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Retrato del artista adolecente James Joyce Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Retrato del artistaadolecente

James Joyce

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Uno

Allá en otros tiempos (y bien buenos tiemposque eran), había una vez una vaquita (¡mu!) queiba por un caminito. Y esta vaquita que iba porun caminito se encontró un niñín muy guapín,al cual le llamaban el nene de la casa... Éste erael cuento que le contaba su padre. Su padre lemiraba a través de un cristal: tenía la cara pelu-da.

Él era el nene de la casa. La vaquita venía porel caminito donde vivía Betty Byrne: BettyByrne vendía trenzas de azúcar al limón.

Ay, las flores de las rosas silvestresEn el pradecito verde.

Ésta era la canción que cantaba. Era sucanción.

Ay, las fioles de las losas veldes.

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Cuando uno moja la cama, aquello estácalentito primero y después se va poniendofrío. Su madre colocaba el hule. ¡Qué olor tanraro!Su madre olía mejor que su padre y tocaba enel piano una jiga de marineros para que labailase él. Bailaba:

Tralala lala, tralala tralalaina,Tralala lala,tralala lala.

Tío Charles y Dante aplaudían. Eran másviejos que su padre y que su madre; pero tíoCharles era más viejo que Dante.

Dante tenía dos cepillos en su armario. Elcepillo con el respaldo de terciopelo azul era elde Michael Davitt y el cepillo con el revés deterciopelo verde, el de Parnell. Dante le dabauna gota de esencia cada vez que le llevaba unpedazo de papel de seda.

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Los Vances vivían en el número 7. Teníanotro padre y otra madre diferentes, él se iba acasar con Eileen... Se escondió bajo la mesa. Sumadre dijo:

––Stephen tiene que pedir perdón. Dante dijo:––Y si no, vendrán las águilas y le sacarán los

ojos.

Le sacarán los ojos.Pide perdón,pide perdónde hinojos.Le sacarán el corazón.Pide perdón.Pide perdón.

Los anchurosos campos de recreohormigueaban de muchachos. Todos chillabany los prefectos les animaban a gritos.

El aire de la tarde era pálido y frío, y a cadavolea de los jugadores, el grasiento globo decuero volaba como un ave pesada a través de la

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luz gris. Stephen se mantenía en el extremo desu línea, fuera de la vista del prefecto, fuera delalcance de los pies brutales, y de vez en cuandofingía una carrerita. Comprendía que su cuerpoera pequeño y débil comparado con los de laturba de jugadores, y sentía que sus ojos erandébiles y aguanosos. Rody Kickham no era así;sería capitán de la tercera división: todos loschicos lo decían.

Rody Kickham era una persona decente, peroRoche el Malo era un asqueroso. Rody Kickhamtenía unas espinilleras en su camarilla y, en elrefectorio, una cesta de provisiones que lemandaban de casa. Roche el Malo tenía lasmanos grandes y solía decir que el postre de losviernes parecía un perro en una manta. Y undía le había preguntado:

––¿Cómo te llamas?Stephen había contestado: Stephen Dédalus.

Y entonces Roche había dicho:––¿Qué nombre es ése?

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Pero Stephen no había sido capaz de respon-der. Y entonces Roche le había vuelto a pregun-tar:

––¿Qué es tu padre?Y él había respondido:––Un señor.Y todavía Roche había vuelto a preguntarle:––¿Es magistrado?Se deslizaba de un punto a otro, siempre en el

extremo de una línea, dando carreritas cortas devez en cuando. Pero las manos le azuleaban defrío. Las metió en los bolsillos de su chaquetagris de cinturón. El cinturón pasaba por encimadel bolsillo. Cinturón, cinturonazo. Y darle a unchico un cinturonazo era pegarle con elcinturón. Un día un chico le había dicho aCantwell:––¡Te voy a largar un cinturonazo!...

Y Cantwell le había contestado:––¡Anda y quítate de ahí! Ve a largarle un

cinturonazo a Cecil Thunder. Me gustaría verte.Te mete un puntapié en el trasero como para tisolo.

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Aquella expresión no estaba muy bien. Sumadre le había dicho que no hablara en elcolegio con chicos mal educados. ¡Madrequerida! Al despedirse el día de entrada en elvestíbulo del castillo, ella se había recogido elvelo sobre la nariz para besarle: y la nariz y losojos estaban enrojecidos. Pero él había hechocomo si no se diera cuenta de que su madreestaba a punto de echarse a llorar. Y su padre lehabía dado como dinero de bolsillo dosmonedas de a cinco chelines. Y su padre lehabía dicho que escribiera a casa si necesitabaalgo, y que, sobre todo, nunca acusara a uncompañero aunque hiciese lo que hiciese.Después, a la puerta del castillo, el rector, con lasotana flotante a la brisa, había estrechado lamano a sus padres y el coche había partido consu padre y su madre dentro.––¡Adiós, Stephen, adiós!

––¡Adiós, Stephen, adiós!Se vio cogido entre el remolino de un pelotón

de jugadores y, temeroso de los ojos fulguran-tes y de las botas embarradas, se dobló comple-

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tamente mirando por entre las piernas. Los mu-chachos pugnaban, bramaban y pataleabanentre restregones de piernas y puntapiés. Depronto las botas amarillas de Jack Lawton lan-zaron el balón detrás. Stephen corrió tambiénun trecho y luego se paró. No tenía objeto elseguir. Pronto se irían a casa, de vacaciones.Después de la cena, en el salón de estudio, iba acambiar el número que estaba pegado dentrode su pupitre: de 77 a 76.

Sería mejor estar en el salón de estudio, queno allí fuera al frío. El cielo estaba pálido y frío,pero en el castillo había luces. Se quedó pen-sando desde qué ventana habría arrojadoHamilton Rowan su sombrero al foso y sihabría ya entonces arriates de flores bajo lasventanas. Un día que le habían llamado al casti-llo, el despensero le había enseñado las huellasde las balas de los soldados en la madera de lapuerta y le había dado un pedazo de torta de laque comía la comunidad. ¡Qué agradable y re-confortante era ver las luces en el castillo! Era

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como una cosa de un libro. Tal vez la Abadía deLeicester sería así. ¡Y qué frases tan bonitashabía en el libro de lectura del doctor Cornwell!Eran como versos, sólo que eran únicamentefrases para aprender a deletrear.

Wolsey murió en la Abadía de Lei-cester

donde los abades le enterraron.Cancro es una enfermedad de plan-

tas;cáncer, una de animales.

¡Qué bien se estaría echado sobre la esterilladelante del fuego, con la cabeza apoyada entrelas manos y pensando estas frases! Le corrió unescalofrío como si hubiera sentido junto a lapiel un agua fría y viscosa. Había sido una vi-llanía de Wells el empujarle dentro de la fosa ytodo porque no le había querido cambiar sucajita de rapé por la castaña pilonga de él, deWells, por aquella castaña vencedora en cua-

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renta combates. ¡Qué fría y qué pegajosa estabael agua! Un chico había visto una vez saltar unarata al foso. Madre estaba sentada con Dante alfuego esperando que Brígida entrase el té. Teníalos pies en el cerco de la chimenea y sus zapati-llas adornadas estaban calientes, ¡calientes!, y¡tenían un olor tan agradable! Dante sabía lamar de cosas. Le había enseñado dónde estabael canal de Mozambique y cuál era el río máslargo de América, y el nombre de la montañamás alta de la luna. El Padre Arnall sabía másque Dante porque era sacerdote, pero tanto supadre como tío Charles decían que Dante erauna mujer muy lista y muy instruida. Y cuandoDante después de comer hacía aquel ruido y sellevaba la mano a la boca, aquello se llamabaacedía.

Una voz gritó desde lejos en el campo de jue-go:

––¡Todo el mundo dentro!Después otras voces gritaron desde la segun-

da y la tercera división:

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––¡Todos adentro! ¡Todos adentro!Los jugadores se agrupaban sofocados y em-

barrados, y él sé mezcló con ellos, contento devolver a entrar. Rody Kickham llevaba el balóncogido por la atadura grasienta. Un chico le dijoque le pegara todavía la última patada; pero elotro se metió dentro sin contestarle. SimónMoonan le dijo que no lo hiciera porque el pre-fecto estaba mirando. El chico se volvió a SimónMoonan, y le dijo:

––Todos sabemos por qué lo dices. Tú eres elchupito de Mc Glade.

Chupito era una palabra muy rara. Aquel chi-co le llamaba así a Simón Moonan porque Si-món Moonan solía atar las mangas falsas delprefecto y el prefecto hacía como que se enfa-daba. Pero el sonido de la palabra era feo. Unavez se había lavado él las manos en el lavabodel Hotel Wicklow, y su padre tiró después dela cadena para quitar el tapón, y el agua suciacayó por el agujero de la palangana. Y cuandotoda el agua se hubo sumido lentamente, el

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agujero de la palangana hizo un ruido así:chup. Sólo que más fuerte.

Y al acordarse de esto y del aspecto blanco dellavabo, sentía frío y luego calor. Había dos gri-fos, y al abrirlos corría el agua: fría y caliente. Yél sentía frío y luego un poquito de calor. Y po-día ver los hombres estampados en los grifos.Era una cosa muy rara.

Y el aire del tránsito le escalofriaba también.Era un aire raro y húmedo. Pronto encenderíanel gas y al arder haría un ligero ruido como unacancioncilla. Siempre era lo mismo: y, si loschicos dejaban de hablar en el cuarto de recreo,entonces se podía oír muy bien.

Era la hora de los problemas de aritmética. ElPadre Arnall escribió un problema muy difícilen el encerado, y luego dijo:

––¡Vamos a ver quién va a ganar! ¡Hala, York!¡Hala, Lancaster!

Stephen lo hacía lo mejor que podía, pero laoperación era muy complicada y se hizo un lío.La pequeña escarapela de seda, prendida con

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un alfiler en su chaqueta, comenzó a oscilar. Élno se daba mucha maña para los problemas,pero trataba de hacerlo lo mejor que podía paraque York no perdiese. La cara del Padre Arnallparecía muy ceñuda, pero no estaba enfadado:se estaba riendo. Al cabo de un rato, Jack Law-ton chascó los dedos, y el Padre Arnall le miróel cuaderno y dijo:

––Bien. ¡Bravo, Lancaster! La rosa roja gana.¡Vamos, York! ¡Hay que alcanzarlos!

Jack Lawton le estaba mirando desde su sitio.La pequeña escarapela con la rosa roja le caíamuy bien, porque llevaba una blusa azul demarinero. Stephen sintió que su cara estaba rojatambién, y pensó en todas las apuestas quehabía cruzadas sobre quién ganaría el primerpuesto en Nociones, Jack Lawton o él. Algunassemanas ganaba Jack Lawton la tarjeta de pri-mero, y otras él. Su escarapela de seda blancavibraba y vibraba, mientras trabajaba en el si-guiente problema y oía la voz del Padre Arnall.Después, todo su ahínco pasó, y sintió que tenía

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la cara completamente fría. Pensó que debía detener la cara blanca, pues la notaba tan fría. Nopodía resolver el problema, pero no importaba.Rosas blancas y rosas rojas: ¡qué colores tanbonitos para estarse pensando en ellos! Y lastarjetas del primer puesto y del segundo y deltercero también tenían unos colores muy boni-tos: rosa, crema y azul pálido. Y también erahermoso pensar en rosas crema y rosas rosa. Talvez una rosa silvestre podría tener esos colores,y se acordó de la canción de las flores de lasrosas silvestres en el pradecito verde. Pero loque no podría haber era una rosa verde. Quizála hubiera en alguna parte del mundo.

Sonó la campana, y los alumnos comenzarona salir de la clase hacia el refectorio, a lo largode los tránsitos. Se sentó mirando los dos mol-des de mantequilla que había en su plato, perono pudo comer el pan húmedo. El mantel esta-ba húmedo y blando. Se bebió de un trago, sinembargo, el té que le echó en la taza un marmi-tón zafio, ceñido de un delantal blanco. Pensaba

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si el delantal del marmitón estaría húmedo tam-bién, o si todas las cosas blancas serían húme-das y frías. Roche el Malo y Saurín bebían ca-cao: se lo enviaban sus familias en latas. Decíanque no podían beber aquel té, porque era comoagua de fregar. Decían que sus padres eran ma-gistrados.

Todos los chicos le parecían muy extraños.Todos tenían padres y madres, y trajes y vocesdiferentes. Y deseaba estar en casa y reclinar lacabeza en el regazo de su madre. Pero no podía;y lo que quería; por lo menos, era que se acaba-ran el juego y el estudio y las oraciones paraestar en la cama.

Bebió otra taza de té caliente y Fleming le di-jo:

––¿Qué tienes? ¿Te duele algo o qué es lo quete pasa?

––No sé ––dijo Stephen.––Lo que tú tienes malo es el saco del pan ––

dijo Fleming––, porque estás muy pálido. ¡Esote pasa!

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––Sí, sí––dijo Stephen.Pero la enfermedad no estaba allí. Pensó que

lo que tenía enfermo era el corazón, si el cora-zón podía estarlo. ¡Qué amable había estadoFleming interesándose por él! Sentía ganas dellorar. Apoyó los codos en la mesa y se puso ataparse y destaparse los oídos. Cada vez quedestapaba los oídos, se oía el ruido del come-dor. Era un estruendo como el del tren por lanoche. Y cuando se tapaba los oídos, el es-truendo cesaba, como el de un tren dentro deun túnel. Aquella noche en Dalkey el tren habíahecho el mismo estruendo, y, luego, al entrar enel túnel, el estrépito había cesado. Cerró losojos, y el tren siguió sonando y callando; so-nando otra vez y callando. ¡Qué susto dabaoírlo callar y volver de nuevo a sonar fuera deltúnel y luego salir otra vez!

Comenzaron a venir a lo largo de la estera delcentro del refectorio los de la primera división,Paddy Rath y Jimmy Magee, y el español al quele dejaban fumar cigarros, y el portuguesito de

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la gorra de lana. Y cada uno tenía su maneradistinta de andar.

Se sentó en un rincón del salón de recreo,haciendo como que miraba un partido de do-minó, y por dos o tres veces pudo oír la can-cioncilla del gas. El prefecto estaba a la puertacon varios muchachos y Simón Moonan le esta-ba atando las mangas falsas del hábito de losjesuitas ingleses. Estaba contando algo acercade Tullabeg.

Por fin se marchó de la puerta y Wells seacercó a Stephen yle dijo:

––Dinos, Dédalus, ¿besas a tu madre por lanoche antes de irte a la cama?

Stephen contestó:––Sí.Wells se volvió a los otros y dijo:––Mirad, aquí hay uno que dice que besa a su

madre todas las noches antes de irse a la cama.Los otros chicos pararon de jugar y se volvie-

ron para mirar, riendo. Stephen se sonrojó antesus miradas y dijo: ––No, no la beso.

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Wells dijo:––Mirad, aquí hay uno que dice que él no be-

sa a su madre antes de irse a la cama.Todos se volvieron a reír. Stephen trató de re-

ír con ellos. En un momento, se azoró y sintióuna oleada de calor por todo el cuerpo. ¿Cuálera la debida respuesta? Había dado dos y, sinembargo, Wells se reía. Pero Wells debía sabercuál era la respuesta, porque estaba en tercerode gramática. Trató de pensar en la madre deWells, pero no se atrevía a mirarle a él a la cara.No le gustaba la cara de Wells. Wells había sidoel que le había tirado a la fosa el día anteriorporque no había querido cambiar su cajita derapé por la castaña pilonga de Wells, por aque-lla castaña vencedora en cuarenta partidos.Había sido una villanía: todos los chicos lohabían dicho. ¡Y qué fría y qué viscosa estaba elagua! Y un muchacho había visto una vez unarata muy grande saltar y, ¡plum!, zambullirsede cabeza en el légamo.

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La viscosidad fría del foso le cubría todo elcuerpo; y cuando sonó la campana para el es-tudio y las divisiones salieron de los salones derecreo, sintió dentro de la ropa el aire frío deltránsito y de la escalera. Todavía trató de pen-sar cuál era la verdadera contestación. ¿Estababien besar a su madre o estaba mal? Y, ¿quésignificaba aquello, besar? Poner la cara haciaarriba, así, para decir buenas noches y que lue-go su madre inclinara la suya. Eso era besar. Sumadre ponía los labios sobre la mejilla de él;aquellos labios eran suaves y le humedecían lacara; y luego hacía un ruidillo muy pequeño:be-so. ¿Por qué se hacía así con la cara?

Sentado ya en el salón de estudio, abrió la ta-pa de su pupitre y cambió el número que estabapegado dentro de 77 en 76. Pero las vacacionesde Navidad estaban muy lejos todavía; y sinembargo, habían de llegar, porque la tierra gi-raba siempre.

Había un grabado de la tierra en la primerapágina de la Geografia: una pelota muy grande

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entre nubes. Fleming tenía una caja de lápices yuna noche en el estudio libre había iluminado latierra de verde y las nubes de marrón. Era comolos dos cepillos en el armario de Dante: el cepi-llo con el respaldo verde para Parnell y el cepi-llo con el respaldo marrón para Michael Davitt.Pero él no le había dicho a Fleming que las pin-tara de aquellos colores: lo había hecho Flemingde por sí.

Abrió la Geografia para estudiar la lección,pero no se podía acordar de los nombres delugares de América. Y sin embargo, todos elloseran sitios diferentes que tenían diferentesnombres. Todos estaban en países que teníandiferentes nombres. Todos estaban en paísesdistintos y los países estaban en continentes ylos continentes estaban en el mundo y el mun-do era el universo. Pasó las hojas de laGeografia hasta llegar a la guarda y leyó lo queél había escrito allí. Allí estaban él, su nombre ysu residencia.

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Stephen DédalusClase de NocionesColegio de Clongowes WoodSallinsCondado de KildareIrlandaEuropaEl MundoEl Universo

Esto estaba escrito de su mano. Y Fleminghabía escrito por broma en la página opuesta:

Stephen Dédalus es mi nombree Irlanda mi nación.Clongowes donde yo vivoy el cielo mi aspiración.

Leyó los versos del revés, pero así dejaban deser poesía. Y luego leyó de abajo a arriba lo quehabía en la guarda hasta que llegó a su nombre.Aquello era él: y entonces volvió a leer la pági-na hacia abajo. ¿Qué había después del univer-

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so? Nada. Pero, ¿es que había algo alrededordel universo para señalar dónde se terminaba,antes de que la nada comenzase? No podíahaber una muralla. Pero podría haber allí unalínea muy delgada, muy delgada, alrededor detodas las cosas. Era algo inmenso el pensar entodas las cosas y en todos los sitios. Sólo Diospodía hacer eso. Trataba de imaginarse quépensamiento tan grande tendría que ser aquél,pero sólo podía pensar en Dios. Dios era elnombre de Dios, lo mismo que su nombre eraStephen. Dieu quería decir Dios en francés y eratambién el nombre de Dios; y cuando alguien lerezaba a Dios y decía Dieu, Dios conocía desdeel primer momento que era un francés el queestaba rezando. Pero aunque había diferentesnombres para Dios en las distintas lenguas delmundo y aunque Dios entendía lo que le reza-ban en todas las lenguas, sin embargo, Diospermaneceía siempre el mismo Dios, y el ver-dadero nombre de Dios era Dios.

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Se cansaba mucho pensando estas cosas. Lehacía experimentar la sensación de que le crecíala cabeza. Pasó la guarda del libro y se puso amirar con aire cansado a la tierra verde y re-donda entre las nubes marrón. Se preguntabaqué era mejor: si decidirse por el verde o por elmarrón, porque un día Dante había arrancadocon unas tijeras el respaldo de terciopelo verdedel cepillo dedicado a Parnell y le había dichoque Parnell era una mala persona. Se pregunta-ba si estarían discutiendo sobre eso en casa. Esose llamaba la política. Había dos partidos:Dante pertenecía a un partido, y su padre y elseñor Casey a otro, pero su madre y tío Charlesno pertenecían a ninguno. El periódico hablabatodos los días de esto.

Le disgustaba el no comprender bien lo queera la política y el no saber dónde terminaba eluniverso. Se sentía pequeño y débil. ¿Cuándosería él como los mayores que estudiaban retó-rica y poética? Tenían unos vozarrones fuertesy unas botas muy grandes y estudiaban trigo-

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nometría. Eso estaba muy lejos. Primero veníanlas vacaciones y luego el siguiente trimestre, yluego vacación otra vez y luego otro trimestre yluego otra vez vacación. Era como un tren en-trando en túneles y saliendo de ellos y como elruido de los chicos al comer en el refectorio, siuno se tapa los oídos y se los destapa luego.Trimestre, vacación; túnel, y salir del túnel; rui-do y silencio. ¡Qué lejos estaba! Lo mejor erairse a la cama y dormir. Sólo las oraciones en lacapilla, y, luego, la cama. Sintió un escalofrío ybostezó. ¡Qué bien se estaría en la cama cuandolas sábanas comenzaran a ponerse calientes!Primero, al meterse, estaban muy frías. Le dioun escalofrío de pensar lo frías que estaban alprincipio. Pero luego se ponían calientes y unose dormía. ¡Qué gusto daba estar cansado! Bos-tezó otra vez. Las oraciones de la noche y luegola cama: sintió un escalofrío y le dieron ganasde bostezar. ¡Qué bien se iba a estar dentro deunos minutos! Sintió un calor reconfortante quese iba deslizando por las sábanas frías, cada vez

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más caliente, más caliente, hasta que todo es-taba caliente. ¡Caliente, caliente!; y sin embargo,aún tiritaba un poco y seguía sintiendo ganasde bostezar.

La campana llamó a las oraciones de la nochey él salió del salón de estudio en fila detrás delos demás; bajó la escalera y siguió a lo largo delos tránsitos hacia la capilla. Los tránsitos esta-ban escasamente alumbrados y lo mismo lacapilla. Pronto, todo estaría oscuro y dormido.En la capilla había un ambiente nocturno y fríoy los mármoles tenían el color que el mar tienepor la noche. El mar estaba frío día y noche.Pero estaba más frío de noche. Estaba frío yoscuro debajo del dique, junto a su casa. Mas laolla del agua estaría al fuego para preparar elponche.

El prefecto estaba rezando casi por encima desu cabeza y él se sabía de memoria las respues-tas:

Oh, señor, abre nuestros labios:

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y nuestras bocas anunciarán tusalabanzas.

¡Dígnate venir en nuestra ayuda,oh, Dios!

¡Oh, Señor, apresúrate a socorrer-nos!

Había en la capilla un frío olor a noche. Peroera un olor santo. No era como el olor de losaldeanos viejos que se ponían de rodillas a laparte de atrás en la misa de los domingos.Aquél era un olor a aire, a lluvia, a turba, a pa-na. Pero eran unos aldeanos muy piadosos. Leechaban el aliento sobre el cogote desde detrásy suspiraban al rezar. Decía un chico que vivíanen Clane: había allí unas cabañitas, y él habíavisto una mujer a la puerta de una cabaña alpasar en los coches viniendo de Sallins. ¡Québien, dormir una noche en aquella cabaña, anteel humeante fuego de turba, en la oscuridadiluminada por el hogar, en la oscuridad calien-te, respirando el olor de los aldeanos, aire y

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lluvia y turba y pana! Pero ¡oh!: ¡qué oscuro sehacía el camino hacia allá, entre los árboles! Seperdería uno en la oscuridad. Le daba miedo depensar lo que sería.

Oyó la voz del prefecto que decía la últimaoración, y él rezó también para librarse de laoscuridad de afuera, bajo los árboles.

Visita, te lo rogamos, oh, Señor, esta vivienda yaparta de ella todas las asechanzas del enemigo. Vi-van tus ángeles aquí para conservarnos en paz; y seatu bendición siempre sobre nosotros, por CristoNuestro Señor. Amén.

Le temblaban los dedos al desnudarse en eldormitorio. Les mandó que se dieran prisa. Pa-ra no irse al infierno cuando muriera, era nece-sario desnudarse y luego arrodillarse y decirsus oraciones particulares y estar en la camaantes de que bajaran el gas. Se sacó las medias,se puso rápidamente el camisón de dormir, searrodilló al lado de la cama y repitió deprisa

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sus oraciones, temiendo a cada paso que iban aapagar el gas. Sintió que se le estremecían lasespaldas, mientras murmuraba:

Bendice, oh Dios, a mis padres yconsérvamelos,

bendice, oh Dios, a mis hermanitosY consérvamelos,

bendice, oh Dios, a Dante y a tíoCharles y consérvamelos.

Se santiguó y trepó rápidamente a la cama,enrollando el extremo del camisón entre lospies, haciéndose un ovillo bajo las frías sábanasblancas, estremeciéndose, tiritando. Pero no iríaal infierno cuando se muriera; y se le pasaría eltiritón. Alguien daba las buenas noches a losmuchachos desde el dormitorio. Miró un mo-mento por encima del cobertor y vio alrededorde la cama las cortinas amarillas que le aislabanpor todas partes. La luz bajó pasito.

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Los zapatos del prefecto se marcharon.¿Adónde? ¿Escaleras abajo y por los tránsitos, oa su cuarto situado al extremo del dormitorio?Vio la oscuridad. ¿Sería cierto lo del perro ne-gro que se paseaba allí por la noche con unosojos tan grandes como los faroles de un carrua-je? Decían que era el alma en pena de un asesi-no. Un largo escalofrío de miedo le refluyó porel cuerpo. Veía el oscuro vestíbulo de entradadel castillo. En el cuarto de plancha, en lo altode la escalera, había unos criados viejos vesti-dos con trajes antiguos. Era hacía mucho tiem-po. Los criados viejos estaban inmóviles. Allíhabía lumbre, pero el vestíbulo estaba oscuro.Un personaje subía, viniendo del vestíbulo, porla escalera. Llevaba el manto blanco de maris-cal; su cara era extraña y pálida; se apretaba conuna mano el costado. Miraba con unos ojos ex-traordinarios a los criados. Ellos le mirabantambién, y al ver la cara y el manto de su señor,comprendían que venía herido de muerte. Perosólo era a la oscuridad a donde miraban: sólo al

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aire oscuro y silencioso. Su amo había recibidola herida de muerte en el campo de batalla dePraga, muy lejos, al otro lado del mar. Estabatendido sobre el campo; con una mano se apre-taba el costado. Su cara era extraña y estabamuy pálida. Llevaba el manto blanco de maris-cal.

¡Qué frío daba, qué extraño era el pensar enesto! Toda la oscuridad era fría y extraña. Habíaallí caras extrañas y pálidas, ojos grandes comofaroles de carruaje. Eran las almas en pena delos asesinos, las imágenes de los mariscalesheridos de muerte en los campos de batalla,muy lejos, al otro lado del mar. ¿Qué era lo quequerían decir con aquellas caras tan raras?

Visita, te lo rogamos, ¡oh Señor!, es-ta vivienda y aparta de ella todas...

¡Irse a casa de vacaciones! Debía ser algomagnífico: se lo habían dicho los chicos. Montaren los coches una mañana de invierno, tempra-

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nito, a la puerta del castillo. Los coches rodabansobre la grava. ¡Vivas al rector!

¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!Los coches pasaban por delante de la capilla y

todas las cabezas se descubrían. Corrían ale-gremente por los caminos, entre los campos.Los conductores señalaban con el látigo haciaBodenstown. Los chicos lanzaban alegres acla-maciones. Pasaban por la granja del AlegreGranjero. Vivas y gritos y aclamaciones. Pasa-ban por Clane gritando y alborotando. Las al-deanas estaban a las puertas, los hombres, es-parcidos aquí y allá. Un olor delicioso flotabaen el aire invernal: el olor de Clane, a lluvia y aaire invernizo y a rescoldo de turba y a pana.

El tren estaba lleno de chicos. Un tren largo,largo, de chocolate, con paramentos de crema.Los empleados iban de un lado a otro, cerrandoy abriendo las portezuelas. Estaban vestidos deazul oscuro y plata; tenían silbatos de plata ysus llaves hacían un ruido rápido: clic-clac, clic-clac.

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Y el tren corría sobre las tierras llanas y pasa-ba la colina de Allen. Los postes del telégrafoiban pasando, pasando. El tren seguía y seguía.¡Sabía bien por dónde! Había faroles en el ves-tíbulo de su casa y guirnaldas de ramos verdes.Ramos de acebo y yedra alrededor del granespejo; y acebo y yedra, rojo y verde, entrelaza-dos por entre las lámparas. Acebo y yedra ver-de, alrededor de los antiguos retratos de lasparedes. Acebo y yedra, por ser las Navidadesy por venir él.

Delicioso...Toda la familia. ¡Bienvenido, Stephen! Alga-

zara de bienvenida. Su madre le besa. ¿Está esobien? Su padre es ahora un mariscal: más queun magistrado. ¡Bienvenido, Stephen! Ruidos...

Había un ruido de anillas de cortina que secorren a lo largo de las barras, y de agua vertidaen jofainas. Había en el dormitorio un ruido degente que se levanta y se viste y se lava. Unruido de palmadas: el prefecto que pasaba deun lado a otro excitando a los chicos para que

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avivasen. La luz de un sol pálido dejaba ver lascortinas separadas y las camas revueltas. Sucama estaba muy caliente, y él tenía la cara y elcuerpo ardiendo. Se levantó y se sentó en elborde de la cama. Estaba débil. Trató de poner-se las medias. Se sentía horriblemente mal. Laluz del sol era fría y extraña.

Fleming le dijo:––¿No estás bueno?No lo sabía. Fleming añadió:––Vuélvete a la cama. Le voy a decir a Mc

Glade que no estás bueno.––Está enfermo.––¿Quién?––Díselo a Mc Glade.––Vuélvete a la cama.––¿Es que está enfermo?Un chico sostuvo sus brazos mientras se sol-

taba la media que colgaba del pie, y se metió denuevo en la cama. Se arrebujó entre las sábanas,halagado por el tibio calor del lecho. Oía a loschicos que hablaban de él, mientras se vestían

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para ir a misa. Estaban diciendo que había sidouna cobardía el empujarle así dentro de la fosa.

Después cesaron las voces; se habían ido. Unavoz sonó al lado de su cama:

––Oye, ¿no nos irás a acusar, verdad?Aquélla era la cara de Wells. Le miró y notó

que Wells tenía miedo.––No fue con intención. ¿Seguro que no lo

harás?Su padre le había dicho que nunca acusara a

un companero, hiciera lo que hiciera. Meneó lacabeza, dijo que no, y se sintió satisfecho.

Wells dijo:––No fue con intención, palabra de honor.

Fue sólo por broma. Lo siento.Lo sentía porque tenía miedo. Miedo de que

fuese alguna enfermedad. Cancro era una en-fermedad de plantas; cáncer, de animales. Cán-cer u otra distinta. Eso era hace mucho tiempo,fuera, en los campos de recreo, a la luz del atar-decer, arrastrándose de un lado a otro, en elextremo de su línea, un pájaro pesado volaba

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bajo, a través de la luz gris. Se iluminó la Aba-día de Leicester. Wolsey murió allí. Los mismosabades fueron quienes le enterraron.

No era la cara de Wells, era la del prefecto.No eran marrullerías. No, no: estaba malorealmente. No eran marrullerías. Y sintió lamano del prefecto sobre su frente. Y sintió elcontraste de su frente calurosa y húmeda, co-ntra la mano húmeda y fría del prefecto. Asídebía ser la sensación que diera una rata: visco-sa, fría, húmeda. Las ratas tenían dos ojillosatisbones. Una piel suave y viscosa, unas pati-tas diminutas encogidas para el salto y unosojos negros, viscosos y atisbones. ¡Bien que sa-bían saltar! Pero las inteligencias de las ratas nopodían saber trigonometría. Cuando estabanmuertas, se quedaban tendidas de costado. Seles secaba la piel. Y ya no eran más que cosasmuertas.

El prefecto estaba allí otra vez y su voz estabadiciendo que se tenía que levantar, que el PadreMinistro había dicho que se tenía que levantar y

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vestir e ir a la enfermería. Y mientras se estabavistiendo todo lo de prisa que podía, el prefectoañadió:

––¡Tenemos que largarnos a visitar al herma-no Michael porque nos ha entrado mieditis!

Se portaba muy bien el prefecto. Porque ledecía aquello sólo por hacerle reír. Pero no sepudo reír porque le tembloteaban las mejillas ylos labios. Así es que el prefecto se tuvo que reírél solo.

El prefecto gritó:––¡Paso ligero! ¡Pata de paja! ¡Pata de heno!Bajaron juntos la escalera, siguieron por el

tránsito y pasaron los baños. Al pasar por lapuerta, Stephen recordó con un vago terror elagua tibia, terrosa y estancada, el aire húmedoy tibio, el ruido de los chapuzones, el olor, co-mo de medicina, de las toallas.

El hermano Michael estaba a la puerta de laenfermería, y por la puerta del oscuro gabinete,a su derecha, venía un olor como a medicina.Era de los botes que había en los estantes. El

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prefecto habló con el hermano Michael y elhermano, al contestarle, le llamaba señor. Teníael pelo rojizo, veteado de gris, y una expresiónextraña. Era curioso que tuviera que seguirsiempre siendo hermano. Y era curioso que nole pudiera llamar señor porque era hermano yporque tenía un aspecto distinto de los otros.¿Es que no era bastante sano, o por qué no po-día llegar a ser lo que los demás?

Había dos camas en la habitación y en una es-taba un chico, que cuando los vio entrar, excla-mó:

––¡Anda! ¡Si es el peque de Dédalus! ¿Qué tetrae por aquí?

––Las piernas le traen ––dijo el hermano Mi-chael.

Era un alumno de tercero de gramática. Mien-tras Stephen se desnudaba, el otro le pidió alhermano Michael que le trajera una rebanadade pan tostado con manteca.

––¡Ande usted! ––suplicó.

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––¡Sí, sí, manteca! ––dijo el hermano Michael––. Lo que te vamos a dar van a ser tus pápeles.Y esta misma mañana, tan pronto como vengael doctor.

––¿Sí? ––dijo el chico––. ¡Si no estoybueno to-davía!

El hermano Michael repitió:––Te daremos tus papeles. Te lo aseguro.Se agachó para atizar el fuego. Tenía los lo-

mos largos, como los de un caballo del tranvía.Meneaba el atizador gravemente y le decía quesí con la cabeza al de tercero de gramática.

Después se marchó el hermano Michael. Y alcabo de un rato, el chico de tercero de gramáti-ca se volvió hacia la pared y se quedó dormido.

Aquello era la enfermería. Luego estaba en-fermo. ¿Habían escrito a casa para decírselo asus padres? Pero sería más rápido que fuerauno de los padres a decirlo. O si no escribiría éluna carta para que la llevara el padre.

«Querida madre:

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Estoy malo. Quiero ir a casa. Haz el favor devenir y llevarme a casa. Estoy en la enfermería.

Tu hijo que te quiere,Stephen»

¡Qué lejos estaban! Había un sol frío al otrolado de la ventana. Pensaba si se iría a morir. Sepodía uno morir lo mismo en un día de sol. Sepodía morir antes de que viniera su madre.Entonces, habría una misa de difuntos en lacapilla como la vez que le habían contado loschicos, cuando se había muerto Little. Todos losalumnos asistirían a la misa vestidos de negro,todos con las caras tristes. Wells estaría tam-bién, pero nadie querría mirarle. El rector iríavestido con una capa negra y de oro, y habríagrandes cirios amarillos ante el altar y alrede-dor del catafalco. Y sacarían lentamente el ata-úd de la capilla y le enterrarían en el pequeñocementerio de la comunidad al otro lado de lagran calle de tilos. Y Wells sentiría entonces lo

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que había hecho. Y la campana doblaría lenta-mente.

La oía doblar. Y se recitaba la canción queBrígida le había enseñado.

¡Din-don! ¡La campana del castillo!¡Madre mía, adiós!Que me entierren en el viejo cemen-

teriojunto a mi hermano mayor.Que sea negra la caja.Seis ángeles detrás vayan:dos para cantar, dos para rezary dos para que se lleven mi alma a

volar.

¡Qué hermoso y qué triste era aquello! ¡Quéhermosas las palabras cuando decía: «Que meentierren en el viejo cementerio!» Un estreme-cimiento le pasó por el cuerpo. ¡Qué triste y quéhermoso! Le daban ganas de llorar mansamen-te, pero no de llorar por él, de llorar por aque-

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llas palabras tristes y hermosas como música.¡La campana! ¡La campana! ¡Adiós! ¡Oh, adiós!

La fría luz solar era aún más débil y el her-mano Michael _ estaba a la cabecera de la camacon un cuenco de caldo. Le vino bien, porquetenía la boca ardiente y seca. Les oía jugar enlos campos de recreo. Y la distribución del díacontinuaba en el colegio como si él estuvieraallí.

El hermano Michael iba a salir y el muchachode tercero de gramática le dijo que no dejara devolver para contarle las noticias del periódico.Luego le dijo a Stephen que su nombre era At-hy y que su padre tenía la mar de caballos decarreras que saltaban pistonudamente; y que supadre le daría una buena propina al hermanoMichael siempre que lo necesitase, porque erabueno para con él y porque le contaba las no-ticias del periódico que se recibía todos los díasen el castillo. Había noticias de todas clases enel periódico: accidentes, naufragios, deportes ypolítica.

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––Ahora los periódicos no traen más que co-sas de política ––dijo––. ¿Hablan también en sucasa de eso?

––Sí ––dijo Stephen.––En lamía también ––dijo él.Después se quedó pensando un rato, y aña-

dió:––Dédalus, tú tienes un apellido muy raro, y

el mío es muy raro también. Mi apellido es elnombre de una ciudad. Tu nombre parece latín.

Después preguntó:––¿Qué tal maña te das para acertijos?Stephen contestó:––No muy buena.El otro dijo:––A ver si me puedes acertar éste: ¿En qué se

parecen el condado de Kildare y la pernera delos pantalones de un muchacho?

Stephen estuvo pensando cuál podría ser larespuesta y luego dijo:

––Me doy por vencido.

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––En que los dos contienen «un muslo».¿Comprendes el chiste? Athy es la ciudad delcondado de Kildare y a thig [un muslo] lo quehay en una pernera.

––¡Ah, ya caigo! ––dijo Stephen.––Es un acertijo muyviejo ––dijo el otro.Y después de un momento:––¡Oye!––¿Qué? ––dijo Stephen.––¿Sabes? Se puede preguntar ese acertijo de

otro modo.––¿Se puede? ––dijo Stephen.––El mismo acertijo. ¿Sabes la otra manera de

preguntarlo?––No.––¿No te puedes imaginar la otra forma?Y miraba a Stephen por encima de las ropas

de la cama mientras hablaba. Despues se recli-nó sobre la almohada y dijo:

––Hay otra manera, pero no te la quiero decir.¿Por qué no lo decía? Su padre, que tenía una

cuadra de caballos de carreras, debía de ser

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también magistrado como el padre de Saurín yel de Rocke el Malo. Pensó en su propio padre,en las canciones que cantaba mientras su madretocaba, y en cómo le daba un chelín cada vezque le pedía seis peniques, y sintió pena por élporque no era magistrado como los padres delos otros chicos. Entonces, ¿por qué le habíamandado a él allí con ellos? Pero su padre lehabía dicho que no se sentiría extraño allí por-que en aquel mismo sitio su tío abuelo habíadirigido una alocución al libertador, hacía cin-cuenta años. Se podía reconocer a la gente deaquella época por los trajes antiguos. Y se pre-guntaba si era en aquel tiempo cuando los es-tudiantes de Clongowes llevaban trajes azulescon botones de latón y chalecos amarillos y go-rras de piel de conejo y bebían cerveza como lagente mayor y tenían traíllas de galgos paracorrer liebres.

Miró a la ventana y vio que la luz del día sehabía hecho más débil. En los campos de juegodebía de haber una luz nubosa y gris. Ya no se

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oía ruido. Debían de estar en clase haciendo lostemas o tal vez el Padre Arnall les estaba leyen-do.

Era raro que no le hubiesen dado ningunamedicina. Tal vez se las traería el hermano Mi-chael cuando volviera. Le habían dicho quecuando se estaba en la enfermería había quebeber muchos mejunjes repugnantes. Pero aho-ra se sentía mejor. Sería una cosa que estaríamuy bien, irse poniendo bueno, poquito a poco.En ese caso, le darían un libro. En la bibliotecahabía un libro que trataba de Holanda. Teníaunos nombres extranjeros encantadores y dibu-jos de ciudades de aspecto muy raro y de bar-cos. ¡Se ponía uno tan contento de verlos!

¡Qué pálida, la luz, en la ventana! Pero hacíamuy bonito. El resplandor del fuego subía ybajaba por la pared. Hacía como las olas. Al-guien había echado carbón y él había sentidoque hablaban. Estaban hablando. Era el ruidode las olas. O quizás las olas estaban hablandoentre sí, al subir y al bajar.

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Vio el mar de olas, de amplias olas oscurasque se levantaban y caían, oscuras bajo la nochesin luna. Una lucecilla brillaba al final de la es-collera, por donde el barco estaba entrando. Yvio una muchedumbre congregada a la orilladel agua para ver el barco que entraba en elpuerto. Un hombre alto estaba de pie sobre cu-bierta mirando hacia la tierra oscura y llana. Ala luz de la escollera se le podía ver la cara: erala cara triste del hermano Michael.

Le vio levantar la mano hacia la multitud y leoyó decir por encima de las aguas, con voz po-tente y triste:

––Ha muerto. Le hemos visto yacer tendidosobre el catafalco.

Un gemido de pena se elevó de la muche-dumbre.

––¡Parnell! ¡Parnell! ¡Ha muerto!Todos cayeron de rodillas, sollozando de do-

lor.Y vio a Dante con un traje de terciopelo ma-

rrón y con un manto de terciopelo verde pen-

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diente de los hombros, que se alejaba, altiva ysilenciosa, por entre la muchedumbre, arro-dillada a la orilla del mar.

En el hogar llameaba una gran fogata roja,bien apilada contra el muro; y bajo los brazosadornados con yedra de la lámpara, estabapuesta la mesa de Navidad. Habían vertido acasa un poco tarde y, sin embargo, la cena noestaba lista aún. Pero su madre había dicho queiba a estar en un periquete. Estaban esperandoa que se abriera la puerta del comedor y entra-ran los criados llevando las grandes fuentestapadas con sus pesadas coberteras de metal.

Todos estaban esperando: tío Charles, senta-do lejos, en lo oscuro de la ventana; Dante ymíster Casey, en sendas butacas, a ambos ladosdel hogar: Stephen, entre ellos, en una silla ycon los pies apoyados sobre un requemado ta-burete. Míster Dédalus se estuvo mirando unrato en el espejo de encima de la chimenea, atu-sándose las guías de los bigotes, y luego se

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quedó en pie, vuelto de espaldas al hogar y conlas manos metidas por la abertura de atrás de lachaqueta, no sin que de vez en cuando retirarauna para darse un último toque a los bigotes.

Míster Casey inclinaba la cabeza hacia un la-do, sonriendo, y se daba golpecitos con los de-dos en la nuez. Y Stephen sonreía también por-que ahora sabía ya que no era verdad que mís-ter Casey tuviera una bolsa de plata en la gar-ganta. Se reía de pensar cómo le había engaña-do aquel ruido argentino que míster Caseyacostumbraba a hacer. Y una vez que habíaintentado abrirle la mano para ver si es quetenía escondida allí la bolsa de plata, había vis-to que no se le podían enderezar los dedos. Ymíster Casey le había dicho que aquellos dedosse le habían quedado agarrotados de una vezque había querido hacerle un regalito a la ReinaVictoria, por sus días.

Míster Casey se golpeaba la nuez y le sonreíaa Stephen con ojos soñolientos. Míster Dédaluscomenzó a hablar.

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––Sí. Bien, bueno está. ¡Oh!, nos hemos dadoun buen paseo, ¿no es verdad, John? Sí... Nohay nada comparable a la cena de esta noche.Sí... Bien, bien: nos hemos ganado hoy unabuena ración de ozono, dando la vuelta a laPunta. ¡Vaya que sí!

Se volvió hacia Dante, y dijo:––¿Usted no se ha movido en todo el día, mis-

tress Riordan? Dante frunció el entrecejo, y res-pondió escuetamente:

––No.Míster Dédalus abandonó los faldones de su

chaqueta, y se dirigió hacia el aparador. Sacó deél un gran frasco de barro lleno de whisky, ycomenzó a echar lentamente el líquido en unabotella de mesa, inclinándose de vez en cuandopara ver si había vertido bastante. Después vol-vió a colocar el frasco en su cajón, echó un po-quito de whisky en dos vasos, añadió algo deagua y volvió con ellos a la chimenea.

––John, una dedalada de whisky ––dijo––.Únicamente para abrir el apetito.

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Míster Casey cogió el vaso, bebió, y lo colocócerca de sí, sobre la repisa de la chimenea. Des-pués dijo:

––Pues bien: no puedo dejar de pensar encómo nuestro amigo Christopher fabrica...

Le dio un ataque de risa y tos, hasta que pudocontinuar:

––... fabrica el champán para la gente aquella.Míster Dédalus se echó a reír ruidosamente.––¿Se trata de Christy? ––dijo––. Hay más as-

tucia en una sola de aquellas verrugas de sucalva, que en toda una manada de zorras.

Inclinó la cabeza, cerró los ojos y, después dehaberse lamido a su sabor los labios, comenzó ahablar, imitando la voz del dueño del hotel.

––Y pone una boca tan dulce cuando le estáhablando a usted, ¿sabe usted? Parece que leestá chorreando la baba por el papo, así Dios lesalve.

Míster Casey estaba aún debatiéndose entresu ataque de risa y tos. Stephen se echó a reír al

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ver y escuchar al hotelero a través de la voz desu padre.

Míster Dédalus se colocó el monóculo y, ba-jando la vista hacia él, dijo con tono tranquilo yafable:

––¿De qué te estás riendo tú, muñeco?Entraron los criados y colocaron las fuentes

sobre la mesa. Tras ellos entró mistress Déda-lus, quien, una vez hecha la distribución de lossitios, dijo:

––Siéntense ustedes.Míster Dédalus se adelantó hasta la cabecera

de la mesa y dijo:––Vamos, mistress Riordan, siéntese usted.Volvió la vista hacia el sitio donde tío Charles

estaba sentado, y le llamó:––¡Eh, señor!: que aquí hay un ave que está

esperando por usted.Cuando todos hubieron ocupado sus sitios,

colocó una mano sobre la cubierta de la fuente;mas la retiró de pronto y dijo:

––¡Vamos, Stephen!

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Stephen se levantó de su asiento y dijo elBenedicite:

––Bendícenos, Señor, y a estos tus dones, quede tu liberalidad vamos a recibir, por Cristo,Nuestro Señor. Amén.

Todos se santiguaron y míster Dédalus, dan-do un suspiro de satisfacción, levantó la tapa-dera de la fuente, toda perlada de gotitas bri-llantes alrededor del borde.

Stephen contemplaba el pavo cebón que habíavisto yacer atado con bramante y espetado so-bre la mesa de la cocina.

Sabía que su padre había pagado por él unaguinea en la tienda de Dunn, el de D'OlierStreet, y recordaba cómo el vendedor habíasobado y resobado el esternón del ave paramostrar su buena calidad, y también la voz delhombre cuando decía:

––Lleve usted éste, señor. Es cosa superior.¿Por qué razón acostumbraba a llamar míster

Barret en Clongowes «mi pava» a su palmeta?Pero Clongowes estaba muy lejos, y el tibio y

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denso olor del pavo, del jamón y del apio seelevaba de los platos y de la fuente, y en elhogar llameaba un gran fuego rojo, bien apila-do contra la pared de la chimenea; y la yedraverde y el acebo encarnado ¡le hacían sentirse auno tan feliz! Y luego, al acabarse la cena, entra-rían el gran plumpudding, tachonado de al-mendras peladas, todo rodeado de llamitasazules oscilantes alrededor, de aquí para allá ycon su banderita verde flameante en la cima.

Era su primera cena de Navidad y pensaba ensus hermanitos y sus hermanitas, recluidos enel cuarto de los niños, esperando, como él tan-tas veces lo había hecho, a que llegase la horadel pudding. Su amplio cuello bajo y su cha-quetilla de colegial la hacían extrañarse de símismo y sentirse más hombre. Y aquella mismamañana, cuando su madre le había conducido ala sala vestido para misa, su padre se habíaechado a llorar. Era porque le había recordado asu propio padre. Y tío Charles le había dicho lomismo.

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Míster Dédalus cubrió la fuente y comenzó adevorar. Al cabo de un rato, dijo:

––¡Vaya con el pobre Christy! Ahí le tenéis,doblegado con el peso de tanta truhanería.

––Simón ––dijo mistress Dédalus––, mira queno has servido salsa a mistress Riordan.

Míster Dédalus cogió la salsera.––¿Es posible? ––exclamó––. Mistress Rior-

dan, tenga usted compasión de este pobre cie-go.

Dante puso ambas manos sobre el plato y di-jo:

––No; gracias.Míster Dédalus se volvió entonces hacia tío

Charles.––¿Cómo anda usted de todo, señor?––Ando que ni una locomotora, Simón.––¿Y tú, John?––Perfectamente. Preocúpate de ti mismo.––¿Mary? ... Mira, Stephen, aquí hay algo pa-

ra que se te rice el pelo.

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Vertió salsa en abundancia en el plato deStephen y volvió a colocar la salsera sobre lamesa. Después preguntó a tío Charles si estabatierno. Tío Charles no pudo contestar porquetenía la boca llena. Pero hizo signos con la cabe-za de que sí lo estaba.

––Ha sido una respuesta de primera ––dijomíster Dédalusla que nuestro común amigo hadado al canónigo. ¿Qué les parece?

––Yo no creí que se le pudiera ocurrir otrotanto ––dijo míster Casey.

––Padre, yo pagaré los diezmos cuando uste-des dejen de convertirla casa de Dios en unaagencia electoral.

––Una respuesta muy bonita ––dijo Dante––,para ser dada a un sacerdote por cualquiera quese llame católico.

––Ellos son los que tienen la culpa ––dijo contono suave míster Dédalus––. El más lerdo leshabía de decir que se redujeran estrictamente alos asuntos religiosos.

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––Eso es religión también ––dijo Dante––.Cumplen con su deber previniendo al pueblo.

––A lo que vamos a la casa de Dios ––intervino míster Casey––, es a rogar humilde-mente a nuestro Criador y no a escuchar aren-gas electorales.

––Eso es religión también ––volvió a afirmarDante––. Hacen bien. Están obligados a dirigirsus ovejas.

––Pero, ¿es religión el hacer política desde elaltar? ––preguntó míster Dédalus.

––Ciertamente ––contestó Dante––. Es unacuestión de moralidad pública. Un sacerdotedejaría de ser sacerdote si dejara de advertir asus fieles qué es lo bueno y qué es lo malo.

Mistress Dédalus abandonó sobre el plato elcuchillo y el tenedor para decir:

––Por el amor de Dios, por el amor de Dios,no nos metamos en discusiones políticas en estedía único entre todos los días del año.

––Me parece muy bien, señora ––dijo tíoCharles–– ¡Vamos, Simón, ya es bastante! Ni

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una palabra más sobre el asunto. ––Sí, sí ––dijorápidamente míster Dédalus.

Destapó impetuosamente la fuente y añadió:––Vamos a ver: ¿quién quiere más pavo? Nadiecontestó. Dante volvió a insistir:

––¡Bonito lenguaje en boca de un católico!––Mistress Riordan, le suplico ––dijo mistress

Dédalus–– que deje ya el asunto en paz.Dante se volvió hacia ella y exclamó:––¿Pero es que he de estar aquí sentada con

toda calma oyendo que se hace mofa de lospastores de mi Iglesia? ––Nadie tendrá lo másmínimo que decir contra ellos, simplemente conque se reduzcan a no mezclarse en política ––dijo míster Dédalus.

––Los obispos y los sacerdotes de Irlanda hanhablado ––dijo Dante––. Hay que obedecerlos.

––Que abandonen la política ––agregó místerCasey––, o el pueblo abandonará su Iglesia.

––¿Oye usted? ––exclamó Dante, volviéndosehacia mistress Dédalus.

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––!Míster Casey! ¡Simón! ¡Vamos a dejarlo yade una vez!

––¡Demasiado fuerte! ¡Demasiado fuerte! ––dijo tío Charles.

––Pero, ¿qué? ¿Es que habíamos de hacerletraición sólo porque nos lo mandaran los ingle-ses?

––Se había hecho indigno del mando ––dijoDante––. Era un pecador público.

––Todos somos pecadores, y empecatados pe-cadores ––masculló fríamente míster Casey.

––¡Ay de aquel por quien el escándalo se comete! ––dijo mistress Riordan––. Más le valdría atarseuna rueda de molino al cuello y ser arrojado a losprofundos del mar antes que escandalizar a uno demis pequeñuelos. Tal es el lenguaje del EspírituSanto.

––Y muy mal lenguaje, si he de decir mi opi-nión ––dijo con frialdad míster Dédalus.

––¡Simón! ¡Simón! ––exclamó tío Charles––.¡El niño!

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––Sí, sí ––dijo míster Dédalus––. Quería decirel... Estaba pensando en el mal lenguaje deaquel mozo de estación. Bueno, perfectamente.¡Vamos a ver, Stephen! Enséñame tu plato, bar-bián. Toma: cómete eso.

Llenó hasta los bordes el plato de Stephen ysirvió grandes pedazos de pavo y chorreonesde salsa a tío Charles y a míster Casey. MistressDédalus comía poco. Y Dante estaba sentadacon las manos sobre la falda: tenía la cara arre-batada. Míster Dédalus desenterró algo con elcubierto en un extremo de la fuente y dijo:

––Aquí hay un pedazo suculento al que sesuele llamar el obispillo. Si alguna señora o ca-ballero...

Y sostenía un pedazo de ave en la punta deltrinchante. Nadie habló. Se lo puso en su pro-pio plato diciendo:

––Bueno, no podrán ustedes decir que no selo he ofrecido. Pero creo que haré mejor co-miéndolo yo mismo, porque no me encuentrobien de salud de algún tiempo a esta parte.

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Le guiñó un ojo a Stephen y volviendo a colo-car la tapadera se puso a comer de nuevo.

Todos permanecieron callados mientras élcomía. Al cabo de un rato dijo:

––Por fin ha acabado el día con buen tiempo.Y han venido la mar de forasteros a la ciudad.

Todo el mundo continuaba callado. Volvió ahablar de nuevo:

––Creo que han venido más forasteros esteaño que las últimas Navidades.

Pasó revista a las caras de los demás y las en-contró inclinadas sobre los platos. Y como norecibiera respuesta, esperó un momento, paradecir por fin amargamente:

––¡Vaya! Ya se me ha aguado la cena de Na-vidad.

––No puede haber ni buena suerte ni graciaen una casa en donde no existe respeto para lospastores de la Iglesia.

Míster Dédalus arrojó ruidosamente el cuchi-llo y el tenedor sobre el plato.

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––¡Respeto! ––dijo––. ¿A quién? ¿A Billy elMorrudo o al otro tonel de tripas, al de Ar-magh? ¡Respeto!

––¡Príncipes de la Iglesia! ––dijo míster Caseysaboreando despectivamente las palabras.

––Sí: el cochero de lord Leitrim ––dijo místerDédalus.

––Son los ungidos del Señor ––exclamóDante––. Son la honra de su nación.

––Es un tonel de tripas ––prorrumpió sin mi-ramientos míster Dédalus––. Bonita cara, sí, envisita. Pero tendrían ustedes que ver al amigoatiborrándose de berzas con tocino un día deinvierno. ¡Je, Johnny!

Contrajo sus facciones hasta darles una apa-riencia de crasa brutalidad, mientras hacía unruido hueco con los labios. ––Simón, de verdadque no deberías hablar de ese modo delante deStephen. No está bien.

––Bien que se acordará él cuando sea mayor ––dijo acaloradamente Dante––; bien que se

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acordará del lenguaje que oyó en su propia casacontra Dios y contra la religión y sus ministros.

––Pues que se acuerde también ––gritó místerCasey dirigiéndose a Dante a través de la mesa––, que se acuerde también del lenguaje con elque los sacerdotes y su cuadrilla remataron aParnell y le llevaron a la sepultura. Que seacuerde también de esto cuando sea mayor.

––¡Hijos de perra! ––gritó míster Dédalus––.Cuando estuvo caído, se echaron sobre él comoratas de alcantarilla para traicionarle y arran-carle la carne a pedazos. ¡Miserables perros! ¡Yque lo parecen! ¡Por Cristo, que lo parecen!

––Obraron rectamente ––exclamó Dante––.Obedecían a sus obispos y a sus sacerdotes.¡Honor a ellos!

––Vaya, que es verdaderamente terrible el de-cir que no ha de haber ni un solo día en el año ––dijo mistress Dédalus–– en el que nos poda-mos ver libres de estas tremendas disputas.

Tío Charles levantó ambas manos tratando deimponer paz, y dijo:

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––Vamos, vamos, vamos. ¿Pero es que no sepuede seguir teniendo nuestras ideas, sean lasque fueren, sin usar esos modales y esas pala-bras gruesas? Verdaderamente que es una des-gracia.

Mistress Dédalus se inclinó para hablar aDante en voz baja, pero Dante contestó levan-tando la voz:

––No me he de callar. Defenderé mi Iglesia ymi religión siempre que sean insultadas y escu-pidas por católicos renegados.

Míster Casey empujó rudamente su plato has-ta el centro de la mesa, e hincando los codosdelante de él, dijo con voz ronca a su huésped:

––¿Te he contado alguna vez la historia deaquel célebre escupitinajo?

––No, John, no me lo has contado ––contestómíster Dédalus.

––¿No? ––dijo míster Casey––, pues es unahistoria la mar de instructiva. Ocurrió no hacemucho tiempo en este mismo condado de Wic-klow en el cual nos encontramos ahora.

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Se interrumpió de pronto y, volviéndosehacia Dante, dijo con reposada indignación:

––Y le puedo decir a usted, señora, si es a mí aquien usted se refiere, que yo no soy un católicorenegado. Yo soy tan católico como eran mipadre y el padre de mi padre y el padre delpadre de mi padre, en aquellos tiempos en queestábamos dispuestos a dar nuestras vidas an-tes que traicionar nuestra fe.

––Pues más vergonzoso aún para usted ––dijoDante–– el hablar como usted lo hace ahora.

––¡La historia, John! ––dijo míster Dédalussonriente––. Conozcamos esa historia antes quenada.

––¡Católico, católico! ––repitió irónicamenteDante––. El más empecatado protestante nohablaría con el lenguaje que yo he oído estanoche.

Míster Dédalus comenzó a menear la cabeza aun lado y otro canturreando a la manera de uncantor rústico.

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––Yo no soy protestante, se lo repito a usted ––dijo míster Casey poniéndose arrebatado.

Míster Dédalus seguía aún canturreando ymeneando la cabeza; luego se puso a entonarcon unos a manera de gruñidos nasales:

Oh, vosotros, romanocatólicosque jamás asististeis a misa.

Volvió a coger de nuevo el tenedor y el cuchi-llo y se dispuso a comer dando señales de buenhumor y mientras decía a míster Casey:

––Cuéntanos esa historia, John. Nos servirápara hacer la digestión más fácilmente.

Stephen contemplaba con afecto la cara demíster Casey, el cual, desde el otro lado de lamesa, miraba con fijeza al frente, por encima desus manos.

A Stephen le gustaba estar sentado cerca de lalumbre, contemplando aquella cara sombría ytorva. Pero los ojos miraban benignamente y ladespaciosa voz resultaba grata al oído. Y, en-

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tonces, ¿cómo era posible que atacase a los sa-cerdotes? Porque Dante debía de tener razón. Y,sin embargo, había oído decir a su padre queDante era una monja fracasada y que había sa-lido del convento donde estaba en Alleghaniescuando su hermano hizo dinero vendiéndoles alos salvajes baratijas y cacharros de loza. Talvez ésa era la razón por la cual se mostraba tansevera con Parnell. Y además no le gustaba queél jugase con Eileen, porque Eileen era protes-tante, y cuando Dante era joven había conocidoniños que jugaban con protestantes y los protes-tantes se solían burlar de las letanías de la San-tísima Virgen. Torre de Marfil, solían decir, Casade Oro: ¿cómo es posible que una mujer puedaser una torre de marfil o una casa de oro?¿Pues, quién tenía razón entonces? Y recordóaquella tarde en la enfermería de Clongowes,las aguas sombrías, la luz de la escollera y el ge-mido de pena de la muchedumbre al escucharla noticia.

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Eileen tenía las manos largas y blancas. Y unavez, jugando a uno de los juegos de niños, ellale había puesto las manos sobre los ojos: largasy blancas y finas y frías y suaves. Aquello era loque era marfil: una cosa fría y blanca. Aquelloera lo que quería decir Torre de Marfil.

––La historia es sumamente corta y muy inte-resante ––dijo míster Casey––. Sucedió un díaen Arklow, en un día de frío glacial, no muchotiempo antes de la muerte del jefe; ¡Dios tengapiedad de su alma!

Cerró con aire cansado los ojos e hizo unapausa. Míster Dédalus cogió un hueso del platoy arrancó con los dientes un residuo de carne,diciendo:

––Querrás decir antes de que lo mataran.Míster Casey abrió los ojos, suspiró y siguió

adelante.––Ello sucedió cierto día en Arklow. Había-

mos ido allí a un mitin y después del mitin tu-vimos necesidad de abrirnos paso por entre lamultitud para llegar a la estación del ferrocarril.

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Seguramente no has oído en tu vida un abu-cheo y unos alaridos semejantes. Nos llamabantodas las cosas que se pueden llamar en estemundo. Y había allí entre la gente una harpíavieja ––y amiga del mosto que debía ser porcierto–– que todos sus insultos me los dedicabaa mí. Andaba todo el tiempo danzando entre elbarro en torno a mí, desgañitándose y gritán-dome a la cara: ¡Perseguidor del clero! ¡Los dinerosde París! iMísterFox!iKitty O'Shea!

––¿Y qué hacías tú? ––preguntó míster Déda-lus.

––Yo la dejaba que se desahogara a placer.Era un día de frío, y para reconfortarme tenía(con el perdón de usted, señora) una brizna detabaco de Tullamore en la boca y, desde luego,no podía hablar palabra, porque mi boca estaballena de jugo de tabaco.

––¿Y?...––¡Verás! Conque la dejo que se desgañite a

su sabor gritando Kítty O'Shea, y todo lo demás,hasta que va y da a esta dama un nombre que

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yo no me atrevería a repetir aquí, por no man-char esta cena de Navidad, ni sus oídos de us-ted, señora, ni aun mis propios labios.

Hizo otra pausa. Míster Dédalus, apartandola cabeza de hueso, preguntó:

––¿Y tú, qué hicieste, John?––¿Que qué hice? La vieja había pegado su

cara a la mía para decirlo, y yo tenía la bocallena de jugo de tabaco. Con que me inclinohacia ella, y no hago más que hacer con la bocaasí: ¡pss!

Se volvió de lado e hizo la acción de escupir.––Con que voy y le hago con la boca pss, diri-

giéndole bien la puntería hacia el ojo.Se aplicó una mano contra el ojo, imitando un

alarido de dolor.––¡Ay, Jesús, María y José! ––grita la vieja––.

¡Que me han cegado!¡Que me han anegado!Se detuvo con un ataque de risa y tos, repi-

tiendo a intervalos:––¡Que me han cegado completamente!

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Míster Dédalus se reía sonoramente a carca-jadas, echándose hacia atrás en la silla, mientrastío Charles meneaba la cabeza a un lado y otro.

Dante parecía terriblemente furiosa, y repitiómientras los otros reían:

––¡Muy bonito! ¡Ja! ¡Muy bonito!No estaba bien aquello de escupirle a una mu-

jer en el ojo. Pero, ¿cuál era el nombre que lamujer había dado a Kitty O'Shea, y que místerCasey no se atrevía a repetir? Se imaginó a mís-ter Casey avanzando entre una multitud degente y echando discursos desde una vagoneta.Era por eso por lo que había estado en la cárcel:y recordaba que una noche el sargento O'Nellhabía venido a casa y había estado hablando envoz baja con su padre, en el vestíbulo, mientrasmordía nerviosamente el barbuquejo de la go-rra. Y aquella noche no había ido míster Caseya Dublín en el tren, sino que un coche habíavenido hasta la puerta, y él había oído decir asu padre algo acerca de la carretera de Cabin-teely.

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Míster Casey era partidario de Irlanda y deParnell, y lo mismo su padre. Y Dante habíasido también así a lo primero, porque una no-che que estaba tocando la banda en la ex-planada, había golpeado en la cabeza con unparaguas a un caballero que se había descubier-to al ejecutar la banda, al final, el God save theQueen.

Míster Dédalus dio un bufido de desprecio:––Ay, John ––dijo––. Somos una raza maneja-

da por los curas, y lo hemos sido siempre, y loseremos hasta la consumación de los siglos.

Tío Charles meneó la cabeza diciendo:––¡Mala cosa! ¡Mala cosa!Míster Dédalus repitió:––Una raza gobernada por los curas y dejada

de la mano de Dios.Señaló hacia el retrato de su abuelo, que pen-

día en la pared a su derecha:––¿Ves aquel valiente que está ahí encima,

John? ––dijo––. Fue un buen irlandés en aque-llos tiempos en que se combatía sin esperanza

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de recompensa. Le condenaron a muerte acu-sado de pertenecer a la sociedad de los White-boys. Pues él acostumbraba a decir de nuestrosamigos, los curas, que jamás permitiría ponerlos pies a ninguno de ellos bajo el tablero de sumesa de comedor.

Dante no pudo ya reprimir su cólera y excla-mó:

––Pues si somos una raza gobernada por lossacerdotes, debemos estar orgullosos de ello.Ellos son la niña del ojo de Dios. No los toquéis,dice Cristo, porque ellos son la niña de mi ojo.

––Según eso, ¿no debemos amar a nuestro pa-ís? ––preguntó míster Casey––. ¿Y no hemos deseguir al hombre que había nacido para condu-cirnos?

––¿A un traidor a su patria? ––replicó Dante––. ¡A un traidor, a un adúltero! Los sacerdoteshicieron bien en abandonarle. Los sacerdoteshan sido siempre los verdaderos amigos deIrlanda.

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––¿Qué me cuenta? ¿En serio? ––dijo místerCasey.

Dejó caer el puño sobre la mesa y, frunciendoel entrecejo coléricamente, se puso a contar porlos dedos, enderezándolos uno a uno.

––¿Acaso no nos hicieron traición los obisposde Irlanda en tiempos de la Unión, cuando elobispo Lanigan dirigió un mensaje de lealtad almarqués Cornwallis? ¿No vendieron los obis-pos y los sacerdotes las aspiraciones de su pro-pio país en 1829 a cambio de obtener la eman-cipación católica? ¿No desaprobaron el movi-miento feniano desde el púlpito y en el confe-sionario? ¿Y no profanaron las cenizas deTerence Bellew Mac Manus?

Tenía el rostro resplandeciente de cólera y aStephen se le arrebataban también las mejillassólo con la conmoción que aquellas palabrascausaban en él. Míster Dédalus lanzó una riso-tada de desprecio.

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––¡Por Cristo! ––exclamó––. ¡Que se nos olvi-daba el chiquitín de Paul Cullen! Otra niña delojo de Dios.

Dante avanzó el cuerpo por encima de la me-sa y gritó dirigiéndose a míster Casey:

––¡Han hecho bien! ¡Han hecho bien! ¡Hanobrado siempre bien! Dios, moralidad y reli-gión son antes que nada.

Mistress Dédalus, viendo su excitación, le di-jo:

––Mistress Riordan, no se excite contestándo-les.

Míster Casey levantó un puño crispado y lodejó caer sobre la mesa con estrépito.

––Muy bien ––gritó con voz ronca––. Pues sivamos a parar ahí, ¡que no haya Dios para Ir-landa!

––¡John, John! ––exclamó míster Dédalus co-giéndole por la manga de la chaqueta.

Dante, desde su sitio, con las mejillas trému-las, clavó sus ojos espantados en míster Casey.Éste pugnaba por levantarse de la silla y, do-

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blando el tronco en dirección a ella por encimade la mesa, gritó, mientras con una mano ara-ñaba el aire delante de él como si tratara dedestruir una tela de araña:

––¡Que no haya Dios para Irlanda! ¡Es ya mu-cho Dios el que hemos tenido en Irlanda! ¡Afue-ra con él!

––¡Blasfemo! ¡Demonio! ––chilló Dante, po-niéndose en pie y casi escupiéndole al rostro.

Tío Charles y míster Dédalus pugnaban porreducir a míster Casey de nuevo a su asiento,tratando de aplacarle, cada uno por su lado, afuerza de buenas razones. Y él, con la miradaestática, lanzando llamaradas sombrías por losojos, repetía:

––Afuera con él, he dicho.Dante empujó violentamente su silla hacia un

lado y abandonó la mesa derribando el serville-tero, que rodó lentamente por la alfombra y fuea quedar inmóvil al pie de una butaca. MisterDédalus se levantó rápidamente y siguió aDante hacia la puerta. Al llegar a ella, Dante se

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volvió de pronto con violencia y clamó con lasmejillas arrebatadas y trémula de ira:

––¡Demonio de los infiernos! ¡Le hemos ven-cido! ¡Le hemos aplastado la cabeza! ¡Enemigomalo!

La puerta se cerró de golpe tras ella.Míster Casey, libertándose de los que le suje-

taban, abatió repentinamente la cabeza entre lasmanos con un sollozo de dolor.

––¡Pobre Parnell! ––exclamó––. ¡Mi rey muer-to!

Y sollozó ruidosamente, amargamente.Stephen levantó la cara aterrada y vio que los

ojos de su padre estaban llenos de lágrimas.

Los alumnos charlaban en grupitos.Uno dijo:––Los han cogido cerca de la colina de Lyons.––¿Quién los cogió?––Míster Gleeson y el Padre Ministro. Iban en

un coche. El mismo muchacho añadió:––Me lo ha dicho uno de la primera división.

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Fleming preguntó:––Pero, dinos, ¿por qué se escapaban?––Yo sé por qué ––dijo Cecil Thunder––. Por-

que habían robado el dinero del cuarto del rec-tor.

––¿Quién lo robó?––El hermano de Kickham. Y se lo repartieron

entre todos. ¡Pero aquello era robar! ¿Cómopodían haber hecho aquello? ––¡Sí que sabes túmucho, Thunder! ––dijo Wells––. Yo sé por quése han largado ésos.

––Dinos por qué.––Me han dicho que no lo dijera.––¡Anda, Wells! ¡Ya nos lo puedes contar! ––

exclamaron todos––. ¡Que no se lo diremos anadie!

Stephen inclinó la cabeza hacia adelante paraoír. Wells miró alrededor para ver si venía al-guien. Después dijo en tono de secreto:

––¿Sabéis el vino de misa que está guardadoen el armario de la sacristía?

––Sí.

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––Bueno; pues se lo bebieron y han sabidoquiénes eran por el olor. Y por eso fue por loque se escaparon, si es que queréis saber porqué.

Y el chico que había hablado primero dijo:––Sí, eso fue también lo que me dijo el de la

primera división.Todos se quedaban callados. Stephen estaba

entre ellos, escuchando, asustado de hablar.Sentía un leve malestar, un desfallecimiento depavor. ¿Cómo podían haber hecho aquello? Seimaginaba la sacristía oscura y silenciosa. Habíaen ella unos armarios de madera oscura endonde yacían inmóviles las rizadas sobrepelli-ces. No era la capilla y, sin embargo, había quehablar allí en voz baja. Era un lugar santo. Yrecordaba la tarde de verano cuando había es-tado allí para revestirse y llevar la naveta delincienso en la procesión hasta el altarcillo colo-cado en el bosque. Un lugar extraño y santo. Elmuchacho que llevaba el incensario lo había

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estado balanceando, cogido por la cadena de enmedio, para que los carbones prendieran bien.

Aquello se llamaba carbón de leña, y ardíasuavemente cuando el chico lo balanceaba concuidado y exhalaba un ligero olor agrio. Y lue-go, cuando todos estuvieron revestidos, él lehabía presentado la naveta al rector. El rectorpuso una cucharada de incienso en el incensa-rio. Y el incienso silbaba al caer sobre los carbo-nes encendidos.

Los alumnos charlaban en pequeños grupos,aquí y allá, por los campos de recreo. Le daba lasensación de que los muchachos se habían em-pequeñecido. Y era que un ciclista, a uno desegundo de gramática, le había atropellado eldía anterior. La bicicleta le había arrojado sobrela pista de escorias y se le habían roto las gafasen tres pedazos y algunas partículas de escoriasle habían entrado en la boca. Y por eso le pare-cían los muchachos más pequeños y más dis-tantes y las porterías tan lejanas y delgadas ytan alto el cielo apacible y gris. Pero nadie juga-

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ba en los campos de fútbol porque iba a empe-zar la temporada de cricket. Unos decían queBarnes sería el entrenador, y otros, que lo seríaFlowers. Por todos lados había muchachos queensayaban en lanzar pelotas muertas y pelotascon efecto.

Y de aquí y de allá venían a través del airesuave y gris los golpes de las palas del cricket.Hacían: pic, pac, poc, puc; como gotitas de aguaal caer sobre el tazón repleto de una fuente.Athy, que había estado callado hasta entonces,dijo: ––Todos estáis equivocados.

Todos se volvieron hacia él con curiosidad.––¿Por qué?––¿Es que tú sabes?...––¿Quién te lo dijo?––Cuéntanos, Athy.Athy señaló al otro lado del campo de recreo,

hacia donde estaba Simón Moonan paseándose,llevándose por delante una piedra a patadas.

––Preguntadle a ése ––dijo.Los chicos miraron hacia allá y dijeron:

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––¿Por qué a ése?––¿Tiene que ver con ello?Athy bajó la voz y dijo:––¿Sabéis por qué se largaron esos? Os lo di-

ré, pero tenéis que hacer como que no lo sabéis.––Dínoslo, Athy. Sigue. Dínoslo, si lo sabes.una pausa y luego dijo misteriosamente:––Los pescaron con Simón Moonan y Boyle,

el de los camellos, una noche en los lugares.Los chicos le miraron sin comprender y pre-

guntaron.––¿Los pescaron?––¿Qué estaban haciendo?––Besuqueándose.Todos se quedaron callados. Y Athy añadió:––Y ésa es la razón.Stephen observó las caras de sus compañeros,

pero todos estaban mirando hacia el otro ladodel campo. Necesitaba preguntar a alguien.

¿Qué significaba aquello de besuquearse enlos lugares? ¿Por qué se habían escapado poreso los muchachos de la primera división? Era

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una broma, pensaba. Simón Moonan tenía unostrajes muy bonitos y una noche le había enseña-do una bola de bombones de crema que los ju-gadores del equipo de fútbol le habían enviadorodando a lo largo de la alfombra del centro delcomedor. Era la noche del partido contra elequipo de los Bective Rangers, y la bola presen-taba exactamente una manzana roja y verde,sólo que se abría y estaba llena de bombones decrema. Y un día Boyle había dicho que un ele-fante tenía dos camellos, en lugar de dos col-millos, y era por eso por lo que le llamabanBoyle el de los camellos, pero algunos chicos lellamaban la señorita Boyle, porque siempre seestaba arreglando las uñas.

Eileen tenía también las manos finas, frescas ydelgadas, porque era una chica. Eran comomármol, sólo que blandas. Aquello era lo quequería decir Torre de Marfil, pero los pro-testantes no lo podían entender y se reían deello. Un día estaba él al lado de ella mirando loscampos del hotel. Un criado izaba una bandero-

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la en su mástil y un perro foxterrier daba hui-das locas de acá para allá sobre el césped solea-do. Ella le metió la mano en el bolsillo donde éltenía la suya propia y Stephen sintió entonces elfrescor, la delgadez y la tersura de aquella ma-no. Ella le había dicho que el tener bolsillos erauna cosa bien chistosa, y luego, de pronto,había echado a correr cuesta abajo por el sende-ro en curva. Su cabello rubio le ondeaba pordetrás, como oro al sol. Torre de Marfil. Casa deOro. Había que pensarlas cosas para entender-las.

Pero, ¿por qué en los lugares? Allí se ibacuando se tenía alguna necesidad. Era aquél unsitio formado todo de gruesas planchas de piza-rra, donde el agua goteaba continuamente através de unos agujeritos pequeñitos, comohechos con alfileres, y donde había un extrañoolor a agua corrompida. Y detrás de la puertade uno de los retretes había un dibujo a lápizrojo de un hombre barbudo en traje romano y

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con un par de ladrillos en las manos, y debajoestaba escrito el título:

Balbo construyendo un muro.

Algún chico lo había pintado allí por broma.Tenía una cara chistosa, pero representaba muybien un hombre con barba. Y en la pared deotro retrete había este letrero, escrito con her-mosos caracteres inclinados hacia la izquierda:

Julio César escribió de Bello Galgo.

Tal vez estaban allí porque aquél era un sitiodonde los chicos escribían cosas por broma. Ysin embargo, era muy raro lo que había dichoAthy, y sobre todo, la manera de decirlo. Y noera una broma, puesto que se habían escapado.Miró con los demás hacia la otra parte del cam-po de juego, y comenzó a sentirse asustado.

Por último, Fleming dijo:

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––¿Y nos van a castigar à todos por lo que hanhecho otros?

––Yo no vuelvo al colegio, lo vais a ver ––dijoCecil Thunder––. ¡Tres días de silencio en elrefectorio, y que nos manden a cada momento arecibir seis u ocho palmetazos!

––Sí ––añadió Wells––, y que el vejete de Ba-rrett tiene una nueva manera de doblar la pape-leta, y ya no la puedes abrir y volverla a doblardespués para ver cuántos palmetazos te vas aganar. Yo tampoco vuelvo.

––Claro ––dijo Cecil Thunder––, y además elprefecto de estudios ha estado esta mañana ensegundo de gramática.

––Vamos a insubordinarnos ––propusoFleming––. ¿Queréis?

Todos se quedaron callados. Había un pro-fundo silencio en el aire, y se podían oír losgolpes de las palas de cricket, pero más despa-cio que antes: pic, poc.

Wells preguntó:––¿Qué es lo que les van a hacer?

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––A Simón Moonan y a Camellos los van aazotar ––contestó Athy––, y a los de la primerales han dado a escoger entre los azotes o serexpulsados.

––¿Y por qué se deciden? ––preguntó el mu-chacho que había hablado primero.

––Todos prefieren la expulsión, excepto Co-rrigan ––contestó Athy––. A él le va a azotarmíster Gleeson.

––Ya comprendo por qué ––dijo Cecil Thun-der––. Él está en lo cierto, y los otros no, porquelos azotes se pasan al cabo de un rato, pero a unchico al que le han expulsado, le queda unamarca para toda la vida. Además que Gleesonno le azotará muy fuerte.

––A él mismo le conviene no hacerlo ––dijoFleming.

––No me gustaría ser Simón Moonan o Came-llos ––dijo Cecil Thunder––. Pero no creo quelos vaya a azotar. Quizás les den sólo nuevepalmetazos en cada mano.

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––No, no ––dijo Athy––. Los recibirán en elpunto doloroso. Wells se rascó y dijo llori-queando:

––¡Por favor, señor, déjeme usted!Athy hizo una mueca burlona y se remangó

las mangas de la chaqueta, diciendo:

No hay otro remedio,no te salvarás.Abajo con los pantalonesy afuera con el tras.

Todos se reían. Pero Stephen sintió que esta-ban un poco asustados. En el silencio del suaveaire gris venía de aquí y de allá el ruido de laspalas de cricket: poc. Aquello era un sonido sise oía; pero si se recibía el pelotazo, se sentíadolor. La palmeta hacía ruido también, pero eramuy distinto. Los chicos decían que estabahecha de hueso de ballena y cuero con plomodentro; y se imaginaba cómo sería el dolor.Había diferentes clases de sonidos. Una vara

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larga y delgada daría un silbido agudo; y seimaginaba cómo sería el dolor que produciría.Le daba un estremecimiento de frío; y tambiénle hacían estremecerse las palabras de Athy.Pero, ¿qué era lo que encontraban digno derisa? Le daba un estremecimiento, pero eraporque siempre se siente un estremecimientocuando se baja uno los pantalones. Lo mismoque en el baño, al desnudarse. Y se ponía a pen-sar quién tendría que echar abajo los pantalo-nes, si el maestro o el chico mismo. ¡Oh!, ¿cómopodían reírse de aquel modo?

Contempló las mangas remangadas de Athy ysus manos de gruesos nudillos y manchadas detinta. Se había recogido las mangas para reme-dar cómo se las remangaría míster Gleeson.Pero míster Gleeson tenía los puños de la cami-sa blancos y brillantes, y unas muñecas limpiasy blancas, y unas manos blancas y gordezuelas,con las uñas crecidas y puntiagudas. Quizás selas arreglaba también como la señorita Boyle.Pero eran unas uñas enormemente largas y

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puntiagudas. ¡Qué largas, qué crueles! Pero lasmanos blancas y gordezuelas no eran crueles,sino benignas. Y aunque temblaba de miedo yde frío al pensar en las uñas largas y crueles yen el silbido agudo de la varilla y en el escalo-frío que se siente hacia los faldones de la camisacuando se desnuda uno para el baño, sin em-bargo, experimentaba una sensación extraña yreposada de placer al pensar en las manos lim-pias y gordezuelas, fuertes y benignas. YFleming había dicho que no pegaría muy fuerteporque era su propio interés. Pero no era poreso.

Una voz gritó desde otro extremo del campode juego:

––¡Todos adentro!Y otras voces repitieron:––¡Todos adentro! ¡Todos adentro!Durante la lección de escritura se estuvo sen-

tado con los brazos cruzados, escuchando ellento rasguear de las plumas. Míster Harfordiba de aquí para allá haciendo unas señalitas

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con lápiz rojo y sentándose algunas veces allado de cada muchacho para enseñarles cómodebían tener la pluma. Stephen había intentadodeletrear la primera línea, aunque se la sabía dememoria por ser la última del libro. Celo sinprudencia es como nave a la deriva. Pero los trazosde las letras le formaban como hilos invisibles ysólo cerrando bien el ojo derecho y mirandofijamente con el izquierdo podía llegar a distin-guir todos los rasgos de la inicial.

Pero míster Harford era muy bueno y nuncase encolerizaba como los otros maestros quesolían ponerse furiosos. ¿Por qué habían desufrir ellos por lo que hicieran los de la primeradivisión? Wells había dicho que se habían bebi-do parte del vino de misa del armario de la sa-cristía y que se lo habían conocido en el olor.Quizás habían robado una custodia para esca-parse con ella y venderla en cualquier parte.Debía de haber sido un terrible pecado el ir denoche, pasito, a abrir el negro armario y robaraquella cosa de oro, resplandeciente, en la cual

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Dios era expuesto sobre el altar en la bendiciónentre cirios y flores, cuando el incienso se le-vantaba en nubes a ambos lados del chico quebalanceaba el incensario y mientras DomingoKelly entonaba en el coro la primera parte delTantum Ergo. Por supuesto, Dios no estaba allícuando la habían robado. Sin embargo, era unpecado enorme aun tocarla sólo. Pensó en ellocon profundo terror. Un pecado terrible y ex-traño: le estremecía pensarlo, en el silencio sólolevemente arañado por el rasgueo de las plu-mas. Y beberse el vino de misa, sacándolo delarmario, y ser delatado por el olor, era tambiénpecado. Pero no era terrible y extraño. Le hacíaa uno sentirse ligeramente mareado por el olordel vino. El día de su primera comunión, en lacapilla, Stephen había cerrado los ojos y abiertola boca y sacado la lengua un poquito, y cuandoel rector se inclinó para darle la santa comuniónhabía sentido un ligero olor a vino en el alientodel rector, al vino de la misa, sin duda. ¡Quémagnífica palabra: vino! Le hacía a uno pensar

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en el color púrpura oscuro, porque las uvastenían ese color también y crecían allá en Greciaa la parte de fuera de unas casas como templosblancos. Pero el día de su primera comunión elaliento del rector le había hecho sentirse ma-reado. El día de la primera comunión era el díamás feliz de la vida. Y una vez un grupo degenerales le había preguntado a Napoleón cuálhabía sido el día más feliz de su vida. Todospensaban que diría que el día que había ganadoalguna gran batalla o el día que le habían hechoemperador. Pero él dijo:

––Señores, el día más feliz de mi vida fue eldía en que hice mi primera comunión.

Entró el Padre Arnall y comenzó la clase delatín. Y él seguía quieto, apoyándose sobre lamesa con los brazos cruzados. El Padre Arnalldevolvió los cuadernos de ejercicios y dijo queeran escandalosamente malos y que los teníanque volver a copiar corregidos inmediatamente.Pero el peor ejercicio de todos era el deFleming, porque las páginas se habían pegado

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en un borrón las unas a las otras. El Padre Ar-nall lo levantó por una esquina y dijo que eraun insulto para cualquier profesor el mandarleun ejercicio como aquél. Después le preguntó aJack Lawton la declinación del nombre mare yJack Lawton se atrancó en el ablativo del sin-gular y no pudo continuar con el plural.

––Debía usted tener vergüenza de sí mismo ––dijo severamente el Padre Arnall––. ¡Usted, elprimero de la clase!

Después se lo preguntó al chico siguiente, y alsiguiente, y al otro. Ninguno lo sabía. El PadreArnall se iba poniendo tranquilo, cada vez mástranquilo, según los alumnos iban intentandoresponder sin acertar.

Pero su cara tenía un aspecto sombrío, y aun-que la voz era tranquila, los ojos miraban fija-mente. Por último le preguntó a Fleming, yFleming dijo que la palabra no tenía plural. ElPadre Arnall cerró de golpe el libro y le gritó:

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––¡Afuera! ¡De rodillas en medio de la clase!Es usted el muchacho más vago que he conoci-do. Los demás: ¡a copiar otra vez los ejercicios!

Fleming salió pesadamente de su sitio y searrodilló entre los dos últimos bancos. Los otrosmuchachos se doblaron sobre los cuadernos ycomenzaron a escribir. El silencio reinó en laclase y Stephen, mirando tímidamente a la carasombría del Padre Arnall, vio que de tanta cóle-ra como tenía se le había puesto un poquitocolorada.

¿Pecaba el Padre Arnall encolerizándose o leestaba permitido cuando los alumnos eran pe-rezosos porque con esto estudiaban mejor? ¿Oes que sólo fingía que se enfadaba? Sin dudaera que le estaba permitido, porque un sacerdo-te conocería lo que era pecado y no lo haría.Pero, y si lo hiciera una vez por equivocación,¿tendría que ir a confesarse? Quizás iría a con-fesarse con el ministro. Y si lo hiciera el minis-tro, iría con el rector; y el rector, con el provin-cial; y el provincial, con el general de los jesui-

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tas. Aquello era la Orden. Y él había oído decir asu padre que todos ellos eran hombres muyinteligentes y que habrían podido alcanzar losprimeros puestos en el mundo si no se hubieranhecho jesuitas. Y hacía esfuerzos para imaginar-se lo que habrían llegado a ser el Padre Arnall yPaddy Barret y lo que habrían llegado a sermíster Mc Glade y míster Gleeson, si no sehubieran hecho jesuitas. Era difícil porquehabía que representárselos de otro modo distin-to, con trajes de color y pantalones y barbas ybigotes y con otros sombreros.

La puerta se abrió y se cerró silenciosamente.Un rápido cuchicheo corrió a través de la clase:¡el prefecto de estudios! Por un instante huboun silencio de muerte y luego el recio chasqui-do de una palmeta sobre el último pupitre. AStephen se le saltó de miedo el corazón.

––¿Hay aquí algún chico que necesite ser azo-tado, Padre Arnall? ––gritó el prefecto de estu-dios––. ¿Hay algún vago, algún gandul quenecesite azotes?

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Avanzó hasta el medio de la clase y vio aFleming de rodillas.

––¡Hola! ––exclamó––. ¿Quién es este mucha-cho? ¿Por qué está de rodillas? ¿Cuál es tunombre?

––Fleming, señor.––¡Ajajá, Fleming! Un vagazo, sin duda. Te lo

leo en los ojos, ¿Por qué está de rodillas, PadreArnall?

––Ha escrito un ejercicio de latín muy malo ––dijo el Padre Arnall–– y no ha contestado a nin-guna pregunta de gramática.

––¡Claro está que sí! ––exclamó el prefecto deestudios––, ¡claro está que sí! ¡Un vago de na-cimiento! Se le ve en las niñas de los ojos.

Golpeó con su férula sobre el pupitre y gritó:––¡Arriba, Fleming! ¡Arriba, querido! Fleming

se levantó despacio.––¡La mano! ––gritó el prefecto de estudios.Fleming extendió la mano. La palmeta se aba-

tió sobre ella con un fuerte chasquido: una, dos,tres, cuatro, cinco, seis.

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––¡La otra mano!La palmeta se abatió de nuevo con seis fuertes

y rápidos chasquidos.––¡De rodillas! ––exclamó el prefecto de estu-

dios.Fleming se arrodilló, apretándose las manos

contra los sobacos y con la cara contorsionadapor el dolor. Pero Stephen sabía que Flemingtenía las manos endurecidas porque se las esta-ba siempre frotando con resina. Pero quizás eldolor era muy fuerte porque el ruido de lospalmetazos había sido terrible. El corazón deStephen latía y temblaba.

––¡A trabajar todo el mundo! ––gritó el pre-fecto de estudios––. No queremos aquí vagos,haraganes ni maulas. ¡A trabajar, he dicho! ElPadre Dolan entrará todos los días a visitaros.El Padre Dolan entrará mañana.

Tocó a uno de los chicos con el extremo de lapalmeta:

––¡Tú, muchacho! ¿Cuándo volverá el PadreDolan?

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––Mañana, señor ––dijo la voz de Tom Fur-long.

––Mañana y pasado y el otro ––dijo el prefec-to de estudios––. Que se os quede bien grabado.Todos los días el Padre Dolan. ¡A escribir! Tú,muchacho, ¿quién eres tú?

A Stephen se le saltó de golpe el corazón.––Dédalos, señor.––¿Por qué no estás escribiendo como los de-

más?––Yo... mis...No podía hablar de terror.––¿Por qué no está escribiendo éste, Padre

Arnall?––Se le han roto las gafas y le he exceptuado

por eso de trabajar ––contestó el Padre Arnall.––¿Qué se le han roto? ¿Qué es lo que oigo?

¿Cómo dices que es tu nombre? ––dijo el prefec-to de estudios.

––Dédalus, señor.

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––¡Sal aquí fuera, Dédalus! Holgazán y trapi-sondilla. Se te conoce él ardid en la cara. ¿Dón-de se te rompieron las gafas?

Dédalus salió a trompicones hasta el centrode la clase, ciego de miedo y de ansia.

––¿Dónde se te rompieron las gafas? ––repitióel prefecto de estudios.

––En la pista, señor.––¡Je, jé! ¡En la pista! ––exclamó el prefecto de

estudios––. Me sé de memoria esa artimaña.Stephen levantó los ojos asombrado y vio por

un momento la cara gris blancuzca y ya no jo-ven del Padre Dolan, su cabeza calva y blan-quecina con un poco de pelusilla a los lados, loscercos de acero de sus gafas y sus ojos sin colorque le miraba a través de los cristales. ¿Por quédecía que se sabía de memoria aquella artima-ña?

––¡Haragán, maulero! ––gritó el prefecto––.¡Se me han roto las gafas! ¡Es una treta de estu-diantes ya muy antigua ésa! ¡A ver, la mano,inmediatamente!

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Stephen cerró los ojos y extendió su manotemblorosa, con la palma hacia arriba. Sintióque el prefecto le tocaba un momento los dedospara ponerla plana y luego el silbido de lasmangas de la sotana al levantarse la palmetapara dar. Un golpe ardiente, abrasador, pun-zante, como el chasquido de un bastón al que-brarse, obligó a la mano temblorosa a con-traerse toda ella como una hoja en el fuego. Y alruido, lágrimas ardientes de dolor se le agolpa-ron en los ojos. Todo su cuerpo estaba estreme-cido de terror, el brazo le temblaba y la mano,agarrotada, ardiente, lívida, vacilaba como unahoja desgajada en el aire. Un grito que era unasúplica de indulgencia le subió a los labios. Pe-ro, aunque las lágrimas le escaldaban los ojos ylas piernas le temblaban de miedo y de dolor,ahogó las lágrimas abrasadoras y el grito que lehervía en la garganta.

––¡La otra mano! ––exclamó el prefecto.Stephen retiró el herido y tembloroso brazo

derecho y extendió la mano izquierda. La man-

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ga de la sotana silbó otra vez al levantar la pal-meta y un estallido punzante, ardiente, bárbaro,enloquecedor, obligó a la mano a contraerse,palma y dedos confundidos en una masa cár-dena y palpitante. Las escaldantes lágrimas lebrotaron de los ojos, y abrasado de vergüenza,de angustia y de terror, retiró el brazo y pro-rrumpió en un quejido. Su cuerpo se estremecíaparalizado de espanto y, en medio de su confu-sión y de su rabia, sintió que el grito abrasadorse le escapaba de la garganta y que las lágrimasmás ardientes le caían de los ojos y resbalabanpor las arreboladas mejillas.

––¡Arrodíllate! ––gritó el prefecto.Stephen sé arrodilló prestamente, oprimién-

dose las manos laceradas contra los costados. Yde pensar en aquellas manos, en un instantegolpeadas y entumecidas de dolor, le dio penade ellas mismas, como si no fueran las suyaspropias, sino las de otra persona, de alguien porquien él sintiera lástima. Y al arrodillarse, cal-mando los últimos sollozos de su garganta y

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sintiendo el dolor punzante y ardiente oprimi-do contra los costados, pensó en aquellas ma-nos que él había extendido con las palmas haciaarriba, y en firme presión del prefecto al estirar-le los dedos contraídos, y en aquellos dedos yaquellas palmas que, en una masa golpeada,entumecida, roja, temblaban, desvalidos, en elaire.

––A trabajar todo el mundo ––gritó el prefectode estudios desde la puerta––. El Padre Dolanentrará todos los días para ver si algún chicoperezoso y holgazán que necesite ser azotado.Todos los días. Todos los días.

La puerta se cerró tras él.La clase continuó copiando los ejercicios en

silencio.El Padre Arnall se levantó de su asiento y se

puso a pasear entre los alumnos, ayudándoloscon cariñosas palabras y diciéndoles los erroresque habían hecho. Su voz era amable y dulce.Después volvió a su asiento, y dijo a Fleming ya Stephen:

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––Vosotros dos volved a vuestros sitios.Fleming y Stephen se levantaron y, volviendo

a sus sitios, se sentaron. Stephen, rojo escarlatade vergüenza, abrió rápidamente un libro conuna sola y débil mano, y se doblegó sobre élcon la cara contra la página.

Era una crueldad y una injusticia porque elmédico le había mandado que no leyera singafas y él había escrito aquella mañana a supadre diciéndole que le mandara otras nuevas.Y el Padre Arnall había dicho que no necesitabaestudiar hasta que no vinieran. Además, ¡lla-marle maulero a él que siempre había sido elprimero o el segundo de la clase y que era eljefe del partido de York! ¿Cómo podía el prefec-to saber que era una artimaña? Sintió el tacto delos dedos del prefecto al estirarle la mano. Alprincipio había creído que le iba a dar la mano,porque los dedos eran suaves y estaban tran-quilos, pero en seguida había oído el silbar dela manga de la sotana y el estallido. Y era unacrueldad y una injusticia el ponerle de rodillas

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en medio de la clase. Y el Padre Arnall les habíadicho a los dos que podían volver a sus sitios,sin hacer distinción entre ellos. Escuchó la voztemplada y cariñosa del Padre Arnall, que esta-ba corrigiendo los ejercicios. Quizás le dolíaahora y quería estar amable. Pero había sidouna injusticia y una crueldad. El prefecto deestudios era un sacerdote, pero era injusto ycruel. Y su cara blancuzca y sus ojos sin color,tras las gafas encercadas de acero, eran cruelesporque le había sostenido la mano primero consus dedos firmes y suaves, sólo para afinar lapuntería, para pegar más recio.

––Es una canallada repugnante, eso es lo quees, dar de palmetazos a un chico por lo que notiene él la culpa ––decía Fleming en el tránsito,al salir las filas para el refectorio.

––Es cierto que se te rompieron las gafas poraccidente, ¿no es verdad? ––le preguntó Rocheel Malo.

Stephen sentía su corazón lleno todavía de laspalabras de Fleming, y no contestó.

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––¡Claro que sí! ––dijo Fleming––. Yo que élno me aguantaría. Yo iría y se lo diría al rector.

––Sí ––dijo apresuradamente Cecil Thunder––, que yo le vi levantar la palmeta por encima delhombro, y eso no está autorizado a hacerlo.

––¿Te ha dolido mucho? ––preguntó Roche elMalo.

––Muchísimo ––dijo Stephen.––Yo no se lo aguantaría ––repitió Fleming––,

ni a Cabezacalva, ni a ningún otro Cabezacalva.Es una villanía y una guarrada, eso es lo que es.Yo que él me iría derechamente al rector y se locontaría después de la cena.

––Sí, sí, hazlo ––dijo Cecil Thunder.––Sí, sí. Sube y acúsale al rector, Dédalus ––

dijo Roche el Malo––, porque ha dicho que vol-verá a entrar mañana para darte de palmetazosotra. vez.

––Anda, sí. Díselo al rector ––dijeron todos.Estaban por allí, escuchando, algunos alum-

nos de segundo de gramática, y dijeron:

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––El Senado y el pueblo romano declaran queDédalús ha sido injustamente castigado.

Estaba muy mal: era injusto y cruel. Sentadoen el refectorio estuvo rumiando, una vez yotra, el recuerdo de su afrenta, hasta que sepuso a pensar si realmente no habría algo en sucara que le hiciera parecer trapisondista. Hubie-ra deseado tener allí un espejito para verse. Pe-ro no lo tenía. Y era una injusticia y una cruel-dad.

No pudo comer los fritos negruzcos de pes-cado que tenían los miércoles de Cuaresma;además una de las patatas tenía la señal delazadón. Sí, haría lo que le habían dicho los chi-cos. Subiría y le diría al rector que le habíancastigado injustamente. Una cosa así había sidohecha antes en la historia por alguien, por ungran personaje cuya cabeza estaba representadaen los libros de historia. Y el rector declararíaque le habían castigado injustamente, porque elSenado y el pueblo romano, cuando alguien ibaen queja, declaraban siempre que el castigo

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había sido injusto. Aquéllos habían sido losgrandes hombres, cuyos nombres estaban en elLibro de Preguntas, de Richmal Magnall. Todala historia no hacía sino tratar de estos hombresy de lo que habían hecho, y esto era también loque contenían las Narraciones Griegas y Roma-nas de Peter Parley. Peter Parley en personaestaba representado en la primera página. Esta-ba allí pintado un camino a través de una llanu-ra con hierba y con pequeños arbustos a unlado, y Peter Parley tenía un sombrero anchocomo el de un pastor protestante y un bastónmuy grueso e iba caminando a buen paso por elcamino de Grecia y de Roma.

Era muy fácil lo que tenía que hacer. Todo loque tenía que hacer era, cuando se acabara lacena, al salir del comedor, no tirar por el tránsi-to adelante, sino subir por la escalera de la de-recha que conducía al castillo. Lo único quetenía que hacer era torcer a la derecha, subiraprisa las escaleras y en medio minuto se pon-dría en aquel corredor bajo de techo, estrecho y

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oscuro, que conducía a través del castillo a lahabitación del rector. Y todos los chicos habíanafirmado que era una injusticia, hasta el de se-gundo de gramática que había dicho aquellodel Senado y del pueblo romano.

¿Qué ocurriría?Oyó levantarse a los de la primera y sintió sus

pasos al marchar a lo largo de la esterilla: Pad-dy Rath, Jimmy Magee, el español y el portu-gués. Y el que seguía el quinto era aquel gordode Corrigan que iba a ser azotado por místerGleeson. Por causa de aquél le había llamadotrapisondista y le había azotado sin motivo elprefecto de estudios. Y esforzando sus ojos dé-biles y cansados de llorar, observó al pasar lafila las anchas espaldas de Corrigan y su hun-dida cabezota. Pero aquél había hecho algo yademás míster Gleeson no le azotaría muy fuer-te. Y se acordaba de lo grande que parecía Co-rrigan en el baño. Tenía la piel del mismo colorque el agua rojiza y fangosa de la parte pocoprofunda de la piscina y al andar por la orilla

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sus pies chapoteaban sonoramente en las bal-dosas húmedas y los muslos le retemblaban unpoquito de gordo que estaba.

El refectorio estaba medio vacío y los alum-nos seguían pasando en fila. Podría subir por laescalera porque nunca había ningún padre niningún prefecto en la parte de afuera del refec-torio. Pero no iría. El rector daría la razón alprefecto de estudios y pensaría que se tratabade una artimaña de estudiante, y luego el pre-fecto de estudios entraría todos los días lo mis-mo; sólo que sería mucho peor porque se debíade poner horriblemente enfadado de que unalumno fuera a quejarse de él al rector. Losotros le habían dicho que fuera, pero no habíanido ellos. Y ya se habían olvidado. No: lo mejorera olvidarlo todo, que quizás el prefecto habríadicho que iba a volver sólo por decir. No: lomejor era ponerse a un lado. Cuando uno espequeño, lo mejor es escapar inadvertido.

Los de su mesa se levantaron también. Él selevantó y salió en fila con los demás. Había que

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decidirse. Él estaba llegando a la puerta. Si se-guía adelante con los chicos ya no podría subira ver al rector porque no podría salir del campode juego para eso. Y si iba y le seguían dandode palmetazos lo mismo, todos los chicos harí-an burla de él y andarían diciendo cosas delpeque de Dédalus, que había ido al rector aquejarse del prefecto de estudios.

¿Por qué no se habría acordado del nombrecuando se lo dijo la primera vez? ¿Era que noestaba escuchando cuando lo dijo o que queríahacer burla del nombre? Los grandes hombresde la historia habían tenido nombres comoaquél y nadie se había burlado de ellos. Si que-ría burlarse de algo se debía haber burlado desu propio nombre. Dolan: parecía el nombre deuna lavandera.

Había llegado a la puerta y, torciendo rápi-damente a la derecha, trepó escaleras arriba, y,antes de que pudiera ni pensar en volverseatrás, había entrado ya en el corredor bajo detecho, estrecho y oscuro que conducía al casti-

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llo. Y al trasponer el umbral de la puerta deltránsito, vio, sin volver la cabeza, que todos loschicos le estaban mirando según iban pasandoen fila.

Siguió por el corredor estrecho y oscuro, pa-sando por delante de unas puertecitas que eranlas puertas de los cuartos de la comunidad.Escudriñó en la oscuridad delante de sí y a suderecha y a su izquierda, y pensó que aquéllosdebían de ser retratos. Estaba el pasillo silencio-so y oscuro. Sus ojos eran débiles y estaban can-sados de llorar, así que no podía ver. Pero pen-só que eran los retratos de los santos y grandeshombres de la Orden Ignacio de Loyola, con unlibro abierto y señalando hacia el lema escritoen él: Ad Majorem Dei Gloriam; San FranciscoJavier, señalándose el pecho; Lorenzo Ricci, conun bonete en la cabeza como los de los pre-fectos de las divisiones; los tres patronos de lasanta juventud: San Estanislao de Kostka, SanLuis Gonzaga y el beato Juan Berchmans, todoscon caras juveniles porque se habían muerto

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siendo muy jóvenes; y el Padre Peter Kennyenvuelto en un manteo muy grande.

Salió al rellano sobre el vestíbulo de entrada ymiró en torno de sí. Por allí era por donde habíapasado Hamilton Rowan y donde estaban lashuellas de las balas de los soldados. Y era allídonde los viejos criados habían visto el espírituenvuelto en un manto blanco de mariscal.

Un criado viejo estaba barriendo al extremodel rellano. Le preguntó dónde estaba el cuartodel rector y el criado se lo señaló al fondo y sele quedó mirando al marcharse y mientras lla-maba a la puerta.

No contestaban. Volvió a llamar más fuerte yle palpitó el corazón al oír una voz apagada quedecía:

––¡Adelante!Dio la vuelta al tirador, abrió la puerta y es-

tuvo palpando para encontrar el tirador de lasegunda puerta de bayeta verde. Lo encontró,abrió y entró dentro.

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Vio al rector que estaba sentado a una mesaescribiendo. Había una calavera sobre la mesa yun olor solemne y extraño en la habitación co-mo a cuero viejo de sillones.

El corazón le latía apresuradamente a causade la solemnidad del sitio en que se encontrabay del silencio de la estancia. Y contemplaba lacalavera y la cara amable del rector.

––Bueno ––dijo el rector––. ¿Qué es lo que tetrae a ti, mocito?

Stephen se tragó una cosa que se le habíapuesto en la garganta y dij o:

––Se me han roto las gafas, señor.El rector abrió la boca y comentó:––¡Caramba!Después se sonrió y dijo:––Bueno, si se nos han roto las gafas hay que

escribir a casa para que nos manden otras.––He escrito a casa, señor, y el Padre Arnall

me dijo que no estudiara hasta que vinieran.––¡Perfectamente!, ––dijo el rector.

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Stephen se volvió a tragar la cosa otra vez ytrató de impedir que le temblasen las piernas yla voz.

––Pero, señor...––¿Qué es ello?––El Padre Dolan ha entrado hoy en clase y

me ha dado de palmetazos porque no estabaescribiendo mi ejercicio.

El rector le miró en silencio mientras él sentíaque la sangre le subía al rostro y que en los ojosestaban a punto de reventar las lágrimas.

El rector dijo:––Tu nombre es Dédalus, ¿no es eso?––Sí, señor.––Y ¿dónde se te rompieron las gafas?––En la pista, señor. Me tiró un chico que salía

del depósito de las bicicletas y se me rompie-ron. No sé el nombre del chico. El rector le vol-vió a mirar en silencio. Después se sonrió y dijo:

––Bueno, todo ha sido una equivocación. Es-toy seguro de que el Padre Dolan no lo sabía.

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––Sí; le dije que se me habían roto, y sin em-bargo, me pegó con la palmeta.

––¿Le dijiste que habías escrito a casa paraque te mandaran otras? ––preguntó el rector.

––No, señor.––Bueno, ¿ves? ––dijo el rector––, el Padre

Dolan no comprendió bien. Di que yo te he ex-cusado de dar lección por algunos días.

Stephen dijo prestamente, de miedo que sutemblor se lo impidiera.

––Sí, señor; pero el Padre Dolan ha dicho quevolverá a entrar mañana para pegarme otravez.

––Muy bien ––dijo el rector––, es una equivo-cación y yo mismo hablaré con el Padre Dolan.¿Estás contento ahora?

Stephen sintió que las lágrimas le humedecí-an los ojos y murmuró:

––Sí, señor, sí, gracias.El rector extendió la mano por encima del la-

do de la mesa donde estaba la calavera y Step-

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hen, al colocar en ella por un momento la suya,sintió una palma húmeda y fría.

––Y ahora, buenas tardes ––dijo el rector, reti-rando la mano y diciéndole adiós con la cabeza.

––Buenas tardes, señor ––dijo Stephen.Hizo una inclinación y salió suavemente del

cuarto cerrando cuidadosamente y sin ruido laspuertas.

Pero cuando hubo pasado el criado que esta-ba en el rellano y se vio de nuevo en el corredorestrecho y oscuro, comenzó a andar de prisa,cada vez más de prisa. Se precipitó a través dela oscuridad, cada vez más aprisa y en un esta-do de excitación. Empujó con el codo la puertadel fondo, voló escaleras abajo y echó a correrpor los dos tránsitos hasta salir al aire libre.

Se oían los gritos de los chicos en los camposde juego. Rompió en una carrera cada vez másacelarada, cruzó la pista y llegó jadeando alcampo de la tercera división.

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Los chicos le habían visto correr. Se estrecha-ron alrededor de él formando un corro, empu-jándose los unos a los otros para escuchar.

––¡Cuéntanos, cuéntanos!––¿Qué te ha dicho?––¿Entraste?––¿Qué te ha dicho?––¡Cuéntanos, cuéntanos!Les contó lo que había dicho y lo que le había

contestado el rector, y cuando hubo terminado,todos los chicos arrojaron las gorras dandovueltas por el aire y gritaron:

––¡Hurra!Recogieron las gorras y las volvieron a arrojar

girando a lo alto, y gritaron de nuevo:––¡Hurra! ¡Hurra!Después juntaron las manos entre todos y le-

vantándole en vilo le pasearon en triunfo hastaque se debatió para que le dejaran. Y cuando sedesasió de ellos, echaron a correr en todas di-recciones, arrojando las gorras a lo alto, dandosilbidos mientras giraban por el aire y gritando:

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––¡Hurra!Y aún dieron tres fueras a Dolan el Cabeza-

calva y tres vivas a Conmee, diciendo que era elmejor rector que había habido nunca en Clon-gowes.

Los vivas se dispararon en el aire suave ygris. Estaba solo. Estaba libre; se sentía feliz.Pero no se había de mostrar ensoberbecido conel Padre Dolan. Se portaría bien y sería obe-diente. Y deseaba que se le ofreciera una oca-sión de poder hacerle alguna atención para de-mostrar que no estaba ensoberbecido.

El aire era suave y tibio y gris. Anochecía. Sesentía en el aire el aroma de la noche, el olor deaquellos campos donde los chicos arrancabannabos para pelarlos y comérselos cuando ibande paseo hacia la casa del Mayor Barton, el olorque se sentía en el bosquecillo detrás del pabe-llón donde cogían las agallas.

Los alumnos se ejercitaban sacando desde le-jos, lanzando la pelota lentamente o haciendoque tomara efecto. En el ambiente suave y gris

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resonaba el choque de las pelotas. Y de aquí, deallá, a través de la serena atmósfera venía elruido de las palas de cricket: pic, pac, poc, puc,como lentas gotas de agua al caer sobre el tazónrepleto de una fuente.

Dos

Tío Charles fumaba un tabaco de hebra tanapestoso que, por último, su sobrino tuvo quedecirle que por qué no se iba a fumar por lasmañanas a una casucha que era como una de-pendencia de la casa y estaba al otro lado deljardín.

––Muy bien, Simón. Divinamente, Simón ––dijo con toda calma el anciano––. Donde túquieras. Me vendrá al pelo: será más saludable.

––Que me maten ––dijo con franqueza místerDédalus–– si llego a comprender cómo puedeusted fumar ese tabacazo que fuma. Por Dios, sies como pólvora de cañón.

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––Es muy agradable ––replicó el viejo––. Muyrefrescante y emoliente.

Por lo tanto, todas las mañanas tío Charles seencaminaba a la casilla del jardín, no sin haber-se engrasado y cepillado escrupulosamente lospelos del cogote, ni sin capillar y encasquetarsesu sombrero de copa. Mientras fumaba, el aladel sombrero y el hornillo de la pipa asomabanjustamente detrás de las jambas de la casucha.

El cenador, que era como llamaba a la ahu-mada casilla, le servía también de caja de reso-nancia. Y todas las mañanas tarareaba alegre-mente alguna de sus canciones favoritas: Ojosazules, cabellos de oro, En los sotillos de Blarney, oTéjeme una enramada, mientras las vedijas grisesy azuladas del humo ascendían lentamente dela pipa y se desvanecían en el aire diáfano.

Durante la primera parte de aquel verano enBlackrock, tío Charles fue el inseparable com-pañero de Stephen. Tío Charles era un viejosano como una manzana, de piel bien curtida,maneras bruscas y patillas blancas. Los días de

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trabajo, servía de recadero entre la casa situadaen la avenida de Carysfort y las tiendas de lacalle principal del centro, donde la familia sesurtía. A Stephen le gustaba mucho ir con él aestos recados, porque tío Charles le aprovisio-naba liberalmente, a puñados, de toda suerte degéneros expuestos en cajones abiertos o en ba-rriles, a la parte de fuera del mostrador. Cogía,por ejemplo, un puñado de uvas entremezcla-das con serrín, o tres o cuatro manzanas, y lasponía magnánimamente en manos de su sobri-no, mientras el tendero sonreía con sonrisa for-zada; y como Stephen fingía hacerse rogar paratomarlas, fruncía el entrecejo y le decía:

––Tómelas usted, señorito. ¿Me ha oído usted,señorito? Son muy buenas para llevar bien lastripas.

Cuando la lista de encargos quedaba bienapuntada, se iban los dos al parque, donde unantiguo amigo del padre de Stephen, MikeFlynn, estaba sentado en un banco esperán-dolos. Entonces comenzaba la carrera de Step-

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hen alrededor del parque. Mike Flynn se situa-ba, reloj en mano, a la puerta de entrada, cercade la estación del ferrocarril, mientras Stephendaba la vuelta, guardando el estilo favorito deMike Flynn: la cabeza alta, las rodillas levanta-das y las manos completamente colgantes a loslados. Cuando el ejercicio matinal concluía,hacía el entrenador comentarios que algunasveces ilustraba arrastrando cosa de unos metrossus pies calzados con unos viejos zapatos delona azul. Un reducido círculo de niños asom-brados y de niñeras, se reunía para observarle,y aún seguían haciéndolo cuando él y tío Char-les se habían ya sentado otra vez, y estabanhablando de atletismo o de política. Aunquehabía oído decir a su padre que algunos de losmejores corredores de los tiempos modernoshabían pasado por las manos de Milce Flynn,Stephen observaba a menudo la cara lacia ycubierta de pelo corto de su entrenador, cuandose inclinaba sobre los dedos largos y mancha-dos para liar un pitillo, y miraba con piedad los

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ojos dulces, azules y sin brillo, que dejaban depronto su tarea para contemplar vagamente laazul distancia, mientras los dedos largos ymanchados se detenían en su labor, y algunosgranos y hebras de tabaco volvían a caer en lapetaca.

Al regresar a casa, tío Charles solía hacer unavisita a la capilla, y como Stephen no alcanzabaa la pililla del agua bendita, el anciano introdu-cía su mano en ella y rociaba vivamente el trajede Stephen y el piso del pórtico. Para rezar searrodillaba sobre su pañuelo rojo y leía en vozalta en un libro de oraciones manchado por lahuella del pulgar y en el que cada página teníaun registro impreso al pie. Stephen se arrodilla-ba a su lado, respetando su piedad aunque nola compartiera. Pensaba a menudo qué era loque su tío podía estar rezando con tanta serie-dad. Quizás rezaba por las almas del purgato-rio, o para alcanzar la gracia de una buenamuerte o tal vez para que Dios le devolviera

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una parte de aquélla gran fortuna que habíadisipado en Cork.

Los domingos, Stephen, su madre y su tío,daban su paseo semanal. El anciano era un granandarín a pesar de los callos, y frecuentementellegaban a hacer diez o doce millas de camino.La aldea de Stillorgan era el punto en que sedividían los caminos. Unas veces tomaban a laizquierda, hacia las montañas de Dublín, y otrapor el camino de Goatstown y de aquí a Dun-drum, volviendo por Sandyford. Camino ade-lante o haciendo alto en algún tabernucho alpaso, las dos personas mayores hablaban cons-tantemente de los asuntos que más de cerca lestocaban: de política irlandesa, de Munster o delas leyendas de su propia familia, a todo lo cualprestaba Stephen oído atento. Las palabras queno comprendía se las repetía una vez y otra vez,hasta que se las aprendía de memoria, y a tra-vés de ellas le llegaban vislumbres del mundoque les rodeaba. La hora en que él había de par-ticipar también en la vida de aquel mundo pa-

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recía que se le iba acercando y comenzó a pre-pararse en secreto para el gran papel que leestaba reservando, pero que sólo confusamenteentreveía.

Las horas de prima noche le pertenecían; y sedesojaba sobre una desgualdramillada traduc-ción de El conde de Montecristo. La figura delsiniestro vengador le representaba en su imagi-nación todo cuanto había oído o adivinado ensu infancia de extraño y de terrible.

Por la noche construía sobre la mesa de la salaun simulacro de la isla maravillosa formado depedazos de transferencias, flores de papel, pa-pel de seda de colores y tiras del papel de oro oplata que venían envolviendo el chocolate. Ycuando desmoronaba todo este tinglado, has-tiado de su falsedad, se representaba la claravisión de Marsella y las soleadas celosías, y veíacon la imaginación a Mercedes.

Fuera de Blackrock, en el camino que condu-cía a las montañas, había una casita enjalbegadaen cuyo jardín crecían muchos rosales. Lo mis-

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mo al ir que al volver a casa, aquella casita leservía de mojón para medir la distancia. Y vivíacon la imaginación una larga cadena de aventu-ras tan maravillosas como las del libro, hacia elfinal de las cuales se le representaba una ima-gen de sí mismo, ya más viejo y más triste, depie en un jardín, a la luz de la luna, con aquellaMercedes que tantos años antes había rehusadosu amor y a la que tristemente, con un gesto deorgullosa repulsa, decía:

––Señora, yo no acostumbro comer uvas mos-cateles.

Trabó amistad con un chico llamado AubreyMills y fundó con él en la avenida donde vivíauna cuadrilla de aventureros. Aubrey llevabaun silbato colgado de un ojal y una lámpara debicicleta sujeta en el cinturón, mientras los demás llevaban atravesados en los suyos unospalos cortos a guisa de puñal. Stephen, quehabía leído algo de la sencilla manera de vestir-se de Napoleón, prefirió permanecer sin ador-nos; así se le aumentaba el placer de celebrar

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consejo con su ayudante antes de dar órdenes.La partida realizaba incursiones en algunosjardines de solterona o bajaba al castillo y libra-ba batallas en las rocas erizadas de hierbajospara regresar por fin a su casa como cansadosvagabundos, con las narices llenas de los oloresfermentados de la marisma y las manos y loscabellos impregnados de espesos jugos de algasde mar.

Aubrey y Stephen tenían el mismo lechero, elcual les llevaba a menudo en el carricoche de laleche a Carrickmines, que era donde las vacaspastaban. Mientras los hombres estaban orde-ñando, los chicos se turnaban para dar la vueltaal campo a lomos de la pacífica yegua. Perocuando vino el otoño, las vacas fueron llevadasdel prado a la establía. Stephen sintió náuseassólo de ver el patio del establo con sus repug-nantes pozos verdosos y los cuajarones de es-tiércol líquido y de respirar la vaharada de lasartesas de afrecho. Las vacas, que antes parecí-an tan hermosas en los días soleados del cam-

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po; ahora le revolvían el cuerpo y ni aun mirarquería la leche que ellas daban.

La llegada de septiembre no le alteró la vidaeste año porque ya no volvía a Clongowes. Losejercicios del parque se terminaron cuando aMilce Flynn se lo llevaron al hospital. Aubreyiba al colegio y sólo tenía libres un par de horaspor las tardes. La partida se disolvió y ya nohubo más incursiones nocturnas ni combates enlas rocas. Stephen montaba algunas veces en elcochecillo que repartía la leche por la noche yaquellas refrescantes excursiones le quitaron dela memoria el recuerdo de la suciedad del patiodel establo, y ya no sentía repugnancia de versemillas de heno o pelos de vaca adheridos alasropas del repartidor. Cada vez que el cochehacía una parada, se quedaba espiando paracoger una vislumbre de una bien fregada cocinao de un vestíbulo suavemente alumbrado ypara ver cómo tomaba el cacharro la criada ycómo cerraba la puerta. Pensaba que sería unavida bastante agradable la de ir en el cochecillo

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repartiendo leche todas las noches, con tal deque tuviera unos guantes bien abrigados y unsaco repleto de pastas de jengibre en el bolsillopara írselas comiendo. Pero la misma entrevi-sión que le había hecho desfallecer y había obli-gado a sus piernas a doblegarse cuando corríaalrededor del parque, la misma intuición que lehabía hecho mirar con desconfianza la cara la-cia y cubierta de pelo corto de su entrenador alinclinarse sobre los dedos largos y manchados,la misma le disipaba ahora toda visión del futu-ro. De una manera vaga había llegado a com-prender que su padre estaba en un apuro y queésta era la causa de que no le volvieran a man-dar a Clongowes. Desde hacía algún tiemposentía un ligero cambio en su casa, y estos cam-bios, de lo que consideraba incambiable, eranotras tantas conmociones de su concepción in-fantil del mundo. Aquella ambición que habíasentido bullir a veces en la profundidad de sualma, no le acuciaba ya ahora. Una oscuridadcomo la del mundo externo nublaba su espíritu,

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mientras las herraduras dé la yegua iban reso-nando a lo largo de la vía del tranvía y el grancántaro oscilaba y tintineaba a su espalda.

Volvió otra vez a pensar en Mercedes, y mien-tras cavilaba pensando en ella, una extraña in-quietud se le deslizaba dentro del alma. A vecesse apoderaba de él una fiebre que le llevaba avagar de noche, solo, por la tranquila avenida.La paz de los jardines y las luces acogedoras delas ventanas derramaban una sedante caricia ensu corazón agitado. El ruido de los niños al ju-gar le incomodaba y sus locas voces le hacíansentir aún más claramente que lo había sentidoen Clongowes, que él era diferente de los otros.Él no quería jugar. Lo que él necesitaba era en-contrar en el mundo real la imagen irreal que sualma contemplaba constantemente. No sabíadónde encontrarla ni cómo, pero una Voz inter-ior le decía que aquella imagen le había de saliral encuentro sin ningún acto positivo por partesuya... Habrían de encontrarse tranquilamentecomo si ya se conociesen de antemano, como si

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se hubieran dado cita en una de aquellas puer-tas de los jardines o en algún otro sitio más se-creto. Estarían solos, rodeados por el silencio yla oscuridad. Y en el momento de la suprematernura se sentiría transfigurado. Se desharía enalgo impalpable bajo los ojos de ella y se trans-figuraría instantáneamente. La debilidad, latimidez, la inexperiencia caerían de él en aquelmomento mágico.

Una mañana, dos grandes carros de mudanzahabían parado delante de la puerta y unos mo-zos habían entrado a empellones dentro de lacasa y se habían puesto a desmantelarla. Habí-an sacado los muebles atravesando el jardínque daba al frente, sembrado ahora de manojosde paja y cabos de cuerda, y los habían metidoen los enormes carros. Y cuando todos estuvie-ron bien hacinados, los carros habían echado aandar por la avenida adelante. Stephen loshabía visto avanzar pesadamente por el caminode Merrion desde la ventana del vagón del tren

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donde estaba sentado junto a su madre. Su ma-dre tenía los ojos enrojecidos. Aquella noche noquería tirar el fuego de la sala y míster Dédalusdejó el atizador apoyado contra las barras delhogar para atraer la llama. Tío Charles dormi-taba en un rincón del cuarto a medio amueblary sin alfombra, y cerca de él los retratos de fa-milia yacían apoyados contra la pared. La lám-para de la mesa arrojaba una débil luz sobre elsuelo de madera, embarrado por los pies de losmozos de cuerda. Stephen estaba sentado enuna banqueta al lado de su padre escuchandoatentamente un largo e incoherente monólogo.Poco o nada entendía de él, pero poco a pocollegó a darse cuenta de que su padre tenía ene-migos y de que un combate iba a tener lugar.También sintió que le habían alistado para labatalla, y que le habían echado sobre los hom-bros cierta obligación. El súbito abandono delambiente de comodidad y ensueño de Blac-krock, el paso a través de la ciudad sombría ynebulosa, la idea de la casa oscura y triste en la

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que iban a vivir ahora, todo esto le apesadum-braba el corazón; comprendía ahora por qué sehabían reunido los criados a menudo a hacercomentarios en el vestíbulo y por qué su padrehabía permanecido tantas veces de pie vueltode espaldas al fuego y hablando en voz alta contío Charles, mientras éste le urgía para que sesentara a cenar.

––Amigo mío, aún no nos hemos jugado la úl-tima carta, Stephen ––decía míster Dédalusmientras atizaba con bárbara energía el fuegomortecino––. Aún no estamos muertos, hijito.No, por Cristo (que el Señor me perdone), nimedio muertos.

Dublín era una nueva y compleja sensación.Tío Charles estaba tan apagado que ya no se lepodía mandar a hacer encargos y el desordendel acomodo de la nueva casa dejaba a Stephenmás libre que lo que había estado en Blackrock.Al principio se contentaba tímidamente con darvueltas alrededor de la plaza inmediata, o, a losumo, deslizarse hasta medio camino por una

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de las calles adyacentes, pero tan pronto comose hubo hecho un plano esquemático de la ciu-dad, se aventuró arrojadamente por una de lascalles principales, hasta que llegó a la casa deaduanas. Pasó sin ser molestado a lo largo delos docks y de los muelles, admirando la multi-tud de corchos que flotaban bailando en elagua, como una capa amarillenta y espesa, y lamuchedumbre de cargadores del muelle, y losretumbantes carros, y los guardias mal vestidosy barbudos. Las balas de mercancías apiladas alo largo de las paredes, o mecidas en el aire porencima de las bodegas de los vapores, le suge-rían la amplitud y el misterio de la vida, y des-pertaban otra vez en él aquella inquietud quehabía sentido al vagar ppr las noches, de jardínen jardín, en busca de Mercedes. Y entre estavida bullente y nueva, se hubiera podido ima-ginar en otra Marsella, a no faltar el cielo lumi-noso y los enrejados llenos de sol a la puerta delas tabernas. Un vago descontento se apoderabade él al contemplar los muelles y el río, y el cie-

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lo rasero, y, sin embargo, continuaba errandoarriba y abajo, día tras día, como si realmenteestuviera buscando a alguien que se le quisieraesconder.

Fue con su madre, una vez o dos, a visitar asus parientes, y aunque pasaban por delante deun jovial despliegue de tiendas iluminadas yadornadas para las Navidades, no le abando-naba nunca su amargado y silencioso humor.Las causas de tal amargura eran muchas, unaspróximas y otras remotas. Estaba enfadadoconsigo mismo, por ser niño y por estar sujeto aaquellos arrebatos de intranquila locura que ledaban, y disgustado también por el cambio defortuna que estaba modificando el mundo quele rodeaba, convirtiéndolo en una pesadilla dementiras y suciedades. Mas su disgusto en nadaalteraba la visión. Y archivaba con pacienciacuanto veía, manteniéndose aparte de todo ello,gustando en secreto su aroma corrompido.

Estaba sentado en una silla sin respaldo, en lacocina de su tía. Una lámpara de reflector esta-

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ba colgada cerca del hogar, en la pared lustrosay renegrida, y a su luz, su tía estaba leyendo elperiódico de la tarde, que sostenía sobre lasrodillas. Estuvo mirando un rato un retratosonriente que había en él, y luego exclamó,pensativa:

––¡La bella Mabel Hunter!Una niña peinada con tirabuzones se estiró

sobre las puntas de los pies para alcanzar a ver,y dijo dulcemente:

––¿En qué trabaja, mamá?––En una pantomima.La niña apoyó su cabeza llena de bucles co-

ntra la manga de su madre, y murmuró exta-siadamente:

––¡Qué guapa es!Y los ojos de la niña quedaron como en éxta-

sis, fijos largo rato sobre aquellos otros, provo-cativos a lo púdico, del grabado, hasta que alfin murmuró apasionadamente:

––¿No es verdad que es deliciosa?

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Y un chico que entró de la calle, pataleando,agobiado bajo el peso de una carga de carbón,al oír estas palabras, arrojó prontamente su car-ga al suelo y corrió a mirar también. Arrebujabaentre sus manos enrojecidas y tiznadas el pe-riódico, refunfuñando porque no encontraba elgrabado.

Estaba sentado ahora en la estrecha habita-ción del piso último de una casa antigua y som-bría. Las llamas del fuego oscilaban bailando enla pared, y un crepúsculo espectral estaba ca-yendo sobre el río. Una mujer vieja preparaba elté delante del hogar, y mientras se afanaba ensu tarea, contaba en voz baja lo que habían di-cho el médico y el cura. Hablaba de ciertoscambios que habían observado en la enfermaaquellos últimos tiempos y de las cosas tan ra-ras que hacía y decía. Stephen estaba sentadoescuchando las palabras de la vieja y siguiendolos caminos de ensueño que se abrían en loscarbones enrojecidos, arcos y bóvedas, galeríasen caracol y cavernas repiqueteadas.

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De pronto tuvo la impresión de que una cosaestaba parada a la puerta. Una calavera apare-ció suspendida resaltando sobre la oscuridad dela entrada. Una criatura enfermiza, como unmico, estaba allí, atraída por el sonido de laspalabras pronunciadas junto al hogar. Y unavoz quejumbrosa preguntó desde la puerta:

––¿Es Josefina?La vieja contestó alegremente, sin dejar su la-

bor junto al fuego:––No, Ellen, es Stephen.––Ah... Buenas tardes, Stephen.Contestó al saludo y vio que una sonrisa es-

túpida se rasgaba sobre la faz parada a la puer-ta.

––¿Quieres algo, Ellen? ––preguntó la viejadesde su sitio.

Pero ella no contestó ala pregunta, sino dijo:––Creí que era Josefina. Creí que era Josefina.Y repitiendo esto varias veces, rompió a reír

débilmente.

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Stephen se hallaba en una fiesta de niños enHarold Cross. Aquella actitud suya de obser-vador silencioso se había apoderado de él enaquella ocasión, así que apenas si participabade los juegos. Los niños iban de un lado a otrollevando los residuos de los triquitraques deNavidad, bailando y retozando ruidosamente.Y aunque él trataba de participar del regocijo delos otros chicos, se sentía como una figura som-bría entre los bicornios de ellos y los sombrere-tes de tela de ellas.

Cuando hubo cantado su canción, se retiró aun rincón apartado de la estancia, y comenzó agustar el encanto de su aislamiento. El júbilo,que al principio le había precido falso y trivial,era ahora para él como una brisa reconfortanteque se filtraba alegremente por sus sentidos yque ocultaba a los ojos ajenos la agitación febrilde su sangre, cada vez que, a través del círculode los bailarines y entre la música y la algazara,volaba hasta su rincón la mirada de ella, como

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una provocación, como una promesa que vinie-ra a explorar su corazón y a excitarlo.

En el vestíbulo se estaban poniendo los abri-gos los niños que habían permanecido hasta elfin; la fiesta había terminado. Ella se echó unchal por encima y salieron juntos. Su cabezaencapuchada se rodeó de un fresco nimbo dealiento y sus zapatitos repiqueteaban alegre-mente sobre el suelo cubierto de cristalitos dehielo.

Era el último tranvía. Los flacos caballos cas-taños lo sabían y movían las campanillas comopara anunciarlo a la noche clara. El cobradorhablaba con el conductor, y ambos hacían amenudo gestos expresivos con la cabeza a la luzverde de la lámpara. Sobre los asientos vacíosdel tranvía estaban diseminados algunos bille-tes de colores. No se oía ningún ruido de pasospor la calle. Ningún ruido turbaba la paz de lanoche, sino el de los caballos al frotar uno co-ntra otro los hocicos, al agitar las campanillas.

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Los dos parecían escuchar, él en el peldaño dearriba del estribo, ella en el de abajo. Mientrashablaban, ella subió varias veces hasta dondeestaba él y volvió a bajar otra vez a su peldaño,pero en una ocasión o dos permaneció por unosmomentos pegada a él, olvidada de bajar, hastaque volvió a descender por fin. El corazón deStephen seguía el ritmo de los movimientos deella como un corcho el ascenso y descenso de laonda. Y comprendía lo que los ojos de ella ledecían desde las profundidades del capuchón ycomprendía que en un pasado oscuro, no sabíasi en la vida o en el sueño, había oído ya antessu mudo idioma. Y le vio lucir para él sus galas:el bonito vestido, el ceñidor, las largas mediasnegras, y comprendió que él se había ya rendi-do mil veces a aquellos encantos. Y, sin embar-go, una voz interna más alta que el ruido de sucorazón agitado le preguntaba si aceptaríaaquella ofrenda, para la que sólo tenía que alar-gar la mano. Y recordaba el día en que Eileen yél estaban mirando en los campos del hotel có-

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mo los criados izaban un banderín en un mástil,y aquel foxterrier que daba huidas locas de aquípara allá sobre el césped soleado, y cómo depronto había prorrumpido ella en una carcaja-da, echando a correr cuesta abajo por el senderoen curva. Ahora, como entonces, permanecíaindiferente en su lugar, como un tranquilo ob-servador de la escena que delante de sus ojos sedesarrollaba.

––Lo que ella quiere es que yo la coja entremis brazos ––pensó––. Por eso es por lo que havenido conmigo al tranvía. Podría fácilmenteagarrarla cuando sube a mi escalón: nadie estámirando. Podría asirla y besarla.

Pero no hizo ninguna de las dos cosas. Ycuando se vio sentado, solo, en el tranvía de-sierto, desgarró en tiras su billete y se quedómirando sombríamente el suelo de madera aca-nalada.

Al día siguiente estuvo sentado frente a sumesa durante muchas horas en la desnudahabitación del piso de arriba. Delante de él es-

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taban una pluma, un frasco de tinta y un cua-derno de ejercicios color esmeralda: todo nue-vo. Por la fuerza de la costumbre, había escritoal comienzo de la página las iniciales del lemajesuítico: A. M. D. G. En la primera línea apare-cía el título de los versos que estaba tratando deescribir: A E-C-. Sabía que se debía comenzarasí porque había visto otros títulos semejantesen la colección de poemas de lord Byron.Cuando hubo escrito el título y trazado unaraya ornamental por bajo de él, se sumergió enuna especie de ensueño y comenzó a garapatearsobre la cubierta del cuaderno. Se veía en Bray,sentado a su mesa, el día después de la discu-sión en la cena de Navidad, tratando de escribirun poema sobre Parnell en el reverso de uno delos documentos de recaudación de su padre.

Pero entonces, su cerebro no había llegado aasir el tema y, desistiendo de ello, había cubier-to la página con los nombres y las señas de al-gunos de sus compañeros:

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Roderick KickhamJohn LawtonAnthony Mac SwineySimon Moonan.

Ahora le parecía que iba a fracasar también,pero a fuerza de meditar en el incidente del díaanterior llegó a cobrar confianza. Durante esteproceso fueron desapareciendo de la escenatodos los elementos que estimó vulgares o in-significantes. Ya no quedaban trazas ni deltranvía, ni del conductor y el cobrador, ni de loscaballos; ni aun él ni ella aparecían claramente.Los versos sólo hablaban de la noche y de labrisa balsámica y del fulgor virginal de la luna.Una vaga melancolía estaba oculta en los cora-zones de los protagonistas, mientras permane-cían en pie bajo los árboles sin hojas. Y cuandollegaba el momento de la despedida, el besoque la una había negado era dado por los dos. Ytras esto escribió al pie las letras L. D. S. y,habiendo escondido el libro, fue a la alcoba de

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su madre y allí se estuvo mirando un largo ratoen el espejo del tocador.

Pero este largo período de ocio y libertad es-taba tocando a su fin. Su padre vino una nochea casa repleto de noticias y no dejó de hablardurante toda la cena. Stephen había estado es-perando con impaciencia el regreso de su padreporque tenían guisado de cordero y segura-mente su padre le permitiría mojar pan en lasalsa. Pero no pudo saborear el guiso porque lamención de Clongowes le llenó la boca de re-pugnancia.

––Me le eché encima ––repetía míster Dédaluspor cuarta vez–– en la esquina de la plaza.

––Entonces, supongo que él lo arreglará––dijomistress Dédalus––. Me refiero a lo de Belvede-re.

––Claro que sí. ¿No os he dicho que ahora esprovincial de la Orden?

––A mí nunca me satisfizo la idea de mandar-le a los Hermanos de las Doctrinas Cristianas ––dijo mistress Dédalus.

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––¡Que se vayan al cuerno los Hermanos delas Doctrinas! ––dijo míster Dédalus––. ¿Con elasqueroso Poddy y el cochino Mickey? No, no:que siga arrimado a los jesuitas puesto que conellos ha comenzado. Le pueden servir de mu-cho el día de mañana. Esa gente le puede labrarun porvenir a cualquiera.

––Son una Orden muy rica, ¿no es verdad,Simón?

––Desde luego. Saben vivir, te lo aseguro. Yaviste cómo comían en Clongowes. ¡Cristo!, co-mo cebones.

Míster Dédalus pasó su plato a Stephen paraque rebañara lo que quedaba.

––Y ahora, Stephen ––dijo––, ¡hay que arrimarel hombro, valiente! Creo que no te quejarás porfalta de vacaciones.

––Estoy segura que ahora va a trabajar conbríos ––dijo mistress Dédalus––, sobre todoteniendo a Mauricio con él.

––¡Caramba, por San Pablo! ¡Que me olvidabade Mauricio! ––exclamó míster Dédalus––.

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¡Aquí, Mauricio! ¡Arrímate, barbián, cabezón!¿No sabes que te voy a mandar a un colegiodonde te enseñen a leer el p á pa? Y además tevoy a comprar un pañuelito muy majo para quete seques las narices. Va a estar lindo, ¿eh?

Mauricio se rió mirando a su padre y luego asu hermano.

Míster Dédalus se sujetó el monóculo en el ojoy se quedó mirando fijamente a sus dos hijos.Stephen tenía la boca llena de pan y no contestóa la mirada de su padre.

––Y a propósito ––dijo por fin míster Déda-lus––, el rector, o mejor dicho, el provincial meha estado contando aquel jaleo que tuviste conel Padre Dolan. Ha dicho que eres un granujasin vergüenza.

––¡No habrá dicho eso, Simón!––Por supuesto que no. Pero me ha contado

toda la historia ce por be. Estábamos charlando,¿sabes?, y unas palabras se enredaban conotras. Hombre, y a propósito, ¿a que no sabéisquién hereda la rectoría? Pero, ya os lo diré

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después. Bueno, como decía, estábamos charlaque te charla como dos buenos amigos y va yme pregunta si aquí el pollo seguía usando ga-fas. Y entonces me contó toda la historia.

––¿Y estaba enfadado, Simón?––¿Enfadado? ¡Quiá! ¡Bravo mocito; dijo.Míster Dédalus imitaba la voz nasal y recor-

tada del provincial.––El Padre Dolan yyo, cuando se lo conté a

todos en la cena, el Padre Dolan y yo nos estu-vimos riendo de lo lindo. Fíjese usted mejor––ledije–– porque si no, el chiquitín de Dédalus le va amandar a usted a que le den con la palmeta nueveveces en cada mano. Nos estuvimos riendo de lolindo. ¡Ja! ¡ja! ¡ja!

Míster Dédalus se volvió hacia su mujer y ex-clamó en su tono de voz:

––Eso demuestra el espíritu con el que mane-jan los chicos allí. No me digáis nada: si es di-plomacia, el jesuita, ¡lo único!

Volvió a tomar la voz del provincial y repitió:

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––Se lo conté a todos en la cena, y el Padre Dolany yo y todos nos estuvimos riendo de lo lindo.¡Ja!¡ja!¡ja!

Había llegado la noche de la fiesta que se ce-lebraba en el colegio, por Pentecostés. Stephen,desde la ventana del vestuario, estaba mirandohacia el pradillo de enfrente adornado con hile-ras de farolillos a la veneciana. Observaba losinvitados que bajaban de la casa e iban entran-do en el teatro. Algunos antiguos colegialesvestidos de frac estaban diseminados en gruposa la entrada del teatro y hacían pasar ceremo-niosamente a los espectadores. Al repentinoresplandor de un farolillo, pudo Stephen reco-nocer la cara sonriente de un sacerdote.

Habían sacado el Santísimo de su tabernáculoy retirado los primeros bancos para dejar libresel presbiterio y el espacio fronterizo a él. Habíamontones de barras, de pesas y de mazas indi-as, apoyadas contra la pared. Las pesas cortas

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estaban apiladas en un rincón, y en medio delos innumerables montones de zapatos de gim-nasia y de las masas oscuras y revueltas queformaban los jerseys, estaba en pie el caballetede voltear, macizo y enfundado en cuero, queesperaba su turno para ser transportado al es-cenario y puesto entre las filas del equipo ga-nador al fin de los ejercicios de gimnasia.

Stephen no tenía nada que hacer en la prime-ra parte del programa, aunque, en atención a sufama como redactor de ensayos literarios, lehabían elegido secretario del gimnasio; pero enla representación que formaba la segunda partedesempeñaba el principal cometido en el papelde maestro ridículo. Le habían elegido por ra-zón de su estatura y de sus maneras graves,pues aquel era su segundo curso en el colegiode Belvedere y estaba ya en el penúltimo año.Un grupo de alumnos más pequeños, vestidoscon jerseys y pantalones blancos, entró pata-leando por la puerta de la sacristía procedentedel escenario. La sacristía y la capilla estaban

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llenas de profesores y de alumnos que se afa-naban en los preparativos. El sargento mayor,calvo y rollizo, estaba probando los muelles delcaballo de volteo. Cerca de él y observando conatención sus movimientos, había un joven del-gaducho que iba a exhibir en la fiesta una seriede intrincados movimientos de maza. Llevabaun largo abrigo, y los extremos de las mazasasomaban por las bocas de sus profundos bolsi-llos. Se oyó el ruido hueco de los instrumentosde madera, porque un nuevo equipo se apres-taba a subir al escenario. Seguidamente el pre-fecto, con aire excitado, fue empujando a loschicos a través de la sacristía como a un rebañode patos, agitando nerviosamente los bordes desu sotana, y gritando a los rezagados que sedieran prisa. Al otro extremo de la capilla habíaun pequeño grupo de campesinos napolitanosque ensayaban pasos de danza: algunos hacíangirar los brazos por encima de la cabeza, otrosbalanceaban unas cestas llenas de violetas arti-ficiales. En un rincón oscuro de la capilla estaba

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arrodillada una señora vieja y gorda, entre elgran remolino de sus faldas negras. Cuando selevantó dejó ver una figura vestida de colorrosa, con una peluca de bucles dorados y unsombrero de paja de gusto arcaico, con las cejaspintadas de negro y las mejillas dadas de car-mín y empolvadas. Un tenue rumor de curiosi-dad recorrió la capilla a la vista de esta apari-ción afeminada. Uno de los prefectos se aproxi-mó sonriendo y meneando la cabeza hasta elrincón oscuro donde estaba la vieja, y habiendohecho una inclinación, dijo, bromeando:

––¿Qué es esto que trae usted aquí, mistressTallon? ¿Es una hermosa damisela o una muñe-ca?

Y después, inclinándose para mirar la carapintada que sonreía debajo del sombrerete, ex-clamó:

––Pero, ¡tate!, si parece nuestro amiguito Ber-tie Tallon. Stephen oyó desde su sitio de al ladode la ventana, las risas con que la anciana seño-ra y el sacerdote celebraban la gracia, y los

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murmullos de admiración que a su espalda selevantaban de entre los chicos que se habíanadelantado para contemplar al muchacho quebailaría él solo una de las danzas de la fiesta.Stephen no pudo reprimir un movimiento deimpaciencia. Dejó caer el extremo de la cortina,saltó del banco en el cual estaba subido, y salióde la capilla. Atravesó el edificio del colegio yse metió bajo un cobertizo que orillaba el jardín.Del teatro, situado enfrente, venían voces aho-gadas de los espectadores y luego, de pronto, elestrépito del bronce de la banda militar. La luzque salla a través del techo de cristales daba alteatro la apariencia de un arca iluminada, an-clada entre casas como barcos derrumbados, ysujeta a sus amarras por los finos cables de sushileras de farolillos. Se abrió de repente unapuerta lateral del teatro, y un dardo de luz co-rrió sobre la hierba. Un súbito estallido de mú-sica salió del arca: el preludio de un vals. Lapuerta se volvió a cerrar, y Stephen sólo pudoseguir el débil ritmo de la música. La expresión,

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la languidez, el aéreo movimiento de aquellosprimeros compases, evocaban en él la incomu-nicable emoción causa de su desasosiego deaquel día, y del arranque de impaciencia que lehabía conducido hasta allí. Su desasosiego bro-taba de él como una onda de sonido: con el fluirde la música, el arca se había puesto en movi-miento, arrastrando tras sí, al arrancar, susamarras de farolillos. El movimiento cesó alestallar un ruido como de una artillería diminu-ta: eran los aplausos que saludaban la apariciónen la escena de un nuevo equipo de gimnastas.

Una manchilla de luz rosada brillaba en el ex-tremo del cobertizo, y al irse acercando, llegó asentir un tenue olor aromático. Dos muchachosestaban fumando allí al resguardo de una puer-ta, y antes de llegar a ellos pudo reconocer lavoz de Heron.

––¡He aquí al noble Dédalus! ––gritó una vozgutural y fuerte––. ¡Bien venido sea nuestro fielamigo!

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La bienvenida terminó en una carcajada sinalegría, en tanto que Heron se deshacía en za-lemas. Después se puso a repiquetear en el sue-lo con su bastón.

––Aquí me tienes ––dijo Stephen, deteniéndo-se y paseando su mirada de Heron al otro queestaba con él.

Este último le era desconocido; pero al res-plandor de los pitillos pudo entrever su rostropálido y afectado, sobre el que se deslizaba len-tamente una sonrisa, y su largo talle y el som-brero hongo con que se tocaba. Heron no sepreocupó de hacer una presentación, sino queen su lugar, dijo:

––Precisamente le estaba diciendo a mi amigoWallis lo divertido que sería si tú imitaras estanoche la voz del rector en tu papel de maestro.Sería un golpe estupendo.

Heron hizo en honor de Wallis un intento po-co lucido de remedar la pedantesca voz de bajodel rector, y riendo él mismo de su fracaso ledijo a Dédalus que lo hiciera él.

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––¡Anda, Dédalus, anda, que tú le imitas es-tupendamente! Aquel que no quiera obedecer a laigle-ssia, sea para ti como el paga-nno y el publica-nno.

La imitación fue estorbada por una leve ex-presión de desagrado por parte de Wallis, cu-yaboquilla tiraba mal.

––¡Caray con la lata de la boquilla! ––dijo, qui-tándosela de la boca, sonriendo y frunciendolas cejas con aire tolerante––. Se está atrancandoa cada paso. ¿Usted usa boquilla?

––No fumo ––dijo Stephen.––No ––dijo Heron––. Dédalus es un joven

modelo. Ni fuma, ni va a las kermesses, ni flir-tea.

Stephen meneó la cabeza y se sonrió de ver lacara de su rival, colorada, movible y picudacomo la de un pájaro. Había pensado con fre-cuencia lo extraordinario que era que VincentHeron, que tenía apellido de pájaro, tuviera lacara en consonancia con el nombre. Sobre la

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frente le descansaba un mechón de cabellosclaros, como una cresta alborotada.

La frente era estrecha y huesuda, y una narizdelgada y ganchuda le salía de entre los ojos,muy juntos y saltones, claros e inexpresivos.Los dos rivales eran amigos del colegio. Se sen-taban en clase en el mismo banco, tenían susitio uno al lado del otro en la capilla y charla-ban juntos en el comedor después del rosario.Como los alumnos de último año eran muypoco brillantes, ellos eran en realidad los quellevaban la voz cantante en el colegio. Ellos, losque iban a pedir al rector un día de asueto o elperdón de un camarada.

––Hombre, y a propósito ––dijo Heron de re-pente––. He visto entrar a tu padre.

La sonrisa desapareció del rostro de Stephen.Cualquier alusión a su padre, hecha por uncompañero o por un profesor, le sobresaltabainmediatamente. Esperó en silencio, temiendoqué fuese lo que Heron iba a seguir diciendo.

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Pero Heron sólo le dio un codazo expresivo ydijo:

––¡Anda, que las matas callando!––¿A qué santo?... ––preguntó Stephen.––Tú pareces una mosquita muerta ––siguió

Heron––, pero creo que las matas sin sentir.––¿Se te puede preguntar a qué es a lo que te

refieres? ––preguntó cortésmente Stephen.––Desde luego, hombre ––contestó Heron––.

La hemos visto, ¿no es verdad, Wallis? Y que esendiabladamente bonita. Y preguntona. z Y quépapel va a hacer Stephen, míster Dédalus? ¿Y va acantar Stephen, míster Dédalus? Tu señor padre laestaba mirando de hito en hito a través de aquelmonóculo que se trae, y me parece que el viejote ha calado las intenciones. A mí no me impor-taría un comino. ¡Es estupenda!, ¿no es verdad,Wallis?

––¡De primera! ––contestó Wallis tranquila-mente, volviéndose a colocar la boquilla en elángulo de la boca.

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Una oleada momentánea de cólera refluyópor la mente de Stephen al oír hacer en presen-cia de un extraño estas alusiones poco delica-das. Para él las atenciones y el interés de la mu-chacha no eran una cosa de broma. En todo eldía no había pensado en otra cosa más que en ladespedida en el estribo del tranvía la noche deHarold's Cross, en las fluctuantes emocionesque le había producido y el poema que con estemotivo había escrito. Todo el día había estadoimaginándose el nuevo encuentro, porque sabíade antemano que ella había de asistir a la repre-sentación. Y la misma melancolía inquieta de laotra vez había llenado su pecho, aunque ahorasin encontrar su desagüe en el verso. El desa-rrollo y la experiencia de dos años de adoles-cencia interpuestos entre aquel entonces y lopresente, le impedían ahora semejante expan-sión. Y todo el día la corriente de melancólicaternura había estado fluyendo y refluyendodentro de él en oscuros remolinos y remansos,llegándole, por fin, a cansar, hasta que la chan-

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za del prefecto y el muchachuelo pintarrajeadole habían arrancado un movimiento de impa-ciencia.

––Así es que tienes que admitir ––seguía di-ciendo Heron–– que por esta vez te hemos ca-lado de lo lindo. Ya no vendrás haciéndote elsantito, supongo.

Prorrumpió en una carcajada falsa e, incli-nándose como antes, golpeó ligeramente aStephen en la pantorrilla, como por festivo re-proche.

El momento de cólera se le había pasado ya aStephen. No se sentía ni halagado ni confuso,sino que sencillamente deseaba que la bromatocase a su fin. Apenas si se dolía ahora de loque poco antes le había parecido una estúpidafalta de tacto, porque comprendía que su íntimaaventura no peligraba por aquellas palabras. Ysu cara reflejó la falsa sonrisa de su rival.

––¡Confiesa! ––repitió Heron, golpeándoleotra vez en la pantorrilla.

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El golpe era una broma, pero no tan suavecomo el primero. Stephen sintió un escozor enla piel, un ardor apenas doloroso; e inclinándo-se sumisamente empezó a recitar el Confiteorcomo para corresponder al tono jocoso de sucompañero. La cosa terminó bien porque Herony Wallis se echaron a reír tolerantemente anteaquella irreverencia.

Los labios de Stephen eran solamente los querecitaban la confesión, pues mientras pronun-ciaba las palabras, un repentino recuerdo lehabía transportado a otra escena, evocada comopor magia al notar las arruguillas crueles quecon la risa se le formaban a Heron en los ángu-los de la boca y al sentirse en la pantorrilla elgolpecito cariñoso del bastón y escuchar laamonestación amical: Confiesa.

Era hacia el final del primer trimestre pasadoen el colegio, cuando él estaba todavía en sexto.Su sensible naturaleza se resentía aún del pesode la oscuridad y la sordidez de su nueva ma-nera de vida. Su alma estaba aún conturbada y

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deprimida por la sombría monstruosidad deDublín. Stephen había emergido de dos años desueño encantado para encontrarse de pronto enun escenario distinto, donde cada evento y cadapersonaje le afectaban íntimamente, sedu-ciéndole a veces y otras descorazonándole, perollenándole siempre de intranquilidad y amar-gos pensamientos, lo mismo cuando le descora-zonaban que cuando le seducían. Todo el vagarque su vida de colegial le dejaba lo pasaba en lacompañía de escritores subversivos, cuyos sar-casmos y virulencias fermentaban lentamenteen su cerebro para reflejarse después en suspropios y aún no sazonados escritos.

La composición literaria era la principal ocu-pación que tenía durante la semana, y todos losmartes, cuando iba de casa al colegio, augurabala suerte que le esperaba deduciéndola de lasincidencias del camino; si veía a alguien quecaminara delante de él, se proponía pasarleantes de llegar a un punto determinado, o bieniba colocando sus pisadas cuidadosamente en

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las junturas de las losas de la acera, diciéndosea cada pisada: seré el primero en el ensayo; noseré el primero en el ensayo.

Cierto martes, la serie de sus triunfos se viointerrumpida de repente. Míster Tate, el profe-sor de inglés, le señaló con el dedo y dijo brus-camente:

––Este muchacho tiene una herejía en el ensa-yo.

Silencio sepulcral en la clase. Míster Tate nolo interrumpió sino que se puso a hurgarse conuna mano entre los muslos, en tanto que se oíachascar el almidón de su camisa alrededor delcuello y hacia los puños. Stephen no levantó losojos. Era una mañana cruda de primavera y susojos estaban todavía débiles y doloridos. Se viofracasado y cogido; sintió la sordidez de su es-píritu y la de su casa, y en la nuca, el roce delcuello vuelto y raído.

Un sonoro golpe de risa del profesor permitiórespirar más a gusto a los alumnos.

––Quizás no se ha dado usted cuenta.

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––¿En dónde está? ––preguntó Stephen.Míster Tate dejó de hurgarse y extendió el es-

crito.––Aquí. Es hablando del Criador y del alma.

Emm... emm... emm... emm... ¡Ah!, sin que nuncapuedan llegar a aproximarse. Eso es una herejía.

Stephen murmuró:––He querido decir sin que nunca puedan llegar

a alcanzarse.Era someterse. Míster Tate se apaciguó y do-

blando el ejercicio se lo alargó diciendo:––¡Ah!... Bueno... Alcanzarse. Eso es ya otra co-

sa.Pero la clase no se había apaciguado tan pres-

tamente. Aunque nadie le habló del incidentedespués de la clase, Stephen pudo notar a sualrededor una especie de alegría malévola.

Unos días después de este tropiezo, iba Step-hen al anochecer con una carta en la mano porel camino de Drumcodra, cuando oyó una vozque gritaba:

––¡Alto!

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Se volvió y pudo distinguir entre las sombrascrepusculares a tres de sus compañeros que lesalían al paso.

Heron, que era el que había gritado, avanzabaentre sus dos acompañantes hendiendo el airecon un bastoncillo delgado a compás de laspisadas. Su amigo Boland marchaba al lado deél con una sonrisa forzada en el rostro, mientrasque el otro, Nash, venía unos cuantos pasostrasero, resollando a causa de la velocidad dulamarcha y haciendo oscilar su gran cabezotarojiza.

Ya reunidos todos, se internaron por la callede Clonliffe e inmediatamente se pusieron ahablar de libros y escritores, diciendo los librosque estaban leyendo y cuántos volúmenes teníaen la librería el padre de cada uno. Stephen lesestaba escuchando con cierta extrañeza, porqueBoland era el azote de la clase y Nash el vagopor excelencia de la misma. En efecto, despuésde charlar algún tiempo sobre sus autores favo-

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ritos, Nash se declaró por el capitán Marryat,que, según dijo, era el más grande escritor.

––¡Quita! ––dijo Heron––. Pregúntale a Déda-lus. Dédalus, ¿cuál es el más grande escritor?

Stephen notó el sarcasmo de la pregunta y di-jo: ––¿En prosa?

––Sí.––Creo que Newman.––¿El cardenal Newman? ––preguntó Boland.––Sí ––contestó Stephen.A Nash se le amplificó en el rostro pecoso la

sonrisa doblada, al mismo tiempo que volvién-dose a Stephen, decía:

––¿Y a ti, Dédalus, te gusta el cardenal New-man?

––Hay mucha gente que afirma que Newmanes quien tiene el mejor estilo en prosa ––dijoHeron, para que se enteraran los otros dos––,pero, desde luego, no es poeta.

––Y dinos, Heron, ¿cuál es el mejor poeta? ––preguntó Boland.

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––Lord Tennyson, indudablemente ––contestó Heron.

––Claro, lord Tennyson ––dijo Nash––. En ca-sa tenemos todas sus poesías en un libro.

Al oír esto, Stephen olvidó todos los propósi-tos de callar que había estado haciendo y ex-clamó:

––¡Poeta, Tennyson! ¡Querrás decir un versifi-cador!

––¡Quítate de ahí! ––dijo Heron––. Todo elmundo sabe que Tennyson es el mejor poeta.

––¿Y quién es, según tu parecer, el mejor poe-ta? ––preguntó Boland, dándole con el codo asu vecino.

––Byron, desde luego ––contestó Stephen.Heron tomó la iniciativa rompiendo a reír

despectivamente y los otros dos se le unieron.––¿De qué os reís? ––preguntó Stephen.––De ti ––contestó Heron––. ¡Byron el mejor

poeta! No es más que un poeta para gentes sineducación.

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––¡Pues, sí que debe ser un poeta! ––comentóBoland.

––Lo mejor que puedes hacer tú es callarte ––dijo Stephen, encarándose decididamente conél––. Todo lo que tú sabes acerca de poesía, eslo que has escrito en las pizarras del patio, quefue por lo que te mandaron castigado al desván.

Se decía, en efecto, que Boland había escritoen las pizarras del patio un pareado acerca deun compañero que acostumbraba a volver delcolegio a casa a caballo en un pony:

Tyson iba a caballo hacia Jerusalén.Se cayó y se hizo daño en el kulipu-

lén.

Esta embestida hizo callar a los dos lugarte-nientes, pero Heron continuó:

––Por lo menos, no me negarás que Byron esherético e inmoral.

––Me tiene sin cuidado lo que sea ––exclamóvivamente Stephen.

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––¿Te tiene sin cuidado el que sea herético ono? ––dijo Nash.

––¿Qué es lo que entiendes tú de eso? ––saltóStephen––. No has leído un verso en tu vida, ano ser en una traducción. Ni tú, ni Boland tam-poco.

––¡Atención! Sujetadme bien a este hereje ––exclamó Heron.

En un instante Stephen se encontró prisione-ro.

––Tate te despabiló de lo lindo el otro díacuando aquello de la herejía que tenías en lacomposición.

––Ya se lo diré yo mañana ––dijo Boland.––¿Tú? ––exclamó Stephen––. ¡Te guardarás

muy mucho de abrir la boca!––¿Y eso?––Como que te va la vida.––¡A callarse! ––gritó Heron, fustigando en la

pierna a Stephen con el bastón.Ésta fue la señal para el ataque. Nash le trabó

los brazos por la espalda mientras que Boland

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cogía un tronco de col que yacía en el arroyo.Stephen, debatiéndose a patadas, bajo los bas-tonazos y los golpes del troncho nudoso, fueempujado contra una alambrada erizada depinchos.

––Confiesa que Byron no valía nada.––No.––Confiesa.––No.––Confiesa.––No. No.Al fin, tras una serie de embestidas, logró

desasirse. Sus verdugos huyeron en dirección alcamino de Jone riendo y mofándose, mientrasél, medio cegado por las lágrimas, echó a andarvacilantemente, crispando los puños enfureci-do, sollozando.

Y ahora, mientras recitaba el Confiteor entrelas risas indulgentes de los otros dos y mientraslas escenas de este ultrajante episodio pasabanincisivas y rápidas por su imaginación, se pre-guntaba por qué no guardaba mala voluntad a

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aquellos que le habían atormentado. No habíaolvidado en lo más mínimo su cobardía y sucrueldad, pero la evocación del cuadro no leexcitaba al enojo. A causa de esto, todas las des-cripciones de amores y de odios violentos quehabía encontrado en los libros le habían pareci-do fantásticas. Y aun aquella noche, al regresarvacilante hacia casa a lo largo del camino deJone, había sentido que había una fuerza ocultaque le iba quitando la capa de odio acumuladoen un momento con la misma facilidad con laque se desprende la suave piel de un fruto ma-duro.

Permanecía de pie con los otros dos compañe-ros en el extremo del cobertizo atendiendo va-gamente a su charla o a los estallidos de losaplausos que venían del teatro. Ella estaba sen-tada allí dentro, entre el público, esperando talvez a que él apareciese. Trató de evocar su ima-gen, pero no pudo. Se acordaba sólo de quellevaba un chal echado por la cabeza que lehacía como una capucha y que sus ojos oscuros

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le excitaban y le deprimían. Se preguntaba si élhabía estado en los pensamientos de ella delmismo modo que ella en los de él. Y luego, en laoscuridad, sin que los otros dos le pudieran ver,apoyó las puntas de los dedos de una manosobre la palma de la otra, tocándola apenas li-geramente. Mas la presión de los dedos de ellahabía sido más ligera y más firme; y de repenteel recuerdo de aquel roce le atravesó el cerebroy el cuerpo como una invisible onda.

Un muchacho vino corriendo hacia ellos através del cobertizo. Llegaba excitado y sinaliento.

––Anda, Dédalus ––gritó––, que Doyle está lamar de enfadado contigo. Tienes que ir inme-diatamente a vestirte para la representación.Anda, date prisa.

––Irá cuando le dé la gana ––contestó Heronal mensajero, arrastrando desdeñosamente laspalabras.

El muchacho se volvió hacia Heron y repitió:––Es que Doyle está horriblemente enfadado.

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––¿Quieres hacer el favor de ofrecer a Doylemis respetos y decirle que no me toque las nari-ces?

––Bueno, me tengo que ir ––dijo Stephen, aquien se le daba muy poco de puntillos de hon-ra.

––Yo que tú no iba ––dijo Heron––. ¡Vaya queno! Ésas no son maneras de mandar a buscar auno de los mayores. ¡Que está furioso! Ya esbastante que desempeñes un papel en ese con-denado comedión que se trae.

Este puntilloso espíritu de camaradería quehabía observado últimamente en su rival nolograba apartar a Stephen de sus hábitos detranquila obediencia. Desconfiaba de la turbu-lencia y dudaba de la sinceridad de una tal ca-maradería que le parecía una triste anticipaciónde la virilidad. El punto de honor suscitadoahora le resultaba tan trivial como todas estascuestiones. Mientras su imaginación había esta-do atareada persiguiendo fantasmas intangi-bles, o dejando de perseguirlos para caer en la

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irresolución, había estado escuchando constan-temente las voces de sus profesores que le exci-taban a ser antes que nada un perfecto caballeroy un buen católico. Estas voces habían llegado asonar en sus oídos como palabras vacías. Alabrirse el gimnasio, había oído otra voz que lemandaba ser fuerte, viril y saludable. Y cuandoel movimiento a favor de un renacimiento na-cional se había comenzado a sentir en el cole-gio, otra voz le había invitado a ser fiel a supatria y a ayudar a vivificar su lenguaje y sustradiciones. En lo profano, lo preveía, habríaotra voz que le invitaría a reconstruir con sutrabajo la derruida hacienda de su padre; y,entre tanto, la voz de sus compañeros le man-daba ser un buen camarada, encubrirlos en susfaltas, interceder por su perdón y hacer todoslos esfuerzos posibles para obtener días deasueto para el colegio. Y era el zumbido vacíode todas estas voces lo que le hacía titubear enla persecución de sus propios fantasmas. Sóloles prestaba atención por algún tiempo, y era

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feliz cuando podía estar lejos de ellas, fuera delalcance de su llamamiento, solo, o en compañíade sus propios y fantasmales compañeros.

En la sacristía estaban un jesuita rollizo y decara lustrosa y un viejo de traje azul raído, ocu-pados en revolver en un cajón de coloretes ylápices de caracterizar. Los chicos que habíansido ya caracterizados se paseaban de un lado aotro, o, parados y como estupefactos, se pasa-ban furtivamente los dedos por la cara. En me-dio de la sacristía, un jesuita, que estaba pasan-do unos días en el colegio, se balanceaba rítmi-camente, poniéndose de puntillas y dejándosecaer otra vez sobre los talones, todo con las ma-nos muy metidas en los bolsillos de la sotana yéstos echados hacia adelante. Su cabeza, pe-queña, adornada de rizos rojizos y lustrosos, ysu cara recientemente afeitada, iban bien con laimpecable corrección de su sotana y con susirreprochables zapatos.

Al observar esta figura oscilante y tratar dedescifrar la sonrisa burlona del religioso, le vino

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a Stephen a la memoria una cosa que había oídodecir a su padre antes de que le enviaran aClongowes: que se puede siempre reconocer aun jesuita por el corte de su traje. Y en el mismomomento pensó que le parecía reconocer unasemejanza entre la manera de ser de su padre yla de aquel j esuita bien vestido y sonriente. Ytuvo certeza de algo como una profanación deloficio de jesuita y aun de la misma sacristía,cuyo silencio había huido ante la charla en altavoz y el bromear, y cuya atmósfera estaba llenadel olor pungente de los mecheros de gas y dela grasa.

Mientras que el viejo le pintaba arrugas en lafrente y le embadurnaba las mejillas de negro yde azul, Stephen escuchaba distraído la voz deljesuita rollizo que le recomendaba que hablaraalto y que recalcara bien los pasajes graciosos.Se oía la banda que tocaba El lirio de Killarney ycomprendió que el telón se iba a levantar de-ntro de muy pocos minutos. No 'sentía ningúnmiedo de salir al escenario, pero le humillaba la

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idea del papel que iba a desempeñar. El recuer-do de algunos de los pasajes hizo que un ruborrepentino subiera hasta sus mejillas pintadas. Yvio los ojos de ella, pensativos y llenos de pro-mesas, que le miraban desde la sala; y esta ima-gen barrió todos sus escrúpulos dejando suvoluntad presta. Parecía que se le había infun-dido otra nueva naturaleza: que el contagio dela animada juventud que bullía a su alrededorse le había metido a él también en el alma ytransformado aquella desconfianza malhumo-rada que de ordinario tenía. Por un momento sevio revestido de la verdadera vitalidad juvenil.Y mezclado entre bastidores con los otros, par-ticipó de la alegría común en medio de la cualdos robustos padres izaron el telón que se fueelevando a tirones y todo torcido.

Momentos después se encontró en el escena-rio entre las deslumbrantes luces de gas y ladecoración borrosa, representando delante delas innumerables caras del vacío. Le sorprendíael ver que la comedia, que en los ensayos pare-

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cía una cosa deslavazada y sin vida, había co-brado de repente vida propia. Parecía ahoraque la comedia se representaba sola y que ellossólo ayudaban con sus papeles. Cuando el telóncayó tras la última escena, oyó cómo el vacío sellenaba de aplausos, y a través de una rendijapudo ver desde el escenario cómo aquel cuerpoúnico ante el cual había representado, se de-formaba como por magia, rompiéndose portodas partes el vacío de rostros y dividiéndoseen grupos atareados.

Abandonó rápidamente la escena, se despojóde su disfraz y atravesando la capilla entró enel jardín del colegio. Ahora que la representa-ción había terminado, sus nervios excitadosexigían una nueva aventura. Se precipitó haciaadelante como para atraparla. Las puertas delteatro estaban abiertas y el público había salidoya. En aquellas hileras que antes se le habíanimaginado como las amarras de un arca, que-daban ahora unos cuantos farolillos, balan-ceándose en la brisa nocturna, oscilando sin

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regocijo. Subió a toda prisa los escalones deentrada al colegio, como ávido de una presaque se le pudiera escapar, se abrió paso entre lamultitud que llenaba el vestíbulo y pasó junto ados jesuitas que presenciaban la desbandadahaciendo reverencias y cambiando apretones demano con los invitados. Y él empujaba haciaadelante, fingiendo una prisa todavía mayor, ydándose cuenta vagamente de la estela de mira-das, sonrisas y codazos que su empolva––dacabeza dejaba tras sí.

Cuando llegó a los escalones de la entrada vioa su familia que le estaba esperando a la luz delprimer farol. A primera vista notó que todas lasfiguras del grupo le eran familiares y bajó losescalones malhumorado.

––Tengo que llevar un recado a la calle Geor-ge ––le dijo precipitadamente a su padre––.Volveré a casa detrás de ustedes. Y sin aguar-dar a las preguntas de su padre, atravesó a todaprisa el camino y echó a andar a hopo colinaabajo. Apenas si sabía adónde iba. Orgullo, es-

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peranza y deseo, como hierbas pisoteadas en sucorazón, elevaban humaredas de un inciensoenloquecedor que cual una cortina cegaba lasluces de su espíritu: Bajaba velozmente entre eltumulto de estos vapores de orgullo herido, deesperanza arruinada, de deseo frustrado, queen un momento se habían levantado en su al-ma. Se elevaron ante sus ojos angustiados enuna densa y enloquecedora humareda, fluyerony se desvanecieron sobre él.

Por último, el aire quedó de nuevo transpa-rente y frío. Un velo recubría aún sus ojos, peroéstos no le ardían ya. Un poder semejante aaquel que otras veces había hecho desaparecerde él la cólera o el resentimiento, fue el que lehizo pararse.

Se detuvo y se quedó mirando el sombríopórtico del depósito de cadáveres y la callejuelaempedrada de al lado. Vio el nombre de la ca-llejuela, Lotts, escrito en la pared, y respiródespacio el aire rancio y denso que de ella salía.

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––Esto son orines de caballo y paja podrida ––pensó––. Es bueno respirar este olor. Me calma-rá el corazón. Ahora mi corazón está ya absolu-tamente tranquilo. Regresaré.

Stephen se encontraba de nuevo sentado jun-to a su padre, en un rincón de un vagón delferrocarril en Kingsbridge. Iban a Cork y aquélera el correo de la noche. Cuando el tren arran-có de la estación, le vino a la memoria aquelasombro infantil experimentado años atrás elprimer día de su estancia en Clongowes. Peroahora no experimentaba asombro ninguno. Ve-ía cómo iban resbalando hacia atrás las tierrascada vez más sombrías y los silenciosos postesdel telégrafo que cada cuatro segundos pasabanrápidamente por la ventana y las pequeñas es-taciones penumbrosas, guardadas sólo por al-gunos tranquilos vigilantes, arrojadas por eltren a su espalda, titilantes un momento en laoscuridad como chispas de fuego proyectadashacia atrás en plena carrera.

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Escuchaba sin interés ninguno la evocaciónque su padre hacía de Cork y de las escenas desu juventud, narración interrumpida a menudopor suspiros o por tragos de la cantimplora debolsillo, cada vez que la imagen de un amigomuerto salía a relucir en ella o siempre que elnarrador recordaba el objeto mismo de su viajeactual. Stephen escuchaba pero no podía sentirpiedad alguna. Las imágenes de los muertos leeran todas extrañas, excepto la de tío Charles,que últimamente se había casi borrado de sumemoria. Sabía, sin embargo, que los bienes desu padre iban a ser vendidos en subasta, y aunen esta manera de perder lo propio, pudo com-prender que el mundo daba un rudo mentís asu fantasía.

Al pasar por Maryborough cayó dormido.Cuando se despertó, el tren había ya dejadoatrás Mallow, y su padre dormía tumbado en elasiento frontero. La fría luz del amanecer caíasobre el campo, sobre las tierras desoladas y lascerradas cabañas. Y al mirar el campo silencioso

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o al oír de vez en cuando la respiración profun-da y los súbitos movimientos que su padrehacía al dormir, el terror del sueño fascinaba suespíritu. La vecindad de invisibles durmientesle llenaba de horror, como si le pudieran hacerdaño, y rezaba para que el día viniese pronto.Su oración no se dirigía a Dios ni a ningún san-to, sino que comenzaba con un escalofrío, delaire que por la ranura de la portezuela hasta suspies entraba, y concluía por una serie de pala-bras sin sentido, pero acomodadas al ritmo in-sistente del tren. Y silenciosamente, a inter

valos de cuatro segundos, los postes del telé-grafo cerraban un compás preciso de notas ga-lopantes. La desatentada música aliviaba suhorror, y recostándose sobre el borde de la ven-tanilla, dejó caer los párpados de nuevo.

Atravesaron, en un carricoche de dos ruedas,las calles de Cork a las primeras horas de lamadrugada, y Stephen acabó su sueño en unaalcoba del Hotel Victoria. Un sol alegre y calien-te fluía de la ventana, y se oía el barullo del

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tráfico. Su padre estaba en pie delante del toca-dor contemplándose con gran cuidado el pelo,la cara y el bigote, estirando el cuello por enci-ma del jarro, y apartándose de lado para poderver mejor. Mientras tanto cantaba en voz baja,con extraño acento y vocalización pintoresca:

Juventud y locuranos casan cuando jóvenes,por eso aquí no puedoquedarme ya.

Para lo que no hay curano hay más que sepultura.Con que, adiós, que me voya Americá.

Ay, mi niña la linda,mi niña placentera,tú eres cual whisky nuevo,cariño mío,

que, si se pone añejo,

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se torna frío y viejoy se evapora y muerecomo rocío.

La idea de que la ciudad caliente y soleadaesperaba al otro lado de la ventana y los tiernostrémolos con los que su padre adornaba su can-cioncilla, extraña, triste y al par regocijada, ba-rrieron del cerebro de Stephen todas las nieblasdel mal humor de la noche. Se levantó rápida-mente, se vistió y, cuando la canción hubo ter-minado, dijo:

––Eso es mucho más bonito que cualquiera delos Venid todos vosotros, que acostumbras a can-tar.

––¿Crees tú?––Me gusta ––dijo Stephen.––Es un aire viejo ––dijo míster Dédalus

mientras se atusaba las guías del bigote–– ¡Ay,si se lo hubieras oído a Mick Lacy! ¡Pobre MickLacy! ¡Él sí qué le daba giros especiales y que lo

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adornaba mucho mejor que yo! ¡Aquél sí queera mozo para cantar un Venid todos vosotros!

Míster Dédalus había encargado un plato lo-cal de embutidos para desayunar y durante lacomida interrogó de punta a cabo al camareroacerca de todas las novedades locales. Casinunca se entendían porque, cuando sonaba unnombre, el camarero se refería a su actual po-seedor y míster Dédalus pensaba en el padre oquizás en el abuelo.

––Bueno, por lo menos espero que no sehabrán llevado el Colegio de la Reina del sitiodonde estaba ––dijo míster Dédalus––, porquequiero enseñárselo a este pollastre que traigoconmigo.

Los árboles estaban en flor a lo largo delMardyke. Entraron en los campos del colegio yfue––ron conducidos a través del patio por unportero charlatán. Pero su marcha a través delpatio se veía interrumpida a cada docena depasos por un alto, a causa de alguna novedadcontada por el portero.

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––¿Qué me cuenta usted? ¿Y ha muerto el po-bre Pottlebelly?

––Sí, señor. Ha muerto.A cada una de esas paradas, Stephen perma-

necía embarazosamente detrás de los dos hom-bres, aburrido de la conversación y deseandoreanudar la marcha de nuevo. Cuando hubie-ron cruzado el patio, su intranquilidad se habíaya convertido en fiebre. Y se maravillaba decómo su padre, al que tenía por astuto y suspi-caz, se dejaba engañar por los modales servilesdel portero. Y el fuerte acento meridional que lehabía divertido durante toda la mañana resul-taba ahora insoportable a sus oídos.

Entraron en el anfiteatro de anatomía, dondemíster Dédalus, ayudado por el portero, se pu-so a buscar para encontrar sus iniciales. Stephenpermanecía en el fondo, deprimido ahora másque nunca a causa de la oscuridad y silencio dellugar y de su ambiente adusto y cansino desitio de trabajo. En un pupitre leyó la palabraFeto grabada varias veces en la madera oscura y

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manchada. Esta palabra sobrecogió su espíritu;le pareció sentir en torno a él a los ausentes es-tudiantes del colegio y espantarse de su com-pañía. Y una visión de la vida de ellos que laspalabras de su padre habían sido incapaces deevocar, se elevó ante sus ojos como si brotara delas letras grabadas en la mesa. Un estudianteancho de hombros y con bigote estaba graban-do gravemente el letrero a punta de navaja.Otros estudiantes estaban de pie o sentadoscerca de él y se reían de verle tan afanado. Unole empuja con el codo. El robusto estudiante sevuelve hacia él frunciendo el entrecejo. Llevaun vestido gris amplio y unas botas amarillas.

Stephen oyó que le llamaban. Bajó a toda pri-sa por las gradas del anfiteatro para apartarsetodo lo posible de la visión y procuró ocultar elarrebato del rostro acercando mucho la cara alas iniciales de su padre. Pero la palabra y la vi-sión retozaban delante de sus ojos al regresarpor el patio camino de la puerta de entrada. Leextrañaba el encontrar en el mundo externo

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huellas de aquello que él había estimado hastaentonces como una repugnante y peculiar en-fermedad de su propia imaginación. Sus sueñosmonstruosos le acudieron en tropel a la memo-ria. También ellos habían brotado furiosamente,de improviso, sugeridos por simples palabras.Y él se había rendido y los había dejado filtrarsepor su inteligencia y profanarla, sin saber nuncade qué caverna de monstruosas imágenes pro-cedían, dejándole siempre, tan pronto como sedesvanecían, débil y humilde ante los demás,asqueado de sí mismo e intranquilo.

––¡Mira, caramba! ––dijo míster Dédalus––.Apostaría cualquier cosa a que aquello son lasAbacerías. Seguramente que me has oído hablarmuchas veces de las Abacerías, ¿no es verdad,Stephen? ¡Cuántas veces nos hemos escapadodespués de pasar lista y nos hemos venidoaquí! Éramos una nube: Harry Peard y JackMountain y Bob Dyas y Maurice Moriarty elfrancés y Tom O'Grady y Mick Lacy del que te

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hablaba esta mañana, y Joey Corbet y aquelbuenazo de Johnny Keevers, el de Tantiles.

A lo largo del Mardyke, las hojas de los árbo-les se movían susurrantes bajo la luz del sol.Pasó un equipo de jugadores de cricket. En unacallejuela tranquila tocaba una charanga decinco músicos alemanes, de uniformes desteñi-dos e instrumentos derrotados. Un grupo degolfillos de la calle y de recaderos desocupadosse había congregado delante de ellos. Una cria-da con bonete y delantal blanco estaba regandouna maceta en un alféizar que resplandecíacomo una losa de piedra caliza bajo la luz ca-liente y deslumbrante. Y a través de otra venta-na abierta, venían las notas de un piano que es-cala tras escala iban trepando por el teclado.

Stephen caminaba al lado de su padre, oyen-do historias que ya conocía, escuchando unavez más los nombres de aquellos calaveras quehabían sido los compañeros de juventud de supadre, ya muertos o desparramados por elmundo. Un vago malestar temblaba en su cora-

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zón. Y evocaba su propia y equívoca posiciónen el colegio de Belvedere, alumno externo,primero de su clase, atemorizado de su propiaautoridad, orgulloso, sensible y suspicaz, enlucha continua contra la miseria de su propiavida y el tumulto de sus pensamientos. Aque-llas letras grabadas en la manchada madera delpupitre le estaban contemplando fijamente,como si hicieran befa de su flaqueza corporal yde sus fútiles entusiasmos, le provocaran a larepugnancia de su propia locura y de las asque-rosas orgías de su mente. La saliva le amargabaen la boca y un vago malestar le subió al cere-bro, hasta tal punto, que tuvo que cerrar por unmomento los ojos, caminando a ciegas.

Aún seguía la voz de su padre:––El día que comiences a vivir por ti mismo,

lo que supongo que ocurrirá de un momento aotro, aunque te dediques a lo que te dediques,ten cuidado de juntarte con verdaderos caballe-ros. Cuando yo era muchacho, ya te digo que lahe gozado de lo lindo. Pero me juntaba con

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compañeros muy decentes. Cada cual tenía suhabilidad. Uno poseía una hermosa voz, aquélera un buen actor, el otro sabía cantar una can-ción con gracia, tal era un buen remero o unbuen jugador de raqueta, el de más allá sabíacontar bien un cuento, y así sucesivamente. Lapelota estaba siempre en el tejado y la gozába-mos de lo lindo y conocíamos un poco el mun-do, sin que ninguno de nosotros se quedaraatrás. Pero, Stephen, todos éramos caballeros, almenos así lo creo yo, y, además, irlandeses hon-rados y fieles a machamartillo. Ésa es la gentecon la que yo quiero que te juntes, con gente debuen natural. Te estoy hablando como a unamigo, Stephen. Yo no pienso que un hijo pue-da tener miedo a su padre. No: yo te trato delmismo modo que tu abuelo me trataba a mí,cuando yo era aún un mocoso. Parecíamos másbien dos hermanos que padre e hijo. Nunca meolvidaré del primer día que me pescó fumando.Estaba yo al fin de la Terraza del Sur con otrosmequetrefes como yo, y desde luego nos las

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dábamos de personas maduras porque tenía-mos una pipa en la boca. Y, de pronto: mi padreque pasa. No dijo una palabra, ni siquiera separó. Pero al día siguiente, que era domingo,fuimos juntos a dar un paseo y cuando ya re-gresábamos, saca la petaca y me dice: Ya propó-sito, Simón, yo no sabía que tú fumases ni cosa quese le pareciese. Yo hice desde luego lo posiblepara conllevar la situación. Si quieres saborearcosa buena, añadió, prueba uno de estos puros. Melos ha regalado anoche, en Queenstown, un capitánamericano.

Stephen notó que la voz de su padre se des-hacía en una carcajada: una carcajada que eracasi un sollozo.

––Era en aquel tiempo el mozo más gallardode Cork. ¡Cristo, si lo era! Las mujeres se volví-an en la calle para mirarle.

Oyó que el sollozo se hundía sonoramente enla garganta de su padre y un impulso nerviosole hizo abrir los ojos. La luz del sol, al romperde improviso contra sus pupilas, transformaba

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el cielo y las nubes en un mundo fantástico demasas sombrías entre lagos de luz densa y ro-sada. Su mismo cerebro era débil e impotente.Apenas si podía interpretar los letreros de lastiendas. Porque aquella monstruosa vida suyale había arrojado más allá de los límites de loreal. No había cosa del mundo real que le dijeranada, que le conmoviera, a no ser que desperta-ra un eco de aquellos alaridos furiosos que élsentía brotar de su interior. No podía respondera las llamadas de la tierra ni de los hombres,sordo e insensible a la voz del verano y al gozode la camaradería, ahíto y descorazonado de oírel sonido de las palabras de su padre. Apenas sipodía reconocer como propios sus pensamien-tos. Y se repitió lentamente en voz baja:

––Yo soy Stephen Dédalus. Voy andando jun-to a mi padre que se llama Simón Dédalus. Es-tamos en Cork, en Irlanda. Cork es una ciudad.Nuestra habitación está en el Hotel Victoria.Victoria, Stephen, Simón. Nombres.

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Se le nubló de repente el recuerdo de su ni-ñez. Trataba de evocar sus vívidos incidentes yno podía. Sólo recordaba nombres. Dante, Par-nell, Clane, Clongowes. Una señora de edadque tenía dos cepillos en su armario y enseñabageografia a un niño pequeñito. Luego le habíanenviado de casa al colegio, había hecho la pri-mera comunión, había comido tiras de pasta demalvavisco que iba sacando de su gorra decricket, había visto desde su camita, en la en-fermería, cómo el fuego saltaba y danzaba sobrela pared y había soñado que se había muerto yque el rector, revestido de una capa dorada ynegra, decía una misa por su alma y que le en-terraban en el reducido camposanto de la co-munidad, al otro lado de la avenida de los tilos.Pero no se había muerto. Parnell era el que sehabía muerto. No había habido misa en la capi-lla por el difunto ni procesión. No se habíamuerto, sino que se había desvanecido comouna placa impresionada a la luz del sol. Sehabía perdido o había emigrado de la existen-

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cia, porque ya no existía. ¡Qué extraño era elpensar que él había dejado de existir de estemodo, no a través de la muerte, sino desvane-cido al sol, o perdido y olvidado, Dios sabedónde, en medio del universo! Y extraño tam-bién, ver que su cuerpecillo reaparecía ahorapor un momento: un niñín vestido con un trajegris de cinturón. Con las manos en los bolsillosylos pantalones sujetos por elásticos a las rodi-llas.

La tarde del día en que los bienes fueron ven-didos, Stephen siguió mecánicamente a su pa-dre por la ciudad de taberna en taberna. A losvendedores del mercado, a los camareros y a lasmozas de mostrador, a los mendigos que leimportunaban pidiendo una limosna, místerDédalus les había repetido la misma historia,que él era de Cork y que había estado durantetreinta años tratando de librarse allá arriba, enDublín, de su acento del sur; y que aquel Pericoel de los Palotes que iba con él era su hijo, peroque aquél ya no era más que un castizo de Du-

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blín. Habían salido de mañana del café deNewcombe, donde la taza de míster Dédalushabía temblequeado en el platillo, mientrasStephen, moviendo la silla y con toses fingidas,procuraba ocultar las vergonzosas señales de lacorrería alcohólica de su padre, la noche pasa-da. Las humillaciones habían venido una trasotra: las falsas sonrisas de los vendedores delmercado, los meneos y los guiños de las mozasde bar con las que su padre se dedicaba a ti-marse, los cumplimientos y las palabras alenta-doras de los amigos de míster Dédalus. Todoshabían dicho que Stephen era el vivo retrato desu abuelo y el padre había convenido en que loera, aunque ni la mitad de buen mozo. Se habí-an dedicado a rastrear huellas del acento deCork en su manera de hablar y se habían obsti-nado en que confesara que el Lee era un ríomucho más hermoso que el Liffey. Uno de elloshabía puesto a prueba el latín de Stephenhaciéndole traducir algunos pasajes de Dilectoy le había preguntado qué era lo gramatical, si

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Tempora mutantur nos et mutamur in illis, oTempora mutantur et nos mutamur in illis. Y otro,un viejecito muy vivo, a quien míster Dédalusllamaba Johnny Cashman, le había hecho rubo-rizarse preguntándole cuáles eran más bonitas,si las chicas de Dublín o las de Cork.

––No está hecho a eso. Déjele usted estar. Esun chico de cabeza sentada que no se preocupade esas tonterías.

––Entonces no es el hijo de su padre ––contestó el vejete.

––Nadie puede estar seguro ––dijo místerDédalus sonriendo afablemente.

––Tu padre ––dijo el viejecito–– era en sustiempos el tenorio más grande de toda la ciu-dad de Cork. ¿Sabías tú eso?

Stephen miraba al suelo estudiando el pisoembaldosado del bar en el que se habían meti-do.

––No me le soliviante usted la cabeza ––dijomíster Dédalus––. Déjele usted tranquilo.

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––Desde luego que no le soliviantaré la cabe-za. Soy bastante viejo para ser su abuelo. Por-que yo soy realmente abuelo ––le dijo elviejeci-llo a Stephen––. ¿No sabías tú eso?

––¿Sí? ––preguntó Stephen.––Vaya si lo soy ––contestó el vejete––. Tengo

dos nietos, dos mozancones que están en Sun-day's Wells. Bueno, y ahora, ¿qué edad crees túque tengo? Y que me acuerdo de haber visto atu abuelo saliendo de montería con su levitaencarnada. Claro que eso era cuando tú nohabías nacido aún.

––Ni en el pensamiento ––comentó místerDédalus.

––Vaya si lo vi ––repitió el viejecito––. Y aúnmás, que me puedo acordar hasta de tu bis-abuelo, el viejo John Stephen Dédalus, y que eraun camorrista formidable. Conque, mira, eso estener memoria.

––Tres generaciones, quiá, cuatro generacio-nes ––dijo otro del grupo––. Que usted JohnnyCashman no debe de andar lejos de los ciento.

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––Hombre, para decirte la verdad, tengo jus-to, justo, los veintisiete.

––Tenemos la edad que nos sentimos dentro,Johnny ––dijo míster Dédalus––. Conque tóme-se usted eso que tiene ahí y que nos traigan otrade lo mismo. Tú, Tim o Tom, o como te llames:tráenos otra de lo mismo. Yo me siento de diezy ocho años. Aquí tienen ustedes a este hijomío, que no tiene la mitad de mi edad, y sinembargo, le doy ciento y raya, ahora y siempre.

––No hay que exagerar, Dédalus. Me pareceque ya es tiempo de que vayas pensando enpasar a la reserva ––dijo el que había habladoantes.

––¡No, por Cristo! ––afirmó míster Dédalus––.Que me pongo con él donde sea a cantar un ariade tenor, o a saltar un portillo de cinco travie-sas, o a correr tras los perros en el campo, comohice treinta años hace con el chico de Kerry, queera el primero para eso.

––Pero me parece que éste te ganaría a esto ––dijo el viejecito golpeándose en la frente y le-

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vantando al mismo tiempo el vaso para acabar-lo de apurar.

––Bueno, yo espero que ha de ser un hombretan entero como su padre. Esto es todo lo quepuedo decir ––dijo míster Dédalus.

––Silo es, eso basta ––sentenció el viejo.––Y démosle gracias a Dios ––dijo míster Dé-

dalus–– que en tanto tiempo como hemos vivi-do, nunca hemos hecho el menor daño a nadie.

––No, sino mucho de bueno ––rectificó el ve-jete gravemente––. Gracias sean dadas a Diosporque hemos vivido largo tiempo y hemoshecho el bien.

Stephen observaba cómo los vasos se levanta-ban del mostrador cada vez que su padre y suscompinches bebían a la memoria de su pasado.Un abismo abierto por el sino o por el tempe-ramento le separaba de ellos. Su alma parecíamás vieja que la de ellos, y brillaba fríamentesobre sus porfías, sus alegrías y sus pesares,como una luna sobre una tierra más joven. Ni lavida de la juventud se había agitado en él como

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en ellos. No había conocido ni el placer de lacamaradería, ni la ruda salud viril, ni la piedadfilial. Nada se agitaba en su alma fuera de unasensualidad fría, cruel y sin amor. Su niñez es-taba muerta o perdida, y con ella, el alma propi-cia a las alegrías elementales. Y estaba derivan-do por la vida como la cáscara estéril dula luna.

¿Viene tu palidez de aquel hastíode trepar por los cielos contemplan-

dola tierra, ¡oh ; tú la errante y solita-

ria...?

Se repitió en voz baja los versos del fragmen-to de Shelley. Aquella asociación simultáneaque en ellos había de triste esterilidad humanay actividad de vastos ciclos extrahumanos re-frigeró el espíritu de Stephen. Y se olvidó de supropio dolor, estéril y humano.

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La madre de Stephen, su hermano y uno desus primos estaban esperando en la esquina dela tranquila plaza Foster, mientras él y su padresubían los escalones y pasaban a lo largo de lacolumnata bajo la cual un soldado escocés esta-ba de centinela. Cuando hubieron entrado en elgran vestíbulo, se aproximaron a una ventanillay Stephen exhibió su mandato de pago contra elBanco de Irlanda por la suma de treinta y treslibras. Y esta cantidad, suma de la dotación desu beca y de su premio de composición litera-ria, le fue entregada inmediatamente por el pa-gador en billetes y monedas, respectivamente.Con fingida parsimonia se las metió en el bolsi-llo y aún hubo de aguantar que el empleado,con el cual su padre había estado charlando, lediera la mano por encima del ancho contador yle deseara un brillante porvenir. Estaba impa-ciente de oírles hablar y no podía lograr que suspies se estuvieran quietos. Pero el empleadotodavía defirió el atender a los que esperabanpara decir que los tiempos habían cambiado

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mucho y que no había nada mejor que dar unabuena educación a un hijo, fuese al precio quefuese. Todavía se entretuvo míster Dédalus enel vestíbulo mirando en torno de sí y al techo ydiciendo a Stephen, el cual le estaba dando pri-sa para que saliesen, que estaban en aquel mo-mento en la casa de los comunes del antiguoparlamento irlandés.

––¡Dios se apiade de nosotros! ––dijo piado-samente––, ¡pensar en los hombres de aquellostiempos, Hely Hutchinson y Flood y HenryGrattan y Charles Kendal Bushe, y pasar des-pués a los aristócratas que nos han tocado ensuerte, a los directores actuales del pueblo ir-landés, en Irlanda y fuera de ella! Cuando niaun muertos y en un campo de diez fanegaspodrían ponerse los de ahora al lado de aqué-llos. No, Stephen; siento decirte que los quetenemos ahora son tan estúpidos como aquellode: «vagando una mañana de mayo hermosa,en el alegre mes del dulce junio».

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Un viento cortante de octubre soplaba en losalrededores del banco. Las tres personas queesperaban en el borde de la acera embarrada,tenían la cara amoratada de frío y los ojoshumedecidos. Stephen observó el vestido ligerode su madre y recordó que había visto hacíaalgunos días en el escaparate de Barnardo unabrigo marcado con el precio de veinte guineas.

––Bueno. Ya está ––dijo míster Dédalus.––Lo mejor que podríamos hacer sería ir a

comer ––dijo Stephen––. ¿A dónde vamos?––¿A comer? ––preguntó míster Dédalus––.

Bueno, puede ser que sea lo mejor. ¿Qué osparece?

––A algún sitio que no sea muy caro ––dijomistress Dédalus.

––¿A Underdone?––Sí. A algún sitio tranquilo.––Venid ––dijo rápidamente Stephen––. No

importa el precio.

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Y echó a andar por delante, sonriendo, a pa-sos cortos y nerviosos. Los otros trataron deseguirle riéndose también de sus prisas.

––Oye, Stephen, haz el favor de tomarlo conmás tranquilidad. No vamos a ganar el premiode la media milla, ¿no es eso?

Fue una corta temporada de diversiones en lacual el dinero de los premios fluyó abundante-mente de los dedos de Stephen. De las tiendasdel centro llegaban grandes paquetes de comes-tibles, de golosinas y de frutos secos. Cada díacombinaba una lista diferente de platos para lafamilia y todas las noches invitaba al teatro auna partida de tres o cuatro personas para verIngomar o La dama de Lyons. En los bolsillos de lachaqueta llevaba pastillas de chocolate paraobsequiar a sus invitados y los bolsillos delpantalón le reventaban de monedas de plata ycobre. Compró regalos para todo el mundo,repasó por menudo su habitación, escribió pro-gramas de vida, cambió de sitio en los estantestodos sus libros, se desojó leyendo listas de pre-

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cios de toda clase de cosas, estableció una espe-cie de república para la casa, en la cual cadapersona tenía su cargo, abrió un banco de prés-tamos para la familia y apremiaba a tomar can-tidades a préstamo a todo el que se ofrecía aello sólo por darse el gustazo de extender reci-bos y de calcular los intereses de las sumasprestadas. Cuando ya no le quedó otra cosa, sededicó a recorrer la ciudad en tranvía de uncabo a otro. Por último, el período de deleitesllegó a su término. El bote de esmalte rosa seconcluyó y el maderamen de su alcoba quedó amedio pintar y lleno de chafarrinones.

La casa volvió a su manera acostumbrada devida. Su madre ya no tenía ocasión de repren-derle por malgastar el dinero. Él también volvióa su acostumbrada vida de colegial y todas susoriginales empresas se derrumbaron. La repú-blica fracasó, el banco cerró sus arcas y sus li-bros con notable pérdida, y las reglas de vidaque se había trazado a sí mismo cayeron endesuso.

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¡Cuán necio había sido su intento! Había tra-tado de construir un dique de orden y eleganciacontra la sórdida marea de la vida que le ro-deaba y de contener el poderoso empuje de sumarejada interior por medio de reglas de con-ducta y activos intereses y nuevas relacionesfiliales. Todo inútil. Las aguas habían saltadopor encima de sus barreras lo mismo por fueraque por dentro. Y las aguas continuaban suempuje furioso por encima del malecón derrui-do.

Y vio también claramente su inútil aislamien-to. No se había acercado ni un solo paso a aque-llas vidas a las cuales había tratado de aproxi-marse, ni había logrado echar un puente sobreel abismo de vergüenza y de rencor que le se-paraba de su madre y de sus hermanos. Apenassi sentía la comunidad de sangre con ellos, ape-nas si se imaginaba ligado a ellos más por unaespecie de misterioso parentesco adoptivo: hijoadoptivo y hermano adoptivo.

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Se dedicó a aplacarlos monstruosos deseos desu corazón ante los cuales todas las demás co-sas le resultaban vacías y extrañas. Se le impor-taba poco de estar en pecado mortal y de que suvida sé hubiera convertido en un tejido de sub-terfugios y falsedades. Nada había sagrado pa-ra el salvaje deseo de realizar las enormidadesque le preocupaban. Soportaba cínicamente lospormenores de sus orgías secretas, en las cualesse complacía en profanar pacientemente cual-quier imagen que hubiera atraído sus ojos. Díay noche se movía entre falseadas imágenes delmundo externo. Tal figura que durante el día lehabía parecido inexpresiva e inocente, se leacercaba luego por la noche entre las espiralessombrías del sueño con una malicia lasciva,brillantes los ojos de goce sensual. Sólo el des-pertar le atormentaba con sus confusos recuer-dos del orgiástico desenfreno, con el sentidoagudo y humillante de la transgresión.

Y volvió a sus correrías. Los atardeceres vela-dos del otoño le invitaban a andar de calle en

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calle como lo había hecho años antes por lasapacibles avenidas de Blackrock. Pero faltabaahora la visión de los jardines recortados y delas acogedoras luces de las ventanas, quehubiera podido ejercer una influencia calmantesobre él. Sólo a veces, en las pausas del deseo,cuando la lujuria que le estaba consumiendodejaba espacio para una languidez más suave,la imagen de Mercedes atravesaba por el fondode su memoria.

Y volvía a ver la casita blanca y el jardín llenode rosales en el camino que lleva a las monta-ñas y recordaba el orgulloso gesto de desaireque había de hacer allí, de pie, en el jardín ba-ñado en luz lunar, tras muchos años de extra-ñamiento y aventura. En estos momentos, lasdulces palabras de Claude Melnotte subían has-ta sus labios y aplacaban su intranquilidad.

Sentía un vago presentimiento de aquella citaque había estado buscando, y a pesar de lahorrible realidad interpuesta entre su esperanzade entonces y lo presente, preveía aquel sagra-

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do encuentro que en otro tiempo había imagi-nado y en el cual habían de desprenderse de élla debilidad, la timidez y la inexperiencia.

Tales momentos pasaban pronto, y las devo-radoras llamas de la lujuria brotaban de nuevo.Los versos se borraban de sus labios y los gritosinarticulados y las palabras bestiales, nuncapronunciadas, brotaban ahora de su cerebrotratando de buscar salida. Su sangre estaba al-borotada. Erraba arriba y abajo por calles oscu-ras y fangosas, escudriñando en la sombra delas callejuelas y de las puertas, escuchando ávi-damente cualquier sonido. Gemía como unabestia fracasada en su rapiña. Nacesitaba pecarcon otro ser de su misma naturaleza, forzar aotro ser a pecar con él, regocijarse con una mu-jer en el pecado. Sentía una presencia oscuraque venía hacia él de entre las sombras, unapresencia sutil y susurrante como una riada quele fuera anegando completamente. Era unmurmullo que le cerraba los oídos: tal el mur-mullo de una multitud dormida. Ondas sutiles

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penetraban todo su ser. Las manos se le crispa-ban convulsivamente y apretaba los dientescomo si sufriera la agonía de aquella pe-netración. En la calle extendía los brazos paraalcanzar la forma huidiza y frágil que se le es-capaba incitándole... Hasta que, por fin, el gritoque había ahogado tanto tiempo en su gargantabrotó ahora de sus labios. Brotó de él como ungemido de desesperación de un infierno decondenados y se desvaneció en un furioso ge-mido de súplica, como un lamento por un ini-cuo abandono, un lamento que era sólo el ecode una inscripción obscena que había leído enla rezumante pared de un urinario.

Había estado errando por un laberinto de ca-lles estrechas y sucias. De las malolientes calle-juelas venían tumultos de voces roncas y dedisputas, y lentas tonadas de cantores bo-rrachos. Y siguió adelante, sin desmayar, pen-sando si tal vez habría ido a dar al barrio de losjudíos. Cruzaban de casa a casa muchachas ymujeres vestidas con trajes largos y chillones,

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perfumadas y despaciosas. Un temblor se apo-deró de él y sus ojos se nublaron. Y ante su con-fusa vista, las llamas amarillas del gas se eleva-ban contra un cielo cubierto de nieblas, ardien-do como ante un altar. En los umbrales de laspuertas y en los vestíbulos iluminados, habíagrupos misteriosos dispuestos como para unrito. Era otro mundo distinto: se había desper-tado de una soñolencia de centurias.

Estaba aún en mitad del arroyo sintiendo queel corazón le clamaba tumultuosamente en elpecho. Una mujer joven, vestida con un largotraje color rosa, le puso la mano en el brazopara detenerle y le dijo:

––Buenas noches, rico.La habitación templada y luminosa. Una

enorme muñeca estaba espatarrada sobre elamplio butacón de al lado de la cama. Trató dehacer articular a su lengua algunas palabraspara parecer sereno, mientras veía cómo ella seiba despojando del traje, y observaba los mo-

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vimientos sabios y orgullosos de aquella cabezaperfumada.

Y ella avanzó hasta él, que permanecía enmedio de la habitación, y le abrazó alegre yreposadamente. Sus brazos redondos le ceñíancontra ella; su cara se levantaba mirándole conuna tranquila seriedad que él sentía tibiamenteen el movimiento alterno y reposado de lospechos. Sentía la necesidad de romper en sollo-zos. Lágrimas de alegría y de consuelo brillabanen sus ojos extasiados y sus labios se entre-abrían para hablar; pero la voz no salía de sugarganta.

Y ella le pasó por el cabello su mano tinti-neante llamándole mala personita.

––Dame un beso ––le dijo.Pero los labios de él no sentían deseo de be-

sarla. Lo que quería era verse ceñido firmemen-te entre los brazos de ella. Ser acariciado lenta-mente, lentamente, lentamente. Que entre aque-llos brazos sentía haberse vuelto fuerte, impá-

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vido, seguro de sí mismo. Pero sus labios no sehabían de inclinar para besarla.

De pronto, ella volvió la cabeza y le oprimiólos labios con los suyos. Y él leyó lo que queríandecir aquellos movimientos en los ojos francosque, levantados, le miraban. Era demasiado,cerró los ojos y se entregó a ella, en cuerpo yalma, sin conciencia de cosa de este mundo,salvo del sombrío roce, de la dulce hendidurade aquellos labios. Los sentía en la carne y en elcerebro como conductores de un vago idioma.Y entre ellos sintió una desconocida y tímidapresión, más sombría que el desfallecimientodel pecado, más dulce que el sonido o el olor.

Tres

El corto crepúsculo decembrino se había des-plomado torpemente tras un día plomizo, ymientras Stephen miraba el sombrío cuadradode la ventana de la clase, el vientre le estabareclamando alimento. Esperaba que tendrían

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estofado para cenar, con nabos, zanahorias ypatatas majadas y grasientos pedazos de corde-ro adecuados para ser bien revueltos en la salsagruesa, adobada de harina y de pimienta. ¡En-gúlletelo!, ésta era la voz del vientre.

Sería una noche sombría y secreta. Poco des-pués de la caída de la noche las lámparas ama-rillas iluminarían aquí y allá el sórdido barriode los burdeles. Iría por caminos extraviados,calles arriba y abajo, haciendo círculos cada vezmás cerrados, más cerrados, con un estremeci-miento de temor y de alegría, hasta que suspasos le llevaran de pronto a trasponer ciertosombrío rincón. Las cantoneras estarían salien-do de sus casas, preparándose para la noche,desperezándose aún del sueño y ajustándoselas horquillas en los mechones de pelo. Y élpasaría tranquilamente por entre ellas esperan-do sólo un momentáneo movimiento de su vo-luntad o un imprevisto llamamiento que a suespíritu hiciera aquella carne suave y perfuma-da. Y sin embargo, al rondar en busca de tal

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llamada, sus sentidos embrutecidos sólo por eldeseo tendrían que anotar agudamente todo loque los hería o llenaba de oprobios: sus ojos, uncírculo de espuma de cerveza sobre una mesasin tapete o una fotografía de dos soldados enposición de firmes o un cartel chillón de teatro;sus oídos, la recalcada jerga de los saludos.

––Hola, Bertie, ¿qué?, ¿vienes?––¿Eres tú, pichón?––En el número diez. Nelly la Frescachona te

está esperando.––Buenas noches, maridito. ¿Qué, entras un

rato?La ecuación en la página de su borrador co-

menzó a desarrollar una cola cada vez más an-cha, llena de ojos y estrellada como la rueda deun pavo real. Y según iba eliminando los expo-nentes volvía a recogerse y desplegarse despa-cio. Los exponentes aparecían y desaparecíansegún los ojos se iban abriendo o cerrando. Ylos ojos al abrirse y al cerrarse eran estrellas quenacían o se apagaban. Este vasto ciclo de vida

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estrellada transportaba su imaginación, haciaafuera, hasta su límite, y, hacia el interior, hastasu centro, mientras una música distante acom-pañaba tal flujo y reflujo. Pero, ¿qué música? Lamúsica se fue aproximando y logró evocar laspalabras, aquellas palabras del fragmento deShelley en que habla de la luna errante, sincompañía, pálida de hastío. Las estrellas co-menzaron a desmenuzarse y una nube de finopolvo estelar cayó por el espacio.

La luz tristona se hacía aún más débil sobre lapágina donde una nueva ecuación había co-menzado a desarrollarse, amplificando progre-sivamente su ancha cola: era su propia almaque salía a la ventura, desarrollándose pecadotras pecado, amplificando la luminaria de susardientes estrellas, para replegarse de nuevo ydesvanecerse lentamente, apagadas sus luces ysus llamas. Se había apagado. Y la oscuridadfría llenaba el caos.

Una fría y lúcida indiferencia reinaba en sualma. Tras su primero y violento pecado sintió

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que una onda de vitalidad había fluido de él ytemió no quedara su alma o su cuerpo mutila-dos por el exceso. Mas, no; la onda vital se lohabía llevado en su seno para devolverle otravez en el reflujo. Y ni su alma ni su cuerpohabían sido mutilados, y una paz sombría sehabía establecido entre ellos. El caso en el cualsu ardor se extinguía era el frío e indiferenteconocimiento de sí mismo. Había pecado mor-talmente no sólo una vez, sino muchas; y sabíaque aunque por el primer pecado estaba ya enpeligro de eterna condenación, cada nuevo pe-cado multiplicaba su culpa y su castigo. Susdías, sus palabras, sus pensamientos no le po-dían ser propiciatorios porque las fuentes de lagracia santificante habían dejado de refrescar sualma. A lo más, al dar una limosna a un mendi-go de cuyas bendiciones huía, podía esperarlleno de tedio el obtener alguna partícula degracia actual. La devoción se le había marchadopor la borda. ¿De qué le servía rezar si sabíaque su alma estaba anhelando la propia des-

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trucción? Algo que era orgullo o temor le im-pedía el ofrecer a Dios ni siquiera una plegariapor la noche, aunque sabía que estaba en lamano de Dios el arrebatarle la vida durante elsueño y precipitarle en el infierno, sin darletiempo ni aun de pedir clemencia. El orgullo desu culpa, y su frío temor de Dios, le decían quesu ofensa era demasiado grave para que pudie-ra ser reparada, ni total ni parcialmente, por unfalso homenaje dirigido al que todo lo ve y todolo sabe.

––¡Está bien, Ennis! ¡Te digo que tienes la ca-beza tan dura como el puño de mi bastón! ¡Demodo que sales con que no me puedes decir loque es una cantidad irracional!

La disparatada respuesta reavivó el rescoldode su despreció hacia sus compañeros. Para conlos otros no sentía ni vergüenza ni temor. Losdomingos por la mañana, al pasar por la puertade la iglesia, echaba una mirada llena de frial-dad a los devotos que destocados, de cuatro enfondo, estaban a la parte de fuera asistiendo

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espiritualmente a la misa que no podían ni verni oír. Su roma piedad y el mareante olor de laspomadas baratas con las que se habían untadola cabeza, le repelían de aquel mismo altar queellos adoraban. Y se rebajó hasta el vicio de serhipócrita para con los demás, permitiéndosedudar escépticamente de una inocencia que a élle costaba tan poco trabajo fingir.

De la pared de su alcoba pendía un pergami-no iluminado, el diploma de prefecto de la con-gregación de la Santísima Virgen María quehabía en el colegio. Los domingos por la maña-na, cuando la congregación se reunía en la capi-lla para rezar el oficio parvo, su sitio era unreclinatorio acojinado, a la derecha del altar,desde el cual dirigía las respuestas de los con-gregantes de su ala. La falsedad de su posiciónno le apesadumbraba. En algunos momentossentía impulsos de levantarse de su sitio dehonor y abandonar la capilla tras haber confe-sado su indignidad, pero una sola mirada a lascaras de sus compañeros le detenía. Las metáfo-

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ras de los salmos proféticos amansaban su esté-ril orgullo. Las glorias de María mantenían sualma cautiva: nardo, mirra e incienso simboli-zaban su real linaje; sus emblemas, la planta yel árbol de serondo florecer, simbolizaban elgradual crecimiento de su culto entre los hom-bres a través de las edades. Cuando le tocabaleer la lección al fin del oficio, leía con una vozvelada, acunándose la conciencia con su músi-ca.

Quasi cedrus exaltata sum in Libanon et quasi cu-pressus in monte Sion. Quasi palma exaltata sum inGades et quasi plantatio rosae in Jericho. Quasiuliva speciosa in campis et quasi platanus exaltatasum juxta aquam in plateis. Sicut cinnamomum etbalsamum aromatizans odorem dedi et quasi myrrhaelecta deai suavitatem odoris.

Su pecado le había apartado de la vista deDios, pero le había conducido más cerca delrefugio de los pecadores. Los ojos de la Virgen

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parecían mirarle con una benigna piedad. Susantidad, como una extraña luz que brillaravagamente sobre su carne delicada, no humi-llaba al pecador que se acercaba a ella. Si algu-na vez se sentía impelido a arrojar de sí el pe-cado y a arrepentirse, el impulso que le movíaera el de ser su caballero. Si alguna vez su almavolvía a entrar en la propia morada, apagadoya el frenesí del deseo carnal, y se volvía aaquella cuyo emblema es el lucero de la maña-na, ese lucero brillante y musical que nos habla delcielo y paz infunde, era cuando los nombres deella eran murmurados suavemente por aquelloslabios donde todavía había un eco de puercas yvergonzosas palabras, tal vez el sabor de unbeso lascivo.

Era extraño. Trataba de explicarse cómo po-día ser. Pero el crepúsculo, que se hacía cadavez más denso en la clase, le ocultaba sus pro-pios pensamientos. Sonó la campana. El profe-sor señaló los problemas y los gráficos que tení-an que preparar para el próximo día y salió. Al

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lado de Stephen, Heron comenzó a cantar des-aforadamente:

Mi excelente amigo Bombados.

Ennis, que había ido al patio, volvió diciendo:––El recadero de la residencia viene a buscar

al rector.Un muchacho alto que estaba detrás de Step-

hen se frotó las manos y dijo:––¡Estupendo! Entonces podemos hacer lo

que nos dé la gana toda la hora. Seguramenteno vuelve hasta después de las dos y media. Yentonces le puedes preguntar dudas de ca-tecismo, tú, Dédalus.

Stephen estaba recostado hacia atrás y dibu-jaba indolentemente en el borrador escuchandola charla de los otros, que Heron se encargabade moderar de vez en cuando, diciendo:

––Callad la boca, si os dala gana. No arméisese condenado jaleo.

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Era extraño cómo encontraba un árido placeren seguir hasta su término líneas de doctrinacatólica y en penetrar hasta los puntos más os-curos sólo por oír y sentir más profundamentesu propia condenación. Aquella sentencia de laEpístola del apóstol Santiago, según la cual elque infringe un mandamiento se hace reo detodos, le había parecido antes ser una frase va-cía y sólo la había llegado a comprender ahoraal tantear en la oscuridad de su propia situa-ción. De la mala semilla del placer habían bro-tado todos los otros pecados mortales: orgullode sí mismo y desprecio de los demás, codiciade dinero para procurarse placeres vedados,envidia de aquellos cuyos vicios no podía al-canzar, goce glotón de la comida, aquella cólerasombría y calenturienta entre la cual fermenta-ba el deseo, el pantano de pereza espiritual ycorporal en el que todo su ser se había hundido.

Cuando sentado en su pupitre contemplabafijamente la cara astuta y enérgica del rector, lamente de Stephen se deslizaba sinuosamente a

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través de aquellas peregrinas dificultades que leeran propuestas. Si un hombre hubiera robadouna libra esterlina en su juventud y con aquellalibra hubiera amasado luego una enorme fortu-na, ¿qué era lo que estaba obligado a devolver,sólo la libra que había robado, o la libra contodos los intereses acumulados, o el total de suinmensa fortuna? Si un seglar al administrar elbautismo, vierte el agua antes de pronunciar laspalabras rituales, ¿queda el niño bautizado? ¿Esválido el bautismo con agua mineral? ¿Cómopuede ser que mientras la primera bienaventu-ranza promete el reino de los cielos a los pobresde corazón, la segunda promete a los mansos laposesión de la tierra? ¿Por qué fue el sacramen-to de la eucaristía instituido bajo las especies depan y vino, siendo así que Jesucristo está pre-sente en cuerpo y sangre, alma y divinidad enel pan solo y en el vino solo? ¿Contiene unapequeña partícula del pan consagrado todo elcuerpo y la sangre de Jesucristo, o sólo una par-te de ellos? Si el vino se agria y la hostia se co-

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rrompe y se desmenuza, ¿continúa Jesucristoestando presente bajo las especies como Dios ycomo hombre?

––¡Que viene! ¡Que viene!Un chico apostado a la ventana había visto

que el rector salía de la residencia. Todos loscatecismos se abrieron; todas las cabezas se in-clinaron sobre ellos silenciosamente. El rectorentró y ocupó su asiento sobre la tarima. Unsuave puntapié del chico alto que estaba senta-do en el banco de detrás de Stephen urgió a éstepara que propusiera alguna cuestión muy difí-cil.

Pero el rector no pidió un catecismo para pre-guntar por él la lección, sino que unió las ma-nos sobre el pupitre y dijo:

––El miércoles por la noche comenzará el reti-ro en honor de San Francisco Xavier, cuya festi-vidad se celebra el sábado. El retiro durará des-de el miércoles hasta el viernes. El viernes porla tarde, después del rosario, habrá confesionesgenerales. Si algunos alumnos tienen ya su con-

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fesor especial, tal vez será lo mejor que no cam-bien. El sábado, a las nueve de la mañana habrámisa de comunión general para todo el colegio.El sábado será día de vacación. Pero como elsábado y el domingo son días de vacación,puede ser que haya algunos alumnos que seinclinen a pensar que el lunes no hay clasetampoco. ¡Mucho cuidado con no incurrir eneste error! Supongo que tú, Lawless, incurrirásprobablemente en esta equivocación.

––¿Yo, señor? ¿Por qué, señor?Una oleada de contenida hilaridad salió de la

sonrisa severa del rector y se propagó por laclase. El corazón de Stephen comenzó a reple-garse y a marchitarse como una flor en agonía.

El padre rector prosiguió gravemente:––Os supongo a todos familiarizados con la

vida de San Francisco Xavier, patrón de nuestrocolegio. Procedía de una antigua e ilustre fami-lia española y recordaréis que fue uno de losprimeros seguidores de San Ignacio. Se encon-traron en París, donde Francisco Xavier era pro-

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fesor de Filosofia en la Universidad. Xavier,joven, brillante, noble y hombre de letras, sepenetró en cuerpo y alma de las ideas de nues-tro glorioso fundador y, como sabéis, a peticiónpropia fue enviado por San Ignacio a predicar alos indios. Se le llama, como recordaréis, elApóstol de las Indias. Recorrió todo el oriente,bautizando a las multitudes, de territorio enterritorio, desde África hasta la India, desde laIndia hasta el Japón. Se dice que llegó a bauti-zar hasta diez mil idólatras en un mes y que subrazo derecho se le quedó paralítico de habersealzado tantas veces sobre las cabezas de aque-llos a quienes administraba el bautismo. Des-pués se propuso entrar en China para ganartodavía más almas para Dios, pero murió defiebres en la isla de Sancian. ¡Qué gran santoSan Francisco Xavier! ¡Qué gran soldado deDios!

El rector hizo una pausa y luego, sacudiendodelante de sí las manos unidas, continuó:

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––Poseía la fe que mueve las montañas. ¡Diezmil almas ganadas para Dios en sólo un mes!¡Éste sí que era un verdadero conquistador, fielal lema de nuestra Orden, ad majorem Dei glo-riam! Acordaos de que es un santo que tienegran poder en el cielo: poder para intercederpor nosotros en nuestras tribulaciones, siempreque sea para bien de nuestra alma; poder paraobtenernos la gracia del arrepentimiento sihemos caído en el pecado. ¡Qué gran santo, SanFrancisco Xavier! ¡Qué gran pescador de almas!

Había cesado de agitar sus manos unidas y,descansándolas sobre la frente, lanzaba agudasmiradas a su auditorio, miradas que salían desus ojos sombríos y severos, salvando, ora porla derecha y ora por la izquierda, la pantalladulas manos.

Y en el silencio, la combustión sombría deaquellos ojos incendiaba el crepúsculo en unalumbrarada amarillenta. El corazón de Stephense había marchitado como una flor del desiertoal sentir en la lejanía los presagios del simún.

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––Acuérdate tan sólo de tus postrimerías y no pe-carás jamás, son palabras tomadas, mis queridoshermanitos en Jesucristo, del libro del Eclesias-tés, capítulo séptimo, versículo cuarto. En elnombre del Padre y del Hijo y del Espíritu San-to. Amén.

Stephen estaba sentado en el primer banco dela capilla. El Padre Arnall lo estaba ante unamesa a la derecha del altar. Tenía echado sobrelos hombros un pesado manteo, la cara pálida yconsumida, y una voz cascada de reumático. Lafigura tan extrañamente cambiada de su profe-sor, trajo a la mente de Stephen las escenas desu vida anterior en Clongowes: los anchoscampos de juego, hormigueantes de mucha-chos; el foso; el pequeño cementerio al otro ladode la avenida de tilos donde él había soñadoque le enterraban; el resplandor del fuego sobrela pared de la enfermería donde yacía enfermo;la cara ensombrecida del hermano Michael. Ysegún estos recuerdos le iban volviendo, su

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alma se iba convirtiendo otra vez en el alma deun niño.

––Nos hemos congregado hoy aquí, mis que-ridos hermanitos en Cristo, apartados por unbreve momento del barullo afanoso del mundoexterior, para celebrar y honrar a uno de losmás grandes santos, al apóstol de las Indias,santo patrono también de vuestro colegio, a SanFrancisco Xavier. Año tras año, durante muchomás tiempo que lo que cualquiera de vosotros oyo mismo podemos recordar, se han reunidolos alumnos de este colegio en esta misma capi-lla, para hacer el retiro anual antes de la fiestade su santo patrono. Ha ido pasando el tiempoe introduciendo nuevos cambios. Aun en losúltimos años, ¿cuántos cambios no podéis re-cordar muchos de vosotros? Muchos de los jó-venes que hace pocos años se sentaban en esosmismos bancos, están ahora quizás en tierraslejanas, o sumergidos ya en deberes profesiona-les, o en seminarios, o bien viajando sobre lavasta extensión de los abismos del mar, o tal

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vez, llamados ya a la otra vida por el gran Dios,para rendir cuentas de su conducta terrestre. Ysin embargo, conforme los años van rodando,trayendo consigo sus cambios, lo mismo parabien que para mal, invariablemente la memoriade este gran santo se ve honrada por los alum-nos de este colegio, cada año una vez, en losdías de retiro que preceden a la festividad es-tablecida por nuestra Santa Madre la Iglesia,para transmitir a todas las edades el nombre yla fama de uno de los más grandes hijos de lacatólica España.

»Pero veamos ahora cuál es el significado deesta palabra, "retiro", y por qué es consideradapor todo el mundo como la práctica más salu-dable para todo el que desee llevar ante Dios ya los ojos de los hombres una vida verdadera-mente cristiana. Retiro, queridos niños, significaun temporal apartamiento de todos los cuida-dos de la vida, de todas las preocupaciones ytrabajos de la vida diaria, con objeto de exami-nar el estado de nuestra conciencia, para pro-

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yectar sobre ella los misterios de la santa reli-gión y para comprender mejor cuál es la causapor la que estamos aquí en este mundo. Duran-te estos pocos días, voy a tratar de poneros de-lante algunos pensamientos concernientes anuestras cuatro postrimerías. Nuestras postri-merías son, como sabéis por el catecismo: muer-te, juicio, infierno y gloria. Trataremos de com-prenderlas plenamente durante estos pocosdías, de modo que podamos derivar de la com-prensión de ellas un duradero beneficio paranuestras almas. Y acordaos, queridos jóvenes,de que hemos sido enviados a este mundo parauna cosa y sólo para una cosa: para hacer lasanta voluntad de Dios y salvar nuestras almasinmortales. Todo lo demás carece de valor. Sólouna cosa es necesaria y es: la salvación de nues-tra alma. ¿De qué le aprovecha al hombre ganartodo el mundo, si pierde su alma inmortal? ¡Ah,queridos niños, creedme que no hay nada eneste mundo miserable que pueda compensarsemejante pérdida!

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»Os voy a rogar, por tanto, queridos jóvenes,que apartéis de vuestra imaginación duranteestos pocos días todo pensamiento mundano,ya sea de estudios o de placer o de ambición, yque prestéis toda vuestra atención al estado devuestra propia alma. Casi no necesito adverti-ros que durante estos días de retiro debéis to-dos observar una conducta compuesta y piado-sa y evitar todo recreo ruidoso o inconveniente.Los mayores, desde luego, cuidarán de que nose infrinja esta costumbre, y me dirijo especial-mente a los prefectos y dignidades de la con-gregación de la Santísima Virgen y de los San-tos Ángeles, para que den buen ejemplo a suscompañeros.

»Procuremos, por tanto, hacer este retiro enhonor de San Francisco con todo nuestro cora-zón y nuestra mente. Si así lo hacéis, la bendi-ción de Dios caerá sobre vuestros estudios. Pe-ro, antes que nada y por encima de todo, hacedque este retiro sea tal que podáis volver los ojoshacia él en años venideros, cuando estéis tal vez

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lejos de este colegio y en otros alrededores muydistintos; que sea tal que podáis volver los ojosa él con alegría y reconocimiento y dar gracias aDios por haberos concedido esta ocasión deechar los primeros cimientos de una vida pia-dosa y honrada, celosa y cristiana. Y si, comopudiera ocurrir, hay ahora en esos bancos algu-na pobre alma que ha tenido la inexpresabledesdicha de perder la santa gracia de Dios ycaer en pecado mortal, yo confío fervientemen-te y pido a Dios que este retiro sea para ella elpunto de regreso a una nueva vida. Y le ruego aDios, por los méritos de su celoso siervo Fran-cisco Xavier, que tal alma pueda ser llevada aun sincero arrepentimiento y que la santa co-munión en el día de San Francisco de este año,sirva de perpetua alianza entre ella y Dios. Yque este retiro sea de grata memoria, para eljusto como para el injusto, para el santo lomismo que para el pecador.

»Ayudadme, queridos hermanitos en Cristo,ayudadme con vuestra piadosa atención, con

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vuestra devoción, con vuestra conducta exter-na. Desterrad de vuestra imaginación todo pen-samiento mundano y pensad sólo en vuestraspostrimerías: muerte, juicio, infierno y gloria.Aquel que las recuerde, dice el Eclesiastés, nopecará jamás. Aquel que se acuerde de sus pos-trimerías obrará y pensará siempre con ellasdelante de los ojos. Y vivirá una vida buena ytendrá una buena muerte, creyendo y sabiendoque todos los sacrificios que ha experimentadoen esta vida le serán pagados al ciento por uno,al mil por uno, en la vida venidera, en el reinosin acabamiento. Y ésta es la felicidad que osdeseo con todo mi corazón a todos y a cada unode vosotros; amados jóvenes, en el nombre delPadre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Mientras regresaba a casa entre otros compa-ñeros silenciosos, una espesa niebla parecíarodear su espíritu. Esperó sumido en un estu-por imaginativo a que se levantara y revelara loque tenía escondido dentro. Cenó con devora-dor apetito y cuando se acabó la cena y sólo

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quedaron los platos grasientos abandonadossobre la mesa, se levantó y fue hacia la ventana,limpiándose con la lengua la boca de los resi-duos de la comida y lamiéndose los labios paraquitar la grasa de ellos. Hasta aquel estadohabía ido a dar, hasta aquel estado de bestiaque se relame de la carnaza. Era lo último. Yuna tenue vislumbre de terror comenzó a atra-vesar la niebla de su espíritu. Oprimió su rostrocontra el cristal de la ventana y atisbó la calle,donde estaba oscureciendo. Vagas formas pa-saban aquí y allá a través de la luz triste. Yaquello era la vida. Las letras del nombre deDublín las tenía grabadas en su cerebro, y allí seentrechocaban furiosamente de un lado a otrocon una insistencia ruda y monótona. Su almase estaba tumefactando y cuajándose en unamasa sangrienta que se iba hundiendo llena deoscuro terror en un crepúsculo amenazador ysombrío; y, mientras tanto, aquel cuerpo suyo,laxo y deshonrado, buscaba con ojos torpes,

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huérfano, humano y conturbado, un dios bovi-no en quien poder fijar la mirada.

El día siguiente aportó consigo muerte y jui-cios y con ellos el despertar del alma de Step-hen de su inerte desesperación. La vaga vis-lumbre de miedo se convirtió ahora en espantocuando la voz ronca del predicador fue intro-duciendo la idea de la muerte en su alma. Su-frió todas las miserias de la agonía. Sintió elescalofrío de la muerte que se apoderaba de susextremidades y se deslizaba hacia el corazón; elvelo de la muerte que le velaba los ojos; cómose iban apagando cual lámparas los centrosanimados de su cerebro; el postrer sudor querezumaba de la piel; la impotencia de losmiembros moribundos; la palabra que se ibahaciendo torpe e indecisa, extinguiéndose pocoa poco; el palpitar del corazón, cada vez mástenue, casi rendido ya, y el soplo, el pobre soplovital, el triste e inerte espíritu humano, sollo-zante y suspirante, en un ronquido, en un ester-tor, allá en la garganta. ¡No hay salvación! ¡No

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hay salvación! Él ––él mismo––, aquel cuerpo alcual se había entregado en vida, era quien mo-ría. ¡A la sepultura con él! ¡A clavetear bien esecadáver en una caja de madera! ¡A sacarlo de lacasa a hombros de mercenarios! ¡Que lo arrojenfuera de la vista de los hombres en un hoyolargo, a pudrirse, a servir de pasto a una masabullidora de gusanos, a ser devorado por lasratas de remos ágiles y fofo bandullo!

Y mientras los amigos se deshacían todavíaen lágrimas a la cabecera del lecho, el alma erajuzgada. En el último momento consciente, todala vida terrena había desfilado ante la vista delalma y, antes de que pudiera reflexionar, elcuerpo había muerto y el alma estaba en pie,aterrada, delante de su tribunal. Dios, que habíasido clemente tanto tiempo, iba a ser justo aho-ra. Había sido paciente largo tiempo, tratandode persuadir al alma pecadora, dándole tiempopara arrepentirse, dándole un plazo más toda-vía. Pero aquel tiempo había pasado. Habíahabido tiempo para pecar y recrearse, tiempo

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para hacer befa de Dios y de las advertencias desu santa Iglesia, tiempo para desafiar su majes-tad, para desobedecer sus mandamientos, paraengañar al prójimo, para cometer un pecadotras otro pecado y ocultar a los ojos de los hom-bres la propia corrupción. Pero aquel tiempohabía pasado. Ahora era la vez de Dios, y a Élno se le iba a engañar. Cada pecado había desalir de su escondrijo, el más rebelde contra ladivina voluntad y el más degradante para nues-tra pobre y corrompida naturaleza, la más leveimperfección lo mismo qué el más nefando deli-to. ¿De qué servía entonces haber sido un granemperador, un gran general, un maravillosoinventor, o el más sabio entre los sabios? Todoseran lo mismo ante el tribunal de Dios. Y Élhabía de premiar al bueno y castigar al malva-do. Un solo instante bastaba para el juicio delalma de un hombre. Un solo instante despuésde la muerte del cuerpo, el alma había sido yapesada en la balanza. El juicio particular estabaterminado, y el alma había pasado a la mansión

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de bienaventuranza, o a la cárcel del purgato-rio, o había sido arrojada, dando aullidos, alinfierno.

Pero esto no era todo. La justicia de Dios teníaque ser todavía vindicada ante los hombres.Tras el juicio particular quedaba aún el juiciouniversal. El último día había llegado. El juiciofinal se acercaba. Las estrellas del cielo caíansobre la tierra como los higos arrancados de lahiguera que el huracán agita. El sol, la granluminaria del universo, se había convertido enun saco de cilicio. El arcángel San Miguel, elpríncipe de la milicia celestial, aparecía gloriosoy terrible sobre el cielo. Con un pie sobre el mary el otro sobre la tierra, anunciaba con su trom-peta arcangélica la consumación de los tiempos.Los tres toques del arcángel llenaban el uni-verso. Tiempo hay, tiempo hubo, pero no lohabrá ya. Al último toque, las almas de la uni-versal humanidad se aglomeran hacia el vallede Josaphat, ricos y pobres, nobles y plebeyos,sabios y mentecatos, buenos y malvados. Las al-

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mas de todos los seres humanos que han existi-do y las de aquellos que han de nacer aún; to-dos los hijos y las hijas de Adán, todos estánreunidos en aquel supremo día. ¡Mas, ay, que elSupremo Juez se acerca! No ya el humilde Cor-dero de Dios, no ya el manso Jesús de Nazaret,no ya el Hombre de Dolores, no ya el Buen Pas-tor. El que ahora se aproxima viene sobre lasnubes con todo su poder y majestad, asistidopor nueve coros de ángeles, ángeles y arcánge-les, principados, potestades y virtudes, tronos ydominaciones, querubines y serafines, el DiosOmnipotente, el Dios Eterno. Y habla. Y su vozes oída en los más remotos límites del espacio,hasta en los abismos sin fondo. Es el SupremoJuez, y de su sentencia no habrá, no podráhaber apelación. Helo que llama al justo a sulado, invitándole a entrar en su reino, en laeterna felicidad que le tiene preparada. Pero alréprobo lo arroja de sí, gritando en su ofendidamajestad: Apartaos de mí, malditos, id al fuego queos ha sido preparado por el demonio y sus ángeles.

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¡Oh, qué agonía entonces para los miserablespecadores! El amigo es arrancado de los brazosdel amigo, los hijos de los de sus padres, losesposos de los de sus mujeres. El pobre pecadorextiende sus brazos hacia aquellos que le fueronqueridos en este mundo terrenal, hacia aquellosde cuya simple piedad tal vez hizo befa, haciaaquellos que le aconsejaron bien y trataron dellevarle al camino de la virtud, hacia el buenhermano, hacia la amorosa hermana, hacia elpadre y la madre que tan intensamente le ama-ron. Pero es demasiado tarde: el justo se apartade las miserables almas de los condenados, queahora aparecen ante los ojos de todos en sumonstruoso y depravado aspecto. ¡Ay de voso-tros, hipócritas, ay de vosotros sepulcros blan-queados, ay de vosotros los que presentáis almundo una cara pulida y sonriente, mientras elinterior de vuestra alma es una inmunda ciéna-ga de pecado! ¿Qué será de vosotros en aquelterrible día?

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Y este día ha de venir, tiene que venir, ven-drá: el día de la muerte, el día del juicio. Estádecretado que todo hombre tiene que morir;tras la muerte, juicio final. La muerte es cierta.Lo que es incierto es la fecha, el modo, si ha deser de larga enfermedad o por algún accidenteimprevisto. El Hijo de Dios vendrá a la hora enque menos lo esperéis. Estad por tanto prepa-rados a cada momento, puesto que a cada mo-mento podéis morir. La muerte es el término detodos nosotros. Muerte y juicio, introducidos enel mundo por el pecado de nuestros primerospadres, son como los oscuros pórticos que cie-rran nuestra existencia terrenal, los pórticos quese abren a lo desconocido e imprevisto, pórticospor los cuales toda alma tiene que pasar, sinmás ayuda que la de sus buenas obras, sin ami-go ni hermano ni padre ni maestro, sola y tem-blorosa. Que este pensamiento no se apartejamás de vuestras mentes y no podréis pecar.La muerte, que es una causa de terror para elpecador, es un momento de bendición para

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aquel que ha caminado por el sendero recto,cumpliendo plenamente sus deberes durante eltránsito por la vida, rezando las oraciones de lamañana y de la noche, aproximándose frecuen-temente a la sagrada eucaristía y realizandoobras buenas y misericordiosas. Para el pío ycreyente católico, para el hombre justo, la muer-te no es causa de terror. ¿No fue Addison, elgran escritor inglés, quien, estando en su lechomortuorio, mandó llamar al joven e impío con-de de Warwick para mostrarle cómo un cristia-no afrontaba su acabamiento? Aquél y sóloaquél, el cristiano creyente y piadoso, es quienpuede decir en su corazón:

¡Oh, tumba! ¿Dónde está tu victo-ria?

¡Oh, muerte!¿Dónde está tu agui-jón?

No había palabra que no se le aplicase a él.Toda la cólera de Dios se asestaba contra su

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asqueroso y secreto pecado. La lanceta del pre-dicador había sondeado profundamente suconciencia haciéndola reventar; y ahora sentíaque su alma estaba supurando en el pecado. Sí,el predicador tenía razón. Le había llegado suturno a Dios. Como una bestia en su cubil, sualma se había revolcado en su propia inmundi-cia, pero los toques de la trompeta del ángelhabían hecho salir de la oscuridad de la culpahacia la luz. El anuncio del juicio proclamadopor el ángel había hecho desmoronarse en unmomento toda su presuntuosa paz. El vientodel día postrero soplaba a través de su espíritu:las rameras de ojos de pedrería, moradoras desu imaginación, huían ante el huracán, dandochillidos como ratones aterrados, amontonán-dose bajo la pelambre de sus cabelleras.

Al cruzarla plaza, ya de regreso, llegó hastasus oídos congestionados la risa jovial de unamuchacha. Aquel son alegre y quebradizoconmovió su corazón más profundamente queel sonido de la trompeta, y no atreviéndose a

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levantar los ojos, se volvió hacia un lado y miró,mientras pasaba, hacia la umbría de un macizode arbustos. Una oleada de vergüenza se levan-tó de su corazón herido e inundó todo su ser.La imagen de Emma se le apareció delante deél, y ante los ojos de ella, la oleada de vergüen-za volvió a brotar otra vez de su corazón. ¡Siella supiera a qué cosas le había sometido laimaginación o cómo el apetito bestial habíadesgarrado y hollado su inocencia! ¿Era aquelloel primer amor? ¿Era aquello espíritu caballe-resco? ¿Era aquello poesía? Los sórdidos por-menores de sus orgías le hedían físicamente enlas ventanas de la nariz. Aquel paquete man-chado de grabados que él había ocultado en elcañón de la chimenea, y ante cuya inmundicia yvergonzosa procacidad se había pasado las ho-ras muertas pecando en pensamiento y en ac-ción; aquellos sueños monstruosos, poblados decriaturas simiescas y de prostitutas cuyos ojosbrillaban como joyeles; aquellas largas cartasllenas de obscenidad que habían escrito sólo

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por el placer de la confesión culpable y quehabía llevado consigo días y días, para arrojar-las luego, protegido por la noche, en un rincónde un campo de hierba, o por debajo de unapuerta desvencijada o en el resquicio de un se-to, donde una muchacha se las pudiera encon-trar al paso y leerlas después secretamente. ¡Lo-co! ¡Loco! ¿Era posible que hubiera hecho talescosas? Un sudor frío le brotaba en la frentemientras en el cerebro se le iban condensandoestos bochornosos recuerdos.

Cuando la agonía de la vergüenza hubo pa-sado, trató de levantar su alma del fondo de suabyecta impotencia. Dios y la Virgen Maríaestaban demasiado lejos de él: Dios era de-masiado grande y demasiado severo y la Santí-sima Virgen demasiado pura y santa. Pero seimaginaba estar en una amplia llanura al ladode Emma, y que, humildemente, deshecho enllanto, se inclinaba para besar el borde de sumanga.

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En un ancha llanura, bajo la tierna luz de unfirmamento crepuscular, mientras una nubederivaba hacia poniente por el mar gris pálidode los cielos, allí estaban los dos, juntos, comodos niños que hubieran delinquido. Su errorhabía ofendido profundamente la majestad deDios; pero no había ofendido a aquella cuyabelleza no es como la belleza terrena, dañosa a quienla mira, sino como la estrella de la mañana, emblemasuyo, luciente y musical. Los ojos de Ella, al vol-verse para mirarlos, no estaban ofendidos, niaún tenían un reproche. Y Ella les unía las ma-nos, palma contra palma, y les decía, hablándo-les al corazón.

––Unid vuestras manos, Stephen y Emma.Hoy es un hermoso atardecer en el cielo. Habéiserrado, pero continuáis siendo mis hijos. Heaquí un corazón que ama a otro corazón. Juntadvuestras manos, hijos míos, y seréis felices jun-tos, y vuestros corazones se amarán mutuamen-te.

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La capilla estaba inundada por la triste luz ro-jiza que a través de las corridas cortinas se fil-traba; y por la hendidura, entre el marco de laventana y la última cortina, un dardo de luzdescolorida pasaba y descendía como una lanzahasta tocar el repujado bronce de los candela-bros, que en el altar brillaba como una armadu-ra angélica, gastada por los combates.

Estaba lloviendo sobre la capilla, sobre el jar-dín, sobre el colegio. Y había de llover eterna-mente y sin ruido. El agua se iría elevando,pulgada a pulgada, cubriendo la hierba y losarbustos, cubriendo los árboles y las casas, cu-briendo los monumentos y las cimas de losmontes. Toda la vida se ahogaría sin ruido: pá-jaros, hombres, elefantes, cerdos, niños. Y sinruido flotarían los cadáveres entre los detritusdel naufragio del mundo. Y por cuarenta días ycuarenta noches caería la lluvia, hasta que lasaguas cubriesen la faz de la tierra.

Podía ser. ¿Por qué no?

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––El infierno se ha engrandecido y ha abierto in-mensamente su boca. Son palabras tomadas, misqueridos hermanitos en Cristo Jesús, del librode Isaías, capítulo quinto, versículo décimocuarto. En el nombre del Padre y del Hijo y delEspíritu Santo. Amén.

El predicador sacó un reloj sin cadena de unbolsillo de la sotana y después de contemplarpor un instante la esfera en silencio, lo colocósilenciosamente delante de él sobre la mesa.

Después comenzó a hablar con tono reposa-do:

––Adán y Eva, mis queridos jóvenes, los cua-les, como sabéis, fueron nuestros primeros pa-dres, fueron creados por Dios, como recorda-réis, con objeto de que los puestos que habíanquedado vacantes en el cielo por la caída deLucifer y de sus ángeles rebeldes, pudieran serocupados de nuevo. Según se nos dice, Luciferera un hijo de la mañana, un ángel poderoso yesplendente. Y sin embargo, cayó. Cayó y con éluna tercera parte de las milicias celestiales. Ca-

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yó y fue precipitado con sus ángeles rebeldesen los infiernos. Cuál fuera su pecado es lo queno podemos decir. Los teólogos consideran quefue el pecado de orgullo, el pecaminoso pensa-miento concebido en un instante: non serviam:no serviré. Y aquel instante fue su ruina. Ofen-dió a la majestad de Dios con el pensamientopecaminoso de un solo momento y fue precipi-tado en los infiernos para siempre.

»Adán y Eva fueron creados por Dios y colo-cados en el Edén, en la llanura de Damasco, enaquel hermoso jardín resplandeciente de sol yde color, lleno de una desbordante vegetación.La tierra fértil les regalaba pródigamente consus dones; bestias y pájaros concurrían volunta-riamente a su servicio; no conocían los males,herencia de nuestra carne: la enfermedad, lapobreza, la muerte. Todo lo que un Dios grandeypoderoso podía hacer por ellos, todo estabahecho. Pero había una condición que les habíasido impuesta por Dios: la obediencia a su pa-

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labra––. No habían de comer de la fruta delárbol prohibido.

»¡Ay, mis queridos jóvenes, que ellos tambiéncayeron! El demonio, en otro tiempo un ángelresplandeciente, hijo de la mañana, y ahora unenemigo vil, vino en forma de serpiente, la mássutil de todas las bestias del campo. Era que lestenía envidia. Él, el magnate caído, no podíasoportar el pensamiento de que el hombre, serde arcilla, pudiera llegar a poseer la herencia dela cual su pecado le había desposeído parasiempre. Y fue a la mujer, vaso más frágil, ydeslizó el veneno de su elocuencia en los oídosde ella, prometiendo ––¡oh, promesa blasfema!–– que si ella y Adán comían del árbol prohibi-do, serían como dioses, más aún, como Diosmismo. Eva se rindió a las astucias del tentadorpor excelencia. Comió de la manzana y diotambién de ella a Adán, quien no tuvo valormoral para negarse. La lengua de veneno deSatán había realizado su obra. Y cayeron.

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»Entonces se dejó oír en aquel jardín la voz deDios que llamaba al hombre, su criatura, a ren-dir cuentas. Y Miguel, príncipe de la miliciacelestial, con una espada en la mano, aparecióante la culpable pareja y la arrojó fuera del pa-raíso, al mundo, al mundo lleno de enfermedady de lucha, de crueldad y de pesadumbre, detrabajo y de fatiga, a ganarse el pan con el su-dor de la frente. ¡Pero, aun entonces, cuán mise-ricordioso fue Dios! Tuvo piedad de nuestrosprimeros y degradados padres y les prometióque en la plenitud de los tiempos había de en-viar desde los cielos al mundo uno que loshabía de redimir, que los había de hacer denuevo hijos de Dios y herederos de su gloria. Yese redentor de los hombres caídos en la culpahabía de ser el unigénito hijo de Dios, la Segun-da Persona de la Santísima Trinidad, el VerboEterno. »Vino. Fue nacido de una virgen pura,María, virgen y madre. Nació en un pobre esta-blo, en Judea, y vivió como un humilde carpin-tero durante treinta años, hasta que llegó la

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hora de cumplir su misión. Y entonces la cum-plió lleno de amor hacia los hombres, se dio aconocer y convocó a los hombres, para que oye-ran el evangelio nuevo.

»Pero, ¿le oyeron? Sí, le oyeron, pero no lequisieron escuchar. Fue cogido como un vulgarcriminal, mofado como loco, pospuesto a unmalhechor público, flagelado con cinco mil azo-tes, coronado de espinas, empujado brutalmen-te en las calles por el populacho judío y la sol-dadesca romana, despojado de sus vestiduras ycolgado de un patíbulo, y atravesado su costa-do por una lanza; y del llagado cuerpo deNuestro Señor manaban incesantemente agua ysangre.

»Y aun entonces, en aquella hora de supremaagonía, nuestro piadoso redentor tuvo miseri-cordia de la humanidad. Aun entonces, sobre lacolina del Calvario, fundó la Santa Iglesia Cató-lica, contra la cual, así está prometido, las puer-tas del infierno no prevalecerán. La fundó sobrela roca de los tiempos y la dotó con su gracia,

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con los sacramentos y el sacrificio, y prometióque si los hombres obedecían a la voz de suIglesia, podrían entrar en la vida eterna, peroque si después de todo lo que había sido hechoen favor de ellos persistían aún en su maldad,habría para ellos una eternidad de tormento: elinfierno.

La voz del predicador se hundió. Hizo unapausa, juntó por un instante las palmas de susmanos, las volvió a separar. Luego, continuó:

––Vamos a tratar ahora de imaginarnos, en lamedida que podamos, la naturaleza de aquellamansión de los condenados creada por la justi-cia de Dios ofendido, para eterno castigo de lospecadores. El infierno es una angosta, oscura ymefitica mazmorra, mansión de los demonios ylas almas condenadas, llena de fuego y dehumo. La angostura de esta prisión ha sido ex-presamente dispuesta por Dios para castigar aaquellos que no quisieron sujetarse a sus leyes.En las prisiones de la tierra el pobre cautivotiene al menos alguna libertad de movimiento,

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aunque no sea más que entre las cuatro paredesde su celda o en el sombrío patio de la cárcel.Pero no así en el infierno. Allí, por razón delgran número de los condenados, los prisionerosestán hacinados unos contra otros en suhorrendo calabozo, las paredes del cual se dicetienen cuatro mil millas de espesor. Y los con-denados están de tal modo imposibilitados ysujetos, que un Santo Padre, San Anselmo, es-cribe en el libro de las Semejanzas que no soncapaces ni aun de quitarse del ojo el gusano quese lo está royendo.

»Allí yacen en la oscuridad exterior. Porquehabéis de recordar que el fuego del infierno noda luz. Lo mismo que, por mandato de Dios, elfuego del horno de Babilonia perdió el calorpero no la luz, por voluntad de Dios, el fuegodel infierno, conservando la intensidad abrasa-dora de su calor, arde eternamente en sombra.Allí en una tempestad sin término de sombras,entre las llamas oscuras y el oscuro humo de laardiente piedra azufre, están los cuerpos haci-

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nados los unos encima de los otros, sin recibirnunca ni aun siquiera una vislumbre de aire. Detodas las plagas que azotaron la tierra de losfaraones, hubo una tan sólo, la de la oscuridad,a la cual se le diera el dictado de horrible. ¿Quénombre habríamos de dar, pues, a la oscuridaddel infierno, la cual ha de durar, no por tresdías, sino por toda la eternidad?

»El horror de esta angosta y oscura prisión seve aumentado aún por su insoportable hedor.Toda la inmundicia del mundo, toda la carroñay la hez del mundo, afirman, habrá de desaguarallí, como en un vasto y vaheante albañal, cuan-do la terrible conflagración del último día hayapurgado el mundo. La piedra azufre que ardeallí en prodigiosas cantidades llena todo el in-fierno de su intolerable fetidez. Y los cuerposmismos de los condenados exhalan un olor tanpestilencial que, según dice San Buenaventura,uno sólo sería bastante para infestar todo elmundo. El mismo aire de este mundo, este puroelemento, se hace hediondo e irrespirable si ha

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estado cerrado por largo tiempo. Consideradcuál no será la hediondez del aire del infierno.Imaginad un cadáver que hubiera estado ya-ciendo en su tumba, pudriéndose y descompo-niéndose, hasta llegar a ser una masa gelatinosade líquida corrupción. Imaginad este cadáverpasto de las llamas, devorado por el fuego de lahirviente piedra azufre de modo que exhaledensas y sofocantes humaredas de nau-seabunda descomposición. Y luego, imaginadeste pestífero olor multiplicado un millón deveces y un millón de veces de nuevo por losmillones y millones de fétidas carroñas amon-tonadas en la humeante oscuridad, como unhongo monstruoso de podre humana. Imaginadtodo esto y podréis llegar a tener cierta idea delhorroroso hedor del infierno.

»Pero este hedor, por terrible que sea, no es elmayor tormento físico al cual están sujetos loscondenados en el infierno. El tormento del fue-go es el mayor sufrimiento al cual los tiranos dela tierra han podido condenar a sus semejantes.

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Poned el dedo por un momento en la llama deuna bujía y sentiréis el dolor del fuego. Pero elfuego de la tierra ha sido creado por Dios parabeneficio del hombre, para mantener en él lacentella de la vida y para ayudarle en las artesútiles, mientras que el fuego del infierno es deotra calidad y ha sido creado por Dios para tor-turar y castigar al impenitente pecador. Nuestrofuego terrenal consume, también, más o menosrápidamente, según que el objeto al cual atacaes más o menos combustible, de tal modo queel ingenio humano ha logrado siempre discurrirprocedimientos químicos para impedir o frus-trar su acción. Pero el azufre que arde en el in-fierno es una sustancia especialmente creadapara arder eternamente y eternamente, con in-decible furia. Más aún, el fuego de la tierra des-truye al mismo tiempo que quema, de tal modoque, cuanto más intenso es, tanto menos dura;pero el fuego del infierno tiene tal propiedad,que conserva lo mismo que abrasa y, aunque

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brama con indecible intensidad, brama parasiempre.

»Nuestro fuego terreno, sean cuales sean sufuria y su extensión, tiene siempre una zonalimitada; pero el lago de fuego del infierno notiene límites, ni playas, ni fondo. Se dice queuna vez el mismo diablo, preguntado por ciertosoldado, se vio obligado a confesar que si todauna montaña fuera arrojada en aquel océanohirviente sería consumida en un instante comoun pedazo de cera. Y este terrible fuego no afli-ge las almas de los condenados solamente porfuera, sino que cada alma condenada será uninfierno dentro de sí misma, abrasada por aquelfuego devorador en sus mismos centros vitales.¡Oh, cuán terrible es la suerte de aquellos mise-rables seres! La sangre bulle y hierve en susvenas, los sesos se les abrasan en el cráneo, elcorazón se les quema en el pecho como un as-cua, sus intestinos son una masa rojiza de ar-diente pulpa, sus tiernos ojos llamean comoglobos candentes.

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»Y todavía lo que he dicho referente a la fuer-za, cualidad e ¡limitación de este fuego, no esnada si se compara con su intensidad, una in-tensidad que ha sido el instrumento escogidopor designio divino para castigo del alma y delcuerpo a la par. Es un fuego que procede direc-tamente de la ira de Dios, y que no obra porpropia actividad, sino como un instrumento dela divina venganza. Como las aguas del bau-tismo purifican el alma y el cuerpo al mismotiempo, así el fuego del castigo tortura el espíri-tu y la carne. Todos los sentidos de la carnesufren tortura y todas las facultades del alma almismo tiempo. Los ojos, la impenetrable y ab-soluta oscuridad; la nariz, los pestilentes olores;el oído, los alaridos, bramidos e imprecaciones;el gusto, las materias corrompidas, el estiércolsofocante e indescriptible; el tacto, las punzadasde las candentes aguijadas y púas y los cruelesla midos de las lenguas de fuego. Y a través delos múltiples tormentos de los sentidos, el almainmortal se ve torturada eternamente en su ín-

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tima esencia entre leguas y leguas de llamasardientes inflamadas en los abismos por la ma-jestad ofendida del omnipotente Dios y alimen-tadas con una furia perdurable y cada vez másintensa por el soplo de la cólera de la divinidad.

»Considerad, finalmente, que el tormento deesta infernal prisión está aumentado por lamisma compañía de los condenados. La malacompañía es tan dañina que, aun en la tierra, lasplantas se retiran como por instinto de todo loque es fatal o nocivo para ellas. En el infiernotodas las leyes están cambiadas; ya no hay allíidea de familia, ni vínculo, ni parentesco. Loscondenados braman y se maldicen los unos alos otros y tienen su tortura y su rabia intensifi-cadas por la presencia de otros seres tan tortu-rados y rabiosos como ellos mismos. Todo sen-timiento de humanidad está olvidado allí. Losalaridos de los atormentados pecadores llenanlos más remotos rincones del vasto abismo. Lasbocas de los condenados están llenas de blas-femias contra Dios y de odio para sus compañe-

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ros de sufrimiento y de maldiciones contra lasalmas de aquellos que fueron sus cómplices enel pecado. Allá en tiempos antiguos había lacostumbre de castigar al parricida, al hombreque se había atrevido a levantar la mano asesi-na contra su padre, arrojándole a los profundosdel mar dentro de un saco en compañía de ungallo, de un mono y de una serpiente. La inten-ción de los legisladores que forjaron la ley, quehoy en nuestros tiempos nos parece cruel, fue lade castigar al criminal con la compañía deaquellas odiosas y dañinas bestias. Pero, ¿quévalor tiene la furia de aquellos mudos animalescomparada con la furia de execración que esta-lla en los resecos labios del condenado en losinfiernos cuando contempla en sus compañerosde sufrimiento, aquellos que le ayudaron en elpecado y le indujeron a él, aquellos cuyas pala-bras sembraron la primera semilla del mal pen-samiento y del mal vivir en su mente, aquellosque con impúdicas sugestiones le llevaron apecar, aquellos cuyos ojos le sedujeron y le

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apartaron del camino de la virtud? Y se vuelvena sus cómplices y les reprochan y los maldicen.Pero ya no tienen socorro ni esperanza: ya esdemasiado tarde para el arrepentimiento.

»Considerad por último el horrible tormentoque sufren aquellas almas, las de los tentadoreslo mismo que las de los inducidos, en la com-pañía de los demonios. Los demonios les afli-gen de dos modos distintos: con su presencia ycon sus sarcásticos reproches. No podemosformarnos idea de lo horribles que los demo-nios son. Santa Catalina de Siena vio una vezuno, y ha dejado escrito que mejor que volver aver, aunque sea por un solo instante, un mons-truo tan espantoso, preferiría estar marchandotoda su vida sobre un rastro de carbones en-cendidos. Porque los diablos, que antes fueronángeles hermosísimos, se convirtieron en mons-truos tan horrendos y repugnantes cuanto pri-mero bellos. Los diablos befan y escarnecen alas almas condenadas, empujadas por ellos a laruina. Son ellos, los protervos demonios, los

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que hacen en el infierno el papel de la voz de laconciencia. ¿Por qué pecaste? ¿Por qué prestas-te oídos a las tentaciones de los amigos? ¿Porqué te apartaste de las prácticas piadosas y delas buenas obras? ¿Por qué no evitaste las oca-siones de pecar? ¿Por qué no abandonasteaquella mala compañía? ¿Por qué no abando-naste aquella lasciva costumbre, aquel hábitoimpuro? ¿Por qué no seguiste los consejos de tuconfesor? ¿Por qué, después de haber caído laprimera vez, o la segunda, o la tercera, o lacuarta, o la centésima, por qué no te apartastedel mal camino y te volviste a Dios, que sóloesperaba tu arrepentimiento para absolverte detus pecados? Ahora ya ha pasado el tiempo delarrepentimiento. ¡Tiempo hay, tiempo hubo,pero ya no lo habrá jamás! ¡Tiempo hubo parapecar en secreto, para regodearte en la pereza yel orgullo, para ambicionar lo ilegítimo, paraentregarse a los más bajos ímpetus de tu natu-raleza, para vivir como las bestias del campo,¡qué digo!, peor que las bestias del campo, pues

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ellas por lo menos son simples brutos y no tie-nen razón que las guíe. ¡Hubo tiempo, pero yano lo habrá jamás! Dios te habló muchas ve-ces..., ¡pero no le quisiste oír! No querías arrojaraquel orgullo y aquella cólera de tu corazón, noquerías devolver aquellos bienes mal adquiri-dos, no querías obedecer los preceptos de tuSanta Madre la Iglesia, no querías cumplir contus deberes religiosos, no querías abandonaraquellas malvadas compañías, no querías evitaraquellas peligrosas tentaciones. Tal es el len-guaje de aquellos diabólicos atormentadores:palabras de vituperio y de reproche, de odio yde repulsión. ¡De repulsión, sí! Porque hastaellos, los mismos demonios, pecaron sólo talcomo era posible a sus angélicas naturalezas,sólo por la rebelión de la inteligencia; y ellos,hasta ellos mismos, se vuelven, asqueados yrepelidos, al contemplar aquellos innombrablespecados, con los cuales el hombre ultraja ymancilla el templo del Espíritu Santo, se manci-lla y se empuerca a sí mismo.

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»¡Oh, queridos hermanitos míos en Cristo,que nos esté destinado el oír este lenguaje! ¡Queno nos esté destinado, os digo! Yo le ruego fer-vientemente a Dios que en el último día de laterrible cuenta, ni una sola alma de las que aho-ra están en esta capilla pueda hallarse entre losmiserables seres a los cuales el Gran Juez ha demandar apartarse para siempre de su vista, queni uno solo de nosotros pueda oír retumbar ensus oídos la espantosa sentencia de condena-ción: ¡Apartaos de mí, malditos, id al fuego que osha sido preparado por el demonio y sus ángeles!

Stephen salió por uno de los lados de la capi-lla, con las piernas entrechocadas y la cabezatemblorosa como si hubiera sido tocada por losdedos de una visión. Subió la escalera y siguió alo largo de las paredes del corredor, de las cua-les pendían los abrigos y los impermeables go-teantes, como malhechores ejecutados, sin ca-beza ni forma. A cada paso que daba, temíahaberse muerto ya y que su alma desgajada dela envoltura del cuerpo se estaba hundiendo de

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cabeza a través del espacio. No podía hacer pieen el suelo, y así, se sentó pesadamente en supupitre abriendo un libro al azar y quedándose-lo mirando como hipnotizado.

No había habido palabra que no se le aplicasea él. Era verdad. Dios era todopoderoso. Diospodía llamarle ahora, llamarle mientras estabasentado en su pupitre, antes de que hubierapodido tener conciencia de la llamada. Dios lehabía llamado. ¿Sí? ¿Cómo? ¿Sí? La carne se lecontrajo como si sintiera la proximidad de lasvoraces llamas, reseca somo si sintiera a su al-rededor el remolino del sofocante aire. Se habíamuerto. Sí. Y estaba siendo juzgado. Una ondade fuego pasó rápidamente por su cuerpo: laprimera. Otra oleada. Su cerebro comenzó aabrasarse. Otra. Su cuerpo hervía y burbujeabadentro de la crepitante morada del cráneo. Y lasllamas salían de su cabeza como una aureola,gritando como si fueran voces:

––¡Infierno! ¡Infierno! ¡Infierno! ¡Infierno! ¡In-fierno!

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Alguien hablaba cerca:––Sobre el infierno.––Supongo que os lo habrá hecho entrar bien

a lo vivo.––¡Bien a lo vivo! ¡Como que nos ha hecho a

todos dar diente con diente!––¡Eso es lo que os hace buena falta! ¡Y mucho

de eso! ¡A ver si así trabajáis!Se inclinó indolentemente sobre la mesa. No

se había muerto. Dios le había dejado todavía.Estaba todavía en aquella clase que tan familiarle era. Míster Tate y Vincent Heron estaban depie junto a la ventana, hablando, bromeando,contemplando la lluvia fría y meneando la ca-beza.

––Quisiera que aclarara. Habíamos acordadodar una vuelta en bici hasta Malahide. Perodebe de llegar el agua hasta las rodillas por esoscaminos.

––Puede ser que aclare, señor.Aquellas voces que le eran tan conocidas, las

palabras usuales, la quietud de la clase, donde

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cuando las voces callaban sólo se oía un susurrocomo de ganado que anduviese al ramoneo,pues los otros chicos mascaban tranquilamentesus almuerzos, todo eso tranquilizó su almadolorida.

Aún había tiempo. ¡Oh, María, refugio de lospecadores, interceded por él! ¡Oh, Virgen Inma-culada, salvadle del piélago de la muerte!

La lección de inglés comenzó por las pregun-tas de historia. Personas reales, favoritos, intri-gantes, obispos, pasaban como fantasmas mu-dos, tras el velo de sus nombres. Todos habíanmuerto: todos estaban ya juzgados. ¿De qué leaprovechaba al hombre ganar todo el mundo, siperdía su alma? Por fin, había comprendido: yla vida humana yacía alrededor de él como unallanura de paz, donde los hombres trabajabanhermanados, como hormigas, con sus muertosdormidos bajo unos tranquilos montones dearena. El codo de su compañero le tocó y sucorazón se sintió tocado a la par. Y cuandohabló para contestar a una pregunta del profe-

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sor sintió su propia voz llena de una quietud dehumildad y contrición.

Su alma se hundió más profundamente enuna contrita paz, incapaz de soportar por mástiempo la pena del terror, y una vaga plegariaiba brotando de ella mientras se hundía. Ah, sí:todavía se le concedería un plazo; se arrepenti-ría de corazón y sería perdonado. Y luego, losde arriba, los del cielo, habían de ver lo que élharía para compensar su pasado. Toda su vida:cada hora de su vida. ¡Al tiempo!

––¡Todo, oh, Dios! ¡Todo, todo!Un mensajero llegó hasta la puerta para decir

que las confesiones habían comenzado en lacapilla. Cuatro muchachos salieron de la clase;y se oían las pisadas de otros que pasaban porel corredor. Un tembloroso escalofrío le corrióalrededor del corazón, no más intenso que unabrisilla leve; pero, mientras sufría y escuchabaen silencio, se le hacía como si tuviera una orejaaplicada contra el músculo de su propio cora-zón y le estuviera sintiendo todo tembloroso y

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cercano, y percibiera la palpitación de sus ven-trículos.

No había escape. Tenía que confesarse, teníaque manifestar con palabras todo lo que habíapensado y hecho, pecado tras pecado.

––¿Y cómo? ¿Cómo?––Padre, yo...Aquel pensamiento resbalaba como una hoja

fría y brillante de acero por la entraña de suscarnes: ¡confesión! Pero no en la capilla del co-legio. Lo confesaría sinceramente todo, cadauno de sus pecados de hecho y de pensamiento:pero no allí, entre sus compañeros de colegio.Lejos, en algún sitio oscuro, sería donde única-mente se atrevería a expresar su propia infamia;y le rogó humildemente a Dios que no estuvieraofendido con él por no atreverse a confesar enla capilla del colegio; y con un total abatimientode espíritu imploró mudamente el perdón deaquellos infantiles corazones que le rodeaban.

Pasaba el tiempo.

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Volvía a estar sentado en el primer banco dela capilla. La luz del día estaba ya decayendo yal penetrar por el rojo denso de las cortinas,parecía que el sol del último día se estaba ocul-tando y que todas las almas se congregabanpara el juicio final.

––Estoy apartado de la vista de tus ojos: palabrastomadas, mis queridos hermanitos en Cristo,del Libro de los Salmos, capítulo trece, versícu-lo veintitrés. En el nombre del Padre y del Hijoy del Espíritu Santo. Amén.

El predicador comenzó a hablar en un tonoreposado y amistoso. Su rostro tenía una expre-sión amable y juntaba despacito los dedos decada mano formando una caja delicada al reu-nir las yemas.

––Esta mañana procurábamos, en nuestrameditación del infierno, hacer lo que nuestrosanto fundador llama en su libro de los Ejerci-cios Espirituales la composición de lugar. Estoes, tratábamos de imaginar con los sentidos dela mente, con nuestra imaginación, el carácter

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material de las penas de aquel lugar espantosoy de los tormentos físicos que sufren todos losque están en el infierno. Esta tarde trataremosde considerar por unos breves momentos lanaturaleza de las penas espirituales del infier-no.

»Acordaos de que el pecado constituye undoble delito. Es una vil condescendencia con lasinclinaciones de nuestra corrompida naturalezahacia los más bajos instintos, hacia lo que esgrosero y bestial.

»Pero es también un apartamiento de lo másnoble de nuestro ser, de todo lo que es puro ysanto, del mismo Dios. Por esta razón, el peca-do mortal recibe en el infierno dos clases dife-rentes de castigo, mental y corporal.

»Pero de todas las penas espirituales, la in-comparablemente mayor es la pena de daño,tan grande, realmente, que es de por sí un tor-mento mayor que todos los otros. Santo Tomás,el máximo doctor de la Iglesia, el doctor angéli-co, como se le llama, dice que la peor condena-

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ción resulta de que el entendimiento del hom-bre está totalmente privado de la divina luz ysu afecto inexorablemente apartado de la divi-nidad de Dios. Dios, acordaos de ello, es un serinfinitamente bueno y, por tanto, la pérdida detal ser debe resultar infinitamente dolorosa. Enesta vida no podemos tener una idea clara de loque tal pérdida es, pero en el infierno, el con-denado, para su mayor tormento, tiene un co-nocimiento cabal de lo que ha perdido y sabeque lo ha perdido por sus propios pecados yque lo ha perdido para siempre. En el mismoinstante de la muerte, se rompen las ligadurasde la carne y el alma tiende inmediatamentehacia Dios como hacia el centro de su existen-cia. Acordaos, queridos niños, de que nuestrasalmas ansían el estar con Dios. Venimos deDios, vivimos por Dios, pertenecemos a Dios;somos suyos, inalienablemente suyos. Dios amacon un divino amor a cada una de las almashumanas, y cada una de estas almas vive poraquel amor. ¿Cómo podría ser de otro modo?

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Cada soplo de nuestro aliento, cada pensamien-to de nuestro cerebro, cada instante de nuestravida, proceden de la inagotable bondad deDios. Y es doloroso para una madre el ser apar-tada de su hijo, para un hombre el destierro desu patria y de su hogar, para un amigo el verseseparado de su amigo, pensad, pensad, quépena, qué angustia, debe de ser la de la pobrealma al verse rechazada de la presencia deaquel supremo bien, de aquel amante creadorque la había formado de la nada, que la habíasostenido en vida y amado con un inmen-surable amor. Esto, pues, el ser separada parasiempre del mayor bien, de Dios, el sentir laangustia de esta separación, sabiendo con abso-luta certeza que no ha de haber cambio posible,en esto consiste el mayor tormento que el almacreada puede sufrir: poema damni, la pena dedaño.

»La segunda pena que afligirá las almas delos condenados en el infierno es la pena de con-ciencia. Así como en los cuerpos muertos se

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engendran los gusanos por la descomposición,así en las almas de los condenados, de la putre-facción del pecado, nace un perpetuo remordi-miento, el aguijón de la conciencia, el gusano,como el papa Inocencio III lo llama, de la triplemordedura. La primera manera de roer de estecruel gusano será el recuerdo de los pasadosdeleites. ¡Oh, qué horrendo recuerdo habrá deser! En el lago de llamas que todo lo devora, elorgulloso rey recordará la pompa de su corte; elhombre sabio, pero malvado, sus bibliotecas ysus instrumentos de investigación; el amante delos placeres artísticos, sus mármoles, sus pintu-ras y sus otros tesoros de arte; el que se deleitócon los placeres de la mesa, sus magníficos fes-tines, aquellos platos preparados con tan ex-quisita delicadeza, sus escogidos vinos; el avarorecordará sus montones de oro; el ladrón, susmal adquiridas riquezas; los asesinos, coléricos,vengativos y despiadados, aquellas violencias yaquellos crímenes en que se gozaron; los lasci-vos y adúlteros, los innombrables y hediondos

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placeres que fueron sus delicias. Recordarántodo esto y se aborrecerán a sí mismos y abo-rrecerán sus pecados. Porque, ¿cuán miserablesno aparecerán todos estos placeres al alma con-denada a sufrir el fuego del infierno por lossiglos de los siglos? ¡Cómo rabiarán y maldeci-rán al considerar que han perdido la bie-naventuranza celestial por la escoria de la tie-rra, por unos cuantos trozos de metal, por va-nos honores, por comodidades corporales, poruna simple comezón de los sentidos! Y, cierta-mente, se arrepentirán; y ésta es la segundaroedura de la conciencia: un tardío e infecundoarrepentimiento de los pecados cometidos. Lajusticia divina quiere que las inteligencias deaquellos miserables condenados estén constan-temente atareadas en la contemplación de lospecados de que se hicieron reos, y aún más,como señala San Agustín, Dios les hará partíci-pes de su propio conocimiento del pecado, detal modo, que el pecado aparecerá en ellos entoda su monstruosa malicia como aparece a los

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ojos de Dios mismo. Contemplarán sus pecadosen toda su vileza y se arrepentirán; pero serádemasiado tarde y entonces lamentarán lasbuenas ocasiones que desperdiciaron. Ésta es laúltima y más profunda y cruel mordedura delgusano de la conciencia. La conciencia dirá:tuviste tiempo y oportunidad para arrepentirtey no quisiste; fuiste educado religiosamente portus padres; tuviste en tu ayuda la gracia y lossacramentos e indulgencias de la Iglesia; tuvisteministros de Dios que te predicaran, que te lla-maran al redil si te habías extraviado, que teperdonaran tus pecados, sin que importasecuántós o cuán horribles fuesen, con sólo que tehubieras confesado y arrepentido. No. No qui-siste. Hiciste mofa de los sacerdotes de la santareligión, volviste la espalda al confesionario, teencenagaste más y más en el lodazal del peca-do. Dios te rogaba, te amenazaba, te implorabaque volvieses a él. ¡Oh, qué miseria, qué ver-güenza! El legislador del universo te suplicabaa ti, criatura de arcilla, para que guardaras su

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ley y para que le amaras a él, a él que te habíacreado. No. No quisiste. Y ahora, aunque inun-daras todo el infierno con tus lágrimas, si pu-dieras llorar todavía, todo ese mar de arre-pentimiento no te podría procurar lo que unasola lágrima de contrición verdadera vertidadurante tu vida mortal. Y ahora clamas por unsolo momento de vida terrena para convertirte:¡en vano! Ha pasado el tiempo. Ha pasado parasiempre.

»Es tal la triple mordedura de la concienciacuando roe el mismo centro del corazón de losmiserables en el infierno, que, llenos de unafuria infernal, se maldicen a sí mismos por sulocura, y maldicen a los malos compañeros quelos condujeron a tal ruina, y maldicen a los de-monios que los tentaron en vida y que ahora semofan de ellos en la eternidad, y hasta ultrajany maldicen al Supremo Ser, a aquel cuya bon-dad desdeñaron y menospreciaron, pero decuya justicia y poder no pueden librarse.

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»La siguiente pena espiritual, a la cual loscondenados están sujetos, es la pena de exten-sión. En esta vida, el hombre, aunque capaz demuchos males, no los puede tener todos a untiempo, desde el momento que cada mal de porsí aminora otro y se contrapone a él. En el in-fierno, al contrario, un tormento, en lugar decontraponerse a otro, le presta aún mayor fuer-za. Y más aún, como las facultades internas sonmás perfectas que los sentidos externos, resul-tan, por esta razón, más capaces de sufrimiento.Lo mismo que cada sentido se ve atormentadopor su pena correspondiente, lo mismo ocurrecon las facultades espirituales: la imaginación,con horrendas imágenes; la facultad sensitiva,con intervalos de deseo y de rabia; la mente y lainteligencia, con unas tinieblas internas másterribles aún que la oscuridad exterior que reinaen aquel horrible calabozo. La malicia, aunqueimpotente, de la que estas almas endemoniadasse ven poseídas, es un mal de ilimitada exten-sión, un terrible estado de perversidad que

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apenas si nos podemos imaginar, a menos queno tengamos en nuestra mente la enormidaddel pecado y el odio que Dios le profesa.

»Opuesta a la pena de extensión, y, sin em-bargo, coexistente con ella, tenemos la pena deintensidad. El infierno es el centro de los males,y, como sabéis, las cosas son más intensas en sucentro que en sus puntos remotos. Allí en el in-fierno no hay remedios, ni pociones que pue-dan templar o suavizar en lo más mínimo laspenas infernales. La compañía, que en todaspartes es una fuente de consuelo para el afligi-do, será allí un continuo tormento. El saber, tanansiado como principal bien de la inteligencia,será allí odiado más que la ignorancia; la luz,amada por todas las criaturas, desde el rey de lacreación hasta la más humilde planta del bos-que, será intensamente aborrecida. En esta vida,nuestros pesares o no son muy duraderos o noson muy intensos, porque la naturaleza o biense sobrepone a ellos por la costumbre o los hacecesar al hundirse bajo su carga. Pero en el in-

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fierno, los tormentos no pueden ser amansadospor la costumbre, porque al mismo tiempo queson de terrible intensidad, están cambiandocontinuamente, cada pena, por decirlo así, in-flamándose al contacto de otra nueva, que a suvez dota de una más fiera intensidad el fuegode la antigua. Ni puede la naturaleza tampocoescapar al sufrimiento sucumbiendo a él, por-que el alma está mantenida y sostenida en sudaño de tal modo que su sufrimiento pueda seraún mayor siempre. Ilimitada extensión detormento, increíble intensidad de dolor, ince-sante variedad de tortura: esto es lo que la divi-na majestad, tan ultrajada por los pecadores,exige. Esto es lo que reclama la sangre del Cor-dero de Dios, vertida para redimir a los pecado-res y hollada por los más viles entre los viles.

»La última tortura, la que sirve de remate atodas las otras del infierno, es su eternidad.¡Eternidad! ¡Oh, tremenda y espantosa palabra!¿Qué mente humana podrá comprenderla? Ytened presente que se trata de una eternidad de

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sufrimiento. Aunque las penas del infierno nofueran tan terribles como son, se harían infini-tas sólo por estar destinadas a durar para siem-pre. Pero al mismo tiempo que son eternas, sontambién, como sabéis, insufriblemente intensas,intolerablemente extensas. Sufrir aunque fuerasólo la picadura de un insecto por toda la eter-nidad, sería un tormento espantoso. ¿Qué será,pues, el sufrir para siempre las múltiples tortu-ras del infierno? ¡Para siempre! ¡Por toda laeternidad! No por un año, ni por un siglo, nopor una era, sino para siempre. Tratad de re-presentaros la horrible significación de estas pa-labras. Vosotros habréis visto frecuentementelas arenas de una playa. ¡Qué diminutos son losgranillos de arena! ¡Y cuántos de estos granilloshacen falta para formar el puñadito que un niñoabarca con la mano en el juego! Pues imaginadahora una montaña de esta arena de más de unmillón de millas de altura, de más de un millónde millas de ancho, tal que se extendiera hastael espacio más remoto, y de más de un millón

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de millas de espesor; e imaginad esta enormemasa de innumerables partículas de arena, mul-tiplicada tantas veces como hojas hay en el bos-que, gotas de agua en el enorme océano, plu-mas en los pájaros, escamas en el pez, pelos enlos animales y átomos en la vasta extensión delos aires. E imaginad que al cabo de un millónde años viniera una avecilla a la montaña y sellevara en el pico un solo granillo de arena.¿Cuántos millones de millones de centuriastranscurrirían antes de que la avecilla hubiesetransportado ni tan siquiera un pie cuadrado dela arena de la montaña, y cuántos siglos de si-glos de edades tendrían que transcurrir antesde que la hubiese transportado toda? Y sin em-bargo, al final de tan enorme período de tiemponi aun siquiera un solo instante de la eternidadpodría decirse que había transcurrido. Al fin detodos esos billones y trillones de años, la eter-nidad apenas si habría empezado. Y si estamontaña volviera a levantarse tan pronto comoel pajarillo hubiera terminado de transportarla,

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y el pájaro volviera y la comenzara a transpor-tar de nuevo, grano a grano, y así se volviera alevantar y a ser transportada tantas veces comoestrellas hay en el cielo, átomos en el aire, gotasde agua en el mar, hojas en los árboles, plumasen los pájaros, escamas en el pez, pelos en losanimales, al fin de todas estas innumerablesformaciones y desapariciones de aquella mon-taña inmensurablemente grande, no se podríadecir ni que un solo instante de la eternidadhabía transcurrido; aun entonces, al fin de aquelenorme período, que sólo el imaginarlo hacegirar nuestro cerebro vertiginosamente, aunentonces, la eternidad apenas si habría comen-zado.

»Un bienaventurado santo (y me parece queera uno de nuestros padres), fue favorecido unavez con una visión del infierno. Le pareció en-contrarse en un grande y oscuro vestíbulo, su-mido en un profundo silencio, turbado sólo porel tic––tac de un gran reloj. El tic––tac seguíaincesantemente. Y le pareció al santo aquel, que

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el sonido del tic––tac era la incesante repeticiónde las palabras, siempre, jamás, siempre, jamás.Siempre, estar en el infierno; jamás, estar en elcielo; siempre, estar privado de la presencia deDios; jamás, gozar de la visión beatífica. Siem-pre, ser comido por las llamas, roído por la gu-sanera, pinchado con púas; jamás, verse libre deestas penas. Siempre, tener la conciencia ator-mentada, la memoria exasperada, la mente lle-na de oscuridad y desesperación; jamás, esca-par de estos tormentos. Siempre, maldecir ydenostar a los horrendos demonios que se go-zan en contemplar la miseria de las víctimas désus engaños; nunca, contemplar los brillantesropajes de los santos espíritus; siempre, clamara Dios, desde los abismos del fuego, por uninstante, un solo instante de tregua a la horribleagonía, y nunca, recibir, ni aun por un instante,el perdón de Dios. Siempre sufrir, nunca gozar;siempre, estar condenado, y nunca obtener sal-vación; siempre, nunca; siempre, nunca. ¡Oh,cuán horrendo castigo! Una eternidad de inaca-

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bable agonía, de inacabable tormento espiritualy corporal, sin un rayo de esperanza, sin unmomento de descanso. Una eternidad de ago-nía ilimitada en intensidad, de tormento in-finitamente variado, de tortura, que alimentaeternamente aquello que eternamente devora,de angustia, que perdurablemente oprime elespíritu mientras despedaza la carne, una eter-nidad, cada instante de la cual es ya de por síuna eternidad de dolor. Tal es el terrible tor-mento decretado, para aquellos que mueren enpecado mortal, por un Dios justo y todopodero-so.

»¡Sí, un Dios justo! Los hombres, al razonarcomo hombres, se asombran de que Dios hayapodido decretar un castigo eterno e infinito enlas llamas del infierno por un solo pecado mor-tal. Razonan así porque cegados por la granilusión de la carne y la oscuridad de la humanainteligencia, son incapaces de comprender lahorrenda malicia de un pecado mortal. Razo-nan así porque son incapaces de comprender

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que aun el pecado venial es de tan monstruosay repugnante naturaleza, que si el creador om-nipotente pudiera hacer acabar todos los malesy las miserias del mundo, las guerras, las en-fermedades, los robos, los crímenes, los asesina-tos, sólo a condición de dejar pasar impune unsimple pecado venial, una mentira, una miradacolérica, un momento de voluntaria pereza, él,el grande y omnipotente Dios, no lo podríahacer, porque el pecado, ya de pensamiento, yade hecho, es una transgresión de su ley divina yDios no sería Dios ni no castigara al transgre-sor.

»Un pecado, un instante de rebelde orgullo dela inteligencia, hizo caer de la gloria a Lucifer ya la tercera parte de la cohorte celestial. Un pe-cado, un solo instante de locura y debilidadarrojó a Adán y Eva del paraíso y trajo la muer-te y el sufrimiento al mundo. Para reparar lasconsecuencias de este pecado, el Hijo Unigénitode Dios bajó a la tierra, vivió, padeció y murió

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de la más penosa muerte, colgado por treshoras de la cruz.

»Ay, mis queridos hermanitos en Cristo Jesús,¿ofenderemos también nosotros al buen Reden-tor y provocaremos su cólera? ¿Pisotearemostambién de nuevo ese cuerpo lacerado Y desga-rrado? ¿Escupiremos en ese rostro tan lleno depena y de amor? ¿Iremos también, como loscrueles judíos y la brutal soldadesca, a burlar-nos de aquel manso y compasivo salvador queholló solo el lagar por nuestro amor? Cada pa-labra pecaminosa es una herida en su amorosocostado. Cada acto pecaminoso es una espinaque taladra su cabeza. Cada pensamiento im-puro deliberadamente consentido es una agudalanza que traspasa su sagrado y amoroso cora-zón. No, no. Es imposible que un ser humanohaga lo que ofende tan profundamente a la di-vina majestad, aquello que crucifica de nuevo alHijo de Dios y hace befa de él.

»Yo le pido a Dios que mis pobres palabrashayan servido para confirmar en santidad a

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aquellos que estén en estado de gracia, parafortalecer a los que flaqueen, para traer de nue-vo al estado de gracia a la pobre alma que sehaya extraviado, si hubiera alguna entre voso-tros. Yo le pido a Dios, y vosotros debéis hacer-lo conmigo, que nos podamos arrepentir denuestros pecados. Y ahora os voy a rogar a to-dos vosotros que repitáis conmigo el acto decontrición, arrodillándoos aquí, en esta humildecapilla, en la presencia de Dios. Él está aquí enel tabernáculo abrasándose de amor de la hu-manidad, dispuesto a confortar al afligido. Notengáis miedo. No importa nada, cuántos ocuán monstruosos sean los pecados; basta queos arrepintáis de ellos y se os perdonarán. Nopermitáis que una vergüenza al estilo mundanoos impida hacerlo. Dios es todavía el señor mi-sericordioso que no desea la muerte del peca-dor, sino que se convierta y viva.

»Él os está llamando. Sois suyos. Él os sacó dela nada. Él os amó como sólo un Dios puedeamar. Sus brazos están abiertos para recibiros,

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aunque hayáis pecado contra él. Llégate a él,¡oh, pobre pecador!, ¡oh, pobre y errado peca-dor! Ahora es el tiempo oportuno. Ahora es elmomento.

El sacerdote se levantó y, volviéndose hacia elaltar, se arrodilló sobre la grada delante deltabernáculo, en la oscuridad del crepúsculo.

Luego, levantando la cabeza, repitió fervoro-samente, frase por frase, el acto de contrición.Los muchachos contestaban frase por frasetambién. Stephen, con la lengua pegada al pa-ladar, inclinó la cabeza y rezó con el corazón.

––Oh, Dios mío––Oh, Dios mío––me pesa de corazón––me pesa de corazón ––de haberte ofendido ––de haberte ofendido–– y detesto mis pecados––y detesto mis pecados––sobre todo mal

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––sobre todo mal––porque te desagradan a ti, Dios

mío,––porque te desagradan a ti, Dios

mío,––que eres tan digno––que eres tan digno ––de todo mi amor––de todo mi amor––y estoy firmemente resuelto–y estoy firmemente resuelto––con ayuda de tu divina gracia––con ayuda de tu divina gracia––a nunca más ofenderte––a nunca más ofenderte ––ya enmendar mi vida.–– y a enmendar mi vida.

Después de la cena, subió a su habitacióncon objeto de estar a solas con su alma, y a cadapeldaño su alma parecía suspirar, y a cada pel-daño su alma subía al mismo tiempo que sus

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pies, y suspiraba al ascender a través de unaregión de viscosas tinieblas.

Se detuvo a la entrada en el descansillo, yluego cogió el tirador de porcelana y abrió lapuerta suavemente. Esperó lleno de miedo,sintiendo que el alma le desfallecía y rogandoen silencio que la muerte no le tocara en la fren-te al trasponer el umbral, que los demonios quemoran en las tinieblas no tuvieran poder contraél. Y esperó aún en el umbral, como a la entradade una caverna sombría. Había caras allí, ojos:le estaban esperando y acechando.

––Sabíamos desde luego perfectamente queesto tendría que venir a dar a la luz públicaaunque él había de tropezar con extraordinariasdificultades al procurar tratar de com-prometerse a tratar de proponerse averiguar elplenipotenciario espiritual de modo que desdeluego sabíamos perfectamente bien...

Caras que murmuraban le estaban esperando;voces murmurantes que llenaban la cóncavaoscuridad de la cueva. Sintió miedo en el alma

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y en la carne, más, levantando bravamente lacabeza, entró con resolución en el cuarto. Unapuerta; una habitación, la misma habitación, lamisma ventana. Y pensó que aquellas palabrasque le habían parecido levantarse como unmurmullo de la oscuridad, carecían totalmentede sentido. Y se dijo que todo era simplementesu habitación, su habitación con la puerta abier-ta.

Cerró la puerta, y marchando en derechurahacia la cama, se arrodilló al lado de ella y secubrió la cara con las manos. Tenía las manosfrías y húmedas y los miembros doloridos yescalofriados. Inquietud corporal y escalofríos ycansancio le acosaban, poniendo en fuga suspensamientos. ¿Por qué estaba allí, arrodillado,como un niño que reza sus oraciones de la no-che? Para estar a solas con su alma, para exa-minarse la conciencia, para afrontar cara a carasus pecados, para evocar sus modos, sus épo-cas, sus circunstancias, para llorarlos. No podíallorar. No podía evocarlos en su memoria. Sen-

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tía sólo un dolor en el alma y en el cuerpo: todosu ser ––memoria, voluntad, entendimiento,carne–– entumecido y cansado.

Aquélla era la obra de los demonios, que tra-taban de diseminar sus pensamientos y burlarsu conciencia asaltándole por las puertas de lacarne cobarde y corrompida por el pecado. Ypidiéndole tímidamente a Dios que le perdona-ra su debilidad, se metió lentamente en el lecho,se arrebujó bien en las coberturas y ocultó denuevo la cara entre las manos. Había pecado.Había pecado tan gravemente contra el cielo ydelante de Dios, que no era digno ya de serllamado hijo de Dios.

¿Era posible que él, Stephen Dédalus, hubierarealizado tales cosas? Su conciencia suspiró portoda respuesta. Sí, las había realizado, en secre-to, repugnantemente, una vez y otra vez, y,endurecido en la impenitencia del pecado, sehabía atrevido a llevar su máscara de santidadhasta delante del tabernáculo mismo, cuandosu alma no era otra cosa que una masa viviente

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de corrupción. ¿Cómo era posible que Dios nole hubiera matado de repente? La multitud in-munda de sus pecados se estrechaba en tornode él, le lanzaba el aliento, se doblegaba sobre élpor todos lados. Se esforzó en olvidarlos me-diante una oración, arrebujándose como unovillo y apretando los párpados cerrados. Pero,¿cómo sujetar los sentidos del alma?; que aun-que sus ojos estaban fuertemente cerrados, veíalos lugares donde había pecado; y oía, aun conlos oídos bien tapados. Deseaba con toda sualma dejar de oír y de ver, y lo deseó tanto, quepor fin la armazón de su cuerpo se puso a tem-blar bajo la fuerza de su deseo y los sentidos desu alma se cerraron. Se cerraron por un instan-te, pero se abrieron en seguida. Y vio.

Un campo de hierbajos, de cardos y de matasde ortigas. Entre las matas espesas y ásperas delas plantas yacían innumerables latas viejas ydestrozadas y coágulos de materias fecales ymontones en espiral de excremento sólido. Undébil reflejo de luz pantanosa se elevaba de

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toda esta podredumbre a través del gris verdo-so de la erizada maleza. Y un mal olor, nausea-bundo, débil como la luz, subía en pesadas ve-dijas de las latas viejas y de la basura añeja ycostrosa.

Algunos seres se movían por el campo: uno,tres, seis. Entes errantes, acá, allá. Seres cabru-nos con cara humana, frente cornuda y barbarala de un color gris como el del caucho. Laperversidad del mal les brillaba en la miradadura, mientras se movían, acá, allá, arrastrandoen pos de sí la larga cola. Un rictus de cruelmaldad iluminaba con un resplandor grisáceosus caras viejas y huesudas. El uno se cubría lascostillas con un harapiento chaleco franela; otrose lamentaba monótonamente porque la barbase le enredada entre la maleza. Un lenguajeimpreciso salía de sus bocas sin saliva, mientraszumbaban en lentos círculos, cada vez más es-trechos, dando vueltas y vueltas alrededor delcampo, arrastrando las largas colas entre laslatas tintineantes. Se movían en lentos círculos,

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para encerrar, para encerrar... con el lenguajeindistinto de sus labios, y el silbido de sus lar-gas colas embadurnadas de estiércol enrancia-do... impeliendo hacia lo alto las espantosascaras...

¡Socorro!Arrojó enloquecido las coberturas lejos de sí

para libertarse la cara y el cuello. Aquél era suinfierno. Dios le había permitido ver el infiernoque estaba reservado para sus pecados. Un in-fierno nauseabundo, bestial, perverso, un in-fierno de demonios cabrunos y lascivos. ¡Paraél! ¡Para él!

Saltó de la cama. Sentía la nauseabunda vaha-rada que se le metía garganta abajo, asqueándo-le y revolviéndole las entrañas. ¡Aire! ¡Aire delcielo! Se arrastró a encontronazos hacia la ven-tana, gimiente y casi desvanecido de malestar.Frente al lavabo una náusea se apoderó de él. Yoprimiéndose con frenesí la frente helada, vo-mitó en agonía, profusamente.

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Cuando el malestar hubo pasado, caminó condificultad hasta la ventana y, levantando el bas-tidor, se sentó en el extremo del alféizar y apo-yó el codo sobre el antepecho. La lluvia habíacesado y entre movibles masas de vapor deagua, la ciudad estaba hilando de luz a luz eldelicado capullo de una neblina amarillenta. Elcielo estaba tranquilo y tenía una vaga lumino-sidad. Y el aire resultaba grato al pulmón comoen una arboleda bien calada a chaparrones. Y,en medio de aquella paz de las luces tembloro-sas y la quieta fragancia de la noche, Stephenhizo un pacto con su corazón.

Y oró:

––Un día, quiso venir a la tierra en toda su gloriacelestial. Pero pecamos. Y ya no nos pudo visitarsino ocultando su majestad, sofocando su resplandorporque era Dios. Y vino como débil, no como podero-so, y te envió a ti en su lugar, criatura dotada delencanto de las criaturas, y de atractivos humanos,proporcionados a nuestra condición. Y ahora, tu

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mismo rostro y forma, querida madre, nos estánhablando del eterno. No como la belleza terrena,dañosa a quien la mira, sino como la estrella de lamañana, emblema tuyo, radiante y musical, quehabla del cielo y paz infunde. ¡Oh, heraldo de la ma-ñana!¡Oh, luz del peregrino! Síguenos conduciendocomo hasta ahora lo hiciste, a través del desiertoinhospitalario, guíanos a Jesús Nuestro Señor, guía-nos a nuestra patria.

Sus ojos estaban empañados de lágrimas y,mirando humildemente al cielo, lloró por suinocencia perdida. Cuando hubo caído la no-che, salió de casa. El primer contacto del airehúmedo y oscuro y el ruido de la puerta el ce-rrarse en pos de él despertaron de nuevo el do-lor de su conciencia, tranquilizada a fuerza deoración y de lágrimas. ¡Confesarse! ¡Confesarse!No era bastante el aliviar el alma con una lá-grima y una oración. Tenía que arrodillarsedelante del ministro del Espíritu Santo y contar-le sus pecados con arrepentimiento y verdad.

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Antes de oír de nuevo el batiente de la puertagirar sobre el umbral para darle paso, antes devolver a ver en la cocina la mesa dispuesta parala cena, se habría ya arrodillado y confesado.¡Qué sencillo era! El dolor de su conciencia cesóy Stephen comenzó a avanzar despacio por lascalles sombrías. ¡Había tantas losas en la acerade la calle y tantas calles en la ciudad y tantasciudades en el mundo! Y sin embargo, la eter-nidad no tenía fin. Estaba en pecado mortal.Aun una sola vez, ya era pecado mortal. Podíaocurrir en un instante. ¿Cómo podía ocurrir tande prisa? O viendo o imaginando ver. Primero,los ojos veían la cosa sin haber deseado verla.Después, todo ocurría en un instante. Pero ¿esque esa parte del cuerpo comprende o qué? Laserpiente, el animal más astuto del campo. Cla-ro que debe de comprender, cuando desea así,en un momento, y luego puede prolongar pe-caminosamente su propio deseo, instante trasinstante. Siente y comprende y desea. ¡Qué cosatan horrible! ¿Quién formó así esa parte del

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cuerpo, capaz de comprender y de desear bes-tialmente? Y según eso, aquello ¿era una partede él o era una cosa inhumana, movida por unalma bajuna? Sentía un malestar en el alma alimaginarse una torpe vida de reptil que dentrode él se estaba alimentando de su delicada sus-tancia vital, engordando entre el cieno del pla-cer. Oh, ¿por qué ocurría esto así? ¿Por qué?

Se humilló entre las sombras de su pensa-miento, abatiéndose ante el respeto a la divini-dad que había hecho todas las cosas y todos loshombres. ¿Cómo se le podía ocurrir tal pensa-miento? Y doblegándose rendido en sus pro-pias tinieblas, rogó en silencio a su ángel de laguarda que apartara con su espada al demonioque le estaba susurrando en el cerebro.

El susurro cesó y entonces comprendió cla-ramente que era su propia alma la que habíapecado voluntariamente mediante su cuerpo,de pensamiento, palabra y obra. ¡Confesarse!Tenía que confesarse de cada uno de sus peca-dos. ¿Y cómo expresarle en palabras al sacerdo-

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te lo que había hecho? No había otro remedio,no había otro remedio. ¿Y cómo decirlo sin mo-rirse de vergüenza? O mejor: ¿cómo habíahecho aquellas cosas sin avergonzarse? ¡Ay,loco! ¡Confesarse! ¡Oh, sí, seguramente se iba aquedar limpio y libre otra vez! ¡Ay, Dios delalma!

Siguió andando a través de calles mal alum-bradas temiendo detenerse ni aun un momento,no pareciese que reculaba ante lo que le estabaesperando, y temiendo llegar a lo mismo queansiaba. ¡Cuán hermosa debía de parecer unalma en estado de gracia cuando Dios la miraamorosamente!

Había sentadas en el borde de la acera delantede sus cestas unas muchachas desharrapadas.Mechones de pelo húmedo les colgaban porencima de la frente. Ciertamente no estabanhermosas, sentadas así sobre el fango. PeroDios veía sus almas, y si estaban en estado degracia, eran bellas y Dios las amaba al mirarlas.

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Un soplo frío de humillación pasó por su al-ma al pensar cuán bajo había caído, al sentirque aquellas almas eran más gratas a Dios quela suya. El viento pasaba por encima de él y seiba a otras innumerables almas que brillabancon el favor de Dios, tan pronto más, tan prontomenos, que flotaban o se hundían, fundidas enaquel soplo huidizo. Pero un alma estaba per-dida, un alma diminuta: la suya propia. Habíavacilado un instante, se había apagado, olvida-da, perdida. Y nada más: negrura, frío, vacío,desolación.

La conciencia del lugar en que se encontrabafue refluyendo lentamente a su espíritu porencima de un vasto y oscuro período de tiemposin sensación ni vida. La escena sórdida ibaresucitando ahora en torno de él: la entonaciónfamiliar, los mecheros de gas encendidos en lastiendas, y olores a aguardiente, a pescado, aserrín húmedo, y mujeres y hombres que pasa-ban de un lado a otro. Una vieja se disponía acruzar la calle con su lata de aceite en la mano.

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Se inclinó y le preguntó si había una capilla porallí cerca.

––¿Una capilla, señor? Sí, señor. La capilla dela calle de la Iglesia.

––¿De la Iglesia?La vieja se pasó de mano la lata para indicarle

la dirección. Y al sacar su mano ennegrecida ymarchita de debajo de los flecos del mantón,Stephen se inclinó más profundamente, entris-tecido y aliviado por la voz de la vieja.

––Gracias.––No hay de qué, señor.Los cirios del altar mayor estaban ya apaga-

dos, pero la fragancia del incienso se difundíaaún, flotando por la nave. Unos trabajadoresbarbudos y de cara piadosa estaban sacando unpalio por una puerta lateral y el sacristán losayudaba con gestos y con palabras suaves.Unos cuantos devotos permanecían todavíarezando delante de uno de los altares laterales,o arrodillados en los bancos cerca de los con-fesionarios. Stephen se acercó humildemente y

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se arrodilló en el último banco, con el alma con-fortada por la paz, el silencio y la fragante som-bra de la capilla. El larguero sobre el que estabaarodillado era estrecho y estaba desgastado, yaquellos que estaban de rodillas cerca de él eranhumildes seguidores de Jesús. También Jesúshabía nacido pobremente y había trabajo en eltaller de un carpintero, serrando tablas y cepi-llándolas, y cuando había comenzado a hablardel reino de Dios había sido a pobres pescado-res, enseñando así a todos a ser humildes ymansos de corazón.

Inclinó la cabeza sobre las manos y mandó asu corazón que fuese manso y humilde parapoder llegar a ser como aquellos que estabanarrodillados cerca de él y para que su oraciónfuera propiciatoria cual la de ellos. Oraba juntoa ellos, pero comprendía que en su caso era másarduo. Su alma estaba manchada por el pecado,y no se atrevía a pedir el perdón de sus culpascon la simple confianza de aquellos a los cuales,por inescrutable designio de Dios, había llama-

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do los primeros a su lado, carpinteros y pesca-dores, gente pobre y sencilla dedicada a humil-des tareas, a obrar y modelar la madera de losárboles o a remender pacientemente las redes.

Una sombra alta avanzó por la nave lateral ylos penitentes se removieron. Y por último, le-vantando un momento los ojos, distinguió unalarga barba gris y el hábito oscuro de un capu-chino. El religioso entró en el confesonario yquedó oculto. Los penitentes se levantaron y secolocaron a ambos lados del confesonario. Seoyó el ruido de un cierre de madera al desco-rrerse y el murmullo de una voz comenzó aturbar el silencio. La sangre le comenzó a mur-murar en las venas, como una ciudad pecadoradespertada del sueño para oír su sentencia dedestrucción. Copos de fuego y polvo de cenizascaían mansamente sobre las casas de los hom-bres. Y ellos se agitaban, despertando del sue-ño, turbados por el aire abrasador.

El cierre volvió a correrse y el penitenteemergió de la sombra por el costado del confe-

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sonario. Se descorrió el cierre del otro lado. Unamujer entró con calmosa compostura en el sitiodonde el primer penitente había estado arrodi-llado. Y el leve murmullo comenzó de nuevo.

Aún podía abandonar la capilla. Podía levan-tarse, echar un pie tras otro, salir suavemente yluego correr, correr, correr a toda velocidad através de las calles oscuras. Aún tenía tiempode escapar de aquel bochorno. Si hubiera sidoalgún terrible crimen, ¡pero aquel pecado! ¡Sihubiera sido un asesinato! Menudos copos defuego caían abrasándole por todas partes: pen-samientos vergonzosos, palabras vergonzosas,actos vergonzosos. Y la vergüenza le cubríatotalmente como una capa impalpable de abra-sadora ceniza que iba cayendo sin cesar. ¡Ex-presarlo con palabras! Su alma, entre el ansia dela asfixia y el desamparo, quería dejar de exis-tir.

El cierre fue descorrido otra vez. Un penitenteemergió del lado opuesto del confesionario.Otra vez el cierre. Un penitente entró en el sitio

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de donde el anterior había salido. El suave su-surro salía en vaporosas nubecillas de la caja demadera. Era la mujer: nubecillas tenues y susu-rrantes, vapor tenue en susurros, que susurra-ba, que se desvanecía.

Secretamente, por debajo del antepecho delbanco, se golpeó humildemente el seno. Viviríaen paz con Dios y con los otros. Amaría a suprójimo. Amaría a Dios que le había creado y lehabía amado. Se arrodillaría y rezaría con losdemás, y sería feliz. Dios se dignaría posar sumirada sobre él y sobre los otros y los amaría atodos.

¡Qué fácil es ser el bueno! El yugo de Dios eraligero y suave. Mejor era no haber pecado nun-ca, haber permanecido siempre como un niño,porque Dios amaba a los pequeñuelos y dejabaque se acercasen a él. Pero Dios era misericor-dioso para los pobres pecadores que se arrepen-tían de corazón. ¡Cuán cierto era aquello! ¡Eso síque se podía llamar bondad!

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El cierre se corrió de pronto. Él era el siguien-te. Se levantó lleno de terror y caminó a ciegashasta el confesonario. Había llegado por fin. Searrodilló en la silenciosa oscuridad y levantólos ojos hacia el blanco crucifijo que estaba col-gado encima de él.'Dios podría ver que le pesa-ba. Diría todos sus pecados. Su confesión seríalarga. Todo el mundo en la capilla comprende-ría cuán pecador había sido. ¡Que lo supieran!Era verdad. Pero Dios había prometido perdo-narle, con tal de que le pesase de corazón. Y lepesaba. Juntó las manos y las levantó hacia lablanca forma, rogando con sus ojos entenebre-cidos, rogando con todo el trémulo cuerpo, mo-viendo la cabeza de un lado a otro como unacriatura abandonada, rogando con los gimien-tes labios.

––¡Me pesa! ¡Me pesa! ¡Me pesa!El cierre se descorrió con un golpe brusco y el

corazón le dio un salto en el pecho. Por la rejillase veía la cara de un anciano sacerdote, aparta-da del penitente, apoyada sobre una mano.

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Stephen hizo la señal de la cruz y rogó al sacer-dote que le bendijera porque había pecado.Luego, inclinando la cabeza, recitó despavoridoel Confiteor. Al llegar a las palabras de mi graví-sima culpa, cesó, sin aliento.

––¿Cuánto tiempo hace desde su última con-fesión, hijo mío?

––Mucho tiempo, padre.––¿Un mes, hijo mío?––Más, padre.––¿Tres meses, hijo mío?––Más aún, padre.––Ocho meses, padre.Había comenzado. El sacerdote preguntó:––¿Y de qué se acuerda usted desde entonces?Comenzó a confesar sus pecados: misas per-

didas, oraciones no dichas, mentiras.––¿Alguna cosa más, hijo mío?Pecados de cólera, envidia de lo ajeno, gloto-

nería, vanidad, desobediencia.––¿Alguna cosa más, hijo mío?No había otro remedio. Murmuró:

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––He... cometido pecados de impureza, pa-dre.

El sacerdote no volvió la cabeza.––¿Consigo mismo, hijo mío?––Y .. con otros.––¿Con mujeres, hijo mío?––Sí, padre.––¿Eran mujeres casadas, hijo mío?No lo sabía. Sus pecados le iban goteando de

los labios y del alma, rezumando, supurandocomo una corriente de vicio sucia y emponzo-ñada. Los últimos pecados salieron por fin, len-tos y asquerosos. Ya no había más que decir.Inclinó la cabeza, rendido.

El sacerdote callaba. Después, preguntó:––¿Qué edad tiene usted, hijo mío?––Dieciséis años, padre.El sacerdote se pasó la mano varias veces por

la cara. Después descansó la frente sobre unamano, se recostó contra la rejilla y, los ojos to-davía desviados, habló lentamente. Tenía la vozcansada y vieja.

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––Es usted muy joven, hijo mío, y me va us-ted a permitir que le ruegue que abandone esepecado. Es un pecado terrible. Mata el cuerpo ymata el alma. Es la causa de muchos crímenes ydesgracias. Abandónelo usted, hijo mío, por elamor de Dios. Es deshonroso e indigno dehombres. Usted no sabe hasta dónde ese maldi-to hábito le puede llevar a usted o hasta dóndepuede llegar él en contra suya. Mientras cometausted ese pecado, su alma carecerá absoluta-mente de valor a los ojos de Dios. Pídale a nues-tra madre María que le ayude. Ella le ayudará,hijo mío. Ruégueselo a Nuestra Señora cada vezque este pecado le venga a la imaginación. Es-toy seguro de que lo hará así, ¿no es cierto?Usted se arrepiente de todos estos pecados.Estoy seguro. Y le va usted a prometer a Diosque, con ayuda de su santa gracia, no le va avolver a ofender con ese pecado asqueroso.Hágale esta promesa a Dios. ¿La hará usted?

––Sí, padre.

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La voz, vieja y cansada, caía como una suavelluvia sobre su corazón trémulo y reseco. ¡Cuánsuave! ¡Cuán triste! ––Hágalo así, pobre hijomío. El demonio le tiene extraviado. Rechácelehacia el infierno siempre que le traiga la tenta-ción de deshonrar su cuerpo de esta manera;rechace al espíritu infernal que aborrece aNuestro Señor. Prométale a Dios que abando-nará ese pecado vil, ese pecado asqueroso.

Cegado por las lágrimas y por la luz de la mi-sericordia divina, Stephen inclinó la cabeza yoyó las graves palabras de la absolución y viocómo la mano del sacerdote se levantaba ––

sobre él en prenda de perdón.––Dios le bendiga, hijo mío. Ruegue a Dios

por mí.Se arrodilló para rezar la penitencia en un

rincón de la oscura nave; y sus oraciones ascen-dían al cielo desde el corazón purificado comouna oleada de aroma que fluyera aire arribadesde el corazón de una rosa blanca.

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¡Qué alegres, las calles enfangadas! Marchabahacia casa a grandes pasos, consciente de unagracia que se difundía por sus miembros y losaligeraba. A pesar de todo, lo había hecho. Sehabía confesado y Dios le había perdonado. Sualma era pura y santa una vez más, santa y fe-liz.

¡Qué hermoso morir ahora, si fuera voluntadde Dios! Y qué hermoso vivir en gracia unavida de paz y de virtud y de indulgencia paracon los demás.

Se sentó al fuego en la cocina, sin atreverse ahablar de pura felicidad. Hasta aquel momentono había sabido cuán hermosa y apacible podíaser la vida. El cuadrado de papel verde, pren-dido con alfileres alrededor de la lámpara, pro-yectaba un dulce reflejo. Sobre la mesa había unplato de salchichas y pudding blanco y, en larepisa, huevos. Todo para el desayuno del díasiguiente, después de la comunión en la capilladel colegio. Pudding blanco y huevos y salchi-chas y tazas de té. Después de todo, ¡qué simple

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y qué hermosa era la vida! Y toda la vida yacíaahora delante de él.

Como en un ensueño, cayó dormido. Comoen un ensueño, se levantó y vio que ya era demañana. Como en un ensueño de duermevela,caminó hacia el colegio a través de la mañanatranquila.

Todos los muchachos estaban ya arrodilladosen sus sitios. Se arrodilló entre ellos, tímido yfeliz. El altar estaba recubierto de masas oloro-sas de flores blancas. Y, en la luz matinal, lasllamas pálidas de los cirios ardían entre lasblancas flores, pulcras y silenciosas como supropia alma.

Se arrodilló delante del altar con sus compa-ñeros y sostuvo al par que ellos el paño quedescansaba como sobre una balaustrada demanos. Las suyas temblaban y su alma conellas, mientras el sacerdote iba avanzando desito en sitio llevando el copón.

––Corpus Domini nostri.

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¿Sería posible? Estaba arrodillado allí, tímidoy limpio de pecado. Y sostendría en su lenguala hostia y Dios entraría en su cuerpo purifica-do.

––In vitam eternam. Amen.¡Una nueva vida! ¡Una vida de gracia y de

virtud y de felicidad! Y lo pasado, pasado.––Corpus Domini nostri.La copa sagrada había llegado hasta él.

Cuatro

Los domingos los tenía dedicados al misteriode la Santísima Trinidad; los lunes, al EspírituSanto; los martes, a los Ángeles Custodios; losmiércoles, a San José; los jueves, al SantísimoSacramento del Altar; los viernes, a la Pasión deJesús; los sábados, a la Santísima Virgen María.

Todas las mañanas se santificaba de nuevo enla presencia de alguna sagrada imagen o dealgún misterio. El día comenzaba para él con elofrecimiento heroico de cada uno de sus pen-

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samientos y acciones por la intención del SumoPontífice y con una misa temprana. El aire cru-do de la mañana aguzaba su decidida piedad; ya menudo, arrodillado entre los escasos fielesdelante de un altar lateral, siguiendo el murmu-llo del sacerdote en su devocionario lleno deestampas que servían de señal, echaba una rá-pida ojeada hacia la figura revestida, en pie, alláen la oscuridad, entre los dos cirios que repre-sentaban el Antiguo y el Nuevo Testamento, yse imaginaba que estaba asistiendo a una misaen las catacumbas.

Su vida diaria estaba dividida en diversasáreas de devoción.

Por medio de jaculatorias y de oraciones,acumulaba de muy buena voluntad centenas ycuarentenas de días, y aun años enteros, en fa-vor de las almas del purgatorio; aunque eltriunfo espiritual que sentía al ganar con tanpoca molestia tan largos períodos de penitenciacanónica no le recompensaba completamentesu celo, desde el momento que ignoraba cuánto

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sufrimiento temporal había evitado a las pobresalmas por medio de su sufragio; e introdujo sualma en un círculo cada vez más amplio deobras heroicas, temeroso de que para con elfuego del purgatorio, que no se diferencia delinfernal más que en no ser eterno, su penitenciano tuviera más validez que la de una gota deagua.

Cada momento del día, dedicado ahora a losque miraba como deberes de su paso por lavida, giraba en torno de su actividad espiritual.Su vida parecía haberse aproximado a la eter-nidad. Podía lograr que cada uno de sus pen-samientos, palabras y obras, revibrara radian-temente en el cielo; y a veces la sensación de eserepercutir inmediato era tan intensa, que le pa-recía que su alma devota obraba como los de-dos sobre el teclado de una gran caja registra-dora y que podía ver la suma de su adquisiciónaparecer inmediatamente inscrita en el cielo, nocomo una cifra, sino como una débil columnillade incienso o como una delicada flor.

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También los rosarios que rezaba constante-mente ––pues llevaba las cuentas sueltas en losbolsillos del pantalón para poder rezar por lacalle–– se le transformaban en coronas de floresde una contextura tan extraterrena, tan vaga,que le parecían carecer de matiz y de olor, delmismo modo que carecían de nombre. Cadauno de sus tres rosarios cotidianos era ofrecidopara que su alma creciera más vigorosamenteen cada una de las virtudes teologales, en la feen el Padre que le había creado, en la esperanzaen el Hijo que le había redimido y en el amor alEspíritu Santo que le había santificado; y estaplegaria tres veces triple la ofrecía a las trespersonas de la Santísima Trinidad por media-ción de María considerada en sus misterios go-zosos, dolorosos y gloriosos.

Cada día de los siete de la semana rezaba pa-ra que uno de los siete dones del Espíritu Santodescendiera sobre su alma y arrojara día por díaa cada uno de los siete pecados mortales que lehabían mancillado en el pasado; y rezaba para

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obtener cada don en su día señalado, con laconfianza de que descenderían sobre él, aunquele resultaba extraño algunas veces que tres do-nes como sabiduría, entendimiento y ciencia,fuesen tan distintos que necesitaran cada unopor su lado un día diferente. Con todo, creíaque en una etapa futura de su progreso espiri-tual, quedaría la dificultad resuelta cuando sualma pecadora estuviera más fortalecida yalumbrada por la tercera persona de la TrinidadSantísima. Pero lo creía tanto más, y aun conansia, a causa de la divina oscuridad y silenciodonde mora el invisible Paráclito cuyos sím-bolos son una paloma y un viento poderoso;pecar contra Él es pecado que no encuentraperdón; Él es, en fin, aquel eterno, secreto ymisterioso ser al que como a Dios ofrecen lossacerdotes una misa cada año revestidos delrojo de las llamas de fuego.

Las imágenes bajo las cuales quedaban vela-das en los libros de devoción la naturaleza y lasrelaciones de las tres personas de la Santísima

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Trinidad ––el Padre, que se contempla por unaeternidad, como en un espejo, en sus divinasperfecciones, y de ahí engendra a su EternoHijo, y el Espíritu Santo, que procede eterna-mente del Padre y del Hijo––, estas imágenesoscuras eran, en razón de su augusta incom-prensibilidad, más fácilmente aceptadas por sumente que el simple hecho de que Dios hubieraamado al alma de él, de su criatura, desde unaeternidad, eras y eras antes de que naciera elmundo, eras antes de que el mismo mundoexistiera.

Había oído pronunciar solemnemente en laescena y en el púlpito los nombres de las pasio-nes del amor y del odio; las había visto expues-tas pomposamente en los libros, y se pre-guntaba por qué su alma era incapaz de alber-gar ni el uno ni el otro ni ––»n siquiera de for-zar los labios a pronunciar sus nombres conconvicción. A menudo había sentido un breveacceso de cólera, pero nunca había sido capazde conservar su resentimiento largo rato, sino

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que había sentido que se iba desvaneciendo enseguida como una cáscara o una piel que sedesprendiera con toda suavidad de su propiocuerpo. Y había sentido también una presenciaoscura, sutil y susurrante que penetraba portodo su ser, que lo incendiaba en las llamas pa-sajeras de un deseo vedado. Y también este an-helo resbalaba hasta colocarse fuera de su al-cance, dejando su mente indiferente y lúcida.Parecían éstos el único amor y el único odio quesu alma era capaz de albergar.

Pero ahora no podía dejar por más tiempo decreer en la realidad del amor, puesto que elmismo Dios había amado a su alma individualcon un amor divino por una eternidad toda.Gradualmente, según su alma se iba enrique-ciendo en conocimiento espiritual, iba viendocómo el mundo todo formaba una expresiónsimétrica del poder y el amor de Dios. La vidase convertía en un don divino, y por cada sen-sación, por cada momento de él, su alma teníaque alabar y dar gracias a Dios, aunque no fue-

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ra más que de ver cómo colgaba una hoja de larama de un árbol. El mundo, no obstante susolidez y su complejidad, ya no existía paraStephen más que como un teorema de la uni-versalidad, el amor y el poder divinos. Y taníntegra e incuestionable era la sensación de undivino sentido que la naturaleza le daba, quellegó a casi no comprender para qué era necesa-rio que él siguiera existiendo en el mundo. Y,sin embargo, esto formaba parte del designiodivino y no era él, por tanto, quien lo había dediscutir, él menos que nadie, pues había pecadotan gravemente, tan horrendamente contra losdesignios de Dios. Manso y abatido por esteconocimiento de una realidad eterna, omnipre-sente y perfecta, se refugió de nuevo en su car-ga de devociones, misas, preces, mortificacionesy sacramentos, y sólo entonces por primera vezdesde que cavilaba en el gran misterio delamor, sintió dentro de sí un cálido movimientocomo de algo recién nacido, una nueva vida ouna nueva virtud de su propia alma. La actitud

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de éxtasis que conocía por el arte sagrado, lasmanos separadas y en alto, los labios entre-abiertos, los ojos como los de quien está próxi-mo a desmayarse, esta actitud llegó a ser para élla imagen del alma en oración, humillada ydébil delante de su Creador.

Pero había sido prevenido contra los peligrosde la exaltación espiritual y no se permitió, portanto, cejar en la más nimia o insignificante desus devociones, y tendía también por medio deuna constante mortificación más a borrar supasado pecaminoso que a adquirir una santi-dad llena de peligros. Cada uno de sus sentidosestaba sometido a una rigurosa disciplina. Conobjeto de mortificar el sentido de la vista, sepuso como norma de conducta el caminar porla calle con los ojos bajos, sin mirar ni a derechani a izquierda y ni por asomo hacia atrás. Susojos evitaban todo encuentro con ojos de mujer.Y de vez en cuando los refrenaba mediante unrepentino esfuerzo de voluntad, dejando a me-dio leer una frase comenzada y cerrando de

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golpe el libro. Para mortificar el oído dejaba enlibertad su voz, que estaba por entonces cam-biando, no cantaba ni silbaba nunca y no hacíalo más mínimo para huir de algunos ruidos quele causaban una penosa irritación de los ner-vios, como el oír afilar cuchillos en la planchade la cocina, el ruido de recoger la ceniza en elcogedor o el varear de una alfombra. Mortificarel olfato le resultaba más difícil, porque no sen-tía la menor repugnancia instintiva de los malosolores, ya fueran exteriores, como los del estiér-col o el alquitrán, ya fueran de su propia perso-na. Entre todos ellos había hecho muchas cu-riosas comparaciones y experimentos, hasta quedecidió que el único olor contra el cual su olfatose rebelaba, era una especie de hedor como apescado podrido o como a orines viejos y des-compuestos; y cada vez que le era posible, sesometía por mortificación a este olor desagra-dable. Para mortificar el gusto se sujetaba anormas muy estrictas en la mesa; observaba a laletra los ayunos de la Iglesia y procuraba dis-

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trayéndose apartar la imaginación del gusto delos diferentes platos. Pero era en la mortifica-ción del tacto donde su inventiva y su ingenui-dad trabajaron más infatigablemente. No cam-biaba nunca conscientemente de posición en lacama, se sentaba en las posturas menos cómo-das, sufría pacientemente todo picor o dolor, seseparaba del fuego, estaba de rodillas toda lamisa, excepto durante los evangelios, dejabaparte de la cara y del cuello sin secar para quese le cortaran con el aire y, cuando no estabarezando el rosario, llevaba los brazos rígidos,colgados a los costados como un corredor, ynunca metía las manos en los bolsillos ni se lasechaba a la espalda.

No tenía tentaciones de pecar mortalmente.Pero le sorprendía, sin embargo, el ver quedespués de todo aquel complicado curso depiedad y de propia contención, se hallaba amerced de las más pueriles e insignificantesimperfecciones. Todos sus ayunos y oracionesle servían de poco para llegar a suprimir el mo-

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vimiento de cólera que experimentaba al oírestornudar a su madre o al ser interrumpido ensus devociones. Y necesitaba un inmenso es-fuerzo de su voluntad para dominar el impulsoque le excitaba a dar salida a su irritación. Se lerepresentaban ahora las imágenes de cóleratrivial que había observado entre sus maestros,las bocas crispadas, los labios contraídos, lasmejillas arreboladas, y estos recuerdos le desco-razonaban, a pesar de sus prácticas de hu-mildad, al establecer una comparación con suspropios arrebatos. Confundir su vida en la co-mún marea de todas las otras era lo que se lehacía más dificil que todo ayuno u oración; fra-casaba constantemente cuando se proponíahacerlo a todo su sabor, y estos fracasos le lle-garon a dejar en el alma una sensación de se-quedad espiritual junto a brotes de dudas y deescrúpulos. Su alma atravesaba por un períodode desolación en el cual hasta los mismos sa-cramentos parecían haberse convertido en fuen-tes agotadas. La confesión le servía sólo como

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un canal de desagüe para sus escrúpulos y susimperfecciones incorregibles. Y cuando recibíaahora la eucaristía, no le aportaba aquellos fer-vorosos momentos de entrega virginal que aúnle proporcionaban las comuniones espiritualeshechas algunas veces al final de una visita alSantísimo Sacramento. El libro que usaba paratales visitas era un libro desechado escrito porSan Alfonso María de Ligorio, de pálidos carac-teres y secas y amarillentas hojas. Un mundomarchito de amor ferviente y virginales res-puestas parecía ser evocado por su alma a lalectura de estas páginas, en las cuales la seriemetafórica de los cánticos estaba entretejida conlas oraciones del que hacía la comunión espiri-tual. Una voz imperceptible parecía acariciar elalma, una voz que le decía sus glorias y susnombres, que la invitaba a levantarse y salir alencuentro del cortejo de bodas, que la invitabaa avizorar al esposo desde Amana y desde lasmontañas de los leopardos; y el alma parecía

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contestar, entregándose con la misma imper-ceptible voz: Inter ubera mea commorabitur.

Esta idea de la entrega tenía una peligrosaatracción para su mente, pues ahora sentía elalma asediada de nuevo por las insistentes vo-ces de la carne que comenzaba a murmurarle aloído durante sus plegarias y sus meditaciones.Le daba un intenso sentido de su poder el cono-cer que con un simple acto de consentimiento,en un instante podía deshacer todo lo que habíahecho. Le parecía sentir una inundación que ibaavanzando poco a poco hacia sus pies desnudosy estar esperando la llegada de la primera ydiminuta onda que, débil, silenciosa, se ibaaproximando tímidamente hasta él. Y entonces,cuando casi estaba al borde de consentir en elpecado, se encontraba de repente lejos de laonda sobre la ribera segura, salvado por un actoinstantáneo de su voluntad o por una jaculato-ria repentina; y al ver desde lejos la línea argen-tada de las ondas que comenzaban de nuevo unlento avanzar hacia sus pies, un estremecimien-

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to de satisfacción le conmovía el alma, por laconciencia del propio poder, porque no se habíarendido, porque no había deshecho todo lo edi-ficado.

Después de haber esquivado varias veces poreste procedimiento el piélago de la tentación, sesintió turbado, y se preguntaba si la gracia quese había negado a perder en el ataque cara acara no le estaría siendo arrebatada poco a po-co. Se le enturbió la clara certidumbre de suinmunidad y en su lugar nació un vago recelode que su alma no se hubiera rendido ya sindarse cuenta. Sólo con dificultad volvía a ad-quirir la conciencia de hallarse en estado degracia al repetirse a sí mismo que había rogadoa Dios en cada una de sus tentaciones y que lagracia que había pedido le tenía que haber sidoconcedida, ya que el mismo Dios estaba obliga-do a darla. La mucha frecuencia y furor de sustentaciones le dieron a conocer por fin cuánverdad era lo que había oído decir acerca de laspruebas a que se veían sometidos los santos.

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Las tentaciones frecuentes y violentas eran pre-cisamente la prueba de que la ciudadela delalma no se había rendido y de que el demoniorabiaba por hacerla caer.

Al confesar sus dudas y sus escrúpulos ––descuidos momentáneos en la oración, fútilesmovimientos interiores de cólera o leves volun-tariedades de palabra o de hecho–– se veía amenudo invitado por el confesor a nombraralgún pecado de la vida pasada antes de recibirla absolución. Y lo nombraba con humildad yvergüenza y se arrepentía de él de nuevo. Lehumillaba y le avergonzaba el pensar que no severía libre enteramente de él jamás, por muysantamente que viviese, por muchas virtudes yperfecciones que llegase a alcanzar. Siempreexistiría en su alma un inquieto sentimiento deculpa; se arrepentiría, se confesaría, sería ab-suelto, se volvería a arrepentir, a confesar, levolverían a absolver: todo inútil. Quizás aquellaprimera confesión hecha a toda prisa, arrancadasólo por el temor del infierno, no había sido

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válida. Quizás movido sólo por su inminentecondenación no había tenido sincero dolor desu pecado. Perla prueba más indudable de quesu confesión había sido válida, era ––lo veíamuy bien–– la enmienda de su vida.

––Porque he enmendado mi vida, ¿verdad? ––se preguntaba.

El director estaba en pie junto al marco de laventana, dando la espalda a la claridad y con elantebrazo apoyado en el oscuro visillo. Mien-tras hablaba y sonreía se entretenía, ya en ba-lancear la cuerda de la cortina, ya en anudarla.Stephen estaba delante de él y seguía alternati-vamente, tan pronto la lenta luz de un día deverano que se iba desvaneciendo, tan pronto lospausados y hábiles movimientos de los dedosdel religioso. La cara del sacerdote estaba su-mergida en total oscuridad, pero la luz pálidallegaba por detrás hasta tocarle las hundidassienes y la forma del cráneo. Stephen seguíatambién con el oído el son y las pausas de la

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voz del director, que estaba tratando en un tonograve y cordial de varios temas indiferentes: delas vacaciones que justamente habían termina-do, de los colegios que la Orden tenía en el ex-tranjero, de los cambios de los profesores. Lavoz grave y cordial seguía adelante con su char-la y Stephen se sentía obligado en las pausas ahacerla continuar proponiendo alguna respe-tuosa pregunta. Sabía que todo aquello no eramás que un prólogo y se preguntaba en quévendría a parar. Desde que había recibido lacita del director, su mente había estado lu-chando por descifrar la intención de tal mensa-je; y durante la larga espera en la sala de visitasdel colegio, sus ojos habían ido pasando revistamecánicamente a los severos cuadros que pen-dían de las paredes mientras su imaginación sedeshacía en hipótesis; hasta que por fin el obje-to de la convocatoria se le había hecho casi cla-ro, Y entonces, cuando estaba deseando quealguna causa imprevista impidiera la venida

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del director, había sentido el ruido del pestillode la puerta y el roce de una sotana.

El director se había puesto a hablar de las ór-denes de los dominicos y los franciscanos y dela amistad entre Santo Tomás y San Buenaven-tura. El hábito de los capuchinos, a su parecer,era demasiado...

El rostro de Stephen reflejó la indulgente son-risa del director, y como no tenía especial inte-rés en opinar, hizo un leve gesto de duda conlos labios.

––Me parece ––continuó el director–– que sehabla ahora, hasta por los mismos capuchinos,de desecharlo y de seguir el ejemplo de losotros franciscanos.

––Pero seguirán llevándolo en el convento ––dijo Stephen.

––Claro, desde luego ––dijo el director––. Pa-ra el convento está perfectamente, pero parasalir a la calle, me parece que harían mejor endejarlo de una vez, ¿no crees?

––Me parece que debe de ser molesto.

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––Claro que lo es, claro. Figúrate que cuandoyo estaba en Bélgica los veía, hiciera el tiempoque hiciese, montar en bicicleta, con esa cosaque se les subía hasta las rodillas. Era verdade-ramente ridículo. En Bélgica les llaman les jupes.

Cambiaba de tal modo la vocal que era impo-sible comprender.

––¿Cómo les llaman?––Les jupes.––¡Ah!Stephen volvió a sonreír en respuesta a la

sonrisa del sacerdote, sonrisa que él no podíallegar a distinguir en el rostro recatado en lasombra, pero cuya imagen o cuyo espectro lepasó rápidamente por la imaginación al sentirllegar a su oreja el sonido discreto de la palabrapronunciada en voz baja. Se puso a mirar sere-namente el cielo que palidecía y se sintió con-tento del fresco del atarceder y de aquella débilluz amarillenta que ocultaba el leve rubor quele había subido a las mejillas.

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Los nombres de las prendas de vestir de lasmujeres o el de algunas telas suaves y delicadasque sirven para hacerlas, solían llevar a su ima-ginación un perfume delicado y pecaminoso.De niño había imaginado que las riendas de loscaballos eran sutiles bandas de seda, y se habíaquedado decepcionado al sentir en Stradbrookeel roce del cuerpo grasiento de los arneses.Había sufrido otra decepción al sentir por pri-mera vez entre sus dedos trémulos la frágil con-textura de una media de mujer; como no reteníade sus lecturas más que lo que le parecía un ecoo una profecía de su propio estado, sólo podíaimaginar que el cuerpo o el alma de una mujerpudiesen palpitar llenos de su vida delicadaentre palabras musicales o dentro de telas blan-das como el pétalo de las rosas.

Pero la frase de los labios del sacerdote no erainocente, pues sabía que un religioso no podíahablar ligeramente de un tema como aquél. Lafrase había sido dejada caer con intención yStephen notaba que su rostro estaba siendo

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espiado por dos ojos que se recataban en lasombra. Todo lo que había oído o leído de laastucia de los jesuitas, lo había apartado resuel-tamente de sí, como materia no confirmada porsu propia experiencia. Sus profesores, aunaquellos que no le eran simpáticos, le habíanparecido siempre ser sacerdotes serios e inteli-gentes, prefectos endurecidos en los deportes yde alma franca. Se los representaba como hom-bres que se lavoteaban bravamente el cuerpocon agua fría y que llevaban bien limpia la ropainterior. Durante todo el tiempo que había es-tado en Clongowes sólo había recibido dospalmetazos, y aunque éstos habían sido injus-tos, comprendía, sin embargo, que había esca-pado al castigo muchas otras veces. Durantetodos aquellos años jamás había oído a sus pro-fesores tratar de un tema serio ligeramente.Ellos eran los que le habían enseñado la doctri-na cristiana, los que le habían excitado a llevaruna buena vida, los que cuando había caído enpecado mortal le habían ayudado a volver a la

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gracia. Pero, ellos, la presencia de ellos, era loque le había hecho desconfiar de sí mismo enClongowes, cuando todavía era un chiquillo, ylo que le había hecho desconfiar de sí mismomientras se había ido sosteniendo en posiciónequívoca en el Belvedere. Una constante sensa-ción de esto la había estado acompañando hastael último año de su vida de colegial. Nuncahabía desobedecido, nunca había tolerado quecompañeros turbulentos le apartasen de sushábitos de tranquila obediencia, y aun, si algu-na vez había dudado de lo afirmado por unprofesor, nunca había hecho alarde de dudarabiertamente. Recientemente, algunos de losjuicios emitidos por ellos le habían parecido unpoco pueriles y había sentido pena como si es-tuviera saliendo lentamente de un mundo fami-liar y oyera su lenguaje por última vez. Un díaque estaban varios alumnos congregados alre-dedor de un padre en el cobertizo de al lado dela capilla, oyó que el padre decía:

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––Tengo la convicción de que lord Macaulayfue un hombre que probablemente no cometióni un pecado mortal en toda su vida, es decir,un pecado mortal deliberado.

Algunos de los chicos le preguntaron enton-ces si Victor Hugo era el mejor escritor francés.El sacerdote contestó que Victor Hugo no habíaescrito ni con mucho tan bien cuando se habíavuelto contra la Iglesia como cuando era católi-co.

––Pero hay muchos críticos franceses ––agregó el padre–– que consideran que VictorHugo, siendo un gran escritor como es, no tie-ne, sin embargo, un estilo francés tan puro co-mo Louis Veuillot.

Se había desvanecido ya la ligerísima oleadade rubor que a la alusión del director había te-ñido las mejillas de Stephen, pero sus ojos esta-ban fijos todavía en el descolorido cielo de latarde. Una duda inquieta revoloteaba aquí yallá por su mente. Se veía a sí mismo paseandopor los campos de deporte de Clongowes un

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día en que se celebraban unos juegos ycomien-do algún comistrajo que iba sacando de su go-rra de cricket. Unos jesuitas se paseaban por lapista de las bicicletas en compañía de algunasseñoras. Y en las cavernas más apartadas de suimaginación resonaba ahora el eco de ciertasexpresiones que había oído en Clongowes.

Su oído estaba atento a estos ecos lejanos,cuando notó de pronto que el director se dirigíaa él en un tono distinto:

––Te he hecho venir hoy, Stephen, porque de-seaba hablarte de un asunto de mucha impor-tancia.

––Dígame, señor.––¿Has sentido alguna vez vocación?Stephen abrió la boca para contestar que sí,

pero de pronto retuvo la salida de la palabra. Elreligioso aguardó la respuesta y luego añadió:

––Quiero decir si has sentido alguna vez de-ntro de ti mismo, en tu alma, el deseo de entraren nuestra Orden. Piénsalo.

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––Algunas veces he pensado en ello ––dijoStephen.

El sacerdote dejó caer la cuerda de la cortinay, uniendo las manos, apoyó la barbilla grave-mente sobre ellas, como si comulgara consigomismo.

––En un colegio como éste ––dijo al cabo deun rato––, hay siempre un muchacho o dos otres a los cuales Dios llama a la vida religiosa.Un muchacho de esta clase resalta entre suscompañeros por su piedad, por el buen ejemploque da a los otros. Todos se miran en él; tal vezes elegido prefecto por sus compañeros de con-gregación. Y tú, Stephen, has sido un alumnode este tipo, has sido prefecto de la congrega-ción de Nuestra Señora. Quizás eres el mucha-cho de este colegio al cual Dios se propone lla-mar para sí.

Un timbre de orgullo que reforzaba la gravevoz del sacerdote hizo que, por toda respuesta,el corazón de Stephen comenzara a latir másapresuradamente.

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––Recibir este llamamiento ––continuó el di-rector––, es el mayor honor que el Omnipotentepuede otorgar a un alma. No hay rey ni empe-rador en la tierra que tenga el poder de un sa-cerdote de Dios. No hay ángel ni arcángel en elcielo, ni santo, ni aun la Santísima Virgen, quetenga el mismo poder que un sacerdote deDios, el poder de las llaves, el poder de atar ydesatar los pecados, el poder de exorcismo, elpoder de arrojar de las criaturas de Dios losmalos espíritus que se han posesionado deellas; el poder, la autoridad de hacer que el granDios del cielo baje hasta el altar y tome la formadel pan y el vino. ¡Qué tremendo poder, Step-hen!

Una oleada comenzó a teñir de nuevo las me-jillas de Stephen al sentir en aquella orgullosaarenga un eco de sus propias fantasías. A me-nudo se había visto a sí mismo en figura desacerdote, provisto de aquel tremendo poderante el cual ángeles y santos se inclinan reve-rentes. Su alma había cultivado secretamente

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aquel deseo. Se había visto a sí mismo, sacerdo-te joven y de maneras silenciosas, entrar rápi-damente en el confesionario, subir las gradasdel altar, incensando, haciendo genuflexiones,ejecutando todos aquellos vagos actos sacerdo-tales que le agradaban por su parecido con larealidad y por lo apartados que al mismo tiem-po estaban de la realidad misma. En aquellaborrosa vida que él había vivido, en sus fantasí-as, se había arrogado las voces y los gestos ob-servados en algunos sacerdotes. Se había vistodoblar la rodilla de lado como hacía aquél, mo-ver muy tenuemente el incensario como talotro, volverse de nuevo cara al altar después dedar la bendición al pueblo, con la casulla entre-abierta y flotante, como había observado en elde más allá. Pero, sobre todo, lo que le agrada-ba era el desempeñar un papel secundario enestas escenas entrevistas en su imaginación. Sesustraía de la dignidad de celebrante, pues ledesagradaba el pensar que toda aquella miste-riosa pompa pudiera convergir hacia su propia

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persona o que el ritual le hubiese de asegurarun oficio tan claro y tan definido. Anhelaba encambio los oficios de los ordenados de meno-res, el estar vestido en la misa mayor con latúnica de subdiácono, apartado del altar, olvi-dado por la gente, con los hombros cubiertospor el velo humeral y sosteniendo la patenaentre sus pliegues, o bien, acabado el sacrificio,estar actuando de diácono, de pie sobre la gra-da siguiente a la del celebrante, con las manosjuntas y el rostro dirigido hacia el pueblo, ento-nando el Ite, missa est. Si alguna vez se habíavisto de celebrante, había sido, como en los di-bujos de su libro de misa de cuando niños, enuna iglesia sin más fieles que el ángel del sacri-ficio, oficiando ante un altar desnudo, y ayuda-do por un acólito apenas un poco más niño queél mismo. Sólo en vagos ensueños sacerdotalesparecía que su voluntad quería salir al encuen-tro de la realidad. Y la ausencia de un rito de-terminado era lo que había hecho que su almase hubiera conservado en la inacción, lo mismo

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cuando había dejado que el silencio cubrierasus movimientos de cólera o de orgullo quecuando se había limitado a recibir un beso quehubiera querido dar.

Y ahora escuchaba reverentemente y en silen-cio el llamamiento del director, a través de cu-yas palabras oía, cada vez más distintamente,una voz que le estaba invitando a aproximarse,ofreciéndole una ciencia misteriosa, un miste-rioso poder. Entonces podría saber cuál fue elpecado de Simón Mago, y cuál era el pecadocontra el Espíritu Santo para el cual no hayperdón. Sabría cosas oscuras, ocultas paraotros, para todos los concebidos y nacidos comohijos de ira. Conocería los pecados de los otros,los pensamientos y actos pecaminosos que leserían murmurados en sus oídos, en el confeso-nario, bajo el cobijo vergonzoso de una capillasombría, por labios de mujeres y de muchachas.Pero, inmunizado misteriosamente en la orde-nación por la imposición de manos, su almavolvería incontaminada a la paz blanca del al-

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tar. Ni huella de pecado quedaría en las manoscon que había de alzar y partir la hostia, ni hue-lla de pecado quedaría en sus labios en oración,ni huella de pecado que le pudiera hacer comery beber su propia condena y negar el cuerpo delSeñor. Y conservaría su misterioso poder y suciencia misteriosa, puro como un pequeñuelo, ysería sacerdote para siempre según la orden deMelchisedec.

––Ofreceré la misa de mañana para que elOmnipotente te revele su santa voluntad. Haz,tú, una novena a tu santo patrón, el protomár-tir, que tiene gran poder con Dios, a fin de queDios ilumine tu mente. Pero tienes que estarbien seguro de que sientes vocación porquesería después terrible, si encontraras que tehabías equivocado. Una vez sacerdote, sa-cerdote para siempre, acuérdate bien. El cate-cismo te dice que el sacramento de las Sagradasórdenes sólo puede ser recibido una vez porqueimprime en el alma una huella indeleble, quenunca puede ser borrada. Por eso lo tienes que

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pensar bien primero, no después. Es ésta unacuestión solemne, Stephen; como que de elladepende la salvación de tu alma inmortal. Perolos dos rogaremos a Dios para que te ilumine.

Tenía abierta la puerta del vestíbulo y le dabala mano como si se tratase ya de un compañerode vida espiritual. Stephen salió al amplio re-llano que conducía a la escalinata y sintió lacaricia del tibio aire del anochecer. En direccióna la iglesia de Findlater marchaban a grandeszancadas cuatro mozalbetes, cogidos del brazo,llevando con la cabeza el compás de la ágil me-lodía que el que hacía de jefe tocaba al acor-deón. La música pasó en un instante, comosiempre ocurre con los primeros compases deuna música repentina, pasó sobre las fantásticasconstrucciones de su imaginación, disolviéndo-las sin dolor y sin ruido, como una ola inespera-da disuelve en la playa los castillos de arena délos niños. Stephen sonrió al escuchar la musi-quilla y levantó los ojos hacia el rostro del sa-cerdote; y viendo en ellos un reflejo triste del

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día muerto, libertó despacio la mano que yahabía consentido débilmente en la alianza.

Al bajar los escalones, la impresión que acabóde borrar el turbado recogimiento de su mentefue la de que una máscara triste estaba reflejan-do el día ido, desde el umbral del colegio. Yentonces la sombra de la vida en el colegio pasógravemente por su cerebro. Lo que le esperabaallí era una vida grave, ordenada e impasible,una vida sin cuidados materiales. Se imaginabacómo pasaría la primera noche en el noviciadoy con qué decaimiento se había de levantar laprimera mañana en el dormitorio. Volvió a sen-tir el extraño olor de los largos tránsitos deClongowes y a oír el discreto murmullo de losmecheros de gas. De pronto, una difusa intran-quilidad comenzó a propagarse por todos susmiembros. Siguió a esto un latir febril de susarterias y un zumbido de palabras incoherentesllevó de acá para allá la línea constructiva desus pensamientos. Los pulmones se le dilatabany se le contraían como si estuviera respirando

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un aire tibio, húmedo y enrarecido y volvió asentir otra vez el olor del aire tibio y húmedoque dormía en Clongowes sobre el agua muertay rojiza del baño.

Con estos recuerdos, se le despertó un instin-to más fuerte que la educación y la piedad, uninstinto que se vivificaba en su interior ante laproximidad de aquella existencia, un instintoagudo y hostil que le prohibía dar su consenti-miento. La frialdad y el orden de aquella exis-tencia le repelían. Se veía a la hora de levantar-se en el frío del alba, y bajar luego en fila conlos otros para asistir a la misa primera y cómoprocuraría en vano adormecer por medio deoraciones la debilidad y el malestar de su estó-mago. Se vio en la comida sentado con los otrosde la comunidad. ¿Qué se había hecho, enton-ces, de aquella esquivez que le hacía aborrecerla comida y la bebida bajo un techo extraño?¿Qué había sido del orgullo de su espíritu quele había hecho siempre imaginarse a sí propiocomo un ser aparte en todos los órdenes de la

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vida? El Reverendo Padre Stephen Dédalus, S.J.

Su nuevo nombre saltaba con todos sus carac-teres delante de él, seguido de la sensaciónmental de una cara indefinida, o mejor, del co-lor indefinido de una cara. El color se desva-necía y luego se hacía intenso como el colorcambiante de un ladrillo rojo y pálido. ¿Eraaquél el color rojizo y crudo que había observa-do con tanta frecuencia en las afeitadas sota-barbas de los padres las mañanas de invierno?El rostro carecía de ojos y tenía un aire deboto yde pocos amigos, con un tinte rosa de cólerareprimida. ¿No era aquél el espectro mental deuno de aquellos jesuitas a los cuales algunoschicos llamaban «Quijadas largas» y otros «Do-ña Raposa»?

En aquel momento pasaba por la calleGardiner, por delante de la Residencia de losJesuitas, y se preguntó vagamente cuál sería suventana si alguna vez entraba en la Compañía.Después se maravilló de la vaguedad de su

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pregunta, de la lejanía en la que su alma se en-contraba de lo que había sido hasta entonces susantuario, de la fuerza de tantos años de disci-plina y de obediencia, de lo lejos que se veía detodo eso en el momento en que un acto definidoe irrevocable de su voluntad amenazaba acabarcon su libertad para siempre. La voz del direc-tor que le excitaba desplegando ante él las or-gullosas prerrogativas de la Iglesia y el misterioy el poder del oficio sacerdotal, resonaba envano en su memoria. Su alma no estaba allípara oírla y recibirla y comprendió que aqueldiscurso que había escuchado se le había yaconvertido en una fábula vana y convencional.Nunca había él de ser el sacerdote que balanceael incensario ante el tabernáculo. Su destino eraeludir todo orden, lo mismo el social que elreligioso. La sabiduría del llamamiento del sa-cerdote no le había tocado en lo vivo. Estabadestinado a aprender su propia sabiduría apar-te de los otros o a aprender la sabiduría de los

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otros por sí mismo, errando entre las asechan-zas del mundo.

Las asechanzas del mundo eran los caminosmundanales del pecado. Caería. No había caídoaún pero caería silenciosamente, en un momen-to. El no caer era demasiado duro, demasiadoduro; y sintió la silenciosa caída de su alma talcomo había de llegar a su hora. Caía, caía. Noestaba caída aún, pero sí a punto de caer.

Cruzó el puente sobre el curso del Tolka yvolvió fríamente los ojos por un momento haciala hornacina azul y descolorida de la SantísimaVirgen, que como un ave sobre su alcándarapreside allí el amontonamiento de las casuchasmiserables. Luego, torciendo hacia la izquierda,siguió la callejuela que conducía a su casa. Unagrio olor a berzas podridas le llegaba de lashuertas situadas en la cuesta, sobre el río. Son-rió al pensar que era este desorden, este desgo-bierno y confusión de la casa paterna y de laputrefacción de la vida vegetal lo que había decoronar aquel día suyo. Y un breve golpe de

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risa le subió a los labios al acordarse de aquelsolitario cultivador de las huertas que caían a laespalda de su casa, al cual había puesto él desobrenombre «el hombre del sombrero». Y otrogolpe de risa, provocado, tras una pausa, por elprimero, salió de él involuntariamente al pensaren el modo que el hombre aquel tenía que tra-bajar: contemplaba alternativamente los cuatropuntos cardinales y luego clavaba a desgana entierra el azadón.

Empujó la puerta sin pestillo de la entrada ypasó hasta la cocina a través del desnudo reci-bimiento. Sus hermanos y hermanas estabansentados en grupo alrededor de la mesa. El téestaba casi agotado: no quedaban más que losposos del segundo té, aguado ya, en el fondo delos jarros de cristal y frascos de confitura quehacían oficio de tazas. Desparramados sobre lamesa yacían cortezas desechadas y migones depan con manteca teñidos del color del té que sehabía vertido. Charquitos de té yacían acá y allásobre la mesa y un cuchillo con el mango de

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madera roto estaba clavado en la entraña de losrestos de una tarta rellena de confitura.

El gris azulenco de la luz triste y serena delatardecer entraba por la ventana y por la puertaabierta y acallaba quietamente un remordi-miento que se había despertado en el corazónde Stephen. Todo lo que les había sido negado aellos le había sido concedido a él, el hermanomayor. Pero la luz serena del atardecer no dela-taba en el rostro de los hermanos ninguna hue-lla de rencor.

Se sentó al lado de ellos a la mesa y preguntódónde estaban sus padres.

Uno contestó:––Fue-rí ron-tí bus-lí car-dí ca-ní sa-bí.¡Otra mudanza más! Un chico del colegio

llamado Fallon le solía preguntar con una risillaidiota por qué razón se mudaban con tanta fre-cuencia. Una arruga de desdén sombreó la fren-te de Stephen, porque le pareció oír una vezmás la risilla mema del curioso.

Preguntó:

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––¿Por qué causa vamos a mudarnos de nue-vo, si es que se puede saber?

––Por––ni que––bí el––tí ca––dí se––lí ro––bínos––dí e––lí cha––bí.

La voz del hermano más pequeño comenzó acantar desde cerca del fuego la tonada de Amenudo en la noche serena. Uno a uno, los otrosse le fueron juntando hasta formar un corocompleto. Se estarían así cantando las horasmuertas, tonada tras tonada, hasta que la pálidaluz desapareciera del horizonte, hasta queavanzaran las primeras nubes nocturnas y lanoche cayese.

Esperó algunos momentos, escuchando, hastaque por fin se unió a ellos también. Le dabapena sentir el fondo de cansancio que se escon-día tras la frágil frescura de sus inocentes voces.Aún no se habían puesto en camino para la jor-nada de la vida y ya estaban cansados del viaje.

Oía el coro de voces que en la cocina sonaba,repetido y multiplicado por el coro innumerablede infinitas generaciones de niños; y en todas

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estas voces sonaba una nota de cansancio eter-no, de eterno dolor.

Todos parecían cansados de la vida antes dehaber entrado en ella. Y se acordaba de queNewman había oído también esa misma notasalir de entre los versos entrecortados deVirgilio y expresar, igual que la voz de la mismanaturaleza, aquella pena y aquel cansancio, pero almismo tiempo, aquella esperanza de otras cosas me-jores que han sentido sus hijos en todas las edades.

No podía esperar por más tiempo.De la puerta de la taberna de Byron hasta la

entrada de la capilla de Clontarf, desde la en-trada de la capilla de Clontarf hasta la puertade la taberna de Byron, y vuelta otra vez hastala capilla y vuelta de nuevo hasta la taberna,había estado recorriendo este camino, al princi-pio, a pasos lentos, colocando sus pisadas en losintersticios de las losas de la acera, y luego ajus-tando la caída de sus pasos a un ritmo de ver-sos. Una hora entera había transcurrido desde

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que su padre había ido con Dan Crosby, el tutorde estudios, a enterarse de algo que le concerníarelativo a la Universidad. Por espacio de unahora había estado paseando, arriba, abajo, enespera; pero no podía aguardar más.

Se dirigió de repente hacia el Bull, aligerandoel paso, temeroso de que el agudo silbido de supadre le obligara a volver atrás; y al cabo de unmomento había ya traspuesto la esquina delcuartel de la policía y estaba a salvo.

Sí, su madre se mostraba opuesta a la idea;era lo que se podía deducir de aquel obstinadosilencio suyo. La desconfianza de su madre leaguijoneaba más agudamente que la fanfarro-nería paterna. Y pensó fríamente cómo habíaido observando que la fe que estaba desapare-ciendo de su alma se iba encendiendo y fortifi-cando en los ojos de su madre. Un antagonismoconfuso iba cobrando fuerzas dentro de él ynublando su mente como una nube que los se-parara; y cuando la nube se desvanecía dejandosu inteligencia serena y consciente de sus debe-

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res para con su madre, sentía indistintamentealgo como el dolor de la primera y silenciosa se-paración de las vidas de ambos.

¡La Universidad! ¿De modo que había burla-do el quién vive de los centinelas que habíansido los guardianes de su infancia, de los quehabían querido retenerle para someterle y hacerservir a los fines de ellos? Satisfacción y orgullole aupaban como olas anchas y lentas. El finpara el cual estaba destinado, aunque él mismono lo conociera, era lo que le había hecho esca-par por un camino imprevisto, lo que ahora leestaba alentando una vez más con aquella nue-va aventura que estaba a punto de abrirse de-lante de él. Le parecía escuchar las notas de unamúsica caprichosa que saltase un tono haciaarriba y luego una cuarta menor hacia abajo, untono hacia arriba y una tercera menor haciaabajo, como llamas tripartitas que brotaran in-termitentemente del misterio de una selva, a lamedia noche. Era como un preludio encantadode elfos, sin término y sin forma; según se iba

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haciendo más salvaje y más rápido, mientras lasllamas brotaban a contratiempo, le parecía oírbajo las ramas, sobre la hierba, las pisadas velo-ces de seres salvajes que hollaban las hojas conel ruido de las gotas de la lluvia. Aquellos piespasaban en tumulto por su mente, pies de lie-bres, de conejos, de gamos, de ciervos, de antí-lopes; hasta que ya no los oyó más y sólo pudorecordar la noble cadencia de un pasaje deNewman: «Sus pies son como los pies de lacierva; pero debajo están los brazos eternales».

La nobleza de aquella imagen oscura llevóotra vez a su imaginación la dignidad del oficioque había rechazado. Durante toda su infanciahabía estado haciendo fantasías acerca de aque-llo que solía considerar como su destino; pero alsonar la hora de obedecer al llamamiento, sehabía desviado, siguiendo un instinto que leimpulsaba hacia adelante. Ya había pasado eltiempo, y nunca habían de ungir su cuerpo losóleos de la ordenación. Había rehusado. ¿Porqué?

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Al llegar a Dollymount se desvió del caminodirigiéndose hacia el mar. Las planchas del dé-bil puente de madera temblaban bajo las pisa-das de unos pies reciamente calzados. Un pelo-tón de hermanos de la Doctrina Cristiana volvíade Bull; cruzaban de dos en dos por el puente.Pronto todo el puente comenzó a temblar y aresonar. Las caras toscas pasaban de dos en dos,rojas, amarillas o lívidas de la brisa del mar, yaunque Stephen procuraba mirarlas sin turba-ción y con indiferencia, sintió que un rubor devergüenza personal y de piedad le subía al ros-tro. Molesto consigo mismo trató de esquivaraquellos ojos bajando la mirada hacia un lado,pero hasta en el agua, poco profunda y arremo-linada, de debajo del puente, continuó viendolos pesados sombreros de seda, la raya blancade los cuellos y los amplios y colgantes hábitosclericales.

––Hermano Hickey.Hermano Quaid.Hermano Mac Ardle.

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Hermano Keogh––.Su piedad debía de ser como sus nombres,

como sus caras, como sus hábitos; y era inútilque se dijera a sí mismo que quizás aquelloscontritos y humildes corazones darían un frutode devoción mucho más rico que el de su pro-pio corazón, un don diez veces más aceptableque el de su adoración meticulosa. Y era inútilque tratara de excitarse a ser más generoso paracon ellos, diciéndose que si alguna vez llegase asus puertas, despojado de su orgullo, roto y enandrajos, ellos habrían de ser compasivos paracon él yle habían de amar como a sí mismos.Era inútil y amargante, en fin, el oponer a suserena certidumbre el argumento de que elmandamiento del amor no nos ordena amar anuestro prójimo como a nosotros mismos, conla misma cantidad e intensidad de amor que anosotros mismos, sino con la misma especie deamor.

Escogió una frase de su tesoro y se la repitiósuavemente:

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––Un día avellonado por las nubes del mar.La frase, el día y la escena se armonizaban en

un acorde único. Palabras. ¿Era a causa de loscolores que sugerían? Los fue dejando brillar ydesvanecerse, matiz a matiz: oro del naciente,verdes arreboles de pomares y avellanales, azulde ondas saladas, orla gris de vellones celestes.No. No era a causa de los colores: era por elequilibrio y contrabalanceo del período mismo.¿Era que amaba el rítmico alzarse y caer de laspalabras más que sus asociaciones de significa-do y de color? ¿O era que, siendo tan débil suvista como tímida su imaginación, sacaba me-nos placer del refractarse del brillante mundosensible a través de un lenguaje policromado yrico en sugerencias, que de la contemplación deun mundo interno de emociones individualesperfectamente reflejado en el espejo de un pe-ríodo de prosa lúcida y alada?

Salió de nuevo del puente trepidante a tierrafirme. En ese instante le pareció que el aire es-taba helado, y mirando de lado al agua, vio

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pasar el vuelo de una racha, que oscureció yrizó de pronto la superficie. Un vago estreme-cimiento del corazón y una débil contracción dela garganta le dijeron una vez más el miedo quesu carne sentía al olor frío e. infrahumano delmar; sin embargo, no se dirigió a través de lasdunas, a su izquierda, sino que continuó haciaadelante a lo largo de la cima de las rocas queavanzaban hacia la boca del río.

La voz velada del sol iluminaba débilmente elgris mantel de agua del estero. A lo lejos, si-guiendo el lento curso del Liffey, esbeltos más-tiles manchaban el cielo, y, más lejos aún, elconfuso caserío de la ciudad yacía sumido en laneblina. Como en un tapiz borroso y tan viejocomo el cansancio dei hombre, la imagen de laséptima ciudad de la cristiandad le era visible através del aire, del aire que no varía con losaños; y la ciudad no aparecía más vieja ni máscansada, ni menos sufrida en la esclavitud queen tiempos de las asambleas medievales.

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Descorazonado, levantó los ojos hacia las nu-bes que derivaban lentamente como vellonesmarinos. Viajaban a través de los desiertos delcielo, como un ejército de nómadas en camino;viajaban por encima de Irlanda, con rumbo aoccidente. Y Europa, de donde venían, yacía,lejos, al otro lado del mar de Irlanda; Europa, lade las extrañas lenguas, con sus valles y susbosques y sus ciudadelas, con sus razas dis-puestas y atrincheradas. Oyó dentro de sí unaconfusa música hecha de recuerdos y de nom-bres, de los cuales casi era consciente, pero queno podía capturar ni por un momento; luego lamúsica pareció ir cejando, cejando, y de cadapaso de su retroceso salía siempre una larganota de llamada que atravesaba como una es-trella el crepúsculo de silencio. ¡Otra vez! ¡Otravez! ¡Otra vez! Una voz del otro mundo le esta-ba llamando.

––¡Eh! ¡Stephanos!––¡Mira el Dédalus!

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––¡Au!... ¡Oye, tú, Dwyer, dámelo! ¡Te digoque me lo des, o si no, te zampo un porrazo enlos morros!... ¡Au!

––¡Bravo, Towser! ¡Dale un chapuzón!––¡Arrímate, Dédalus! ¡Bous Stephanoume-

nos! !Bous Stephanephoros!––¡Chapúzale! ¡Que trague ahora, Towser!––¡Socorro! ¡Socorro!... ¡Au!Pudo reconocer sus voces colectivamente an-

tes de llegar a distinguir las caras. La simplevista de aquel revoltijo de chorreante desnudezle hizo sentir un escalofrío en los mismos hue-sos. Los cuerpos, de un blancor cadavérico obañados de una pálida luz dorada o crudamen-te tostados por el sol, brillaban con el agua delmar. La piedra desde donde se lanzaban, pues-ta en equilibrio sobre rudos soportes, trepidantea cada zambullida, y los escarpados peñascosdel rompeolas, por donde trepaban a cuatropatas, todo relucía con un brillo frío y húmedo.Las toallas con las que se fustigaban sonora-mente, pendían pesadas de agua fría de mar. Y

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empapados de agua salada y fría estaban tam-bién los mechones de sus greñas.

Se quedó parado ante sus gritos y les devol-vió las bromas con palabras usuales. ¡Cómoperdían su individualidad así desnudos! Shu-ley, sin el cuello grande y desabrochado; Ennis,sin él cinturón rojo con el cierre en forma deculebra, y Connolly, sin su cazadora de bolsillosdesorejados. Daba pena verlos, y una penaaguda como una espada, el ver los signos de laadolescencia, que hacían repelente su lamenta-ble desnudez. Quizás habían buscado refugioen el agrupamiento y la bulla para huir del se-creto espanto de sus almas.

––¡Stephanos Dédalos! ¡Bous Stephanoume-nos! ¡Bous Stephanephoros!

La zumba aquella no era nueva para él, yahora se sentía blandamente halagado por se-mejante especie de tumultuoso acatamiento.Ahora más que nunca le parecía profético aquelextraño nombre que llevaba. Tan fuera del cur-so del tiempo parecía el aire tibio y gris, tan

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fluido e impersonal su propio modo de ser, quetodas las edades se le confundían en una solasensación. Un momento antes el espectro delantiguo reino danés había surgido evocado porel ropaje de neblina de la ciudad. Ahora, alnombre del fabuloso artífice, le parecía oír elrumor confuso del mar y ver una forma aladaque volaba por encima de las ondas y escalabalentamente el cielo. ¿Qué significaba aquello?¿Era como el lema al frente de una página enalgún libro medieval de profecías y de sím-bolos, aquel hombre que como un neblí volabahacia el sol sobre la mar? ¿Era una profecía deldestino para el que había nacido, y que habíaestado siguiendo a través de las nieblas de suinfancia y de su adolescencia, un símbolo delartista que forja en su oficina con el barro inertede la tierra un ser nuevo, alado, impalpable,imperecedero? Su corazón temblaba; respirabaanhelosamente y un hálito impetuoso pasabapor sus miembros como si estuviera remontan-do, rumbo al sol. Su corazón temblaba en un

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éxtasis de pavor y el alma le huía. El alma seremontaba en una atmósfera que no era de estemundo, y el cuerpo suyo había sido purificadopor un solo soplo, libertado de la incertidum-bre, iluminado, confundido en el elemento delespíritu. Un éxtasis de huida hacía brillar susojos y aceleraba su respiración y hacía a susmiembros acariciados por el viento, trémulos,potentes, gloriosos.

––A la una, a las dos... ¡Cuidado!––¡Tú, Cripes, que me ahogo!––A la una, a las dos, ¡a las tres!––¡El siguiente! ¡El siguiente!––A la una... ¡Plum!––¡Stephanephoros!Le atormentaba la garganta un deseo de gri-

tar, de gritar como el halcón, como el águila enlas alturas, de proclamar penetrantemente a losvientos la liberación de su alma. Éste era el lla-mamiento de la vida, no la voz grosera y turbiadel mundo lleno de deberes y de pesares, no lavoz inhumana que le había llamado al lívido

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servicio del altar. Un instante de vuelo pleno leacababa de libertar y el grito de triunfo que suslabios aprisionaban estallaba en su cerebro.

––¡Stephanephoros!¿Qué habían sido todas aquellas cosas sino el

sudario que se acababa de desprender del cuer-po mortal? ¿Qué eran el miedo que le habíaacompañado día y noche, la incertidumbre quele había estado rondando, el oprobio que lehabía envilecido en alma y cuerpo, qué eransino sudarios, lienzos de sepultura?

Su alma se acababa de levantar de la tumbade su adolescencia, apartando de sí sus vestidu-ras mortuorias. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Encarnaría altiva-mente en la libertad y el poder de su alma, co-mo el gran artífice cuyo nombre llevaba, en servivo, nuevo y alado y bello, impalpable, impe-recedero. Se arrancó nerviosamente de la rocaporque no podía ahogar por más tiempo la lla-ma de su sangre. Sentía las mejillas abrasadas yque en la garganta le palpitaba un canto. Y suspies, ansiosos de errar, pugnaban por partir

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hacia los confines del mundo. ¡Adelante! ¡Ade-lante!, tal era el grito de su corazón. El atardecerdescendería sobre el mar, la noche caería sobrelas llanuras, y la aurora brillaría ante el erra-bundo y le mostraría campos extraños y colinasy rostros. ¿Dónde?

Miró hacia el norte, en dirección a Howth. Elmar había ya dejado al descubierto la línea dealgas en la rampa del rompeolas y la mareadescendía de nuevo playa abajo. Ya había que-dado descubierto un largo y ovalado banco dearena que yacía ahora enjuto y oreado entre elagua rizada del reflujo.

Acá y allá brillaban tibios islotes cercados deagua somera, y formas vestidas de claro circu-laban vadeando y removiendo en la arena porlos canalillos del reflujo, entre los islotes y elteso.

En un abrir y cerrar de ojos se descalzó, semetió las medias en los bolsillos y se colgó delhombro los zapatos de lona, atándolos por loscordones. Cogió un palo puntiagudo abando-

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nado por el mar y roído por las sales, y descen-dió por la rampa del rompeolas. Corría un largoarroyuelo por la arena y mientras lo vadeabalentamente, lentamente, admiró el fluir inter-minable de las algas. Negras y esmeralda, ber-mejas y verde oliva, derivaban en la corriente,ondeaban con giros y con juegos. El agua delarroyuelo negreaba de aquel fluir inacabable yen ella se reflejaban las nubes que pasaban a laderiva por el cielo alto. Arriba, el derivar silen-cioso de las nubes; abajo, el silencioso fluir delas algas de mar; el aire gris, tibio aún; y en susvenas, la canción nueva y salvaje de la vida.

¿Dónde estaba ahora su adolescencia? ¿Dón-de estaba el alma que había reculado ante sudestino para cavilar a solas sobre su propia mi-seria y para coronarla allá en su morada de sor-didez y subterfugios, envuelta en un lívido su-dario, con guirnaldas, marchitas ya al primerroce? ¿Dónde, dónde estaba?

Solo. Libre, feliz, al lado del corazón salvajede la vida. Estaba solo y se sentía lleno de vo-

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luntad, con el corazón salvaje, solo en un de-sierto de aire libre y de agua amarga, entre lacosecha marina de algas y de conchas; solo en laluz velada y gris del sol, entre formas gayas,claras, de niños y de doncellitas, entre gritosinfantiles y voces de muchachas.

Una muchacha estaba ante él, en medio de lacorriente, mirando sola y tranquila mar afuera.Parecía que un arte mágico le diera la aparien-cia de un ave de mar bella y extraña. Sus pier-nas desnudas y largas eran esbeltas como las dela grulla y sin macha, salvo allí donde el rastroesmeralda de un alga de mar se había quedadoprendido como un signo sobre la carne. Losmuslos más llenos, y de suaves matices de mar-fil, estaban desnudos casi hasta la cadera, don-de las puntillas blancas de los pantalones fingí-an un juego de plumaje suave y blanco. La fal-da, de un azul pizarra, la llevaba despreocupa-damente recogida hasta la cintura y por detráscolgaba como la cola de una paloma. Su pechoera como el de un ave, liso y delicado, delicado

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y liso como el de una paloma de plumaje oscu-ro. Pero el largo cabello rubio era el de una ni-ña; y de niña, y sellado con el prodigio de labelleza mortal, su rostro.

Estaba sola e inmóvil mirando mar adentro, ycuando sintió la presencia y la adoración de losojos de Stephen, los suyos se volvieron hacia él,soportando tranquilamente aquella mirada, nivergonzosos ni provocativos. Estuvo así largotiempo, y luego, imperturbable, retiró sus ojosde los de él y, dirigiéndolos hacia la corriente,se puso a menear despacito el agua, acá y allá,con los pies. El primer rumor del agua dulce-mente removida rompió el silencio, suave, te-nue, susurrante, tenue como las campanas deun ensueño. Acá y allá, acá y allá. Y una llamitaimperceptible temblaba en las mejillas de lamuchacha.

––¡Dios del cielo! ––exclamó el alma de Step-hen en un estallido de pagana alegría.

Se apartó súbitamente de ella y echó a andarplaya adelante. Tenía las mejillas encendidas; el

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cuerpo, como una brasa; le temblaban losmiembros. Y avanzó adelante, adelante, adelan-te, playa afuera, cantándole un canto salvaje almar, voceando para saludar al advenimiento dela vida, cuyo llamamiento acababa de recibir.

La imagen de la muchacha había penetradoen su alma para siempre y ni una palabra habíaroto el santo silencio de su éxtasis. Los ojos deella le habían llamado y su alma se había preci-pitado al llamamiento. ¡Vivir, errar, caer, triun-far, volver a crear la vida con materia de vida!Un ángel salvaje se le había aparecido, el ángelde la juventud mortal, enviado por el tribunalestricto de la vida para abrirle de par en par, enun instante de éxtasis, las puertas de todos loscaminos del error y de la gloria. ¡Adelante!¡Adelante! ¡Adelante!

Se detuvo, de súbito, y oyó en el silencio elzumbido de su corazón. ¿Hasta dónde habíacaminado? ¿Qué hora era? No había personaalguna cerca de él; ni el más leve son le traía elaire. Mas la marea iba a comenzar a subir y el

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día menguaba. Se volvió hacia tierra y echó acorrer por la playa hasta la rampa del rompeo-las; la escaló a toda prisa, sin preocuparse de loscortantes guijarros y, encontrando un hoyo enla arena rodeado de lomillas entre matas devegetación, se tendió allí para ver si la paz y elsilencio del atardecer conseguían aplacar eltumulto de su sangre.

Sentía sobre él la gran cúpula indiferente delcielo y el reposado avance de los cuerpos celes-tes; y, debajo, la tierra, la tierra que le habíaengendrado, le tenía cobijado en el seno.

Cerró los ojos, adormilado. Le temblaban lospárpados como si sintieran el gran movimientocíclico de la tierra y de sus satélites, como sisintieran la luz extraña de un mundo nuevo. Sualma se iba hundiendo en aquel mundo desco-nocido, fantástico, vago como las profundida-des submarinas, surcado por formas y seres deniebla. ¿Era un mundo, una luz vaga o una flor?Brillo y temblor, temblor y flujo, luz en aurora,flor que se abre, manaba continuamente de sí

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mismo en una sucesión indefinida, hasta la ple-nitud neta del rojo, hasta el desvanecimiento deun rosa pálido, hoja a hoja, y onda de luz a on-da de luz, para inundar el cielo todo de sus dul-ces tornasoles, a cada matiz más densos, a cadaoleada más ocuros.

Cuando se incorporó, la tarde había caído ya.La arena y las plantas raquíticas de su lecho yahabían perdido su dulce calor. Se levantó len-tamente y, al recordar el gozo arrobado de susueño, suspiró.

Trepó hasta la cresta de la colina de arena ymiró en derredor. La tarde se había hundido. Elborde de la luna nueva rasgaba la pálida aridezdel horizonte, tal un aro de plata a medio ente-rrar en la arena; y el flujo de la marea trepabatierra adelante y aislaba, allá lejos, algunas figu-ras humanas diseminadas aún por la playa en-tre los últimos charcos.

Cinco

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Apuró hasta el fondo la tercera taza de téaguado y se dedicó a roer las cortezas de panfrito que yacían diseminadas alrededor, mien-tras contemplaba fijamente el negro hoyo deltarro. El unto amarillento había sido excavadoen él formando cómo un hoyo en tierra panta-nosa; la contemplación de aquella sima le trajoa la memoria el recuerdo del agua terrosa yoscura que había en el baño de Clongowes. Unacaja, recientemente revuelta, de papeletas deempeño, yacía junto a su brazo; fue cogiendomecánicamente con sus dedos manchados degrasa aquellos papelitos, blancos y azules, lle-nos de dobleces y de arena, mal garrapateadoscon la firma de un prestamista: Daly o MacEvoy.

1 par de borceguíes.1 abrigo.3 varios y blanca.1 pantalones caballero.Después los puso a un lado y se quedó con-

templando pensativamente la tapa de la caja,

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manchada con huellas de insectos; y, por fin,preguntó indiferentemente:

––¿Cuánto adelanta ahora el reloj?Su madre enderezó el destartalado desperta-

dor que yacía tumbado sobre la repisa de lachimenea, hasta que se pudo ver la esfera queseñalaba las doce menos cuarto, y luego lo vol-vió a colocar como antes.

––Una hora y veinticinco minutos ––contestó––. Date prisa, por Dios, si quieres llegar a tiem-po a clase.

––Que me llenen la palangana para lavarme.––Katey, prepara la palangana para que se la-

ve Stephen.––Boody, prepara la palangana para que se

lave Stephen.––No puedo. Tengo que ir por añil. Prepárala

tú, Maggy.Por fin colocaron una jofaina esmaltada en el

hueco del vertedero, en unión de un guanteviejo de baño, y Stephen dejó que su madre lerestregara bien el cuello, y le escarbara entre los

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repliegues de las orejas y en los huecos de lanariz.

––Es verdaderamente un caso lastimoso ––dijo la madre–– el de todo un estudiante deuniversidad, tan sucio, que su madre le tieneque lavar.

––Pero, ¡si te gusta! ––contestó tranquilamen-te Stephen.

Un silbido desgarrante sonó en el piso dearriba, y la madre de Stephen le puso en lasmanos a toda prisa un mandil húmedo, dicien-do:

––Sécate y vete más que a paso, por el amorde Dios.

Un segundo silbido prolongado por la cólera,hizo que una de las muchachas se asomara alpie de la escalera.

––¿Qué quiere, padre?––¿Se ha ido por fin ese marmota de tu her-

mano?––Sí, padre.––¿De verdad?

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––Sí, padre.––¡Jem!La muchacha volvió haciéndole señas para

que se diera prisa y saliese sin hacer ruido porla puerta de atrás. Stephen se echó a reír y dijo:

––¡Sí que tiene una buena idea de los génerossi piensa que marmota es masculino!

––Es una vergüenza y un bochorno, Stephen,y ya llorarás el día en que pusiste los pies en talsitio. Bien se te ve cómo te me han cambiadoallí.

––Adiós a todo el mundo ––dijo Stephen son-riendo y besándose las puntas de los dedos co-mo despedida.

La callejuela a la espalda de la terraza estaballena de agua y para bajar por ella tuvo que irfijándose dónde pisaba y poniendo los pies so-bre los montones de basura húmeda. Una mon-ja chillaba al otro lado del muro en el manico-mio para religiosas.

––¡Jesús! ¡Ay, Jesús! ¡jesús!

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Sacudió, molesto, la cabeza para arrojar desus oídos aquellas voces, y se apresuró a trope-zones por entre la basura corrompida. El silbidode su padre, las reconvenciones de su madre,los alaridos de la loca oculta tras la pared, eranotras tantas voces que herían y trataban de aba-tir el orgullo de su juventud. Arrojó de su cora-zón, maldiciéndolos, hasta los ecos de aquellasvoces. Pero cuando comenzó a bajar por la ave-nida y vio cómo descendía en torno a él la luzgris y mañanera filtrada a través de los árbolesgoteantes, cuando percibió el olor selvático yextraño de las hojas y de las cortezas húmedas,entonces su alma se sintió libre de todas susmiserias.

Los árboles cargados de lluvia de la avenidale evocaban, como siempre, un recuerdo de lasmuchachas y las mujeres de las obras de Ger-hart Hauptmann, las pálidas tristezas de estosseres y la fragancia que caía de las hojas húme-das se le mezclaban en una espcie de reposadaalegría. Su paseo matinal a través de la ciudad

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había comenzado y ahora sabía ya de antemanoque al pasar por los pantanos de Fairview habíade pensar en la prosa claustral y veteada deplata de Newman; que al pasear lanzando mi-radas ociosas a los escaparates de las tiendas decomestibles, a lo largo de North Strand Road, sehabía de acordar del sombrío humor de GuidoCavalcanti y sonreír después; que al pasar porlos talleres de los tallistas en la plaza de Talbot,el espíritu de Ibsen le traspasaría como un vien-to agudo, como un hálito de belleza indomabley juvenil; que al cruzar frente al tenducho de uncomerciante en artículos navales, al otro ladodel Liffey, había de repetir la canción de BenJonson, que comienza:

No más cansado estaba do yacía...

Cuando se le cansaba la mente de rebuscar laesencia de la belleza entre las obras espectralesde Aristóteles o del de Aquino, se volvía a me-nudo en busca de placer a las canciones de los

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poetas de la época de Isabel. Su espíritu, comoun monje escéptico, gustaba de detenerse en lasombra bajo los ventanales de aquella época,para oír la grave y burlona música de los tañe-dores de laúd o las sonoras carcajadas de lasmozas del partido, hasta que una risotada de-masiado plebeya o una frase oxidada por eltiempo, llena de un pundonor añejo y falso,herían su orgullo monástico y le hacían apar-tarse de su escondite.

Toda aquella ciencia con la que suponían queél llenaba sus horas y que le había apartado desus camaradas de juventud, se reducía a unalmacén de máximas de la poética y la psicolo-gía de Aristóteles y a una Synopsis PhilosophiaeScholasticae ad mentem divi Thomae. Su pensa-miento era como un crepúsculo de duda y dedesconfianza propia, alumbrado acá y allá porlos relámpagos de la intuición, pero relámpagosde tan diáfana claridad, que en aquellos instan-tes el mundo se deshacía bajo sus pies, como sihubiera sido consumido por el fuego; después

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su lengua se anudaba y sus ojos permanecíanmudos ante las miradas de los demás, porquese sentía envuelto como en un manto en el espí-ritu de la belleza y en contacto, aunque sólofuera en sueños, con todo lo noble. Pero cuandole abandonaban estos breves raptos de silencio-so orgullo, se sentía contento de hallarse entrelas otras vidas vulgares, de seguir su caminoimpávido y con alegre corazón a través de lamiseria, el bullicio y la indolencia de la ciudad.

Cerca de la empalizada del canal se cruzó conel tísico de la cara de muñeco y el sombrero sinalas, que muy abrochado en su abrigo colorchocolate, bajaba por la rampa del puente em-puñando la enrollada sombrilla a poca distanciade su cuerpo, como si fuera la varilla de un adi-vino. Deben de ser las once, pensó, y echó unvistazo en una lechería para ver la hora. El relojde la lechería le dijo que eran las cinco menoscinco, pero, al volverse, la campana de un relojinvisible, pero cercano, dio once golpes apresu-rados, precisos. Se rió al oírlos porque le hicie-

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ron acordarse de Mc Cann y hasta vio la siluetadel propagandista que, encogido dentro de unachaqueta de caza y con pantalones de montar yperilla rubia, parado al viento en la esquina deHopkins, le decía:

––Dédalus, usted es un ser antisocial, un serenvuelto en su propio egoísmo. Yo no. Yo soydemócrata y he de trabajar en favor de la liber-tad social y de la igualdad de clases y de sexosen los Estados Unidos de la Europa futura.

¡Las once! ¡Ya era también hoy tarde para cla-se! ¿Qué día de la semana era? Se paró ante unpuesto de periódicos para leer la primera líneade un anuncio. Jueves. De diez a once, inglés;de once a doce, francés; de doce a una, física. Seimaginó la clase de inglés y se sintió, aun a dis-tancia, descompuesto y deprimido. Veía lascabezas de sus compañeros inclinadas dolien-temente mientras escribían en sus cuadernos lospuntos que les recomendaban anotar: defini-ciones nominales, definiciones esenciales, ejem-plos, fechas de nacimiento y de muerte, con las

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críticas favorables y adversas contrapuestas ados columnas. Pero su cabeza no se inclinabaporque sus pensamientos erraban lejos, y lomismo si miraba a sus compañeros de clase,que al jardín desolado que por las ventanas seveía, le sobrevenía una sensación de olor ahumedad triste de cueva, a vejez. Además de lasuya había otra cabeza, allá, delante, en losprimeros bancos, que se levantaba, rígida sobrelas otras inclinadas de sus compañeros, como lade un sacerdote que rogase orgullosamenteante el tabernáculo en favor de los humildesfieles prosternados en torno de él. ¿Cómo eraque cuando pensaba en Cranley nunca podíaevocar la imagen de todo su cuerpo, sino sólo lade su cabeza y cara? Aun ahora, le veía delantede él, contra la gris cortina de la mañana, comoun fantasma de una pesadilla que sólo consis-tiera en una cabeza decapitada o en una masca-rilla mortuoria, coronadas por un pelo recio, ne-gro y erizado como una corona de hierro. Erauna cara de sacerdote, de sacerdote por su pali-

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dez, por las anchas ventanas de la nariz, por losmatices de sombra de las ojeras y las mandíbu-las, por aquella sonrisa tenue que erraba sobrelos labios anchos y descoloridos. Y Stephen, alrecordar cómo le había él contado a Cranleytodos los tumultos y las inquietudes y los an-helos de su alma para no recibir más respuestaque el silencio atento de su amigo, se hubieradicho ahora que aquella cara era como la de unsacerdote culpable que escuchara la confesiónde aquellos a los cuales no tenía la facultad deabsolver... se lo hubiera dicho, a no sentir depronto otra vez en la memoria la mirada fija desus ojos negros y femeninos.

A través de esta mirada, se le abrió una extra-ña y oscura caverna de meditaciones, pero laapartó de su mente comprendiendo que no eratodavía hora de entrar en ella. Mas la indiferen-cia de su amigo parecía estarse difundiendo porel aire como un narcótico, como un vaho tenuey mortal. Y se encontró, de pronto, mirando laspalabras casuales que a su derecha o a su iz-

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quierda surgían, y estúpidamente maravilladode que se hubieran desposeído en silencio detodo sentido actual, de tal modo, que hasta elmás insignificante letrero de tienda llegaba aaprisionar su espíritu como si se tratase de laspalabras de un ensalmo; y el alma se le ibaarrugando, suspirante de puro vieja, mientrasavanzaba por aquella callejuela entre montonesde lenguaje muerto. Su propia conciencia dellenguaje estaba refluyendo de su cerebro ycondensándose en simples palabras que se po-nían a enlazarse y desenlazarse con ritmos tra-viesos:

La yedra llora en la pared,llora y se azora en la pared,yedra amarilla en la pared, yedra, la yedra en la pared.

¿Quién había oído jamás despropósito seme-jante? ¡Dios del cielo! ¿Quién había visto nuncauna yedra que llorase en la pared? Yedra amari-

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lla... bueno, eso estaba bien. O marfil amarillotambién podía haber sido. Pero, ¿y yedra demarfil?

La palabra le brillaba ahora en el cerebro, másclara y más resplandeciente que todo marfilextraído de los veteados colmillos de los elefan-tes. Ivory, ivoire, avorio, ebur. Uno de los prime-ros ejemplos que se había aprendido en latín,había sido: India mittit ebur; y se acordaba de laastuta cara del rector que le había enseñado atraducir las Metamorfosis de Ovidio en un ingléspulido en el cual disonaba curiosamente lamención de porqueros, cascos de alfarería ylomos de cerdo. Lo poco que sabía de las leyesdel verso latino lo había aprendido de un librodesgualdramillado escrito por un clérigo por-tugués.

Contrahit orator, variant in carminevates.

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Las crisis, las victorias y las luchas civiles deRoma le habían sido transmitidas en aquellaretahíla: in tanto discrimine, y había tratado deformarse una idea de la vida social de la ciudadde las ciudades a través de las palabras implereollam denariorum, que el rector pronunciaba so-noramente como si estuviese llenando una ollade denarios. Las páginas de su traído y llevadoHoracio, nunca estaban frías al tacto aunquesus propios dedos lo estuviesen: ¡páginas llenasde humanidad que habían sido pasadas cin-cuenta años antes por los dedos cálidos de JohnDuncan Inverarity y de su hermano WilliamMalcolm Inverarity! Sí, que aquellos venerablesnombres escritos en la amarillenta hoja primera,y aquellos versos patinados por los siglos, con-servaban, hasta para un latinista tan deficientecomo él, una fragancia como si hubieran estadoguardados todos aquellos años entre mirto,verbena y espliego. Pero le hería el pensar queél no había de ser nunca más que un invitadoretraído en medio del banquete de la cultura

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del mundo y que aquella erudición conventualde la cual se estaba esforzando en extraer unafilosofía estética no tenía más valor en los tiem-pos en que vivía que el que podían tener lossutiles y extraños léxicos de la halconería o laheráldica.

La masa gris del edificio de Trinity yacía a suizquierda, incrustada pesadamente en medio dela ignorancia de la ciudad como una piedramate en una sortija maciza. Aquella masa ledeprimía y, tratando de huir de ella para liber-tar sus pies de las cadenas de la conciencia re-formada, fue a dar con la estatua ridícula delpoeta nacional de Irlanda.

La contempló sin cólera. Porque aquella esta-tua parecía descubrir humildemente su indig-nidad a través de la invisible carcoma de laxi-tud que se deslizaba desde los pies pesados,por los pliegues del manto, hasta la cabeza ser-vil. Era un Filborg bajo el manto postizo de unmilesio. Se acordó de su amigo Davin, «el estu-

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diante cazurro». Era el nombre que le solía daren broma y que el otro soportaba jovialmente:

––No importa, Stevie. Tú mismo dices quetengo la cabeza dura. Puedes llamarme lo quete dé la gana.

Desde la primera vez que oyó en labios de suamigo esta variante familiar de su nombre depila, Stephen gustó de ella, acostumbrado comoestaba a que los otros usaran con él en la con-versación las mismas formas ceremoniosas queél empleaba para con ellos. A menudo, sentadoen el cuarto de Davin en Grantham Street,mientras contemplaba la fila de las botas sóli-das de su amigo, alineadas junto a la pared, ymientras recitaba para las simples orejas de ésteversos y cadencias ajenos, tras los cuales latíanel propio anhelar y la melancolía propia, la ru-da mentalidad del descendiente de la antiguaraza de Filborg le había atraído para repelerleen seguida; le atraía por su innata y reposadacortesía al escucharle o por un giro raro de in-glés arcaico, tal vez por su gusto de los rudos

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ejercicios de destreza corporal (Davin habíasido discípulo de Michael Cusack, el Celta);pero le repelía de pronto por la rudeza de suinteligencia, por sus sentimientos embotados,por aquella sombría mirada de terror que habíaen sus ojos, como el terror de un famélico po-blado de Irlanda donde el cubrefuego fuera aúnuno de los espantos de la noche.

Junto con el recuerdo de las proezas de su tíoMat Davin, el atleta, aquel joven campesinocultivaba la adoración de la dolorosa leyendade Irlanda. Los otros compañeros, en su deseode prestar relieve a cualquier incidente de lamonótona vida del colegio universitario, le con-sideraban en sus charlas como un prototipo delverdadero feniano. Su nodriza le había enseña-do el irlandés y había modelado su ruda imagi-nación a los dispersos resplandores de los mitosde Irlanda. Ante aquellos mitos a los cualesjamás mente de individuo humano había aña-dido ni una sola línea de belleza, ante las in-formes leyendas que se iban subdividiendo al

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avanzar de los ciclos, guardaba él la mismaactitud que ante la Iglesia católica romana, laactitud de un siervo leal y corto de alcances.Cualquier idea, cualquier sentimiento que vi-niera de Inglaterra o a través de la cultura in-glesa, chocaba contra su alma, armada y atentaa su consigna; y del mundo que yacía más alláde Inglaterra, no conocía más que la legión ex-tranjera de Francia, en la cual pensaba inscribir-se.

Stephen solía llamar a su amigo «el pato case-ro», refiriéndose a la vez a este deseo de su jo-ven camarada y a su tardo espíritu. Y había enel apodo una punta de ira contra aquella des-gana para la palabra y la acción que su amigotenía, y que era lo que separaba el espíritu deStephen, ávido de especulación, de las latentesmaneras de la vida irlandesa.

Una noche, aguijoneado por el lenguaje vio-lento y atrevido en el que Stephen se refugiabapara huir del frío silencio de su estado de pro-testa intelectual, su rústico compañero había

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evocado ante su imaginación una visión extra-ña. Iban los dos andando lentamente hacia elcuarto de Davin, a través de las callejuelassombrías del miserable barrio de los judíos.

––El otoño pasado, cuando estaba ya entradoel invierno, me ocurrió una cosa, Stevie, que nose la he dicho a persona viviente, y tú eres elprimero a quien se la cuento. No me acuerdo siera por octubre o por noviembre. Pero era poroctubre, porque fue antes de que viniera aquípara matricularme.

Stephen había vuelto sonriendo los ojos haciael rostro de su amigo, halagado por su confian-za y movido a simpatías por el sencillo acentodel narrador.

––Había estado todo el día fuera de mi pueblopara ver un partido de húrley entre el equipo delos mozos de Croke y el de los «Sin Miedo», deThurles. ¡Dios, Stevie, qué partido más duroque fue! A mi primo hermano Fonsy Davin, mele dejaron en cueros vivos defendiendo la metade los de Limerick, pero aún estuvo atacando

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con los delanteros la mitad del tiempo y be-rreando como loco. Nunca me olvidaré déaquel día. Uno de los de Croke le dio un golpa-zo tremendo con la garrota de juego, y en Diosy en mi alma que estuvo a ras de un pelo decogerle por medio de la sien. Dios de Dios, quesi le da de lleno, no necesita más.

––Me alegro de que librara con bien ––interrumpió riendo Stephen––, pero segura-mente ésa no es la extraña aventura que te ocu-rrió.

––Bueno, ya sé que eso no te importará. Peroes que se levantó tal alboroto después del par-tido, que perdí el tren para volver a casa y noencontré ni un mal carro que me pudiera servirde ayuda, porque por mi mala suerte, aquel díahabía una función religiosa en Castletownro-che, y todos los vehículos de la región estabanen ella. Conque, me pongo a caminar, y yo si-gue que te sigue adelante, y la noche que yavenía encima, cuando llego a las colinas de Ba-llyhoura, a más de diez millas de Kilmallock,

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que desde allí hay una carretera larga y des-habitada. No veías allí, a todo lo largo del cami-no, ni huellas de una casa de cristianos, ni se oíaun solo ruido. Estaba ya casi oscuro como bocade lobo. Una o dos veces me detuve al resguar-do de un arbusto para encender la pipa, y a noser porque el suelo estaba cubierto de rocío, mehubiera tumbado allí mismo a dormir. Por úl-timo, tras una revuelta del camino, divisé unacasa con una ventana encendida. Me acerqué yllamé a la puerta. Una voz contestó pre-guntando quién era, a lo que respondí quehabía estado en el partido en Buttevant, queregresaba a pie a casa y agradecería que mediesen un vaso de agua. Al cabo de un rato, seabrió la puerta y apareció una mujer joven queme traía un gran jarro de leche. Estaba a mediovestir, como si se estuviera preparando para ir aacostarse al tiempo de mi llamada; tenía el pelosuelto y por su aspecto y un no sé qué en elmirar de los ojos, deduje que estaba preñada.Me retuvo un rato charlando a la puerta, y se

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me hizo extraño porque tenía el pecho y loshombros desnudos. Me preguntó si estaba can-sado y si no querría pasar la noche allí. Y aña-dió que estaba sola, pues su marido se habíaido aquella mañana a Queenstown acompa-ñando a una hermana suya hasta dejarla en eltren. Y mientras hablaba, Stevie, tenía la miradafija en mi rostro y tan cerca de mí que podíasentir su aliento. Cuando, por último, le devolvíel jarro, me tomó de la mano tirando de míhacia adentro, y dijo: Entre y pase aquí la noche.No tiene usted por qué tener miedo. No hay nadiemás que nosotros dos... No entré, Stevie. Le di lasgracias y seguí caminando adelante, abrasadocomo de calentura. Al primer recodo, volví lavista atrás y la vi todavía de pie a la puerta.

Las últimas palabras de la narración de Davinse le quedaron cantando a Stephen en la memo-ria. La figura de aquella mujer se le destacaba,reflejada por las de aquellas aldeanas que habíavisto a las puertas de sus casas en Clane al pa-sar en los coches del colegio. Aquella figura se

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le representaba como un símbolo de la raza deella, que era también la de él; como un alma demurciélago en la cual entre silencio, tinieblas ysoledad, la conciencia se despertara de su soporpara atraer a un extraño al lecho propio pormedio de los ademanes y las palabras de unamujer sin malicia.

Sintió que una mano se posaba sobre su brazomientras una voz juvenil exclamaba:

––Ande, señorito, cómprele el primer ramo asu niña para que se estrene. Mire qué bonito es.Ande, señorito.

Las flores azules que la muchacha le presen-taba y el azul de sus ojos le parecieron en aquelinstante un símbolo de inocencia, hasta que laimagen se hubo desvanecido y sólo vio losharapos, el pelo húmedo y áspero y la cara des-vergonzada de la moza.

––¡Ande, señorito! ¡No le haga usted un feo asu chiquilla!

––No tengo dinero ––dijo Stephen.

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––¡Cómpreme éstas tan bonitas, ande! ¡Sóloun penique!

––¿Ha oído usted lo que le he dicho? ––interrumpió Stephen inclinándose hacia ella––.Le he dicho que no tengo dinero. Y se lo repitoahora otra vez.

––Pues ya lo tendrá usted, si Dios quiere, al-gún día, señorito.

––Puede ser ––contestó Stephen––, pero nome parece probable.

Se apartó bruscamente de ella, temeroso deque de la familiaridad pasase a las burlas y de-seando desaparecer antes de verle ofrecer sumercancía a otra persona, a un turista inglés o aun estudiante de Trinity. La calle por dondecaminaba, Grafton Street, prolongaba aquellasensación de desalentada pobreza. Al extremode la calle había una placa dedicada a la memo-ria de Wolfe Tone. Le vino a la memoria elhaber asistido con su padre a la colocación deella. Y evocaba con amargura el oropel chillónde la ceremonia. Había cuatro delegados fran-

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ceses subidos en una camioneta y uno de ellos,un joven rollizo y sonriente, sostenía un palo, alextremo del cual había un cartel con este letre-ro: Vive l'Irlande!

Los árboles del Stephen's Green estaban fra-gantes y cargados de lluvia y la tierra empapa-da exhalaba su olor mortal: como un inciensovago que ascendiera a través del mantillo demuchos corazones humanos. Era el alma de laciudad galante y venal, de la que sus mayoresle habían hablado, reducida por el transcursodel tiempo a aquel vago olor funeral que subíade la tierra. Iba a entrar en el sombrío edificiodel colegio, y entonces comprendió que encuanto entrara notaría la sensación de otra po-dredumbre bien distinta de la de Buck Egan yBurnchapel Whaley.

Era demasiado tarde para subir a clase defrancés. Cruzó el vestíbulo y tomó el corredor amano derecha que conducía al anfiteatro defísica. El corredor estaba oscuro y silencioso,pero una presencia invisible parecía espiar en

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él. ¿Por qué sentía esta sensación? ¿Era porquesabía que en tiempos de Buck Whaley habíahabido allí una escalera secreta? ¿O era quizásporque la casa de los jesuitas gozaba de extrate-rritorialidad y se sentía uno como entre extra-ños al andar por ella? La Irlanda de Tone y deParnell parecía haber retrocedido en el espacio.

Abrió la puerta del anfiteatro y se detuvo a laluz friolenta y gris que pugnaba por entrar através de las ventanas cubiertas de polvo. Unapersona estaba en cuclillas delante del hogar dela gran chimenea y a causa de su delgadez y desu color desvaído comprendió que era el deca-no de estudios que trataba de encender la chi-menea. Stephen cerró la puerta silenciosamentey se aproximó a él.

––Buenos días, señor. ¿Le puedo servir deayuda?

El religioso levantó prestamente la vista y di-jo:

––Un momento solo, señor Dédalus, y ya veráusted. Hay un arte de encender la lumbre. Te-

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nemos artes liberales y artes útiles. Ésta es unade las artes útiles.

––Procuraré aprenderla ––dijo Stephen.––No hay que poner demasiado carbón ––

continuó el decano, mientras trabajaba briosa-mente en su tarea––, ése es uno de los secretos.

Sacó cuatro cabos de vela de los bolsillos de lasotana y los colocó hábilmente entre los carbo-nes y los papeles apelotonados. Stephen le ob-servaba en silencio. Arrodillado así frente alhogar, atareado en encender aquellos cabos devela y trozos de papel, el religioso parecía másque nunca un siervo humilde que preparase elara del sacrificio en un templo vacío, un levitadel Señor. La sotana pardeante y raída envolvíacomo la túnica de hilo de una levita su figuraarrodillada, a la que sin duda hubieran servidode molestia y cansancio los suntuosos trajes deceremonia y el efod orlado de campanillas.Hasta su mismo cuerpo había envejecido en elservicio humilde del Señor ––atender al fuegodel altar, ser receptor de noticias secretas, velar

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por los mundanos, sacudir prestos zurriagazos,si tal era la consigna––, y sin embargo, habíapermanecido ajeno a toda huella de santidad, atodo signo de belleza prelaticia. Más aún, sumisma alma había envejecido en tal servicio sinaproximarse hacia la luz y la belleza, sin ex-halar el más mínimo hálito de santidad, convoluntad doblegada, insensible en su propiaobediencia, del mismo modo que su cuerpoañoso, frugal y recio, cubierto de una pelucagris, plateada en las puntas, era también in-sensible a todo ímpetu de lucha o de amor.

El decano permanecía en cuclillas contem-plando cómo el fuego tomaba incremento en lamadera. Stephen, para romper el silencio, dijo:

––De fijo que yo no sabría encender fuego.––Usted es un artista, ¿no es verdad?, señor

Dédalus ––dijo el decano levantando la cara yguiñando los ojos descoloridos––. El fin delartista es la creación de lo bello. Qué sea lo be-llo, eso es ya otra cuestión.

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Ante esta dificultad, el decano se frotó fría-mente, lentamente, las manos.

––¿Qué? ¿Me puede usted resolver esta cues-tión?

––Aquino ––contestó Stephen–– dice Pulcrasunt quae visa placent.

––Este fuego que tenemos delante ––objetó eldecano–– agrada a los ojos. ¿Será según esobello?

––En tanto que es percibido con la vista, lacual supongo significa aquí intelección estética,será bello. Pero Aquino dice también Bonum estin quo tendit appetitus. El fuego es bueno encuanto satisface la necesidad animal de calor.En el infierno es, sin embargo, un mal.

––Exactamente ––dijo el decano––. Ha puestousted el dedo en la llaga.

Se levantó ágilmente, abrió la puerta y conti-nuó:

––Una corriente de aire dicen que ayuda mu-cho en estos casos.

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Mientras volvía a la chimenea, cojeando lige-ramente, pero con paso vivo, Stephen pudo vercómo el alma callada del jesuita le contemplabadesde el fondo de sus ojos pálidos y desjmora-dos. Era cojo como Ignacio, pero en sus ojos nohabía ni una centella del entusiasmo ignaciano.Ni aun siquiera había encendido su alma con lallama de la energía apostólica aquella astucialegendaria de la Compañía, más sutil y másrecatada que los libros de la ciencia sutil y mis-teriosa. Parecía como si usase los ardides, elsaber y las astucias del mundo a la mayor gloriade Dios, pero forzado a hacerlo, sin la alegría deposeerlos, sin aborrecer tampoco aquello demalo que había en ellos, sino simplemente re-plegándolos sobre ellos mismos con un gestofirme y servil, y sin que, a pesar de toda estaservidumbre silenciosa, pareciera tener la másmínima cantidad de amor a su amo y sintiendoa lo más una cantidad muy pequeña de cariño alos fines que servía. Similiter atque senis baculus:era lo que su fundador había querido que fuese,

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un bastón en manos de un anciano, un bastónque sirve para apoyarse en él en el camino, a lacaída de la noche o en medio del temporal, opara yacer junto al ramillete de flores de unadama sobre un banco del jardín, o para ser es-grimido en amenaza.

El decano regresó a la chimenea y comenzó agolpearse la barbilla.

––¿Cuándo vamos a tener algo de usted sobrelos problemas estéticos?

––¿Algo mío? ––contestó Stephen asombra-do––. Tropiezo con una idea una vez cadaquince días y eso si estoy de buenas.

––Esas cuestiones son muy profundas, místerDédalus ––dijo el decano––. Es como mirarhacia el abismo desde la escarpa de Moher. Al-gunos penetran en lo profundo para no volver asalir. Sólo buzos bien adiestrados pueden su-mergirse en esas profundidades, explorarlas yvolver a salir a la superficie de nuevo.

––Si es a la especulación a lo que se refiere us-ted, señor ––dijo Stephen––, yo estoy también

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seguro de que no hay tal pensamiento librepuesto que todo pensamiento está limitado porsus propias leyes.

––¡Ah!––Para lo que me propongo, puedo seguir

trabajando al presente a la luz de una o dosideas de Aristóteles y de Santo Tomás de Aqui-no.

––¡Ya! Comprendo perfectamente su idea.––Me hacen falta para mi propio uso y guía

sólo hasta que haya logrado algo por mí mismoa la luz de ellas. Si la lámpara humea o da tufo,procuraré despabilarla. Si no da bastante luz, lavenderé y compraré otra.

––Epicteto tenía también una lámpara ––dijoel decano––, que fue vendida por un precioexorbitante después de su muerte. Era la lám-para a cuya luz había escrito sus disertacionesfilosóficas. ¿Conoce usted a Epicteto?

––Un señor antiguo ––contestó rudamenteStephen–– que dijo que el alma era muy pareci-da a un cubo de agua.

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––Epicteto nos cuenta, con aquella lisa mane-ra suya ––continuó el decano––, que una vezhabía puesto una lámpara de hierro delante deuno de los dioses y que un ladrón robó la lám-para. ¿Qué hizo el filósofo? Reflexionó que eraconnatural en un ladrón el robar y decidiócomprar al día siguiente una lámpara de arcillaen lugar de la lámpara de hierro.

Un olor a sebo fundido subía en aquel mo-mento de los cabos de vela del decano, y se lefundía en la mente a Stephen con el sonido delas palabras: cubo y lámpara, lámpara y cubo.La mente de Stephen se detuvo instintivamente,inmovilizada por el extraño tono, por el juegode metáforas y por la cara del sacerdote, queparecía una lámpara apagada o un reflectordesenfocado. ¿Qué era lo que había oculto de-trás de ella? ¿Un sombrío letargo espiritual o lanegrura de la nube tempestuosa, cargada deintelección y capaz de las profundidades som-brías de Dios?

––Quiero decir otra clase de lámpara, señor.

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––Indudablemente ––contestó el decano.––Una: dificultad en las discusiones estéticas

––dijo Stephen––, es el saber si las palabras queestamos usando lo están siendo con arreglo a latradición literaria o según el uso común de lavida. Me acuerdo de un pasaje de Newman, enel cual dice que la Santísima Virgen estaba en-tretenida en compañía de todos los santos. Perola palabra en el uso diario tiene también otrosentido distinto. Espero que no le estaré entrete-niendo a usted.

––De ningún modo ––dijo el decano cortés-mente.

––No, no ––dijo sonriendo Stephen––, si quie-ro decir...

––Sí, sí ––dijo el decano con presteza––; com-prendo perfectamente: entretener.

Avanzó la mandíbula inferior y dejó escaparuna tos seca y breve.

––Para volver a la lámpara ––dijo––, el ali-mentarla es también un lindo problema. Tieneusted qué escoger aceite limpio y tener cuidado

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de no llenarla demasiado, de no verter en elembudo más de lo que pueda contener.

––¿Qué embudo? ––preguntó Stephen.––El embudo por el cual vierte usted el aceite

en la lámpara.––¿Sí? ¿Se llama eso un embudo? ¿No se lla-

ma envás?––¿Qué es un envás?––Eso. El... embudo.––¿Pero se llama envás en Irlanda? ––

preguntó el decano––. No he oído en mi vidasemejante palabra.

––Pues lo llaman así en el Bajo Drumcondra,donde hablan el inglés más puro ––contestóStephen.

––¡Envás! ––dijo el decano pensativo––. Esmuy interesante. He de buscar esa palabra. Va-ya si la he de buscar.

Las palabras corteses del decano sonaban unpoquito a falso, y Stephen contemplaba al con-verso inglés con los mismos ojos con los que elhermano mayor de la parábola habría contem-

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plado al pródigo. ¡Pobre inglés en Irlanda, po-bre seguidor de una oleada de clamorosas con-versiones! Parecía haber entrado en el escenariode la historia jesuítica, cuando estaba casi aca-bando la extraordinaria farsa de intrigas, y su-frimiento, y envidia e indignidad. Era un alle-gado de última hora, un espíritu tardío. ¿Dedónde había partido? Tal vez había nacido ysido educado entre rígidos disidentes, que es-peraban la salvación tan sólo de Jesús, y aborre-cían las vanas pompas de la iglesia constituida.¿Había sentido la necesidad de una fe indepen-diente del juicio individual, viéndose entre elcaos de las sectas y la jerga cismática de los fie-les de los seis principios, de los independientes,de los baptistas de la semilla y la serpiente, y delos dogmáticos supralapsarios? ¿Había encon-trado la verdadera iglesia después de haberseguido hasta su término un hilo sutil de racio-cinio sobre la insuflación o la imposición demanos, o la procesión del Espíritu Santo? ¿0 lehabía tocado Nuestro Señor y mandado que le

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siguiera, como a aquel discípulo que estabasentado junto al banco de los tributos, al estar élsentado cerca de la puerta de alguna capillatechada de zinc, bostezando y contando susdenarios?

El decano repitió otra vez la palabra.––¡Envás! ¡Caramba si es interesante!––La pregunta que me hacía usted hace un

momento me parece interesante. ¿Qué es esabelleza que el artista se esfuerza por expresar,sacándola de la materia de arcilla? ––dijo fría-mente Stephen.

La palabreja en la que diferían parecía habér-sele convertido en la punta aguda de un floretede sensibilidad, esgrimido contra aquel su cor-tés y vigilante adversario. Y sintió como unapunzada de desánimo al descubrir que aquelhombre con el que estaba hablando, era uncompatriota de Ben Jonson. Pensaba:

––El lenguaje en que estamos hablando ha si-do suyo antes que mío. ¡Qué diferentes resultanlas palabras hogar, Cristo, cerveza, maestro, en

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mis labios y en los suyos! Yo no puedo pronun-ciar o escribir esas palabras sin sentir una sen-sación de desasosiego. Su idioma, tan familiar ytan extraño, será siempre para mí un lenguajeadquirido. Yo no he creado esas palabras, ni lashe puesto en uso. Mi voz se revuelve para de-fenderse de ellas. Mi alma se angustia entre lastinieblas del idioma de este hombre.

»Y el distinguir ––añadió el decano–– entre lobello y lo sublime, y el distinguir entre la belle-za material y la belleza moral. Y el investigarqué especie de belleza es la que está más cerca-na de cada una de las diversas artes. He aquíalgunos temas interesantes que habría que tra-tar.

Descorazonado súbitamente por el tono secoy firme del decano, Stephen permaneció sindecir nada. Y a través de este silencio subióprocedente de la escalera un ruido distante debotas y de voces.

––Al seguir estas especulaciones ––añadió eldecano como para terminar–– hay el peligro de

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perecer de inanición. Lo primero que debe us-ted hacer es tomar el grado. Propóngase ustedesto antes que nada. Luego, poco a poco, ya iráusted encontrando su camino. Quiero decir sucamino en todos aspectos, lo mismo en la vidaque en las ideas. Tal vez se le haga cuesta arribaal principio. Tome usted el ejemplo de Mr.Moonan. Le ha costado mucho tiempo el llegara la cima. Pero la ha alcanzado por fin.

––Puede ser que yo no posea su talento ––dijoreposadamente Stephen.

––Eso nadie lo sabe ––repuso vivamente eldecano––. Nunca podemos decir lo que haydentro de nosotros. Yo, desde luego, no medesanimaría. Per aspera ad astra.

Abandonó raudo la chimenea y salió al rella-no de la escalera para vigilar la entrada de laprimera clase de artes.

Recostado en la chimenea, Stephen le oyócómo iba saludando rápidamente y sin hacerdiferencias a cada uno de los de la clase y pudonotar las desenmascaradas sonrisas de algunos

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estudiantes menos corteses. Una desoladorapiedad comenzó a caer como un rocío sobre sucorazón propicio a la amargura, piedad poraquel escrupuloso criado del caballeresco Loyo-la, por aquel hermanastro de la clerecía, másvenal que los otros en sus palabras, pero másrecio de alma que ellos, por aquel hombre alcual él nunca podría llamar su padre espiritual.Y pensó en la fama de mundanos que él y suscompañeros de religión habían adquirido, nosólo entre los apartados del mundo, sino entrelos mundanos mismos, por haber defendido alflojo, al tibio y al prudente, ante los tribunalesde Dios, a través de toda su historia.

La entrada del profesor fue saludada por unaalgarada de ruido de pies procedente de lasrecias botas de los estudiantes sentados bajo lasventanas grisáceas y llenas de telarañas, alláarriba, en las últimas filas del sombrío anfitea-tro. Comenzó la lista y a cada nombre fueronsiguiendo las respuestas dadas en todos los

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tonos, hasta que llegó el nombre de PeterByrne.

––¡Presente!De la parte alta de la gradería llegó una nota

profunda, seguida de toses de protesta de losotros bancos.

El profesor hizo una pausa en la lectura yluego pronunció el nombre siguiente:

––¡Cranly!No hubo respuesta.––¡El señor Cranly!Una sonrisa cruzó por el rostro de Stephen al

pensar en los estudios de su camarada.––¡Que le busquen en Leopardstown! ––dijo

una voz desde el banco de detrás.Stephen levantó rápidamente la vista, pero

sólo vio, recortada sobre la luz gris, la carahocicuda e impasible de Moynihan. El profesorexpuso una fórmula. Entre el susurro de loscuadernos, Stephen volvió la cabeza otra vez ydijo:

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––¡Dame un pedazo de papel, por amor deDios!

––¿En ésas estamos? ––preguntó Moynihanhaciendo una mueca.

Arrancó una hoja de su cuaderno y se la pasómurmurando:

––En caso de necesidad, cualquier seglar omujer puede hacerlo.

La fórmula que había escrito dócilmente so-bre la hoja de papel, el arrollarse y desarrollarsede los cálculos del profesor y los símbolos es-pectrales de la fuerza y la velocidad eran otrastantas cosas que fascinaban y fatigaban el almade Stephen. Había oído decir a algunos queaquel anciano profesor era masón y ateo. ¡Quédía tan gris, tan triste! Parecía un limbo de unalucidez insensible y reposada a través del cualerraban las almas de los matemáticos, elevandoesbeltas construcciones entre los planos de unaluz cada vez más extraña y pálida y haciendoirradiar rápidos remolinos hacia los últimos

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confines de un universo cada vez más vasto,más lejano, más impalpable.

––Debemos distinguir, por tanto, entre elípti-co y elipsoidal. Tal vez algunos de ustedes, se-ñores, conozcan las obras de Mr. W S. Gilber.En una de sus canciones habla de un jugadorfullero de billar, condenado a jugar:

Sobre una mesa desnivelada;el taco, tuerto; bolas elípticas.

––Lo que quiere decir es con una bola que tu-viera la forma de un elipsoide como éste, decuyos principales ejes les acabo de hablar.

Moynihan se inclinó hacia la oreja de Stepheny murmuró:

––¿A cuánto van las bolas elipsoidales? ¡Queme echen señoras! ¡Que soy de caballería!

La burda broma de su compañero atravesócomo una ráfaga el claustro del espíritu deStephen, agitando los fláccidos vestidos sacer-dotales que colgaban de sus paredes, dándoles

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vida, obligándolos a ondear y a hacer cabriolascomo en un sábado salido de quicio. De los ves-tidos agitados por la ráfaga iban saliendo lasformas de los individuos de la comunidad: eldecano de estudios; el tesorero con su tocado depelo gris, majestuoso y encendido; el presiden-te, aquel sacerdote diminuto, de un pelo tenuecual plumón, que escribía versos piadosos; eltipo rechoncho y lugareño del profesor de eco-nomía; la figura altísima del joven profesor deciencia mental discutiendo con sus discípulosun caso de conciencia, en el rellano de una esca-lera, como una jirafa que estuviera desmochan-do las ramas altas de los árboles en medio deuna manada de antílopes; el grave e inquietoprefecto de la congregación; el rollizo profesorde italiano, con sus ojos picarescos. Y venían enun trotecillo, a trompicones,dando volteretas ycabriolas, remangándose los hábitos para saltara «la una andaba la mula», agarrándose losunos a los otros, contorsionados por una risarecóndita y falta, dándose sonoros lapos en las

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costillas y celebrando la broma pesada, llamán-dose con remoquetes familiares, entre súbitasprotestas de dignidad ante tal broma excesiva,en cuchicheos, por parejas, la boca oculta tras lamano.

El profesor se había dirigido a las vitrinas quéestaban en la pared lateral, de uno de cuyosestantes extrajo un juego de bobinas, que trans-portó cuidadosamente hasta la mesa, despuésde bien sopladas por todos lados para quitarlesel polvo. Y con un dedo sobre el aparato, conti-nuó su explicación. Hablaba de que los hilos enlas bobinas modernas estaban hechos de uncompuesto llamado platinoide, descubiertorecientemente por F. W Martino.

Pronunció con toda claridad las iniciales y elapellido del descubridor. Moynihan susurródesde atrás:

––¡Vaya por el Famoso Water––closetMartino!

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––Pregúntale ––murmuró Stephen con desga-na–– si necesita un sujeto para ser electrocuta-do. Yo me ofrezco.

Moynihan, viendo que el profesor estaba in-clinado sobre los carretes, se puso en pie, yhaciendo como que chascaba los dedos de lamano derecha, comenzó a gritar con una voz depilluelo acongojado:

––Señor maestro, este muchacho está dicien-do malas palabras, señor maestro.

––Se prefiere el platinoide al metal blanco ––continuó el profesor solemnemente––, porquetiene un coeficiente más bajo de resistencia porcambios de temperatura. El alambre de plati-noide está aislado y la cubierta de seda que loaísla está enrollada en las bobinas de ebonita,precisamente donde tengo puesto el dedo. Lasbobinas han sido saturadas en parafina calien-te...

Una voz aguda y con acento del Ulster dijodesde el banco inmediatamente inferior al deStephen:

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––Pero, ¿es que nos van a hacer preguntas so-bre ciencias aplicadas?

El profesor se puso gravemente a hacer habi-lidades con los términos ciencia pura y cienciaaplicada. Un estudiante rechoncho, que llevabagafas de oro, se quedó mirando con ciertoasombro al que había hecho la pregunta. Moy-nihan murmuró desde detrás con su voz natu-ral:

––¡Ese diablo de Mac Alister! ¿No parece unShylock reclamando su libra de carne?

Stephen pasó fríamente la mirada sobre elcráneo oblongo cubierto de una maraña de ca-bellos de un desvaído color de bramante. Lavoz, el acento y la mentalidad del que habíahecho la pregunta le molestaban; y permitióque su repugnancia le llevara hasta una enco-nada mala voluntad, hasta dejar pensar a suimaginación que el padre del estudiante hubie-ra hecho mucho mejor enviando a su hijo a es-tudiar a Belfast, ahorrando algo de paso en elbillete del ferrocarril.

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El cráneo oblongo no se volvió para encontraraquella flecha de pensamiento; pero la flecharegresó a su arco, porque Stephen pudo ver unmomento la cara, de una palidez serosa, delestudiante.

Este pensamiento no es mío, se dijo a sí mis-mo inmediatamente. No; procede de ese burlónirlandés del banco de detrás. Paciencia. ¿Podrí-as decirte cuál de los dos ha sido el que ha trafi-cado con el alma de tu raza, el que ha hechotraición a sus elegidos, el de la pregunta o el dela burla? Paciencia. Acuérdate de Epicteto. Pro-bablemente es connatural a su carácter el pro-poner tal pregunta en tal momento y con taltono y el pronunciar la palabra science como unmonosílabo.

El mosconeo de la voz del profesor seguía en-rollándose y enrollándose alrededor de las bo-binas de las cuales hablaba, doblando, tripli-cando, cuadruplicando su soñolienta energíadel mismo modo que el carrete multiplicaba susohmios de resistencia.

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La voz de Moynihan sonó detrás como un ecode la distante campana:

––Señores, esto se ha acabado.El vestíbulo estaba lleno de estudiantes y so-

noro de charlas. Sobre una mesa cerca de lapuerta había dos fotografías con sus marcos yentre ellas un largo rollo de papel con una colairregular de firmas. Mac Cann iba y venía rápi-damente entre los estudiantes, hablando deprisa, con una respuesta pronta para cada nega-tiva, e iba llevándoselos, uno tras otro, a la me-sa. En el vestíbulo interior estaba el decano deestudios hablando de pie con un profesor joven,golpeándose gravemente la barbilla y movien-do la cabeza.

Stephen, embarazado por los que estaban a lapuerta, se paró en ella irresoluto. Desde debajode la ancha y caída ala del flexible los ojos oscu-ros de Cranly le estaban observando.

––¿Has firmado? ––le preguntó Stephen.

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Cranly cerró la boca de delgados labios, co-mulgó por un instante consigo mismo y contes-tó:

––Ego habeo.––¿Para qué es eso?––Quod?––¿Para qué es eso?Cranlyvolvió su pálido rostro hacia Stephen,

y dijo, blandamente, amargamente:––Per pax universalis.Stephen señaló ala fotografía del zar, y co-

mentó:––Tiene la cara de un Cristo embrutecido.El desprecio y la cólera que había en la voz de

Stephen atrajeron hacia él los ojos de Cranly,entretenidos en pasar tranquilamente revista alas paredes del vestíbulo.

––¿Estás disgustado? ––le preguntó.––No ––contestó Stephen.––¿Estás de mal humor?––No.

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––Credo ut vos grandissimus mendax estis ––dijoCranly––, quia facies vostra monstrat ut vos infututo malo humore estis.

Moynihan, al acercarse a la mesa, le susurró aStephen al oído:

––Mac Cann está estupendamente en forma.Dispuesto a verter hasta la última gota. Unmundo nuevo. Nada de estimulantes y votopara las zorras.

La forma de tal confidencia hizo sonreír aStephen; y, cuando Moynihan hubo pasado, sevolvió de nuevo al encuentro de los ojos deCranly.

––¿Me podrías tú, quizás, decir por qué razónse desahoga –– así con tanta libertad en misorejas?

A Cranly se le formó un ceño sombrío en lafrente. Contempló la mesa sobre la cual estabainclinado Moynihan para poner su firma en lalista y luego dijo rotundamente:

––¡Es un mierda!

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––Quis est in malo humore ––preguntó Step-hen––, ego aut vos?

Cranly no notó el reproche. Estuvo rumiandoamargamente su propio juicio, hasta que por finrepitió con la misma rotunda energía de antes:

––¡Un piñonero mierda! ¡Eso es lo que es!Era el epitafio que ponía a todas las amistades

muertas. Stephen se preguntó si alguna vez letocaría a él el turno, y si aquella expresión seríaempleada en el mismo todo para designarle aél. La expresión torpe y grosera se fue hun-diendo en los oídos de Stephen como una pie-dra en un cenagal. La vio hundirse como habíavisto otras muchas, y sintió que su pesadumbrele deprimía el corazón. El lenguaje de Cranly, adiferencia del de Davin, no poseía ni raras fra-ses del inglés isabelino, ni giros anticuados delos dialectos irlandeses. Su arrastrarse era uneco de los muelles de Dublín reflejado por unpuerto de mar diminuto, descolorido y venidoa menos; su energía, un eco de la elocuencia

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sagrada de Dublín repetida llanamente desdeun púlpito de Wicklow.

El pesado entrecejo desapareció de la frentede Cranly cuando Mac Cann se aproximó aellos viniendo del otro lado del vestíbulo.

––¿Está usted aquí? ––dijo Mac Cann alegre-mente.

––Aquí estoy ––contestó Stephen.––Tarde, como de costumbre. ¿No puede us-

ted poner de acuerdo sus tendencias progresis-tas con el respeto a la puntualidad?

––Esa pregunta no está en el orden del día ––dijo Stephen––. Pasemos al siguiente punto.

Sus ojos sonrientes estaban fijos en una table-ta de chocolate con leche envuelta en papel deplata, que asomaba por uno de los bolsillos delpropagandista. Un círculo reducido de oyentesse había congregado para asistir al escarceo deingeniosidades. Un estudiante delgado de pielolivácea y lacio cabello negro, tenía introducidala cabeza entre los dos, mirando al uno y al otroalternativamente a cada frase, como si quisiera

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capturar con la boca abierta y húmeda cada unade aquellas palabras volanderas. Cranly habíasacado del bolsillo una pelotita gris de jugar amano y se había puesto a examinarla haciéndo-la girar y girar entre sus dedos.

––¿El punto siguiente? ––preguntó MacCann––. ¡Jem!

Le dio un. ataque sonoro de risa y se tiró pordos veces de la pajiza perilla que de la llenamandíbula le colgaba.

––El punto siguiente es firmar el manifiesto.––¿Me va a pagar usted si firmo? ––preguntó

Stephen.––Yo pensaba que usted era un idealista ––

dijo Mac Cann. El estudiante agitanado miró entorno de sí y, dirigiéndose a los circunstantes,dijo, con una voz trémula que parecía un bali-do:

––¡Demonio! Esa idea sí que es rara. Esa ideame parece una idea muy mezquina.

Sus palabras se disiparon en el silencio. Nadieprestó atención a su voz. Y él volvió hacia Step-

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hen su cara olivácea y de expresión equina,invitándole a que hablara de nuevo.

Mac Cann se puso a hablar con enérgica flui-dez del rescripto del zar, de Stead, del desarmegeneral, del arbitraje en caso de discordias in-ternacionales, de las señales de los tiempos, deuna nueva humanidad y de un nuevo evangeliode vida, según el cual la comunidad sería laencargada de asegurar al menor coste posible lamayor cantidad posible de felicidad para elmayor número posible de mortales.

El estudiante de la cara olivácea saludó al findel período gritando:

––¡Tres vivas a la confraternidad universal!––¡Duro, Temple ––dijo un estudiante rechon-

cho que estaba cerca de él––, que luego te voy apagar una caña!

––Yo soy un convencido de la confraternidaduniversal ––dijo Temple, mirando a su alrede-dor desde lo profundo de sus ojos negros––.Marx no es otra cosa que un molido vaina.

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Cranly le agarró fuertemente por un brazopara que callara la boca y, sonriendo embarazo-samente, repitió:

––¡Calma, calma, calma!Temple se debatió para libertar su brazo, pero

continuó, la boca manchada por una espumillatenue:

––El socialismo ha sido fundado por un irlan-dés, y el primero que predicó la libertad depensamiento fue Collins. Hace doscientos años.Él, el filósofo de Middlesex, se atrevió a denun-ciar al clericato. ¡Tres vivas a la memoria deJohn Anthony Collins!

Una voz delgada respondió desde un extremodel auditorio:

––¡Juy! ¡juy!Moynihan le murmuró al oído a Stephen:––¿Y dónde nos dejamos a la pobre hermanita

de John Anthony?

Lottie Collins ha perdido,la pobre, los pantalones.

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¿Quién entre ustedes le prestalos suyos propios, señores?

Stephen se echó a reír y Moynihan, halagadopor el éxito, murmuró otra vez:

––Vamos a apostarnos cinco beatas por JohnAnthony Collins.

––Estoy esperando su respuesta ––dijo lacóni-camente Mac Cann.

––El asunto no me interesa lo más mínimo ––contestó ya cansado Stephen––. Lo sabe ustedde sobra. ¿Por qué razón, pues, me arma ustedesta escena?

––¡Bueno! ––dijo Mac Cann haciendo una pe-queña explosión con los labios––. Según veo,¿usted es un reaccionario?

––¿Cree usted que me voy a asustar porqueesgrima usted su espada de palo?

––Todo eso son metáforas ––dijo Mac Cannbruscamente––. Redúzcase usted a los hechos.

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Stephen se puso colorado y volvió el rostro.Mac Cann no se daba por vencido, y agregósarcásticamente:

––Los poetas menores, supongo, están porencima de cuestiones tan triviales como la pazuniversal.

Cranly levantó la cabeza y alzó la pelota comoofrenda conciliatoria entre los dos estudiantes,diciendo:

––Pax super totum sanguinarium globum.Stephen se apartó del grupo y, señalando

despectivamente con el hombro la imagen delzar, dijo:

––Guárdese usted su icono. Si es que nos hacefalta un Jesús, tengamos por lo menos un Jesúslegítimo.

––¡Diantre! ¡Eso sí que me ha gustado! ––dijoel estudiante de la cara olivácea a los que esta-ban en torno de él––. ¡Ésa sí que es una frase!Esa frase me gusta más que todas las cosas.

Tragó una bocanada de saliva como si estu-viera tragando la frase, y luego, llevándose la

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mano a la visera de su gorra de paño recio, sevolvió hacia Stephen y dijo:

––Permítame usted, señor. ¿Qué quiere usteddecir con esa expresión que acaba de proferir?

Y como los estudiantes que estaban cerca deél le daban con el codo, les explicó:

––Tengo curiosidad de saber qué es lo quequiere decir con esa frase.

Se volvió de nuevo a Stephen y susurró:––¿Usted cree en Jesús? Yo creo en el hombre.

Por descontado que yo no sé si usted cree en elhombre o no. Le admiro a usted. Admiro lamentalidad del hombre independiente de todaslas religiones. ¿Es esa su opinión con respecto ala mentalidad de Jesús?

––¡Duro, Temple! ––dijo el estudiante ancho ycoloradote, volviendo como tenía por costum-bre a su idea anterior––. ¡Duro, que te esperauna caña!

––Ése piensa que soy un imbécil ––le explicóTemple a Stephen–– porque creo en el poderdel pensamiento.

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Cranly, metiéndose entre Stephen y su admi-rador, se colgó de los brazos de ambos, y dijo:

––Nos ad manum ballum jocabimus.Stephen, mientras se dejaba conducir, colum-

bró la cara roma y arrebatada de Mac Cann.––Mi firma carece de valor ––le dijo cortés-

mente––. Usted obra perfectamente siguiendosu camino. Déjeme usted seguir a mí el mío.

––Dédalus ––dijo Mac Cann dejando caer laspalabras––, creo que es usted un buen chico,pero que le falta a usted todavía aprender aconocer la generosidad del altruismo y la res-ponsabilidad del ser individual.

Una voz exclamó:––No queremos en nuestra compañía intelec-

tuales excéntricos.Stephen reconoció el tono áspero de la voz de

Mac Alister y por esta causa permaneció sinvolverse hacia la parte de donde la voz venía.

Cranly se abrió solemnemente paso a empu-jones por entre la aglomeración de estudiantes,llevando a Stephen y a Temple cogidos del bra-

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zo, como un celebrante asistido por sus dosacólitos camino del altar.

Temple se inclinó impaciente por delante delpecho de Cranly para decir a Stephen:

––¿Ha oído usted lo que ha dicho Mac Alis-tes? Ese pollo está envidioso de usted. ¿Lo hanotado? ¡Qué demonio, yo lo he comprendidodesde el primer momento!

Cuando pasaban por el segundo vestíbulo, eldecano de estudios estaba tratando de sacudir-se un estudiante con el que acababa de hablar.Estaba el decano al comienzo de la escalera conun pie en el primer escalón. Tenía la raída so-tana recogida con femenil cuidado y preparadaya para el ascenso. Accionaba expresivamentecon la cabeza, repitiendo:

––¡Ni dudarlo siquiera, míster Hackett! ¡Estu-pendo! ¡Ni dudarlo siquiera!

En medio del vestíbulo estaba el prefecto dela congregación del colegio hablando grave-mente con uno de la junta. Tenía una voz dulcey quejumbrosa. Mientras hablaba, fruncía un

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poco la frente pecosa, mordisqueando, entrefrase y frase, un diminuto lápiz de hueso.

––Tengo la esperanza de que los recién matri-culados se nos unirán. Los del primero de arteslos tenemos asegurados. Los del segundo tam-bién. Los que tenemos que asegurar bien sonlos nuevos.

Temple volvió a cruzar la cabeza por delantede Cranly, en el momento en que trasponía elumbral, y dijo en un susurro tenue:

––¿Sabía usted que es un hombre casado? Es-taba casado antes de su conversión. Y tiene nosé dónde su mujer y sus chicos. Por todos losdiablos, que es la idea más rara que he oído enmi vida. ¿No?

El susurro se disipó en una risa taimada y ca-careante. En el mismo momento en que traspo-nían el umbral, Cranly le agarró rudamente porel cuello y, zarandeándole, dijo:

––¡Eres un molido memo! ¡Te juro por mi sal-vación ––¿sabes?–– que no hay en todo el co-

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chambrero mundo un piñonero monacaco másidiota que tú!

Temple, hecho un guiñapo entre aquellos pu-ños, reía aún con un regocijo ficticio, mientrasCranly seguía repitiendo de plano a cada za-randeo:

––¡Un grandísimo y molido memo!Cruzaban el jardín lleno de hierbajos. El pre-

sidente, envuelto en un manteo amplio y pesa-do, venía hacia ellos, leyendo las horas, a lolargo de una de las paredes. Antes de dar lavuelta, se detuvo un momento y levantó losojos. Saludaron los tres. Temple sólo llevándosela mano al extremo de la gorra, como habíahecho antes. Siguieron adelante en silencio. Alaproximarse al juego, Stephen oyó los golpeta-zos de las manos de los jugadores, el chasquidohúmedo de la pelota y la voz excitada de Davinque gritaba a cada pelotazo.

Los tres estudiantes se detuvieron alrededorde la caja en la que Davin estaba sentado para

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observar el juego. Al cabo de un momento,Temple giró hasta encontrar a Stephen y dijo:

––Perdone usted, le quería preguntar si ustedcree que Juan Jacobo Rousseau era un hombresincero.

Stephen se echó a reír de buena gana. Cranlycogió a sus pies, de entre la hierba, un pedazode una duela rota de tonel, se volvió rápida-mente y dijo con aire muy serio:

––Temple, te juro por el Dios vivo, que sivuelves a decir una sola palabra, ¡sabes!, sea delo que sea, y a quien sea, te dejo seco super si-tium.

––Se me hace ––dijo Stephen–– que era unhombre como usted: un emotivo.

––¡Maldito sea, condenado sea!––dijo de llenoCranly––. No le vuelvas a dirigir la palabra,Stephen. Ten por seguro que lo mismo dahablar con una condenada bacinilla que hablarcon Temple. ¡Vete a tu casa, Temple! ¡Vete a tucasa, por el amor de Dios!

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––Se me importa un pito de ti, Cranly ––contestó Temple, poniéndose fuera del alcancede la amenazadora duela y señalando a Step-hen––. Ése es el único hombre en esta institu-ción que tiene una mentalidad individual.

––¡Institución! ¡Individual! ––gritó Cranly––.¡Mira, vete a casa, condenado, que eres un mo-lido idiota sin esperanza de cura!

––¡Soy un emotivo! ––dijo Temple––. ¡Eso esexpresar las cosas con precisión! Y me enorgu-llezco de ser un emotivo.

Se deslizó fuera del juego de pelota, con unasonrisita falsa. Cranly se quedó viéndole ir, concara impasible, inexpresiva.

––Mírale ahí ––dijo––. ¿Has visto en tu vidasemejante sostiene-paredes?

Esta última frase fue saludada con una risota-da por un estudiante que estaba repantigadocontra la pared y con la gorra de visera caladahasta los ojos. Tal risa, aguda de tono y salidade una contextura musculosa, tenía algo delbramido de un elefante. El corpachón se le con-

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traía todo y, para dar suelta a su regocijo, sepuso a restregarse epicúreamente las ingles conlas manos.

––¡Lynch está despierto! ––dijo Cranly.Lynch, por toda respuesta, se puso en pie y

sacó el pecho hacia adelante.––Cuando Lynch adelanta el pecho ––dijo

Stephen––, parece que expone una teoría sobrela vida.

Lynch se golpeó sonoramente el tórax y dijo:––¿Quién es el que tiene algo que decir acerca

de mi tambor? Cranly recogió el reto y los doscomenzaron a luchar. Cuando las caras se leshabían ya puesto arrebatadas del esfuerzo, sesepararon jadeantes. Stephen se inclinó haciaDavin que, atento al juego, no había prestadoatención a la charla de los otros.

––¿Cómo se encuentra hoy mi patito casero? ––le preguntó––. ¿Ha firmado también?

Davin dijo que sí con la cabeza y añadió:––¿Y tú, Stevie?Stephen negó en silencio.

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––Eres una persona terrible, Stevie. ¡Siempreaparte de los demás! ––dijo Davin quitándosede los labios su corta pipa.

––Ahora que has firmado la petición para lapaz universal ––dijo Stephen––, supongo quequemarás aquel cuadernillo que he visto en tucuarto.

Davin no contestó, y en vista de ello, Stephense puso a hacer citas del contenido del cuader-no:

––¡Paso largo, fianna! 1 ¡Inclinación a la dere-cha! iFianna, saludo por números, uno, dos!

1. En gaélico, `soldado'.

––Eso es otra cuestión ––dijo Davin––. Yo soyun nacionalista irlandés primero y antes quenada. Pero eso está en tu natural. Tú has nacidopara burlarte de todo, Stevie.

––Cuando emprendáis la próxima rebeliónarmados con bastones del juego de hurley ––dijo Stephen––, y tengáis necesidad de los in-dispensables confidentes, no dejéis de decír-

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melo. Yo os podría encontrar algunos en estecolegio.

––No te entiendo ––dijo Davin––. Otras veceshablabas en contra de la literatura inglesa. Aho-ra hablas contra los directores del pueblo irlan-dés. ¿Dónde te dejas tu nombre, tus ideas?...Pero, ¿eres tú verdaderamente irlandés?

––Vente conmigo al departamento de heráldi-ca ––contestó Stephen––, y te enseñaré el árbolgenealógico de mi familia. ––Entonces, sé unode los nuestros. ¿Por qué no aprender irlandés?¿Por qué dejaste las clases de la Liga después dela primera lección?

––Tú sabes la razón por la que lo hice ––contestó Stephen. Davin meneó la cabeza y seechó a reír.

––¡Vamos, hombre! ––dijo––. ¿Es por lo deaquella señorita y el Padre Morán? Eso son sólofantasías tuyas, Stevie. ¡Si estaban únicamentecharlando y riendo!

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Stephen hizo una pausa antes de contestar, yposó amicalmente una mano sobre el hombrode Davin.

––¿Te acuerdas ––dijo–– de la primera vezque nos conocimos? La primera mañana quenos encontramos, tú me preguntaste el caminopara ir a tu primera clase, poniendo una acen-tuación muy enérgica sobre la primera sílaba.¿Te acuerdas? Además, te dirigías a los jesuitasdándoles el tratamiento de «Padre». ¿Te acuer-das? Y yo me pregunté: ¿Será tan inocente comoson sus palabras?

––Soy un simple ––dijo Davin––. Y tú lo sa-bes. Cuando me dijiste una noche en HarcourtStreet aquellas cosas acerca de tu vida privada,en Dios y en mi alma, Stevie, que no pude pro-bar bocado en la cena. Me sentía enfermo. Yestuve desvelado mucho tiempo en la cama.¿Por qué me contaste aquello?

––Gracias ––dijo Stephen––. Quieres decir quesoy un monstruo.

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––No ––dijo Davin––. Pero hubiera deseadoque no me lo hubieras dicho.

Una oleada empezó a pujar tras la tranquilasuperficie de los sentimientos amistosos deStephen.

––Son esta raza y este país y esta vida los queme han producido ––dijo––. Tengo que expre-sarme como soy.

––Procura ser uno de los nuestros ––repitióDavin––. Tú eres irlandés de corazón, pero elorgullo puede más en ti.

––Mis antecesores arrojaron su propia lenguapara aceptar otra ––dijo Stephen––. Permitieronser sometidos por un puñado de extranjeros. ¿Yte imaginas tú que voy a pagar con mi propiavida y persona las deudas que ellos contraje-ron? ¿Por qué?

––Por nuestra libertad ––contestó Davin.––No ha habido ni un hombre honrado y sin-

cero que os haya sacrificado su vida, su juven-tud y sus afecciones, desde los días de Tone olos de Parnell, sin que le hayáis vendido al

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enemigo o abandonado en la necesidad o trai-cionado y dejado por otro. Y ahora me invitas aque sea uno de los vuestros. Antes que eso, queos lleve el diablo a todos vosotros.

––Ellos sucumbieron por sus ideales, Stevie ––dijo Davin––. Nuestro día ha de llegar aún,créeme.

Stephen se quedó callado por un instantemientras seguía su propio pensamiento.

––Nace el alma ––dijo por fin abstraído––, enesos momentos de los que te he hablado. Sunacimiento es lento y oscuro, más misteriosoque el del cuerpo mismo. Cuando el alma de unhombre nace en este país, se encuentra con unasredes arrojadas para retenerla, para impedirlela huida. Me estás hablando de nacionalidad,de lengua, de religión. Éstas son las redes de lasque yo he de procurar escaparme.

Davin sacudió la ceniza de su pipa.––Demasiado profundo para mí, Stevie ––

dijo––. Pero la tierra de uno es lo primero. Ir-

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landa, primero, Stevie. Después bien puedes serpoeta o místico, si quieres.

––¿Sabes lo que es Irlanda? ––preguntó Step-hen con glacial violencia––. Irlanda es la cerdavieja que devora su propia lechigada.

Davin se levantó del cajón en el que había es-tado sentado y se dirigió hacia los jugadoresmeneando la cabeza tristemente. Pero su triste-za se le pasó en un minuto y pronto se enredóen una acalorada disputa con los jugadores queacababan de terminar su partido. Acordaronuno de cuatro. Cranly insistía en que habían dejugar con su pelota. La hizo rebotar dos o tresveces contra la mano y luego la arrojó con unmovimiento enérgico y rápido contra el basa-mento del frontón, coreando el bote con un:«¡Al diablo!».

Stephen y Lynch permanecieron allí hasta queel tanteo comenzó a elevarse. En ese punto,Stephen le dio a Lynch un tirón de la mangapara llevárselo. Lynch, obediente, dijo:

––Vámonos, como diría Cranly.

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Stephen se sonrió al escuchar la alusión.Retrocedieron a través del jardín y salieron

por el vestíbulo, en el cual el portero, temblean-te de puro viejo, estaba tratando de colgar uncuadro en el tablón. Al pie de la escalera se de-tuvieron, y Stephen sacó una cajetilla del bolsi-llo y se la ofreció a su compañero.

––Sé que no tienes dinero ––le dijo.––Caray con tu incordiante desfachatez ––

contestó Lynch. Esta segunda prueba de la cul-tura de Lynch hizo sonreír de nuevo a Stephen.

––Día señalado para la cultura: europea ––dijo–– el día en que aprendiste a jurar por in-cordios.

Encendieron los pitillos y echaron hacia la de-recha. Al cabo de un rato, comenzó a decirStephen:

––Aristóteles no ha definido la piedad ni el te-rror. Yo sí. Para mí...

Lynch se paró y dijo brutalmente:

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––Deténte. No te quiero escuchar. Estoy mal.Anoche me dediqué a un incordiante tasqueoen compañía de Horan y Goggins.

Stephan continuó:––Piedad es el sentimiento que paraliza el

ánimo en presencia de todo lo que hay de gravey constante en los sufrimientos humanos y loune con el ser paciente. Terror es el sentimientoque paraliza el ánimo en presencia de todo loque hay de grave y constante en los sufrimien-tos humanos y lo une con la causa secreta.

––Repite ––dijo Lynch.Stephen repitió lentamente las definiciones.––Hace algunos días, una muchacha tomó un

coche de punto en Londres. Iba a reunirse consu madre, a la cual no había visto desde hacíamuchos años. En la esquina de una bocacalle, lavara de un carro de carga hace añicos la venta-nilla del coche, que queda estriada como unasterisco. Una esquirla larga y aguda se le clavaa la muchacha atravesándole el corazón. Muereinstantáneamente. Un periodista calificaba esta

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muerte de trágica. No hay tal cosa. Está muylejos de todo terror y piedad, según los térmi-nos de mis definiciones.

»La emoción trágica, efectivamente, es unacara que mira en dos direcciones: hacia el terrory hacia la piedad, y ambos son fases de ella.Habrás visto que uso la palabra paraliza. Quie-ro decir que la emoción trágica es estática. Omás bien que la emoción dramática lo es. Lossentimientos excitados por un arte impuro soncinéticos, deseo y repulsión. El deseo nos incitaa la posesión, a movernos hacia algo; la repul-sión nos incita al abandono, a apartarnos dealgo. Las artes que sugieren estos sentimientos,pornográficas o didácticas, no son, por tanto,artes puras. La emoción estética (ahora uso eltérmino general) es por consiguiente estática. Elespíritu queda paralizado por encima de tododeseo, de toda repulsión.

––¿Dices que el arte no excita el deseo? ––dijoLynch. ¿Cómo me explicas entonces aquelloque te conté de haber yo escrito un día a lápiz

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mi nombre sobre la espalda de la Venus dePraxíteles del Museo? ¿Acaso eso no era deseo?

––Hablo de las naturalezas normales ––contestó Stephen––. También me has dicho otravez que cuando chico, en aquel pintoresco cole-gio de carmelitas donde estabas, acostumbrabascomer las boñigas secas de las vacas.

Lynch prorrumpió otra vez en un bramido derisa y se restregó de nuevo ambas ingles con lasmanos sin sacar éstas de los bolsillos.

––¡Que si me las comía! ¡Y tanto!Stephen se volvió hacia su compañero y se

quedó mirándole fríamente, de hito en hito, porun momento. Lynch, repuesto ya de su ataquede risa, correspondió a aquella mirada con susojos humildes. Aquel cráneo largo, estrecho yachatado, bajo la gorra puntiaguda, trajo a lamente de Stephen el recuerdo de una serpientede caperuza. Los ojos también eran como los deuna serpiente, tal su brillo, tal su mirada. Masen aquel instante, humildes y en acecho, lucía

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en ellos una centella de humanidad, ventana deun alma en amargura, mordaz y anquilosada.

––En cuanto a eso ––dijo Stephen abriendo unparéntesis cortés––, hay que reconocer que to-dos somos animales. Yo también soy un animal.

––Y tanto que lo eres ––dijo Lynch.––Pero ahora estamos precisamente en el

mundo espiritual ––prosiguió Stephen––. Eldeseo y la repulsión excitados por medios nopuramente estéticos no son emociones estéticas,no sólo por su carácter cinético, sino tambiénpor su naturaleza simplemente física. Nuestracarne retrocede ante lo que le espanta y res-ponde al estímulo de lo que desea por una sim-ple acción refleja del sistema nervioso. Nuestrospárpados se cierran antes de que tengamosconciencia de que una mosca está a punto deentrarnos en el ojo.

––No siempre ––dijo Lynch a modo de obje-ción.

––Del mismo modo ––continuó Stephen––respondió tu carne al estímulo de una estatua

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desnuda, pero no fue más que por una simpleacción refleja de los nervios. La belleza que elartista expresa no puede despertar en nosotrosuna emoción cinética o una sensación puramen-te física. Despierta, o debería despertar, induce,o debería inducir, una stasis estética, una pie-dad ideal o un ideal terror, una stasis provoca-da, prolongada y al fin disuelta por aquello queyo llamo el ritmo de la belleza.

––¿Qué quiere decir eso exactamente? ––preguntó Lynch. ––Ritmo ––dijo Stephen––, esla primera y formal relación estética entre partey parte de un conjunto estético, o entre el con-junto estético y sus partes o una de sus partes, oentre una parte del conjunto estético y el con-junto mismo.

––Si eso es ritmo ––dijo Lynch––, sepamosqué es lo que llamas belleza; y hazme el favorde recordar que, aunque en otro tiempo hayacomido pastel de boñiga, lo que yo admiro esúnicamente la belleza.

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Stephen levantó la gorra como para saludar.Después, sonrojándose ligeramente, apoyó unamano sobre el áspero paño de la manga deLynch.

––Nosotros estamos en lo cierto, los otros no ––dijo––. El hablar de estas cosas y el tratar decomprender su naturaleza y, una vez compren-dida, el tratar lentamente, humildemente, cons-tantemente de expresar, de exprimir de nuevo,de la tierra grosera o de lo que la tierra produ-ce, de la forma, del sonido y del color (que sonlas puertas de la cárcel del alma) una imagen dela belleza que hemos llegado a comprender: esoes el arte.

Habían llegado al puente del canal. Dejaron elcamino que habían llevado, y siguieron adelan-te por la arboleda. Una luz cruda y gris espe-jeaba sobre el agua perezosa y, por encima désus cabezas, el olor de las ramas húmedas pare-cía oponerse al curso de los pensamientos deStephen.

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––Pero has dejado sin contestar mi pregunta ––dijo Lynch––. ¿Qué es el arte? ¿Y cuál es labelleza que el arte expresa? ––Ésa fue la prime-ra definición que te di, cabeza de chorlito ––dijoStephen––, cuando comenzaba yo a deshilvanarpara mí mismo la cuestión. ¿Te acuerdas deaquella noche? Cranly perdió la ecuanimidad yse puso a hablar del jamón del Wicklow.

––Me acuerdo ––dijo Lynch––. Nos estuvohablando de los cochinos cerdos de todos losdiablos.

––Arte ––dijo Stephen–– es la adaptación porel hombre de la materia sensible o inteligiblepara un fin estético. Pero tú te acuerdas de loscochinos y olvidas esto. Tú y Cranly sois un parcomo para hacerle perder la paciencia a uno.

Lynch dirigió una mueca hacia el cielo des-apacible y gris. ––Si he de oír tus filosofias esté-ticas, dame otro pitillo. Me tienen sin cuidado.Me tienen sin cuidado hasta las mujeres. Aldiablo contigo y con todas las cosas. Lo que yo

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necesito es un puesto de quinientas al año. Y túme lo puedes dar.

Stephen le alargó la cajetilla. Lynch cogió elúltimo pitillo que quedaba diciendo sencilla-mente.

––Adelante.––Aquino ––continuó Stephen–– dice que lo

bello es aquello cuya aprehensión agrada.Lynch afirmó con la cabeza.––Lo recuerdo ––dijo––. Pulchra sunt quae visa

placent.––Usa la palabra visa ––dijo Stephen–– para

cubrir todas las aprehensiones estéticas decualquier naturaleza, ya provengan de la vista odel oído, o de cualquier otra vía aprehensiva.Esa palabra, aunque vaga, es suficientementeclara para dejar a un lado lo bueno y lo maloque excita el deseo o la repulsión. Quiere deciruna stasis, no una kinesis. ¿Qué diremos de laverdad? También produce una stasis de la men-te. Tú no habrías escrito con lápiz tu nombresobre la hipotenusa de un triángulo rectángulo.

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––No ––dijo Lynch––, lo que quiero es lahipotenusa de la Venus de Praxíteles.

––Luego lo que produce la verdad es una sta-sis ––dedujo Stephen––. Me parece que Platóndijo que la belleza es el resplandor de la verdad.No creo que eso quiera decir sino simplementeque la verdad y la belleza son afines. La verdades contemplada por la inteligencia aquietadapor las relaciones más satisfactorias de lo sensi-ble. El primer paso en dirección a la verdad esel llegar a comprender la contextura y la esferade acción de la inteligencia misma, el compren-der el acto intelectivo mismo. Todo el sistemade la filosofía de Aristóteles descansa sobre sulibro de psicología, y éste, sobre la afirmaciónde que un mismo atributo no puede al mismotiempo, y en la misma conexión, pertenecer yno pertenecer al mismo sujeto. El primer pasoen dirección a la belleza es el comprender lacontextura y la esfera de acción de la imagi-nación, el comprender el acto mismo de laaprehensión estética. ¿Está claro?

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––Bien. ¿Pero qué es la belleza? ––preguntóLynch impaciente––. Venga otra definición.¡Algo que vemos y que nos agrada! ¿Es a eso atodo lo que llegáis entre Aquino y tú?

––Tomemos la mujer––dijo Stephen.––Tomémosla ––repitió fervorosamente

Lynch.––El griego, el turco, el chino, el copto, el

hotentote ––dijo Stephen––, todos admiran untipo diferente de belleza femenina. En este pun-to parece que nos perdemos en un laberinto sinsalida. Hay, sin embargo, dos salidas. Una es lahipótesis de que cualquier cualidad física quelos hombres admiran en las mujeres está enconexión directa con las múltiples funciones dela mujer para la propagación de la especie. Talvez sea así. El mundo, según parece, es aún máslóbrego que lo que tú piensas, Lynch. Por miparte, a mí me desagrada esta solución. Condu-ce a la eugénica más bien que a la estética. Tesaca fuera del laberinto para ir a dar a un aulanueva y chillona en la cual Mac Cann, en una

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mano El origen de las especies, y en la otra ElNuevo Testamento, te explica que si tú admiraslas mórbidas caderas de Venus, es porque sien-tes que ella puede darte el fruto de una prolerolliza, y que si admiras sus abundantes senos,es porque sientes que serían capaces de propor-cionar una leche nutritiva a los hijos que en ellaengendres.

––Pues si es así, Mac Cann no es más que unrequeteincordiante mentiroso ––exclamó vi-brantemente Lynch.

––Queda otra salida ––continuó Stephen sinpoder contener la risa.

––¿Y es? ––dijo Lynch.––La siguiente hipótesis ––comenzó Stephen.Un gran carro cargado de hierro avanzó por

la esquina del hospital de Sir Patrick Dun, su-miendo las últimas palabras de Stephen en unhorrible estruendo de metal tintineante. Lynchse tapó los oídos y se puso a proferir juramentotras juramento hasta que el carro hubo desapa-recido. Por fin, giró con ímpetu sobre los talo-

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nes. Stephen se volvió también y esperó porunos momentos hasta que el mal humor de sucompañero estuvo bien desahogado.

––La siguiente hipótesis ––repitió Stephen––es la otra salida: aunque un mismo objeto pue-da no parecer hermoso a todo el mundo, todo elque admira un objeto bello encuentra en él cier-tas relaciones que le satisfacen y que coincidencon las etapas mismas de la aprehensión estéti-ca. Estas relaciones de lo sensible, visibles parati a través de una determinada forma y para mía través de otra distinta, serán, por tanto, lascualidades necesarias de la belleza. Y ahoravamos a volver a nuestro antiguo amigo SantoTomás de Aquino en demanda de otros dospeniques de sabiduría.

Lynch se echó a reír.––Me resulta enormemente divertido ––dijo––

el oírte citarle una vez y otra vez como si setratara de un compinche frailuno que te hubie-ras echado. No sé si tú mismo no te estarásriendo para tu capote.

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––Mac Alister ––contestó Stephen–– segura-mente pondría a mi teoría estética el remoquetede «tomismo aplicado». Hasta aquí, hasta don-de se extiende este aspecto de la filosofía estéti-ca, el de Aquino me puede conducir perfecta-mente encarrilado. Pero al llegar a los fenóme-nos de la concepción, gestación y reproducciónartísticas, necesito una nueva terminología yuna nueva investigación personal.

––Naturalmente ––dijo Lynch––. Después detodo, Santo Tomás, a pesar de su inteligencia,no era más que un frailuco como otro cualquie-ra. Pero eso de la investigación personal y de lanueva terminología ya me lo explicarás otravez. Date prisa ahora y acaba la primera parte.

––¿Quién sabe? ––dijo Stephen sonriendo––.Tal vez Santo Tomás me podría entender mejorque tú. Era poeta también. Escribió un himnopara el Jueves Santo. Comienza con las palabrasPange lingua gloriosi. Afirman que es la joya máspreciosa de todo el himnario. Es un himno in-trincado y confortante. Me gusta. pero no hay

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himno que pueda ponerse al lado del VexillaRegis, el canto procesional, triste y majestuosode Venancio Fortunato.

Lynch se puso a cantar, suavemente, solem-nemente, con una voz debajo profundo:

Impleta sunt quae concinitDavid fdeli carmineDicendo a nationibusRegnavit a legno Deus.

––¡Eso sí que es hermoso! ––dijo, satisfecho––.¡Estupenda música!

Se metieron por Lower Mount Street. A pocospasos de la esquina se encontraron con un mo-zo gordinflón que llevaba una bufanda de seda,el cual les saludó, deteniéndolos.

––¿Habéis oído el resultado de los exámenes?––les preguntó––. A Griffin me lo han cateado.Halpin y O'Flynn han obtenido puesto para elServicio Civil. Moonan ha salido el quinto parael de la India. O'Shaughnessy, el catorce. Los

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irlandeses de Clark les han dado una comilonaanoche. Comieron curry.

La cara hinchada y pálida expresaba unabenevolente malicia, y mientras proseguía en laenumeración de los éxitos, los ojos se le ibansumiendo dentro de un brocal de grasa, ylavozdébil y jadeante se hacía cada vez más imper-ceptible al oído.

En contestación a una pregunta de Stephen,los ojos y la voz del noticiero volvieron a resur-gir de sus escondrijos. ––Sí, Mac Cullagh y yo ––dijo––. Él toma matemáticas puras y yo histo-ria política. También tomo botánica, además. Yasabes que soy miembro de la sociedad de her-borizantes.

Se retiró un poco con aire majestuoso y se co-locó una mano gordezuela y enguantada enlana sobre el pecho, del cual brotó al mismotiempo una risa quebrada y jadeante.

––La primera vez que salgáis a herborizar,tráenos unos nabos y unas cebollas, para que

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hagamos un estofado ––dijo secamente Step-hen.

El rollizo estudiante se echó a reír indulgen-temente y dijo: ––Todos los de la sociedad deherborizantes somos personas de absoluta res-petabilidad. El sábado último fuimos siete denosotros a Glenmalure.

––¿Con mujeres, Donovan? ––preguntóLynch.

Donovan se volvió otra vez a colocar la manoen el pecho ydijo:

––Nuestro objeto es la adquisición de cono-cimientos.

Después añadió rápidamente:––He oído que estás escribiendo un trabajo

sobre estética.Stephen hizo un vago gesto de negación.––Goethe y Lessing ––dijo Donovan–– han es-

crito la mar acerca de ese asunto, que si la es-cuela clásica, que si la romántica, y todas esascosas. El Laocoonte me interesó mucho cuando

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lo léí. Claro que es idealista, germánico, ultra-profundo.

Ninguno de los otros dos contestó. Donovanse despidió cortésmente.

––Tengo que irme ––dijo con aire benevolentey manso––. Tengo vivas sospechas, que casillegan a ser convicción, de que mi hermana seproponía hacer fillós para el postre de la familiaDonovan.

––Adiós ––dijo Stephen andando ya––, no teolvides de traernos ésos nabos.

Lynch volvió la cara para verle ir, e inició ungesto de desdén que se fue agudizando hastadar a su rostro la apariencia de una máscaradiabólica.

––¡Y pensar ––dijo por fin–– que ese amarilloexcremento, que ese comedor de fruta de sar-tén, pueda obtener un buen puesto, mientrasque yo tengo que fumar de lo barato!

Se dirigieron hacia Merrion Square y avanza-ron en silencio por unos momentos.

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––Terminaré lo que estaba diciendo acerca dela belleza ––dijo Stephen––. Las más satisfacto-rias relaciones de lo sensible deben por tantocorresponderse con las fases indispensables dela aprehensión estética. Si podemos encontraréstas, habremos hallado las cualidades de labelleza universal. Aquino dice: Ad pulchritudi-nem tria requiruntur integritas, consonantia, clari-tas. Lo cual yo traduzco así: Tres cosas son preci-sas en la belleza: integridad, armonía, luminosidad.¿Se corresponden estas cualidades con las fasesde mi aprehensión? ¿Me estás siguiendo?

––Claro que estoy ––dijo Lynch––. Si creesque tengo una inteligencia excrementicia comola de Donovan, corre a buscarle y que sea élquien te escuche.

Stephen señaló hacia una cesta que el recade-ro de una carnicería llevaba en posición inver-tida sobre la cabeza. ––Mira esa cesta.

––Ya la veo ––dijo Lynch.––Para ver esa cesta tu mente necesita antes

que nada aislarla del resto del universo visible

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que no es la cesta misma. La primera fase de laaprehensión es una línea trazada en torno delobjeto que ha de ser aprehendido. Una imagenestética se nos presenta ya en el espacio o ya enel tiempo. Lo que es preceptible por el oído senos presenta en el tiempo; lo visible, en el espa-cio. Pero, temporal o espacial, la imagen estéticaes percibida primero como un todo delimitadoprecisamente en sí mismo, contenido en símismo sobre el inmensurable fondo de espacioo tiempo que no es la imagen misma. La apre-hendemos como una sola cosa. La vemos comoun todo. Aprehendemos su integridad. Esto esintegritas.

––¡De medio a medio, en el blanco! ––dijoLynch riendo––. Sigue.

––Después ––continuó Stephen––, pasas deun punto a otro llevado por las líneas formalesde la imagen; la aprehendes como un equilibriode partes dentro de sus límites; sientes el ritmode su estructura. Con otras palabras: a la sínte-sis de la percepción inmediata sigue el análisis

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de la aprehensión. Habiendo sentido primeroque es una sola cosa pasas a sentir que es unacosa. La aprehendes como un complejo, múlti-ple, divisible, separable, compuesto de sus par-tes, y armonioso en el resultado, en la suma deellas. Esto quiere decir consonantia.

––¡En el blanco otra vez! ––dijo donosamenteLynch––. Explícame ahora lo que significa clari-tas, y te ganas un puro.

––La significación especial de la palabra resul-ta bastante vaga ––dijo Stephen––. Santo Tomásemplea un término que parece ser inexacto. Amí me tuvo desorientado por mucho tiempo. Tepodría llevar a creer que el de Aquino habíapensado en una especie de simbolismo o idea-lismo, según el cual la suprema cualidad de labelleza sería una luz extraterrena, de cuya no-ción la materia no sería más que una sombra,de cuya realidad sólo sería un símbolo. Pensabayo que claritas quisiera significar el descubri-miento y la representación artística del univer-sal designio divino, o una fuerza ge-

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neralizadora que nos llevaría a convertir laimagen estética en universal, que le haría extra-rradiar sus propias condiciones. Pero todo estoes literatura. Mi explicación es la siguiente: Unavez que has aprehendido la cesta de nuestroejemplo tomándola como una sola cosa, y des-pués de haberla analizado con arreglo a su for-ma, de haberla aprehendido como cosa, lo quehaces es la única síntesis que es lógicamente yestéticamente permisible. Ves entonces queaquella cosa es ella misma y no otra alguna. Laluminosidad a que se refiere Santo Tomás es loque la escolástica llama quidditas, la esencia delser. Esta suprema cualidad es sentida por elartista en el momento en que la imagen estéticaes concebida en su imaginación. La mente eneste instante ha sido bellamente comparada conShelley a un carbón encendido que se extingue.El momento en el que la suprema cualidad dela belleza, la neta luminosidad de la imagenestética, es aprehendida en toda su claridad porla mente, suspensa primero ante su integridad,

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y fascinada por su armonía, la luminosa y ca-llada stasis de la deleitación estética, estado es-piritual semejante a aquel otro del corazón, elcual, usando una frase casi tan bella como la deShelley, el fisiólogo italiano Luigi Galvani llamael encantamiento del corazón.

Stephen hizo una pausa y, aunque su compa-ñero permanecía callado, sintió que sus pala-bras habían convocado a su alrededor un silen-cio encantado y, pensativo.

––Lo que he dicho ––comenzó de nuevo–– serefiere a la belleza en el amplio sentido de lapalabra, en el sentido que la palabra tiene de-ntro de la tradición literaria. En la vida corrien-te tiene otro sentido distinto. Cuando hablamosde la belleza en el segundo sentido del vocablo,nuestro juicio está influenciado en primer lugarpor el arte mismo y por la forma del arte. Laimagen, claro está, ha de ser colocada entre lamente o los sentidos del artista mismo y lamente o los sentidos de los otros. Si tienes estopresente, comprenderás que el arte tiene nece-

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sariamente que dividirse en tres formas que vanprogresando de una en una. Estas formas son:la lírica, forma en la cual el artista presenta laimagen en inmediata relación consigo mismo;la épica, en la cual presenta la imagen comorelación mediata entre él mismo y los demás; yla dramática, en la cual presenta la imagen enrelación inmediata con los demás.

––Eso me lo has dicho ya hace unas cuantasnoches y fue entonces cuando empezamosaquella famosa discusión.

––Tengo un cuaderno en casa ––dijo Stephen–– en el cual voy escribiendo una serie de pre-guntas más divertidas aún que las que tú me––haces. Fue precisamente al tratar de resolverlascuando encontré la teoría estética que te voyexplicando. He aquí algunas de las preguntasque me propongo: Una silla primorosamente tra-bajada, ¿es trágica o cómica?¿Es bueno el retrato deMona Lisa si siento deseo de verlo? ¿Qué es el bustode Sir Philip Crampton? ¿lírico, épico o dramático?Y, si no, ¿por qué causa?

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––Efectivamente, ¿por qué causa? ––dijoLynch echándose a reír.

––Si un hombre dando furiosos hachazos en un le-ño ––prosiguió Stephen–– llega a darle la forma deuna vaca, ¿será esta imagen una obra de arte? Ysino lo es, ¿cuál es la causa?

––Ésa sí que es estupenda ––dijo Lynchechándose a reír de nuevo––. Apesta a escolás-tica que trasciende.

––Lessing ––dijo Stephen–– no debería haberescogido un grupo de estatuas como tema lite-rario. El arte, necesariamente impuro, no pre-senta nunca netamente separadas estas distin-tas formas de que acabo de hablar. Aun en lite-ratura, que es la más elevada y espiritual de lasartes, estas formas se presentan a menudo con-fundidas. La forma lírica es de hecho la mássimple vestidura verbal de un instante de emo-ción, un grito rítmico como aquellos que enépocas remotas animaban al hombre primitivodoblado sobre el remo u ocupado en izar unpeñasco por la ladera de una montaña. Aquel

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que lo prefiere tiene más conciencia del instanteemocionado que de sí mismo como sujeto de laemoción. La forma más simple de la épica lavemos emerger de la literatura lírica cuando elartista se demora y repasa sobre sí mismo comocentro de un acaecimiento épico, y tal forma vaprogresando hasta que el centro dé gravedademocional llega a estar a una distancia igual delartista y de los demás. La forma narrativa ya noes puramente personal. La personalidad delartista se diluye en la narración misma, fluyen-do en torno a los personajes y a la acción, comolas ondas de un mar vital. Esta progresión lapuedes ver fácilmente en aquella antigua bala-da inglesa, Turpin Hero, que comienza en pri-mera y acaba en tercera persona. Se llega a laforma dramática cuando la vitalidad que haestado fluyendo y arremolinándose en torno alos personajes, llena a cada uno de éstos de unatal fuerza vital que los personajes mismos,hombres, mujeres, llegan a asumir una propia yya intangible vida estética. La personalidad del

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artista, primeramente un grito, una canción,una humorada, más tarde una narración fluiday superficial, llega por fin como a evaporarsefuera de la existencia, a impersonalizarse, pordecirlo así. La imagen estética en la forma dra-mática es sólo vida purificada dentro de la ima-ginación humana y reproyectada por ella. Elmisterio de la estética, como el de la creaciónmaterial, está ya consumado. El artista, como elDios de la creación, permanece dentro, o detrás,o más allá, o por encima de su obra, transfun-dido, evaporado de la existencia... indiferente...entretenido en arreglarse las uñas.

––El plan de transfundirlas también fuera dela existencia ––dijo Lynch.

Una lluvia menuda había comenzado a caerdel cielo alto y nublado, y en vista de ello gira-ron hacia el Prado del Duque para llegar a laBiblioteca Nacional antes de que sobreviniera elchaparrón.

––¿Qué te has propuesto ––preguntó agria-mente Lynchcon toda esa jeringonza acerca de

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la imaginación y de la belleza, estando comoestás en esta condenada isla, dejada de la manode Dios? No me maravillo de que el artista seretirase dentro, o detrás de su obra, después dehaber perpetrado un país semejante.

La lluvia caía más deprisa. Cuando hubieronatravesado el pasadizo de al lado de KildareHouse, toparon con una turba de estudiantesque estaban refugiados bajo las arcadas de labiblioteca. Cranly, recostado contra una colum-na, seguía la charla de unos camaradas, mon-dándose los dientes con el palillo de una cerillapreviamente agudizado. Lynch le murmuró aloído a Stephen:

––Tu amada está aquí.Stephen se dirigió en silencio a colocarse en el

escalón de debajo del grupo de estudiantes, sinpreocuparse de la lluvia cada vez más intensa,volviendo de cuando en cuando los ojos haciala muchacha. También ella permanecía en silen-cio entre sus compañeras. Ahora no tiene uncura con quien coquetear, pensó con una cons-

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ciente amargura Stephen, acordándose de cómola había visto hacía poco. Lynch tenía razón. Yel espíritu de Stephen, vaciado ya de sus pro-pias teorías y de su valor, volvía a sumirse enuna paz indiferente.

Oía la charla de los estudiantes. Hablaban dedos amigos que acababan de sufrir el examenfinal de medicina, de las probabilidades de ob-tener un puesto en un trasatlántico, de cliente-las pobres y ricas.

––Todo eso es filfa. Una clientela rural en Ir-landa es mucho mejor.

––Hynes ha estado dos años en Liverpool ydice lo mismo. Que es un hoyo como para mo-rirse. Nada más que partos. ––¿Es que me vas acontar que es mejor coger un distrito del cam-po, aquí, que ejercer en una ciudad rica comoésa? Conozco a un socio...

––Hynes es un memo. Se puede hacer la marde dinero en una gran ciudad comercial.

––Depende de la clientela.

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––Ego credo ut vita pauperum est simpliciteratrox, simpliciter sanguinarius atrox, in Liverpoolio.

Las voces llegaban a sus oídos como desdeuna gran distancia, a latidos irregulares. Lamuchacha se preparaba a salir con sus compa-ñeras.

El rápido y ligero chaparrón había pasado ya,prolongado ahora en racimos de diamantesentre los arbustos del patio donde de la tierramantillosa se exhalaba una húmeda emanación.Los lindos botines de las muchachas crujíansobre los escalones de la columnata donde ellasestaban ahora charlando tranquila y placente-ramente. Miraban hacia el cielo, sosteniendohábilmente inclinados sus paraguas contra laspostreras y escasas gotas de lluvia, pero loscerraron por fin para recogerse púdicamente lasfaldas.

¿Y si la hubiera juzgado con demasiada seve-ridad? ¿Y si fuera su vida un simple rosario dehoras, sencilla y extraña como la vida de unpájaro alegre a la mañana, inquieto por el día,

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cansado a la puesta del sol? ¿Y si fuera su cora-zón simple y voluntarioso como el de un pája-ro?

Despertó hacia el amanecer. ¡Oh, qué músicatan dulce! Su alma estaba húmeda de rocío.Sobre sus miembros dormidos unas frías ondasde luz se habían deslizado. Estaba echado aún,como si su alma yaciera entre unas aguas frías,consciente sólo de la música dulce y vaga. Sumente se iba despertando lenta, hacia un tem-bloroso conocimiento matinal, hacia una mati-nal inspiración. Estaba lleno de espíritu, purocomo el agua más pura, dulce como rocío, mó-vil como música. Pero, ¡cuán tenue era aquelhálito! ¡Cuán desapasionado era! Tal un alientode serafines que apenas le rozase. Su alma seiba despertando lentamente, temerosa de des-pertar del todo. Era la hora de amanecida,cuando el viento está dormido, cuando despier-ta la locura y las flores extrañas se abren a la luzy la mariposilla inicia su vuelo silencioso.

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¡El encantamiento del corazón! La nochehabía sido encantada. El éxtasis de la vida será-fica le había sido revelado en una visión, en unsueño. ¿Había sido sólo un instante de encanto?¿O largas horas, años, edades?

El instante de inspiración parecía ahora ser re-flejado de todas partes a la vez por una multi-tud de incidencias nebulosas, por todo lo quehabía existido, por todo lo que podía haberexistido. El instante se había abierto como unpunto de luz y ahora de nube a nube, entre va-gas incidencias, se iba tendiendo una forma quevelaba el último rastro luminoso. En las entra-das virginales de la inspiración, la palabra sehabía hecho carne. El arcángel Gabriel habíabajado a la celda de la doncella. Y, disipada yala llama blanca, sólo quedaba en el espíritu surastro resplandeciente, que se iba de nuevo in-tensificando, hasta dar una llamarada de luzardiente y rosa.

Aquella luz rosa y ardiente, era el corazón deella, su corazón extraño y anhelante, lleno de

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anhelos desde antes de los principios del mun-do, y, tan extraño, que el hombre nunca lohabía conocido ni nunca lo podría conocer; yseducidos por aquel resplandor rosado, los co-ros de los serafines estaban cayendo de los cie-los.

¿No estás cansada de ese ardienteafán,

tú, de ángeles caídos seducción?No me evoques encantos que se van.

Los versos descendían desde su mente a loslabios. Y mientras se los repetía en voz bajasintió que bullía por entre ellos el movimientorítmico de una villanela. El resplandor rosadoestaba irradiando unas emanaciones de rima:afán, volcán, imán; rayos que abrasaban elmundo consumiendo a un tiempo los corazonesde los hombres y de los ángeles. Y eran los ra-yos que salían de la rosa del corazón de ella; desu corazón lleno de anhelos.

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El corazón del hombre es un volcánpor tus ojos que dueños suyos son.¿No estás cansada de ese ardiente

afán?

¿Más? El ritmo se extinguió, cesó, comenzó denuevo a moverse y a latir. ¿Más aún? Sí: unaascensión de humo, de incienso que subía des-de el altar del mundo.

Más que el fuego tus laudes altosvan,

humo en el mar, desde uno a otrorincón.

No me evoques encantos que sevan.

El humo ascendía desde todos los puntos dela tierra, desde los mares nebulosos también yera el incienso de sus alabanzas. La tierra todaera como un incensario que se mecía, que se

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balanceaba, como una bola de incienso, comouna bola elipsoidal. El ritmo cesó de repente. Sehabía roto el grito de su corazón. Sus labioscomenzaron a murmurar los primeros versosuna vez y otra vez. Después trató de continuara tentones, entre versos medio iniciados, incon-clusos, balbuceante, desorientado. Por fin sedetuvo. El grito de su corazón estaba roto.

La hora del viento dormido, la hora velada,había pasado y ya tras los cristales de la desnu-da ventana se estaba agolpando la luz mañane-ra. Un débil sonido de campana, muy lejos. Elgorjeo de un pájaro... dos pájaros... tres. Gorjeosy campana habían cesado. Y la luz triste y blan-ca se esparció de este a oeste, cubriendo elmundo entero, cubriendo el resplandor rosadode su corazón.

Temeroso de perderlo todo se irguió de pron-to sobre un brazo tratando de buscar un lápiz yun papel. No había sobre la mesa ni lo uno ni lootro. Sólo el plato sopero del arroz de la cena yel candelero con sus estalactitas de esperma y

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su casquillo de papel, chamuscado por la últi-ma llama. Alargó el brazo penosamente hacialos pies de la cama y buscó a tientas por losbolsillos de la chaqueta colgada allí. Sus dedostropezaron con un lápiz primero y una cajetilladespués. Se tendió de nuevo y, desgarrando lacubierta de la cajetilla, colocó el último pitilloque había en el reborde de la ventana y se pusoa copiar con letra menudita y pulcra sobre laáspera superficie de la cartulina las estrofas desu villanela.

Cuando hubo terminado se dejó descansarsobre la almohada llena de burujones, murmu-rando de nuevo los versos para sí. La almohadade lana apelotonada y nudosa sobre la que sucabeza yacía le trajo el recuerdo del sofá de crinde caballo que había en el salón, en casa de ella,y en el cual solía él sentarse, ya sonriente, yaserio, preguntándose por qué razón había idoallí, molesto con ella y consigo mismo, anona-dado por el cromo del Sagrado Corazón quesobre un desprovisto aparador lucía. La vio que

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venía hacia él, en una pausa de las conversacio-nes, para decirle que cantara una de aquellascanciones suyas tan curiosas. Y se vio a sí mis-mo, sentado ante un piano viejo haciendo vi-brar dulcemente las cuerdas, a tientas sobre lasteclas moteadas, y cantando entre la chácharade la conversación de nuevo reanudada, can-tando para ella, reclinada en la repisa de lachimenea, alguna delicada canción de la épocaisabelina, un triste y dulce lamento de despedi-da, o el canto de victoria de Agincourt o la chis-peante tonada de Greensleeves. Y mientras élcantaba, y ella le estaba escuchando, o fingien-do escuchar, sentía el corazón en reposo, perocuando se terminaban las deliciosas cancionesarcaicas y oía de nuevo el rumor de las voces, seacordaba de pronto de aquella frase irónica queél mismo había forjado: «casa donde a los mu-chachos solteros les llaman por el diminutivoun poquito prematuramente».

Había momentos en que los ojos de ella pare-cían prestos a entregarle su confianza. Pero

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había aguardado siempre en vano. Y ahora laveía danzando aéreamente en su memoria, talcomo en aquella noche de un baile de carnava-les, con un ligero revuelo de su traje blanco yun ramito de flores blancas oscilante entre elcabello. Danzaba aéreamente en la rueda. Dan-zaba viniendo hacia él, ya a punto de llegar, losojos un poco desviados, yun tenue rubor en lasmejillas. En la cadena de manos del corro, la deella se había apoyado por un instante en la deStephen, entregándose como una suave merca-dería:

––¡Qué caro te vendes ahora!––Sí. He nacido para monje.––Tengo miedo de que seas hereje.––¿Miedo? ¿Mucho miedo?Por toda contestación, ella se había apartado

bailando en la cadena del corro, bailando aé-reamente, discretamente, sin entregarse a nin-guno. El ramito de flores blancas oscilaba, conel aire, entre su cabello y en los espacios de

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sombra se le hacía más intenso el resplandor delas mejillas.

¡Monje! Su propia imagen surgía como la deun profanador del claustro, como la de un fran-ciscano herético, dispuesto y reluctante al divi-no servicio, como la de un Gherardino da BorgoSan Donnino, como la de un tejedor sutil deuna tela de sofismas, filtrados a susurros en losoídos de las muchachas.

No. No era su imagen propia. Era la imagende aquel sacerdote mozo en cuya compañía lahabían visto a ella hacía poco tiempo, de aquela quien él la había visto mirar con ojos de pa-loma, mientras los dedos jugaban con las pági-nas de su manual de lengua irlandesa.

––Sí, sí, las mujeres se nos van agregando.Cada día lo noto más. Las mujeres están connosotros. Son las mejores propagandistas denuestro idioma.

––¿Y la Iglesia, Padre Morán?––La Iglesia también. También va entrando

por ello. Nuestra campaña hace progresos en

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los medios eclesiásticos. No se preocupe ustedpor la Iglesia.

¡Bah! Había hecho bien en abandonar desde-ñosamente la habitación. ¡Había hecho bien enno saludarla––en la columnata de la Biblioteca!Había hecho bien en dejarla que coqueteara consu cura, que jugara con una iglesia que era lafregona de la cristiandad.

Una cólera ruda, brutal, ahuyentó de su almalos últimos vapores del éxtasis, rompiendo vio-lentamente la dulce imagen de la amada y dis-persándola en fragmentos en todas direcciones.Por todos lados surgían en el recuerdo reflejosdislocados de aquella imagen rota. La floristadel vestido harapiento y el cabello húmedo ybasto y la cara desvergonzada, que le habíaimportunado con un ramillete «para estre-narse», dándose a sí misma el nombre de «suniña». La moza de cocina de la casa de al lado,que entre el estruendo de los platos solía cantarlos primeros compases de Entre los lagos y lasmontañas de Killarney. Y aquella otra muchacha

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que se había reído de lo lindo de verle dar untrompicón, enganchado por un agujero de lasuela del zapato en un pedazo de hierro, al irpor la acera cerca de Cork Hill. Y aquella otra ala cual había mirado atraído por su boca brevey madura, al pasar por la fábrica de galletas deJacob, y que le había gritado, volviendo la cabe-za por encima del hombro:

––¿Te gusto, pelo lacio y cejas rizosas?Y sin embargo sentía que, aunque tratara de

burlarse de la imagen de ella y de envilecerla,su cólera misma no era sino una forma dehomenaje. Al abandonar la clase donde se da-ban las lecciones de irlandés, había sentido undesdén que no era totalmente sincero. ¿No seríatal vez el secreto de su raza ––había pensado––,lo que yacía oculto tras aquellos ojos sobre loscuales las largas pestañas derramaban relám-pagos de sombra? Y al avanzar por la calle, sehabía dicho amargamente que ella era la verda-dera representación de la feminidad de su país:alma que nace a la conciencia del propio ser,

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como un murciélago que se despierta abando-nado y entre sombras y misterios, alma quepresta por un momento oídos, sin pasión y sinpecado, a su tímido amante, pero le deja luegopara ir a susurrar sus inocentes transgresiones através de una rejilla en las orejas de un sacerdo-te. La cólera que sentía contra ella encontródesahogo desatándose en soeces injurias contrasu rival. Su voz, su nombre, sus rasgos fisionó-micos, todo en él ofendía su amor propio bur-lado. ¡Aquel palurdo convertido en cura, conun hermano guardia en Dublín yotro camareroen Moycullen! Y era ante aquel ser ante quienella levantaría el velo de la tímida desnudez desu alma, ante aquel ser enseñado a cumplir ruti-nariamente un rito formal, y no ante él, sacer-dote de la eterna imaginación, capaz de trans-mutar el pan cotidiano de la experiencia en ma-teria radiante de vida imperecedera.

La imagen radiante de la eucaristía reunió denuevo en un instante sus amargos y desespe-

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ranzados pensamientos. Y de entre ellos surgióun grito intacto, un himno de acción de gracias.

Nuestros gritos y layes cantaráneucarísticamente la canción.

¿No estás cansada de ese ardienteafán?

Mientras las manos levantando es-tán

el desbordante cáliz de pasión.No me evoques encantos que se van.

Repitió los versos en voz alta desde el princi-pio, hasta que su alma, bañada en música y enritmo, se sintió aquietada en un remanso deindulgencia. Después los copió trabajosamentepara sentirlos mejor viéndolos, y tornó a recli-narse sobre la almohada.

La mañana estaba inundada de luz plena. Nose oía ruido alguno. Pero sentía que en torno deél la vida estaba a punto de despertar entre rui-

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dos vulgares, voces rudas y orientaciones soño-lientas. Y huyendo de aquella vida, se volvióhacia el muro, arrebujado entre las ropas, y sepuso a contemplar las flores rojas y muy abier-tas del desgarrado papel de la pared. Trató dereanimar su alegría huidiza con aquel resplan-dor rojo, imaginándose un camino de rosas queascendía todo sembrado de flores encendidasdesde su lecho hasta el cielo. ¡Cansado! ¡Cansa-do! Él también estaba cansado de los ardientesafanes, de los ardientes caminos.

Un tibio y gradual calor, un lánguido cansan-cio, descendía por su cuerpo a lo largo de laespina dorsal desde la cabeza arrebujada comoen un capuchón entre las coberturas. Lo sentíadescender, y, viéndose tal como estaba allí ten-dido, sonrió. Se dormiría pronto.

Había escrito versos para ella otra vez, al cabode diez años.

Diez años antes, ella llevaba la cabeza envuel-ta en su chal como en un capuchón, y su alientotibio se esparcía en torno de ella en el aire de la

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noche, mientras sus piececitos repiqueteabansobre la calle cubierta de cristales de hielo. Erael último tranvía. Los jamelgos castaños lo sabí-an y agitaban sus campanillas para advertírseloa la noche clara. El cobrador hablaba con elconductor y ambos hacían a menudo signosexpresivos con la cabeza, a la luz verde de lalámpara. Y ella y él estaban de pie en el estribodel tranvía, él en el escalón de arriba, ella en elde abajo. Y ella había subido varias veces alescalón de él mientras hablaban y vuelto a bajarde nuevo; y una o dos veces se había quedadoal lado suyo por un rato, olvidada de volver alescalón inferior, hasta que por fin lo habíahecho. ¡Bah! ¡Bah!

Y ya diez años entre aquella cordura infantil yla locura presente. ¿Y si le enviara los versos?Los leerían en voz alta a la hora del desayuno,entre el descascarilleo de los huevos pasadospor agua. ¡Bah! ¡Locura! Sus hermanos se reirí-an y tratarían de arrebatarse uno a otro la hojacon sus dedos fuertes y rudos. Y el tío, el almi-

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barado sacerdote, sostendría el papel con todoel brazo extendido para leerlo y aprobar conuna sonrisa la forma literaria.

No, no. Era una locura. Que aun si le enviaralos versos, seguramente ella no los había deenseñar a los demás. No, no: no lo haría.

Comenzó a tener la sensación de que tal vezla había juzgado injustamente. Comprendió queella era inocente, lo comprendió de tal modo,que casi llegó a sentir piedad. Era la inocenciaque él no había podido comprender hasta quehabía llegado a conocerla por medio del peca-do, la inocencia que ella tampoco había podidocomprender mientras era inocente, hasta que laextraña miseria de la naturaleza femenina habíallegado por primera vez a su cuerpo. Que en-tonces su alma habría comenzado a vivir, delmismo modo que la de él después del primerpecado. Y una tierna piedad llenó su corazón alrecordar la frágil palidez de aquellos ojos, hu-mildes y entristecidos por el oscuro oprobio dela feminidad.

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Y ¿dónde estaba ella mientras el alma de élhabía pasado del éxtasis al desfallecimiento?¿Podría ser, por las misteriosas vías de la vidaespiritual, que su alma en aquellos mismosmomentos tuviera conciencia del homenaje queél le dedicaba? Podía ser.

Una llamarada de deseo inflamó de nuevo suespíritu e incendió y traspasó todo su cuerpo.Consciente de aquel deseo, ella se estaba levan-tando de su sueño aromado, ella, la tentadorade su villanela. Sus ojos, profundos y de un lán-guido mirar, se estaban abriendo hacia los ojosde él. Su desnudez se le entregaba, radiante,tibia, aromada y plena, envolviéndole en eflu-vios vitales como un agua. Y como una nube devapor, o como aguas que en círculos se derra-maran por el espacio, los signos líquidos delverbo, los símbolos del elemento misteriosofluían otra vez del cerebro de Stephen.

¿No estás cansada de ese ardienteafán,

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tú, de ángeles caídos seducción?No me evoques encantos que se van.

El corazón del hombre es un volcánpor tus ojos que dueños suyos son.¿No estás cansada de ese ardiente

afán?

Mas que el fuego tus laudes altosvan,

humo en el mar, desde uno a otrorincón.

No me evoques encantos que se van.

Nuestros gritos y layes cantaráneucarísticamente la canción.¿No estás cansada de ese ardiente

afán?

Mientras las manos levantando es-tán

el desbordante cáliz de pasión.No me evoques encantos que se van.

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Que aun, tuyos, a los ojos piedraimán,

mirar lánguido y forma plena, son.¿No estás cansada de ese ardiente

afán?No me evoques encantos que se van.

¿Qué pájaros eran aquéllos? Se detuvo en losescalones de la Biblioteca y, apoyándose conaire de cansancio en su vara de fresno, se pusoa contemplar cómo volaban. Revoloteaban gi-rando y girando sin cesar, en torno al saledizode una casa de Molesworth Street. Su vueloresaltaba netamente sobre el cielo de un atarde-cer de a últimos de marzo, como si aquellostrémulos y dardeantes cuerpecillos volaran so-bre un tapiz azul y neblinoso apenas suspendi-do allá en los aires.

Estaba mirando cómo volaban. Y eran al pa-sar, pájaro a pájaro, sólo un relámpago quebra-

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do y sombrío, sólo un temblor de alas. Trató decontarlos antes de que todos hubieran desapa-recido: seis, diez, once. Y se preguntaba si serí-an nones o pares. Doce, trece: que dos bajabanaún deslizándose en círculos desdé las regionesmás altas. Volaban arriba, abajo, pero siempregirando, girando, cambiando constantementede la trayectoria recta a la curva, siempre dederecha a izquierda, como si estuviesen dandovueltas alrededor de un templo aéreo.

Y oía sus gritos. Tal el chillido de los ratonestras el maderamen: una nota doble y aguda.Pero las notas giraban largas y agudas, no com-parables al chillido de los ratones ni al ruido dela carcoma. Bajaban de tono una tercera o unacuarta y se prolongaban en trino cuando lospicos alados hendían los aires. Eran unos gritospenetrantes, finos, claros, que caían como hilosde luz sedosa al fluir del giro de una devanade-ra.

Aquel clamor extrahumano le aliviaba el in-sistente murmullo de los sollozos y reproches

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de su madre, que aún en los oídos le estabaresonando. Y aquellos cuerpecillos oscuros,frágiles, estremecidos, que giraban cambiantesy temblorosos alrededor de un templo aéreo, levelaban la visión del rostro de la madre queaún no se le había borrado de los ojos.

¿Por qué se había detenido en los escalonesdel pórtico para oír aquel grito doble y agudo,para contemplar aquel vuelo? ¿En busca dealgún augurio adverso o favorable? A través desu mente pasó una frase de Cornelio Agripa yluego revolotearon aquí y allá, por su espíritu,algunos pensamientos borrosos de Swedenborgacerca de la semejanza de los pájaros y de lascosas de la inteligencia, y de cómo las criaturasdel aire tienen su entendimiento propio y cono-cen las diferentes horas y estaciones, porque, adiferencia del hombre, permanecen dentro delorden de su vida sin haberlo pervertido por larazón.

Y edades tras edades, los hombres habían le-vantado la vista para contemplar el vuelo de los

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pájaros. La columnata que se elevaba sobre él lehizo recordar vagamente un templo antiguo, yla vara de fresno en la que cansadamente seapoyaba trajo a su memoria el bastón curvadode un augur. Un temor a lo desconocido latióallá en las entrañas de su cansancio, temor asímbolos y a portentos, temor al hombre––halcón cuyo nombre llevaba, al hombre quetrata de evadirse de su cautividad volando conalas de mimbres entretejidos, temor a Thoth, eldios de los escritores, que escribe con su cañasobre una tablilla y lleva sobre su fino cráneode ibis los cuernos de la luna nueva.

Se sonrió al pensar en la imagen del dios por-que le hizo pensar en un juez de nariz porruday peluquín que estuviera poniendo comas enun documento sostenido a la distancia permiti-da por la longitud de su brazo, y porque com-prendió que no le hubiera venido a las mientesel nombre de aquel dios a no ser porque sonabalo mismo que un juramento irlandés. ¡Bah, lo-curas! ¿Pero no era también por tal locura por

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lo que estaba a punto de abandonar la casa deoración y prudencia en la que había nacido y elorden de vida que le había dado el ser?

Y volvían de nuevo, lanzando agudos gritos,revoloteando por encima del saledizo de la ca-sa: cuerpos oscuros y alados sobre el cielo delatardecer. ¿Qué pájaros eran aquéllos? Pensóque debían de ser golondrinas ya de regreso delsur. El augurio era, pues, de partida, porqueaquellos pájaros siempre estaban yendo y vi-niendo, construyendo un hogar transitorio bajolos aleros de las casas de los hombres y abando-nando siempre sus hogares para errar de nue-vo.

Inclinad vuestros rostros, Oona yAleel.

Yo los contemplo cual la golondrinamira, bajo el alero, su nidal,antes de errar sobre la mar sonora.

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Una dulce y líquida alegría, como un rumorde infinitas aguas, fluía sobre su memoria. Ysentía en su corazón una dulce paz de espaciossilenciosos, de tenues cielos, al atardecer, sobrelas aguas, de silencios oceánicos, de un volar degolondrinas a través del crepúsculo marinosobre las aguas agitadas.

Una dulce y líquida alegría fluía también através de las palabras de los versos, en los quelas largas vocales se entrechocaban sin ruidopara desvanecerse en un pujar y refluir queagitaba las blancas campanillas de sus ondas:juego de notas mudo, mudo repique, grito quese desvanece, dulcemente, en voz baja. Y sintióque el augurio que había buscado en las evo-luciones dardeantes de los pájaros yen el pálidoespacio de los cielos, había surgido de su cora-zón, como un ave que se lanzara al vuelo desdeuna torrecilla, quedamente, rápidamente.

¿Símbolo de partida o de soledad? Los versoscanturreados en los oídos de su memoria lerecomponían ahora lentamente delante de los

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ojos la escena de la sala del teatro nacional en lanoche de la inauguración. Sentado, solo, en suasiento de galería lateral, contemplaba desdeallí con ojos apagados la flor y nata de la socie-dad de Dublín, congregada en las butacas, y laschillonas bambalinas, y los muñecos humanos,que gesticulaban encuadrados por las deslum-brantes luces de la escena. Detrás de él, estabasentado un guardia corpulento, que parecía acada instante deseoso de entrar en acción. Y losmaullidos, los silbidos y los gritos burlones delos estudiantes, compañeros suyos, desparra-mados por la sala, salían de un lado y otro,conglomerándose en rachas tumultuosas.

––¡Esto es un libelo contra Irlanda!––¡Fabricado en Alemania!––¡Blasfemia!––¡Jamás hemos hecho traición a nuestro

ideal!––¡No hay mujer irlandesa que lo haya hecho!––¡Abajo el dilettantismo ateo!––¡Afuera con los budistas de nuevo cuño!

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De las ventanas de encima descendió un rá-pido y súbito silbido. Comprendió que acaba-ban de encender las luces de la sala de lectura.Se volvió hacia las columnas del vestíbulo, queahora yacían en calma bajo la luz, subió la esca-lera y pasó el torniquete.

Cranly estaba sentado cerca del sitio de losdiccionarios. Frente a él, yacía sobre el atril demadera un grueso volumen abierto por la por-tada. Y Cranly, recostado en el respaldo de lasilla, alargaba la oreja, como un cura en su con-fesionario, hacia un estudiante de medicina quele estaba leyendo un problema de ajedrez en lasección recreativa de un periódico.

Stephen se sentó a la derecha de Cranly. Unsacerdote, al otro lado de la mesa, cerró confuria el ejemplar de The Tabletque estaba leyen-do y se puso en pie. Cranly le miró tran-quilamente y con aire distraído. El estudiantede medicina continuó en voz más baja:

––Peón a cuarta de rey.

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––Mejor haríamos en marcharnos, Dixon ––dijo Stephen a manera de advertencia––. Ha idoa quejarse.

Dixon dobló el periódico, y levantándose condignidad, afirmó:

––Nuestros hombres se retiran en buen orden.––Con cañones y ganado ––agregó Stephen,

señalando a la portada del libro de Cranly,donde se leía: Enfermedades del Buey.

Al pasar por uno de los pasillos que dejabanlas mesas, Stephen dijo a Cranly:

––Necesito hablarte.Cranly ni contestó ni se volvió. Dejó el libro

sobre la mesa de devoluciones y salió, plantan-do sonoramente sus bien calzados pies sobre elpavimento.

En la escalera se detuvo, y mirando distraí-damente a Dixon, repitió:

––Peón a esa condenada cuarta de rey.––Puedes ponerlo ahí si te place ––dijo Dixon.Tenía una voz átona y tranquila y maneras

corteses; y de vez en cuando, dejaba ver una

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sortija de sello en uno de los dedos de su manolimpia y gordezuela.

Al cruzar el vestíbulo, se adelantó al encuen-tro de ellos un hombrecillo de estatura enana.Bajo la cúpula de su diminuto sombrero, se ledibujó una sonrisa en el rostro barbado de díasy se le oyó que exhalaba un murmullo. Sus ojoseran melancólicos como los de un mono.

––Buenas tardes, caballeros ––dijo aquella ca-ra simiesca y erizada de pelos.

––Para estar en marzo, hace calor ––dijo Cran-ly––. Allá arriba tienen todo abierto.

Dixon se sonrió e hizo dar una vuelta a suanillo. La cara negruzca y surcada de arrugassimiescas frunció su boca humana con un gestode sereno agrado y un murmullo de sa-tisfacción salió de ella:

––Hace un tiempo delicioso para marzo. Sen-cillamente delicioso.

––Tiene usted ahí arriba a dos chicas de pri-mera, cansadas de esperarle, capitán ––dijoDixon.

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Cranly se sonrió y exclamó amablemente.––Para el capitán no hay más que una pasión:

Walter Scott. ¿No es así, capitán?––¿Qué está usted leyendo ahora, capitán? ––

le preguntó Dixon––. ¿La novia de Lammermoor?––Tengo verdadera pasión por Scott ––

afirmaron los labios flexibles del hombrecillo––.Creo que sus escritos son admirables. No hayescritor que se pueda comparar con él.

Y una mano desmedrada se movió suavemen-te en el aire para acompañar la alabanza, mien-tras sus párpados finos y rápidos pasaban yrepasaban repetidamente sobre los ojos tristes.

Más triste aún, el sonido de aquella voz en losoídos de Stephen: dulce entonación empañaday tenue, estropeada por un constante trabucarlas palabras. Stephen la escuchaba y se pregun-taba si sería cierta aquella historia, según la cualla sangre mezquina que corría por aquella des-medrada naturaleza era noble y fruto de unamor incestuoso.

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Los árboles del parque estaban cargados delluvia. La lluvia caía incesantemente sobre ellago, gris como un escudo de metal. Pasaba unamanada de cisnes, y el agua y la margen esta-ban manchadas de un légamo blancuzco y ver-doso. Y, ellos, se abrazaban dulcemente, excita-dos por la luz pluviosa y gris, por los árboleshúmedos y silenciosos, por la presencia dellago, gris como un escudo de acero, por los cis-nes. Se abrazaban sin alegría, sin pasión, el bra-zo de él alrededor del cuello de su hermana.Ella se envolvía en una capa de lana gris, ter-ciada del hombro al talle, y su cabeza rubia seinclinaba consentidora y avergonzada. La cabe-llera de él, suelta y de un rojo oscuro; sus ma-nos, pecosas, fuertes y bien modeladas. ¿Lacara? No, cara no se veía. El rostro del hermanoestaba doblado sobre el cabello, rubio y fragan-te de lluvia, de ella. Y aquella mano pecosa,recia, bien modelada y acariciante, era la manode Davin.

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Frunció el ceño, malhumorado por esta idea ypor el muñeco humano que la había hecho na-cer. Y de su memoria surgieron de pronto lasbromas de su padre allá en la peña de amigosde Bantry. Las mantuvo a distancia y se puso acavilar desagradablemente sobre su propiopensamiento. ¿Por qué no eran las manos deCranly? ¿Era que la simplicidad y la inocenciade Davin le corroían más profundamente?

Siguió vestíbulo adelante en compañía deDixon, mientras Cranly quedaba despidiéndosecon todo primor del enano.

Bajo la columnata estaba Temple en medio deun grupito de estudiantes. Uno de ellos gritó:

––Dixon, acércate para que oigas. Temple estáhoy estupendamente.

Temple volvió hacia el que había hablado susojos agitanados yoscuros.

––Eres un hipócrita, O'Keeffe ––dijo––. YDixon, un sonreidor. ¡Demonio, vaya expresiónliteraria que acabo de inventar!

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Se echó a reír solapadamente mirándole aStephen a la cara y repitió:

––¡Demonio! ¡Estoy la mar de contento conesa palabra! ¡Sonreidor!

Un estudiante regordete que estaba de piedebajo del grupo dijo:

––Vuelve otra vez a lo de la querida, Temple.Tenemos ganas de saber lo que hay.

––Tenía una, palabra de honor ––continuóTemple––. Y era casado, además. Y todos loscuras acostumbraban ir a comer allí. ¡Qué de-monio! Yo creo que todos sacaban tajada.

––Sí; lo que diríamos: «arregostarse al pencopor no gastar el bridón» ––sentenció Dixon.

––Dinos, Temple ––preguntó O'Keeffe––,¿cuántos litros de la negra tienes hoy en elcuerpo?

––Toda tu inteligencia está condensada en esafrase ––dijo Temple con marcado desprecio.

Dio una vuelta con paso vacilante alrededordel grupo, y luego se dirigió a Stephen:

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––¿Sabe usted que los Forsters son reyes deBélgica?

En este momento apareció Cranly en la puertadel vestíbulo. Traía el sombrero echado sobre elcogote, y venía mondándose los dientes contodo cuidado.

––Aquí tenemos el pozo de ciencia ––dijoTemple––. ¿Qué, sabes tú eso de los Forsters?

Sé detuvo en espera de respuesta. Cranlyhabía extraído de entre su dentadura un granitode higo; lo tenía en la punta de su primitivomondadientes y lo estaba contemplando contoda atención.

––La familia Forster ––continuó Temple––desciende de Balduino I, rey de Flandes, llama-do el del Bosque, o sea Forester. Forester y Fors-ter son una misma palabra. Un descendiente deBalduino I, el capitán Francis Forster, se esta-bleció en Irlanda, y se casó con la hija del últi-mo jefe de Clanbrassil. Existen, además, losBlake Forster. Pero son otra rama distinta.

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––De la del Calvo, rey de Flandes ––repitióCranly, mientras se hurgaba de nuevo con todacachaza la dentadura, reluciente entre los labiosabiertos.

––¿Dónde te has agenciado esa historia? ––preguntó O'Keeffe.

––Sé también la historia de toda su familia deusted ––dijo Temple volviéndose hacia Step-hen––. ¿Sabe usted lo que Giraldo Cambrensedice acerca de su familia?

––¿Qué? ¿Desciende también de Balduino? ––preguntó un estudiante alto, de ojos oscuros yaspecto hético.

––Del Calvo ––repitió otra vez Cranly, chu-pando por entre una juntura de sus dientes.

––Pernobilis et pervetusta familia ––dijo Templedirigiéndose a Stephen.

El estudiante regordete que estaba en los es-calones, un poco más abajo que los otros, sesoltó un pedito breve. Dixon se volvió hacia él ypreguntó con toda suavidad.

––¿Ha hablado un ángel?

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Cranly se volvió también y exclamó vehe-mentemente, pero sin cólera:

––Goggins, eres el condenado marrano másgrande que he conocido en mi vida.

––Se me estaba ocurriendo hacer esa afirma-ción ––dijo Goggins cachazudamente––. ¿Hehecho daño a alguien?

––Suponemos ––dijo Dixon suavemente––,que no habrá sido de la especie que la cienciaconoce como paulo post futurum.

––¿No os lo había definido como un sonrei-dor? ––dijo Temple, volviéndose a derecha eizquierda––. ¿No os lo había dicho?

––Sí, sí. No estamos sordos ––dijo el alto queparecía tísico.

Cranly miraba todavía ceñudamente al estu-diante rechoncho, que seguía en los escalonesdebajo de él.

––¡Vete de aquí! ––exclamó por fin rudamen-te––. ¡Vete, vaso de inmundicia! ¡Que no eresmás que un vaso de inmundicia!

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Goggins saltó de un brinco al sendero paravolver en seguida a encaramarse, sonriente, ensu sitio. Temple se volvió a Stephen y le pre-guntó:

––¿Cree usted en la ley de la herencia?––¿Estás borracho o qué te pasa, o qué es todo

eso que andas diciendo? ––le preguntó Cranly,encarándosele de súbito con expresión deasombro.

––La sentencia más profunda que se ha escri-to jamás ––dijo lleno de entusiasmo Temple––es ésta con la que termina el libro de Zoología:La reproducción es el principio de la muerte.

Tocó tímidamente a Stephen en el codo yañadió con viveza:

––Usted que es poeta sí que podrá compren-der bien la profundidad de esta frase.

Cranly le apuntó con el dedo índice y dijo condesprecio a los otros:

––¡Miradle! ¡Contemplad la esperanza de Ir-landa!

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Todos los demás se echaron a reír del ademány las palabras. Temple se volvió decididamentehacia él y exclamó:

––Cranly, tú te estás burlando siempre de mí.Lo veo. Pero yo valgo lo que tú aquí y en cual-quier sitio. ¿Sabes lo que pienso de ti si te com-paro conmigo mismo?

––Querido amigo ––dijo Cranly en tono cor-tés––, eres incapaz, ¿sabes?, absolutamente in-capaz de pensar.

––Pero, ¿sabes ––siguió Temple–– lo quepienso de ti y de mí si nos comparo el uno conel otro?

––¡Afuera con ello, Temple! ––gritó el estu-diante regordete desde su puesto en los escalo-nes––. ¡Anda, velo diciendo a cachos!

Temple se volvió a derecha e izquierdahaciendo gestos vagos mientras hablaba.

––Yo soy un tío badajo ––dijo meneando lacabeza con ademán pesimista––. Lo soy y séque lo soy. Y reconozco que lo soy.

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Dixon le dio una palmadita en el hombro,agregando en tono suave:

––Y esa declaración te honra.––Pero él ––continuó Temple, señalando con

el dedo a Cranly––, él es un badajo también, lomismo que yo. Sólo que no lo sabe. Y ésa estoda la diferencia que encuentro entre los dos.

Una explosión de risotadas cubrió la últimafrase. Pero él se volvió a Stephen, y dijo con unarepentina excitación: ––Es una palabra muyinteresante: badajo. ¿Sabía usted que esa pala-bra tiene una difusión geográfica muy intere-sante? ¿Lo sabía usted?

––¿Sí? ––dijo Stephen con aire distraído.Estaba ocupado en observar la cara de trazos

firmes y doloridos de Cranly, iluminada ahorapor una sonrisa de falsa paciencia. El insultogrosero había pasado por encima de él como unagua inmunda vertida sobre una antigua ima-gen de piedra, indiferente a todo ultraje. Ymientras le observaba notó que se quitaba elsombrero como para saludar, dejando al descu-

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bierto su pelo negro, erizado sobre la frentecomo una férrea corona.

Era ella la que pasaba. Salía de la Biblioteca ehizo una inclinación para responder por detrásde Stephen al saludo de Cranly. ¿También él?¿No había un ligero rubor en las mejillas deCranly? ¿O procedía de las palabras de Tem-ple? La luz se había desvanecido. Y no podíaver.

¿Era ésta la explicación del silencio distraídode su compañero, de sus desabridos comenta-rios, de sus súbitas y desagradables salidas detono ante las que iban a estrellarse tan a menu-do las confesiones apasionadas e irrefrenablesde Stephen? Stephen había perdonado amplia-mente todo, porque tal rudeza la había encon-trado también en sí mismo. Y se acordaba deaquel atardecer en que apeándose de una bi-cicleta prestada y rechinante, se había puesto aorar en medio del bosque, cerca de Malahide.Estático, los brazos levantados hacia el cielo,había dirigido sus palabras hacia la sombría

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nave de troncos, conociendo que estaba en unlugar sagrado y que sagrada era también lahora. Pero al divisar dos guardias, surgidos deun recodo del camino oscuro, había interrum-pido su plegaria, para ponerse a silbar sonora-mente una cancioncilla de la última pantomi-ma.

Se puso a golpear el astillado extremo de suvarita de fresno contra una columna. ¿Acaso nole había oído Cranly? «¡Que espere!», se diría.La charla de los que estaban cerca de él habíacesado por un momento y por segunda vez unsuave silbido descendió de una de las ventanasde arriba. Todo lo demás estaba silencioso en elaire y ya estarían dormidas aquellas golondri-nas cuyas evoluciones había seguido con ociosomirar.

Y ella había pasado entre el crepúsculo. Ésaera la causa por la que todo estaba silencioso,todo, salvo el suave siseo que caía de la venta-na. Y ésa era la razón por la que las lenguas de

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los hombres habían cesado también en su chá-chara. Estaba cayendo la oscuridad.

La oscuridad desciende de los aires

–– Una alegría temblorosa, como una cariciade luces pálidas, danzaba una danza de espíri-tus encantados en torno de él. ¿Qué era? ¿Elpaso de la muchacha por entre el aire cre-puscular? ¿O el verso lleno de vocales densas,pleno de ritmo, son de laúd?

Quiso ocultar su ensueño a los otros y seapartó lentamente hacia el extremo de la co-lumnata donde las sombras eran más intensas;y, según iba andando, golpeaba blandamentelas losas con su bastón y dejaba a su espírituvagar a su placer por otras edades: tiempos deDowland, de Byrd y de Nash.

Ojos, ojos abiertos entre las lobregueces deldeseo, ojos por los que la aurora rompiente setorna oscura. Su gracia lánguida, ¿qué era sino

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un encanto de rancias galanterías? ¿Y qué suesplendor sino brillo de espuma sobre el cienode la corte de un lujurioso Estuardo? Y paladeóen el recuerdo vinos ambarados, dejos expiran-tes de dulces canciones y esplendores de pava-na, y vio con los ojos de la memoria gentilesdamas, las bocas contraídas por un gesto inci-tante, muy atentas a sus martelos desde los bal-cones de Dovent Garden; y mozas de mesón,llenas de lacras; y casadas rozagantes, rendidasa sus seductores entre besos y abrazos y cari-cias.

No le producían placer estas imágenes. Tení-an un encanto íntimo y abrasado, pero la de ellaquedaba señera, aislada de toda esta baraúnda.Tales pensamientos iban mal con su imagen;cuando pensaba en ella, lo hacía de modo dis-tinto. ¿No había, pues, ni aun fiarse de la mentepropia? Frases rancias, dulces sólo con una dul-zura exhumada, como los granitos de higo queCranly se extraía de entre sus dientes esmalta-dos.

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Tenía una vaga conciencia de que ella avan-zaba a través de la ciudad, de regreso a casa;pero ni los ojos lo veían ni lo pensaba el cere-bro. El aroma de su cuerpo fue llegando, du-doso al principio, después neto y claro. Unaconsciente intranquilidad comenzó a hervir enla sangre de Stephen. Sí, era el aroma del cuer-po de ella, un aroma lánguido y salvaje. Tibiocalor de los miembros sobre los que la músicade los versos había fluido anhelante. Y dulcesropas íntimas sobre las que su carne manaba unrocío y un perfume.

Algo le andaba por la nuca. Metió diestra-mente el índice y el pulgar por debajo del am-plio cuello y lo cogió: un piojo. Restregó entresus dedos por un instante aquel cuerpecillotierno, pero quebradizo como un grano dearroz, y lo dejó caer por fin mientras se pregun-taba si seguiría viviendo o moriría. Y recordóuna frase curiosa de Cornelio a Lápide, según lacual, los piojos procedían del sudor del hombrey no habían sido criados por Dios en el día sex-

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to al mismo tiempo que los otros animales. Lapiel de la nuca le escocía y el alma con ella. Lavida de su cuerpo, mal vestido, mal alimentado,comido de piojos, le hizo cerrar los párpados enun súbito espasmo de desesperación y entoncesvio en la oscuridad multitud de cuerpos de pio-jos quebradizos y brillantes que caían del cielo,girando y girando al caer. Sí: no era oscuridadlo que caía de los aires. Era claridad.

La claridad desciende de los aires

Ni aun siquiera se había acordado bien delverso de Nash. Todas las imágenes que habíaevocado eran falsas. Su espíritu criaba––miseria. Sus pensamientos eran piojos nacidosdel sudor de su propio abandono.

Volvió rápidamente a lo largo de la columna-ta para reunirse con el grupo de sus compañe-ros. Y ella, ¡que hiciese lo que quisiera, que sefuera al diablo! ¡Que se dedicara, si quería, aamar a cualquier joven deportivo, bien lavotea-

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do cada mañana de medio cuerpo para arriba ycon una greña negra en el pecho! ¡Mejor!

Cranly había sacado otro higo seco de la pro-visión que llevaba en el bolsillo y se lo estabacomiendo despaciosa y ruidosamente. Templese había sentado sobre la base de una columnay estaba recostado en ella con la gorra caladahasta los ojos adormilados. Un joven regordeteapareció en la puerta de la Biblioteca con unacartera de papeles bajo el brazo. Marchabahacia el grupo, golpeando las losas con los ta-cones y con la contera de un pesado paraguas.Levantó el paraguas, saludando, y dijo a todos:

––¡Buenas tardes, señores!Golpeó otra vez las losas y se puso a reír entre

dientes mientras la cabeza le temblaba con unligero movimiento nervioso. El estudiante altode aspecto tísico, Dixon y O'Keeffe se habíanpuesto a hablar en irlandés y no le contestaronal saludo. Entonces, volviéndose hacia Cranly,dijo:

––Buenas tardes a ti en particular.

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Movió el paraguas apuntándole y se volvió areír entre dientes. Cranly, que estaba todavíamasticando un higo, contestó con un sonoromovimiento de sus mandíbulas.

––¿Buenas? Sí. Hace una tarde muy buena.El estudiante regordete se le quedó mirando

con aire serio y meneó ligeramente su paraguasa manera de reproche. ––Te veo en plan dehacer resaltar verdades palmarias.

––¡Umm! ––contestó Cranly sosteniendo loque quedaba del higo a medio mascar y casimetiéndoselo por la boca al otro para darle aentender que debía probarlo.

El estudiante regordete no aceptó la invita-ción. Y como si disculpara el humor especial deCranly, dijo con dignidad, aunque sin dejar surisilla, y acompañando su frase con el paraguas:

––¿Quieres decir que...?Se detuvo, apuntó bruscamente a la carne del

higo a medio mascar y dijo en voz alta:––Me refiero a eso.––¡Umm! ––profirió como antes Cranly.

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––Bueno. ¿Y qué quieres decir con eso?, ¿quéha de ser ipso facto, o, como si dijéramos, pordecirlo así?

Dixon se separó de su grupito y se aproximó,diciendo:

––Oye, Glynn, Goggins te está esperando. Haido al Adelphi a buscaros a ti y a Moynihan.¿Qué traes ahí? ––le preguntó, dando con lamano en la cartera que Glynn llevaba bajo elbrazo.

––Ejercicios de examen ––contestó Glynn––.Les hago sufrir un examen mensual para estaral tanto del provecho que sacan de mi enseñan-za.

Dio también un golpecito sobre la cartera y sesonrió suavemente.

––¡Enseñanza! ––exclamó Cranly––. Supongoque te refieres a esos arrapiezos descalzos quevan a que les enseñe un molido mico cómo tú.¡Que el Señor les tenga de su mano!

Mordió lo que le quedaba del higo y arrojó elrabillo lejos de sí.

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––Dejo que los niños se acerquen a mí ––dijoGlynn con toda amabilidad.

––Un molido mico ––repitió Cranly con énfa-sis–– y además de molido, blasfemo.

Temple se puso en pie; apartó a Cranly, y di-jo, dirigiéndose a Glynn:

––La frase que acaba usted de pronunciar, esla frase del Evangelio: Dejad que los niños seacerquen a mí.

––¡Vuélvete adormir, Temple! ––dijo O'Keef-fe.

––Muy bien ––continuó Temple, dirigiéndoseaún a Glynn––; y entonces, si Jesús permitía quelos niños se le acercaran, ¿por qué la Iglesia losenvía a todos al infierno, si mueren sin estarbautizados? ¿Porqué razón?

––Pero, oye, ¿acaso estás tú bautizado, Tem-ple? ––le preguntó el estudiante que parecíatísico.

––Pues bien, ¿por qué me los mandan al in-fierno si Jesús ha permitido que se le acercarantodos, sin excepción?

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Glynn tosió y dijo suavemente, reprimiendocon dificultad su sonrisilla nerviosa y accio-nando a cada palabra con el paraguas:

––Si ello es así como usted dice, requiero quese me conteste categóricamente ¿cuál es la cau-sa?

––La causa es ––contestó Temple–– que laIglesia es cruel, como todos los pecadores vie-jos.

––No sé si esa declaración está muy dentro dela doctrina católica ––comentó con suavidadDixon.

––San Agustín dice eso de que los niños sinbautizar se van al infierno, porque él era tam-bién un pecador viejo y cruel ––agregó Temple.

––Yo inclino la frente ante ti ––dijo Dixon––,pero tengo así una idea de que el limbo se creópara tales casos.

––No le discutas, Dixon ––exclamó brutal-mente Cranly––. No le hables ni le mires. Lléva-tele a casa con una soga como si fuera una ca-bra.

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––¡El limbo! ––gritó Temple––.Ésa es tambiénotra linda invención. Lo mismo que el infierno.

––Pero sin lo desagradable de él ––contestóDixon. Se volvió sonriendo hacia los otros yañadió:

––Al hablar así creo ser el portavoz de todoslos presentes.

––Tenlo por seguro ––dijo Glynn con tonofirme––. En esta cuestión Irlanda está de acuer-do.

Y volvió a golpear con la contera del paraguassobre el piso de piedra del pórtico.

––¡El infierno! ––prosiguió Temple––. Todavíase puede sentir respeto por esa invención de laesposa grisácea de Satanás. El infierno es algoromano, como las murallas romanas: fuerte yfeo. ¿Pero, qué es el limbo?

––Llévatelo a acostar otra vez, Cranly ––exclamó O'Keeffe.

Cranly dio rápidamente un paso hacia Tem-ple, se detuvo y pegó una patada en el suelo,gritándole como a un ave de corral:

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––¡Ocsss!Temple se retiró prestamente.––¿Sabéis lo que es el limbo? ––exclamó aún–

–. ¿Sabéis el calificativo que damos a una ideade ese género en Roscommon?

––¡Ocsss, condenado! ––gritó Cranly dandopalmadas para ahuyentarle.

––«Ni culo ni codo» ––concluyó despectiva-mente Temple––. Y eso es vuestro limbo.

––Trae aquí ese bastón ––dijo Cranly.Arrebató rápidamente el bastón de manos de

Stephen y bajó de un brinco los escalones. Peroya Temple, oyendo que se le venía encima,había echado a correr en la oscuridad como unabestia salvaje y de pies alados.

Se oyeron las pisadas a paso de carga de laspesadas botas de Cranly, según avanzaban através del patio, para volver luego pesadamenteiras la persecución infructuosamente, haciendosatar la arena del sendero cada vez que planta-ba el pie.

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Se le notaba el mal humor en el pisar, y mal-humorado y brusco fue también el gesto con elque arrojó el bastón en manos de Stephen aldevolvérselo.

Stephen sintió que aquella cólera tenía otracausa, pero fingiendo paciencia, tocó ligera-mente el brazo de su compañero y dijo en tonotranquilo:

––Cranly se le quedó mirando por algunosmomentos, y por fin le preguntó:

––¿Ahora?––Sí, ahora ––dijo Stephen––. Aquí no pode-

mos hablar. Vámonos.Cruzan juntos el patio sin decir palabra. Des-

de los escalones del pórtico, les seguía el cantodel pájaro de Siegfried, silbado suavemente.Cranly se volvió, y Dixon, que era el que habíasilbado, gritó desde la escalera:

––¿A dónde vais? ¿En qué quedamos de aquelpartido?

Se pusieron a concertar a gritos, a través delaire encalmado, las condiciones de un partido

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de billar que había de ser jugado en el AdelphiHotel. Stephen siguió andando solo hasta salir ala tranquila Kildare Street, frente al Maple's Ho-tel, donde se detuvo para aguardar paciente-mente de nuevo. El nombre del hotel, un letrerodescolorido de madera pulimentada, y su fa-chada no menos descolorida, le molestabancomo una mirada de desdeñosa cortesía. Tam-bién él lanzó una mirada dentro del suavemen-te alumbrado salón del hotel, donde se imagi-naba ver tranquilamente aposentadas las almasde los patricios de Irlanda. El círculo de lasideas de estas gentes giraba en torno a jerarquí-as militares y administradores y agentes defincas rústicas; los labriegos les saludaban alcruzarse con ellos en las carreteras; sabían losnombres de algunos platos franceses; dabanórdenes a sus cocheros con una entonaciónprovincial y de tonos agudos que se transparen-taban a través de su pronunciación afectada.

¿Cómo conmover la conciencia de tales hom-bres, o cómo infiltrar la sombra del propio espí-

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ritu en la imaginación de sus hijas, antes de quésus galanes hubieran engendrado en ellas, paralograr que criaran una raza menos innoble queaquella a que pertenecían? Y a través del cre-púsculo cada vez más intenso, sintió que lospensamientos y deseos de la raza que le habíadado origen revoloteaban como murciélagospor las desiertas veredas de los campos, bajo losárboles, junto al borde de los riachuelos, por lastierras pantanosas, manchadas acá y allá decharcos. Una mujer había estado esperando aDavin a la puerta de su casa cuando él pasabade camino en la noche, y al ofrecerle una tazade leche le había invitado a seguirla a su lecho.Y era que los ojos de Davin eran unos ojos dul-ces que parecían prometer silencio. Mas él nun-ca había recibido la invitación de unos ojos demujer.

Sintió que le agarraban fuertemente por elbrazo, y la voz de Cranly que decía:

––Vámonos.

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Echaron a andar en silencio en dirección alsur. Por fin, Cranly habló:

––¡Qué idiota más regocijante el Temple ese!Te juro, por Moisés, que me le dejo en el sitio elmejor día.

Pero la cólera había desaparecido de su voz, yStephen se preguntaba si en lo que estaba pen-sando su amigo no era en el saludo que ella lehabía dirigido en el pórtico de la Biblioteca.

Echaron hacia la izquierda y siguieron cami-nando como antes. Tras de algún tiempo deavanzar así, dijo Stephen:

––Cranly, he tenido una cuestión desagrada-ble esta tarde.

––¿Con tu familia? ––preguntó Cranly.––Con mi madre.––¿Sobre religión?––Sí.Tras una pausa, Cranly preguntó:––¿Qué edad tiene tu madre?––No mucha ––contestó Stephen––. Quiere

que cumpla con el precepto pascual.

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––¿Y tú?––Yo no quiero.––¿Por qué no? ––preguntó Cranly.––No serviré.––He aquí una contestación que alguien ha

dado antes que tú ––dijo Cranly con calma.––Yo la vuelvo a dar ahora ––contestó viva-

mente Stephen. Cranly oprimió el brazo deStephen, mientras decía:

––Calma; querido. Eres un condenado excita-ble, ¿sabes? Se reía con una risa nerviosa alhablar y, mirándole a Ste phen a la cara con ojosenternecidos y amicales, dijo:

––¿Sabes que eres un hombre fácilmente exci-table?

––No me parece mal confesar que lo soy ––dijo Stephen riéndose también.

Sus almas, apartadas desde hacía poco, pare-cían haberse acercado de repente la una a laotra.

––¿Crees en la eucaristía? ––preguntó Cranly.––No.

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––¿No crees en ella?––Ni creo ni dejo de creer en ella ––contestó

Stephen.––Muchas personas, aun personas de creen-

cias religiosas, tienen dudas que logran domi-nar. ¿Son muy fuertes las dudas que tienesacerca de este punto?

––No quiero dominarlas ––contestó Stephen.Cranly, embarazado por un momento, sacó

otro higo de su bolsillo y estaba a punto de po-nerse a comerlo cuando Stephen le detuvo di-ciendo:

––¡Déjalo ahora, te lo suplico! No puedes dis-cutir esta cuestión con la boca llena de higomascado.

Cranly examinó el higo a la luz de un farolbajo el cual se había parado. Luego lo olió porambos lados de la nariz, mordió un pedacito, loescupió y arrojó el higo violentamente al arro-yo. Y dirigiéndose al higo que yacía en el suelo,exclamó:

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––Apártate de mí, maldito; ¡vete al fuegoeterno!

Agarró a Stephen por el brazo, echó a andar ydijo:

––¿No temes que estas palabras puedan serteaplicadas a ti en el día del juicio?

––¿Qué es lo que me ofrecen del otro lado?¿Una eternidad de bienaventuranza en compa-ñía del decano de estudios?

––Acuérdate ––observó Cranly–– que él ha deser glorificado.

––Efectivamente ––dijo Stephen con ciertaamargura––, y será brillante, ágil, impasible y,lo más importante de todo, sutil.

––Es una cosa curiosa, ¿sabes? ––dijo indife-rentemente Cranly––, hasta qué punto está so-bresaturado tu espíritu de una religión en lacual afirmas no creer. ¿Creías en ella cuandoestabas en el colegio? Apuesto que sí.

––Creía ––contestó Stephen.

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––¿Y eras entonces más feliz? ––preguntó contono suave Cranly––. ¿Más feliz que ahora, porejemplo?

––A veces me sentía feliz y a veces desgracia-do. Lo que era entonces era otra persona distin-ta.

––¿Cómo que otra persona distinta? ¿Qué eslo que quieres decir con eso?

––Lo que quiero decir ––contestó Stephen––es que entonces no era yo mismo lo que soyahora; mejor, lo que tengo que llegar a ser.

––No eras lo que eres ahora, lo que tienes quellegar a ser... ––repitió Cranly––. Permíteme quete haga una pregunta. ¿Amas a tu madre?

Stephen meneó con lentitud la cabeza.––No entiendo lo que quieren decir esas pala-

bras ––dijo sencillamente.––¿Has amado alguna vez a alguien? ––le

preguntó Cranly. ––¿Quieres decir a mujeres?––No hablo de eso ahora ––dijo con un tono

más frío Cranly––. Lo que te pregunto es si has

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sentido alguna vez amor hacia alguna personao cosa.

Stephen avanzaba junto a su amigo contem-plando sombríamente la acera. Por fin, dijo:

––He tratado de amar a Dios. Y parece quepor lo visto he fracasado. Es muy difícil. Hetratado de unir, momento a momento, mi vo-luntad con la voluntad divina. En esto sí que nosiempre he fracasado. Podría, tal vez, hacerlotodavía.

Cranly le interrumpió en seco, preguntándo-le:

––¿Lleva tu madre una vida feliz?––¿Qué sé yo? ––contestó Stephen.––¿Cuántos hijos ha tenido?––Nueve o diez ––contestó Stephen––. Algu-

nos han muerto.––¿Era tu padre...?––Cranly se detuvo por un instante, y luego

dijo––: No quiero inmiscuirme en los asuntosde tu casa. Pero ¿estaba tu padre, lo que se dice,

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bien de posibles? Quiero decir cuando tú erasniño.

––Sí ––contestó Stephen.––¿Cuál era su profesión? ––preguntó Cranly

después de una pausa.Stephen se puso a enumerar pródigamente las

diferentes ocupaciones de su padre:––Estudiante de medicina, remero, tenor, ac-

tor aficionado, político de estruendo, pequeñoterrateniente, pequeño rentista, bebedor, buenapersona, especialista en chistes y anécdotas,secretario de no sé quién, no sé qué cosa en unadestilería, colector de impuestos, quebrado, y alpresente ensalzador de todo su propio pasado.

Cranly se echó a reír al mismo tiempo queoprimía más estrechamente el brazo de Step-hen. Después dijo:

––Eso de la destilería tiene una gracia brutal.––¿Queda algo más que quieras saber? ––

preguntó Stephen.––¿Estás, al presente, en buena situación eco-

nómica?

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––¿Te lo parezco? ––exclamó bruscamenteStephen.

––Quiero decir ––continuó con aire pensativoCranly––, que te has criado en el seno de laabundancia.

Dijo la frase recalcando las palabras con todaclaridad, como acostumbraba a hacer siempreque usaba expresiones, técnicas, como si quisie-ra dar a entender al oyente que eran proferidassin la menor convicción.

––Tu madre ha debido de sufrir mucho en es-ta vida ––agregó al cabo de un momento––. ¿Noquerrías evitarle nuevos sufrimientos aun-que...? ¿No lo querrías?

––Si ello fuera posible ––contestó Stephen––,no me sería preciso violentarme mucho por miparte.

––Pues entonces ––replicó Cranly––, haz loque desea. ¿Qué te cuesta? No crees en ello.Pero es sólo una cuestión de forma, nada más.Y en cambio le vas a proporcionar una satis-facción espiritual.

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Se detuvo, y viendo que Stephen no respon-día continuó callado.

Por fin, dijo, como si estuviera dando expre-sión a su propio proceso mental:

––Si hay algo seguro en este apestoso esterco-lero del mundo, es el amor de una madre. Tumadre te trae al mundo; te lleva primero dentrode su cuerpo mismo. ¿Qué es lo que sabemosacerca de sus sentimientos? Pero, sea lo que sea,lo que ella siente es, por lo menos, algo verda-dero. Tiene que serlo. ¿Qué son nuestras ideas ynuestras ambiciones? ¡Pamplinas! ¡Nuestrasideas! Mira: ese grandísimo cabra de Templetiene ideas. Mac Cann tiene ideas también. Nohay un condenado borrico por esas tierras deDios que no piense que tiene ideas.

Stephen, que había estado prestando oído alsilencioso lenguaje oculto tras de aquellas pala-bras, dijo por fin con afectado descuido:

––Pascal, si mal no recuerdo, no podía tolerarque su madre le besara de miedo al contacto delsexo de ella.

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––Pascal era un cerdo ––dijo Cranly.––Creo que San Luis Gonzaga era de la mis-

ma opinión.––Pues era otro cerdo ––afirmó Cranly.––La Iglesia le llama santo ––objetó Stephen.––Se me importa un piñonero comino de lo

que le llamen ––dijo lisa y llanamente Cranly––.Para mí es un cerdo.

Stephen, preparando cuidadosamente cadapalabra, antes de ser proferida, dijo:

––También parece que Jesús trató a su madreen público con escasa cortesía. Pero Suárez,teólogo jesuita y caballero español le defiende.

––¿No se te ha ocurrido nunca pensar que Je-sús no era lo que pretendía ser? ––preguntóCranly.

––La primera persona a quien se le ocurrióeso fue al mismo Jesús.

––Quiero decir ––dijo con tono más decididoCranly––, si se te ha ocurrido alguna vez pensarque fuese conscientemente hipócrita, que fueselo que los judíos de aquel tiempo llamaban un

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sepulcro blanqueado. O, más claramente aún:que fuese un sinvergüenza.

––Nunca se me ha ocurrido pensar en eso ––contestó Stephen––. Pero lo que quisiera saberes si de lo que tratas es de convertirme a mí ode prevenirte a ti mismo.

Se volvió hacia su amigo, en cuya cara se es-taba dibujando una desapacible sonrisa a lacual un esfuerzo de la voluntad trataba de darun fino matiz expresivo.

Cranly preguntó de pronto en tono juicioso yfranco:

––Dime la verdad: ¿Te ha escandalizado loque acabo de decir?

––Algo ––contestó Stephen.––¿Y por qué te ha escandalizado? ––insistió

Cranly––, si sabes con certeza que nuestra reli-gión es falsa y que Jesús no es el hijo de Dios.

––No lo sé con certeza ni mucho menos ––contestó Stephen––. Más bien parece hijo deDios que hijo de María.

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––¿Y es ésa la causa por la que no quieres co-mulgar? ––preguntó Cranly––, ¿porque no estásseguro tampoco de eso, porque temes que lahostia pueda ser el cuerpo y la sangre de Dios,en lugar de ser simplemente un pedazo de pansin levadura? ¿Porque tienes miedo de quepueda ser así?

––Sí ––contestó tranquilamente Stephen––,por eso. Porque siento y temo que pueda serasí.

––Lo comprendo ––dijo Cranly.Stephen, impresionado por el tono definitivo

de estas palabras, volvió a abrir inmediatamen-te la discusión, diciendo:

––Hay muchas cosas a las que tengo miedo: alos perros, a los caballos, a las armas de fuego,al mar, a las tormentas, a las maquinarias, a loscaminos en despoblado por la noche.

––Pero, ¿por qué tienes miedo a un pedazo depan?

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––Se me figura ––dijo Stephen–– que hay unarealidad maligna oculta detrás de estas cosas alas cuales temo.

––¿Es que tienes miedo, según eso, a que elDios de los católicos te deje muerto en el acto yte condene si haces una comunión sacrílega?

––El Dios de los católicos podría hacerlo siquisiera. Pero lo que temo más que eso es laacción química que se desarrollaría en mi almaa consecuencia de rendir un homenaje fingido aun símbolo tras del cual están conglomeradosveinte siglos de autoridad y de veneración.

––¿Serías capaz ––preguntó Cranly–– de co-meter tal sacrilegio en caso de extremo peligro?Por ejemplo, ¿si vivieras en los días en quehabía una sanción penal?

––No puedo contestar para tiempos pasados.Posiblemente no.

––Pero ––dijo Cranly––, ¿no irás a hacerteprotestante?

––Te he dicho que he perdido la fe ––contestóStephen–– pero no que haya perdido el respeto

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a mí mismo. ¿Qué clase de liberación sería ésade abandonar un absurdo que es lógico y cohe-rente para abrazar otro ilógico e incoherente?

Habían seguido caminando hacia Pembroke.Y, según iban avanzando a lo largo de las ave-nidas, parecía que los árboles y las luces, espar-cidas aquí y allá por las quintas, les confortabanel espíritu. El ambiente de riqueza y de tranqui-lidad difundido en torno de ellos parecía reme-diar su propia indigencia. Tras un seto de laurelbrillaba la luz de la ventana de una cocina y seoía la voz de una criada que estaba cantandomientras afilaba cuchillos. Cantaba a compasescortos y entrecortados:

––Rosie O'Grady.Cranly se detuvo para escuchar y dijo:––Mulier cantat.La dulce belleza de la palabra latina rozó la

oscuridad de la noche con un roce más tenue ymás persuasivo que el de la música o el de unamano de mujer. Y las almas de ambos quedaronaquietadas. A través de la oscuridad pasaba

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silenciosamente la figura de una mujer tal comoaparece en la liturgia de la Iglesia: vestida deblanco, débil y esbelta como un muchacho, elceñidor amplio y caído. Desde un coro distantellegaba su voz, frágil y de timbre agudo comola de un niño: primeras palabras de mujer queatraviesan por entre el misterio y el clamor dela pasión del Domingo de Ramos.

––Et tu cum Jesu Galileo eras.Y todos los corazones se sentían conmovidos

y se volvían hacia aquella voz radiante comouna estrella nueva, como una estrella que brilla-ra con más claros resplandores hacia la mitadde las palabras, y más débilmente al expirar dela cadencia.

La canción cesó. Siguieron adelante mientrasCranly repetía el fin del estribillo haciendo re-saltar el ritmo fuertemente:

Y cuando nos casemos,¡oh, qué feliz la vida así!Que amo a la dulce Rosie O'Grady

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Y Rosie O'Grady me ama a mí.

––Eso sí que es verdadera poesía ––dijo––.Eso sí que es verdadero amor.

Miró de lado a Stephen con una extraña son-risa y añadió:

––¿Crees que eso es poesía? ¿Comprendes elsentido de las palabras?

––Lo que quiero es encontrar a Rosie primero––contestó Stephen.

––Es fácil de encontrar ––dijo Cranly.El sombrero se le había calado hasta la frente.

Se lo echó hacia atrás y bajo la sombra de losárboles pudo Stephen ver la frente pálida y en-cuadrada en la oscuridad de Cranly, y susgrandes y profundos ojos. Sí. Su rostro erahermoso, y su cuerpo fuerte y recio. Había es-tado hablando del amor maternal. Podía portanto comprender los sufrimientos de las muje-res, la debilidad de sus cuerpos y de sus almas.Y sabría defenderlas con brazo fuerte y resulto,e inclinar ante ellas su espíritu.

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¡Partir, pues! ¡Era tiempo de partir! Una vozestaba aconsejando en voz baja al solitario cora-zón de Stephen, invitándole a partir y anun-ciándole que aquella amistad estaba tocando asu término. Sí: se iría. No podía luchar contraotro. Sabía bien cuál era su papel.

––Probablemente me iré ––dijo. ––¿A dónde?––preguntó Cranly.

––A donde pueda ––contestó Stephen.––Sí ––dijo Cranly––. Te podría resultar difícil

el vivir aquí ahora. ¿Pero es ésa la causa de quete vayas?

––Tengo que irme ––contestó Stephen.––Porque creo ––continuó Cranly––, que si no

sientes ganas de irte, no te debes considerararrojado como un hereje o un proscrito. Haymuchos buenos creyentes que piensan como tú.¿Qué, te sorprende? La Iglesia no es el edificiode piedra, ni los curas, ni sus dogmas. La Igle-sia es la masa total de los que han nacido de-ntro de ella. No sé qué es lo que pretendeshacer en esta vida. ¿Es lo que me dijiste aquella

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noche que estábamos al lado de la estación deHarcourt Street?

––Sí ––contestó Stephen sonriendo a pesarsuyo, ante aquella manía de Cranly de recordarideas asociándolas siempre a sitios––. Sí: aque-lla noche en que perdiste media hora discu-tiendo con Doherty acerca del camino más cor-to para ir de Sallygap a Larras.

––¡El muy alma de cántaro! ¿Qué sabe él delcamino de Sallygap a Larras? O, mejor: ¿quéidea puede tener él de todo eso con aquella co-china bacinilla que Dios le ha dado por cabeza?

Se echó a reír sonora y ampliamente.––Bien ––dijo Stephen––. ¿Te acuerdas de lo

demás?––¿De lo que me dijiste? ––preguntó Cranly––

. Sí, me acuerdo. Descubrir una manera de vidao de arte, en la cual tu alma pudiera expresarsea sí misma con ilimitada libertad.

Stephen se quitó el sombrero en señal deasentimiento.

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––¡Libertad! ––repitió Cranly––. Y sin embar-go, no eres bastante libre para cometer un sacri-legio. Dime: ¿serías capaz de robar?

––Primero pediría ––contestó Stephen.––Y si no te dieran nada, ¿robarías?––Lo que pretendes ––respondió Stephen–– es

que diga que los derechos de propiedad sonprovisionales y que en ciertas circunstancias noes ilegal el robar. Todo el mundo obraría enconformidad con esta creencia. He aquí la razónpor la que no te he de contestar de ese modo.Pregúntale al teólogo jesuita Juan de Mariana,natural de Talavera, el cual te explicará en quécircunstancias te es lícito matar a tu rey y si espreferible el darle un bebedizo o untarle el ve-neno en el traje o en la silla de montar. Pregún-tame a mí más bien si toleraría el que otros merobaran o si, dado que lo hicieran, sería capazde exigir para ellos eso que según creo se llamael castigo del brazo secular.

––¿Y serías capaz?

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––Creo ––dijo Stephen–– que ello me produci-ría tanto dolor como el ser robado.

––¡Ya!... ––dijo Cranly.Sacó su cerilla y se puso a limpiarse la juntura

de dos dientes. Después, como sin darle impor-tancia, dijo:

––Dime, por ejemplo: ¿serías capaz de desflo-rar a una virgen?

––Perdona ––dijo cortésmente Stephen––, pe-ro, ¿no es eso lo que constituye la ambición dela mayor parte de los hijos de familia?

––¿Cuál es entonces tu punto de vista? ––preguntó Cranly. Esta última frase excitó elcerebro de Stephen: la sentía gravitar sobre suespíritu como una nube de humo de un oloracre y deprimente.

––Mira, Cranly ––dijo––. Me has preguntadoqué es lo que haría y qué es lo que no haría. Tevoy a decir lo que haré y lo que no haré. Noserviré por más tiempo a aquello en lo que nocreo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión.Y trataré de expresarme de algún modo en vida

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y arte, tan libremente como me sea posible, tanplenamente como me sea posible, usando parami defensa las solas armas que me permitousar: silencio, destierro y astucia.

Cranly le cogió por el brazo y le hizo girar talcomo para hacerle volver hacia Leeson Park. Seechó a reír casi disimuladamente y oprimió elbrazo de Stephen con un cariño de mayor enedad.

––¡Astucia! ––dijo––. Pero ¿eres el mismo?¿Tú, pobre poeta, tú?

––Y tú has sido quien me lo ha hecho confesar––dijo conmovido por aquel contacto Stephen––, lo mismo que te he confesado tantas otras co-sas, ¿no es cierto?

––Sí, hijito ––contestó Cranly, riéndose aún.––Me has hecho confesar los miedos que sien-

to. Pero te voy a decir ahora cuáles son las cosasque no me dan miedo. No me da miedo de estarsolo, ni de ser pospuesto a otro, ni de abando-nar lo que tenga que abandonar, sea lo que sea.No me da miedo el cometer un error, aunque

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sea un error de importancia, un error de porvida, tan largo tal vez como la misma eterni-dad.

Cranly, serio de nuevo, retardó el paso y dijo:––Solo, completamente solo. No te da miedo

de eso. Pero, ¿sabes lo que esa palabra quieredecir? No solamente el estar separado de todoslos demás, sino más aún, el no tener ni siquieraun amigo.

––Correré el riesgo ––afirmó Stephen.––Y no tener ni aun aquel ser querido ––dijo

Cranly–– que es para el hombre más que unamigo, más que el amigo más noble y fiel queen el mundo pueda existir.

Al hablar, parecía como si sus palabras estu-viesen hiriendo alguna profunda cuerda de supropia alma. ¿Había hablado de sí mismo, de símismo tal como era o tal como deseaba ser?Stephen observó por algunos instantes el rostrode su amigo. Había una fría tristeza en aquelrostro. Había hablado de sí mismo; era el temorde su propia soledad.

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––¿De quién estás hablando? ––preguntó porfin Stephen. Cranly no contestó.

Marzo, 20. La conversación con Cranly acer-ca del asunto de mi rebelión.

Él, con aires de importancia. Yo, dúctil y sua-ve. Me ataca con motivo del amor a la propiamadre. Trato de imaginarme la suya: no puedo.Sin darse cuenta, me dice que su padre teníasesenta y un años al tiempo de nacer él. Le veo.Tipo robusto de labrador. Traje gris a pintasmenudas. Pies cuadrados. Barba grisácea y des-cuidada. Probablemente, aficionado a las carre-ras de galgos. Paga puntualmente sus diezmosal Padre Dwyr de Larras (pero no con esplendi-dez). Habla algunas veces con mozas a la horade anochecido. ¿Pero y su madre? ¿Muy joven omuy vieja? Difícilmente lo primero. De ser así,no me habría hablado Cranly como lo ha hecho.Por tanto: vieja. Probablemente. Y abandonada.De aquí la desesperación espiritual de Cranly:hijo de entrañas exhaustas.

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Marzo, 21, por la mañana. Pensé esto anocheen la cama. Demasiado perezoso y libre paraañadir algo más. Y libre, sí. Las entrañas ex-haustas son las de Isabel y Zacarías. Por tanto,él es el precursor. Además: se alimenta princi-palmente de tocino e higos secos. Léase: langos-tas y miel silvestre. Más aún: cuando pienso enél, veo siempre una austera cabeza separada deltronco, o como una mascarilla mortuoria recor-tada sobre una cortina gris o un lienzo de veró-nica. Degollación llaman a eso los de la grey.Despistado por un momento por la idea de SanJuan ante portam latinam. ¿Qué es lo que veo?Un precursor degollado que trata de hacer sal-tar la cerradura.

Marzo, 21, por la noche. Libre. Alma libre eimaginación libre. Y que los muertos entierren alos muertos. Sí. Y que los muertos se casen conlos muertos.

Marzo, 22. Sigo en compañía de Lynch auna enfermera de buenas carnes. Idea de

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Lynch. Me molesta. Dos galgos famélicos trasuna novilla.

Marzo, 23. No la he visto desde aquella no-che. ¿Enferma? Tal vez, al lado de la lumbrecon el chal de mamá por los hombros. Pero,nada displicente.

¿Una tacita de caldo vegetal? ¿No lo tomaríasahora?

Marzo, 24. Comienzo por una discusión conmi madre. Tema: la B. V M. Me veo atado ––pormi sexo y mi edad. Para escapar sostengo lasrelaciones entre Jesús y su Papá contra las deMaría y su hijo. Afirmo que la religión no es unhospital para parturientas. Madre, indulgente.Me dice que tengo unas ideas muy raras y quehe leído demasiado. Falso. He leído poco y en-tendido menos. Después, asegura que he devolver a la fe porque tengo un espíritu tornadi-zo. Eso sería salir de la Iglesia por la puertatrasera del pecado y volver a entrar en ella porla claraboya del arrepentimiento. No me puedo

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arrepentir. Se lo digo así y le pido seis peniques.Me da tres.

Después voy al colegio. Otra disputa conGhezzi, el de la cabeza redonda y los ojos depícaro. Esta vez acerca de Giordano Bruno.Comienza en italiano y acaba en un inglés chi-nesco. Me dice que Bruno era un hereje terrible.Le contesto que me lo quemaron terriblemente.Conviene en esto, aunque a desgana. Despuésme da la receta de lo que llama risotto allabergamasca. Al pronunciar una o suave avanzasus labios carnosos como si fuera a besar la vo-cal. ¿Habrá quizás?... ¿Y se habrá podido arre-pentir? Sí, habrá podido. Y aun llorar dos lá-grimas redondas y picarescas, una con cada ojo.

Al cruzar Stephen's Green, es decir, el mío,me acuerdo de que han sido sus compatriotas yno los míos los que han inventado lo que Cran-ly llamaba la otra noche nuestra religión. Cua-tro de ellos, soldados del 97 de línea, estabanallí sentados al pie de la cruz, jugándose a losdados el sobretodo del Cristo.

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Voy a la Biblioteca. Trato de leer tres revistas.Inútil. Ella no sale a la calle todavía. ¿Estoy in-tranquilo? ¿De qué? De que no vuelva a salirjamás.

Blake ha escrito:

Me pregunto si William Bond semuere

porque seguramente está muy malo.

¡Ay, pobre William!Estaba yo una vez en un diorama en Rotunda.

Al final presentaron retratos de celebridades enboga. Entre ellas el de William Ewart Gladsto-ne, que acababa de morir. Y la orquesta va y seme pone a tocar: Oh Willie, te hemos echado demenos.

¡Raza de destripaterrones!Marzo, 25, por la mañana. Noche turbada

por pesadillas. Necesidad de librarme de sucongoja.

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Una galería larga y en curva. Columnas devapores oscuros que ascienden del suelo. Lagalería está poblada de figuras petrificadas dereyes fabulosos. Tienen las manos recogidassobre las rodillas en señal de cansancio, y susojos están oscurecidos por los errores de loshombres, que como negros vapores suben alespacio delante de ellos.

Hay unas figuras extrañas que avanzan sa-liendo de una caverna. No llegan a tener estatu-ra humana ni a estar completamente separadaslas unas de las otras. Sus rostros son fosfores-centes con algunas franjas más oscuras. Me mi-ran fijamente y sus ojos parece que me quierenpreguntar algo. No hablan.

Marzo, 30. Cranly estaba esta tarde en lossoportales de la Biblioteca proponiendo unproblema a Dixon y al hermano de ella. Unamadre deja caer su hijo al Nilo. ¡Y dale con lamadre! Un cocodrilo se apodera de él. La madreimplora que se lo devuelva. El cocodrilo diceque perfectamente con tal de que ella adivine lo

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que va a hacer con el niño: si comérselo o nocomérselo.

Tal mentalidad, diría Lépido, nace del barrohumano por la acción del sol.

¿Y la mía? ¿No nace del mismo sitio? Enton-ces: ¡Al cieno del Nilo con ella!

Abril, l. Desapruebo esta última frase.Abril, 2. La he visto tomando té y co-

miendo pasteles en Johnston's, Mooncy y O'-Brien's. Mejor: fue Lynch, el de los ojos de lince,el que la vio cuando pasábamos: Me dice queCranly estaba invitado también por el hermano.¿Habrá traído su cocodrilo? ¿Es su luz la queestá en candelero ahora? Pues bien: yo he sidoquien lo ha descubierto. Que conste que yo hesido quien lo ha hecho. Cuando él brillaba tran-quilamente detrás de un celemín de salvado deWicklow.

Abril, 3. Encontré a Davin en la tienda detabacos que está enfrente a la iglesia de Findla-ter. Llevaba un jersey negro y un bastón de hur-ley. Me preguntó si era verdad que me marcha-

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ba y por qué causa. Le dije que el camino máscorto para Tara era vía Holyhead. En aquelmismo momento llegó mi padre. Presentación.Padre, correcto y observador. Preguntó a Davinsi quería tomar un refresco. Davin no podíaporque tenía que ir a una reunión. Después desepararnos de él, mi padre me dijo que la mira-da de Davin respira simpatía y honradez. Y acontinuación que por qué no me hacía socio deun club de remo. Finjo que lo pensaré. Me cuen-ta cómo venció a Pennyfeather en una regata.Quiere que estudie leyes. Dice que no encontra-ría cosa que me fuera mejor. Más cieno, máscocodrilos.

Abril, 5. Primavera salvaje. Huida de nu-bes veloces. ¡Oh, vida! Corriente sombría deaguas arremolinadas y fangosas sobre la cuallos manzanos han abatido sus flores delicadas.Ojos de muchachas entre las hojas. Muchachasrecatadas y retozonas. Todas rubias o pelirrojas:ninguna morena. Se ruborizan mejor. ¡Hopla!

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Abril, 6. Seguramente que ella se acuerdadel pasado. Lynch dice que todas las mujeres lohacen. Se acordará, por tanto, de los años de suinfancia y mía, si es que yo he sido niño algunavez. El pasado se deshace en el presente y elpresente no vive más que para dar origen alfuturo. Si he de hacer caso de Lynch, toda esta-tua de mujer debería aparecer completamentecubierta por sus vestiduras, con una mano enmelancólica exploración de sus partes posterio-res.

Abril, 6, más tarde. Michael Robartes recuer-da la belleza olvidada, y cuando sus brazos seciñen en torno de ella, abraza entre ellos encan-tos ha largo tiempo desaparecidos del mundo.No es eso. De ninguna manera. Yo quiero estre-char entre mis brazos la belleza que todavía noha venido al mundo.

Abril, 10. Débilmente, bajo el agobio de lanoche, a través del silencio de la ciudad, torna-da ya del ensueño al sueño como amante ahíto,insensible a las caricias, el son de las herraduras

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por el camino. Y un momento después, al pasarpor debajo de las ensombrecidas ventanas, suflecha de alarma que hiende el silencio. Parasonar de nuevo, lejos, herraduras que brillancomo gemas bajo el agobio de la noche, sonesque se precipitan allá por los campos dormidos,¿hacia qué meta remota?, ¿hacia qué corazón?,¿para llevar qué nuevas?

Abril,11. Leo lo que escribí anoche. Pala-bras vagas para una vaga emoción. ¿Le gustaríaa ella? Creo que sí. Si fuera así, también a mí metendrían que gustar.

Abril, 13. Hace mucho tiempo que me an-da dando vueltas por la cabeza aquello del en-vás. He buscado la palabra en el diccionario yhe encontrado que es inglés, e inglés castizo yde buena ley. ¡A la porra con el decano de estu-dios y su embudo! ¿A qué ha venido aquí, aenseñarnos su propio idioma o a aprenderlo denosotros? Lo mismo en un caso que en otro: ¡ala porra con él!

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Abril, 14. John Alphonsus Mulrennan aca-ba de regresar del occidente de Irlanda. Se rue-ga la inserción en los periódicos de Europa yAsia. Cuenta que en su viaje se encontró con unhombre en una choza en medio de los montes.El viejo le habló en irlandés. Mulrennan contes-tó en irlandés. Después Mulrennan y el viejohablaron en inglés. Mulrennan le habló del uni-verso y de las estrellas. El viejo estaba sentado yno hacía más que escuchar, fumar y escupir.Por fin, dijo:

––Sí que debe haber unos seres bien extraor-dinarios allá en el otro extremo del mundo.

Le tengo miedo. Me dan miedo sus ojos cór-neos y orillados de encarnado. Con él es conquien tengo que luchar durante toda esta nochehasta que venga el día, hasta que quede muertosobre el campo; agarrándole bien por el cuellonervudo, hasta que... ¿hasta qué? ¿Hasta que seme rinda? No. No tengo intención de hacer mal.

Abril, 15. Me la he encontrado de prontoen Grafton Street. La multitud nos llevó el uno

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hacia el otro. Ambos nos detuvimos. Me hapreguntado que por qué no iba nunca. Que haoído toda clase de cuentos acerca de mí. Todoesto sólo para ganar tiempo. Que si estoy escri-biendo versos. ¿A quién?, le pregunto a mi vez.Esto la azora aún más y siento haberlo dicho yme califico de mala persona. Cierro la llave delgrifo y abro el aparato refrigerante heroicoespi-ritual patentado en todos los países e inventadopor Dante Alighieri. Hablo rápidamente acercade mí mismo y de mis planes. Desgraciadamen-te, en medio de la conversación hago, de súbito,un gesto de carácter revolucionario. Debo haberparecido como un tipo en actitud de arrojar unpuñado de guisantes al aire. La gente comienzaa mirarnos. Un momento después me estrechala mano y al echar a andar me dice que esperahe de realizar lo que he dicho.

Bueno: creo que esto se puede calificar deafable, ¿no es verdad?

Sí, me ha gustado. ¿Mucho o poco? No sé. Meha gustado, y el que me haya gustado resulta

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un sentimiento nuevo para mí. En ese caso, to-do lo demás, todo lo que pensaba haber pensa-do, todo lo que sentía haber sentido, todo loanterior, realmente... ¡Anda, déjalo, amigo! ¡Dé-jalo y que se te borre con el sueño!

Abril, 16. ¡Partir! ¡Partir!Un hechizo de brazos y de voces. Brazos

blancos de los caminos, promesas de estrechosabrazos, y brazos negros de los enormes buquesque, levantados contra la luna, hablan de otrospaíses apartados. Y están extendidos para de-cirme: Estamos solos, ¡ven! Y sus voces me lla-man: Nosotros somos tus allegados. Y pueblanel aire y me llaman, a mí, a su semejante, yaprestos a partir, agitando las alas de su exultan-te y terrible juventud.

Abril, 26. Madre está poniendo en ordenmis nuevos trajes de segunda mano. Y reza,dice, para que sea capaz de aprender, al vivirmi propia vida y lej os de mi hogar y de misamigos, lo que es el corazón, lo que puede sen-tir un corazón. Amén. Así sea. Bien llegada, ¡oh,

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vida! Salgo a buscar por millonésima vez larealidad de la experiencia y a forjar en la fraguade mi espíritu la conciencia increada de mi ra-za.

Abril, 27. Antepasado mío, antiguo artífice,ampárame ahora y siempre con tu ayuda.

Dublín, 1904.Trieste, 1914.