Relatos cortosRayén Matus Mariano Aparicio. Actuando como Secretario Óscar Domínguez. Tras las...

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  • Relatoscortos

    XIX Certamen Literario“Café Compás”

    MEMORIAL RAFAEL MARTÍNEZ SAGARRA

    2016

    “De quijotes y sanchos”

  • Relatos cortos XIX Certamen Literario “Café Compás”

    © Los autores y Asociación Literaria y Cultural“Café Compás” de Valladolid

    Ilustraciones: Daniel Carrascal PlateroANIEL CARRASCAL PLATERO

    Imprime: Imprenta Manolete, S. L.Vázquez de Menchaca, 40. 47008 Valladolid

    Depósito Legal: VA– 333–2016

  • Índice

    Prólogo 7D. Óscar Puente Santiago

    Prólogo 9D.ª Araceli Arnáez

    Acta del Jurado 13

    La formidable aventura del audaz capitán Alonso Quijano 17

    Primer Premio. Laura León Vázquez

    Antiquae Historiae Ausevarum 25Primer Accésit. Francisco J. Suárez de Guerra

    Juanillo 33Segundo Accésit. José Juan Puddu

    La nobleza del jayán 43Finalista. Ernesto Tubía Landeras

    Esa otra calle 51Finalista. Rosario Martínez Pérez

    El mundo invisible 57Finalista. Eduardo Izquierdo Iglesias

    Reflexiones de un quijosancho enamorado 65Finalista. José Luis Bragado García

    La novia del predicador 73Finalista. Jorge Saiz Mingo

    El amor de Rodolfo Trescantos 81Finalista. Antonio F. García Encinas

    En memoria de Lucas, mi Quijote 89Finalista. Raquel San José Pelaz

  • Tengo la inmensa satisfacción, y al tiempo el reto, de sentarmepor vez primera ante la, también primera, hoja en blanco deeste volumen, con el encargo de darles a todos la bienvenidaal compilatorio de lo mejor de esta XIX edición del CertamenLiterario Café Compás.

    Comenzaré con el gastado, pero siempre descriptivo, “parece quefue ayer” que, apuesto, susurrarían hoy quienes pusieron en pie aquelconcurso de relatos breves, entre amigos, y con Rafael Sagarra a la cabeza, en un pequeño rincón entre las calles Merced y Pedro Barruecos.

    De forma premonitoria, esa esquina, que de alguna manera bullía y sigue bullendo, inquieta por proyectarse más allá de sus ventanales, estaba, y está situada, a la vuelta del académico Palaciode Santa Cruz.

    Desde aquella primera edición, “Amores de bares y noches decopas”, la recepción de escritos, desde cualquier parte del planeta,comenzó a superar expectativas y lo que empezó siendo un guiño alviento, se fue transformando en otra cosa.

    El certamen invitó a imaginar sobre estrellas, teatro, amistad,música, vino, erotismo… a dibujar, finalmente, la realidad paralelaque se esconde entre renglones en base a un motivo cualquiera.

    Este año, especialmente cervantino, las mesas del café de aquelrincón junto a Santa Cruz propusieron imaginar a Quijote y a Sancho,cuyas sombras, estos meses, casi se pueden adivinar cabalgando laciudad.

    La calidad, como siempre –lo comprobarán enseguida, más alláde mi firma–, está a la altura de quienes, durante estos años, se inscribieron por derecho en el palmarés y figuraron, después, en elde otros premios que llevan en mayúsculas la Literatura Españolapor el mundo: el Nadal, el Miguel Delibes de Narrativa, el FernandoLara….

    Felicidades a los ganadores de todas las ediciones, y de formaespecial, al de este año, cuyo relato ya pueden disfrutar. Felicidadestambién a los finalistas y a ustedes, por tener su inspiración entrelas manos.

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    Gracias a todos por haber llegado hasta aquí, en la lectura deestas líneas, en la organización del Certamen, como participantes alo largo de estas ediciones, como patrocinadores y colaboradores,como lectores y como asiduos de una feliz idea que abona el arte dela escritura en nuestras urbanas, a veces yermas, aceras.

    ….y sobre todo, no dejen de leer hasta el final.

    D. Óscar Puente SantiagoAlcalde de Valladolid

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    Confiesa Camila...

    Confiesa Camila que la primera vez que leyó el Quijote no lohabía leído nunca, y que además lo leyó de un tirón, comosi de una promesa se tratara. Y esto que nos puede pareceruna perogrullada, en realidad no lo es ¿Cuántos de nosotros

    lo hemos empezado con la mejor intención varias veces y lo hemosdejado en la misma cantidad? y ¿Cuántos de nosotros hemos leídocapítulos sueltos a los que concedemos una singular importancia yhemos dejado otros, seguramente por desconocimiento o porque nonos eran tan familiares?

    Confiesa Camila que eso no le sucedió a ella porque, el librollegó a sus manos por casualidad, y cuando le llegó, tenía una ideamuy vaga del argumento. En el Liceo donde estudió se pasó muy someramente sobre él y, para mayor desgracia, en su época no habíacomo ahora, ediciones adaptadas o al menos, confiesa, a ella no le llegó ninguna. Y resulta incomprensible siendo, como ahora sesostiene, que su autor es una de las figuras más ilustres de la litera-tura de todos los tiempos.

    De cualquier forma el libro no cayó. Y, confiesa ahora, que menosmal, porque si llega a caer en aquellos lejanos años, no hubiera pasado del primer capítulo. Tal era su ignorancia y su desinterés porun hidalgo español y su escudero, tan lejanos a su mundo, incapazde reconocerse en esa España que nos pinta y, de la que no teníamás noción que la que la habían contado de unos bárbaros conquis-tadores que llegaron surcando los mares, imponiendo su lengua, sureligión y modos de vida.

    Tuvieron que pasar muchos años hasta que, ya un poquitogrande y liberada del yugo familiar, diera en alquilar la casa quehabía dejado libre aquel manchego que, según le contaron, murióen su cama añorando, como un viejo hidalgo, la vuelta al terruñoque le vió nacer, aunque sólo fuera para contar las vueltas que lasaspas de los molinos daban en un día de vientos infernales.

    Confiesa Camila, que se encontró el libro olvidado en una viejaestantería de madera carcomida por la humedad que guardaba ademas algún otro título. De la puerta de la salita donde lo encontró

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    colgaba un cartel que pomposamente rezaba “Sala de Lectura” ydonde, según le contaron sus nietos, el viejito no dejaba entrar anadie.

    Le llamó la atención por su tamaño, grueso y por la ilustraciónde su portada. Aparecían aquí dos personajes cabalgando uno a uncaballo, tan famélico y huesudo, que no entendió cómo podía soste-ner al... no sabría como llamar al que cabalgaba, escondido bajo unaarmadura, espigado, con lanza y escudo, la cara oculta bajo... ¿cómollamar a eso?, y el otro sobre un jumento, de ropas campesinas o esole parecieron, en aparente alegre charla con el anterior.

    Nos cuenta Camila que la edición debía ser muy antigua y quelas páginas estaban medio pegadas. Otras ilustraciones del interiortambien llamaron su atención y la letra, pequeña, muy pequeñatanto es así, que se vió obligada a ponerse las gafas si quería seguirleyendo. Y sí quería, porque además descubrió que, a pluma y con una caligrafía impecable, el texto tenía tomadas notas en losmárgenes. Y empezó a leer, y leyó más, y luego más y descubrió que aquel vocabulario le resultaba desconocido, pero que las notasayudaban. Descubrió también que la geografía le resultaba ingober-nable, pero el viejito había dibujado mapas, y ventas, y castillos, y molinos, y cuadrilleros de la Santa Hermandad, y princesas, y aDulcinea, y cautivos, y galeotes, y cabreros y duques. Tal galería depersonajes con sus nombres y oficios, que el libro parecía adornadode miniaturas.

    Confiesa Camila que siguió leyendo hasta que los ojos soltaronlágrimas, y ya no pudo más.

    Que sentada en la vieja mecedora de esa auténtica “Sala de Lectura”, algo se le removió y empezó a comprender. Comprenderque aquel mundo de hidalgos y escuderos se le iba aproximando,que aquel refranero inagotable estaba en sus genes por transmisiónoral, más o menos fiel. Que le llegaban voces de un pasado no tanlejano y que hasta las palabras empezaban a cobrar forma. Que ellatenía otro lenguaje, otros sonidos, otras músicas, pero que no le impedían entender.

    Confiesa Camila que al terminar la lectura no sabía qué hacer conel libro. Devolverlo a la vieja estantería, comunicarles el hallazgo alos nietos y que ellos dispusieran, legarlo a alguna biblioteca pública.

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    Le llevó su tiempo. Confiesa Camila que todo llega cuando tieneque llegar, no antes. Y también confiesa estar encantada con el legado del manchego, que así se lo tomó. Sólo espera ser digna deél y saber manejarlo como él lo supo. Por cierto, sus nietos no sabennada de esto, todavía.

    No sé si un prólogo admite una pequeña aportación como esta.Tomároslo como reconocimiento a todos los participantes, comoagradecimiento a los que lo han intentado.

    Que gane el mejor y con él ganamos todos.

    D.ª Araceli ArnáezPresidenta del Jurado

  • Acta del JuradoValladolid, 4 de mayo de 2016

    Reunido el Jurado del XIX Certamen Literario de Relatos Cortos CaféCompás de Valladolid – Memorial Rafael Martínez Sagarra, presidido porD.ª Araceli Arnáez y habiendo participado en las deliberaciones losmiembros que a continuación se indican:

    Marisi LázaroJavier Rey de SolaMercedes MartínLaurentino DueñasYolanda PaniaguaFelipe de la FuenteRayén MatusMariano Aparicio.Actuando como Secretario Óscar Domínguez.

    Tras las deliberaciones oportunas y efectuado el recuento de laspuntuaciones, el Jurado ha acordado conceder los siguientes premios:

    Primer PremioLa formidable aventura del audaz capitán Alonso Quijano.Laura León Vázquez

    Primer AccésitAntiquae Historiae Ausevarum. Francisco J. Suárez de Guerra

    Segundo AccésitJuanillo. José Juan Puddu

    FinalistasLa nobleza de jayán.Ernesto Tubía Landeras

    Esa otra calle.Rosario Martínez Pérez

    El mundo invisible.Eduardo Izquierdo Iglesias

    Reflexiones de un quijosancho enamorado.José Luis Bragado García

    La novia del predicador.Jorge Saiz Mingo

    El amor de Rodolfo Trescantos.Antonio F. García Encinas

    En memoria de Lucas, mi Quijote.Raquel San José Pelaz

    Dada lectura a la presente acta, la firman los asistentes, de lo que doy fe.

  • “Alucinaciones”

  • La formidable aventura del audazcapitán Alonso QuijanoLaura LEÓN VÁZQUEZ

    Cabizbajo, salió Miguel con su manuscrito de lacasa del impresor más prestigioso de Alcalá deHenares, don Valerio Bárcena. Empezó a cami-nar, a vagar, mientras farfullaba improperioscontra aquel hombre que había metido tijera a diestro y siniestro en los capítulos donde se narraban las más fasci-nantes hazañas de su protagonista.

    Y andando andando se desnortó. Sus pasos lo llevarona una taberna con cuyo mesonero, aficionado a escribir romances para cortejar a las mozas, solía pasar horas departiendo sobre el supuesto lío de faldas de aquel dra-maturgo o la factura impecable de cierto soneto.

    –¡Cara de pocos amigos traes, Miguel!–Hasta el título, Ramiro, hasta el título se ha evaporado

    para poner qué sé yo qué tonterías de hidalgos, Manchase ingenios.

    –Hombre, doy fe de que los manchegos son avispados,leen, sobre todo en Alcalá, en Toledo, incluso en Almagro,pero tu capitán Alonso no tiene un pelo de manchego. Esde puerto de mar, huele que apesta a salitre.

    –Ya no, ahora da calor leerlo.–¿Un Quijote de tierra adentro? ¿Y la sirena Bruma-

    linda que inventa para él esa tonada que le sirve de amuletoen las tempestades?

    –Tachada corno si fuera una bandida.–¿No me dirás que ya no hay coloquio con los peces?–Ni rastro. Ya no es capitán pirata ni un náufrago poeta

    ni intérprete de ballenas.

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    Primer Premio

  • LA FORMIDABLE AVENTURA DEL AUDAZ CAPITÁN ALONSO QUIJANO

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    –Vete donde ese desgraciado podrido de envidia y quehaga justicia a tu don Quijote.

    Y volvió Miguel a la casa del impresor inepto para defender todas las peripecias del auténtico Alonso, el héroeaguerrido y excéntrico que habitaba en su cabeza desdehacía años.

    Resopló Bárcena al verlo aparecer de nuevo, tan alicaí -do que parecía que era el manuscrito quien lo llevaba a rastras a él y no al contrario. Lo hizo entrar sin mediarpalabra y ambos se dirigieron a la biblioteca para discutirlo indiscutible con más comodidad.

    Miguel se sentía vencido antes del combate. Pero se enderezó orgulloso en la silla dispuesto a luchar por elauténtico Alonso que había parido su mente.

    –He meditado y vuelvo para que reconsidere su con-vicción de aliviar mi relato. Es insostenible suprimir ínte-gros ciertos capítulos. Como el de la ciudad llamadaAntioquía de Galicia, sumergida en las costas de ReinoGalaico. En esa ocasión, mi héroe, que para mí será siem-pre el capitán Alonso, apodado Quijote, y que vuesa mer-ced da en apellidar “de la Mancha”, intercede por lospobres habitantes de la localidad sumergida para que losseñores del lugar no les cobren tributos que consisten enmonedas de oro y piedras preciosas que se hundieron en las profundidades del océano, además de hierbas submarinas con propiedades mágicas. Gracias a la actua-ción del capitán Alonso, que desciende al fondo del marvestido de buzo, todo cambia.

    –¡Ah!, se refiere a ese pastiche erudito y fantasioso.Desde la primera línea del capítulo, observé que había con-sultado los Anales del Medioevo que, durante toda su vida,recopiló el gran sabio celta Cunqueiro, una obra magnaque, como bien sabe, subtituló Paisajes borrosos de lo quenunca existió. De todos modos, hice ciertas comprobacio-nes para saber dónde estaba su fabulación y confirmé lo

  • Primer Premio Laura LEÓN VÁZQUEZ

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    que sospechaba desde el principio: los datos que ahí se danson inexactos. Antioquía de Galicia, está, de estar, en lalaguna Antela, cerca de Orense, y no en la mar. Pero tam-poco consideré necesario publicarlo corregido ya que meaburrí en seguida de la lectura. No encontré en él aventuradigna de interés. Hay más ciencia que divertimento.

    Miguel, con un oleaje de furia en la mirada, disimulósu indignación y aceptó la eliminación con elegancia. Perono se le pasó por la cabeza rendirse y se lanzó a recuperaruno de los episodios sobre los que don Valerio Bárcena nohabía admitido discusión.

    –Decía vuesa merced en nuestra charla anterior que en la Mancha gustan de leer sobre sucedidos extraños ylegendarios. Pues en el capítulo quince, que vuesa mercedsuprimió de un plumazo, la leyenda más inquietante detodos los tiempos se pasea a sus anchas por el relato.

    Visiblemente molesto, don Valerio consultó el reloj depared de la biblioteca, refunfuñó y buscó el dichoso capí-tulo quince que el autor quería defender como si de su vidase tratara. Estaba empezando a perder la pizca de pacienciaque le quedaba después de la conversación matutina conel vehemente autor. Pasaba las páginas con desdén, hastaque por fin se puso a leer con fingida admiración y un dejede burla que irritaron a Miguel:

    –“Capítulo quince. Donde se cuenta cómo el audaz capitán Alonso encuentra al Holandés Errante y las inau-ditas revelaciones del vagabundo en su parlamento conQuijote. La calima hacía perder la memoria a las olas, queen su vaivén no sabían si iban o venían y en un remolinode confusión surcaba el océano la goleta, algo escorada,del capitán Alonso...”.

    Mejor me salto las páginas siguientes con los porme-nores de la vida a bordo y voy sin más al momento del encuentro. Porque, no sé vuesa merced, pero lo que es unservidor no dispone de todo el día. “No puede decirse que

  • LA FORMIDABLE AVENTURA DEL AUDAZ CAPITÁN ALONSO QUIJANO

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    el capitán Alonso se asustara ante la visión fantasmagóricadel velero del Holandés Errante, pero tampoco contemplócon serenidad el buque que apareció ante sus atónitos ojosentre un bravo oleaje. Fiel a las antiguas creencias que ase-guran que cada siete años su nave envuelta en la luz doradaque emiten las riquezas que transporta, se acerca a la costacon el siempre desafortunado afán de pisar tierra firme yromper el hechizo que lo encadena al océano...

    Don Valerio se saltó una página de descripciones sinjustificárselo esta vez a Miguel y siguió leyendo del ma-nuscrito lleno de enmiendas:

    –“...conversaron en una taberna del puerto lisboeta yfue entonces cuando el Holandés Errante, con voz conta-giada de la profundidad de alta mar, confesó algo que hastaentonces nunca había contado a nadie. Le habló de su can-sancio, tan inmenso como el piélago al que estaba atadopara la eternidad, del hartazgo de surcar una y otra vez losmismos mares que ya no le ocultaban ni un secreto y quedetestaba tanto como su propia vida interminable...”.

    ¿Es que no se da cuenta, don Miguel, de que la perso-nalidad tan fascinante del famoso viajero holandés quitaprotagonismo a su dichoso capitán Alonso? Frente a su intrigante encanto centenario, ¿en qué queda su malditoQuijote? Cualquier lector curioso, abandonaría aquí la lectura y buscaría el libro que contara las correrías delErrante. ¿Es eso lo que quiere?

    Atardecía. Desde la cocina llegaba el aroma del guisoque el impresor Bárcena iba a cenar aquella noche. Medi-tabundo, Miguel se recostó en el respaldo de la silla de labiblioteca. Por un lado daba la razón a don Valerio, peropor otro, estaba tan fascinado con las aventuras de su sinpar personaje, que no quería creer todas aquellas objeccio-nes. Aquel impresor desgraciado había puesto en duda sutalento y a pesar de todo él había reunido la calma y lafrialdad suficientes para razonar y defender, como haría

  • Primer Premio Laura LEÓN VÁZQUEZ

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    su propio personaje, la variedad de destinos que su capitánrecorre, las empresas en las que participa y las miradas conlas que se cruza en su largo camino.

    Fue la ira de un día entero de discusiones la que hizo aMiguel levantarse con brusquedad y agarrar su manuscrito.Con él fue a zancadas hasta el fogón donde la mujer dedon Valerio preparaba unas migas. Arrojó su obra a las llamas y miró cómo ardía hasta que desapareció devoradapor el fuego hechicero. Sí, quemó aquel manuscrito llenode remiendos que ya no era más que un esqueleto sin músculo ni sustancia dentro. Ahora La formidable aven-tura del audaz e intrépido capitán Alonso Quijano nuncase conocería.

    Casi diez años después, olvidado ya en Alcalá de Henares aquel escándalo vivido en casa del prestigioso impresor don Valerio Bárcena, se encontraba éste en Madrid en viaje de negocios. Paseaba por un mercadillode la villa y corte, cuando oyó al tendero de un puesto gritar a los cuatro vientos las mercancías más dispares. Alguna palabra del reclamo del vendedor llamó su aten-ción y se acercó. Ahí estaba. Un libro de aquel escritorexaltado que no había vuelto a ver con el título que él mismo le había sugerido diez años antes. Publicado porel impresor madrileño, su admirado Juan de la Cuesta. Ni que decir tiene que don Valerio lo compró. Durante su ávida lectura no perdió en ningún momento la sonrisade los labios.

  • “Rucio, somos invisibles”

  • Primer Accésit

    Un enrabietado golpe de viento, preludio del inminente turbión, inundó el calabozo conunos pestíferos efluvios. Cual si de un ritual de apareamiento se tratase, una vez más, la Esgueva volvía a amancebarse con Vulturno; si bien, en elverano de 1605, la particular parada nupcial se había vistoadelantada a un canicular junio. Juntos, bajo el padrinazgode las reales carnicerías del rastro nuevo, acababan de alumbrar una mefítica y pestilente prole que, durantealgunos días, tal vez semanas, enredaría, juguetona, en-trando y saliendo sin cesar de los pulmones y pituitariasde los sufridos habitantes de la capital de las Españas.

    Alonso Pacheco se disponía a entrar en la cárcel deCorte. No había llegado aún al portón de entrada, cuandose dio cuenta de que aquella jornada no iba a ser como lasdemás. Un coro de femeninas voces, procedente de los calabozos, amenizaba a los allí presentes con unos diso-nantes madrigales que, empero, poco tenían que ver conlos que cotidianamente interpretaban rabizas, cotarreras,pagotes, engibacaires, y demás género germanesco, natu-rales moradores de tan lúgubre mansión.

    Nada más entrar el alguacil, un cruce de miradas consu compañero, el corchete Beltrán de Hinojosa, bastó paraconfirmar sus sospechas.

    –Veo que el Alcalde ha decidido hacerle la competen-cia a ese salón de saraos que acaba de inaugurarse en la Plaza de Palacio, en el que se dice que caben tres milalmas... ¡Vaya jolgorio que tenemos!–dijo Pacheco, chan-cero.

    Antiquae Historiae AusevarumFrancisco J. SUÁREZ DE GUERRA

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  • ANTIQUAE HISTORIAE AUSEVARUM

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    –A fe mía que sí –respondió Hinojosa–. Ríase vuesamerced mientras pueda, pero mi intuición me dice que másde uno de los habituales danzantes del Real Palacio habráde pasarse por acá. De hecho, uno ya vino a ver al AlcaldeVillarroel. Por cierto, hablando del Rey de Roma, creo quequiere verle urgentemente. Está en los calabozos apretandolas tuercas a las Cervantas.

    –¿Las Cervantas?–inquirió Pacheco sorprendido– ¿Terefieres a la parentela del escritor que vive en las casasnuevas del Rastro?

    –A las mismas que visten y calzan. Y él, don Miguel,también está ahí abajo, aunque no se le oiga. Deben deestar metidos hasta el cuello en el asesinato de don Gasparde Ezpeleta, el amigo del Marqués de Falces.

    Al bajar a los calabozos, Pacheco se topó con aquellamirada, plena de tristeza, de un cansancio infinito, que penetró en lo más profundo de su ser. Apenas duró unosinstantes, pero fueron más que suficientes. Conocía devista al famoso escritor. Y lo admiraba. Por ello, verlo enaquellas penosas circunstancias, encarcelado con toda sufamilia, le causó una fuerte impresión. Sin embargo, lasemociones del día no terminarían ahí. Al fondo del pasillo,de espaldas, Villarroel interrogaba conforme a la lex artis,propia de su oficio, a una atemorizada joven. Se trataba deMaría de Zeballos, que desde hacía unos meses servía enel hogar de los Cervantes. Los ojos de la criada se abrieroncomo dos lunas al ver aproximarse a Pacheco, que, con elmáximo disimulo que pudo improvisar, le hizo señas paraque reprimiese su sorpresa y deshiciese, de inmediato, tanlechucil expresión.

    –¡Vaya, Pacheco! Su indisimulable aspecto de veteranode Flandes parece haberle causado una gran impresión aesta moza. De no ser porque poco queda por sacar de estepozo, le pasaría el testigo para que siguiera usted con el interrogatorio, pero mejor le haré otro encargo. Quiero

  • Primer Accésit Francisco J. SUÁREZ DE GUERRA

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    que acuda esta tarde a las casas del Rastro, a ver si lograque alguien más desembuche. Aunque el caso cada vezestá más claro, y todo apunta a ese progenitor de quijotesy sanchos que tenemos ahí. –dijo, carcajeándose, el alcaldeVillarroel con su áspera y desagradable vozarrona.

    Mientras cruzaba la puentecilla de madera que hayfrente a la calle que sube a la de Perú, camino del rastronuevo, la mente del alguacil no paraba de hacerse pregun-tas. Aún no disponía de información suficiente, pero habíaalgo que no le cuadraba en aquel turbio asunto de lamuerte de Ezpeleta. Llegado a las casas, frente a las queun hombre de mediana estatura, con un ferreruelo negro,había herido mortalmente al caballero navarro, comenzóa interrogar al vecindario. Al subir a la primera planta, unavoz familiar susurró su nombre. Se trataba de María, lacriada, que ya había vuelto de su interrogatorio y era, enese momento, la única moradora que quedaba custodiandolos yermos aposentos de la familia Cervantes. El alguacilconocía a María desde niña, pues ambos eran oriundos de la aldea de Bárcena de Toranzo, en las montañas deSantander. El destino, la casualidad, habían querido quesus caminos volvieran a cruzarse, a orillas del Esgueva, enaquellas extrañas circunstancias.

    Tras serenar a la joven, que no cesaba de sollozar y lamentarse por su amo, ella se sinceró y le contó lo que,por prudencia, le había ocultado al Alcalde Villarroel. Lohabía visto todo y este fue su relato: «Serían las once dela noche del día 27 de los de junio, cuando, viniendo de lafuente de Argales, observé como el hombre del ferreruelonegro comenzó a porfiar con don Gaspar, mencionandoalgo sobre una dama, que no pude oír bien. Este, que veníacon espadín de noche y broquel, desenvainó su acero y comenzaron a acuchillarse. Me escondí para no ser vista.Poco tardaría en inclinarse la lucha a favor del azabachadoespadachín, que le madrugó a don Gaspar dos traicioneras

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    mojadas, haciéndole besar el empedrado. ¡Ah ladrón, queme has muerto! gritaba el dicho don Gaspar. A partir de ahí,la alarma cundió entre los vecinos, que metieron al mori-bundo en la casa de doña Luisa Montoya y, poco tiempodespués, llegaron Villarroel y sus hombres». También leconfesó la observadora criada, que haciendo honor a su as-cendencia pasiega era sagaz de natural, un detalle del quese percató mientras el Alcalde revisaba las ropas de Ezpe-leta. Entre sus calzas encontró dos sortijas de oro, que inmediatamente le entregó al alguacil que le acompañaba.Sin embargo, no hizo lo mismo cuando descubrió un papeldoblado, hecho billete, que, de forma harto sospechosa,cuidó de guardarse sin que nadie se apercibiera de ello. Pacheco, finalmente, le preguntó a su paisana si sería capazde recordar el aspecto del asesino. Ella, que lo recordabacon claridad, comenzó a describir con gran precisión al mor-tífero atacante. La mirada del alguacil se fue iluminando pormomentos, y antes de que María finalizase su prolija expo-sición, le dio las gracias y salió corriendo de allí.

    Estaba anocheciendo y la mayoría de los parroquianos,de más que dudosa prez, habituales de la taberna situadabajo la casa del impresor Lasso de la Vega, aún no habíanhecho acto de presencia. No obstante, allí estaba él, tal ycomo esperaba Pacheco. Se volvían a encontrar dos viejoscamaradas. Habían luchado juntos bajo los estandartes delTercio Viejo de Sicilia, a las órdenes de D. Juan del Águila.Hacía ya mucho tiempo de aquello pero, en realidad, seguían dedicándose a lo único que sabían hacer, aunquehoy lo hacían en bandos opuestos: uno del lado de la Ley,y el otro…, del suyo propio y del que le ofreciera unabuena bolsa llena de doblones.

    –¿Qué te trae por aquí viejo amigo? –inquirió entra -ñable, aunque cauteloso Diego Sigler.

    –En este caso, Diego, se trata de trabajo. Necesito tuayuda– respondió Pacheco–. No me preguntes cómo, pero

  • Primer Accésit Francisco J. SUÁREZ DE GUERRA

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    sé que el hombre del ferreruelo negro que mató a Ezpeleta,eres tú. Como también sé que hay un inocente que está pagando por ello, D. Miguel de Cervantes, y ¡voto a bríos!que no he de consentirlo, cueste lo que cueste. Además, esuno de los nuestros, Diego; anoche hablé con él, y resultaque también sirvió en el Tercio Viejo de Sicilia, tras lo deLepanto. El Alcalde está ocultando pruebas para protegera alguien, y sólo tú puedes ayudarme.

    –Alonso, no tienes remedio. Estás pisando arenas movedizas. Podrías salir muy mal parado. O no salir. Yase te han olvidado los años de penuria y miseria, hasta quelograste el puesto de alguacil. Tú no sirves para hacer lo que yo. ¿Y tu esposa? En cierto modo te pareces a eseD. Quijote, la criatura del escritor al que quieres salvar.

    –Tal vez, Diego. Pero, ¿acaso no fuimos unos quijoteslos que luchamos en Flandes? Acuérdate de la Isla deBommel. ¿No mereció la pena? Desde entonces estás endeuda conmigo, y ha llegado el momento de saldarla.

    El sicario, que después de aquello huyó a Nápoles porun tiempo, le contó a su antiguo camarada que Ezpeletahabía tenido dares, tomares y pesadumbres con una mujercasada. La esposa infiel, doña Inés Hernández, lo era delescribano Melchor Galván. Sin embargo, fue aquella, des-pechada, y no su cornúpeta pareja, la que encargó dar un“susto” a Ezpeleta, cuya osadía lo terminaría complicandotodo. El detallado relato de Diego condujo a Pacheco hastaun paje de D. Gaspar, Francisco Camporredondo, cuya declaración confirmó todo lo anterior y llevó hasta la pistadefinitiva. Al parecer, la negativa del navarro a devolver asu amante dos sortijas de oro, que el marido le reclamaba,fueron el desencadenante de todo. Indagaciones posterio-res permitieron al alguacil saber de la estrecha amistad desu jefe con el escribano Galván, y comprender los motivospor los que Villarroel trató de frenar el escándalo, incul-pando con falsos testimonios a Cervantes, y tapando a losauténticos culpables.

  • ANTIQUAE HISTORIAE AUSEVARUM

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    ***Diez años después, en una aislada y mísera cabaña,

    dormitaba un hombre solo, arrumbado por los años, la pobreza y las viejas heridas. El temporal azotaba la branizapasiega, haciendo crujir los travesaños y cerchas de la techumbre. Dos secos aldabonazos sacaron al viejo soldadode su ensoñación; se levantó y abrió el portón. Allí estabaMaría de Zeballos, con sus dos hijos ateridos de frío.

    –María, ¿cómo habéis subido hasta aquí con este infernal argavieso? El gallego sopla con furia. ¿Sucedealgo? ¿Qué ha pasado?– preguntó un sobresaltado AlonsoPacheco.

    María, a pesar de estar empapada hasta los huesos, nopudo reprimir una sonrisa traviesa que tranquilizó y des-concertó, a un tiempo, a su paisano; se levantó la capuchade su capa de buriel y sacó un voluminoso paquete que escondía bajo la misma. Tras dejarlo sobre la mesa, le en-tregó una carta. «Viene de Madrid», le dijo María. Pachecose sentó de nuevo, no sin dificultad, la abrió y comenzó aleer. Al poco, sus ojos comenzaron a humedecerse, hastaque una lágrima se derramó por los profundos pliegues desu rostro. La carta decía así:

    Querido amigo. Mucho me ha costado averiguar

    dónde moraba vuesa merced. Finalmente, con la ayuda de

    mi fiel María, lo he conseguido. Hólgame hacerle llegar

    un ejemplar de la segunda parte del ingenioso caballero

    don Quijote de la Mancha. También lo hace que, al reci-

    birlo, sepa usía que sin la intervención de otros quijotes,

    que no aparecen en él, jamás hubiera vuelto a cabalgar

    el caballero de la triste figura. Do quiera que esté, siempre

    lo tendré en mi corazón. Su amigo y camarada.

    Miguel de Cerbantes Saavedra.

  • “El triunfador”

  • Segundo Accésit

    33

    Cuando Juanillo alcanzó la adolescencia su cuerpoya calzaba trajes de El Corte Inglés que, por correo, le compraba su madre; le crecieron finosbigotes, que, sumados a sus ojillos pequeños, ledieron aspecto de laucha, y como tal se comportaba. Reco-rría a diario, como un roedor, una y otra vez los estantes enbúsqueda de su alimento espiritual: correrías de tinta. Fueamo absoluto de los libros y del ancestral museo familiardonde, decía, “trabajaba”. Su vida afectiva estaba allí, abra-zado por su sillón. Siempre pulcro dentro de su traje, concamisa blanca, corbata y zapatos lustrados. Era un dandique no salía del caserón de las pampas, frente a la laguna.Nunca se había enamorado ni parecía interesarle el tema.

    Durante años la lectura del Quijote lo absorbió porsobre todas las cosas e introducirse en su trama fue su obsesión. Lo recitaba casi de memoria. En cada relecturaencontraba nuevos atractivos, allí se hizo de amigos y detanta intimidad con los personajes, quiso estar dentro. Indagó el tema hasta que una publicación llegada de México explicaba que los indios motecas conocían el artede la traslación física en el tiempo y el espacio. De inme-diato decidió intentar el viaje por el interior de los textossegún exponía el ejemplar azteca. Recomendaba que paramarchar debía vestirse con prendas adecuadas al texto quese pretendía ingresar; en el museo había de su ancestro donJuan, llegado a América en el siglo XVIII. Fue consi-guiendo las hierbas y capullos que debía sahumar. Paraviajar no debía tocar el piso, entonces armó un columpioque colgó de la cumbrera; maceró el brebaje de tequila con

    JuanilloJosé Juan PUDDU

  • JUANILLO

    34

    brotes de yuca y miel. También necesitó una piedra imán,para facilitar el regreso. Debía ser con la luna nueva. Contodo listo se obligaba, en plena oscuridad, a abrazarse allibro, recitar la fórmula prescripta, beber el brebaje y ha-macarse en círculos hasta contactar a los personajes en lapágina donde el libro se abriera. Eso era lo fácil, lo difícilera animarse a la experiencia. Muchos amaneceres ilumi-naron el insomnio de Juanillo descubriendo a sus ojos fijosen el cielorraso en busca de ayuda para “desfacer su entuerto”. –¿Pruebo o no pruebo? Hasta que llegó el día dela decisión. –El jueves se hace la luna nueva. Si, el juevesme largo. ¿Qué puede pasar? Con voz firme se dio laorden. –No fallarás, es el día, Juanillo. Esa noche, despa-cio, avivó el fuego del brasero, echó sahumerios, puso ensu bolsillo la piedra imán, agitó la botella del brebaje, cerrótodas las entradas para luego, en completa oscuridad, tan-teando, se trepó al columpio; previsor había dejado un taburete que usó a guisa de escalera. Apretaba su releídoejemplar de “El Ingenioso Hidalgo” para comenzar suaventura concreta. En medio de la penumbra abrió el libroy casi lo aplastó contra su pecho. Giró y giró en el airelejos del piso mientras bebía, sorbo a sorbo, directamentedel botellón, algo derramó sobre el prestado atuendo. Pasaron unos minutos que fueron siglos, todo se calmó, serecompuso lentamente. Se encontró rodeado de imágenesborrosas y voces humanas que paulatinamente se aclara-ron. La noche se preparaba para apagar las estrellas; susoídos y sus ojos, en la cerrazón, separaron imágenes y can-tos de pájaros. Analizó los objetos, eran árboles frondososque formaban un tupido bosque. A las voces creía haberlasescuchado antes: –...llegamos a la madrugada para alcan-zar a ver el día en el Toboso... dijo una cascada voz, la otrarespondió: –... embósquese en la foresta, iré y volverépresto... Se mantuvo quieto y en silencio, reconoció claramente términos y entonaciones. Eran Don Quijote y

  • Segundo Accésit José Juan PUDDU

    35

    Sancho. ¡Tantas fueron las aventuras compartidas conellos! ¡Cómo no reconocerlos¡ ¡Ahí están! Lo invadió unasensación extraña, una helada ebullición que le subía delos pies a la cabeza. Se disipaban los giros del columpio ylos tragos: se sentía sobrio, muy sobrio. Apoyado contrauna gruesa encina pensó que si se presentaba ante sus“amigos” podría caer sobre su humanidad la espada delHidalgo, quien, saliéndose del texto cervantino, podría tomarlo por alguna aparición demoníaca. Prefirió no correrel riesgo de arruinar su propia aventura, continuó espiandolas escenas tantas veces leídas. Recordó al instante: –2ª parte, Capítulo X, página 468. Donde se cuenta... y sumemoria continuó. Escuchó varios refranes de Sanchoantes de informarle a su señor que irían por su señora, reinay princesa Dulcinea. Puestos en camino los siguió en la penumbra a unos cincuenta pasos de distancia. Quería vera la muchacha y comprobar fehacientemente si era tan feacomo contaba don Miguel... La escena del encuentro,cuando el día ya despuntaba, con las tres labradoras mon-tadas en borricos, la disfrutó con deleite hasta que las cam-pesinas despacharon con firmeza a don Quijote y Sanchocon un –¡mirad con qué se vienen los señoritos a hacer burlas de las aldeanas! Apártense y déjennos ir! Con esasy otras discusiones siguieron hasta que provocaron la caídade la muchacha de su humilde cabalgadura. Luego, la pre-tendida ayuda para ubicarla sobre el animal y la conse-cuente frustración de los hombres, que entre discursosdisparatados, dejaron en paz a la reina y sus princesas.

    Juanillo, prudente, fijó su atención en el rumbo tomadopor las campesinas; se separaron y cada una se dirigió asu labor. Dulcinea, luego de andar unos quinientos pasosen soledad, se apeó para entrar al chiquero dispuesta a ele-gir el animal que debía carnear. Lejos de otras presenciasél se acercó. Saludó amablemente a la muchacha que lomiró extrañada. Respondió al saludo con una pregunta:

  • JUANILLO

    36

    –Buenos días, Señor, por su traza debe venir de una

    comarca muy lejana, ¿necesita ayuda? ¿Tiene hambre

    o sed? Por un largo rato no respondió. Cuando atinó respuesta apenas dijo: –Sí de muy lejos.

    –Me imagino que huye de algún poblado morisco ¿Es

    así? –No, vengo de más lejos, tanto en la distancia como

    en el tiempo... –No más que yo. Ya llevo cientos de años

    apareciendo a través de la imprenta como una ignorante,

    no agraciada, harto sucia y maloliente. Y no es así, el

    autor me convirtió en un personaje diferente, hasta me

    llamó Dulcinea siendo mi nombre Aldonza Corchuelo. ¿A

    vuesa merced le parece justo? Sé leer y escribir. Solamente

    en mis horas ociosas ayudo a mis padres en estos menes-

    teres. Quisiera evadirme de mi destino pero las tapas del

    libro, hace más de cuatrocientos años, me aprisionan, creo

    que terminaré mis días mirando al mundo desde algún

    polvoriento estante.

    Los ojos de Juanillo se llenaron de mayor sorpresa.Poco podía hablar, ni palpar, pero sí mucho observar. Corroboró lo dicho por la joven respecto a su cuerpo alnotar bajo los modestos vestidos unos robustos brazos, re-dondas formas y rosada piel, especialmente las partes nosalpicadas por el estiércol. –Veo, si, que es bella y para mí,muy bella. Sancho la tiene por una mujer ordinaria, hasta

    le escuché decirle a Don Quijote que se olvidara de usted,

    su mérito pasaba por ser “la mejor mano de la Sierra

    Morena para salar puercos”. ¡Y que hasta tenía pelos

    entre los pechos! –Mentiras, es envidia, pregunte a los

    zagales de la comarca que me han pellizcado más de una

    vez. Panza me discrimina por ser la hija de Lorenzo

    Corchuelo. Esto ya no es vida. Mi deseo es aprender más

    y enseñar, ¡Si pudiera salir de esta jaula de papel entin-

    tado y ser yo! ¡Cuánto agradecería al Supremo!

    Juanillo empezó a sentir que el cosquilleo del tiempole avisaba que la experiencia llegaba a su fin. Debía

  • Segundo Accésit José Juan PUDDU

    37

    volver. Antes de despedirse le preguntó: –¿Podré volver a verla y conversar? He tenido mucho gusto en visitarla.

    –Volved cuando gustéis, si no estoy acá podrá encon-

    trarme en alguna otra página, esos hombres desquiciados

    me persiguen. Buscadme. El muchacho bebía cortos sorbos del brebaje, apretaba el libro contra el pecho y frotaba el imán. Su cuerpo se desvaneció en la atmósfera.No alcanzó a escuchar la pregunta de la moza: –¿Cómodijo que se llamaba la comarca desde donde vino?

    Apareció en el columpio restregándose los ojos. A lospárpados los notaba hinchados, ya se abría paso el sol. Unaalegre sensación lo recorrió, bajó, se deshizo de las ropas,las acomodó en la vitrina y se vistió de chaqueta, corbatay sus lustrados zapatos. Respiró feliz, envalentonado comenzó a preparar su siguiente experiencia. Sólo tendríaque esperar la luna nueva siguiente.

    En el almuerzo sus tías y sus hermanas le hicieron notarcierto cambio en su rostro. –Te vemos contento, alegre ¿hasdormido bien, verdad? –Sí, tuve un buen sueño, mintió.

    Me siento muy bien, gracias.

    ¡Cuánto tardó en pasar el mes! Juanillo “trabajó” mu-chísimo ese tiempo para perfeccionar su aventura. Cuandollegó la luna nueva repitió la ceremonia y abrió el libro enla misma página y llegó al mismo bosquecillo. Caminóhacia el chiquero. Ella salaba a un enorme puerco. La saludódesde unos veinte pasos. –Acercaos, necesito vuesa ayuda,mientras la salo sosténgame esta media res que pesa más

    de dos arrobas. Con gusto se aproximó, nunca imaginó queél pudiera erogar tanta fuerza ante el pedido de una mujer.Al terminar la faena la muchacha lo invitó a higienizarse enel arroyo que discurría entre las piedras. Exhausto, disimulósu esfuerzo. El agua arrastró de sus brazos la mugre y la fa-tiga. Ella se quitó el sucio delantal para meterse hasta la cin-tura en el cauce. Lavó con esmero sus enseres. Recostadoen las piedras Juanillo admiró ese cuerpo rebosante que,

  • JUANILLO

    38

    untuoso, se adhería a las ropas mojadas. La vio espléndidacon sus cabellos ya limpios que flotaban al sol. E imaginótodo lo demás. Dulcinea se sentó a su lado. Con unos lienzosse secaron mutuamente, fue cuando él, venciendo a su timi-dez, le preguntó:–¿Siempre estáis dispuesta a evadirte dela tinta y el papel? La respuesta con voz firme fue la espe-rada: –Sí, ¿pero qué embrujo podría realizar mi sueño? –Tal vez yo pueda la próxima luna nueva ¿me seguirías?

    La joven se acurrucó entre los brazos de Juanillo, le rogó

    con un susurro –Liberadme, no os arrepentiréis. Por primeravez sentía una mujer refugiándose en su pecho. Hablaron yse prometieron no echarse atrás. Otra vez el cosquilleo deltiempo comenzaba a desleírlo en el aire. Apenas escuchó unhilo de voz que se extinguía: –No me, falléis....

    El columpio lo amparó. Al descender se reconoció máshombre; echó su mandíbula hacia delante, infló su pechoy se sintió más alto, más fuerte, macho. Hasta se imaginóluchando con el Hidalgo por la mujer amada, él tambiéntendría una armadura que lo haría invulnerable: el amor.Empezaba a comprender en toda su medida la contagiosalocura del Quijote. Usó su tiempo para preparar el rescatede la amada. ¿Sería eso en verdad el amor, la pasión? Porenésima vez estudió la fórmula de los motecas. Ahora secomplicaba pues iría uno y volverían dos. Se planteabaotro desafío “quijotesco”. Con cautela compró, por correo,un vestido de mujer simulando que el envío contenía libros. Preparó más brebaje, un segundo columpio para lasoñada recepción, consiguió otro imán a más de todo loindicado para esperar la nueva luna. Se le hizo largo esemes pero llegó puntual la noche soñada.

    –Mañana en el almuerzo les daré una sorpresa, –lesdijo a las mujeres de la casa luego de la cena, –esta nochetengo mucho trabajo.

    Repitió la rutina: ropa de su ancestro Don Juan y elequipo. El libro en la página 468 apretado contra el pecho

  • Segundo Accésit José Juan PUDDU

    39

    para evitar caer en otro capítulo y encontrarse en una aven-tura distinta. Y a volar tiempo y distancias.

    Alejada del chiquero lo esperaba a la sombra de unsauce, al borde del arroyo. Diligente se vistió con las ropasque él le proporcionó que no lograban disimular sus contornos; el cabello fragante y suelto lucía una flor. Unasonrisa cómplice, mejoraba su aspecto. Su equipaje era unejemplar de la primera edición del libro que la tenía comouna de los protagonistas. A modo de disculpa se dijo: –Despedazaré para siempre esta historia de locos. A la dis-tancia echó una última mirada a los tejados de su comarcaal tiempo que sus redondos dedos se entretejían firmementecon los de Juanillo; anhelaba con ansiedad el momento deliberarse del yugo del pergamino. Él, responsable de laaventura, no dejó detalle sin atender. Bebieron un largotrago del elixir, aspiraron sahumadas fragancias, apretaronimanes, libros, manos y cuerpos en su viaje compartido.

    Se acercaba el mediodía otoñal. El almuerzo estabaservido en la casona, las mujeres frente a su plato de sopaesperaban inquietas la sorpresa anunciada por Juanillo;apareció vestido con las ropas del manchego don Juan, separó delante del acceso al comedor que se asomaba a lalaguna y dijo: ¡Atención!... les presentaré a Aldonza, miprometida... Las mujeres cerraron la boca a las cucharas,sus pupilas se dilataron. Él abrió las puertas y apartó lascortinas, el ambiente se llenó de sol. El resplandor sobrelas aguas las encandiló impidiéndoles advertir remolinoque desparramaba por el comedor un vestido blanco quedejaba escapar cientos de amarillentas páginas arrancadasde una vieja novela de caballería.

  • “Sueños de victoria”

  • 43

    Finalista

    El carruaje se detuvo junto al puente que mediabafrente al molino. Allí, torpemente sujeto entredos crucetas de madera, sitas a ambos lados delsendero, un listón de no menos de dos cuerpos,impedía el paso de hombres, bestias y, por supuesto, a todotipo de vehículos.

    Del interior emergieron dos hombres de armas, que escoltaban a un tercero. Era éste un tipo desgarbado, flacocomo el filo de una navaja. Vestía ropa de bien, jubón recién lavado, botas sin mella y una faltriquera que pendíadel costado. Una de las manos la llevaba oculta entre elpliegue de la chaqueta. De rostro enjuto, con los ojos muycercanos sobre el puente de la nariz, pareció aliviado alsentir el suelo bajo los pies. Y mucho más lo hubiera estado si sus tobillos no hubieran vestido sin gracia alguna,unos herrumbrosos grilletes.

    –Maldita sea la gracia del que impide el paso a hombres de justicia –masculló uno de los dos soldados–.Dé la cara quien saja el paso a esta comitiva del gloriosorey Felipe –bramó.

    De entre los hierbazales secos que rodeaban el molinoasomó un joven alto y desairado. Vestía ropas que difícil-mente se distinguirían de los sacos roídos, que presu -miblemente emplearía para contener el grano a moler.Destacaban en él, sobremanera, unos brazos largos y del-gados, como sarmientos de una cepa centenaria. Era joven,no más de dos décadas debían contener experiencia en un

    La nobleza del jayánErnesto TUbíA LANDERAS

    Alrededores de Puerto Lápice

    Mayo 1597

  • LA NOBLEZA DEL JAYÁN

    44

    rostro aniñado, pero severo. Pues el mohín que mostrabael molinero, y que adornaba su frente con profundas hileras que asemejaban rodadas en un camino embarrado,no exhibía sino desaprobación por el cantar del soldado.

    –Da la cara el molinero, cuyo camino cruzáis sin pagarportazgo–recitó con voz serena, mientras salía al paso dela breve comitiva.

    El aprehendido se echó a un costado, reclinando la espalda sobre el carruaje. Mientras tanto, el carretero, unhombre de rasgos bruscos, achaparrado y gordo como ungorrino, miraba la escena divertido, aún con las riendas enla mano. Los soldados empero, avanzaron unos pasos comodicta la ley del combate, dejando al molinero entre ambos.No portaban arcabuces, ni arma de fuego alguna, que hubieran amedrentado al joven. Pero echaron mano al cinto,donde el filo del acero restalló al asomar del cinturón.

    –Somos comitiva del Rey. Llevamos a este reo a pasarpresidio en la cárcel de Sevilla, y cualquiera que ose im-pedirlo quizá le acompañe en su condena –dijo el másmayor de los soldados, mientras asomaba mango y filo desu estilete, a fin de resultar más convincente.

    –El mismo rey que me abate a base de impuestos, mo-liéndome más a mí, que yo al grano –protestó el molinero.

    –Poco importan sus demandas. Hágaselas de cara a su Señor si es merced, pero no interrumpa la escolta deeste aprehendido–señaló el más joven de los aguerridoshombres.

    –Moler a palos es lo que un gañán molinero merece,sólo por importunar a gente de bien –masculló el mayorde los dos, sacando completamente la daga.

    Observando que la contienda era inminente, y que elexinanido molinero remangaba su enharinada camisola,para contestar los empellones que los soldados parecíanprestos a dar, se sentó y apoyó la espalda sobre la ruedade la carreta.

  • Finalista Ernesto TUBÍA LANDERAS

    45

    –Pagad el paso y marchad con Dios –les ofreció eljoven molinero, mientras agachaba la cabeza, como un averapaz que siente el acecho de un depredador mayor.

    –¡Bribón. Disponeos vos a morir, y así halléis al dios alque nos confiáis! –bramó el soldado mayor, lanzando unaestocada que cerca estuvo de sajar el costado del molinero.

    Entre blasfemias, exabruptos y toda suerte de impro-perios, los soldados atacaban, ora uno, ora otro, ora losdos, al molinero. El joven empero, sacudía mandobles amano desnuda, que mantenían a los aguerridos servidoresdel rey a raya. No solo eso, sino que además, entre unas y otras, acertaba algún que otro puñetazo, que al poco, decoró los rostros de los soldados con un sinfín de magu-lladuras, y sus ánimos con no pocas dudas. Así llegó elmomento en que habiendo desarmado a bofetones a losdos, era el molinero el único que sacudía mandoble trasmandoble, haciendo caer a uno y otro, o a los dos a la vez,si era menester y el golpe resultaba afortunado.

    Desde la rueda del carruaje, observando desde abajo lacontienda, el reo observaba como los brazos de los solda-dos, acompañaban el giro de las aspas del molino, comosi las aspas fueran sus brazos. Y aun así eran derrotadospor el intrépido molinero.

    –Vive Dios, que esta es la escena que guiara mis sue-ños y más tarde mi pluma –murmulló para sus adentros.

    Cuando ya los tuvo tendidos sobre el suelo, con elhonor aún más herido que sus huesos, el molinero, brazosen jarras, se colocó entre ambos. Cerca estaba de procla-mar su victoria cuando la faltriquera, que pendía del cintodel recluso, cayó entre las piernas del molinero. Varias monedas, relucientes y limpias, rodaron por el polvorientosuelo, dejando pequeñas estelas en la harina que rodeabael molino hasta que una brisa la alejaba de ahí.

    El molinero se agachó, recogió el saco y las monedasque habían asomado al exterior, y sumo grosso modo elmontante total. Su cara reflejó un asombro sincero.

  • LA NOBLEZA DEL JAYÁN

    46

    –No, mi señor –dijo, acentuando sus palabras con ademán negativo de cabeza–. Es más dinero del que jamáshe tenido, mucho más que lo solicitado por el paso de lascarretas por aquí. Si he de ser sincero, aquí, Dios presente,simplemente he hecho esto porque a uno le hartan los desmanes de los hombres de armas. A cada uno que pasale arranco, bien una moneda, bien una oreja. Lo que el desdichado prefiera.

    –¿Y no le han provocado problemas estas reyertas? –preguntó el reo, mientras se ponía de nuevo en pie.

    –Ningún hombre de armas, aguerrido y valeroso, tieneel coraje para admitir que le ha tumbado el molinero –sejactó–. Aún más viendo mi estampa, flaca como rocín deestepa. Aunque en la región me dicen loco. Juran que meha abandonado la cordura, y que de tanto teatro de cuadra,mi imaginación me desvela aun con los ojos abiertos y laluz del día tostando mi tez.

    –Quédese la faltriquera, mi buen amigo, que la ideaque ha puesto en mi cabeza vale mucho más que esas míseras monedas. Uno no tiene todos los amaneceres, lafortuna de ver a un noble jayán barriendo de sus monturasa dos endebles caballeros, que se creían molinos –aseguróel detenido, mientras el molinero, sonriente, lanzaba el dinero sobre un saco de grano que aguardaba moliendajunto a la puerta–. Pero antes de partir, si su merced nosabre paso, me gustaría conocer su nombre y que ayudaraa estos dos mequetrefes a subir al carruaje.

    –Por supuesto –asintió el molinero–. Alonso le decíana mi padre, y Alonso me dicen a mí. Y vuecencia, supongoque tendrá un nombre, uno que me permita recordarle.

    –Desde luego, este desdichado, antiguo hombre dearmas caído en desgracia por coger lo que no era suyo de ley, se llama Miguel, Miguel de Cervantes –saludó,acompañando sus palabras con un teatral ademán de mano.

    –Trataré de recordarlo, amigo.

  • Finalista Ernesto TUBÍA LANDERAS

    47

    Así se despidieron el improbable gigante y el locuazescritor. Alonso postró a los dos soldados sobre el carruaje,y el de Lepanto, en lugar de compartir viaje con ellos, y sabiendo que huir de poco le serviría, decidió repartirtraqueteo con el carretero. Al rato, cuando los molinos quedaron lejos y solo una buena conversación aliviaría la pesadez del trecho que restaba hasta su destino, Miguelde Cervantes miró de reojo al carretero. Era un hombremenudo y ancho, con una barba cerrada cubriéndole unapapada que temblaba con el desigual paso de las ruedas.Vestía un gorro que en tiempos puede que hubiera tenidocierta gracia, pero eso debía haber sido mucho tiempoatrás.

    –¿Cómo es que usted no ayudó a los soldados? Tam-bién trabaja para la Corte –preguntó con el ceño fruncido.

    El carretero le miró con ojos vivarachos, y nada másabrir la boca, su acompañante rescató del aliento un profundo aroma a vino.

    –Pues si le he de ser sincero, mi señor, mientras veía aese molinero loco repartir bofetones a estos dos energú-menos, bien de ganas que contuve para no bajar y ayudarle–dijo, jocoso–. Pues sepa usted, que aunque me vea gordoy lento, en tiempos fui escudero de nobles y caballeros.Pero ya sabe, soy fiel pero no perro. Me cansé de ver loque la justicia se niega a vislumbrar. Y además tengo unmal que me ciega, y es que sin saber cómo, al final siempreme pongo del lado del loco –finalizó, para después exhalarun eructo que diseminó aún más dosis de aroma a vino rancio.

    A su lado, Cervantes rio divertido, ajeno al destino quele aguardaba en la cárcel sevillana.

    –¿Y cuál es el nombre de este fiel escudero?–Sancho –contestó con orgullo el carretero–. Este

    pobre escudero venido a menos, que ve en el loco a unamigo, se llama Sancho.

  • “El lector”

  • 51

    Finalista

    Madrid. Un espacio abierto. La gente cruza,avanza, se detiene, emprende de nuevo lamarcha con alguna mirada de soslayo haciaatrás, hacia esas estatuas vivientes que mar-can su territorio con albores de originalidad y pacienciainfinita.

    Don Quijote ha escogido un ángulo de la Plaza Mayor,cerca de los soportales. Le gusta el fondo de arcos antiguospara sus poses histriónicas. Se ve que ha estudiado a fondoel personaje, que se ha identificado con los grabados de Gustavo Doré. Atado a una de las columnas espera pa-ciente su galgo. Sancho le observa sentado en el bordillo.

    Saben que forman parte de esa otra calle, la de las estatuas vivientes, los artistas callejeros, los sintecho y losparásitos de ciudad, exhibicionistas de ellos mismos, vigilantes al sol.

    En la calle pronto se adquieren amistades, hábitos, horarios y se curte la piel, se endurece por dentro y porfuera. Lo saben todos.

    Acabada la jornada, Don Quijote se despide de Sancho.Les une la precariedad y la necesidad de formar un tándemque la gente reconozca aunque, en el fondo, saben que juegan todos los días a disputarse el puesto en la plaza, elfavor del público y las fotografías con propina. Pero mien-tras dura la representación son la viva estampa del amo yel criado.

    –¿Sabe vuesa merced que el licenciado Garrucha sufrevómitos y calentura?

    Esa otra calleRosario MARTíNEZ PéREZ

  • ESA OTRA CALLE

    52

    –Ah, Sancho amigo, eso es cosa de ver y estudiar. Mehe de pasar por su solar por conocer si necesita ayuda oconsuelo.

    –Vivir entre cartones en esas calles tan frías no ha defavorecer. Mejor haría en alcanzar un honesto alberguepara reposar el esqueleto.

    –Mi buen Sancho, deja de hablar disparates. Garruchadefiende su causa, la de vivir a su albedrío al abrigo de lasestrellas, las grandes consoladoras de los grandes hombres.

    –No son disparates. Diga más bien, mi amo, que soncosas de meollo y de sustancia las que yo hablo.

    –¡Siempre me has de replicar…!Garrucha es el indigente que ocupa el entrante de un

    establecimiento próximo. Don Quijote le conoce decuando jugaban en las calles del barrio. Han vuelto a coin-cidir. A buen seguro que es cosa del encantamiento de esacanalla de hechiceros que son capaces de convertir unhombre decente en uno desheredado.

    Anochece. En los aledaños de la plaza, en las calles adyacentes, comienzan a preparar su petate de cartones los sintecho, esos seres invisibles que completan la imagende la gran ciudad, a los que miramos indiferentes, con carade pez. Los hay que prefieren llamarles homless, es máscosmopolita, más intercambiable. Son inofensivos, peroinquietantes, dicen otros.

    La calle, ese lugar de todos, de unos más que de otros.Garrucha se ha detenido a escuchar a un chico muy joventocar el violín. Mejor dicho, la música le ha llevado hastaél. Se queda a distancia, sabe que no es bien admitido enel círculo de espectadores urbanos, hace días que no va alos baños públicos. Además quiere recogerse pronto, tieneun vuelco de bilis que no le deja respirar.

    En otro punto, en el paso de cebra, un chico y una chica tiran chirimbolos al aire y piden una moneda. La chica es una estudiante de todo y de nada, que anda

  • Finalista Rosario MARTÍNEZ PÉREZ

    53

    siempre a lo que surge. Don Quijote les alcanza un euro,el que antes le ha dado un turista en la Plaza Mayor. Hacenuna reverencia. Han quedado obligados por la merced recibida de tan alto personaje.

    ¿Pero, de donde ha sacado la doncella esa belleza crepuscular y esa galanura? En verdad que es digna de serla dama de un caballero andante. Ya es la segunda vez quese cruza con ella y el resplandor de su rostro le ha vueltoa cegar. Hora es ya de que se dirija a tan dulce dama paraofrecerle sus servicios porque tiene oído que su pareja esun malandrín que la corteja con malas artes. Pero no, ahorano, que Garrucha espera.

    El camión del riego, un gigante con ronquidos de dragón, avanza lento, lanzando agua por su vientre, lim-piando la basura de gente trasnochada. A punto ha estadode llegar con su chorro a presión al fondo de la acera,donde se guarece Garrucha.

    Don Quijote le echa una mano en lo que puede. Ser ca-ballero andante significa estar de parte de los débiles, delos desheredados de la vida. Más de una vez le ha tenidoque defender contra los molinos que venían vestidos de policía urbana y querían desalojarle por la fuerza, insi-nuándole que se fuera debajo del puente donde no pasatanto público.

    –¡Mientras yo pueda, juro por la orden de caballería ala que pertenezco que esto no ha de suceder! Por allí me-rodea gente de mal vivir, hampones capaces de robar alque nada tiene, villanos de hacha y capellina que se burlande la desgracia y hasta particulares indeseables que se divierten viendo un cuerpo arder. Que aquello más parecela cueva de Montesinos por la negrura y dificultad de acceso, y todo lo inunda el olor del miedo.

    Le lleva algo de comer, ropa de abrigo, un abrazo lasmás de las veces. Se ha quitado la bacinilla y el peto me-tálicos. Se inclina sobre el petate y encuentra una receta

  • ESA OTRA CALLE

    54

    médica que sobresale del bolsillo del chaquetón. Corre conella a la farmacia. Es un antibiótico. Antes de la toma lehace comer un bocadillo y beber el remedio mágico: vino,aceite, sal y romero. Los dos ríen, no es la primera vez quesaldan cuentas con el frío y la humedad gracias al bálsamode Fierabrás.

    Don Quijote se retira camino de Lavapiés, donde com-parte piso con el hombre-cabra y un cubano que canta bo-leros. Lleva puestos los cascos y va escuchando los temasde la oposición a funcionario, que Don Quijote es aficio-nado a leer de todo, hasta trozos de periódicos, pero ahorano saca tiempo para la lectura.

    Se acuesta pronto, con la cabeza llena de las aventurasdel día. Y soñará que cabalga a lomos de algún Clavileñode madera, sorteando las nubes del cielo de Madrid, hastaver amanecer por los cerros de Alcalá.

    Lanza en ristre, adarga antigua, la calle habrá de serconquistada de nuevo.

  • “Con la valla hemos topado”

  • 57

    Finalista

    En un lugar del Mediterráneo, de cuya historia nopuedo acordarme, se produjo el mayor éxodo derefugiados de los tiempos conocidos. Allí acudícon Manuel durante nuestras vacaciones, el cora-zón en un puño por las fotos que habíamos visto en laprensa: niños ahogados en una playa, imágenes en blanco ynegro que parecían las del bisabuelo camino de Collioure enel exilio republicano, alambradas, jirones de ropa, frío, ros-tros congestionados por el sufrimiento, el extremo al quepuede llegar el ser humano por la supervivencia de los suyos.

    Manuel es poeta. Bueno, es bombero como yo, pero ensu tiempo libre lee y escribe poesía. Suele mostrarme loque escribe o lo que le llama la atención de cuantas cosaslee, muchas y muy diversas. Cuando vimos la foto deAylan ahogado en la playa, me mostró un poema de JuanRamón Jiménez, titulado Requiem de vivos y muertos. Enla segunda estrofa leyó:

    Entonces nuestra vida alcanza

    la razón alta de su existencia:

    todos somos hijos iguales

    en la tierra, madre completa.

    En ese momento, nos miramos a los ojos y supimosque nos íbamos como voluntarios a aquella isla griega.Una idea repentina, no meditada, una necesidad vital, quizás la misma que nos llevó a querer ser bomberos haceya más de una década.

    Buscamos ayuda, sabíamos que de uno en uno no éra-mos nadie, que debíamos integrarnos en una organizaciónque ya estaba trabajando altruistamente sobre el terreno.

    El mundo invisibleEduardo IZQUIERDO IGLESIAS

  • EL MUNDO INVISIBLE

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    Volamos a Atenas. Nunca habíamos estado allí. A míme pareció una ciudad enorme y contaminada. Durante lashoras que faltaban para que saliera el ferry, subimos almonte Likavitos desde el que se dominaba la ciudad ypodía verse el puerto del Pireo. Lo único que se apreciabaera un horizonte de casas blancas y una neblina anaranjadaque las cubría como una cúpula de polvo y gases. Todo estaba sucio.

    Era consciente de que éramos dos idealistas, de que no sabíamos adónde íbamos, ni del horror que podíamos encontrarnos, pero esa posibilidad era siempre mejor quepermanecer sin hacer nada, en nuestras rutinas placenteras,mirando hacia otro lado.

    La noche que pasamos en el ferry, hasta la isla a la quellegaban inmigrantes de una guerra en la que no sabíamosquién combatía contra quién, fue eterna; olía a sal y asudor en el camarote con cuatro literas al que accedimospara tratar de descansar un poco. La puesta de sol en el mar nos había dejado sobrecogidos, de frío y de dolor:demasiada belleza, demasiada intensidad para los ojos deun poeta, dijo Manuel.

    Me dormí cerca del amanecer, tras pasar la noche en vela hablando con Manuel y con otros dos cooperantesholandeses, tratando de imaginar cómo podríamos ayudara quienes nada tenían, a quienes venían huyendo de un horror sin saber adónde iban.

    Al llegar al puerto, nos ha sorprendido el bullicio: aque-llo parece una feria, con puestos de todo tipo, tenderetesmontados por compañías de teléfonos, bancos, puestos decomida, kebabs. Manuel y yo nos miramos asombrados.Desde luego esto no era lo que esperábamos. Nos hemosalojado en el hotel Kastro, muy cerca del puerto.

    –Haceos con el lugar, ya hoy no hay salvamento–, noshan dicho en la organización con la que viajamos.

  • Finalista Eduardo IZQUIERDO IGLESIAS

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    En el mar hay muchos barcos, lanchas de policíagriega, fragatas a unas millas de la costa. Nos estamos quedando con la sensación de que todo esto es un paripé.Hablamos con periodistas que son los que más pululan porel mercado buscando no se sabe qué tipo de información.Alguien nos dice que esa isla era un secarral hasta haceunos meses, pero que ahora se ha convertido en un lugarpróspero para los lugareños debido a su propia presencia:sus medios de comunicación les pagan un buen dinero porestar allí y no hay tantos sitios donde gastarlo, así es queha surgido una corte de suministradores de todo tipo decaprichos para ellos.

    Por la calle no hemos visto inmigrantes en apariencia.Vamos entendiendo que aquí las cosas suceden por lanoche o al amanecer. Nos sentimos como marcianos quehubieran caído en un plató de cine, un inmenso decoradode tamaño natural en el que sucede cada día un misterioque aún no comprendemos.

    En la gran playa hay un chiringuito repleto de gente.Un vaso de ouzo cuesta dos euros. Un lugareño dice que,antes de que esto explotara, te solía invitar el dueño, parano estar solo, en la época en la que no había turistas en laisla. Al igual que desde el ferry, podemos contemplar unaasombrosa puesta de sol.

    Nos acostamos pronto, porque de madrugada vendrána recogernos al hotel. Estamos impregnados de un ciertoespíritu de Safo; todo aquí parece querer recordarla: versosestampados en un monumento en el puerto, libros en losescaparates, nombres de establecimientos. Es su isla, es laisla de Safo, la mayor poetisa de la antigüedad.

    Amanece en el Egeo. Cientos de voluntarios nos ali-neamos en la playa ante las lanchas. Las embarcacionesde la guardia costera y las fragatas han desaparecido delhorizonte. Las hordas de periodistas aún no han aparecido,manejan otro horario. Se produce un silencio plúmbeo

  • EL MUNDO INVISIBLE

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    cuando nos hacemos a la mar. Miro a Manuel y veo elmismo asombro que tengo encima desde que llegamos ala isla: la banalización de la supervivencia humana. Haydeshumanización por doquier: horarios, protocolos, sin-cronización, el pasillo de pasividad que abren las autori-dades para que los voluntarios nos hagamos cargo de algoque oficialmente no pueden llevar a cabo por los tratadosfirmados. Navegamos unas millas, nos detenemos justo aun centenar de metros de la línea invisible que delimita lasaguas jurisdiccionales griegas, y de repente sobreviene ungrandioso espectáculo: todo el horizonte está cubierto porbarcazas, lanchas, gabarras, balsas de troncos ensambladosen las que ondea un mástil con un trapo blanco. Sin sabermuy bien a qué obedece mi asociación de ideas, pienso enel desembarco de Normandía, a lo que debieron ver lossoldados de vigilancia alemanes que se les venía encima.Seguramente sea una protección mental para no interiori-zar el desarraigo y el miedo que debe de tener ese ejércitode desheredados que acabamos de avistar.

    Todos estamos impacientes de acercarnos, de remolcar,proteger, asistir, pero hay órdenes estrictas de respetar lalínea fronteriza señalada por las boyas. Nos limitamos aobservar con unos potentes prismáticos. Hay muchosniños y mujeres en el sector que parece que nos atañe en la invisible partición del mar que tácitamente nos hacorrespondido.

    A unos escasos cincuenta metros de la raya, un bultocae de una balsa, como un fardo. Sin dudar un instante melanzo al agua; escucho tras de mí otro zambullir y al instante supongo que es Manuel que me sigue. Protegidospor los trajes de neopreno, nadamos a toda velocidad haciael cuerpo que agita los brazos pero no consigue acercarsea su balsa. Desde arriba le ofrecen una especie de pértiga,pero la mujer, -ahora ya la vemos claramente-, está ya muyseparada de los troncos y no parece saber nadar más allá

  • Finalista Eduardo IZQUIERDO IGLESIAS

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    del movimiento desesperado de brazos y piernas que podemos observar. Manuel llega antes que yo y le sostienela cabeza fuera del agua; una vez estabilizada la llevamoshasta nuestra lancha que nos ha seguido a discreta distan-cia. Solo cuando nos disponemos a izarla, observo un dronque sobrevuela la zona registrándolo todo. Parece provenirde la zona turca. Todo el equipo de nuestra lancha se afanaen calentar con mantas térmicas a la mujer que hemos res-catado. Después, nos miran en silencio. Saben que al llegara la playa seremos detenidos.

  • “La sombra de Cervantes”

  • 65

    Finalista

    Ahora, cuando la primera luz de la mañana comienza a iluminar la ciudad, creo entenderque, en la naturaleza, se está produciendo unatransformación indefinible que hoy tendrá consecuencias en mi vida.

    Sobrecogido, desde mi ventana observo como poco a poco el alba se abre paso. Aparecen las costaneras de Parquesol, Girón y la Maruquesa. Los altozanos deFuensaldaña y el Berrocal. Las pendientes de Cabezón,Renedo y, el cerro de San Cristóbal. En el exterior la helada blanquea y descarna los almendros. Aquieta las tierras. Congela el agua de los manantiales.

    Mi nombre es Andrés y tengo treinta y seis años. Tran-sito por la vida al trote que marcan las dos fases de mi problema bipolar. Unos días cabalgo lento a lomos de unRucio mohíno siendo un Sancho prudente y resabiado y,otros días galopo raudo sobre un famélico Rocinante,como un loco y quijotesco idealista en busca realizar lossueños anhelados.

    Como a Alonso Quijano, me apasiona la lectura. Y laspersonas de mi entorno me reprenden por hacerlo con des-mesura, afirmando que, por este despropósito, tengo la ca-beza mal. Pero, no es cierto, porque mi interés literario noes discernir entre quién es mejor, si “Palmerín de Inglate-rra” o “Amadís de Gaula”, para emularlos; sino que leopara profundizar en lo divino y en lo humano. Porque, sinsalir de la ilustrada Europa, cómo ignorar a los clásicosgriegos, la civilización filosófica del alma y del espíritu;la del pueblo de Roma, que junto a sus obras nos dejó el

    Reflexiones de un quijosancho enamoradoJosé Luis bRAGADO GARCíA

  • REFLEXIONES DE UN QUIJOSANCHO ENAMORADO

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    latín y, qué decir de la civilización española, plena de ide-alismo quijotesco y que a la llamada del destino, cabalga-mos con entereza para enderezar el entuerto, aunque nosaguarden allá arriba los cien brazos del Gigante Briareo,despreciando el sabio consejo de nuestro realista Sanchoque nos grita: ¡Que no son gigantes! ¡Que son molinosseñor...!

    En mi cerebro coexisten un “Panza” y un “Quijano”que me absorben como alveolos de esponja. Y todos aque-llos que no me comprenden, me acusan –injustamente- deser un vulgar orate. Y lo ratifican con la frase cervantinaque dice: “del poco dormir y del mucho leer, se le secó elcerebro de modo que perdió el juicio”. Pero, los ignoran-tes, desconocen que no puedo controlar a este rufián quese apodera de mi cabeza robándome en ocasiones el muyimpostor toda la armonía. Y, aunque vivo solo porqueestoy emancipado, no voy por la vida como un incons-ciente, cometiendo desatinos, más bien es mi problema debipolaridad el que me secuestra el libre albedrío. Quien nosabe interpretar una mirada inocente tampoco compren-derá una explicación y, deberían saber antes de criticarme,-maldito estigma- que lo mío no es un castigo buscado ymerecido, si no un error de la genética, alguien a quien,caminando, se le ha pegado un chicle en el zapato y nohalla forma de soltarlo y, aunque te preguntes: ¿por quéme ha pasado a mí? No encuentras una respuesta que tellene de sosiego.

    Ocho horas y treinta minutos. Me dirijo al ancestraledificio donde trabajo de bibliotecario. Poseo una memoriavisual admirable que no se permite la más mínima duda alseleccionar la información que, luego se traduce en la perfecta colocación de cada volumen en su sitio. Me gustami trabajo y no suelo coger la baja laboral cuando hidalgoy escudero entran en controversia en mi cabeza. La enfer-medad no me condiciona para un correcto desempeño de

  • Finalista José Luis BRAGADO GARCÍA

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    mi labor, pero, sí sufro, como todos los que trabajamos decara al público, de la intolerancia y la burla de unos pocosdesaprensivos y, las más de las veces, ignorantes literarios,pues confunden “La vida es sueño” de Calderón, con “Elsueño de una noche de verano” de Shakespeare. Y yo, con-descendiente, jamás uso contra su burla, como haría DonQuijote, el espaldar y el peto, el lanzón y la espada. Y esque siempre han corrido malos tiempos para los que pa-decemos de la cabeza, pues si me descuido, un vecino dis-frazado de pícaro ventero me administra la pescozada y el espaldarazo. Una moza “aprovechada” me calza la espuela; otra “aburrida” me ciñe la espada; y, armado caballero andante, me jalean para que deshaga el entuertode turno. Y yo, todo pundonor altruista, me meto en el tur-bio charco hasta que descalabrado noto la burla. Al cabo,siento vértigo de ser un Quijote idealista, alto y delgado;es entonces cuando me transformo en un Sancho retraído,bajito y gordo, que padece en las carnes su refrán de: “a perro flaco, todo se le vuelven pulgas”.

    Quince horas y treinta minutos. Mientras preparo enmi casa la comida, rememoro que esta mañana, en la salade lectura de la biblioteca, al llamar la atención a unos alborotadores, me han llamado: “el loco de la quijoteca”.No he reaccionado a la provocación con ira, ni con un des-plome emocional. Y es que la locura y la cordura son dospaíses limítrofes, de fronteras tan imperceptibles, que unonunca puede llegar a saber con seguridad si se encuentraen el territorio de la una o en el de la otra. Y no hay que ser muy cuerdo para descubrir que, el cielo que nospromete esta sociedad, es un paraíso de seres anodinos aferrados a vanas quimeras. El cielo siempre será de losque saben ver, de los que saben descubrir la vida en estatierra detrás de su propia fatalidad. Mi existencia no es unavereda por la que vago errabundo cometiendo sinrazones.Tengo una enfermedad, que no es lo mismo que ser un

  • REFLEXIONES DE UN QUIJOSANCHO ENAMORADO

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    “enfermo”. Lo mío son dos universos intentando convivir;dos seres, Quijote o Sancho, que se complementan y necesitan. Mi vida es intentar pasar los días en armonía,cabalgando sobre un Rucio o Rocinante sin el plomo del“estigma de loco”. Yo no voy de senda en senda persi-guiendo falsos señuelos, encandilado por soles negros, alu-cinaciones o espejismos. Yo me aferro a mis sueños y creoen ellos. Y mi credulidad es la consecuencia de la con-fianza en la rectitud de las palabras de los demás porque,como afirma el hidalgo Quijano: “Es tan ligera la lenguacomo el pensamiento, que si son malas las preñeces de los

    pensamientos, las empeoran los partos de la lengua”.

    Cinco campanadas impregnan de bronce la tarde. Clasede pintura. La genialidad –dicen los expertos-, es algo quese rebela contra lo cotidiano. Quien posee ese don percibela realidad de una manera diferente al común de los mor-tales, por eso siempre ha existido una frontera difusa entreel genio y el loco. Mi genialidad o locura es la pintura. Mimemoria visual no cesa de recoger información que luegoplasmo en el lienzo. Y, sí, es cierto que no todos compren-den lo que pinto, ironías, ven un árbol donde hay un rostropero, es que todo es relativo. Esta es la base de la genero-sidad humana que tan bien recoge la prosa cervantina evitando los dogmatismos, no todo es blanco o negro,como queda expuesto en la agudeza del neologismo “ba-ciyelmo” creado por Sancho Panza para zanjar la disputacon Don Quijote, convencido de que el suyo, es el yelmode Mambrino, y los demás, que es una vacía de barbero.

    El reloj señala las 18,30. Me dispongo a correr por elparque. Es el momento de ser libre entre tanta seguridadmental mal entendida y pretendida. Cada segundo quevivo, es un instante único y nuevo del universo. Yo anhelouna vida sin fármacos ni gurús saludables que conduzcanmi cabalgadura mental. ¡Qué hermoso sería poderse des-lizarse a favor de corriente por el ancho cauce de la vida!

  • Finalista José Luis BRAGADO GARCÍA

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    En apacible bonanza. De paisaje en paisaje… Me gustaríagozar del don de una buena salud mental. Saber que,siendo Quijote o Sancho, Rucio o Rocinante, escribes tupropia historia, sin que nada interfiera en tu mundo y, aun-que en él, los tiburones naden entre los árboles y tú, estésperdido en el bosque.

    Ocho de la tarde. Me ha vuelto el presentimiento delamanecer, ¿Qué va a ocurrirme? Dejo atada mi bicicletaen el anclaje. Es la hora de terapia. Ahora mis diferentes“yos” deben hablar y comprenderse. El idealista y el rea-lista. Ese quijotesco yo que está dispuesto a ayudar a losdemás sin beneficiarse a cambio; siempre luchando por unmundo mejor, libre de injusticias. Y ese otro yo de Sanchoque, enfoca la vida y los hechos con crudeza, tal y comoson, sin concesiones. La prudencia dice que no es buenoel exceso de una de las dos actitudes, sino que se trata debuscar lo mejor de cada una de ellas y compensarlas, peroa mí me sale más la vena idealista, para tratar de conseguiralgo mejor de lo que existe.

    Veintiuna treinta. Dos bajo cero. No ha dejado de helaren todo el día. Es la hora de la tertulia en el café. Aquí estáInés. La amo, pero aún no se lo he dicho. No es fácil de-clarar el amor cuando se carga con el lastre del “estigmamental”. Siempre que estoy a su lado, el Sancho realista ysensato me dice que no es para mí. Hoy, con el frío, no hanvenido más tertulianos. Nos sentaremos a hablar los dossolos. Circunstancia rara vez conseguida. Felicidad plenaque no es más que un pestañeo cósmico, un ligero parpa-deo que me permitirá ser feliz estando con ella en la reali-dad y no en la oscuridad de mi mente.

    Veintiuna cuarenta. Mientras nos sirven el café conleche para ella y zumo de naranja para mí, pienso que elamor es como la vida, nace y se apaga sin que intervengala voluntad. Estoy convencido de que no hay nadie sobrela tierra –por cuerdo que sea- que no pueda convertirse en

  • REFLEXIONES DE UN QUIJOSANCHO ENAMORADO

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    un loco caballero andante por amor. Las palabras de Inésenamoran, son frases como bálsamo de Fierabrás. La vida,idealista o real, se crea a través de las respuestas quedamos al conjunto de circunstancias que nos toca vivir. Es una elección permanente… y con cada elección hay renuncia. ¡Renunciaría a todo por ella!

    Veintitrés horas. Seguimos hablando. Es mi Dulcinea,mi sueño. Si hay algo necesario, como el pan de cada día,es el amor de cada día, amor sin el cual la vida es amarga.Habla, y todo en ella es milagro. Yo la escucho, pero hoytampoco me atrevo a decirle que la quiero. Son instantesen los que me faltan las palabras para reflejar el cúmulo desentimientos agolpados en el corazón. Las manos me tiem-blan levemente; el corazón late descompasadamente; losojos brillan como sol de mayo; la sangre rezuma a raudalesregando los rincones olvidados, el pulso me aumenta…

    Son las doce de la noche. Regreso a casa exultante.Hemos quedado para ir solos al cine mañana. Un hombrecon un ideal por realizar es un loco hasta que logra triunfar.¿Estoy enfermo? ¿Enamorado? Ahora sólo sé, que soy unQuijote idealista y loco, galopando con ilusión sobre unfamélico Rocinante, en pos del amor de mi Dulcinea. Y,sí, es cierto que escucho mi otra voz de Sancho que afirma:“El amor y la ilusión, a menudo ciegan los ojos del enten-

    dimiento”, pero, nadie puede negar que, siempre se nece-sitará, un poco de locura para forzar un destino. ¡Nadie!

  • “El escudero”

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    Finalista

    Asus pies, señora condesa, y los iris de Alonsodibujaban un barranco de locura escarpada, lasuñas pulidas por la lija de los incisivos, la cotidianeidad del cacareo abrumadora.Todos le llamaban el predicador. Cortejaba a varones

    y damas por igual, sin distinción, ajeno a los problemasirresolubles del orbe. Intentaba seducir a cualquiera queosara aventurarse por la planta octava del hospital. Se arro-dillaba, cabizbajo, en actitud de recibir una orden de ca-ballero feudal. Luego se izaba y su cabeza de patriciobrotaba adornada con una sonrisa de hombre bueno. Enseguida, sin tiempo de obsequiarle con un apretón demanos o con dos besos de urbanidad, iniciaba el trajín deuna verborrea especializada en nociones eclesiásticas.Otras veces, sin embargo, a la mínima ocasión, lanzabauna andanada de improperios al narrar lo mal que lo habíapasado en el internado de los dominicos, y las puntas delos dedos, cárdenas con el rigor de la regla, se ensambla-ban con los brazos en cruz y diez libros en cada palma.Después, sin venir a cuento, azotado por el látigo de unachifladura de muñeco esperpéntico, se reía de una formadesconsoladoramente alborotada.

    Encantado de conocerla, alteza, y la curva de la reve-rencia se sumaba a un hilo de saliva desparramado, las pa-labras tumultuosas, el cricrí de los párrafos centuplicado.

    Comía con ansia de animal asilvestrado y sonrosabalos matices de las mejillas con el tinte de la grasa. Eructabacon naturalidad de petunia, convencido de que algún díale darían el alta médica y podría ir a Portugal, a localizar

    La novia del predicadorJorge SAIZ MINGO

  • LA NOVIA DEL PREDICADOR

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    una antigua novia de la que seguía enamorado hasta loojos. A menudo balbuceaba frases en el ilustre lenguaje dePessoa y terminaba sus disertaciones con un obrigado queen su boca, sin necesidad de intérprete jurado, se transfor-maba en un gracias dulcificado. Nadie creía en la existen-cia de la fémina lusa. Las enfermeras bromeaban con elanillo de compromiso que exhibía en el anular y expelíanrisitas de mujeres picaronas. Él nunca se quejaba de nada,adaptado a la rutina de los menús, a la dureza del colchóny a las escasas horas establecidas para ver la televisión.Hacía la digestión encajado en un sofá de escay descasca-rillado, pensando, quizás, en comprar el billete de un trennocturno para Lisboa. Se afeitaba con habilidad de don-juán, la piel tersa a sus más de cuarenta años, la precisióndel flequillo cabal. Además era alto como un chopo y elporte de su presencia imponía un respeto casi aristocrático.

    Estamos aquí para hacer más agradable su estancia, señorita, y se ofrecía con los brazos abiertos a la recién llegada, el donaire de la genuflexión armonizado, el perfilde los pies simiesco.

    Roncaba con aspavientos de demonio enjaulado. Suscompañeros de habitación maldecían a todos los dioses deluniverso en cuanto se giraba en el asilo de la almohada.Tanto por la noche como durante la siesta, se convertía enun monstruo de resuellos horrísonos, y el ritmo, desafi-nado, se acompasaba con el de un fuelle mal engrasado.En el sueño vespertino hablaba en voz alta con frecuencia,a través de una suerte de diálogo con los mil comediantesque poblaban su mundo de oscilaciones esotéricas. Losrasgos de su cara se serenaban entonces y componían la figura de una persona preñada por el atavismo del sufrimiento. Al despertar ladeaba la sien en busca de unsalvavidas que no flotaba en la mesilla y, con las córneasenrojecidas por el esfuerzo de regresar del infierno, aman-saba el alazán de la expresión.

  • Finalista Jorge SAIZ MINGO

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    Cualquier cosa que pueda hacer por usted, señor, y recitaba de memoria pasajes bíblicos escogidos al tuntún,la dicción de los dientes simétrica, las connotaciones delpretérito vivas.

    El comedor constituía su reino preferido. Allí engullíalos alimentos con afán de epulón. Masticaba y avizorabael contorno, por si acaso algún ser imaginario merodeabacon la intención de hurtar algo de la ración, absorbiendolos espaguetis con silencio de serpiente pitón y bebiéndoseel agua a matacaballo. Odiaba los plátanos. Todos, pacien-tes y trabajadores, conocían el grosor de la fobia y nuncalos había en los fruteros próximos a su territorio. Pero sipor casualidad percibía que un comensal se deleitaba conuno en el postre, el predicador se levantaba de inmediatocon los belfos airados. Una baba espesa se le despeñabapor la cañada de los labios y un miedo feroz se le dibujabaen el lienzo de la frente. Literalmente, se hinchaba. Sucuerpo se abombaba asemejado a una sandia gigantesca y los concurrentes reculaban temiendo una explosión de violencia que, en realidad, no se producía. Enseguida,apaciguado por la batuta de un amigo invisible, se sentabade nuevo y tornaba a las cucharadas de su flan de vainilla.La carcajada trazaba entonces un garabato de ilusión en la bondad del rostro y la facundia de cada día se erguía indómita entre los cubiertos de plástico.

    Es usted la persona que estaba esperando, y el chaparrorecién ingresado se afincaba en la patria de la perplejidad, elgesto alicorto, los enviones de la sobaquina demoledores.

    Alonso comenzó una perorata acerca de los viejostiempos que, en teoría, habían compartido en uno de losseminarios conciliares más reputados de Lisboa. Aportódetalles precisos de la disciplina draconiana de los hora-rios, de los castigos corporales infligidos por los hermanosinstructores y de la solidaridad esgrimida por ambos antela severidad del establecimiento. El otro, que solo abrió la

  • LA NOVIA DEL PREDICADOR

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    boca para decir que se llamaba Sancho, se mantuvo al mar-gen del aluvión léxico y se limitó a calibrar la fealdad delos padrastros en actitud de patán endomingado. Ni asentíani negaba. Tan solo permitía que el sacamuelas continuaracon el quehacer de su delirio, las efes blandengues en elregistro del paladar, las jotas arrastradas por una cuadrigade mulas holgazanas. Cuando el cielo se encapotó tras laventana enrejada, un turbión diluyó la atmósfera pesadaque se estaba formando dentro de la habitación y el repi-queteo de las gotas contra el cristal avanzó a zancadasentre los presentes.

    Te encantaba el queso de cabra, Sancho, y el aludidocontinuaba zambullido en la burbuja de la mudez, losdedos trémulos, las píldoras de la medicación ingeridas ala hora exacta.

    Alonso prosiguió con sus maniobras para ser recono-cido por su compañero de estudios. En la reunión semanalde terapia le alabó de modo desmesurado. El psiquiatra en-cargado de la moderación carecía de autoridad real paraponer coto a los desenfrenos lingüísticos del predicador.Los demás, una decena de pacientes variopintos, se abu-rrían como ostras, pero apenas ponían objeciones a la retahíla que escuchaban amuermados por el narcótico deldesinterés. Una chica anoréxica trató, en vano, de contenerla impetuosidad de la avalancha. Alonso se acuclilló adop-tando su posición favorita, besó los pies de la muchachay, a pesar de recibir una patada en la quijada al rozarle lostobillos, prorrogó el varapalo del sermón. Entonces un timbre anunció el fin de la hora dedicada al ajuste de lascircunstancias y todos se largaron con la intención de fumarse un cigarrillo prohibido.

    Iba para monja, pero se salió, y la tarde se arrollaba enla ruana de la melancolía, los recuerdos de la enamoradaembebecidos, el jamón york de la merienda tragado demala traza.

  • Finalista Jorge SAIZ MINGO

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    Al parecer ella apenas salía del monasterio donde estudiaba y él se servía de una sarta de triquiñuelas increí -bles para escaparse del seminario. Su punto de encuentroen las escasas citas que mantuvieron era la estación centralde autobuses. Allí, tras inebriarse con bobería púber, semontaban en un vehículo renqueante y descendían en laciudad mágica de Sintra. Luego caminaban de la mano porel laberinto de los jardines, atortolados, sumergidos en la atmósfera medieval de la ciudad. Tornaban un par de refrescos en cualquier calle empinada o un bocadillo debacalao rebozado en una tasca de parroquianos adustos.Al cabo de la jornada se besaban con castidad infantil y seseparaban antes de enclaustrarse en la sobriedad de susrespectivas celdas. El predicador relataba todo aquello con una llaneza espiritual que embriagaba a los nuevos y saturaba a los veteranos que conocían de la historia de pe a pa. Era el mismo cuento chino referido mil veces,con pelos y señales, solo remecido por las vacilaciones tonales que el narrador regalaba a diestro y siniestro.

    Se fue a Angola, a buscar a sus primas, y el desenlacede la aventura desembocaba siempre en la huida femenina,las lágrimas robustas, los respingos de la nuez convul -sionados.

    Los días pasaban lentos, encabalgados sobre un vaivéninterminable de actos anodinos. El pasillo de la planta her-vía con la concisión de los