmigración como “una de nuestras más imperiosas necesidades”. Respaldó la declaración con ofrecimientos de tierra, pasaje y acceso a la mano de obra a posibles inmigrantes europeos y norte-americanos (MacGregor, 1992; González Navarro, 1957). Al hacer florecer la economía con recursos y un espíritu empresarial que los mexicanos supuestamente no tenían, los inmigrantes complementarían la estabilidad política que Díaz pretendía forjar. Los españoles eran los candi-datos preferidos, pues su mismo idioma y religión les per-mitirían mezclarse entre la población nativa e inyectar la nación con sangre vigorosa. Aunque relativamente pocos españoles respondieron –la inmigración siempre fue ín-fima, comparada con la de otros países americanos–, su concentración como propietarios de determinadas indus-trias dio mayor peso a su impacto (Moya, 2006). Por lo mismo, tuvieron algunas ventajas sobre sus pares en otros lados. En Estados Unidos y Argentina, por ejemplo, algu-nos europeos llegaron a ser propietarios y gerentes, pero la mayoría entró al sector fabril como trabajadores asala-riados. En México, en cambio, los nativos constituían la base de la fuerza de trabajo, lo que permitió que los pocos inmigrantes que llegaron pudieran encontrar puestos que iban desde dependientes hasta dueños en el comercio ur-bano y en el sector manufacturero. Esta concentración y la consecuente segregación étnica entre dueños inmi-grantes y mano de obra mexicana eran particularmente evidentes en las panaderías de la ciudad de México, no sólo porque la industria del pan experimentó un notable aumento con la llegada de los españoles, sino también porque fue un grupo particular –vasco-navarros del valle de Baztán– el que encabezó la expansión.

Aunque los inmigrantes vascos consolidaron su posición dominante dentro de la industria del pan, las panaderías seguían siendo uno de los sectores urbanos más atrasa-dos de México. De hecho, en este caso, los inmigrantes y los funcionarios del Estado porfirista no eran la fuerza modernizadora, como los estudiosos del período tienden a caracterizarlos. Al contrario, eran los obreros quienes luchaban por modernizar sus condiciones, pugnando por relaciones labores de corte más capitalista. Los dueños y el Estado, en cambio, se aferraban a prerrogativas pater-nalistas. En las páginas que siguen se examinará la inser-ción de los inmigrantes baztaneses en las panaderías de la ciudad de México; las condiciones en las mismas y el

lugar de los obreros en el México porfiriano; y finalmente, se analizará una serie de huelgas que estallaron en 1895. A diferencia del axioma marxista que explica la moviliza-ción obrera a partir de las dinámicas capitalistas de me-canización y centralización, los panaderos mexicanos se volcaron a la huelga precisamente porque las panaderías permanecían arcaicas y precapitalistas.

LA PARADOJA VASCA

Los vascos tienen una larga historia de inmigración y empresas en América Latina (Moya, 1998; Douglass y Bilbao, 1975; Mörner, 1996; Aramburu, 1999; Brading, 1971; Socolow, 1978; Garritz, 1996). “Para ser un au-téntico vasco –escribió el novelista Pierre Llandé en 1909– se necesitan tres cosas: llevar un apellido sonoro que hable de su origen; hablar la lengua de los hijos de Aitor; y tener un tío en América” (Iriani, 1995). A finales del siglo XIX, el valle de Baztán envió a más de sus hijos a América que cualquiera de las demás regiones vascas (Alday, 1996b). Pero, en cierto sentido, el destino em-presarial de los vascos, en general, y los baztaneses, en particular, no pareciera predeterminado. Enclavado en-tre los Pirineos y Pamplona, el valle de Baztán consta de catorce pueblos dispersos y varios caseríos dedicados a la agricultura y la ganadería (Alday, 1996; Otondo, 2002). Rústicos, conservadores y apegados a la familia en su propia tierra –“un viaje a Navarra [en 1920] aún era una expedición a la Edad Media”– eran astutos capitalistas urbanos en el extranjero (Thomas, 1961). Por ello, para quienes los estudian, los vascos representan un fenóme-no singularmente paradójico. Se preguntan: ¿cómo pudo una “sociedad poco productiva, atada por costumbres y con una jerarquía ascriptiva” generar tantos empresarios para el Nuevo Mundo? (Hagen, 1962). En otras pala-bras, ¿cómo llegó a ser una fuerza modernizadora un pueblo tan tradicional? Para responder, una subdiscipli-na de vascólogos ha buscado la clave del funcionamiento interno de sus comunidades en la geografía, los patrones de herencia, la socialización familiar, así como en el ais-lamiento cultural y lingüístico del resto de España (Es-trada, 1999; Bazant, 1983). En un estudio clásico sobre empresarios en Antioquia, Colombia, Hagen atribuye la prosperidad de éstos a su ascendencia vasca. Los vascos, afirma, son “un pueblo vigoroso y trabajador de las serra-nías que ha conservado un aislamiento cultural […] y ha transmitido estos rasgos personales en Colombia durante varias generaciones” (Hagen, 1962). Kasdan concuerda en que los inmigrantes vascos, por lo general, son em-presarios singularmente exitosos, pero la clave, según él, reside en la estructura familiar, a saber: la primogenitura

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y la consecuente socialización de los hijos menores des-tinados a salir del caserío (Kasdan, 1965). Los tratamien-tos más recientes se despreocupan de la etiología y se limitan más bien a describir sus éxitos (Herrero, 2004; Marichal y Cerruti, 1997).

En buena medida, estos factores etno-históricos ayudan a explicar los triunfos de los vascos en América. La primo-genitura obligó a muchos a buscar modos de vida fuera de la aldea, en sitios donde su comunalismo resultó ser ven-tajoso (Kasdan, 1965, Brandes, 1973; Douglass, 1973ab; Idoate, 1989; Moya, 1998). Su apego idiosincrásico a su casa ancestral (echea); sus patrones de endogamia patriar-cal, en que el paterfamilias escoge cuidadosamente a sus yernos de entre la comunidad, y a menudo, de la misma familia; su idioma singular; su autoidentificación como un pueblo particularmente trabajador y austero: todo esto infundió en la comunidad vasca en el extranjero la con-fianza y el control necesarios para movilizar recursos con eficiencia e integrar rubros afines en una empresa cohe-siva (Douglass y Bilbao, 1975; Bonacich, 1973; Bonacich y Modell, 1980; Waldinger, 1986).

Esta misma batería de valores y mecanismos también ayuda a esclarecer el porqué de su concentración en las panaderías, pese a que no eran panaderos. Las panade-rías fueron empresas que resultaron ser compatibles con los recursos étnicos y los imperativos sociales de los vas-cos. Otros españoles explotaban nichos específicos, esta-bleciendo, por ejemplo, las tiendas ultramarinas, donde se expendían vinos importados, aceite de oliva, bacalao salado, o bien, en el caso de la “Alpargatería Española”, propiedad de un gallego, “pelotas de Pamplona, canastas y boinas” (Figueroa, 1899; Ludlow, 1994). Ligados a una demanda limitada, este tipo de negocios no permitía una expansión mayor (Portes, 1987; Cobas, 1987; Auster y Aldrich, 1984). El pan, en cambio, lo consumía una am-plia población en constante aumento. Las panaderías po-dían multiplicarse, para dar cabida a la cadena continua de sobrinos que se proponían “hacer la América” en los negocios de sus tíos. Además, en comparación con otras industrias, las panaderías exigían poca inversión inicial, puesto que los negocios eran pequeños y la mano de obra era barata (Waldinger, 1986).

Los recursos culturales de los vascos, entonces, eran cla-ramente compatibles con el espíritu empresarial. Si acaso parece paradójico, es porque los estudiosos, al igual que la élite porfirista, han equiparado automáticamente tal espíritu con el progreso y la modernización capitalista. La suposición es particularmente equivocada en el caso de las panaderías, donde los inmigrantes echaron mano de

recursos tradicionales para ocupar la industria más arcai-ca del México urbano.

NUEVOS PROPIETARIOS

En 1869, dieciocho hombres eran dueños de las aproxi-madamente treinta panaderías principales en la ciudad de México (La Iberia, 4 de agosto de 1869; El Distrito Federal. Órgano Oficial del Gobierno del Mismo, 21 de diciembre de 1871; El Boletín Municipal, 26 de julio de 1872). Todos, menos uno, eran recién llegados a la in-dustria del pan; por lo menos ocho eran inmigrantes, de los que sólo uno era vasco-navarro. También en 1869, un grupo de repartidores y pequeños comerciantes protestó ante el gobernador del Distrito Federal, Juan José Baz, por “la más inicua codicia y monopolio de los dueños ex-tranjeros de panaderías”. Los repartidores se quejaron de que “tres o cuatro más acomodados […] que también tie-nen molinos, al mismo tiempo que panaderías […] han comprometido a los demás a tomar la resolución de cerrar nuestras casillas y tendejones, negándose a vendernos pan, para venderlo ellos exclusivamente […] hundiendo el puñal de muerte en el seno de más de dos mil fami-lias que vivimos del tráfico de pan” (AHDF Jurados, Vol. 2740). Pero lo que los repartidores estaban presenciando era apenas el comienzo de la monopolización extranjera del sector. Después de 1869, los cambios de dueños se-guían pero ya se perfilaba un claro patrón. Los inmigran-tes españoles paulatinamente compraban las panaderías existentes y establecían nuevas. Después de mantenerse constante durante más de un siglo, el número de panade-rías se triplicó entre 1869 y 1890.

La punta de lanza de esta tendencia era Pedro Albaitero. Nacido en 1833 en Erazu, en el valle de Baztán, llegó a México alrededor de 1855 (Otondo, 2002). Hay poca información sobre sus inicios en México. Al parecer, no tenía panaderías antes de 1869, pero a los diez años de haber llegado ya contaba con tal prestigio que un testimo-nio de Albaitero daba fe de la eficacia de un cirujano aus-tríaco de callos y verrugas en los pies (La Sociedad, 2 de diciembre de 1864). Algunas pistas sobre sus comienzos se encuentran en su matrimonio con Luisa García Rejón y Piñón en 1865 (www.familysearch.org, C619629, ficha No. 0035212). Su esposa no era de ascendencia vasca ni nacida en España. Pocas españolas solteras emigraban, y mucho menos durante las turbulentas décadas del siglo en México. De haber nacido en España, la boda sin duda se hubiera celebrado allí y no en México. Más bien, Luisa García provenía de una familia de élite de Yucatán, en el sudeste del país. Su abuelo, Joaquín García Rejón, había

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Las panaderías en la Ciudad de México de Porfi rio Díaz: los empresarios vasco-navarros y la movilización obreraROBERT WEIS

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sido un prominente terrateniente, militar y político que figuró entre los primeros congresistas del Estado en 1823. Aparentemente, su padre, Manuel García Rejón, llevó a la familia a vivir en el pueblo de Tacubaya, a las orillas de la capital (www. familysearch.org, C619624, ficha No. 35207; Mestre, 1945; Benson, 1992). Como muchas fa-milias acomodadas, los García Rejón y Piñón prefirieron la promesa de un inmigrante europeo sobre la supuesta decadencia de los contemporáneos mexicanos de Luisa. Era común que las familias casaran sus hijas con inmi-grantes, con tal de “facilitar que la familia se ajustara a los cambios de la época” (Walker, 1986; Brading, 1971). Para la familia, el matrimonio representó una inversión en nuevas posibilidades comerciales. Para Albaitero, el matrimonio sugiere, además de una inclinación amorosa, que tenía suficientes conexiones para mezclarse con la élite capitalina pero no los recursos para establecerse sin el apoyo de una familia política. Como un empresario pa-nameño poco afortunado lamentó: “en México, el mejor árbitro para todo es la influencia personal”; el que no la tuviera, no prosperaba (Walker, 1986).

Albaitero no podía valerse de un círculo de paisanos pa-naderos, porque simplemente no existía. Los siete pana-deros españoles que había en 1869 llegaron una década después que Albaitero. Es probable que su suegro tuviera terrenos, y acaso un molino, en Tacubaya; en todo caso, las conexiones y la dote acaso explican cómo habría com-prado dos panaderías céntricas para el año de 1869, cuan-do no tenía ninguna dos años antes. En seguida, Albaitero se asoció con otro vasco-navarro, José Arrache, quien se casó con María de la Luz García Rejón, hermana de Lui-sa, en 1874 (www.familysearch.org., M643217, ficha No. 0652544). La boda y la segunda dote fundieron los víncu-los de familia y negocios entre los dos inmigrantes vascos, quienes pusieron los cimientos para los baztaneses que abandonaron sus aldeas en busca de fortuna en México. En 1884, Albaitero mandó llamar a un sobrino en Erazu, Juan Irigoyen Echartea, quien contrajo nupcias ese mis-mo año con su hija mayor, Mercedes (www.familysearch.org., No. 0652544, ficha No. M643217; Arcelus, 2001). Los hermanos de Irigoyen –Pedro, José y Francisco– lle-garon a México poco después y se establecieron como agricultores y molineros en el Bajío, la zona triguera al noreste de la capital (Alday, 1996b).

Así, Albaitero se encontró en la posición idónea para unir la materia prima con la demanda urbana. En 1887, él y Arrache establecieron “La Florida”, el primer molino den-tro de los límites de la ciudad. La maquinaria a vapor im-portada de Hungría liberaba al molino de las corrientes de agua que bajaban al valle de México por el sur y el

poniente. Hasta entonces, todos los molinos estaban en las haciendas trigueras, en las que el cultivo y la molien-da formaban parte de una misma unidad productiva. Los comerciantes y los intermediarios trasladaban la harina desde las haciendas-molinos hasta las panaderías dentro de la ciudad. Albaitero y Arrache, en cambio, pudieron articular la producción de harina y del pan dentro de los circuitos comerciales urbanos y, así, abastecer las pana-derías propias y ajenas con mayor eficiencia (El Tiempo, 21de junio de 1887). “La Florida” formaba parte de un amplio esquema de abasto y producción urbanos, como quedó claro al siguiente año, cuando establecieron “Los Gallos”, la primera panadería mecanizada de México, si-tuada en un viejo edificio del centro. “Los Gallos” pronto se convirtió en el lugar donde la élite porfiriana concurría para mojar sus bizcochos en tazas de fino chocolate (El Diario del Hogar, 10 de diciembre de 1889). Para 1896, Albaitero y Arrache ya contaban por lo menos con once panaderías importantes, que surtían pan a numerosos ex-pendios (El Municipio Libre, 17 de julio de 1896).

Otro baztanés, Braulio Iriarte Goyeneche, replicó este ci-clo aun con mayor éxito. En 1877, a los diecisiete años, partió del pueblo de Elizondo. No tenía parientes en México pero empezó a repartir pan en una panadería de Albaitero, antes de emplearse en un molino de trigo en las afueras de la capital (Herrero, 2002; Arriola, 1944). Para 1890, había comprado “El Factor”, una de las pana-derías más antiguas y prestigiosas de la ciudad (Iglesias y Salinas, 1997). Una guía turística de 1899 notó que “El Factor” tenía “establecidas sucursales perfectamen-te montadas en distintas calles de la ciudad [donde] la fabricación del pan hizo en México los progresos que se alcanzaron en otras grandes capitales del mundo. La ma-nipulación de las harinas se verifica por medios mecáni-cos y para nada toca las masas la mano del obrero” (Fi-gueroa, 1899). En 1903, junto con los baztaneses Fermín Echandi y Juan Oteiza, Iriarte inauguró un molino dentro de la ciudad, que llamó “El Eúskaro”, en honor de sus raíces vasco-navarras. En 1912, junto con el leonés Pablo Díez, estableció la primera fábrica de levadura comprimi-da industrial, “Leviatán y Flor” (Salazar, 1971; Herrero, 2002). Luego encabezó un grupo de baztaneses que abrió la Cervecería Modelo, en 1925. Después de establecer una nueva versión de “El Eúskaro” en 1929, molía la gran mayoría del trigo en el país (Fernández, 1939).

Al igual que Albaitero, Iriarte formó una familia con una mexicana pero tejió una cerrada y cohesiva red de nego-cios con vínculos familiares con vasco-navarros (Salazar, 1971). Su hija Leonor se casó con el baztanés Andrés Bar-berena Urrutia, quien llegó a México alrededor de 1900

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(Arcelus, 2001). Barberena se inició como administrador de la panadería céntrica “La Vasconia”, antes de adquirir “El Factor” y una panadería en la calle San Juan de Letrán (Departamento del Trabajo, 1922b). Iriarte llevó a dos so-brinos, Segundo Minondo Rota y Agustín Jáuregui Iriarte, en 1907 y 1909 (Arcelus, 2001). Minondo manejó algu-nas de las panaderías de su tío; Jáuregui se casó con su hija, Esperanza, y se hizo dueño de la panadería en la calle Santa María la Redonda (The Mexican Herald, 30 de junio de 1915). Más sobrinos siguieron: José Larregui Iriarte llegó en 1915, a los dieciséis años. Sus hermanos, Bautista y Miguel, los siguieron cuatro y ocho años más tarde, respectivamente. Juntos, los tres hermanos esta-blecieron la “Compañía Molinera de Toluca”, al oeste de la capital (Alday, 1996b). Por medio de estos vínculos, casi todas las panaderías de la ciudad de México esta-ban directamente conectadas a las múltiples empresas de Iriarte, ya fueran del trigo, la molienda, la levadura y las mismas panaderías.

Albaitero e Iriarte, pues, constituían los pilares de la in-dustria del pan, pero ésta se expandió por la llegada de muchos otros inmigrantes españoles –vasco-navarros, en particular– vinculados entre sí por familia, asociaciones e identidad regional. Según el censo de 1877, había 68 panaderías, que contaban con un total de 865 obreros (Busto, 1880). El censo de 1898 no incluyó el número de panaderías pero sí notó que los obreros panaderos se habían triplicado: 2.538 (Estados Unidos Mexicanos, 1898c). Suponiendo la misma relación entre obreros y panaderías (12,7:1), había alrededor de 200 panaderías. En 1895, una lista de donantes españoles a la guerra en Cuba –tan buen indicador como cualquiera durante la época– incluye a 130 propietarios de panaderías en la ciudad de México: más de la mitad (72) eran vasco-na-varros (El Correo Español, 24 de octubre de 1895). El aumento de las panaderías coincide de cerca con el de la población española (Estados Unidos Mexicanos, 1898b; Estados Unidos Mexicanos, 1901a), pero rebasa con mu-cho el crecimiento general de la población de la ciudad, que creció a un factor de 1,5, desde 327.500, en 1887, hasta 476.000 en 1900 (Estados Unidos Mexicanos, 1898a; Estados Unidos Mexicanos, 1901b).

Tal proliferación de panaderías requería de una fuen-te considerable de mano de obra tanto para el amasijo como para el despacho. Los obreros mexicanos consti-tuían aquélla, pero los dependientes, administradores y contadores eran mayoritariamente españoles. Un censo de 1922 registró a 192 empleados de despacho, de los cuales 121 eran “extranjeros”, españoles sin duda, pues los pocos propietarios extranjeros que no eran españoles

no declararon haber contratado a extranjeros (Dorantes, 1922). El inmigrante recién llegado le brindaba trabajo y lealtad a su predecesor, con la esperanza de adquirir su propio negocio. Un escritor español, residente en Méxi-co, advertía a los potenciales emigrantes en cuanto a no dejarse engañar por los que regresaban a España con “me-dia docena de ‘fluxes’ [trajes], y otra media de sombreros, tres pares de calcetines de seda, un ‘fistol’ con perla, y una ‘piedra’ de seis quilates en el dedo meñique”. Hasta esos pequeños lujos les costaba “un trabajo asiduo, cons-tante, ininterrumpido, de muchos, muchísimos años” (Marcos, 1915). Un viajero francés notó que los propieta-rios españoles buscaban a sus empleados “habitualmente entre los españoles de las zonas fronterizas con Francia. De todos los extranjeros establecidos en México son los que ejercen la actividad más ingrata” (De Cardona, 1900; Morales, 2002).

El trabajo era duro, mas no ingrato. No todos los emplea-dos se volvían propietarios, pero la mayoría de éstos se iniciaban como empleados. Una vez que los dependien-tes aprendían los secretos del negocio y acumulaban capi-tales suficientes, establecían sus propios negocios, a me-nudo con crédito y obsequios de sus antiguos patrones. Por medio del abasto de materia prima, las conexiones personales y las asociaciones cívicas de los empresarios vascos, los nuevos dueños mantenían vínculos estrechos con sus antiguos patrones, y así, expandían el conglome-rado de empresas (Salazar, 1971; Arriola, 1944).

El éxito de estas redes transnacionales gravitaba sobre la capacidad de las panaderías para multiplicarse. Sin la dispersión y la multiplicación de las panaderías, propor-cional a la confluencia de inmigrantes y su posterior paso de aprendices a propietarios, la red muy pronto se hubie-ra descompuesto (Bonacich y Modell, 1980; Waldinger 1986). Las panaderías calzaban bien en este modelo de organización social-empresarial. La producción del pan descansaba sobre la mano de obra barata, lo que obviaba la necesidad de invertir en maquinaria. Por la insistencia del público en obtener pan fresco todas las mañanas, las panaderías tenían que estar dispersas, a una corta distan-cia de las casas. Así pues, la constante llegada de inmi-grantes fomentaba la dispersión de una gran cantidad de unidades productivas que eran chicas, independientes y no mecanizadas.

Como tantos inmigrantes llegaron a poseer panaderías para finales del siglo, en la prensa empezaron a expresar-se preocupaciones sobre un “monopolio español”. En el sentido estricto de la palabra, nunca hubo un monopo-lio. Por poderosos que llegaron a ser Albaitero e Iriarte,

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ninguno ejerció una dominación completa. No todos los dueños eran vasco-navarros, ni siquiera españoles, y la competencia entre todos era fuerte. Unos cuantos dueños mexicanos tenían algunas de las panaderías principales del centro de la ciudad; varios mexicanos más manejaban pequeñas fábricas en las zonas periféricas. Sin embargo, el concepto contemporáneo de “monopolio” no se refe-ría a un control exclusivo en manos de un solo individuo o grupo, sino a una concentración desproporcionada de recursos e influencia. En este caso, lo desproporcionado era el número de los nuevos propietarios, su nacionalidad y la problemática historia de los españoles en México. En 1897, en el periódico El Popular, se acusó a los españoles de llevar a la miseria a los “pobres panaderos mexicanos” con una competencia ruinosa (El Popular, 4 de julio de 1897). En 1898, El Hijo del Ahuizote denunció que:

Los españoles han monopolizado las panaderías (todas), molinos de harina (todos) y las bizcocherías (todas). JA-MAS usan nombres mexicanos en sus negociaciones, fá-bricas o fincas. Suprimen el nombre indígena y le ponen invariablemente el nombre de un santo ó el de algún to-rero ó el de un pelotari. Rara vez se casan con mexicanas; y cuando lo hacen, generalmente obedecen a intereses mezquinos ó á circunstancias escepcionales. Ya es tiem-po de entrar francamente á la lucha económica y de ir al fin netamente patriótico. ¡MEXICO PARA LOS MEXI-CANOS! (El Hijo del Ahuizote, 23 de octubre de 1898).

Desproporcionada, entonces, era la medida del control de los españoles sobre asuntos vitales relativos a la soberanía que los mexicanos ejercieron sobre la vida cotidiana de su país.

OBREROS

A diferencia de las instalaciones de Albaitero e Iriarte, la gran mayoría de las panaderías carecía de maquinaria y aún dependía de la mano de obra de mexicanos endeu-dados. De hecho, las condiciones dentro de los amasijos habían cambiado muy poco desde la época colonial. Ca-lurosos y hacinados, los panaderos trabajaban jornadas de más de catorce horas. Dormían en barracas, en el piso del amasijo o en los almacenes junto a los costales de ha-rina (AHDF, Policía general, vol. 3636, exp. 820, 1880). Los amasijos generalmente se encontraban en el sótano y carecían de ventilación directa para limpiar el aire que respiraban los trabajadores. Por el calor de los hornos, las vigas periódicamente se incendiaban y se derrumbaban (El Siglo Diez y Nueve, 22 de mayo de 1895; El Demó-crata, 3 de noviembre de 1895; El Chisme, 7 de junio

de 1900). Lámparas de petróleo alumbraban el amasijo y solían volcarse encima de las espaldas del obrero que chocara con ellas, como le pasó a un “desgraciado pana-dero” en 1894:

Como el aparato estaba ardiendo al bañarle de petróleo aquel hombre, comenzaron á incendiarse sus vestidos […]. Naturalmente los demás panaderos procuraron apagar el incendio iniciado así como al pobre hombre que, ardiendo, corría por todas partes queriendo qui-tarse á pedazos sus vestidos. El dueño de aquel esta-blecimiento estaba durmiendo y al ser despertado á las voces de auxilio se levantó súbitamente y con el serape con que se cubría, envolvió al infeliz panadero que ardía logrando de esa manera evitar que ese pobre hombre hubiera sufrido más graves quemaduras de las que sufrió (La Voz de México, 16 de enero de 1894).

La infraestructura de “La Florida”, el molino ultramoder-no del propio Albaitero, también estaba en pésimas con-diciones, en lo que respecta a los obreros. En 1889, el techo del dormitorio de los trabajadores se derrumbó so-bre nueve personas, muriendo un obrero, su esposa y sus cuatro hijos. “Aunque la casa estaba en ruinas, los pro-pietarios Sres. Albaitero y Arrachi [sic] no tuvieron culpa alguna pues con anticipación habían pedido desocupasen el cuarto que daban gratis […]” ( La Voz de México, 1 de septiembre de 1889).

La higiene tampoco experimentó mejoras apreciables al final del siglo. La sabiduría popular atribuía el sabor sala-do del pan a la transpiración de los cuerpos semidesnu-dos de los panaderos. Otros sabores acaso provenían de la costumbre de amasar con los pies, lo que los panaderos llamaban bailar la masa. Un decreto prohibió la prácti-ca en 1893, pero un reportero descubrió que los dueños simplemente obligaban a los panaderos a calzarse antes de salir: “debajo de las alpargatas se ven las huellas de la masa” (La Patria, 18 de abril de 1893).

La prohibición de los pies descalzos no era sino una de varios decretos inútiles. El gobernador Baz había promulgado una amplia reforma en 1867; posteriores funcionarios se limitaban a reiterar sus artículos (Baz, 1869; Gobierno del Distrito Federal, 1871). Antes de que Porfirio Díaz tomara el poder por medio de la fuer-za en 1876, los dueños podían contar con la desidia y la corrupción de los funcionarios de la ciudad. Después podían contar con la activa complicidad de la élite polí-tica, cuya celebración de la inmigración europea era tan marcada como el menosprecio que sentían por la clase obrera autóctona.

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Los liberales que antecedieron a Díaz ciertamente habían creído que los pobres eran poco civilizados, indolentes y disolutos, pero atribuían la condición, en parte, al efecto embrutecedor de las condiciones opresivas del trabajo. Entre el círculo gobernante de Díaz, en cambio, el an-tiguo meliorismo liberal cedía a la afirmación positivista que planteaba que, si bien todos los humanos podrían mejorar, los líderes debían gobernar científicamente, de acuerdo con las reales circunstancias y no según las as-piraciones idealistas. Además, inculcar la modernidad en un pueblo recalcitrante requeriría años de educación. Los derechos civiles y un gobierno democrático sólo podrían enraizarse una vez que el progreso económico hubiera engendrado una población más madura y unas institucio-nes más sólidas (Hale, 1989; Knight, 1985). Así, pues, las campañas dirigidas a mejorar a las clases populares se hicieron más vigorosas, pero se centraban en las deficien-cias y las fallas internas que, supuestamente, derivaban de las malas costumbres y creencias (Blum, 2001; Agostoni, 2002; Rivera-Garza, 2001; Piccato, 1995). El desaseo, la ignorancia y, sobre todo, la borrachera eran las causas, y no las consecuencias, de la pobreza. El comportamiento disoluto mantenía a los obreros endeudados y en pésimas condiciones de trabajo.

La crónica roja demostraba diariamente que la conducta y los vicios de los panaderos eran la causa de su infor-tunio. Ángel Castro y José Castro, panaderos en “Vane-gas”, se pelearon al comenzar el turno de la noche, por “un asunto personal”. Ángel clavó un gancho en el pecho de José. Gravemente herido, José aún tenía fuerza para darle un leñazo en la cabeza al otro (El Tiempo, 28 de marzo de 1890). En otro caso, entre Manuel Ruiz y José Ugalde:

Existían rivalidades por cuestiones del oficio. Can-sado Ruiz de ver que su compañero era el preferido en todo, resolvió tomar venganza de las burlas de que lo hacían objeto y, al efecto, ideó una estúpida maldad que llevó á cabo con la mayor sangre fría. Mientras Ugalde dormía en el amasijo, descansando un poco del trabajo, Ruiz impregnó de grasa un papel y poniéndolo sobre el cuerpo de Ugalde le prendió fuego, haciendo que se produjeran horribles quemaduras al desdi-chado bizcochero (El Popular, 19 de marzo de 1902).

En la panadería de la calle Tompeate, algún compañero tiró una bolita de masa a Pedro García. Seguro de que había sido Luis García, aquél le dio 17 puñaladas (El Im-parcial, 22 de enero de 1899). Adelaido Ramos y Anto-nio Terán, que trabajaban en una panadería de la calle Estanco, por “cuestiones del oficio estaban enemistados

desde hace tiempo. Ramos dijo una indirecta á Terán, el que le contestó con una insolencia, por lo que el prime-ro, levantando en alto un leño que estaba cerca de él, lo dejó caer sobre la cara del segundo fracturándole la nariz” (El Popular, 30 de agosto de 1902). Asimismo, Eustaquio Suárez y Manuel Franco estaban trabajando en una biz-cochería de la calle Arcos de Belén cuando, “por quítame allá estas pajas”, Franco mató a Suárez con una puñalada, “y la sangre de las heridas cayó sobre la masa” (El Tiempo, 12 de agosto de 1910).

El alcohol transformaba a los obreros en bestias y al ama-sijo en un “teatro de sangrientos sucesos”. Véase, si no, un altercado entre panaderos en “Los Gallos”:

Salieron de su trabajo los operarios y el maestro del amasijo, Pedro González, invitó á varios de ellos á tomar pulque. Estuvieron apurando del blanco licor del maguey y, por cuestiones de trabajo, aunque lo más probable es que porque ya el pulque empezaba á hacer sus efectos, González empezó á reñir con Adolfo Pérez, panadero del mismo taller. Ya se esta-ban agriando mucho los ánimos cuando otro panadero, Porfirio Fosas, prudentemente se llevó á Pérez de la pulquería. González continuó bebiendo (afirman tes-tigos presenciales), y cuando al mediodía se retiró á su taller ya estaba perfectamente ebrio. Al penetrar á la panadería riñó con Rafael Ortiz, á quien causó dos heridas con la cabeza, y poco después, como á las dos de la tarde fué nuevamente á armar camorra con Adolfo Pérez que dormía justamente con sus demás compañeros. Pérez, provocado por segunda vez, no rehusó el lance, se fué á armar de un cuchillo y se lanzó como una fiera sobre su adversario: la lucha fué corta, al segundo ó tercer pase Pérez caía á los pies de su enemigo con una feroz puñalada en el vientre. Su muerte fué casi instantánea, el arma perforó toda la pared abdominal y penetró como cuatro centímetros en el intestino delgado, produciendo una hernia mons-truosa. Pedro González no intentó ni siquiera huir y confesó circunstancialmente su delito. La noticia del asesinato causó escándalo en el barrio y la calle se vió repentinamente invadida por una multitud, entre las que se encontraban las familias de los panaderos. Cuando el Sr. Moreno fué á levantar el cadáver del que en vida fué Adolfo Pérez, estaba tendido en la puerta de entrada del amasijo. Cuando los camilleros saca-ron el cadáver en la camilla, varias mujeres del pueblo se precipitaron á ver el cadáver, y entonces se escuchó este grito desgarrador: ¡Es mi hijo de mi corazón!… Pérez era muy joven aún, pues sólo contaban unos diez y ocho años (La Voz de México, 4 de enero de 1894).

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Las nimiedades que presuntamente provocaban la vio-lencia ponían de relieve la naturaleza patológica de los panaderos. Una bolita de masa, las indirectas y los celos desataban furias asesinas. Ciertamente tal barbarie esta-ba tan arraigada que una legislación no hubiera podido remediarla muy pronto. De hecho, estos sucesos sugerían que los propietarios cumplían un bien público al encerrar a hombres tan brutales. El trabajo en el amasijo, por pe-sado que fuera, no podía explicar por qué Pedro García apuñaló a Luis García 17 veces , siendo más que sufi-cientes una o dos puñaladas bien dadas. Si los liberales del período anterior creían que las condiciones de trabajo engendraban el vicio, los positivistas porfirianos estaban convencidos de que el vicio era una explicación indepen-diente de la conducta aberrante y una justificación de las condiciones de trabajo opresivas.

El amasijo, junto con el burdel y la pulquería, formaba parte del escenario del inframundo urbano estudiado por criminólogos como Carlos Roumagnac (Piccato, 2001). Los panaderos eran elementos constantes del elenco abe-rrante: tahúres, borrachos, padres irresponsables, despe-chados enfurecidos que laceraban la cara de sus amantes. “Abrahám L. (á “el Barbón”)” fue un panadero acusado de asesinato, examinado por Roumagnac. “Llevó una vida desordenada, embriagándose cuando salía del trabajo de la panadería, uniéndose con prostitutas y frecuentando toda clase de sitios. Naturalmente, ha tenido enferme-dades propias de ese género de existencia”. Abrahám in-sistía en que “nunca ha hecho nada malo en su vida”. Pero Roumagnac ya había descrito al padre (“ex-soldado”, “alcohólico”), a los tíos alcohólicos, su madre frágil, su hermano muerto, y estaba seguro de que el muchacho era “tipo hipócrita y solapado”. Aunque los panaderos no ganaban más de setenta y cinco centavos a la semana, los especímenes de Roumagnac siempre se las ingenia-ban para comprar pulque y los servicios de las prostitutas. Ciertamente, un aumento salarial sólo incrementaría el alcoholismo (Roumagnac, 1904).

Preocupados respecto a las manos (y los pies) que estaban a cargo del sustento de la ciudad, el ayuntamiento encar-gó una investigación sobre las condiciones dentro de las panaderías. La preocupación de la “comisión inspectora” no era que los amasijos propiciaran el vicio y la disolución, sino que pudieran atraer a hombres descarriados que en-contraran ahí un ambiente propicio para perpetuar su conducta lejos de la mirada de las autoridades. Los ama-sijos, además, podían ser un refugio para delincuentes, pues la policía nunca entraba. Puesto que estos hombres literalmente alimentaban a la ciudad, la situación presen-taba graves riesgos para la salud pública. Durante todo el

tiempo de su “contrata”, “no se lavan jamás ni se cambian de ropa; así duermen, botados en medio de las masas pre-paradas para la fabricación del artículo”. Los panaderos, aseveró el informe de la comisión, comúnmente padecían de “enfermedades infecciosas y tienen los medicamentos revueltos con los útiles para trabajar el pan”. Finalmen-te, muchos menores trabajaban en las panaderías, donde “adquieren hábitos de inmoralidad”, como “jugar naipes y otras malas costumbres que casi siempre tienen los pana-deros” (La Patria, 21 de junio de 1901).

PROTESTAS

Estas observaciones no sólo daban por sentado que los panaderos eran depravados, prácticamente por naturale-za; también ignoraban cómo el aumento de panaderías había intensificado el ritmo de trabajo del amasijo. El in-cremento de panaderías trajo aparejada una intensa com-petencia entre los dueños, que se disputaban la clientela abaratando el pan, poniendo más expendios y enviando a los repartidores más allá de su zona inmediata. La prensa lo llamó una “guerra sin cuartel, en la que algunos pier-den hasta $200 al día” (El Siglo Diez y Nueve, 20 de junio de 1895). Esto, a su vez, generó mayores fricciones en-tre los panaderos. Los patrones buscaban compensar sus reducidas ganancias con incrementos en la producción; para ello, exigieron más de sus obreros, restringiendo su movimiento. Las presiones eran particularmente fuertes para la mayoría de las panaderías que no contaban con la maquinaria de “Los Gallos” y tenían que compensarlo sacando más provecho de la fuerza de trabajo.

Por costumbre, los panaderos salían entre las 2 y las 6 p.m. Sin embargo, en 1895, colectivamente los dueños españoles decidieron encerrar a los obreros dentro de los amasijos durante el período de su contrata. Los patrones aducían que, como pagaban a sus operarios al comenzar la contrata, que podía durar semanas, los “encierros” evi-taban que frecuentaran las pulquerías entre sus turnos y regresaran ebrios, si es que no huían del todo, llevándose cuanta harina, azúcar, huevos y manteca pudieran cargar (El Universal, 1 de agosto de 1895). Los patrones insis-tían en que los encierros eran parte de su deber paternal, pues aseguraban que los trabajadores no “malgastaran el producto de su trabajo”. Además, así se garantizaban el orden y el abasto: “Si encerrándolos se dificulta el or-den, saliendo á la calle se embriagarán todos los días y no tendrán operarios para dar cumplimiento al público” (El Siglo Diez y Nueve, 20 de julio de 1895). Braulio Iriarte comprobó esto al realizar un “ensayo” de dejarlos salir, lo que “dio pésimos resultados, pues que en vez de regresar

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puntuales á las horas señaladas, la mayor parte no volvie-ron más, y algunos que acudieron estaban enteramente ebrios” (El Siglo Diez y Nueve, 1 de agosto de 1895). Los encierros, en suma, eran parte de la responsabilidad del patrón de asegurar que los panaderos cumplieran con su deber de abastecer de pan a la ciudad.

Los encierros debieron de ser eficaces, pues los conflic-tos no estallaron al cerrarse las puertas del amasijo sino cuando éstas se abrieron momentáneamente. Otro dueño repitió el experimento de Iriarte y dejó salir a los obreros “durante las horas de descanso” (El Monitor Republicano, 21 de julio de 1895). En vez de emborracharse y des-aparecer, unos quince panaderos recorrieron las panade-rías, solicitando que los jefes permitieran la salida de sus trabajadores después de terminar su turno. Pronto llegó un gendarme, y cuando no pudo disolver al grupo, pidió refuerzos (El Siglo Diez y Nueve, 20 de julio de 1895). Los panaderos lanzaron lodo a la policía y terminaron en la cárcel de Belem (El Monitor Republicano, 21 de julio de 1895).

A la semana siguiente, operarios de “La Moderna” y “Al-dama”, panaderías de José Arrache, también exigieron salir. “Aporrearon la puerta” y fueron a buscar a sus com-pañeros de la panadería de “San Dimas”. Ante un grupo de unos ochenta panaderos, el administrador de “San Di-mas” consintió a su cordial demanda de acompañarlos a la comisaría para negociar con los maestros de las tres panaderías. Ahí llegaron a acuerdos sobre turnos de doce horas (de 6 p.m. a 6 a.m.) y sueldos diarios de tres pesos para maestros, $1,75 para oficiales y $1,50 para medio oficiales (El Siglo Diez y Nueve, 1 de agosto de 1895; El Tiempo, 1 de agosto de 1895; El Universal, 1 de agosto de 1895).

Para entonces, la mayor parte de los panaderos había de-cidido salir de los amasijos. Sólo unas pocas panaderías quedaban abiertas. En la de la Calle Real, el dueño ofre-ció pagar el doble a sus obreros, con tal de aprovecharse de la oportunidad que significó la huelga. Asimismo, el dueño de la “Alameda” puso a los empleados del despa-cho a trabajar en el amasijo, donde torpemente hacían el degradante trabajo manual. Los panaderos de “San Pe-dro y San Pablo” también quisieron salir pero el dueño, Antonio Buerba, “logró por medio de la persuasión que permanecieran en el establecimiento”, al mandar a apre-hender a tres panaderos, por “introducir el desorden en-tre sus compañeros” (El Siglo Diez y Nueve, 2 de agosto de 1895). Otro patrón les dijo a sus trabajadores “que si querían continuar en su casa con el sistema antiguo de no salir del establecimiento, podrían hacerlo y que si no

aceptaban estas condiciones los dejaba en libertad para obrar como mejor les pareciese”. Pero advirtió que “si no accedían á sus deseos, podrían sobrevenirles algunos ma-les”. Decidieron probar su suerte en la calle (El Siglo Diez y Nueve, 1 de agosto de 1895).

Salvo el lodo que tiraron, los panaderos se condujeron ordenada y cordialmente, en contraste con el salvajismo que se les atribuía en la prensa. Sus quejas fueron pun-tuales y concretas; su exigencia fue el respeto que por ley se les debía. Los patrones los tenían “como presos, vigilándolos hasta para hablar con sus familias y al recibir las comidas”. Encerrados en los amasijos, les faltaban “las comodidades de sus casas” (El Universal, 1 de agosto de 1895). En una carta anónima al gobernador del Distrito Federal, general Pedro Rincón Gallardo, exigieron un tra-to justo, conforme a la ley. Aludiendo a José María Mo-relos, el mártir de la Independencia que declaró la aboli-ción de la esclavitud, y a Benito Juárez, el indio zapoteco que siendo presidente de México firmó la Constitución liberal de 1857, los panaderos aseveraron que su causa era “la segunda independencia de la esclavitud”.

El buen nombre de la Nación no permitirá jamás sobre el prestigio que tiene admitir según el buen criterio, que la ley sea Que la sombra del Ilustre Juá-rez venga de su sepulcro á minorar las crueldades del fanatismo y reclamando sus justos juicios del gabi-nete, se realice lo que la Reforma haya conquistado en todo el universo (El Tiempo, 3 de agosto de 1895).

Entre algunos grupos de obreros urbanos, el anarquismo había estado circulando, pero los panaderos no eran radi-cales (Hart, 1974; Hernández, 1980). No pretendían re-sistir la proletarización, sino exigir salarios y trabajo libre, es decir, un trato digno, precisamente, en tanto proleta-rios y ciudadanos. Esta corriente, que la historiografía ha calificado como “liberalismo popular”, era radical sólo en cuanto contrastaba con el menosprecio de la élite hacia las clases populares, que se hizo demasiado evidente al negarles sus derechos legales (Anderson, 1976; Knight, 1984; Díaz, 1990; Taibo, 1980; Thomson, 1991). Lo que los panaderos llamaron “elevados sentimientos de patrio-tismo” poco convencieron a las autoridades, que creían percibir la mano manipuladora de algún demagogo, en vez de un planteamiento lícito por parte de los trabaja-dores.

El primer día de la huelga, el general Rincón Gallar-do y el Jefe de Policía se reunieron con los principales dueños –Arrache, Iriarte, Oteiza, Echandi, Galnares, Montellano, Mancebo, Zabalbur y Buerba– dentro de la

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panadería de la calle Tacuba, propiedad de Buerba. La junta, que duró varias horas, representó la unificación de fuerzas en contra de la insubordinación. Al salir, Rin-cón Gallardo declaró que “los propietarios de panaderías estaban en su más perfecto derecho para exigir á sus empleados que no salieran de las casas, como lo hacían los particulares con sus criados, sin que á nadie se le ocurriera reclamar una libertad absurda” (El Siglo Diez y Nueve, 31 de julio de 1895). Los trabajadores no eran, pues, proletarios modernos, ni siquiera plenos adultos y ciudadanos, sino sirvientes sujetos a la autoridad de sus patrones. La prensa conservadora subrayó lo absurdo de las demandas de los panaderos. El Tiempo insistió en que su declaración “no tiene pies ni cabeza y no sirve más que para acabar de desprestigiar la famosa huelga”. Llamó a las autoridades a

obrar con la energía que es necesaria con los escan-dalosos motores de la huelga, y como ésta es injusta, evitarla también con severidad. Tal vez la inmensa mayoría de los huelguistas no saben ni tienen concien-cia del mal que se hacen, á la vez que ignoran el por qué de ese movimiento sin razón y consecuencia, en que juegan envidias y ambiciones mezquinas. Estamos seguros que cuando la autoridad se porte con energía los panaderos volverán sobre sus pasos y todo termi-nará, para bien del público que es en realidad el que tiene que sufrir (El Tiempo, 2 de agosto de 1895).

Al segundo día, los panaderos intentaron incorporar al movimiento las pocas panaderías que permanecían abier-tas. No pudiendo convencer a los no huelguistas, recu-rrieron a amenazas. La policía aprehendió a cinco huel-guistas por escribir presuntas amenazas de muerte contra los “cobardes miserables” (El Siglo Diez y Nueve, 2 de agosto de 1895). Los huelguistas lograron persuadir (o bien atemorizar) a más panaderos para que se unieran. Luego, a las 6 de la mañana, justo antes de la hora de abrir, se reunieron en la panadería de la Calle Real, donde el patrón había doblado su jornal acostumbrado. Trataron de tumbar la puerta, pero fueron repelidos por la policía (El Tiempo, 2 de agosto de 1895).

Los dueños, por su parte, buscaron la manera de resis-tir las demandas sin prolongar la huelga ni provocar más violencia. Se rehusaron a dialogar directamente con los huelguistas, optando por proponer una resolución uni-lateral. Acordaron dejar de pagar anticipos y adoptar en su lugar una “tarifa común de salarios”, que se pagaría diariamente. Hecha la concesión, no pudieron dejar su paternalismo y advirtieron a los trabajadores que sólo “se les recibirá en la fábrica si regresan en estado de poder

desempeñar sus labores, despidiéndolos en caso contra-rio” (El Siglo Diez y Nueve, 5 de agosto de 1895).

Estos cambios parecen haber satisfecho a los huelguistas, pues al día siguiente volvieron al amasijo. Comentaris-tas en la prensa conservadora arguyeron que el aparente logro de los huelguistas en realidad perjudicaría los mis-mos intereses de éstos. Con el antiguo sistema, “podían proveerse en junto de los objetos que necesitaban y se paseaba una vez; pero no así ahora, en que todos los días encontrarán la ocasión” (El Siglo Diez y Nueve, 5 de agos-to de 1895). Los dueños, asimismo, trataron de ocultar su disgusto, al caracterizar la resolución como una vic-toria pírrica de los panaderos, de la que pronto llegarían a arrepentirse. Nunca sintieron tal contrición: a los tres meses, cuando de nuevo los dueños colectivamente qui-sieron bajar los sueldos y volver a imponer los encierros, unos cien panaderos inmediatamente se declararon nue-vamente en huelga (Gil Blas, 26 de octubre de 1895; El Demócrata, 26 de octubre de 1895).

Después de 1895, los conflictos seguían candentes, en la medida en que los patrones intentaban aumentar la producción con un mayor control sobre los panaderos. En 1897, trabajadores de “El Factor”, de Braulio Iriarte, querían salir del amasijo mientras esperaban la cocción del pan. El administrador “se opuso tenazmente”. Los dependientes mantuvieron la puerta cerrada mientras llegaba la policía para detener “á los belicosos panade-ros” (La Voz de México, 4 de abril de 1897). Un año después, circunstancias semejantes dieron lugar a un “formidable escándalo” en la panadería de la calle Tom-peate. “Parece –reportó el periódico– que los operarios estaban disgustados porque se les había aumentado el trabajo”. Un panadero, Crispín González, “se rehusó á trabajar é intentó saltar el mostrador para dirigirse á la calle, se lo quiso impedir un dependiente y como el operario se insolentara, el dependiente para reducirlo al órden le dió de bofetadas. Al presenciar el hecho, los demás operarios, se amotinaron y comenzaron á arrojar leñas sobre las puertas, haciendo pedazos los cristales”. Llegaron dos gendarmes, seguidos por 12 más. Uno de ellos, “á quien apodan ‘la Liebre’, quizá para demostrar lo injusto de su mote, penetró solo el amasijo”. Los pa-naderos lo recibieron con una paliza y la Liebre disparó su revólver al aire. Un piquete de policía montada se llevó a 34 panaderos a la cárcel de Belem (El Tiempo, 27 de mayo de 1898).

Los patrones también pretendieron desarraigar la costum-bre de los panaderos de tomar en el amasijo. Cuando el administrador de “Los Gallos” no permitió que un obrero

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introdujera “un cubo de pulque para seguir bebiendo”, se declararon en huelga y salieron tumultuosamente, “arras-trando á los dependientes que les impedían la salida”. Ya en la calle, “lanzaron insultos contra sus patrones”. Los panaderos, entonces, fueron a una ferretería, donde “se apoderaron de un gran número de bastones, con los cuales trataban de golpear a sus patrones, y también de varias gruesas de cohetes, con el fin de quemarlos á la puerta de la panadería”. De nuevo, la policía se llevó a los “escandalosos” (El Imparcial, 6 de enero de 1902). A pe-sar de la difundida impresión de que los panaderos eran unos borrachos incapaces de someterse a los rigores de la producción moderna, en su motín regía un orden cla-ro. Al negárseles un derecho acostumbrado, decidieron marcharse. Se apoderaron de determinados objetos para enfrentar a los dependientes que habían tratado de dete-nerlos, y agredieron a la panadería misma, en un combate de explosiones simbólicas.

Además de estas protestas espontáneas, los panaderos realizaron más huelgas, que sugieren un grado mayor de organización. En julio de 1907, los oficiales de “Los Ga-llos” exigieron un aumento de dos pesos a $2,25. Arra-che y Córdoba se los negaron, aduciendo que “si acceden á ello, dentro de dos ó tres meses los operarios tendrán nuevas exigencias”. Estalló la huelga al terminar la jorna-da vespertina; la masa preparada para la jornada noctur-na se quedó en las artesas, echándose a perder, y la leña en los hornos se quemó, provocando “grandes perjuicios para la negociación”. Siguiendo una rutina ya consabida, los huelguistas se congregaron en el parque central “La Alameda”; de allí marcharon de panadería en panadería, llamando a los demás panaderos a que también exigieran un aumento. El gobierno no tardó en mandar gendarmes para que “ejercieran estricta vigilancia en los alrededores de las panaderías, para protegerlas en caso necesario, así como para impedir que los obreros que desearan traba-jar, sean maltratados por los otros” (El Imparcial, 4, 6 y 7 de julio de 1907). Trabajadores de “El Factor” y de las panaderías de las calles Tacuba y San Dimas, entre otras, secundaron la huelga. Los trabajadores que no se unieron aportaron fondos, que permitieron que los huelguistas si-guieran durante siete días.

Sin embargo, con el respaldo de los gendarmes, los due-ños pudieron reemplazar a los huelguistas hasta que éstos cedieron. Arrache “los invitó á que depusieran su actitud hostil, asegurándoles que en su casa serían tratados con todo género de consideraciones. La mayoría de los huel-guistas se muestran arrepentidos de su violencia, y es casi seguro que todos volverán á la panadería” (El Imparcial, 10 de julio de 1907).

CONCLUSIÓN

Dinámicos, industriosos y astutos, los nuevos propieta-rios de las panaderías de la ciudad de México se valie-ron de redes familiares y de una solidaridad étnica para integrar y expandir las estructuras de organización del complejo trigo-harina-pan. Pero un proceso de moderni-zación paralelo no ocurrió dentro de los amasijos, donde los trabajadores continuaban en condiciones atrasadas. Para Marx, la del pan era “la más arcaica, precristiana” de todas las industrias británicas. Pero, arguye, “para el capital, el carácter técnico del proceso laboral del que se apropia es indiferente. En primera instancia, lo absorbe en la forma en que lo encuentre” (Marx, 1976). Sin em-bargo, el atraso de los amasijos no era sólo un vestigio de una época anterior que los nuevos propietarios ha-yan encontrado, sino una condición que éstos y la élite política mantuvieron y promovieron. Surgió, primero, del menosprecio y la desconfianza que la élite porfirista sentía por los trabajadores mexicanos, y de la estruc-tura de abasto que descansaba sobre la explotación y, segundo, del hecho de que la modernización capitalista de las panaderías (por ejemplo, mecanización, centra-lización, y un régimen salarial libre) era incompatible con las dinámicas de la inmigración vasca. Ciertamente, Albaitero, Arrache e Iriarte introdujeron importantes in-novaciones tecnológicas. Pero incluso estas panaderías excepcionales seguían valiéndose del trabajo forzado para ampliar sus empresas, a fin de incorporar a los nue-vos inmigrantes.

Además, a diferencia de los panaderos en la descripción de Marx, indefensos ante la fuerza deshumanizadora del capitalismo, los panaderos de la ciudad de México lu-charon porque se les reconociera como “obreros libres” dentro del mercado laboral. No se opusieron necesa-riamente a la intensificación de la producción, aunque ésta pudiera haber sido el aguijón, sino al carácter pre-capitalista de las relaciones laborales, en donde se les negaban salarios regulares y derechos como ciudadanos. Los presuntos motores de la modernización capitalista –los funcionarios porfiristas y los empresarios extranje-ros– buscaron restringir su progreso a cada paso. Sin embargo, el que la ciudad subsistiera del pan dio a los panaderos la fuerza para lograr concesiones.

ARCHIVOS

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RESUMEN

Este artículo busca explicar por qué los colombianos han comido más carne de res que de cerdo en comparación con otros latinoa-mericanos. Comienza examinando el desarrollo de una tradición culinaria que favorece la carne de res. El eje central del argumento, sin embargo, es que la carne de res ha sido, históricamente, bastante más barata que la de cerdo. Esta diferencia de precio está liga-da al alto costo del maíz, que suele emplearse para la ceba de cerdos, debido a la baja productividad de la agricultura colombiana. Otros factores que favorecieron a la carne de res incluyen una frontera agraria en retroceso, una población de cerdos pequeña, las ventajas de la ganadería, la monopolización de la tierra, la infl uencia de la importación de manteca de cerdo y el desarrollo de una industria de aceite vegetal.

PALABRAS CLAVE:

Consumo de carne, estudios de la comida, cría de cerdos, ganadería, agricultura, Colombia.

POR SHAWN VAN AUSDAL**

Mucha res y poco cerdo:el consumo de la carne en Colombia*

FECHA DE RECEPCIÓN: 21 DE NOVIEMBRE DE 2007FECHA DE ACEPTACIÓN: 17 DE DICIEMBRE DE 2007FECHA DE MODIFICACIÓN: 23 DE ENERO DE 2008

* I want to thank Alberto Flórez, Stefania Gallini, Ingrid Bolívar, and Luis Guillermo Baptiste for stimulating discussions about meat consumption in Colombia, and planting the seed from which this article eventually grew. I also want to acknowledge Juan Ignacio Arboleda for his assistance in researching this piece; and thank Claudia Leal, Alejandro Guarín, and two anonymous reviewers for their helpful comments on earlier versions of this article.

** Ph.D. candidate, Dept. of Geography, University of California, Berkeley. Currently fi nishing an historical geography of cattle ranching in Colombia, and recently published Medio Siglo de Geografía Histórica en Norteamérica in Historia Crítica, 32 (2006). E-mail: [email protected].

When Beef Was King. Or Why Do Colombians Eat so Little Pork?ABSTRACT

This article seeks to understand why Colombians, compared to many other Latin Americans, have traditionally eaten so much more beef than pork. The article fi rst points to the development of a culinary tradition that favored beef. The bulk of the argument, though, centers on the fact that, historically, beef has been substantially cheaper than pork. This price difference, in turn, is rooted in the low productivity of Colombian agriculture, which made corn, often used to fatten hogs, expensive. Additional factors that favored beef include a receding agrarian frontier, a small hog population, the various advantages of cattle, a confl ict–ridden history of land mo-nopolization, and the infl uence of lard imports and the subsequent development of a vegetable oil industry.

KEYWORDS:

Meat consumption, food studies, hog raising, cattle ranching, agriculture, Colombia.

Muita carne de vaca e pouca de porco: o consumo da carne na colômbia.RESUMO

O objetivo deste artigo é explicar o motivo pelo qual os colombianos vêm comendo mais carne de vaca do que de porco em com-paração com outros latino-americanos. O texto começa examinando o desenvolvimento de uma tradição culinária que privilegia a carne de vaca. No entanto, o eixo central do argumento é que a carne de vaca tem sido historicamente muito mais econômica do que a de porco. Esta diferença de preço tem relação com o alto custo do milho, que costuma ser empregado para o engorde dos porcos, devido à baixa produtividade da agricultura colombiana. Outros fatores que favoreceram a tradição culinária da carne são: o contexto de uma fronteira agrária em retrocesso, uma baixa população de porcos, a vantagem da pecuária, a monopolização da terra, a infl uência da importação da banha de porco e o desenvolvimento de uma indústria de óleo vegetal.

PALAVRAS CHAVE:

Consumo de carne; estudos da comida, criação de porcos, pecuária, agricultura, Colômbia.

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In 2007, Colombia ceased to be primarily a beef–eating nation (El Tiempo, 2007).1 The change was sig-nificant. For generations, possibly even since the early colonial period, Colombians consumed much more beef than any other meat. For every pound of lechona, fritanga, chicharrón, or other form of pork that Colombians have savored since the late–nineteenth century, they have eat-en between five and seven pounds of beef (see Figure 1). To give some perspective, in the United States, the ratio of pork–to–beef consumption has been about 1–to–1.5 since 1950 (Skaggs, 1986, pp. 166–167; FAOSTAT, 2007). Even in Latin America, which has long been cat-tle country, Colombia’s beef–heavy meat diet has been extreme. At least since 1960, Colombians have been, in relative terms, the largest beef–eaters in tropical Latin America (see Figures 2 and 3). (They have also been, in absolute terms, one of the largest beef consumers per capita in the region.) Consequently, Colombians have consumed much less pork, proportionally, than many other Latin Americans. Whereas pork has comprised be-tween a fifth and a third of the meat diet in Brazil and Mexico since 1950, in Colombia it has hovered around ten percent (United Nations, 1962, p. 45; United Na-tions, 1964, p. 50; Jarvis, 1986, p. 2; FAOSTAT, 2007). This article marks the end of an era by asking two related questions: why, historically, have Colombians eaten so lit-tle pork? And what accounted for the long predominance of beef?

Although a variety of factors converged to make Colom-bia a beef–eating nation, I suggest that it was the historic high cost of pork that played a fundamental role. Much of this article, therefore, is an effort to explain why beef has been cheaper than pork. I argue that, in the case of Colombia since the mid–nineteenth century, it was not cheap, natural grasslands that made beef less expensive, as commonly suggested, but the low productivity of Co-lombian agriculture. What I consciously downplay here is the cultural or social status that beef may have had in de-termining meat consumption patterns. In fact, this article originated in a frustrated effort to identify pro–beef dis-courses in the first half of the twentieth century (Flórez, forthcoming). To explain why Colombians eat so much

1 The culprit, of course, was chicken. For the fascinating yet dis-turbing story of the rise of modern chicken production, see Mo-lina (2002), Boyd and Watts (1997), and Striffl er (2005).

more beef than pork, I turn away from recent trends in food studies, which underline the symbolic aspects and cultural politics of food, to emphasize production and price (Watson and Caldwell, 2005). It is possible that the symbolic value of beef played a greater role than I allow, but overall I do not think that it was that critical.

Three general ideas structure this paper. Lest I get too car-ried away with my price–centered argument, in the first section I examine the development of a culinary tradi-tion that favored beef. There are hints of a deeply–rooted tradition of meat consumption in Colombia, despite the obvious social inequalities and important variations over time and space. Since beef appears to have been the most common meat, a form of dietary inertia developed around it. Tradition, however, can only explain so much. In the second section, therefore, I turn to the comparative ad-vantage of grass. My argument, as noted above, is that the historic predominance of beef largely stemmed from the high cost of pork, which in turn was a consequence of the high cost of corn and the low productivity of Co-lombian agriculture. Despite the recurring criticisms of Colombian ranching as extensive and inefficient, grass and cattle gave beef some advantages over other meats. In the last section, I examine how the agrarian structure and government policies also conspired against a richer tradition of pork consumption: the former by constraining peasant production; the latter by undercutting the market for lard.

A TRADITION OF BEEF

Tradition is a tricky word since many so–called traditions are actually practices of fairly recent origin that were “in-vented” to naturalize specific interests (Hobsbawm and Ranger, 1992). Nonetheless, in this section I suggest that part of the historic predominance of beef consumption in Colombia has to do simply with the development of a culinary tradition in which beef played an important role: Colombians have favored beef because it is what they grew up eating, what they learned to cook, and what they came to expect.

The Colombian taste for beef emerged within a wider Latin American tradition stretching back to the early colonial period. It is possible that the Spanish exported a penchant for beef from Andalusia along with the cul-tural practice of raising cattle from horseback on the open range (Bishko, 1952; Jordan, 1993). But key to the place of beef in colonial diets was the rapid pro-liferation of cattle in New World environments. Free

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from major predators, Old World diseases, and eco-logical competition, cattle multiplied quickly on the region’s grasslands. The precipitous decline of native populations, in part a result of growing herds, opened up yet more space for livestock and helped create an abundance of animals relative to consumers (Crosby, 1972; Melville, 1994). In some areas, such as the Pam-pas and Northern Mexico, local residents could not eat all the cattle they culled. There, they extracted more value from hides and tallow than meat (Pilcher, 2006, p. 30; Barsky and Gelman, 2001, p. 59). Even out-side these areas, beef consumption could be remark-ably high. European visitors were often astonished at the large quantities of meat that Latin Americans ate (Pilcher, 2006, p. 18). Colonial Caracas, for instance, is said to have consumed 50 percent more beef than Paris even though it had only ten percent of the population (Rifkin, 1992, p. 49).

Not everyone, however, had easy access to beef or other kinds of meat. Although cattle adapted to a wide va-riety of environments, they did not multiply with the same fecundity everywhere. For instance, cattle herds expanded more slowly on the Llanos, the great natu-ral grasslands of Colombia and Venezuela (character-ized by climatic extremes of searing heat and flood-ing, abundant but poor quality grasses, and natural predators), than in the temperate and benign Pampas (Crosby, 1972; Rausch, 1984; Rausch 1993). In many other regions, vast tracts of tropical forest limited the geographic and biological expansion of cattle. The min-ers of northeastern Antioquia, therefore, ate cattle bred in the distant Valle del Cauca, fattened on the highland pastures of Rionegro, and driven to slaughter in the mines amidst lowland forests (West, 1952, pp. 112–15; Parsons, 1968, pp. 127–28). Also, the initial population explosion did not last indefinitely: as their pressure on rangelands increased, the growth rates of herds tapered. By the late–eighteenth century, a grow-ing demand for cattle –from expanding human popu-lations, economic growth, and increased trade– began to squeeze existing stocks, causing prices to rise rather substantially (Sourdis, 1996, pp. 44–45; Brungardt, 1974; Pilcher, 2006, pp. 27–28). Beef, therefore, was not always in great abundance and inexpensive. Jeffrey Pilcher (2006, pp. 16, 22) reminds us that while the Mexican elite dined on exaggerated quantities of meat, the rural poor retained a largely vegetarian diet that pre–dated the Spanish conquest. In Colombia, high-land peasants also appear to have eaten little meat up to the end of the nineteenth century (Camacho Roldán, 1946, p. 131; Meisel and Vega, 2004, p. 12).

Nonetheless, there is scattered evidence to suggest that meat consumption in Colombia was fairly widespread. While the overall quantities may have been small, and consumption erratic, I suspect that it was sufficient to make meat –particularly beef– a key component of the national diet and culinary imagination. Robert West (1952, p. 112), in his study of mining in colonial Co-lombia, was surprised at the “large quantity of meat” that miners ate. Mining ordinances from the seventeenth cen-tury required that Indian laborers be given 12 pounds of meat each per week (West, 1952, p. 95; Calero, 1997, p. 147; see also Taussig, 1977, p. 403; Hamilton, 1993, p. 291, 312). Even if the ordinances were not enforced, the stipulation that daily rations include almost two pounds of meat underlines its abundance. The half–ra-tions of meat stipulated in case of a siege of Cartagena in the mid–eighteenth century (for the militia, artisans, and workers) included six ounces of beef and two ounces of bacon (tocino) per day (Dorta, 1962, pp. 351–352). Fray Juan de Santa Gertrudis (Serra, 1994, pp. 67–68) remarked that for “ordinary people” of the coastal low-lands “the common food…is generally just a stew of beef jerky and…yucca, arracacha, sweet potato, cassava or ñame root and sapallo2.” Other eighteenth –and nine-teenth–century accounts also note that meals outside the highlands were “almost always accompanied by a piece of beef, no matter how dry and hard it might be” (Hettner, 1976, p. 219; see also Vargas, 1944, pp. 11–12; Holton, 1967, pp. 25–26, 198; Striffler, 1994, p. 175; Hamilton, 1993, pp. 40, 62, 115, 335). For the highlands, Vargas (1944, pp. 136–137) calculated that an ordinary daily ra-tion in a hospital in Zipaquirá should include one pound of beef and one ounce of bacon, but he acknowledged that many people would be unable to afford it. Urban laborers appear to have eaten some meat, but by most ac-counts highland peasants consumed little (Boussingault, 1994, pp. 365, 367).

The expansion of the export economy from the mid–nineteenth century did much to increase beef consump-tion and solidify its place in the culinary imagination. The demand for workers in the tobacco fields and on public works projects increased wages in both the low-lands and highlands and “introduced beef consumption to the working class” (Camacho Roldán, 1946, p. 167; Rivas, 1983, p. 212; Nieto Arteta, 1996, pp. 262–263). Towards the end of the century, Camacho Roldán (1946, p. 164) thought that beef consumption was “one of the items whose consumption has improved notably…” (see also Arboleda, 1905, pp. 96–116). By this time, cattle

2 Tropaeoleum tuberosum.

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ranchers knew that good coffee prices translated into ro-bust demand for their animals (APNOyC, [Folder] 170, p. 473; APNOyC, 200, p. 364). Daily rations for agri-cultural laborers in Antioquia included between two and eight ounces of beef; miners could get 24 ounces (Pérez, 1915, p. 105; APNOyC, 200, Jan. 13, 1916 and Jan. 14, 1916; Poveda, 1979, p. 120; Brew, 2000, p. 174). The department of Bolívar even provided prisoners in the jail in Cartagena with half–a–pound of meat per day.3 A taste for beef also likely spread through the rations that sol-diers received (and requisitioned) in the frequent civil wars of the nineteenth century.4 By the early–twentieth century, the general pattern of meat consumption that would last for much of the rest of the century, both in terms of quantity and kind, was already well–established (see Figure 1).5

The above consumption rates are somewhat misleading, though. They suggest, multiplied over the course of a year, that some Colombian laborers and even prisoners ate more meat, and considerably more beef, than most Europeans at the time (Holmes, 1916, pp. 271–73; see Hettner 1976, p. 93). Most Colombians, however, did not eat half–a–pound of meat daily. From 1915 to 1927, it was more on the order of one to one–and–a–half ounc-es of meat per day on a per capita basis (Departamento de Contraloría, 1930, p. 459). This discrepancy between daily rations that were significantly higher than the na-tional per capita rate of consumption probably stems, in good part, from the temporary and seasonal nature of much work. It is possible that many Colombians obtained much of their meat in the form of rations while working for others.6 Therefore, even if the average Colombian did not consume large quantities of meat, many did have at least periodic access to it. By the turn of the twentieth century, such recurring consumption helped beef to be-come a fixture –even if sometimes more symbolic than real– in the national diet and imagination.

There were, of course, plenty of variations in the devel-opment of this tradition of beef. If work–rations were an

3 AHC, Gobernación, Justicia (1905–1933), Folder 25, “…Mar-cial González…y Juan Grice han celebrado el siguiente contrato: 1905–6”.

4 Martínez, 1990, pp. 91–92; AGN, República, Carnicerías Ofi -ciales (Volume I), pp. 23–24, 27.

5 For mid–twentieth–century consumption statistics, see Gómez Durán (1939); Parsons (1968, p. 119); García (1978, pp. 266–289); Argüelles (1949); Bejarano (1941, pp. 133–135); Muñoz and Hurtado (1950); Dirección Nacional de Estadística (1948); AOFB, Cereté–Sindicato–Liga de Trabajadores, “Sistemas de alimentación en la región de Sabanas”.

6 It is possible that meat served as an incentive to attract rural laborers, especially where they were scarce.

important source of meat for many peasants, this prob-ably reinforced differentiated consumption patterns by gender and age. (Although the employment of women and children in such jobs as the coffee harvest possibly did a good deal to include them in the circuits of meat consumption.) Regional differences also mattered. The more dynamic regions, such as Antioquia, could afford to provide better rations than stagnant ones, such as Boy-acá. Lowland residents also appear to have eaten more meat than highlanders, at least until the 1930s or 40s (Hettner, 1976, p. 219; Departamento de Contraloría, 1930, pp. 453–459; Durán, 1882; Varela, 1952, p. 114). For some groups, therefore, the beef tradition developed quite early; for others it solidified relatively late. Still oth-ers, such as the descendants of slaves, might have seen their consumption levels fall over the 19th and into the twentieth century (see Taussig, 1977, p. 403).

But in general, beef and meat acquired both symbolic and real importance in the Colombian diet. Colombi-ans of all classes have a hard time considering that they have had a proper meal without at least a small piece of meat. Those who subsist principally on carbohydrates do not consider themselves mainly vegetarian, but as meat–eaters who are forced to go without. The central-ity of meat is the reason why even poor Colombians spend a large percentage of their income on beef (Ar-güelles, 1949, p. 49; Dirección Nacional de Estadística, 1948, p. 41; González, 1969, p. 45; Guarín, this issue). And it explains why the price of beef has periodically become an issue of key political importance.7

What is still not clear, however, is why beef predomi-nated over other meats. Some scholars have argued that beef has stood at the pinnacle of the food hierarchy throughout much of Western civilization (Twigg, 1979; Fiddes, 1991; Adams, 1990; see also Beardsworth and Keil, 1997, pp. 209–217). Could it be that the Colom-bian (and Latin American) tradition of beef is rooted in such a larger cultural complex? Even though hogs multiplied more rapidly than cattle in the early colonial period, did people, when given the chance, deliberately choose beef? There is some evidence of an historic hi-erarchy of meats in Colombia. Inns and steamboats in the nineteenth century did not serve fish because it was considered too cheap (Holton, 1967, p. 51).8 Hettner

7 For example, see NARA, Record Group (RG) 166 (1942–1945), Colombia, Box 178, Anne Sundelin Floyd, “Summary of current meat price controversy, Bogotá, Colombia,” May 23, 1945.

8 In the early 1820s, Hamilton (1993, p. 317) also noted that the Medical Board of Buga, in the Cauca Valley, limited the amount of fi sh that could be sold in the city in order to prevent a reduc-tion in beef and mutton consumption.

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(1976, p. 110) even remarked that in late–nineteenth–century Bogotá, “pork is generally relegated to feed the lower classes”. There might also have been some wari-ness about pork due to hygienic concerns (Littman, 1965). We must not assume, however, that beef was always the “elite” meat. In colonial Mexico City, with its heavy Spanish influence, mutton enjoyed this role; beef was cheaper and more plebeian (Pilcher, 2006, pp. 9, 19, 21; for Ecuador, see Patiño, 2005, p. 27). In the mid–seventeenth century, the governor of Cartagena removed the tax on beef “because it is the meat of the poor,” but increased that on pork by 200 percent (Pati-ño, 2005, p. 27). Colonial mine owners in Colombia rewarded their administrators with ham (West, 1952, p. 116). Pork has been considered a meat for special occa-sions: its consumption doubles during the end–of–the–year festivities (Restrepo, 1988, p. 98; Mollien, 1992, p. 222).9 Since at least the mid–twentieth century, it has been well–to–do Colombians who, proportionally, have eaten the most pork (González, 1969, p. 41). It is not clear, therefore, that some deep cultural prefer-ence for beef can explain its predominance (see Orlove, 1997).

As I will argue in the rest of this article, there are a variety of reasons that converged to make beef the principal meat in Colombia. What I want to emphasize here is the role of tradition. From early on in some places, and certainly by the end of the nineteenth century in much of the country, meat had become a key part of a ‘proper’ diet. And since beef was the most–consumed meat, a culinary tradition developed around it. People from all classes, regions, and races acquired a preference for beef and created a rep-ertoire of ways to prepare it. They likewise failed to de-velop a wide range of pork–based dishes, as a comparison between Mexican and Colombian cookbooks will show. Pork, therefore, had less culinary appeal. As the manager of one hog farm remarked, “people do not have the cus-tom of eating pork” (Gómez Cuéllar, 1909, p. 196).

Too much emphasis on tradition, however, leaves little room for change (Mennell, 1996, pp.4–6). Since the mid–nineteenth century, there have been shifts in tastes and culinary practices: from salted or dried to fresh beef; from boiled to pan–fried; the slow spread of new cuts; the gradual diffusion of dishes once restricted to elites; the phenomenal growth of chicken consumption in re-cent years. But many of these are variations on a theme; the basic structure of the cuisine remains very similar to

9 In the colonial era, pork was also considered to be good for one’s health (Saldarriaga, 2006).

what it was a century or more ago: a bit of meat amidst a plethora of starches.10

Additionally, taste may play a role beyond the significance of tradition: what I (sarcastically) call the culinary deter-minism of beans. In many cuisines around the world, there is a propensity to pair pork and beans: feijoada (Brazil), cassoulet (southwestern France), split–pea soup (northern Europe), fabada (Asturias, Spain), pork–and–beans (U.S.), frisoles (Antioquia, Colombia). Could it be that Colombi-ans eat little pork partly because they are not big bean eaters? Mexicans and Brazilians, for example, eat three to four times more beans than Colombians, and they eat proportionally more pork (FAOSTAT, 2007). In Colombia, the region that consumes the most beans –Antioquia– is also one of the biggest consumers of pork (Varela, 1952, p. 117; Restrepo, 1988, p. 97). It is plausible that Colombia developed such a strong tradition of beef partly because of the availability of a wide variety of other starches besides beans –potatoes, yucca, plantain, among many others– all of which do well cooked in beef –rather than pork– fla-vored water. This pork–bean link is not entirely consistent throughout Latin America. Chileans, for example, eat a fair amount of pork but few beans; and Nicaraguans eat lots of beans but little pork (FAOSTAT, 2007). By them-selves, beans are not a determinant. Nonetheless, this idea does suggest the variety of possible factors at play behind culinary traditions and consumption patterns.

THE COMPARATIVE ADVANTAGE OF BEEF

While tradition and beans probably played some role in the formation of meat consumption patterns in Colom-bia, there is a simpler and more fundamental factor: price. Historically, beef has been significantly cheaper than pork. While the price data I have gathered so far is scattered, it does show a consistent, and often substantial, premium paid for pork. In Bogotá, between 1953 and 1965, pork was almost 20 percent more expensive than beef. In gen-eral, however, the difference was upwards of 40 percent and sometimes it was even higher (see Figure 3). Back in the eighteenth century, pork was four times the price of beef (Vargas, 1944, p. 90).11 Given the substantial price

10 The paucity of immigration into Colombia is one possible reason for the limits of change: without the introduction of new tastes, ingredients and methods of food preparation, cooks tend to stick with what they know.

11 Vargas gave prices for a large hog in 1739 and 1791. The cost difference assumes that his large hog yielded 100 pounds of meat and fat. In the mid–twentieth century, the average yield in meat, fat, and bone was estimated to be 76.5 pounds (Dávila, 1948, p. 54).

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elasticity of meat consumption in Colombia, much of the historic preference for beef is likely just a reflection of the higher cost of the alternatives (Galvis, 2000). After all, if pork costs 40 percent more than beef, the decision by a poor family of which meat to buy does not seem very difficult. For this reason, Gómez Rueda (1936, p. 499), head of the government’s Department of Livestock, stated that “if the price [of pork] were lower than it currently is, which would allow it to compete with beef, its consump-tion would increase considerably”.

A variety of other circumstantial evidence also points to the importance of price. At the beginning of the twentieth century, a number of large hog farmers from the Sabana de Bogotá noted that one of the obstacles their industry faced was the public’s penchant for beef rather than pork. But they also realized that it would be difficult to increase pork consumption so long as it remained more expensive (Gómez Cuéllar, 1909). Second, studies also show that Colombians eat more pork when they have more dis-posable income (González, 1969, p. 41). Third, the one principal exception to the price premium for pork was in the Sinú Valley from the 1930s to the 1950s. There, hog raising expanded after the government restricted lard im-ports. Instead of shipping live hogs to the interior of the country, butchers slaughtered them locally and tins of lard were sent inland. Without a way to transport the meat to other markets, it had to be consumed quickly in the re-gion. As a result, pork became cheap enough here to be “the meat of the poor.”12 Finally, at least since the 1960s, the price difference between pork and beef in Mexico and Brazil has been smaller than in Colombia, which may help explain why these two countries consume more pork (FAOSTAT, 2005).

We should be careful not to place too much emphasis on price alone, however. In Colombia, pork consumption sometimes has a quasi U–shaped curve in which people from poorer and wealthier groups consume proportion-ally more pork than those in the middle (Argüelles, 1949, p. 47; Pérez, 1915; Dirección Nacional de Estadística, 1948). This seeming paradox can be explained only if we pay attention to the characteristics of the meat not just its cost. Proportionally, wealthier people eat more pork because they can afford it. Poorer people buy more pork because “although it is generally more expensive, it is more flavorful and can be stretched further, that is, it enables a greater consumption of vegetables and bread” (Pérez, 1915, p. 105). In other words, the poor sometimes

12 NARA, RG 84, Consulate Records, Colombia, Cartagena (Securi-ty Segregated, 1943), Box 14, “Economic Survey of the Cartagena, Colombia Consular District,” R. Kenneth Oakley, Nov. 10, 1943.

bought pork because of its property as a flavoring agent rather than to eat meat per se.13

Nonetheless, if price does play a key role in determining meat consumption patterns, why has beef been histori-cally cheaper than pork? Hogs are generally considered to be more productive than cattle: they convert feed into flesh more efficiently; they are more prolific; they grow and fatten faster; and they consume waste products (not only farm surplus but inferior agricultural products with little value, waste from agricultural processing, and kitch-en scraps). Additionally, hogs can forage for themselves; and some creole breeds (e.g., the zungo–costeño) did well on pasture grasses and legumes (Dirección Nacional de Estadística, 1952, p. 17; Gómez Cuéllar, 1909; Ospina, 1913, p. 237; Ospina, 1940; Gade, 2000, p. 537; Cronon, 1991, pp. 225–226). The advantages of raising hogs were such that most peasant households tried to keep at least a few (CIAT, 1972, p. 92; Paris, 1946, pp. 240–242; Léon et al., 1975, p. 2). Given the low opportunity–cost of many hogs, why would pork be more expensive than beef?

The traditional answer is that Colombia, and indeed much of Latin America, has had a comparative advan-tage in natural grasslands. Ernst–Ludwig Littman (1965, p. 7), for example, noted that beef remained cheaper than pork even when the price of grains was favorable for raising hogs:

From the biological point of view, this is a contra-diction, since the efficiency of converting forage into meat is higher in hogs than cattle. The expla-nation is found in the existence of vast extensions of natural grasses in Colombia just as in Argentina, which can be used for extensive cattle production without large investments…. Ample land resources and the availability of labor give a decisive advan-tage to cattle raising at the cost of hog farming.

Likewise, Lowell Jarvis (1986, p. 10) stated that in Latin America the “abundant supply [of cattle] from low–cost pastoral resources has led to a tradition of high beef consumption by all levels of the population”. Cheap grass, principally from natural grasslands, enabled Latin American cattle to out–compete hogs.

In Colombia, however, this argument runs into some problems. Here, cheap savanna land has been less criti-

13 It should be noted, however, that the price differential in Bar-ranquilla at this time was not as large as in other parts of the country. It is likely that, once it surpassed a certain price, it was no longer worth buying pork.

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cal to the national cattle industry than perhaps elsewhere in Latin America. Colombia’s quintessential grasslands, the Llanos Orientales, were not that significant nation-ally until well into the twentieth century (García, 2003; Rausch, 1993). The center of Colombian ranching for the last century or so has been the Caribbean coast and An-tioquia. Here, the predominate forage has not been from natural savannas but from “artificial” or planted pastures. While cattle mainly grazed on natural grasslands up to the mid–nineteenth century, since then the big expansion of ranching has largely come at the expense of the coun-try’s lowland forests. This transformation of forest into pasture, however, was often difficult, risky and expensive: grass was not cheap for the taking (Van Ausdal, MS).

But despite the cost and effort of developing pastures, grass was still cheaper than corn, which was often used to fatten hogs. Much of the price premium for pork can be traced back to the high cost of feed. Throughout the twentieth century, industry observers repeated the refrain: “[W]ithout cheap feed is it impossible to get cheap lard [and pork]” (Gómez Rueda, 1936, p. 499; see also Gómez Cuéllar, 1909, pp. 196, 200, 202, 203; Ospina, 1940, p. 100; Littman, 1965, p. 7; CIAT, 1972, pp. 93–94; León et al., 1975, p. 18).14

Trying to pinpoint the cost differences between producing grass and corn, or cattle and hogs, is not straightforward, however. Data, especially before 1950, is difficult to find, scattered geographically and temporally, and is not always easily comparable. One way to try to address the compa-rability problem is to calculate production costs in terms of the labor required to fatten hogs and cattle. Based on data from Antioquia in the 1950s, I calculate that it took roughly six or seven days of labor to produce the corn necessary to fatten one hog.15 By contrast, in the Bajo

14 In the early 1970s, a development project found that penned hogs, fed improved diets, gained weight three times faster and with three times less feed, than “traditionally” raised animals. But because of the high cost of ‘improved’ feed, even with such productivity gains, profi t margins remained razor thin while the degree of risk greatly increased. Needless to say, the targeted peasants did not adopt most of the project’s recommendations (CIAT, 1972).

15 The Caja de Crédito Agrario, Industrial y Minero (1955) esti-mated that it cost $383 to produce and market one hectare of corn in Antioquia. This was equivalent to over 100 days of labor in terms of prevailing wages. The average yield from this hect-are was 1,500 kilograms of corn. If we consider only the actual labor costs of land preparation, planting, and weeding –and ig-nore land, harvesting, processing, marketing, and administrative costs– it took about 44 days to grow one hectare of corn. One day’s labor, therefore, produced about 34 kilograms of corn. His-torical observers suggest that it took between 200 and 250 kilos of corn, and two months, to fatten a hog, doubling its weight from roughly 50 to 100 kilograms (Ospina, 1940; Bernal, 1937).

Cauca in the early 1920s, it took only four days of labor to fatten a steer.16 Obviously, this comparison does not tell the full story, but it does suggest that one of the problems faced by the Colombian hog industry was the amount of labor required to produce feed. One of the main ad-vantages of raising cattle rather than hogs was that the substantial initial cost of buying or developing pasture land could be amortized over a relatively long period of time; by contrast, the land preparation and weeding costs needed to grow corn were a constant and heavy burden. A quick comparison with the United States provides some perspective on the amount of effort that went into farm-ing corn in Colombia. There was some difference in the yield per hectare: in the U.S., up to 1940, the average was 1,600 kilograms; in Antioquia, in 1955, the estimate was 1,500 kilograms (U.S. Dept. of Commerce, 1975, Series K 445–485; Caja de Crédito Agrario Industrial y Minero, 1955, p. 15). But a key part of the difference was the amount of time required to produce that hectare of corn. In the U.S., the average number of labor–hours it took a farmer to produce 1,600 kilograms of corn had dropped from 163 in the mid–nineteenth century to 64 in 1940 (U.S. Dept. of Commerce, 1975, Series K 445–485). By contrast, it still took Antioqueño farmers over 400 hours to produce the same amount of grain in the 1950s (Caja de Crédito Agrario Industrial y Minero, 1955, p. 15; see also Currie, 1966, p. 174; Céspedes, 1979; Posada, 1952, p. 101).

The substantial labor required to grow corn, sometimes for only mediocre yields, made it expensive.17 M. T. Dawe (1915, p. 525), British agricultural advisor to the Colom-bian government in the late 1910s, was shocked by the high price of corn, which sold for four times what it did in east and southern Africa.18 Fifty years later, Littman (1965, p. 1) reiterated that “[t]he ratio between the price of hogs and grains (corn, barley) or root crops (potatoes) was unfavorable to the development of intensive pork pro-duction in Colombia.” The high cost of corn, therefore, stood in the way of greater pork consumption. More than just the availability of cheap, natural grasslands, much of

16 Based on the 1922 estimate that it cost between $1,000 and $1,200 per month to maintain 2,000 hectares of artifi cial pas-tures in the Bajo Cauca, including fence repair, animal care, and salt. Wages were between 50¢ to 60¢ per day, and the pastures had a stocking rate of two head per hectare (APNOyC, Corres-pondencia 1917–1936, Feb. 1, 1922).

17 Added to this were production diffi culties, storage losses, and high marketing costs (Dawe, 1915; Guerra, 1966; Ruiz de Lon-doño and Pinstrup–Anderson, 1975).

18 In the late–nineteenth century, the price of corn appears to have been about twice that in the U.S. (Camacho Roldán, 1976, p. 117; see also Lagoeyte, 1918, p. 377). Around 1960, according to Currie (1966, p. 173), the difference had risen to 180 percent.

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the comparative advantage of beef lay in the low produc-tivity of the country’s agriculture.19

But why did the cost of corn make pork more expensive than beef? After all, hogs can grow and fatten on other types of feed besides corn and other costly crops. They do well, for example, on waste products from the farm and kitchen, and can forage for themselves. Around 1940, Kathryn Wylie (1942, p. 127) noted that farmers “allowed [their hogs] to root for themselves” and fed them little corn (see also Havens, 1965, pp. 130–131). Even into the 1980s, most hogs in Colombia were raised by peas-ants or small–scale farmers who relied principally on feed with limited or no market value (Restrepo, 1988). It is not obvious, therefore, that the price of grain would be so critical to the hog industry.

Nonetheless, numerous contemporary observers and lat-er historians have remarked on the importance of corn as hog feed, especially for fattening. A corn–hog complex characterized a good deal of Antioqueño colonization, for example: colonos relied on hogs to increase the value of frontier corn surpluses and move them to market (Par-sons, 1968, pp. 73, 78–79, 89; Brew, 2000, pp. 190–192; Poveda, 1979, pp. 110–111; see also Restrepo, 1988; CO-INCO, 1988). Tulio Ospina (1913, p. 238) claimed that in Antioquia “corn is the principal feed during the fat-tening stage.” In the late–nineteenth century, Camacho Roldán (1946, pp. 183, 195) estimated that about half of the hogs slaughtered in Colombia (some 300,000 to 400,000) were fattened on corn, “each one of which con-sumes between two and four hundred pounds of grain”20. According to the manager of a large hog farm near Bogotá at the beginning of the twentieth century, corn or other grains and tubers (barley, fava beans, potatoes, etc.) were too expensive to be used at any other stage except fattening (Gómez Cuéllar, 1909, p. 196). The 300 to 400 percent difference between the price of thin and fat hogs likely

19 By low productivity I mean that crop yields were not very large in terms of inputs of land, labor, and capital. In turn, this helped make agricultural products expensive. Limited capital inputs (e.g., fertilizer), partly the result of an historic urban bias in agri-cultural policy, were one cause of low yields per unit of land and labor. (My thanks to one of the anonymous reviewers for high-lighting this point.) Colombian agriculture faced additional chal-lenges as well. For instance, the rugged topography of much of the country’s farmland made mechanization diffi cult. The high cost of inputs also undercut a good deal of the increased pro-ductivity gains of mechanized agriculture (see Céspedes, 1979, Tabla 15).

20 Alejandro López (1915, p. 28) stated that in Antioquia, 100,000 hogs were fattened on about 200 kilograms of corn each. See also Monsalve (1929, p.148), who noted the maxim, “purchased corn does not fatten”; Ospina, 1940; Bernal, 1937.

rested on the low opportunity–costs of breeding pigs and the importance of corn to fatten them.21 Wylie, therefore, was probably correct to state that, overall, hogs ate little corn. Farmers generally allowed their hogs to roam freely, feeding on pasture grasses and in fallow fields or forests until the age of 10 to 12 months. Afterwards, however, enough hogs did fatten on corn (and other agricultural products) for it to become an important determinant in the price of pork and lard.

Moving hogs to market likely reinforced the use of corn to fatten them for slaughter. If they walk much without being fed, hogs will burn off their stores of fat and profit. This circumscribed the geographic area in which they could be profitably fattened for a particular market.22 Hogs from outside this area had to be fattened locally. The wide “hog–shed” of larger markets thus helped sus-tain the inter–regional movement of animals and the numbers that had to be fattened on corn or similar prod-ucts. When frontier lands were relatively close to major markets, hogs were a convenient way to transform surplus corn (or other crop) into a mobile and marketable prod-uct. Once the distance became too great, however, rais-ing fat hogs ceased to be profitable (COINCO, 1988). Similarly, extensive hog raising where land was cheap, whether by foraging, scavenging, or feeding on pasture grasses and legumes, was mostly limited to thin animals. Fat hogs needed a relatively easy way to get to market or had to be slaughtered locally. This is why hog farmers in the Sinú Valley –the largest hog–producing region in the 1930s– slaughtered the bulk of their own animals. It was more profitable to sell tins of lard to the interior of the country, even though this undercut the price of pork lo-cally, than send live hogs.

Additionally, the high cost of corn (and other feed) also helped raise the price of pork by limiting the overall pig population. Because grains were expensive, hogs were principally a backyard activity that turned waste products into cash and took advantage of female and child labor. Since each peasant household could only generate so much waste, this limited the number of hogs they could profitably raise. As a result, cattle far outnumbered hogs.

21 Guerrero, 1881; APNOyC, Hojas Sueltas, Feria de Ganado de Medellín el 8 de agosto de 1934; NARA, RG 166, 1946–1949, Colombia, Box 623, “Annual Livestock and Meat Report,” March 11, 1949.

22 Walsh (1977, p. 707) thought that the proliferation of small pork–packing operations meant that most farmers in the U.S. Midwest during the early –and mid– nineteenth century did not send their hogs great distances to be slaughtered. For longer trips they tended to take advantage of canals and later railroads. See also Cronon (1991, pp. 225–227).

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In 1960, there was only one pig in Colombia for every five head of cattle (DANE, 1964, pp. 53–54). A team of live-stock experts from the United Nations (1962, p. 5) found that there was good demand for pork in the 1950s, but that its “consumption [was] severely restricted by supply difficulties and high prices”. Small hog populations likely helped boost prices.

Four other factors further limited hog supplies and sus-tained prices. First, the settlement of the agrarian frontier and the spread of pasturelands eventually undercut hog raising. Corn yields tended to be high in lands recently cleared of old–growth forest, and hogs were a convenient way to transport surpluses to market. Areas of coloniza-tion, therefore, were often important hog producers. The bonanza years were short–lived, however. And as falling corn yields pushed the corn–hog complex increasingly further from markets, it became harder to profitably use hogs to turn surpluses into mobile commodities (Parsons, 1968, p. 89). Furthermore, the introduction of African pasture grasses in the mid–nineteenth century helped changed the dynamics of pasture formation. These quick–growing and livestock–resistant grasses –pará (Brachiaria mutica) and guinea (Panicum maximum)– helped prevent forest re–growth in recently cleared areas by rapidly form-ing a dense mat–like ground cover (Rivas, 1983, p. 36; Van Ausdal, MS; also see Parsons, 1972). They encour-aged ranchers to develop new pastures out of the forest and farmers to plant grass in fallow fields. As a result, the once forested landscape –or patchwork of forest, fallow, and field– became increasingly dominated by grass. The development of new pastures initially stimulated corn pro-duction, which was used to loosen the soil before plant-ing grass and help cover expenses. In the long run, how-ever, the spread of permanent pastures stimulated cattle ranching at the expense of hogs. There is some scattered evidence to suggest that Colombians, at least in some re-gions, consumed more pork when there was more forest and less grass. In the mid –to late– nineteenth century, pork consumption rates appear to have been higher in parts of Old Bolívar than they would be in the twentieth century.23 Pedro Nel Ospina could not find a market for his cattle in Ituango (Antioquia) in the early–twentieth century because the peasants of this frontier zone raised too many pigs (APNOyC, 200, p. 452). Pork consump-tion, though never very strong, may have slowly tapered

23 Gaceta de Bolívar, no. 443, Sept. 9, 1866, p. 3; Gaceta de Bolívar, no. 454, Nov. 4, 1866, pp.1–2; Gaceta de Bolívar, no. 551, March 29, 1868, p. 7; Gaceta de Bolívar, no. 646, Oct. 3, 1869; Gaceta de Bolívar, no. 702, July 31, 1870, pp. 299–303. Old Bolívar in-cludes the contemporary departments of Bolívar, Atlántico, Su-cre, and Córdoba.

off as colonos and cattle ranchers cleared the forests and planted grass (see Figure 1).

Second, the lack of elite interest in raising hogs limited their numbers. This reluctance may have stemmed from a degree of “repugnance” for the activity (Gómez Cué-llar, 1909, p. 193). But there were some practical rea-sons as well. For example, there were greater economies of scale in raising cattle than extensively–raised hogs (Poveda, 1979, p. 110; see also Van Ausdal, forthcom-ing). Many also thought that intensive hog raising was not worth the effort. Most dairy farmers on the Sabana de Bogotá preferred to throw or give away their leftover whey from cheese–making rather than use it to raise pigs (Gómez Cuéllar, 1909, p. 193). For hacendados without a ready supply of waste products that they could use for feed, raising hogs would require them to become farm-ers. Although the landed elite thought of themselves as agricultores, farming was something that, outside of a few products, many were unwilling to do: the risks of climate, pests, and overproduction were too great (Ca-macho Roldán, 1976, p. 125; Brew, 2000, pp. 210–212; Reinhardt, 1988; Van Ausdal, MS). Also, there were few economies of scale in farming staples until the spread of mechanization in the 1950s.24 As a result, the landed elite generally left hog raising to peasants, a division of labor that the 1960 agriculture and livestock census clearly shows (see Figure 4).

A third factor that limited hog raising was the difficulty of generating low–cost feed from the waste of food process-ing industries. Colombian hog boosters encouraged en-trepreneurs to take advantage of cheap by–products such as skim milk and whey from dairies, bran from millers, mash from breweries, oil seed cakes from vegetable oil mills, and slaughterhouse waste (Gómez Cuéllar, 1909; Medina, 1936, p. 444; Bernal, 1937; Ospina, 1940). While there were some steps in this direction, even into the second half of the twentieth century little progress had been made (León et al., 1975; Restrepo, 1988). One reason was the late urbanization of the country. Small urban markets, and low purchasing power more gener-ally, limited the amount of available by–products. The geographic dispersion of waste material further limited the economies of scale that could have turned them into low–cost sources of feed. For example, without a sys-tem of cold chains with which to centralize slaughtering,

24 The landed elite, therefore, tended to concentrate on products for which the markets were stronger (exports) or where they did not compete to the same degree with peasant production (cattle, sugarcane, wheat), and on sharecropping or other forms of land rental.

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every municipality had its own slaughterhouse. Even in the second half of the twentieth century, many of these were too small to warrant processing their waste (United Nations, 1962, pp. 26–27). Even where there was a high degree of concentration, such as the vegetable oil indus-try in Barranquilla, high transportation costs discouraged the use of cottonseed cake as hog feed.

Finally, while traditional methods of ‘extensive’ hog rear-ing did not limit their numbers, they did limit the amount of meat that existing stocks produced. Even in the second half of the twentieth century, most Colombian hogs were hardy, self –reliant, disease– resistant creole breeds that had adapted well to local environments. But compared to improved breeds, they grew and reproduced slowly, and yielded less meat and fat (León et al., 1975, p. 16; Peñarete, 1958, p. 216; Ospina, 1913, p. 237). Further-more, many hogs raised in this fashion received inade-quate diets, which slowed their growth even more, low-ered the speed at which they reproduced, and increased their mortality rates (Littman, 1965, 3; León et al., 1975, pp. 10, 32; CIAT, 1972, 92–93; Bernal, 1937, p. 936; Gó-mez Rueda, 1936, p. 554). Before 1950, boosters claimed that it was possible to raise hogs in six to ten months and fatten them in two (Bernal, 1937, p. 925; Ospina, 1940, pp. 40–41). Most Colombian hogs, however, were not raised under ‘ideal’ conditions. Even in the early 1970s, it could take 15 to 18 months before they were ready for slaughter (CIAT, 1972, p. 92; León et al., 1975, p. 10; see also Ospina, 1913, p. 237; Bernal, 1937, p. 936; Pe-ñarete, 1958, p. 216). Slaughtering hogs at this late age meant that they did not produce meat much more effi-ciently than cattle.25

THE POLITICS OF PORK

In the previous section, I argue that the high price of pork relative to beef limited its consumption. Pork was expensive because of the high cost of corn, used to fatten hogs, as well as a small pig population. These immedi-ate causes, in turn, were rooted in the low productivity of Colombian agriculture, a small national market, the slow process of industrialization, elite disinterest, and the advantages of pasture and cattle. But just how ‘natural’ was the comparative advantage of beef? Was it primar-ily an economic issue? Or did politics, power, and policy decisions also have an impact? In this section, I look at the politics behind meat consumption in two different

25 In the 1950s, the yield of pork per head of stock in the national herd was not much higher than beef: 34.2 kilograms versus 30.5 for cattle (United Nations, 1962, p. 20).

ways.26 First, I examine how the political power of ranch-ers and their monopolization of much of the country’s land negatively influenced hog raising. Second, I explore how the politics of lard imports helped to undermine pork consumption.

Two salient characteristics of the Colombian countryside have long been the inequitable land tenure structure and the vast majority of ‘agricultural’ land dedicated to rais-ing cattle. Could the monopolization of land by ranchers be responsible for the country’s beef–heavy diet? There are two ways this monopolization might have influenced meat consumption patterns. On the one hand, ranchers may have boosted the competitiveness of beef by rais-ing cattle on the best agricultural land in the country. In so doing, they benefited from better pastures and more productive cattle operations. But more importantly, their control of the flat, fertile valley floors forced peasant ag-riculture onto more marginal hillsides, lowering its pro-ductivity and raising food (and feed) prices. This ‘irra-tional’ distribution of agricultural and pasture lands may have helped give beef an edge over pork (IBRD, 1956, p. 54; Currie, 1950). On the other hand, it is possible that the general monopolization of land also contributed to the competitiveness of cattle. One consequence of this monopolization was a land–hungry peasantry that was willing to clear forests and plant pasture in exchange for temporary access to land. In such arrangements, ranch-ers provided peasants with patches of forested land to farm for a few years so long as they returned it under grass.27 These land–for–pasture exchanges aided the ex-pansion of ranching and ultimately may have had some effect on the price of beef. Another consequence of this monopolization was to push peasants out to the agrar-ian frontier where they would undertake the hard labor of settling the forest. Ranchers later followed them to consolidate the lands that they had cleared (Fals Borda, 1976, 2002, pp. 162–164; Negrete and Garabito, 1985; Reyes, 1978). Beef might have also benefited from the labor of these peasant colonizers through cheap land

26 For reasons of space, I do not address how the government sup-ported the cattle industry –through research and extension work, subsidies, credit, and other programs– but did little to assist hog farmers. While such policies helped ranching expand geographi-cally, they also contributed to the slow improvement of ranch-ing productivity. While there are also some indications that the productivity of hog raising improved over the twentieth century, such gains probably lagged behind those of the cattle industry. This could be another way that beef maintained its competitive edge over pork.

27 Fals Borda, 1976; 2002, p. 124B; NARA, RG 166, 1942–45, Colombia, Box 178, “Cattle raising and related industries in the Department of Bolívar, Colombia,” R. Kenneth Oakley, July 31, 1944.

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sales and the usurpation of developed plots. Lastly, the unequal land tenure structure squeezed the peasantry onto a small land base. Since peasants raised the bulk of the hogs in the country, the reduced size of their farms limited the number that each family was capable of rais-ing and, therefore, the overall pig population.

Although it is likely that the inequitable distribution of land in Colombia negatively influenced hog raising, we should be careful not to overstate its impact. Any sub-stantial expansion of hog raising would likely have de-pended on obtaining a cheap source of feed. Even though the peasantry might have been able to raise more hogs if they had greater access to land, there still remained the problem of fattening them for market. While they could have also grown more corn, without some way to substantially increase the productivity of their labor, hog and pork prices would have remained high. Additionally, without high–protein feed supplements, peasant hogs were not much more efficient than cattle at producing meat. And although a good number of ranchers profited from land–for–pasture exchanges or by cheaply ‘buying’ peasant clearings, the cattle industry did not depend on such practices (Van Ausdal, MS). There are limits to how much land usurpation subsidized the price of beef.

The second kind of political influence I want to address revolves around the question of trade and the place of lard in the Colombian diet. In 1944, the newspaper, Diario de la Costa, blamed the ‘demise’ of the coastal hog–raising industry on the 1936 trade treaty between Colombia and the United States: a 50 percent drop in the tariff on lard, it argued, unleashed a wave of U.S. imports that drove peasant hog producers out of business.28 Up to the mid–twentieth century, lard (along with tallow) was the most important source of cooking fat in Colombia and a key part of the hog industry.29 Did freer trade in lard under-mine Colombian hog raising and, by consequence, pork consumption?

Lard imports did not begin in 1936. Camacho Roldán (1946, p.130) suggested that they started sometime in the mid–nineteenth century, causing the price of lard in Bo-gotá to fall from $20 pesos per arroba (25 metric pounds) to $1. By 1909, if not earlier, Colombia imported roughly half the lard it consumed from the United States (Gómez Cuéllar, 1909, p. 4; Bell, 1921). A sharp reduction of lard imports during WWI stimulated the domestic industry.

28 NARA, RG 84, Consulate Records, Colombia, Cartagena (Gen-eral, 1943–48), Box 11, “Resolutions re: Hog lard,” 1944.

29 NARA, RG 166, 1942–45, Colombia, Box 175, “Lard and Veg-etable Lard – Colombia,” John A. Hopkins, Dec. 6, 1944.

Yet local supplies could not keep pace with growing de-mand, and by the end of the 1920s Colombia was again importing about half of the lard it consumed.30 In an effort to reduce its dependence on U.S. lard, the government raised the import duty on lard by 500 percent in 1931. This measure considerably slowed imports but did not stop them. The following year, therefore, the government promulgated a sanitary regulation that effectively put an end to the trade.31 Lard was an important component of the 1936 trade treaty between the U.S. and Colombia. However, while the treaty reduced the tariff by 50 per-cent, it did not address the sanitary restrictions. U.S. lard remained blocked from the Colombian market except when cooking–oil shortages during WWII prompted the government to temporarily lift the restriction.32 The 1936 trade treaty, therefore, did not undermine Colombian hog producers. Nonetheless, the much longer history of lard imports prior to 1930 probably did discourage production by keeping a lid on prices (Camacho Roldán, 1973, p. 197; Restrepo Plata, 1912, p. 400; Díaz, 1996, p. 329). (Though whether or not the country could have afforded much higher lard prices, without drastically reducing its consumption, is another question.)

Ironically, the protectionism of the early–1930s eventu-ally helped undermine hog raising and pork consumption. Despite the government’s interest in reducing lard im-ports, it is doubtful that peasant hog–farmers could have effectively lobbied the government for protective trade policies. In fact, the government designed the measures to protect the nascent vegetable oil industry. By limiting lard imports, and reducing the duty on copra, the primary raw material in vegetable shortening, officials helped do-mestic manufacturers lower their production costs and grab a larger market share. Hog producers initially ben-efited from the measures. In the long run, however, they lost out as vegetable shortening (and eventually oil) dis-placed lard as the preeminent cooking fat.33

30 NARA, RG 166, 1946–49, Colombia, Box 625, “Semi–Annual Fats and Oils Report,” Kenneth Wernimont and Jon G. Fossett, Nov. 12, 1948.

31 Ibid.32 NARA, RG 166, 1942–45, Colombia, Box 177, “Colombian Dis-

crimination Against Hog Lard,” March 3, 1945; NARA, RG 84, Consulate Records, Colombia, Cartagena (Security Segregated, 1943), Box 14, “Economic Survey of the Cartagena, Colombia Consular District,” R. Kenneth Oakley, Nov. 10, 1943.

33 By 1960, lard comprised only about 15 percent of the national fat and oil market, down from around 75 percent during the ear-ly–1940s: see Ministerio de Agricultura (1968, p. 4); NARA, RG 166, 1942–45, Colombia, Box 175, “Oilcrops and Vegetable Lard – Colombia,” May 3, 1945; NARA, RG 166, 1942–45, Colombia, Box 175, ”Lard and Vegetable Lard – Colombia,” John A. Hop-kins, Dec. 6, 1945.

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Mucha res y poco cerdo: el consumo de la carne en ColombiaSHAWN VAN AUSDAL

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Beef Pork Chicken

CONCLUSION

So why have Colombians historically eaten so much more beef than pork? The principal reason, I argue, is that pork has long been more expensive than beef; and that this price difference is rooted in the low productivity of Colombian agriculture. But the road to understanding consumption patterns is rarely straight and short. In this case, a variety of factors, in addition to price, converged to make beef –until recently– the king of meats in Co-lombia: the development of a taste for and tradition of beef; the culinary influence of other staples; a receding agrarian frontier; the lack of elite interest in hog raising;

land tenure patterns; the difficulty of developing by–product industries; a long history of cheap imports; the “modernization” of cooking fats. Although consumption studies have recently begun to emphasize the ideological and contested nature of food and diet, my focus here has been largely material: on what has influenced price and supply rather than the cultural politics of demand. Food is not just a matter of sustenance; a range of symbolic, cultural and political factors shape what and how we eat. Nonetheless, in the case of meat consumption in Colom-bia, the high cost of (corn and) pork did much to secure the long–held predominance of beef.

30.0

25.0

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FIGURE 1. ESTIMATED PER CAPITA MEAT CONSUMPTION IN COLOMBIA (IN KILOGRAMS)

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FIGURE 2: PERCENTAGE OF BEEF IN THE MEAT DIET OF VARIOUS LATIN AMERICAN COUNTRIES, 1964–2006 (NOT INCLUDING ARGENTINA AND URUGUAY)

Colombia in BlackSources: Jarvis (1986); FAOSTAT (2007).

Colombia in BlackSources: Jarvis (1986); FAOSTAT (2007).

FIGURE 3. PERCENTAGE OF PORK IN THE MEAT DIET OF VARIOUS LATIN AMERICAN COUNTRIES, 1964–2006

80%

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1964 - 66 1974 - 76 1990 2005

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FIGURE 4. PRICE PREMIUM OF PORK OVER BEEF

Sources: Rodríguez (1961); Cañón (1952); Departamento de Contraloría (1965).

FIGURE 5. HOG AND CATTLE OWNERSHIP BY FARM SIZE, 1960

200%

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Bogotá Nariño Antioquia

Source: DANE (1964).

HOGS:FARM SIZE (HA)

under 2020 to 100100+

% OF FARMS WITH HOGS

80%15%5%

% OF TOTAL HOG POPULATION

63%21%16%

CATTLE: FARM SIZE (HA)

under 2020 to 100100+

% OF FARMS WITH CATTLE

72.9%19.2%7.8%

% OF TOTALCATTLE POPULATION

17.9%21.6%60.5%

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RESUMEN

Éste es un estudio sobre el comercio de carne en Bogotá (Colombia), y en especial sobre la persistencia de las redes informales de su venta y consumo. La informalidad es, a mi juicio, causante de dos fenómenos aparentemente contradictorios: el alto precio de la carne (que se forma a lo largo de una cadena extensa, poco productiva y poco efi ciente) y la incorporación de carne de mala calidad sacrifi cada en condiciones sanitarias cuestionables, que permite su consumo por parte de los más pobres. En el artículo analizo la importancia de la carne en Colombia, exploro las razones de su alto precio y describo la estructura de la cadena de comercialización y consumo. Finalmente, discuto las implicaciones de la persistencia del comercio informal y el impacto de la imposición de una nueva reglamentación “modernizante”.

PALABRAS CLAVE:

Carne, cadenas productivas, comercio, Bogotá, informalidad.

POR ALEJANDRO GUARÍN**

Carne de cuarta para consumidores de cuarta*

FECHA DE RECEPCIÓN: 7 DE DICIEMBRE DE 2007FECHA DE ACEPTACIÓN: 17 DE ENERO DE 2008FECHA DE MODIFICACIÓN: 12 DE FEBRERO DE 2008

* Pude hacer este trabajo gracias al auspicio económico de la National Science Foundation de Estados Unidos (DDRI fellowship No. 0602703) y de la división de pos-grados de la Universidad de California en Berkeley. La generosidad de Jaime Zapata para compartir conmigo su conocimiento sobre este tema fue indispensable. Agradezco a todos los tenderos, comerciantes, industriales, académicos, especialistas, y a los funcionarios de Fedegán que me colaboraron tan amable y desintere-sadamente. Catalina Borda y el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar me facilitaron los datos de la canasta de alimentos de Bogotá. Finalmente, agradezco los útiles comentarios de Francisco Ruiz, Shawn van Ausdal, Susana Wappenstein, Felipe Rojas, y dos evaluadores anónimos.

** Biólogo, Universidad Nacional de Colombia; M.Sc. en Geografía, Pennsylvania State University, Estados Unidos. Actualmente estudiante de doctorado en Geografía, Universidad de California, Berkeley, Estados Unidos. Trabaja los temas de: economía política de la comida y desarrollo. Correo electrónico: [email protected].

Fourth-Rate Meat for Fourth-Rate ConsumersABSTRACT.

This is a study of beef retailing in Bogotá (Colombia), and especially about the persistence of informal networks of sale and consump-tion. In my view, informality is responsible for two concomitant and seemingly opposite phenomena: high meat prices (the result of a long, unproductive, and ineffi cient supply chain), and the distribution of poor quality meat, slaughtered under questionable hygienic conditions, which in fact allows the poorest people to gain access to it. I begin this article by examining the importance of beef in Colombia. I then explore why it is so expensive, and describe the structure of its retailing and consumption chain. I end by discussing the implications of informal retailing and the impact of new, “modernizing” regulations that are being imposed.

KEYWORDS:

Beef, commodity chains, retailing, Bogotá, informality.

Carne de quarta categoria para consumidores de quarta categoria RESUMO

Este é um estudo sobre o comércio da carne em Bogotá (Colômbia), que se centra na persistência das redes informais na sua venda e consumo. Desde meu ponto de vista, a informalidade é responsável de dois fenômenos concomitantes e aparentemente contra-ditórios: o preço alto da carne (que se forma ao longo de uma cadeia extensa, pouco produtiva e pouco efi ciente) e a incorporação da carne de má qualidade sacrifi cada em condições sanitárias questionáveis, que de fato permitem seu consumo por parte dos mais pobres. Neste artigo, analiso a importância da carne na Colômbia, exploro as razões de seu preço alto e descrevo a estrutura da cadeia de comercialização e consumo. Finalmente, debato as implicações da persistência do comércio informal e o impacto da imposição de uma nova e moderna regulamentação.

PALAVRAS CHAVE:

Carne, cadeias produtivas, comércio, Bogotá, informalidade.

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La imagen evocadora es ésta: un lento pero constante goteo que sale del costal, y el charquito de sangre que se va formando a los pies de la señora, sobre el piso del bus. El bus sube por las empinadas lomas, serpenteando en medio de las zonas más deprimidas de Bogotá, y el hilo de sangre se desliza irregularmente por el suelo, acaso imitando el vaivén del vehículo. La señora regresa a su tienda con la carne que compró en el mata-dero. La carne, cuyo origen desconocemos pero que con seguridad viene de un animal que hacía muy pocas horas estaba vivo, va para los platos de la gente más pobre de la ciudad. Este trabajo es, sobre todo, un intento de enten-der qué carne va en ese costal, y por qué va en un costal a bordo de un bus.

El caso del comercio tradicional1de alimentos en Colom-bia es notable porque, a pesar de la gran expansión de los supermercados en la última década y media, las tiendas de barrio y otros formatos tradicionales continúan manejando una porción enorme del mercado de alimentos (al menos el 50%, según AC Nielsen, 2004). Los supermercados, cuyo rápido crecimiento ha sido bien documentado (FAO, 2004; Reardon et al., 2003), han tenido un impacto defi-nitivo sobre la producción, venta y consumo en los países del Tercer Mundo (Gibbon y Ponte, 2005). Como regla general, el auge de los supermercados ha estado acompa-ñado de un declive del sector tradicional de distribución de comida como las plazas, las ferias y las tiendas de ba-rrio. En Argentina desaparecieron 64.000 pequeñas tien-das de alimentos entre 1984 y 1993, mientras que en Chi-le se cerró cerca del 21% de todas las tiendas entre 1991 y 1995 (Faiguenbaum et al., 2002). Pero en Colombia, y en especial en Bogotá, donde sólo un 40% del mercado está en manos de las grandes cadenas de supermercados (UESP, 2005), el retroceso del sector tradicional ha sido sorprendentemente lento. El comercio de carne no ha sido

1 El debate sobre el uso de los términos “tradicional” o “informal” es amplio. En este artículo no les adhiero un sentido peyorativo sino que los uso en sentido general para referirme a la actividad económica, fundamentalmente familiar, que funciona para el au-tosostenimiento de la familia y no para generarles utilidades a terceros. Por ser el empleo familiar, en la mayoría de los casos los empleados no reciben sueldo ni prestaciones sociales. Las tiendas tradicionales se diferencian de los formatos modernos (o autoser-vicios) en que sólo el dueño, que atiende detrás de un mostrador, tiene acceso a los productos, y en que no declaran explícitamente un impuesto sobre las ventas. Entre los productores (ganaderos, en este caso), me refi ero a las economías campesinas de autosus-tentación, con acceso muy limitado a capital y tecnología.

la excepción. Hoy sólo un 10% de la carne que se con-sume en Bogotá se vende en los supermercados (UESP, 2005), comparado con un 60% en Santiago de Chile (Fai-guenbaum et al., 2002).

La pregunta fundamental de este trabajo es ésta: ¿Cuáles son las implicaciones de que el comercio tradicional de carne persista, aun a pesar de la expansión de los forma-tos modernos? Mi argumento es que la estructura infor-mal del comercio de carne tiene dos consecuencias ab-solutamente contradictorias: por un lado, es causante de los altos precios de la carne y, como resultado, dificulta el acceso de los más pobres a este bien. Pero, por su misma informalidad, permite la existencia de cierto tipo de re-des de producción y consumo que hace posible que aun la población de más bajos recursos pueda comer carne. El discurso oficial del gremio de ganaderos, el gobierno, la academia y la industria de la carne es que el comer-cio informal es ineficiente, premoderno, antihigiénico, y que debe desaparecer. La realidad, sin embargo, es más compleja. La persistencia de cierto tipo de prácticas tra-dicionales o informales no puede leerse exclusivamente a la luz de un discurso científico y económico que las redu-ce a actividades marginales, peligrosas y obstructoras del progreso. Como veremos adelante, del comercio informal se desprenden problemas sanitarios y sociales reales, pero hay razones muy poderosas que explican por qué más del 70% de la carne se vende a través de canales tradicionales. Este trabajo no es una apología del comercio informal, ni una idealización romántica de “lo tradicional”. Mi interés es entender cuáles son las posibilidades de acceso de la población más pobre a un bien básico como la carne. El 36% de la población colombiana sufre de deficiencia en el consumo de proteínas (ICBF, 2005), de manera que la dificultad en el acceso a la carne hace patente una brecha social inaceptable. La carne es, en últimas, una disculpa, un lente que hace visible un tipo particular de desigual-dad. En términos de política pública, es urgente entender cuáles son los determinantes, materiales y culturales, que permiten –y sostienen– el desarrollo de las redes de pro-ducción y consumo de carne.

El trabajo se basa principalmente en estudios publicados e informes y reportes gubernamentales, así como entrevistas hechas a personas involucradas en la producción y el co-mercio de carne, tenderos, fameros, dueños de expendios mayoristas especializados, funcionarios de Fedegán algu-nas cadenas de supermercados, trabajadores de las plan-tas de sacrificio, funcionarios, académicos y expertos en el tema. Para proteger su privacidad me he abstenido de publicar sus nombres, o los he cambiado. El artículo cons-ta de cuatro partes. En primer lugar discuto la importancia

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de la carne de res en Colombia, y en seguida esbozo las ra-zones por las cuales la carne es un alimento relativamente tan costoso. Tercero, describo la estructura de la cadena de la carne en Bogotá, y finalizo el artículo discutiendo las im-plicaciones de las particularidades del comercio de carne en términos del acceso a este bien básico.

UN PAÍS CARNÍVORO

“No coma cuento, coma carne”. Éste es el llamado, fa-miliar para los colombianos, con que la Federación Na-cional de Ganaderos (Fedegán) ha impulsado desde hace algunos años el consumo de carne de res en Colombia. El puesto central de la ganadería en la economía y la po-lítica nacional, y el importante papel simbólico y cultural que reviste la carne bovina en la vida diaria, hace pen-sar que hace mucho tiempo los colombianos no comen cuento, y que, para felicidad del gremio de los ganaderos, esta pesadilla de anarquía vegetariana siempre ha tenido menos posibilidades de materializarse que la de una vic-toria comunista. En el ámbito económico, la importancia de la actividad ganadera no tiene discusión. Es nada me-nos que la primera generadora de empleo en Colombia,

dándole trabajo a cerca de un millón de personas, o casi el 7% de la población económicamente activa (Fedegán, 2006). La ganadería participa con 3,6% del PIB total y 27% del PIB agropecuario, la mitad del cual corresponde a producción bovina para carne (Fedegán, 2006). En un país donde la tenencia de la tierra es una fuente histórica de poder, riqueza y conflicto, la ganadería es una activi-dad económica que carga un gran peso social y político. Las zonas ganaderas de los Llanos Orientales y las saba-nas del Magdalena medio y la costa caribe han sido focos de muchos conflictos políticos por control del territorio entre la guerrilla, el Estado, grupos paramilitares y nar-cotraficantes. La ganadería y el poder terrateniente que la sustenta han estado desde hace tiempo en el centro de la violencia en Colombia.

La carne no es sólo importante en el extremo de la pro-ducción, sino también en el extremo del consumo. En Bogotá, la carne es el rubro más importante en la canasta alimentaria, y representa un 9,2% del gasto total mensual en alimentos (Yepes et al., 2005) (ver la tabla 1). Esto se explica en parte por los altos costos de la carne, pero indica también que la carne es una de las fuentes primor-diales de proteína animal.

TABLA 1. CONSUMO MENSUAL DE ALIMENTOS EN BOGOTÁ

TIPO DE ALIMENTO

Carne de res, cerdo o cordero, hueso y víscerasLeche y derivadosPan, arepas, bollos, almojábanasCarne de gallina y polloBanano, guayaba, naranja, limón, mango, papayaArveja verde, fríjol, habichuela, zanahoriaArroz, pasta, avena, cuchuco, harinasPapa común, criolla, yuca, arracacha, ñame

CONSUMO MENSUALMILLONES DE PESOS

67.42464.75548.96047.25746.92643.17040.10633.188

% 9,28,96,76,56,45,95,54,5

Fuente: Yepes et al., 2005, pp. 30 y 31.

Aunque el consumo de carne de res en Colombia es rela-tivamente bajo (17 kg anuales por habitante), comparado con el de los grandes países productores, como Uruguay (78 kg), Argentina (67 kg) o Estados Unidos (43 kg), está de todas formas por encima del promedio mundial (10,2 kg), y es uno de los más altos de la América tropical (Ob-servatorio Agrocadenas, 2005). En Bogotá, como en casi toda Colombia (y, en este artículo, de aquí en adelante), “carne” significa “carne de res”. Por una variedad de mo-tivos económicos y culturales (Van Ausdal, 2008), en Co-

lombia el consumo de carne de cerdo es relativamente marginal, comparado con el de carne (la proporción, histó-ricamente, se ha mantenido cerca de 1 a 6) (Galvis, 2000). El consumo per cápita de cerdo (3,8 kg por habitante por año) es muy bajo en el contexto regional, incluso compa-rado con países netamente “vacunos” como Argentina (7 kg) o Estados Unidos (31 kg) (Observatorio Agrocadenas, 2005). Como veremos, el consumo de pollo ha aumentado vertiginosamente en los últimos años, pero la importancia simbólica y cultural de la carne permanece invariable.

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El caso del pollo requiere mención especial, sobre todo ahora que el pollo rompió la marca histórica de ser más consumi-do en Colombia que la carne de res (El Tiempo, 23 de mayo de 2007). La industria avícola es relativamente reciente, y su constante ascenso desde los años 70 ha tenido que ver, sin duda, con los elevados costos de la carne (Galvis, 2000). La competencia no es fácil porque la carne bovina tiene un arrai-go histórico especial en Colombia, y aún hoy, cuando el kilo de res vale casi el doble del de pollo, la alta preferencia por la carne bovina desafía una lógica puramente económica. Varios factores explican, según un funcionario de la Federación Na-cional de Avicultores (FENAVI), la persistente preferencia por la carne de res. En primer lugar, la versatilidad de la carne bo-vina es mayor: existe una variedad muy amplia de cortes, cali-dades, precios y sabores, mientras que el pollo es un producto mucho más homogéneo y más limitado. Por otro lado, existe la percepción (mencionada varias veces entre los tenderos que entrevisté) de que la carne de res tiene más “sustancia”, y que, por lo tanto, un pedazo de carne o de hueso puede ser reutili-zado (hervido, por ejemplo, una y otra vez en una sopa) mucho más que el pollo. Finalmente, la carne de bovino, por tener menos contenido de agua que la del pollo, es mucho más re-sistente a la descomposición, y éste es un factor importante en la cadena “caliente” que describiré más adelante. Antonio, un tendero de Ciudad Bolívar, también anotó que

[e]l pollo puede ser más barato pero la gente dice que una libra de carne rinde más que una libra de pollo. […] Una libra de carne la abre bien y alcanza para varios, y una libra de pollo son dos presitas y se acabó.

¿Cómo se explica entonces el significativo ascenso en el consumo de pollo? La razón fundamental es que los pre-cios reales del pollo han disminuido más o menos constan-temente desde los años 90, mientras que los de la carne han subido (Galvis, 2000). La industria avícola ha logrado reducir costos porque la cadena, a diferencia de la de la carne, está muy integrada verticalmente, la producción está altamente tecnificada y concentrada, y la comerciali-zación y distribución se basan en mecanismos sofisticados y especializados. Para un funcionario de FENAVI,

[l]a integración se originó en que inicialmente no había espacio para el pollo. El pollo tuvo que abrirse paso en un mercado que ya estaba especializado en el comercio de carne de res. Por eso tocaba tener una integración muy eficaz entre la producción y la comercialización.

Gran parte del éxito de la venta de pollo y huevo es que los productos llegan al vendedor final con un alto grado de procesamiento y empaque, de manera que el tendero no necesita ninguna habilidad particular en su manejo,

de modo que, como anotaba un tendero en Suba, “como lo traen todo empacado y listo, no es sino venderlo y ya”.

Aun a pesar de que existen alternativas más baratas, la carne de res continúa ocupando un lugar central en la die-ta de los colombianos. Ya sea como fuente de proteína o de estatus social, la carne es una necesidad de toda la po-blación y no existe diferencia (como dice Marx al descri-bir la naturaleza de la mercancía) si esta necesidad viene del estómago o de la imaginación. Y para entender cómo se suple esa necesidad, veremos ahora cómo es la cadena que lleva la carne desde la producción hasta el consumo.

¿POR QUÉ ES TAN CARA LA CARNE EN COLOMBIA?

El alto precio de la carne en Colombia se explica, en gran medida, por lo altos costos del ganado vivo, o en pie. El precio en Colombia del novillo gordo para sacrificio es mucho más alto que en los otros grandes productores de carne de Suramérica, como Argentina, Brasil y Uruguay (ver la tabla 2) (Fedegán, 2008). En esta sección discuto los factores, coyunturales y estructurales, que encarecen el ganado, desde su producción hasta su comercialización. El alto precio es problemático tanto para el mercado nacio-nal como para el internacional: internamente, se convierte en una barrera frente al consumo de una gran masa de la población, con consecuencias nutricionales, económicas y culturales importantes. En el ámbito internacional, el cos-to de la producción de carne en Colombia pone al país en desventaja frente a los otros grandes productores del he-misferio, y esto tiene implicaciones muy importantes para la competitividad de la industria de la carne colombiana.

TABLA 2. PRECIO PROMEDIO DEL NOVILLO GORDO (US$/KG) EN LA PLANTA DE SACRIFICIO

(Promedio de enero a octubre) Fuente: Fedegán, 2008.

COLOMBIA 3,002,642,322,703,183,394,34

2001200220032004200520062007*

ARGENTINA 2,321,421,942,062,322,282,29

BRASIL 2,011,842,052,272,492,683,04

URUGUAY 2,011,702,102,592,922,953,09

* Aunque las cifras de la gráfi ca son exportaciones totales, Fede-gán calcula que un 99% corresponde a exportaciones a Venezue-la. “En exportación de ganado, el mundo” –en palabras de un funcionario de Fedegán– “es Venezuela”.

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¿Por qué es tan caro el ganado? Una fuente significativa –aunque coyuntural– del alza reciente en los precios de la carne es el inusitado aumento de las exportaciones de ga-nado vivo (y, en menor medida, carne) hacia Venezuela en los últimos años, que cambió súbitamente la estructura de la oferta de ganado en Colombia. Entre 2004 y 2006 más de 500.000 cabezas de ganado han salido legalmente hacia el mercado venezolano (y, según funcionarios de Fedegán, posiblemente otras 500,000 salieron por contrabando), es decir, 70 veces más que las 8.000 cabezas exportadas en los tres años anteriores (ver la figura 12). Este hecho, unido a las sequías que azotaron las regiones ganaderas colombianas durante buena parte de 2006 y 2007, hicie-ron que la oferta disminuyera drásticamente y los precios reales de venta al público se incrementaran hasta un 30%. Si bien las condiciones climáticas mejoraron hacia la se-gunda mitad de 2007, los efectos de la merma del hato ganadero colombiano se sentirán a largo plazo.

FIGURA 1. EXPORTACIONES DE GANADO Y CARNE DE COLOMBIA (1991-2006)

Por otro lado, las regiones ganaderas han sido histórica-mente centros importantes de la guerra civil en Colom-bia. La presencia de grupos armados como guerrilla y pa-ramilitares en las zonas de extracción ganadera ha sido un motivo constante de inestabilidad y volatilidad en los precios. Tanto ganaderos como transportadores deben asumir los costos adicionales de la extorsión, el boleteo, el pago de seguridad privada, los peajes ilegales, etc., y estos costos terminan añadiéndose al precio final de los animales en los centros de venta de ganado.

2 Aunque las cifras de la gráfi ca son exportaciones totales, Fe-degán calcula que un 99% corresponde a exportaciones a Vene-zuela. “En exportación de ganado, el mundo” –en palabras de un funcionario de Fedegán– “es Venezuela”.

En tercer lugar, los costos de transporte son muy altos. Los centros de producción, que se concentran en los Lla-nos Orientales y las sabanas del Magdalena medio y la costa norte, están relativamente lejos de los centros de sacrificio y consumo en las grandes ciudades. Como dis-cutiré con más detalle en la siguiente sección, histórica-mente en Colombia se estableció un sistema de comercio de ganado y no de carne. Esto es muy ineficiente. Menos del 50% del peso de un animal se convierte en carne (el resto es sobre todo hueso y piel), de manera que los cos-tos de transporte incluyen una cantidad considerable de peso que no es consumible. Adicionalmente, la agreste topografía de Colombia y el mal estado de las vías hace que el ganado se maltrate mucho durante los viajes. Por ejemplo, en el viaje de 360 km entre Yopal, en los Llanos Orientales, y Bogotá, una res pierde en promedio 55,2 kg de peso (Vargas et al., 1999b).

Otro factor, puramente biológico, subraya la importancia de las propiedades orgánicas de la comida (Fine et al., 1996). El hato ganadero colombiano está conformado, en su gran mayoría (72%), por ejemplares de la especie Bos indicus (cebú), y en menor medida, por animales de la especie Bos taurus –razas europeas– (15%) y otros cruces criollos (13%) (Fedegán, 2006). Esto es significativo por-que, aunque B. indicus tiene una mayor tolerancia a las duras condiciones ambientales de calor y humedad de las grandes zonas ganaderas colombianas que B. taurus, es menos productiva y menos precoz sexualmente que ésta (Nogueira, 2004). En los países de clima estacional, B. taurus representa una porción mayoritaria del hato gana-dero destinado a la producción de carne, mientras que en Colombia está principalmente relegada a la producción de leche en las zonas de climas templados en las monta-ñas o altillanuras.

Pero quizá los factores más importantes que determinan el alto precio del ganado en pie y, en última instancia, de la carne en Colombia son la baja productividad y la in-usual duración del levante del ganado. La cría de ganado con fines comerciales tiene tres etapas bien diferencia-das, que en la mayoría de los casos se separan físicamente y están a cargo de personas diferentes. La primera etapa, la crianza, es el negocio de producir terneros y venderlos al destete. El levante es la etapa intermedia durante la cual el ganado adquiere la mayoría de su peso. Y la etapa final, engorde o cebado, corresponde a los últimos 3 o 4 meses de alimentación antes del sacrificio. Un primer problema es que estos tres eslabones de la cadena están muy pobremente integrados. El ganado cambia de manos frecuentemente y, como las tres etapas suceden en sitios diferentes, hay muchas ineficiencias que, de entrada,

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Animales vivosCarne en canal o deshuesada

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aumentan los costos. La dificultad mayor se centra, sin embargo, en la etapa de levante. Ésta, por ser la etapa más larga y menos lucrativa de todas, es la menos atrac-tiva para los ganaderos y suele relegarse a un segundo plano. En países que tienen una alta productividad como Argentina o Uruguay, el levante dura entre 10 y 11 meses (Fedegán, 2006). En Colombia, el ganado es llevado a tierras pobres, improductivas y baratas (típicamente áreas de piedemonte), en donde el proceso toma hasta 25 me-ses. En condiciones adecuadas, durante el levante una res debería ganar un kilogramo diario de peso, pero en Colombia el promedio es de sólo 300 g al día. En palabras de un comerciante mayorista de carne,

aquí tienen entendido que el levante es poner a los animales a aguantar hambre. No se les atiende como debe ser. Eso ha sido una cuestión cultural aquí, y eso ha empezado a cambiar. Pero mientras eso no cambie, nunca vamos a ser eficientes en costos.

La baja productividad en este eslabón de la cadena hace que se reduzca el potencial de crecimiento del ganado y disminuya la calidad de la carne. Uno de los expertos que consulté hizo una analogía entre el problema del levante y la atención a un hijo que pasa por las distintas etapas de crecimiento:

Esto de las reses es como criar niños. Al principio (o sea la crianza) todo es consentimiento. Se le da todo lo mejor, se le cuida, se le paladea. Y cuando el muchachito ya está todo formado, hecho un hombrecito, todos lo quieren y lo respetan. Pero en esa etapa intermedia, lla-mémosla la adolescencia, que es la más dolorosa y la más difícil, cuando hay que aguantar más y los resultados no son inmediatos, nadie está dispuesto a invertir mucho.

En las entrevistas que hice primaron las explicaciones culturales sobre la “idiosincrasia” de los ganaderos, o su “poca profesionalización”. Un comerciante insistió en que las fincas son “manejadas por inexpertos que no conocen bien los ciclos de fertilidad, crianza, etcétera, y esto influ-ye en la baja extracción”. Pero simplificar en estos térmi-nos la producción ganadera ignora la complejidad social y económica de la actividad rural en Colombia. Aunque los grandes terratenientes ganaderos son quienes tienen la voz política y económica más sonora, los productores de menor tamaño y los campesinos desempeñan un papel fundamental en la producción pecuaria nacional. Según Fedegán (2006), cerca de la mitad de los predios ganade-ros tiene menos de 10 animales y un 40% se destina a la ganadería mixta (carne y leche). El tema de la baja pro-ductividad debe entenderse con referencia a un paisaje

social, económico y político muy complejo en el que la ganadería campesina persiste junto con la gran produc-ción ganadera. Miles de campesinos carecen del acceso a la tierra, capacitación, tecnología, y recursos financieros que se necesitarían para incrementar la producción. La concentración de la tierra y la presión de grupos armados inflan los precios de arrendamiento de las buenas tierras, de manera que muchos ganaderos deben recurrir a tierras más baratas e improductivas. La tasa de extracción (el co-eficiente de sacrificio sobre la población ganadera), que en Colombia está muy por debajo del promedio mundial (Observatorio Agrocadenas, 2005), debe entenderse no sólo como un problema técnico de eficiencia sino como la expresión de unos conflictos sociales y económicos irre-sueltos.

En comparación con otras cadenas alimenticias que es-tán altamente tecnificadas y verticalmente integradas, la de la carne es una cadena fragmentada y relativamente poco productiva. Hay elementos naturales y ambientales que están por fuera del control de las personas, pero hay una serie de factores sociales, económicos y políticos que determinan en gran medida el alto precio del ganado en pie. El costo de la carne, como veremos a continuación, depende también fundamentalmente del tipo particular de relación que se ha establecido entre producción y con-sumo, y del comercio de la carne en los grandes centros urbanos.

CARNE FRÍA Y CARNE CALIENTE: ¿CUÁL ES MÁS FRESCA?

Si uno almuerza en Bogotá, es muy probable que el ani-mal del que vino la carne haya estado vivo tan sólo unas horas antes. Unas tres cuartas partes de la carne que se consume en la ciudad se distribuye en caliente, es de-cir que pasa directamente de las salas de sacrificio a los puntos de venta, y de allí al consumidor final, sin haber sido refrigerada o madurada. El restante 25 o 28% de la carne se comercia en supermercados o expendios espe-cializados En seguida veremos en qué consiste esta ca-dena caliente, y por qué las tiendas de barrio continúan cumpliendo un papel preponderante en el comercio de carne de res en Bogotá.

Uno de los determinantes históricos clave de la estructu-ra actual de la cadena de la carne es la cercanía secular de los centros de sacrificio a los centros de consumo de car-ne y no, como en muchos otros lugares del mundo, a los centros de producción ganadera. El desarrollo del moder-no comercio de carne en Estados Unidos, por ejemplo, se

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dio en la medida en que los grandes centros de produc-ción de ganado en las llanuras centrales se conectaron por vía férrea con los grandes centros de consumo en la costa oriental del país hacia finales del siglo XIX (Cronon, 1991). La invención del vagón frío hizo posible que la carne se transportara, despostada y empacada, desde los grandes complejos de sacrificio y procesamiento cerca de Chicago hacia Nueva York, Filadelfia y otros nacientes centros industriales (Cronon, 1991). Como anoté ante-riormente, el transporte de reses vivas es muy ineficiente comparado con el de carne, porque más de la mitad del peso del animal no es consumible. En Colombia, la difícil topografía impidió el desarrollo de medios de transporte eficientes y de bajo costo, y el rezago tecnológico hizo di-fícil la masificación de sistemas de refrigeración. Los cen-tros de consumo, y en especial las grandes ciudades, se convirtieron en imanes hacia los cuales se dirigió el flujo de ganado vivo para satisfacer la demanda de carne. Así se desarrollaron lo que Lorente et al. (1985) llaman “redes de acopio organizadas por el consumo” y no “redes de co-locación del producto desde las zonas de producción”. En la práctica esto significó que se implantara un sistema, aún preponderante, en el que son los animales vivos, y no la carne, los que atraviesan las cordilleras en un camión. Otra consecuencia importante de este modelo de abaste-cimiento basado en el comercio de ganado y no de carne es que las plantas procesadoras históricamente han sido simples prestadoras de servicios (maquiladoras), mientras que el control sobre el precio y la comercialización de la carne se consolidó en un grupo de intermediarios y ma-yoristas.

Esta cercanía física entre sacrificio y consumo se refleja en que cada municipio colombiano, por pequeño que sea, tiene un matadero de carne (la cifra de mataderos, calcu-lada por Fedegán en cerca de 1.700, es de hecho mayor que la del número de municipios). Pero, al igual que los municipios, no todos los mataderos fueron creados igua-les. La legislación colombiana que regula el sacrificio y la comercialización de carne, que data de 1982,3 divide los mataderos en cinco clases, dependiendo de la infraes-tructura con la que cuentan y el tamaño de la población a la que sirven. Los mataderos de primera clase tienen las más altas especificaciones técnicas, manejan grandes

3 La reglamentación que rigió en Colombia durante el último cuarto de siglo se basa en el decreto 2278 de 1982, modifi cado parcialmente por el decreto 1036 de 1991. En 2007 se aprobó el decreto 1500, que reformó completamente el marco legal del sa-crifi cio, transporte y venta de carne. Su entrada en vigencia será gradual, y su implantación defi nitiva ocurrirá sólo hacia princi-pios de 2009, por lo que, en el momento de escribir este artículo, en la práctica la norma vigente es la de los decretos de 1982 y 1991.

volúmenes de animales, y pueden producir carne para su consumo en cualquier parte de Colombia o del mundo. Los de segunda clase son un poco menos sofisticados, pero están autorizados para surtir todo el mercado nacio-nal. Los de las clases III, IV y V son mataderos que utilizan técnicas muy rudimentarias, sacrifican pocas reses y sólo se les permite abastecer mercados locales. Los mataderos que no cumplen con las mínimas normas de sanidad y que sacrifican menos de una res al día, o mataderos tipo “planchón”, no están incluidos en la clasificación oficial pero representan una fracción importante del sacrificio de animales en Colombia, sobre todo en pequeños mu-nicipios y áreas rurales (ver la tabla 3). En muchos de estos planchones, toda la operación de corte y desposte se hace sobre la propia piel del animal muerto. “Si algo sale limpio”, anotaba un especialista que consulté, “es por culpa del cuero”.

TABLA 3. CLASIFICACIÓN DE LOS MATADEROS EN COLOMBIA, Y VOLUMEN DE SACRIFICIO

Fuente: CCI y Ministerio de Agricultura, 2004, p. 234.

En Bogotá, hasta hace relativamente poco una buena par-te del sacrificio de animales era manejada por el gobierno distrital en el matadero central, mientras que otros dos mataderos privados más pequeños, San Martín y Guada-lupe, atendían el resto de la demanda. Las quejas sobre la ineficiencia y las pobres condiciones higiénicas del ma-tadero distrital eran constantes. Un diagnóstico sobre el estado del matadero central en 1967 (Villarreal, 1967) no deja campo para dos interpretaciones:

Completo desconocimiento de las más ele-mentales normas higiénicas, siendo el expen-dio de estas carnes un atentado contra la salud pública. No se da ninguna recomendación para su mejoría. Se recomienda su clausura (p. 22).

La clausura demoraría casi tres décadas en llegar. En 1963 el matadero central sacrificaba diariamente un promedio de 300 reses, mientras que Guadalupe sacrificaba 200 y

CLASE Clase IClase IIClase IIIClase IVClase VPlanchónTOTAL

CANTIDAD 201138441491.0741.336

SACRIFICIOS DIARIOS 4.5761.0551.4018211.1344.03813.025

PORCENTAJE 358116931100

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San Martín 120 (Villarreal, 1967). A medida que aumen-taba la demanda y persistían los problemas de salubri-dad en el matadero gubernamental, las plantas privadas comenzaron a aumentar su participación en el mercado. Para 1971, el sacrificio en el matadero distrital había dis-minuido a 242 cabezas diarias, y el de Guadalupe y San Martín había aumentado a 311 y 176, respectivamente (Romero, 1973). Finalmente, en 1990, y en medio de un ambiente de desregularización y apertura económica bajo el cual el gobierno dejó de involucrarse de manera directa en muchos aspectos de la producción y venta de alimentos, cerraron definitivamente las puertas del ma-tadero distrital. Hoy Guadalupe (con 1.000 reses diarias en promedio) y San Martín (700 reses diarias) son, de lejos, las plantas más importantes de la ciudad, y sacrifi-can cerca del 74% de la carne que se consume en Bogotá. El resto proviene, o bien de grandes frigoríficos de otras ciudades (7%), o bien de pequeños mataderos localizados dentro del perímetro urbano (Uval y Usme) y en munici-pios vecinos como Soacha, Zipaquirá, Funza y Cáqueza (19%) (UESP, 2005; Vargas et al., 1999b). Una parte de la carne del ganado que se sacrifica en estos mataderos periféricos es de muy mala calidad (o de especies no bovi-nas), ya que esta actividad se lleva a cabo en condiciones insalubres. Es precisamente mucha de esta carne, como veremos más adelante, la que llega a los consumidores de más bajos recursos a través de canales de distribución informal.

Aunque el cierre del matadero distrital y el paso del sacri-ficio de ganado fundamentalmente a empresas privadas mejoraron sustancialmente los estándares de calidad y de higiene, la estructura del comercio, heredada de prin-cipios del siglo XX, sufrió pocas modificaciones. Ahora, como entonces, Bogotá es un gran centro de gravedad hasta donde llega ganado gordo para ser sacrificado. El ganado llega a la ciudad principalmente de los Llanos Orientales (70%) o del Magdalena medio (28%) (Vargas et al., 1999b). Típicamente, las reses han sido negociadas en una o varias ferias ganaderas, en donde un intermedia-rio conocido como comisionista compra lotes de ganado y cobra normalmente un 1% del precio como comisión (Vargas et al., 1999). La ausencia de un sistema de clasifi-cación estandarizado de canales4 ha hecho que el negocio todavía se centre mucho en los intermediarios que nego-cian ganado vivo. Cuando los animales llegan a la planta de sacrificio en la ciudad, los lotes son comprados por otro intermediario que se conoce como colocador, quien

4 Una canal es, de acuerdo con la norma legal, “[e]l cuerpo de un animal después de sacrifi cado, degollado, deshuellado, evis-cerado quedando sólo la estructura ósea y la carne adherida a la misma sin extremidades” (Decreto 1500 de 2007).

a su vez paga por el servicio de sacrificio en las plantas de beneficio y, al final del proceso, negocia las canales con los fameros y mayoristas. Los colocadores, que nor-malmente se quedan con un margen cercano al 10% del precio, tienen un papel central y gran poder dentro del comercio de carne porque conectan crucialmente la pro-ducción con el consumo. Muchos piensan que la estruc-tura misma de la cadena de la carne actual da excesivo poder a dichos intermediarios y que esto, en opinión de un funcionario de Fedegán,

no le ha servido ni al ganadero ni al consumidor. Un matadero de éstos no es tanto una planta de sacri-ficio, sino una serie de sillones con tinto para que los intermediarios hagan negocios. Para que lla-men por celular al ganadero y le peguen bien duro, y después coloquen bien duro esa carne en canal.

Una vez en la planta de sacrificio, el ganado puede tomar una de dos rutas diferentes, dependiendo de quién vaya a ser el comprador final. Un 20 a 25% de los animales se sacrifica durante la faena diurna, en la que el número de empleados es reducido y la velocidad de sacrificio es de unos 55 animales por hora. El 99% de las reses sacrifi-cadas durante el día pasa inmediatamente a los cuartos fríos, donde la temperatura de la canal se baja a 7°C. Las canales que entran a la cadena fría se dirigen o bien di-rectamente a los supermercados, mayoristas o expendios especializados, o bien a las plantas de desposte o proce-samiento industrial, para carnes frías, embutidos, etc. El control de calidad en esta cadena suele llegar hasta la producción misma del ganado, de modo que muchos de estos clientes institucionales les compran directamente a sus proveedores de ganado, sin requerir la intermediación de un colocador. El resto del mercado, el de la carne ca-liente, comienza su proceso durante la faena nocturna.

La mayoría de animales (un 70% del total) se sacrifica en-tre las 6 de la tarde y las primeras horas de la madrugada en la faena nocturna, que emplea muchos más operarios que la faena diurna y que procesa de 105 a 110 anima-les cada hora. Terminado el sacrificio, las canales salen muy temprano a las salas de oreo, a tiempo para que los compradores puedan abastecer sus negocios. La venta ocurre de manera muy rápida: por lo general, estas salas están desocupadas a las 9 de la mañana. Típicamente en las salas de oreo la carne se vende a comerciantes más o menos grandes o mayoristas (la unidad mínima de venta es media canal), muchos de los cuales se han ido aglome-rando en expendios alrededor de las plantas de sacrificio. En la zona más próxima a los mataderos se establecen negocios relativamente formales que cuentan con el aval

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de la planta frigorífica, pero un poco más lejos pululan las famas de todo tipo, tamaño, y estándares sanitarios. Estos comerciantes proceden entonces a despostar las canales y venden músculos y partes más pequeñas a los fameros de barrio. En los alrededores de los grandes frigoríficos es común ver a muchos fameros que salen con bolsas o costales llenos de la carne que van a vender ese día. Mu-chos de ellos simplemente toman un bus y acomodan la carne junto con los otros productos con los que surten su tienda. En la figura 2 se presenta una visión esquemática de la cadena de la carne de res en Bogotá.

FIGURA 2. ESTRUCTURA DE LA CADENA DE LA CARNE DE RES EN BOGOTÁ

las normas sanitarias, o las conocen pero su percepción sobre el control es que es tan débil que las normas se pueden ignorar. En las zonas de más difícil acceso de los barrios más pobres, o en los barrios más nuevos o en consolidación, los expendios especializados en carne son menos comunes. Aquí son las tiendas, que tienen un sur-tido más amplio que incluye frutas, verduras, granos y abarrotes, las que se encargan de vender la carne al con-sumidor final. En Ciudad Bolívar, por ejemplo, se estima que cerca del 10% de la carne se vende en tiendas de barrio (UESP y UD, 2006). No todas las tiendas venden carne, y en las que lo hacen los pocos pedazos de carne o pollo comparten una pequeña nevera con leche, otros productos lácteos y hasta cerveza.

¿Qué es lo que se vende aquí? A las famas y tiendas en los barrios más pobres llegan en buena medida los “desperdi-cios” de la cadena, es decir, los cortes menos apetecidos del animal, como las patas, la cabeza, los huesos carnu-dos y las vísceras. Muchos de estos productos, en teoría, deberían ser más baratos que los cortes finos, pero como la carne es tan costosa y los márgenes tan reducidos, los mayoristas tratan de recuperar sus ganancias vendiendo vísceras a precios artificialmente altos. La percepción ge-neral, aun en medio de la pobreza extrema, es que se debe ofrecer y consumir un producto de calidad. Los tenderos con los que hablé insistieron en que ellos venden carne “fina”. Cuando le pregunté a Néstor, un tendero en uno de los barrios más deprimidos de Ciudad Bolívar, cuál era el tipo de carne que más vendía, me dijo:

La fina. La pierna, lo que es blandito. Ésa es lo que más se vende. Por aquí, así la gente sea un poquito pobre, pero entonces le gusta llevar bueno. Cuando llevan, llevan bueno. Una o dos veces a la semana.

Pero cuando un alto funcionario de Fedegán acepta que “en este país, el consumo de carne es un lujo”, es nece-sario indagar un poco más sobre la naturaleza de la carne que llega a los consumidores más pobres. O, como lo lla-mó un consultor al que entrevisté, “el mercado de cuarta de los consumidores jodidos”.

El negocio de la carne en Bogotá está dominado por las dos grandes plantas de sacrificio (Guadalupe y San Mar-tín), que funcionan como nodos de acopio y comercializa-ción. Aunque en estos grandes mataderos “a lo que venga le tiran cuchilla”, como afirmó un funcionario de Fede-gán, hay cierto control sobre el tipo de animal que ingre-sa, el proceso de sacrificio se hace bajo medidas adecua-das de sanidad, y el origen y la calidad de la carne es más o menos rastreable. Pero al sistema entra otra cantidad

Oferta de ganado(696.000 reses)

Frigoríficos fuera de Bogotá

(7%)

Plantas enBogotá(74%)

Plantas próximas a Bogotá

(19%)

Carne refrigerada(28%)

Carne caliente(72%)

Fuente: UESP, 2005.

En la mayoría de localidades las famas, identificadas con una característica bandera roja, son los puntos de venta tradicionales de carne. Aunque algunas famas han he-cho inversiones importantes en infraestructura y ofrecen servicios especiales o con alto valor agregado, casi todas son bastante rústicas (“para montar una fama sólo se ne-cesitan tres cosas: un tronco, un hacha y una bandera”, apuntaba un profesor universitario al que entrevisté). Las condiciones sanitarias son bastante pobres, y como la carne se vende inmediatamente después del sacrificio, la refrigeración es opcional (sólo el 78% de las carnicerías en Ciudad Bolívar, una de las localidades más pobres de Bogotá, tiene un sistema de refrigeración [UESP y UD, 2006], y según mis observaciones, cuando había no siem-pre estaba funcionando). Los fameros o bien desconocen

Super-merca-

dos(10%)

Expen-dios

especia-lizados(10%)

Industria cárnica

(8%)

Famas(70%)

Plazasde

mercado (2%)

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de carne, bien sea de mataderos de las zonas aledañas a Bogotá o de mataderos clandestinos en la propia ciudad, cuya procedencia es incierta. Basado en las cifras que maneja una gran planta de sacrificio, un antiguo emplea-do calcula que “Bogotá consume 2.500 animales diarios en canal, pero más o menos uno puede explicar 2.200. Hay 300 que son inexplicables”. Los “inexplicables” co-rresponden principalmente a hembras de 8 o 9 años que han dejado de producir leche, aunque no es raro que se sacrifiquen también animales enfermos, caballos, y hasta burros. El problema de las hembras lecheras descartadas es quizá el más común, y se relaciona con que Bogotá está rodeada de tierras destinadas a la ganadería para leche. Estas vacas viven una vida con tasas metabólicas extre-madamente altas, han tenido 8 o 9 partos, y han recibido grandes cantidades de antibióticos. Por esto cuando dejan de producir leche, su carne no es adecuada para consumo humano. Como estas vacas no pueden ser sacrificadas en las plantas de beneficio grandes, donde la reglamentación se aplica más estrictamente, su carne ingresa al sistema a través de los mataderos rurales (del tipo “planchón”) de los alrededores de Bogotá. Éste es un doble problema: aparte de que para empezar el animal no es el ideal para el consumo, su sacrificio, manipulación y transporte se hacen en las peores condiciones de higiene. Como ésta es la carne más barata, es la que termina colgada en los ganchos de las famas y carnicerías de barrio de las comu-nidades más pobres. Un veterinario con mucha experien-cia en el tema del comercio de carne lo resumió en estos términos (acaso un poco sensacionalistas):

A ti te invita alguien de Ciudad Bolívar a almorzar, y hace todo el esfuerzo; dice: “viene el Dr. Guarín, le voy a dar carnecita”. Hermano: vaca de 8 años. Eso es lo que te va a dar en el almuerzo. Y para él ha sido un esfuerzo enorme darte ese pedacito de carne. Pero no hay otra forma, porque es lo que le puede llegar a él. Obviamente que, además de eso, ha sido arrastrada en el piso, ha sido pisada con botas. Si él te hiciera el recuento, antes de echarla a la paila, de salmone-las y esas cosas, pues el Dr. Guarín diría: “Gracias, le agradezco mucho, muy lindo detalle, pero no acepto que me maten hoy, porque no tengo la inmunidad que usted tiene para comerse esas vainas. Usted ya tiene la inmunidad, yo no la tengo. Alguna vez como carne limpia, usted no”. Ése es el fenómeno.

Entre el sensacionalismo de unos y el silencio de otros es difícil establecer con certeza la magnitud del mercado negro de carne. Las personas involucradas en el negocio evitan hablar abiertamente del tema, y su carácter clan-destino hace que no existan cifras oficiales confiables. El

Invima, la agencia gubernamental encargada de la vigi-lancia y control de la higiene y calidad en los alimentos, informó que hasta el año 2005 había cerrado 140 matade-ros por no cumplir las mínimas reglas sanitarias o por pro-cesar ganado enfermo o de especies no bovinas. Sólo en Cundinamarca se cerraron 42 mataderos, o un 22% del total (Observatorio Agrocadenas, 2005). La información publicada en prensa puede dar una idea de la frecuencia del fenómeno. Entre 1999 y 2006, el periódico El Tiempo publicó al menos 15 reportajes sobre cierre de mataderos clandestinos en Bogotá y sus alrededores (según la prensa uno de ellos, el matadero Cristales, en Mosquera, al oc-cidente de Bogotá, fue cerrado cinco veces entre 2000 y 2004, ¡tres veces en un mismo año!). En un artículo con un sugestivo título (“Mujer con las manos en la masa”, El Tiempo, 7 de mayo de 1999), una mujer capturada señalaba, “en medio de las vísceras, los huesos y la piel de los animales sacrificados”, que compraba caballos a los zorreros en las plazas de mercado y después la vendía a salsamentarias y carnicerías. “Llevo 8 años acá matando caballos y otras bestias y solo hasta ahora me sapearon los vecinos. Pero por acá hay muchos más que trabajan en lo mismo”. Según otro artículo más reciente (“Qué carne consumimos”, El Tiempo, 13 de marzo de 2003), dos con-cejales denunciaron que

más de una cuarta parte de las 35 mil toneladas de carne que consumen los bogotanos cada año, proviene de 450 mataderos clandestinos. Y un 43 por ciento de la carne vendida no es aceptable por sus malas condicio-nes de calidad e higiene. Parte de esa carne ha salido de 2.000 equinos, 4.000 cerdos y 3.000 perros sacri-ficados sin ningún control sanitario por parte de las autoridades distritales. Son productos que se expenden particularmente en famas de barrios de estratos bajos.

Aunque las fuentes de su información no son claras, lo cierto es que “las denuncias de los dos concejales estu-vieron respaldadas con videos que mostraron espeluznan-tes imágenes”. (El artículo ofrece la siguiente sugerencia para que el consumidor identifique sin problema la carne de perro: “[t]iene presas y huesos más pequeños”). El tin-te amarillista de la prensa es obvio, pero estos reportes al menos indican que el mercado negro existe.

Los precios de venta de la carne pueden servir como otra fuente de información indirecta sobre el tipo de carne que se transa en el mercado. Existen pocos estudios con-cretos sobre precios, de manera que la evidencia es más o menos circunstancial. Tanto el estudio de Forero (2006) como mi análisis de la encuesta sobre la canasta básica de alimentos de Bogotá hecha por el Instituto Colombiano

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de Bienestar Familiar en 2004 (ver la figura 3) coinciden en que las tiendas y las famas de barrio venden carne con-sistentemente más barata que los supermercados.

FIGURA 3. PRECIO PROMEDIO DE VENTA DE CARNE EN DIFERENTES PUNTOS DE VENTA EN BOGOTÁ

Su punto de vista coincide plenamente con lo que piensa un comerciante mayorista, ganadero y dueño de un ex-pendio especializado:

Yo, que soy mayorista, te vendo la libra a $3.800. Si el tipo de Ciudad Bolívar vende a $3.500, es porque no le vende a la persona lo que pide. Mejor dicho, allá los están robando. […] Les meten burro, les meten caballo, lo que sea.

Es posible que la carne foránea entre al sistema no en vir-tud de los pequeños tenderos o fameros, sino a través de los expendios e intermediarios a los que ellos acuden para surtir sus negocios. Una tendera admitió que las primeras veces que compró carne a los distribuidores del matadero, sintió verdadero terror por no conocer cómo funcionaba el negocio, y porque todo el tiempo intentaban venderle carne de dudosa apariencia. “Yo digo: ¿por qué tienen que hacer eso? Díganle a uno, y uno sabe, que eso es decisión de uno. Carne vieja, picha, de todo. Es increíble cómo son de deshonestos”.

Independientemente de quién esté tomando la decisión consciente de introducir carne en mal estado al sistema, lo cierto es que la laxitud en la aplicación de las normas y la demanda incesante de carne por parte de la población más pobre, se unen para permitir la existencia de un mer-cado de carne de cuarta que, como sugiero en el título de este artículo, se destina a los consumidores de más escasos recursos.

PRECIOS DE PRIMERA, CALIDAD DE CUARTA: LA PARADOJA DE LA INFORMALIDAD

Llegamos, pues, a la paradoja central que mueve este tra-bajo: la informalidad como obstáculo, y medio, de acceso a la carne. La forma en que está estructurada la cadena de la carne bovina, desde su producción hasta su venta hace que, por un lado, la carne se encarezca. A los facto-res coyunturales como las sequías y las enormes exporta-ciones a Venezuela, se suman factores biológicos, econó-micos y sociales que frenan la productividad y aumentan el precio del ganado vivo. Sumado a eso, el tipo de co-mercialización, anclado históricamente en el sacrificio en los centros de consumo, les da extraordinario poder a los intermediarios y mayoristas que manejan la cadena. El precio de la carne, formado tras un encadenamiento lar-go, ineficiente y lleno de mafias e intereses particulares, se erige como una barrera que dificulta el acceso por par-te de los más pobres. Pero, por otro lado, es precisamente la laxitud en los controles y la persistencia del comercio

Fuente: Canasta básica de alimentos de Bogotá, Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, 2004, y cálculos del autor.

Implícito en estas cifras está el hecho de que los fameros y tenderos, como señala Forero (2006), buscan en el mer-cado los productos más baratos para abastecer sus nego-cios, de manera que el precio de venta es frecuentemente menor que en el supuestamente más eficiente canal mo-derno. Pero también es posible que el bajo precio sea una señal de que la calidad es más baja o de que –en algu-nos casos extremos– haya problemas serios de inocuidad. Si partimos de que hay un precio mínimo al que sale la carne de las plantas de sacrificio, a pesar de los estre-chos márgenes del negocio, su precio de venta al público no puede ser menor en las famas ni en las tiendas. Si el precio es más bajo, puede haber gato –o burro– encerra-do. Los tenderos y fameros con los que conversé evitaron hablar explícitamente sobre la procedencia de su carne, aunque todos insistieron en que la compraban en los al-rededores del frigorífico Guadalupe. En un momento de gran candidez Aura, una tendera de Ciudad Bolívar, me explicó cómo algunos logran bajar los precios:

[A]quí hay gente que vende carne a $3.400 [por libra]. El que venda carne a $3.400 es porque está combinada con algo. En el matadero está saliendo el kilo de carne fina a $8.100. Más la traída y eso –porque del mata-dero a aquí la carne pierde mucho peso– pues nadie puede sostener ese precio siendo carne fina. Hay gente que vende carne fina, pero la tiene que revolver con algo. En cambio, yo acá sí le vendo a la gente lo que es.

Corabastos(n=31)

Minimercados(n=95)

Tiendas(n=95)

Plazas(n=42)

Famas(n=1432)

Supermercados(n=170)

Pre

cio

prom

edio

(kg

)

Sitio de compra

5500

6000

6500

7000

7500

8000

8500

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en caliente lo que posibilita la entrada de cualquier tipo de carne al sistema. La demanda de carne de los consu-midores pobres permite la perpetuación de un mercado negro en el que todo vale. Así me lo hizo ver un consultor con el que hablé:

Así como las plantas de beneficio de carne han sido clasificadas en cuatro categorías, el consumidor tam-bién quedó clasificado en cuatro categorías: hay un consumidor de primera, de segunda, de tercera, y consumidor mínimo o tipo planchón. Igualito que los mataderos. Entonces, si tú vives en Ciudad Bolívar, eres un consumidor de planchón porque no podrías pagar la carne al precio que toca. ¿Qué es lo que obtie-nes? Menos calidad o menos inocuidad. Eso es lo que les está llegando a ellos. Si tú consigues una libra [al precio que la venden allá], no puede venir de un ani-mal normal. O es patológico, o ha estado muerto en el transporte, o fue matado en la esquina de un caño de un barrio, o no es bovino sino equino o canino o alguna cosa. Realmente, a nivel del pueblo, uno metido en el sector cárnico se pregunta cómo hace la gente para comer alguna vez carne. Es prácticamente imposible.

A continuación veremos cuáles son las bases que sostie-nen la persistencia de este comercio informal y cuáles son las implicaciones de la modernización de la cadena.

¿Por qué persiste el comercio informal? En primer lugar, porque hay una gran resistencia cultural al consumo de carne refrigerada. Existe una larga tradición de comprar y vender carne fresca, y muchos consumidores y expende-dores consideran que es difícil determinar la calidad de la carne cuando ha sido refrigerada. Como aun las fami-lias más pobres tienen nevera, “no es la carencia de frío un factor inhibidor en la compra de carnes refrigeradas” (Vargas et al., 1999a). Un técnico de una gran planta de sacrificio apuntaba:

[L]o que la mayoría de nosotros consumimos no es ver-dadera carne, es músculo. ¿Por qué? Porque la carne tiene que sufrir un proceso como tal de maduración, de cambios bioquímicos y biofísicos para que se con-vierta en carne. Y nosotros estamos acostumbrados a comer la carne que todavía está casi brincando, con rigor mortis, o el músculo que aun está brincando.

Para el dueño de un expendio especializado de carne, que fue uno de los pioneros en la introducción de la cadena fría a Colombia, la persistencia de la carne caliente se debe fundamentalmente a un problema de educación. Según él, las famas tradicionales sobreviven porque

ellas son las que tienen la cercanía, las que conocen al vecino, saben sus necesidades, y pueden llevarle el producto fresco, porque es que la gente todavía no ha entendido que el producto no se debe manejar en fresco, en caliente, pero todavía están arraigadas esas tradiciones y quieren manejar el producto así.

Esta preferencia por la carne fresca puede tener que ver con cierto tipo de percepción heredado de las épocas en las que no existía la refrigeración, pero ciertamente es común en otros países. En los mercados asiáticos, por ejemplo, la gente prefiere comprar en las tiendas y ferias tradicionales porque considera que lo fresco es aquello que se encuentra “tan cerca como sea posible del animal o la planta viva” (Cadilhon et al., 2006). En Hong Kong, donde la penetración de los supermercados es muy baja (45%) a pesar del alto poder adquisitivo de la población, la preferencia por la carne y las verduras frescas es tam-bién un valor cultural profundamente arraigado (Gold-man et al., 2002).

Una segunda razón tiene que ver con la fortaleza de las tiendas como abastecedoras de comida en la ciudad. En el curso de mi investigación ha quedado claro que esta fortaleza se desprende en gran medida del desarrollo de elaborados sistemas de distribución intensiva por parte de la gran industria de alimentos. Si bien la cadena de la carne no está tan bien integrada ni tecnificada como la de los alimentos procesados, las tiendas apalancan su distribución y consumo. La gente quiere encontrar todo en el mismo sitio, y esto crea un incentivo para que las tiendas, aun las más pequeñas, vendan carne. Mireya, de Ciudad Bolívar, explicó: “[S]i vienen a llevar algo para el almuerzo, y no hay ni carne ni pollo, se van a comprar a otro lado. Y así, en el otro lado compran todo de una vez”. Aura, otra tendera, coincidió:

[D]igamos que yo no fuera la dueña de la tienda, pero a mí me parecería, qué mamera ir allá a la fama a com-prar una cosa, después irme a la otra. Yo tengo clientes fijos de que saben que aquí encuentran carne, todo.

Finalmente, es posible que algunos de los expendios in-formales de carne subsistan en la medida en que venden carne de mala calidad que pueden ofrecer a precios in-feriores a los del mercado. Es necesario recordar que los dueños de las famas y tiendas de zonas de extrema po-breza operan negocios de subsistencia y tienen niveles de ingresos similares a los de sus vecinos compradores. Pero sería un error pensar que toda la carne que se ven-de en las famas y tiendas de barrio proviene de equinos, perros o animales enfermos. Cerca de tres cuartas par-

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tes de la carne que se consume en Bogotá circula por la cadena caliente, a través de miles de expendios informa-les, y millones de bogotanos comen carne diariamente sin detrimento de su salud y a un precio más o menos asequible. Como ha insistido Forero (2006), la caracte-rización del comercio tradicional como llanamente “in-eficiente” ignora una realidad fundamental: los tende-ros, fameros y otros vendedores informales cumplen una función vital porque buscan los productos más baratos del mercado y de esta manera pueden transmitir precios bajos a la gente de menos recursos. En el caso de la carne, los fameros escogen presas, cortes y vísceras con-sideradas de segunda y tercera categoría y los ofrecen a la población que no puede pagar los cortes de primera. Sin embargo, esta cadena tan abierta y atomizada tiene dos vulnerabilidades concretas. Por un lado, la carne es un producto altamente perecedero, y la cadena caliente ofrece posibilidades reales de contaminación e insalu-bridad que pueden afectar a todo el sistema. Por otro lado, se hace mucho más viable la entrada de carne fo-ránea (las reses “inexplicables” que mencioné anterior-mente) de mala calidad, que termina siendo consumida por los más pobres.

La masificación de la cadena fría se ha planteado como la solución de los problemas de calidad e inocuidad de la carne, y ha sido impulsada con gran fervor por el gobierno y Fedegán. La expansión de los grandes supermercados en la última década ha tenido indudablemente un im-pacto importante sobre la comercialización de la carne, y ha servido como catalizadora para el auge de la cadena fría. Los supermercados impusieron estándares interna-cionales de calidad e higiene, y comenzaron a exigir de sus proveedores buenas prácticas de sacrificio y manipu-lación. Según un comerciante mayorista, el impacto de los supermercados sobre la cadena ha traído una moder-nización necesaria al sistema:

[Los supermercados] han venido haciendo un trabajo bueno porque es enseñarle a la gente que la carne hay que comerla fría, y esa parte de valor agregado. Y eso beneficia en general a toda la cadena, que era lo que lo no teníamos aquí. […] Que la gente esté organizada, que lleve contabilidades, que tenga su frío. Todo eso es un proceso de formalización del negocio, porque aquí hay mucho negocio informal.

Un funcionario de una planta de sacrificio resumió: “El hecho que nos den palo es bueno”.

En 2007 el gobierno, presionado sobre todo por los gran-des ganaderos, aprobó una nueva norma que reestructura

completamente el sacrificio y venta de carne en Colom-bia (Decreto 1500 de 2007). La nueva reglamentación tiene dos objetos centrales: por un lado, elevar los están-dares de sacrificio de animales eliminando las diferentes categorías de mataderos y estableciendo un único tipo en el que se cumplen normas internacionales de higiene e impacto ambiental. Por otro lado, la norma exige que toda la manipulación, transporte y venta de carne se realice en ambiente refrigerado. Como muy pocos de los miles de mataderos y distribuidores informales de carne podrán hacer las inversiones necesarias para satisfacer las nuevas reglas, se espera que de hecho desaparezcan casi todos los pequeños centros de sacrificio y se reemplacen por unas pocas plantas, muy modernas, localizadas en los centros de producción. Se eliminará así el transporte de ganado hasta los centros de consumo, creándose redes de distribución de canales refrigeradas a cuartos fríos en los pueblos y ciudades.

Los efectos de la modernización y formalización de la cadena de la carne en Colombia pueden ser muy graves. Con el cierre de muchas plantas de sacrificio pequeñas y la racionalización de la distribución y la comercializa-ción, la calidad y la higiene de la carne sin duda mejo-rarán, para beneficio de los consumidores. La pregunta es: ¿cuáles consumidores? Es previsible que la nueva normatividad mejore la calidad de la carne de los estra-tos medios y altos, pero deteriore y dificulte aún más el acceso a la carne por parte de los más pobres. Cada cierre de un matadero, según un veterinario con el que hablé, “va a significar más ganado muerto a puñal en fincas”.

Hace más de dos décadas, Lorente et al. (1985) advertían que las “prohibiciones legales […] sólo llevan al sacrificio clandestino y dificultan el control sanitario”. Hoy, invo-cando paradigmas de calidad, higiene y competitividad, se quiere borrar de un brochazo el comercio tradicional e imponer una nueva cadena fría, verdaderamente moderna. Los consumidores más pobres, para quienes el acceso a la carne es una preocupación nutricional, social y cultural de primer orden, buscarán la carne que sea, en donde sea posible. La rigidez de la reglamentación sobre el comer-cio de carne pretende desarticular un complejo sistema de abastecimiento que se adapta a la realidad económica de millones de personas. Los canales informales, cada vez más subterráneos, marginalizados, y más peligrosos para la salud humana, seguirán existiendo hasta que la socie-dad sufra un tipo de reorganización socioeconómica de gran magnitud (el surgimiento de una gran clase media, por ejemplo). Esto, por ahora, está por fuera del alcance de las normas sanitarias.

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En este artículo he intentado aportar elementos para en-tender cuáles son las implicaciones de la persistencia del comercio tradicional de carne en Bogotá. Mi tesis es que la forma en que se produce y se distribuye la carne de res, ese bien de consumo indispensable para la población bo-gotana, le estampa un precio muy alto que la pone lejos del alcance de muchos. Pero a la vez la milimétrica plasticidad de una red de comercialización extensa y compleja es ca-paz de satisfacer la demanda de los más pobres porque pone a su disposición carne de bajo precio. La fuente de ese bajo precio, como vimos, puede ser preocupante. Mi argumento ha girado en torno al profundamente ambiguo concepto de informalidad. Los funcionarios de Fedegán con los que hablé reconocieron que inicialmente el precio de la carne puede subir como consecuencia de la nueva normatividad, pero que en el largo plazo se recortarían mu-chas de las ineficiencias causantes del alto precio de la car-ne (léase: informalidad) y que eventualmente el producto se volvería más asequible. En el mejor de los casos, ésta es una percepción ingenua. La cadena de abastecimiento de carne Bogotá es un ejemplo concreto de que la división conceptual entre el sector formal e informal es arbitraria y que no se compadece con las complejidades sociales y económicas que subyacen a la producción y consumo de los alimentos. Como vimos, la informalidad de la cadena quiere decir muchas cosas, algunas de ellas contradicto-rias. Así como permite la existencia de mafias de interme-diarios, también es lo suficientemente flexible como para satisfacer las necesidades de gente que de otra manera no podría hacerlo. En vez de ponerle un rótulo para después tratar de acabarlo, lo urgente es entender cómo funciona el comercio tradicional de comida, a qué realidades so-ciales y económicas responde, y qué implica su existencia para la supervivencia de millones de personas.

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POR JAIRO MORA DELGADO*

Persistencia, conocimiento local y estrategias de vida en sociedades campesinas

FECHA DE RECEPCIÓN: 13 DE SEPTIEMBRE DE 2006FECHA DE ACEPTACIÓN: 24 DE AGOSTO DE 2007FECHA DE MODIFICACIÓN: 23 DE SEPTIEMBRE DE 2007

* Ph.D. en Sistemas de Producción Agrícola, Universidad de Costa Rica; MSc en Desarrollo Rural de la Pontifi cia Universidad Javeriana; Zootecnista de la Universi-dad de Nariño. Profesor asistente de la Universidad del Tolima, Colombia. Miembro del Grupo de Investigación Sistemas Agroforestales Pecuarios. Trabaja temas relacionados con desarrollo rural y agroforestería pecuaria. Correo electrónico: [email protected]

RESUMEN

¿Por qué los campesinos persisten a pesar de haberse vaticinado su desaparición con el avance del capitalismo?; ¿Cuán importante es el acervo de conocimiento acumulado de generación en generación en las sociedades rurales?; ¿cómo se incorpora el conocimiento local de las sociedades campesinas en sus estrategias de vida? Para desarrollar el marco teórico utilizado como referente para abordar una comunidad campesina en Costa Rica (América Central) fue necesario examinar conceptos que han perdido vigencia en la acade-mia pero que siguen siendo relevantes en la cotidianidad de los hogares campesinos. Para ello se hizo una revisión crítica de estudios que documentan diferentes acercamientos a las sociedades campesinas, y se establecieron los principales elementos conceptuales que enmarcaron el estudio en mención. La categoría social denominada “campesino” y sus sistemas de producción constituyen un grupo social importante en un futuro mundo globalizado, tanto por su papel en el abastecimiento de productos, el acervo cultural y social que representan dichas comunidades, como por las interacciones con los recursos naturales, lo cual justifi ca su análisis.

PALABRAS CLAVE:

Economía campesina, medios de vida, conocimiento local, pequeños productores.

Persistance, Local Knowledge, and Survival Strategies in Peasant SocietiesABSTRACT

Why do peasants continue to survive despite the claims by social scientists of their imminent demise in the face of capitalism’s advan-ce? How important is the generational accumulation of knowledge in rural societies? How does such local knowledge become a part of survival strategies in peasant societies? To develop the theoretical framework used to approach a peasant community in Costa Rica (Central America), it was necessary to examine concepts that have been losing traction within academia but that nonetheless conti-nue to have relevance for the everyday lives of Puriscaleño peasant households. The main conceptual tools that guided this studied were identifi ed through a critical revision of different approaches to the study of peasant societies. Peasants and their production sys-tems will remain signifi cant in a future globalized world as providers of foodstuffs and other products, for their rich social and cultural traditions, and the way they manage natural resources. For these reasons, it is important to study peasant communities.

KEY WORDS:

Peasant economy, livelihoods, local knowledge, smallholders.

Persistência, conhecimento local e estratégias de vida em sociedades camponesas RESUMO

Por que ainda perduram os camponeses, apesar do seu desaparecimento ter sido pressagiado pelo avanço do capitalismo? Que tão importante é o acervo do conhecimento acumulado de geração em geração nas sociedades rurais? Como é incorporado o conhe-cimento local das sociedades camponesas em suas estratégias de vida? Para desenvolver o marco teórico usado na abordagem de uma comunidade camponesa na Costa Rica (América Central) foi necessário examinar conceitos que vagarosamente estão sendo descartados pela gíria acadêmica e que ainda têm muita relevância nos debates da vida cotidiana dos lares camponeses puriscale-ños. Os principais elementos conceituais que dirigem este estudo surgiram de uma revisão crítica das pesquisas que documentam diferentes aproximações com as sociedades camponesas. A categoria social denominada “camponesa” e seus sistemas de produção terão mais importância no futuro mundo globalizado, tanto por seu papel no abastecimento de produtos, por seu acervo cultural e social, como pelas interações com os recursos naturais. Estas razões justifi cam o estudo das comunidades camponesas.

PALAVRAS CHAVE:

Economia camponesa, meios de vida, conhecimento local, pequenos produtores.

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El análisis crítico de los discursos sobre las sociedades campesinas y sus sistemas de producción agrícola cobra vigencia en el mundo globalizado actual; en especial, para comprender la complejidad de estas sociedades y del debate teórico que emerge sobre el fu-turo de las mismas. Esta importancia radica no sólo en el papel que cumplen en la producción de alimentos, sino también en las interacciones entre el componente humano y los recursos naturales inherentes a las socie-dades rurales, y las nuevas funciones que han empezado a desempeñar los paisajes rurales en la recreación hu-mana y como estilo de vida alternativo al citadino. Las características propias de estas sociedades, expresadas en sus sistemas de producción, sus conocimientos de las condiciones locales y las diferentes estrategias que utilizan para su reproducción y permanencia a lo largo de las distintas etapas del desarrollo social, las convier-ten en un ámbito interesante para el análisis de opcio-nes amigables con el ambiente y socioeconómicamente viables de producción y organización social.

El presente artículo constituye un extracto de un texto reflexivo que sirvió de referente teórico para el análisis de una comunidad campesina y sus relaciones con los sistemas de producción cafetaleros en la región cen-tral de Costa Rica, desarrollada como tesis doctoral por Mora-Delgado (2004).1 El marco teórico de dicha di-sertación giró alrededor de cuatro ejes temáticos: la teo-ría sobre sociedades campesinas, la teoría de sistemas como guía de análisis, la participación como medio en procesos de investigación y desarrollo, y el tema de la sostenibilidad de los sistemas de producción agrícola.

Dada la vigencia del debate sobre la importancia de las sociedades campesinas en los países en vías de desarro-llo y, en especial, en América Tropical, para el presente artículo se retoman elementos del primer eje, los cua-les se organizan en cuatro secciones que en conjunto configuran la reflexión desarrollada en este documento: 1) Campesinado: una categoría analítica que el mundo moderno pretende soslayar; 2) la persistencia campesi-na ad portas de la sociedad moderna; 3) el conocimien-to local como estrategia de vida del hogar campesino y

1 Basado en el segundo capítulo de la tesis de doctorado Tecnolo-gía, conocimiento local y evaluación de escenarios en sistemas de cafi cultura campesina en Puriscal (Mora-Delgado, 2004).

como capital cultural; y 4) el análisis sobre el caso de los campesinos costarricenses.

CAMPESINADO: UNA CATEGORÍA ANALÍTICA QUE EL MUNDO MODERNO PRETENDE SOSLAYAR

En el mundo globalizado las categorías sociales que desencajan con la lógica de mercado se invisibilizan, o al menos se les resta importancia. Así, la discusión de las categorías de campesino o campesinado y de siste-mas de producción agrícola cobra importancia, y con mayor razón en Costa Rica –país donde fue concebido y desarrollado el presente texto–, donde los sectores rurales que se han configurado bajo la influencia del turismo, las interacción intercultural y el auge de los programas de ayuda externa han hecho que la categoría denominada “campesinado” tenga matices diferencia-dores del resto de los campesinos de América Latina. Paralelamente, la configuración de sistemas de pro-ducción campesinos bajo la influencia de una sociedad fuertemente presionada por la información y la diná-mica del mercado hace que los sistemas de producción adquieran visos particulares. Así, una visión sobre las teorías del campesinado facilita el entendimiento de esta categoría social.

El debate sobre el campesinado como categoría social y su papel en el cambio ha sido asumido desde diferentes escuelas de pensamiento. Este debate tiene sus raíces en las teorías de la economía política marxista y la eco-nomía clásica del siglo XIX (Bryceson, 2000; Westphal, 2002). Las aproximaciones más conocidas sobre el cam-pesinado están basadas en la definición de Wolf (1971); para este autor, el campesino es un labrador o ganadero rural que recoge sus cosechas y cría sus ganados en el campo, no en espacios especiales (invernaderos, jardi-nes o establos) situados en centros urbanos; tampoco se trata de pequeños empresarios agrícolas (granjeros) del tipo farmer norteamericano. El campesino y su finca no operan como una empresa en el sentido económico, pues sus actividades están orientadas a lograr el desa-rrollo del hogar y no el de un negocio.

La granja, al igual que la gran empresa agrícola, es un negocio que opera factores de producción generalmen-te adquiridos en el mercado y organizados para generar mercancías que den un rendimiento económico. En cambio, la producción campesina funciona con base en la organización de diferentes rubros interactivos en el marco de un predio, algunos de ellos orientados al inter-cambio externo, y otros, al autoconsumo. Por lo tanto,

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en la producción campesina, la toma de decisiones está supeditada a la obtención de un producto predial,2 y no de un rubro en particular (Berdegue y Larrain, 1988).

Para la teoría chayanoviana, la unidad familiar campesina es simultáneamente una unidad de producción y de con-sumo (Yoder, 1994), en la cual el principal objetivo es la satisfacción de las necesidades de la familia. Además, el proceso de producción está basado predominantemente en el trabajo familiar, con una mínima demanda de recur-sos externos. En concordancia con esa posición, la finca campesina está orientada principalmente a la producción de valores de uso para la satisfacción de las necesidades, aunque también se generan valores de cambio cuando los excedentes son comercializados; sin embargo, estos últi-mos no buscan el lucro sino la reproducción simple de la unidad doméstica (Berdegue y Larrain, 1988; Toledo, 1993). Así, la familia funciona como una unidad de pro-ducción-consumo-reproducción.

Si bien difieren en el rol histórico, tanto los analistas de la economía clásica como los de la economía política marxis-ta comparten la idea general del campesinado como una categoría social en proceso de extinción. Ambas vertientes consideran al campesinado como un sector anacrónico para la modernización y, por lo tanto, como un obstáculo para el desarrollo. Han argüido consistentemente que el campesinado es una clase inestable, incapaz de existir en la ausencia del capitalismo pero igualmente incapaz de coexistir con éste.3

Correlacionado con la modernización, el cambio tec-nológico ha sido un tema central en diferentes aproxi-maciones al desarrollo agrícola. La modernización en el campo es entendida como el incremento de la produc-tividad agrícola y la integración al mercado. El uso de tecnología moderna (mecanización e insumos agroin-dustriales), la especialización de la mano de obra y la división del trabajo son considerados requisitos impres-cindibles para alcanzar la eficiencia en la producción agrícola (Tomich et al., 1995; Westphal, 2002). Si bien al principio dicha concepción de la modernización rural estaba asociada a la producción agrícola de gran esca-la, en los años 70 y 80 también se extiende hacia las pequeñas fincas campesinas. Para ello, en la mayoría

2 Berdegue y Larrain denominan “producto predial” a la suma de bienes orientados al mercado o al autoconsumo, derivados del manejo de la fi nca como una totalidad, donde hay intercambio y reciclaje de materiales entre los diferentes componentes. Esto se diferencia de la empresa agrícola, en donde cada rubro (maíz, café, ganado, etc.) se maneja por separado.

3 Una mayor discusión al respecto puede verse en Kearney (1996) y Yoder (1994).

de países latinoamericanos se implementaron políticas internacionales, por ejemplo, el Plan Puebla en México o los Programas de Desarrollo Rural Integrado (DRI) en Colombia, Perú y otros países de América Latina. En esta concepción del desarrollo, el uso de una tecnología basada en insumos de capital intensivo –generalmente producidos en centros de investigación especializados o en agronegocios de insumos agrícolas– representa la solución de la pobreza rural (Pérez-Zapata, 1984; Volke y Sepúlveda, 1987).

La extensión agrícola cumple un papel fundamen-tal dentro de un modelo de desarrollo rural de corte neoclásico. Su función es la diseminación de los des-cubrimientos científicos entre los agricultores, para in-ducir el proceso de modernización deseada (Tomich et al., 1995). La asunción del modelo de modernización es que la introducción de tecnologías modernas y la provisión de asistencia técnica a través de los servicios de extensión inducen un aumento de la productividad y, por lo tanto, la generación de excedentes comercia-lizables, que llevan a los pequeños productores a ser viables para el mercado. Así, los mayores ingresos obte-nidos por la venta de productos contribuirían a la even-tual solución de la pobreza rural (Volke y Sepúlveda, 1987; Westphal, 2002). Bajo este concepto, se asume que el pequeño productor actúa en función de la ra-cionalidad económica de mercado. Así, se atribuye el éxito o fracaso de los procesos de cambio tecnológico a destrezas individuales o disponibilidad de recursos, antes que a dinámicas estructurales causantes de la diferenciación (Westphal, 2002).

El análisis marxista comparte con el modelo neoclásico la perspectiva básica de la modernización en el campo, pero contrasta en el análisis de la diferenciación de cla-se social que ocurre dentro del campesinado. Bajo esta perspectiva, algunos campesinos emergen en la escala social, llegando a convertirse en pequeños capitalistas gracias a la modernización de la tecnología agrícola, a costa de la desaparición de otros que van a engrosar el ejército de mano de obra. Por lo tanto, el campesinado desaparece como categoría social. El concepto marxista de diferenciación de clases supera los términos produc-tivos, pues aborda el análisis político de la relación de la clase respecto a los medios de producción, y concibe al campesinado en términos de su potencial revolucionario (Yoder, 1994) o su desaparición como resultado de la mo-dernización agrícola (Westphal, 2002). Para el análisis de la economía política, la organización social de la produc-ción, antes que el desarrollo tecnológico en sí, es el tema crucial (Westphal, 2002).

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A pesar del fenecimiento augurado para el campesinado como resultado de la modernización e industrialización, vaticinio compartido tanto por los economistas clásicos como por los marxistas, los campesinos estuvieron le-jos de desaparecer en el siglo XX. Por el contrario, su persistencia ha sido objeto de análisis, y sus sistemas de producción se presentan como opciones potencialmen-te más equitativas y ecoamigables que la modernización agrícola convencional (Pretty, 1995; Gliessman, 1998; Rosset, 1999). Básicamente, estos estudios se ocupan de la dinámica de los sistemas de la finca campesina y las estrategias de hogar y, aunque no son aproximaciones que sigan la ortodoxia campesinista, sí retoman elementos importantes de la escuela de pensamiento chayanovia-na, expresada en el libro The Theory of Peasant Economy (Chayanov, 1966).

Para la corriente de pensamiento heredada del economis-ta agrícola ruso Alexander Chayanov, los campesinos son vistos como individuos, y el énfasis se pone en la persis-tencia del campesinado en una sociedad donde este gru-po social es subordinado a otros sectores de la sociedad moderna. En este orden de cosas, los campesinos efec-túan cambios en su dinámica solamente para persistir en medio de la sociedad y para satisfacer sus necesidades básicas (Brass, 1991; Yoder, 1994).

LA PERSISTENCIA CAMPESINA AD PORTAS DE LA SOCIEDAD MODERNA

¿Por qué los sistemas de producción campesinos no desaparecen a pesar del avance de las relaciones socia-les de producción de tipo capitalista? Es el interrogante que ocupó a pensadores desde los albores del siglo XX. La persistencia campesina expresada en la permanencia de unidades de producción familiar en medio del auge del desarrollo capitalista es un tópico de debate entre las aproximaciones marxista-leninista y chayanoviana. Para los científicos sociales marxistas, la desaparición total del campesinado sería el resultado más probable ante el progreso de las formas de producción capitalista (Yoder 1994). Por el contrario, para la corriente chayanoviana, la persistencia campesina es evidente, debido a la flexi-bilidad de la producción ante los embates del mercado y la sociedad en general. Dicha flexibilidad, que le per-mite al sistema de producción campesino reacomodarse a las diferentes situaciones de la dinámica del mercado, está determinada por su funcionamiento basado en el uso de mano de obra familiar. En su mayoría, los jorna-les, si no todos, empleados en las diferentes actividades productivas son aportados por los diferentes miembros

de la familia. Esto le permite a la unidad familiar una cierta “elasticidad” ante los altibajos de los precios pa-gados por los productos y ante las pérdidas ocasionadas por las fluctuaciones del clima. Si los precios bajan y, por lo tanto, el ingreso familiar se disminuye, la familia tendrá que aumentar su trabajo para compensar con vo-lumen la productividad disminuida (Lehmann, 1986). Ocasionalmente, el campesino opta por vender su fuerza de trabajo a otros finqueros de mejor posición económica (terratenientes o empresarios agrícolas) o emplearse en actividades no agrícolas, como estrategia para movilizar ingresos monetarios desde el exterior hacia su unidad fa-miliar (Berdegue y Larrain, 1988; Ellis, 1994; Kearney, 1996; Ellis, 2000).

De este modo, los campesinos persisten en la sociedad gracias a su capacidad de producción de mercancías más baratas que las unidades de producción capitalista, las cuales deben afrontar obligaciones legales (impuestos, licencias) y empresariales (pago de salarios, aguinaldos, publicidad, etc.). Sin embargo, por su incapacidad para competir con los grandes empresarios agrícolas –que sí pueden producir en serie o grandes volúmenes, disminu-yendo así los costos de producción–, el campesino sale del negocio o tiende a buscar otras estrategias para la sub-sistencia (Yoder, 1994). Los que salen del negocio se ven forzados a emplearse en otras fincas o en otras actividades económicas (servicios e industria); otros pueden llegar a convertirse en pequeños capitalistas, y otros optan por las actividades propias de las postrimerías del siglo XX, como el ecoturismo, o el ser sujeto de transferencias de agen-cias internacionales, ayudas filantrópicas de fundaciones u ONG locales.

Dadas las características de las unidades de producción campesina, las cuales son recurrentes en las diferentes épocas del desarrollo de la humanidad, se las ha tipifi-cado como “un modo de producción con características propias”. Esto les permite reproducirse en un amplio ran-go de contextos sociales (Shanin, 1973; Brass, 1991) y coexistir con diferentes formas de producción como el feudalismo, el capitalismo o el socialismo. Así, desde la perspectiva antropológica, Spicer (1971) enfatiza en los elementos simbólicos que contribuyen a que algunos pueblos sean persistentes, mientras que otros desaparez-can. En este sentido, los valores, el vínculo con la tie-rra, con las semillas, con sus antepasados, con el lugar mismo, son elementos fundamentales de la persistencia campesina que configuran su identidad, la cual puede ser mucho más fuerte que cualquier racionalidad económica. Más que un modo de producción, el campesinado debe considerarse como un modo de vida.

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EL CONOCIMIENTO LOCAL COMO ESTRATEGIA DE VIDA DEL HOGAR CAMPESINO Y COMO CAPITAL CULTURAL

El saber que los campesinos poseen del entorno natural y de sus sistemas productivos los habilita para desenvol-verse mejor bajo condiciones adversas, ecológicas o de mercado, y así lograr sus objetivos de producción (Net-ting, 1993; Pimbert, 1995). Dicha capacidad de adapta-ción cognitiva y motora es la base de la multifunciona-lidad de las pequeñas fincas, característica relacionada con la conservación de los recursos naturales y con una mayor eficiencia y productividad (Rosset, 1999). Así, en la finca campesina se desarrollan múltiples estrategias que se conjugan para asegurar el ingreso, basadas gene-ralmente en el conocimiento que tienen los campesinos de su entorno.

El conocimiento local es el acervo de conocimientos, creencias y costumbres consistentes entre sí y lógicos para quienes los comparten (Farrington y Martin, 1988). Está constituido por saberes y percepciones únicos para una cultura o una sociedad dada (Grenier, 1998). Generalmente, deriva de observaciones cotidianas y de la experimenta-ción con formas de vida, sistemas productivos y ecosis-temas naturales (Johnson, 1992; Montecinos, 1999); incluye vocabularios y taxonomías botánicas o farmacoló-gicas de sociedades campesinas e indígenas, sistemas de conocimiento de suelos (Barrios et al., 2000; Niemeijer y Mazzucato, 2003) y conocimiento de los animales por parte del cazador, entre otros tópicos que han sido obje-to del análisis de varios autores (Llorente, 1990; Cerón, 1991; Díaz, 1997).

Los términos conocimiento local y conocimiento indígena han sido utilizados indistintamente. Sin embargo, exis-ten diferencias, en la medida en que el conocimiento indígena incluye valores culturales y creencias míticas, a diferencia del conocimiento local, que denota una com-prensión de lo local derivada de la experiencia y obser-vación de los agroecosistemas (Sinclair, 1999; Dixon et al., 2001). Este conocimiento sobre el medio ambiente es acumulativo y dinámico, basándose en la experien-cia de generaciones pasadas y adaptándose a los nuevos cambios tecnológicos y socioeconómicos del presente (Johnson, 1992). Con raíces firmemente asentadas en el pasado, el conocimiento local “pertenece” a las gene-raciones actuales y futuras, del mismo modo que per-teneció a los ancestros que lo originaron (Montecinos, 1999), y no se restringe al patrimonio exclusivo de gru-pos étnicos específicos. Mientras que algunos científicos y planificadores del desarrollo consideran el conocimien-to tradicional como un medio para resolver problemas

socioeconómicos, las comunidades locales lo ven como parte de su cultura total, vital para su supervivencia coti-diana (Dewes, 1993).

La cantidad y la calidad del conocimiento local sobre el medio ambiente varían entre los miembros de una co-munidad, dependiendo de diferentes factores socioeco-nómicos, como género, edad, posición social, capacidad intelectual y profesión (Sinclair, 1999; Stokes, 2001). Esto hace que la información obtenida a través del cono-cimiento local sea difícil de cuantificar, presente diversos grados de complejidad en una población determinada y varíe su nivel de consistencia entre sus poseedores. Este conocimiento tampoco es mágico, por lo cual no hay que idealizarlo (Bentley, 1994); como todo saber, es falible y tiene limitantes y lagunas, que se pueden traducir en ma-nejos erróneos (Saín, 1999). No obstante, los agricultores campesinos o indígenas tienen una mejor comprensión integral de los procesos que se desarrollan en niveles je-rárquicos de complejidad intermedia (por ejemplo, par-cela, finca o agroecosistema).4

Por el contrario, tienen más dificultades para comprender relaciones abstractas en los microniveles (ámbito mole-cular, microbiota o micrositio) y macroniveles jerárquicos (al nivel de paisaje, región o planeta), que son ámbitos de mayor interés para el científico (Pimbert, 1994). Carac-terísticas inherentes a la racionalidad local hacen que el conocimiento derivado de ésta presente limitaciones para su traducción al discurso científico.

En la racionalidad local, las estrategias de vida o medios de supervivencia (livelihoods)5 configurados con base en el conocimiento de los ecosistemas y la cultura consti-tuyen un recurso fundamental para la reproducción de la unidad familiar y sus sistemas de producción. Una amplia gama de estrategias le permite al campesino tal reproducción; empero, el uso de mano de obra familiar, el conocimiento que tiene sobre el medio y la integración de múltiples actividades para asegurar el ingreso consti-tuyen pilares fundamentales de las estrategias de vida de sociedades campesinas. En términos de Ellis (2000), la diversificación de las estrategias de vida representa una vía para minimizar el riesgo o maximizar el uso de la mano de obra familiar, mediante el desarrollo permanente de un portafolio de actividades económicas y valores para mejorar el bienestar familiar.

4 Su vivencia ha tenido una íntima relación con la dinámica de estos niveles.

5 Livelihoods es el termino utilizado por Ellis (2000), y puede tra-ducirse como “medios de vida” o “estrategias de supervivencia”.

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El concepto de “estrategia de vida” o “medio de su-pervivencia” ha sido definido por Chambers y Conway (1992) como las capacidades, valores y actividades de las familias campesinas para proveerse sus medios de vida. Por valores se entiende tanto los tangibles como los intangibles, aunque hay discrepancias sobre cuál tipo de capital o de stocks debe ser incluido bajo el con-cepto. Principalmente, estos autores hablan de cinco tipos de capital: social, humano, físico, financiero y na-tural. Alrededor de estos elementos, Ellis ha definido el concepto como sigue:

… a livelihood comprises the assets (natural, physi-cal, human, financial and social capital), the activities and the access to these (mediated by institutions and social relations) that together determine the living gained by the individual or household (Ellis, 2000).

Para lograr el mejoramiento del bienestar del hogar, Scoones (1998) identifica tres estrategias básicas: in-tensificación o extensificación agrícola, diversificaron de los medios de vida y migración y remesas. Tales es-trategias están presentes en las sociedades rurales de América Latina y, en especial, de América Central. Su estudio y comprensión permiten un mejor enten-dimiento de estas sociedades y de sus sistemas de su-pervivencia, para, con base en ello, proponer estrategias de intervención a los tomadores de decisiones. El cono-cimiento local de los productores constituye el recurso dinámico que establece los enlaces entre los diferentes medios de vida y estrategias de supervivencia.

EL CASO DE LOS CAMPESINOS COSTARRICENSES

Costa Rica es un país por excelencia rural, articulado en torno a la pequeña propiedad campesina. Este factor garantizaba el igualitarismo social y definía el régimen político costarricense como una democracia rural. Este argumento se convirtió en una plataforma ideológica que cuenta con gran aceptación entre la población y en la que reposa uno de los principales valores de la identi-dad nacional costarricense (UCR, 2003). Estimaciones del Instituto de Desarrollo Agrario indican que en Cos-ta Rica existían alrededor de 64.595 familias (41.060 parcelas, 709.760 ha) de pequeños productores, con un promedio de 11 ha por familia en las postrimerías del siglo XX (Salinas, 1999). Dentro de estos pobladores rurales se cuentan ocho pueblos indígenas, distribuidos en veintidós territorios que albergan a 63.786 personas que conforman la población indígena nacional, según el censo de población efectuado en el año 2000.

El proceso de poblamiento del Valle Central básicamente constituye el avance del acaparamiento de la tierra de la meseta central par la “Sociedad Cafetalera” y la posterior urbanización sobre lo que antaño fueron pequeños pobla-dos. Desde una óptica histórica, el proceso de ocupación del territorio costarricense está asociado al avance de la colonización agrícola y, en particular, al cultivo cafetalero. El Estado, sin ninguna planificación, favoreció la coloni-zación territorial mediante una política de denuncias de tierras sumamente generosa. Desde 1860, los sucesivos gobiernos acostumbraban a hacer concesiones de bal-díos o reservas nacionales tanto para cancelar sus deudas como en pago de servicios (UCR, 2003).

El cierre de la frontera agrícola a mediados de los años 60 del siglo XX saca a relucir el despilfarro que se había hecho de los baldíos nacionales. Mientras existían terre-nos colonizables, la reproducción del campesino estaba asegurada, pero con el fin de la frontera agrícola y la ex-pansión de las relaciones capitalistas de producción en el agro comenzaría a gestarse una fuerte presión sobre la tierra. Por una parte, es evidente, entre 1963-1984, una atomización de la pequeña propiedad, reflejada en un aumento en el número de fincas en los rangos de 0-10 hectáreas y la reducción del tamaño predial promedio. Una vez agotadas la frontera agrícola y, por tanto, la po-sibilidad de denunciar baldíos nacionales, la incapacidad tanto de los microfundios para asegurar la subsistencia familiar como de los latifundios para proporcionar fuen-tes de trabajo provoca corrientes expulsoras de población campesina (UCR, 2003). Estos campesinos se verán ante la disyuntiva de migrar hacia las áreas urbanas o invadir tierras privadas, con la finalidad de establecer unidades económicas campesinas. Empero, otras opciones co-mienzan a fraguarse como forma de ocupación y sustento del hogar rural. Especialmente a partir de los años 80, el surgimiento de funciones diferentes de las tradicional-mente concebidas para el sector rural –la producción de alimentos– constituirá la base de la configuración de una nueva ruralidad.

Al revisar las tendencias del medio rural costarricense debe evitarse su identificación exclusiva con la agricultu-ra. La manera tradicional de entender “lo rural” conduce a explicar los procesos rurales a partir de las actividades agropecuarias; sin embargo, en los últimos veinte años, en Costa Rica esta forma de ver lo rural ha trascendido a un concepto más integrador, resultante de la creciente inte-rrelación económica, social e institucional de los espacios rurales con las áreas urbanas. Esto, aunado a la diversifi-cación de las actividades productivas y económicas en el medio rural y la pluriactividad de las familias, mediante

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la cual se emplean distintas formas complementarias de generación de ingresos llevadas a cabo en los propios es-pacios rurales o en las áreas urbanas, hacen que haya una creciente diversificación productiva del medio rural y el surgimiento de diferentes formas de empleo rural no agrí-cola (ERNA) y de generación de ingresos rurales no agrí-colas (IRNA) (Mora-Alfaro 2005). Es decir, la pérdida de dinamismo de algunas de las actividades agropecuarias tradicionales, para dar paso a la multifuncionalidad de los espacios rurales, constituye un elemento particular de la ruralidad costarricense.

Con base en una población rural correspondiente a 575.384; 667.583 y 611.195 pobladores para los años 1992, 1997 y 2002, respectivamente, en la figura 1 se muestra el proceso de disminución de los asalariados, para pasar a un incremento de la población ocupada como trabajadores por cuenta propia, lo cual es un indicativo de las modificaciones económicas y sociales vividas en el medio rural del país. El traslado de las actividades agrí-colas a otras opciones de generación de ingresos, muchas de ellas en el campo de los servicios, los agronegocios o, en general, las actividades rurales no agrícolas, modifica el funcionamiento de las familias rurales y las estrategias empleadas para llenar sus necesidades de subsistencia (Mora-Alfaro, 2005).

FIGURA 1. PROPORCIÓN DE LA POBLACIÓN OCUPADA EN LA ZONA RURAL, POR CATEGORÍA OCUPACIONAL, EN COSTA RICA (1992-2002)

Diferentes factores evidencian las particularidades del campesinado costarricense frente a otras sociedades la-tinoamericanas: los espacios ganados y facilitados desde el Estado para el desarrollo rural y agrario; la inversión extranjera y la cooperación internacional; el surgimiento de actividades que dan valor agregado al capital natural –entre ellas, el ecoturismo y la producción de servicios ecológicos–; el fortalecimiento del capital social y el sin-cretismo cultural derivado de las interacciones entre el ser tico y el ser global; en síntesis: la objetivación de una nueva ruralidad manifiesta en la multifuncionalidad de los espacios rurales.

LAS POLÍTICAS DE DESARROLLO AGRARIO Y RURAL

Una política sui generis –consistente en el manejo de la colonización espontánea (1860-1961), las concesiones de tierra a las compañías transnacionales bananeras y las políticas de amortiguamiento de colonización dirigi-da (1961-1982), que se materializan con la creación del Instituto de Tierras y Colonización (ITCO), que luego se transformó en el Instituto de Desarrollo Agrario (IDA) (Vasco, 1999; UCR, 2003)– hizo que amplios sectores de campesinos contaran con facilidades para la confi-guración de una sociedad rural acendrada en los valores típicamente rurales, pero permeable a las dinámicas del capitalismo. No obstante, durante la década de los 60, la frontera agrícola colmó las posibilidades de ampliación, situación que obliga a los gobiernos de turno a titular po-sesiones de tierra precarias que se habían hecho en ha-ciendas particulares y terrenos baldíos. El resultado de estos procesos fue el fortalecimiento de Colonias y, más tarde, la formación de Empresas Comunitarias y la Orga-nización de Cooperativas (Vasco, 1999).

EL ENDEUDAMIENTO EXTERNO Y LA COOPERACIÓN INTERNACIONAL

Por otra parte, las cifras indican que los años 70 fueron es-cenario de importantes inversiones en el sector rural, tanto públicas como extranjeras, en el sector agrícola, en parti-cular, por la importancia de los empréstitos y la asistencia técnica de agencias internacionales en la agricultura y en el proceso de modernización del Estado costarricense. Sólo entre 1968 y 1974, se recibieron alrededor de 217.500.000 colones correspondientes a inversiones provenientes de cooperación o de la banca internacional, sin contar las asig-naciones para el desarrollo rural y agrario –incluidas en el endeudamiento externo–, principalmente, de los gobiernos de José Figueres y Daniel Oduber (Gutiérrez, 1975).

Fuente: elaboración propia con base en el Noveno Informe Estado de la Nación, 2003.

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Patrono osocio activo

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je

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21,9

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7,5

Trabajadorpor cuenta

propia

67,7

67,7

63,6

AsalariadoFamiliar sin

salario

5,3

4,4

5,3

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Otras ayudas técnicas provenían de organismos como el Instituto Interamericano de Ciencias Agrícolas de la OEA, la OIT, y la FAO de las Naciones Unidas, dirigi-das a la capacitación de productores y técnicos, investi-gaciones, y a mejorar las técnicas de cultivo (Gutiérrez, 1975).El programa de Desarrollo Agropecuario (PDA) y el programa de Desarrollo Rural (PDR), financiados por la AID, constituyen el aporte más importante al proceso de modernización del sector agropecuario en este perío-do. Ambos son parte de una nueva estrategia de “ayuda” estadounidense a los países latinoamericanos, definida desde la administración Nixon (Gutiérrez, 1975). Adicio-nalmente, el nivel de intensificación de la caficultura en Costa Rica fomentado a través de políticas nacionales y ayudas internacionales, fue apoyado por la inyección de US$80 millones provenientes de USAID y canalizada a través de PROMECAFE (Lyngbæk, 2000).

EL FORTALECIMIENTO DEL CAPITAL SOCIAL

El surgimiento de un tejido social y económico más complejo, de formas asociativas y de estrategias de solidaridad y reciprocidad es notorio después de los años 80. La aparición de actores sociales rurales con características, formas de organización y orientaciones novedosas de sus acciones viabiliza el aprovechamien-to de las oportunidades por parte de algunas familias rurales o atenúa los impactos negativos originados por la reorientación de las políticas económicas. Organiza-ciones rurales y Organizaciones No Gubernamentales (ONG) han asumido en parte funciones en otro mo-mento cumplidas de manera más amplia y efectiva por las dependencias públicas en el medio rural. Activida-des como la capacitación, el fortalecimiento organizati-vo, el acceso a servicios de crédito, información y apoyo técnico, entre otras, son suministradas por estas nuevas entidades establecidas en los espacios rurales de Costa Rica (Mora-Alfaro, 2005).

LA VALORACIÓN NEOLIBERAL DEL CAPITAL NATURAL

La valoración monetaria del capital natural instituciona-lizada en proyectos nacionales o globales (Ecomercados, PSA, mecanismo MDL) ha contribuido a configurar una racionalidad ambiental de corte neoliberal. En tal lógica, los vínculos del campesino costarricense en los albores del siglo XXI con los recursos naturales se dan más por la retribución económica que éstos representan, que por los valores de apego a la tierra descritos por los clásicos de la literatura campesinista.

Esto constituye una antítesis del tico idealizado por el li-terato costarricense Fabián Dobles, “con sus raíces en la tierra, sencillo pero altivo e incorruptible en su verdad, generoso pero firme y fuerte en sus valores” (Gallegos, 1997). Desde el enfoque del ecologismo neoliberal, el re-curso natural representa más un valor de cambio que de uso o una amenidad (Gordillo, 2006). De hecho, el sis-tema de Pago por Servicios Ambientales (PSA) por con-servación de bosques, de FONAIFO,6 y otros programas de PSA, constituye un atractivo para familias y organiza-ciones de pequeños campesinos, que ha ido involucrando más a los pobladores rurales en la conservación de los bosques y paisajes con un sentido diferente de los valores altruistas del apego al terruño que idealizaron los miem-bros de la Generación de 1940.7

Si bien los ingresos por concepto de estos proyectos al hogar rural no representan proporciones significativas, en la medida que el programa de PSA no está diseñado para aliviar la pobreza, es evidente que éste constituye un ingreso adicional para las familias pobres; de hecho, el 60% de los usuarios del programa de PSA son pequeños y medianos productores rurales (Pagiola, 2002). Aunado a lo anterior, el auge de la industria turística, con una fuerte dosis ambiental, vendida internacionalmente, que atrae a citadinos de todo el orbe, ha contribuido a difuminar la racionalidad ambiental neoliberal que impone valor a los bienes naturales públicos (la biodiversidad, el aire, el agua y el suelo).

Dentro de la misma lógica, no es extraño encontrar entre los hogares rurales costarricenses la inclusión en el porta-folio de actividades que configuran estrategias de vida del hogar rural el servicio de las guías ecoturísticas, venta de comidas típicas campesinas, giras por lo huertos domés-ticos tropicales, la venta de actividades de capacitación, etc., como una fuente de ingresos monetarios. En térmi-nos de Ellis (2000), dichas estrategias de diversificación de actividades no constituyen un medio de supervivencia sino un camino de mejoramiento del bienestar. Es decir, la dinámica de gran parte del campesinado costarricense va más allá de la subsistencia (a diferencia de sus vecinos nicaragüenses o guatemaltecos), sin desconocer que hay enclaves de subsistencia, especialmente, en las comuni-dades indígenas cabecar y guaymí.

6 Fondo Nacional de Financiamiento Forestal.7 Se conoce como la Generación de 1940 a autores costarricenses

como Aquileo Echeverría (1866-1911), Manuel González Zele-dón, conocido como Magón (1864-1936), María Isabel Carvajal, la conocida Carmen Lyra (1888-1949), y Joaquín García Monge (1881-1958), quienes por primera vez integran la psique del cam-pesino de las montañas y costas en la literatura y lo proyectan como una fi gura noble y vital.

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CAMPESINADO LOCAL CON HÁBITOS GLOBALES

Muchos de los valores que identifican a una cultura urbana se han insertado en la racionalidad campesina, y viceversa, muchas expresiones campesinas se man-tienen en las lógicas urbanas. Culturalmente, el cam-pesino tico se siente orgulloso de sus valores, lenguaje y hábitos “polos”; no obstante, es consciente de que esto constituye una estrategia atractiva para el citadi-no de Nueva York, París o Berlín que eventualmente visita los espacios de Centroamérica, especialmente, Costa Rica.

En síntesis, el caso de las sociedades rurales costarri-censes constituye una objetivación del concepto de nueva ruralidad, según la cual lo rural no es exclusiva-mente lo agrícola ni la sola expresión de la producción primaria; lo rural trasciende lo agrario (Farah y Pérez, 2004), para pasar a una dinámica territorial que involu-cra actividades multifuncionales en espacios naturales y/o creados (Ceña, 1993).

CONCLUSIONES

Las comunidades campesinas aún representan una pro-porción importante en la sociedad; por ello es importan-te comprender su dinámica, para interactuar con ellas. Para comprender la dinámica de los hogares campesi-nos y la de sus sistemas de producción es importante abordar diferentes temas de reflexión, que van desde la comprensión de las estrategias de vida a las cuales acu-den para enfrentar el contexto social y biofísico hasta el análisis y valoración de la dotación de capitales. Estos temas, puestos en contexto histórico y político de cada país y región, son materia obligada de estudio para los trabajadores e investigadores del sector rural.

Uno de los principales problemas que enfrenta el in-vestigador en el abordaje de sistemas de producción campesinos es tener que cambiar la visión lineal y uni-dimensional heredada de la formación técnica, por una apertura mental dispuesta al reacomodo de sus esque-mas cognitivos. A pesar de los intentos por entender la complejidad de los sistemas de producción campesi-nos, los enfoques convencionales de las ciencias agrí-colas generalmente siguen privilegiando los esquemas de pensamiento lineal y unidimensional. Ante esto, la ruptura de los esquemas rígidos de pensamiento, bajo los cuales se han formado los científicos agrarios, pue-de iniciarse con el acercamiento a discursos diferentes de los acostumbrados en su práctica profesional.

En este sentido, una revisión crítica de diversos con-ceptos, metodologías y elaboraciones teóricas sobre el tema de interés del investigador es fundamental para la elaboración de un marco conceptual de referencia. Este marco conceptual no implica que se constituya en un esquema normativo en el cual encasillar la realidad sino que, por el contrario, debe constituir una caja de herramientas útil para entenderla y reacomodarla, en función de los acuerdos intersubjetivos de los lectores de la misma. Esto representa un desafío para el investi-gador, para observar y analizar los objetos (o sujetos) de interés a través de diferentes “anteojos” conceptuales que permitan otras lecturas de la realidad situacional.

El caso de las sociedades rurales costarricenses consti-tuye una objetivación del concepto de nueva ruralidad, según la cual lo rural no es exclusivamente lo agrícola ni la sola expresión de la producción primaria, sino que trasciende a una dinámica social, cultural y ambiental del hogar rural con estrategias diversas que facilitan la persistencia de un campesino local pero conectado con el mundo.

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POR OSCAR IVÁN SALAZAR ARENAS*

Seguridad y libertad:lugar y espacio en las relaciones familia-individuo en Bogotá

FECHA DE RECEPCIÓN: 13 DE SEPTIEMBRE DE 2006FECHA DE ACEPTACIÓN: 10 DE SEPTIEMBRE DE 2007FECHA DE MODIFICACIÓN: 31 DE OCTUBRE DE 2007

* Profesor Asistente, Departamento de Sociología, Universidad Nacional de Colombia. Antropólogo y Magíster en Antropología, Universidad de los Andes, Bo-gotá, Colombia. Dentro de sus intereses y experiencia en investigación están: historia urbana (Bogotá, siglo XX), vida cotidiana y estilos de vida, cultura urbana, movilidad poblacional, vivienda, representaciones sociales de la ciudad, etnografía urbana, métodos biográfi cos, memoria oral. Publicó en 2007 su artículo Tiempo libre al aire libre. Prácticas sociales, espacio público y naturaleza en el Parque Nacional Enrique Olaya Herrera (1938-1948) en la revista Historia Crítica, 33 (2007). Correo electrónico: [email protected].

RESUMEN

Algunas de las ideas más generalizadas respecto a la cultura urbana en las ciudades modernas son la fragmentación del espacio y la individualización asociada al anonimato. Este artículo pretende mostrar las maneras como se expresan dichas características en las prácticas residenciales de familias e individuos de clases medias en Bogotá. Las prácticas residenciales de estas poblaciones se confi guran actualmente en torno a lo que denomino regiones individuales y regiones familiares. Estas formas de regionalización del espacio urbano son el resultado de procesos sociales de largo y mediano plazo que han fortalecido la individualización de la sociedad, reducido el tamaño de las familias y los hogares, y redefi nido los signifi cados, formas y usos de la vivienda. Se argumenta que la fragmentación del espacio está relacionada con la dispersión, antes que con la destrucción de la estructura familiar, y que las regiones familiares constituyen una estrategia de adaptación y confi guración de la vida urbana en Bogotá.

PALABRAS CLAVE:

Familia, individualización, vivienda urbana, cultura urbana, sociología urbana, antropología urbana.

Security and Liberty: Space and Place in Family-Individual Relations in BogotáABSTRACT

Space fragmentation, anonymity and individualization are some of the most generalized ideas about urban culture in modern cities. This article shows the expression of those characteristics in dwelling practices of middle class families and individuals in Bogotá. Dwelling practices are confi gured toward individual regions and familiar regions. Both are regionalization ways of urban space, and are produced by a long and middle term social processes that have strengthen individualization of society, reduced family and home size, and redefi ned meaning, form and use of urban housing. I argue that space fragmentation is associated to dispersion instead of

destruction of family structure; in addition, familiar regions are an adaptation strategy that confi gures urban life in Bogotá.

KEY WORDS:

Family, individualization, urban housing, urban culture, urban sociology, urban anthropology.

Seguridade e liberdade: lugar e espaço nas relações família - indivíduo em BogotáRESUMO

Algumas das idéias generalizadas referidas à cultura urbana nas cidades modernas são: a fragmentação do espaço e a individuali-zação ligada ao anonimato. Este artigo pretende mostrar as maneiras como se expressam ditas características nas práticas residen-ciais de famílias e indivíduos da classe média em Bogotá. As práticas residenciais destas populações se confi guram atualmente em torno do que eu chamo como regiões individuais e regiões familiares. Estas formas de regionalização do espaço urbano surgiram de processos sociais de longo e mediano prazo, que têm fortalecido a individualização da sociedade, reduzido o número de famílias e lares e redefi nido os signifi cados, formas e usos da moradia. Argumenta-se que a fragmentação do espaço está mais relacionada com a dispersão do que com a destruição da estrutura familiar e que as regiões familiares constituem uma estratégia de adaptação

e confi guração da vida urbana em Bogotá.

PALAVRAS CHAVE:

Família, individualização, moradia urbana, cultura urbana, sociologia urbana, antropologia urbana.

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Seguridad y libertad: lugar y espacio en las relaciones familia-individuo en BogotáOSCAR IVÁN SALAZAR ARENAS

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Existe un consenso entre los analistas de lo ur-bano respecto a la configuración de nuestras ciudades con-temporáneas: se encuentran espacialmente fragmentadas, y no tienen la unidad que parece haber existido en las ciuda-des antiguas.1 Como ocurre con muchas ideas, ésta puede llegar a convertirse, a pesar de la evidencia empírica, en un lugar común generalizado que nos impone una mirada ho-mogénea de la ciudad que no nos permite ver las sutilezas y la diversidad humana a las que nos enfrentamos en la vida diaria. Hablar de fragmentación urbana puede generar el te-mor infundado de que la sociedad asentada en dicho espacio sufra un proceso similar; la palabra se asocia con ruptura, caos, desorden, sinsentido, desconexión, circulación y cam-bio, más que estabilidad y anclaje a un lugar. No obstante, y a pesar de la convicción académica de que la ciudad con-temporánea está fragmentada, las personas en su vida diaria continúan actuando con “actitud natural”, confiadas en que las cosas funcionan como deben funcionar, conservando el orden o apostando por crearlo en las prácticas domésticas, y manteniendo relaciones rutinarias y constantes con otras personas. ¿Cómo comprender entonces las relaciones en-tre la abstracta fragmentación urbana y las prácticas diarias concretas de los habitantes de una ciudad?

Es necesario situarse al nivel de la experiencia cotidiana de los habitantes, a fin de conectar sus prácticas con la configu-ración más general de la ciudad. El análisis de estas relaciones no puede escapar de la discusión de la situación actual de la familia y los individuos, inmersos en procesos crecientes de individualización que la vida urbana ha fortalecido desde hace más de dos siglos, y tampoco puede desconocer el pro-blema de la integración de prácticas y rutinas a lo largo del espacio-tiempo urbano. En este sentido, la propuesta de este artículo consiste en comprender el problema de las prácticas residenciales y domésticas de los bogotanos de clases medias actuales, situando a la familia y a los individuos en los proce-sos espaciales y temporales de los que ellos hacen parte.2

1 Las referencias sobre esta discusión pueden ser bastante exten-sas; a manera de ilustración sobre esta discusión, pueden verse Lezama (1993); Martín-Barbero (1994); Ortiz (2000); Pérgolis (1998).

2 Este artículo expone y reelabora algunos de los resultados de mi investigación sobre vivienda y clases medias en Bogotá, realizada como parte de la tesis de Maestría en Antropología de la Univer-sidad de los Andes entre 2002 y 2004 (Salazar, 2004). Una versión anterior de este mismo documento fue presentada como ponencia en la mesa de Cultura en el IX Congreso Nacional de Sociología, y en el simposio Fricciones sociales en ciudades contemporáneas, en el XII Congreso de Antropología en Colombia, en octubre de 2007.

Ubicados en este nivel, es posible observar las dimensiones micro de la fragmentación del espacio, así como las implica-ciones sociales que ella tiene y las tácticas que las personas utilizan para ordenar su vida en un entorno urbano espacial-mente discontinuo.

A pesar de tocar temas como el de la familia y los jóve-nes, este artículo no parte de las perspectivas que se han desarrollado recientemente respecto a esos asuntos. La llegada a ellos se da por medio de una entrada diferente: la pregunta por las relaciones entre los sujetos y los espa-cios que habitan, y el significado de tales relaciones en el ámbito doméstico.3 Sin embargo, la emergencia de los temas de familia y juventud a lo largo del proyecto mostró cómo la perspectiva socioespacial adoptada permitía dar luces sobre las relaciones más cotidianas de los miembros de las familias estudiadas. En tal sentido, este trabajo re-sulta pertinente para mostrar las conexiones materiales, funcionales y simbólicas de las personas con su hábitat más inmediato, y, de este modo, referir los debates sobre familia y jóvenes al problema del espacio urbano.

Dentro de los desarrollos más recientes sobre la familia en Colombia, se revela la importancia de las perspectivas de género (Tovar, 2003; Henao, 2004); sus relaciones con la modernización, la violencia y el Estado en Colombia (Zuleta, 2004), y la creciente importancia de la subjeti-vidad contemporánea (Laverde, 2004), entre otros. Las nuevas miradas han renovado nuestros estudios sobre la familia, y han hecho valiosos aportes, sin desconocer la relevancia de los trabajos pioneros de mediados del siglo XX, que tenían una perspectiva más funcionalista. En la actualidad, el tema de la familia demanda la introducción de entradas transdisciplinarias para su estudio, que per-miten conectar la dimensión estructural de la familia con las prácticas de los sujetos.

En cuanto a la relación de la familia con la ciudad, di-versos autores coinciden en señalar que, en ámbitos ur-banos

La individualidad de cada uno de los miembros del gru-po familiar, nuclear o extenso, se reconoce en todas sus potencialidades. Aparece la mujer trascendiendo la fun-ción materna e incluso colisionando con ésta; aparece el joven como protagonista de primer orden, especialmen-te en el espacio público; aparece el viejo como “resto”

3 El objetivo original del proyecto del cual se deriva este artículo apuntaba a comprender las maneras como la vivienda de clases medias en la ciudad adquiere diferentes signifi cados a lo largo del ciclo vital de sus habitantes, y la conexión de tales signifi cados con modos de vida urbanos.

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desterritorializado del ámbito familiar; e incluso aparece el niño como demandante de espacios propios para su inserción en la sociedad (Henao, 2004, p. 85).

Este texto indaga precisamente en estas particularidades, por medio del análisis del espacio doméstico y la configu-ración de relaciones socioespaciales a partir de la subjeti-vidad, donde el papel de los jóvenes y los cambios en los ciclos de vida de los individuos constituyen un importan-te eje de análisis.

Respecto al tema de los jóvenes, que ha tenido un impor-tante desarrollo en Colombia desde la década de 1990, el espacio urbano ha sido estudiado fundamentalmente haciendo énfasis en las relaciones de los jóvenes con el espacio público, dentro de procesos de constitución de territorios, y expresiones culturales vinculadas a las deno-minadas “culturas juveniles” (Serrano, 2002). Si bien hay avances muy importantes en el campo de estudios sobre juventud y subjetividad, la indagación por las relaciones de los jóvenes con el espacio doméstico no tiene mucho desarrollo en el contexto colombiano. En consecuencia, la perspectiva aquí propuesta permite analizar situacio-nes y prácticas cotidianas de distintos miembros de las familias, dentro de una perspectiva socioespacial que re-salta el papel central de la vivienda y el espacio urbano en el establecimiento de rutinas, significados y relaciones sociales propias de los modos de vida urbanos de las cla-ses medias en Bogotá.

HACIA UNA PERSPECTIVA SOCIOESPACIAL: LUGARES/ESPACIOS, SEGURIDAD/LIBERTAD

Para comenzar, resulta pertinente repasar algunas de las perspectivas existentes acerca de la relación entre espa-cio y sociedad en los estudios urbanos en ciencias socia-les, así como la postura particular que adoptaré en mi exposición.4 Aunque suene extraño, en nuestro contexto el análisis socioespacial de la ciudad ha sido relativamen-te débil hasta hace poco. Ello se debe a la importancia otorgada a aspectos políticos y económicos de muchas tradiciones teóricas, que durante décadas relegaron a un segundo plano o desconocieron el problema del espacio (Gottdiner, 1994); pero, también, a la multiplicación de estudios puntuales y de caso que centran su atención en

4 No sobra aclarar que no pretendo aquí realizar estado del arte a este respecto, ya que ello desbordaría los alcances de este ar-tículo. Hago esta revisión únicamente para situar el problema y defi nir mi perspectiva sobre la relación espacio-sociedad, dada su pertinencia para comprender distintas dimensiones de lo urbano de una manera integrada.

problemas concretos y descuidan la integración de esos asuntos con el universo más general del que hacen parte (Cuervo, 2001). Probablemente, este vacío se debe tam-bién a la dificultad que implica la integración de las di-mensiones micro y macro de la vida urbana, de manera que resulte iluminadora para la comprensión de la ciudad como un universo complejo.

A pesar de lo anterior, la perspectiva socioespacial tiene una larga historia, y sus orígenes pueden rastrearse en la sociología urbana de la Escuela de Chicago y los plantea-mientos de Louis Wirth (1964). Este autor se preocupó por el “desorden urbano”, dado su interés por intervenir el espacio para mejorar las condiciones de vida de la po-blación. A pesar de su criticado énfasis en el caos, la eco-logía urbana fue uno de los primeros planteamientos que hizo énfasis en las relaciones entre espacio y sociedad de manera sistemática (Gottdiner, 1994). Más recientemen-te, propuestas como las de Certeau (1980), Augé (1994) y Delgado (1999; 2002) revaloraron el papel del espacio como un factor determinante en la vida urbana, haciendo énfasis en el carácter inaprensible, fluido e impondera-ble del comportamiento de los citadinos, y coinciden en señalar cómo resulta más importante la circulación por el espacio que la residencia y el territorio. Parafraseando a Renato Ortiz (2000), el proceso urbano de los últimos dos siglos cambió el énfasis de la vida urbana de la casa a la calle, lo que ayudó a descentrar la vida cotidiana en la ciudad y apuntaló aquello que hoy conocemos como fragmentación.

En la situación de una ciudad en la que los lugares pier-den su centralidad de antaño, surge entonces el interro-gante de cómo hacer una investigación referida al espacio urbano que no privilegie los lugares, pero que tampoco los desconozca, como si lo único existente fueran circulacio-nes, fluidos y desvanecimientos. Si el lugar es sinónimo de seguridad, y el espacio lo es de libertad (Tuan, 1977), entonces el lugar permite establecer anclas y los referen-tes que hacen posible construir confianza, mientras que el espacio privilegia el movimiento, el cambio y el con-tacto, necesarios para que cualquier sociedad funcione. Teniendo en cuenta estas relaciones, es posible analizar la experiencia urbana de las personas desde la perspectiva del proceso de individualización de la sociedad en rela-ción con el espacio urbano.

La necesidad de buscar soluciones prácticas a la tensión entre libertad y seguridad genera lo que Zygmunt Bau-man ha denominado una “unión tempestuosa”. En este sentido, la civilización occidental, durante los últimos dos siglos, ha privilegiado la individualización como una

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forma de solucionar la tensión entre libertad y seguridad. Nos encontramos en una sociedad de individuos, ya que “presentar a los miembros como individuos es el sello característico de la sociedad moderna […]. La sociedad existe en su actividad de individualización, al igual que las actividades de los individuos consisten en la reconfi-guración y renegociación cotidiana de la red de sus enre-dos mutuos llamada sociedad” (Elias, en Bauman, 2001, p. 58). Libertad y seguridad son entonces dos elementos inseparables, presentes en el proceso de individualiza-ción de la sociedad. La tensión entre ambos aspectos nos lleva a renunciar a algo de uno para obtener algo del otro, y, en la sociedad occidental, buena parte de esa carga re-cae sobre los individuos: si apuesto por la seguridad en-tonces debo restringir mi libertad de acciones, y si busco libertad, me veo obligado a tomar riesgos.

Lugar y espacio son dimensiones de la experiencia huma-na que se encuentran en una tensión similar: si bien el lugar nos da seguridad, puede convertirse también en una prisión –impuesta por alguien o autoimpuesta por sí mis-mo–; el espacio permite la libertad de movimiento y de contacto con los demás, pero en la ciudad moderna esta apertura a la circulación y la libertad ha generado también mucha soledad y aislamiento individual. Si bien el ano-nimato urbano favorece la libertad, está basado en una individualización de la sociedad que hace a las personas responsables casi exclusivas de sus decisiones, aunque la red de relaciones de las que haga parte no sea resulta-do de sus actos. En este sentido, algunos autores incluso han diagnosticado que nos encontramos en una sociedad “superyoica”, en la que han desaparecido los carceleros y el control que antaño era necesario para mantener el orden social, ya que los carceleros y represores de nuestro comportamiento somos nosotros mismos (Jaccard, 1999; Bauman, 2001). Esto implica que el sentido del control y la vigilancia sobre lugares y espacios cambia, ya que la circulación y la movilidad de la ciudad moderna han lle-vado a formas de poder deslocalizadas e individualizadas.

Desde este punto de vista, propongo retomar y revisar algunos de los enfoques metodológicos clásicos de la antropología y la sociología para estudiar la ciudad.5 El

5 Manuel Delgado (1999; 2004) ha hecho propuestas metodo-lógicas recientes sobre etnografía urbana que son aplicables al estudio del espacio público. No obstante, la vida doméstica es un campo de indagación en el que parece haber poco avance en nuestro contexto. Algunos de los referentes clásicos obligados a este respecto son las propuestas metodológicas de estudio de la familia urbana migrante hechas por Oscar Lewis (1959) para el caso de Ciudad de México, así como las de Foster y Kemper (2002). Para una revisión reciente del problema de la interpreta-ción de la cultura urbana basada en los planteamientos clásicos de este campo, ver Charry, 2006.

proceso de individualización puede ser una explicación de las debilidades del concepto de comunidad, que, apli-cado a los ámbitos urbanos, mostró ser poco operativo.6 Así, enfoques menos dependientes del lugar, como los estudios de redes sociales y, tal como mostraré a con-tinuación, los que indagan acerca de la familia y sus procesos de cambio pueden ser entradas más adecuadas para comprender la manera como se ocupa y significa el espacio urbano. Esto no supone abandonar el estudio de espacios y lugares concretos en la ciudad, sino combinar la perspectiva localizada de la observación y la experien-cia, con enfoques más deslocalizados, como el estudio de narrativas y trayectorias de vida. Desde esta perspectiva, a continuación me detendré en lo que he denominado regiones individuales y regiones familiares, como una forma de solucionar la tensión entre libertad y seguridad, para el caso de las prácticas residenciales en familias de clase media en Bogotá.

REGIONALIZACIÓN Y RUTINIZACIÓN EN LA VIDA PRIVADA

La teoría de la estructuración de Anthony Giddens re-bautiza algunas de las nociones básicas de la geografía, como lugar y espacio, en términos de una propuesta que pretende integrar espacio y tiempo, para comprender las prácticas de la vida diaria. La vida cotidiana se encuentra organizada según rutinas que se repiten en ciclos de acti-vidades diarios, semanales o anuales. La rutinización, que se desarrolla en sedes de actividades, son vitales “… en los mecanismos psicológicos por medio de los cuales se sustenta un sentido de confianza o de seguridad ontoló-gica en las actividades diarias de la vida social” (Giddens, 1984, p. xxiii). La posibilidad de predecir o mantener un mínimo control o conocimiento de los resultados de las acciones diarias otorga confianza y hace posible el fluir constante y relativamente organizado de la acción diaria. El conjunto de sedes en las que un individuo actúa, así como las sendas de circulación y comunicación que las conectan, configuran lo que Anthony Giddens denomina regiones. Una región es “una zonificación de un espacio-tiempo en relación con prácticas sociales rutinizadas” (Giddens, 1984, p. 152).

6 La Escuela de Chicago, y Louis Wirth (1964) hicieron bastante énfasis en la identifi cación y estudio de comunidades urbanas, pero su énfasis recayó sobre grupos humanos marginales que fue-ron “exotizados” por la mirada científi ca (Vidich y Lyman, 2003). Estudios posteriores demostraron que la noción de comunidad no era aplicable de la misma manera a grupos asentados en la ciu-dad, y se hicieron más pertinentes los estudios de redes sociales, consumo, clases sociales (Gottdiner, 1994).

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En este punto es importante señalar que, para el propósi-to de este texto, el concepto de territorio, usual en geogra-fía y en estudios regionales, resulta menos pertinente que los conceptos de región y regionalización propuestos por Giddens. El territorio supone la existencia de fronteras fí-sicas relativamente claras y estables, dentro de las cuales un actor o una institución ejercen poder y control. Las re-giones, en cambio, se definen según modos más fluidos, ya que denotan un recorrido tanto en el tiempo como en el espacio. Por ejemplo, prácticas localizadas con un alto grado de rutinización y continuidad en el tiempo suelen suponer altos grados de institucionalización, e implican la estructuración de conductas sociales por un largo es-pacio-tiempo (por ejemplo, la compra de una vivienda); no obstante, otras actividades, rutinizadas y localizadas en sedes de actividades pueden ser temporales, trasladar-se de un lugar a otro y redefinir la región de los actores, aunque ellas permanezcan siempre dentro de posibilida-des concretas de relación con el tiempo y el espacio (por ejemplo, actividades de tiempo libre).

A partir de lo anterior, propongo examinar la constitución de regiones individuales en la cultura urbana contempo-ránea, como parte de un proceso general de individualiza-ción de la sociedad. Dentro de los factores que han inter-venido en este proceso, que afectan la vivienda urbana, se encuentran el cambio demográfico de la segunda mitad del siglo XX (Flórez, 1990), en el que se ha consolidado un proceso de reducción de los tamaños de las familias, y hemos pasado de la hegemonía de la familia patriar-cal a configuraciones familiares más diversas y complejas (Gutiérrez, 2003). Al mismo tiempo, la vivienda urbana ha experimentado un proceso de reducción en su tama-ño y de especialización funcional (Prost, 1999; Salazar, 2004). Además de esto, la estetización de la vida domés-tica en clases sociales altas y medias ha reconfigurado también la forma de la vivienda, e incluso se ha difundido como tendencia cultural hacia el diseño de viviendas de interés social. Todos estos factores han reforzado un pro-ceso de individualización del espacio doméstico dentro de la vivienda, y han ayudado a dar a las personas grados de autonomía, libertad e importancia que antaño no te-nían. La expresión práctica de este proceso en el tiempo y el espacio es lo que denomino región individual.

Las raíces históricas de la individualización del espacio pueden rastrearse en dos cambios paralelos de largo pla-zo operados a través de los últimos dos o tres siglos en el mundo occidental: primero, el paso de una sociabilidad centrada en la familia a una enfocada en el individuo como célula social, jurídica y productiva; y segundo, el avance de la privatización y la intimidad como valores

culturales cada vez más arraigados. Estaríamos ante todo en una “sociedad de individuos”, donde la conquista y el respeto del espacio propio de los individuos se están naturalizando socialmente como necesidad y como prác-tica.

Philippe Ariès (1999) señala que la aparición de la priva-cidad y su avance en el mundo occidental tuvieron origen en el surgimiento del Estado moderno. Tras las conquis-tas del Estado en el control político de la población, que-dó relegada la vieja sociabilidad comunitaria de la Edad Media, centrada en las agremiaciones y las relaciones de protección y servidumbre entre los señores feudales y el vulgo. En este proceso, la familia dejó de ser únicamente una unidad de producción económica y se convirtió en un refugio para los individuos y ámbito de separación de la esfera pública –ahora bajo control del Estado–, con la que antes tenía una comunicación abierta y permanente. De esta forma, la esfera privada surgió como contraparte de la pública, cooptando aquellos ámbitos que el Esta-do no alcanzaba a cubrir y que eran intermedios entre la vida pública y los individuos; los ámbitos íntimo y social quedaron cobijados por la vida privada, que hasta bien entrado el siglo XX era, además, sinónimo de vida familiar (Pedraza, 1999).7

Para el caso colombiano, y específicamente el bogotano, la casa de familia era una forma concreta de regionalización de la vida privada, y no simplemente un emplazamiento físico. En esta perspectiva, “la casa es imposible de com-prender si la concebimos solo como vivienda o como fa-milia. Como categoría, aparece primero entre los nobles del medioevo europeo para luego extenderse hacia otros segmentos de la población en los períodos siguientes”. Su existencia estaba en función de factores intangibles como los títulos, la nobleza y el honor, propios de la so-ciedad colonial, y su permanencia en el tiempo dependía del parentesco y las alianzas matrimoniales (Therrien y Jaramillo, 2004, p. 23). De esta manera, el hábitat de una familia es inseparable de los habitantes, y en el proceso de formación del Estado moderno, la casa se convierte en la sede colectiva –familiar– de la privacidad.

Pero el proceso de privatización no se detuvo allí; una vez consolidada la casa familiar, los individuos comenza-ron a competir entre ellos por el acceso a una privacidad individual. En este sentido, Prost (1999) se refiere a la conquista de la intimidad individual durante el siglo XX,

7 Para el problema de la “domesticidad” en relación con la vivienda moderna, y las relaciones entre familia y vivienda en el caso euro-peo y norteamericano, ver Rybczynski (1986), Bushman (1993) y Löfgren (2003).

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como parte del proceso consolidado durante el siglo an-terior. Esto implicó el cuestionamiento de la autoridad absoluta del padre de familia, dueño de casa, a favor de un mayor equilibrio de poderes entre los individuos (Gil, 2001), y el reconocimiento del derecho a la intimi-dad individual, aunque se permaneciera en el seno de la familia. Gradualmente, tanto la ley como los hábitos culturales han otorgado al niño un estatus que antes no tenía, y en cuanto a la estructura y el orden de la casa, el acceso a una cama individual fue seguido de la ha-bitación propia, completamente separada del resto de cuartos y salones.

Aunque a primera vista esta situación tenga la ventaja de ser más democrática e igualitaria, supone nuevos conflic-tos, que se expresan en la vida doméstica y en angustias personales, por cuanto muchas de las responsabilidades que antaño asumía el padre de familia comenzaron a ser transferidas a los individuos desde pequeños. La auto-nomía individual genera nuevas fuentes de conflicto: la juventud se erige como una condición política que reta la autoridad paterna y el mundo de los adultos; al investir a los hijos de una autosuficiencia que antes no tenían, el individuo debe cargar con la responsabilidad de “hacer-se a sí mismo” (Bauman, 2001); queda disuelta la “doble hélice” de trabajo y familia, que antes funcionaba como eje del sentido de la vida individual y colectiva, lo que im-plica una búsqueda constante de significado, que genera angustias personales que antes eran solucionadas por la institución familiar (Gil, 2001). Además de ello, las con-diciones del trabajo y el empleo en el mundo contempo-ráneo dejan sin piso la seguridad que antaño otorgaban los empleos estables y la seguridad social.

REGIONES INDIVIDUALES: INTIMIDAD Y ESTILO DE VIDA

Al situarnos en la escala intermedia del ciclo de vida de los individuos, es posible ver cómo las regiones individua-les tienen una génesis doméstica, asentada en el proceso de socialización primaria en el seno de la familia. La pri-vatización se ha basado en el moldeamiento del cuerpo de los individuos de una manera tal, que el valor de la autonomía individual se incorpora desde muy temprano en prácticas como tener una cama propia desde niño, y si es posible, una habitación independiente. Exploremos a continuación cómo ocurre el proceso, deteniéndonos en la gradual incorporación de la necesidad de espacio propio a través de la habitación y los objetos individuales, que culmina en la salida de la casa de los padres como hito en la vida personal.

Tener un espacio propio en la casa paterna y la propie-dad individual de objetos que aprendemos a apreciar son formas de constituir referentes de seguridad individual. Además del establecimiento de la confianza básica en las relaciones entre los niños y sus cuidadores (Giddens, 1984, pp. 77-126), objetos y lugares son formas de an-clar la experiencia a referentes materiales constantes que otorgan seguridad. No obstante, la necesidad de tener una habitación propia de ninguna manera es algo que de-mande un niño de forma autónoma, ni una exigencia bio-lógica impuesta naturalmente a los padres. La dedicación de los padres de clases medias a inculcar esta necesidad en los hijos es tal, que la habitación de los hijos llega a ser, temporalmente, uno de los lugares más importantes de la vivienda, incluso por encima del cuarto de los adultos (Salazar, 2004). Este esfuerzo por inculcar la individuali-zación en los hijos hace parte del carácter de la infancia como una edad donde la identidad es otorgada, antes que construida de manera autónoma (Gil, 2001, pp. 53-76).

De la misma manera, la separación de las habitaciones de los hermanos, cuando la vivienda lo permite, es una nece-sidad convencional que hace posible reproducir y adaptar esquemas de comportamiento y configuración del espacio doméstico que son heredados o imitados. Tanto la separa-ción espacial de los hijos pequeños de sus padres como la separación de cuartos entre hijos varones e hijas mujeres son patrones culturales reproducidos en la familia. Cuan-do se trata de hermanos de distinto sexo, el componente de género refuerza aún más el proceso, gracias al asiento corporal de la intimidad y el avance cultural del pudor y los valores asociados a la feminidad y la masculinidad, que también están en proceso de incorporación.

La separación en el uso de la ropa, los objetos y la habi-tación no tendría éxito sin un proceso de significación de estas dimensiones materiales de la individualidad. Si te-ner objetos y lugares propios en la casa constituye anclas de seguridad, la preocupación por la dimensión estética permite incorporar el valor de la libertad individual jun-to con sus formas culturales y sociales específicas; es el principio de la estructuración de espacios propiamente dichos. Esta parte de la estructuración de las regiones individuales tiene mayor impulso en la juventud, cuando las decisiones sobre la ropa, los gustos y el lugar propio comienzan a tomarse autónomamente, e incluso en con-travía de los patrones estéticos familiares. Esta confron-tación de poderes era impensable en la familia patriarcal o era fuertemente reprimida. En las condiciones actuales, la búsqueda de un estilo individual se ha convertido en una práctica de exploración de la subjetividad, aunque también de confrontación entre distintas generaciones.

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Tener un cuarto propio hace posible una experimentación con el orden de los objetos y estimula la formación de cri-terios estéticos propios que van cambiando a lo largo de la juventud. Aunque el estilo de decoración inicialmente sea el que los padres deciden en la infancia de los hijos, en poco tiempo éste puede cambiar mucho más de lo que cambian otras partes de la vivienda. La obediencia y la desobediencia de los hijos y las tensiones de cambio y permanencia son ahora mediadas por diferencias de gus-tos. Una joven de 14 años asegura lo siguiente:

“El lugar más importante para mí es mi cuarto, pues ahí permanezco casi todo el tiempo; hago tareas, escucho música y me siento bien ahí porque tengo mis cosas y yo las ordeno. Tiene más o menos mi estilo. Yo puedo hacer lo que quie-ra con él, aunque entre comillas, porque mis papás no me dejan. Quiero cambiar la pintura pero no les gusta la idea [...]. Quiero rayos de pintura en una pared, en la otra quería negra y no me dejaron; para que uno pudiera escribir sería blanco y las colchas rojas o negras, pero no me dejaron; y cuadros de músicos que me gustan a mí: Charlie García, los Beatles, Beethoven y Bach, a cambio de esos angelitos, pero no les gusta mucho la idea”.

De esta manera, la propiedad de objetos y lugares, unida al estilo propio, configura la célula inicial de una región individual, que en la juventud suele circunscribirse a la habitación propia como sede principal, que concentra y condensa el sentido de las acciones que se realizan: allí se materializan los gustos, compartidos, copiados, creados junto con los amigos; la habitación es una región poste-rior frente a la puesta en escena social que demanda la vida familiar cuando ésta se abre a la familia extensa, por ejemplo, en las fiestas y celebraciones.8

Un hito importante en la regionalización del espacio indi-vidual es la salida de la casa de los padres. Si en la infan-cia y la adolescencia la regionalización individual sentaba sus bases en la conquista del lugar propio en la vivienda

8 Los conceptos de región anterior y región posterior son propues-tos originalmente por Goffman (1959) al plantear el problema de la interacción social entre personas en la vida cotidiana como una puesta en escena que podría estudiarse a partir de la metáfora del teatro. Las regiones anterior y posterior son interdependientes, por cuanto la existencia de la región anterior, donde los actores se “ponen en escena”, asemeja al escenario, donde se presenta la cara pública y donde se da la interacción, mientras que las regio-nes posteriores sustentan la existencia de las regiones anteriores, a la manera de la región que se encuentra “tras bambalinas”, don-de se soportan la escenografía y las motivaciones profundas de la acción social. Los conceptos son revisados por Giddens (1984) al plantear los conceptos de rutinización y regionalización, por cuanto permiten comprender el carácter dinámico de la estructu-ración social.

familiar, la decisión de abandonar la casa es vista como sinónimo de liberación. No obstante, no puede verse este momento como una ruptura radical con la familia; si bien cobra mayor valor la libertad que la seguridad, es gracias a una seguridad ontológica inculcada y reforzada desde la infancia. Los dilemas que implica esta decisión y su carácter a veces inexplicable para las personas se expre-san en la dificultad de definir el encanto intangible de la libertad, a pesar de las presiones y conflictos que genera en el individuo:

Yo no quisiera volver a la casa de mis padres, no tanto por las normas ni nada de eso, sino [porque] ya sé lo que es tener un sitio en donde nadie me pregunta para dónde me voy ni qué voy a hacer. Aunque el que era mi cuarto está disponible todavía en la casa de mis padres, fue por cuestiones de independencia que salí de la casa, y por eso mismo no regresaría.

REGIONES FAMILIARES: CERCANÍA, CONVENIENCIA Y NUEVAS RUTINAS

Gracias a los cambios sociodemográficos de las últimas décadas y a la democratización de la familia, las formas de la independencia espacial pueden ser mucho más varia-das que en la sociedad patriarcal, y cada vez más abiertas tanto a hombres como a mujeres: vivir solo(a), alquilar un apartamento con amigos, casarse. En este punto es posi-ble encontrar similitudes en los procesos de cambio de la familia en la mayoría del mundo occidental. No obstante, hay variantes locales del hito biográfico de la salida de la casa de los padres que nos diferencian.9 Mi argumento al respecto es que, para nuestro caso, la regionalización individual del espacio no es posible en el mediano plazo del ciclo de vida individual, sin su integración con una regionalización familiar que la sustente.

Comenzaré con la ilustración del tipo de dilemas cotidia-nos que debe enfrentar un matrimonio recién constituido. La decisión de salir de la casa de los padres no es tan sólo un cambio de residencia, sino una práctica que exige re-

9 Lo que denomino aquí hito biográfi co es trabajado por la pers-pectiva de la biografía comprensiva de Norman Denzin (1989) como epifanías, y por Gil (2001) como encrucijadas vitales. De acuerdo con Denzin, el estudio de estos eventos cruciales en la vida de las personas hace posible acceder al sentido que tiene el relato de la vida de los individuos, y así, comprenderlos desde su propia perspectiva. Hago aquí una extensión de esta idea a la comprensión de los vínculos entre biografía personal y espacio, referido a la vivienda; de este modo, la salida de la casa de los padres es un patrón o evento culturalmente relevante que marca las historias personales, su relación con otros relatos individuales y con el espacio doméstico.

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ordenar el mundo individual y colectivo. Para comprender este proceso, la indagación por el problema de la ropa su-cia ha sido utilizado por Kaufmann (1997) como entrada metodológica para comprender la manera como se resuel-ven en la práctica las luchas de poder implícitas en las parejas contemporáneas, en su esfuerzo por constituirse como matrimonio. Al respecto, señala que “la pareja ya no se forma como una o dos generaciones atrás, sino que la integración conyugal se ha convertido en un proceso lento y mucho más complejo”, debido al proceso de indi-vidualización de la sociedad. La relación con la ropa sucia sería entonces un indicador del “grado de conyugalidad alcanzado por la pareja” (1997, p. 195). En su estudio, de-talla las diversas maneras en que se acuerda la realización de las tareas domésticas, unas veces individualizando las responsabilidades, otras, colectivizándolas, pero siempre mediadas por prácticas y rutinas de intercambio.

En cuanto a la relación de la nueva familia con sus fami-lias de origen, la ropa sucia también permite ilustrar el precio de la independización espacial. Una pareja joven de recién casados, en una entrevista hablaba del lavado de la ropa y la familia. A pesar de que no tenían empleada doméstica ni lavadora, la mujer no quería llevar a lavar su ropa a la casa de sus padres, quienes vivían muy cerca y tenían lavadora. La mujer estaba ya con dolores por lavar la ropa a mano, tarea a la que no estaba acostumbrada en casa de sus padres. Habían explorado alternativas como las lavanderías comunales, pero en ocasiones habían teni-do que aceptar la ayuda ofrecida por los papás de ella. Para explicar su rechazo inicial a la ayuda, la mujer comentó que si había salido de la casa paterna no era para depender ahora de ellos en cosas como el lavado de la ropa, y resaltó la importancia de la independencia del matrimonio.

Este ejemplo ilustra el dilema de la libertad de la pareja en tiempos de individualización: la constitución de una nueva familia supone libertad respecto a la familia de origen, pero también implica asumir cargas y riesgos an-tes inexistentes. El valor ideal de la libertad sólo puede realizarse renunciando a una parte de la seguridad que representaba la familia de origen, en este caso, respecto al lavado de la ropa sucia. Lograr una plena autonomía de pareja supone un complejo proceso de adaptación no sólo entre los recién casados, sino también del matrimo-nio en relación con la familia extensa. En este proceso, la práctica de vivir cerca y buscar viviendas en barrios cer-canos o zonas de la ciudad ya conocidas cumple un papel fundamental para equilibrar seguridad y libertad. En el caso del ejemplo, el vivir cerca no está dado en función del lavado de la ropa, pero es un indicio de la lógica que siguen las personas para salir de la casa de los padres.

Es en este punto donde la forma local de regionalización del espacio urbano muestra diferencias con procesos de individualización más acentuados. Establecer sedes de actividades cercanas al barrio y las regiones conocidas desde la infancia y la juventud es un patrón cultural que orienta la escogencia de la nueva residencia. La vivienda de quienes se independizan suele establecerse cerca de la casa paterna o materna, lo que, si bien configura a su vez nuevas sendas de circulación en la ciudad, mantiene la movilidad cotidiana en el espacio dentro de parámetros relativamente similares a los aprendidos con los padres. Este tipo de ocupación y práctica de la vivienda y la ciu-dad constituye una forma de regionalización complemen-taria a la regionalización individual aprendida en la infan-cia: se trata de la regionalización familiar.

La regionalización familiar del espacio urbano puede verse en varios estudios sobre vivienda en Bogotá, que permiten señalarlo como un patrón cultural importante en nuestro medio. Uno de dichos estudios señala, desde una pers-pectiva demográfica, cómo las áreas de residencia de las familias en un municipio como Soacha son seguidas por las generaciones posteriores, lo que muestra la importan-cia de las relaciones familiares como factor decisivo en la escogencia de un lugar de residencia (Dureau y Delaunay, 2005). En el caso de las clases medias, este patrón resi-dencial se repite, y constituye una práctica colectiva que facilita la acumulación de un conocimiento colectivo del espacio urbano, el apoyo económico y práctico, y reconfi-gura las redes familiares. Esto ocurre de tal manera que las redes familiares se mantienen activas como estrategias de adaptación cultural, aunque alineadas con las lógicas de la individualización y la independencia espacial.

Revisemos un par de ejemplos del funcionamiento de las regiones familiares, para identificar los aspectos que las caracterizan. La primera característica de las regiones fa-miliares es que integran las regiones individuales, a la vez que permiten mantener separadas distintas sedes de resi-dencia y actividades entre los individuos. Su constitución depende de la historia residencial familiar, y de las repre-sentaciones y experiencias colectivas –familiares– de la ciudad y sus diferentes zonas. La práctica de vivir cerca de la familia es una manera de integración, y puede verse en el siguiente caso, de una mujer cabeza de hogar que en el momento de la investigación vivía en el norte de la ciudad junto con dos hijos jóvenes, estudiantes universitarios:

“Nosotros vivíamos en la calle 26 con 42, en frente de la Universidad Nacional, en un apartamento en un octavo piso. [...] Yo vivía en ese sitio porque mis padres vivían muy cerca; [dos cuadras más adentro, en frente de la Feria Exposición,

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en Quinta Paredes]. Cuando a mí me dieron el préstamo yo podía comprar un apartamento, entonces empecé a buscar, pero yo había vivido siempre a tres cuadras de mis papás. [...] Mi papá y mi mamá tenían ahí su casa, que era la casa donde habíamos vivido desde que yo tenía ocho años. Pero entonces en ese momento ya mi hermano se había casado, ya estaban ellos dos solos con mi hermana, que era chiquita. Y ellos dicen: “no, pues vamos también cerca para donde tú te vayas”. Ya ellos querían cambiar también, vivían hacía veinte y tantos años ahí y entonces empezamos a buscar. Este con-junto [de edificios donde vivo ahora] lo construyó el hermano de mi cuñada [...]. Habíamos buscado muchos sitios pero apareció esa coyuntura de que [él] era el constructor. [...] Entonces yo compré este apartamento y mi mamá compró el del edificio del frente, donde [actualmente] vive”.

La ubicación de las nuevas sedes residenciales puede ser muy cercana, como en este caso, o más distante y dis-persa, en el mismo barrio o en barrios contiguos.10 Como puede observarse en el ejemplo, la integración de la fa-milia en sus relaciones es tan importante que la decisión de una hija ya casada y con vivienda propia puede moti-var una decisión de movilidad residencial análoga en los demás miembros de la familia extensa. Aunque, en este caso, la decisión de la hija y su esposo motiva el cambio de residencia de los padres de ella, en otros casos ocurre al contrario, más acorde con el modelo de la familia pa-triarcal extensa.

La segunda característica de las regiones familiares es que funcionan de manera conveniente y convencional. Su sentido está relacionado con el apoyo económico y práctico en aspectos como el cuidado de los niños por parte de abuelos y tíos, las rutinas diarias y semanales de mantenimiento de la vivienda,11 y la existencia de referen-tes espacialmente situados de seguridad psicológica co-lectiva e individual. Una de las prácticas relacionadas con la conveniencia de las regiones familiares se ve en el caso

10 Un estudio posterior podría indagar por las maneras como se conforman estas sedes de residencia, las distancias y caracterís-ticas de la ocupación de las viviendas, y la infl uencia del gusto y las representaciones de ciertas partes de la ciudad como factores importantes en el proceso. La investigación permitió identifi car la importancia de los factores, pero no aportó información sufi -ciente para agotar una caracterización completa de los tipos de prácticas asociadas al proceso.

11 “Mantener el espacio” es una categoría bajo la que se agrupa-ron en el estudio actividades diversas como el aseo diario de la vivienda, la organización y reorganización del espacio, las remo-delaciones y modifi caciones en el orden de los muebles y objetos, etcétera. Denota el conjunto de prácticas que permiten lidiar con el desorden producido por las actividades cotidianas, y que a su vez se convierte en una actividad altamente valorada para mante-ner el orden y controlar el espacio doméstico (Salazar, 2004, pp. 62-79).

de la empleada doméstica, común a muchas familias de clases medias y altas de la ciudad. En una de las familias entrevistadas existía un contrato colectivo con una misma empleada del servicio, que trabaja en tres viviendas de la familia en días diferentes de la semana. La empleada trabajaba por días en la casa de los padres de familia –que viven ya solos en un apartamento–, en la del hijo mayor –casado y con una hija– y en la de la hija –que vive sola en un apartamento cercano al de sus padres–.

La conveniencia es extensiva a actividades cotidianas imponderables, como el préstamo de objetos, la ayuda mutua con los hijos y nietos, o el mantenimiento de los lazos afectivos. No obstante, su estructuración puede ser transitoria y bastante frágil, pues no depende de la exis-tencia de normas estandarizadas, sino de convenciones colectivas que se negocian entre individuos y entre fami-lias. Estas convenciones consolidan lo que algunas perso-nas denominan “tradiciones familiares”, que sólo pueden existir en la medida en que las prácticas se rutinizan y conectan con sedes de actividades y flujos de circulación –de información, de objetos, de dinero, de personas– a través de la regionalización. El carácter convencional de las prácticas familiares no podría estabilizarse si no se da la tercera característica: las relaciones con y en el espacio definido por la región familiar operan en torno a sedes principales y sedes secundarias que se conectan a través de los flujos de actividades.

Las sedes principales en las regiones familiares están de-terminadas por las viviendas, entre las que suele existir una en torno a la que se organizan las demás. Como vi-mos en el ejemplo del cambio de residencia, los padres siguieron a la hija mayor y su familia en el cambio de resi-dencia en los años 80. Actualmente, el patrón de regiona-lización se mantiene, aunque comienza a ser reconfigura-do por los hijos: uno de ellos se fue a vivir al centro de la ciudad, muy cerca de su lugar de trabajo y antigua sede de estudio, pero luego de unos años cambió de vivienda y se acercó a la vivienda de su madre. Esta movilidad, no obstante, se mantiene dentro de un eje constituido por la casa materna y el lugar de trabajo. Del mismo modo, las actividades de tiempo libre se estructuran en torno a las sedes de residencia, lo que refuerza aún más la cons-titución de la región familiar, gracias a la existencia de patrones de movilidad.

Finalmente, un ejemplo de la manera como se conectan las sedes a través de los flujos de información y activi-dad. Juliana, una mujer que trabaja en el centro de la ciudad, se encuentra en su oficina revisando el correo electrónico. Al mismo tiempo habla por teléfono con su

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mamá, que se encuentra en su casa, a un par de kilóme-tros de distancia, en el barrio Modelia. Hablan de las cosas triviales de las que todos hablamos, como definir lo que harán el fin de semana, o qué pedirle a Graciela, la empleada de servicio, que prepare para el almuerzo. Juliana vive sola en un apartamento propio ubicado a tres cuadras del de sus padres, y algunos días de la semana le dejan la comida lista en su apartamento para que cuan-do llegue de trabajar no tenga que cocinar. Me asombra su capacidad para revisar el correo electrónico al tiempo que conversa por algo más de quince minutos con su madre; no se “desconecta” ni de una ni de otra cosa, e incluso me hace señas para que no salga de su oficina y la espere para que podamos conversar.

De acuerdo con Giddens, la integración de los sistemas tecnológicos de comunicación electrónica en la sociedad moderna independizaron por primera vez en la historia humana los medios de transporte de los medios de co-municación. Esto hizo posible algo que en el pasado re-sultaba imposible: la interacción en condiciones de no copresencia. Hasta antes de la invención del telégrafo y la difusión del teléfono, comunicarse implicaba trasladarse, o que alguien llevara físicamente el mensaje por uno, por ejemplo, correo, periódico (Giddens, 1984, p. 101). No puede afirmarse que la aparición de estos medios elec-trónicos haya producido por sí misma los cambios en la configuración de las familias y las relaciones entre los individuos pero, sin duda, gracias a ellos, el proceso de individualización ha podido acentuarse a lo largo de la última mitad del siglo. Aunque la independencia espacial que genera la salida de la casa de los padres conlleva una ruptura con el grupo familiar, ya no implica aislamien-to. Hoy es posible mantener interacción y comunicación constantes, sin necesidad de copresencia ni de moviliza-ción entre sedes de actividades, tal como lo muestra el ejemplo de Juliana.

De lo anterior puede concluirse que las regiones familia-res actuales dependen, en gran medida, de dos procesos contrarios: la fragmentación en el uso del espacio urbano gracias a prácticas culturales como la independencia de individuos y familias, y la integración a través de lazos de comunicación que favorecen los medios electrónicos, y prácticas colectivas rutinizadas como las reuniones fa-miliares, las actividades de fines de semana o las cele-braciones periódicas. Estas rutinas permiten preservar la privacidad y la intimidad de los individuos, así como equi-librar y solucionar parcialmente la tensión entre libertad y seguridad que se expresa en el establecimiento del “es-pacio propio”, que otorga libertad respecto a la familia, y la definición de regiones familiares que dan seguridad al

preservar conocimientos, y relaciones con lugares cono-cidos donde son predecibles y relativamente controlables las consecuencias de las actividades cotidianas.

OBSERVACIONES FINALES

Los cambios de las últimas décadas en los usos y senti-dos de la vivienda urbana son reflejo de un proceso que ha sido señalado por varios autores respecto a la relación de los seres humanos con la ciudad: el lugar –la casa de familia– que representaba seguridad ha sido reemplaza-do por flujos y lazos cambiantes, por múltiples sedes que deben estar interconectadas. Por su parte, la libertad, an-tes pautada institucionalmente de manera excluyente por el orden patriarcal y restringida a los hombres cabeza de hogar, hoy es un derecho de todos, que genera competen-cias internas individuales dentro de la familia por el ac-ceso a los recursos que la hacen posible: tiempo, espacio, dinero, objetos, gustos propios. La región familiar parece ser una solución cultural a la tensión entre espacio de los individuos y espacio de las familias, en una sociedad que sigue valorando los ideales de la unión familiar. Puede afirmarse que la vieja casa de familia del orden señorial patriarcal ha sido reemplazada en la ciudad por la región familiar.

Lo anterior nos lleva a pensar que lo que hay es una dis-persión de la familia extensa, en lugar de una fragmenta-ción, y su desaparición absoluta como institución social aún podría estar en entredicho. Por lo menos en nuestro caso y momento histórico concreto, el correlato de la frag-mentación espacial de la ciudad no es la atomización de la sociedad en mundos individuales aislados, sino la dis-persión espacial de las redes familiares y sociales, que se constituyen en mecanismos de adaptación característicos de nuestros modos de vida urbanos. Esta dispersión es dependiente de una integración social ahora deslocaliza-da, que incluso depende de altos grados de interacción, y de una integración sistémica más fluida y menos “pesada” que la de las instituciones sociales de antaño, tan ancla-das al lugar y a la constitución de territorios.

Finalmente, el ejercicio de observar la relación de familias e individuos con el espacio en el mediano plazo del ciclo de vida muestra ser una entrada metodológica pertinente para comprender los modos de vida urbanos. La investi-gación urbana debe considerar el espacio como una varia-ble fundamental en la comprensión de lo humano, pero debe integrarla con el estudio de las redes de relaciones, la interacción y los cambios históricos. En este aspecto, las propuestas metodológicas de Lewis para estudiar las

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maneras de adaptación de las personas a la vida urbana siguen vigentes, y la mirada a la familia resulta ser rele-vante, incluso, para comprender nuestras formas locales de individualización. A pesar de la importancia de proce-sos como la mundialización de la cultura y la individuali-zación de la sociedad, persiste la familia, en cualquiera de sus múltiples configuraciones contemporáneas, como el eje fundamental “… del que se desprenden todas las ver-siones posibles sobre el individuo y la sociedad, sobre lo privado y lo público, sobre lo cotidiano y lo trascendente” (Henao, 2004, p. 87).

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POR ANDRÉS PÁEZ*

El problema de la demarcación en estética:una crítica del criterio de Danto

FECHA DE RECEPCIÓN: 15 DE MARZO DE 2006FECHA DE ACEPTACIÓN: 20 DE ABRIL DE 2006FECHA DE MODIFICACIÓN: 21 DE NOVIEMBRE DE 2007

* Profesor Asistente, Departamento de Filosofía, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Filósofo, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Magíster y Doctor en Filosofía, The City University of New York. Trabaja temas relacionados con lógica, epistemología y fi losofía de la ciencia. Publicó en el 2006 el libro Explanations in K. An Analysis of Explanation as a Belief Revision Operation (Oberhausen: Athena Verlag), y en el 2007, Introducción a la lógica moderna (Bogotá: Ediciones Uniandes).

RESUMEN

El desarrollo de las artes visuales durante el siglo XX desdibujó la frontera entre aquellos objetos y artefactos que llamamos obras de arte y aquellos que no son merecedores de ese título. Arthur Danto ha propuesto una teoría estética, a la luz de la cual sería posible volver a defi nir los límites del arte. En este ensayo examino dos de los aspectos más problemáticos de la teoría: la importancia exce-siva que Danto le otorga al concepto de mímesis y su concepción teleológica de la historia del arte. Si atenuamos el papel de estos dos elementos, la teoría pierde gran parte de su poder explicativo. En las últimas dos secciones del ensayo arguyo que el mundo del arte, al que Danto atribuye un papel central en el problema de la demarcación, debe él mismo ser considerado un subproducto de las condiciones que determinan la naturaleza del arte en general.

PALABRAS CLAVE:

Estética, Arthur Danto, mundo del arte, mimesis.

The Demarcation Problem in Aesthetics: a Critique of Danto’s CriterionABSTRACT

The development of the visual arts during the twentieth century blurred the boundaries between what is, and what is not, considered art. Arthur Danto proposed an aesthetic theory that would allow us to redefi ne the boundaries of art. In this article, I examine two of the most problematic aspects of Danto’s theory: the excessive weight he gives to the concept of mimesis, and his teleological conception of the history of art. If these two elements are attenuated, the theory loses most of its explanatory power. In the last two sections of the article, I argue that the artworld to which Danto gives a central role in the demarcation problem is only a by-product of the conditions that determine the nature of art in general.

KEY WORDS:

Aesthetics, Arthur Danto, artworld, mimesis.

O problema da demarcação em estética: uma crítica ao critério de DantoRESUMO

O desenvolvimento das artes visuais durante o século XX desfez a fronteira entre aqueles objetos e artefatos que chamamos obras de arte e aqueles que não são merecedores dessa denominação. Arthur Danto propôs uma teoria estética em torno da qual seria possível voltar a defi nir os limites da arte. Neste ensaio examino dois dos aspectos mais problemáticos da teoria: a importância ex-cessiva que Danto outorga ao conceito de mimese e sua concepção teleológica da história da arte. Se atenuarmos o papel destes dois elementos, a teoria perderá grande parte de seu poder explicativo. Nas últimas duas seções do ensaio argumento que o mundo da arte, ao qual Danto atribui um papel central no problema da demarcação, deve por si próprio ser considerado um subproduto das condições que determinam a natureza da arte em geral.

PALAVRAS CHAVE:

Estética, Arthur Danto, mundo da arte, mimese.

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El problema de la demarcación en estética: una crítica del criterio de DantoANDRÉS PÁEZ

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La búsqueda de un criterio de demarcación entre la ciencia y la metafísica es uno de los rasgos característicos de la obra de los positivistas lógicos de comienzos del siglo XX. Mientras los miembros del Círculo de Viena intenta-ban encontrar un criterio adecuado para separar las propo-siciones significativas de aquellas carentes de sentido, los cambios acelerados en las artes visuales generaron una bús-queda análoga en la estética. Una tras otra, las vanguardias traspasaban los límites de las concepciones tradicionales del arte, mientras los filósofos luchaban por mantenerse al día sugiriendo nuevos criterios de demarcación, para sepa-rar las obras de arte de aquellos objetos y artefactos que no eran merecedores de ese título. Los criterios que emergie-ron pueden ser divididos en dos clases: algunos filósofos y críticos sugirieron que una obra de arte se reconoce por al-gún elemento intrínseco, alguna propiedad perceptible que puede ser identificada en la obra de arte misma, tal como su capacidad de producir emociones o comunicar sentimien-tos; otros defendieron la idea según la cual las obras de arte adquieren su estatus basadas en una propiedad relacional no perceptible directamente en la obra, tal como su lugar en un contexto histórico o social específico.1

La teoría del mundo del arte propuesta por Arthur Danto es un ejemplo más reciente de esta última aproximación al problema de la demarcación. Según Danto, el curso de la historia de las artes visuales en el siglo XX fue determi-nado en gran medida por las teorías artísticas que no sólo crearon las condiciones apropiadas para el surgimiento de las Vanguardias, sino también, en muchos casos, el pa-norama conceptual necesario para delimitar las fronteras del arte. La gradual desaparición de la brecha entre los objetos cotidianos y los objetos convencionalmente cata-logados como obras de arte sólo puede ser explicada den-tro de un contexto cultural en el que las teorías artísticas determinan los criterios de demarcación. En resumen, lo que Danto afirma es que la clasificación de un objeto como obra de arte requiere de un mundo del arte: “Ver algo como arte requiere algo que el ojo no puede captar: una atmósfera de teoría artística, un conocimiento de la historia del arte: un mundo del arte” (1984, p. 478).

1 Una tercera opción era, por supuesto, el escepticismo. Al-gunos fi lósofos advirtieron que ningún criterio de demarca-ción iba a ser encontrado jamás, y defendieron en cambio la idea de que las obras de arte mostraban lo que Wittgens-tein (1953) llamó “aires de familia”, rasgos indefi nibles que logran agruparlas bajo una sola clase. Para una discusión de este punto, véase Tilghman, 1984.

En este ensayo arguyo que la teoría del mundo del arte sólo parece plausible debido a la importancia excesiva que Danto le da al concepto de mímesis en la explicación del surgimiento de las Vanguardias artísticas, y a su con-cepción teleológica de la historia del arte. Estos dos ele-mentos generan un panorama distorsionado de muchos de los episodios más interesantes de las artes visuales en el siglo XX. Por otra parte, intento mostrar que el mundo del arte, al que Danto atribuye un papel central en el pro-blema de la demarcación, debe él mismo ser considerado un subproducto de las condiciones que determinan la na-turaleza del arte en general. Tanto las artes visuales en el siglo XX como el mundo del arte que las acogió son efec-tos comunes de los mismos contextos económicos, políti-cos y culturales. El arte es primordialmente un elemento constitutivo del entramado social, y en esa medida, la ex-plicación de su historia y su naturaleza debe estar basada tanto en el contexto económico, político y cultural de las obras de arte como en su contenido plástico y simbólico; no sólo en teorías y convenciones artísticas que son ellas mismas dependientes de ese contexto más amplio.

El resto del ensayo está dividido en cuatro secciones. En las siguientes dos secciones presento las tesis principales de la teoría de Danto y expongo los problemas inherentes a los supuestos sobre los que está construida. En la tercera sección muestro cómo es posible debilitar la dependencia ontológica de las obras de arte producidas a principio del siglo XX con respecto al mundo del arte, buscando una explicación alternativa basada en un contexto sociocultu-ral más amplio. Finalmente, si el surgimiento del moder-nismo en las artes visuales puede ser explicado como el resultado de la interacción entre el contexto que rodeó su desarrollo y el contenido plástico de las obras de arte, la misma aproximación puede ser utilizada para explicar las manifestaciones contemporáneas del arte y, en particular, aquellas obras en las que la frontera entre lo artístico y lo cotidiano parece haber desaparecido por completo. Esta última es la tarea de la cuarta sección del ensayo.

LA TEORÍA DEL MUNDO DEL ARTE Y EL DILEMA DE EURÍPIDES

El término “mundo del arte” puede entenderse como un concepto primordialmente teórico, o como una palabra que denota una institución y unas prácticas sociales. George Dickie, quien fue el primero en proponer la teo-ría del mundo del arte, caracterizó vagamente el término como el conjunto compuesto de “artistas, productores, directores de museos, visitantes de museos, espectadores de obras de teatro, reporteros de periódicos, críticos de

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publicaciones de toda clase, historiadores del arte, teóri-cos del arte, filósofos del arte y otros” (1974, pp. 34-35), entre los cuales podríamos incluir a cualquiera que se vea a sí mismo como un miembro del mundo del arte. Este conjunto de personas es responsable, de acuerdo con Dickie, de informarnos qué objetos pueden ser conside-rados candidatos para ser evaluados artísticamente.

Danto, por su parte, ha optado por el primer sentido del término. Usa el concepto para referirse a nuestro conoci-miento de la historia del arte, y a las teorías y convenciones artísticas que sirven como atmósfera, en la que ciertos obje-tos obtienen el estatus de obras de arte. La forma concreta en que estas teorías y convenciones ejercen su influencia no cumple un papel importante en la teoría de Danto.

La diferencia entre los dos autores no se limita a su forma de entender el término mundo del arte. El propósito que persiguen al introducir el término también es diferente. Tanto Dickie como Danto pretenden encontrar una pro-piedad no perceptible de las obras de arte, un elemento relacional definitorio que sirva como solución del proble-ma de la demarcación en estética. Sin embargo, Danto tiene un objetivo ulterior. Su propósito principal es defen-der una novedosa interpretación del curso de la historia del arte. Según Danto, la historia del arte puede ser en-tendida como un proceso cuya conclusión necesaria es la transformación del arte en filosofía: “Al transformarse en filosofía, se podría decir que el arte ha llegado a un cierto fin natural” (1987, p. 209).

Según Danto, la historia del arte puede ser leída como una progresiva toma de conciencia de la naturaleza del arte. Durante el siglo XX, este proceso fue acelerado por diversos factores hasta finalmente obtener su meta: el arte logró adquirir una autoconciencia abstracta del tipo que la filosofía supuestamente debe tener. Tal lectura de la historia del arte es posible sólo si se asume una estructura continua subyacente a cada paso, una lógica interna que determine la dirección del desarrollo de las expresiones ar-tísticas, una necesidad histórica. El modelo de explicación de Danto es, por supuesto, Hegel y el modelo hegeliano de la historia. Su apropiación de Hegel transforma la his-toria del arte en un movimiento constante entre un estado de conciencia y otro, una cadena de diferentes momentos de creciente autoconciencia hasta que el arte mismo llega a entender su propia naturaleza. La consecuencia de esta autoconciencia es la libertad, una liberación de las leyes del progreso que han guiado todo el proceso.

El advenimiento del postimpresionismo fue, para Danto, uno de los dos factores principales que dieron impulso

al progreso del arte hacia una autoconciencia (otro fac-tor fundamental fue la invención de la cinematografía). Como primer reto verdadero a la teoría mimética, el postimpresionismo es análogo a ciertos episodios en la historia de la ciencia que produjeron una revolución con-ceptual en nuestra comprensión del mundo; representó una clase de arte que era inaceptable o defectuoso para los estándares de la teoría mimética, y que requería una nueva interpretación teórica. Esta nueva interpretación es expuesta por Danto como sigue:

Los artistas en cuestión debían ser entendidos no como imitadores sin éxito de formas reales, sino como crea-dores exitosos de formas nuevas, tan reales como las formas que se consideraba que el arte anterior, en sus mejores ejemplos, estaba imitando admirablemente. […] En efecto, uno podría casi interpretar los cru-dos dibujos de Van Gogh y Cézanne, la dislocación de la forma del contorno en Rouault y Dufy, y el uso arbitrario de planos de color en Gaugin y los fauves, como maneras diversas de llamar la atención hacia el hecho de que no eran imitaciones, específicamente concebidas para no engañar (1984, pp. 472-473).

Para poder analizar la teoría de Danto es necesario enten-der el sentido en el que usa el concepto de mímesis. En The Transfiguration of the Commonplace, Danto define los principales aspectos del arte mimético:

Considero que la invisibilidad lógica del medio es el principal aspecto de la teoría de la imitación. El imitador exitoso no solamente reproduce el motivo; anula el medio en el que la reproducción ocurre. Y ésta es una condición necesaria para la posibilidad de la ilusión deseada: que uno esté en presencia de la realidad cuando, de hecho, uno está en presencia de un eidolon, de una mujer, si uno es Pigmalión, o de unas uvas, si uno es un pájaro (1981, p. 151).

El propósito de Danto es mostrar que la característica principal, y el problema fundamental de la teoría de la imitación, es la reducción de la obra de arte a su con-tenido. Si el medio desaparece, sólo queda aquello que está siendo representado, y cualquier reacción que la au-diencia tenga frente a la obra debe ser, ipso facto, una respuesta al contenido de la misma. De esa manera, los criterios usados por la teoría de la imitación para juzgar una obra de arte como “bella” o “de buen gusto” terminan siendo aplicados al objeto que la obra de arte está imitan-do. En este punto, la teoría de la imitación se enfrenta a lo que Danto llama el dilema de Eurípides: “Una vez se ha completado el programa mimético, se ha producido algo

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tan parecido a lo que se encuentra en la realidad que, siendo igual a la realidad, surge la pregunta acerca de qué lo hace arte” (1981, p. 29). La teoría de la imitación debe entonces encontrar una manera de diferenciar la obra de arte de la realidad; debe encontrar un conjunto de con-venciones que garanticen que todo aquello que siga esas convenciones sea considerado una obra de arte.

Paradójicamente, estas convenciones deben ser caracte-rísticas no miméticas, como marcos, vitrinas o escenarios, que informen a la audiencia que no ha de responder al objeto como si fuera una cosa real:

Es precisamente la confianza en que las convencio-nes son entendidas lo que permite al artista mimético llevar la mímesis hasta un punto extremo, hacer que lo que aparezca entre el marco relevante sea tan pare-cido como pueda a lo que se encuentra en la realidad. Y su mayor problema puede ser descrito así: hacer que lo que está enmarcado sea lo suficientemente parecido a la realidad para que se garantice la iden-tificación espontánea de lo que está siendo imitado; los marcos mismos garantizan que nadie va a tomar al resultado por la realidad misma (1981, pp. 23-24).

Entonces es sólo en virtud de estas convenciones, según Danto, que el arte mimético puede implementar su proyec-to. Sin ellas, el ámbito del arte es tan vacuo como un espejo, y sus imágenes están desprovistas de la clase de realidad que las obras de arte deben poseer para ser objeto de juicios estéticos. Danto concluye que las convenciones son la so-lución del problema de la demarcación en el caso del arte mimético, y la adecuación mimética es el criterio con base en el cual la obra de arte así definida puede ser juzgada.

Danto, entonces, traslada su argumento al extremo opues-to del espectro, al punto en la historia del arte en el cual las obras de arte y la realidad han colapsado en un mismo objeto, como en el caso de las Brillo Boxes de Andy War-hol. La obra consiste en dos grupos de cajas de cartón que sirven de empaque para las esponjillas de cocina Bri-llo. El primer grupo de cajas fue producido por el artista, mientras que el otro, idéntico en todos sus aspectos, es un producto industrial que se encuentra en las bodegas de cualquier supermercado en Estados Unidos. El dilema de Eurípides reaparece exactamente de la misma manera: el objeto producido es tan parecido al que se encuentra en la realidad que, siendo igual a él, surge la pregunta acerca de qué lo hace arte.

El esfuerzo principal de Danto en The Transfiguration of the Commonplace reside en mostrar cómo el dilema de

Eurípides será siempre inevitable, a menos que abando-nemos el proyecto de definir el arte en términos de las ca-racterísticas perceptibles de la obra de arte. Como vimos anteriormente, Danto considera que tal definición sólo puede ser alcanzada con una aproximación basada en las propiedades no perceptibles de los objetos, en la manera en que nuestro conocimiento de la historia del arte, junto con nuestras interpretaciones teóricas y las convenciones artísticas de un momento dado, validan su estatus como obras de arte.

En la siguiente sección mostraré que el dilema de Eurí-pides es un falso dilema que surge de una visión empo-brecida del arte mimético. La disolución del dilema tiene consecuencias directas para la concepción teleológica de la historia del arte porque ambas hipótesis son mutua-mente dependientes.

EL CONCEPTO DE MÍMESIS

El primer punto que debe ser examinado en el argumen-to de Danto es su caracterización del arte mimético. Su aspecto más problemático es que parece implicar que la imitación es un concepto neutral. La mímesis es conce-bida como una representación de la realidad, sin la in-tención de introducir transformación alguna en ella, y la representación, a su vez, es entendida como “algo que ocupa el lugar de otra cosa, así como los representantes al Congreso ocupan nuestro lugar” (Danto, 1981, p. 19). Pero la imitación nunca es un concepto neutral, y no hay obras de arte que puedan ser neutrales con respecto al objeto que pretenden imitar. Con algunas excepciones, casi todas las obras de arte que consideramos ejemplos de buen arte figurativo deben su maestría al hecho de que han transformado la realidad de manera tal que las pre-ocupaciones plásticas, religiosas, morales o políticas del artista se ven reflejadas en la obra. Podría decirse con Pa-nofsky, e incluso con Hegel, que el arte de un momento dado refleja las formas simbólicas, el espíritu de la cultura dentro de la cual y para la cual fue producido. Y es pre-cisamente el hecho de que podemos reconocerlas como expresión del Zeitgeist lo que las hace interesantes para el historiador del arte.

Podemos modificar el concepto de mímesis para incorpo-rar su sesgo inherente, y caracterizarlo como la relación entre una obra de arte y la realidad en la que los elemen-tos plásticos, formales y simbólicos de la primera tienen una conexión inmediatamente identificable con algún as-pecto u otro de la segunda. Al intentar crear esta relación, el artista mimético debe enfrentar una serie de decisiones

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antes de aproximarse a la realidad, entre las cuales pode-mos mencionar el tema, la técnica, los personajes, el me-dio que desea utilizar, los efectos que desea producir en la audiencia y los elementos gráficos que va a emplear para expresar sus intereses personales. Pero el artista no es en-teramente libre en sus decisiones, pues es parte de una cultura y de un sistema social que determinan su lenguaje y su papel en esa sociedad. En ese sentido, sus represen-taciones no son de una realidad abstracta, permanente e inmutable; son uno de los signos externos de la manera en que el artista entiende su cultura y de la forma en que la sociedad se entiende a sí misma.

Si tomamos el concepto de mímesis de este modo impu-ro, los problemas de demarcación que Danto encontró en el caso del arte mimético desaparecen, pues el caso ideal en el que la obra de arte es reducida a su contenido no parece ser posible. Una obra de arte mimética no necesi-ta un marco ni una vitrina para obtener su estatus como obra de arte, pues nunca será la imagen que, como un es-pejo, genera ilusión y ambigüedad. Su estatus como obra de arte está garantizado por las propiedades expuestas, que en sí mismas implican un contenido más rico que la realidad que pretenden representar, y es la posibilidad de identificar este contenido más rico lo que explica el valor que les damos. Volveré a este punto al final del ensayo.

Este concepto impuro de mímesis también debilita el rígido contraste entre imitación y no imitación, y por ende, la tesis de Danto de que el postimpresionismo representa el pri-mer reto verdadero a la teoría mimética y el impulso inicial hacia la autoconciencia del arte. Las justificaciones histó-ricas y conceptuales que ofrece Danto para defender esta tesis son bastante oscuras y dejan muchas preguntas sin responder. Por ejemplo, si la atmósfera artística que rodea-ba este movimiento pictórico fue el comienzo de una nueva manera de entender el arte, ¿cuáles fueron las causas de este cambio en la atmósfera teórica de comienzos del siglo XX? ¿Fue este cambio simplemente el resultado de un mo-mento espontáneo de autorreflexión? ¿No se podría afirmar que fue la consecuencia natural del desarrollo de la teoría de la imitación ante el surgimiento de nuevas tecnologías? Tampoco queda muy claro cuáles fueron las consecuencias inmediatas del rechazo de la teoría de la imitación y cómo las sucesivas vanguardias artísticas se aproximaron gradual-mente al momento de autoconciencia en el que supuesta-mente se encuentra el arte en la actualidad.

A mi modo de ver, el postimpresionismo sólo puede ser considerado un momento revolucionario en la historia del arte en el mismo sentido en que el Renacimiento o el Romanticismo fueron revolucionarios, a saber, como

momentos que expresan los cambios que una sociedad está viviendo y las tensiones producidas por la crisis de viejas estructuras que son reemplazadas por nuevas for-mas de pensar. El postimpresionismo no fue el final de la teoría de la imitación. Fue sólo una de las primeras ma-nifestaciones de que la cultura occidental sufría un pro-ceso acelerado de transformación en todos los sentidos imaginables. La teoría de la imitación no desapareció de la forma mágica descrita por Danto, pues las principales preocupaciones de los fauves, de los expresionistas ale-manes, de los futuristas italianos y de los cubistas están relacionadas con el problema de la representación de esa nueva realidad, como veremos en la siguiente sección.

UNA BREVE DIGRESIÓN HISTÓRICA

Quiero introducir el siguiente interludio histórico con un propósito muy definido: si puedo establecer (al me-nos esquemáticamente) que la transformación del arte a principios de siglo XX se debió a una situación coyuntural que incluía todos los aspectos del momento social, polí-tico y cultural, y si puedo mostrar que factores análogos siguen actuando y determinando el arte del presente, la concepción del arte como una aproximación gradual a la filosofía pierde su atractivo. Más aún, si puedo debilitar la dependencia ontológica de las obras de arte producidas a principio de siglo con respecto al mundo del arte, se debilitará igualmente la solución de Danto del problema de la demarcación. Sólo examinaré tres de los muchos determinantes que moldearon el arte del siglo pasado, pues aunque una explicación completa del modernismo requiere un análisis más complejo, estos tres determinan-tes serán suficientes para el propósito de este ensayo. Mi análisis estará basado en un diagnóstico similar hecho con un propósito distinto por Perry Anderson en Moder-nity and Revolution (1988).

Anderson ha descrito el contexto que dio origen al moder-nismo como un campo de fuerzas culturales triangulado por tres coordenadas:

La primera [es] la codificación de un academicismo alta-mente formalizado en las artes visuales, entre otras, el cual fue institucionalizado dentro de los regímenes ofi-ciales de estados y sociedades todavía masivamente per-meados, a menudo dominados, por clases aristócratas o terratenientes, que sin duda habían sido “superadas” en algún sentido, pero que en otro todavía establecían el tono político y cultural de país en país en la Europa anterior a la Primera Guerra Mundial [...] La segunda coordenada es, entonces, un complemento lógico de la

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segunda: la aún incipiente y, por tanto, esencialmente novedosa emergencia dentro de estas sociedades de las tecnologías o invenciones más importantes de la Segunda Revolución Industrial, esto es, el teléfono, el radio, el automóvil, las aeronaves, etc. […] La tercera coordenada de la coyuntura modernista, argumen-taría yo, es la proximidad sugestiva de la revolución social. El grado de esperanza o recelo que despierta la perspectiva de tal revolución varía ampliamente, pero estuvo “en el aire” en la mayor parte de Europa durante la Belle Époque misma (1988, pp. 324-325).

Si hay un momento en la historia del arte que se acerca mucho a la descripción de Danto del arte mimético, es el academicismo de la segunda mitad del siglo XIX. Las ra-zones son múltiples, pero entre ellas está el hecho de que este período corresponde a uno de los momentos más reac-cionarios en la historia después de la Revolución Francesa (Mayer, 1982). Las clases aristócratas habían abandonado, tras las revoluciones de 1848, la oposición a la nobleza, y la habían reemplazado por una lucha para diferenciarse del creciente proletariado. La adopción de estándares miméti-cos muy altos y el rechazo de formas anteriores de sensibi-lidad burguesa fueron algunas de las maneras en que estas clases pretendieron establecer sus propios estándares ar-tísticos, de los cuales Ingres es el clásico ejemplo. Y es pre-cisamente la reacción en contra de este fenómeno cultural la que constituye el primer determinante del modernis-mo, como señala Anderson: “Sin el adversario común del academicismo oficial, el amplio rango de nuevas prácticas estéticas tiene poca o ninguna unidad: su tensión con los cánones establecidos o consagrados es constitutiva de su definición como tales” (1988, p. 325).

Sin embargo, un rechazo de un academicismo altamente establecido no es per se un rechazo del arte mimético. Los estándares estéticos que prevalecieron en la segunda mitad del siglo XIX fueron tan sólo una de las manifes-taciones del arte mimético, pero no podemos identificar –como lo hace Danto– este momento de la historia del arte como prototípica del proyecto mimético. El rechazo del academicismo fue una reacción estética en contra de una codificación severamente restrictiva de la representa-ción de la realidad; era una búsqueda de nuevas maneras de interpretar el concepto de mímesis, y no, al menos en sus fases iniciales, el “cambio de paradigma” que Danto cree que ocurrió. Incluso el desarrollo de la obra de los artistas más representativos de la abstracción modernista –Kandinsky, Malevich y Mondrian– puede ser visto, al mismo tiempo, como la consecuencia natural del rechazo del academicismo, y como el resultado de sus reflexiones acerca del problema de la representación (considérese,

por ejemplo, la evolución de las Composiciones de Kan-dinsky o el análisis geométrico de la estructura de los ár-boles, de Mondrian).

El rechazo del academicismo fue también una declara-ción política en contra del gusto de una clase aristócrata que encontraría su debacle en la Primera Guerra Mun-dial. Un futuro político incierto para Europa en un mo-mento en el que los movimientos proletarios empezaban a desempeñar un papel importante en la estructura de la sociedad produjo un cambio en la manera en que los artistas entendían su propia posición dentro del sistema cultural. El lugar del artista en la sociedad era continua-mente cuestionado y cada vanguardia buscaba establecer su propia posición en este panorama dinámico. Sin em-bargo, este elemento político no puede ser generalizado de la manera en que Anderson lo hace en el artículo men-cionado. Ciertamente, fue parte de los factores implica-dos en el surgimiento del futurismo, el expresionismo, el constructivismo y el surrealismo, pero su presencia es más difícil de trazar en los tempranos fauves, o en la pintura postimpresionista. No obstante, estuvo innegablemente, como dice Anderson, “en el aire”, incluso durante los úl-timos años del siglo XIX.

Finalmente, la influencia de la segunda de las coordena-das de Anderson, sin duda, puede ser generalizada a todo movimiento artístico de principios del siglo XX. La alegre representación de Dufy de una nueva, colorida y dinámi-ca París; la fascinación de Joseph Stella con el puente de Brooklyn y los rascacielos del bajo Manhattan; la atrac-ción de los constructivistas rusos y los futuristas italianos por las máquinas y la velocidad: los artistas celebraron la llegada de esta nueva edad de las máquinas, que fue el síntoma más directo y abrumador de los cambios que ocurrían en todos los demás sectores de la sociedad.

A estas tres coordenadas deberíamos añadir otras innu-merables influencias que moldearon el carácter de cada movimiento artístico, pero ellas son lo suficientemente claras para mostrar que los cambios producidos en las artes a principio de siglo no fueron el resultado de una reflexión independiente dentro de las artes, o el resultado natural de un rechazo radical a la teoría de la imitación dentro de un abstracto mundo del arte. Se ha dicho con frecuencia que el cubismo o el surrealismo no podrían haber aparecido en un momento diferente de la historia del arte, y aunque la afirmación es sin duda correcta, una de las razones erróneas que se han dado en su defensa puede ser ejemplificada en una de las frases favoritas de Danto: “El mundo del arte no estaba preparado”. Pero, ¿qué quiere decir la afirmación de que un cierto panorama

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artístico era requerido para aceptar la relevancia de estas nuevas formas de expresión? Anthony Savile, en su libro The Test of Time, ha indicado algunos de los componen-tes históricos del arte cuya importancia estoy tratando de enfatizar. En su discusión sobre la relevancia de un cono-cimiento histórico amplio para la apreciación de las obras de arte producidas en el pasado, dice:

Debemos entender que el artista empleó un sistema de comunicación que estaba disponible para sus con-temporáneos. ¿Pues cuáles son las alternativas? Obvia-mente, no debemos interpretar al artista utilizando un sistema que le atribuye conocimiento de modos futuros de procedimiento, pues él no podía conocer lo que éstos pudieran ser y, por lo tanto, no podía espe-rar expresar ninguna intención determinada por medio de su uso. Por otro lado, no podemos asumir que usó algún sistema pasado y difunto en su momento, pues no podía estar seguro de que sus contemporá-neos, la única audiencia para la que podía estar tra-bajando conscientemente, no interpretarían ese sis-tema desde su propia perspectiva, en lugar de hacerlo desde la perspectiva a partir de la cual los contempo-ráneos de ese sistema lo habrían hecho (1982, p. 64).

El sistema de comunicación usado por una sociedad en un momento dado es el resultado de las condiciones ge-nerales que determinan la naturaleza de toda institución cultural dentro de esa sociedad, incluidas las expresiones artísticas y el mundo del arte mismo. En ese sentido, de-cir que el mundo del arte no estaba preparado para el cubismo es lo mismo que afirmar que las condiciones his-tóricas necesarias para su desarrollo no se habían alcan-zado todavía. Las tres coordenadas de Anderson son una explicación parcial de estas condiciones, pero el papel del crítico es definirlas de una manera más precisa.

Adicionalmente, este pasaje también hace referencia in-directa a otro de los puntos principales que he querido defender en este ensayo, a saber, que la producción de cualquier obra de arte, mimética o no mimética, implica un cierto grado de autoconciencia con respecto a los me-dios de comunicación empleados, y una reflexión sobre el contexto social en el que la obra de arte cobrará vida. En otras palabras, implica una conciencia de la dependen-cia mutua entre los aspectos perceptibles de la obra de arte y sus propiedades no perceptibles. En esa medida, la afirmación de Danto según la cual la historia del arte en el siglo XX fue la historia de una progresiva toma de conciencia de la naturaleza del arte le atribuye a un perío-do específico del arte una característica que es verdadera para el arte en general. Los aspectos distintivos del arte

en el siglo XX están conectados con condiciones históri-cas concretas, de la misma manera en que las expresiones artísticas de cualquier momento dado están incrustadas en sus propios contextos, no dependen de una reflexión independiente dentro del ámbito del arte.

UNA EXPLICACIÓN ALTERNATIVA

Mi última tarea en este ensayo será encontrar una expli-cación histórica –análoga a la del surgimiento del moder-nismo– para aquellos casos que Danto considera como evidencia absolutamente clara para adoptar la teoría del mundo del arte, a saber, las obras de arte no miméticas y, especialmente, aquellas –como las Brillo Boxes de War-hol o el orinal de Duchamp– en las que no se pueda dar cuenta de la diferencia entre el objeto real y la obra de arte, con base en sus propiedades perceptibles. Como en el caso del modernismo, debemos primero examinar las condiciones históricas concretas que rodearon el abando-no de la representación, y nuevamente, las coordenadas de Anderson nos son útiles.

La oposición al academicismo, la primera de las coorde-nadas de Anderson, perdió gradualmente su importancia durante los años precedentes a la Segunda Guerra Mun-dial, y desapareció definitivamente en el arte de la pos-guerra. Esto se debió no sólo al hecho de que las nuevas maneras de aproximación al concepto de representación habían abierto espacio para exploraciones plásticas y sim-bólicas novedosas y más arriesgadas, sino también a una distribución diferente del poder económico. Después de la Primera Guerra Mundial, nuevos sectores de la sociedad adquirieron un poder económico creciente, y así como sus predecesores de finales del siglo XIX, éstos buscaron en las vanguardias una expresión cultural que los atara al veloz tren de la modernidad y que expresara su rechazo a un sis-tema económico difunto. Es claro que sin el apoyo de una clase media intelectual que rechazaba la miopía de una sociedad claramente descrita por Proust y Musil en sus novelas, las vanguardias no habrían alcanzado la libertad para continuar su búsqueda de posibilidades no exploradas dentro de las artes, incluido el abandono de la represen-tación. Paradójicamente, este mismo contexto económico también determinó desarrollos posteriores en el arte, en los que los artistas se volvieron en contra de la mano que inicialmente les dio de comer, criticando la sensibilidad y el mundo creado por este nuevo orden económico. Las Brillo Boxes de Warhol pueden ser vistas como parte de esta nueva reflexión crítica, en la que la academia ha sido reemplazada por una cultura de masas que reproduce la estandarización del gusto de estas clases.

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De la misma manera en que las condiciones económicas cambiantes eliminaron el academicismo como el enemi-go natural de las vanguardias, estas condiciones también contribuyeron a eliminar las utopías políticas que habían tenido un papel tan poderoso en moldear el carácter del arte a comienzos del siglo XX. Anderson describe el nuevo panorama político en los siguientes términos:

Después de 1945, el viejo orden semiaristocrático o agrario y sus prerrogativas fueron acabadas, en todos los países [de Europa occidental]. La democracia bur-guesa fue finalmente universalizada. Con eso, algu-nas conexiones con el pasado precapitalista fueron eliminadas. Al mismo tiempo, el fordismo llegó con fuerza. La producción y consumo en masa transfor-maron las economías europeas occidentales, siguiendo los lineamientos norteamericanos. No podía seguir habiendo la más mínima duda sobre qué clase de sociedad iba a ser consolidada por esta tecnología: una civilización capitalista, opresivamente estable, monolíticamente industrial, había sido establecida. [...] Finalmente, la imagen o esperanza de revolución se esfumó en Occidente. El comienzo de la Guerra Fría y la sovietización de Europa oriental cancela-ron cualquier prospecto realista de un derrocamiento socialista del capitalismo avanzado durante un período histórico completo (Anderson, 1988, pp. 327-328).

Aunque el arte político como tal no desapareció, el pa-pel crítico del arte ya no fue guiado por un programa po-lítico definido. La perspectiva de una revolución social había sido reemplazada, en palabras de Hal Foster, por “una revuelta de las mujeres frente a un patriarcado per-sistente, de las minorías frente al racismo omnipresen-te, de la naturaleza frente a la dominación implacable” (1985, p. 152).

Finalmente, la transformación de la última de las coorde-nadas de Anderson –la emergencia de las tecnologías de la Segunda Revolución Industrial– puede ser considerada como uno de los más importantes determinantes de la naturaleza del arte contemporáneo. La implantación de industrias de consumo masivo basadas en las tecnologías que asombraron a las tempranas vanguardias; el uso caó-tico y destructivo que se les dio a estas tecnologías, y la implantación de una industria de la cultura que sacó ven-taja de ellas para imponer nuevas simbologías e iconogra-fías basadas en parámetros comerciales, produjeron un cambio radical en la relación entre el artista y su propio momento histórico. Muchos artistas han pasado de un estado de inmersión total en el mundo real a un rechazo del mismo, al adoptar lenguajes privados que han roto la

relación entre el artista y el público, o a una aproximación crítica a las fuentes desde las cuales se produce esta ima-gen distorsionada del mundo.

La explicación que he ofrecido aquí es extremadamente esquemática, pero mi intención no era llevar a cabo un análisis exhaustivo de los orígenes del arte no mimético. En lugar de eso, mi intención era mostrar que, incluso en el nivel más superficial, es claro que una explicación de la naturaleza y de la historia del arte basada en una categoría abstracta como “autoconciencia creciente” deja de lado los elementos que, en últimas, definen y determinan la historia del arte. Parodiando la famosa aserción de Danto, podríamos decir que ver algo como arte requiere algo que el ojo no puede detectar: un conocimiento del contex-to histórico de la obra de arte, pero también requiere un cierto grado de sensibilidad para ver en las propiedades perceptibles de la obra la interpretación de ese contexto.

¿Resuelve esta explicación el problema de la demarca-ción en los ejemplos más extremos mencionados por Danto? ¿Es ésta una explicación suficiente de por qué una cama, una cama común y corriente, colgada de la pa-red de una galería, es considerada arte? ¿Explica esto por qué las cajas de Brillo en un supermercado no son arte? Ciertamente, lo hace. Como lo mencioné anteriormente, las cajas de Brillo simbolizan un aspecto de la sociedad de posguerra en Estados Unidos, y el éxito de las Brillo Boxes de Warhol como obra de arte yace, precisamente, en el hecho de que cualquiera puede reconocer las cajas –recordemos la afirmación de Savile acerca del uso de un sistema de comunicación disponible a nuestros contem-poráneos– e identificar la intención irónica implicada en el hecho de que estén exhibidas en una galería.

No tenemos que preocuparnos por tener que mencionar la palabra “galería”. Por un lado, una galería es un espacio público al que le ha sido asignada una función social en nuestra sociedad específica, de la misma manera en que a un supermercado le ha sido asignada una función so-cial diferente. Vamos a una galería a ver y a comprar arte, pero eso no implica que todo lo que vemos o compramos es arte (una cama en una galería puede aún ser sólo una cama en una galería). Por otro lado, un conjunto dado de personas –digamos, el mundo del arte de Dickie– puede considerar arte a distintas clases de objetos en diferentes momentos, pero no siempre seguirán los mismos criterios o los mismos intereses: algunas veces se enfocarán en la relevancia histórica de los objetos, en su potencial para escandalizar, y otras veces, simplemente, seguirán inte-reses económicos, como en el caso del neoexpresionismo de la década de 1980. El punto importante para tener en

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cuenta es que nuestra apreciación del objeto como obra de arte depende de una compleja evaluación, semejante a la que he esquematizado para el caso del modernismo. Algunas veces, nuestros juicios nos llevarán a concluir que un objeto que era considerado una obra de arte en un momento dado resultó ser sólo de interés sociológico, como parte de la historia de una sociedad determinada, pero carente de valor artístico, al ser comparado con el arte de su tiempo. Estos juicios, claro está, nunca serán definitivos, como lo demuestra la constante revaluación de artistas del pasado, pero mientras nuestros juicios es-tén basados en el mundo real que dio origen a las obras, y no en el mundo del arte del momento, podremos estar seguros en un alto grado de que nuestra comprensión de la historia del arte no será una construcción fantasiosa o una interpretación sesgada hecha para acomodar los he-chos a las hipótesis filosóficas favoritas de un autor.

CONCLUSIONES

La teoría del mundo del arte propuesta por Danto tiene la virtud de tener en cuenta un elemento que a menudo ha sido ignorado no sólo por el intuicionismo de Croce (1962) o por el emocionalismo de Tolstoy (1996), sino también por explicaciones más recientes basadas en el concepto de aires de familia de Wittgenstein (Tilghman, 1984). Este elemento puede ser descrito como el conjunto de factores sociológicos y conceptuales que determinan la naturaleza de las obras de arte en general, esto es, todas las caracte-rísticas no perceptibles asociadas con una obra de arte. La teoría del mundo del arte considera acertadamente que un estudio de las obras de arte en sí mismas no puede llevarnos a encontrar un criterio que pueda ser conside-rado como la solución del problema de la demarcación. Pero esta virtud puede fácilmente convertirse en vicio: la teoría del mundo del arte, al menos en su forma más sim-ple y radical, dice que es sólo en virtud de estas propieda-des no perceptibles que un objeto puede ser catalogado como arte, ignorando los atributos simbólicos y formales del objeto. Como he intentado mostrar en este ensayo, el problema de la demarcación sólo puede ser resuelto si situamos la obra de arte, con todos sus aspectos formales y simbólicos, dentro del contexto de sus propiedades no perceptibles, y analizamos la relación entre la forma visi-ble y el contexto económico, político y cultural.

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El problema de la demarcación en estética: una crítica del criterio de DantoANDRÉS PÁEZ

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* Investigadora y editora gastronómica.** Candidato a doctorado en Geografía, Universidad de California, Berkeley, EE.UU.

Juliana Duque*Shawn Van Ausdal**

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Ante una invitación a un almuerzo de ajia-co, la gran mayoría de colombianos esperaría una “sopa espesa hecha con diversas clases de papas, pollo, maíz tierno y aromatizada con hojas de guasca” (Real Acade-mia Española, 2001). Algunos harían hincapié en la ne-cesidad de incluir papas criollas, que se deshacen en la cocción, para dar sabor y color al caldo. Otros argüirían que sin la adición de la crema de leche, que enriquece esta espesa preparación dándole una textura más suave, y sin el contraste que ofrece la acidez de las alcaparras, el plato resultante no merecería el nombre de ajiaco. Sin embargo, establecer en qué consiste el ajiaco no parece generar disputas apasionadas.

Pero, ¿es este plato el ajiaco colombiano o solamente una variedad que ha eclipsado a las demás? Quisimos utili-zar la sección “Documento” para explorar esta pregunta. Mediante la compilación de una serie de comentarios y recetas de diferentes periodos históricos y regiones, resal-tamos el carácter cambiante del ajiaco colombiano en el tiempo y en el espacio. Con esta compilación, que hemos organizado en orden cronológico, cambiamos un poco el formato típico de esta sección, que suele transcribir un solo documento relacionado con el tema del dossier. Concluimos con un comentario acerca del ajiaco y sus ingredientes, su lugar en el imaginario nacional, y algunos cambios sociales representados en el estilo y el contenido de las recetas.

* * *

COMENTARIOS:

- “Y así se echa en ajiacos –la yuca– que es un guisado que allá se hace, por ser un caldo gustoso” (Bernardo Var-gas Machuca [s. XVI] citado en Jiménez, 1994, p. 257).

- “[Los muiscas] parecen frailes vitonios precisados a una exacta abstinencia de carnes, alimentándose de un insubstancial ajiaco (…) o de una insípida maza-morra (…). Los blancos o cosecheros de comodidad y riqueza acostumbran matar un novillo, toro o vaca, y cecinada la carne la conservan para mezclar con el ajiaco” (Joaquín de Finestrad [1783] citado en Patiño, 1984, cap. 14).

- “Los artesanos, no muy numerosos y los campesinos [de la sabana de Bogotá], se alimentaban especialmente de ajiaco, que es una mezcla de carne de res o de oveja, cor-tada finamente y cocida con papas y sazonada con ajo y cebollas; la cocción es rápida debido a los pequeños pe-dazos de carne y en menos de un cuarto de hora el ajiaco está listo y afirmo que es una buena sopa” (Boussingnault, 1985 [década de 1820], p. 365).

- “Pedir de comer habría sido anticiparse a la época pre-sente, por cuanto no está en uso todavía guisar en nues-tras ventas-posadas, excepto lo que llaman ajiaco, especie de potaje de papas, del cual regalan una escudilla a los transeúntes de alpargata con tal de que beban y paguen un cuartillo de chicha” (Ancizar, 1853, cap. 11).

- “El ajiaco es un caldo espeso con pedazos de plátano o de papa y a veces hasta dos o tres bocados de carne, en caso de que la cocinera sea generosa; si esta además es buena guisandera, el plato es aceptable” (Holton, 1981 [1857], cap.8).

- “Oh!, ¡qué almuerzo tan cumplido estaba sobre la mesa! Nunca le he visto mejor, pueda ser por la apetencia (…). Un platón lleno de ajiaco con habas y con alverjas, con guascas y con cominos, con cecina y carne fresca” (Groot, 2003 [1866]).

- “(…) con [el banano] y papas se prepara el ajiaco, pla-to nacional por excelencia á que siguen en importancia el sancocho y el viudo” (Reclus, 1958 [1893], cap. 8, nota 17).

RECETAS:

- “Para hacer la [sopa de ajiaco] siempre acostumbran gui-sar la olla primero, lo cual consiste en freír un poco de ce-bolla con tomates y manteca, y después echar el agua, la carne y los huesos, etc.; también echan perejil, cilantro, etc., y al cabo de una hora está [lista] (…). Después (…) se echa yuca y á otro rato arracacha y papas, todo cortado (…)” (González, 1893, pp. 60 y 63).

- “Sopa de ajiaco de uña: se limpian plátanos artones [sic] verdes y se lavan con agua y sal; después se hacen pedacitos pero con la uña, porque si se cortan con el cuchillo se ponen negros, y se echan papas (…)” (González, 1893, p. 64).

- “Ajiaco de pollo con alcaparras: se divide en pedazos un pollo y se pone a cocer en buen caldo con sal y un rami-llete surtido, a fuego lento; luégo se le añaden unas papas

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picadas y se deja cocer. Aparte se fríen en poca manteca, cebollas, tomates y un diente de ajo, todo bien picado; se agrega pimienta dulce y picante en polvo, uno o dos bizcochos calados y molidos y luégo se pone en la sopera con unas alcaparras. Cuando la sopa se vaya a servir se le desprende toda la carne de los huesos del pollo, todo lo demás se vierte en la sopera y se sirve” (Hernández, 1923, p.29).

- “Sopa de Ajiaco: se alista la olla con el caldo o con el agua guisada, si es vigilia, se echan en ella hirviendo yuca cortada en trozos, luégo arracacha, y por último las papas cortadas. Aparte se hace un hogo de cebollas picaditas, tomates pequeños picados, perejil, culantro, un poquito de sal y una cucharada de manteca. Se le revuelven a la sopa a tiempo de servir” (Jaramillo, 1936, pp. 27-28).

- “Ajiaco con pollo: se hacen cuatro litros de buen caldo en el cual se cuece el pollo, cuando el caldo está hirvien-do se le ponen cuatro libras de papa paramuna cortada en tajadas gruesas (sin lavarlas) y dos libras de papa criolla, se deja hervir hasta que espese, se le agrega el pollo des-flecado, unas alcaparras y antes de servirlo tres cuchara-das de crema” (Hollman, 1937, p.20).

- “Ajiaco de papa con Pollo (para 12 personas): se hace un buen caldo con 1 libra de hueso y 1 pollo o una libra de lomo de cerdo poco gordo. Cuando el pollo y la carne han hervido, se cuela el caldo. Se vuelve a poner al fuego y cuando está hirviendo se le agregan 3 libras de papa de año y 3 de papa criolla; luego alverjas tiernas y sal; 10 minutos antes de servir el ajiaco se le añaden rodajas de mazorca tierna y unas guascas. En la sopera se pone el pollo o la carne de cerdo desflecada, alcaparras y crema” (Lleras de Ospina, 1948, p. 33).

- “Ajiaco bogotano: 1 pollo, 750 gramos de hueso de res, 1.500 gramos de papa paramuna, 1.200 gramos de papa criolla, apio, cebolla, perejil, zanahoria, 1 rábano blanco y si se quiere unas huascas.

Se pone la olla con el hueso, y las menudencias del po-llo: cuando hierve se le agregan las hierbas, la zanahoria partida en 4 y la papa pelada y partida, debe de hervir lo menos por 4 horas. El pollo se adoba la víspera, al día siguiente se suda y para servir el ajiaco se le mezcla. Si el ajiaco se manda a la mesa en sopera, se le pone en la sopera alcaparras y un poco de crema de leche cruda y encima de esto se sirve el ajiaco. Si es en platos, en cada plato se hace lo mismo. Si es con huascas, media hora antes de servirlo se le echan las huascas” (Escobar de Hernández, 1960, p.12).

AJIACO:

“Proporciones: 8 tazas de agua caliente, 1 pollo o gallina, 6 papas guatas medianas, 10 papas coloradas, grasa, sal, pimienta; crema y alcaparras si se quiere.

Utensilios: Olla, tabla de picar, cuchillo.

Preparación:

I. Matar el pollo, pelarlo y despresarlo.

II. Dorar las presas en manteca caliente. Agre-gar el agua caliente, sal, pimienta y dejar hervir.

III. Echar las papas peladas y partidas en peda-zos y dejar hervir hasta que todo esté bien cocido (deshechas las papas coloradas). Agregue agua hir-viendo si es necesario. Nota: si se quiere agregar 1 tacita de crema al momento de servir y poner en cada plato tres alcaparras” (Hijas de la Caridad, s.f., p.8).

- “Entre las comidas típicas del boyacense señalamos la mazamorra, el cuchuco y el ajiaco (…). El ajiaco es una sopa de papa de diversas variedades y calidades, cortadas en tajadas muy delgadas, con arvejas, cilantro, guascas, yucas y habas; en la Navidad se acostumbra con pollo y tiene una preparación muy especial en Boyacá y Cundi-namarca” (Ocampo, 1977, cap. 4 sec. b.).

AJIACO SANTANDERANO:

“½ libra de plátanos verdes

½ libra de papas pastusa

1 tajadita de ahuyama

5 hojas de repollo

1 tacita de arroz

½ taza de arveja verde

1 cucharadita de cilantro finamente picada

10 tazas de caldo sustancia.

Ponga a hervir el caldo y agregue los vegetales pica-dos, menos las arvejas, las que incorporará luego junto con el arroz. Cocínelos a fuego medio hasta

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que los vegetales y los granos aparezcan blan-dos, no sin revolverlos de vez en cuando. Verifique la sazón y minutos antes de ofrecerlo añádale el cilantro finamente picado” (Moreno, 1998, p. 72).

AJIACO CARTAGENERO DE CARNE SALADA:

“1 libra de carne salada gorda

½ libra de carne de cerdo salada

1 libra de ñame

1 libra de yuca

3 plátanos maduros

2 cebollas medianas

3 tomates chontos

3 dientes de ajo

½ tacita de manteca o aceite con achiote

Unos granos de pimienta de oler y pimienta negra.

Lave las carnes y córtelas en trozos medianos; pónga-las en una olla con agua que las cubra y adiciónele una cebolla y un tomate picados, así como las pimientas. Cocine estas carnes hasta que aparezcan casi blandas y añádales la yuca, el ñame y los plátanos cortados en trozos también medianos. Prosiga el cocinamiento a fuego suave, no sin revolver de vez en cuando para que la vitualla se deshaga, aunque no del todo. Este plato debe quedarse más bien espeso. Verifique la sazón. En manteca o aceite achiotado con la cebolla restante, los tomates picados y el ajo machucado prepare un guiso, mezclándolo bien al ajiaco antes de servirlo caliente. Generalmente este plato lo acompañan en la Costa con arroz blanco o de coco” (Moreno, 1998, p. 76).

* * *

De esta compilación de comentarios y recetas, resulta claro que el ajiaco ha sido mucho más que una sopa de papas con pollo con la adición de alcaparras, guascas y crema de leche. Tal como observa María Clara Quirós (2003), lo que conocemos como ajiaco santafereño no siempre ha sido la única preparación del plato. En ciertos

casos se trata de una sopa de papas a la que también se le echan arvejas, habas y calabaza. En otros, parece ser más bien una mezcla de papas y otros almidones como yuca, arracacha y plátano, e incluso hay casos en los que ni siquiera tiene papas. En términos históricos, la pala-bra ajiaco parece referirse a un estilo de preparación, a un modo de elaborar una sopa espesa más bien genérica (cuya textura se obtiene a partir de la desintegración casi total de los principales almidones incluidos en ella), que a un grupo específico de ingredientes. De esta forma, el ajiaco se parece al sancocho en que es (o era) una for-ma de cocinar en lugar de ser un plato en particular. Sin embargo, se diferencia de éste en que la mayoría de sus ingredientes básicos se deshacen para convertir el caldo en una sopa espesa.

Al parecer, a mediados del siglo XIX, los colombianos ya incluían el pollo entre los ingredientes del ajiaco (Quirós, 2003). En Relatos costumbristas sobre Bogotá en el siglo XIX (1899), José María Cordovez habla de un ajiaco con pollo como una “obra maestra del arte culinario”. Sin em-bargo, en esa época también se usaba una variedad im-portante de otras carnes en esta preparación: la carne de oveja es mencionada en el siglo XVIII y en los primeros años del siglo XIX; la carne de res y de cerdo salada en los siglos XVIII y XIX, así como en la versión cartagenera citada; la carne de cerdo en una receta antioqueña de me-diados del siglo XX; e incluso carne de res para hacer el caldo del “ajiaco bogotano” de 1960. Es de notar además que las recetas de principios del siglo XX tienden a espe-cificar “ajiaco con pollo”, implicando que otras variedades de ajiaco todavía estaban vigentes. Muy probablemente, la consolidación y difusión del ajiaco como lo conocemos hoy (es decir con pollo) tiene mucho que ver con la ex-pansión de la industria del pollo y la caída del precio rela-tivo de esta carne en las últimas cuatro décadas.

De otra parte, la trilogía básica en el ajiaco moderno –alca-parras, crema de leche y guascas– no siempre hizo parte del plato. La referencia más temprana hecha a las alcapa-rras en los pasajes citados es de 1923. Aunque seguramen-te empezaron a incluirse en el ajiaco en algún momento previo a esta fecha, es notable que referencias del siglo XIX no las mencionen. La primera receta en incluir crema de leche es la de Hollman (1937), que es considerada por Quirós como la primera receta “moderna” de esta prepara-ción. Es posible que el aumento en el uso de crema de le-che esté ligado al esfuerzo por expandir el sistema de dis-tribución de productos lácteos que se inició en esos años. Las guascas, por el contrario, sí eran parte importante de algunas versiones de ajiaco de mediados del siglo XIX. El novelista José David Guarín (1884, cap. 14), por ejemplo,

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presenta una queja contundente contra el “maldito olor-cillo a guascas” de un plato de ajiaco. Curiosamente, sin embargo, la receta de Hollman no incluye guascas y en otras es un ingrediente opcional. Para mediados del siglo XX, esta trilogía había adquirido importancia en el ajiaco pero todavía no era esencial.

Al examinar la historia de este plato también surge la duda de cuándo perdió el ingrediente que al parecer le dio su nombre: el ají. La Real Academia define el ajiaco en tér-minos generales como una “especie de olla podrida usada en América, que se hace de legumbres y carne en pedazos pequeños, y se sazona con ají”. Pero en Colombia este último ingrediente es poco común. De las recetas que he-mos visto, solo la de Hernández (1923) lo incluye. Ya para mediados del siglo XIX, Rufino José Cuervo afirma que, aunque el “ajiaco es un plato caracterizado por el ají, y así sucede en Cuba, el Perú y Chile[,] entre nosotros lo que se llama así, no lleva tal picante” (1939, p. 508). Bous-singault (1985, cap. 4), en la década de 1820, nota que se condimentaba el ajiaco (de papas y cordero) con ajo y pimienta, pero no menciona ají. Si el ajiaco fuera, en su forma básica, un plato indígena, como suele decirse, sería interesante saber si el ají fue un componente importante. Y si lo fue, ¿será posible que la costumbre de usar el ají en el ajiaco –y en la cocina colombiana en general– se fuera perdiendo con el proceso temprano de mestizaje?

De otro lado, dado el lugar que el ajiaco ocupa en el ima-ginario nacional, muchos colombianos se sorprenderían al saber que tiene una presencia amplia en América La-tina, como indica Cuervo. El distinguido intelectual cu-bano, Fernando Ortiz (1996, p. 9), por ejemplo, declara no solamente que el ajiaco es un plato típico cubano sino que “Cuba es un ajiaco”. Para Ortiz, el ajiaco repre-senta la “cubanidad”: es un “mestizaje de cocinas” en el que una gran variedad de ingredientes de diferentes orígenes (como la gente y las culturas que conforman Cuba) se desintegran –aunque a veces no del todo– para formar una sopa espesa (p. 12). Los ingredientes que pueden componer el ajiaco cubano incluyen: carne de cerdo, tasajo, batata, yuca, malanga, calabaza, plátano verde y maduro, mazorca, tomate, cebolla, ajo, ají y li-món (Sánchez Botero, 2001, p. 90).

Incluso dentro de Colombia, el ajiaco ha sido un plato importante fuera del altiplano cundiboyacense. Hacia fi-nales del siglo XIX, no sólo Reclus sino también Eugenio Díaz (1967, cap. 24) lo llama un plato nacional. Así, el ajiaco tuvo que haber estado basado en otros ingredien-tes fuera de la papa, como la yuca y el plátano, tan im-portantes en tierras más cálidas. No es claro por qué las

variaciones regionales del ajiaco en Colombia, o incluso otras formas de prepararlo en la sabana de Bogotá, han tendido a desaparecer con la creciente popularidad y apo-geo de la versión moderna bogotana de este plato. Que la versión bogotana se haya consolidado como la más cono-cida y la más popular, no debe sorprender dado el poder y el estatus de esta ciudad. ¿Pero por qué las otras varieda-des regionales no resistieron con más fuerza? Después de todo, ninguna región ha sido capaz de imponer del mismo modo una versión predominante del sancocho.

En cualquier caso, parece ser que el ajiaco ha perdido su carácter más general a medida que se ha ido convirtiendo en el plato más representativo de Bogotá dentro de una cocina nacional compuesta por platos regionales. Esta transición también ha implicado que un plato corriente y popular se convierta en uno más especial y complejo.

Para terminar, las recetas de ajiaco que incluimos tam-bién indican una serie de cambios sociales, dos de ellos especialmente llamativos para nosotros: el desarrollo de una mentalidad más científica, y una modernización tar-día visible en la literatura culinaria.

En primer lugar, los cambios en el estilo para escribir recetas reflejan la transición de un mundo oral a uno escrito y la difusión de una mentalidad más científica. Las recetas más antiguas no sólo son más breves y es-cuetas, sino que en la mayoría de los casos son bastante inexactas. La única indicación relativamente precisa del libro más antiguo (González, 1893), consiste en decir “un poco de cebolla”. Aún en 1936, recetas como la de Jaramillo no ofrecen cantidades exactas de los ingredien-tes que se incluyen sino que dan indicaciones muy gene-rales acerca de qué contiene y cómo se hace (como por ejemplo la indicación sucinta de usar “agua guisada”). El resto de la información parece dejarse a la imaginación del lector o más probablemente a su conocimiento pre-vio sobre este arte. Todavía se percibe en el “tono” y el lenguaje de la escritura una vieja concepción –con raíces en la alquimia incluso– para transmitir el conocimiento a un grupo de iniciados y de personas ya familiarizadas con la preparación. Sin embargo, para mediados de siglo las recetas se vuelven un poco más exactas, aunque al-gunas conserven elementos del estilo narrativo antiguo. Se empieza a emplear un lenguaje más técnico y de tono más neutro, mucho más especializado y detallado. Esto se ve con claridad en las recetas más recientes, en donde más bien poco es dejado a la intuición o a un presumible conocimiento compartido. Ya no tienen la apariencia de notas tomadas rápidamente por una persona asistiendo a la preparación de un plato. Estas recetas cuentan con

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una lista de ingredientes seguida de unas instrucciones de preparación muy precisas en lo relacionado con técni-cas, utensilios, cantidades, tiempos de cocción y modos de servir. En general, puede notarse la influencia que la ciencia ha empezado a ejercer en el mundo de la cocina, en la codificación y sistematización de las preparaciones, y las técnicas culinarias, y la manera en que las recetas simulan un ejercicio de laboratorio que puede ser recrea-do por cualquier persona.

De otro lado, la expansión de la industria de los libros de cocina en Colombia es consecuente con el lento desarro-llo del país y con un proceso tardío de urbanización. En la segunda mitad del siglo XIX, al parecer sólo se publica-ron dos colecciones importantes de recetas. A raíz de la importante expansión económica de la década de 1920, y del lento crecimiento de un público que había apren-dido a leer, hubo un aumento en el número de libros publicados. También ha cambiado el perfil de los auto-res, de hombres letrados, posiblemente con experiencia profesional, a mujeres con un conocimiento práctico de la materia, con frecuencia de posición acomodada y con la capacidad de dar consejos de cómo servir bien, y de etiqueta en general. Sin embargo, el florecimiento de los libros recetarios se da en las décadas de los 50 y 60 con el dramático proceso de urbanización propio de estos años. Mientras que el libro de Hernández (1923) se lla-ma Manual práctico de cocina para la ciudad y el campo, ya para 1957 la Compañía Colombiana de Gas estaba publicando su propia Libro de cocina para el creciente mercado conformado por amas de casa citadinas con es-tufas de gas. En cualquier caso, es divertido observar los fuertes vínculos existentes todavía entre la ciudad y el campo, que se ilustran en recetas como la de las Hijas de la Caridad cuyo primer paso en la preparación del ajiaco es “matar el pollo”. Este vínculo se ha hecho cada vez más tenue en la literatura culinaria, hasta llegar en la actualidad a cierta nostalgia por tiempos pasados y, con ella, a la inquietud de lectores y autores por retomar las prácticas artesanales que caracterizaban las preparacio-nes rurales de otras épocas. Sin embargo, con el recien-te boom gastronómico en Bogotá, es muy probable que existan esfuerzos por reinventar el tradicional ajiaco y que dentro de otros 50 años el plato “típico” de la capital haya adquirido un nuevo carácter.

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Los ajiacos colombianosSHAWN VAN AUSDAL Y JULIANA DUQUE

documento

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Revista de Estudios Sociales No. 29,rev.estud.soc.abril de 2008: Pp. 196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Pp.168-169.

Comentarios

En la sección “Lecturas” presentamos algunos textos clásicos en los estudios sobre la comida. Nuestra intención es mostrar al lector la diversidad de abordajes del tema alimentario en distintas disciplinas, así como la variedad de intereses teóricos y metodológicos. Aunque hay un creciente interés dentro de las ciencias sociales en la alimentación como fenómeno complejo y multifacéti-co, los estudios sobre la comida no siempre han ocupado un lugar destacado, por considerarse temas mundanos, domésticos y de poca trascendencia teórica. Los libros re-señados aquí son parte de un cuerpo de referencias obli-gadas para los interesados en este tópico, por dos razones. Primero, porque han contribuido de manera importante a hacer de la comida y de las prácticas alimentarias y culi-narias un objeto de investigación legítimo como fenóme-no social y cultural. Y segundo, porque la forma innovado-ra con la que abordaron el tema en su momento los sitúa como trabajos clásicos dentro del campo.

Si bien los autores provienen de la antropología, la so-ciología y la geografía, sus trabajos coinciden en emplear

aproximaciones político-económicas e históricas, lo que marca un quiebre con respecto a enfoques anteriores en el estudio de la comida. Por ejemplo, en el funcionalis-mo la alimentación se explica fundamentalmente en tér-minos de su función en la satisfacción de necesidades biológicas, sociales y psicológicas humanas. Para el es-tructuralismo, representado por Lévi-Strauss, el estudio de los aspectos simbólicos y metafóricos de la comida es una manera de develar las estructuras profundas del pen-samiento humano y social. En ambas escuelas de pensa-miento la tendencia es tratar a los grupos humanos como culturas aisladas, homogéneas y por fuera de la historia. En contraposición, los planteamientos del materialismo cultural, con Marvin Harris a la cabeza, y de los expo-nentes de la ecología cultural, si bien con énfasis un poco diferentes, tienden a explicar las prácticas alimentarias y de subsistencia como resultado de la adaptación al medio ambiente. Estos enfoques, por lo general, dan mayor peso al determinismo del medio ambiente local que al análisis de factores históricos y relaciones y realidades socioeco-nómicas más amplias.

El hilo conductor que une a los distintos textos es que todos analizan los sistemas alimentarios, desde su pro-ducción hasta el consumo, en el contexto de relaciones históricas, político-económicas y de poder más amplias.

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Comentarios

lecturas

De esta manera, abordan las implicaciones del encuentro colonial entre el Nuevo y el Viejo Mundo, y la consecuen-te división mundial del trabajo, con unas áreas geográficas especializadas en la producción de mercancías agrícolas, y otras, en la transformación y producción industrial de bienes alimentarios, lo que creó particulares relaciones de intercambio y dependencia. Los escritos también arro-jan luces sobre estos procesos de configuración y cambio de los regímenes alimentarios contemporáneos, tanto en términos productivos y culinarios como nutricionales.

El trabajo de Goody sobre la cocina explora los procesos de producción y reproducción de las relaciones socioeco-nómicas y políticas en distintas sociedades africanas, asiáticas y americanas. Mintz, por su parte, analiza una faceta clave del surgimiento del capitalismo trazando las relaciones geopolíticas y económicas involucradas en la producción de caña en las colonias del caribe hasta el consumo de azúcar en Inglaterra. Friedmann se concen-tra en las transformaciones de los regímenes alimentarios de la posguerra y sus efectos en las relaciones desiguales entre países del Primer y el Tercer Mundo.

Además de su relevancia biológica y económica, la co-mida es una de las expresiones más interesantes de la diversidad cultural. Algunos de los trabajos reseñados

tocan directamente este aspecto. Con base en sus ex-tensos trabajos etnográficos, develan la importancia de las dimensiones sensoriales y afectivas de la comida que explican la persistencia de hábitos alimentarios y la es-tructuración del gusto como procesos de larga duración anclados en la territorialidad y la memoria de los pueblos. Es así como Zimmerer argumenta que el gusto por una dieta variada es uno de los principios culturales de los agricultores que ha servido para la preservación histórica de la agrobiodiversidad local en los Andes peruanos. Así mismo, con agudeza y detalle, los autores exploran las tra-yectorias simbólicas de los alimentos y los sentidos socia-les que éstos transmiten en relación con las identidades y las diferencias de clase, étnicas y de género. El trabajo de Weismantel nos ilustra cómo la comida nativa y mestiza es un vehículo para la transmisión de mensajes sobre las relaciones y desigualdades étnicas y de género entre los indígenas ecuatorianos.

Las reseñas, que presentamos a manera de abrebocas, son una invitación a acercarnos al tema de la comida como un campo fecundo que ofrece múltiples y apetitosas posibili-dades de investigación y análisis.

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Revista de Estudios Sociales No. 29,rev.estud.soc.abril de 2008: Pp. 196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Pp.170-171.

* Estudiante, Departamento de Historia, Universidad de los Andes.Correo electrónico: [email protected].

Juan David Gutiérrez*

Cocina,cuisine y clase:

estudio de sociología comparada

Goody, J. (1995). Cocina, cuisine y clase: estudio de sociología comparada. Barcelona: Editorial Gedisa.

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Cocina, cuisine y clase: estudio de sociología comparada.JUAN DAVID GUTIÉRREZ

lecturas

La pregunta principal que aborda Jack Goody en su libro Co-cina, cuisine y clase: estudio de socio-logía comparada, es el por qué de la ausencia de una cocina socialmente diferenciada –de una haute cuisine o alta cocina, en otras palabras– en las diversas sociedades africanas, inclu-so en aquellas que poseen estructu-ras políticas complejas. A partir de este cuestionamiento, el autor cons-truye un estudio comparativo entre dos pueblos del África Occidental localizados al norte de Ghana: los lodagaa, pueblo tribal, acéfalo y sin sistema de jefatura, por un lado, y los gonja, sociedad centralizada y jerár-quica que constituía un reino inde-pendiente antes de la llegada de los colonizadores británicos, por el otro.

Goody comienza rastreando las di-ferentes interpretaciones que ha tenido el tema de la alimentación desde el punto de vista antropológi-co. De esta manera, analiza diversas aproximaciones y distingue, entre otros, el enfoque funcional británi-co y el estructuralismo francés, cuyo principal representante es Claude Lévi-Strauss. Termina su balance con algunas anotaciones sobre los recientes enfoques culturales que ha tenido el estudio de la cocina y pro-pone una perspectiva histórica para su análisis.

En seguida el autor se centra exclu-sivamente en las dos sociedades afri-canas antes mencionadas, y analiza juiciosamente los aspectos de pro-ducción, distribución, preparación y consumo en cada una de ellas, sin olvidar, por supuesto, el carácter comparativo de su estudio. El hecho de que Goody escoja a los lodagaa y los gonja en particular no es gratuito.

Ambas sociedades han sido amplia-mente estudiadas por el autor desde 1949, fecha en la cual realizó el pri-mero de varios viajes a esta zona de Ghana. Una vez terminado este exa-men, el autor pasa a explorar la cultu-ra culinaria en Asia y Europa, donde efectivamente existe una cocina di-ferenciada, y expone detalladamente los distintos hábitos alimenticios de algunas civilizaciones, como la del Egipto antiguo, la Roma imperial, la China y la India medieval y, por supuesto, la Europa feudal y moder-na. Concluye sobre este punto que en estas sociedades existe un vínculo entre cocina y clase social.

Su análisis luego se enfoca en la Re-volución Industrial y su relación con la producción de alimentos. Aparece en ese momento, según Goody, una cocina industrial que genera un im-pacto importante en la alimentación del Tercer Mundo, ya que mejora, en-tre otras cosas, la dieta de los traba-jadores urbanos. En este sentido, la provisión alimenticia en dicha región del mundo depende, en gran parte, de los productos de la alimentación industrial. Aquí el autor construye una breve historia económica del de-sarrollo de la industrialización de la comida, enfatizando la mecanización y el transporte de alimentos enlata-dos, al igual que las distintas técni-cas de refrigeración que surgieron en este período. Todo esto produce una homogeneización de la dieta en paí-ses como Inglaterra y Estados Uni-dos, y poco a poco, esta tendencia se percibe incluso en regiones como el norte de Ghana, en donde cada vez se ven más productos procesados, como sardinas enlatadas, leche condensa-da y pasta de tomate, entre otros.

Las conclusiones planteadas por el autor en términos del interrogante inicial apuntan hacia varias direc-ciones. Por una parte, el hecho de que en África no exista una tradición

culinaria que sobresalga como en Asia y en Europa responde a facto-res socioeconómicos: los modos de explotación agrícola, la ausencia de técnicas adecuadas de arado e irri-gación, la distribución del poder y la autoridad en el campo de la pro-ducción alimenticia de los lodagaa y los gonja, a pesar de sus respectivas diferencias internas, impiden el sur-gimiento de una cocina diferenciada socialmente. Esto se expresa en que tanto la gente del común como los líderes y sectores más altos de la je-rarquía social consumen los mismos alimentos y comparten las mismas formas de preparación. Por último, están los medios de comunicación. Una de las cosas que explica Goody es que las sociedades con tradición oral, al no tener escritura, no tienen cómo escribir recetas, por ejemplo, y esto influye, del mismo modo, en la ausencia de una alta cocina.

El libro de Goody es importante para todo científico social interesado en el tema de la cocina, manifestación cultural que diferencia a unos de otros, pero al mismo tiempo es una obra significativa para todo aquel que tenga curiosidad sobre los hábi-tos alimenticios de las diversas socie-dades del mundo, analizados desde la economía política, la historia y la cultura.

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Revista de Estudios Sociales No. 29,rev.estud.soc.abril de 2008: Pp. 196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Pp.172-175.

* Historiador, Universidad de los Andes.Estudiante de la Maestría en Historia de la misma universidad.

Correo electrónico: [email protected].

Santiago Muñoz Arbeláez*

Dulzuray poder.

El lugar del azúcaren la historia moderna

Mintz, S. (1996). Dulzura y poder. El lugar del azúcar en la historia moderna. México: Siglo XXI.

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Dulzura y poder. El lugar del azúcar en la historia moderna.SANTIAGO MUÑOZ ARBELÁEZ

lecturas

En este maravilloso libro, publicado en inglés por primera vez en 1985, Sidney Mintz rastrea la his-toria del azúcar desde su producción en las economías de plantación de las islas del Caribe hasta su consumo entre un público urbano y asalariado que surgía durante la Revolución In-dustrial inglesa. Se trata de un libro novedoso, en el que el antropólogo estadounidense propone una nueva manera de entender el surgimiento del capitalismo y su conexión con las colonias, a través del paradigmático caso del azúcar.

Para seguir al azúcar desde su pro-ducción hasta su consumo, Mintz se sirve de cinco capítulos. El pri-mero de ellos está orientado a abrir el campo para una antropología de la comida, que en el caso particular del azúcar se traduce en una dis-cusión sobre la dulzura y hasta qué punto ésta responde a necesidades fisiológicas o a aspectos culturales. En este debate, Mintz sugiere que si bien existe una predisposición de la especie humana hacia el sabor dulce, esto no podría dar cuenta, entre otras cosas, de los diferentes sentidos culturales del gusto. Una historia del azúcar, sugiere el autor, debe dar cuenta también de los cam-bios alimenticios que atraviesan las sociedades modernas. De esta ma-nera, explica que la nutrición de la mayoría de sociedades humanas se basa en un alimento central (como el maíz y la papa) y en alimentos pe-riféricos. Así, pues, mientras que en 1650 en el Reino Unido este tipo de dieta era predominante, en un solo siglo empezó una transformación en la alimentación que estaba relacio-nada con los cambios que generó la industrialización en la sociedad

inglesa. Con el surgimiento de las grandes masas de trabajadores urba-nos se generaron demandas de otro tipo de alimentos altamente energé-ticos, entre ellos, el azúcar.

El segundo capítulo explora la pro-ducción de azúcar posterior a 1650, cuando éste dejó de ser un bien es-caso y lujoso en Europa y adquirió una gran relevancia en los proce-sos históricos de esta región. Como muestra Mintz, para el momento en el que los portugueses y los espa-ñoles comenzaron a establecer una industria azucarera en sus colonias en las islas del Atlántico, el azúcar era todavía considerado un lujo, una medicina y una especie para la Eu-ropa Occidental. A partir de este momento se inició un asombroso in-cremento de la demanda de azúcar en Inglaterra, que vino acompañado de la expansión inglesa y francesa en las islas del Caribe. Mientras que las plantaciones de caña en las colonias portuguesas, inglesas e, incluso, ho-landesas se encontraban en auge, en las colonias españolas decayó fuertemente este tipo de cultivo. Lo más interesante de este capítulo es que muestra cómo las economías de plantación de caña de las islas del Caribe y el aumento en el consumo de azúcar en Inglaterra generaron una serie de conexiones mundiales, en las que los productos terminados eran transportados a África, los es-clavos africanos eran llevados a las Américas y las mercancías produ-cidas en el Nuevo Mundo (como el azúcar) eran consumidas en Euro-pa. Se trataba de unos circuitos que conectaban los procesos históricos de Inglaterra, África y América; la esclavitud, la deforestación y las economías de plantación, con la in-dustrialización y el surgimiento del proletariado inglés. Pero para repen-sar estos circuitos, sugiere Mintz, debemos revisar lo que entendemos por capitalismo y lo que entende-

mos por industria. Las economías de plantación podrían pensarse como formas de organización industrial, si se tiene en cuenta el carácter espe-culativo de las plantaciones, la com-binación de cultivos y fábrica, de trabajadores expertos e inexpertos y la rígida organización del tiempo que tenían lugar en su interior. En este sentido, sería difícil rotular a la eco-nomía de plantación simplemente como “capitalista” o “precapitalista”, y más bien, sugiere el autor, se debe pensar a partir de sus dinámicas in-ternas y su lugar en la emergente economía mundial.

En el tercer capítulo, Mintz se cen-tra en el consumo, y muestra cómo el azúcar penetró en la vida social ingle-sa, adquiriendo nuevos usos y nuevos significados. Mientras que antes de 1650 era un lujo, una medicina, una especie e, incluso, una decoración, después de esta fecha atravesó un acelerado proceso de transformación que lo convirtió en un producto en-dulzante de consumo cotidiano y ne-cesario. A medida que su producción se incrementaba, el azúcar se hizo cada vez más abundante y asequible, y su utilización como un bien de lujo y su poder simbólico declinaron, para dar inicio a un comercio masivo que potenció sus beneficios económicos. Su transformación en un producto común en Inglaterra va de la mano del incremento en el consumo de té, convirtiéndose en la base alimenticia del naciente proletariado inglés. El azúcar, junto con otros alimentos, se ajustaría a los tiempos de trabajo y de descanso de la fábrica, y supliría las necesidades energéticas de trabaja-dores que no tenían la capacidad de producir sus propios alimentos.

El cuarto capítulo toma como eje el poder. Para ello, Mintz propone una separación conceptual entre signifi-cado externo y significado interno. Mientras que el primero hace refe-

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rencia a los factores de la economía política que generan ciertas tenden-cias en la circulación del azúcar, el segundo se refiere a las dinámicas cotidianas que moldean los significa-dos específicos que se le atribuyen en la práctica. En este sentido, el significado que adquiría el azúcar en la economía imperial era distinto del que eventualmente habría de adquirir en la vida de los ingleses, pero aspec-tos como el precio y la accesibilidad del azúcar eran consecuencias de las políticas imperiales que repercutían en el significado “interno” del azúcar. A partir de estos conceptos, ilustra las distintas dimensiones del poder en la historia del azúcar.

Finalmente, el quinto capítulo deli-nea los caminos futuros de la historia del azúcar, con lo cual Mintz propo-ne que los cambios en la alimenta-

ción ocurridos con la industrializa-ción inglesa están relacionados con la experiencia del tiempo en las so-ciedades modernas, y que, por tanto, este estudio de caso es revelador de un fenómeno de proporciones mayo-res. Para Mintz, la historia de cómo los ingleses se convirtieron en con-sumidores de azúcar muestra cómo se relaciona una antropología de la comida con una antropología de la modernidad, pues revela lo que ha significado la vida moderna en rela-ción con la alimentación.

En síntesis, a lo largo del libro se muestra que el incremento del con-sumo de azúcar en Inglaterra tuvo como base la expansión ultramari-na, que posibilitó un robusto co-mercio de africanos esclavizados e hizo que un creciente número de economías de plantación tuvieran

un gran impacto en el devenir de las islas del Caribe. En Inglaterra, el azúcar, antes raro y prestigioso, se volvió una necesidad de los trabaja-dores industriales y urbanos, prefi-gurando así unas transformaciones estructurales en términos sociales, económicos y alimentarios.

Dulzura y poder es un libro brillan-te y bien escrito que arroja distintas perspectivas para abordar problemas históricos y antropológicos, como la historia de la comida, la historia de los objetos e, incluso, la historia del Atlántico. Igualmente, este libro es un excelente exponente de un cír-culo intelectual que busca conciliar el concepto de cultura con el de economía política1 y que se preocu-pa por los sistemas-mundo y por las conexiones entre las distintas partes del globo.

1 Véase el trabajo de Eric Wolf y de William Roseberry, por ejemplo.

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Revista de Estudios Sociales No. 29,rev.estud.soc.abril de 2008: Pp. 196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Pp.176-179.

* Filósofa, Universidad Nacional de Colombia.Investigadora y editora gastronómica.

Correo electrónico: [email protected].

Juliana Duque*

Alimentación,género y pobreza

en los Andes ecuatorianos

Weismantel, M. J. (1994). Alimentación, género y pobreza en los Andes ecuatorianos. Quito: Ediciones Abya-Yala.

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Aalimentación, género y pobreza en los Andes Ecuatorianos.JULIANA DUQUE

lecturas

Este libro es el resultado de la investigación realizada por la antropóloga Mary Weismantel, a me-diados de los años ochenta, sobre la comunidad indígena de Zumbagua1 ubicada en el norte de la cordillera occidental de los Andes ecuatoria-nos. Se trata de un estudio etnográfi-co cuyo resultado es una explicación teórica de uno de los dominios más importantes de la vida cotidiana y uno de los aspectos étnicos y de cla-se más importantes: la comida.

Para la autora, definir a Zumbagua como una comunidad indígena es una cuestión de raza y cultura pero, además, de relaciones sociales de producción y de construcción polí-tica, legal e ideológica, definidas en gran parte por prácticas cotidianas y de la vida material. Las prácticas cotidianas analizadas en este caso son las prácticas alimentarias, en-tendidas como dieta –el conjunto de alimentos consumidos por esa co-munidad– y cocina –el arte culinario propiamente dicho–.

Weismantel describe a la comunidad zumbagüeña como una comunidad “campesina” moderna, con algunas particularidades determinantes a la hora de estudiar su composición económica, social y cultural. Por la altura en la que se encuentra la pa-rroquia (zonas agrícolas y residencia-les que se extienden desde los 3.400

hasta los 3.800 metros, y pastizales en los 3.900-4.000 metros), no hay muchos productos cultivables. Ade-más, se trata de un grupo social con una economía semiproletarizada que le da un valor especial a la vida urbana y que, en consecuencia, experimenta cierto grado de alienación. Es en este sentido en el que la autora concibe la sociedad racista como una de las es-tructuras subyacentes en Zumbagua (1994, p. 7). Para los habitantes de esta parroquia, la “… diversidad na-cional da paso a una etnicidad uni-di-mensional: la gente es ‘india’ o ‘blan-ca’” (1994, p. 115). En el ámbito de la comida, éste y los demás fenóme-nos que se analizan en el libro están manifiestamente representados. Así, por ejemplo, la autora observa que “debido a estas representaciones de la experiencia vital del indígena, las papas y la carne de carnero se des-vanecen ante las imágenes del arroz blanco y del pollo, del pan y de la Coca-Cola” (1994, p. 34), propias de la alimentación “blanca”. La cebada, por su parte, es un alimento que, en este caso, representa resistencia cul-tural: “El arroz es el objeto del de-seo, pero la máchica2 es el centro de la satisfacción” (1994, p. 254).

En el primer capítulo del libro, la au-tora ofrece un panorama general de las aproximaciones teóricas que se emplearán para abordar el tema de la comida. Basada en teorías semió-ticas y estructuralistas, Weismantel parte de la idea de que la comida como práctica material es un signo, un símbolo y un objeto. Un signo que representa una relación directa y exacta entre un significante y un significado. Un símbolo que com-prende una “amplia gama” de signifi-cados, algunas veces contradictorios (representando conflictos ideológi-

cos), y un producto u objeto, que es una “representación tangible de las intangibles fuerzas sociales y cultu-rales que organizan la vida material” (1994, p. 12). Partiendo de estos con-ceptos, los alimentos son analizados como elementos en una dieta, como signos en una cocina y como símbo-los en un discurso. La comida es, entonces, un sistema de signos que conforma las estructuras –no estáti-cas– de la cocina, y el interés de la autora se centra en “… la inmersión de este sistema en la vida cotidiana y en su completa interpenetración con otros sistemas: lenguaje, sociedad, política y economía de producción e intercambio” (1994, p. 19).

Con el fin de contextualizar este estudio sobre la comunidad de Zumbagua, en el segundo capítulo, Weismantel hace un recuento de la parroquia, que incluye datos demo-gráficos, datos sobre su geografía política y natural, su historia, y una discusión de los temas más impor-tantes de estrategia política e iden-tidad étnica que se presentan en la actualidad. Posteriormente, da paso en el tercer capítulo a la exposición del primer aspecto en el análisis de la comida: la dieta diaria en Zumba-gua, los alimentos que la gente efec-tivamente consume. Esta exposición introduce los temas de riqueza y pobreza, y del significado de la co-mida, asociados principalmente con aspectos ideológicos (económicos, sociales, de etnicidad y de cultura), y relacionados con temas como el ra-cismo, el deseo y el consumo.

El cuarto capítulo se ocupa propia-mente de los roles de la comida en Zumbagua. No sólo se trata de lo que se come sino de cómo se come y se consume; de las prácticas culi-narias y también de cómo se sirve la comida que se prepara. El arte cu-linario es entendido aquí como una construcción cultural, el significado

1 En el apéndice del libro, la autora hace al-gunas observaciones interesantes sobre los desacuerdos que existen entre la concep-ción de muchos de los residentes de Zum-bagua y lo que indican los documentos históricos, diversos estudios y opiniones de otros grupos sobre este término, como el nombre de una parroquia civil y ecle-siástica, como el nombre de una región concreta.

2 La máchica es uno de los alimentos bási-cos de esta comunidad indígena. Consiste en cebada tostada, molida y cernida para obtener una consistencia muy fi na.

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Revista de Estudios Sociales No. 29,rev.estud.soc.abril de 2008: Pp. 196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Pp.176-179.

de la dieta en la parroquia. Como es-tructura semiótica, la cocina se de-fine en gran parte en contraste con otras estructuras. “La gente de Zum-bagua come alimentos ‘indígenas’ de una manera indígena” (1994, p. 184), en contraste con las costum-bres alimenticias “blancas”.

Desde esta misma perspectiva de los roles de la comida en la parroquia, los capítulos siguientes se ocupan de la producción y el consumo de los ali-mentos, organizados con un énfasis en los roles de género, en los aspec-tos de etnicidad, ideología y moder-nidad, y en este sentido, en el lugar de esta comunidad indígena dentro del Ecuador. Así, por ejemplo, se ob-

serva que “lo que separa a los pobres de los ricos en la parroquia no es la falta de productos principales, sino la profunda falta de aquellos peque-ños convites especiales: una naranja, una bolsa de pan dulce, algo peque-ño y apetitoso traído a casa después de una excursión” (1994, p. 213).

En el último capítulo, el análisis se enfoca concretamente en los asuntos internos del caserío, el significado de la comida en las relaciones entre géneros y dentro de ellos, y del case-río en sí. Se analiza profundamente el hecho de que el proceso culinario sea un asunto fundamentalmente fe-menino, y el papel que cumplen el género masculino y los miembros de

la familia en general, en contraste con este rol determinante.

Sin duda, el enunciado que sirve de punto de partida y de conclusión a todo el estudio es el siguiente: la co-cina es el hogar. “Suplanta la cama matrimonial como símbolo de vida conyugal y el lazo de sangre como emblema de parentesco: la familia zumbagüeña consiste de aquellos que comen juntos” (1994, p.258). Zum-bagua es una región que se encuentra en el momento de la investigación en una situación económica contradic-toria, y para Weismantel, el tema de la comida es un aspecto esencial en ésta y en su posible solución.

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Revista de Estudios Sociales No. 29,rev.estud.soc.abril de 2008: Pp. 196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Pp.180-181.

* Estudiante, Departamento de Lenguajes y Estudios Socioculturales,Universidad de los Andes.

Correo electrónico: [email protected]

Juana Afanador*

The Political Economyof Food

Friedmann, H. (1982). The Political Economy of Food: The Rise and Fall of the Postwar International Food Order. The American Journal of Sociology, Vol. 88. Supplement, Marxist Inquiries: Studies of Labor, Class, and States, 248-286.

Friedmann, H. (1993). The Political Economy of Food: A Global Crisis. New Left Review, 197, 29-57.

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The Political Economy of Food: The Rise Fall of the Postwar International Food Order.JUANA AFANADOR

lecturas

La Segunda Guerra Mundial transformó definitivamente el orden geopolítico mundial: Estados Unidos se erigió como gran potencia y el mun-do se dividió en dos bloques políticos claramente divididos. En esta serie de dos artículos muy influyentes, Harriet Friedmann usa el concepto de Régimen Alimentario para describir el sistema bajo el que se reorganizaron las relacio-nes alimentarias mundiales en la pos-guerra. En el primer artículo, de 1982, Friedmann hace un análisis del primer régimen alimentario, que va desde la posguerra hasta los años setenta, y en el que Estados Unidos se ratifica como potencia y mayor exportador agrícola del momento. Debido a los subsidios e incentivos que se establecieron desde finales de los 30, así como al alto grado de industrialización de la agricultura, la producción de granos en Estados Uni-dos comenzó a exceder ampliamente la demanda interna. A esta sobreproduc-ción se sumaba un problema de tipo po-lítico: el recrudecimiento de la Guerra Fría hacía imperativo que Estados Uni-dos fortaleciera su esfera de influencia en los países del Tercer Mundo. Con la Ley Pública (PL) 480 de 1954, me-diante la cual se aprobaron grandes donaciones de trigo y otros cereales a países pobres, se “mataron dos pájaros de un solo tiro”. Estados Unidos utilizó las donaciones para ganar adeptos du-rante la Guerra Fría y, al mismo tiempo, deshacerse de la sobreproducción de trigo. Sin embargo, esta medida tuvo un impacto profundo sobre la sociedad, la economía y las prácticas alimenticias de muchos países.

El mayor problema, según Friedmann, es que las ayudas alimentarias desincen-tivaron la producción interna de granos en los países del Tercer Mundo y convir-tieron las otrora sociedades agrícolas au-

tosuficientes en sociedades de consumo masificado, anticipando la dependencia agrícola que se vive actualmente. El caso que se usa como ejemplo de los efectos nocivos de la PL 480 es justamente el del trigo en Colombia. Debido a la entrada masiva de trigo estadounidense, el con-sumo de grano importado pasó de 22% en 1951 a cerca de 90% en 1971. Este régimen alimentario de la posguerra cae-ría en los años setenta con las grandes compras de grano por parte de la Unión Soviética (que eliminaron, de hecho, las grandes reservas de grano estadouniden-se), y se instauraría un nuevo régimen ali-mentario, que la autora analiza 11 años después, en su artículo “The Political Economy of Food: A Global Crisis”.

En su escrito de 1993, Friedmann describe las nuevas relaciones y reglas posteriores a la crisis de los setenta y la caída del régimen de la posguerra. A diferencia del primer artículo, en éste discute los roles del bloque soviético y asiático, y deja claras las consecuencias y el legado del régimen alimentario de la posguerra. Por un lado, el bloque sovié-tico se convirtió en uno de los mayores compradores de granos norteamerica-nos, abriendo de esta manera una grieta irreparable en el orden alimentario pos-terior. Por otra parte, países como Japón, con importantes políticas de protección agraria, después de la caída del socialis-mo se vuelven importantes importado-res de soya y trigo, que se empiezan a integrar a su dieta. Es importante ver cómo Friedmann resalta la integración de un nuevo producto en la dieta de una nación y la significativa penetración cul-tural que esto implica.

Otro de los cambios reveladores del orden o desorden alimentario es la aparición de nuevos países agrícolas que abren sus puertas al mercado y que facilitan nuevos intercambios, que desestabilizan el pano-rama alimentario de la posguerra, lo que deja en evidencia la diferencia entre los países del Tercer Mundo que exportan y aprovechan el auge del petróleo y los

que cada vez son más pobres. Un ejem-plo interesante que utiliza Friedmann es Brasil como país exportador y en proceso de industrialización, que no descuida su producción agrícola y al mismo tiempo desarrolla la industria, creando un equi-librio, a diferencia de la mayoría de los países del Tercer Mundo.

Independientemente de las configuracio-nes más recientes, Friedmann enfatiza que el antiguo régimen alimentario dejó un legado de dependencia y subordina-ción alimentaria como consecuencia de las nuevas jerarquías globales entre paí-ses del norte y países del sur, que intensi-fican la desigualdad y la desestabilización política de los países subdesarrollados.

Lo que seguiría después de este régi-men alimentario tampoco sería muy alentador, según Friedmann, ya que las condiciones agroalimentarias serían re-guladas por corporaciones agroalimen-tarias que se centran en la comida como una industria de bienes y servicios, que cambian el rol de la agricultura. La au-tora propone pensar en una base social para una política alimentaria democrá-tica, que parta de movimientos para generar empleo, seguridad alimentaria, cuidado ambiental e integridad cultural, y que vaya más allá de la promoción de la comida norteamericana que ya se ha insertado en los niveles locales. Esto sin olvidar que el éxito local agroalimentario depende de la creación de nuevas ins-tituciones internacionales que integren las escalas local y global.

Los dos artículos de Friedmann, que pueden verse como una serie cohe-rente, son fundamentales a la hora de aproximarse y tratar de entender el ré-gimen y el orden alimentario mundial. Así mismo, nos abren el espacio para preguntarnos sobre la naturaleza de al-gunos de los fenómenos de dependen-cia alimentaria del Tercer Mundo, sus causas y consecuencias, y los efectos que vivimos hoy en día como resultado de procesos históricos.

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Revista de Estudios Sociales No. 29,rev.estud.soc.abril de 2008: Pp. 196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Pp.182-184.

* Profesor, Universidad de Córdoba, Montería, Colombia.Correo electrónico: [email protected]

Fabio Alejandro Camargo*

ChangingFortunes:

Biodiversity and Peasant Livelihoodin the Peruvian Andes

Zimmerer, K. S. (1999). Changing Fortunes: Biodiversity and Peasant Livelihood in the Peruvian Andes.Berkeley and Los Angeles: University of California Press.

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Changing Fortunes: Biodiversity and Peasant Livelihood in the Peruvian Andes.FABIO ALEJANDRO CAMARGO

lecturas

Este texto estudia la fun-ción sociocultural y ambiental de la diversidad de los cultivos agrícolas en los Andes de Paucartambo, Perú. Se enfoca principalmente en los cultivos de maíz, papa, ulluco y quinua locali-zados a lo largo de un paisaje agríco-la formado por espacios de cultivos como la loma y el valle, en los cuales trabajan campesinos indígenas de la sociedad quechua. Tal diversidad es analizada por el autor a la luz de di-versos procesos que han llevado a su deterioro, lo cual se convierte en una preocupación contemporánea por la pérdida de la biodiversidad, en con-traste con la búsqueda de mecanis-mos de conservación que conlleven un desarrollo “económicamente sano y socialmente justo”.

A lo largo del libro, Zimmerer mues-tra que la diversidad de los cultivos no sólo se da por las características ambientales de un lugar sino tam-bién por la acción de las personas que los trabajan. Éste es, precisa-mente, uno de los puntos fuertes del texto, pues problematiza el concep-to de biodiversidad alejándose de la posición que la entiende como una condición per se, “natural”, producto de las condiciones de un ambiente aparentemente inalterado por los se-res humanos, y en contraste, mues-tra que, en el caso de los Andes de Paucartambo, la biodiversidad se ha visto influenciada por procesos his-tóricos y políticos que han determi-nado su destino. Procesos históricos, en tanto los diferentes momentos de la historia de la región, en particular durante el Imperio inca, la coloniza-ción española y el gobierno republi-cano, han influido a su modo en las transformaciones de la agricultura y la explotación de unos cultivos en

detrimento de otros. Políticos, en tanto muestra, por ejemplo, cómo después de la Reforma de Tierras lle-vada a cabo por el Estado peruano en 1969 se produjo un cambio radical en la relación de los campesinos con la tierra mediante el cultivo de di-ferentes alimentos, pues además de poner en marcha nuevas formas de manejo y uso de la tierra, arraigó en la región una lógica de producción agraria orientada al cubrimiento de la demanda de mercados extrarregio-nales y urbanos.

La Reforma de 1969 es un momento crucial en el análisis de Zimmerer, pues desde ese entonces la diver-sidad de los cultivos sufrió serias alteraciones, que se dieron en un contexto de transformaciones ecoló-gicas, ambientales y socioculturales. Desde el punto de vista ambiental, la especialización en la producción de cultivos de variedades mejoradas de mayor resistencia y menor tiempo de maduración, la adopción de técnicas y herramientas agrícolas para el ren-dimiento de los cultivos –tales como fertilizantes y fungicidas– y la inten-sificación de la ganadería conllevaron al deterioro y la erosión de los suelos y el detrimento de la diversidad de los cultivos, a favor de la intensifica-ción de la producción de unos pocos de gran importancia comercial.

De igual forma, la Reforma ocasionó profundos cambios en la organiza-ción sociocultural de los campesi-nos quechuas. Con su vinculación a la economía agrícola comercial, se formó una gama de sectores so-cioeconómicamente diferenciables, en cuyo polo se ubicó una gran parte de campesinos pobres con pocos re-cursos y oportunidades de acceso al mercado, y del lado opuesto, cultiva-dores con mayor poder adquisitivo y, por lo tanto, con los medios técnicos y las tierras para hacer parte del co-mercio agrícola, con la particularidad

de que tal acceso no implicó el de-trimento de los cultivos de diversas variedades. En un lugar intermedio se encontró un grupo de campesinos que poseen tierras y medios para ac-ceder al mercado pero no son lo su-ficientemente solventes como para mantener de la misma forma cultivos variados en sus territorios.

Dado que los campesinos más aco-modados lograron mantener una producción para el comercio sin “sa-crificar” la diversidad de cultivos de uso tradicional, gracias, entre otras cosas, a la vinculación de mano de obra externa a su familia, Zimmerer resalta cómo se produce un cambio cultural en el significado de los cul-tivos diversificados. Durante la Colo-nia, la diversificación agrícola se veía como una característica de la vida de los indígenas, de donde los españoles acuñaron el término peyorativo de “comida de los indios”, pero tras la Reforma de Tierras de 1969, esta di-versidad se resignifica, pues para los campesinos más adinerados se con-vierte en una especie de “lujo tradi-cional” que da cierto estatus social.

La diversidad en los cultivos no es sólo producto de las condiciones am-bientales sino también de las prác-ticas culturales de los campesinos, quienes no siempre están motivados por razones ecológicas, sino también por la búsqueda de una superviven-cia plena, o kawsay, en palabras de los indígenas, lo cual determina unas normas culinarias que incentivan la siembra de diversos cultivos para la elaboración de diferentes platos. Sumado a ello, además de que los cultivos cumplen un rol alimenticio, también tienen diferentes papeles dentro de la sociedad quechua, ta-les como ser elementos rituales en las fiestas religiosas, servir de obje-to de intercambios recíprocos y de regalos que fortalecen los diferentes lazos de parentesco real o ficticio,

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y de amistad entre los campesinos. Incluso, hacen parte de los argu-mentos para reclamar los derechos de subsistencia ligados al uso de la tierra, en algunos momentos de ten-sión frente al Estado y sus políticas.

De esta forma, a pesar del cambio cultural y de la inserción de la eco-nomía de mercado y la comerciali-zación de productos agrícolas que intensificaron la “erosión genética”, la diversidad de cultivos se logró mantener entre algunos sectores del campesinado de Paucartambo. Esto contradice aquellos postulados que sostienen que con la “aculturación” de las sociedades tradicionales, ge-neralmente asociada a su vincula-ción con las dinámicas del mercado capitalista, inevitablemente hay una

pérdida de biodiversidad. El cambio cultural en sociedades indígenas no implica la extinción del cultivo de diversos productos, afirma Zimme-rer. En contraste, los campesinos de los Andes de Paucartambo, median-te la innovación, lograron mantener una producción agrícola con doble propósito: el comercio y la subsis-tencia, que significó ajustes tecnoló-gicos, laborales y de manejo de los recursos, tal y como se puede ver en la creciente flexibilidad de los siste-mas productivos y en la creación de espacios de siembra, donde mezclan diversas variedades de cultivos.

Changing Fortunes no sólo es una contribución a los estudios sobre el campesinado y los recursos naturales agrícolas en Perú, sino también una

crítica a las visiones adaptacionistas, con la intención de problematizar el concepto de biodiversidad, tan en boga a partir del crecimiento de los movimientos ambientalistas y de las alarmas sobre el deterioro de nues-tros recursos naturales. De igual for-ma, es un aporte significativo a los estudios sobre la alimentación, pues expone cómo en torno al propósito de obtener una subsistencia plena a través del cultivo de diversas varieda-des –para aumentar las posibilidades culinarias heterogéneas y de comer-cialización de alimentos– se da una serie de transformaciones culturales y ambientales que conllevan a la for-mación de nuevas relaciones de po-der y de resignificación de la función social y ambiental de los cultivos y su diversidad.

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