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Relatos ganadores 2017-2018
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Concurso de narraciónGonzalo Torrente Ballester
Concurso de narraciónGonzalo Torrente Ballester
Relatos ganadores2017-2018
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42 Quilates ................................ 3 PRIMER PREMIO Lucía Sánchez Hernández IES Torres Villarroel - Salamanca
En el corazón del valle ............ 11 SEGUNGO PREMIO Samuel Pascual Temiño Colegio Sagrada Familia “Hijas de Jesús” - Valladolid
Mi propia metamorfosis ......... 21 PREMIO ALUMNO DEL CENTRO Andrea Rodríguez Yuste IES Torres Villarroel - Salamanca
INDICE
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Lucía Sánchez HernándezIES Torres Villarroel - Salamanca
42 Quilates
PRIMER PREMIO
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Hola, pequeño dueño.
Antes de que sigas leyendo, te deseo mi más sincero pésame, aunque supongo que
ni siquiera sabrás lo que es eso.
Muy bien Mickey. Ahora mismo tienes cuatro años y lo que yo te diga ahora te
va a dar igual, de hecho, ni siquiera puedes llegar a imaginarte quién soy yo, pero
cuando despiertes, y el tiempo pase, quizá logres entender lo que ha pasado, y esto
te ayudará.
Empiezo diciendo que sé donde vives, es más, vivo contigo y casi nunca me prestas
un mínimo de atención. La única que lo hacía era tu madre, Bianca. Ella no lo sabía,
pero cuando me miraba sentía el mismo cariño que podías llegar a sentir tú por las
noches cuando ella te arropaba. Empecemos hablando de ella:
Una mujer alta, rubia y guapa de ojos verdes azulados, al igual que tú. Ella traba-
jaba en una clínica dental, hasta que conoció a tu padre, Dorian. El clásico hombre
alto, rubio y guapo de ojos azules verduzcos por el que toda mujer se desvive, inclu-
yendo a tu madre.
Ellos estaban muy enamorados, créeme, lo sé mejor que nadie. Se conocieron en
una fi esta que un amigo rico de tu padre celebraba en su yate privado. Tu madre y su
mejor amiga se colaron intentando pasar desapercibidas, pero la belleza de Bianca
no había cumplido este cometido, y había quedado grabada a fuego en las pupilas de
tu padre, que no dudó en acercarse a ella.
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Desde ahí ya te puedes imaginar.
Empezaron a quedar durante aquellas tardes infi nitas que apenas duraban segun-
dos para ellos, y dentro de todo lo esperado, tu padre se armó de valor y se arrodilló
ante ella con un anillo pegado a un pedrusco enorme (muy bonito, por cierto),que
dibujó un sí en los labios de tu madre.
Se casaron, y compraron vuestra casa con aquel gran jardín que a Bianca tanto le
gustaba, y que tanto cuidaba. Poco después, llegaste tú.
Recuerdo aquel año en el que naciste como si fuera ayer. Todo era felicidad en
cada esquina y en cada mota de polvo que tu madre se olvidaba de limpiar.
Todo iba perfecto, erais la viva defi nición de familia feliz. Tu madre pasaba las
horas muertas contigo, ya que había dejado su trabajo para cuidarte a ti y ocuparse
de la casa mientras tu padre trabajaba.
Él siempre llegaba agotado. No tenía un trabajo que requiriera mucho esfuerzo,
pero las relaciones le quemaban, y solía discutir con tu madre en cuanto entraba en
casa. A veces estas discusiones se subían de tono, pero luego todo volvía a la norma-
lidad, ya que solo eran eso, discusiones de pareja que después se disolvían en el aire
como el Nesquik en la leche.
Cuando cumpliste dos años... Las cosas empezaron a cambiar. A tu padre lo des-
pidieron, y aunque tenían dinero sufi ciente para aguantar todo el tiempo que hiciera
falta, algo pasó que hizo que los engranajes empezaran a girar en sentido contrario.
Llegó el momento en el que tu madre ya no salía de casa. Dorian decía que con la
ropa que solía ponerse parecía que paseaba desnuda, pero en realidad quería custo-
diar su pequeño tesoro desde cerca. Bianca pensaba que era algo normal, que quería
protegerla, y que puede que tuviera razón.
Ella pensaba que el hecho de que ahora tu padre estuviera en casa cambiaría las
cosas. Pensaba que estaría más tranquilo, que se ayudarían mutuamente y que con-
tinuarían siendo felices. Para su desgracia, todo fue a contracorriente. Dorian siem-
pre estaba nervioso, harto de estar en casa. Se sentaba en aquel sofá justo frente al
televisor en el que engordó tanto que hubiera sido necesario un gato para moverlo
si hubiera muerto, y la felicidad simplemente se desvaneció como si nunca hubiera
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existido. Había noches en las que no volvía hasta las tantas, borracho como una
cuba con cientos de secretos acumulados bajo el olor a alcohol impregnado en su
camisa. Bianca no hacía más que aguantar, pensando que era una etapa que se le
pasaría, y que dentro de aquella bola de sebo seguía estando el hombre del que se
enamoró.
No fue así. Aquella felicidad acumulada en las motas de polvo y en las esquinas
se transformó en golpes e insultos por doquier que no puedo escribir porque solo
tienes cuatro años.
Así fue hasta que tuviste tres años y medio. Me encantaría decirte que las cosas
mejoraron, pero no tengo la capacidad de mentir, solo la de observar.
Era increíble la cantidad de dinero que tu madre se llegó a gastar en maquillaje
para tapar aquellos moratones que pintaban su cuerpo sin ningún tipo de patrón, y
todo para ofrecerte todos los días una sonrisa y que no vieras sus magulladuras.
En cambio, a tu padre le daba igual lo que tú vieras o dejaras de ver, y supongo
que te acordarás vagamente de alguna de estas situaciones en las que tu madre te en-
cerraba en aquel incómodo parque portátil que tanto odiabas mientras ellos gritaban
al otro lado de la puerta.
Ella empezó a agotarse de esta situación. Amenazaba con dejarle, lo que provo-
caba sus lágrimas de cocodrilo y aquellas palabras vacías de lo siento que ablanda-
ban a tu madre, pero que al día siguiente parecían no haber existido, y hacían que
la historia se repitiera una y otra vez, mientras tú crecías en medio de todo aquel
calvario.
Recuerdo aquella fatídica noche en la que tú no podías dormir, y corriste hacia la
cama de tu madre que dormía sola como la mayoría de las noches. No sé al cien por
cien porqué, pero algo se rompió en su cabeza al verte preguntar:
—¿Dónde está papá?.
Recuerdo como se levantó de la cama y se vistió, preparando en una bolsa lo
sufi cientemente grande todas sus cosas y las tuyas. Te abrigó con todo lo que tenías,
ya que la nieve azotaba la ciudad durante aquella estación, y antes de subir la crema-
llera de tu abrigo, me guardó dentro del bolsillo de tu camisa blanca, frente al pecho.
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Te aupó agarrando la bolsa con la mano que le quedó libre, y mientras baja-
bais la escalera, la puerta principal se abrió dejando ver la silueta de un Dorian
borracho que lanzó una mirada amenazante y fría. Bianca corrió como si la per-
siguiera el diablo hacia la cocina, mientras escuchaba el sonido de los pasos de su
marido acercarse cada vez más y más. Cerró la puerta intentando ganar tiempo
para abrir la puerta trasera y que los dos pudierais escapar, pero él ya estaba de-
masiado cerca, gritando el nombre de tu madre como un loco, insultándola entre
amenazas.
Antes de que tu madre pudiera salir de allí, él ya estaba a su espalda. Tú caíste al
suelo cuando él le agarró el brazo haciendo que tirara todo lo que llevaba encima.
Recuerdo como te tapabas la cara entre sollozos mientras ella te pedía que co-
rrieras, pero cualquier grito suyo fue en vano porque tú eras incapaz de reaccionar.
A partir de ahí, fui incapaz de ver nada. Tan solo escuché los golpes, las súplicas,
y los sollozos, hasta que un silencio penetrante inundó toda la casa.
Segundos después, el sonido de los pesados y planos pasos de tu padre rompió la
tensión que se había acumulado en la atmósfera. Tú estabas paralizado bajo la mesa
de la cocina, observando a tu madre, que parecía derramar un charco carmesí desde
su cabeza, manchando sus rubios cabellos.
Tu padre apareció de nuevo con aquella cosa que siempre te dijo que no podías
tocar porque era peligrosa. Parecía que iba a dártela. Estiraste la mano para cogerla,
pero en su lugar, un sonido potente que probablemente hizo que los tímpanos de los
vecinos temblaran salió de aquel objeto, por no hablar del golpe que ambos senti-
mos, ya que había disparado al lugar donde yo estaba guardado. Sé que no pudiste
mantenerte en pie, pero yo seguí escuchándolo todo, incluyendo un último disparo,
y los golpes en la puerta de la policía.
Lo siento mucho, Mickey. Ambos quedamos destrozados, y toda la culpa es mía;
sólo mía. Yo fui el símbolo de aquel amor descarriado, si es que se puede llamar
amor. Yo fui lo que hizo que tu madre se arrepintiera de dejar a aquel monstruo, ya
que cuando ella miraba su mano izquierda, ahí estaba yo para recordar los buenos
momentos.
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Quizá tu padre amara a tu madre en algún momento, y te aseguro que tu madre
lo hizo con toda su alma, y esa fue su perdición, ya que casi siempre, el cuento de la
Bella y la Bestia, no acaba con un beso de amor verdadero.
Hasta que despiertes, Mickey.
El anillo de tu madre.
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Samuel Pascual TemiñoColegio Sagrada Familia “Hijas de Jesús” - Valladolid
En el corazón del valle
SEGUNDO PREMIO
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El viento soplaba revolviendo los dorados e inmensos campos de trigo, el mar de
Castilla. Pequeñas piedras crujían bajo sus pasos acompasados por su viejo bastón,
que él mismo había tallado años atrás. Sabía que era su último paseo por las tierras del
valle y volvía a casa intentando postergar al máximo esa despedida inminente. Al pasar
junto al robusto manzano, que había plantado con su abuelo cuando era niño, se estre-
meció y se dio cuenta de lo rápido que había pasado su vida. En ese momento, entendió
aquel tópico , el Tempus Fuguit, del que tanto le habían hablado en la escuela. Paró
su marcha, cerró los ojos y se dejó mecer por el viento que agitaba las hojas del viejo
árbol. Abrió los ojos y observó su pueblo emergiendo entre la canícula, bañado por los
últimos rayos del sol, que le hacían lucir como en sus mejores tiempos. En aquel lugar,
había pasado los momentos más dulces y amargos de su vida, su pueblo le había visto
nacer, crecer y envejecer. Reanudó el paso y se internó en el pueblo. Observó la vieja
casa del pastor, a la que tantas veces había ido de pequeño, y en el presente, devorada
por la hiedra. Parecía seguir oyendo el balar de las ovejas y el sonido de sus esquilas.
Siguió avanzando hasta llegar a la pequeña plaza del pueblo en la que estaba todavía
el deteriorado ayuntamiento y donde tantas veces había jugado de niño. Subió calle
arriba pasando junto a la iglesia románica con su característico cimborrio que seguía
manteniéndose imperial a pesar del paso del tiempo.
El pueblo seguía en aquel sueño del que no había despertado desde hacía diez
años. Había quedado abandonado, su familia y amigos habían marchado a la ciu-
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dad en busca una mejor vida o habían fallecido poco a poco, hasta quedar solo él.
El único y último habitante de aquel pueblo que en el pasado fue hogar de muchos.
Agricultores y ganaderos de la comarca habían ido comprando las tierras de alre-
dedor del pueblo , pero nadie se había ido a vivir allí. Muchos, le habían invitado a
trasladarse a la residencia de ancianos, en localidades cercanas, para que no estuviera
solo, pero él siempre se había negado.
Aquel era su pueblo, su hogar, su vida, su familia, sus antepasados... El pasado
invierno había recibido una carta, en la que se le anunciaba la construcción de una
nueva autopista que pasaría por medio del pueblo. Todo por completo sería derrui-
do. El proyecto, estaba diseñado desde hacía mucho tiempo, pero nadie hasta el
momento se había atrevido a ponerlo en marcha. Sin embargo, al saber que ya solo
quedaba un único habitante, se había dado luz verde al inicio de aquella obra. Por
tanto, se le instaba a abandonar su hogar, acompañado de una pequeña indemniza-
ción, antes de la fecha indicada. Ese día era mañana, y por tanto aquel era el último
día en su pueblo, su hogar.
Finalmente, llegó a su casa, abrió despacio la desvencijada portezuela que daba
acceso a ella y entró. Cruzó el edifi cio hacia el corral, comprobó que las gallinas y
resto de animales estuvieran en buen estado. Después fue a la tenada, en la que en
aquel momento guardaba los manojos y cogió uno junto con unos trozos de encina.
Se dirigió a la cocina y echó la leña a la gloria, así, calentaría la casa para el resto de
la noche. Acto seguido, de la fresquera cogió un pequeño trozo de queso, arrimó el
puchero, al calor de la gloria para que se calentaran las sopas de ajo que había hecho
aquella mañana. Cuando olió el aroma que despedía su cena, tomó las suculentas so-
pas y el trozo de queso. Terminó, no podía dejar de pensar lo que se le venía encima...
Decidió subir al desván para volver a ver todos los recuerdos que habían atesorado
él y sus antepasados a lo largo de su vida.
Subió lentamente con miedo a que las deterioradas escaleras de madera carcomi-
da cedieran bajo sus pies. Al fi n, consiguió llegar, se dejó caer en el último peldaño
y descansó hasta recuperar las fuerzas. Finalmente, tomó su bastón, se levantó y co-
menzó a merodear entre aquellos recuerdos. Lo primero que vio, fue aquella enorme
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radio en la que había escuchado tantos acontecimientos que habían marcado su vida
y la Historia de España: el fi n de la Guerra Civil, la llegada de la democracia... A su
derecha, una gran caja con fotos, que cogió con esfuerzo y colocó a sus pies, bajo su
viejo sillón de mimbre. Empezó a ver fotos, en primer lugar, apareció una foto de su
boda, después una en la escuela y fi nalmente, las fotos de sus padres y sus abuelos.
No pudo evitar que varias lágrimas cayeran por las hondas arrugas que surcaban
su cara. Cuando se las apartó con su pañuelo de tela, se levantó y vio la alacena de
caoba de su abuela, en la que cuando era niño guardaba la tableta de chocolate, de
la siempre intentaba coger una onza cuando no le veía. Una pequeña sonrisa se le
dibujó en su cara, y por un momento, se sintió aquel niño, y decidió abrir la alacena
como tantas veces había hecho. Sin embargo, la portezuela, después de tantos años
cerrada, estaba atrancada. Siguió intentándolo dando fuertes tirones. El movimiento
hizo que algo que estaba encima del viejo mueble, cayera creando un gran estruendo.
En el suelo, apareció un viejo libro. Estaba empolvado, tenía pastas oscuras, quizá de
piel de cabra, y las páginas amarillas del paso del tiempo. Lo cogió entre sus manos
y se sentó de nuevo. Nunca había visto aquel libro durante su larga vida. Quitó el
polvo que tenía encima con mucho cuidado y lo abrió expectante, con cierto temor.
Al instante, reconoció a quién pertenecía aquel misterioso libro. Aquella letra cuida-
da y redondeada, era la letra de su abuelo. A la tenue luz de la bombilla que estaba
en el centro de la sala, sacó sus gafas de pasta del bolso de la camisa y comenzó a
devorar sus páginas. Enseguida, se dio cuenta que era un diario de su abuelo pater-
no, en el que había escrito los instantes más preciados de su vida. Estuvo leyendo un
largo rato, hasta que, de pronto, al empezar a leer una página, dejó caer el libro y la
historia que se contaba en esta página vino a su cabeza. No se explicaba cómo había
podido olvidarla hasta ese momento.
Abril de 1944
Hacía ya cinco años del fi n de la cruel Guerra Civil. Tenía ya ocho años, y la pos-
guerra seguía haciéndose notar en el pueblo. El hambre asolaba cada día, y su vida
dependía de los benefi cios o no de la cosecha de cada año. Su padre y su abuelo tra-
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bajan a destajo día y noche en los campos de cereal para alimentar a su familia. Sin
embargo, la suerte no estaba con el pueblo. Era abril y los campos seguían yermos,
baldíos y nada de lo que habían sembrado había germinado. El campo estaba lleno
de asperones, y sin signos de que nada fuera a cambiar. Todos los agricultores de la
zona estaban seriamente preocupados. Aquella mañana, llovía a cántaros y él, mira-
ba caer la lluvia a través de los fi nos cristales mientras su padre labraba el campo. En
su casa, sólo se oían los gritos de su madre y abuela, discutiendo con su abuelo. Las
dos mujeres afi rmaban que la desgracia y penuria se habían cernido sobre el valle y
sería imposible evitar el hambre al año siguiente. Su abuelo las pedía que no dieran
todo por perdido, y tiempo para que todo aquello cambiara. Enfadado y cansado
de las malas predicciones, el anciano le llamó y a pesar de la lluvia, con ayuda de un
paraguas, juntos salieron a la calle. Paso a paso, abandonaron el pueblo internándose
en el campo. Caminaron durante un largo tiempo, cruzaron varios campos secos,
barbechos, viñedos y pinares, mientras él preguntaba de forma constante a su abuelo
hacia dónde iban. El hombre, se mantenía en silencio y seguía andando con paso
fi rme. Finalmente, llegaron a una abertura en la montaña, una pequeña gruta oculta
entre la vegetación. En ese momento, su abuelo comenzó a hablar y le dijo:
—A este mismo sitio me trajo mi padre, yo traje a tu padre y ahora te traigo a ti.
Venimos a hablar con el hombre más sabio de esta comarca, el Guardián de Castilla.
Siempre que tú o el pueblo os encontréis en graves problemas, él siempre estará aquí
para poder ayudaros, pero jamás debes revelar el secreto de su existencia.
Siguieron andando en la oscuridad de la caverna, hasta llegar a una galería ilu-
minada por una gran hoguera. De la oscuridad salió un hombre muy mayor, con
una gran barba blanca, y sobre su brazo, una enorme lechuza del color de la nieve.
¿Un druida? Su abuelo se acercó sin miedo al hombre y habló con él, éste le escuchó.
Después de pensar unos minutos, mientras se atusaba la barba, musitó unas ininteli-
gibles palabras, que el niño no alcanzó a escuchar. Tras despedirse amablemente del
anciano, salieron de la gruta y percibieron que había cesado de llover. El olor a tierra
mojada impregnaba el ambiente y su abuelo sonreía como nunca le había visto hacer.
Abuelo y nieto, regresaron hablando todo el camino, pero no volvieron a mencionar
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nada relativo a aquel misterioso anciano. Por supuesto, tampoco contaron nada en
su casa relativo a aquella tarde.
A la mañana siguiente, se despertó sobresaltado por los gritos de su abuela y su
madre. Se asomó a la ventana de su habitación y pudo contemplar cómo el campo
se había cubierto de un enorme manto verde. Trigo, cebada y avena, junto con tími-
dos girasoles cubrían la comarca. Cuando bajó a desayunar, su madre y su abuela
canturreaban, mientras que su abuelo, él y su padre, que se había dado cuenta de
lo ocurrido la tarde anterior, se miraban de forma cómplice. Sin embargo, una idea
vino a su cabeza, nunca supo cuales fueron aquellas palabras que le dijo el erudito a
su abuelo en la gruta.
Volvió a la realidad, y se dio cuenta que había quedado inmerso mucho tiempo en
esa historia, recién rescatada de su memoria. Leyó el pasaje escrito en aquel olvidado
libro, pero su abuelo tampoco revelaba allí cuales eran las palabras que le reveló el
anciano. Tampoco daba detalles de cómo llegar a la gruta. Pensó por un momento
en la enseñanza de su abuelo antes de entrar en la caverna. Debía avisar al sabio si se
encontraba en serios problemas.
Decidió buscar aquella misma noche al sabio para contarle su problema. Había
pasado ya mucho tiempo, el paisaje había cambiado y tendría que hacer un gran
esfuerzo para recordar el camino y encontrarle. Cerró el libro y lo dejó cuidadosa-
mente de nuevo encima de la alacena, apagó la luz de la habitación y con la ayuda
de su bastón bajó las escaleras camino a la calle. Una gran luna lucía en el cenit, por
lo que no sería necesario llevar linterna. Con paso fi rme, abandonó el pueblo cami-
no a la gruta. Sus pasos y el golpe de su bastón hacían crepitar la áspera tierra que
pisaba, pero era incapaz de oír nada porque al ver un rayo de esperanza después de
hacía tantos meses, su corazón latía rápidamente. Cuando llegó a la altura del río, la
duda le asaltó. Aquel trozo de camino había cambiado mucho. Hacía cuarenta años,
el viejo puente romano por el que cruzó para ir a la gruta con su abuelo, se había
derrumbado y habían tenido que construir otro paso. Sin embargo, recordaba que a
la entrada del mismo, existía un inmenso chopo milenario, que aún seguía erguido.
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Esto le tranquilizó y continuó su camino, subiendo por una gran ladera. Cuando
ya había llegado a la cima, las fuerzas le empezaban a fl aquear y empezó a sentirse
perdido. No recordaba haber pasado por aquel lugar, debía de haberse despistado y
haber tomado un camino equivocado. De pronto, a la luz de la luna, emergió del cie-
lo una enorme lechuza blanca. Estaba seguro, era la rapaz del anciano sabio. El ave
comenzó a revolotear alrededor de él, y parecía querer indicarle el camino. La siguió,
y se dio cuenta que le conducía a la gruta. Finalmente, se posó en un árbol cercano,
y junto a él se podía atisbar la abertura en la roca a la bella caverna.
Se internó en la cavidad, y caminó hasta llegar a aquella galería en la que, de niño,
él y su abuelo hablaron con el erudito. Sin embargo, en ella no había rastro de nadie,
estaba totalmente vacía. Se vino abajo, había confi ado en resolver todos sus proble-
mas, pero se había equivocado. Todo había sido un idílico sueño que había acabado
convertido en pesadilla. Salió de la cueva y se dio cuenta que la lechuza también ha-
bía desaparecido. Comenzó a descender la ladera, cuando de pronto, a sus espaldas,
una voz quebrada por los años resonó diciendo:
—¿Me buscabas?.
Se dio la vuelta y vio al anciano, su cabello y barba blanca resplandecían a la luz
de la luna y su gran lechuza se posaba sobre su brazo. Se dirigió a él perplejo. Tras
palparlo y estar seguro de que no estaba ante un sueño, comenzó a relatarle su pro-
blema como había visto hacer a su abuelo hacía tantos años. El anciano le escuchó
atentamente, y tras tomar aire empezó a hablarle:
—Llevo esperándote mucho tiempo, he visto como tu pueblo ha quedado aban-
donado, pero sabía que siempre que tu siguieras allí, habría esperanza para recupe-
rarle. Sabía que podrías olvidarme, y por ello, pedí a tu abuelo que dejara por escrito
vuestra visita cuando eras niño, para que, en caso de olvidarme, algún día pudieras
volver a mí. Sé la forma de recuperar el pueblo, pero ya soy muy mayor para llevar
esta tarea a cabo.
Por un momento, se sobresaltó, y volvió a creer que todo su esfuerzo había sido
en vano. Sin embargo, el anciano que había notado ese temor en su mirada, antes de
que pudiera articular palabra, prosiguió su discurso:
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—Por ello, he decidido legarte toda mi sabiduría y la labor que llevo realizando
durante toda mi vida, ser el Guardián de Castilla. Sé que cumples todos los requisi-
tos para ser protector y guardián de estas míticas tierras. Toda tu sabiduría está en
tu gran corazón, que desde que naciste vive unido a la raíz de estos fértiles campos.
A continuación, el erudito le legó su larga vara de madera de roble, sobre el que
estaban tallados bonitos animales castellanos. A continuación, la gran lechuza voló
desde el hombro del anciano hacia su brazo y con una gran sonrisa a modo de despe-
dida, sin decir adiós, se marchó caminando ladera abajo, internándose entre los altos
campos de trigo hasta desaparecer.
A la mañana siguiente, despertó en el viejo sillón del desván, excitado porque
alguien estaba llamando repetidamente al timbre de su casa. Por un momento, pensó
que todo lo vivido la noche anterior había sido un bonito sueño. Al instante, se dio
cuenta de que estaba equivocado, a su lado dormitaba una gran lechuza blanca y
en la pared estaba apoyado la larga vara que le había legado su predecesor la noche
anterior. Bajó de nuevo las escaleras hasta llegar a la puerta de la calle, donde le
esperaban varios operarios y pesadas máquinas con el objetivo de empezar la obra
y demoler el pueblo. El anciano, les abrió la puerta, con cara muy seria, les anunció
que no estaba dispuesto a abandonar su hogar ni su tierra. Los operarios se nega-
ron a escucharle. De un todoterreno verde y blanco cercano al lugar donde estaban
hablando, bajó un cabo de la Guardia Civil, que conocía al anciano desde hacía
muchos años y no podía ocultar su tristeza e indignación por tener que bregar con
aquella situación. Apenado, le mostró la orden judicial que le obligaba a abandonar
su casa. El anciano con una gran serenidad, que hasta a él mismo le sorprendía, se
negó de nuevo a hacerlo. En realidad, a pesar de ser el Guardián de Castilla, no adi-
vinaba cuál era la solución a su problema, pero una gran tranquilidad le envolvía.
El viejo sabio le había dicho que toda su sabiduría residía en su corazón, por lo que
intentó buscar allí, en lo más profundo de su ser, para lograr encontrar la solución
a su gran problema. Por un momento, se sumergió en sus memorias y multitud de
imágenes se empezaron a agolpar sin límite en su cabeza. De pronto, solo una única
imagen quedó en su cabeza, el día en el que conoció a su difunta mujer. Todavía la
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recordaba, envuelta en aquel vestido blanco y su gran melena morena al aire en aquel
día de vendimia. Estaba seguro, el lugar señalado era el antiguo majuelo de su abue-
lo, por el que siempre había sentido un gran cariño y había cuidado sus centenarias
cepas con grandes esfuerzos durante estos últimos años.
El fuerte aleteo de las alas de su lechuza, surgiendo a través de la tronera del
desván, le sacó de su ensimismamiento. Enseguida se dio cuenta que la inteligente
rapaz, había decidido volar a plena luz del día. Sabiendo sus intenciones, se ocuparía
de guiarles en su camino. Hizo llamar al jefe de aquellos operarios y al cabo, anun-
ciándoles que cometerían un gravísimo error destruyendo todas aquellas milenarias
tierras, ya que tenían un gran valor. La risa entre los allí presentes fue estrepitosa. El
agente de la Benemérita sabía que era un hombre sensato y acallando todas las bur-
las, le pidió que le explicara cuál era aquel valor. El anciano le pidió que le siguiera.
Todos los presentes fueron tras él, acompañados por la lechuza, que marcaba su paso
volando en las alturas. Tras un largo camino, llegaron a su destino, el centenario vi-
ñedo de su abuelo. El anciano se paró y enunció alto:
—Cada racimo de estas vides vale el cuádruple de su peso en oro.
Otra gran carcajada sonó entre la multitud, y el cabo, creyó que el anciano había
perdido su juicio debido a la tristeza que le generaba abandonar su hogar. El agente
ya estaba invitando al anciano a subir a su coche cuando el jefe de obra lo detuvo.
Y comenzó a relatar.
—Mi suegro es dueño de unas importantes bodegas en varias denominaciones de
origen y juraría no haber visto nunca uvas tan bellas, grandes y doradas como éstas.
Debería llamar a un experto para comprobar si las palabras del anciano son ciertas.
El cabo escuchó al jefe de obras y pidió que se hiciera llamar a un enólogo. Así,-
después de unas horas de espera apareció en aquel lugar el esperado experto. Cuan-
do vio aquellas uvas, no daba crédito a lo que veía. Aquel la era una especie única,
desaparecida hacía un siglo, y que había sido declarada especie extinguida. Inmedia-
tamente, el enólogo pidió que se hiciera una reclamación para parar de inmediato las
obras, ya que aquella especie era única y no podían perderla. El anciano sonrió, en
pleno corazón del valle, en aquel majuelo en el que tantas horas había pasado junto
a su abuelo, se encontraba la joya que había cambiado su destino El viejo Guardián
de Castilla tenía razón, él mismo había conseguido salvar a su pueblo de una muerte
segura. De nuevo, una gran sonrisa se dibujó en su cara y dejó caer varias lágrimas
de emoción.
En pocos meses, tras el anuncio de la cancelación de construcción de aquella au-
topista, multitud de gente se trasladó a vivir al pueblo debido a las nuevas bodegas
que se habían creado en la zona. Multitud de famosos bodegueros, que sabían del
buen vino que podrían extraer de aquellas preciadas uvas, en muy poco tiempo se
trasladaron al pueblo, que despertaba de aquel sueño en el que había estado sumido
durante tanto tiempo. Él pasaría el resto de su vida allí, en su hogar, del que ahora
era su protector, el Guardián de Castilla.
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Andrea Rodríguez YusteIES Torres Villarroel
Mi propia metamorfosis
PREMIO ALUMNO DEL CENTRO
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Me desperté por el sonido de la alarma de mi despertador. Aún me dolía la cabeza.
Notaba un gran zumbido en la parte posterior de mi cabeza. «Debería levantarme
e ir a clase». Por mucho que repitiera ese pensamiento no me levantaba. «¿Aún te-
nía los ojos cerrados?» Repetí una vez más la orden, pero de nuevo, no pasó nada.
Por un momento pensé que todavía estaba dormida pero la repetición de la alarma
pronto me confi rmó que estaba despierta. Completamente despierta. Decidí empezar
por mover los dedos de las manos. Empezaba a asustarme de verdad. Mis dedos res-
pondieron con una cierta lentitud. «Debo de estar muy cansada». Después me decidí
por los dedos de los pies. El resultado fue idéntico al de las manos. «Por lo menos
los muevo». Era el único pensamiento positivo que se me venía a la cabeza. «Defi ni-
tivamente tengo que abrir los ojos». En cuanto lo pensé mis ojos se abrieron. La luz
procedente de la ventana era intensa. «Qué raro, no suelo olvidar bajar la persiana».
Ese pensamiento pronto quedo sustituido por la imagen tan horrible que vi en el
cristal de la puerta de mi armario.
Ante mí estaba la imagen de un gigantesco insecto. Por un momento, solo por una
fracción de segundo, pensé que se trataba de una sombra en el espejo. Pero eso no
tenía sentido. Aunque lo del inmenso insecto tampoco era mucho más creíble.
Volví a mover los dedos de la mano, que en esta ocasión pude ver que eran pinzas,
en lugar de dedos. Mi brazo derecho tenía pequeños pelitos negros, que rodeaban
un brazo largo y duro. El brazo izquierdo era exactamente igual. Eran brazos de
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animal. Las piernas eran el doble de largas, con los mismos pelos que se distribuían
por ambas piernas. Rápidamente mi vista se centró en las dos antenas que salían de
mi cabeza. Una cabeza alargada y negra. No quedaba ningún rastro de mi pelo rubio
y mi tez blanca. Lo único que quedaba en mi rostro que me confi rmara que aún era
yo, eran unos ojos azules, diminutos. Pero aún eran mis ojos.
Después de observar mi rostro, me quedé impresionada por mi cuerpo «¿Cómo
no he podido verlo antes?» Era enorme, monstruosamente enorme. Tenía el cuerpo
más alargado a medida que llegaba a las piernas. Esos horribles pelos inundaban mi
cuerpo por todas partes. «¿Qué soy?¿Quién soy?» Fueron las primeras preguntas
que asolaron mi mente al observar mi nuevo cuerpo. La siguiente pregunta no tardó
mucho más en llegar «¿Qué voy hacer?¿Cómo iba a bajar a desayunar con mi fami-
lia?¿Cómo iba a ir a clase?¿Qué iba a pasar?». Miles y miles de preguntas se pisaban
las unas a las otras en mi cabeza. Me obligué a respirar profundamente y a cerrar los
ojos. «Seguro que era un sueño. Tenía que serlo». Pero no lo era. Era de día, era mi
habitación de toda la vida. Era un horrible insecto.
Lo siguiente que pensé fue en mi madre. No sabía qué iba a pensar de mí, seguro
que saldría corriendo y gritando. Llamaría a la policía y me examinarían como si
fuera un experimento. Investigarían conmigo. Me convertiría en un objeto de circo.
La gente haría chistes sobre mí o peor aún, la gente inventaría cuentos de miedo para
sus hijos sobre mí. Iba a ser el nuevo coco, pasaría a ser el hombre del saco.
Necesité respirar profundamente de nuevo. No era capaz de moverme. Lo que
me impedía el movimiento no era mi nuevo horripilante cuerpo, era una angustia
interior. Era miedo a lo que se avecinaba.
Llamaron a la puerta de mi habitación. Era mi madre, seguro. No sabía qué hacer.
Estaba completamente paralizada. Volvió a insistir con otros dos toques más en la
puerta. La siguiente vez entraría, seguro. No sé cómo pero conseguí ponerme en pie
y esconderme detrás de la cama.
Nada más esconderme entró ella, desde mi posición podía verla casi del todo.
Tuve mucho cuidado de no moverme y descolocar mis antenas para que no se vie-
ran.
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La mirada de mi madre voló por la habitación. Se paró en un punto a un par de
metros de mi cabeza y pude ver como su expresión cambiaba. Pasó por varias fases,
desde la sorpresa hasta la repulsión pasando por el asco. Sin decir una palabra salió
por la puerta y la cerró a su paso. Estuve cinco minutos esperando a que entrara mi
hermano en la habitación azuzado por los, seguramente, comentarios histéricos de
mi madre. Sabía perfectamente lo que había visto. Mi refl ejo en el espejo. Bueno el
refl ejo de un ser monstruoso, porque eso no era yo.
Después de media hora, por fi n me atreví a salir de mi escondite. Si mi hermano
no había entrado, ya no lo haría. Probablemente habían huido lejos de mí. No podía
ser de otra manera. Estaba sola, en un cuerpo que no era el mío.
Pasada otra hora aún no tenía respuestas para mis preguntas. Lo que si tenía claro
era que mi vida ya no era la misma. Nunca más volvería a poder salir a la calle, ni
con mi familia y amigos. No podría trabajar, ni tener mi propia casa. Ya no tendría
una vida humana normal. Tendría la vida de un monstruo. Siempre tendría que es-
conderme de las personas. Huir de mi casa y vivir en lo más profundo de un bosque,
como hacen los animales. No sabía qué iba a comer, ni cómo iba a sobrevivir, pero
ya no me importaba.
Llegué a la conclusión de que lo primero era huir de mi casa antes de que la poli-
cía, o lo que hubiera llamado mi madre, llegará a casa. «¿Por qué no habían llegado
ya?» Esa pregunta me pareció importante, pero pronto me distraje de nuevo con el
refl ejo de mi cuerpo en el cristal.
Era la segunda vez que me veía. De repente caí en la cuenta de que reconocía esas
facciones de mi cuerpo. Era muy parecida a los insectos que inundaban las calles cuan-
do llega el principio del buen tiempo. Reconocí una ligera tonalidad verde en la parte
de atrás de mi caparazón. Seguramente fuera absurdo pero el color me pareció bonito.
De repente, cientos de recuerdos llegaron a mi cabeza. Miles de imágenes de cuan-
do era más pequeña se reproducían detrás de mis ojos. En todas esas imágenes estaba
en el patio de mi casa, rodeada por la luz amarillenta del sol. A mí alrededor volaban
muchísimos insectos como lo que soy ahora. Obligué a mi cabeza a parar, sabía lo
que venía ahora. Era la parte en la que los aplastaba con mis manos.
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Todo cobró sentido entonces, yo mataba esos insectos de pequeña y ahora era uno
de ellos, solo que en versión gigante. El destino, el karma, la vida, Dios o lo que fuera
se estaba riendo de mí. Ahora entendía todo. Ahora me tocaba a mí perder mi vida,
como yo hice que perdieran la suya.
«¡He aprendido la lección, lo siento!» Grité una y mil veces durante la siguiente
hora y media. Cuando por fi n comprendí que nada iba a cambiar, decidí intentar
hacer la cama. Dejaría mi cuarto recogido antes de marcharme para siempre de mi
hogar.
Mis brazos no ayudaban mucho en la tarea de estirar las sábanas y con la parte
posterior de mi caparazón casi tiro la lámpara de la mesilla. Al fi nal conseguí recoger
el dormitorio y meter en una pequeña mochila, que me tocaría llevar de la mano,
bueno de la pinza, mi libro favorito, un peluche de cuando era bebé al que le tenía
mucho cariño y sobre todo una foto de mi familia. Esas serían mis pertenencias a
partir de ahora.
Después de echar un último vistazo a la habitación que había sido mía durante
tanto tiempo, decidí abrir la puerta y marcharme.
En el marco de la puerta, al lado del pomo, había una hoja de papel pegada. Desde
mi posición distinguí la letra de mi madre. La cogí rápidamente y me puse a leerla:
«No me importa que seas un insecto gigante o una niña rubia alta, siempre serás
mi hija. No te voy a negar que prefi ero la chica, pero seas lo que seas siempre estaré
contigo. Estoy en el salón, cuando estés preparada baja. Te quiero. Mamá».
Una vez más me demostró que estaba conmigo. Todas las preguntas, los miedos
incluso el hecho de ser un monstruo gigante dejaron de tener sentido en cuanto leí
la carta. Me di cuenta de que me había preocupado mucho más de lo necesario. Era
un monstruo gigante que no iba a pasar desapercibido, pero ya no estaba sola. Eso
era lo más importante.
En cuanto fui consciente de esa revelación empecé a notar los cambios en mi cuer-
po. El pelo de mi cuerpo empezó a desaparecer. Salí corriendo hacia el espejo y pude
ver como poco a poco mi cuerpo volvía a ser el mío. Mi pelo rubio, mi piel clara, mis
lunares. Todo mi cuerpo volvió a ser el de siempre.
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Bajé corriendo las escaleras y encontré a mi madre sentada en el sofá mirando
por la ventana, en cuanto me escuchó se puso en pie y se giró hacia mí. Por su cara
rodaron dos lágrimas al ver que volvía a ser yo. Nos dimos un fuerte abrazo y con
eso me di cuenta de dos cosas muy importantes:
La primera es que jamás estaría sola. Siempre tendría a alguien conmigo. La se-
gunda era que nunca nadie sabría lo sucedido esa mañana en mi casa.