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Cátedra de Artes N° 3 (2007): 9-19 Revista Cátedra de Artes PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE FACULTAD DE ARTES Nº 3 • Segundo semestre de 2006

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Cátedra de Artes N° 3 (2007): 9-19

Revista Cátedra de Artes

Pontificia Universidad católica de chileFacultad de artes

Nº 3 • Segundo semestre de 2006

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Revista Cátedra de ArtesFacultad de Artes

P r o y e c t o M a g í s t e r e n A r t e s

director

Patricio Rodríguez-Plaza

contactos y correspondencia

Av. Jaime Guzmán Errázuriz 3300Fono (56-2) 3545144 Fax (56-2) [email protected]

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TipográficaEdición al cuidado de David Bustos M.

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ISSN 0718-2759 (versión impresa)ISSN 0718-2767 (versión en línea)

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Juan Pablo González RodríguezPontificia Universidad Católica de Chile

Iliana Hernández Pontificia Universidad Javeriana

Jean Lancri Universidad de París I

Katya Mandoki Universidad Autónoma Metropolitana

Jesús Martín-Barbero Pontificia Universidad Javeriana

Ana María Ochoa Universidad de Nueva York

Alicia Pino Rodríguez Instituto de Filosofía de La Habana

Carlos Plasencia Climent Universidad Politécnica de Valencia

Evgenia Roubina Universidad Nacional Autónoma de México

Inés Stranger Pontificia Universidad Católica de Chile

Cátedra de Artes es financiada por el

Programa de Magíster en Artes

de la Pontificia Universidad Católica

de Chile

Cátedra de Artes N° 3 (2007): 9-19

�Presentación

juan pablo gonzálezRock , memoria del cuerpo Rock, body memories

emmanuelle rimbotAutorrepresentación y manifiesto en la Nueva Canción

y Canto NuevoSelf-representation and manifestoes in chilean Nueva Canción

and Canto Nuevo

agustín ruiz zamoraMargot Loyola y Violeta Parra: Convergencias

y divergencias en el paradigma interpretativo de la Nueva Canción chilena

Margot Loyola and Violeta Parra: Convergences and divergences within the performing paradigm of Chilean New Song

maría de la luz hurtadoProductividad de la mirada como performanceProductivity of performance theory in theatre studies

egberto bermúdezDel humor y el amor: Música de parranda y música

de despecho en Colombia (i)From humor and love: parranda and despecho music

of Colombia

Tabla de contenidosRevista Cátedra de Artes Nº 3 • Segundo semestre 2006

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Sobre los autores publicados en este número

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Presentación

En consonancia con nuestros objetivos y recorrido, este tercer número de Cátedra de Artes se hace eco de variadas pistas de reflexión con respecto a las expresiones artístico-estéticas de nuestras gentes.

Siguiendo los ejes latinoamericanos y reforzando la idea de ampliar la visión acerca del arte, yendo para ello hacia las innumerables variables que lo constituyen, estos textos escudriñan desde diferentes flancos, esta realidad, haciéndola en varios casos casi irreconocible. Y ello no porque dichos textos se aparten del campo tradicional del arte —aunque en más de un tópico eso sea efectivamente así— sino por que sus objetos o métodos nos desvían la mirada hacia lugares o zonas menos estudiadas o a perspectivas analíticas de quienes intentan rebasar sus acostumbrados ámbitos de incumbencia.

Así, la revista se abre con el artículo del musicólogo Juan Pablo González que se arriesga en una lectura de imágenes visuales que puede llevarnos a comprender, no sólo las conjunciones conmemorativas de dos grupos y países de nuestro continente, sino también las posibilidades de lectura de un espacio gráfico que termina por ser la cara visible de cuestiones menos evidentes.

También están aquí los trabajos de Emannuelle Rimbot sobre aspectos discursivos de los movimientos de renovación del folklore en Chile, discursos desde los cuales se construye la propia figura del cantautor y de Agustín Ruiz Zamora que explora los vínculos estéticos entre dos figuras fundamentales de la música chilena, como son Violeta Parra y Margot Loyola, cuestionando el modo en que se ha historizado dicha relación.

En esta línea gruesa esbozada hasta aquí, está también una interesante y profunda reflexión y teorización de María de la Luz Hurtado, quien desde los estudios culturales inaugura entre nosotros una mirada hacia épocas y manifestaciones que se han construido con una dimensión de teatralidad social.

Finalmente esta edición se cierra con el artículo de Egberto Bermúdez —del cual se publica una primera parte, dejando una segunda y final para el número 4— el que se detiene, ahora si, en un rincón de esto que estamos señalando, para pensar cómo la música de parranda producida en Colombia, teñida de humor y de amor, ha sido capaz de tejerse con las vivencias fiesteras,

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melancólicas o tristes de una comunidad acostumbrada a escuchar (se) en su propia experiencia y tradición.

Cátedra de Artes le ha encargado a Juan Pablo González el trabajo de compilación, ordenamiento y edición parcial de varios de los textos que aparecen en este número, así como de otros que aparecerán en el número siguiente y que se encuentra en preparación.

Roberto Farriol, Juan Pablo GonzálezPatricio Rodríguez-Plaza e Ignacio Villegas

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Rock, memoria del cuerpoCátedra de Artes N° 3 (2006): 9-24 • ISSN 0718-2759

© Facultad de Artes • Pontificia Universidad Católica de Chile

resumen

abstract

Rock, memoria del cuerpo

Juan Pablo GonzálezPontificia Universidad Católica de Chile

La construcción patrimonial del rock en Chile ha sido realizada por los crí-ticos de rock a partir del desarrollo de sus vertientes críticas y progresivas de la segunda mitad de los años sesenta. Estas vertientes ha sido entendidas como una forma de oposición a la corriente comercial representada por la Nueva Ola. Sin embargo, no se ha avanzado demasiado en reconocer el impacto que el rock and roll produjo entre la juventud chilena de mediados de los años cincuenta, canalizando la construcción de una actitud rebelde y crítica hacia una sociedad que los ignoraba. Mediante la comparación del modo en que el rock se ha incorporado en América Latina a la memoria de la nación, este artículo pretende expandir el conocimiento y valoración del rock en Chile hacia los años cincuenta, enfatizando su práctica entre los chilenos.palabras claves: rock, baile, memoria, América Latina.

According to the rock critics, the beginnings of Chilean rock may be traced to the starting of its critical and progressive trends of the mid sixties, which are understood as oppositional against the commercial trend of the Nueva Ola (new wave). However, we have not went further in recognizing the impact of rock and roll on the Chilean youth of the mid fifties, influencing them in their building of a rebellious and critical attitude towards a society which have ignored them. Focusing on the way rock have been integrated in Latin America to different national heritages, this article intends to expand the knowledge and valuation of the early rock and roll in Chile, stressing its practice among the Chileans.keywords: rock, dance, memory, Latin America.

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En septiembre de 2006, me tocó participar en Ciudad de México en los preparativos de un encuentro de estudios de música popular, organizado por la historiadora mexicana Julia Palacios en conmemoración de los cincuenta años del rock en México. Allí les comenté a mis amigos mexicanos sobre el seminario Crítica, música popular y memoria, organizado por el investigador y músico chileno de rock Tito Escárate en conmemoración de los cuarenta años del rock en Chile, que se realizaría sólo un mes después del encuentro mexicano. Junto con celebrar otra coincidencia más entre dos países cuya independencia fuera proclamada el 16 y el 18 de septiembre de 1810, mis amigos manifestaron su extrañeza de que el rock hubiera llegado a este país diez años más tarde que a México.1

Este no es el caso, les manifesté, lo que ocurre es que la construcción de memoria del rock chileno, fue realizada en los años ochenta por los primeros estudiosos del tema, especialmente Fabio Salas y Tito Escárate, a partir del desarrollo de vertientes vinculadas a las nuevas búsquedas de los años sesenta: el beat, la sicodelia, el folk y el rock californiano. De este modo, es sólo a partir de 1966 que se identifican hitos en la escena rock era nacional, especialmente a partir del primer disco de larga duración del grupo Los Mac’s: Go Go/22, editado por rca Víctor en Santiago en noviembre de 1966.

La búsqueda en los años ochenta de discos fundacionales del nuevo rock nacional, se emprendía también en países como Argentina y Brasil. En Argentina, se trataba del primer single con temas originales del grupo Los Beatniks (cbs, 1966), quinteto de corta vida que realizaba versiones de Little Richard. En Brasil, fue el primer single de Os Mutantes y Rita Lee: É Proibido Proibir y Ambiente de Festival, grabado junto a Gilberto Gil. 1966, entonces, marcaría el comienzo del desarrollo de vertientes propias del rock en América del Sur.

De este modo, casi no se construye memoria en torno a la presencia, práctica y consumo del rock en Chile antes de 1966, pues todo parece haber sido absorbido por la Nueva Ola, vertiente de la música joven de los años sesenta considerada más pop y comercial que el rock. En efecto, la orienta-ción juvenil de la industria musical se instalaba en Chile a comienzos de los años sesenta a partir de la masificación del disco de 45 rpm, el auge de las discotecas, y la consolidación de la televisión-espectáculo. Esta industria comenzaba a desarrollar lo que más tarde se denominará pop, cooptando, entonces la energía rebelde del rock and roll, transformándola en romance y diversión, y haciendo de ella «un asunto solamente comercial».

Si bien la asimilación en Chile del gesto de rebeldía del temprano rock

1 Este artículo es una versión extendida de la ponencia presentada por el autor en el seminario Crítica, música popular y memoria, realizado en la Biblioteca de Santiago en noviembre de 2006. Agradezco los comentarios de Julia Palacios al presente texto.

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and roll norteamericano pudo ser en principio una simple moda, a la larga sirvió como catalizadora de una inquietud juvenil de cambio. Esta inquietud hará eclosión en los años sesenta y encontrará más canales musicales para expresarse, sumándose a movimientos estudiantiles y políticos.

La Nueva Ola pudo desarrollarse, entonces, porque tenía a mano una energía rebelde que cooptar, energía que existía en Chile en la segunda mi-tad de los años cincuenta, como este ensayo intenta demostrar. Más aún, la increíble y férrea oposición que produjo la llegada y el desarrollo del rock and roll a Chile entre sectores vinculados a la industria, el periodismo y la música, nos habla de la reacción a una expresión juvenil que causaba estupor entre los mayores. En 1957, el ya afamado compositor, pianista y director popular Vicente Bianchi, a sus rteinta y siete años de edad, declaraba a la prensa:

Estimo que el rock and roll ya debió haberse exterminado y prohibido en Chile, como ha ocurrido en otras naciones, porque enturbia la mentalidad de nuestra juventud —en gran parte extraviada—, y daña su sensibilidad artística [...] (Merino, 2000:15).

Sería impensable que los estudiosos del rock compartieran tal aseveración, pero finalmente han contribuido a ese exterminio que proponía Bianchi hace casi cincuenta años, borrando de la memoria nacional el período anterior a la Nueva Ola. Es sólo a partir de los años noventa, con la llegada a la escena del discurso sobre música popular de un grupo de periodistas especializados, como Cristóbal Peña, David Ponce, Jorge Leiva, Marisol García y otros, que aparece una relación no-culposa con la Nueva Ola y las etapas tempranas del rock. De este modo, se avanza hacia la década de 1950, recogiendo, por ejemplo, la figura del primer Peter Rock , emblema de la encarnación de Elvis Presley en Chile a través de la imitación juvenil.

El hito rockero chileno

La historia local del rock, nos recuerda que todo habría comenzado a partir de la banda de Valparaíso Los Mac’s (1962), formados por David Mc Iver en guitarra y voz, Carlos Mc Iver en bajo y voz, Willy Morales en guita-rra, teclados y voz, y Eric Franklin en batería.2 Su disco Go Go/22, sería el primer álbum de rock chileno, aunque fuera básicamente un disco de covers, o versiones de otros temas, con sólo uno de ellos compuesto por la propia banda. La mitad de las diecinueve pistas del disco corresponden a versiones de temas norteamericanos grabados durante la segunda mitad de la década de 1950, que se ubican especialmente en la cara a. La otra mitad corresponde a dignos covers de Los Beatles, Los Rolling Stones y éxitos de rhythm and

2 Desde la región de Valparaíso surgirán las principales bandas de rock and roll y rock chilenas entre 1956 y 1970.

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blues de mediados de los años sesenta, inlcuidos en el influyente ranking publicado por Billboard.

Con un claro sentido comercial, ambos lados del disco comienzan con hits del momento: En el lado a, se incluye Wooly Booly, (o Bully) del mexicano-americano Domingo Samudio y su banda tex-mex Sam the Sham and The Pharaos (1961). Wooly Booly vendía tres millones de copias en el mundo a mediados de 1965. Para no ser menos, el lado b comienza con Satisfaction, de Los Rolling Stones, que había salido como disco single en Estados Unidos en mayo 1965. En un país poco aficionado a Los Rolling Stone, como Chile, Satisfaction se transformaría en referente casi único del fundamental grupo inglés, formando también parte del repertorio de covers de otros grupos chi-lenos de la época, como Los Jockers. A esto se agrega un éxito de comienzos de los años sesenta, con el que termina el primer lado del disco: Route 66, conocido en Chile en la versión que grabara George Maharis (1928), para la road serie de televisión «Ruta 66» (1960), grabación que estuvo entre los primeros lugares del ranking chileno a fines de 1964.�

El patrimonio musical de los años cincuenta resulta fundamental en el disco de Los Mac’s como se puede observar en las siguientes diez canciones de su lp Go Go/22:

1955 I got a baby, Gene Vincent and The Blue Caps.1956 Roll over Beethoven, Chuck Berry.1957 That’ll Be The Day, Buddy Holly and The Crickets.1958 Do you wan to dance, Bobby Freeman.1960 Route 66, (Bobby Troup) George Maharis, a9 (pista final).1962 The wah Watusi, The Orlons.

� Route 66 había sido grabada en 1946 por Nat King Cole.

Imagen 1. Carátula del primer lp de Los Mac’s, Santiago, 1966

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196� I call your name, The Beatles.196� I want be your man, The Beatles, b10 (pista final).1965 Wooly Booly, Sam the Sham and The Pharaos, a1.1965 Satisfaction, Rolling Stones, b1.

A esta preponderancia rocanrolera en un disco marcado como fundacional por la crítica chilena de rock , se suma otro elemento que se desliga del rock: su concepto pop. En efecto, ni el nombre, ni el diseño, ni la producción de Go Go/22, resultan demasiado beat o incorformista. El go-go era un baile de moda, relacionado con un modelo de botas largas que empezaban a usar chicas con minifalda en discoteques de Los Angeles y Nueva York en 1965. Estas botas fueron popularizadas por Nancy Sinatra en su canción pop, llamada en Chile: Estas botas están hechas para caminar sobre ti, que vendió cuatro millones de discos en el mundo.

El diseño de la carátula de Go Go/22 no es precisamente rockero, ba-sándose en fotos de músicos y bailarines vestidos formalmente, sin botas a go-go y con faldas hasta la rodilla. Además, la grabación incluye aplausos y gritos de fondo de un grupo de seguidores o fans que participa de la gra-bación del disco, quienes crean un ambiente similar al de un show juvenil de televisión.

De este modo, el rock chileno intenta ser moderno desde la periferia, pero no lo logra del todo. La juventud chilena ha sufrido el freno que se le aplicó al primer rock and roll, y bajo los escombros del proyecto inicial empiezan a surgir grupos que tratan de avanzar, pero adaptándose a los requerimientos de un medio que, paradojalmente, tenderá a ignorarlos. Lo que resulta evidente en este análisis, es que dentro del propio impulso modernizador del rock de mediados de los años sesenta, se mira hacia los años de oro del rock and roll, que nutre a las grandes estrellas internacionales y nacionales del género.

Imagen 2. Carátula del disco Estas botas están hechas para caminar sobre tí de Nancy Sinatra

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Naturalmente, Los Mac´s no surgían de la nada, y cuando se formaron en 1962, sus integrantes ya habían escuchado a importantes astros norte-americanos del rock and roll, como los Everly Brothers, Gene Vincent e, incluso, a Chuck Berry, que casi no se conocía en Chile. Este hecho no es raro, pues lógicamente había incipientes músicos entre el público juvenil que era alimentado por programas de radio y películas de rock and roll que llegaban al país desde el estreno Semilla de maldad (1955) en Chile, a me-diados de 1956.

De acuerdo a los patrones de comportamiento juvenil impulsados inter-nacionalmente por Semilla de maldad, los integrantes de Los Mac’s también tenían su pandilla con chaquetas de cuero, hacía pequeñas maldades, y bailaban rock and roll, especialmente en la carpa del balneario Las Salinas de Viña del Mar, donde «se respiraba la atmósfera mas dura y pesada de ese momento», recuerda David Mac-Iver (Escárate, 1999: 4�).

Sin duda que Los Mac’s fueron una banda de rock and roll, como muchas otras, más o menos anónimas, que hubo en Chile durante la segunda mitad de los años cincuenta. Esto queda demostrado tanto por su discurso como por sus versiones rocanroleras de Go Go/22. De este modo, cabe preguntarse si «esta pieza fundacional de una revolución musical que alcanza hasta el presente» como señala Escárate, no nos está remitiendo también a más de cuarenta años de tradición rock era en Chile (41 y 48).

Lo que dicen los afiches

Los homenajes a la llegada del rock a México y a Chile, constituyen hitos importantes en la construcción de memoria local en relación al rock y en el proceso de apropiación de una práctica musical y cultural foránea, que de esta forma queda habilitada para adquirir sentido patrimonial. De hecho, el seminario chileno sobre rock fue auspiciado por la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, dibam, algo impensable una década atrás, y el mexicano, por la Universidad Iberoamericana de Ciudad de México.

Si comparamos los homenajes realizados en Chile y en México a la llegada del rock en base al diseño de los afiches que los convocan, comprenderemos mejor las distintas lecturas del rock realizadas en ambos países. Tales lecturas inciden directamente en la construcción de memoria y patrimonio del rock realizadas en ambos países, como veremos a continuación.

El afiche mexicano está lleno de optimismo, con colores alegres y formas ondulantes, dominadas por un disco que parece un sol lleno de energía. Su diseño sicodélico y pop, que podemos referir a la visualidad de Yellow Submarine, nos remite más a los años sesenta que a los cincuenta. Si bien el afiche dice «50 años», su diseño nos dice «40 años», una sutil manera de conciliar ambas posibilidades y de asumir la continuidad que posee la historia del rock and roll.

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La presencia de tres tocadiscos portátiles o pickups en el afiche, enfatiza los cincuenta años del rock desde la perspectiva de la escucha. Lo que cuenta, entonces, es el uso, el consumo y la (re)significación local de un fenómeno internacional. Con el tocadiscos portátil, se inicia un tipo de audición in-dependiente, que empiezan a realizar los (pre)adolescentes con un aparato económico, liviano y modular, que podían instalar con facilidad en sus dormi-torios, muchas veces en el suelo. Por primera vez, los jóvenes podían sustraerse a la dominación paterna sobre el espacio sonoro doméstico, ejercida desde el control del gran equipo de música instalado en el living de la casa.

Imagen 3. Afiche 50 años del rock en México, 2006

Este gesto de independencia y autonomía juvenil, resulta crucial a la hora de entender el desarrollo del rock and roll y de lo que vendrá después. Adolescentes e incipientes músicos de rock eran auditores autónomos en la intimidad de sus dormitorios de una mezcla de elementos musicales y corporales negros y blancos, mezcla cuestionada por la cultura dominante, que no tardará en reprimir.

El disco que aparece en este afiche es un disco single de 45 rpm, cuyo formato de vinilo más económico y liviano que el antiguo 78 rpm de pasta, permitía producir, almacenar y distribuir canciones con mayor facilidad. Esto facultará a un estudio pequeño y desconocido como Sun Records, por

Imagen 4. Afiche del film Yellow Submarine, George Dunning, director, 1968

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ejemplo, entrar al gran mercado norteamericano con las primeras produc-ciones de Elvis Presley. Del mismo modo en Chile, el productor Camilo Fernández supo utilizar el disco de 45 rpm para masificar la Nueva Ola y el neofolklore entre 1962 y 1968.

El disco del afiche mexicano es, además, un disco de oro, galardón que en los años cincuenta se otorgaba en Chile por la venta de 175 mil ejemplares. Con una población siete veces mayor que la chilena, en México este debe haber sido una cantidad mucho más alta. De este modo, los adolescentes mexicanos no sólo están escuchando rock and roll en sus dormitorios, sino que escuchan discos de oro, es decir, comienzan a manejar las ventas de una industria que ya tenía medio siglo de existencia y que siempre estuvo enfocada hacia el público adulto.

Cuando millones de adolescentes blancos transgredieron las reglas del apartheid norteamericano, comprando discos de rhythmm and blues, una música «de negros», produjeron un volumen de ventas mucho mayor al generado por el resto de la edades. A partir de entonces, las compañías discográficas comenzarían a otorgarle importancia primordial a la juventud como mercado (Carlin, 199�:20).

Imagen 5. Afiche 40 años del rock en Chile, 2006

El afiche de los 40 años del rock en Chile es muy distinto al mexicano. A los suaves colores lila, amarillo y naranja que imperan en el de México, en este se imponen el rojo y el negro. La combinación rojinegra, emblema revolucionario recurrente, surgió de la unión del color simbólico del anarquismo: el negro, con el del sindicalismo obrero: el rojo. Ambos colores han identificado, a través de la historia, desde al anarcosindicalismo hasta los anarcopunks, pasando en Chile por el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, mir (1965). De este modo, el mensaje es claro; este seminario celebra la práctica del rock en Chile desde su espíritu trasgresor, crítico y contestatario, pues ¡qué otra cosa puede ser el rock!

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Como si la fuerza del rojinegro no fuera suficiente, el afiche chileno es impactado con manchas de tinta negra, que parecen las huellas de un soni-do perturbador, asociado a la guitarra eléctrica que domina el diseño. Estas manchas recuerdan las de la impactante carátula, también rojinegra, del lp Basta de Quilapayún, editado por dicap en 1969, que incluye La muralla de Nicolás Guillén y Quilapayún, y La carta, de Violeta Parra, dos clásicos del cancionero comprometido chileno de los años sesenta.

Este afiche es dominado por una guitarra eléctrica, no por un tocadiscos como el mexicano, es decir el énfasis está en la práctica del rock más que en su escucha y consumo. Dentro del contexto del afiche, la guitarra es un arma de combate social, desde la que se denuncia, se ataca y se incita. Así aparecía en la carátula del lp Amerindios (dicap, 1970), de Julio Numhauser y Ernesto Salazar, fotografiados por Antonio Larrea. Por su parte, Víctor Jara transformaba guitarras en ametralladoras en su montaje Viet Rock (Santiago, 1969), de la dramaturga norteamericana Megan Terry.

Imagen 6. Carátula de lp de Quilapayún «Basta», Santiago, 1969

Imagen 7. Portada del lp Amerindios, foto de Antonio Larrea, Santiago, 1970

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La paradoja es que, al igual que el lp fundacional de Los Mac’s, lleno de covers de los años cincuenta, la guitarra del afiche chileno es una Epiphone Les Paul Standard, modelo creado en 1952 en Estados Unidos por el gui-tarrista de jazz Les Paul, para la fábrica Epiphone. Este modelo se mantuvo vigente hasta 1960. Nuevamente nos persiguen los años cincuenta en nuestra celebración de los cuarenta años del rock. Nos persiguen, porque fueron los propios rock eros de los sesenta, tanto nacionales como extranjeros, los que se alimentaron de los primeros años del rock and roll.

Seguramente, la vieja guitarra Les Paul aparece en el afiche chileno porque se la asocia a grandes figuras del rock anglo de los años sesenta, pues fue revivida en 1968, a sugerencia de Eric Clapton, por la compañía Gibson que había comprado a Epiphone en 1957. Más tarde, este modelo se volverá popular entre los guitarristas del rock duro y progresivo, protagonizando el afiche chileno. ¡Que viva el rock and roll!4

Los 50 años del rock en Chile

La popularidad alcanzada en Estados Unidos por Rock around the clock, de Bill Haley and His Comets, incluida en los créditos de la película Semilla de maldad (1955), constituye una de las primeras noticias que se difundieron en Chile en relación a la existencia del rock and roll.5 Rock around the clock, no tardaría en figurar entre los temas más populares de fines de 1955 en Santiago, según los oyentes del programa Discomanía de Radio Minería. Esto ocurría luego que su fundador, Raúl Matas, partiera como locutor a una radio latina de Nueva York, siendo sustituido por el joven Ricardo García (Westtermann, 2006: ��) Resulta sintomático que esto haya sucedido así, pues el alejamiento de Matas, quien representa la escena establecida de la música popular, dejaba el terreno libre al nuevo gusto que imponían los jóvenes, respaldado por un también joven disc jockey.

4 Jimmy Page de Led Zeppelin y Dickey Betts de The Allman Brothers, serán reconocidos adherentes a las guitarras Les Paul Standard revividas, según el sitio de internet, Wikipedia.

5 Esta noticia fue difundida en la columna del comentarista y productor Camilo Fernández, «Album de Discos» de la revista Ecran en agosto de 1955.

Imagen 8. Guitarra Epiphone, Les Paul Standar, Estados Unidos, 1952-1960

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La rápida acogida que tuvo Rock around the clock en Chile, se vincula con la aparición de su disco en las tres formas posibles en las que puede difundirse una grabación: su versión original, su cover, y su copia ilegal o «pirata». En efecto, la edición que el sello Decca realizó en 1954 de Rock around the clock en Estados Unidos, comenzó a circular en Chile a fines de 1955, transfor-mándose en uno de los éxitos veraniegos de comienzos de 1956. Poco tiempo después, fue grabado por Federico Ojeda para rca Victor como Bailando rock junto al reloj, con Luis Aránguiz, como vocalista. Finalmente, Rock around the clock habría sido grabado en forma ilegal vía telefónica, durante una exhibi-ción de Semilla de maldad en el Teatro Metro de Santiago, aumentando su circulación pública en el país (véase las entrevistas a Fernández y Pedreros en Westermann, 2006).

Federico Ojeda era un destacado director de jazz melódico y de música tropical, que poseía un extenso catálogo de grabaciones para rca Victor desde los años cuarenta. Por su parte, Luis Aránguiz era uno de los princi-pales trompetistas de jazz de la época, además de ser compositor de música tropical y swing. Los músicos profesionales debían reaccionar ante las nuevas tendencias, incorporándolas a su práctica habitual. Es así que, junto con componer, estos músicos acompañaron las presentaciones y grabaciones de los jóvenes cantantes de rock and roll y formaron sus propias bandas, como es el caso de Ernesto Allende y su Quinteto, cuyo promedio de edad en 1957 sobrepasaba los sesenta años. ¡Una especie de Rolling Stones actuales, pero cincuenta años atrás!

Imagen 9. Ernesto Allende y su Quinteto, portada de partitura, Santiago, 1957

Luego de las grabaciones pioneras de rca Victor, el otro sello interna-cional que operaba en el país, Odeón, comenzó con sus grabaciones de rock and roll en Chile. Para ello, eligió a una orquesta que se destacaba por su repertorio tropical y de swing, la Orquesta Huambaly, grabando en 1957 un animoso Huambaly Rock, de José Luis Córdova, baterista de la orquesta; y en 1958, el Rock del mono (1958), de Roberto «Mono» Acuña, trompeta solista de la Huambaly. Nuevamente encontramos a músicos profesionales, que se desempeñan en la música tropical y el swing, que deben absorber el nuevo

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ritmo. Sin embargo, ellos finalmente no se alinearán con el rock and roll, considerándolo una moda pasajera y de poco interés musical. Seguramente no alcanzaban a percibir su fuerza generacional, multirracial, y contestataria, simplemente porque pertenecían a una generación adulta, estaban en la cima de sus carreras y no tenían contra qué rebelarse.

En enero de 1960, rca Victor publicaba dos rock and roll del pianista Arturo Ravello y The Ravello’s Five Rockers: Whoo-hoo y Rock-bass. Ese mismo año, y antes de ser devorado por la Nueva Ola, un auténtico quin-ceañero, Peter Rock , alcanzaba a grabar un cover en inglés del reciente éxito de Elvis Presley, Baby, I don’t care (1959). La versión está bien lograda, tanto instrumental como vocalmente, aunque posee una notoria inferioridad sonora respecto al original. 6

Al igual que en otros países latinoamericanos, el rock and roll intentaba ser absorbido como un nuevo baile de moda por la industria musical local. Las compañías de revista, siempre atentas a los sucesos de impacto social y a las nuevas tendencias, no tardaron en incorporar rock and roll en sus producciones. Desde fines de 1956, tenemos noticias de revistas musicales presentadas en salas de Santiago, como la de la Sociedad de Autores Teatrales de Chile, el Picaresque, el Bim Bam Bum y el Pigalle, que incluían rock and

6 Junto con estas grabaciones pioneras, contamos con algunas partituras de rock and roll editadas en Santiago por Casa Amarilla entre 1957 y 1958, en versiones de canto y piano para tocar en casa, de acuerdo a una práctica aún vigente iniciada en el salón decimonónico. Estas son: Jalea y rock and roll, de Ernesto Allende; Silbando el rock de Hermo Raffi; y El gringo rock, de Rodolfo Neira y Emilio Bidart.

Imagen 10. Publicidad del primer disco de Peter Rock, Santiago, 1960

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roll. En estas producciones, participaban los Hermanos Arriagada, que más tarde serán reconocidos astros del bolero y la balada; la orquesta espectáculo de rock The Golden Five; y algunos bailarines que hacían exhibiciones del nuevo baile.

Las propias boites y quintas de recreo se abrieron a la tendencia del rock and roll. El caso de la confitería, salón de té y boite Goyescas (1949-196�) resulta especialmente interesante, debido a que fue la última de las grandes boites del centro de Santiago en mantener abiertas sus puertas. Ubicada en la céntrica esquina de Estado con Huérfanos, y escenario habitual de la música española, el tango, el bolero, el swing, la música tropical, y el folklore, el Goyescas contrató al menos tres bandas de rock and roll entre 1957 y 1958: William Reb and His rock Kings; The rock Time; y los aún afamados Bill Haley and His Comets. Las dos primeras eran bandas de Valparaíso.

Formado por el cantante, imitador y hombre de radio William Rebolledo y algunos músicos de jazz, William Reb and His rock Kings fue el grupo que en 1956 empezó a tocar rock and roll en las radios chilenas. Por su parte, The Rock Time, que también actuaba en radio, tenía dos cantantes: Harry Shaw, imitador de Little Richard y Pat Rock, doble de Elvis (Westermann: 55).7 Esta banda reemplazó finalmente en el Goyescas a Bill Haley and His Comets, que había cancelado su visita de mayo de 1958. Esta visita pudo realizarse recién a fines de 1960, con un Haley de más de �0 años, que ya había perdido protagonismo en Estados Unidos ante la irrupción de Elvis Presley.

La absorción del rock and roll desde el cuerpo, era un hecho en Chile en 1956. Los jóvenes que asistían a ver las películas de rock and roll, en espe-cial Semilla de maldad y rock around the clock, no podían resistirse al ritmo contagiante. El modelo para aprender el nuevo baile estaba en la pantalla, y debían practicarlo en el propio cine. La prensa no cesaba de pedir cordura y buen comportamiento durante las exhibiciones de estas películas en el país. Asímismo, los certámenes de baile, vigentes en Chile desde los años cuarenta,

7 Existían otros imitadores de Elvis en Chile, como Jaime Cerutti y Jorge Pedreros.

Imagen 11. William Reb and His Rock Kings, Valparaíso, 1956

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comenzaron a incluir rock and roll dentro de sus competencias. Al comienzo, se trataba de certámenes especializados, como el organizado por el disc jockey Antonio Contreras en una boite de la calle Ahumada a comienzos de 1957 en torno a la figura de Elvis Presley (52). Sin embargo, rápidamente, las grandes competencias de baile, como las realizadas en el Teatro Caupolicán, comenzaron también a incluir rock and roll.

Lo que resulta particular, es que la propia academia de baile de Juan Valero, fundada en Santiago en 1918, enseñara rock and roll a mediados de 1957. La llegada a la academia de un baile de raíces negras surgido de la práctica espontánea de adolescentes blancos, contradice la esencia rebelde del rock and roll y su espíritu transgresor de las normas establecidas. De este modo, vemos como tempranamente en Chile, tanto desde el discurso, como desde la industria y la práctica misma del baile, se intenta la domesticación del rock, lograda finalmente con la Nueva Ola y su absorción del twist y la balada.8

Entre 1956 y 1958, los chilenos ya habían visto las principales películas de rock and roll; y lo bailaban en los cines, las carpas playeras, las kermeses escolares, los auditorios radiales, y las fiestas, malones y bailoteos. La pregunta es si no debemos construir memoria y discurso patrimonial desde la llegada, también, del rock and roll a nuestros cuerpos.

Ese impacto corporal constituye un requisito fundamental para la ab-sorción musical del rock and roll, siendo, en esencia, la primera etapa de su práctica. Es esa la manera en la que el rock and roll pudo penetrar en la cultura chilena, contribuyendo a construir una actitud crítica del adolescente frente a un mundo que ignoraba su existencia.

Del mismo modo que Los Mac’s o Eric Clapton buscaron en los años cincuenta las bases de su práctica rockera, podemos encontrar desde 1956

8 Esto ya había comenzado en Estados Unidos con la promoción de los pretty faces —caras bonitas— como Pat Boone y Ricky Nelson, que practicaban baladas rock conformistas.

Imagen 12. Peter Rock en Radio del Pacífico, Santiago, 1959

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en Chile las condiciones físicas, emocionales y mentales sobre las cuales se desarrolló aquello que entendemos por rock.

Referencias

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Escárate, Tito. (1999). Canción telepática. Rock en Chile. Santiago: Lom.González, Juan Pablo y Claudio Rolle. (2005). Historia social de la música

popular en Chile. 1890-1950. Santiago/La Habana: Ediciones Universidad Católica de Chile y Casa de las Américas.

Merino, Roberto. (2000). Horas perdidas en las calles de Santiago. Santiago: Editorial Sudamericana.

Salas, Fabio. (2000). El rock: su historia, autores y estilos. Santiago: Editorial Universidad de Santiago.

Westerman, Werner. (2006). La maldad está en la piel: Coléricos y rock and roll en Chile. 1955-1962. Tesina. Santiago: Instituto de Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile..

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Autorrepresentación y manifiestos en la Nueva Canción y Canto NuevoCátedra de Artes N° 3 (2006): 25-40 • ISSN 0718-2759

© Facultad de Artes • Pontificia Universidad Católica de Chile

resumen

abstract

Autorrepresentación y manifiestos en la Nueva Canción y Canto Nuevo

Emmanuelle RimbotCRICCAL (Paris III-Sorbonne Nouvelle), IASPM-LA

En contextos de compromiso ideológico por una causa colectiva, social, las artes populares pueden constituirse no sólo como frente de acción sino tam-bién como espacio de reflexión sobre las especificidades de dicha modalidad de acción. En el caso de la canción en el Chile de mediados de los años 60 hasta fines de los años 90, ésta se convierte en el canal de expresión de una concepción determinada de la función social del artista. La canción plantea una reflexión metatextual que rebasa el referente puramente político. Me-diante esta reflexión, el cantor y poeta define su quehacer ético y artístico y convierte su propio canto en un material poético.palabras claves : Nueva Canción Chilena, Canto Nuevo, manifiestos, autorrepresentación

In contexts in which there is an ideological commitment to a collective, social cause, popular art forms may come to constitute not only a front of action, but also a locus of reflection on the specificities of such action. Between the mid-1960s and the late 1990s, Chilean song became the vehicle for expressing a particular conception of the artist’s social func-tion. Songs posited a metatextual reflection that transcended their purely political scope. Through this reflection, the singer and poet defined his/her ethical and artistic project and transformed the very act of singing and songs into a poetic material.keywords: Chilean Nueva Canción, Canto Nuevo, manifestoes, self-representation

Self-representation and manifestoes in Chilean NuevaCanción and Canto Nuevo

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En los llamados movimientos de Nueva Canción y Canto Nuevo, en el Chile de mediados de los años 60 hasta finales de los 80, existió una plena conciencia del quehacer y de la responsabilidad del cantor. Esta conciencia se manifiesta a través del discurso en canciones programáticas, a las que llamaremos manifiestos, siguiendo la orientación que el propio Víctor Jara señalara en Manifiesto, una de sus canciones claves de la época del 70. Con-forme van siendo modelados y adoptados los géneros de canción popular, por pueblos, comunidades o grupos sociales, puede observarse una progresiva cimentación en estrecha interacción con sus contextos de producción, di-fusión y recepción. La mayoría de los estudios se ciñen a la observación de esta cimentación en términos musicológicos por un lado, sociológicos por otro lado, etnológicos por otro, siendo de creciente aceptación el recurrir a lecturas cruzadas entre campos científicos.

El presente artículo propone consideraciones complementarias a di-chas perspectivas ciñéndose esta vez al texto en sí, desde la perspectiva del discurso. El propósito es observar cómo, desde la perspectiva de la poética de la canción nueva, se elabora o construye simultáneamente el objeto-canción y su creador y mediador, es decir el cantor, y cómo esa construcción se inserta en los procesos de cristalización genérica. En otras palabras, la idea es destacar la manera en que el cantor se autodenomina, representa y proclama en su propia producción poético-musical. El área elegida dentro de la Nueva Canción y el Canto Nuevo es el de la canción de cantor popular y de cantautor,1 durante el largo proceso en que el país conoció tiempos extremadamente densos como lo fueron la llegada de la Unidad Popular, el golpe de Estado militar y el régimen liderado por el general Augusto Pinochet.

Sin descartar las dinámicas que surgen en el juego de interacciones entre entidades presentes, se nos ha hecho evidente la necesidad de centrar nuestro apreciación en torno a problemáticas de discurso, escritura y representación. Para ello, optamos por sustentar el análisis en una perspectiva sociosemió-tica, inspirada en los trabajos de Richard Bauman (1975) y Paul Zumthor (198�) sobre la noción de performance y sobre poesía oral, sobre la poesía hecha canción y espectáculo, tomando en cuenta tanto la dimensión textual y metatextual como la dimensión social del canto.

La idea de que toda escritura comprometida conlleva una dimensión per-

1 Cantor: del latín cantor; s. xiii, dícese de la persona que canta; s. xvi, dícese de la persona que compone o recita poemas // Cantante: s. xix, cantor y cantora de profesión [Martín Alonso: Enciclopedia del idioma]. Cantante: que canta; persona que tiene por oficio cantar // cantor: que canta, especialmente si lo hace por oficio; poeta, especialmente épico y religioso // cantautor: cantante que compone sus propias canciones dirigidas hacia un público más o menos selecto [Manuel Alvar Ezquerra: Diccionario ideológico de la lengua castellana vox, 1999]

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sonal cuando no autobiográfica, induce a una relectura de la Nueva Canción Chilena y del Canto Nuevo, de uno o dos tres ejes o problemáticas:

• ¿Quién canta? ¿A qué entidad real o poética remite esa voz que asume una postura ideológica, un compromiso social con el otro y una sensibilidad que somete al criterio ajeno? ¿A qué remite aquella figura del cantor popular que asume al cantar una postura, un estatus específico?

• ¿Cómo se establece el contrato tácito entre cantor y oyente? ¿En base a qué mecanismos?

• ¿Qué concepción tiene el cantor de la vigencia de su propio quehacer social y poético dentro de la comunidad o del grupo sociocultural? ¿Cómo se manifiesta esta concepción a través del texto? En otras palabras, ¿cómo se manifiesta la concepción o la consciencia propia del cantautor en el canto?

La canción popular, como género y como práctica, cumple una función específica: la del paso de la esfera íntima de la escritura personal a la esfera social en la que esta canción se realiza como acto de comunicación. Como forma literaria, corresponde a un género breve y sintético que supone determinada economía textual y un eficaz llamado a la identificación y a la emoción. La escritura se caracteriza por un estilo a menudo escueto y sencillo, un registro de lenguaje común, sin demasiada adjectivación, siendo elaborado mayoritariamente con palabras e imágenes claves, con artículos cuya función lingüistica es la generalización.2 Las canciones se elaboran con un material poético y semántico que calificaría de material identitario, gracias al que se reanuda en forma constante la referencia y la conexión con las realidades chilenas.

Como forma móvil, transmisible en forma oral y de fácil circulación, la canción popular cobra todo su significado dentro de sociabilidades específicas, en las que el cantor reanuda con tradiciones seculares y locales del trovador y del juglar, para oponer o compartir con el auditorio una visión personal del mundo y de su tiempo.

Una parte considerable de las canciones representativas de la Nueva Can-ción Chilena y del Canto Nuevo son asumidas por una voz poemática que se expresa en primera persona. No se trata de observar tan sólo al cantante, al intérprete, cuya práctica se ha ido profesionalizado con el tiempo, sino al

2 Es el caso de los artículos definidos el, la, los, las, que proceden del artículo de-mostrativo latín, o sea que sirve para designar elementos conocidos y consabidos. Ese tipo de artículo confiere un valor genérico al objeto designado. No es el caso del artículo indefinido un, una, unos, unas, que procede del adjetivo numeral que permite al objeto el ser identificado por su unicidad, seleccionándolo o destacándolo del grupo genérico o de lo general.

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cantor y al cantautor como figura, como entidad poética. La voz poemática establece la presencia de un cantor-poeta-testigo que manifiesta una postura ideológica y un compromiso social a la vez que expone una visión personal al juicio ajeno.

Si tomar la palabra es una manera de comprender y asumir condiciones de existencia a través de la verbalización, del lenguaje y de la transmisión de una visión, la producción de un discurso comprometido permite al indi-viduo insertarse en el tiempo y en el espacio. A través de la canción, puede reivindicar su lugar, su estatuto y su papel en un espacio determinado, país o ciudad, y en un tiempo de la historia, como lo fue la movilización en torno al hombre nuevo de la «vía chilena al socialismo», y la lucha por la vida y la libertad durante la dictadura militar. Es decir que la canción resulta ser el lugar en que individuos se ven promovidos al estatuto de artista por el reco-nocimiento de un público determinado y que gracias a ello, éstos tienen la posibilidad de expresar en palabras y en música una mirada crítica y sensible sobre la existencia propia y ajena.

Es de notar que el oficio de cantor de por sí otorga al que toma la guitarra y entona sus coplas un estatuto específico. El profesor Jean-François Chian-taretto, psicoanalista y especialista de la literatura testimonial, establece que el testimonio es un relato en primera persona autentificado por la palabra de la persona que está narrando. Y que por el acto mismo que la constituye como testigo, esta persona garantiza la existencia del acontecimiento referido. O sea que la validez de los hechos resulta aseverada por el acto de testimoniar en sí y por el estatuto que dicho acto le confiere al testigo. Pasa algo muy similar con el canto, en la medida en que el cantor y poeta comprometido toma la palabra como testigo de su tiempo.

Al asumir el canto, el cantor se beneficia de autentificación y credibilidad:

Señores y señoritas,en esa gran cicunstanciavoy a dejarles constanciade una traición infinita (Parra, 1971).

Si alguien dice que yo sueñocuentos de ponderación,digo que esto pasa en Chuquipero en Santa Juana es peor,el minero ya no sabelo que vale su sudor,y arriba quemando el sol (Parra, 1965).

En estas dos canciones, Un río de sangre (Parra, 1971) y Arriba quemando el sol (Parra, 1965), la postura del poeta testigo es plenamente asumida. En el segundo ejemplo, Violeta Parra cuenta un viaje hecho en la zona minera del norte chileno. El relato en tiempo presente permite afirmar la permanencia de

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una situación dramática para el minero; no se trata de algo pasado. Muestra la preciariedad, las casuchas de obreros en hileras, el único pilón de agua para filas de mujeres con sus baldes, la canasta vacía de vuelta de la pulpería y cantando en primera persona, es como la cantora-poetiza-testigo asevera la autenticidad de un testimonio asumido como tal.

¿A qué remite aquella figura del cantor popular, que asume al cantar una postura espécifica, un estatus específico? La figura del cantor popular se es-tablece a partir de representaciones que proceden del imaginario colectivo. El «yo poético», o voz poemática, es la voz anónima propia de la canción tradicional y la individualidad del autor desaparece detrás del texto, de la canción o del mensaje, en provecho de una identificación casi icónica al cantor como tipo social: es la representación romántica del trovador, solitario aunque muy popular, libre, errante, que suele cantar solo, con la guitarra por mejor compañera. Es ese mismo cantor el que aparece en los tapices y las arpilleras de Violeta Parra, y sigue siendo él a quien representan como emblema en el muralismo popular chileno de los años 80.

Desde el momento que pretende dar cuenta de la historia, de la realidad y de la manera en que éstas se viven o se sufren, el cantor se involucra y asume un deber para con el oyente. Se establece un pacto implícito entre cantor y oyente según el cual el cantor se compromete a proyectar un mensaje auténtico y veraz.

El pacto se instaura mediante la incorporación de indicios de referencia y autoreferencia dentro del texto, que funcionarán como sendos códigos destinados a la comprenetración entre cantor y oyente. Cantar en primera persona traduce la voluntad de producir un discurso enteramente asumido, tanto por el autor como por los intérpretes sucesivos. Esto aparece de entrada en los primeros versos de la canción a través de unas fórmulas destinadas a captar la atención ajena, a implicar al oyente: «Vengo a decirle, compañero»; «Yo le pregunto a usted»; «Yo vengo cantando hermano, desde una tierra lejana […] » (Fernández, 1990: Yo vengo cantando hermano).�

En otros casos, este tipo de verso es destinado a afirmar la sinceridad del cantor y la autenticidad del testimonio:

Si alguien dice que yo sueñocuentos de ponderación,digo que esto pasa en Chuquipero en Santa Juana es peor,el minero ya no sabelo que vale su sudor,y arriba quemando el sol (Parra, 1965).

� Referencia a la separación, a la distancia y al exilio, se repiten de manera anafórica a lo largo de la canción. Son a la vez título del tema y del álbum.

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Dichas fórmulas de introducción, o captatio benevolentiae, participan plenamente de la estructura de la composición: funcionan tanto como advertencia, interpelación, exhortación, como llamado, invitación e inclu-sión del oyente. Al aparecer como título o como verso inicial, materializan simbólicamente un espacio y un tiempo del canto. Recordemos el caso de la poesía gauchesca y los versos con los que Martín Fierro abre su monó-logo poético: «Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela», y «Pido atención al silencio / Y silencio pido a la atención» (Hernández, 19�4: � y 8�). Permiten instalar un contexto, hacer presente un momento de la his-toria, una situación, a la vez que establecen una relación entre el público y el cantante: «Señoras y señores, venimos a contar aquello que la historia no quiere recordar» (Quilapayún, 1970). La relación se basa en una distinción y un reconocimiento mútuos, que delimita o jerarquiza ambos papeles, sin impedir, de paso, los infinitos juegos de transgresión de dichos límites.

A las fórmulas introductorias, se suman múltiples fórmulas de interlo-cución, en las estofas sucesivas, de llamado al otro, de inclusión: «Ayúdeme usted compadre a afinar esta guitarra» (Isabel Parra, 1969: Ayúdeme usted) o de señalamiento o de acusación, al contrario: «Usted debe responder, Señor Pérez Zujovic, por qué al pueblo indefenso contestaron con fusil» (Víctor Jara, 1969: Preguntas por Puerto Montt). El tú, el usted y el ustedes permiten la incorporación de alteridades anónimas, reales o imaginarias. También se suma el paso del yo singular, que es la seña de la escritura personal, o del testimonio, al nosotros que corresponde a una escritura de carácter colectivo. El paso al nosotros significa que está convocada la comunidad entera y que el cantor se identifica como representante y portavoz. Tenemos el ejemplo de la Plegaria al labrador, una canción clave de Víctor Jara (1971), en la que el cantor invita al oyente, labrador chileno, a movilizarse junto a los obreros en la experiencia de la Unidad popular: «Levántate y mírate las manos / para crecer estréchalas a tu hermano / juntos iremos unidos en la sangre».

Incluso cuando el cantor finge «cantar para sus adentros»,� se trata de un procedimiento poético, un recurso estilístico proyectado hacia la sensi-bilidad del oyente. La canción que finge tomar los rasgos de una escritura de liberación o de consuelo más bien resulta ser una canción destinada a conmover a quienes sean susceptibles de adherir a ella. He ahí el punto en que las escrituras personales y singulares convergen en una escritura plural y colectiva porque la suma de historias personales de los años de esperanza y de los años de plomo es lo que hoy permite reconstruir un canto colectivo de la historia prohibida de Chile.

Sea canto de alivio, de expiación, sea búsqueda, sea llamado, la canción integra una parte personal que el autor, o sea el «Yo social», proyecta hacia el

4 Véase la letra de Osvaldo Torres (1980): «Porque de nada me sirve / cantar para mis adentros […] ».

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otro, hacia la comunidad, hacia el grupo o hacia la sociedad entera. En esas canciones, la escritura personal se funde en una escritura hacia el otro gracias a mecanismos de interpelación e interlocución. Con lo cual el texto pasa de la modalidad monológica de la introspección, de la queja o de la confidencia a la modalidad dialógica del llamado a la adhesión y a la participación a través de las cuales el cantor provoca y exige una reacción de parte del oyente:

Muy bien, voy a preguntarPor ti, por ti, por aquelPor ti que quedaste soloPor él que murió sin saber […]Usted debe responderSeñor Pérez Zujovic

por qué al pueblo indefensocontestaron con fusil.Señor Pérez su concienciala enterró en un ataúdy no limpiará sus manostoda la lluvia del sur (Víctor Jara, 1969).

Esta canción fue escrita justo después de la masacre de los pobladores de Puerto Montt, en 1969. En la primera estrofa, el cantor revela las cir-cunstancias: el desalojo forzado de los pobladores por los carabineros. Y se compromete a pedir cuentas en el nombre de cada una de las víctimas. En las estrofas siguientes cambia de interlocutor y se dirige personalmente al ministro responsable.

La utilización de la primera persona en la canción remite a lo que la crítica literaria denomina el «yo lírico» o «voz poética», que pasa a funcionar como motivo literario. Y como tal, se presta a una representación o autorrepresen-tación complementándose con elementos afines. En las canciones-manifiesto, la guitarra y la voz como herramienta, el canto como fruto del oficio del cantor y el cantor como personaje social, se convierten en el material poético, independiente del tema mismo desarrollado en la canción.

Esta observación nos lleva a considerar la dimensión metatextual de la canción, tema medular de este estudio: la canción se convierte en el lugar en que se expresan y transmiten los principios mismos que la rigen, su función dentro del grupo social y las circunstancias que la han generado y las que la han de renovar. A las canciones de protesta social y de propuesta, se suman canciones en las que el cantor proclama su propia identidad y los fundamentos de su oficio. Canciones como Yo canto a la chillaneja de Violeta Parra (1960), y Manifiesto de Victor Jara (1974), quienes fueron los exponentes mayores de la Nueva Canción, recogen las bases que fundamentaron un canto de raíz popular y tradicional, proyectado hacia sentires, inquietudes y estilos que lo conviertieron en canto popular urbano:

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Yo canto a la chillanejasi tengo que decir algoy no tomo la guitarrapor conseguir un aplauso.Yo canto la diferenciaque hay de lo cierto a lo falso.

De lo contrario, no canto.Yo no canto por cantarni por tener buena voz,canto porque la guitarratiene sentido y razón […].Que el canto tiene sentidocuando palpita en las venasdel que morirá cantandolas verdades verdaderas [...] (Parra, 1960).

En ambas canciones, se afirma haber elegido la guitarra y el canto como una forma de relacionarse con los otros. En esta mise en abyme del cantor por él mismo, se presenta bajo forma de profesión de fe una definición del cantar asumida como propia por el cantor. El poema se apoya en una melodía sen-cilla, interpretada con guitarra. La elección de la guitarra como instrumento único aparece en el tercer verso de ambas canciones. Es el instrumento popu-lar por excelencia, y si «tiene corazón de tierra», tal como lo canta Victor Jara, es que se la considera intrínsicamente portadora de sentido, de contenido. Con esta métafora, el cantor va hilvanando la historia del canto popular de raíz hispana con la relación del hombre con la tierra. Cuando escribe Victor «Canto porque la guitarra tiene sentido y razón / Tiene corazón de tierra y alas de palomita», coloca simbólicamente la guitarra y el cantar, entre tierra y cielo, entre la tierra que nutre al canto y el cielo como el infinito receptáculo de las penas y esperanzas que este canto expresa.

En otra canción-manifiesto, compuesta entre los años 1964 y 1965 por Violeta Parra y titulada Cantores que reflexionan (1966) se presenta de manera más nítida aún esa conciencia propia del oficio del cantor. Basado en el substrato referencial cristiano de la dualidad entre vicio y virtud, y de revelación y gracia divina, la cantora impone nuevamente a la imagen del cantante movido por la vanidad y los espejismos del éxito, la imagen de un verdadero cantor popular cuyas cualidades vendrían a ser la autenticidad y la sinceridad y cuya función social vendría a ser el poner a la luz las realidades vividas por su pueblo:

Va prisionero del placery siervo de la vanidad; busca la luz de la verdad,mas la mentira está a sus pies [...].

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La candileja artificialte ha encandilado la razón [...]Qué es lo que canta, digo yo: no lo consigue responder [...]¿Es el dinero alguna luzpara los ojos que no ven? [...].

Y su conciencia dijo al fin:cántele al hombre en su dolor,en su miseria y su sudory en su motivo de existir [...].Hoy es su canto un azadónque le abre surcos al vivir,a la justicia en su raíz,y a los raudales de su voz.En su divina comprensión luces brotan del cantor (Parra, 1966).

El cantante establece que su arte lo dicta una línea ética opuesta a la línea desarrollada por cantantes de moda que manejan carreras según el éxito y los aplausos. Se hace evidente la referencia al contexto musical de los años 60 y 70 y el desarrollo de las músicas populares modernas de difu-sión comercial. Reivindican la libertad del cantor de expresarse, oponerse y desafiar. De hecho subrayan la existencia de una divergencia entre dos conceptos antagónicos del quehacer poético. A nivel formal, la estructura de estas canciones se entronca con la poesía chilena de tradición oral: la décima espinela, en el caso de Violeta Parra, el romance asonantado en versos pares y la seguidilla, junto con las cuartetas, coplas y redondillas de octosílabos, el verso popular por excelencia. El octosílabo es el que más se utiliza en la Nueva Canción Chilena, como forma de expresión acorde al espíritu popular que el movimiento pretende reconocer y valorar. Este aspecto no sólo rige la tradición oral chilena, sino el patrimonio cultural de toda el área de habla hispana puesto que corresponde a la permanencia, a lo largo de los siglos, de la tradición juglaresca y del romancero de la España medieval.

En su ensayo titulado Literatura y revolución, Fernando Alegría (1971) escribía lo siguiente:

Un escritor que vive la revolución desde adentro no podrá evitar, si es sincero, preguntarse cómo actúa su obra en la nueva organización social y qué se espera de él dentro del dinamismo de la revolución (10).

De hecho, las canciones-manifiesto de cantores y cantautores como Violeta Parra, Victor Jara, Tito Fernández, Raúl Acevedo, Osvaldo Torres, Clemente Riedemann para el dúo Schwencke & Nilo, y muchísimos otros, defienden una concepción personal y marginal de la orientación en la que

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el cantor debe ejercer su función. La canción no puede ni debe ser exenta de fundamento:

Usted pregunta por qué cantamosCantamos porque el niño y porque todo y porque algún futuro y porque el pueblo,cantamos porque los sobrevivientesy nuestros muertos quieren que cantemos.2

Otro ejemplo, del año 1980, también sugestivo, el de una canción com-puesta por Clemente Riedemann para el dúo Schwencke & Nilo, Quieren y puedo (Schwencke & Nilo, 198�):

Quieren hacer de cada cantor un wurlitzerQuieren que calle la herida del tiempo y que baileQuieren que olvide la luz de la historia y que mamePuedo bailar en la cuerda del tiempo, embriagarme Puedo enjaular estas pocas verdades y engañarme.Puedo cantar y escribir lo que quieren y negarme.

El cantor o poeta debe dar muestras de su entereza y su sinceridad en su relación al otro, en su relación al mundo y a los hechos que relata en sus canciones. Esta concepción no sólo sustenta el discurso de los cantores citados sino que corresponde a la línea de fuerza del conjunto de la canción nueva en su compromiso ideológico. La canción nueva cumple con el deber de decir lo que se suele omitir y exponer la realidad social del país: «las verdades verdaderas», «la diferencia que hay de lo verdadero a lo falso». Tiene, además, que saber para quién canta, como lo plantea el cantautor Osvaldo Torres, en el contexto de la dictadura militar: «Quiero ser el eslabón entre las rosas y los juanes» (Torres, 198�: Los juanes y las rosas). El cantor se autodefine como intermediario y mensajero entre los hombres en una sociedad dividida por el silencio y el aislamiento. Silencio y aislamiento son dos estigmas de la represión y autocensura y la denuncia filtra en las canciones a través de los constantes llamados a hablar, a mirarse a los ojos. La palabra «cantar» llega a cubrir en forma metafórica un infinito campo semántico de la oposición y la resistencia: como cuando Luis le Bert invita a tomar la palabra a través del canto: «Canta, es mejor si vienes, tu voz hace falta, quiero verte en mi ciudad […] Tu voz será de todos los que un día tuvieron algo que contar» (Santiago del Nuevo Extremo, 198�: A mi ciudad).

Una canción en particular me llamó la atención y tanto más cuanto que nadie se ha interesado nunca en difundirla, ni siquiera el propio autor. Se trata de Mi canto y sus razones, de Raúl Acevedo.

Ciego de eclipses prematurossordo de trinos inmolados

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mudo de exilio y de mortajasrengo de andares y de andanzasviejo de inciertos calendariosanalfabeto de sus silabarios.Limpio de hidalgos gallardetessucio de hollines proletariosrico de auroras y simientespobre de cetros y denariosalto de estrellas y quazarespequeño en la profundidad de inmensidades.

Así es mi canto y sus razonesno pide tregua ni concesionesasí es mi canto y sus razonesva pregonando liberaciones.

Claro de soles y arrebolesoscuro de clandestinajesfrío de inviernos prorrogadostibio de amores tan fugaces curioso de la incertidumbrehastiado de la podredumbredudoso de los remendonesansioso de la que me esperamustio de mil flagelacioneseclosionado de trincherasprimavereado de su inviernodesagraviado de sus sablesy sus decretos.

Así es mi canto y sus razonesno pide tregua ni concesionesasí es mi canto y sus razonesva pregonando liberaciones.

Con una serie de oraciones adjetivales, y valiéndose de la polisemia propiciada por la métafora, el cantautor recuerda las condiciones en las que ejerció su arte. Denuncia los efectos de la represión en su voz y canto. Éste resulta personificado por la naturaleza de los adjetivos «ciego», «sordo», «mudo», «rengo», que suelen atribuirse a seres humanos. Por lo tanto, la denuncia rebasa el campo del canto y la expresión para designar metafóri-camente a la sociedad chilena, una sociedad vuelta ciega, sorda, muda, renga, prematuramente envejecida, oscura y clandestina, helada y desagraviada. Los quince años de dictadura ya transcurridos son designados por metáforas que apuntan directamente a la múltiple tragedia humana: ruptura, censura, mutismo, exilios, andanzas y torturas.

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Sin embargo en estas mismas estrofas afloran como en filigrana la espe-ranza y la certeza de un pronto despertar: «aurora», «simientes», «estrella», «sol», «amor», son las palabras que le permiten al poeta, en campos semánticos afines, expresar la idea de una vitalidad irrepresible del canto: «rico de auro-ras y simientes», «alto de estrellas y quazares», «Claro de soles y arreboles», «ansioso de la que me espera». En esta canción en que el canto es metáfora del hombre y el hombre metáfora del canto, el poeta afirma de manera simul-tánea la incoercibilidad de la resistencia popular y la del canto, funcionando el canto como un doble, un alter ego metafórico, que parece poder sobrevivir a los perjuicios sufridos por el cuerpo y la mente del hombre.

El análisis textual del Canto Nuevo pone de manifiesto el lugar que el autor atribuye a la canción en sí, es decir, a la canción como medio predi-lecto de expresión popular, en contextos en que se reprime la palabra. Por lo tanto, el cantautor muchas veces es llevado a expresarse no sólo sobre la situación padecida por el país, sino también sobre la situación propia, es decir, las condiciones en que ejerce su arte. Denunciar la asfixia del canto vale denunciar la asfixia en la que se va sumiendo la sociedad:

Nos fuimos quedando en silencio,nos fuimos perdiendo en el tumulto,nos fuimos acostumbando a aceptar lo que dijeran.Nos fuimos perdiendo en el tumulto.[...] y se fue apagando nuestro canto(Schwencke & Nilo, 198�: Nos fuimos quedando en silencio).

La asfixia de la voz y del canto es una imagen constante en el Canto Nuevo, a través de multiples métaforas, entre ellas la del trino y todo el campo léxico del pájaro. Entre estos elementos metatextuales, «canto», «poema», «canción», así como «verso» y «voz», por metonimia, son sendas maneras de evocar la libertad anhelada. Cantar pasa a ser sinónimo de luchar.

No es de extrañar que un cantor o poeta introduzca elementos de repre-sentaciones de sí mismo y de su propia función social en tiempos de crisis política, social y cultural, entre procesos de revolución y contrarrevolución, en que el cantor debe defender su propio espacio. Son momentos de reflexión sobre la condición y la función del artista, de la función social del arte y de los contenidos culturales e identitarios. El acto de cantar es un acto que permite recordar, reestablecer o reivindicar esa función. Incluso en casos en que el poeta ha fallecido y nuevos intérpretes reavivan la memoria del artista desaparecido.

O sea que la canción, cuando se compromete, se convierte en su propio objeto poético. Se autodescribe, se autodefine cumpliendo así el rol de un manifiesto. El carácter metatextual de la canción señala más que nunca el sentido del compromiso del cantor: «Y si mi voz se desviara / del camino denunciante / le pondría mil candados, / le pidiera que no cante» (Isabel

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Parra, en Rodríguez Musso, 1984: 95). Se recuerdan las filiaciones poéticas homenajeando precursores y fundadores, convirtiéndolos en figuras emble-máticas del canto: «me llega por la mañana / fragancia de una violeta / y su perfume se clava / como un mensaje en mi puerta», como en La hormiga vecina (Isabel Parra, 1972) o «Aquí se encajó mi canto / como dijera Violeta», como en Manifiesto (Víctor Jara, 1974), dos ejemplos de canción en que se reivindica el legado ético y poético de Violeta Parra. Ese legado también puede ser objeto de un rechazo rotundo, como lo canta Raúl Acevedo en Poniéndome más denso, a fines de los 80: «no me entusiama seguir colgando de las pretinas de la Violeta».

Otro ejemplo sería el de Víctor Jara, homenajeado en numerosas can-ciones:

Me quieres desde lejoste abrazo cuando vienesmi canto era distinto antes de ti Sólo quiero saber quiénes miranhacia donde miro yoquiénes son los que enredadas las manos se acuerdan del cantor.No vacilaremosen tenderle una canciónun millón de vocesle dirán que no fué en vanoque nos diera de su bocael pan del aire y una florVíctor, gran ausentedesde siempre te cantamos.(Santiago del Nuevo Extremo, 198�: Homenaje).

Primero, se rechaza la idea de la desaparición de Víctor Jara, reivindicando y reconociendo el aporte sustancial de su obra y su influencia decisiva en el canto popular urbano. Segundo, el cantautor atribuye al canto esa facultad de crear y alimentar lazos sociales, permitir que los individuos se identifiquen y agrupen en torno al canto como práctica. Aquellos que «enredadas las manos se acuerdan del cantor» se reconocen a través de la canción: Dime qué cantas te diré quién eres.

La autorrepresentación del cantor y del objeto canción va elaborándose en canciones programáticas que se construyen como mises en abyme, es de-cir, la canción como tema de la canción. Me he limitado a mencionar unos ejemplos. Existen muchos más y el conjunto de esas canciones funcionan como un manifiesto colectivo puesto que siguen orientaciones convergentes y traducen en palabras y en música las sensibilidades de una época determi-nada. La parte personal o autobiográfica se modula gracias a los referentes culturales comunes hasta el punto en que el autor, el «yo social», se cuela

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detrás de una identidad más neutra, más universal, como lo es el cantor como «yo poético» y como motivo literario. El carácter personal de la escritura en la canción popular comprometida confiere un valor testimonial y subjetivo al canto. En este tipo particular de canción popular, el canto es una moda-lidad de inserción del cantor como individuo dentro de la historia colectiva. Autobiográfica o no, fruto de transposiciones poético-literarias o no, la canción popular abre fisuras en la realidad histórica objetiva, por las que se cuelan visiones y anhelos que cobran cuerpo y sentido en la convergencia y en la confrontación con el otro.

Referencias

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Margot Loyola y Violeta Parra: Convergencias y divergenciasCátedra de Artes N° 3 (2006): 41-58 • ISSN 0718-2759

© Facultad de Artes • Pontificia Universidad Católica de Chile

Agustín Ruiz ZamoraPontificia Universidad Católica de Chile

resumenEste artículo revisa, a la luz de la documentación histórica y los testimo-nios personales, el canon que vindica a Violeta Parra como la fundadora de la Nueva Canción chilena y vincula la figura de Margot Loyola como portadora de un proceso inicial y determinante, el que por ignorancia ha tenido un bajo reconocimiento público. Para el análisis se segrega el plano creativo del interpretativo, revisando en éste último las corrientes estéticas que predominan en las propuestas y productos musicales de los artistas del citado movimiento. Se establece además, las diferencias estéticas y concor-dancias ideológicas que sustenta el trabajo de ambas artistas, se cuestiona el valor absoluto del canon y se interpretan causas que habrían originado la marginación de Margot Loyola en la historia oficial del movimiento.palabras claves. Violeta Parra, Margot Loyola, nueva canción chilena, música folklórica.

abstractThis article check historic documents and personal evidence, that vindicate Violeta Parra as the founder of the new chilean song and link Margot Loyola as the carrier of the initial and determinant process, that by ig-norance have had a low public recognition. For the analysis the creative and the interpretative level have been segregated, analysing in the last

* Este trabajo ha sido posible gracias a la oportuna colaboración de Margot Loyola, su esposo Osvaldo Cádiz y el Fondo de Investigación y Documentación de la Música Tradicional Chilena «Margot Loyola», Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

Margot Loyola y Violeta Parra:Convergencias y divergencias en el paradigma interpretativo

de la Nueva Canción chilena

Margot Loyola and Violeta Parra: Convergences and divergences within the performing paradigm

of Chilean New Song

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Introducción

Tras cuarenta años de ocurrida la muerte de Violeta Parra, parte del discurso que sostiene el sentido social e ideológico de la Nueva Canción chilena, ha derivado en una alegoría que, no pocas veces, se ha apartado de los sucesos que tuvieron particular significación en la historia musical reciente. Situación que merece entonces ensayar otros relatos que destaquen el rol que tuvieron aspectos hasta ahora desconocidos y aún no tratados en el análisis de los procesos históricos y sociales de nuestra música popular. Para ello he tomado como estructura básica la entrevista, teniendo por interlocu-tora a Margot Loyola, figura gravitante en la conformación del paradigma interpretativo que definió las tendencias estilísticas de la Nueva Canción chilena. Por lo anterior, la presente es una aproximación a la trayectoria de la Loyola en su particular y personal relación con Violeta Parra, por lo que su testimonio personal constituye un aspecto irrenunciable de este estudio, instalando en la subjetividad de sus apreciaciones una vía de interpretación del periodo musical abordado. Paralelamente, y como una forma de relacionar los testimonios con la evidencia histórica, he sumado la revisión de fuentes inéditas y documentos hemerográficos, muchos de los cuales aún no han sido incluidos en esta línea de investigación.1

La figura de Margot Loyola2 se distingue por representar una de las trayectorias más contundentes en la interpretación de la música chilena del siglo xx. Por casi setenta años dedica su esforzada vida al cultivo escénico de la música de tradición oral. Su repertorio lo fue conformando tras un extenso trabajo etnográfico, en el que no sólo recoge músicas y danzas, sino también explora en los personajes que luego habrá de proyectar en el disco y el escenario. Temprano en su carrera artística comenzó a mostrar la diver-

1 Un importante apoyo a este trabajo fue la documentación conseguida en el ar-chivo personal de Margot Loyola y en el fondo de investigación y documentación musical que lleva su nombre, perteneciente a la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

2 Nacida en Linares, en 1918. Fue distinguida con el Premio Nacional de Arte en 1994. El año 2005, la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso le otorga el grado Doctor Honoris Causa.

one (interpretative) the esthetic currents that predominate in the proposal and musical products of the artists from the mentioned movement. Also it is established the esthetic differences and the ideological agreements that support the work of both artists, absolute cannon value is being questioned and which causes that can origin the marginalization of Margot Loyola in the history of the official movement are being interpretatedkeywords: Violeta Parra, Margot Loyola, New Chilean Song, folk music.

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sidad cultural de los campos y pueblos de un Chile rural y remoto, que hasta 1940 era casi del todo desconocido en la vida cultural capitalina y otras urbes cercanas. Entre mediados de la década de 1940 y comienzos de la década de 1970 Loyola consolidó el grueso de su repertorio y temario (Ruiz, 1995: 42-58), incluyendo música del pueblo mapuche y del campo centrino, de la pampa nortina y Chiloé, del salón pueblerino, la chingana y Rapa Nui, de la Patagonia, de los pueblos aymará y licán antay. Su amplia discografía hoy no reviste novedad, pero sesenta años atrás revelaba la histórica postergación de las áreas culturales marginadas del discurso oficial. Fue su trabajo y su visión la que comenzó a incorporar dicha periferia a un imaginario folklórico que hasta entonces giraba en torno de la cueca y la tonada, los géneros que por excelencia representaban el discurso de chilenidad del poder y el centro.

Su intuición y perseverancia la llevaron a inaugurar insospechados ca-minos que luego serían parte del concepto, los recursos y los medios de que se valdría la Nueva Canción. No obstante, a la Loyola se le percibe lejana y casi ajena a la fundación y conformación de este movimiento, pese a estar muy cerca del proceso y sus más destacados exponentes. Su desvinculación se relaciona en parte con un asunto de posiciones personales respecto de la orientación política y hegemonía partidaria que el movimiento adquiriría. Pero su marginación del discurso histórico del movimiento —que es un asunto distinto— se origina más bien en los mesianismos dogmáticos de una época que, a pesar de estar rubricada por la apertura y la búsqueda, también padeció las lacras de la intolerancia y el sectarismo.

Aperturas a la proyección escénica y realidad social

Describir en palabras lo que fue la Nueva Canción chilena puede resultar una tarea árida y extenuante si no se ha escuchado —al menos— parte de la abundante discografía producida tanto en Chile como en el exilio. Se ha escrito bastente acerca de la caracterización, etapas y músicos más desta-cados de este movimiento musical, y muy particularmente en lo que toca a sus aspectos creativos y su compromiso con la contingencia política. En general, la Nueva Canción chilena ha sido vista como un proceso previsible dentro del escenario continental postrevolución cubana. Pero su proceso se relaciona también a procesos que en Chile generaron un contexto de cambio social, político y cultural, complejo y profundo, incubado en grado importante —aunque no exclusivo— por las condiciones políticas y culturales imperantes en tiempos precedentes. Con la llegada de la década de 1940 comenzaba el apogeo del radicalismo, ideología progresista que dio mayor relevancia a las políticas sociales de Estado. El acceso a la cultura y las artes mejoró y se configuraron nuevos escenarios de participación. Uno de ellos fue la ac-tividad extensiva de la Universidad de Chile, que por la época se aprestaba a celebrar sus cien años de existencia. En ese contexto recobra fuerzas la

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enseñanza y el estudio del folklore musical y coreográfico, principalmente a través de las Escuelas de Temporadas de dicha universidad, iniciadas en 19�6 con creciente cobertura y acceso a partir de los años 40. Paralelo a estas gestiones y en la misma casa de estudios, se organizaba en 194� el Instituto de Investigaciones del Folklore Musical. Al año siguiente la Universidad contacta al dúo Hermanas Loyola, integrado por Estela y Margot, con el fin de incluirlas entre las cultoras e intérpretes que participarían en la grabación de la antología discográfica Aires tradicionales y folklóricos de Chile, a fines de 1944 (Torres, 2005: 91-2).� De este evento fortuito surge una fructífera rela-ción entre el organismo académico y las Hermanas Loyola, particularmente entre Margot y el compositor y musicólogo Carlos Isamitt, quien le aporta al dúo su repertorio mapuche recogido en anteriores trabajos de campo. Este repertorio y particularmente el método con que ha sido registrado, despierta en Margot Loyola el aliciente y el interés necesarios para un replanteamiento de su quehacer artístico y así ocurre que y en 1946 —año en que se celebran los cien años de la fundación de la ciencia del folklore— Margot Loyola, en la compañía de Cristina Miranda, realiza sus dos primeros trabajos de campo en las zonas montañosas de Alhué y Colliguay, a la vez que el 24 de agosto realiza con su hermana el primer concierto didáctico y documental de música tradicional chilena (Ruiz, 2005:60).

Pero el ascendente de la Universidad de Chile sobre Margot no quedó allí. Tres años más tarde es llamada por las escuelas de temporada para asumir docencia en folklore práctico, instruyendo a profesores normalistas en el uso de la guitarra y, en general, el cultivo de las expresiones folklóricas cantadas y bailadas conocidas hasta entonces. La Loyola se inicia en la docencia proyectándose como la futura gran maestra que acogerá bajo su dirección el interés y entusiasmo de sus alumnos. Esta nueva faceta será la antesala de su carrera artística como solista, iniciada un año después, en la primavera de 1950 (véase Ruiz, 1995, 2005 y Cáceres, 1998).

Hacia comienzos de la década de 1950 la Nueva Canción chilena no era siquiera un proyecto, pero ya había comenzado a ocurrir una serie de hechos que a la postre gravitarían en su configuración. Entre 1948 y 1952 se organizarían los primeros conjuntos no profesionales de folklore (Ruiz, 1995: 17), es decir, agrupaciones que se apartaban del espectáculo nocturno y revisteril, para dirigir sus actividades a públicos que respondían a intereses más sociales. Estos colectivos estuvieron conformados por jóvenes y profe-sores normalistas de cortas o inexistenes trayectorias artísticas, motivados por claras tendencias progresistas. En su mayoría ellos eran egresados de los cursos que Margot Loyola impartía por todo el país a través de las Escuelas de Temporada. Sus programas y actividades estaban animados por evidentes

� En esa oportunidad Margot Loyola junto a su hermana Estela, participa en la grabación de once de las veinte y siete pistas de la antología.

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actividades, doctrinas y compromisos políticos, los cuales se evidenciaban en el estilo de redacción y forma de trato manifiestos en la siguiente carta:

Imagen 1. Carta dirigida a Margot Loyola por el primer conjunto de proyección folklórica creado en Chile al alero de la dirección y docencia que la artista

impartía por todo el país. Archivo personal de Margot Loyola

Palabras como «compañera» y «poblaciones» remiten en su contexto a un espacio semántico propio de una conciencia y un trabajo políticos que no guarda relación alguna con el ámbito en que se venía cultivando la puesta escénica y mediática de la música tradicional. El nuevo paradigma de la folklorista etnógrafa/intérprete/maestra que ya a fines de la década de 1940 comenzaba a encarnar Margot Loyola, traería a la escena agrupaciones totalmente renovadas en su concepción estética y también ética.4 Ellas verían como un imperativo la ruptura con la irrealidad de un Chile bucó-lico, risueño y exento de conflictos, orden obsoleto representado durante la primera mitad del siglo xx en el escenario del sainete criollo, el teatro costumbrista, la radio y otros auditorios. El cambio de paradigma operó mediante un programa positivista, cuya propuesta artística se sustentaba en

4 De esas primeras formaciones de alumnos de Margot Loyola derivará, años más tarde, el Conjunto Cuncumén, agrupación seguidora de la propuesta técnica, ética y estética de su maestra.

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el maridaje entre las leyes y técnicas del escenario y el trabajo etnográfico o de campo, dejando atrás la alegoría del folklorismo pintoresco y nacionalis-ta. Establecido el nuevo paradigma de la folklorista se inauguraba también el derrotero que más tarde habría de seguir una mujer hasta entonces casi desconocida: Violeta Parra (Sáez, 1999: 47). En la conjunción de estas dos grandes mujeres se trazará, con intuición y talento, el camino de la sonoridad que envolverá los tiempos de nuevos proyectos políticos y sociales.

El encuentro: convergencia y divergencias

Año 1952. Se produce el encuentro entre una Margot Loyola consagrada y una Violeta Parra apenas dando los primeros pasos como solista (5�). Fue un encuentro casual que tarde o temprano tendría que ocurrir y con el que comienza una profunda y virtuosa relación que uniría en muchos aspectos a las dos más grandes cultivadoras de la música chilena en el siglo xx, relación leal aunque no siempre correspondiente.

Mira, yo te voy a decir que Violeta Parra entró en mí mucho antes que yo en ella. A mí me convenció desde la primera vez que ella cantó sola, porque antes cantaba con la hermana. Ahí no me pareció [muy destacable] […] un poquito […] [era] algo así como las Hermanas Loyola. Pero cuando yo le oí cantar La jardinera, [ella] me interesó y mucho. Inmediatamente le abrí mi corazón.5

Para Margot Loyola este encuentro tuvo mucho de descubrimiento, de hallazgo personal, puesto que vio en el talento de Violeta Parra una creadora genuina y a pesar que muchas veces la historia —o quienes la escriben— se han mostrado esquivos y reacios a dar testimonio de esta realidad, la docu-mentación de archivo atestigua a favor de la veracidad de esta afirmación. Y así lo testimonian las páginas de la revista Ecran en la década de 1950.

Margot Loyola, la conocida folklorista, acompañó a Violeta Parra hasta nuestra redacción, recomendándola fervorosamente como compositora, cantante e intérprete de la cueca campesina. —En Violeta hay un valor que tiene que ser reconocido— nos aseguró Margot con entusiasmo. Como letrista y compositora, es excepcional, encuadrando sus composi-ciones dentro de los moldes folklóricos […]. Tiene alrededor de treinta composiciones, que sólo ahora Margot Loyola le está escribiendo, pues Violeta no sabe música (Ecran, 22 de diciembre de 195�).

El encuentro de ambas artistas anticipó con certera claridad lo que habría de ocurrir en el proceso estético y estilístico de la Nueva Canción chilena: por una parte, la Parra le germina al movimiento la lucidez de una creación

5 Entrevista a Margot Loyola, Santiago, 22 de diciembre de 2006

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destrabada, para así alcanzar una libertad y una identidad inéditas. Por otra, la Loyola le lega la ética y estética para lograr una interpretación veraz, y es en este punto que quiero escudriñar con mayor detención, ya que la Nueva Canción ha sido abordada principalmente desde la creación integradora, postergando el análisis de la interpretación como la otra fuente importante de sus aciertos.

Tanto en el plano interpretativo como en su noción más amplia, se puede afirmar que la Nueva Canción chilena se estableció sobre la base de la pro-yección escénica del folklore, coincidiendo en un aspecto ético fundamental: la búsqueda universalista de la alteridad, su reconocimiento y legitimación mediante la representación de sus expresiones tradicionales, recogidas mediante herramientas etnográficas y representadas como producto de un estudio contextual, bajo principios de selección y adaptabilidad escénica. Este principio fue otro de los puntos de interés compartido entre Margot Loyola y Violeta Parra, aunque no necesariamente lo fue la estrategia y la perspectiva con que ambas abordaron esta cuestión.

No todo se puede representar en un escenario y no se puede representar de cualquier manera. Hay públicos y públicos. Fíjate que en la Unión Soviética el canto mapuche no les gustaba. «¡No cante eso!», me decían los encargados de la gira. Una vez que me puse a cantar mapuche, la gente comenzó a hablar en la sala, [se armó] un tremendo alboroto porque no tenían cómo apreciar el canto de machi. ¿Qué les gustaba? Al público de esos países les gustaban las tonadas y todo lo que fuese más tonal, la melodía, la voz colorida, porque la estética de ellos era europea. Los chinos, por ejemplo, una vez me querían llevar a su país. Mira lo que me dijeron: «No nos interesa lo que canta, nos interesa su voz».6

Las afirmaciones de Margot Loyola sin duda evidencian un marco metodológico consolidado, pero principalmente revelan una concepción estética aguda centrada en el público como receptor universal. Esta noción acerca de qué y cómo deben ser tratados los parámetros de la tradición, determinó un producto escénico y discográfico distintivo a lo largo de toda su carrera profesional y marcó, en lo sustantivo, la diferencia con el trabajo interpretativo de Violeta Parra. Los cuidados puestos en una afinación temperada, una producción de la voz cultivada, brillante y bien colocada, con aprovechamiento de los diversos resonadores, o los conceptos de ma-nejo del ritmo escénico a través de los contrastes en dinámica, intensidad y textura, forman parte de un conjunto de técnicas y criterios propiamente académicos al servicio de la representación, que si bien a veces linda con los perímetros de una etnoestética, nunca se aparta de una concepción estética occidental.

6 Entrevista a Margot Loyola, Santiago, 5 de enero 2007.

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A ella [Violeta Parra] no le gustaba nunca lo que yo hacía. Cuando [yo] cantaba cosas de salón me decía ¿Siempre estai cantando las mismas huevás? El salón no le gustaba. Ella pensaba que una folklorista que tenía una voz estudiada, estaba perdida como folklorista.7

Con este vivo recuerdo, Margot Loyola nos acerca al temperamento de su comadre Violeta y en términos muy coloquiales nos revela la esencia de una divergencia que, en lo sucesivo, impregnará todo el espectro de la propuesta escénica de la Nueva Canción chilena en la década de 1960. Por un lado, Margot Loyola representaba una línea que se nutría de la técnica académica, principalmente en el canto. Siendo alumna de Blanca Hauser, Loyola desarrolló una portentosa técnica vocal que le permitió cantar en escenarios hasta pasado sus ochenta años de edad.8 Al dominio técnico de su producción vocal y de su cantar enérgico, vibrante y cristalino, se sumó su propuesta escénica que, si bien empírica, coincide en lo sustancial con el teatro didáctico y principalmente, con los postulados de Stanislavski, al desarrollar un talento innato que le permitía hacer aflorar desde su interior los personajes hallados en el trabajo de campo. En su interpretación no recrea personajes como algo alegórico o caricaturesco, sino que junto a la profun-didad psíquica de aquellos transfiere al público los símbolos y valores de las culturas y contextos representados, alcanzando «aquella hondura que pedía Antonin Artaud para su teatro de la crueldad» (Kurapel, 1997: 210).

Distinto era el caso de Violeta Parra. Su puesta en escena, lejana y reac-tiva a todo recurso académico, no era en rigor una representación, sino más bien la encarnación de la cantora campesina, la mujer simple venida del inquilinaje, mundo subyugado por un sistema hacendal que, en la colonia temprana, dio forma a la cultura mestiza y rural del país. En ese sentido, la propuesta de Violeta Parra era esencial, como también lo era el personaje que encarnaba. En esa mujer simple que ella asumía dejaba traslucir la humildad de su sufrido origen. Pero si bien, en ese personaje se identificaba un gran segmento de campesinas de la zona central del país, la propuesta de Parra es limitada. Cantoras de oficio y temperamento, como la Peta Basaure, Las Petorquinas, Elena Carrasco, las Hermanas Orellanas, Las Caracolito o Las Patitas de Quirihue —todas cantoras de innegable estirpe que estaban al margen del paradigma de Violeta Parra —, estaban mucho más cerca de la Loyola y en alguna forma inspiraron a ésta.

Te voy a aclarar una cosa: la Violeta representaba un tipo de mujer campesina, no todos los tipos que encuentras en los campos de Chile.

7 Entrevista a Margot Loyola, Santiago, 22 de diciembre de 2006.8 A los setenta y nueve años Margot Loyola grabó en los estudios de Alerce su

último lp: Voces del Maule. Con posterioridad a esta producción, siguió presentándose en eventos y homenajes a lo largo del país, aunque con menor frecuencia.

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Un tipo, el de la mujer aplastada por los quinientos años de latifundio, y que en el campo hay muchas […] Ella misma [Violeta Parra] era muy altiva, pero cuando bailaba cueca era una ovejita; muy modesta, bailaba mirando al suelo.9

En la conjunción de ambas artistas colisionan dos concepciones estéticas, dos corrientes, dos escuelas que no pocos interpretaron como posiciones en confrontación permanente. Pero lejos de repulsarse, más bien influyeron decisivamente en el desarrollo de la Nueva Canción chilena. Ya a fines de la década de 1950 y comienzos de la siguiente, los conjuntos folklóricos Cucumén y Millaray serían fiel testimonio de las diferencias entre estas dos propuestas interpretativas. Tras la exitosa huella de Cuncumén —aquel grupo formados por alumnos de Margot Loyola— surge Millaray, agrupa-ción inspirada en el trabajo de su mentora Violeta Parra. En un manifiesto propósito de soslayar su función de intermediarios mediatizadores —que es en resumen la propuesta de Loyola—, Millaray se autodefine como una agrupación de cantores populares, interpretando la posición de Parra que busca legitimar su propuesta mediante una mayor cercanía e identidad con el contexto representado. La divergencia de tendencias se ilustra con claridad en el trabajo solista de dos grandes artistas de los años 60, Víctor Jara y Héctor Pavez. Dada la relación de camaradería que existía entre los folkloristas de entonces, ambos músicos interpretaron y grabaron sendas tonadas recopiladas por Margot Loyola. La flor que anda de mano en mano, tonada-chapecao que Loyola recogió de la señora Francisca González, en Niblinto, fue incluida por Víctor Jara en su primer lp como solista (Jara, 1966: lado a, pista 3), tras iniciada su carrera como músico. Su canto se ca-racteriza por una voz bien timbrada, de colocación redonda, con un vibrato discreto al final de frese, buen apoyo y mejor manejo de los resonadores de cabeza y pecho según el ámbito. Su técnica guarda una estrecha similitud con la empleada por Margot Loyola, aunque ella evidencia un estudio vo-cal permanente y prolongado. Situación similar se puede comprobar en la canción La carta, al comparar la interpretación original de Violeta Parra y la de Quilapayún. En la última destaca una refinada producción de la voz, con un manejo de la intensidad dramática en progresión, sostenido en depurados arreglos corales, adaptación que sin duda dista de la agreste y minimalista versión de su autora. Esta divergencia estilística retratada en ejemplos, hace evidente que la interpretación al inerior de la Nueva Canción se bifurcaba en, al menos, dos líneas conceptuales y estéticas distintas y aunque no sea reconocido públicamente, los criterios técnicos de la propuesta de Margot Loyola tocan de lleno el trabajo de grupos tan destacados como Inti-Illimani y Quilapayún. Si tomamos el trabajo interpretativo de estos grupos observa-

9 Entrevistas a Margot Loyola, Santiago, 22 de diciembre de 2006 y 5 de enero 2007.

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remos en el elevado nivel técnico de sus interpretaciones, los fundamentos de la propuesta estética de Margot Loyola, pese a que nunca recibieron su orientación directa. Es importante tener presente que Quilapayún tuvo la asistencia de Víctor Jara, quien en sus inicios se nutrió del contacto con la Loyola, alcanzando tempranamente una técnica y estilo vocal que muestra esta ligazón e influencia decisiva. No menos importante, en el ámbito musical, será también la relación de Quilapayún con Luis Advis, compositor que, de siempre, se identificó con el trabajo de Margot Loyola, y con quien participó en la elaboración de dos de sus mejores discos (Loyola, 1972; 1992).

Paralelamente, Héctor Pavez graba A la mar fui por naranjas, tonada aprendida en Angol por Margot Loyola de la señora Petronila Salazar.10 En la versión de Pavez (1995: pista 2) asoma una técnica radicalmente diferente: predomina una voz de impostación natural, de colocación nasalizada y sin vibrato, un sonido agreste y oscuro que condensa una profunda contención emotiva, dando paso a una estética capaz de transportar al auditor a parajes recónditos, habitados por personajes profundos en densos estados de ánimo. En la propuesta de Pavez se hace presente la influyente orientación estética de Violeta Parra, influjo que también recibió el Conjunto Millaray, agrupación a la que perteneció Pavez.

Si bien, fueron evidentes las fuertes diferencias conceptuales y estéticas de las corrientes que Margot y Violeta representaban y lideraban, aquellas fueron asumidas en la práctica artística de la Nueva Canción como líneas complementarias, aunque no siempre se reconoció esta correspondencia. Por el contrario, tras la muerte de Violeta Parra se fue construyendo en torno a su figura un rol mesiánico absoluto en la fundación del movimiento. Esto pudo deberse al impulso creador y sello ideológico que Parra le imprimió a la Nueva Canción, lo que no justifica excluir del proceso que la origina los demás aspectos conceptuales, interpretativos y estéticos que venían configurándose desde antes de la aparición de Violeta Parra en la escena artística. Esta negación puede guardar una relación más o menos directa con un discurso políticamente correcto, asunto que trataré más adelante. En todo caso, es una situación que guarda poco apego a los hechos y en su reduc-cionismo simplista niega la posibilidad de reconocer la génesis de la Nueva Canción en la interacción de procesos algo más complejos y diversos. Caso emblemático puede ser el del propio Víctor Jara, a quien históricamente se le ha vinculado a la persona, figura y línea de Parra, hecho que, como hemos visto, no es absoluto sino relativo y parcial, especialmente en los aspectos interpretativos en los que guarda una escasa relación con la línea de la céle-bre folklorista. Sin desconocer el importante ascendiente que Violeta Parra

10 En estricto rigor, Margot Loyola recoge esta tonada compartiendo su hallazgo y fuente con Héctor Pavez, quien más tarde logra viajar hasta el lugar para repetir el procedimiento etnográfico.

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tuvo sobre el cantautor, no es menos ciertos que en su formación Jara estuvo ligado a diversos artistas que contribuyeron a plasmar su propuesta: Eugenio Guzmán y Alejandro Sieveking, entre otros. A la vez, su cercanía con la línea de Margot Loyola queda reflejada en otro de los aspectos relevantes de sus inicios: me refiero a su paso como director artístico de Cuncumén. El año 1961 Margot Loyola y el conjunto que naciera bajo sus enseñanzas, iniciaban una larga gira por los países de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Entonces Víctor Jara se les une para dirigir y potenciar el trabajo escénico del grupo.

Yo iba contratada como solista. Víctor [ Jara] iba como director artístico del conjunto Cuncumén. A mí me tocaba muy pesado como solista y yo veía en él al solista masculino que a la delegación le faltaba. Porque él tenía muchas condiciones para la guitarra y el canto… y tenía, por cierto, mucho manejo escénico.11

En esa gira y por una necesidad de diversificar el espectáculo de Cuncu-mén, Víctor Jara toma elementos de danzas tradicionales y ensaya con ellos creaciones coreográficas, aplicando a los pasos tradicionales innovaciones en el diseño de piso, la corporalidad y gestualidad, el uso del espacio y el tiempo. De este modo Jara interviene la morfología de las danzas tradicio-nales,12 incursionó tempranamente en lo que unos años más tarde se cono-cería como ballet folklórico. Esta nueva propuesta no va a guardar ninguna corespondencia con las orientaciones y tendencias estéticas de Violeta Parra, de quien se sabe detestaba el allet y todas las estilizaciones. El relato mítico ha resaltado el fuerte ascendente de Violeta Parra sobre Víctor Jara, pero hay hechos históricos que nos indican que la obra del emblemático cantautor se nutrió también de otras fuentes aun no reconocidas en el discurso oficial.

Ideas, ideologías y canciones

Más que precursora del proceso que dio origen a la Nueva Canción chilena, Violeta Parra cataliza notablemente el carácter integrador que distinguiría al movimiento, consiguiendo con sus composiciones dar materialidad a diversas búsquedas y posiciones ideológicas que algunos artistas —y la propia Margot

11 Entrevista a Margot Loyola, Santiago, 22 de diciembre de 2006.12 En la ocasión, Víctor Jara requería dar mayor dinamismo a la rutina de

Cuncumén. Para ello, presentó la sajuriana, la resbalosa, el pequén y la seguidilla —todas ellas danzas de pareja con pañuelo, técnicamente clasificadas como bailes de tierra— como contradanzas, agregando zapateos que no estaban en las versiones originales. De igual manera hizo con una pequeña composición en la que Mariela Ferreira, con guitarra en mano, realizaba desplazamientos circulares con paso de cueca, a guisa de ir persiguiendo una mariposa por el escenario.

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Loyola entre ellos— venían asumiendo frente a asuntos tan trágicos como fue la persecución de Estado que González Videla desencadenara sobre el Partido Comunista chileno.1� Paulatinamente, Parra va dejando tras sí el cultivo tautológico de cuecas, valses, tonadas y décimas, al tomar como base de sus creaciones elementos genéricos de otras culturas musicales, ya sea de proveniencia indígena o mestiza, de Chile o países vecinos. El acompaña-miento con guitarra comienza a dejar espacio para otros instrumentos y así aparecen kultrún y bombo, los que posteriormente se van mezclando con charango, quena y cuatro. A partir de entonces, los límites del Chile recóndito y diverso que ya habían comenzado a expandirse con el trabajo iniciado por Margot Loyola, se extienden hacia un continente que, aunque circundante, siempre se había representado más bien distante y ajeno. De este modo, el resultado del trabajo de Violeta Parra adquiere una especificidad que lo distingue de otras incursiones artísticas chilenas en el ámbito de la música tradicional latinoamericana.14

Pero si hay una aportación determinante al contexto en que se desenvolvió Parra, es haberle dado a la Nueva Canción un contundente y claro contenido político, y en ese sentido, su canto podría calificarse como el manifiesto del movimiento. La Nueva Canción chilena se constituyó en el espacio sonoro de una experiencia social inédita, en el que la música se vería en estrecho compromiso con los grandes procesos políticos, logrando un rol determinante en la concienciación de diversos sectores sociales. Desde esta dimensión Parra articuló tres nociones básicas: a) divulgación y toma de conciencia operando en primer lugar, sobre la idea de integrar la existencia y realidad de todas aquellas culturas regionales y locales escindidas del discurso oficial, una alteridad que sistemáticamente había sido negada: Mañana me voy p’al norte (Parra, 1965: lado a, pista 1), El guillatún (1966: lado b, pista 5); b) vinculación de esta negación con el expolio histórico del que las sociedades portadoras de estas culturas habían sido víctimas: Según el favor del viento (1971: lado a, pista 2), Arauco tiene una pena (lado a, pista 3), Yo canto a la diferencia (1960: lado a, pista 6), es decir, a la marginación cultural le suma una dimensión de clase en la emergencia de nuevas capas del tejido social urbano (Osorio, 2005: �-4); c) visión histórica hacia el plano continental del problema político, social y cultural ampliado, una perspectiva plenamente

1� Ley 8.987, también conocida como «ley maldita», publicada en el Diario Oficial el � de septiembre de 1948.

14 Violeta Parra no es la primera chilena en explorar en los sonidos latinoameri-canos. En la segunda mitad de la década de 1950 el dúo Los de Ramón graba con bastante fidelidad estilística, una serie de temas representativos de al menos doce países hispanoamericanos. Pero su trabajo se restringió a éntregar una audición panorámica de la música folklórica del continente, sin incursionar en los aspectos experimentales de entrecruzamiento que caracterizaron el trabajo de Parra.

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coincidente con la doctrina, propósitos y objetivos del Komintern o la Internacional Comunista que, en Chile, siempre tuvo una fuerza importante (para una visión más exhaustiva y lúcida de esta relación véase Ulianova y Riquelme, 2005). Esta visión de un reconocimiento más global se viabiliza en la correspondencia observada entre las formas líricas, la organología y la morfología de los géneros musicales del continente: un pasado común que legitimaba la lucha política y mancomunada por el derecho a compartir un destino más justo: Los pueblos americanos (1966: lado b, pista 6), Qué dirá el Santo Padre (1965: lado b, pista 2), Arriba quemando el sol (lado b, pista 1), La carta (1971: lado b, pista 1), Rodríguez y Recabarren (lado b, pista 4). No obstante, este paso decisivo que hace transitar el foco de la Nueva Canción chilena desde la proyección objetual de la manifestación folklórica, al sujeto popular del tejido social, ocurre más concretamente en la esfera de la creación, que es por excelencia el dominio de Violeta Parra, etapa que por lo demás guarda estrecha relación con la experiencia que la creadora recoge de sus permanencias en Europa.

Sin perjuicio de la contundente temática social contribuida por Parra al movimiento, es justo reconocer que la vinculación entre música y trabajo político tenía precedentes al menos desde la década de 1940, aunque este trabajo no evidenciaba una producción temática específica. Margot Loyola ya había incursionado coyunturalmente en el asunto, destinando parte de sus presentaciones a un trabajo político y partidario; así también lo hacían los primeros discípulos que ella tuvo, tal como queda reflejado en la carta reproducida (véase imagen 1). Este compromiso no era casual. Aunque nunca llegó a ser militante, desde muy joven Loyola observaba una estrecha vinculación con el Partido Comunista de Chile. Ya en 1947 Nicolás Guillén elogiaba en el diario El País de la Habana,15 el contenido social de algunos temas del repertorio de las Hermanas Loyola. Un año antes, Margot y Elías Laferte16 aparecían en la portada de un diario capitalino bailando la cueca con que se clausuraban los comicios presidenciales que apoyaban la candidatura de González Videla; la banda terciada sobre su pecho decía: «Partido Comunista» (véase imagen �). Y el mismo diario El Siglo publicaba el poema Canto Alegre de Luis Polanco, «Dedicado a Margot Loyola con motivo de su visita fraternal al campo de concentración de Pisagua»(19 de septiembre de 1954). Esta permanente colaboración con la actividad política de la izquierda chilena, le valió la cercanía y la amistad de relevantes figuras de las artes, entre las que se cuenta la del vate Neruda.

15 El artículo fue reproducido por el diario El Despertar de Iquique, en noviembre de 1947. El Despertar fue fundado en el nortino puerto por Luis Emilio Recabarren, el año 1912.

16 Elías Laferte fue Secretario General del Partido Comunista de Chile, organi-zación política que junto a Emilio Recabarren cofundó en 1922.

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Mira, con Neruda éramos muy amigos los dos. Andábamos de allá p’acá haciendo actividades, presentaciones, recitales. Y qué decir de las veces que fui a cantarle a los almuerzos que organizaba en su casa con sus amigos. Una vez me mandó llamar. Cuando llegué me dijo que quería hablar conmigo. Me dijo que quería que yo me encargara de crear can-ciones con contenido social, que le diera importancia a esa línea, que con mi hermana Estela apenas habíamos rozado en Curiñancu y Dolor del indio. Pero le dije que yo no podía porque no era compositora. Yo sabía mis limitaciones y la composición no fue nunca mi fuerte. Así que ahí quedó ese proyecto. Claro que por un tiempo no más, porque después apareció la Violeta con ese portentoso genio creador que yo intuí en ella desde el primer día que le escuche La jardinera. Ella estaba destinada para eso y lo hizo maravillosamente bien.17

Dos rosas espinudas

A pesar de que en el campo del folklore fueron «dos rosas espinudas atadas en un mismo ramo» —como poéticamente lo expresa la propia Margot—, la de ambas fue una relación personal dominada por un afecto común y una admiración finalmente recíproca. Esta reciprocidad se sella en un camerino del Teatro Municipal de Santiago, el año 1960. Luego de terminar su gran recital y tras escuchar la interpretación que la Loyola hiciera de Canción de Machi o Machi ül (200�: pista 13),18 Violeta Parra le expresa a su comadre:

17 Entrevista a Margot Loyola, Santiago, 5 de enero de 2007.18 Machi ül es una de las canciones mapuche que Juan Huarapil Huaramán

compuso para Margot Loyola. Mapuche urbano, Huarapil siempre compuso reme-morando lo que desde niño había escuchado de las mujeres de su comunidad.

Imagen 2. Margot Loyola bailando cueca con Elías Laferte en el Estadio Nacional. Diario El Siglo del 2 de septiembre de 1946

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«Me has convencido, eres la gran intérprete de Chile».19 En efecto, la calidad interpretativa alcanzada en Machi ül hace de esta pieza una verdadera obra de arte, nivel de logro que Parra percibió con nitidez y de la cual, tiempo más tarde habría de nutrirse para la creación de una de sus obras de más alto vuelo composicional: El gavilán (Parra, 1999: pistas 1 y 14).20 Luego de exponer y desarrollar seis temas, esta notable obra para canto y guitarra concluye a modo de stretto en la tercera sección, donde destaca una reelaboración sobre el sexto tema, consistente en la reiteración de patrón rítmico binario, propio de los bailes de pieles rojas tarapaqueños. Esta reiteración, dispuesta en distintos ámbitos tonales, aporta una tensión climática a la conclusión igual que lo hace Machi Ül. La correspondencia entre ambas piezas representa un procedimiento propio de la composición universal, cual es tomar materiales y procedimientos de otras composiciones para reelaborarlos con un sentido y significación propios. El gavilán tiene con Margot Loyola otra relación, que tal vez pocos conozcan, en cuyo hecho se refleja la admiración que Violeta Parra sintiese por su amiga e intérprete.

Violeta vino a mi casa y me hizo la grabación [de El gavilán]. En prin-cipio, El gavilán iba a ser una pieza para canto, instrumentos y danza. Y tenía en mente que Patricio Bunster interpretara la coreografía y yo la cantara. Por eso me hizo esa grabación que tú conoces. Después creo que ella viajó y su idea se perdió en el tiempo. El gavilán nunca se hizo como ella lo había concebido originalmente.21

Esta reciprocidad y afecto también se ve plasmada con nitidez en una nota que Violeta Parra le dedica a Osvaldo Cádiz, esposo de Margot Loyola (véase imagen �) y a quien Parra guardara un profundo aprecio.22

Pese a todas las evidencias de la lealtad y camaradería que reinó en los quince años de amistad que unió a ambas folkloristas, trascendió siempre un infundado y supuesto antagonismo entre Violeta Parra y Margot Loyola.

19 Entrevista a Margot Loyola, Santiago, 5 de enero de 2007.20 De esta obra existen sólo grabaciones domésticas y, por lo tanto, cada una de

ellas es una versión distinta, puesto que es una obra compleja que, además, era interpretada de memoria. El disco reseñado incluye dos versiones, una de ellas grabada en París. Una tercera está en el Fondo de Investigación y Documentación de la Música Tradicional Chilena «Margot Loyola» de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

21 Entrevista a Margot Loyola, Santiago, 5 de enero de 2007. La grabación que Loyola alude es una tercera versión que permanece en el Fondo de Investigación y Fondo de Investigación y Documentación de la Música Tradicional Chilena «Margot Loyola», Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

22 La nota, que le fuera dedicada a Osvaldo Cádiz en una libreta de apuntes, no tiene fecha, pero según el destinatario, ésta dataría de los últimos meses de 1966.

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A juicio personal sostengo, tras el análisis de los acontecimientos expuestos, que las sentencias sobre tal enemistad entre ambas pudieron deberse a asun-tos totalmente ajenos a la propia relación que ambas mantuvieron. Gracias a la influencia de su amiga y promotora Cristina Miranda, Margot Loyola fue desde siempre una simpatizante y colaboradora ejemplar del Partido Comunista y así lo demuestra la prensa de esos años. Sin embargo, sus largos viajes por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y otros países de la cortina de hierro, terminan por desencantarla del socialismo. A su regreso tendrá la valentía de decir «No hay hombre nuevo». La marginación no se hace esperar y su historia a partir de entonces, pareciera haber corrido por un carril solitario y desvinculado del proceso de la Nueva Canción chilena. Ya hacia fines de la década de 1960 la opinión pública asumía que entre ambas existió una competencia y rivalidad enconada, la que habría alcanzado ribetes ideológicos irreconciliables. Como testigo adolescente de esa época, recuerdo comentarios desleales que estigmatizaban a Margot Loyola como la folklorista de la burguesía, en oposición a Violeta Parra a quien se le valoraba como la folklorista del pueblo. No obstante, este abismo interpersonal nunca existió como tal, ni tampoco una diferencia ideológica sustancial.

Tengo que contarte que al poco tiempo de la muerte de mi comadre, me llamaron de la Universidad de Chile. Se trataba de una reunión de erudi-tos, de gente importante que estaba relacionada con la música. Ahí todos hablaron de la Violeta enalteciendo su figura y yo también lo hice, porque la quería y porque ella fue simplemente genial. Pero hubo algo que me entristeció: en forma unánime los reunidos llegaron a la conclusión que prácticamente todo había comenzado con la Violeta, que ella había sido la descubridora de todo, la primera folklorista que había hecho trabajo de campo. Salí muy mal de esa reunión, porque eso que se dijo no hacía justicia con los hechos tal como pasaron.

El énfasis con que se ha reivindicado la figura de Violeta Parra como creadora exclusiva del movimiento de la Nueva Canción chilena, contrasta

Imagen 3. Nota autográfica de Violeta Parra dedicada a Osvaldo Cádiz. Archivo personal de Margot Loyola.

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con la vuelta de espalda que la sociedad chilena y sus propios colegas le die-ron en los tiempos de La Carpa de La Reina. En la última etapa de su vida Parra fue víctima de la soledad y el abandono y cuesta creer que alguien tan gravitante no haya tenido ni público ni artistas con los cuales sostener un espectáculo y una actividad artística permanentes.

Te voy a decir que eso era desolador. Ella estaba sola con una hija ado-lescente que tenía: Carmen Luisa. Por esos andurriales no llegaba el público. Veinte personas como mucho. Tampoco llegaban los artistas. Recuerdo que en los últimos meses de su vida estuvimos con Osvaldo ayudándola. La velada la sacábamos entre su hermano Roberto, cuequero fino, otro señor que recitaba poesía, Osvaldo [Cádiz] y yo... y la Violeta, que corría p’acá y p’allá, cantando, bailando y cocinando sus asaditos a lo divino (anticuchos).2�

A pesar de la visión desagregada que aún persiste sobre la relación de ambas, lo cierto es que la conjunción de estas dos rosas espinudas cambió para siempre el colorido del jardín al que país estaba acostumbrado. Desde entonces Chile supo tener con su música y la Nueva Canción una presencia internacional hasta entonces desconocida, marcando una tendencia que hoy no ha sido superada, ni en el nivel de sus logros, ni en el denuedo con que Margot Loyola y Violeta Parra supieron imponer los valores más acendrados de una nación.

Referencias

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Kurapel, Alberto. (1998). Margot Loyola, la escena infinita del folklore. San-tiago. Fondart.

Osorio, Javier. «Música popular y postcolonialidad. Violeta Parra y los usos de lo popular en la Nueva Canción Chilena». Actas vi Congreso iaspm-al. Buenos Aires. Disponible en <http://www.hist.puc.cl/his-toria/iaspm/baires/articulos/javierosorio.pdf>.

Ruiz, Agustín. (1995). «Conversando con Margot Loyola». En Revista Musical Chilena, 18�: 11-41.

—.(1995). «Discografía de Margot Loyola». En Revista Musical Chilena, 18�: 42-58.

—. (2005). «Mediatización del cancionero tradicional chileno: ¿Folklore musical o Música popular?». En Resonancias, 17: 57-67.

Sáez, Fernando. (1999). La vida intranquila. Santiago: Sudamericana.Torres, Rodrigo (editor). (2005). Aires tradicionales y folklóricos de Chile.

Primera reedición. Santiago: Facultad de Artes, Universidad de Chile.

2� Entrevista a Margot Loyola, Santiago, 22 de diciembre de 2006.

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Ulianova, Olga y Alfredo Riquelme. (2005). Chile y los archivos soviéticos, 1922-1991. Santiago: Lom.

Otras fuentes

a) Escritas:

Diario El Siglo, 2 de septiembre 1946. Santiago. Diario El Siglo, 19 de septiembre de 1954. Diario El Despertar, noviembre de 1947. Iquique.Revista Ecran, � de noviembre, 195�. Santiago.

b) sonoras:

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Reedición digital. Chile: Emi-Odeón. cd 8338082.Varios intérpretes. (1966). Carpa de La Reina. Chile: Odeón. lp ldc-36581Parra, Violeta. (1960). Todo Violeta Parra. Chile: Odeón. lp ldc-36344.—. (1965). Recordando a Chile. Chile: Odeón. lp ldc-36533.—. (1966). Últimas composiciones de Violeta Parra. Chile: rca. lp cml-2456.—. (1971). Violeta Parra y sus canciones reencontradas en París. Chile: Dicap,

lp dcp-22.—. (1999). Composiciones para guitarra. Chile: Warner Music. cd 857380701-2.Víctor Jara. (1966). Víctor Jara. Chile: Arena.

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Productividad de la mirada como performanceCátedra de Artes N° 3 (2006): 59-80 • ISSN 0718-2759

© Facultad de Artes • Pontificia Universidad Católica de Chile

Productividad de la mirada como performance*

* Este artículo se basa en el marco teórico de mi tesis de doctorado en literatura, Universidad de Chile 2005: Performance de la sociedad civil en tensión con la modernidad. Chile 1870-1918

María de la Luz HurtadoPontificia Universidad Católica de Chile

resumenEn atención a la renovación experimentada en los últimos años por los es-tudios del cuerpo, de la performance y de la teatralidad, todos ellos enlazados con los estudios culturales (postestructuralismo, psicoanálisis, antropología, semiología, estudios de género, estudios postcoloniales) recorro en este artí-culo las principales bases epistemológicas y conceptuales desarrolladas por autores recientes en diferentes latitudes. Concluyo enunciando, a modo de ejemplificación heurística, mi propia propuesta investigativa fundada en estos lineamientos.palabras claves: performance, estudios del cuerpo, teatricalidad, cons-trucción de género, políticas del cuerpo.

abstractConsidering the renewal of the body studies, performance studies and theatrical studies, all of which are nowadays rooted in the cultural studies (poststructuralism, psychoanalisis, anthropology, semiology, gender studies, postcolonialism), in this paper I go through the principal episthemological and conceptual basis proposed by authors of different latitudes in their recent bibliography and research linings. I finish giving the headlines of my own research, as an heurisitic motivation to those who are working on, or would like to enter, this field.keywords: performance, body studies, theatricality, gendre construction, body politics.

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Estando lo teatral en muchos sentidos enlazado con la performance, aún cuando mantiene su autonomía relativa, es de gran interés para los estudiosos del fenómeno teatral estar alertas a los desarrollos de este campo y de otros colindantes, como son los «estudios del cuerpo». Estas disciplinas hacen parte del vasto campo de los «estudios culturales» y de la «teoría crítica», en auge en los últimos veinte años, siendo campos trans-disciplinarios con base en la antropología, la lingüística y el psicoanálisis postestructuralista. Mi interés aquí es sintetizar algunos planteamientos centrales de estas disciplinas, aportando un mapa orientador al investigador interesado en estos cruces e hibridajes. Finalizaré esbozando las pregun-tas de investigación en las cual me encuentro actualmente involucrada, como modo de ejemplificar la fecundidad y derroteros posibles de esta polinización.

La semiosis del cuerpo humano: una pragmática intersubjetiva

En el corazón de estas reformulaciones disciplinarias está la pregunta acerca de la semiosis del cuerpo humano y de su vínculo con la representación y lo simbólico, luego de poner en entredicho al cartesianismo que privilegia la articulación lógica del «significado» en el lenguaje.

El postestructuralismo cuestiona que la cultura y los lenguajes estén remitidos a un sistema oculto, subyacente, conceptual, donde encontraría su «sentido» todo acto de habla y toda práctica cultural, adquiriendo un status de «verdad» universal más allá de la contingencia. Cuestiona por tanto la definición saussuriana del signo como reciprocidad entre signifi-cado/significante dentro de un sistema general de oposiciones al interior de la lengua. Al establecer Derrida y otros deconstructivistas la operación en los lenguajes de una cadena de significantes que desplazan al significado que nunca encuentra su origen o lugar primero, y al establecer que toda inscripción en cualquier soporte (incluido el cuerpo humano) funciona como escritura que convoca significados, tiran al cajón de la basura la fe en una estructura explicativa definible y estable, e inician el juego de los significados móviles, dinámicos.

En una vertiente similar, el psicoanálisis postestructuralista lacaniano aporta con la propuesta del barramiento de la línea entre significado/sig-nificante, el cual, en un acto de difference, interfiere, desvía, «difiere» al significado. Este barramiento provendría del modo en que lo simbólico se constituye en el proceso de individuación del sujeto, cuando se rompe la unidad imaginada del «yo» en la etapa del espejo, con la aparición de la tríada paterna: el lenguaje recupera, desplazado, el significante de la carencia o ausencia de esa unidad primaria. Carencia que funda al deseo, estableciéndose una ligazón entre deseo, representación especular del imaginario —por tanto, representación del cuerpo del otro como diferente

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al propio cuerpo— y lenguaje simbólico como siempre diferido del Otro o de la unidad primaria (Lacan, 1970; Braunstein, 1987).

Esta ruta, con implicancias en lo ontológico y lo epistemológico, pone en duda los modelos universales y reintegra al juego del lenguaje la repre-sentación del cuerpo en el imaginario. Los caminos de la percepción, de la representación de sí como otro y de la constitución del sujeto en el lenguaje, implican un tránsito de ida y vuelta permanente entre el imaginario y lo simbólico. Para el analista o investigador, como para el sujeto que indaga en su propia constitución barrada y diferida, el acto o proceso de significancia será el camino para avanzar en el desentrañamiento de la carencia y sus sustitutos simbólicos (Kristeva, 1999).1

Más que elaborar esquemas explicativos esquemáticos, diagramas de líneas o vectores de fuerzas en tensión conceptual, esta perspectiva tiende a volver a encarnar, a darle cuerpo y presencia al sujeto y a la realidad in-vestigada. La estrategia es ponerse desde el punto de vista de la recepción; el investigador llega a una escena en proceso, en intercambio, en produc-ción contingente de sentidos, siendo él un polo activo en esta dinámica de generación de discursos. En ese espacio dialogal, los sujetos, con toda la complejidad social, lingüística y psicoanalítica implicada en ese concepto, con su cuerpo, su mente, su psiquis y sus circunstancias, interactúan pro-ductivamente con otros que se encuentran en la misma condición. Barthes, junto a Jauss, quienes declaran la muerte del autor y afirman en cambio el polo del intérprete, están tras esta perspectiva de enfatizar una dinámica generadora de discursos polivalentes por parte de un receptor también constituido desde la diversidad y la crisis en tanto sujeto.

Estudios del cuerpo�

Mary Douglas (197�), congruente con lo anterior y en relación a la semiosis del cuerpo, destaca que las personas «tienen» un cuerpo y «son» un cuerpo a la vez. Pensar al sujeto como «teniendo» un cuerpo tiene el implícito que hay un ser anterior u ontológicamente situado en otra parte que excede a ese cuerpo. Quienes postulan que el ser humano «es» un cuerpo, remiten todos los procesos de subjetivación y constitución del yo a lo corporal, por tanto, a lo contingente, sin proyectar una esencia anterior o subyacente desligada de lo corpóreo.

Esta tendencia acuña el concepto clave de «in-corporación»: el cuerpo tiene su propio saber, su sensibilidad, sus flujos y emociones, su receptividad y comunicabilidad empática, cuerpo a cuerpo dentro de la comunidad, el

1 Una aplicación de los conceptos expuestos por Julia Kristeva (1999) puede en-contrarse en María de la Luz Hurtado (2002).

2 Tomo aquí como referencia principal a Vale Almeida (1994).

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que no es reductible ni pasa necesariamente por lo simbólico y lo inscrito (escritura). Propone, desde ideas fenomenológicas y terapéuticas, que el cuerpo se constituye a sí mismo como body subject, insistiendo en que la mente no puede ser separada del cuerpo. Blacking (1977) enfatiza que la condición básica de la sociedad es un estado de fellow-feeling en el cual las formas de interacción no verbales son fundamentales.� El cuerpo no sería un lazo entre naturaleza y cultura sino que mediaría toda la reflexión y acción sobre el mundo: «el cuerpo es sujeto de cultura» (Csordas, 1990).

Una inspiración clave de los actuales estudios del cuerpo y de la perfor-mance es la Fenomenología de la percepción de Maurice Merlau-Ponty, cuya posición anticartesiana busca superar la dualidad sujeto/objeto, mente/cuer-po, percepción/mundo. Afirma que la percepción no es una representación interna de un mundo exterior, sino que ocurre a la par en el mundo y en la mente. La percepción visual de un objeto se da entre este y el cuerpo del que percibe, no habiendo «dos» objetos. El cuerpo ve y es visto, oye y es oído, etcétera, en cuanto formas de conducta basadas en hábitos culturales adquiridos: siempre se percibe desde algún lado y es una presencia visible, tangible de cada uno, la que forma a ese «alguien».

En sus palabras:

es a través de mi cuerpo que comprendo a las otras personas, así como es a través de mi cuerpo que percibo las «cosas». El significado de un gesto «comprehendido» de este modo no está escondido para él, está entrelazado con la estructura del mundo (Merlau-Ponty, 1962:186).

Postula así que:

la percepción y la cognición no son una conquista sólo de la mente sino de toda la persona-cuerpo en un proceso histórico: implica la localización de las personas en el mundo, cuyo sentido es mediado por su desenvol-vimiento en las relaciones sociales (ibid.).

Interpretando lo anterior desde las categorías de los actuales estudios culturales, Crossley (1995: 4�-6�) propone que Merlau-Ponty estableció que lo social no puede ser concebido como un objeto de pensamiento por encima de los sujetos sociales. Lo social sería una estructura intersubjetiva concreta, reproducida a través de acciones in-corporadas. Consistiría en lugares de significado compartidos y en interacción mutua —que pueden ser conflictivos— en que los cuerpos actúan y son objetos de acción. Son agentes y objetos de poder.

� Al respecto, es bueno mantener en mente la alerta que realiza José Gil en Corpo respecto a un regreso a la fenomenología tout court, en la cual el cuerpo se torna un significante despótico capaz de resolver todos los problemas, desde la decadencia de la cultura occidental hasta los mínimos conflictos internos del individuo.

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Productividad de la mirada como performance

Pierre Bourdieu (1977) realiza otra reformulación significativa del con-cepto de «in-corporación» (cuerpo socialmente in-formado, embodiement) tendiente a la superación de la dualidad estructura/práctica social mediante el concepto de habitus —el que toma de Mauss— como repetición de prácticas corporales inconscientes y mundanas. Delinea un tercer orden de conocimiento, al pasar del análisis del hecho social como operatum a su análisis como modus operandum. El habitus no sería una colección de prácticas sino un sistema de disposiciones duraderas colectivamente inculcado para la generación y estructuración de prácticas y representaciones. En este sen-tido, el habitus es una resistencia establecida e in-corporada, que se ejercita «naturalmente» dentro de un medio estructurado, pero que a la vez es parte de una dinámica en movimiento sujeta a tensiones, crisis y transformación. Con el tiempo, esta irá generando nuevos habitus como sustrato colectivo in-corporado por el resto de la sociedad o una porción de ella.

El concepto de «in-corporación» desde y por el habitus elaborado por Bourdieu puede ser relacionado con la microfísica del poder de Michel Foucault (1992): Si Bourdieu sitúa como un eje determinante de la «in-corporación» del habitus al eje económico al modo de un mercado (capitales culturales, capitales de prestigio, etcétera), Foucault releva la dimensión política (el poder) como lo que se in-corpora e inscribe en el cuerpo: «el poder circula a través del individuo que ha constituido», «no está concentrado en el Estado sino está incardinado en las relaciones de poder que, como suelo movedizo, se dan entre cada punto del cuerpo social». Este es un poder-saber, un saber del cuerpo (podemos decir, in-corporado) y un saber sobre el cuerpo (poder de los discursos legitimados como verdaderos acerca del cuerpo). Ese poder radica, entonces, en dos sistemas de diferente orden: por una parte, en reglas lingüísticas (enunciados) y por otra, en aparatos (visibilidades o complejos multisensoriales de acciones y de pasiones). Por tanto, ese saber de y sobre el cuerpo del poder está hecho de dos medios: de luz y lenguaje, de ver y hablar (Deleuze, 1987). Mismos medios que constitutyen a la performance y a lo teatral.

¿Cuál es el valor heurístico de estos enfoques de «epistemología bastarda» entre teorías cognitivas y fenomenológicas, estructuralistas y pragmáticas, que reintroducen lo in-corporado e informado al terreno del conocimiento huma-no y al de la práctica social? ¿Qué tipo de fenómenos serían los más sugestivos o ricos para recuperar en esta compleja integralidad de lo humano?

De cara a la problemática de la modernidad y del concepto de individuo y de sujeto, Terence Turner (1994) reivindica la corporalidad como matriz de la noción de persona e identidad en Occidente. Define al sujeto como «una conciencia in-corporada con propósito, voluntad y capacidad de agen-ciamiento o acción». Acentúa el carácter relacional, de proceso y contextual de la identidad personal:

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No es un ego cartesiano des-incorporado e íntegro. Su proyección política está en que para los nuevos movimientos políticos de resistencia personal, social, cultural y ambiental, «el cuerpo» consiste en procesos de actividad autoproductiva, al mismo tiempo subjetiva y objetiva, significativa y material, personal y social, un agente que produce discursos tanto como los recibe (14).

Anthony Giddens (1994) proyectó a su vez la teoría del cuerpo a los estudios culturales, dejando en evidencia cómo el «yo» (self) moderno es representacional. Subraya que el cuerpo no es una entidad física que posee-mos, en la idea de «tenemos un cuerpo»: es un sistema-acción, un modo de praxis inmerso en las interacciones cotidianas. Presta atención a la apariencia, posturas, sensualidad y regímenes del cuerpo y, en una relación entre agen-cia y estructura, asocia al self reflexivo a la idea de que el cuerpo puede ser moldeado en la sociedad moderna de modo de expresar las narrativas de la autoidentidad. Para él, los nuevos conceptos de «política de vida» se entien-den como política de cuerpo, terreno privilegiado de las disputas en torno de las nuevas identidades personales, de la preservación de las identidades históricas, de asunción de híbridos culturales o de recontextualizaciones locales de tendencias globales.

La pregunta que queda en pie es cómo se expresan las narrativas de la autoidentidad in-corporadamente, informadas por las prácticas, represen-taciones, performances y agenciamientos, tensionando la relación tradición/innovación, localismo/neocolonialismo. Al respecto, Nelia Dias (1994) interroga los lazos estrechos que unen a la constitución de la diferencia (étnica, social, de género, cultural, etcétera) con la constitución de espacios reservados al ejercicio del mirar. Afirma:

se ha tornado banal, después de numerosos estudios, decir que la mo-dernidad está estrictamente asociada a un nuevo régimen visual, pero con todo, resta mostrar cómo diversos campos del saber crean al mismo tiempo lenguajes visuales y espacios reservados al mirar (2�-44).

De allí, deriva preguntas pertinentes al estudio del cuerpo, de lo teatral, de la performance: ¿Cómo es que se ha venido a representar a «los otros» en cuanto diferencias corporalizadas? ¿Por qué y qué hecho de ver conduce a la exigencia teórica y metodológica de «dar a ver»? Esto problematiza la cuestión de lo que una cultura, una sociedad, una propuesta de arte establece o propone como «digno de ser visto» vinculado a unos determinados «modos de ver» (�9 y 41).4

4 Es Hannah Arendt (1956) quien trabajó primero el tema de «lo digno de ser visto» en una sociedad, en relación a su elaboración en torno al «espacio público/espacio privado» en la república (griega) y la modernidad.

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Productividad de la mirada como performance

La performance como epistemología

Las anteriores y otras reformulaciones teóricas, junto a transformaciones producidas dentro de las prácticas artísticas de las artes visuales, la música y el teatro, fueron convocadas para abarcar en un mismo arco lo denominado como performance. Goffman y Merlau-Ponty en los 60 y 70, y en la actualidad, Víctor Turner y Richard Schechner (2002), como también Diana Taylor (2002), han sido sus principales articuladores.

Esta interdisciplina enfrenta el desafío de la gran amplitud de su objeto de estudio, ya que postula que toda forma cultural es también una representación, desde la vida cotidiana a la escenificación de obras dramáticas complejas.

Proposiciones pioneras sitúan el problema a nivel ontológico, al entender al ser como un sujeto de la representación:

Nuestra propia existencia, o digamos más bien la de la cultura, es una representación teatralizada de los instintos y de las pulsiones. La sexua-lidad, la muerte, el intercambio económico o estético, el trabajo, todo es manifestado, interpretado. El hombre es la única especie dramática. [...]. Representar consiste en crear el ser, en acumular la substancia colectiva (Duvignaud, 1970: 16-17).

Concepción vinculada al theatrum mundi o la vida como teatro, el calde-roniano «gran teatro del mundo».

Schechner en cambio, al situarse a nivel epistemológico, cambia el eje de la discusión. Para él, lo performativo se constituye desde una particular interactividad expresiva/cognoscente:

Lo performativo ocurre en lugares y situaciones no marcados tradicio-nalmente como «artes performativas», desde vestirse, disfrazarse y el travestismo a ciertos tipos de escritura y habla (2�)

La productividad de estas performances es múltiple:

marcan identidades, doblan el tiempo, remodelan y adornan el cuerpo y cuentan historias (19).

Esta heterogeneidad tendría en común que las «performances —de arte, rituales, de vida diaria— están hechas de ‘comportamientos dos veces realizados’, de ‘comportamientos restaurados’, acciones performativas que la gente se entrena para hacer, que practica y ensaya. Esto es claro en el caso del arte. Pero la vida cotidiana también supone años de entrenamiento, de aprender pedazos de comportamiento adecuado, de descubrir cómo ajustar y hacer performativa la propia vida en relación a circunstancias sociales y personales». Está aquí implícito el concepto de in-corporación, pero no en su acepción de reproducción automática sino de uso activo, siempre

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transformador, que constituye discursos cada vez que se recompone en interacción dinámica con su entorno y circunstancias. Como el habitus de Bourdieu, es un sustrato dado («estaba-ya-allí») pero en continua activación por los sujetos.

Schechner sostiene que la mayoría de las personas vive en tensión entre la aceptación y la rebelión (o, como diría Deleuze, entre flujos de deseo expandidos por líneas duras, flexibles o en fuga), por lo que los estudios de la performance pueden abocarse desde los procesos a gran escala, como las revoluciones, la política, el activismo social, a los inscritos en el cotidiano, como el comportamiento en un parque o en un lugar público, o en lo extra-cotidiano, como las artes.

¿Qué es, entonces, realizar una performance?

En las artes, to perform es poner en escena un espectáculo, una obra de teatro, una danza, un concierto. En la vida diaria, to perform es llamar la atención, irse al extremo, subrayar una acción para aquellos que están mirando». Por tanto, la conciencia de ser mirado y el convocar y seducir para conquistar esa mirada o para lograr el cruce de miradas, está a la base de la performance.5

Schechner distingue cuatro momentos de la performance; los primeros dos son estadios necesarios de todo objeto o ser:

el ser o estar, que es la existencia misma de la materia y/o del espíritu, yel hacer de ese ser, que es su actividad en continuo flujo (desde el celular o molecular hasta el movimiento perceptible por lo sen-sorial). Sobre estos operan dos categorías, una, la ejecución de la performance, otra, la mirada investigativa sobre ella:cuando el que hace lo hace de modo de «mostrar el hacer» (su-brayar, desplegar el hacer). Es un estar alerta a que se está en un proceso intersubjetivo, comunicacional frente a un otro que lo refracta y significa.Explicar el mostrar el hacer», es decir, el esfuerzo académico, y el crítico o autorreflexivo en caso del artista, para comprender el mundo de la performance. En este caso, no se establece a priori que un flujo de comportamientos «es» una performance, sino que la mirada constituiría al objeto como una epistemología: se mira el flujo de acciones representacionales «como» performance.

5 Dice Schechner que la gente en el siglo xxi como nunca antes vive mediante la performance; le contraindico que otra época tanto o más performativa que la actual fue la de fines del siglo xix e inicios del xx, esa belle (y malheruese) époque.

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La idea es que la dimensión performativa no está en la materialidad de la performance sino en la interactividad implicada en el hacer, comportarse y mostrar:

Tratar cualquier objeto, trabajo o producto «como» performance —una pintura, una novela, un zapato o cualquier cosa en absoluto— significa investigar lo que el objeto hace y cómo interactúa y se relaciona con otros objetos o seres. Las performances sólo existen como acciones, interacciones y relaciones. [...] Uno le pregunta a la performance cuestiones en cuanto suceso: ¿Cómo se despliega un suceso en el espacio y se enmarca en el tiempo? ¿Qué vestimentas o ropas y objetos especiales se ponen en uso? ¿Qué roles son jugados y cómo son estos diferentes, si lo son, de quienes son usualmente sus performers? ¿Cómo son los eventos controlados, distribuidos, recibidos y evaluados (21 y 42).

Quiero destacar aquí dos énfasis. Por una parte, Schechner se sitúa en el terreno de la pragmática y, en su concepción de flujos inmanentes, prefiere escapar a concepciones trascendentalistas citando a Foucault: «el discurso no puede ser referido a la presencia distante del origen, sino tratado cómo y cuándo ocurre» (1977: 25). Por otra parte, apunta a lo multívoco no sólo de la actividad humana sino del sujeto y de los tipos de intersubjetividad en que se involucra: usualmente, en una performance hay muchos performers, y cada uno puede tener aproximaciones, búsquedas, compromisos afectivos diferentes. Además, un mismo sujeto puede desplegar algunos roles y retener otros que quizás opera habitualmente en otros contextos. Es un aspecto a tener en cuenta cuando la performance pasa del espacio privado al social y al cívico-público.

El término performance coloca al objeto, desde la mirada, en un punto de vivacidad: al decir de Taylor:

de manera opuesta a las ‘narrativas’, los escenarios (peripecias) nos obligan a considerar la existencia corporal de todos los participantes. La teatralidad hace de esa peripecia algo vivo y atrayente. De modo diferente al ‘tropo’, que es una figura retórica, la teatralidad no depende exclusivamente del lenguaje para transmitir un patrón establecido de comportamiento o una acción (�0).

Lo que no obsta a que una fuente de los estudios performativos sea la filosofía del lenguaje (Austin), y que una corriente de los estudios de las narrativas y de los discursos en base a textos escritos —la de los actos de habla— sea contiguo al sustrato epistemológico de los estudios performa-tivos. Esto, por entender también al habla y a la comunicación lingüística como un campo de disputa, divergencia, movimiento y resistencia, en la disposición del emisor de hacer de su enunciación un acto en el juego de la palabra (una fiesta, según Barthes), y en la disposición del receptor

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de movilizar ese discurso desde su propia y concreta posición territorial y territorializada. La historificación de la situación del intercambio lin-güístico entre emisor y receptor concibe a cada uno de ellos como sujetos in-corporados en tensión recíproca, lo que desbarata la idea de un acuerdo, de una cooperación, de una sinceridad o transparencia entre ellos.6 Lo que termina con la aspiración del crítico, o del mismo autor, de realizar una interpretación «objetiva», «veraz» o «verdadera» de un acto de habla (o de una performance).

Shoshana Felman amarra estas concepciones al postular «una relación indisociable de lo físico y de lo lingüístico, del cuerpo en el lenguaje y del acto en el discurso». Aplicando esta premisa, explora sugestivamente la relación de la teoría psicoanalítica con ciertos textos dramáticos cardinales de sustrato mítico: «en la tragedia de Edipo rey, [...] el asesino de Layo no ha tenido miedo del ‘acto’ sino tendrá miedo del ‘acto de lenguaje’: de la maldición de Edipo (1980: 1�0).

6 Ejemplos de esta perspectiva los encontramos en planteamientos como los si-guientes, de Marie Louise Pratt en relación a los actos de habla, y de Barthes en relación al enunciado: «Cuestionar las normas de la sinceridad y la cooperación (del pacto del acto-de-habla entre el lector y el autor) tiene claras repercusiones para el análisis de la literatura. En el presente, la mirada es una de cooperación racional hacia objetivos compartidos. Uno debe ser capaz de hablar sobre relaciones lector/texto/autor que son coercitivas, subversivas, conflictivas, de sometimiento a la vez que cooperativas, y sobre relaciones que son algunas o todas estas simultáneamente o en diferentes puntos en un texto. Tales desarrollos enriquecerían considerablemente el cómo se da cuenta de los actos-de-habla (speech-act) de textos de vanguardia y de ‘lecturas de resistencia’ (‘resisting reading’, Fetterley, 1978) del tipo de los discu-tidos por mucho(a)s crítico(a)s feministas. [...] Lo que se necesita en una teoría de representación lingüística que considere que el discurso representativo está siempre comprometido tanto en hacer calzar las palabras al mundo y el mundo a las palabras; que el lenguaje y las instituciones del lenguaje en parte constituyen o construyen el mundo para la gente en las comunidades de habla, más que solamente lo identifican o aluden. Los discursos representacionales, ficcionales o no ficcionales, deben ser tratados simultáneamente como realizaciones creadoras-de-mundo, descriptivas de mundo y cambiadoras de mundo. (Pratt,1986).

«El saber es un enunciado; en la escritura, es una enunciación. El enunciado, objeto ordinario de la lingüística, está dado como el producto de una ausencia del enunciante. La enunciación, ella, al exponer el lugar y la energía del sujeto, ve su falta (que no es su ausencia), en relación a lo real mismo del lenguaje; ella reencuentra que el lenguaje es un inmenso halo de implicancias, de efectos, de retenciones, de caminos, de vueltas o regresos, de redadas; [...] las palabras no son más concebidas ilusoriamente como simples instrumentos, son lanzadas como proyectiles, como explosiones, vibraciones, maquinarias de saberes: la escritura hace del saber una fiesta» (Barthes, 1978).

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El género como performance

Al entender lo social como constructo performativo, se cuestiona de raíz el pensamiento organicista que atraviesa al siglo xix y se proyecta al xx: que ciertas categorías como el género o la raza están definidas en la naturaleza, y que su transformación también está ligada a leyes naturales, en tanto en-tidades biológicas.

En Bodily inscriptions, performative subversions, Judith Butler (1999) pre-gunta: ¿Qué determina el texto manifiesto y latente de la política del cuerpo? ¿Cuál es la ley prohibitiva que genera la estilización corporal del género, la figuración fantaseada y fantástica del cuerpo?

Partiendo de que lo performativo «sugiere una construcción de sentido contingente y dramática» (420), postula que el género es un acto:

Como en otros dramas sociales rituales, la acción del género requiere de una performance que es «repetida». Esta repetición es a la vez un re-representar y reexperienciar una serie de significados ya establecidos socialmente; y es la forma mundana y ritualizada de su legitimación. Aunque hay cuerpos individuales que representan estas significaciones al estilizarse en modos de género, esta «acción» es una acción pública. [...] Su carácter público no es sin consecuencias: sin duda, la performance se realiza con el objetivo estratégico de mantener el género dentro de un marco binario, una aspiración que no se le puede atribuir al sujeto sino debe ser entendida como fundadora y consolidadora del sujeto (ibid.).

Butler afirma en consecuencia la historicidad de las definiciones y per-formatividades del género, y, en tanto carente de un universal, no podría ubicárselo en el eje de lo auténtico o lo falso referido a una verdad de status ontológico. En este sentido, el género no sería «expresivo» de una interio-ridad esencial o una identidad preexistente sino sería performativo de una norma in-corporada, cuya repetición disciplinaria hace que su momento de producción quede desplazado de la mirada. Por otra parte, el género es una norma que nunca puede ser completamente internalizada: siendo lo interno una significación de superficie, las normas de género son finalmente fantas-máticas, imposibles de corporizar (421).7 Butler concluye en otra oportunidad que, si la realidad del género es performativa, «significa simplemente que es real sólo en la medida que es hecha performance» (1988: 524).

Similares aproximaciones se realizan en el campo de los estudios post-

7 Fundamenta Butler: «La distinción entre expresión y performatividad es crucial. Si los atributos y actos del género, los variados modos en que un cuerpo muestra o produce su significación cultural, son preformativos, entonces no hay identidad preexistente por la cual un acto o atributo pueda ser medido; no habría verdadero o falso, actos de género reales o distorsionados, y la postulación de una verdadera identidad de género sería revelada como una ficción regulatoria».

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coloniales respecto a la definición/asignación/in-corporación/subversión de lo étnico/racial en el lenguaje simbólico y en el imaginario, en los actos de habla y en las performances: los estudios postcoloniales han puesto el acento «en que el Self y el Otro están ambos explícitamente implicados en el proceso de yuxtaposición del ‘disimulo’, del ‘montaje’, explorando la facultad mimé-tica o la compulsión de volverse Otro en la historia de los colonizadores y los colonizados». Aspiración también imposible, por lo fantasmático de dicha relación: siempre falta algo o se hará que falta algo en la performance de ser como el otro para impedir la ecuación identitaria entre colonizador y colonizado.

De la performance y la teatricalidad

¿Por qué inaugurar un nuevo término, el de performance, existiendo algunos que podrían aludir aproximadamente a lo mismo? Diana Taylor acepta que el término es intraducible al castellano, pero insiste en su uso al no satisfacerle los próximos de «acción», «representación», «espectáculo» o «teatralidad».

El término «acción», por ejemplo, connota una intencionalidad en el hacer que la performance no siempre tiene, y desdibuja su sujeción a los mandatos económicos y sociales que presionan para que nos mantengamos dentro de ciertas normativas de género, étnicas, de posición social, etcétera. Desdibuja también su cualidad de inscrita, de la cual obtiene su dimensión política: la performance «está implicada social y políticamente, evoca tanto la prohibición como el potencial para la transgresión» (�1).

Por su parte, el término «representación» incluye la mimesis de otra realidad a la que cita o reemplaza, con la cual establece un quiebre, en tanto la performance es una realidad en sí, es copartícipe de lo real, aun cuando sea una actividad doblemente realizada.

Aceptar lo performativo como una categoría de la teoría dificulta man-tener la distinción entre apariencia y realidad, entre hechos factuales y simulaciones, entre superficies y profundidades. Las apariencias son algo actual; ni más ni menos que lo que está detrás o bajo las apariencias (Schechner: 125).8

En fin, «espectáculo» supone una sobreproducción, un extracotidiano que exacerba los contornos de la imagen comprometida en el darse a mirar; sitúa

8 Acota Schechner que la realidad social es construida de punta a cabo. En la modernidad, lo que estaba «oculto» y «escondido» era pensado como «más real» que lo que estaba en la superficie (al platonismo le cuesta morir). Pero en la post-modernidad, la relación entre profundidades y superficies es fluida; la relación es dinámicamente convectiva. (19)

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la receptividad en el mirar y en la vista, y no en la relación corpórea global de lo in-corporado y lo inscrito.

«Teatricalidad» o «teatralidad» es también un término próximo pero no idéntico a performance: «hace alarde de su artificio, de su ser construido, pugna por la eficacia, no por la autenticidad. [...] La teatralidad subraya la ‘mecánica’ del espectáculo» (Taylor: �0). Subyace a lo teatral la tensión entre una realidad metonímicamente ligada a otra que la transforma en tanto se hace significante de otro estadio de realidad que articula un deseo de signi-ficación, tensión no siempre presente en la performance.

Para que lo «teatral» ocurra, para que se actualice un espacio de proyección del deseo desde el juego actoral,9 es necesaria la formación de un espacio mental que Schechner llama «espacio ambiental» (environmental space), espacio socialmente producido que delimita y propicia el despliegue de su intercambio. Este espacio ofrece el umbral dentro del cual la convención de la doble realidad del teatro es posible, umbral que se establece desde la mirada del espectador.

La teatralidad no está ligada a las formas artísticas y tampoco a la estética. Lo que está funcionando aquí es el consenso, el público acepta un acuerdo inicial y acepta prolongar la situación jugando el juego, manteniendo ciertos límites que están implícitos en la situación (Burns, 1972).

Este es un «juego de tensiones entre cuerpos y lenguajes»:

en este juego bascular se impone un doble proceso de disyunción/con-junción, diferenciación/unificación. Para el espectador, el cuerpo se da como «otro» quedando él mismo. La teatralidad reposa sobre esta ambi-valencia, una teatralidad que es cuerpo, por supuesto, pero también voz (Bernard, 1976).

Lo performativo y la escena: continuidades y discontinuidades

Esta teatralidad básica, esta «ritualización y modelamiento permanente de nuestras actividades» que todo sujeto realiza como performance según su lugar de poder dentro de cada ceremonial, se proyecta y reelabora de diferentes maneras en el teatro, en ese que representa la acción del drama dentro de

9 Los teóricos del teatro suelen remitirse a la teoría psicoanalítica de Winnicott para explorar los mecanismos implícitos en el juego, estableciendo analogías entre ambos. La función del juego para el infante seria resolver la carencia de la madre o su ausencia, juego que establece un espacio transicional o virtual, un «entre», en el cual el niño juega con sus objetos sustitutos «como» su objeto del deseo, espacio en el cual él define las reglas y controla en parte la situación.

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las convenciones de la teatricalidad de su tiempo. El juego performativo de la sociedad es reiterado, estilizado o bien caricaturizado por el actor y el dramaturgo, ya sea presentándolo, reinterpretándolo, añadiendo dimensiones propias o nuevas, o construyendo «existencias alternativas» fuera del mundo establecido de roles sociales (mimesis productiva). Es decir:

el teatro pide prestados materiales de la vida —ajustado a sus propias convenciones— y devuelve modelos para los aspectos teatrales del comportamiento social. [...] La constante retroalimentación de la tea-tricalidad entre la escena y el público es la esencia del drama (Burns: 144 y 18�).

Uri Rapp reafirma esto entendiendo lo teatral como una situación de interrelaciones sociales corporizadas, en las cuales el ser humano es «un agregado abierto/cerrado de roles jugados, jugables, fantásticos y anticipa-dos» y como una actividad específica de este ser humano, el que justamente crea el teatro «como un modelo [...] en el cual la propia significación de la sociedad pudiera ser simbolizada» (Carlson, 199�: 482).

De todo lo anterior se deriva la fuerte implicancia semiótica, y por ende política, del modo en que la escena construye performativamente al sujeto. Ya lo dijo el joven Luckaks: «lo que es verdaderamente social en el arte es la forma» (citado por Thyes-Lehamns, 200�: 9), y completo, la forma de establecer la relación entre acto y lenguaje, entre visualidad y palabra del cuerpo parlante.

Al situarse en el foco de la política del cuerpo en el arte cinético (lo que creo es en alguna medida proyectable al teatro), Kaja Silverman (1996) pregunta aludiendo a Lacan: ¿Cómo somos percibidos por la mirada cultural en términos de clase, etnia, género, nación […]? Ello, partiendo del predi-camento de que la mirada atribuye consistentemente al propio ser lo que es exterior y otro, y proyecta al otro lo que pertenece al ser. Ese «otro» muchas veces opera como un panel del cuerpo del deseo, con-formado e in-formado desde el ideario dominante. Como contrapunto a esa configuración ideal, está el cuerpo del marginado, del abyecto, del despreciado, del silenciado, del censurado, que establece complejas relaciones de deseo, de atracción/repulsión con el anterior. Cada sujeto, según su ubicación en la red de género, clase, etnia, prestigio, etcétera, tendrá un rango posible de modos de in-formarse y con-formarse, lo que incluye sus lugares posibles y sistémicos de acción, desplazamiento, comportamiento, vestuario, gestualidad, maquillaje, acce-sorios, habla, en el continuum que va desde el espacio privado al espacio cívico-público y al público.

Hay entonces, una tensión entre la performance en lo social y en la escena teatral. El realismo planteó una aspiración al verismo total de la escena (la mimesis refleja), reproduciendo mecánicamente en ella los modos de in-corporar las diversas categorías de lo social. De este modo, aunque

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la intriga o el tema de la obra sean supuestamente críticos, se «dobla la historia», se reitera la tradición con su carga de disciplinamiento. Pero ese verismo no siempre tuvo cabida en la escena: durante el Antiguo Régimen, por ejemplo, un crítico planteaba que, en las obras de época, «la exactitud histórica es imposible y fatal para el arte dramático» (Sennett: 167), y en tanto la nobleza buscaba solazarse estéticamente en el teatro, no admitía caracterizaciones y vestuarios realistas de personajes de los estratos bajos, porque ofendían su sensibilidad. Tampoco querían que los correspon-dientes a su propio estrato fueran equivalentes a sí mismos: preferían una «fantasticación» de las caracterizaciones, un vuelo imaginativo, poético, sensorial que llevara a un límite idealizado las tendencias vigentes, ya de suyo espectaculares.

Cuando se montan obras de época en la actualidad y se las pone mecáni-camente dentro de modas de vestuario, decoraciones, estilos gestuales y del decir, adscripciones de belleza y características étnicas del reparto, etcétera, supuestamente vigentes en ese tiempo, suele reiterarse acríticamente la selec-tividad de una lectura histórica incompleta, que evade las contradicciones y las luchas de las políticas del cuerpo y de las performances de dichos tiempos. Después de estudios como Freedom of dress in revolutionary France (Hunt, 2000: 18�-202), no es posible ignorar que una merveilleuse tiene una carga crítica diferente a una incroyable o a una mujer que se dirige catárticamente a un «baile de ahorcados» con una pintura roja en círculo en torno a su cuello, y que el usar o no la escarapela revolucionaria y el gorro frigio por parte de las mujeres fue parte de una activa movilización femenina que a la postre aceleró su exclusión de la participación en el espacio público. Esas incon-gruencias, claro, las repite la misma historia: el que la revolución francesa se haya hecho en trajes de griegos y romanos, y que las mujeres usaran túnicas a la griega livianas y transparentes como símbolo de la libertad republicana conquistada (instigadas por las autoridades en sus instructivos: tampoco era una decisión siempre voluntaria) no se condice con que, si bien la estatuaria griega viste de ese modo a las perfectas diosas del Olimpo, la mujer griega de carne y hueso debía ocultar su cuerpo en público con gruesas túnicas que la cubrían por completo y le estaba vedad la palabra en los lugares de ejercicio de la retórica (los foros, la plaza, el teatro), manifestación de su muy desmedrada situación político-social en dicha «república». Era un cuerpo y una voz censurada, puesta en la oscuridad y el silencio.

Urdiembre entre teatro, performance y lo social (político)

La performance ha solido ser un modo de empujar los límites de la con-vención, un lugar de inaugurar otras in-corporaciones que parodian, ex-panden, reapropian críticamente la representación de sí y del otro. Ya sea en la mascarada, la fiesta de disfraz, el carnaval o la performance de arte,

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se produce una intersticialidad entre ejecutor y personaje, dado que el o la performer establecen su propio cuerpo como referente y lugar constitutivo de la puesta en escena. Dicha puesta en escena del cuerpo es parte de un proceso biográfico de búsqueda/propuesta/afirmación de una identidad en tránsito, desafiada desde distintos vectores. Este ejercicio de exploración necesita encarnarse corporalmente porque es también en el cuerpo donde reside la clave de su trabamiento o desajuste consigo y con lo social. Hay que tener en cuenta que el cuerpo es sujeto de cultura (Csordas), en él cir-cula tanto el deseo de poder y los flujos de poder incardinados en el cuerpo (Foucault), como esos otros flujos de deseo que buscan establecer líneas flexibles o líneas de fuga que quiebran con las líneas sociales y personales dominantes (Deleuze) para crear un nuevo escenario vital, transgresor. A veces, la transgresión consiste precisamente en el acto de hacer público lo privado, o más aún, en lograr que lo privado adquiera forma, sea susceptible de lenguaje: que se pueda dar voz y cuerpo a lo hasta ahora reprimido y negado, incluso frente a sí mismo.

Una corriente dominante de las performances postcoloniales exacerba la hibridez en diferentes niveles: la étnica, la socio-cultural, la lingüística, la definición de género y sexual, etcétera. Para ello, utiliza expresividades sobrecargadas, pastiches, el bilingüismo, coloridos, sonidos y músicas es-tridentes, visualidades parodiadas de la industria cultural y del consumo, metáforas escénicas del colonialismo histórico. La prótesis que transforma y reconforma el cuerpo es otro recurso habitual, encaminado a poner en entredicho la sumisión a los disciplinamientos normativos del sujeto-cuer-po. La provocación sustenta su expresividad desafiante a lo dominante y a la vez hace ver y oír las hibridaciones que de hecho conforman lo social desde nuevos sujetos constituidos por el cruce y los puentes interculturales, interraciales, intergéneros. No recurre al desarrollo de una trama explicativa en el espectáculo sino que las acciones rituales, los puntos de apelación y llamados de atención, los dibujos de los cuerpos y de las voces que rompen el cerco de un recorrido que los confina a lo marginal y a lo desvalorizado, es un fermento de nuevas autoconciencias, identidades, cursos conductuales e incluso, de superación de traumas y de violencias personales e históricas. El solo hecho de ponerse esos sujetos de ese modo performativo en escena, como sujetos/objetos de reconocimiento e interacción interpeladora de las audiencias, constituye una acción política, cultural y personal transformadora (Hurtado, 2005).

Bien sintetiza lo anterior José Alcántara (200�):

La performatividad del cuerpo no puede sino ser ya también transgresora de límites, de fronteras reales y conceptuales, dando testimonio de un cuerpo que, de pronto, expande su alcance al no reconocer límites entre sí mismo y el mundo (19).

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Entre lo humano y las tecnologías culturales, entre simbolización e imaginario.

Se habla entonces de performatividad fronteriza o transfronteriza en más de un sentido, como destitución de barreras étnicas, sociales, geográfi-cas, así como de estructuras conceptuales y estéticas [entendida como teatralidad] (20).

Bhabha (1994) formula esto mismo en el contexto de la teoría posco-lonial:

Términos de compromiso (engagement) cultural, ya sea antagonístico o afiliativo, son producidos performativamente. […] La articulación social de la diferencia, desde la perspectiva de las minorías, es una negociación compleja, en proceso, que busca autorizar hibridismos culturales que emergen en momentos de transformación histórica. […] Al reescenificar el pasado introduce otras temporalidades culturales inconmensurables a la invención de la tradición. Este proceso aleja cualquier acceso inmediato a una identidad originaria o a una tradición «recibida». Los agenciamientos fronterizos de la cultura de la diferencia pueden ser tanto consensuales como conflictivos; pueden confundir nuestras definiciones de tradición y modernidad; realinear las fronteras acostumbradas entre lo privado y lo público, alto y bajo; y desafiar expectativas normativas de desarrollo y progreso (2-�).

La performance se instaura así como un modo de mostrar en público lo que se está siendo/haciendo o en lo (la) que se está deviniendo: «Se requiere de una persona que dé un paso fuera de él/ella para efectivamente ver lo que él/ella está haciendo». Y si dicha performance alcanza cualidad de arte (incluida la realizada desde el lenguaje escrito/literario) se constituye en uno de los vectores de agenciamiento más potentes para revisar y reinstalar los modos de articular el ser mente/cuerpo en y ante lo social:

Se abre un espacio interrogativo, intersticial, entre el acto de represen-tación —quién, qué, dónde— y la presencia de la comunidad misma; entonces hay que considerar las intervenciones creativas (de un artista) dentro de este momento «entre» (4).

Es en este sentido que la performance excede al signo, lo desborda, siendo un lugar de manifestación del deseo. Randy Martin (1990) ve al cuerpo per-formativo como el lugar del deseo libertario, por tanto, como acción política. Martin se inscribe dentro del siguiente viraje epistemológico: «Cuando el signo ha sido la llave para el descubrimiento del sentido, yo empleo la per-formance para localizar el deseo [...] Veo cómo el sentido es transformado en deseo mediante la creación de un cuerpo social».

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El proyecto de Martin es examinar críticamente el escenario (setting) social que modela las posibilidades del cuerpo:

Examinando la intersección entre performance y política, espero identificar las dinámicas históricas del deseo y su supresión como un índice explí-cito de la cultura. [...] Las artes performativas permiten un estudio de la producción del deseo... la performance puede ser entendida como un mapa de la historicidad del cuerpo. El estudio de la danza y del teatro es el estudio de cómo un grupo particular de personas sobrepasa el pánico escénico, de cómo se traspasa la distancia entre el espectador y el actor y, finalmente, de cómo un mundo de sentidos deviene en un mundo de deseo (11).

La productividad heurística de establecer, a nivel de la creación y la in-vestigación crítica, ligazones entre la performance en el espacio social y en el de las artes y el teatro se hace evidente: John Lutherbie, por ejemplo, en el programa de estudios de su cátedra Performance theory en la Universidad de Nueva York (2002), establece que «en tanto se privilegiará el teatro en las discusiones, también se tomará en cuenta la performance en la vida coti-diana. Tendremos este foco escindido porque, para entender la performance en el teatro, es necesario entender su compleja relación con la performance diaria».

Implícita en esta propuesta está la idea de que hay una estrecha correla-ción entre las distintas formas de «aparición en público», las que se cualifican unas a otras de diverso modo según las épocas. A veces, en una afirmación recíproca, otras, en contrapunto; también, privilegiando una dimensión en subordinación de otra. Es un juego dinámico de revelaciones y ocultamien-tos, de expresión, simbolización o represión de la emoción, la subjetividad y la identidad del sujeto, en modulaciones y modelaciones de la relación cuerpo/espacio, ser y aparecer de la voz del poder (y de la del deseo). Es un modo de conocer por la contigüidad y la diferencia, por la metonimia y la sustitución; es un modo de entender estos fenómenos como parte de una red sistémica de la política del cuerpo y de la voz en público.

Quien ha desarrollado ampliamente la metodología de las distintas formas de aparecer en público, llegando a establecer hipótesis respecto a la moder-nidad y el teatro, es Richard Sennett (2002) en El declive del hombre público. Sennett parte de la pregunta general: ¿Hay diferencia entre la expresión apropiada para las relaciones públicas y para las relaciones de intimidad? Desde ella articula su proyecto: «He tratado de crear una teoría de la expresión pública a través de un proceso de acción recíproca entre historia y teoría. Los cambios concretos en la conducta pública, el lenguaje, la vestimenta y la creencia son utilizados como evidencia para la construcción de una teoría acerca de la naturaleza de la expresión en sociedad». En otras palabras, «el tema de los pesos cambiantes entre la vida pública y la privada debería ser

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iluminado por un estudio histórico comparativo del cambio de roles en el escenario y en la calle dentro del marco donde la vida pública moderna, basada en una sociedad secular, impersonal y burguesa, se manifestó por primera vez en la ciudad cosmopolita» (9�).Su hipótesis es que, en una sociedad con una poderosa vida pública como la del periodo previo a la Revolución Francesa, tendrían que existir afinidades entre los dominios del escenario y de la calle (…). Sin embargo, esta relación se modifica en el siglo xix, cuando la vestimenta de la escena y la de la calle comenzaron a diferenciarse: «se estaba produciendo un cambio en la creencia acerca del cuerpo en público» (95):

Ante una cultura victoriana, de obligación de la «modestia» femenina, de «ocultamiento de los sentimientos en público», de prevalencia de modas que simulan y disimulan el cuerpo mediante diversas prótesis y vestuarios; ante la necesidad de convertirse cada cual en un «detective cuando le quiere dar sentido a la calle» dada la proliferación de códigos crípticos que ocultan/de-velan identidades, el teatro cumple una función compensatoria:

en el teatro, a diferencia de lo que ocurría en la calle, la vida estaba des-protegida, aparecía tal como era. […] O sea, bajo condiciones de ilusión, conscientemente trabajadas, existía una verdad más accesible acerca de los hombres y las mujeres de la que había en la calle (�91).

Mi proyecto de investigación actual va en esta misma línea. Ya he com-pletado su primera fase, La performance de la sociedad civil en tensión con la modernidad. Chile 1870-1918. En ella, y sobre la base del análisis de textos escritos (enunciados, ya sea periodísticos, de crónicas, ensayos y, en especial, poéticos) y visualidades (fotografías, grabados, pinturas, dibujos), restituyo «como» performance la genealogía de una serie de rituales, eventos, acciones públicas de sujetos agenciados en líneas de poder/deseo, cruzados por su tensión con la modernidad en ese fin de siglo maracado por la belle epoque. Reconstruyo cuál era el panel del cuerpo del deseo/cuerpo abyecto proyectado en los medios, en especial, respecto al cuerpo femenino, y exploro las institucio-nes de la mujer «tapada» (Hurtado, 2004: 4�-59), de la mujer de manto, de la obligación de la belleza femenina en el vestuario aristocrático de noche (y de teatro), las fiestas de corso de flores, de kermesses, de juegos florales poéticos; las fiestas de disfraces, mascaradas y carnaval, etc,. Exploro también el imaginario del pobre, el marginal, el campesino, el minero, el indígena, la mujer de las barriadas, etcétera En una segunda etapa, confrontaré y dilu-cidaré la relación entre este complejo de enunciados y visibilidades, con un fenómeno característico del teatro chileno y latinoamericano de ese fin de siglo: el accionar social y teatral, en cuerpo presente y a través de la infor-mación mediática, de compañías europeas en gira. Cómo se con-forma a través de estos enunciados y visibilidades el ideario de ser «actriz», «actor» moderno, y el de drama y escena modernas. Cómo choca, niega, estimula el surgimiento de un teatro nacional, y con qué cuerpos, voces, identidades

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locales ese proyecto se frustra y/o se hace posible. En esta fase, aplicaré en especial matrices analíticas provenientes de los antes esbozados estudios de la performance feministas y de los estudios neo-coloniales, para concluir con el planteamiento de hipótesis generales, aplicables a la interpretación del surgimiento del teatro moderno latinoamericano en el contexto de la «Belle Epoque» y del surgimiento de los movimientos sociales y artísticos (feministas, obreros, de las clases medias; las vanguardias, la modernización del arte).

Espero con ello abrir espacios fecundos de relación entre los estudios culturales, entre la teoría de la performance y los estudios del teatro, y des-de ellos, afinar y ampliar la comprensión e interpretación de nuestro teatro latinoamericano.

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Del humor al amor: Música de parranda y música de despecho en Colombia (i)Cátedra de Artes N° 3 (2006): 81-108 • ISSN 0718-2759

© Facultad de Artes • Pontificia Universidad Católica de Chile

resumen

Del humor y del amor: Música de parranda y música de despecho en Colombia (I)

Egberto BermúdezUniversidad Nacional de Colombia

Este artículo aborda conjuntamente dos de los más significativos estilos de la actual música popular colombiana, las denominadas músicas de parranda y de despecho. Su surgimiento en las décadas comprendidas entre 1950 y 1970 tuvo lugar en la ciudad de Medellín y su área de influencia estuvo ligada al dinamismo empresarial de la ciudad, que se convirtió en el epicen-tro de la naciente industria fonográfica y musical nacional, fenómeno que consolidó una cultura local conocida hoy como cultura paisa. Su cobertura no fue solo urbana y tuvo gran impacto en los entornos campesinos, lo que dio lugar al surgimientos de rótulos o etiquetas (guasca, carrilera, despecho, parranda) nacidos en la industria fonográfica y la radiodifusión y que se han ido superponiendo y redefiniendo a través del tiempo. Esta discusión hace énfasis en el tratamiento musicológico del corpus de canciones y los repertorios que constituyen dichos estilos, focalizándose en sus estructuras musicales examinadas sincrónica y diacrónicamente. Siendo canciones, en el tratamiento de sus textos y música se intenta identificar las tradiciones musicales y literarias locales e internacionales que intervinieron en la conformación de los dos estilos mencionados.

palabras claves: parranda, despecho, guasca, carrilera, bolero, tango, ranchera, corrido, sentimentalismo, paisa, música, humor, doble sentido, musica popular colombiana

abstractThis article considers simultaneously two of the most significant styles of contemporary Colombian popular music, parranda and despecho. Its ap-

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pearance between 1950 and 1970 took place in Medellin and its surround-ing areas and was linked to the industrial and entrepreneurial growth of that city which became the cradle of Colombian phonographic and music industries and at the same time developed what in later decades was to be known as paisa culture. The cultural environment of those styles was not only urban and they also gained favor in the countryside, a process which gave origin to the appearance of ‘labels’ or ‘tags’ (such as guasca, carrilera, despecho, parranda) created within the music and radio industries that over the years have been overlapping and redefining themselves. This discussion emphasizes the musicological treatment of the corpus of songs and repertoires that constitute these styles, focalizing in the synchronic and diachronic treatment of its musical structures. Being songs, the treatment of words and music tries to identify both the local and international musical and literary traditions that intervened in the conformation of both styles

keywords: bolero, tango, ranchera, corrido, sentimentalism, humor, double entendre, Colombian popular music.

En marzo del 2006,1 la Comisión Nacional de Espectáculos Públicos y Radiofonía del Gobierno de la República Dominicana emitió un documento oficial en el que «por su alto contenido de morbosidad» prohibía la emisión pública de la canción «La camisa negra» del cd Mi Sangre del cantante colombiano Juan Esteban Aristizabal, mejor conocido como Juanes (2004). No siendo éste el espacio adecuado para tratar el problema de la censura en la música, en este escrito me referiré a la tradiciones de música popular colombiana que están detrás de la canción censurada: la música de parranda y la música de despecho, que a pesar de su aparente distancia, como veremos son, desde su misma gestación, muy cercanas.2 Estas dos designaciones aparecen, en diferentes momentos históricos, como «etiquetas» o «rótulos», muy propios del funcionamiento de la industria fonográfica y de sus me-canismos de promoción publicitaria. Como se verá, esta industria, además

1 Esta es la versión expandida de la ponencia presentada en el vii Congreso de la Rama Latinoamericana de la International Association for the Study of Popular Music (iaspm) realizado en La Habana, Cuba, en junio de 2006. Por la extensión del escrito, se ha decidido publicar una primera parte en éste número de Cátedra de Artes y una segunda parte en el siguiente número —Cátedra de Artes 4/07—, agregando allí las referencias utilizadas. Agradezco a Juan Pablo González la amable invitación a publicarla y su paciencia y estímulo para que esto sucediera. Una versión ampliada fue presentada, por invitación de Guztavo Zalamea, en la Universidad Nacional de Colombia como parte de la Cátedra «Manuel Ancizar»: Arte y Localidad, el 19 de agosto de 2006.

2 Para este importante tema y limitándonos al tema de la música popular, tal vez los trabajos introductorios más completos sean los de Eric D. Nuzum (2001) y Marie Korpe (2004).

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de la radio, fueron determinantes en la conformación de ambos estilos y la ya citada cercanía se manifiesta a través de una historia común que, sin embargo, hay que descifrar detrás de las dos narrativas canónicas de la música popular colombiana: la de la música nacional del interior y la de la música bailable costeña. Esto ocurre en el entorno geográfico del noroeste de la zona central de Colombia (Antioquia y sus zonas de colonización, los actuales departamentos de Caldas, Quindío, Risaralda y el norte del Valle y Tolima) cuya cultura regional se ha llamado «complejo cultural antioqueño» y que últimamente ha venido recibiendo el nombre de cultura paisa. Como telón de fondo están las discusiones actuales sobre los problemas de fondo de la sociedad, la política y la cultura colombiana, que han tenido como principales protagonistas a muchos personajes públicos oriundos de aquella región, con los que su agenda local ha tomado dimensiones nacionales e internacionales.�

La cultura paisa

Como fenómeno social y cultural, el enorme impacto del narcotráfico en la sociedad colombiana del último tercio del siglo xx y, en especial, su arraigo y desarrollo en Medellín (la ciudad más importante de la zona a que nos referimos), permitió que esta ciudad y su entorno, así como su peculiar perfil cultural se situaran en el centro de la discusión social y cultural colombiana.4 Las obras literarias y cinematográficas de autores antioqueños que abordaban esta temática adquirieron de inmediato gran resonancia nacional. Del mismo año, 1998, son La vendedora de rosas, película de Víctor Gaviria y La Virgen de los sicarios, novela de Fernando Vallejo la cual dio origen, dos años más tarde a la película del mismo nombre. La notoriedad adquirida por estas y otras obras llevó también a la polémica, surgida dentro y fuera del contexto paisa, acerca del profundo cambio social que registraba el descarnado realismo de dichas obras con respecto a sus valores culturales. En el primer lustro del presente milenio dicha tendencia subsiste, hecho corroborado por el enorme

� Entre los más conocidos están: el cantante Juanes, el presidente Alvaro Uribe Vélez, el líder de izquierda Carlos Gaviria, su opositor en la última elección; el líder histórico de la guerrilla de las farc Pedro Antonio Marín (Manuel Marulanda Vélez); Fidel, Vicente y Carlos Castaño, Iván Roberto Duque (Ernesto Báez) y otros jefes y fundadores de las auc (grupos paramilitares de derecha); los narcotraficantes Pablo Escobar, Carlos Lehder y muchos de los miembros de los carteles de Medellín, Valle y el Norte del Valle.

4 Sobre este tema, agradezco la valiosísima ayuda de Héctor Abad Faciolince y Jorge Orlando Melo, en especial la de este último, quien me dio a conocer una amplia bibliografía y numerosas referencias, además de sus propios escritos y comentarios críticos sobre este asunto. Para versiones digitales de algunos de estos artículos véase <http://www.geocities.com/historiaypolitica/>.

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éxito de audiencia dispensado a Sin tetas no hay paraíso, novela de Gustavo Bolívar convertida en miniserie televisiva transmitida por uno de los canales privados de cobertura nacional en el segundo semestre del 2006. En todas estas obras el tema esencial es la cultura del narcotráfico y su dinero «fácil», glosada desde los entornos tuguriales y marginales donde floreció el fenóme-no de los jóvenes asesinos a sueldo (sicarios), hasta el ámbito de clases bajas y medias en donde las adolescentes y jóvenes intentan materializar los ideales, hoy globales, de la belleza física participando en la cultura del narcotráfico a través de la prostitución y demoliendo de paso —para algunos— los más sólidos y antiguos mitos sociales de la «antioqueñidad».

La importancia de estas trasgresiones en una cultura tradicional pro-fundamente arraigada en todos sus niveles sociales resulta evidente dando un vistazo al «reglamento para el gobierno doméstico de la familia y de la casa», redactado alrededor de 1880 en Manizales (capital de la primera zona de colonización antioqueña), que resume los elementos esenciales del perfil cultural de este grupo. Ante todo, los pilares esenciales de la sociedad y la familia eran la obediencia y la sumisión a la autoridad y la no contravención de las normas de la religión y la moral cristianas. Por otra parte, además de lo relacionado con la casa, la educación, las buenas costumbres y la doctrina religiosa; la aprobación paterna era un requisito esencial para la aceptación de las ideas del exterior que, en el contexto del reglamento, se refieren a «cualquier libro o periódico» que se pretendiera leer en la casa (Palacios, 2002: 478-9).

Ya desde finales del siglo xix, la peculiar cultura regional de la zona geográfica mencionada, había merecido la atención de polemistas, escrito-res y científicos sociales. Desde el siglo xix se habían consolidado también algunos mitos históricos que atribuían a los antioqueños (que en el último siglo fueron recibiendo el apelativo de paisas) ciertas características como la belleza de sus mujeres o en general su industria, religiosidad e inclinación mercantil y empresarial.5 En la consolidación de estos estereotipos, también se recurrió a la «invención de la tradición» y en el afán de búsqueda de una rápida explicación y de un origen para estas características, desde finales del siglo xix se propusieron, sin ningún soporte documental e histórico, diferen-tes teorías que atribuían dichas características a una supuesta ascendencia judía y posteriormente, vasca (Twinam, 1980).

Tal vez la mejor caracterización antropológica y sociológica de este grupo humano y social se deba a Virginia Gutiérrez de Pineda, quien en su estudio

5 Paisa es apócope de paisano, tratamiento que solían darse con frecuencia los an-tioqueños (y los miembro de las otras culturas regionales) entre sí, en especial en el contexto de la colonización y sus actividades comerciales por fuera de su territorio tradicional. En Argentina tenía la connotación de campesino, véase Guido y De Rey (1989: xiii-xiv).

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pionero sobre la familia colombiana logra poner en perspectiva los aspectos sobresalientes que identifican la cultura de los antioqueños en el panorama de las culturas regionales colombianas de mediados del siglo xx, enfatizando aquello que comparten todas y tratando de precisar lo que las diferencia. Según esta autora, el «complejo cultural antioqueño» comparte con las otras culturas regionales colombianas el machismo (que es estructural a todas) pero observa que en ese terreno no acepta la convivencia extramatrimonial del hombre con varias mujeres o el concubinato bastante comunes en otras zonas culturales del país. En su lugar, y en abierto contraste con los otros complejos culturales, Gutiérrez de Pineda (1968: 16-7, �26) resalta el papel de la prostitución como uno de sus rasgos más característicos de la cultural local con especial funcionalidad, institucionalizada en los barrios o zonas «de tolerancia» (con sus respectivas cantinas o bares, consumo de alcohol y música en vivo o en grabaciones) omnipresentes en sus pueblos y ciudades, grandes y pequeños. La funcionalidad de la prostitución tenía como contra-parte una alta estabilidad en los vínculos matrimoniales como consecuencia de la profunda incidencia de la religión católica a nivel ético y familiar. Sin embargo, esta autora añade que prostitución y religiosidad se complementan, y toma como ejemplo los días de fiestas religiosas y patrióticas, cuando las mencionadas zonas de tolerancia eran copadas por «los feligreses que vienen temprano a cumplir con las dos satisfacciones». Su estudio indica cómo, a mediados del siglo anterior, esta zona aportaba los más altos porcentajes de nupcialidad y legitimidad del país, con un mínimo de relaciones consen-súales. Además, resalta el surgimiento e importancia de importantes figuras arquetípicas como «la beata» o solterona, la religiosa y la prostituta entre las femeninas, y el soltero, el cura, a la que se podría añadir el homosexual (o «voltiao») entre las masculinas. Todas son complementarias a las de padre y madre, intocables en su clara posición central.

En este contexto, otras condiciones abrieron la posibilidad para que las obras artísticas arriba mencionadas y que descarnadamente mostraban la crisis de aquellos arraigados valores regionales, obtuvieran atención nacional. Se trataba de la crisis de la ciudad que desde 1995 cuenta con el único sistema de transporte metropolitano y es sede de uno de los más importantes grupos económicos del país. La misma ciudad que a mediados de la década anterior había ganado notoriedad en los medios de comunicación por la violenta lucha por el control del narcotráfico entre los dos carteles rivales, el local y el de Cali y en cuya área de influencia aparece el cartel del Norte del Valle, la agrupación delictiva que una vez fragmentados los otros, aún controla gran parte del narcotráfico colombiano. De la misma región provino el modelo de los grupos paramilitares de derecha que luego se generalizaron a lo largo y ancho del país y cuya alianza con sectores políticos, militares y del poder civil, recientemente puestas en evidencia por la justicia, son hoy motivo de conmoción y amplio debate.

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En la actualidad se empieza a contar con un corpus de material crítico —en especial de autores locales— sobre los aspectos sociales y culturales de este fenómeno (Melo, 199�; Gómez de Melo, s. f.). Sin embargo, han comenzado a aparecer otros productos mediáticos que, para tratar los mismos problemas, han optado por alejarse de lo local. Este es el caso de Rosario Tijeras (2005), la película del mexicano Emilio Maillé, basada en una novela del autor an-tioqueño Jorge Franco que enfrenta el mismo tema que las otras, la cultura delincuencial propia de la marginalidad y del narcotráfico, pero que suaviza todo lo «feo» de lo local a través del empleo de una actriz bogotana y un ac-tor español como protagonistas, alejándose de los crudos diálogos y escenas de las novelas y películas mencionadas y que centra su problemática en una historia de amor de carácter mas «universal». Lo local también es tenue en la música y en el ingenuo texto de su soundtrack, la canción de Juanes del mismo nombre, también incluida en Mi sangre, la misma producción que incluye La camisa negra. A pesar de esta «buena prensa» ampliamente promovida por el gobierno, los medios y el establecimiento antioqueños y colombianos, resta aún por debatir en su contexto las premonitorias conclusiones del ya mencionado estudio de Gutiérrez de Pineda (�01-�, �40) quien observaba que en el complejo cultural antioqueño, «la valoración última del individuo se asienta en su capacidad de forjador de riqueza» y la dinámica social «reside en primera instancia en la posesión de dinero». Asimismo, complementaba lo anterior afirmando que «existe en toda Antioquia una exaltación muy fuerte de la belleza femenina…» y un «afán de la mujer de moldearse de acuerdo con la imagen ideal estética». Sin embargo, tal vez su conclusión más sugestiva hacia notar que en ese momento, a mediados de la década de 1960, se veía a «ese complejo y a su colectividad a la conquista económica y social de medio país».

La ciudad y su música

La cultura antioqueña (o paisa) comienza a lograr una posición central en el país en el período de consolidación de la que Marco Palacios (2002: 480) denomina la «Colombia cafetera», especialmente entre 19�0 y 1950. En el terreno de las ideas, se consolida la imagen de una «cultura antioqueña» asociada a aquello que fuera «emprendedor e industrioso» o aún a estereotipos más ambiciosos, como el de considerarse a si mismos los «yanquis de Suramérica» (Parsons: 21). Estas ideas venían como anillo al dedo a los importantes cambios que, si bien tocaron las principales regiones del país, se concentraron en Medellín y que incluían los procesos de industrialización y ampliación de mercados, la creación de una infraestructura urbana e industrial y entre otros, el desarrollo de la publicidad y otros aspectos esenciales del mercadeo moderno.

Parsons (256-7, 264) indica que para 1966, Medellín (y su zona de influencia) contaban con casi una veintena de empresas de más de quinien-

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tos trabajadores, de las cuales las tres más importantes, todas de textiles, tenían entre dos mil y ocho mil. Este renglón era, junto con su asociado de confecciones, sin duda el más numeroso y productivo, pero entre estableci-mientos industriales más importantes (de más de doscientos empleados) se contaban también los de cerveza, bebidas gaseosas, cigarros y cigarrillos, dulces y confites, chocolate, café, muebles, pinturas, metalmecánica, plás-ticos, fármacos y discos entre muchas otras. Los grandes establecimientos industriales se encargaron de suministrar importantes beneficios a sus tra-bajadores, que incluían desde el establecimiento de barrios cercanos a las fábricas, hasta servicios gratuitos médicos, odontológicos y hospitalarios, de educación básica y de transporte. Los conflictos laborales fueron míni-mos pero como bien anota Palacios (2002: 541), en la industria textil de Medellín «los mismos empresarios y el clero atendieron el frente sindical» y como añade Parsons (264), además de que misas y procesiones religiosas podían interrumpir fácilmente la rutina laboral, era frecuente ver «en casi todas las plantas y oficinas, imágenes y cuadros de Jesús y María». En menor grado, en el mismo período, los otros conglomerados urbanos de la región, Manizales, Pereira y Armenia, se convirtieron a pesar de sus dificultades de acceso, en centros de manufactura de confecciones y en menor grado de textiles (267-8).

Un aspecto esencial de la industria a la que nos hemos referido en este periodo era su escasa dependencia de la inversión, la tecnología y la materia prima extranjeras, hecho que constituía un motivo de orgullo y de fuerte cohesión para la cultura antioqueña, que llevó sin embargo a un ensimis-mamiento fomentado por la creciente animadversión al poder central de Bogotá, al cual acusaban de un tratamiento injusto teniendo en cuenta que el departamento contribuía mucho más en impuestos de lo que recibía en beneficios (Parsons). A este mismo aislamiento se puede achacar en parte la crisis que el sector industrial comenzó a mostrar en los años setenta cuando al chocar con esta fuerte pared identitaria, las compañías extranjeras prefi-rieron establecerse en otras regiones de Colombia, como el Valle del Cauca y su capital, Cali. Sin embargo, estos marcados orgullo regional y sentido de identidad impulsaron la creación (por parte del gobierno, el clero y la dirigencia empresarial) de instituciones que contribuyeron al desarrollo de la infraestructura vial, sanitaria, educativa y turística, no sólo en la ciudad sino en todo el departamento.

El proceso de industrialización de Medellín en aquellos años tuvo nota-bles repercusiones culturales. Como se ha dicho, a comienzos de la década de 1950, esta ciudad se convierte en el centro indiscutible de la naciente industria fonográfica colombiana. En 1949 un grupo de empresarios de la ciudad constituye la empresa Sonolux que en sus comienzos siguió usando el tradicional método de hacer grabaciones localmente y producir los discos en los Estados Unidos, comenzando desde entonces sus relaciones de represen-

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tación con la rca Victor (Restrepo Duque 1971: 244).6 Los repertorios que constituyeron los frentes comerciales de las nuevas compañías eran los dos estilos para entonces consagrados dentro de la música popular colombiana: la música de baile costeña (porros, gaitas, cumbias, etcétera) y la música de la zona central del país (bambucos, pasillos y danzas). Es un hecho sintomático que para 1966, la totalidad de la industria fonográfica de Medellín producía el 80% del total de la producción nacional de discos, sólo diez puntos por debajo del aporte de su sector líder, los textiles, que llegaban al 90% de la producción nacional (Parsons: 266).

La ciudad contaba en ese momento con cierta infraestructura para el desarrollo de la industria musical ya que en la década anterior, otro artista, periodista y empresario antioqueño, Camilo Correa, había fundado Micro, una revista especializada en radio y, más tarde, estableció una agencia artística que contaba con los principales intérpretes de ese momento nutriendo así, el movimiento radiofónico y el fonográfico de la ciudad (Restrepo Duque, 1971: 244, 299). A mediados de 1942, la zona a que nos referimos contaba con veintiocho emisoras radiales: doce en Medellín, cinco en Pereira, cuatro en Armenia, tres en Manizales y una en Aguadas (Caldas), Líbano (Tolima), Cartago y Sevilla ,ambas en el Valle, (De Lima: 180-�). Estas, constituían la cuarta parte de las emisoras del país, que hacían que la región antioqueña contara con la mayor capacidad de irradiación de música grabada y en vivo, sólo comparable a Bogotá, con sus veintitrés emisoras, o a las dieciocho que poseía en conjunto la Costa Atlántica. Así, no sólo la ciudad se involucra en esta dinámica pues desde mediados de los años veinte, a través del efectivo esfuerzo de comercialización de la Casa Félix de Bedout e Hijos, el campo antioqueño se familiariza con las llamadas «vitrolas» (la Victrola de la Victor y posterior rca) y «grafonolas» (de la Columbia y posterior cbs) y su reper-torio, en especial en sitios públicos como hoteles, almacenes de provisiones y expendios de licor (González, 1976)).

A comienzos de la década de 1950, la emigración rural a Medellín es alimentada por la necesidad de mano de obra en la floreciente industria textil. El plan de protección de la naciente historia y el de expansión del mercado para los textiles nacionales utilizó mensajes publicitarios que convocaban a una «cruzada nacionalista» que sirvió de acicate para la vinculación de la

6 En esta sección me baso en los trabajos de Hernán Restrepo Duque (1927-1991) que se citan a continuación y que son el punto de partida de quienes tratamos so-bre la historia de la industria fonográfica en Colombia. Una buena síntesis de sus informaciones, complementada por valiosos datos de entrevistas se encuentra en Peter Wade (2000). Con respecto a la discografía temprana la fuente esencial es Richard Spottswood (1990) complementada por el trabajo de Laird y Rust (2004). Para información adicional ver las obras de Rico Salazar. Para la trayectoria de los músicos de parranda así como en general de la música bailable en Medellín ver las entrevistas recogidas en los trabajos de Burgos Herrera.

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industria textil local al desarrollo de la industria fonográfica. En 1948, ésta logró que Fabricato, la segunda empresa del sector, convocara un concurso dedicado a la «música nacional» cuya dirección artística estaba a cargo del director español José María Tena (1897-1951), tal vez el músico profesio-nal más destacado de la ciudad quien además dirigía la orquesta de la rca Victor, compañía que contaba con representantes en Medellín desde hacía más de dos décadas (Restrepo Duque 1971: 156).7 En esos años, las dos principales empresas de textiles también estaban asociadas a las emisoras más importantes de la ciudad, La Voz de Medellín recibía el patrocino de Fabricato mientras que la Voz de Antioquia, el de Coltejer, la primera empresa textil de país (2�9).

Otro importante aspecto es el traslado en 1954, de Cartagena a Medellín, de Discos Fuentes, la compañía fonográfica más importante del país. En las dos décadas que siguen se consolidan otras empresas fonográficas locales como Silver (más tarde Zeida y posteriormente Codiscos) y la ya mencionada Sonolux crea su sello complementario Lyra y con la separación de algunos de sus socios se fundan otros como Ondina (1971: 117; 1986: �22). En 1952, por iniciativa del propietario de La Voz de Antioquia, Hernán Restrepo Duque da inicio a «Radiolente», un programa experimental de radio sobre música, discos y espectáculos que habría de permanecer al aire, con audiencia nacional e internacional, por más de tres décadas (Cano, 18-20). En esos mismos años el periodismo de espectáculo también cobra fuerza a través de la columna «Por la radio» de Carlos Serna en el diario El Colombiano y con la aparición del semanario Pantalla, especializado en estos temas (Burgos Herrera, 2001: 10). Siguiendo la pautas de la industria musical internacional, las compañías fonográficas de Medellín comienzan a tener las figuras de productor musical y director artístico así como directores de catálogo y de marca. El mismo Restrepo Duque se desempeñó en estos y otros cargos en la compañía Sonolux entre 195� y 1974 (Cano: 20-2; Rico Salazar, 2004: 245; Restrepo Duque, 1971: contraportada).

El ambiente musical de la ciudad se vio notablemente afectado por el traslado de Discos Fuentes, pues se convirtió en el centro de gravitación de los dos estilos centrales de la música popular colombiana del momento, como ya se dijo, la música «nacional» del interior del país, considerada como «la música» local y en segundo lugar la que vino con los recién llegados, la música de baila costeña. En los mismos años los músicos profesionales de la calle, bares y cafés (los llamados merenderos) muy rápidamente consoli-darían una llamativa terminología: música fría (la del interior) y caliente (la de baile de la costa).8

7 Sus representantes en Medellín desde mediados de 1922 era la compañía de Félix de Bedout e Hijos, véase Botero.

8 Esta clasificación hace eco de la terminología usada en Colombia desde el siglo xix

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Restrepo Duque ubica «la época de oro» de la industria musical de Medellín entre 195� y 1970. En la primera etapa que dura hasta 1960, se prohibieron las importaciones de discos y matrices y las compañías nacionales trabajaron con el sistema de representaciones y prensajes locales del repertorio internacional, lo que contribuyó sin duda al desarrollo de la industria nacional (Cano: 20).9 La radiodifusión florecía Medellín, en especial con los programas en vivo que contaron con artistas visitantes como Daniel Santos, Benny Moré, Celia Cruz, Isolina Carrillo, Xavier Cugat, Bola de Nieve, Miguelito Valdés, Tito Rodríguez, Bienvenido Granda, Bobby Capó, Maria Félix, Los Panchos, Andy Russell, Alfredo Sadel, Carlos Julio Ramírez, Carlos Argentino Torres, Leo Marini, Los Trovadores de Cuyo, Juan Arvizú y Alberto Podestá entre otros. Esta tradición que había comenzado en las décadas anteriores con figuras como Brindis de Salas a finales del siglo xix y, más tarde, en los años treinta y cuarenta Miguel Matamoros, Rafael Hernández y su visitante más ilustre, Carlos Gardel (Restrepo Duque, 1986: 270-1, 282-�, �15-8; Burgos Herrera, 2001: 16-7; Betancur Álvarez: 20�-4, 269-77).

Sin embargo, en la conformación de los estilos que nos ocupan fue de más importancia la continua presencia en Medellín de numerosos artis-tas extranjeros asociados con la radio y la industria local. Además de los colombianos que representaban a las tendencias ya mencionadas, muchos extranjeros se encargaron de consolidar los repertorios de base del desarro-llo de nuestros dos estilos. La residencia en la ciudad de cantantes como el cubano Orlando Contreras, o de los ecuatorianos Julio Jaramillo y Olimpo Cárdenas, Lucho Bowen, Plutarco Uquillas y Julio Cesar Villafuerte ayuda a consolidar el estilo de despecho en sus principales géneros, el bolero, el vals y el pasillo ecuatoriano. Por su parte, los duetos de Peronet e Izurieta y los argentinos Valente y Cáceres introducen el repertorio de zambas, tonadas y valses popularizado en grabaciones por los Trovadores de Cuyo. El tango por su parte, contó con el argentino Joaquín Mauricio Mora y el intérprete local Oscar Agudelo.

Por el contrario, la música de parranda se presenta en estos mismos años como un fenómeno estrictamente local, nacido de la adaptación del

para clasificar los pisos térmicos según su altura: tierra caliente hasta 1000 metros, tie-rra templada entre 1000 y 1500-1800 metros y tierra fría de ahí en adelante. Es usada en el testimonio de la mayoría de los músicos entrevistado por Burgos Herrera.

9 Las fechas coinciden directamente con el gobierno de facto del General Gustavo Rojas Pinilla (195�-1957) de una Junta Militar de cinco miembros (1957-1960), y el establecimiento de la llamada alternación, sistema de turnos en el poder por parte de los dos principales partidos el Liberal y el Conservador, en vigor entre 1960 y 1974 (las administraciones de Alberto Lleras, Guillermo Valencia, Carlos Lleras Restrepo y Misael Pastrana) y que puso fin al periodo conocido como la violencia.

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repertorio de la música de baile costeña (merengues, paseos y porros) a la tradición musical de esta región. Casi todos los fundadores de esta tradición, eran inmigrantes de pueblos de la región que una vez iniciados en la música conformaron agrupaciones que alternaban su trabajo de músicos ambulantes con el de eventuales grabaciones para la industria fonográfica local. Otros, también de extracción campesina, (José Muñoz, Germán Rengifo, los hermanos José, Agustín y Joaquín Bedoya, Miguel Montoya) vinieron a Medellín a trabajar como empleados en Fabricato, la segunda industria de textiles del país. Con sus duetos y tríos, muchos de estos músicos también contribuyeron a la consolidación del repertorio de despecho.

Según el testimonio del mismo Restrepo Duque, la música «nacional» colombiana no tenía mucha aceptación en los medios rurales antioqueños que en general preferían el otros repertorios (música ecuatoriana, argentina, cubana, etcétera) (1971: 94, 97) se refiere a este repertorio como «lo que llegaba enlatado del norte y del sur» y que al menos desde comienzos de los años setenta se suele llamar música guasca. El mismo autor la relaciona con las «fonditas» y con las estaciones de ferrocarril, haciendo también alusión a la migración del campo de los «cosecheros de café, agricultores y arrieros que se han convertido «en los choferes de hoy», pero que siguen regresando a sus pueblos. Este también es el momento del surgimiento de otra importante etiqueta, música de carrilera, que aludía a los bares y cantinas donde los reper-torios extranjeros mencionados se oían en rockolas y traganíqueles, en bares y cantinas de las zonas de tolerancia situadas alrededor de las estaciones de ferrocarril en las afueras de los pueblos y ciudades de la zona. En las cuatro primeras décadas del siglo xx, a pesar de su escarpada topografía Antioquia y su región aledaña había logrado construir una red no despreciable de fe-rrocarriles que facilitó la integración de su región y lo unió a las costas y el centro del país (Parsons: 245-50).

Las repercusiones de la presencia de los discos y de la radio en el ambiente rural antioqueño se habían comenzado a sentir desde hacía varias décadas. En 1928, a su paso por El Retiro (oriente antioqueño), el escritor Fernando González (1976: 46-50), refiriéndose al claro entorno machista local, asocia la victrola con la «juerga» entre amigos y la posibilidad de cantar en voz alta con los discos. También alude a que formaban parte de lo que llama «los antecedentes del amor», y el encanto de esas mujeres imaginadas a través de sus voces, pero también asociadas a lo efímero de la moda. Estas importantes transformación es vista negativamente por los ortodoxos defensores de la tradición que en ese momento, comienzan a usar folklore como una categoría esencial en sus escritos. En 1948, el «folklorista» Benigno Gutiérrez (1975: 4�9-40) pasa revista a estos cambios, que atribuye al «impulso progresista», sintetizándolos así.10

10 Las victrolas fueron fabricadas desde 1906 y las grafonolas entre 1911 y 1925.

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Al extinguirse […] la industria minera […] y sustituirse los caminos de herradura por las líneas férreas y carreteables, desaparecieron los mineros […] y los clásicos arrieros y tras estos las posadas primero, o fondas más tarde, típicos escenarios donde las gentes andariegas y los tunantes de toda clase exhibían sus habilidades musicales, relatoras o poéticas, en alegre intimidad con las muchachas campesinas, siempre crédulas […] (1955: 4�9-40).

Las fondas no desaparecieron como importantes centros de actividad mu-sical, poética y de baile sino que sufrieron una transformación, acrecentando su importancia económica y política. Palacios (2002: 491, 640-1) indica como los fonderos habían sido esenciales en la comercialización del café y ahora se convertían también en importantes intermediarios electorales. Su ascendiente social y político los llevó, junto con los párrocos y los caciques de la política local, a desempeñar un importante papel en los pleitos por la tierra de las zonas de colonización de la región que tratamos (Quindío, Norte del Valle del Cauca y del Tolima), que entre 1954-1964 se vieron sometidas a la que este autor llama una «violencia mafiosa» que tomó la forma de empresas criminales con móviles y objetivos económicos (Palacios).

Gutiérrez nos proporciona una buena muestra de la música campesina antioqueña de origen colonial vigente en la zona en el momento en que estos profundos cambios fueron ganando terreno. En general, en las melodías que se usan para cantar textos (esencialmente coplas octosílabas) se prefiere una estructura rítmica ternaria que se ajusta a las características actuales de la trova local (o canto repentista con acompañamiento) . Sin embargo, el metro binario también ocurre en una porción significativa (un tercio) de este reper-torio. Algo similar se observa en el ámbito armónico de estas melodías que también se sitúan, en concordancia con la tradición actual de la mencionada trova, en un campo estrictamente tonal (tónica, dominante, subdominante). Otro aspecto importante de este repertorio es su sistema de musicalización de textos casi estrictamente silábico, con muy escasa presencia de muletillas y apéndices textuales (Gutiérrez: 451-94).

A comienzos de la década de 1940, Medellín comienza a poner en evidencia las primeras muestras de su desarrollo urbano y empresarial y, como anota Melo (199�), entre 19�8 y 1951 prácticamente quintuplica su población, sobre todo con base en una inmigración campesina de grupos sociales más débiles y de regiones más apartadas con una cultura campesina muy arraigada y tradicional. Este autor propone que a pesar de esto, no hubo mayor choque con la ya establecida cultura urbana. Sin embargo, a mediados de los años sesenta Gutiérrez de Pineda (1968: ��1) indicaba que el proceso de emigración campesina y urbanización que se observaba en las décadas de 1950-60 a ciudades como Medellín, Manizales, Pereira y Armenia, adquiría un especial sentido pues en lugar de que el recién llegado se asimilara a la

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cultura e instituciones urbanas, «la mentalidad campesina se toma la urbe en amplios tramos, a manera de invasión irruptiva».

Esta «ruralización» de la cultura urbana proporcionó una amplia base para la ampliación del mercado y popularización posterior de estos reper-torios que tenían en un comienzo un público rural y que como indicaba Restrepo Duque, era la música de los recién llegados a la ciudad. En cuanto a la industria fonográfica, en la década de los sesenta y setenta lentamente el sistema de representaciones se amplia y también se permite el estableci-miento de filiales de compañías internacionales, siendo la cbs la que primero se asentó directamente en Colombia (Gastelbondo, 1978: 20-1).11 Durante este periodo se presenta tal vez el mayor auge de grabaciones de la música de parranda y en cuanto al que se vendría a conocer como despecho, se operaría una revitalización de los repertorios que también se empezaron a identificar como de música vieja. Una vez más, Restrepo Duque es protagonista, esta vez desde su posición de director artístico de catálogos de la rca. Lo que él denomina el «viaje al pasado» fue un estrategia de manejo de las matrices de artistas que en Colombia se recordaban y solicitaban pero que habían perdido ya su vigencia, como en el caso del tango Carlos Gardel y Agustín Magaldi, y Juan Arvizú y Margarita Cueto en otros repertorios. La compa-ñía también promocionaba sus nuevos artistas como Pérez Prado, Antonio Prieto, los Hermanos Silva y en la canción ranchera José Alfredo Jiménez y Miguel Aceves Mejía. Sin embargo, en el caso de la música mexicana, Restrepo Duque afirma que en Colombia se hicieron más discos de larga duración de Pedro Vargas que en el mismo México. Esto fue esencial en la consolidación del otro importante repertorio de la música de despecho (rancheras y corridos) también difundido desde décadas atrás a través de grabaciones. Restrepo Duque indica que las producciones discográficas de lo que él llama «locura colombiana por la música vieja» equivalían al sesenta por ciento de las ventas totales de los productos del catálogo de la rca Vic-tor y encuentra allí la razón por la que, mientras en el mundo se oía a Elvis Presley, en Colombia se oyera a Juan Pulido, que en ese momento contaba con cerca de ochenta años de edad (Cano: 22).

Parsons (270-71) indica que como contraparte de la industrialización y de la modernización de la ciudad después del plan diseñado en 1948, también creció la marginalidad urbana, en especial en el norte de la ciudad y anota que para 1966 casi el 20% de la población de la ciudad de un poco más de un millón de habitantes, vivía en barrios subnormales en condiciones de vida muy deficientes. Muchos especialistas coinciden en que en ese momento, cuando se evidencian las primeras muestras de la crisis al proceso de indus-trialización que había liderado Medellín, queda abonado el terreno para la

11 Agradezco al autor el haberme proporcionado un ejemplar de su trabajo inédito.

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aparición de la cultura del narcotráfico que se convirtió, como ya dijimos, en una de sus principales características durante las dos décadas siguientes (Acevedo Cardona, 1990).

A comienzos de los años sesenta las principales ciudades colombianas (Bogotá, Cali, Medellín) comienzan a sentir el impacto del ambiente mu-sical internacional. A pesar de que las más importantes influencias venían de los Estados Unidos y en menor grado de Europa, varios factores con-fluyeron en la conformación de un peculiar modelo de recepción. Por una lado, la afinidad lingüística y cultural, la continuidad de esos contactos y el marcado nacionalismo, hicieron que la industria fonográfica y radiofónica colombiana se volcara a lo que venía de México y Buenos Aires, en donde ya se había aclimatado la fuerte influencia del rock and roll tomada como la música de la nueva generación que se comenzó a llamar la «nueva ola». Ya hemos mencionado —con base en el testimonio de Restrepo Duque— como la industria local favoreció la recirculación del catálogo antiguo en español frenando así el enorme impacto de la música internacional (rock, pop) que por ejemplo, en Argentina consiguió consolidarse antes de 1965 (Pujol: 255-62). La «nueva ola» tuvo un especial impacto en Medellín y en menor grado en Bogotá y Cali.

En ese momento surgieron en Medellín grupos como Los Teen Agers (que posteriormente se llamarían Los Ocho de Colombia), Los Hispanos, Los Graduados, Los Black Stars, Los Golden Boys que nacieron como grupos de jóvenes aficionados en los barrios de clase media de la ciudad y que seguían en su actitud y aspecto general a los grupos de rock interna-cional y a los ya mencionados de la «nueva ola». El bagaje musical de estos músicos era muy variado, pues había quienes tenían conocimientos musicales en solfeo, piano o la práctica coral y quienes, como aficionados, habían pasado de la bandola, el tiple y la guitarra a instrumentos que consideraban más «modernos» como el piano-acordeón, la guitarra eléctrica o el saxofón (Burgos Herrera 2001: 24-6, 78, 94, 176). Sin embargo el atractivo de estos grupos estaba en su «nuevo sonido», es decir la presencia de micrófonos, instrumentos electrificados y amplificadores. Sus actuaciones de barrio muy rápidamente los puso en contacto con la industria fonográfica, que con-vencida de su novedad comenzó a hacerlos conocer a través de grabaciones promocionales. Sin embargo, la alta demanda de música bailable los llevó también a las actuaciones en vivo en las que alternaron, con notable ventaja, con las ya establecidas orquestas de baile de la ciudad, reconocidas como las mejores del país. Sus protagonistas confirman que su rápido ascenso en el ambiente de la ciudad se debió a la misma brecha generacional que había impulsado el fenómeno en e mundo entero, era música de jóvenes, en este caso música bailable costeña para jóvenes que encontraron una al-ternativa ideal ante el sonido para ellos ya anticuado de los porros y gaitas interpretados en la orquestas de baile colombianas de moda (las de Lucho

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Bermúdez, Edmundo Arias, Ramón Ropain), modeladas en el big band y las orquestas cubanas.

Los estilos

Más que estilos musicales reconocibles y diferenciados, lo que llamamos música de parranda (parrandera) y de despecho son rótulos recientes nacidos como parte de la dinámica propia de la industria fonográfica colombiana y en especial en Medellín y el área geográfica a que nos hemos referido. Tomando como foco la música, un estudio de sus repertorios y géneros nos lleva a concluir que su diferenciación siempre ha sido problemática y que en ella han predominado los factores extramusicales. Ambas categorías se refieren a contextos de consumo y uso y aclaran poco sobre sus estructuras musicales. Sin embargo en ambos casos sus repertorios básicos están cons-tituidos por canciones y como tales, su polaridad esencial música-texto se ve reflejada en forma desigual en ellos. Las estructuras musicales y en especial su aspecto rítmico adquieren mayor importancia en el contexto bailable en que se desarrolló la música de parranda, mientras que los textos son, sin duda, fundamentales en lo que se reconoce como despecho. Sin embargo —como veremos— esta polaridad no agota su análisis y lo anterior se debe resaltar en el papel fundamental del humor en los textos de la música de parranda así como las diferentes y contrastantes estructuras y géneros musicales del repertorio de base del llamado despecho.

Varios repertorios de lo que en general se puede llamar «canción latinoa-mericana», que contaron con gran circulación radial y fonográfica entre 1920 y 1940, constituyen los puntos de partida del repertorio que se identifica actualmente en Colombia como música de despecho. El más importante de ellos es el tango-canción, le siguen el grupo constituido por el bolero, la canción ranchera y el corrido y en último lugar, aunque no en importancia, otro grupo constituido por el pasillo ecuatoriano y el vals cantado en sus diferentes vertientes (Ecuador y Perú). En menor grado, se podrían sumar la canción romántica en general, el pasillo colombiano y otros géneros (tonada cuyana, zamba, etcétera) que contribuyeron decisivamente a la génesis de este estilo.

En el caso de la música de parranda, los dos repertorios fundamentales para su conformación fueron por un lado la música de baile costeña y por el otro la llamada «música nacional» colombiana con sus géneros principales, el bambuco, el pasillo y en menor grado la danza. En el primer caso, los géneros esenciales fueron el porro y la gaita pilares del estilo tal como se manifestó en estos años y que incluyó los primeros ejemplos de lo que una década más tarde se comenzaría a llamar vallenato con sus géneros más representativos, el paseo y el merengue.

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a. Música dE parranda o parrandEra

Se denomina así un estilo de música que comenzó a tener notoriedad en los medios de comunicación y en la industria fonográfica colombiana en los últimos años de la década de 1960 y comienzos de la siguiente. Su nombre se refiere a la tradición festiva panhispánica denominada parranda, cuyo contexto es la pascua de Navidad y que está muy bien documentada en España y en toda América (Bermúdez, 2004). Se da el nombre de parrandas a los grupos de gente que, con el acompañamiento de conjuntos musicales de todo tipo, salían en pueblos y ciudades durante el período festivo navideño, cantando y bailando por las calles, en ocasiones a cambio de comida y bebida. Además, en general en muchos lugares de España y América Latina se entiende parranda por juerga, jolgorio y fiesta en general, con sus derivados parrandear y parrandero (Moliner, 1984: ii, 646).

Sabemos de la persistencia de la parranda en la Costa Atlántica colom-biana, así como de su vitalidad en los países de las islas y costas del Caribe pero contamos con poca información sobre su presencia en Antioquia y el occidente colombiano durante el período colonial. Uno de los pocos docu-mentos relacionados con una tradición navideña de diversión parece ser la prohibición de que la gente salga a la calle con máscaras, emanada por el gobernador de la región en Santa Fé de Antioquia (capital de la provincia) a comienzos de la década de 1780 (Vahos: 12�). En la actualidad, sobreviven algunas tradiciones antioqueñas de música, canto y baile que pueden asi-milarse a la parranda. En Santa Fé de Antioquia (noreste del departamento sobre el río Cauca), por ejemplo, los habitantes de los sitios aledaños acuden al pueblo en el mes de diciembre a cantar y bailar en las calles, lo que se de-nomina bunde (Valenzuela Villa, 2001: 190). Una tradición similar, llamada tuna, está también documentada en Cáceres (también sobre el río Cauca, al norte) y se baila en las calles y parques entre el día de Santa Catalina (25 de noviembre) y la fiesta de Epifanía (González, 2001: 71-2).12 La palabra también parece haber tenido ya un sentido genérico entre los colonos antio-queños del Valle del Cauca en el ultimo tercio del siglo pasado (Davidson: iii, 189). Por afinidad geográfica, histórica y cultural, estas tradiciones, que provienen de zonas mineras con gran población afrocolombiana, parecen tener afinidad con la tradición festiva de la costa atlántica. Sin embargo, el

12 En el bunde se canta, baila e improvisan coplas con acompañamiento instru-mental, vestidos vistosos y se usan arcos de flores y una vara para entretejer cintas mientras se baila. Para un estudio de las raíces africanas del bunde en Colombia véase Bermúdez, 200�. La tuna por su parte, tiene rey y reina, castigos a los que no participen y se hace por turnos de día y de noche con acompañamiento de voces y tambores. Existen algunas menciones literarias de finales del siglo xix (1896) que se refieren a un baile llamado «columna volante» que parece haber sido un baile itinerante de diversión (cf. Vahos: 225).

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nombre de parranda en el caso de nuestro estilo musical puede derivar sim-plemente de su acepción más moderna y genérica, para referirse a un baile de diversión. Así parece corroborarlo la información recogida en Barbosa (otro lugar con población afrocolombiana situado al sureste del departamento) en donde pachanga y parranda se usaban desde el primer tercio del siglo xx para referirse indistintamente a fiestas y bailes familiares (Rozo Gauta y Jaramillo,2001: 159-60, 162).

A mediados del siglo xx, comienza la diferenciación del estilo en relación con la tradición de poesía cantada local que también tardíamente se comenzó a denominar trova pero que sus primeros estudiosos (Antonio José Restrepo, 1955) reconocieron simplemente como poesía popular cantada vinculándola con la tradición colonial local y con su antigua tradición hispánica. El ya mencionado Gutiérrez (451-94) nos proporciona una buena muestra de la música campesina antioqueña de origen colonial vigente en la zona en el mo-mento en que los profundos cambios que trajo la fonografía y radiodifusión fueron ganando terreno. En general, en las melodías que se usan para cantar textos (esencialmente coplas octosílabas) se prefiere una estructura rítmica ternaria que se ajusta a las características actuales de la llamada trova local (o canto repentista con acompañamiento). Sin embargo, el metro binario también ocurre en una porción significativa (un tercio) de este repertorio. Algo similar se observa en el ámbito armónico de estas melodías que también se sitúan, en concordancia con la tradición actual de la mencionada trova, en un campo estrictamente tonal (tónica, dominante, subdominante). Otro aspecto importante de este repertorio es su sistema de musicalización de textos casi estrictamente silábico, con muy escasa presencia de muletillas y apéndices textuales.

Como ya hemos dicho, el traslado de Discos Fuentes a Medellín en 1954 terminó de consolidar el proceso de afianzamiento de la música de baile cos-teña en aquella ciudad. Sin embargo, como fenómeno novedoso su impacto había sido grande desde comienzos de dicha década. Así lo confirman los testimonios de las figuras (cantantes, instrumentistas, compositores, etcétera) de la música de parranda entrevistadas por Burgos Herrera en su trabajo. Casi sin excepción, la música de Guillermo Buitrago (1920-1949) es considerada fundamental en la conformación y la diferenciación del estilo. Algunas de las canciones más exitosas del repertorio de Buitrago tienen una clara vincu-lación con la temporada festiva de la Pascua de Navidad (La Víspera de Año Nuevo), al igual que sucede con el que se considera el primer ejemplo de la música de parranda, la canción titulada 24 de diciembre de Francisco «Mono» González (1908), compuesta alrededor de 19�8 y grabada posteriormente (Burgos Herrera, 2000: 14, 168). Un indicio de la fortaleza de esta tradición en nuestros días es que la reedición de 1992 de las grabaciones realizadas por Buitrago entre c.1945-1948 se hizo todavía bajo el título de «éxitos de Navidad y Año Nuevo» (Buitrago).

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A comienzos de los años 40, se hizo cada vez más frecuente la difusión de paseos y merengues del estilo que años más tarde se reconocería bajo el rótulo de vallenato. Estos se hicieron conocidos en dos formatos instrumentales, el primero de ellos era el de duetos o tríos vocales que se acompañaban con dos guitarras, instrumentos de la tradición local como la guacharaca (idiofono tubular raspado) y otros ya conocidos del repertorio internacional de baile como las maracas y los bongoes. El otro formato instrumental era más flexible e incluía, además de los ya mencionados, algunos instrumentos de la orquesta de baile como los clarinetes y saxofones. El primero fue el que más éxito tuvo ya que no era sino una ligera variación de los numerosos grupos que se dedicaban a la interpretación de la canción «nacional» colombiana (pasillos, bambucos, danzas) llamada también música fría en el medio musical de Medellín. Por ejemplo en las grabaciones que realizó en 1950 en Buenos Aires el dueto de Fortich y Valencia (radicado en Medellín desde 1942), incluyó ejemplos de este repertorio y en Bogotá, en los mismos años se estableció el grupo de Julio Torres y sus Alegres Vallenatos que además de los instrumentos mencionados utilizaba el acordeón y fue uno de los pilares de la popularización de este repertorio en la capital (Restrepo Duque, 1991: 116; Rico Salazar, 2004: 541, 601). La popularidad de estos géneros lleva a la creación de otro en 1948, el son paisa cuyo paradigma es el ya legendario Pachito Eché de Alejandro «Alex» Tovar (1907-1975). Como sucede con muchas innovaciones puntuales (es el caso del danzonete en Cuba o del merecumbé en la música bailable colombiana) éste último no tenía gran diferenciación con los otros y no tuvo mayor repercusión nacional, es uno de los géneros de la música de parranda actual. Sin embargo el género musical representativo de este estilo es la denominada parranda que miraremos detenidamente más adelante. Hoy, fiel a su tradición desde mediados del siglo anterior, la música de parranda mantiene su formato instrumental de dos guitarras (solista y acompañante), guacharaca y bongoes para el acompañamiento del canto (solista) que alterna con los demás músicos a manera de coro.

b. Música dE dEspEcho

Este término se comienza a usar en el medio musical colombiano en la década de 1990 aunque los temas dominantes en su repertorio han tenido gran difusión en toda América Latina desde mediados del siglo anterior. Este repertorio está constituido por canciones con textos que aluden al amor no correspondido y la insatisfacción afectiva, en los que predomina la visión trágica y fatalista, y que en general emplea variantes del anti-guo tópico de «morir de [por] amor». Sin embargo hay otros temas que se tratan en conexión con el anterior. Uno de ellos es el de la mujer, su posición en la sociedad y su relación con el hombre, quien en la mayoría

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de los géneros que aquí trataremos (bolero, tango, ranchera, corrido, vals, pasillo, etcétera) ha sido y es el protagonista. Y en ese contexto, otro tópico esencial en conexión con el anterior es el de la madre, tanto que en nuestro contexto, los músicos que determinaron el repertorio básico de este estilo, denominaban «madres» a las composiciones sobre este tema sin importar su genero, aunque se preferían los pasillos y valses (Burgos Herrera, 2000: �8). Otro importante tema es el de las clases sociales y sus diferencias y enfrentamientos, la marginalidad, la miseria y el delito, y que introduce como tópico importante la justicia y su aplicación, la cárcel y como recu-rrente protagonista, el preso. Un último asunto, menos frecuente aunque no menos importante, es el comentario genérico sobre la fragilidad humana, usualmente escéptico e irónico.

En el tránsito entre el romanticismo y el modernismo, en especial en las primeras décadas del xx, estos textos, al igual que aquellos de clara orientación escatológica, comienzan a musicalizarse dentro de los diferentes géneros de canción que se consolidan en los diferentes países de nuestro continente. Sin embargo, en estilos musicales como el vals peruano, el bambuco colombiano, el pasillo ecuatoriano, la criolla cubana y el bolero, los textos abiertamente románticos seguían teniendo más aceptación. Como hemos visto, en el tango-canción es tal vez donde mejor se desarrolla este tipo de tópicos y donde la visión irónica del fracaso amoroso se convierte en una alternativa válida que amplía la visión fatalista heredada del romántico. En general, para este estilo es útil considerar el cuadro amplio conformado por las ideas que servían de marco para la recepción del tango y que se transmitían con él, que son sintetizadas por el conocido comentario de Ramón Gómez de la Serna (Mafud, 1966: 19) para quien el tango no cierra heridas afectivas sino que por el contrario, se canta «para que se abran, para que sigan abiertas, para recordarlas».

Sin embargo, en la amplia literatura que hoy existe sobre el bolero, se tiende a asignarle exclusivamente la amplia temática antes mencionada. Esto por ejemplo, es lo que afirma Castillo Zapata (1990: 8) quien se pro-ponía que su trabajo sobre los textos de los boleros «se hojeara como un pequeño vademecum del despechado». Esta confusión entre bolero y la que en términos más amplios se ha llamado históricamente canción de amor o canción romántica, impide ver las características musicales de esos géneros y naturalmente nos impediría entender el estilo de despecho como tal, aunque como veremos, este último depende de otros aspectos musicales y textuales que exploraremos más adelante.

En la actualidad, a pesar de que la categoría despecho mantiene su vigencia se están comenzado a presentar cambios, también introducidos por la indus-tria fonográfica y relacionados con la comercialización de este repertorio. En las compilaciones actuales de grabaciones en formato digital comprimido (mp3) son frecuentes, además de la ya tradicional, nuevas etiquetas como

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música bohemia, simplemente música vieja u otras como «para tomar gua-ro»,1� «de cantina», o de «tusa».14 Por otra parte a pesar de tener una génesis común el ya mencionado repertorio guasca o de carrillera, sigue estando históricamente ligado al de despecho pero al reconocerse el primero como un repertorio que se consolidó en su consumo en ámbitos preferentemente campesinos, se sigue diferenciando de este último madurado en el ámbito urbano, aunque como hemos anotado, las recientes etiquetas los consideran como un todo. Entender que en estas categorizaciones pueden confluir argumentos textuales o temáticos, sociales y musicales.

Los repertorios de base

Habiendo hecho una somera descripción de los repertorios colombianos involucrados en la conformación de estos dos estilos, los siguientes párrafos tienen la intención de colocar en perspectiva histórica la presencia en Colombia de los géneros musicales extranjeros involucrados en el mencionado proceso.15 No contamos desafortunadamente con muchos trabajos sobre la recepción de géneros como el tango, el bolero y la ranchera en los distintos países de América o en toda el área, destacándose entre los que hay, los de Ramón y Rivera y Bendahan para Venezuela, y el González-Rolle para Chile.

Es preciso mencionar además que los párrafos que siguen son una sínte-sis, en algunos casos con nuevos aportes documentales, pero que sólo tiene la intención de resaltar dos aspectos. El primero de ellos es el intento de superar la insularidad y el nacionalismo en los estudios de estos reperto-rios que a pesar de haber llegado a convertirse en expresiones regionales o locales, fueron desde sus comienzos repertorios musicales internacionales y tienen un sustrato común en la tradición colonial panhispánica y en los intensos contactos culturales entre países especialmente durante el siglo xix. En segundo lugar, se basa en el estado del arte de la investigación actual y sus datos podrán ser siempre superados con nuevos aportes documentales. Habrá siempre nuevas fechas y datos para los «primeros» tangos, boleros,

1� Nombre vernáculo del aguardiente, bebida de caña de azúcar de origen colonial en Colombia y muchas regiones de Centroamérica.

14 En la región de que tratamos, resaca, o guayabo en otras regiones de Colombia, que también se aplica metafóricamente a despecho, es decir, «resaca por amor».

15 Durante su vida Restrepo Duque adelantó una importante labor de difusión de estos repertorios a través de las ediciones en lp de su sello fonográfico Preludio, aparecida desde mediados de los años setenta. Véase Catálogo General. Producciones Preludio, Medellín: Producciones Preludio, c.1980. Agradezco a Jaime Cortés (Bogotá) la información sobre la existencia de esta publicación. En la actualidad, existe versión en cd de casi todo este catálogo, además de otras colecciones en cd, Joyas de la Canción Colombiana y Nostalgias Musicales de Jaime Rico Salazar.

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corridos, etcétera, dentro de esa terca obsesión con los «orígenes» que pre-valece aún en los estudios sobre estos repertorios y debemos advertir además que en muchos casos, estamos en el terreno de las etiquetas y no en el de los géneros musicales. En nuestro caso, las vinculaciones culturales-musicales con Panamá, Venezuela, Ecuador y Cuba, también desempeñarían un papel fundamental en este proceso. Además de los artistas que efectuaron las grabaciones aquí mencionadas y que vivieron en el exterior importantes personajes colombianos vivieron largos periodos de tiempo en aquellos países. El compositor Pedro Morales Pino (186�-1926) vivió en Guatemala entre 1899-1912 y entre 1917-1920; igual aconteció con el poeta Julio Flórez (1867-192�) que vivió en Centroamérica y Europa entre 1905-1910 y en es-pecial con el antioqueño Miguel Ángel Osorio (188�-1942) mejor conocido como Porfirio Barba Jacob, quien vivió y viajó por Cuba, Centroamérica y México entre 1907-1927 y luego se estableció otra vez en Cuba y México hasta su muerte en 1942.

Tango-canción

Importantes artistas colombianos ( y algunos extranjeros) radicados en Nueva York y vinculados a la grabación del repertorio «nacional» colombiano (bam-bucos, pasillos, danzas, etcétera) contribuyeron a la temprana difusión del tango-canción en Colombia. Un importante punto de partida lo constituye la temprana grabación en 192� de «La copa del olvido» (Delfino y Vacarezza, 1921) por parte de Alcides Briceño y Jorge Añez, disco que incluía en su cara opuesta otro gran éxito, la canción mexicana «Mi viejo amor» (Esparza Oteo: vi 7�707), y que tuvo además, una segunda grabación en 1927 (vi 79291) (Spottswood, 1697: 1701). Su autor, Enrique Delfino (1895-1967) es considerado como uno de los creadores, cultores y divulgadores del tango-canción. De acuerdo a Néstor Pinson y Simón Collier (s.p), Delfino es quien se encarga, a comienzos de la década de 1920, de modificar la estructura tripartita del tango instrumental y ajustarla a la tradicional forma bipartita de la canción, generalmente con la forma «ABaB». En cuanto a la temática y lenguaje de sus textos, Pascual Contursi (1888-19�2) indudablemente establecería una importante tradición con Mi noche triste (1917) y Flor de fango (música de Augusto Gentile, 1919), a la que contribuirían los autores de los textos de otras obras de Delfino como el ya citado Alberto Vacarezza (1888-1959) y Samuel Linning (1888-1925) con Milonguita (1920). La nostalgia, la melancolía, la frustración del amor, además de temas sociales como la codicia, la ambición y la injusticia social, pueblan los textos del na-ciente tango-canción, aunque un elemento predominante fue su relación con la vida prostibularia, sus mujeres, rufianes y el mercado del sexo alimentado por los miles de hombres solos del «aluvión migratorio» de la Argentina de las primeras décadas del siglo xx (Nudler, s.p). El eco inmediato de estos

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tangos se puede escuchar en aquellos de Eduardo Lievano publicados se-manalmente en el diario Mundo al Día en Bogotá en 19�1, cuyo lenguaje textual y musical comparte enteramente su estética (Cortés: 185-6).

Como muchos lo reconocen (García Jiménez, 1964: 6�), este nuevo género y su temática encontrarían en Carlos Gardel (1890-19�5) la materialización de un paradigma interpretativo, estético y artístico que tuvo como caja de resonancia, nacional e internacional, a los productos de la naciente industria fonográfica y de sus fieles compañeras, la radiodifusión y más tarde el cine. El estreno en 1917 de Mi noche triste, (su primera interpretación pública de un tango-canción) llevo a las grabaciones de este y otros tres tangos (Flor de fango, De vuelta al bulín y El Moro) que son sólo una pequeña parte del repertorio de grabado por la casa Max Glücksmann entre 1917 y 1919 (Crespi y Lucci, s.p.).16 La temática arriba descrita, introducida por Contursi como un experimento, llevó a otras innovaciones, como la introducción de otro tipo de textos y el acompañamiento de un grupo orquestal, la orquesta típica.

En ese momento de cambio y al comenzar a colaborar con Le Pera, Gardel insistía en cambiar de tono sus textos y abandonar el tópico de la delincuencia y la miseria, cambio que se logra con la nueva orientación de aquellos de Le Pera (Mafud: 96). Fue también el momento (19�0-19�5) de su llegada al cine y de la internacionalización del género. La fijación de las pautas de los textos del tango en Colombia se basa en los textos anteriores, lejanos a aquellos de alto contenido poético y abstracción, como los de Le Pera, o a aquellos de intención reflexiva y existencial, como los de Discépolo. La muerte de Gardel en Medellín en junio de 19�5 se convierte en un acontecimiento de gran impacto en el desarrollo del estilo que estamos considerando, pues tuvo claras repercusiones en el medio musical de la ciudad. El accidente es lamentado aún en el medio musical colombiano de Nueva York, con el pasillo Por ti lloramos Samper de Sonia Dimitrowna, dedicado al fallecido piloto colombiano Ernesto Samper Mendoza y que incluye efectos sonoros que reproducen campanas y el ruido del avión, después de iniciarse con una cita musical de himno nacional colombiano (Joyas…, 17: 17). Entre los músicos argentinos que en los años siguientes se establecieron en Colombia y que consolidaron la difusión del género está el compositor, director e interprete negro Joaquín Mauricio Mora (1905-1979) quien residió en Medellín aproximadamente entre 194� y 1960 (García Blaya). Alrededor de 1945, el compositor colombiano José Barros (1915-2007) grabó en Lima una serie de tangos en los que da preferencia a los textos del estilo de los de Contursi, fundamentales en la conformación del estilo que tratamos (Rico Salazar, 2004: �17; Joyas…, 22: 1, 5, 7).

16 Estas grabaciones aparecieron hasta 1925 bajo las marcas Discos Gardel-Razzano, Discos Nacional-Odeon, véase también Boris Puga (200�).

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Bolero

Entre las obras de Pedro Morales Pino y Emilio Murillo (1880-1942), tal vez los más importantes compositores colombianos de la primera mitad del siglo xx, encontramos algunas llamadas boleros. Eso no debe extrañar ya que desde su momento de gran popularidad en España en las últimas décadas del siglo xviii las seguidillas boleras (más tarde boleras, baile del bolero o simplemente bolero) formaron parte de la tradición de canto y baile (especialmente el baile escénico teatral o de exhibición) en los lugares y fechas que aquí se indican: Perú (1791), Cuba (1792), Chile (c.1797), México (1806) Venezuela (1810), Argentina (1824) y Bolivia (c.18�0) (Jeffery, 1994: cap. 1; Sicramio, 1971: 291; Lapique Becali, 2007: 58; Claro y Urrutia, 197�: 74; Stevenson, 1952; Calzavara, 1987: 95; Rosells, 1996: 48, 61; Goyena, 200�: 60).17 Desde mediados de la década de 1820 hasta finales del siglo hay menciones del bolero y su canto y baile, en Colombia, acompañado de instrumentos locales y foráneos como la guitarra, las maracas, el pandero, el alfandoque (sonajero tubular) y las castañuelas (Davidson, ii: 42-6). Parece haber sido en Cuba y en los ambientes del teatro musical donde el nombre del baile cantado de pareja de exhibición (bolero) comenzó a usarse a fines del siglo xix, para referirse simplemente a canciones.

En el repertorio de canciones colombianas entre 1910 y 19�0, aparece indiferenciado de la canción romántica, en especial de la danza cantada, muchas de las cuales por ejemplo tienen un acompañamiento con el bajo de habanera como es el caso de la canción anónima (Al golpe de remo) grabada en 1914 por los colombianos Manuel «Pocholo» Rodríguez y Helio Cavanzo en Nueva York (vi 67062) que presenta además forma binaria (ABaB) (Spottswoood: 220�, 2276). De las piezas (boleros) que hemos mencionado una es una melodía instrumental (Morales Pino), tripartita (AABBC) y en metro ternario; otras son tres canciones de Murillo, una de las cuales (Radiosa estrella), grabada en 1921 (vi 7�588) es tripartita (AABBC) y en metro binario y otra (Indiana) de Arturo Patiño (¿-1945) grabada en 1919 (vi 72�40) y 1927 (vi 8178�/81779) con forma binaria (Aaa-Bbb-a-b) y metro ternario. Algo similar ocurría en Amo tus ojos (vi 72745), canción de Daniel Uribe grabada por Victor J. Rosales en 1920 que también presenta la combinación de las anteriores, tripartita y estrictamente estófica (ABCabc) (Spottswood: 2276; Rico Salazar, 2004: 158. 759).18 Sin embargo en la misma sesión de grabación Rosales grabó el «bolero cubano» Lloraba un corazón (vi 72746) de Manuel Mauri Esteve (1857-19�9) que tiene una forma aún

17 Agradezco a Zoila Lapique (La Habana) el haberme generosamente obsequiado un ejemplar de su reciente obra.

18 Rico Salazar da dos numeraciones para la misma grabación, aparentemente tomadas de un catálogo colombiano de discos Victor.

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más simple (AABBAB) que parece ser la que de ahí en adelante sería la más común, teniendo como característica principal, el no ser una canción estrófica (Spottswood: 2276, 1762-�; Joyas…, 6: �).

Corrido y ranchera

Al igual que ocurrió con los repertorios del tango y el bolero, los artistas colombianos que viajaron y grabaron en el exterior en las primeras décadas del siglo xx también introdujeron, a través de sus grabaciones primero y luego de su actividad musical en vivo, el repertorio mexicano de canciones rancheras y corridos. En 192� Víctor J. Rosales (en trío junto con José Moriche [G. A. Alva] y L. M. González y su Orquesta) grabó los corridos La mulita y Benito Canales (Laird y Rost: 261). Un año antes, Jorge Añez (1892-1952) y el panameño Alcides Briceño (1886-196�) comenzaron una larga serie de grabaciones de canciones y corridos mexicanos, que como se dijo, incluyó en 192� Mi viejo amor de Esparza Oteo, reeditada en sistema de grabación eléctrica en 1927 (Spottswood: 1696-701). Son notables las grabaciones de Añez con Guty Cardenas (1905-19�2) en el dueto Guty y Añez que además de las Esparza Oteo y Joaquín Pardavé (1900-1955) incluyen un par de interesantes corridos de autoría de Cárdenas sobre eventos contemporáneos, uno sobre el terremoto de Managua (Tragedia de Nicaragua) y otro sobre el triunfo electoral que estableció la República Española (La República de España) (Spottswood: 1740).

Los trabajos de Geijerstam (1976: 67-70) y Moreno Rivas (1989: 185-97) sintetizan los elementos que rodearon la aparición de la canción ranchera en México antes de 19�0 y que en las décadas posteriores le debería su ascenso e irradiación a nivel latinoamericano a la radiodifusión, el cine y la industria fonográfica. Compositores y cantantes como Ignacio Rodríguez Esperon mejor conocido como Tata Nacho, Mario Talavera y sobre todo Jorge Negrete, Pedro Infante y Miguel Aceves Mejía fueron los que a través de sus grabaciones, películas y su participación en los conciertos que promocionaban sus discos lograron imponer internacionalmente estos dos géneros musicales mexicanos en el medio musical hispanoparlante hasta que fueran incorporados a repertorios musicales regionales notablemente en Centroamérica, Colombia, Chile y Argentina (González-Rolle: 4�2-�7; Goyena y Giuliani). En su forma, la canción ranchera es generalmente binaria y estrófica (ABab) y puede tener dos formas de acompañamiento, una heredada de la canción (romántica o no) del siglo xix (lenta) y otra (rápida) la que puede atribuirse a la influencia de los patrones rítmicos de la polka. Durante su periodo formativo (antes de 1940) ambos tipos parecen haber mantenido indistintamente el nombre de «canción», al menos así se observa en el disco publicado alrededor de 19�7 y que contiene en sus caras un ejemplo de cada uno de ellos (Vengan mas copas y Por esa mujer de Los Cuatezones) (Arhoolie Foundation).

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Del análisis de las melodías recopiladas o las grabaciones tempranas (1904), del repertorio del corrido, se concluye que predomina amplia y casi exclusivamente la tonalidad mayor, siendo comunes aquellos en metro ternario como binario, aunque con cierta predilección por el ternario. Así se desprende del gran repertorio recogido y analizado por Mendoza (19�9: 180-82, 217-18) y de las colecciones de grabaciones dedicadas a los corridos de la revolución (The Mexican Revolution).19 Algo similar se puede decir del repertorio de la canción ranchera conocido internacionalmente, en donde predominan aquellas en tonalidad mayor y las pocas en menor están basadas en esquemas armónicos de herencia colonial (sones, huapangos, etcétera). Tomando como ejemplo las de uno de los autores preferidos por los cultores de este estilo, José del Refugio «Cuco» Sánchez (1928-2000), se observa que entre sus grandes éxitos no hay ninguna ranchera en tonalidad menor, siendo los boleros las únicas canciones que interpreta en esta tonalidad. Igual podría afirmarse en el repertorio de corridos y rancheras de José Alfredo Jiménez (1926-197�), muy pocas son en tonalidad menor, Los dos perdimos y Corazón, corazón (este último con la segunda parte en tonalidad mayor y ambos grabados por Pedro Infante por primera vez), que podrían mejor ubicarse en el estilo, o subgénero como lo denomina Bazán Bofil (2001: 51-57), del bolero-ranchero. Geijerstam (1976: 71, 78), establece claramente la diferencia, pues afirma que sin importar cual era su acompañamiento los «boleros románticos» (en metro binario) se podían bailar mientras que el ranchero (en metro ternario) no.

En un catálogo en castellano de la Victor de 1924, el texto de promoción de las rancheras grabadas por Añez, Briceño y Cueto indica que uno de los discos contenía «una novedosa combinación», en un lado La china princesa, «una canción en estilo ranchero, alabando a (sic) la gracia seductora de la gentil china poblana y a (sic) la figura varonil y simpática del charro mexicano». La otra canción, Qué lindo besas mujer, está dedicada a la famosa actriz mexicana Dolores del Rio (1905-198�) (Rico Salazar, 2004: 179, 474; Spottswood: 1701). El corrido también contaría, como la ranchera, con ídolos mediáticos de la dimensión de ésta última, Guizar, Negrete e Infante. Este papel le correspondió a Ignacio López Tarso (1925) actor teatral y cinematográfico que desde comienzos de los años cincuenta se dedicó a popularizar los corridos en funciones teatrales y radiales. López Tarso, era idealizado como «espigado mestizo de 1,85», los interpretaba «con sus palabras quebradas o trastocadas […] fruto de la observación detallada por el actor de la fonología popular» (Custodio: 89-90).

19 De las 162 melodías analizadas por este autor sólo una está en tonalidad me-nor (0,6%) y alrededor de 40 (25%) tienen, a pesar de estar en tonalidad, algunos aspectos modales.

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Pasillo ecuatoriano

Fueron también los ya mencionados Briceño y Añez quienes a través de sus grabaciones introdujeron este género en el medio musical colombiano. Desde 1928 y en grabaciones especialmente para el sello Columbia, el dueto grabó obras (en su mayor parte pasillos, pero también valses) de los ecuatorianos Nicasio Safadi y Francisco Paredes Herrera (Spottswood: 170�-6). También hemos mencionado como algunos artistas ecuatorianos desarrollaron parte de su carrera musical en Colombia desde mediados de los años treinta. El repertorio de este genero tuvo una difusión temprana en Medellín a través de grabaciones comisionadas por la casa comercial de Félix de Bedout e Hijos, representantes de la rca Victor en aquella ciudad a los artistas ecuatorianos Carlos Izurieta (1914), Plutarco Uquillas (1914-2000) y su hermano Rubén (¿-1976). Los hermanos Uquillas habían realizado giras artísticas en Colombia (Cali, Barranquilla) entre 19�4 y 19�6 y en 19�9, por iniciativa de la Casa De Bedout, el dúo por ellos conformado (Los Riobambeños) efectúa grabaciones en La Habana entre 19�9 y 1940. Igual pedido le hizo la misma casa a otro dueto conformado por Izurieta y el peruano Juan E. Peronet (c191�-¿) quienes las realizan en la misma ciudad en 1940. En 1942 Peronet se establece muy brevemente en Medellín conformando el Trío Victor con dos artistas locales y efectuando grabaciones para la misma casa. En 1944, Izurieta haría otras grabaciones en Medellín, también a instancias de De Bedout, con Plutarco Uquillas quien se había establecido en Cali un par de años antes, en donde permanecería hasta 1952 (Rico Salazar, 2006b). El repertorio grabado por estos grupos estaba integrado en gran parte por pasillos ecuatorianos, algunos de autoría de los más reconocidos compositores del género como Nicasio Safadi y Enrique Ibáñez Mora. En él, están bien representados el vals y el tango, seguidos en menor grado por la presencia aislada de la tonada, la criolla y el fado.

En general, el pasillo ecuatoriano había tenido un desarrollo similar al de los otros géneros de que tratamos aquí. A comienzos de la década de 19�0 se habían hecho sus primeras grabaciones en Nueva York (por parte del Dueto Ecuador de Safadi e Ibañez Mora) y allí también la nostalgia, la decepción amorosa y la vida bohemia eran sus temas principales y en esa década, a través de los discos, la radio y las actuaciones en vivo este género adquiere gran vigencia nacional e internacional (Spottswood: 1980-2). Además de las de Sonia Dimitrovna (véase adelante), las grabaciones de otros artistas colombianos contribuyeron a popularizar este género en el país. El compositor, director y cantante Ernesto Boada (¿-?) y sus conjuntos registraron entre 19�6 y 19�8 en Nueva York este repertorio (pasillo, yaraví y vals). Algo similar sucedió con los diferentes conjuntos en que participaron Luís Valente y Miguel Cáceres, quienes junto con el colombiano Alejandro Giraldo también grabaron en la misma ciudad

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numerosos pasillos, yaravíes, sanjuanitos entre 19�7-1942 (Spottswood: 1679-80, 2�56-60). Las grabaciones del cantante ecuatoriano Julio Jara-millo (19�5-1978) que llegan al público colombiano a comienzos de los años sesenta, aprovechan el camino abierto en Cali y Medellín por su compatriota Olimpo Cárdenas (1919-1991), quien había llegado al país con el hermano del primero y el ya mencionado Plutarco Uquillas antes de 195�, y que en 1960 abandona Colombia para radicarse en México (Anónimo, s.p.; Rico Salazar, 2004: 671). En aquellos años, los sellos Victoria y Sonolux compiten en el mercado con las versiones de los que se convertirían en hitos del estilo de despecho.

Vals cantado y otros géneros

Los primeros músicos colombianos en efectuar grabaciones en el exterior, Pedro León Franco «Pelón» (1867-1952) y Adolfo Marín (1882-19�2) introdujeron dicho repertorio con dos valses cantados (Idilio salvadoreño, Ojos negros) grabados en México en 1908 (Rico Salazar, 2006a: 47; Joyas…, 1: 7, 10). Antes de su viaje al exterior estos dos artistas habían desarrollado su carrera en Cali, Medellín y Bogotá. De Medellín provenían también Enrique Gutiérrez «Cabecitas» (1877-1957) y el dueto de Leonel Calle (1881-1974) y Eusebio Ochoa (1880-1955) los cantantes que efectúan grabaciones con la Lira Antioqueña en Nueva York en 1910, incluyendo los valses, Desdenes y El vals de las Botellas (Spottswood: 1972; Rico Salazar, 2004: 115-8). Este último resulta muy interesante pues está vinculado a la tradición de la canción báquica (chanson á boir, anacreontic songs, Trinklied, Bierlied, etcétera) para la que en el siglo xviii se prefirió el metro ternario (por ejemplo, To Anacreon in Heaven, la canción báquica modelo de The Star Spangled Banner) y que en el siglo xix confluyó con el vals cantado, tal y como aparece por ejemplo en Libiamo, libiamo ne» lieti calici de La Traviata (185�) de Verdi. Estos ejemplos tocan un importante tema sobre el que no profundizaremos en este escrito, la íntima relación de la tradición de música de despecho (o sus equivalentes en otras partes de América y el mundo) con el consumo de bebidas alcohólicas.20

La opereta (vienesa y parisina) así como la zarzuela española constituyen el medio en que se desarrolla el vals cantado (por solistas y grupos) en las última mitad del siglo xix. Al final de dicho período sería popularizado en inglés por los compositores de Tin Pan Aley en los Estados Unidos y en Inglaterra, en las canciones de representaciones teatrales (vaudeville, repertoire y más tarde musical) en los que el waltz ballad o waltz song, eran los géneros musicales favoritos para los hits del momento (Lamb, s.p.). En la zarzuela,

20 Entre una amplia bibliografía sobre este tema vale la pena destacar el reciente trabajo de Tim Mitchell (2004).

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está presente en sus diferentes momentos, entre los populares números del El barberillo de Lavapies (1874) de Francisco Asenjo y Barbieri (182�-1894), de La Gran Via (1886) de Federico Chueca (1846-1908) y Joaquín Valverde (1846-1910) y de El último romántico (1928) de Reveriano Soutullo (1880-19�2) y Juan Vert (1890-19�1). Los antecedentes directos del vals cantados son los landler cantados, tradicionales en la región del Tirol, y conservados a través de la notación de la melodía (Carner, s.p.). Ya en 1800 se decía que la única diferencia es que el waltz se bailaba rápido y el landler lento (común en Suiza alemana, el sur de Alemania y el Tirol en Austria) (Lamb, s.p.). Sin embargo, parece que de allí emergió solo un tipo de canción, pues aparentemente la diferencia de velocidad citada no era fácil de replicar en el terreno de la música vocal.

Aunque el vals cantado se ha usado como género cantado en todo Amé-rica Latina, sin duda como genero específico, el vals peruano es el que ha logrado un lugar privilegiado en el repertorio de su música popular. En lo que se podría calificar de período formativo (1920-1950) como los otros géneros aquí discutidos, su difusión se llevó a cabo a través de partituras, cancioneros, grabaciones y transmisiones radiales (Lloréns, 1987: 265-6; Yep, 1998: 1�-8). Los ya mencionados Izurieta y Peronet grabaron en Cuba para la Casa Bedout de Medellín, entre otros el vals Te odio del peruano Felipe Pinglo Alva (1899-19�6), tal vez el más importante de los fundadores de la tradición del vals criollo (Rico Salazar, 2006b: 51-2). La aparición del llamado vals cebolla o cebollero se puede considerar algo similar a la conso-lidación del rótulo de despecho.

En la difusión de otros géneros argentinos (tonada cuyana, zamba) en Colombia fueron fundamentales las grabaciones del dueto argentino de Luís Valente (¿-¿) y Miguel Cáceres (1894-1977) cuyo contacto con Colombia se hizo a través de la esposa del segundo, la ya mencionada compositora cartagenera Maria Betancourt de Cáceres (¿-1982) mejor conocida como Sonia Dimitrowna (Rico Salazar, 2004: 210-1, 771-2).

[Continúa en Cátedra 4, 2007]

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�09Sobre los autores publicados en este número

Juan Pablo González ([email protected])

Obtuvo su doctorado en musicología en la Universidad de California y es profesor e investigador del Instituto de Música de la Universidad Católica de Chile. Ha publicado más de treinta artículos en revistas académicas de América Latina y Estados Unidos, y ha presentado cerca de cincuenta ponen-cias en congresos realizados en América Latina, Estados Unidos y Europa. Su principal línea de investigación lo ha llevado a proponer el campo de la Musicología Popular en América Latina, que privilegia el estudio histórico social y socio-estético de la música popular del siglo xx, realizando contri-buciones en al ámbito teórico y de la historia social de la música popular en Chile y sus esferas de influencia. Paralelamente ha realizado estudios de compositores chilenos del siglo xx, considerando su relación con las vanguardias europeas y los lenguajes locales. Ha contribuido al desarrollo de la musicología en Chile con la implementación del Magíster en Musi-cología en la Universidad de Chile (199�), la Licenciatura en Musicología de la Universidad Católica (2002), el Magíster en Artes en la Universidad Católica (2007) y la creación del Premio Latinoamericano de Musicología «Samuel Claro Valdés» (1998).

Emmanuelle Rimbot ([email protected])

Doctora de la Universidad Sorbonne Nouvelle, Paris III, en Estudios His-pánicos y Latinoamericanos, Letras y Civilización. Título obtenido tras la presentación, en diciembre del 2006, de la tesis L’articulation entre discours identitaire et idéologie politique dans la nouvelle chanson au Chili, de l ’Unité populaire à la transition démocratique.

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Miembro del criccal (Centre de Recherches Interuniversitaires sur les Champs Culturels en Amérique Latine, Paris iii) y de iaspm-la (International Association for the Study of Popular Music of Latin America); asociada al seminario Histoire et théorie des chansons, (Institut d’esthétique des arts contemporains de Paris i, Observatoire musical français de Paris iv).

Agustín Ruiz Zamora ([email protected])

Obtiene el título de Profesor de Música de Escuela de Música de la Universidad Católica de Valparaíso en 1985. A partir de 1990 se dedica sistemáticamente al trabajo etnomusicológico, en proyecto de investigación sobre música y religiosidad popular. En 1996 egresa del Programa de Magíster en Artes con Mención en Musicología de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Ha realizado diversos estudios y en torno la música de tradición oral en Chile, folklore y mediatización, identidad local, patrimonio cultural y religiosidad popular, donde destaca su aproximación sistémica a los estilos musicales ceremoniales y su revisión ética de los métodos y procedimientos de la etnomusicología. Posee publicaciones en Chile y el extranjero y ha participado como expositor académico en diversos eventos internacionales. Ha impulsado las relaciones entre el mundo académico y las funciones del Estado, promoviendo la relación entre investigación y soluciones tecnológicas para la administración documental mediante sistemas informáticos pertinentes.

Actualmente se desempeña como funcionario del Área de Patrimonio Inmaterial del Consejo Nacional de la Cultura y realiza docencia en la cátedra de etnomusicología, en el Instituto de Música de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

María de la Luz Hurtado ([email protected])

Es socióloga por la Pontificia Universidad Católica de Chile (1976) y Doctora en Literatura por la Universidad de Chile (2005). En la actualidad, es Profesora Titular de la Pontificia Universidad Católica de Chile, donde se desempeña en su Escuela de Teatro como docente e investigadora, dirige la revista Apuntes y del Programa de Investigación y Archivos de la Escena Teatral, además de impartir docencia en el Programa de Magister en Artes de la Facultad de Artes.

Ha realizado una destacada labor de investigación y difusión de la historia de la cultura chilena y latinoamericana, especialmente en los campos del teatro, el cine y la televisión. Ha dirigido equipos de investigación y publi-cado libros sobre estas materias, como también capítulos de libros y más de un centenar de artículos en revistas nacionales e internacionales, traducidos a nueve idiomas diferentes.

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Pertenece a diversos comités académicos y de publicaciones a nivel in-ternacional. Ha sido vicepresidenta y secretaria general del Centro Chileno del Instituto Internacional del Teatro de Unesco (iti). Ha sido también Profesora de la Universidad de Stanford, California.

Egberto Bermúdez ([email protected])

Realizó estudios de musicología e interpretación de música antigua en el Guildhall School of Music y el King’s College de la Universidad de Londres. En la actualidad, es Profesor Titular y Maestro Universitario del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional de Colombia. Ha publicado numerosos trabajos sobre la historia de la música en Colombia, la música tradicional y popular y los instrumentos musicales colombianos. Es fundador y director del grupo Canto, especializado en repertorio español y latinoamericano del periodo colonial. En 1992 junto con Juan Luis Restrepo establecieron la Fundación de Música, entidad cuyo objetivo es dar a conocer tanto al público en general como el especializado, los resultados de la investigación sobre nuestro pasado musical. Fue presidente de la Historical Harp Society desde 1998 hasta el 2001.

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��� Normas editoriales

Política editorial

Cátedra de Artes es un espacio editorial latinoamericano de intercambios y modulaciones docentes e investigativas que, a nivel de posgrado, recibe, registra y emite materias de distintas asignaturas y disciplinas relacionadas con las artes a nivel profesional y académico.

Presentación y envío de los artículos

• Cátedra de Artes aparece dos veces al año, los meses de junio y octu-bre.

• Los artículos deben ser inéditos.• Los artículos deben incluir título y resumen en español e inglés, tres

a cinco palabras clave (también en versión bilingüe), una pequeña reseña biográfica y el correo electrónico del autor.

• La extensión máxima es de 8 mil palabras para cada artículo, y 2 mil para las reseñas de libros.

• Las imágenes, si las hubiera, deben ser enviadas como archivos inde-pendientes, en formato jpg y en una resolución mayor o igual a 250 dpi.

• Los artículos deben enviarse vía correo electrónico, en formato rtf, a la dirección de la revista ([email protected]), adjuntando las imágenes, si las hubiera, como archivos jpg. Además, deberán enviarse dos copias impresas a la dirección postal de la Facultad de Artes de la Pontificia Universidad Católica de Chile (Avenida Jaime Guzmán Errázuriz ��00, Santiago de Chile).

• Los artículos pueden ser enviados durante el año académico, y su pu-blicación quedará sujeta a la evaluación de Comité Editorial.

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Sistema de citas

• Los títulos de novelas, poemarios, antologías, pinturas, películas, libros de fotografía, de pintura, de esculturas, revistas, diarios van con letra cursiva, tanto en el texto como en el listado de referencias.

• La fórmula general para citas dentro del texto es mencionado entre paréntesis el apellido del autor, al año de publicación y el número de página si la cita es literal, según la siguiente fórmula: (García Canclini, 1990: 14�).

• Si en el cuerpo del relato se menciona al autor, su apellido puede aparecer seguido del año de publicación del título entre paréntesis, y con el número de página si la referencia lo amerita: García Canclini (1990: 14�) afirma que...

• Si el relato no supone ambigüedades respecto al autor y al título que se está citando, sólo hace falta mencionar entre paréntesis el número de página: (14�).

• Si dos o más títulos de un mismo autor citado en el relato tienen el mismo año de publicación, en la lista de referencias deben ordenarse al-fabéti-camente y deberían ser citados en el cuerpo del texto como 1990a, 1990b, etcétera

• Las citas literales de menos de 40 palabras pueden ir entre comillas en el cuerpo del relato. Las citas literales más extensas deben separarse como un párrafo distinto y justificado a 10 puntos del margen derecho. Si la cita supone un énfasis, indique si pertenece o no al original.

• Si la cita se extiende por dos o más páginas en el original, puede utilizar la siguiente fórmula: (288-9). Esto significa que la cita está entre las páginas 288 y 289.

• Las elipsis, sean al principio, medio o fin de la cita, deben ir con tres puntos separados por un espacio y entre corchetes: [...].

Notas al pie y lista de referencias

• Las notas al pie de página con referencias bibliográficas de los textos citados no son pertinentes. Toda información bibliográfica va al final del artículo en un listado de referencias.

• Una nota al pie de página se justifica sólo en el caso de aclarar algún concepto o contexto que pueda desviar la temática y forma del artículo.

• El listado de referencias final sólo debe incluir aquellos títulos efecti-vamente citados en el cuerpo del relato.

• La manera de citar los títulos varía según el tipo de obra citada: novela, cuento, artículo, texto leído desde internet, video, etcétera El orden general de la información es el siguiente:

Apellido, Nombre del autor. (Año de publicación). Título. Nombre del editor, traductor o compilador. Edición consultada. Volumen consultado. Lugar de publicación. Nombre de la editorial.

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Resúmenes y palabras clave

• El resumen debe contener la información básica del documento ori-ginal y, dentro de lo posible, conservar la estructura del mismo. No debe sobrepasar las 120 palabras. El contenido del resumen es más significativo que su extensión.

• El resumen debe empezar con una frase que represente la idea o tema principal del artículo, a no ser que ya quede expresada en el título. Debe indi-car la forma en que el autor trata el tema o la naturaleza del trabajo descrito con términos tales como estudio teórico, análisis de un caso, informe sobre el estado de la cuestión, crítica histórica, revisión bibliográfica, etcétera.

• Debe redactarse en frases completas, utilizando las palabras de transición que sean necesarias para que el texto resultante sea coherente. Siempre que sea posible deben emplearse verbos en voz activa, ya que esto contribuye a una redacción clara, breve y precisa.

• Las palabras clave deben ser conceptos significativos tomados del texto que ayuden en la indexación del artículo y a la recuperación automatizada. Debe evitarse el uso de términos poco frecuentes, acrónimos y siglas.

Arbitraje y evaluación de los artículos

• Los artículos recibidos serán evaluados por dos árbitros, uno interno y otro externo a la Facultad de Artes, quienes pueden aprobar su publicación, desestimarla o solicitar modificaciones. El Comité Editorial puede solicitar artículos a investigadores de reconocido prestigio, los cuales estarán exentos de arbitraje.

• El tiempo de evaluación de los artículos recibidos no sobrepasará los seis meses.

• La revista no devolverá los originales. La decisión final sobre la pu-blicación del artículo será informada al autor vía carta o correo electrónico especificando las razones en caso de que sea rechazado.

• Los autores al enviar sus artículos dan cuenta de la aceptación de entrega de los derechos para la publicación de los trabajos.

• Los autores de artículos publicados recibirán dos ejemplares de la revista y un ejemplar quien elabore una reseña.

• Las opiniones son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no re-presentan el pensamiento de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

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