Revista Crepusculo - Relato de Un Naufrago

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22 Refugio de un naufrago Conocida como música funcional, ese listado de veinte canciones que se repiten sin cesar du- rante todo el día, te mece, te acuna y te lleva a perder la noción del tiempo y, combinado con la graduación constante de las luces y al imperté- rrito orden de las góndolas, evocan un presente eterno. A su vez, ese recorrido obligado una o dos ve- ces por mes, se transforma, para muchos, en el espacio físico donde ocupar el tiempo en una tarde de lluvia, un feriado o quizás atender al consumo, esa banal necesidad efímera que suele identificarse con la felicidad. Sobre cómo me fui del lugar donde nunca quise estar De adolescente pensaba que las luchas verda- deras eran aquellas que dependían del individuo, que nada valía si uno no se ganaba, por merito propio, aquello que pretendía y que todo lo que podía conseguir, dependía únicamente de mi. Sin saberlo era adepto a una especie de volunta- rismo idealista y naif. Tiempo después de haber dejado mi pueblo, de haber terminado el secundario e inconclusa la li- cenciatura en economía tropecé con la izquierda. Sin saberlo, esa era la izquierda más puritana que podía encontrar. Lo era de tal forma que no paraba de fracturase en la búsqueda de un purismo que sólo era posible en los libros, al punto de rozar un materialismo idealista. En ese entonces, la lucha era algo colectivo y lo que se pensaba individualmente estaba condenado al fracaso. A pesar de estas posiciones, que si se quiere pue- den ser vistas como antagónicas, descubrí, en la misma forma que se descubre algo que siempre es- tuvo ahí, que la vida está plagada de luchas peque- ñas, grandes, cíclicas, absurdas, lineales, imposibles, innecesarias, simples y evitables. De todas y cada una aprendí algo, o al menos eso me animo a creer. En este recuento fugaz que ahora llega a mi men- te, pone sobre relieve una lucha que me significó, acaso, una formación de carácter y que entre otras cosas motiva este texto que se materializa en las líneas que desenrollo acá y que no es más que la ex- cusa para buscar la punta de una madeja que lleva treinta años enrollándose. Por Mariano Vazquez Licenciado en Comunicación Social UNLP - http://flavors.me/mareanovazquez

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Texto narrativo que recupera las experiencias de un trabajador de un hipermercado y sus desaveniencias a lo largo de los años.

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    Refugiode un naufrago

    Conocida como msica funcional, ese listado de veinte canciones que se repiten sin cesar du-rante todo el da, te mece, te acuna y te lleva a perder la nocin del tiempo y, combinado con la graduacin constante de las luces y al impert-rrito orden de las gndolas, evocan un presente eterno. A su vez, ese recorrido obligado una o dos ve-

    ces por mes, se transforma, para muchos, en el espacio fsico donde ocupar el tiempo en una tarde de lluvia, un feriado o quizs atender al consumo, esa banal necesidad efmera que suele identificarse con la felicidad.

    Sobre cmo me fui del lugar dondenunca quise estar

    De adolescente pensaba que las luchas verda-deras eran aquellas que dependan del individuo, que nada vala si uno no se ganaba, por merito propio, aquello que pretenda y que todo lo que poda conseguir, dependa nicamente de mi. Sin saberlo era adepto a una especie de volunta-rismo idealista y naif.

    Tiempo despus de haber dejado mi pueblo, de haber terminado el secundario e inconclusa la li-cenciatura en economa tropec con la izquierda. Sin saberlo, esa era la izquierda ms puritana que poda encontrar. Lo era de tal forma que no paraba de fracturase en la bsqueda de un purismo que slo era posible en los libros, al punto de rozar un materialismo idealista. En ese entonces, la lucha era algo colectivo y lo que se pensaba individualmente estaba condenado al fracaso. A pesar de estas posiciones, que si se quiere pue-

    den ser vistas como antagnicas, descubr, en la misma forma que se descubre algo que siempre es-tuvo ah, que la vida est plagada de luchas peque-as, grandes, cclicas, absurdas, lineales, imposibles, innecesarias, simples y evitables. De todas y cada una aprend algo, o al menos eso me animo a creer.En este recuento fugaz que ahora llega a mi men-

    te, pone sobre relieve una lucha que me signific, acaso, una formacin de carcter y que entre otras cosas motiva este texto que se materializa en las lneas que desenrollo ac y que no es ms que la ex-cusa para buscar la punta de una madeja que lleva treinta aos enrollndose.

    Por Mariano VazquezLicenciado en Comunicacin Social UNLP - http://flavors.me/mareanovazquez

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    Casi cinco aos

    Comenc a trabajar en el hipermercado un cinco de noviembre. En ese entonces, y desde mucho antes, todos los grandes conglomerados comerciales me parecan odiosos, detestables y banales. Cinco aos despus, me parecen odio-sos, detestables y banales, pero hay algo que cambi...Pocos das antes de cumplir cuatro aos en el

    hipermercado supe que necesitaba un cable a tierra, un salvoconducto para aliviar el agobio producto de la rutina. As abr un weblog que decid clausurar el 31 de marzo de 2010. Estaba decidido, despus de ese da, de la forma que fuese, yo no iba a volver a pisar el mercado. Tan lejos no estuve.Esa lucha declarada y manifiesta que empren-

    d para mis adentros y que registrara en la web haba comenzado mucho antes que tomara con-ciencia de ella. A diferencia de las personas que suelen evadirse de la realidad en sus trabajos, yo necesitaba de la realidad del mundo y de la facul-tad para escaparme mentalmente del trabajo que ocupaba gran parte de mi cotidianeidad.Primero empec a simular que trabajaba y, a es-

    palda de los jefes, aprovechar para charlar con todos los que pasaran cerca. Sin embargo, a pe-sar de mi empeo, de las 600 personas trabaja-ban en la tienda slo conoc a unas cien, de las cuales slo mantengo contacto con una o dos.

    La rutina

    Quizs por una caracterstica de mi personali-dad a no manifestar fuertemente los desacuer-dos, no responder exultante a las inquisitorias de los jefes, o simplemente porque uso anteojos y tengo cara de bueno, muchos respiraron tranqui-los y confiados. Tuve dos jefes en el mercado. Con el prime-

    ro de ellos, no llegu a conformar una amistad pero s, una relacin basada en el respeto y cierta honestidad, mucho ms de lo que tienen algu-nos que se llaman amigos. l tuvo una completa confianza en mi persona y en mi tarea, incluso conservo un buen recuero a pesar que era un

    adicto al trabajo que no diferenciaba el espacio laboral del personal y era capaz de llamar a cual-quier hora. En un sentido completamente distinto, el se-

    gundo poda hacerme cambiar de humor en minutos y acosarme por cualquier nimiedadsobre todo acosarme. Sola aparecer, siempre con un rictus correcto y te deca ...y... como vens?, sin importarle la respuesta. Para peor, siempre tena una sugerencia, una indicacin, todo para conservar la ltima palabra.No s bien si debido a un rasgo innato o a un

    mecanismo de defensa que desarroll con el paso del tiempo, pero gracias a mi cara impvi-da, el tono monocorde y unos balbuceos que no aportaban nada, pude esquivar con asiduidad el aprieto de esa pregunta. La ltima palabra que tomaba mi jefe no era siempre verbal, en lugar de ella caa una palmadita en la espalda o una trompada en el lugar que le quedaba a tiro.

    Un lenguaje nico

    Tocadas de culos, trompadas y un recordato-rio de tu hermana o tu vieja. Eso configuraba el tpico predominante que, sumado a temticas como, bailando por un sueo, el ftbol del fin de semana y la inseguridad, conformaban un com-bo altamente fastidioso.El primer da de trabajo, aquel 5 de noviem-

    bre, llegu al mercado en las condiciones pre-solicitadas: pelo corto (rulos dominados), recin afeitado (barba de un da era suficiente para que te demoren en la entrada y te manden a afeitar) y vido de aprender el know how de la empresa. En las semanas previas, tuve los exmenes labo-rales, ese primer da presenci la construccin de mi perfil.

    - y decime, De qu cuadro sos?- Boca de chiquito era de Boca, pero ahora

    no lo sigo mucho, casi nada.

    Sin saberlo comet mi primer error, en su lgica de pensamiento resultaba necesaria una filiacin de esa magnitud para recibir su primera etique-ta. Tener un tema para hablar o discutir, o dejar discurrir el tiempo en una charla insignificante y

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    mal habida pero que simule una cercana entre el jefe y el subordinado. A esa siguieron otras indagaciones sobre el es-

    tado civil, las prcticas recreativas, las salidas de los fines de semana y por supuesto, el detector de masculinidad por excelencia: una evaluacin de los culos de las promotoras del hipermerca-do, en ese momento, mi opinin vala como la de un juez que emita veredictos inapelables. Durante casi cinco aos orden, repuse, arm

    y vend muebles; limpi, acomod y ensambl juguetes y cont, cont y cont toda la merca-dera del mercado. Esa fue la ltima tarea que tuve, hacer inventarios, montonos y previsibles inventarios, recuentos, uno por uno, de la mer-cadera: galletitas, fideos, tarros de caf, paquetes de yerba, golosinas, platos, herramientas y todo un listado de cosas que la gente no necesita ni piensa en comprar hasta que aparecen dispues-tas y al alcance de la mano en la gndola.

    Rata, rabona, faltazo

    Para faltar a trabajar no haba nada ms efecti-vo que enfermarse, lo cual era burocrticamente demostrable con un certificado. La clave estaba en inventar algo por un par de das: gripe, lum-balgia o gastroenteritis, algo breve que te permi-ta descansar y que no fastidie demasiado a los jerrquicos y as eludir las represalias acostum-bradas que iban desde enviarte a realizar la tarea ms pesada, hasta soportar un sermn morali-zante sobre la responsabilidad que implicaba el trabajo. Con frecuencia tuve, lumbalgia, gastroenteritis

    y diarrea, otra variante era la donacin voluntaria de sangre, lo que me granjeaba un da de relax. Quizs esos das libres no se podan aprove-

    char al mximo, pero significaban una interrup-cin inesperada en la rutina. Y eso, en medio de las labores ms previsibles, era genial. Por fortu-na nunca me toc la tarea ms pesada, pero s la inevitable charla con el jefe, su bajada de lnea y la moralina sobre la responsabilidad. A esta altura de los das, yo ya haba perfec-

    cionado un modo de escucha ausente que sigo utilizando y que comprende tan sencillamente un movimiento desacompasado de la cabeza si-

    mulando aceptacin y un s que parece ms un silbido involuntario.

    Relato de un nufrago

    Las fiestas de fin de ao y navidad componan un parntesis con un dejo de novedad. El lti-mo prolegmeno de Nochebuena, esa tarde en el mercado, beb champagne en un vaso descar-table, recostado en una pila de alimento para pe-rros, en la jaula del bazar al fondo del depsito. El calor y la humedad fueron suficientes para hacerme transpirar con el mnimo movimiento. En esas celebraciones, los empleados de los

    dos turnos nos cruzbamos para brindar jun-tos, signo y representamen de un buen augurio. Muchos, aprovechaban el alboroto para comer y para brindar en exceso. Yo no fui menos y apro-vech el exceso de empleados para refugiarme al amparo del pallet de alimento balanceado para terminar de leer Relato de un Nufrago.Aos antes, durante el ltimo tiempo que tra-

    baj en el bazar, orden mi trabajo de tal forma que quedara un bache de unas dos horas para abocarme a la lectura. En esos ratos, entre la premura con que realizaba mis labores en las primeras horas y el tiempo necesario para de-jar ordenado el saln para el da siguiente, forj un espacio para sumergirme en varias novelas breves de autores como de No Jitrik, un dueto de clsicos de Garca Marquez, retazos de Fein-mann, algo de Kundera y un Kafka amarillento que estaba arrumbado entre cajas de tiles es-colares.

    El fin buscado

    El 17 de marzo sal del trabajo decidido a no volver. Todo se haba acumulado a la altura de mi cuello, y presionaba como una quimera so-bre mis hombres. A todo eso haba que agregar que mi jefe problematizaba cada una de mis de-cisiones (tomarme los feriados y la licencias para rendir exmenes) y mis inventarios, revisaba en detalle los informes y me haca quedar despus de hora para analizarlos, junto a l. Esa tarde, como si fuera un da ms, dije has-

    ta maana. Pero cuando llegu a mi casa, llam

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    por telfono a la psiquiatra que me haban conseguido semanas antes y decid clavar el pual por la espalda: sesenta das de licen-cia por estrs con una acusacin por acoso contra mi jefe.No fue, acaso, la resolucin ms valiente,

    ni la ms confrontativa, pero s la ms efec-tiva. Al cabo de dos meses volv a trabajar y despus de una inquisitoria culposa por par-te de los jerrquicos, varios de ellos, termin mis labores con una angustia representada en un nudo en mi garganta. Ese lunes no fui a trabajar y a media maana lleg el tele-grama que me desvinculaba de la empresa. Si algo puedo afirmar de esta prolongada

    experiencia en el mercado, es que apren-d qu es la resistencia. Esa lucha cotidia-na que, como yo, cientos de trabajadores materializan da a da y que no busca un grandilocuente fin ltimo y que, como dice Gelman, no se resuelve yndose sino de aprender a resistir, y en eso est la bsqueda de una simple y cotidiana humanizacin del trabajo.

    Angel Luis Gotor Arellano | Lofalo | 2 do Concurso Anual Internacional de artes plsticas Crepsculo