Remedios Mataix Azuar – Novelas y Cuentos

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Remedios Mataix Azuar – Novelas y cuentos “de la tierra” - 1 - © 2006, E-Excellence –www.liceus.com NOVELAS Y CUENTOS “DELA TIERRA” ISBN – 84-9822-446-2 Remedios Mataix Azuar [email protected] THESAURUS Narrativa posmodernista. Criollismo. Regionalismo. Mundonovismo. Novela de la tierra. Francisco Contreras. José Eustasio Rivera. Ricardo Güiraldes. Rómulo Gallegos. OTROS ARTÍCULOS RELACIONADOS CON EL TEMA EN LICEUS (Si el autor los desconoce, serán incluidos por el equipo de Liceus): ESQUEMA: 1. Regionalismo hispanoamericano: un viaje literario tierra adentro. 2. Una “filosofía de nuestro tiempo”. 3. La visión mundonovista: Nuestra América maravillosa. 4. La novela “de la tierra”: Naturaleza, Mito e Historia. 4.1. La vorágine (1924) o la Selva polisémica. 4.2. Don Segundo Sombra (1926): un diálogo ejemplar con el corazón de la Pampa. 4.3. Doña Bárbara (1929) o la Utopía del Llano.

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NOVELAS Y CUENTOS “DELA TIERRA”

ISBN – 84-9822-446-2

Remedios Mataix Azuar

[email protected]

THESAURUS Narrativa posmodernista. Criollismo. Regionalismo. Mundonovismo. Novela de la

tierra. Francisco Contreras. José Eustasio Rivera. Ricardo Güiraldes. Rómulo Gallegos.

OTROS ARTÍCULOS RELACIONADOS CON EL TEMA EN LICEUS (Si el autor los desconoce,

serán incluidos por el equipo de Liceus):

ESQUEMA: 1. Regionalismo hispanoamericano: un viaje literario tierra adentro.

2. Una “filosofía de nuestro tiempo”.

3. La visión mundonovista: Nuestra América maravillosa.

4. La novela “de la tierra”: Naturaleza, Mito e Historia.

4.1. La vorágine (1924) o la Selva polisémica.

4.2. Don Segundo Sombra (1926): un diálogo ejemplar con el corazón de la Pampa.

4.3. Doña Bárbara (1929) o la Utopía del Llano.

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1. Regionalismo hispanoamericano: un viaje literario tierra adentro. Tras los periplos cosmopolitas, las huidas escapistas, fantásticas o exóticas, y las variadas

modulaciones de una literatura ‘de interior’ que caracterizaron la narrativa del modernismo, las

letras hispanoamericanas se reorientan en las primeras décadas del siglo XX en una dirección

contraria: el reencuentro con lo autóctono y su entorno físico real, y la identificación o denuncia de

los males sociales que afligían a cada comunidad. Son intereses con profundo arraigo en la

tradición literaria, pero que se practican ahora (sobre todo en la narrativa y el ensayo) en el marco

del programa de acción de un renovado compromiso americanista con las grandes cuestiones que

reavivó el debate intelectual de unos años intensos y convulsos que constituyen lo que se ha

llamado “época de las grandes revoluciones”: se dieron tanto en lo histórico-político (la revolución

mexicana de 1910, la soviética de 1917, la primera guerra y posguerra mundiales) como en el

pensamiento filosófico y científico y, por supuesto, en esa nueva sensibilidad artística de

articulación internacional que está en la base del surgimiento de los movimientos de vanguardia.

Para la novela y el cuento hispanoamericanos fueron años intensos también en cuanto a

formas, tendencias y propuestas estéticas: confluyen y colisionan en ellos las que prolongaban el

naturalismo finisecular, aún activo, las diversas orientaciones llamadas posmodernistas, que

surgían para cubrir los vacíos que el modernismo empezaba a dejar por su propio agotamiento o

su superación, las tendencias crecientemente antirrealistas, artepuristas y experimentales de la

vanguardia, y, simultáneamente, otras propuestas que se mueven en los amplios márgenes de un

realismo renovado, una variante evolucionada —había pasado por el tamiz modernista y estaba

siendo tocada por la subjetividad vanguardista— del que provenía del siglo XIX. Este último fue el

instrumento literario privilegiado para emprender ese viaje autoexploratorio tierra adentro, del que

podía volverse con tesoros ocultos o terribles realidades ignoradas, pero en todo caso con el

conocimiento profundo de las singularidades regionales autóctonas, tanto en sus características

naturales (la selva, la pampa, el llano, la manigua, el páramo, el altiplano o las cumbres andinas),

como en modos de vida, usos de lenguaje, tradiciones, valores y costumbres; es decir, con el

conocimiento de todo lo que configura una cultura como categoría universal, y a la vez la distingue

de las demás y la identifica inequívocamente.

Esa nueva forma de americanismo es lo que suele designarse en las historias literarias con

el término “regionalismo”, utilizado para denominar globalmente las distintas orientaciones

narrativas de este periodo que escribieron sobre esos escenarios y esos temas, y que durante

largo tiempo hicieron de la fórmula regionalista si no la única opción estética, sí la que mejor

garantizaba la consecución de una auténtica novela continental. El término “regionalismo” -

empleado sin las connotaciones peyorativas, condescendientes o derogatorias que alguna vez se

le atribuyeron- es acertado, porque señala el hecho fundamental de que es una literatura que

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pretende transmitir el sabor propio y el perfil peculiar de la “región” de la que surge y a la que

interpreta, también en sus especificidades ambientales y humanas, de donde resultan variantes o

“especializaciones” que podemos considerar regionalismo histórico-político (la narrativa de la

revolución mexicana o de la guerra del Chaco, por ejemplo) y regionalismo social, con otras

derivaciones acordes con la configuración del medio en que se desarrolla: indigenismo, negrismo,

narrativa “bananera”, “azucarera”, “canalera”, etc. Y esa denominación se muestra especialmente

útil si se tiene en cuenta que permite distinguir el regionalismo de otras formas de “criollismo”

anteriores con las que los críticos de su tiempo lo relacionaron.

Por “criollismo” —al margen de los cambios diacrónicos que fue experimentando el término

en tanto que concepto histórico, fenómeno social y modalidad literaria— se entiende una literatura

de temática rural en la que predomina el paisajismo y la descripción de ambientes, costumbres y

tipos locales. Bucolismo neoclásico o romántico, costumbrismo, realismo y naturalismo,

sucesivamente, fueron los registros que sirvieron de apoyo a la constitución del criollismo, que

llegó a configurar su propia estética en la integración de esas fuentes e instituyó una modalidad

literaria que tendía a retratar lo local como esencia de identidad en el despertar de una sociedad

cambiante, lo que llegó a identificarse con la idea de nación (hay un criollismo argentino, un

criollismo chileno, uno venezolano, peruano, colombiano...), pues la afirmación de las

nacionalidades en el siglo XIX había dado lugar a la asociación de lo criollo con los aspectos más

autóctonos de un país. Pero ese afán de que la observación directa del suelo americano fuera por

fin pieza fundamental del imaginario literario se dio “de un modo aséptico, pintoresco, distante, sin

llegar a ese intimismo de la visión tan necesario para alcanzar un conocimiento verdaderamente

profundo” (Burgos, 1998:36). El regionalismo, por su parte, se inserta en el proceso de disolución

del modernismo como código literario hegemónico, con una desviación de su cauce general -mejor

dicho: de ciertos aspectos del concepto de modernismo que se manejaba usualmente y que

aparecían como ajenos u opuestos al programa estético en cuestión- que en realidad culminaba la

convicción procedente del ideario modernista inicial (el ejemplo de José Martí resulta

suficientemente significativo) de que la creación literaria debía ser una directa emanación de la

experiencia de su entorno natural. Los regionalistas se sumaban así a una ya larga tradición de

reflexiones sobre la identidad hispanoamericana condicionada por su medio, en armonía o en

rivalidad con él, con unas propuestas novedosas que compartían la curiosidad de exploración de

las variadas posiciones estéticas de su época y que confirmaban la dirección del “proceso de la

literatura” expuesto por José Carlos Mariátegui en sus Siete ensayos de interpretación de la

realidad peruana (1928), con la convicción de que era aplicable al conjunto de Hispanoamérica: su

distinción entre una fase “colonial”, otra “cosmopolita” y una “nacional”, que supondría la

culminación del proceso, encuentra su primera confirmación inequívoca en el surgimiento del

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regionalismo posmodernista.

2. Una “filosofía de nuestro tiempo”. El “desvío hacia lo natural” como disidencia del cosmopolitismo modernista fue un

fenómeno de época entre cuyas causas puede señalarse, además del agotamiento de los códigos

estéticos heredados, nuevas circunstancias y necesidades espirituales que buscaban nuevos

modos de expresión. Entre ellas resulta especialmente significativa la crisis espiritual dominante

tras la primera guerra mundial, con la que el conflicto bélico arrasó también la conciencia moral de

Europa. En un clima intelectual que impuso una visión desesperanzada de la civilización

occidental, enfrentada ahora a su lento pero inexorable “declinar”, triunfó el descrédito en las

bases que la sustentaban, en los valores que la inspiraban, en la epistemología que la vertebraba

y en el tipo de sociedad que esa civilización había generado. Los portavoces ideológicos y

estéticos de esa crisis fueron múltiples, y fueron muchos también los pensadores que reflexionaron

en sus obras sobre el inestable contexto del “nuevo saber” que debía surgir del derrumbe del

pensamiento racionalista tradicional. Pero el libro que mejor resumió esas ideas y el sombrío

estado de ánimo del momento, que conjugaba perfectamente con su atractivo título, fue La

decadencia de Occidente, del filósofo alemán Oswald Spengler, cuyo primer volumen apareció

antes incluso de que terminase la guerra, en 1918.

Seguro de ofrecer con esa obra sólo una “concepción personal” de “la filosofía de nuestro

tiempo, en cierta manera espontánea y presentida confusamente por todos, que no cae en una

época, sino que hace época, es sólo en sentido limitado propiedad de quien la engendra y actúa

inconsciente en el pensamiento de todos”, Spengler emprendía en ella un esfuerzo explicativo de

la historia reciente de Europa, tan trágica y absurda, dentro de un esquema totalizador de la

Historia de la Humanidad, cuya “morfología de las culturas” (toda cultura tiene una trayectoria

“vital”; como cualquier organismo vivo, pasa por períodos de juventud, de crecimiento, de madurez

y de muerte) fue adoptada inmediatamente como uno de los principios modernos de la sociología

como ciencia y tuvo una gran repercusión sobre la ideología y la producción filosófica e

historiográfica, también en Hispanoamérica, donde la recepción de Spengler encontró un eco

notable y muy acorde con las inquietudes del momento: el análisis del filósofo, con sus ocho

culturas diferenciadas, colocaba a la occidental como una más entre otras muchas y advertía que,

si bien dominaba la escena desde hacía siglos, no advino con anterioridad a otras formas

culturales superiores, ni podía escapar a la decadencia implacable de toda cultura en su fase final

—la de “civilización”—, que puede durar décadas, pero tras la cual ya no se revitalizará. Ésta era la

aportación más atractiva desde el punto de vista del nuevo americanismo triunfante en las

primeras décadas del siglo XX: Occidente no lo es todo y, además, se acaba. La filosofía de

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Spengler era, en el fondo, un respaldo de autoridad para las críticas al eurocentrismo: “Europa ha

fracasado —explicaba el argentino Saúl Taborda en 1919—; ya no ha de guiar al mundo. América,

que conoce su proceso evolutivo y también las causas de su derrota, puede y debe encender el

fuego sagrado de la civilización con las enseñanzas de la historia. ¿Cómo? Revisando,

corrigiendo, depurando y trasmutando los valores antiguos; en una palabra, rectificando a Europa.

Es la misión que nos compete en este instante decisivo de la historia” (Rectificar a Europa, 1919).

Las reflexiones sobre esa previsible sustitución de Europa en la hegemonía cultural se

multiplicaron en la época y estimularon en los intelectuales hispanoamericanos variados

diagnósticos y pronósticos acerca del papel que desempeñaría, frente a la “vieja” cultura europea,

la “joven” América, cuya “alma indígena, ajena al racionalismo occidental”, permanece “virgen,

porque vive en contacto directo con la naturaleza”, y “tiene que despertar para servir de fermento a

la nueva vida cultural” (Ernesto Quesada, La sociología relativista spengleriana,1921). Era una

visión del mundo hispanoamericano que consolidó su imagen como una tierra del porvenir, otra

vez como el Nuevo Mundo, donde la decadencia a la que la historia había conducido a Occidente

se había eludido precisamente por haber vivido en muchos sentidos “fuera de la historia”. Esa

imagen afectó de lleno a la literatura, que se entregó a la búsqueda y celebración de los modelos

alternativos que esa América saludablemente primitiva podía oponer al desgaste de la civilización

occidental, y delineó dos grandes orientaciones narrativas, aunque de límites imprecisos: La

primera, que puede designarse como “mundonovista”, emprendió el redescubrimiento de la

América profunda para ofrecer preferentemente su imagen paradisíaca o utópica, y rescató los

mitos y leyendas tradicionales que recorren su historia, esbozando ya la teoría de “lo real

maravilloso” que se desarrollaría en las décadas siguientes. La segunda, que se conoce como

“novela de la tierra”, convirtió el paisaje americano (en el código regionalista equivalente a cultura,

no a geografía: es el espíritu revelado por la naturaleza) en protagonista principal de sus ficciones,

sobre la premisa de que el reto civilizador, aquella “misión” ineludible de América en el nuevo

contexto, consistía en conocer y comprender (para poder reconciliarse con ella) su naturaleza aún

salvaje.

3. La visión mundonovista: Nuestra América “maravillosa”.

Uno de los primeros resultados estéticos de esos determinantes y reflexiones de época fue

el movimiento significativamente denominado “mundonovismo”, que fue formulado, teorizado y

difundido por el chileno Francisco Contreras, ya en 1919, como “el arte del Mundo Nuevo, quiero

decir, de la tierra joven y del porvenir”: “No se trata de instaurar un arte local o siquiera nacional,

siempre limitado —explicaba—, sino de interpretar esas grandes sugestiones de la raza, de la

tierra o del ambiente que animan todas las literaturas superiores y que, lejos de anular la

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universalidad primordial de toda creación artística verdadera, la refuerzan diferenciándola”

(Contreras,1919: 101).

El autor, participante activo del modernismo chileno con

títulos como Esmaltines (1898), Toisón (1906), Romances de hoy

(1907) o La piedad sentimental: novela rimada (1911), se instaló

desde 1905 en París, desde donde realizó una importante labor

divulgativa de la literatura hispanoamericana y desde donde, sin

romper nunca del todo con la estética en que se formó, se mantuvo

muy atento a las novedades que aportaba la sensibilidad de su

tiempo. La analizó en varios ensayos —Les écrivains hispano-

américains et la guerre européenne (1917), Les écrivains

contemporains de L’Amérique Espagnole (1920), L' esprit de l'

Amérique Espagnole (1931)— y de ese análisis derivó su

propuesta, que expuso primero en el folleto Le Mondonovisme

publicado por el Mercure de France en 1917, y dos años después en un “Manifiesto del

Mundonovismo” difundido por varias publicaciones chilenas. Hacía confluir en esa propuesta

diversos aportes estilísticos e ideológicos del modernismo (“en pos de adaptar a nuestro espíritu y

a nuestro medio sus verdaderas conquistas”, apuntó) y de la nueva sensibilidad de vanguardia,

especialmente su actitud antirracionalista (“los fenómenos de la subconsciencia o de lo

inconsciente que es menester no olvidar para interpretar al hombre integralmente”), para articular

un nuevo discurso acerca de lo hispanoamericano y las claves de identidad que lo componen,

orientado a “crear una literatura autónoma y genuina” con la que “interpretar verdaderamente la

vida de la América española” (1919: 114).

Él mismo intentó poner en práctica ese programa en su novela El pueblo maravilloso,

publicada en francés (en 1924) y en español (en 1927): encontrando inspiración “en nuestro tesoro

tradicional y característico, que es algo así como el cuerpo desnudo y el alma recóndita de

nuestras sociedades”, el relato, más que una novela en la acepción tradicional del término, es una

serie de episodios o cuadros novelescos que recorren el “sentido de lo maravilloso” en el ambiente

arcádico de una aldea chilena imaginaria a la que no han llegado los avances ni las corrupciones

de la vida moderna y que por eso conserva intacto ese legado tradicional. El pueblo entero, como

un nutriente necesario para su funcionamiento cotidiano, siente predilección por leyendas,

consejas populares e historias asombrosas susceptibles de ser revividas (“El culebrón”, “La

Endemoniada”, “La varillita de Virtud”, “Las Ánimas”), que colocan la narración a las puertas de lo

fantástico y permiten al autor descender a las bases míticas del inconsciente colectivo y sus

implicaciones en la psicología individual, pues la “maravillosidad tradicional es la simbolización

Francisco Contreras

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subconsciente, y por tanto más profunda, de nuestro espíritu”. En esas relaciones que establece el

texto entre lo mítico, lo “maravilloso” y los imaginarios donde una colectividad se reconoce se

encuentran los pilares básicos de gran parte de la mejor narrativa hispanoamericana

contemporánea, aunque no será Contreras el autor que logre la más acabada plasmación

novelesca de esa nueva mirada sobre la “maravillosidad tradicional”: su plan de componer “un ciclo

de diez novelas que interpretarán la vida de la América española” (entre ellas La montaña

maravillosa, El valle maravilloso, La selva maravillosa y El estero maravilloso) quedó interrumpido

por la muerte. Pero el “Proemio” programático con que acompañó a la primera podría haber

servido también de prólogo a buena parte de la narrativa hispanoamericana de los años 20 y 30,

pues las intenciones que expresa tienen una presencia significativa en planteamientos novelescos

coetáneos e inmediatamente posteriores. En esa introducción se expone una teoría del mundo

hispanoamericano en la que destacan en primer lugar la noción de “mestizaje cultural” como

esencia de su identidad, y la definición de la “grandeza primitiva” de ese “carácter propio”,

determinado por “la influencia del medio físico”, por “los aportes del español conquistador, del indio

aborigen y la contribución de las generaciones posteriores”, y por un “acervo espiritual” alimentado

de tradiciones superpuestas y de un sustrato mitológico omnipresente (“una mitología propia

derivada de la teogonía indígena y de la superstición española, modificadas por el ambiente”).

Todo eso otorga a Hispanoamérica una fisonomía particular en la que la realidad incluye un tejido

de “verdades secretas y simbólicas” cifradas en los mitos autóctonos, que la literatura ha de

desentrañar para lograr una interpretación completa y perdurable de esa realidad. De ahí el

objetivo principal de la propuesta mundonovista: “inaugurar la Novela Integral y Lírica” capaz de

ofrecer esa interpretación, pues captará “la existencia material, sentimental, ideológica y recóndita”

de ese ámbito peculiar, captará los rasgos autóctonos (incluido el uso de la lengua, que regresa al

habla y los giros locales) y captará también

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—pues su propuesta arraiga firmemente en la época

contemporánea— “nuestras costumbres modernas y nuestros

nuevos modos de pensar, de sentir y, permítaseme la expresión,

de subsentir” (Contreras,1927: 5-9).

Quizá porque ese programa resumía también una “filosofía

de época” compartida por casi todos —el propio Contreras

aseguraba en su Manifiesto que “se impondrá en nuestras letras

no con la fascinación efímera de una escuela: con la fuerza

sostenida, irresistible de los movimientos determinados por

causas profundas, llamados a colmar necesidades superiores”

(1919: 110)—, la visión mundonovista se proyectó en varias

direcciones y se manifestó en múltiples campos y géneros

literarios. Pero especialmente la narrativa encontró en ese

sustrato de ideas el impulso necesario para explorar otros modos de narrar, propios de una cultura

“distinta”, que significaron un notable salto cualitativo relacionable en todo con la nueva

sensibilidad artística triunfante en su tiempo, porque, si el fenómeno vanguardista es el ‘síntoma’

más agresivo del colapso sufrido por la lógica y la razón occidental, el Mundonovismo fue un

intento de contrarrestarlo, salvaguardando lo autóctono como reducto incontaminado por la

“decadencia de Occidente”.

A esas inquietudes de época puede adscribirse sin dificultad el entusiasmo por lo rural, lo

salvaje y lo primitivo que define buena parte de la producción literaria de las tres primeras décadas

del siglo, y que a menudo se ha etiquetado (sin más matizaciones) como “criollista”: el que se

percibe en la evolución de muchos autores modernistas, como el uruguayo Horacio Quiroga

―cuyos “cuentos de monte” (1915-1926) fueron de los primeros en descubrir en los vastos

espacios que aún quedaban vírgenes en América una resonancia que trascendía los resultados

del criollismo—, su compatriota Carlos Reyles (El terruño, 1916), el chileno Pedro Prado (La reina

de Rapa Nui, 1914; Un juez rural, 1924), el peruano Ventura García Calderón (La venganza del

cóndor, 1924), los venezolanos Luis Manuel Urbaneja Achelpohl (En este país!..., 1920; El tuerto

Miguel, 1927) y Manuel Díaz Rodríguez (Peregrina o el pozo encantado, 1922), o los argentinos

Leopoldo Lugones (El payador, 1916; El libro de los paisajes, 1917; Poemas solariegos, 1927) y

Enrique Larreta (Zogoibi: el dolor de la tierra, 1926); el ruralismo primitivista que practicaron con

idéntico fervor los autores inscritos en la amplia órbita del mundonovismo, especialmente chilenos

como Mariano Latorre (Cuna de cóndores, 1918; Zurzulita, 1920), Joaquín Edwards Bello (La chica

El pueblo maravilloso (1927)

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del Crillón, 1920), Fernando Santiván (La hechizada, 1917; En la montaña, 1918; Charca en la

selva, 1934) o Marta Brunet (Montaña adentro, 1923; Humo hacia el sur, 1946); y el de otros

narradores que frecuentaron las atmósferas mundonovistas y enriquecieron sus ficciones con

mitos y visiones animistas de la naturaleza, como la costarricense Carmen Lyra (Los cuentos de mi

tía Panchita, 1920), los argentinos Benito Lynch (Palo verde; El inglés de los güesos, 1924) y

Manuel Gálvez (La pampa y su pasión, 1926), el uruguayo Enrique Amorim (Tangarupá, 1925) o el

salvadoreño Salvador Salazar Arrué, ‘Salarrué’ (Cuentos de barro, 1933). De ese mismo

entusiasmo por los ambientes ajenos al ‘progreso’ y sus mitos operantes proceden también las

claves principales de algunas de las obras del periodo a veces consideradas inclasificables, como

El hombre que parecía un caballo (1915) del guatemalteco Rafael Arévalo Martínez, Don Inca

(1920) de la paraguaya Ercilia López de Blomberg, Cubagua (1931) del venezolano Enrique

Bernardo Núñez, La marquesa de Yolombó (1926) y Toá (1933) de los colombianos Tomás

Carrasquilla y César Uribe Piedrahíta, Don Goyo (1933) del ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta, e

incluso ¡Écue-Yamba-O! (1933), la primera novela del cubano Alejo Carpentier, quien, no mucho

tiempo después (aunque sumando ya a ese nativismo el impulso definitivo que supuso la

asimilación del surrealismo), sería uno de los primeros gestores de la muy visitada fórmula del

realismo mágico.

Todas ellas son manifestaciones iniciales de un enfoque sobre la realidad americana,

animado por el propósito común de revelar su alma recóndita, ante el que esa realidad se erige en

ámbito dominado por fuerzas de raíz telúrica, y el mestizaje (con sus cruces de presencias

“mágicas”, de mitos y creencias ancestrales) en emblema de una América inédita. Tales

planteamientos, obviamente, reclamaban un tratamiento literario no meramente realista y

documental, que se trazó en la mayoría de esos ejemplos entre coordenadas ya del todo diferentes

de las del criollismo decimonónico y finisecular: el interés puesto en lo regional no escapaba a la

influencia de las novedades estéticas ni negaba la universalización de la realidad americana

trasladada a la literatura “de modo integral y procurando interpretar la psicología subyacente”

(Contreras,1927: 8).

4. La novela “de la tierra”: Naturaleza, Mito e Historia. Ese interés por conjugar lo regional y lo universal, por dibujar el medio interior tanto como el

paisaje exterior, se mantiene en la segunda de las dos grandes orientaciones señaladas, cuyo

principal producto literario, la conocida como “novela de la tierra”, no fue ni mucho menos antitético

de los fundamentos e intenciones mundonovistas, como apuntábamos: ambas nacen como formas

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de la reorientación estética posmodernista, recogen los ecos de la renovación vanguardista y son

portavoces de ese ideario americanista estimulado por la crisis del eurocentrismo que se afanaba

en descubrir aquellas “grandes sugestiones” de la raza, la tierra y el ambiente. La denominación

específica de “novela de la tierra” surgió para subrayar que ese modelo de creación, aunque ligaba

la imaginación a concretos referentes reales, elegía siempre un espacio natural no ‘civilizado’, lo

que se oponía a la novela realista canónica del XIX de ambiente urbano-burgués, y lo hacía con un

soplo mítico que tampoco ese antecedente supo alcanzar (Torres-Rioseco,1939).

La vorágine (1924) del colombiano José Eustasio Rivera, Don Segundo Sombra (1926), del

argentino Ricardo Güiraldes y Doña Bárbara (1929) del venezolano Rómulo Gallegos fueron los

ejemplos privilegiados —no los únicos— de ese nuevo modelo de creación que, armonizando los

variados registros expresivos de su tiempo, fue capaz de “documentar” una realidad física y social

en paisaje, modos de vida, folclore, fonética, tradiciones y hasta “entusiasmos, aversiones,

esperanzas, temores e ideales”, como dijo Gallegos, para “revelarla” a la vez en lo que tenía de

trascendente y de ejemplar. Construyen para ello esas “vastas interpretaciones simbólicas de los

hechos naturales” que definió Pedro Grases en un texto crítico de cita obligada, “De la novela en

América” (1943), responsable de alguna de las fórmulas que aún hoy definen el regionalismo, y en

buena medida de su consagración como el canon narrativo hispanoamericano durante décadas:

“La novela americana ha tomado otro rumbo, en abierta disparidad con la gran obra narrativa

europea —subrayaba—, en el deseo de aprehender lo americano […]. La naturaleza, mejor, la

Naturaleza, así con mayúscula, se impone mayestática sobre el elemento hombre [...]. Sus

grandes personajes son ‘vitalizaciones’ de la Naturaleza, grandes símbolos que reencarnan lo que

podríamos llamar la geografía espiritual de los ingentes hechos naturales, actuantes y operantes

en la vida del continente” (Grases, 1943: 297-298).

Como se ha dicho, el objeto de esas “vitalizaciones” es siempre un mundo “virgen”,

“primitivo” o ajeno aún a la civilización, cuyos misterios, peligros, prodigios, miserias y virtudes

ofrecen variantes regionales del gran conflicto básico de esta narrativa: el que surge de la relación

entre el hombre, su actividad y una naturaleza indómita y a la vez fascinante. Pero la novela de la

tierra suma a ese fundamental componente espacial uno “temporal”: busca conservar una realidad

tradicional que desaparece o puede hacerlo ante el avance de la (perversa) civilización; y en ello

percibe también los peligros en torno a la legitimidad y pertenencia del espacio natural, u otras

fuerzas tan avasalladoras como la naturaleza misma: la injusticia social, la incapacidad de

articular el progreso en condiciones dignas, la violencia que generan relaciones sociales altamente

conflictivas y excluyentes. La novela se convirtió en la plataforma idónea donde tratar esas

cuestiones, las principales del programa estético, ético e incluso político del escritor comprometido

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de la época, toda una generación de “letrados populistas” que cumplieron con alguna función

diplomática o dirigieron alguna institución estatal (Rivera y Gallegos entre ellos), a la vez que

produjeron una literatura desde la que generaron corrientes de opinión no siempre armónicas en

relación con el Estado. Los relatos con “moraleja" y la formulación de utopías o alegorías de lo

nacional con vocación didáctica fueron los instrumentos más frecuentes para la práctica literaria de

ese proyecto ético-estético, pues permitían personificar y poetizar a la vez conceptos abstractos. Y

para asegurar la descodificación “correcta” de los mensajes propuestos, las ficciones presentan

siempre esas alegorías como “realmente” vinculadas con su referente, como auténtica

representación de lo propio: la mitología y la historia autóctonas, articuladas en torno a la

“vitalización” del paisaje, configuran los tres ámbitos referenciales (Naturaleza, Mito, Historia) que

permite expresar la totalidad de la realidad física y espiritual objeto del interés del novelista, que

actúa como mensajero de lo postergado o lo desconocido y ofrece paisajes, personajes, modos de

vida estilizados que se amplían hasta constituir arquetipos y símbolos de alguna forma de

existencia. Para que esa simbolización sea posible, tales elementos deben entenderse en

comunicación directa, consustanciados con el medio que los produce y los rodea, y de ahí el

aparente realismo de esta narrativa, cuya cuota de reproducción mimética, sin embargo, es sólo

parte de su apropiación de los diferentes discursos que circulaban en el campo simbólico del

momento.

Toda esta complejidad en la concepción del hecho literario parece prodigiosa en

narraciones que nos hemos acostumbrado a arrinconar en el desván de las antigüedades,

juzgándolas como rudimentarias o víctimas de un realismo ingenuo e ineficaz. Pero con las

novelas de la tierra ocurre que alguien parece haberlas leído de una vez por todas, clasificándolas

en el capítulo cerrado de “la novela primitiva” —en el sentido menos generoso del término: se

oponía a la “novela de creación” (Vargas Llosa,1968)—, etiquetándolas como “más cercanas a la

geografía que a la literatura” (Carlos Fuentes, La nueva novela hispanoamericana, 1969) o

desenfocándolas como “textos que hacen retroceder al siglo diecinueve la narración de los años

veinte y treinta” (Vargas Llosa: 359). Incluso a primera vista parece arriesgado relacionar con el

pasado la narrativa de unos años que, como hemos visto, fueron de vivo dinamismo y vigorosas

tensiones estéticas, por lo que devolver estas obras al contexto que les corresponde, contrariando

un hábito de lectura que se impuso por autoridad o por pereza, les depara un lugar fundacional en

las letras contemporáneas que no pudieron darle los novelistas y críticos de lo que en los años 60

se llamaría “nueva novela”, cuya poética fue definida por ellos en buena medida “contra” la

regionalista de sus mayores. La verdadera cuestión que animó a regionalistas y nuevos narradores

(como antes a los modernistas), sin embargo, era la misma: hacer literatura moderna con materia

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Remedios Mataix Azuar – Novelas y cuentos “de la tierra”

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autóctona; hallar la fórmula que cada uno creyó más fecunda para “traducir” su América a la letra

impresa mediante tratamientos estéticos contemporáneos.

4.1. La vorágine (1924) o la Selva polisémica. La primera de esas traducciones se operó sobre la selva

amazónica, un área íntimamente vinculada al imaginario

americano y cuya gravitación en las letras se remonta hasta las

crónicas de Indias, pero que entre las páginas de La vorágine de

José Eustasio Rivera alcanza su configuración definitiva como

arquetipo literario de simbolismo alegórico. Un breve recorrido por

el argumento y la estructura de la novela ―la primera “de la tierra”

publicada, cuyo éxito la hizo responsable de la fijación del canon y

el “temario” regionalista― revela ya lo impreciso de algunas

opiniones sobre el género: como el título de la novela sugiere, en

una estructura general de círculos concéntricos el más externo se

dibuja recurriendo al truco narrativo del manuscrito ajeno y encontrado por azar, que presenta la

historia como un testimonio narrado por su principal protagonista, y al autor como mero recopilador

del mismo. Un editor que firma José Eustasio Rivera, a quien ha sido confiada la edición de “los

manuscritos de Arturo Cova”, informa en un “prólogo al Ministro” que el texto ya está “arreglado

para la publicidad”, pero aconseja retrasar su publicación hasta que lleguen noticias del

“infortunado escritor” y los suyos, creando así un primer suspense: como se ha publicado el libro

(lo estamos leyendo), esas noticias ya han llegado, aunque sólo las sabremos al final de la lectura.

Como contrapeso del prólogo, un telegrama oficial con la información de que Cova y sus

acompañantes han desaparecido en la selva clausura el relato cerrándolo sobre sí mismo: el texto

de ese Epílogo remite al prólogo y acaba con una exclamación que ya ha pasado a la historia de la

narrativa hispanoamericana, “¡Los devoró la selva!”; imagen final que resumió el gran mito que

impuso la novela: una naturaleza personificada y todopoderosa, que modela a los hombres y los

convierte en sus víctimas o sus esclavos. Dentro de ese encuadre se desarrolla la acción, que

retoma otro motivo clásico —el viaje de aprendizaje— para plegarlo a una insólita lógica propia.

Cuenta las peripecias del narrador-protagonista, el poeta Arturo Cova, desde su huida de Bogotá

en compañía de su amante Alicia, hasta los llanos de Casanare primero y la selva de la Orinoquia

colombiana después. Son los escenarios sucesivos de una narración polifónica en la que al relato

básico en primera persona de Cova se intercalan los de otros personajes (llaneros, rumberos o

José Eustasio Rivera (1888-1928)

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Remedios Mataix Azuar – Novelas y cuentos “de la tierra”

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guías selváticos, capataces y peones de caucherías, comerciantes de caucho, blancos, negros,

indios y mestizos) que van sumándose a la ruta de la pareja inicial. Cada uno cuenta su historia,

que a su vez se despliega en otras, redundando en esa estructura de círculos concéntricos, hasta

que en las últimas páginas Cova y su variada comitiva aparecen perdidos en la selva, buscando

una ruta que seguir, antes de que el Epílogo interrumpa abruptamente la acción dándolos por

desaparecidos. Cierra la novela un Vocabulario de “los provincialismos de más carácter” (elemento

que será común a toda la novela regionalista) que en este caso hay que considerar como parte de

los textos que el editor ficticio del prólogo preparara para la publicación.

A la “vorágine” de su estructura, la novela suma una muy poblada anécdota con

acontecimientos harto vistosos (amores y desamores, fugas, crímenes, accidentes, expediciones

selváticas, rituales indígenas, apariciones misteriosas, muertes individuales y matanzas

colectivas), la pluralidad expresiva de su polifonía (voces cultas, populares, regionales, nativas y

extranjeras), la variedad de sus mensajes y deliberados entrecruzamientos de realidad histórica y

ficción, de lo natural y lo sobrenatural: “¿Quién podrá distinguir lo real de lo ficticio en mi novela?

—escribió Rivera, resumiendo la poética común de la narrativa de la tierra—. La novela [es] narrar

una acción fingida, en todo o en parte, donde entren en juego personajes que, si son reales, pasen

a ser legendarios, y, si imaginados, adquieran ciudadanía en la realidad”. Esa ambivalencia

desconcertó a los lectores y críticos de su tiempo, que —leyendo desde el realismo— entendieron

la novela como “una crónica de la selva” (y hasta se estremecieron con la “verdad” del texto y

prometieron a Rivera enviar una comisión para el rescate de Cova y sus amigos), o bien la

descalificaron como “fracaso narrativo” y la consideraron “una colección de bellísimos poemas en

prosa, mal reunidos [que] podría transformarse, con gran ventaja suya, en una antología de

descripciones e impresiones poéticas, pues le falta no menos que todo para ser novela” (Fernando

Aniceto Lugo, La novela venezolana, 1939). Pero otras opiniones muy autorizadas entendieron que

“La vorágine es el libro más trascendental que se ha publicado en el continente” (Horacio Quiroga,

«La epopeya de la selva», 1927), pues constituía toda una “revelación cósmica” de la naturaleza

milenaria americana, frente a cuya “espantable sinfonía” los “rumores bucólicos” de la geografía

literaria anterior resultaban “tan triviales como una decoración de pastorela o una viñeta romántica”

(José Juan Tablada, «La Vorágine, un libro apocalíptico», 1929). La novela anunciaba el despegue

de un género que ofrece múltiples dimensiones, una estética o ‘metaliteraria’, una americanista,

una testimonial, una sociológica y una “maravillosa”, con cuyo primer ejemplo “nuestra América,

que era sólo un concepto arqueológico para el mundo, ha comenzado a hablar con sentido

espiritual y humano” (Tablada).

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Remedios Mataix Azuar – Novelas y cuentos “de la tierra”

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En tanto que discurso estético, si puede decirse que la novela de la tierra en conjunto

constituye el último capítulo (el regreso) del viaje modernista, La vorágine lo confirma sobradamen-

te: su protagonista es un esteta finisecular trasnochado, un poeta buscador del Ideal y un hombre

más determinado por la literatura que por la realidad, que parece trasplantado desde una típica

novela modernista hasta un entorno hostil que convierte en ridículas o patéticas sus actitudes. La

exploración de su “psiquis de poeta” constituye el vehículo perfecto para ir poco a poco dando

paso a la dimensión sobrenatural y misteriosa del relato: Arturo Cova oye a los árboles, las arenas

y el agua de los ríos susurrándole plegarias y amenazas; o siente que sus piernas se convierten en

tronco de árbol y que el caucho corre por sus venas. Mediante esa recreación de los procesos

mentales del personaje el protagonismo de la selva humanizada va imponiéndose, pero su calidad

de poeta explica además otras cosas de La vorágine, como el sabor lírico de numerosos pasajes y

lo sobrecargado y heterogéneo de su lenguaje, que se convierte en un muestrario de registros

expresivos de muy diferente factura. El autor articula así un juego estético que supone el resumen

y la superación de los códigos literarios que inspiraron su propia obra en etapas previas: el

protagonista de la novela es también el poeta artificioso de Tierra de promisión (1921), poemario

con el que José Eustasio Rivera inició su carrera literaria. El volumen contiene cincuenta y cinco

sonetos de aliento bucólico tocado por el parnasianismo, inspirados por el paisaje de las tres

regiones naturales colombianas: la selva, la cordillera y los llanos, que el autor aún no conocía y

recreaba al estilo modernista. Su contacto directo posterior con esa naturaleza, como comisionado

gubernamental para el establecimiento de las fronteras entre Venezuela y Colombia, puso en

“Esta selva sádica y virgen procura al ánimo la alucinación del peligro próximo” (La vorágine)

La Selva de la Orinoquia.

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evidencia las limitaciones de una orientación literaria cuyos postulados se mostraban insuficientes

o incapaces para enfrentarse a una realidad natural definida por parámetros radicalmente

diferentes de esa “pobre fantasía de los poetas que sólo conocen las soledades domesticadas”,

como dirá en La vorágine. En ese nuevo espacio la pose esteticista de Arturo Cova, desplegada en

el texto con gastados clichés o artificiosas descripciones que remiten a un código ya caduco,

funciona discordantemente, ‘chirría’ y se muestra más incompatible con la realidad descrita a

medida que el protagonista se va internando en la selva. De esa discordancia se nutre

deliberadamente el texto, anunciando una naturaleza y exigiendo un lenguaje muy distintos de los

del exotismo modernista: “La vorágine tiene el parecido genésico de la naturaleza circundante,

personaje invisible que actúa en la novela como agente genitor e impulsor, como el fatum de los

antiguos”, advirtió el propio Rivera, formulando sin saberlo otro de los cánones regionalistas. La

aventura selvática de la novela marcará el inicio de un encuentro irreversible entre el hombre y “la

naturaleza que determina un estilo de vida, una fisonomía de que se informa la totalidad del mundo

hispanoamericano” (Morínigo,1965: 111), incluidas las modalidades literarias que emanan de él.

Ese proceso creciente de “selvatización” general recorre numerosos registros expresivos,

tanteando sus posibilidades, y recala primero en uno testimonial-autobiográfico en el que confluyen

el relato de viajes, el discurso etnográfico y el compromiso social, con el que la novela da cuenta

de su importante dimensión sociológica transformando a su protagonista, de ser un poeta

ensimismado, a ser un testimonialista que escribe informes destinados a una autoridad que cierra

los ojos ante lo que ocurre en la Orinoquia (y en la novela): la tragedia de los indios esclavizados

en las explotaciones de caucho. La frecuencia y el horror de los episodios que la cuentan remiten a

la “fiebre cauchera”, que adquirió en la época un valor extraordinario para la economía y para la

imaginación. Se había desatado años antes para satisfacer la creciente demanda de las industrias

de Europa y Estados Unidos, y algunos empresarios sin escrúpulos entrevieron en la Amazonia y

la Orinoquia la existencia de una verdadera “tierra de promisión”: abundantes extensiones de

árboles por explotar y gran número de comunidades indígenas que podían ser también explotadas

como mano de obra, a través del sistema de “endeudamiento” con el patrón que denuncia la

novela y que en la práctica significó la esclavitud más despiadada.

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La vorágine ofrece una amplia exploración de

ese conflicto aún no resuelto en la época y en el que

Rivera se comprometió participando en varias

comisiones investigadoras y elevando numerosos

informes ante el Congreso colombiano. En su

proyecto literario esa denuncia también era esencial:

“Hice a los caucheros una promesa de redención

realizable desde la fecha en que alguna mano (ojalá

que fuera la mía) esbozara el cuadro de sus miserias

y dirigiera la compasión de los pueblos hacia las

florestas aterradoras”, declaró. La promesa se cumple haciendo ingresar en la materia novelesca

la tragedia individual y los relatos corales del cauchero Clemente Silva, pero además a través del

ejercicio mismo de la escritura de Arturo Cova. Al concluir la novela se subraya el valor pragmático

de ese discurso testimonial, pues, aunque los personajes desaparecen en la selva, sobrevive el

testimonio de su experiencia: el texto o los varios textos que conforman La vorágine que se acaba

de leer. Y no hay que olvidar la trascendencia sociológica que tuvo esa denuncia en su contexto:

Rivera, parlamentario en ejercicio, sintió que publicar una novela como La vorágine era su “deber

político”; le permitía expresar sus juicios con mayor proyección social que desde una tribuna

parlamentaria. Así fue: la lectura mayoritaria de

la obra la consagró como uno de los más

vehementes “¡Yo acuso!” del regionalismo

hispanoamericano (Ordóñez, 1987:98), y su

éxito continental estimuló una concepción de la

novela como instrumento de denuncia, a la que

contribuyó también la eclosión de la narrativa de

la Revolución Mexicana desde 1925. Lo épico

eclipsó lo mítico en la consideración general de

las novelas de la tierra de ahí en delante.

Pero como casi todas ellas, La vorágine

pone en entredicho a menudo sus propios “pactos de lectura” y exige también una mirada a

contraluz de lo testimonial que permite detectar “lo real maravilloso” que contiene tanto como “lo

real horroroso” que denuncia, y que hace al texto responsable de la fijación de otras de las

imágenes más persistentes del regionalismo: la “telúrica” y la “mítica”; dos dimensiones

íntimamente vinculadas entre sí, porque, aunque la crítica ha señalado abundantemente los ecos

de grandes emblemas míticos de la cultura occidental que merodean por la narración, en sus

“Indios caucheros encadenados” (1909). Fotografía

de Walter Handenburg

Indio cauchero moribundo (1909). Fotografía de Walter

Handenburg

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Remedios Mataix Azuar – Novelas y cuentos “de la tierra”

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despliegues alegóricos desempeña un papel mucho más importante la “maravillosidad tradicional”

extraída de la realidad que le sirve de escenario, que el propio Rivera, como buen regionalista,

rescató de la tradición oral. La integración en la estructura narrativa de la explicación mágico-

religiosa del mundo de los grupos humanos que habitan la selva, relativa a los espíritus que la

animan y se vengan del ser humano que los agrede, explica muchas de las claves del sistema

espacial de La vorágine, esa geografía nada “realista”, aunque exista y sea localizable, construida

a través de sugerencias y sensaciones: es el llamado “infierno verde” de Rivera, un infierno vivo,

dinámico, de concepción animista, cuyas cualidades son las del espacio mítico, donde se borran

las fronteras entre lo real, lo ficticio y lo extraordinario. De ahí la pesadilla vegetal, las fantasmales

voces con las que hablan al narrador protagonista las arenas, los árboles, los vapores de las

charcas y el agua de las corrientes. De ahí también la causalidad “mágica”, considerada a veces

incoherencia o caos estructural, que rige el relato e imprime a la narración una textura (propia de

los sueños, de la poesía o del pensamiento “salvaje”) capaz de recibir lo fantástico sin

perturbaciones. En otras palabras: La vorágine sienta las bases de lo mítico como una nueva y

atractiva perspectiva novelesca que estaba anunciando (de modo aún rudimentario, si se quiere) la

evolución creativa de las décadas siguientes.

También como en casi todas las novelas regionalistas, los mitos autóctonos se asumen

aquí como parte del rescate cultural que anima la obra y se exponen en narraciones intercaladas al

discurso principal, pero además actúan como principios ordenadores del relato, como el “centro

lógico” rector de la acción. Las claves las ofrece el propio texto: comenzado el viaje hacia lo más

profundo de la selva, los personajes descubren una huella humana que llama poderosamente su

atención; es “el contorno de un pie enérgico y diminuto, con el talón hacia adelante, como si

caminara retrocediendo”. No se asombran lo más mínimo; sólo discuten sobre si se trata de la

huella del Poira —una especie de sátiro o fauno autóctono, muy presente en la imaginación

popular colombiana— o de la indiecita Mapiripana. Resultará ser esta última, un personaje mítico

común al área selvática suramericana, el relato de cuya leyenda ocupa las páginas centrales de la

novela (el ojo de la vorágine), lo que muestra el interés del autor por ofrecer la información

indispensable para descodificar correctamente su peculiar utilización de lo mítico.

Creadora del río Orinoco, protectora de árboles y animales y celadora del silencio selvático,

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Mapiripana habita en el fondo de una cueva, “en el riñón de la

selva” antropomórfica que se nos dibuja. Desde allí defiende sus

dominios con poderes sobrenaturales: es ella la mariposa azul

que aparece en episodios claves como “la visión final de los que

mueren de fiebres en estas zonas”, y es ella quien ejerce ese

encantamiento que “embruja el aire y produce alucinaciones”,

enfurece las aguas u ocasiona “calenturas y tuntún” a quienes se

internan en la selva “con malas intenciones”, para que pierdan el

rumbo y empiecen a vagar en círculos sufriendo toda clase de

percances que les impidan la salida. El relato mítico entra a

formar parte del sistema de relaciones causales del texto y se

integra coherentemente en la acción a través de sucesivas

“pistas” que remiten a él; pero también el valor apodíctico,

ejemplar, que se desprende de la leyenda de Mapiripana será

aplicable a los que deambulan por el infierno verde de Rivera: además de un mito genésico (narra

el origen del Orinoco), la historia de la indiecita es un mito etiológico (que relata el origen del bien y

del mal en un pasado cuya condición o actuaciones son homologables al presente), y sus

principales mitemas o elementos argumentales se reproducen, actualizados, en la novela: por una

parte, la selva humanizada, feminizada, como su creadora y guardiana mítica; por otra, la llegada

del hombre extraño que viene a violar su silencio, sus quietudes, sus leyes (la expedición de

Cova), o a sangrar sus árboles y a explotar a sus habitantes (los caucheros), como Mapiripana fue

violada por el

“Mapiripana, la guardiana de la

Selva” (1948). Óleo de Pedro Nel

Gómez

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misionero lascivo de la leyenda; y, por supuesto, la propia

vorágine, el “embudo trágico” que al final engulle a los

personajes perdidos en la espesura, que remite a la doble

venganza de la leyenda selvática: las aguas de los

violentos raudales creados por la indiecita para evitar la

huida del misionero, y el laberinto circular con el que “lo fue

internando en las soledades de la selva hasta dar con una

caverna en que lo tuvo preso”, condenado a un castigo

peor que ser expulsado del paraíso: no poder salir de él.

A la luz de ese código mítico la novela denuncia

también la profanación de una naturaleza “sagrada” cuyas

leyes ancestrales desafía el progreso humano, por lo que

la imagen final de los personajes devorados por la selva y

convertidos en árbol de caucho, “como en pena de algo

sacrílego que cometieron contra los indios, contra los árboles”, tiene más de justicia poética

mundonovista que de “final fallido de un relato fracasado”, como se creyó en 1924 e incluso tiempo

después. El sentido ético implícito en esa venganza de Mapiripana casi empuja a una lectura

ecológica del mito y de la novela, y desde esa perspectiva puede leerse también la insistencia del

relato en la convivencia armoniosa de los indios con la naturaleza (porque demuestran un respeto

reverencial hacia ella), frente al impulso rapaz de la civilización que representan la expedición de

Cova y los comerciantes de caucho. El protagonista reconoce que “el hombre civilizado es el

paladín de la destrucción” y trata de exorcizar las fiebres y delirios que lo acosan acusando a los

que “destruyen anualmente millones de árboles y ejercen el fraude contra las generaciones del

porvenir”; una temprana exploración de la catástrofe ecológica y sus réplicas que tan familiar

resulta en el presente, pero que también era connatural al mensaje mundonovista, regionalista en

general: estamos en plena “decadencia de occidente” y entre los valores que se desmoronan están

los asociados a su lógica del progreso, la depredación y la exigencia de productividad a ultranza.

4.2. Don Segundo Sombra (1926): un diálogo ejemplar con el corazón de la pampa.

“Mapiripana en el árbol” (1948). Óleo de

Pedro Nel Gómez.

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Esa inmersión en la naturaleza que deja lecciones

provechosas y encierra un mensaje de posible regeneración se

repetirá en las otras dos “novelas ejemplares” del regionalismo,

pues las representaciones alegóricas, como se ha dicho, fueron

complementarias del proyecto ético-estético de los novelistas de

la tierra. La siguiente, Don Segundo Sombra de Ricardo

Güiraldes, lo ilustra también perfectamente, aunque su

‘actualidad’ fue cuestionada, a la doble luz de la gran tradición

gauchesca decimonónica y de la circunstancia de que la novela

apareció el mismo año que El juguete rabioso de Roberto Arlt, lo

que abonaba la confrontación entre modernidad y regreso

anacrónico al pasado tan poco fructífera para entender que

Güiraldes practicaba una equilibrada asimilación de los grandes

repertorios retóricos de la literatura de su tiempo: el modernista, el regionalista y el vanguardista.

Esa fusión le sirve a “la gran novela de la Pampa” para ofrecer una visión simbólica de la extensa

llanura argentina —registrada en el texto mediante sensaciones visuales y auditivas, fugaces

percepciones, asociaciones imaginarias, fantasías, reminiscencias de tradiciones autóctonas—,

donde la naturaleza ya no es hostil sino benéfica, pero encierra un mensaje alegórico tan de la

época como el que se desprendía de La vorágine: “Yo tuve en Europa el sentimiento de la

podredumbre —escribió Güiraldes en 1925—. La Argentina era un gran país en el mapamundi, que

vino a mí de pronto. Conjuntamente vi su territorio, su historia y sus hombres. Yo veía muy bien

todo esto desde mi conocimiento de civilizaciones completas y ya en retroceso, y cuando en la

calma de los momentos actuales el país se me presentó liso y aparentemente hecho, vi que todo

en él era imitación y sometimiento, y que carecía de personalidad, salvo el gaucho que, ya bien de

pie, decía su palabra nueva”. En línea con esa convicción, Güiraldes construyó al protagonista de

su novela con los atributos del gaucho tal como la realidad, la literatura y el mito se lo habían

transmitido, y simbolizó en él, además de esa característica ”vitalización” de la naturaleza (don

Don Segundo Sombra (1926).

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Segundo parece estar hecho de la misma

materia que la pampa; es un producto de ese

espacio, modelado por su adustez y su rudeza),

lo que creyó la salvación moral de su patria, que

no era un país “hecho” todavía, sino “un país

por hacer” y debía hacerse, no imitando

modelos foráneos “y ya en retroceso”, sino a

través de la asimilación de las virtudes del

hombre más original y auténtico surgido en su

tierra, el gaucho, en quien veía cualidades

morales y artísticas de “un tipo de hombre completo”: "En mi país hay un inmenso desierto y en la

pampa un Hombre ―reflexionó—. Tiene sus principios morales, tiene sus artes, tiene su traje y

tiene algo que pocos tienen: un estilo que implica estética, educación y respeto de sus propias

actitudes […]. Si la llamada gente culta hubiera sabido entrar en ese hombre, hubiera perdido tal

vez su barniz de sapiencia, pero hubiera ganado en alma. No sucedió así”.

Don Segundo Sombra obedece a ese

programa tanto como a la configuración espiritual

de su autor, que, aunque asociado al

vanguardismo bonaerense hasta el punto de que

su primer libro, el poemario El cencerro de cristal

(1915), fue valorado como paladín de la nueva

sensibilidad estética por los “martinfierristas” -

inte-grantes del denominado grupo de la calle

Florida, sede de la revista Martín Fierro, órgano

de expresión local de la vanguardia argentina-,

estuvo siempre emocionalmente vinculado al mundo pampeano, la vida de los gauchos y las viejas

tradiciones camperas y rurales que conformaban ese mundo. Fue un escritor a la vez criollo y

cosmopolita, tradicional e innovador, telúrico y refinado, y quizá por eso incomprendido desde uno

y otro extremo. Contrariamente a lo que se esperaba, dada la mala fortuna crítica de sus primeras

narraciones —los Cuentos de muerte y de sangre (1915) y las novelas Raucho (1917), Rosaura

(1922) y Xaimaca (1923)—, un lector tan autorizado como Leopoldo Lugones saludó la publicación

de Don Segundo Sombra con encendidos elogios y eso constituyó un espaldarazo definitivo para

su éxito continental: “Pertenece a la familia del Facundo [1845] y del Martín Fierro [1872 y 1879]”,

dictaminó. Y esa afirmación sintetizaba buena parte de las claves del verdadero sentido de la obra,

La Pampa

“¿Quién es más dueño de la pampa que un resero?”

(Don Segundo Sombra, XVI). A. Durand, Reseros

(1866).

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que la crítica posterior iba a desarrollar en estudios extensos: a Lugones se debe la intuición de

que el libro era “algo más profundo que una poética visión de la vida pastoral de la Pampa”; el

paisaje y el hombre, que “ilumínanse a grandes pinceladas de esperanza y de fe” le parecen

movidos por un afán simbólico que los convierte en exaltación de “virtudes nacionales” y, dado que

la novela relata el desarrollo de “una verdadera educación” —la que logra el joven protagonista y

narrador Fabio Cáceres al lado del gaucho que da título a la obra—, la novela tenía por tanto

enorme trascendencia de significación nacional (en Verdevoye,1988: 271-274).

La educación que logra Fabio es la que convierte a un “guacho” (“desarraigado” que no

tiene padre conocido, y al principio ni siquiera nombre) en gaucho; a un hombre que todavía no lo

es cabalmente, en un hombre de la pampa. La novela estructura ese aprendizaje como un viaje,

jalonado de episodios que tienen el carácter de “pruebas” e irán forjando la personalidad del joven,

desde la vida ‘civilizada’ del pueblo, que a Fabio le resulta asfixiante y estrecha, hacia “una vida

nueva hecha de movimiento y de espacio” que se emprende en la pampa, libre, abierta y

enriquecedora. Bajo la tutela de don Segundo, cuyo magisterio incluye las tareas del resero, la

transmisión de ciertos valores propios de una “ética gaucha” —autosuficiencia, estoicismo, valor,

paciencia, laboriosidad, lealtad— y el relato de “cuentos” con moraleja que recogen la experiencia

tradicional o las creencias y supersticiones de los habitantes de la pampa, el muchacho va

aprendiendo cómo es, cómo quiere ser y

hasta descubre quién es: el hijo de un rico

propietario, dueño de tierras, animales y

hombres, que acaba de morir. Su viaje se

cierra en círculo con el regreso al pueblo

donde se instala como nuevo patrón de la

rica estancia que acaba de heredar, pero

Fabio vuelve cambiado, y será un patrón

distinto o dispuesto a ser distinto por lo

menos: “Ya has corrido mundo y te has

hecho hombre; mejor que hombre, gaucho. El que sabe de los males de esta tierra, por haberlos

vivido, se ha templao para domarlos”, le dice su tutor. Los últimos capítulos introducen al lector en

una nueva historia que sólo se esboza y de la que don Segundo desaparece: retoma un día su

camino y, mientras su figura se desvanece en el horizonte, el texto indica que “aquello que se

alejaba era más una idea que un hombre”, insistiendo en la cualidad evanescente y mítica que

caracteriza al personaje desde su primera aparición.

“Baile en la estancia” (1924). Óleo de Pedro Figari.

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La intención simbólica de ese viaje de aprendizaje, redundante con esa Argentina que

Güiraldes veía como un futuro que debía forjarse en una regeneración inspirada en las virtudes

tradicionales del hombre de la pampa, inserta a don Segundo y su discípulo en una de esas

frecuentes alegorías regionalistas, merced a la cual se traslada al texto el diálogo necesario entre

dos Argentinas en una coyuntura de crisis nacional y universal: una, la “auténtica”, ejerce su

magisterio sobre la otra, aún en ciernes, para que, una vez formada, pueda hacer frente a las

incertidumbres del porvenir: “En los dos personajes centrales, el Maestro y el Discípulo, el Viejo y

el Joven, el-que-se-va y el-que-se-queda, se simboliza cabalmente la Argentina de antes, la del

Viejo, que educa a la Argentina de hoy, la del Joven, y le infunde virtudes raigalmente criollas” (en

Verdevoye: 284). Sin embargo, ni al autor ni a la novela se les dio en su momento crédito o

profundidad suficientes para elevarlos a la dignidad de intérpretes de entrañables aspiraciones

argentinas. Las principales razones quedaron resumidas en un ensayo de 1935 de Leopoldo

Marechal que, irritado por la incomprensión, salió en defensa de la novela y publicó en la revista

Sur de Buenos Aires algo así como un balance de título muy significativo: “Don Segundo Sombra y

el ejercicio ilegal de la crítica”. Marechal reprochaba, para

empezar, la errónea postura de los detractores que —también en

este caso leyendo desde el realismo— se negaban a juzgar la

novela como una obra de arte “que debe ser juzgada en tanto

que como obra de arte, ya que no puede ni quiere ser otra cosa”.

Y enseguida mencionaba un "conflicto" que se hizo famoso e iba

a tener largos ecos en la crítica literaria, fruto de la causticidad

del escritor francoargentino Paul Groussac: lo disonante del

“smoking” que presuntamente se le veía a Güiraldes “por debajo

del chiripá” (el chamal de cuero de los gauchos); o dicho de otro

modo, la incompatibilidad entre “el hijo del patrón” que era

Güiraldes —con sus modos de vida distinguidos, sus viajes, su

cultura y su fama de millonario— y el duro resero de la pampa al

que intentaba caracterizar, aunque sin lograrlo, porque el autor

“no podía comprender” lo gaucho, o sólo podía ofrecer al gaucho “visto por el patrón”, al explotado

visto (o deformado) por el que lo explota, como se recriminó desde las posturas afines a la novela

de denuncia social.

Güiraldes tuvo cierta responsabilidad sobre esas lecturas a las que se les escapaba su

“mensaje”. Al parecer su única protesta pública respecto a aquello del smoking y el chiripá fue

comentar "¿Es un defecto el saber llevar dos trajes?”. No supo, o no quiso, corregir el perfil con el

que se le dibujaba, definir sus opiniones ni aclarar públicamente cuánto había meditado al respecto

Ricardo Güiraldes y don Segundo

Ramírez, “modelo” para don

Segundo Sombra.

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Remedios Mataix Azuar – Novelas y cuentos “de la tierra”

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y hasta qué punto coincidía con algunos intelectuales de reconocida autoridad sobre lo que se

llamaba entonces “la argentinidad” y la “disolución del sentimiento nacional”. Escritos del autor

como los que citábamos al principio fueron conocidos sólo mucho tiempo después, tras la

publicación de sus Obras Completas en 1962, y la consecuencia fue que no se tuvo en cuenta al

Güiraldes "pensador de la Argentina" complementario del Güiraldes exaltador poético del gaucho.

Es decir, no se le dio crédito como meditador adscrito a un tipo de nacionalismo que sin duda

podemos llamar mundonovista o regionalista, y que en él tenía fondo autobiográfico, como ya

había demostrado su primera novela “ejemplar”, Raucho: momentos de una juventud

contemporánea: como el propio Güiraldes, el protagonista es hijo de un estanciero y se ha criado

en la pampa pero es tempranamente alejado del medio campero. Culto, rico, empapado de

literatura francesa y de gustos cosmopolitas, planifica un viaje a Europa, todo un signo de época

también, que confirma sus rasgos de clase, su superioridad cultural y su filiación como poeta

moderno. Pero tras experimentar “todos los excesos de una civilización depravada”, “la nervadura

de Raucho, irritada como una llaga raspada a diario, vino a derrumbarse en un furioso delirio”, y la

historia se cierra con la imagen del personaje que recupera sus fuerzas “sobre su tierra de

siempre”: regresa a la pampa (allí lo encontraremos al final de Don Segundo Sombra, influyendo

en la formación cultural de Fabio), porque, en lugar de destruir en él al campero, su cultura y

conocimiento del mundo contribuyen a afirmarle la certeza de que el cimiento de su personalidad,

humana y literaria, reside en el espacio de su niñez. Como puede decirse de su autor, el

cosmopolitismo de Raucho fue un agente catalizador de su pasión por lo autóctono: le permitió ver

lo suyo con ojos nuevos y en una amplia perspectiva, sin dejar de sentirlo propio.

Ese carácter “pastoril” (Rodríguez Monegal,1979: 33) es otro de los rasgos que

caracterizan al regionalismo, desde el punto de vista de sus convenciones poéticas: ser un tipo de

literatura que el escritor culto dirige a un lector culto —el destinatario de sus mensajes

regeneradores— pero que trata de un medio y unos personajes salvajes o rústicos, cuya imagen

se amplía hasta constituir arquetipos, modelos ejemplares y gestos permanentes. Eso explicaría

además el uso en un discurso ‘campero’ de un registro expresivo tan ‘literario’ (reproche frecuente

de quienes vieron en eso otro indicio de la falsedad documental de la obra): el narrador rememora

su historia cuando es ya un estanciero cultivado por “la educación que me daba don Leandro, los

libros y algunos viajes a Buenos Aires con Raucho, [que] fueron transformándome exteriormente

en lo que se llama un hombre culto”, y es ésa la lengua que emplea, ya refinada por la cultura,

aunque todavía llena de regionalismos gauchos que en el personaje no tienen nada de falso.

Tampoco la lengua que hablan los reseros en el texto es transcripción fidedigna de la lengua real,

sino su trasposición estética, que recoge sus rasgos principales: parquedad, laconismo, ingenio

natural, resonancia filosófica. Güiraldes, como supo ver pronto Amado Alonso, “procedió en

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Remedios Mataix Azuar – Novelas y cuentos “de la tierra”

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dirección inversa de la usual en estos casos; en vez de partir de la lengua literaria y deformarla

hasta vestirla de gaucho, partió de la lengua de los paisanos y la pulió y dignificó hasta darle

categoría artística” (en Verdevoye: 278). Tal dignificación general del gaucho se esgrimió también

como argumento contra la novela: resultaba extemporánea o anacrónica porque el gaucho típico

había desaparecido ya hacía tiempo, así como la pampa ya no era de los payadores, rastreadores

y reseros legendarios. Güiraldes lo sabía, y con el poema “Al hombre que pasó” de El cencerro de

cristal había ofrecido ya su emocionada elegía al gaucho, aquí sí protagonista de un proceso de

extinción irreversible: “...hoy el gaucho, vencido,/ galopando hacia el olvido,/ se perdió/ Su triste

ánima en pena/ se fue, una noche serena,/ y en la cruz del Sur, clavado,/ como despojo sagrado,/

lo he yo”; todo un canto a la Argentina tradicional que la modernización iba a borrar definitivamente

y todo un ejemplo de esa motivación “temporal” que añadían a la espacial los novelistas de la

tierra. Pero la desaparición del gaucho como individuo social permitió al arte rescatar su sentido

para los imaginarios nacionales, porque lo que no había desaparecido eran las resonancias

míticas del personaje popular con el que venía identificándose el carácter rioplatense desde el

romanticismo, por lo menos. Se asistía ahora a la voluntad compartida de “inmortalizar al gaucho”,

ese “gestor de América” que “generó la noción individualizante a que debemos el supremo

beneficio de ser lo que somos: americanos”, como proclamó en 1919 el pintor uruguayo Pedro

Figari, uno de los fundadores del “nativismo”, movimiento de renovación de las

artes plásticas que hizo confluir el arte moderno y

“los símbolos más originales de la tradición”: el

gaucho, que “compenetrado con el ambiente, forja

allí mismo su carácter”, no había perdido su valor

simbólico, y añadía ahora el de ser visto “como la

valla autóctona opuesta a la conquista ideológica y

la ola de deslumbramientos de las viejas

civilizaciones” (Figari, “El Gaucho”, 1919).

Ésa era la “fe” que Güiraldes declaraba

profesar: la que lo empujó a escribir Don Segundo

Sombra con la intención de inmortalizar al gaucho,

haciéndolo ingresar en la Argentina moderna a través de su identificación con el joven terrateniente

que cuenta su historia, un ahijado espiritual del gaucho modélico, que ha hecho suyos su amor y

su conocimiento de la pampa, en el que don Segundo sobrevive de algún modo. No es difícil

concluir que quiso extender por toda su nación el magisterio que se desprende de su novela

didáctica. Por eso Fabio primero se hace gaucho y, después, “hombre culto”. La cultura literaria y

El gaucho (1922). Óleo de Pedro Figari.

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filosófica que alcanza el personaje ha sido vista con acierto como necesidad interna del relato, ya

que sin ella los recuerdos que el lector está leyendo, tan elaborados estéticamente, no serían

verosímiles. Pero quizá deba verse algo más: “Fabio convertido en gaucho, pero sin cultura sería

incompleto como símbolo de una Argentina educada para afrontar las incertidumbres del porvenir.

Síntesis como es el libro de intuiciones de lo humano y de lo nacional en la conciencia argentina, el

discípulo de don Segundo debía además ser culto, esto es, síntesis él mismo del hombre del

campo y del hombre de la ciudad. Con el personaje de Güiraldes, la oposición establecida por

Sarmiento entre ciudad y campo desaparece” (en Verdevoye: 277).

A la luz de estas reflexiones puede entenderse en su sentido exacto ese parentesco que

intuyó Lugones entre Don Segundo Sombra y el Facundo: la obra de Güiraldes articula un discurso

ideológico en la línea que inauguró el gran clásico argentino del siglo XIX, aunque renovado,

metamorfoseado por las aportaciones del americanismo coetáneo, que, en lo que los románticos

llamaron ‘barbarie’ (la pampa como el locus vinculado al desorden, el caudillismo, el atraso, la

incultura), ve ahora el espacio materno recobrado o el lugar donde una visión de lo autóctono de

matiz spengleriano augura una nueva posibilidad de vida e historia capaz de “evitar que nos

europeicemos a destajo” y de “cultivar el fruto del progreso, exento de las coimas que subsisten

aún allá”, como escribió Pedro Figari. En la época de crisis moral de Occidente en la que compuso

su obra, Güiraldes debió pensar que reformular el viejo mito pampeano, “elevándolo a una

dignidad limpia ya de las impurezas del pasado” y proyectando sus contenidos esenciales hacia el

terreno de los valores absolutos, era una tarea irremplazable, una “misión” cultural exigida por las

circunstancias.

4.3. Doña Bárbara (1929) o la Utopía del Llano. La narrativa del venezolano Rómulo Gallegos, todo un tapiz continental urdido con las

diversas hebras que las novelas de la tierra anteriores habían proporcionado (telurismo, mitología,

sociología, historia, utopía), vino a certificar las dos grandes conquistas de esa modalidad

narrativa: la conquista de una expresión literaria inequívocamente identificada con lo autóctono por

los escenarios naturales y sociales por que transitaba, y, quizá por eso mismo, la conquista masiva

del lector hispánico, en un momento que podría calificarse de “mini-boom” de final de los años

veinte. En el caso de Gallegos, ese liderazgo cultural se vio complementado con su protagonismo

como líder político de toda una generación, y fue precisamente su condición de novelista, de

“narrador de las historias de la nación”, lo que sostuvo tanto su acceso a la Presidencia de la

República en la primera y breve experiencia democrática de Venezuela tras un siglo de dictaduras

―“Toda Venezuela ve en Rómulo Gallegos al hombre que se internó por sus dolores, que se frotó

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con su vida, que condenó sus vicios, que exaltó sus virtudes, que pobló libros de seres

venezolanos”, se decía en su proclamación como candidato en 1947 (en Liscano 1969: 75)—

como la condena al exilio que lo precedió (en 1931) y lo seguiría (1948-1958), a causa de “el valor

emblemático de cuanto Venezuela necesita redimir contra el enmarañado desastre de la dictadura”

que su obra contenía (en Bermúdez,1991: 15). No es poca cosa a la hora de evaluar los efectos de

la literatura, de comprobar cómo la dimensión alegórica del proyecto regionalista produjo relatos

que permitieron una identificación colectiva y legitimaron la representatividad de los intelectuales

que los escribieron.

Más de una vez declaró el autor que componía sus libros

"con el oído puesto sobre las diferentes palpitaciones de la

angustia venezolana" para ayudar a que "nos la quitemos del

alma". Con El último Solar (1920), Los inmigrantes (1922), La

rebelión (1923) y La trepadora (1924) su escritura tanteó las

posibilidades persuasivas de un mensaje americanista revelador

de esas preocupaciones sociológicas y reformistas, y ya con

Doña Bárbara las confirmó: la novela fue consagrada de

inmediato como una de las obras maestras de la literatura

ideológica, en la que, con una "justa y alerta evaluación de la

historia y una sobria visión del futuro", Gallegos no trataba sólo

problemas venezolanos, sino los del atraso, la violencia y la falta

de garantías legales con que se vieron reflejados los laberintos del caudillismo y las incrustaciones

feudales que sobrevivían en la Hispanoamérica del siglo XX, por lo que su obra conseguía "dar

respuesta a algunas de las preguntas más importantes del pensamiento político y social

hispanoamericano” (en Díaz Seijas,1980: 17-18). No hace falta practicar una lectura muy detallada

para reconocer en Doña Bárbara ese valor arquetípico, subrayado hasta por los nombres de los

personajes y de los lugares que los representan —Bárbara (la barbarie), Santos Luzardo (luz,

ardor, bondad), Marisela (una dulce melodía llanera), las haciendas El Miedo y Altamira— y

necesario para la dimensión alegórica que despliega, también aquí la Civilización contra la

Barbarie, pero también aquí sustituyendo la disyuntiva decimonónica por una síntesis que rescata

lo mejor de ambas nociones y apuesta por articular los deseos de progreso con una necesaria

reconciliación con el “espíritu” regional. Ese espíritu se identifica en la novela como un producto del

llano que ocupa el centro de Venezuela, “el desierto bravío, amparador de barbarie, alimentador de

la arrogancia del hombre, deshumanizador casi”, pero que a la vez configura en el texto un espacio

fascinante, un lugar para Utopía donde los sueños pueden realizarse; esa “tierra ancha y tendida,

Rómulo Gallegos (1884-1969)

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Remedios Mataix Azuar – Novelas y cuentos “de la tierra”

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buena para el esfuerzo y para la hazaña, toda horizontes, como la esperanza, toda caminos, como

la voluntad” que Gallegos adoptó como “personaje principal”, pues “habiendo mujer simbolizadora

de aquella naturaleza ya había novela”.

En ese juego alegórico

actualizado, el mensaje viene

dado por una doble trama que

superpone dos imágenes de la

nación, paralelas y

contradictorias, hasta hacerlas

confluir en el “venezolano

deseo” del autor “de que todo

lo que sea tierra de mi patria

alguna vez ostente prosperidad

y garantice felicidad”: En el

llano infinito, cruzado por caños y tremedales donde acechan la culebra y el caimán, florece

siniestramente la hacienda El Miedo, gobernada por doña Bárbara, la Cacica del Arauca, violenta,

supersticiosa, tiránica, encarnación de la naturaleza indómita y de fuerzas salvajes ancestrales,

que ha ido extendiendo sus dominios “a fuerza de arbitrarios deslindes ordenados por los

Tribunales del Estado”, con la ayuda de asesinos a sueldo o, asistida por el espíritu diabólico de “el

Socio”, a través de pociones y encantamientos “para aniquilar la voluntad de los hombres” hasta

que le pertenecían “como las bestias que llevan la marca de su hierro”. Entre las haciendas

despojadas está la de Altamira, propiedad de la familia a la que pertenecen Lorenzo Barquero y

Santos Luzardo, el último vástago. Lorenzo agoniza en su demencia alcohólica, arruinado y

despreciado por doña Bárbara, que ha sido su amante y es madre de su hija Marisela, repudiada

también por el corazón de la Cacica. Luzardo, descendiente del llano pero representante de los

valores civilizados de la minoría culta urbana, llega de visita a Altamira con la idea de venderla,

pero el contacto con el paisaje de su infancia despierta en él un sentimiento ‘regionalista’ olvidado,

comprende que ésa es su tierra y su destino, y se queda, empeñado en “contribuir a la destrucción

de las fuerzas retardatarias de la prosperidad del llano”.

Inevitablemente, la Doña salvaje y el abogado “culto, fino y señorito” se enfrentan (y se

atraen) en una atmósfera intensamente pasional sobrecargada de conflictos en los que se

entretejen los poderes humanos con los sobrenaturales. Espectros y supersticiones populares

como la Llorona, el Mandinga, el Ánima Sola, las lámparas votivas, los ritos de santería, los

fantasmas “familiares” de cada hacienda o los Rebullones, pájaros con poder oracular, merodean

“La llanura es bárbara, devoradora de hombres, bella y terrible a la vez. Esta

tierra no perdona. En ella caben, holgadamente, hermosa vida y muerte

atroz...” (Doña Bárbara, I, IV)

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Remedios Mataix Azuar – Novelas y cuentos “de la tierra”

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por la

narración como parte

sustancial de la realidad

del llano y, además de

permitir explorar la

“maravillosidad tradicional”

tan del gusto regionalista,

predicen o desatan las

pasiones individuales de

los personajes, que

cumplen también un

propósito alegórico nada

desdibujado: Bárbara se enamora del civilizado joven, lo que apunta a cierta ‘entrega’ final de la

naturaleza salvaje que ella representa; y esa naturaleza encarnada en una doña Bárbara “bella y

terrible a la vez”, enamora también a Luzardo, que, fascinado por la sensualidad, el misterio y la

fuerza elemental de “la devoradora de hombres”, casi es “devorado” por ella y casi cae en la

barbarie y la violencia que quiere erradicar. Pero sublima esa atracción asumiendo oficialmente el

papel de educador de Marisela (la hija y “doble” inocente de doña Bárbara), verdadera metáfora de

la nación en la novela: “alma llanera” y "criatura montaraz, ingenua, silvestre como la flor del

paraguatán”, la joven ha crecido moldeada por la naturaleza, pero está situada en la intersección

misma entre la barbarie materna y el mundo civilizado del que fue su padre, primero (Lorenzo

Barquero, víctima de la voracidad de la fuerza bruta del llano), y de Santos Luzardo después.

Transformando, educando, puliendo a Marisela, Santos hace, en pequeña escala, lo que el

proyecto modernizador de Gallegos quiere lograr con el llano, cuyo futuro —equivalente al de

Venezuela en conjunto— debe salvarse de dos peligros igualmente graves: el desorden autóctono

(la “Ley de doña Bárbara”, como se llama en el texto a un sistema “hecho a la medida de sus

desmanes”) y la usurpación extranjera, cuya amenaza se expresa en la trama con la posibilidad de

que Marisela sea vendida a Mister Danger (el “norteamericano bruto, grosero, humorístico” que

llegó a los llanos para enriquecerse a costa de los que despreciativamente llama “nativos”) a

cambio de “cinco botellas de whisky”. Hacia el final de la novela, la misma Marisela-nación

simboliza el triunfo de Luzardo como civilizador: vemos en ella "la luz que le había encendido en el

alma, la claridad de la intuición, de la inteligencia desbastada por él; la obra, su verdadera obra". El

amor recíproco surge tras ese éxito en la educación de la muchacha, finalmente reconocida por su

madre como heredera de El Miedo, a la que Luzardo planea desposar. Ya todo será Altamira y el

camino de la civilización queda abierto.

María Félix como doña Bárbara, en la versión cinematográfica de la novela (1943)

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En ese final vemos de nuevo reproducido el mensaje ideológico con que el autor intenta

convencer de que el mundo salvaje de la llanura constituye un objetivo posible para esa utopía

regionalista de “progreso bien entendido” en que se perpetúa el dominio del terrateniente, pero de

un terrateniente distinto —como el gaucho-patrón de Güiraldes—, reconciliado con la naturaleza y

practicante de un “buen cacicazgo”, como dice Gallegos, en un momento en que esa figura no

había sido desplazada aún como entidad socioeconómica de quien dependía el futuro de un país

que (antes de la súbita prosperidad sobrevenida a consecuencia del petróleo) necesitaba afirmar

el dominio de la tierra para hacerla rendir al máximo. De ahí la lucha de Santos Luzardo por

establecer la cerca como principio del orden que triunfa al final de la obra: el progreso libera al

llano de “las fuerzas retardatarias de su prosperidad” y doña Bárbara abandona El Miedo y

desaparece, internándose en la naturaleza primitiva, consustanciándose con ella, porque "todas

las cosas vuelven al lugar de donde salieron".

Resulta tentador concluir que estamos ante un castigo ejemplar por el que doña Bárbara,

como el Ánima Sola, vaga derrotada y errabunda intentando purgar sus culpas, mientras el bien se

impone al mal, la barbarie retrocede ante la civilización, se confirma lo que la crítica ha llamado

"mesianismo optimista" del reformismo de Gallegos y se ilustra su programa; aquél que

pretendería “articular el territorio heterogéneo y desmembrado de la patria en un mapa imaginario”

donde queda conjurada la amenaza del desorden por la vía que legitima “la exclusión sistemática

de los sujetos amenazantes que no se integran al proyecto modernizador” y que promueve un solo

desplazamiento: el del territorio nacional no urbano, con su naturaleza no domesticada y sus

grupos populares no sujetos a las normas letradas, para que se sometan a los valores y las

aspiraciones de los sectores sociales en ascenso, la clase media ilustrada no vinculada a las

castas tradicionales (Rivas Rojas, 2002: 104). Pero en las alegorías regionalistas nada es sólo lo

que parece y ese programa, en todo caso, tendría su contrapartida en el texto, por una parte, con

el cambio operado en el protagonista, que llega al llano con la intención de vender sus tierras e

irse a vivir a Europa, y

al final concilia su impulso civilizador con la fascinación por la vida libre y enriquecedora en la

naturaleza que lo atrae desde el fondo de su sangre. Y la otra contrapartida estaría en “Las

mudanzas de doña Bárbara” (título de un capítulo crucial de la novela), por las que “el hábito del

mal y el ansia del bien, lo que ella era y lo que anhelaba ser para que pudiese amarla Santos

Luzardo” entran en conflicto y permiten entender la evolución del personaje en otra dimensión, más

allá del mensaje didáctico o político de Gallegos, que explica mejor su ambivalencia y su disolución

final en la naturaleza como un ser fantasmal envuelto en resonancias cósmicas.

A su valor como representante de una colectividad regional, sinécdoque posible de la

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realidad continental, e incluso de algunas modulaciones del alma femenina muy convincentes,

doña Bárbara suma el de ser recipiente de arquetipos universales referidos a la Mujer Fatal

(fascinante y seductora incluso en sus aspectos maléficos, Madre Terrible, Bruja y eterno Misterio

de lo Femenino), pero además es depositaria de una sólida tradición de mitos etiológicos

americanos sobre la violencia original o la patria violentada, y su mitema básico de la Naturaleza

vuelta Mujer: recordemos la leyenda de Mapiripana en La vorágine y pensemos en la Llorona del

relato de Gallegos, otra mujer india víctima del abuso y el desprecio de un hombre extraño, que

hace pagar a su hijo el engaño del que fue víctima y cuya alma en pena vaga por el llano clamando

venganza. Detrás de la crueldad de doña Bárbara hay también una terrible historia de abusos y

abandonos: "Fruto engendrado por la violencia del blanco aventurero en la sombría sensualidad de

la india, su origen se perdía en el

dramático misterio de las tierras

vírgenes"; la perturbadora belleza de “la

trágica guaricha” (mestiza) sólo ha

conocido la brutalidad y la violencia del

hombre, por lo que todo lo que brota “de

su tenebrosa memoria” es sed de

venganza y afán de dominio sobre él.

Queda "una pequeña cosa pura" en el

fondo de su corazón, sin embargo: “el

recuerdo del amor, que pudo hacerla

buena”; expresión de un anhelo no del todo frustrado en el personaje. Gallegos diseña su

coherencia interna presentándola como el resultado "natural" de su origen y el ambiente físico y

espiritual en el que se ha criado. Si ese ambiente “muda”, el personaje muda también, como le

ocurre cuando se enamora de Luzardo. En su última escena, antes de su misteriosa desaparición,

se nos presentan como acontecimientos paralelos la última decisión (la única maternal) de doña

Bárbara, perdonar la vida a Marisela, retirarse y dejarla gozar de su amor con Luzardo, y la escena

espantosa de “una res joven” engullida hasta la muerte por el tremedal, símbolo de “aquel otro

tremedal de la barbarie que no perdona a quien se arroja sobre él”. Bárbara, finalmente redimida

por amor, sí perdona, y entrega a Marisela, heredera de su alma llanera, a un presente-futuro

integrador y viable en el que dos sistemas al principio opuestos y enfrentados, la Naturaleza y la

Civilización, han podido conciliarse para “mudar” al llano por la luz de la justicia y la convivencia

armónica; un llano donde cabe también esa doña Bárbara “conquistada”, seducida para la

civilización —la que sobrevive en su hija Marisela—, pero ya no por la violencia y el abuso, sino

por el amor y la educación.

La Llorona (2004). Mural de Juana Alicia.

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Remedios Mataix Azuar – Novelas y cuentos “de la tierra”

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Todos esos mensajes ideológicos y propuestas utópicas brotan, por tanto, de una narración

cuya fuerza compromete en sus pasiones, intensamente humanas (amor, traición, celos, poder,

ambición, venganza), de unos personajes cuya vitalidad Gallegos se cuidó mucho de no sacrificar

ante su naturaleza simbólica y, sobre todo, de un tratamiento magistral del paisaje como

determinante y catalizador de los conflictos humanos, de fácil proyección sobre otras realidades,

nacionales —como confirmarían Cantaclaro (1934), Canaima (1935), Pobre negro (1937), El

forastero (1942) y Sobre la misma tierra (1943)—, continentales e incluso mundiales. De ahí las

innumerables ediciones y traducciones de Doña Bárbara que siguen publicándose y representan

quizá el testimonio más claro de la universalidad del regionalismo hispanoamericano y de su

vigencia como hecho literario capaz de alimentar a la vez el pensamiento y la sensibilidad. Eso es

algo aplicable también a la significación histórico-literaria de esos textos, cuya lectura

contextualizada demuestra que, lejos de constituir el episodio cerrado de “libros del siglo XIX

extraviados en los años de la vanguardia” (Rodríguez Monegal,1969: 112), conducen la narrativa

de los años 20 a una situación de avanzada técnica y de revelación ontológica que desarrolla muy

interesantes líneas de continuidad con lo que se llamaría, dos décadas después, “la búsqueda del

espíritu de América”. El trascendental esfuerzo discursivo e imaginario que significaron en su

momento queda manifiesto cuando son leídos sin los prejuicios con que la propia dinámica del

proceso literario los marcó y cuando comprobamos sus repercusiones (secretas u ostensibles) en

textos más cercanos al presente, que, en el fondo, contienen relecturas apasionadas, revisiones

complementarias o respuestas polémicas a las creaciones de Francisco Contreras, José Eustasio

Rivera, Ricardo Güiraldes, Rómulo Gallegos y los demás narradores del Regionalismo.

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