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RESUMEN TITULO: “ECONOMIA SOCIAL Y PROYECTO NACIONAL” AUTOR. : DR. MARIO CESAR ELGUE. Mail: [email protected] PERTENENCIA INSTUCIONAL: UNIVERSIDAD NACIONAL DE SAN MARTIN- IADI, HIPOLITO YRIGOYEN NRO.1628, PISO 11, BS. AS. DESARROLLO: El trabajo realiza una análisis conceptual en torno a esta época, a la cual considera caracterizada por la “conciencia de los límites”. Se vislumbra que esta “crisis de la razón” puede incentivar otros proyectos emancipatorios. Se analizan críticamente las revisiones que es necesario efectuar en los supuestos sobre los que se basaba el discurso tradicional de la izquierda eurocéntrica. Se efectúa un abordaje de los modos de producción y de los sistemas económicos, considerado que la economía social no constituye un sistema alternativo sino un subsistema. Se abren interrogantes sobre si la caída del “modelo” soviético supone la caída de todo tipo de socialismo, aún de uno que se conciba como la socialización de la dirección económica y de la planificación estratégica participativa, admitiendo la presencia de las empresas públicas, junto con pymes, cooperativas y emprendimientos asociativos diversos, sin monopolios ni oligopolios dominantes. Con relación a la economía social, se la diferencia de las políticas sociales y se hace una propuesta para insertar a la primera en una estrategia nacional de desarrollo y a un poder político popular de base territorial que haga las veces de orientador y organizador de las distintas clases y sectores del “bloque nacional”.-

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RESUMEN TITULO: “ECONOMIA SOCIAL Y PROYECTO NACIONAL” AUTOR. : DR. MARIO CESAR ELGUE. Mail: [email protected] PERTENENCIA INSTUCIONAL: UNIVERSIDAD NACIONAL DE SAN MARTIN- IADI, HIPOLITO YRIGOYEN NRO.1628, PISO 11, BS. AS. DESARROLLO: El trabajo realiza una análisis conceptual en torno a esta época, a la cual considera

caracterizada por la “conciencia de los límites”. Se vislumbra que esta “crisis de la razón”

puede incentivar otros proyectos emancipatorios.

Se analizan críticamente las revisiones que es necesario efectuar en los supuestos sobre los

que se basaba el discurso tradicional de la izquierda eurocéntrica. Se efectúa un abordaje de

los modos de producción y de los sistemas económicos, considerado que la economía social

no constituye un sistema alternativo sino un subsistema. Se abren interrogantes sobre si la

caída del “modelo” soviético supone la caída de todo tipo de socialismo, aún de uno que se

conciba como la socialización de la dirección económica y de la planificación estratégica

participativa, admitiendo la presencia de las empresas públicas, junto con pymes,

cooperativas y emprendimientos asociativos diversos, sin monopolios ni oligopolios

dominantes.

Con relación a la economía social, se la diferencia de las políticas sociales y se hace una

propuesta para insertar a la primera en una estrategia nacional de desarrollo y a un poder

político popular de base territorial que haga las veces de orientador y organizador de las

distintas clases y sectores del “bloque nacional”.-

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ECONOMIA SOCIAL Y PROYECTO NACIONAL

1. - Introducción

En una compilación de fines de la década del ’90, aludíamos al concepto de la

conciencia de época, acudiendo a Wright Mills: lo que está en la cabeza choca con lo que

está en los ojos; lo que se espera no es lo mismo que lo que se experimenta.

Los hombres sólo perciben el cambio histórico cuando éste tiene lugar en el corto

espacio de una o dos generaciones. Sólo a regañadientes pueden llegar a tener conciencia de

un cambio de época y se sienten perplejos cuando se derrumban sus explicaciones. Huyen de

esta “conciencia de época”, retrayéndose en su propio medio casero, en su trabajo, en su

vecindad de pequeña escala. No llegan a involucrarse en los cambios de su época, aunque sus

mismas vidas, por privadas que parezcan, sean decididamente afectadas por ellas.

Todo tiempo se da una imagen de sí mismo, un cierto horizonte que unifica al

conjunto de sus vivencias. El rastreo de un pasado que posibilitara el arribo al orden natural

del mundo para el renacimiento, el anuncio del advenimiento de la razón para el iluminismo,

el progreso de la ciencia para el positivismo, fueron imágenes de este tenor. Las diferentes

etapas de la llamada modernidad se pensaron a sí mismas como transiciones hacia instancias

más altas de conciencia o de organización que prometían un futuro ascendente e

ininterrumpido (Laclau, 2000).

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Si hay algo que caracteriza a esta época es la conciencia de los límites. Límites de la

razón, de los “ideales” de una “revolución” integral e incluso de algunas “vanguardias

culturales”, que sustentaron a la llamada modernidad. ¿Hay que renunciar a “cambiar el

mundo”?. ¿Se han agotado las utopías que anunciaban la llegada de un mundo nuevo y de un

hombre nuevo?

Cierto “progresismo” se aferra a la reivindicación de la “razón”, rechazando todo lo

que amenace sus antiguas “verdades”. Sin embargo, se vislumbra que esta “crisis de la razón”

puede incentivar a otros proyectos emancipatorios que pongan en tela de juicio todo tipo de

dominación, sin que esa “falsa conciencia” del racionalismo iluminista obstaculice la

comprensión del carácter socialmente construido de toda objetividad.

Si bien la clase trabajadora ya no puede considerarse el único “agente universal” del

cambio y prolifera un extendido listado de actores sociales con intereses disímiles, ello no es

motivo para los descreimientos o la desmoralización: nacen nuevos desafíos que pueden

operar como antídotos contra todo tipo de dictadura, sea del mercado o del Estado. El futuro

aparece como indeterminado y no garantizado pero este “fin de la historia” es, al mismo

tiempo, el comienzo de otra historia. Desaparecen aquellos conceptos que pretendían abarcar

a la totalidad de lo real. Ello, no obstante, debe renovar el optimismo político ya que la

declinación de los grandes relatos de la universalidad y de la racionalidad, puede conducir a

sociedades más libres, en la que los seres humanos se conciban como constructores más

solidarios, sin ataduras preestablecidas por el determinismo de las “leyes objetivas”.

De esta manera, esta pluralidad de actores permite ejercer un control democrático del

proceso productivo y abrir perspectivas de distintas articulaciones hegemónicas, constitutivas

de “bloques históricos” o de “voluntades colectivas”. Sujetos diversos que, con sus creencias

y valores, se movilizan con sus propios criterios de selección en torno a la sociedad a la cual

aspiran, integrando demandas sociales que, de otra forma, quedarían condenadas al

aislamiento y a la fragmentación.

En tanto que para el racionalismo la “humanidad” nos había sido dada y solo restaba

la tarea de realizarla históricamente, ahora se trata de una entidad a construir, con la

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inseguridad que ello supone pero con la fortaleza de una creatividad que no tiene el corset de

ninguna “fatalidad” histórica.

2. - Las certidumbres que ya fueron

El ciclo de acontecimientos que se abriera con la Revolución Rusa se ha cerrado,

tanto como fuerza de irradiación en el imaginario colectivo de la izquierda internacional,

como en términos de su capacidad de conducir “desde arriba” a las fuerzas sociales y

políticas de aquellas sociedades en las que la versión stalinista constituyera una doctrina de

Estado. No sería recomendable minimizar la profundidad de las revisiones que es necesario

efectuar en los supuestos sobre los que se basaba el discurso tradicional de la izquierda

eurocéntrica. Tal vez, sólo esta crítica y estas revisiones puedan proveer un nuevo y sano

punto de partida. Es que la colisión del llamado socialismo real -básicamente la experiencia

soviética- con la “revolución informática” puso todo patas para arriba.

En rigor, los soviéticos pagaron caro la pretensión de erigir una especie de

“falangsterio” colectivo que priorizaba sus “lealtades” ideológicas y sus prebendas de

jerarcas antes que la extensión del progreso económico y social. Mientras pugnaban por

sustituir al mercado por la asfixia de los burócratas de la estructura central, otra “revolución”

crecía desde la tecnología y desde otras formas de organización y de reingeniería, que

desmontaba los organigramas piramidales y monolíticos.

Impensadamente, los llamados países socialistas pasaron a constituir un bloque

reaccionario, gobernado por ancianos imbuidos de una ideología decimonónica. Y, entonces,

fueron las sociedades que introdujeron el ordenador y no el “socialismo de las chimeneas”,

las que comenzaron a dar el salto cualitativo hacia adelante. Es que este “socialismo” de

partido único no sólo fue una forma de organizar a la población sino también una manera de

controlar el conocimiento. Al no existir variedad de información, ello cegó a los que

ocupaban el poder, impidiéndoles ver toda la complejidad de sus problemas. Primó la

creencia arrogante de que quien “mandaba” -sea del partido o del Estado- podía decidir lo

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que debían saber los demás.

Ahora esta claro que ese “socialismo estatal o capitalismo de estado” -que poco tenía

que ver con la sustancia humanista de un socialismo genuino- supeditó al trabajo físico y al

crecimiento acelerado de la industrialización centralmente planificada, la ciclópea tarea de

consolidar esa acumulación forzosa. No se entendía que un socialismo compatible con el

siglo XXI es aquel que se propusiera como una forma de igualdad y no como la realización

de una determinada relación de propiedad. En todo caso, las relaciones de propiedad se deben

evaluar en función de la capacidad que tengan éstas de facilitar contextos de mayor igualdad

de oportunidades, de autorrealización y bienestar, de inserción e influencia políticas y de

cierto status social. (Roemer, 1996).

Varias generaciones operaron con modelos o con “certidumbres” cuasi-religiosas

sobre las cuales había cierto grado de consenso: las ideas iban adelante de la realidad o, al

menos, intentaban conformar un pensamiento orgánico que guiaba los pasos de quienes

adherían a él. Se imponía, entonces, el supuesto de un progreso indefinido e irreversible:

desde la comunidad primitiva, se ingresaba al esclavismo, luego a la sociedad feudal,

entrando posteriormente en el capitalismo comercial e industrial, hasta llegar al socialismo,

que constituía una síntesis superadora. Era una forma de interpretar un mundo que, desde el

siglo XVII, Descartes creía que avanzaba en línea recta, saltando obstáculos y que, a su vez,

era cada vez mejor para el hombre. De alguna manera, esa misma idea nutria el pensamiento

de Hegel y de Marx.

De algún modo, las “ideas” han quedado a la zaga de la “realidad”, se han alterado,

han quedado atrás, los “paradigmas” que orientaban esos actos. Sin embargo, hay buenas

razones para creer que el fracaso de regímenes como el soviético sea imputable no a sus

intenciones igualitarias sino a la liquidación de todo tipo de mercado y a la consiguiente

pérdida de incentivos y de parámetros de competividad que hacen al crecimiento de seres

humanos que, legítimamente, quieren progresar como individuos y como sociedad.

El propio capitalismo admite una amplia variedad de formas de propiedad:

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cooperativa y mutual, empresas individuales y públicas, mixtas, autogestionadas y

cogestionadas. Y es este capitalismo el que nos proporciona varios ejemplos fértiles para

diseñar la nueva ola de experiencias. Si tuvo éxito en la promoción del desenvolvimiento

económico y social, se debió a contextos jurídicos v culturales que generaron competencia, a

los que le sumó su innegable capacidad para poner en marcha mecanismos flexibles para

solventar problemas de desarrollo, en los cuales el intervencionismo estatal aportó lo suyo,

atenuando las inequidades que genera la concentración.

El capitalismo no debe sus conquistas a la aceptación del derecho de acumulación

ilimitada de la propiedad privada. La gran empresa capitalista moderna -a diferencia de la

empresa característica descripta por Adam Smith- ya no funciona merced al genio de un

hombre solo, al que van a parar todos los beneficios. La difusión de los beneficios en la gran

empresa es importante y el capitalismo ha usado varios instrumentos que pueden emplearse

adecuadamente en otro régimen en el cual la distribución de los beneficios y/o excedentes sea

aún más difusa.

3. - Modos de producción y sistemas económicos

Parte del triunfo ideológico-cultural del liberalismo conservador incluye la deliberada

confusión sobre los conceptos de planificación y de economía de mercado. Desde este

dogmatismo, la planificación es siempre burocrática y no participativa y la economía de

mercado consustancial al capitalismo liberal. Ello da pie a que se contraponga cierto

“antimercadismo” o “antiempresarialidad” que concibe al mercado como un instituto

exclusivamente capitalista y, consecuentemente, cierta desvalorización ética de las empresas

de la economía social que actúan en el mercado formal.

Dichas empresas-asociaciones, que no tienen fines de lucro sino la motivación y el

objetivo de satisfacer necesidades legítimas, procuran obtener resultados económicos

positivos que nutren otros mecanismos de acumulación de capital social ampliado (Basco,

2003). Así se dan las condiciones para apoyaturas innovadoras: variados esquemas de

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“padrinazgos” o de “tutorías” que financien, amparen e impulsen a las unidades de la

economía doméstica y de la economía de subsistencia, buscando eslabonamientos

económicos e institucionales de mutua conveniencia.

La economía de mercado comienza a afirmar su presencia a partir del momento en el

cual se abandona la economía de autosuficiencia, aunque coexiste con los más diversos

regímenes. No constituye hoy ningún hallazgo conceptual aseverar que las economías se

encaminan hacia las economías de mercado. Algunos autores, incluso, señalan que “la

economía de mercado atañe a la forma en que se coordinan las decisiones de las unidades

económicas, y el capitalismo concierne al modo en que se distribuyen los resultados

patrimoniales de estas decisiones” (Olivera, 1973). Por ello, para avanzar en el análisis,

debemos convenir que entendemos por modo de producción a aquel conformado por las

fuerzas sociales productivas y las relaciones ligadas a un determinado tipo de propiedad de

los medios de producción (Lange, 1966). El modo de producción articula una forma de

apropiación del excedente con el grado de desarrollo de la división del trabajo y de las

fuerzas productivas. Dicha articulación implica una totalidad con mutuas interconexiones, en

la cual la propiedad de los medios de producción es el elemento decisivo. El sistema

económico, en cambio, designa las relaciones entre los diferentes sectores de la economía,

tanto en el ámbito regional, como nacional y mundial. Por ello, un sistema económico puede

tener en su interior modos de producción diversos, en la medida que todos ellos integren una

totalidad, siempre que tengan algún elemento de unidad entre sus distintas manifestaciones

(Laclau, 1973).

En el modo de producción capitalista el excedente económico está sujeto a

apropiación privada pero, a diferencia del feudalismo, la propiedad de los medios de

producción está separada de la propiedad de la fuerza de trabajo; es esto lo que permite la

transformación de la fuerza de trabajo en una mercancía y el nacimiento de la relación

salarial. En este contexto, se sitúa el tema de la dependencia, en el ámbito de las relaciones

de producción; y este nexo de subordinación explica, en alguna medida, el crecimiento del

capitalismo industrial en los países metropolitanos, ya que el mismo –especialmente hasta el

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siglo XIX- dependió en parte del mantenimiento de modos de producción pre-capitalistas en

las áreas periféricas.

No está de más enfatizar que el modo de producción es una categoría analítica, un

concepto abstracto no equiparable a estadios de desarrollos históricos concretos. Es por ello

que las transformaciones que se dan en la sociedad no pueden ser explicadas desde la lógica

interna de un modo de producción determinado. Las economías concretas son sistemas que

pueden incluir diferentes modos de producción. Si se buscan precisiones más específicas, se

debe avanzar del análisis de los modos de producción a la consideración del sistema

económico y, desde allí, a una formación social concreta.

Y, por sobre todo, no confundir los fenómenos relativos a la esfera del cambio de

mercancías con los que corresponden al ámbito de la producción. La inserción o no en la

economía de mercado, la presencia o ausencia de una relación con el mercado, no es un

criterio decisivo para distinguir la naturaleza de las sociedades Se da una relativa autonomía

de las formas mercantiles respecto de los modos de producción que las sustentan, vínculos

con el mercado que operan entre varias estructuras productivas, que adquieren mayor peso en

los casos de producciones para el mercado bajo formas no capitalistas.

Se deduce, entonces, que la economía social (y el cooperativismo como su sector más

extendido) no constituye un sistema sino un subsistema que esta incorporado en los grandes

sistemas. Para considerar a la economía social como un sistema, o como un modelo de

desarrollo alternativo al capitalista, se debería caracterizar la propiedad social. Y no sólo al

nivel de las cooperativas de trabajo sino en todo tipo de cooperativas y de emprendimientos

asociativos solidarios. En este sentido, son necesarios desarrollos teóricos que indaguen si la

propiedad social tiene una identidad válida, más allá del punto de vista estrictamente

sociológico.

La economía social no dispone de una concepción totalizadora y de instrumentos

efectivos para tener un control adecuado de las decisiones en cuanto a las formas

tecnológicas de producción y, al modificar los precios, lo hace dentro del sistema en el que

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actúa y en función de las estructuras del mismo. Es sabido que el objetivo de la economía

social fundacional ha sido mejorar las condiciones de vida de sus miembros, pero cabe el

interrogante si ha pensado, contemporáneamente, en la sustitución paulatina de los sistemas

vigentes (Portnoy, 1979).

4. - ¿Socialismo de mercado?

La cuestión de la economía de mercado ha cobrado vigencia con los recientes

convenios firmados con China y con la aceptación de ese status para dicho pais-continente

(2004). Este acuerdo no es meramente comercial sino geopolítico, en el sentido que

Sudamérica negocia por las suyas con una potencia extrahemisférica, una especie de “anti-

doctrina Monroe”, de hecho.

Los firmantes se otorgan puntos de apoyo mutuo frente a la hegemonía unilateral de

los EEUU. Para la China, se trata de un avance dentro de su “guerra diplomático comercial

prolongada” con la actual superpotencia, para Sudamérica, aflojar un punto el dogal. Y si

gran parte de las Pymes están aterradas ante una inminente invasión de productos chinos que

las borraría del mapa, es bueno aclarar que la inundación de productos chinos, a partir del

llamado “Proceso”, no tuvo que ver con ningún reconocimiento de “economía de mercado”

sino con la política socioeconómica anti-producción nacional que impuso gran parte del

establishment que ahora abomina de la “intolerable” concesión a la China (Pág. Web "Patria

y Pueblo”, 2004).

Pero ¿Es posible otro tipo de socialismo? ¿Es viable un socialismo con mercado?.

¿Pueden coexistir la “eficiencia” y la ética socialista?. Guadagni (1987), en un ensayo sobre

el caso chino, cuestionó la viabilidad de un mercado sin “empresarios” y alertó sobre la

tensión entre el ritmo de la apertura económica y la rigidez del sistema político. Esquematizó

en cinco puntos los requisitos que él considera básicos para un sistema “moderno y

eficiente”: 1) Incentivos materiales y morales para alentar el esfuerzo de los agentes

productivos. 2) Computo estricto de costos y beneficios. 3) Adecuada inserción internacional.

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4) Decisores económicos animados por el espíritu empresario. 5) Responsabilidad por las

acciones emprendidas por cada decisor económico.

En el punto dos, salen a la luz los preconceptos liberales del autor antes mencionado,

proponiendo la eliminación de las producciones “ineficientes”. Es obvio que el capitalismo

realmente existente, “contaminado” de subsidios” y de argucias para-arancelarias

(producciones agrícolas de EEUU y UE, como ejemplo) da por tierra con este planteo. En

todo caso, aún desde el capitalismo, se trata de que las “ineficiencias” que se decidan como

política estratégica, no pongan en riesgo la estabilidad del “modelo”. En el punto tres, la

inserción China en el comercio exterior exime de mayores comentarios. En el cuatro, se pone

el acento en que este “espíritu” supone iniciativa emprendedora, disposición para las

innovaciones y para la asunción de riesgos. Buena parte de nuestra “burguesía” –actores

reivindicados frente a los burócratas-empresarios de las economías planificadas-, ¿reúne esta

característica “shumpeteriana” o se asimila más al ausentismo de los capitalistas rentistas o a

los privilegios de los capitalistas prendarios?.

Aunque luego se señala que estas condiciones para la eficiencia no son ni

“socialistas” ni “capitalistas”, se transmite la impresión de que los “principios éticos de la

economía socialista” están en contradicción con cualquier organización y administración de

la vida económica que sea eficiente. ¿Y cuales son estos principios éticos?. Se pueden

sintetizar en cuatro puntos: a) remuneraciones de acuerdo con el trabajo realizado; b)

principio de solidaridad; c) principio de seguridad; d) prioridad del interés general sobre

intereses particulares (Kornai, 1980).

Los incentivos materiales, atados a la mayor productividad, no se contradicen con el

principio de la remuneración en función del trabajo realizado, sobretodo si nos ubicamos en

un socialismo de fines y no de medios, que no es cautivo de determinadas relaciones de

propiedad o de instrumentos que deben ser funcionales a los objetivos estratégicos. Un

sistema abierto, que tenga como uno sus pilares a la competencia y a la emulación entre

empresas y personas, bajo ciertos parámetros regulatorios, es compatible con el socialismo

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aquí considerado.

Un socialismo con una economía plural, inserta en el mercado, debe auspiciar el

emprendedorismo, la introducción de tecnologías y la penetración en nuevos mercados.

Seguramente algunas empresas estarán en condiciones de pagar mayores salarios o distribuir

más excedentes que otras. Estas asimetrías deberán ser compensadas por vía de políticas

públicas que no pongan en juego el “riesgo empresario”, que deberá subsistir para que se

premien y se castiguen los “éxitos” y los “fracasos” como motores del progreso económico y

de la equidad distributiva social y regional.

También se advierte sobre la incompatibilidad entre las condiciones de eficiencia, por

un lado, y los principios éticos de solidaridad y seguridad, por el otro. Empero, se puede

argumentar que aunque la ayuda solidaria al “débil” y la seguridad del “pleno empleo” son

metas loables, ello no implica desconocer costos y beneficios e incluso que se prevea el hacer

cesar actividades con balances negativos. También en este socialismo, nadie debería tener

asegurado porque sí, sin la concurrencia de su esfuerzo y de la viabilidad de la actividad

emprendida, su ingreso y su trabajo o empleo. Pero, simultáneamente, nada impide que si los

recursos lo posibilitan, obren los efectos compensatorios de las políticas activas antes

mencionadas.

Otro cuestionamiento es que el “burócrata”, que está al frente de la empresa

socializada, cumple instrucciones en lugar de manejar a ésta con creatividad. Pero estos

“burócratas” pueden adquirir la actitud emprendedora si los incentivos estimulan la

confianza, la habilidad para competir y el coraje para asumir riesgos.

El vertiginoso y permanente desarrollo chino no fue el resultado de un proceso

inducido desde el exterior sino de una revolución social que engendró un crecimiento

endógeno que culminó a mediados de los ´70 con una estructura socialista estatal con

notables rasgos de descentralización. Desde ese momento, se fue conformando un modelo de

socialismo de mercado, muy distante de la denominación de economía capitalista-

exportadora que le asignan desde los centros occidentales del pensamiento convencional. Las

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reformas se orientaron a liberalizar precios y a la privatización del comercio minorista, a la

apertura externa y a la canalización de inversiones externas hacia lugares preestablecidos

como “zonas económicas especiales”. Otra línea de reestructuración ha sido la del cambio del

tejido empresario, reduciendo el peso del sector estatal clásico, convirtiendo a las empresas

colectivas de “propiedad social” (administraciones autónomas descentralizadas de base local)

en el sector principal de la industria. Hacia mediados de los ´90 el área estatal representaba el

34 % de la producción industrial, el área “colectiva” el 37%, el de los propietarios

individuales 13% ( más del 90% de la misma correspondía a pequeñas empresas radicadas en

zonas rurales) y el 16% era un heterogéneo grupo de firmas al que del B.M. denomina “otras

empresas”, producto de joint-ventures, inversiones extranjeras y propiedades individuales,

que empleaba apenas el 1,4 % de la fuerza laboral. Se trata, en consecuencia, de un sistema

complejo donde la suma de las áreas estatal y social representa más del 70% de la producción

industrial y más del 90% de la masa salarial total del país (The World Bank China, 1997).

La actual ley china de radicación de empresas extranjeras exige que las inversiones

fomenten el desarrollo de su inmenso mercado interno, con tecnología y equipamiento de

avanzada, o que la mayor parte de la producción sea vendida fuera de China, proveyendo

divisas. Algunos pasos “burocráticos” denotan otros mecanismos de protección: para remitir

las ganancias a la casa matriz se deben presentar en la Oficina de Divisas (el Banco Central)

los balances y el informe de auditoría, solicitando un certificado de ganancias que habilita al

Estado para investigar y reclamar el pago de los impuestos. Luego de obtener este

comprobante, la empresa puede cambiar en el banco la moneda china por alguna divisa y, a

partir de ese momento, está autorizada para efectuar el envío de sus ganancias al exterior.

Debatir si China es o no “socialista” no es un tema que preocupe a la conducción

política china, con una injerencia predominante del Partido Comunista. Más que la fidelidad a

un patrón “socialista-universal”, de raíz europea, les interesa la legitimidad nacional y social

de su experiencia, continuadora de una cultura milenaria, con una civilización, un arte,

escritura y sistema social de valores que fueron y son fuente de inspiración para otros

pueblos, incluyendo a Japón (Beinstein, 1999).

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Por otra parte, esgrimir un socialismo de mercado no implica hoy la “socialización de

los medios de producción y de cambio” sino la socialización de la dirección económica y de

la planificación estratégica participativa, admitiendo la presencia de las empresas públicas,

junto con Pymes, cooperativas y emprendimientos asociativos diversos que se erigen como

entes testimoniales de un mercado verdaderamente transparente, sin monopolios ni

oligopolios dominantes. Exponiendo estas ideas, Paul Singer, co-fundador del PT brasileño,

propone algo similar: el socialismo significa en este tiempo transferir el control de los medios

de producción a los trabajadores asociados. La autogestión socialista tiene que avanzar en el

interior del “modo de producción capitalista”, su producción competir en el mercado con las

empresas capitalistas, con la eficiencia requerida y con un nivel de acumulación que sólo

puede provenir de una capitalización creciente a través de asociativismos integrados e incluso

de una fuerte interacción con el sindicalismo. (Singer, 1998).

En algún sentido, lo que aparece como inviable es el “capitalismo de libre mercado”.

El capitalismo que ha funcionado no lo ha hecho a partir de la regulación exclusiva del

mercado. La hegemonía del mercado ha sido indiscutible, pero la historia revela un papel

activo del Estado en los asuntos económicos y sociales para corregir y complementar la

acción del mercado, incluido el terreno de la redistribución del ingreso. La existencia de

grados de reemplazo entre el Estado y el mercado, es una característica evidente y

suficientemente documentada del funcionamiento del capitalismo, aún de aquellos regímenes

más liberales. (Carranza Valdés, 1995).

La relación de propiedad, que caracteriza hoy a la sociedad capitalista constituye una

relación jurídica mutable con el tiempo y el espacio, de categoría normativa, mientras que el

mercado es de categoría fenomenológica causal (causa, la especialización productiva; efecto,

el mercado), que subsiste mientras se mantengan la relación causa-efecto. La confusión entre

capitalismo y mercado debe ser erradicada, para evitar que el mercado se vincule a una

“ideología” específica. Nadie puede ser propietario del mercado o de parte del mismo; el

instituto jurídico “propiedad” sólo se refiere a los factores de la producción (capital, trabajo,

tierra y tecnología). Asociar el capitalismo con el “libre mercado” y a las regulaciones del

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mismo con la propiedad estatal de los factores de la producción (o con el estatismo)

constituye una deformación ideológica, generalmente intencionada. Japón, es un ejemplo

francamente capitalista, con un mercado fuertemente regulado, mientras que los países

nórdicos (Suecia, Noruega, Dinamarca y Finlandia) tienen apreciables rasgos socializantes

pero cuentan con un mercado de menor regulación.

La competencia en el mercado de los albores del siglo XXI no funciona según el

modelo clásico del libre mercado, sino que obedece a un fenómeno mucho más complejo, en

el que intervienen más variables que el volumen de la oferta y la demanda. Esta conclusión

deriva de un corolario casi obvio: la asignación de factores por el libre mercado no conduce,

en el corto, mediano y largo plazo, a la optimización de los resultados económicos que exige

la sociedad. ( Rieznik, 1999).

5. - Política social y economía social

Es común que bajo la denominación de “economía social”, además de las

cooperativas, las mutuales, las asociaciones y los emprendimientos asociativos de

producciones solidarias, se mezclen desde las políticas públicas hacia los sectores mas

desprotegidos hasta los microempresarios individuales -con o sin mano de obra asalariada-

que, aunque se inicien en pequeña dimensión, aspiran a transformarse en pymes y tienen

como objetivo central la obtención de lucro.

Aún hoy, en algunos ámbitos públicos del área social, se mantienen perfiles

paternalistas y se incurre en el estereotipo de que sólo “lo pequeño es hermoso”. Con esos

lineamientos, solo los microemprendedores más desvalidos, aquellas tres personas reunidas

ad hoc en sociedades de hecho, y muchas y pequeñas cooperativas de trabajo, sin visos de

una deseable perdurabilidad, son la población-objetivo merecedora de los apoyos

mayoritarios. Se priorizan las miradas técnicas, con diseños tecnocráticos que, lejos de

rechazarse (ya que hay saberes y metodologías indispensables para planificar y organizar las

acciones), deben estar inmersos en otra forma de hacer política y de configurar las

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representaciones sociales. Desperdician la oportunidad de aunar al desarrollo local con la

economía social, reduciéndola a algún financiamiento subsidiado a las microempresas, con

alguna asistencia rápida, sin mayor trascendencia y/o practicidad.

Por ello, es atinado efectuar algunas precisiones que permitan una mejor

caracterización de las diferencias entre las políticas sociales y el campo de pertenencia de la

economía social y solidaria.

Las políticas sociales son intervenciones del Estado que no operan en el circuito de la

distribución del ingreso derivado del proceso de producción (distribución primaria a los

factores) sino que lo hacen sobre la distribución secundaria del ingreso. Entonces, si a los

fines analíticos, se escinde la política social de la económica y de la laboral, se las puede

diferenciar por el desenvolvimiento de éstas en la esfera de la distribución primaria. En este

enfoque, las políticas sociales expresan “la medida en que una sociedad se acerca o se aleja

del reconocimiento de las necesidades de todos sus miembros y su capacidad de protección

de los mismos” y la economía se asume como “el sistema que se da una comunidad o una

sociedad de comunidades e individuos, para definir, generar y administrar recursos a fin de

determinar y satisfacer las necesidades legítimas de todos sus miembros”. Pero si hacemos

referencia a la investigación-acción, a transformaciones raigales no debemos “enamorarnos”

del herramental analítico, creyendo que lo que la mente separa esta separado en la realidad

(Coraggio, Danani, 2004, Grassi, 2003).

La vigencia de “políticas sociales” en una ámbito institucional acotado, evidencia el

peso de esa división artificial entre economía y política, en la cual la política social es vista

como un mero apéndice público que atempera los efectos moralmente indeseados de la

economía. Y, si se conviene que al tope de las causas del aumento la pobreza argentina está la

gran desigualdad en la distribución de la riqueza y de los ingresos, ¿cómo podemos pensar en

políticas sociales en serio sin trabajar el componente de generación y distribución de ingresos

que se gesta en el interior de las estructuras económicas? (Clemente, 2004).

Como se señaló antes, estas “políticas sociales”, desligadas de la economía, del poder

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y de la política propiamente dicha, resultan parches ilusorios que evitan los debates de fondo

y que, aún con fundamentos “progresistas”, esforzados por enlazar la asistencia con algún

perfil productivo local, siguen siendo funcionales a la continuidad del ideario del “mercado

libre”. Cumplen el papel de exhibir una cara buena y caritativa, que se “ocupa de los pobres”

que antes expulsó la economía formal, reduciendo las presiones populares por trabajo,

empleo y renta.

La economía social, por el contrario, crece desde las comunidades como un

subsistema que equilibra lo económico y lo social, con una política institucional y una cultura

de trabajo autogestionario. Produce actividades participativas que están imbuidas de otras

redes de sociabilidad, no necesariamente contradictorias con la sociabilidad de un

capitalismo productivista no-rentista, pero con prácticas socioeconómicas que armonizan la

eficacia y la eficiencia empresarial con principios y valores solidarios que la inspiran y

cimentan.

6. – Hacia un proyecto político nacional

Se han derrumbado las versiones más extremas del liberalismo conservador y la

ideología de la globalización que pretendía convencer a los países periféricos que sólo les

quedaba la resignación y el acople sumiso, como satélites de los países centrales, siguiendo

formulas y herramientas que no eran, precisamente, las que ellos aplicaban fronteras adentro.

Lo que generalmente se denomina globalización -la globalización realmente

existente- no es sólo un nuevo nombre que ha adquirido la mundialización económica. En las

últimas décadas, la microelectrónica y el dominio del espacio exterior han provocado una

transformación de raíz en el procesamiento y transmisión de información. Se ha producido

una gran disminución en el costo de transmisión de esos datos e imágenes, reduciendo el

“costo de la fricción del espacio” a una mínima expresión, relativizando las necesidades de la

centralización en la toma de decisiones. Al mismo tiempo, los nuevos conocimientos sobre el

átomo y la biología han ampliado los procedimientos para transformar la materia, generar

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energía e influir en el comportamiento de los seres vivos.

Estos avances de la ciencia y la tecnología incrementan los vínculos entre los países y

su contexto externo. Estar lejos o cerca ha perdido relevancia en la actual geografía y, si estar

lejos significa el beneficio de reducción de costos laborales y otros, la descentralización

viabilizada por la tecnología es apropiada. Aparecen, entonces, la internacionalización de los

procesos productivos en las corporaciones transnacionales, la integración de las plazas

financieras en un megamercado que opera en tiempo real 24 horas al día, 7 días a la semana,

y la expansión del comercio mundial de bienes y servicios, instalando nuevos desafíos y

oportunidades. Estos hechos se dan en un escenario mundial unificado por la transmisión en

tiempo real de información e imágenes. La fusión entre lo real y lo simbólico da la apariencia

de un mundo sin fronteras. Una sociedad de redes muestra una estructura de nodos e

interconexiones sociales, induce a la flexibilidad e inestabilidad en el trabajo y a una cultura

de la virtualidad.

Lo anteriormente descripto, es una síntesis sumaria de lo que denominamos

globalización realmente existente: una ventana al mundo con inmensos peligros y con

innumerables oportunidades. Peligros porque la competencia no sólo penetra con las

empresas que se radican en nuestra geografía sino a partir de las pantallas de la televisión e

Internet, que multiplican sus ofertas y servicios. Amenazas porque, pese a los debates en la

O.M.C, el orden comercial mundial sigue sesgado negativamente contra los países de

industrialización inconclusa y de exportaciones agroalimentarias. En este sentido, basta

registrar que los aranceles de EEUU y de la Unión Europea llegan a ser hasta 20 veces

mayores que los aplicados a sus importaciones de las naciones más prósperas (Guadagni,

2005). Oportunidades porque, si encontramos un nicho o segmento -interno o exterior-, el

mercado adquiere dimensiones impensadas, mediante las economías de escala y la creación

de un valor emergente de productos y servicios adaptados a los requerimientos de demandas

crecientes.

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Pero si bien hay que abandonar a su suerte aquella vieja iconografía ultraizquierdista1

de “demonios” externos (la visión exagerada de un imperialismo unificado) como únicos

culpables de nuestros males, y efectuar una introspección inteligente para superar la

autodenigración, el desarraigo y añejas deficiencias de conocimientos propios, no hay que

caer en el error inverso: en el ideologismo liberal, en una versión determinista, mecanicista y

fatalista que sirve a los intereses económico-financieros de los centros del poder

transnacional. (Boisier, 1998)

No existe una globalización neutral, como no existe una ciencia económica neutral.

Toda teoría o programa económico contiene implícita o explícitamente un mensaje

ideológico o, si se quiere, una serie de “prejuicios” y juicios de valor, que a veces se

transmiten tal como si fueran racionalidades “asépticas” para legitimar una determinada

relación de fuerzas y cierto esquema de dominación. Pues bien, esta versión fundamentalista

de la globalización es, en rigor, una ideología de la globalización que pretendió imponer el

absolutismo de un pensamiento único. Así, este ideologismo, suele depositar sobre la

globalización realmente existente la responsabilidad única de las desigualdades crecientes, el

desempleo, la concentración del ingreso y otras inequidades. Sin embargo, el problema radica

también en la aplicación de medidas domésticas que no son las más sensatas para responder,

desde los intereses nacionales, a este contexto internacional globalizado.

La ampliación de los mercados y las transferencias internacionales de recursos

desatan formidables fuerzas para la producción, el empleo y el bienestar. No obstante,

libradas al “automatismo” de los mercados, estas fuerzas contribuyen a profundizar la

dependencia y las inequidades prevalecientes en el orden mundial y en el interior de los

países. El gobernar la globalización demanda políticas públicas activas y marcos

regulatorios adecuados que establezcan un apropiado equilibrio entre el mercado y el

planeamiento estratégico del Estado, entre los actores lucrativos y los sociales (Ferrer, 1997).

1 Se utiliza aquí la expresión “ultraizquierdista” en el sentido de posiciones que son aparentemente “extremas” desde lo verbal pero objetivamente paralizantes y estériles, al no tener ningún tipo de sustento con la realidad actual o con un proyecto de efectiva transformación de esta realidad.

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De todos modos, sin una autocrítica que los haga desistir de tantas profecías

incumplidas y de tanto pronóstico fallido, los fundamentalistas más cerriles de las “escuelas”

liberales siguen aconsejando abandonar “dirigismos” y proteccionismos. Fingiendo ignorar

que ese “automatismo” no funciona en ninguna parte del mundo, reiteran que basta con el

“piloto automático” del mercado. Pero, en lugar de confrontar con ellos, es más productivo

reflexionar porque este extraño anarquismo “de derecha” aún influye en numerosos dirigentes

y funcionarios de los equipos gubernamentales. Hasta que punto no subsiste gran parte de los

presupuestos del Consenso de Washington, apenas disimulado con respuestas que se dan

desde un capitalismo piadoso, con “sensibilidad social”, que coexiste con una remozada

ortodoxia económica y con apelaciones abstractas a la ética, que han calado hondo en buena

parte de economistas y cientistas sociales que se consideran de “centro-izquierda”.

La política -en la mejor acepción de la palabra- es la que puede garantizar la

igualdad de oportunidades y el acceso a la participación y a la toma democrática de

decisiones. En este sentido, es imperioso integrar lo económico, lo social y lo político,

evitando compartimentos estancos que solo contribuyen a extraviar el rumbo. Como algunos

discursos contradictorios parecen agotarse en el eje transparencia-seguridad, no es ocioso

insistir en la primacía de lo político, comenzando por poner de pie a un Estado que ha

perdido buena parte de su poder de contralor, de prevención y de prospección; reunir aportes

conceptuales y experiencias válidas que conlleven a una explícita estrategia nacional de

desarrollo y a un poder político popular de base territorial que haga las veces de orientador y

organizador de las distintas clases y sectores del “bloque nacional”.

Para darle sustentabilidad a las transformaciones pendientes, hay que desplazar esa

óptica “realista” sobreviviente que sugiere limitar las actividades a dar “prolijidad”, “trato

personalizado” y algunos alivios compensatorios, manteniendo los lineamientos de fondo del

“modelo” del capitalismo financiero rentista. Por el contrario, urge concentrar los esfuerzos

en ofrecer opciones consistentes en torno al eje producción-inclusión, ya que otro

crecimiento más equilibrado solo será posible con la reconstrucción de los tejidos sociales,

organizacionales y productivos.

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Más aún, son imprescindibles otros modelos mentales, saberes actualizados que

esclarezcan la praxis socioeconómica ante este cambio de época que se mencionaba al

comienzo. Visiones que se relacionan con la teoría dinámica de sistemas, con la lógica difusa,

con la irreversibilidad temporal e, incluso, con el caos (Boisier, 2002).

Y no es suficiente con el “puro” conocimiento: más allá del eufemismo de hacer buen

gobierno, hay que unir la selección de los conocimientos más pertinentes con el arte de la

política. Como dice Umberto Eco: “con tal sabiduría el arte los había combinado en

armónica conjunción, iguales en la variedad y variados en la unidad, únicos en la diversidad

y diversos en su perfecto ensamblaje…”

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