Réquiem por Leonora

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Réquiem por Leonora

Héctor Estrada Parada

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Extracto gratuito destinado a promoción de la obra Réquiem por Leonora del autor Héctor Estrada Parada, publicada por la editorial Enxebrebooks.

Se puede adquirir la obra completa en formato electrónico o papel en http://www.descubrebooks.com

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Primera Parte

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CAPÍTULO I

Aquella tarde de agosto de 1958, el calor era endemoniado y como ya era rutinario en los últimos cuatro meses,

Reinaldo Villarroel Arteaga regresaba de las instalaciones del Ministerio de Obras Públicas, ubicadas en la muy transitada y bulliciosa avenida Sucre en el oeste, caminando hacia el centro de Caracas. Había obtenido la misma respuesta: “No hay vacantes por ahora,chico , si quieres te acercas por la gobernación a ver si en el Plan de Emergencia te enchufan”. Había escuchado comentar a Alberto Ravell en el programa Entretelones por Radio Continente, que el presidente de la Junta de Gobierno, contralmirante Wolfgang Larrazábal Ugueto renunciaría al alto cargo, con la intención de lanzarse como candidato presidencial en los siguientes comicios, lo que seguramente significaría el fin de ese “programa laboral”.

Rey no entendía cómo para él y su familia podría representar una solución el tener un empleo de media jornada por un tercio del salario y sin hacer casi nada la mayor parte del tiempo. Él, quien acababa de salir de los sótanos de la Seguridad Nacional, ingeniero civil con abundante experiencia en construcción, no tenía opciones en un país que comenzaba a enrumbarse hacia caminos de una casi desconocida democracia. Todo

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empezaría a cambiar para bien y para mal. Con gran desconsuelo contemplaba cómo todos los políticos, humanos al fin, mudan de aires cuando tienen en sus manos alguna cuota de poder, por pequeña que esta sea. “…Ahora resulta que todo lo que estaba haciendo el régimen de Pérez Jiménez estaba mal, ¡qué falta de objetividad, carajo! Ni yo, que estuve preso injustamente durante meses y fui torturado solo por ser un presunto adeco, dejo de reconocer las obras que realizó o inició el tarugo; seguramente ahora van a paralizar cuanto se estaba desarrollando por la única razón de que es obra de la dictadura”.

Rey se graduó con honores de ingeniero civil en la Universidad Central de Venezuela en 1952, justo hacía seis años, y había sido empleado por una empresa constructora privada, propiedad del magnate italiano Filippo Gagliardi. De este se decía que tenía tratos con las más altas esferas del gobierno de Pérez Jiménez, el cual había emprendido una gran cantidad de obras de envergadura. Si bien es cierto que se decía, tanto en el país como en el exterior, que el régimen cambiaba kilómetros de carreteras por la sangre de los adversarios de la dictadura.

Rey se dejó caer pesadamente en una de las bancas de la plaza Bolívar con sus casi noventa kilogramos y ciento ochenta y ocho centímetros, para descansar un poco y despejar su mente un tanto embotada. Después iría a su casa con las manos vacías y el alma estropeada de tanto vivir, amar y sufrir. Recordó con nostalgia que las cosas no siempre fueron así. Trató de visualizar un feliz regreso a casa, después de una normal jornada: su mujer Leonora y su pequeña consentida Angélica de casi tres añitos, corriendo hacia él y echándole los brazos. “¡Ah, Leonora, cuánto han cambiado las cosas en apenas cuatro años…!”

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Se habían casado en Maracay con la condescendencia de la familia de ella. La ceremonia fue en exceso suntuosa

y asistió la gente más acomodada y rancia del estado Aragua y la capital; hasta el mismo Presidente de la República, ya que el suegro de Rey era muy estimado en los círculos sociales y políticos, por tratarse de un próspero industrial italiano que había contribuido en gran medida al desarrollo regional y nacional.

Esa noche la “italianita”, a sus esplendorosos dieciocho años, lucía rutilante ceñida en su costosísimo traje de novia, diseñado y confeccionado en Milán por una modista prima de Filippo, la mundialmente conocida y reconocida Carla di Biancoforte —no por pariente menos virtuosa y cara.

Al hacer su entrada en el salón donde se efectuaría la recepción, todos los invitados volvieron la mirada al mismo tiempo atraídos y maravillados por la imponente elegancia y belleza sin par de la chica. No era alta, a lo sumo un metro sesenta, pero poseía una figura espectacular, de medidas perfectas. Una rubia cabellera le servía de marco a un rostro angelical cuyo elemento sobresaliente eran sus ojos, de un azul casi artificial, nariz perfiladísima y como remate, unos labios carnosos y sensuales. Leonora era una auténtica beldad, a lo que sumaba el glamour que solamente se adquiere educándose en Europa y codeándose con la flor y nata de la sociedad, incluida la realeza de algunos países en los que aún perdura la monarquía o por lo menos, los títulos nobiliarios.

El primero en recibirla al pie de las escaleras y felicitarla fue su tío Giovanni, el hermano menor de su madre, con quien la muchacha tenía una relación muy especial, tanto, que cuando iban al teatro, al cine o a bailar, mucha gente pensaba que eran novios. Reinaldo se veía muy apuesto en su traje de etiqueta,

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era un joven alto de aspecto atlético, fuerte y con facciones como esculpidas, de ojos negros y grandes que exponían su gran inteligencia; sin duda él, a la par, tenía su público entre las damas invitadas, muchas de las cuales suspiraban con la certeza romanticoide de que asistían a una boda real. Aunque casi se trataba de la unión entre un plebeyo y una princesa.

Al regresar de la luna de miel, la cual fue un periplo por el Caribe, Rey comenzó a trabajar en la constructora de su suegro.

—Bene bambino, aquí está tu oficina, espero que estés a gusto. Por ahora no tendrás mucho que hacer, má poco a poco.—Y haciendo un gesto con la mano derecha, juntando las puntas de los dedos hacia arriba, se retiró excusándose—: Voy a mi despacho para atender una llamada molto importante.

Un minuto más tarde Filippo alzaba el auricular arrellanado en su confortable sillón capitoné, al fondo de su amplio despacho, solo para encontrarse —lo cual le molestaba en grado sumo—, con la voz de una secretaria que le anunció que en pocos segundos estaría en conferencia con el mismísimo presidente de los Estados Unidos de Venezuela.

—¿Qué tal Felipito, cómo l e va? Trabajando duro por el país como todos nosotros, me imagino.

—Ciao coronello ¿Come andiamo? Sí, trabajando duro para durar trabajando.

—Claro que sí, no podía ser de otra manera. Oiga Felipe —dijo con su inconfundible acento andino, pronunciando la “f” como soplando entre los labios—, necesito que se persone mañana a primera hora en Miraflores para una reunión de alto vuelo, revisaremos los proyectos del Banco Obrero que le

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vamos a encargar. —Y bajando la voz a tono de complicidad, agregó—: ¡Después de que su compañía gane las licitaciones, por supuesto!

—D’acordo signore presidente, domani per la mattina a las ocho en punto estaré en su despacho para enterarme de los detalles y comenzar a tramitar la parte financiera del proyecto.

—Bien, el mayor Martín Parada, mi mejor piloto, estará esperándolo en la base aérea de Palo Negro a las cero seiscientas, dispuesto a despegar en cuanto usted aborde, para traerlo hasta La Carlota, donde le esperará una limonsina.

—Arrivederci coronello —replicó el italiano colgando el teléfono.

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Filippo Gagliardi arribó a Venezuela después de la segunda guerra mundial. Las relaciones entre Estados

Unidos e Italia se deterioraban progresivamente.

En marzo de 1941, el gobierno de Estados Unidos retuvo 28 barcos mercantes italianos en los puertos del país y arrestó a las tripulaciones, que habían saboteado las embarcaciones por orden del agregado naval italiano en Washington. Además, exigió la inmediata destitución del funcionario, ante lo cual Italia respondió de la manera más cursi, exigiendo la destitución del agregado militar estadounidense en Roma.

En junio, las propiedades del gobierno italiano en Estados Unidos fueron confiscadas, ante lo cual Italia actuó de igual manera con las propiedades estadounidenses en el país. La alineación de países alcanzó su punto de máxima tensión en diciembre, cuando Mussolini, tras el ataque japonés a Pearl Harbor, declaró la guerra a Estados Unidos. En 1942, el fascismo italiano tenía ante sí un panorama desalentador. En el norte de África las efímeras victorias ítalo‑germanas se desvanecían ante las ofensivas enérgicas lanzadas por los británicos. Las tropas del Eje sufrieron serios reveses en el frente ruso. Las guarniciones itálicas de ocupación en Albania, Yugoslavia y Grecia sufrieron pérdidas de consideración, a causa de la resistencia planteada por las respectivas guerrillas.

Mientras, el pueblo italiano —siempre paga el pueblo los errores de sus gobernantes—, se enfrentaba a un crudo invierno debido a la escasez de alimentos y combustible para calefacción y transporte; el control alemán sobre el país, la corrupción e ineficacia de los oficiales fascistas y el incumplimiento de las leyes de racionamiento por parte de los más ricos e influyentes, contribuía a crear un ambiente dominado por la falta de moral. En octubre, los británicos protagonizaron una serie de ataques

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aéreos contra las ciudades industriales del norte del país. Por otra parte, las tropas británicas y estadounidenses establecieron bases aéreas en Argelia y Cirenaica y bombardearon el sur de Italia.

El desprestigio político del régimen fascista iba cada día en aumento. Benito Mussolini asumió el control absoluto de los asuntos políticos y de las operaciones militares. Cuando en mayo las tropas del Eje fueron derrotadas en Tunicia, creó un Consejo de Defensa para prepararse contra una posible invasión aliada del país. Todos sus esfuerzos por reforzar las defensas y elevar la moral del país resultaron infructuosos ante los ataques aéreos de los aliados.

En julio de 1943, después del sometimiento de la isla italiana de Pantelleria, lugar de vital importancia estratégica en el Mediterráneo, el ejército aliado invadió Sicilia. Días después, el presidente Franklin D. Roosevelt y sir Winston Churchill dirigieron un mensaje por radio al pueblo italiano pidiendo su rendición inmediata para evitar peores desastres. Al día siguiente, bombarderos aliados arrojaron sobre Roma panfletos advirtiendo de una arremetida contra las instalaciones militares cercanas a la ciudad y prometiendo no destruir edificios habitados y patrimonio histórico. Aproximadamente unos quinientos aviones aliados participaron en la destrucción de los arsenales, fábricas de pertrechos y aeropuertos próximos a la ciudad. El bombardeo generó una emigración masiva del pueblo romano y desencadenó el fulminante conflicto político. Durante el ataque, Mussolini se hallaba en Verona con Hitler decidiendo las acciones a tomar frente a la invasión aliada. A su regreso a Roma, se vio obligado a asistir una reunión del Gran Consejo Fascista para analizar la crisis del Ejército italiano. Después de un fuerte debate, el Consejo retiró su

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confianza a Mussolini.

El 25 de julio, el rey Víctor Manuel III pidió su renuncia y lo puso bajo arresto militar. Posteriormente, encargó al mariscal Pietro Badoglio la formación de un nuevo gobierno, como primera medida de este gabinete se decretó la absoluta revocatoria de las organizaciones fascistas en Italia. Había quedado demostrado que Adolfo era un loco, Irohito un engreído desubicado y Benito un payaso, pero ¡cuánto daño pueden causar los locos, los desubicados y los payasos con una buena cuota de poder!

Gagliardi, al igual que millares de pro fascistas italianos, abandonó “la bota”, cargando con lo que pudo. Aunque era solo un funcionario civil de tercera línea, tenía estrecho contacto con el “Duce” y era uno de sus favoritos, por lo que tenía acceso a recursos que eran prohibidos al ciudadano común, y como consecuencia, llegó a Sudamérica como un distinguido plutócrata que huía de los horrores de la guerra. Lo que no pudo convertir en dinero efectivo se lo llevó en joyas y obras de arte, que al poco tiempo y por efecto de la hipnosis que producía aún entonces,todo lo europeo en la sociedad caraqueña, proveyeron al italiano de una fortuna respetable.

Corrían los días de la llamada “Revolución de Octubre”, que no fue otra cosa que una rebelión cívico‑militar que derrocó al presidente general Isaías Medina Angarita, acaso uno de los estadistas más demócratas y progresistas que ha tenido Venezuela. Los cabecillas civiles y militares del pronunciamiento fueron respectivamente Rómulo Betancourt y Marcos Pérez Jiménez, cuyos nombres iban a resonar en los libros de la historia patria en los siguientes veinte o treinta años. Medina fue un militar civilista que sabía respetar los derechos humanos; propició y defendió la libertad de

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expresión; permitió la libre actividad de los partidos políticos; promovió una reforma de la Constitución que otorgó por primera vez el voto a las mujeres para elegir y ser elegidas concejales, así como la elección directa de diputados, además permitió la legalización del Partido Comunista.

El 5 de mayo de 1941, fecha en que Medina asumió la Presidencia de la República, Venezuela tenía menos de cuatro millones de almas, Caracas, unas 270.000 y el presupuesto nacional era de trescientos millones de bolívares, leyó usted correctamente, son millones no billones. Se consideró un grave error suyo no haber llegado hasta la concesión del sufragio universal, directo y secreto, causa esgrimida por sus adversarios para justificar su caída. Antes de ejercer la primera magistratura, fue profesor de conocimiento de servicio y de castellano en la Escuela de Aspirantes a Oficiales y también de educación física en las Escuelas Federales de Caracas, en la Escuela Normal de Hombres y en el liceo Andrés Bello. Al ejercer estas tareas docentes, se relacionó con otros profesores y estudiantes de esos institutos, formando parte de grupos donde se discutían ideas y nuevas tendencias, mostrándose en esas ocasiones partidario de la autonomía universitaria. Más tarde, hizo amistad con otros intelectuales y formó parte del “Grupo Atenas” y del “Club de los Siete”. Con el profesor Antonio José Sotillo aprendió los métodos pedagógicos para aplicarlos en la Escuela Militar. Fue nombrado también jefe de servicio de la Dirección de Guerra del Ministerio de Guerra y Marina. Allí se inició su amistad con el general Eleazar López Contreras.

Más que la oposición clásica entre dictadura y democracia, en los orígenes del movimiento de octubre estuvo el enfrentamiento entre dos directrices democráticas: una

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moderada, gradualista y de alguna manera elitista: el medinismo y otra más populista y radical, personificada por Rómulo y su bando. El 18 de octubre de 1945 por la mañana estalló la asonada en la Escuela Militar de La Planicie de Caracas. Ya en la tarde, había cundido a los cuarteles San Carlos, La Planta y Miraflores en Caracas y a la guarnición de Maracay. El cuartel San Carlos fue rescatado por tropas leales a Medina, mientras se generalizaban los tiroteos por las calles de Caracas. En la noche, el presidente analizó la situación. Se negó a atacar la Escuela Militar temiendo por la vida de los cadetes. En la mañana del 19 de octubre, las noticias de que la aviación y la plaza de Maracay se encontraban en manos de los alzados y de que el cuartel San Carlos había sido ocupado por civiles insurrectos, contribuyeron a que Medina se rindiese. Esa misma noche, en la “residencia de misia Jacinta” se constituyó una nueva Junta Revolucionaria de Gobierno encabezada por Rómulo Betancourt.

Como detalle significativo que evidencia el poder de convocatoria de Medina Angarita, su gobierno recibió el apoyo de brillantes intelectuales y políticos de la época, de las más variadas corrientes, incluidos comunistas e independientes.

Gagliardi coqueteaba con el régimen sin comprometerse mucho; muy astuto de su parte, ya que con quién se cuadró bien al final fue con Marcos Pérez Jiménez, su protoamigo, quien con el grado de Mayor, ostentó el cargo de Jefe del Estado Mayor del Ejército.

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Evidentemente, Reinaldo no quería ser en la empresa una simple figura decorativa y comenzó a documentarse de

los detalles del funcionamiento de la constructora, proyectos y procedimientos, de manera que a las pocas semanas estaba al tanto de todo; no en balde se había quemado las pestañas durante cinco años en la universidad, amén de haber tenido un coeficiente intelectual de 148 a los diecisiete. Cierta vez, asistiendo una reunión de gerentes, sorprendió a su suegro, ya que con su intervención se resolvió un problema técnico que traía de cabeza hasta a los más experimentados de la empresa, lo cual hizo que Gagliardi se fijara en su yerno con más seriedad. A partir de entonces le encomendó varias tareas, que si bien no eran agotadoras, requerían de gran agudeza, creatividad e ingenio. De todas las pruebas Reinaldo salió más que airoso. Por encargo de su suegro y jefe, fue a negociar unos préstamos bancarios. El grupo de banqueros esperaba reunirse con Filippo en persona, pero al encontrarse con su flamante gerente técnico, prestado al área de finanzas, se mostraron un poco desilusionados y sin disimular manifestaron su contrariedad por la ausencia del industrial italiano en aquella reunión.

—Señores —dijo altivo Rey—, entiendo que quieran tratar directamente con el señor Gagliardi, pero deben tener presente que él ha depositado su confianza en mí, garantizo que eso no es gratuito, cree en mi juicio para negociar y en mi conocimiento del proyecto que nos ocupa. Además les recuerdo que no soy solo su yerno, también soy un profesional de la ingeniería; de manera que si confían en su criterio, les ruego respeten sus decisiones.

Los hombres de negocios quedaron atónitos ante aquella sentencia, pero no dejaron de reconocer en su fuero más íntimo

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que al joven le asistía toda la razón, así que más o menos a regañadientes le dedicaron su atención. Incluso el presidente del banco más pequeño representado en la reunión, entreabrió la boca como para argumentar algo, pero cambió de idea y siguió callado. Al terminar la reunión, la banca se estaría disputando el financiamiento de los proyectos de Gagliardi y compañía gracias, al menos en parte, a la brillante intervención de Reinaldo, quien expuso cada uno de los detalles con gran solidez, vendiéndole las bondades de este a los escépticos banqueros. Además, entre las obras que serían encomendadas al italiano por el gobierno nacional, se hallaban algunos frutos del ingenio del prestigioso y talentoso arquitecto Carlos Raúl Villanueva, aquel que en 1943 influido por los conceptos de la “ciudad jardín” de Le Corbusier, diseñó para Maracaibo, la urbanización Rafael Urdaneta, como alternativa a los conjuntos habitacionales promovidos por las compañías petroleras y en 1944 empezó el proyecto de la Ciudad Universitaria de Caracas, que a partir del conjunto del hospital, se desarrolló durante los 16 años siguientes.

Desde entonces, el suegro comenzó a soltarle a Reinaldo cada vez más las riendas del negocio, reservándose principalmente las relaciones públicas e institucionales, entendiéndose por estas últimas las grandes bacanales que protagonizaba “mi general”. A la pareja Villarroel‑Gagliardi le sobraban motivos para ser feliz: habían comprado, por algo más de trescientos mil bolívares, una bella casa en la calle Cabriales de la urbanización Colinas de Bello Monte, poseían dos automóviles: un Mercedes Benz 190C y un Cadillac Fleetwood (el primero era el de Leonora, por supuesto), una acción en el Club Puerto Azul, además de un terreno cerca de Juan Griego en la isla Margarita. Éste último, comprado íntegramente por Reinaldo con recursos propios, con miras a construir una casa

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vacacional. Todo lo demás fue parte del paquete dotal que aportó la familia de la novia.

—Esta noche hay una pequeña fiesta en la casa de los Martino y por supuesto —dijo Leonora como con desgano—, estamos invitados. Espero que no tengas demasiado trabajo y puedas estar en casa a tiempo para asistir; las últimas tres veces hemos quedado mal, bueno, al menos, yo he cumplido con tío Giovanni, pero ellos siempre preguntan por ti.

—La verdad —dijo Rey en tono bajo como si evitara iniciar una disputa—, es que don Filippo me encomendó representarlo en una reunión muy importante en la Cámara de la Construcción.

—Últimamente pareces el mandadero de papá, no tienes vida propia y mucho menos vida social, lo cual me imagino entenderás también es importante en una ciudad como Caracas y para gente de nuestra posición.

—Supongo que resultará inútil intentar convencerte de cualquier cosa contraria a tus razonamientos, deseos y caprichos. Tu mundo es la vida social, la moda y la compañía de Giovanni; por otro lado, en los meses recientes, no has hecho más que descalificarme y pretender hacer ver que yo enredo las cosas y que conmigo no se puede hablar, pero recuerda que el diálogo es de dos y dos pueden tener la razón, aun al mismo tiempo, ya que todo en la vida es relativo y nunca nadie tiene la verdad absoluta…

—¡Ay no m’hijito! —replicó groseramente—. Compraría un libro o me inscribiría en la universidad.

—O le preguntarías a tu tío, ¿verdad?

Se volvió hacia él con ira. Leonora, saliendo del estudio

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donde se hallaba a la llegada de su esposo dijo:

—Si quisiera lecciones de filosofía de ganga…—Y de inmediato, el rubor le subió al rostro por su reacción y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no gritarle: “¿Cómo te atreves a hacerme tal insinuación?”.

Pero calló al darse cuenta de que una increpación así, despertaría unas sospechas que quizás ni existían en la mente de su marido. Tal vez la pregunta fue meramente retórica y no debía arriesgarse por una rabieta; de tal modo que acopió fuerzas para mantener el control de sí misma. Optó por abandonar la estancia dirigiéndose a su dormitorio. Se echó a sollozar en la cama sin saber exactamente por qué. Llevaba unos minutos en eso cuando empezó a evocar su adolescencia. Aquellos días en los que apenas esperaba salir del colegio para reunirse con Giovanni, quien a la sazón contaba unos veintiséis años y era un soltero muy codiciado por su aspecto de príncipe europeo y que, a decir de la sociedad, las tenía todas consigo: joven, apuesto, rico y culto. Se rumoraba que había heredado un título de Conde o algo parecido de un tíoabuelo suyo, pero el asunto estaba siendo revisado por los tribunales italianos competentes. Como fuera, Giovanni Paolo Capobianco disfrutaba de una representativa renta —junto con la herencia del título venía adosada una modesta fortuna, que le permitía vivir sin trabajar—, se daba la gran vida y tenía todo el tiempo libre que quisiera, en horas en que otros mortales estaban deslomándose trabajando para subsistir. Con frecuencia, le hacía el favor a la hermana mayor de recoger a su sobrina favorita en el colegio, que saltaba a los brazos de su tío dándole un sonoro beso en los labios. La llevaba a pasear en su flamante Alfa Romeo Sprint Giullietta de 1950 —rojo, por supuesto—, le ayudaba con sus tareas

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escolares y eran muchas las ocasiones en que, obligado por la hora, se quedaba a dormir en casa de los Gagliardi. Fue una de esas noches en las que la conversación se prolongó hasta muy entrada la madrugada, Giovanni se despidió de Leonora como de costumbre con un beso, y al arroparla, ella le recordó su práctica de colocarse una almohada extra entre las rodillas y él, en el momento de acercársela, tuvo conciencia —con gran turbación para el joven—, de que la chiquilla de catorce años vestía nada más una batita sin otra prenda debajo, y sin querer…,en el momento en que él le acomodó el almohadón en medio de los muslos, ella le humedeció la mano con su intimidad…

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La asamblea en la Cámara de la Construcción, efectuada en la sede principal de Fedecámaras, resultó interesante

y provechosa; se debatieron y aprobaron acuerdos altamente beneficiosos para ese sector productivo, de lo cual informó detalladamente Reinaldo a su jefe a la mañana siguiente, en una reunión que sostuvieron ambos con el gerente de finanzas de la firma. El suegro estaba orgulloso de Rey, a decir verdad más como ejecutivo de su compañía que como yerno. Él era un viejo zorro y estaba al tanto —sin que nadie le contara—, de que el matrimonio de su hija, aunque prematuramente, estaba presentando los típicos síntomas del tedio. Hasta se sintió un poco culpable por ocupar enormemente al muchacho, pero “¡Qué diablos! —se dijo—, si no fuera en esta, sería en otra empresa en la que trabajaría doce horas al giorno o más, y todas las mujeres deberían acostumbrarse a que sus maridos trabajen como burros si quieren llevar una buena vida”.

Es por demás que diga que Reinaldo y su mujer no asistieron al cóctel de los Martino, él por la reunión de la que ya sabemos y ella, por estar muy abrumada con motivo de los turbulentos pensamientos y sentimientos confusos que la asaltaron en las últimas horas, lo cual le produjo una fuerte jaqueca. Se fue a la cama mucho más temprano que de costumbre para el asombro de todos —aunque en realidad no había tal hora de costumbre, Leonora se acostaba a horas tan disímiles que resultaba impredecible—. Esa noche, a pesar del cansancio y el pequeño disgusto vespertino, Reinaldo, respondiendo normalmente a sus apremios de hombre joven sano y apasionado, deseaba vehementemente hacer el amor con su compañera, pero al entrar al dormitorio y hallarla profundamente dormida y en pijama, se enteró de que esa noche no habría caricias ni besos. Era una regla no escrita: cuando la sensual Leonora deseaba “desordenar la cama” con su esposo, lo esperaba desnuda y

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a medio cubrir, como al descuido, algunas zonas erógenas de su anatomía, en poses que aparentaban inocencia pero que sabemos eran producto de la más fría, o más bien ardiente, premeditación. Realmente, ni en los momentos de mayor contacto físico entre ellos había una verdadera y productiva comunicación, más bien, esta era reemplazada por una sucesión mecánica de coitos muy apasionados, pero con una total ausencia de ternura. Esos encuentros parecían a veces una especie de competición, a ver quién podía más, quién era dueño del campeonato de acrobacia sexual y en definitiva, una relación íntima en la que cada uno buscaba su propio placer en primer lugar y el de la pareja en segundo, pero con una oscura connotación egoísta: ¿Ves que soy tan bueno que te complazco hasta la saciedad sin perder mi fuerza?. Ella por su lado pensaba: “Deberías darte con una piedra en los dientes por la mujer que te ha tocado, ninguna otra te daría tanto placer como yo, ni se atrevería a tanto en la cama, ¿verdad?”

“No hay peor ciego que el que no quiere ver”

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Héctor Estrada Parada, escritor venezolano (Caracas, 1951). Es técnico superior universitario en mercados y publicidad y cursó comunicación social en la Universidad Central de Venezuela (UCV). Durante el bachillerato dirigió un periódico liceísta y más tarde el semanario del Banco Hipotecario de la Vivienda. Tuvo a su cargo la revista K-leido en los años 90. Es miembro activo del programa Plataforma del Libro como promotor de lectura, y miembro de la Red Nacional de Escritores, Capítulo del Táchira. Autor de las novelas históricas Perdedores y Réquiem por Leonora. Docente en el Colegio Aplicación de San Cristóbal. Actualmente es asesor de tesis universitarias.http://tigrecervantes.blogspot.com/

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