Reina Mora

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LA REINA MORA Por SANTIAGO PÁEZ

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Novela policial

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LA REINA MORA

Por

SANTIAGO PÁEZ

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Para ti, que has sido, que serás siempre, como un pez bajo las lunas.

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La herida que me has hecho tiene cura y no hay reproche. La que es incurable es la herida del amor. EL COLLAR DE LA PALOMA Ibn Hazm de Córdoba - El mundo es en realidad una plataforma plana sustentada por el caparazón de una tortuga gigante... - ¿Y en qué se apoya la tortuga? -!... hay infinitas tortugas una debajo de otra! HISTORIA DEL TIEMPO Stephen W. Hawking

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CAPITULO I

La Ciudad de Oro y el Pueblo de Polvo

Desperté entre la maleza, lleno de magulladuras y con un dolor de cabeza insoportable. El sol ya

calentaba. Podía ver, entre las ramas, manchas de luz. Tenía la boca llena de polvo. Escupí varias veces.

La sensación de los golpes y las cortaduras me devolvió la conciencia de las distintas partes de mi cuerpo:

manos, espalda, piernas, pies. Había perdido un zapato en la caída. Cerré los ojos. Quería dormir, dejar

que se eliminaran los últimos rastros del alcohol.

Entonces me di cuenta. No había caído en la quebrada como resultado de la borrachera. La

memoria, nebulosa por el licor, me presentó la escena: golpes, empujones, insultos. No se trataba de un

robo, ninguno de los matones me había quitado nada. Conservaba el reloj, aunque trizado, en la muñeca,

aún funcionaba; me palpé el bolsillo, mi cartera seguía ahí. Se trataba de un intento de asesinato. Un

acceso de taquicardia me sacudió el pecho. Volví a perder la conciencia.

Debieron pasar ocho, tal vez diez horas. Cuando abrí de nuevo los ojos había anochecido y hacía

frío, mucho frío. El cerebro aún me traicionaba. Entre vahídos comprendí que mi estado no solo se debía al

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alcohol y a los golpes, debieron darme alguna droga en el licor. Creí que moriría, si no como resultado de

las contusiones, por la intoxicación. Era un narcótico poderoso el que me circulaba en la sangre, el que me

embotaba el cerebro.

Recuerdos. Todos en jirones, en trozos. En el frenesí de la alucinación la memoria me dolía más

que de costumbre: Disparos, los gritos de dolor en los calabozos, mi hija. Todo se mezclaba con los golpes

de los asesinos, con la sensación de la caída. Caer. Caer por los riscos de un precipicio, por entre las

breñas de la propia mente. Caer.

No iba a morir. El cuerpo se me irguió; con gran esfuerzo pudo ponerse de pie y empezar la

caminata, la ascensión. Me arrastró hacia el risco desde el que había rodado, entre zarzas y piedras

inestables que se desmoronaban bajo mis pies y mis manos. Resbalé varias veces desollándome los

dedos, golpeando mi rostro contra las rocas. Por suerte no tenía que determinar una dirección exacta.

Hacia arriba. Debía arrastrarme hacia arriba.

Empecé a sudar, la humedad del cuerpo se enfriaba en segundos, me sentí cubierto de escarcha.

La náusea me retorcía el estómago y un gusto a bilis me empastó la lengua. Subir. Primero desde el fondo

de mi cerebro enervado por el estupefaciente, luego entre los peñascos y las matas de espinos.

Horas después lo había conseguido y me desmadejaba, exhausto, sobre el sendero empedrado

que bordeaba el precipicio al que me habían empujado. Con dificultad reconocí el lugar. Me encontraba en

uno de los antiguos caminos que subían desde San Joaquín hacia la cordillera para luego bajar al oriente,

a la selva cuya bruma púrpura había visto desde las montañas en algunas ocasiones. Empecé a cojear en

dirección al pueblo, tropezando, hiriéndome el pie descalzo. La luna, metálica, iluminó la ruta con su luz

insegura.

Caminaba entre pencos y eucaliptos, los árboles se veían esbeltos, azules, imposibles. Sin viento,

nada se movía, ni una hoja, ni un pedrusco. Solo me arrastraba yo, como un enorme insecto, como el

fantasma de un enorme insecto. La senda tenía muchas curvas y bajaba, lo que me tranquilizó. Iba en la

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dirección correcta: hacia el pueblo, las luces, la gente. No sentía miedo, los asesinos podían volver pero no

me importaba, solo quería llegar a San Joaquín.

De trecho en trecho, debía detenerme para buscar, en cuclillas, un poco de aire, otro de fuerza. El

frío no conseguía aclararme los pensamientos ni mejorar mi coordinación. Varias veces tropecé para rodar

unos metros en las pendientes del sendero. No sentí los golpes. Me contentó la insensibilidad de mi piel.

Nada podía dolerme ya. Nada.

En una de las curvas, al costado del camino, la luna me mostró una antigua cruz andina. La

habían levantado los indios mil años antes de la Conquista, mil años antes de que los españoles trajeran la

cruz cristiana. Debía hacerle una ofrenda. Reproduciendo el gesto que otros hombres repitieran miles de

veces, tomé tres piedrecitas romas y las arrojé hacia la base del pequeño monumento. Me sentí mejor

después del sencillo ritual. No creía en él, pero hay una memoria que tranquiliza en el fondo de los ritos,

incluso en los más insignificantes.

El camino aún descendía pero se volvió menos abrupto. Transitaba entre campos despejados,

eran los terrenos de pastoreo de los campesinos que vivían en los alrededores del pueblo. Encontré una

acequia en la que corría agua abundante y plateada, su movimiento espantó esa sensación de

inmutabilidad y muerte que me había acompañado.

De rodillas, sumergí mi cabeza en el rápido líquido, tragué varios bocados empapándome el pecho

y los brazos, en otro ritual aún más antiguo que el de las pequeñas piedras. No me sentí limpio, pero el frío

que me hizo temblar era al menos nítido, sano.

Las chozas empezaron a aparecer al borde del sendero. Los perros, alertas, iniciaron un coro de

ladridos. Pensé en pedir ayuda pero me contuve. Los campesinos de la región eran gente desconfiada y

poco amistosa, tenían miedo y, por la noche, cerraban sus puertas con trancas y oraciones. En vez de

auxilio podía conseguir un escopetazo de sal en grano. Preferí seguir.

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A la luz de la luna, pude ver el perfil del pueblo. El amasijo de pequeñas casas agarradas a las

faldas de la montaña. Vi la iglesia, la enorme iglesia colonial cuyas torres parecían inmensos clavos

hundidos en el paisaje. No era una imagen tranquilizadora. Las casas y el templo parecían suspendidos en

una atmósfera polvorienta. Una especie de angustia los aglutinaba entre dos mundos: la serena planicie

del valle y los riscos nebulosos de la cordillera. Estaba ya muy cerca.

Había entrado al pueblo por sus barrios más escarpados, los que empezaban en la montaña.

Debía continuar el descenso hacia la plaza central, situada en la parte plana de San Joaquín. El empe-

drado del sendero se fue convirtiendo en los adoquines de las calles y la pálida iluminación de la luna en la

del amarillento alumbrado eléctrico. Mi sombra se empezó a mover, al cambiar la ubicación de la luz, en

una especie de baile que me desconcertó. Tan pronto estaba a mi costado como frente a mi o tras de mis

pies.

El trayecto, que debía ser fácil, se volvió imposible. Las calles de los barrios altos de San Joaquín,

empinadas, estrechas y polvorientas, se negaban a dejarme adelantar en mi camino. Curvaban de pronto

para dispersarse luego en segmentos que me devolvían hacia las mismas esquinas, que me obligaban a

pasar una y otra vez frente a las mismas casas miserables, a las mismas capillas lúgubres, a los mismos

zaguanes sucios. Enfrenté innumerables callejones sin salida. Las calzadas se convertían de pronto en

escaleras que desde distintos lugares me dirigían hacia el mismo parque quieto, cubierto con fina tierra

reseca.

No sé por cuántas horas estuve perdido en ese laberinto. Al fin, siguiendo una especie de espiral

que me acercaba paulatinamente al centro del pueblo, conseguí escapar de ese hechizo en el que la droga

y las calles me habían sumido.

Las calzadas se ensancharon y perdieron la pendiente, el alumbrado público empezó a brillar más,

al hacerlo, iluminaba casas señoriales y cuidadas: las del centro del pueblo. Eran construcciones altas, de

dos o tres pisos, con ventanas ojivales, anchos balcones amoriscados, cariátides en las esquinas y

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escudos de piedra sobre los portones. En cada intersticio de los complicados diseños, en cada contorno de

la roca esculpida se acumulaba un polvo de años. Los olores de alcantarilla mal evacuada, que me habían

envuelto en los barrio pobres, se desvanecieron. El aire le llenó de un aroma polvoso y quieto.

Tambaleante, llegué al parque central. Las rejas de sus muros estaban cerradas, las abrirían a las

siete de la mañana. Los senderos internos, cuidados y limpios, los macizos de flores, la anticuada

disposición de los jardines, toda su estructura me pareció falsa a la luz de los potentes, azules y fríos re-

flectores de neón. Parecía el decorado en cartón piedra de alguna sabatina colegial. La impresión se

intensificaba por la fina capa de tierra cenicienta e inmóvil que se había posado, durante la noche, sobre

las piedras, el cemento, los pétalos, las hojas y los troncos.

Tras del parque se levantaba la inmensa iglesia, su atrio altísimo y su fachada simulaban un altar

gigante. Blanca, entre gótica y neoclásica, me pareció un monstruo de merengue reseco. Incluso creí ver,

inducido por la droga, que cerraba las mandíbulas de su gran puerta para deglutir a los mendigos que

dormían al abrigo de sus escalinatas.

Dejando atrás el parque me dirigí, con algo mas de conciencia, hacia la pensión en la que vivía.

Luego de caminar unas cuadras la pude localizar. Era una casa antigua, de dos patios muy cuidados y tres

pisos. Había pertenecido a uno de los hacendados más importantes de la región. El alto portón estaba

cerrado; tuve que golpearlo con fuerza, utilizando una piedra para hacer más ruido. Debían ser casi las

seis de la mañana. Amanecía.

El conserje, luego de unos minutos, abrió la puerta. A duras penas entré en la recepción. Adentro

me esperaba la dueña del hotel, una vieja alta, seca, beata y chismosa, envuelta en una chalina y con el

pelo canoso aún despeinado.

- !Que borrachera, que asco de borrachera! - Comentó en voz alta.

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Luego de tomar las llaves me dirigí hacia mi habitación. Cerré la puerta, asegurándola además con

una silla. Mientras bebía una botella de agua que guardaba en la mesa de noche, me asaltó el temor de

sufrir una nueva agresión. Puse mi cuchillo de monte a mano. Después quedé dormido.

Al despertar miré el reloj de mi mesa de noche. Eran las tres y media de la tarde. Me puse en pie.

Quise creer que todo había sido una borrachera pero un fuerte mareo, que estuvo a punto de echarme al

suelo, me convenció de que lo que había pasado era consecuencia de un intento de asesinato: mis chu-

chaquis jamás habían sido tan terribles. Sufría, sin duda, los efectos de una intoxicación provocada por

algún narcótico poderoso.

Fui al baño de la habitación. Como todo en el hotel, el excusado, el lavabo, el espejo se veían

antiguos y limpios. La tina era de esas de hierro enlosado negro con patas de tigre doradas. La llené con

agua muy caliente y, luego de quitarme la ropa desgarrada y sucia, me sumergí en ella.

El baño ardiente me debilitó aún más. Con dificultad pude salir de la tina. Me vestí con lentitud. Por

si acaso, debajo de mi chaqueta de cuero y entre los pliegues de la camisa escondí mi cuchillo de monte

en su funda de metal. Extrañaba, dadas las circunstancias, el peso tranquilizador de mi revólver calibre

.38, lo había dejado en la ciudad sin suponer que me fuera a ser tan necesario en San Joaquín.

Ya vestido, sin afeitar y bastante pálido, bajé a la recepción del hotel para dejar mis llaves. La

dueña, ya peinada y cubierta de un maquillaje que la asemejaba a un cadáver, me observó con desprecio.

Le devolví una mirada igual de violenta, inclinó el rostro mientras se fruncía de rabia. Salí del hotel.

La primera parada, incluso antes de buscar algo de comer, la hice en el consultorio del doctor

Espinosa. El médico era un buen tipo, había tomado un par de tragos con él unos días atrás. Algo feo

había pasado en su consultorio, años antes, en la Capital. Desde entonces vivía y trabajaba en el pueblo,

lejos y cerca de la ciudad, donde se le recordaba demasiado.

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El consultorio parecía extraído de un comercial ambientado a principios de siglo: las pomas de los

medicamentos, los muebles, las lámparas, los cuadros tenían esa grave y polvorosa solidez de las cosas

antiguas. Todo en el pueblo parecía tener esa astrosa dignidad de lo lamentablemente envejecido.

El doctor Espinosa desentonaba con el entorno. Bajo, gordo, calvo y sonrosado, parecía más un

hippy avejentado y sudoroso que un tranquilo y confiable médico rural.

- Tremenda borrachera, mi doctor Bruno García. - Saludó. - Si quiere que lo revise, quítese la ropa.

- Algo más que una borrachera, creo. - Le contesté, mientras me desnudaba para luego acomodarme en el

catre de cuero viejo en el que auscultaba a sus pacientes.

Le conté los episodios de mis dos últimos días, mientras me revisaba los distintos golpes del cuer-

po. Escuchó luego mis pulmones, me miró el color de la piel, los reflejos de la pupila. Por fin dictaminó, al

tiempo que me cubría las heridas con mertiolate:

- Sí, le dieron un narcótico. Si no fuera por su resistencia habría muerto, por la droga o por los golpes. No

tiene fracturado nada. Lo que tiene es una suerte del carajo.

- ¿Necesito algo?.

- Irse del pueblo. Debe haberle jodido a alguien y bastante.

- Alguna medicina, digo.

- Una ampolleta de complejo B intramuscular. Es un buen antialérgico y desintoxicante.

- Póngamelo.

El doctor preparó la ampolleta al tiempo que yo me vestía, luego me la inyectó muy, muy

lentamente. Al terminar, y luego de haberme cobrado, me dijo:

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- Este es un pueblo peligroso con alguna gente, mi doctorcito. Ese cuchillo que lleva no le va a evitar un

disgusto. Mejor váyase.

- Déjese de pendejadas. - Me despedí. - Mañana echamos unos traguitos. Tráigase la jeringuilla, por si

acaso.

- Con usted mejor llevo el maletín entero, por lo visto. - Le oí gritar cuando salía a la calle.

Me sentía mejor. La cabeza ya no me daba vueltas y el cuerpo me respondía sin inconvenientes.

Tensioné los músculos mientras caminaba y una sensación bienhechora se me extendió por todo el

cuerpo. Me dirigí hacia la cantina en la que recordaba haber bebido la noche aquella.

El pueblo se veía quieto y amable, los árboles se agitaban con la brisa y las gentes me saludaban,

algo extrañadas por las magulladuras que me marcaban el rostro. Tras caminar unas calles, llegué al portal

con arcadas de piedra en el que estaba ubicada la cantina.

Se trataba de un local viejo, con mesas de madera obscurecida por el tiempo y la grasa mezclada

con el polvo. Sus paredes estaban cubiertas con mosaicos azules y rojos, arcos de piedra separaban los

ambientes. Se entraba por una media puerta de vaivén, como las de las barberías antiguas. Al lado

izquierdo del salón descansaba una rocola Wurlitzer, una verdadera pieza de museo. Al fondo del local, en

la cocina, dos mujeres y el dueño freían trozos de cerdo adobados, asaban maíz, cocían papas y mote.

Al mirarme entrar, entre las sombras, el dueño se sobresaltó. Era un sujeto gordo, moreno, con el

pelo sucio y lacio siempre sobre los ojos. Dijo algo al oído de una de las muchachas que lo ayudaban. La

chica desapareció entre los vapores de la cocina.

<< La cosa marcha bien >> pensé, mientras me sentaba a una de las mesas.

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El camarero se me acercó, pedí una cerveza y un plato de empanadas de morocho. Cuando el

mozo se retiró me acerqué a la rocola y le puse todos los sueltos que traía. La música llorona de boleros y

rancheras llenó el ambiente. Volví a mi silla. Me había sentado de espaldas a la pared, en una mesa

esquinera de forma que mi costado derecho quedara libre. No esperaba un ataque en la cantina, pero

nunca se sabe.

Me pasaron el plato pedido y la cerveza. Veintisiete horas antes, en la quebrada, la vida me había

parecido algo grande que se me desgarrababa dolorosamente, como una inmensa muela arrancada.

Frente a la comida, el conservarme vivo era tan solo la posibilidad de tragar las empanadas, sentir su

gusto a sal y manteca, contrastarlo con el sabor amargo de la cerveza.

Bebí poco, dejé que se acabaran las canciones de la rocola, que pasara el tiempo. Un reloj de

pared, con la publicidad de Coca-cola, me iba señalando la hora. Se hizo de noche. A las siete salí de la

cantina, luego de pagar, fingiéndome bastante borracho.

Caminé por las calles iluminadas del centro, luego por las empedradas de los barrios pobres del

pueblo, dejando mis huellas en la sutil tierra seca que el viento aún no levantaba. Por fin me interné en un

bosque que limitaba San Joaquín por el occidente. Entonces me perdí entre árboles y matorrales.

No sintieron mi llegada. Me habían seguido con torpeza a lo largo de todo el trayecto. En el

bosque se desplazaban sonoros, como grandes animales torpes. Eran dos, no muy altos, chatos, fuertes.

Los había visto en el mercado, dedicados a cargar costales en las camionetas que traían o llevaban mer-

cancías. Eran del tipo de sujetos que se contratan para cualquier fechoría. Alguien les había pagado por el

trabajito de la otra noche.

Golpeé al de la izquierda, con el mango del cuchillo, en la parte superior del cráneo. Cayó. El otro

se volvió, sorprendido. Antes de que pensara en defenderse le di un puntapié en la entrepierna. Se dobló

emitiendo un quejido bronco, para luego caer de costado sobre el suelo, agarrándose los testículos con

desesperación. Le quite el cinturón para atarlo con él a un árbol. No me preocupaba el que había golpeado

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en la cabeza, no daba señales de vida. La luna, con su luz quieta, iluminaba el pequeño calvero en que

nos encontrábamos.

Cuando estuve seguro de que los dos hombres eran inofensivos, me senté apoyando mi espalda

contra un árbol. El que estaba consciente, tan pronto pudo hablar, empezó a insultarme.

- !Hijoeputa, cabrón, maricón, si te cojo de frente te mato...!

Le permití gritar, no tenía prisa. Escuche, en silencio, las palabrotas, resistí sus rojizas miradas de

rabia y odio, brillantes en la tenue luz azul. Pasaron los minutos hasta que el hombre dejó de vociferar,

cansado. Entonces me levanté. Cuando estuve frente a él, le hice, lentamente, un corte superficial de casi

diez centímetros en el brazo izquierdo.

El hombre quedó estupefacto por unos segundos, luego reinició su retahíla de insultos. Había

perdido por completo el control. Sin hacerle caso, regresé a mi anterior posición, para mirarlo en silencio.

Cinco minutos después se había callado de nuevo. Repetí mi movimiento de antes. Esta vez le corté en el

otro brazo. Empezó a sollozar.

- ¿Qué quieres, hijoeputa, qué quieres? - preguntó entre sus gemidos.

Me mantuve en silencio otros diez minutos, mientras su desesperación crecía. Luego pregunté:

- ¿Fueron ustedes los que trataron de matarme anteayer?

Calló. Hice el gesto de incorporarme. Se puso a hablar de inmediato.

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- Sí, fuimos nosotros, pero solo queríamos hacerle asustar, no le queríamos matar.

- ¿Quién les mandó?

- Nadie, nosotros quisimos.

- Me mientes, di la verdad.

- Nadie, le juro que nadie.

- !Habla, carajo!

El hombre permaneció en silencio. Cuando me acerqué a él se encogió aterrorizado, pero era

obvio que temía más al que lo había enviado que a mi cuchillo. Podía obligarlo a que confesara. Había

visto torturar, me habían torturado. La pequeña brasa de un cigarrillo aplicada en las tetillas. Un alambre

entorchado en los testículos. Una falange cortada con mi daga, tal vez dos. No fui capaz de hacerlo.

- Hijo de puta, no te vuelvas a cruzar en mi camino. - Le advertí, mientras me alejaba de él.

Me introduje en el bosque. Deseaba volver al pueblo de San Joaquín. Durante el regreso, me

descubrí pensando en la imagen de una niña sin rostro o con un rostro que ya me era ajeno. Una niña de

seis o siete años que jugaba en unas calles muy antiguas, para mi desconocidas. Hablaba en un idioma

extranjero que yo no comprendía.

Necesitaba una copa y algo de información. Debía aclarar algunas de mis ideas. Fui en busca del

doctor Espinosa. El médico habitaba en una pequeña casa de campesinos que había acondicionado, en

las afueras del pueblo.

No quería que me vieran en compañía del doctor, por lo que entré a su casa por el huerto,

deslizándome entre limoneros, aguacates, manzanos. Los árboles estaban descuidados, el suelo cubierto

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de hierba crecida y rastrojos. El olor de los cítricos me tranquilizó bastante. Los azahares perfumaban la

noche, aunque fuera solo en ese pequeño espacio.

¿Podía confiar en Espinosa? Me caía bien pero no lo conocía más que a otras personas en San

Joaquín. Lo único que teníamos en común era un pasado un poco turbio y una condición casi de exilados

en el pueblo. Esta última afinidad me decidió.

Me aproximé a la casa en silencio. Una de las ventanas estaba iluminada, podía ver, tras los

visillos, al doctor Espinosa. Estaba sentado en su pequeño estudio junto a una botella. En el momento en

que me acerqué, se levantó del sillón. Por lo que podía ver, un moscardón lo había molestado. Tomó un

matamoscas y, algo vacilante, fue hacia el insecto que se había posado en un librero. Levantó el matamos-

cas y, cuando debía dar el golpe, se inmovilizó. Era como si dos convicciones se enfrentaran en su mente:

el deseo de verse libre del fastidioso insecto y su incapacidad para matar. Con un movimiento rápido lo

aplastó.

Golpeé la ventana. Extrañado y sin ninguna precaución, el médico se acercó para mirar a través

de los vidrios luego de haber apartado los visillos. Al reconocerme sonrió mientras invitaba:

- Venga entre, mi doctor García, acompáñeme a tomar un aguardientico.

- Gracias. - Respondí mientras me dirigía hacia la puerta trasera de la pequeña vivienda.

Entré. La casa tenía solo dos habitaciones a más de la cocina. En una de ellas Espinosa había

instalado su estudio. Bajo el cielo raso percudido estaban los libreros, un escritorio, dos sillones y una

mesa baja sobre la que descansaba un botellón de aguardiente.

- Siéntese, siéntese. - Dijo mientras llenaba con licor una tasa que había traído de la cocina. - Y dígame

¿No han intentado matarlo en las últimas horas?

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- No. Creo que me dejarán en paz por un tiempo.

- En la paz de los sepulcros, supongo.

- Optimista le encuentro.

- No crea. Como médico no soy ni optimista ni lo contrario. Soy objetivo.

Callamos por un momento, mientras bebíamos el licor. Era muy fuerte. Me calentó de inmediato el

estómago y el pecho.

- Buen trago, mi doctor.

- Me lo trae un paciente, es de contrabando. Supongo que tiene tanto plomo como para arruinarnos el

hígado.

- De algo hay que morir, como dicen.

- Brindemos por San Joaquín, una discreta tumba.

Bebimos de nuevo. Espinosa estaba bastante borracho, respiraba con dificultad pero parecía

conservar algo de lucidez.

- ¿Hace cuanto tiempo vive en San Joaquín? - Pregunté.

- Cada siete años nuestras células cambian, somos otros. Podríamos decir que yo ya he renacido en este

paraíso andino, en este pueblo de mierda.

- ¿Si no le gusta el pueblo, por qué se queda?

- Masoquismo, puro masoquismo.

- ¿Tan mal le han tratado?

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- Bueno, a mi, por lo memos, solo han intentado matarme con la indiferencia.

El médico, que continuaba bebiendo a grandes tragos, sabía lo que yo deseaba, pero esperaría a

que se lo expresara con claridad, hasta tanto jugaba conmigo. El era la única persona que me podía

ayudar. Alguien se había tomado el trabajo de urdir un complot para matarme, con dos asesinos contrata-

dos, con la complicidad del dueño de la cantina. Eran todos gente de San Joaquín, no podía confiar en

nadie que perteneciera a ese lugar.

- Usted conoce el pueblo más que yo. - Dije por fin. - ¿Por qué alguien quiere matarme?

- Si me acuerdo bien de la prensa, hace diez años todo el mundo quería matarlo. "Jefe guerrillero acepta

amnistía del Gobierno", decían los titulares. ¿No fue así?

- Lo que se hizo debió hacerse en ese momento.

- No todos estaban de acuerdo con usted, por lo que recuerdo.

- Las condiciones objetivas para la lucha armada no se daban. Ese camino se cerró.

- Le dijeron de todo, desde sensato hasta traidor.

- Yo también tengo memoria, mi doctor.

- Sí, fuimos víctimas de los años sesenta, que en este país empezaron en los setenta. Usted guerrillero, yo

feminista: practicaba abortos.

- ¿Solo por eso se vino a esconder aquí?

- Una de mis pacientes murió. Era hija de un policía. Tuve suerte, ni siquiera llegaron a darme una paliza.

- Usted conoce el pueblo. ¿Quién puede querer matarme?

- ¿A quién ha molestado, se ha tirado a la esposa de alguien, ha estado preguntando demasiado?

- No me he tirado a nadie. Preguntar es parte de mi trabajo, para eso me contrató el Consejo Municipal.

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- ¿Cómo mismo fue eso?

- Me contrataron para hacer la Monografía de este cantón. Usted sabe, datos históricos, sociales,

culturales, económicos.

- Así que a eso se dedica ahora.

- Después de la guerrilla regresé a mi profesión de historiador. Hago trabajos así, eventuales.

- ¿Gana bien?

- Me van a pagar cinco millones si en tres meses entrego esta monografía.

-¿Y qué datos ha buscado hasta ahora?

- Historia reciente, me he entrevistado con las personas más ancianas del pueblo.

- ¿Habló con don José Heredia y con doña Camila, su esposa?

- Entre los primeros.

- Y claro, con sus caídas y escapadas, usted no se ha enterado.

- ¿De qué?

- Los encontraron muertos. Debieron asesinarlos hace como cuatro días, pero como vivían solos y no

salían nunca, los encontraron apenas ayer. La policía dice que fue por robarles algunas joyas.

- Si no tenían nada.

- Eso dicen todos, pero usted más que nadie sabe que con la policía, en este país, nadie discute.

- ¿Sabe algo más?

- Supongo cosas. Este es un pueblo antiguo, colonial, cerrado sobre si mismo. Aquí hay cosas de las que

nunca se habla y que sin embargo son conocidas de generación en generación.

- ¿Qué cosas?

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- !Que se yo cuánta pus tienen guardada entre estos blancos muros! Son, lo que diríamos inaugurando la

frase, sepulcros blanqueados.

- Contésteme. ¿Que cosas?

- Culpas, pecados antiguos.

- ¿Cómo los mataron?

- El médico forense del cantón es aún más borracho que yo, así que me buscaron para la autopsia.

- ¿Y qué encontró?

- Los apuñalaron en el pecho lesionándoles corazón y pulmones. No murieron de inmediato, el asesino,

por lo visto, no era muy diestro. Es zurdo.

- ¿Qué relación puede haber entre lo que me pasó y estos asesinatos?

- Usted debió ser una de las últimas personas que los vieron vivos.

- ¿Y qué? Yo solo hablaba con ellos del pasado de este pueblo.

Espinosa se sirvió otro trago para bebérselo de inmediato. Guardó silencio. Cuando habló por fin,

lo hizo con la voz insegura de los borrachos.

- El pasado. Volvemos al pasado, doctor García. Deje las cosas quietas. Usted es un hombre grande y

supongo que muy fuerte. No sea además estúpido. Nada ha perdido aquí. Váyase, deje este pueblo.

- Me quedaré. Los que intentaron matarme pueden buscarme en la capital. No tengo alternativa.

- Sí. Le entiendo. - Murmuró Espinosa casi dormido. - Yo tampoco tengo a donde ir.

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Un momento después, el médico se había quedado inconsciente. Roncaba y se veía gordo e

inerme. La memoria me empezó a funcionar, cuando me sucede, es como si un motor mínimo y perverso

me revolviera el cerebro echándome a la conciencia datos, imágenes, dolores.

Recordaba el caso del doctor Espinosa, en esa época yo tenía acceso a alguna información muy

cualificada. No había sido tan puro como, seguramente, él mismo se lo representaba ahora. Sí, fue un

aborto. Sí, se trataba de la hija de un alto oficial de la policía. Sí, la muchacha había muerto a causa del

curetaje.

Lo que Espinosa ya no recordaba, no quería recordar, era que la niña había sido violada por su

propio padre, que el primer curetaje se lo había hecho una partera conocida del policía y que la muchacha

ya le había llegado casi muerta.

Eran muchas las profundidades que se cruzaban en el caso del doctor Espinosa. Tantas que

pronto se ocultó el asunto. El morbo nacional, que se preparaba para darse un banquete con la miseria

ajena, quedó frustrado. Nadie dijo nada al final. Ni la policía, ni los jueces, ni los periodistas. Espinosa,

convenientemente, desapareció.

Y ahora estaba ahí, a mi costado, roncando, envejecido. Dispuesto a callar lo que sabía, si sabía

algo, para mantenerse en ese pueblo sin molestar a nadie. Para poder vegetar una veintena de años más

sin que se preocuparan por él. Al final moriría de cirrosis, no tenía nervio para suicidarse.

¿Era similar mi destino, debía callar, cerrar los ojos e irme? ¿Qué me importaba la muerte de dos

viejos aristócratas arruinados? Ya había pasado en cuarenta y cuatro años de vida bastantes

inconvenientes. Me levanté para apagar la luz, luego regresé al sillón. Me quedaría, al cabo, como había

dicho Espinosa, no me esperaba nadie en ninguna parte.

Entre los ronquidos del médico, continué recordando. La memoria como un recurso, como una

estrategia para mantener la iniciativa en una situación en la que el entorno se me enfrentaba hostil, como

un enemigo. Los recuerdos como táctica. Los recuerdos como estrategia.

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No conocía a nadie en el pueblo. El contrato para la investigación lo había firmado en la ciudad.

Un día jueves, una semana antes de que intentaran matarme, subí a un bus interprovincial y me dirigí

hacia mi lugar de trabajo: el pueblo de San Joaquín, situado a ochenta kilómetros de la Capital, hacia el

oriente.

Por lo que había averiguado, era un pueblo antiguo, fundado a principios del siglo XVII como

estación de tránsito entre la Capital y la ciudad de Baeza del Dorado, de donde se extraía oro en

abundancia. Esa mítica ciudad, levantada en la amazonía, cerca de las cabeceras de los ríos en las que se

lavaba el mineral, había sido destruida en varias oportunidades por incursiones de los indios de la zona. El

último ataque había sucedido en el primer cuarto del siglo XVIII. La ciudad ya no se repuso.

El pueblo de San Joaquín se estancó al desaparecer Baeza del Dorado, pues se había convertido

en esos años en una tierra de arrieros que transportaban oro hacia la Capital y mercancías hacia el

oriente. De esa época estaban registrados interesantes datos sobre bandidos que asaltaron los mulares

cargados de oro, aventureros que en busca del metal perdieron la vida y abundantes tesoros enterrados.

En la segunda mitad del siglo XVIII, se consolidaron en el sector grandes haciendas, el pueblo se

convirtió en dependiente del poder de sus dueños. Estos, hacia mediados del presente siglo, habían

cambiado sus procesos productivos. Dejaron la agricultura, liberaron a la mano de obra indígena que no

necesitaban e invirtieron en ganadería y mecanización. Habían sido suficientes treinta años para que toda

la leche que se consumía en la Capital proviniera de ese valle. Era un negocio de millones.

El grupo de poder de los hacendados de la zona, con sus antiguos apellidos coloniales y sus

prácticas políticas de clientelismo, se había convertido en un clan políticamente importante hacia los años

sesenta. En la actualidad, en una sociedad más compleja, se contentaban con seguir en el negocio,

organizar corridas de toros en las que se disfrazaban de españoles y mandar a sus hijos a estudiar en el

extranjero.

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El municipio del pueblo, en todo caso, era uno de los más poderosos en la periferia de la Capital.

Por eso me habían contratado. Era una de las obras que el Presidente del Consejo, don Jonás Mendieta,

quería utilizar en su campaña de reelección.

Llegué el jueves por la tarde, a las tres. Me recibió un sol frío. Soplaba un viento fuerte que

envolvía el polvo del pueblo en remolinos que recorrían las calles como pardos fantasmas aturdidos. Luego

de registrarme en el hotel y dejar mi equipaje, fui a ver al Presidente Municipal. Pregunté por el edificio del

Consejo y me encaminaron, por el antiguo centro del pueblo, hacia un edificio alto, amplio y funcional.

Todo, a pesar de la modernidad de la construcción, se veía muy empolvado: calles, parteres y veredas. El

local del Municipio había sido diseñado por algún arquitecto muy bueno. Sin romper con el entorno

colonial, tenía algo de audaz y moderno: mucho cristal, muchas vigas vistas de aluminio. En todos los

resquicios se depositaba un polvo que limaba los metales y roía, con su permanente fricción, los vidrios y

la pintura.

Me recibió el secretario del Presidente. El licenciado Antón Chasi. Un anacronismo en semejante

edificio. Incoherente en una oficina provista de microcomputadora, fax, televisión, etc.. Pequeño, muy

moreno, gordo y prepotente, representaba al burócrata andino más tradicional y repulsivo.

- No sé si el señor Presidente tendrá tiempo para recibirle. - Dijo despectivo cuando le informé de la

intención de mi visita.

- El señor presidente me citó hoy a esta hora.

- Yo no he sabido nada. El presidente está muy ocupado. Mejor venga mañana.

- Yo vengo mañana o pasado, no estoy de apuro. El que quiere que empiece cuanto antes es el Señor

Mendieta. Es mejor que le diga que estoy aquí.

El sujeto se irguió como si le hubieran hincado una alfiler en el trasero y me miró indignado.

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- Usted no tiene que decirme cómo hacer mi trabajo señor...

Debí irme. No sirve para nada enfrentar a los imbéciles. Son demasiados.

- Doctor. - Le corregí, mientras me levantaba del sillón para acercármele mucho por encima de su

escritorio. Estaba furioso y se notaba. - Y quiero que levante ese teléfono de mierda y hable con su jefe. -

Palideció. Parecía a punto de hundirse en su propio cuerpo fofo. En total silencio extendió una

mano temblorosa hacia el intercomunicador, presionó el botón sin apartar su mirada de mi rostro, e informó

con voz ronca:

- Don Jonás, aquí el doctor García quiere verle.

- ¿Qué doctor García?

- El de la monografía del cantón. Tiene cita a esta hora.

- Que pase, hombre, que pase.

Sin quitarme de encima su mirada de miedo, en la que empezaba ya a destellar un odio intenso, el

secretario me condujo hacia el despacho de su jefe. Me había hecho de un enemigo. No aprendería nunca

a tomarme las cosas con calma.

En la oficina de la presidencia, tras un escritorio muy moderno, de cristal, me recibió Jonás

Mendieta. Hablaba por su teléfono celular, pero me indicó, muy amable, que me sentara. Era un hombre

de cuarentaicinco años, no más. Vestido con mucha elegancia, se veía delgado, eficiente, confiable. Pare-

cía más el ejecutivo de una compañía de publicidad que un alcalde de pueblo.

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- El asunto es seguro. - Decía por el teléfono. - Mañana viene el ministro.

- ...

- Si, para inaugurar las obras del colegio municipal. Aquí le hablamos.

- ...

- Seguro, no te preocupes.

- ...

- Ven mañana y todo queda arreglado, te insisto que es un hecho.

- ...

- Muy bien, nos vemos y confía en mi. Tienes el negocio asegurado.

- ...

- Adiós.

Cerró el aparatito para encararse conmigo. Me evaluó un momento. No parecí gustarle, pero como

nuestra relación se limitaba a la redacción de una insulsa monografía, se relajó aceptándome.

- Bien doctor García. Sus referencias son muy buenas, confío que podrá llevar a cabo su trabajo sin

inconvenientes.

- Eso espero.

- El contrato que firmó en la capital estipulaba el tiempo, es un trabajo por obra cierta. El tiempo es muy

importante.

- Estará listo un mes antes de que usted lo necesite. -

<< Un mes antes de las elecciones >> pensé.

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- Perfectamente. Todos los documentos históricos están a su disposición. Póngase en contacto con

Eusebio Ramirez. El jefe de archivos y hágame saber de cualquier cosa que necesite.

- Habíamos quedado, por el contrato, en que me entregarían los viáticos a mi llegada.

- Pase por la ventanilla de tesorería. Sin duda estarán listos.

Tanta eficiencia me fastidió. Parecía que el dichoso pueblo de San Joaquín, al menos en lo que a

la administración municipal se refería, había entrado en el siglo XX. Me despedí para luego salir de las

oficinas. La mirada de rata enfurecida de Chasi se me clavó en la espalda.

Pasé por la tesorería, el cheque estaba listo. Hice una cita con el Jefe de archivos para el día

siguiente y salí del Palacio Municipal. Me dirigí hacia la plaza del pueblo. Allí pregunté por un lugar donde

se pudiera comer. Me indicaron el camino que me llevaría a la cantina desde la que me habían seguido,

días después, los asesinos.

Espinosa redobló sus ronquidos, mientras yo recordaba a Taita Nacho. El viejo que se me acercó

en la cantina donde, luego de comer, tomaba algunas copas de aguardiente.

- Buenas noches, su merced. Si me invita una copa le cuento una historia.

- ¿Sabe muchas? - Le pregunté.

- Sé todas las historias. - Respondió el anciano mientras se sentaba. Era pequeñísimo, delgado. Tenía la

piel arrugada y curtida. Parecía hecho con algún cuero incombustible.

- Sírvase una copa y cuente.

- ¿Qué quiere que le cuente?

- La historia de San Joaquín.

- Pues este pueblo mi señor, - dijo luego de beberse de un trago el contenido de su vaso - Este pueblo no

es este pueblo.

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- ¿Cómo es eso?

- Es que este pueblo es una mentira, un fantasma.

- No veo que parezca un fantasma.

- Pues es el fantasma del verdadero pueblo de San Joaquín.

- A ver. Un momento. ¿Este entonces no es San Joaquín?

- Si es. Pero el verdadero, el de oro, ya no existe.

- Mejor me cuenta toda la historia.

- Pues ésta es la Historia de la Ciudad de Oro y el Pueblo de Polvo. Verá, mi patrón, antes de que llegaran

los españas, hace mil años. - El viejo se sirvió otro trago para acomodarse luego en la silla. Al hacerlo, la

sombra de uno de los pilares lo cubrió marcándole las arrugas que parecieron entonces más de piedra que

de cuero. - Déjeme que le cuente:

Este pueblo ni era San Joaquín, ni estaba aquí, ni siquiera era un pueblo. Era una

inmensa ciudad de oro. La había mandado a hacer el Inca que vivía allá en el Perú. En la

construcción murieron todos los indios propios de este sector, porque tuvieron que sacar el oro de

las minas y de los lavaderos y convertir el oro en ladrillos y después hacer las paredes y los muros

con esos ladrillos. Usaban para unir los bloques de oro un jugo que sacaban de unos árboles,

ahora ya no se sabe ese secreto de los Incas.

Hicieron la ciudad en el otro lado de la cordillera, en la parte que baja a la selva, en una

hondonada. Desde ahí quería el Inca conquistar hasta el Amazonas. Por eso, para que los indios

de la selva tuvieran miedo es que hizo esa ciudad inmensa, llena de torres y muros, con mil

puertas y con todas las iglesias de ellos, la que tenían para rezarle a la luna, la que tenían para

rezarle al sol y la que tenían para rezarle al mismo Inca que era dios, para ellos.

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En la ciudad no gobernaba el Inca del Perú, sino un hijo que había tenido con una

princesa de por acá, de este país. Era un mozo fuerte y bien valiente, pero malo. No tenía cora-

zón. Hacía matar nomás, por cualquier cosa, a los pobres indios sirvientes y dizque le gustaba dar

fuete a los peones por el solo gusto de oírles gritar.

En la misma mitad de la ciudad, había una como fuente bien profunda con un agua

cristalina, bien cristalina. Allí era prohibido bañarse o tomar, solo las vírgenes del sol podían

bañarse ahí. En la ciudad vivían bastantes vírgenes del sol, que eran como las monjas de

nosotros pero todas bien jóvenes y bonitas.

Pasó entonces que llegó un peregrino a la ciudad de oro. Bajó a la hondonada donde

estaba y golpeó en la puerta más grande, la principal que diríamos. Nadie le abrió. Entonces

golpeó de nuevo, y así hasta contar nueve veces. Ahí salió el hijo del Inca y le preguntó:

- ¿Qué quieres viejo sucio?

- Posada para esta noche y un poquito de pan. - Le contestó el viejito.

- !Aquí no entran viejos sucios como vos! - Le grito el Inca joven.

- En nombre del Taita Inca de allá del Perú, que es buenito con los pobres, dame posada y un

poquito de comer.

- Muy lejos está mi padre. Si quieres comer anda donde él, yo no le obedezco aquí.

- En nombre del Taita Inca del Perú, dame posada.

Y el pobre peregrino fue golpeando de puerta en puerta cada una de las mil que estaban

cerradas en los muros de la ciudad. Y el joven Inca no le hizo caso.

Cuando el peregrino viejito ya estuvo cansado, le rogó por última vez:

- Por tu padre, el Taita Inca, ábreme.

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Como el joven ni siquiera salió, el viejito, que había sido en mismo Inca disfrazado, que

había venido para ver como gobernaba su hijo, le gritó:

- !Eres un mal hijo y un mal hombre y nunca has de gobernar mi reino, porque tienes el corazón

negro, sin sentimientos ni obediencia!

Hizo unos gestos con las manos y pareció que de los montes salieran truenos y cayó

fuego del cielo. Y volvió a gritar:

- !Por ser tan mal hijo te maldigo y maldigo también tu ciudad. Te has vuelto duro y frío como el

oro, pues piérdete con el oro!

Y de la fuente que había en el medio de la ciudad empezó a salir agua y más agua, y el

agua se regaba por las calles y tapaba las casas y mataba a la gente. Y siguió subiendo por varios

días hasta que en la hondonada en donde había estado la ciudad solo quedó una laguna.

Mientras tanto, aquí donde está el pueblo de San Joaquín, que era un lodazal al que ni los

gallinazos se acercaban, apareció un pueblo de indios, con paredes de adobe y las calles de

tierra. Bien pobre. Era para compensación por el castigo, por lo que el Inca había hundido en el

agua a la ciudad de oro. El lodazal se secó, por eso es que aquí siempre hay polvo. Después

llegaron los españas y les quitaron el pueblo a los indios y le bautizaron como San Joaquín. Pero

es el mismo pueblo.

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Ya ve, - concluyó el viejo - por eso es que le digo que vivimos en un fantasma, este

pueblito es el fantasma de la ciudad de oro de los incas.

- ¿Y por dónde queda la laguna esa? - Quise saber.

- Saliendo hacia el norte y después bajando al oriente.

- Usted habrá ido allá.

- No, yo ya estoy viejo y de joven no me interesaban los tesoros.

- ¿Cuáles tesoros?

- La ciudad, si con un ladrillo de esa ciudad se ha de poder comprar una hacienda.

- ¿Y otros han buscado el oro?

- Si vinieron hasta unos gringos con unas máquinas y unos helicópteros, pero no pudieron encontrar nada,

se hace tormenta cuando alguien quiere sacar el oro, es voluntad del Inca.

- Entonces seguiremos pobres.

- Así es mi patrón, y viviendo en este pueblo que es de pura mentira.

Se había hecho tarde. Me despedí del viejo para dirigirme hacia el hotel. Caminé por las calles

polvorientas del pueblo pensando en las dos historias de San Joaquín, la objetiva que yo conocía y ese

antiguo mito de origen, fantasioso, simbólico. En ese momento, para mí, tenía más importancia la historia

"real". Me equivocaba. Pronto descubriría que San Joaquín era una mentira, una mentira con varias pieles

superpuestas.

Esa noche soñé con una innundada ciudad de oro. Me ahogaba en ella. Mientras moría, el agua

se convertía en polvo, en un polvo seco que me tapaba casi sin moverse, como una manta.

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A la mañana siguiente desperté con la sensación de que, cuando saliera a las calles, lo hallaría

todo cubierto de polvo. No fue así, el pueblo estaba, eso sí, quieto, quieto como todos los días. Me dirigí

hacia la cantina para desayunar.

A media mañana me encontraba en el despacho del señor Eusebio Ramírez en el edificio del

Consejo Municipal. Era una oficina pobre, con muebles de metal y sin otro adorno que el escudo nacional

en la pared del fondo. Tras del escritorio me esperaba el Jefe de Archivos, un hombre bajito, moreno, bas-

tante gordo. Tenía el rostro grueso y la expresión displicente. Estaba sentado frente a un terminal de

computadora. Al principio fingió no verme. Concentradísimo en la pantalla tecleó por uno o dos minutos en

el aparato, luego, como asombrado por mi presencia empezó a hablar con voz untuosa.

- Pase, pase Doctor García, discúlpeme por no haberlo visto, tome asiento. Ya sé del motivo de su visita, el

señor Presidente Municipal me ha recomendado que le ayude en todo lo que necesite.

- Una parte de mi trabajo va a ser de documentación, me gustaría revisar sus archivos y los de la

parroquia. - Dije luego de sentarme.

- Con todo gusto. Los míos están a su disposición. Para los otros tendrá que preguntarle al Padre

Saralegui, el párroco. Es un sacerdote muy bueno, aunque con algunas rarezas.

- Necesito saber cómo están organizados sus fondos.

- Para los datos catastrales y económicos puede usar el archivo que tenemos en soporte informático, es

decir, en computadoras. Eso lo tenemos bastante modernizado. - Tecleó en la computadora unas palabras,

como para demostrarme su nivel de desarrollo tecnológico.

- ¿Y los documentos antiguos?

- !Ah, esos son uno de los tesoros de este pueblo! Los tenemos en los folios originales. Usted sabrá, por

supuesto, que el fondo se extiende hasta el siglo XVII.

- Ese es uno de mis intereses.

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- Aún no hemos hecho un catálogo informatizado de esos archivos, por falta de fondos, usted sabe, pero

podrá usarlos sin inconveniente.

- Están ustedes bastante bien organizados. - Comenté.

- Todo es obra del actual Presidente Municipal. !No se imagina como era esto antes! Pero don Jonás

Mendieta ha conseguido fondos para todo. Lleva ya dos períodos en la Presidencia.

- Es una gran suerte. Querría preguntarle algo más.

- Usted dirá, ya sabe que estoy a sus órdenes. - Por su tono, pude percibir que, en su opinión, yo estaba a

las suyas.

- Una parte de mi trabajo la debo hacer con testimonios de las personas más viejas de San Joaquín. La

historia oral, usted me entiende.

- Fundamental, mi Doctor, es lo que dicen la memoria del pueblo.

- ¿Me podría facilitar algunos nombres y direcciones?

- A ver. - Calló un momento mientras se concentraba con notable gravedad. - La mayoría de los viejos

habitantes ya han muerto, pero le recomendaría que hablara con don José Heredia, es tal vez el más

anciano. Tuvo muchas haciendas pero lo perdió todo, por meterse en política ¿Sabe?. Vive con su esposa

doña Camila en una casa cerca de la iglesia.

- ¿Y un tal Taita Nacho?

- ¿Ese viejo alcoholizado? Si usted quiere oírle hablar tonterías. Es criado de los Mancheno, una familia

muy rica, de abolengo, usted sabe. Viven en la casa que está frente a éste edificio, al otro lado de la plaza.

- Empezaré por visitar al matrimonio Heredia.

- Como guste, doctor. Cuando crea conveniente venga a visitarme y arreglaremos lo que necesite para

seguir con su investigación. Solo le ruego me atienda en una salvedad.

- Usted dirá.

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- Deberá hacer una lista de la información que necesita de los archivos informatizados, catastros, datos

económicos, etc.. Yo autorizaré, según sea el caso, su acceso a esos datos.

- No entiendo, señor Ramírez, esos datos son públicos.

- Es parte de la política municipal. Doctor, le ruego que procedamos así, esto nos evitará inconvenientes y

podremos llevar a buen término su proyecto.

- Como diga. - Acepté. Me pareció extraña la exigencia, pero, en ese momento, no le presté mucha

atención.

Me despedí. El suntuoso burócrata me había puesto de mal humor. Tenía tiempo para una

cerveza y me la bebí en un pequeño salón ubicado en la plaza central. En el parque jugaban unos niños.

La bebida y sus gritos mejoraron mi ánimo. Me dirigí hacia la residencia de los esposos Heredia. Con las

indicaciones de los vecinos pude llegar hasta ella.

La casa habría sido, a principios de siglo, una de las más elegantes del pueblo. Cuando la conocí

estaba casi en ruinas. La mayor parte de la construcción estaba abandonada, los techos hundidos y la

pintura de los muros desconchada. Grandes lamparones de adobe manchaban toda la estructura.

Tuve que golpear varias veces la puerta para que me abrieran. Un viejo sirviente me permitió

pasar. El criado estaba casi sordo, me costó trabajo hacerle entender lo que quería. Al fin, después de

muchos gritos y gestos, me llevó hasta donde su patrón.

Atravesé el corredor de suelo desgastado para llegar a un patio interior donde, entre matas

muertas, dormitaba un anciano. Todo apestaba a guardado, a orina de gato, a muerto. El dueño de casa

era un hombre ancho, de piel muy blanca. El rostro lo tenía abotagado, púrpura, sin rasurar. Le quedaba

poco pelo y no se lo había peinado en mucho tiempo. Su ropa estaba muy sucia. Al sentirme llegar abrió

unos ojos azules, opacos bajo los mechones sebosos de sus cejas.

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- ¿Qué quiere? - preguntó.

- El señor Presidente Municipal me recomendó que hablara con usted.

- Yo no tengo que hablar de nada con ese infeliz. - Escupió, con desprecio, entre sus dientes mellados.

- No tiene que hablar con él, sino conmigo. Soy el doctor Bruno García, de la capital, vengo para hacerle

una entrevista.

- ¿García? ¿De qué Garcías es usted?

- Mi padre fue Ministro de Gobierno hace unos treinta años. Julián García, quizás usted le conoció. - Me

tranquilicé, el diálogo que me había parecido difícil se facilitaba. Sabía como tratar a viejos como el que

tenía delante.

- ¿No se llamaba Juan Manuel su abuelo? Era político, conservador.

- Tiene buena memoria, don José. Ese era mi abuelo.

- Conservador como yo. Sí le conocí.

- Ya murió.

- Suerte para él. Ya ve, joven, yo sigo vivo y como dice usted, con esta memoria de mierda que no me deja

descansar en paz. ¿Qué dizque quiere?

- Estoy haciendo una historia de este cantón. El señor Mendieta...

- ¿Qué hace con ese cholo infeliz, si usted es de buena familia?

- Asuntos de trabajo, don José, nada más.

- Si es así, pregunte. Bien está hacer una historia de este pueblo antes de que se hunda. Siéntese, aunque

sea en lo que queda de la jardinera.

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Guardé silencio. El viejo se frotó la barba crecida mientras miraba algún punto indefinido entre los

rastrojos del patio.

- Este pueblo no era así como es hoy. Había respeto, respeto para la religión, para la gente bien. Ahora

todo se ha ido al carajo.

- ¿Cómo era San Joaquín hace cuarenta años? - pregunté, mientras sacaba mi libreta de notas y me

disponía a escribir.

- Igual que hace sesenta, igual que hace cien años. Era otro mundo, joven, en ese tiempo habíamos pocos

en este pueblo. Estábamos alejados de todo. A la Capital se llegaba después dos días de viaje a caballo.

- ¿Qué se producía?

- Teníamos haciendas, se cavaba papas, en la montaña, y trigo en las partes planas. Se molía el grano

aquí mismo y mandábamos la harina y las papas a la Capital. El pueblo era chico, todos nos conocíamos

y, lo que es más importante, todos sabíamos quienes éramos.

- ¿Cómo es eso, don José?

- Que ningún cholo como el infeliz del Mendieta se hubiera atrevido a ser candidato a nada, peor a dar

órdenes.

- ¿Qué familias había?

- Éramos tres familias bien. Gente decente, descendientes de los españoles de la colonia: los Heredia, los

Galindo y los Mancheno.

- ¿Y qué ha sido de esas familias?

- Los Galindo y los Mancheno, cuando llegó la carretera, entregaron la tierra a los indios. Los indios son

vagos, joven, y solapados. Hicieron bullas y los dueños de la tierra se acobardaron. Resultaron unos

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mariquitas de mierda. Uno de ellos, de los Mancheno, hasta se volvió loco. El tonto ese viene a visitarnos a

cada rato. Se cree que somos sus padres, o algo así.

- ¿Qué pasó con las haciendas?

- Los Mancheno y los Galindo tenían plata. Metieron máquinas, empezaron a producir leche. Les fue bien.

- ¿Y su hacienda?

- Tenía tres haciendas. Para recorrerlas hacía falta estar dos días a lomo del caballo.

- ¿Qué pasó?

- No les di a estos indios hijos de puta. Era mi tierra. Era de mis antepasados. De mi hijo.

- ¿Dónde está su hijo?

- Murió. Se suicidó. Resultó otro maricón. Ya ve.

- ¿Qué pasó con sus tierras?

- Sin mi hijo no importaban, no importan.

El viejo calló. Se había alterado, parecía furioso con todo. Tal vez odiaba a su hijo, el suicida, al

mundo que se le oponía, se odiaba él mismo por no haber sabido criar a su hijo ni enfrentar la vida y los

cambios.

- ¿Quiénes más vivían en el pueblo? - Cambié de tema para continuar con la entrevista.

- Las familias de los cholos, los que tenían cantinas y tiendas. Los Chasi, los Mendieta, que son los

antepasados del respetable Presidente Municipal. Y los dueños del molino, los Villavicencio.

- ¿Estas familias se han conservado?

- Claro, si son como la mala hierba, crecen aunque se les mee encima.

- ¿A qué se dedican ahora?

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- Para muestra un botón: la Lucrecia Villavicencio. Como sus padres tenían dinero, del trabajo del molino,

ella compró una camioneta. Llevaba la leche de las haciendas a la Capital. Al principio dizque manejaba

ella misma. Como le fue bien, compró un camión, después otro. Ahora es millonaria la desgraciada. Por

eso es que el Mendieta es Presidente Municipal, qué cree usted, si ella pone y quita en este pueblo.

- ¿Y los indígenas?

- Los indios siguen allí. Como siempre. Parece que son como las ratas, después de que todos nos

hayamos muerto van a seguir allí.

- ¿Además de la carretera, qué obras del gobierno afectaron al pueblo?

- Todos los gobiernos de comunistas hijos de puta nos fastidiaron. Todos nos odiaban. Las obras famosas

solo han servido para acabar con las costumbres, con el respeto.

Pregunté algunas cosas más, temas sin verdadero interés, lo que quería saber, la estructura social

del pueblo, ya la había averiguado. Por momentos el viejo se cansaba, dedicándose a insultar más a todo

el mundo. Perdía precisión en sus respuestas, empezó a repetir los datos que ya me había dado.

Pensaba en la manera de despedirme cuando, a través de una de la puertas desvencijadas,

apareció una mujer vieja, tan sucia como don José y con expresión de miedo. Un miedo ya antiguo, por lo

que se podía ver. Venía envuelta en un pañolón negro.

- Pepito, ya está el almuerzo. Nos vino a visitar la... - dijo.

- !Carajo, vieja bruta! Ya te he dicho que no me interrumpas. - Gritó Heredia. La mujer se volvió como si

hubiera recibido un latigazo. - Es mi mujer. Cada vez más estúpida, cada vez más vieja.

- No le quiero quitar más de su tiempo, don José. - Me despedí.

- No se preocupe, - dijo el viejo - me sobra el tiempo.

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Salí de la casa con alivio, con la sensación de necesitar una ducha, como si hubiera estado

durante horas en la morgue. Afuera era medio día, el sol casi hacía brillar al polvo.

Espinosa roncó más fuerte, tanto que se despertó asustado.

- ¿Todavía aquí? - preguntó.

- Todavía. - Contesté mientras llenaba las copas.

- ¿Y a qué se dedicaba?

- A recordar, algo tiene que haber sucedido en estos días. Algo que explique por qué quisieron matarme.

El médico bebió de su copa en silencio. Luego dijo:

- Se va a hacer matar. Mejor váyase.

- Voy a averiguar qué pasa. ¿Por qué no me ayuda? Usted sabe algo.

- Así que va a hacer de Philip Marlowe, de Sam Spade.

- ¿De quiénes? No le entiendo.

- Sí, claro, ustedes los marxistas no leían novelas policiales, solo Cesar Vallejo y Franz Fannon. Digo que

va a hacerle al detective.

- Puede que sí.

- Mala profesión. Quédese de historiador. Un detective puede terminar por encontrarse a si mismo.

- Quiero saber lo que pasa. Ayúdeme.

- Yo no sé nada, nada cierto.

- Usted sabe cosas, por algo es el médico del pueblo. La gente habla con el médico, es como un confesor.

¿Qué sospecha?

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- Busque el pecado, si quiere meterse en problemas.

- ¿Pecado?

- Hable con Victoria Galindo. Es una mujer bastante bonita, aunque triste.

- ¿Hablar con ella? ¿De qué?

- De los antiguos pecados. - Murmuró Espinosa mientas se quedaba dormido de nuevo o fingía hacerlo.

Me acomodé en el sillón. Estaba cansado y había dormido en sitios peores. Soñé en que corría

por las calles de San Joaquín, perseguido por los remolinos de viento y polvo que viera al llegar al pueblo.

Los pequeños tornados ululaban mi nombre.

A la mañana siguiente, salí de la casa del médico antes de que éste despertara. Amanecía, la luz

sesgada vitalizaba las casas destartaladas. Por la calle, me crucé con un grupo de niños que iban a la

escuela en silencio.

Al llegar a la plaza central me encontré con un hombre delgado, como de cincuenta años, bien

vestido. Tenía un largo rostro inexpresivo y el pelo gris perfectamente peinado. Al mirarlo a los ojos noté

que nada los animaba, ninguna luz, ninguna emoción. Estaba apoyado contra el muro del atrio de la iglesia

murmurando algo incomprensible.

Una bandada de palomas se posó en el suelo de piedra, entonces, de un salto, el hombre se metió

entre ellas. En la nítida luz de esas horas me pareció como un ángel envuelto por alas, plumas y por el

murmullo del vuelo desordenado de las aves. El rostro se le embelleció por segundos mientras agitaba los

brazos, intentando agarrar alguna de las palomas que, de inmediato, se refugiaron en los tejados.

El hombre quedó como postrado en el centro del atrio, con los brazos caídos y sin expresión en el

rostro. De algún lugar apareció Taita Nacho quien, sin verme, se acercó de prisa hacia el hombre de las

palomas, lo tomó del brazo, como a un niño, y empezó a caminar hacia el parque. Entonces me vio.

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- Buenos días doctor García.

- Buenos días. - Contesté. - ¿Qué le pasa al señor?

- Es mi patrón, don Juan Bernardo Mancheno. - Explicó el viejo sirviente. - Esta medio mal de la cabeza.

- ¿Qué hacía?

- Esta loco por esos pájaros, parece que quisiera abrazarles. Hasta luego, mi doctor.

Taita Nacho no dijo más. Con suavidad, guió al demente hacia el centro del parque. Juan

Bernardo Mancheno se dejaba llevar mientras miraba con dulzura los tejados.

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CAPITULO II

La Sacrílega

Cuando se dirigen hacia uno, se sabe. Están entrenados o tienen experiencia, o las dos cosas.

Vienen firmes, seguros de su capacidad para dominar, para controlar la situación. Siempre son dos o más,

uno vigila al sujeto, él o los otros cuidan del espacio en que se mueven.

Así se me acercaron los policías rurales, ataviados con botas de montar, grandes sombreros y

pistoleras de cadera, similares a las de los personajes de un western. Eran solo una pareja, pero se veían

duros, rápidos. Uno era alto, delgado; el otro, ancho y tosco, tenía las insignias de cabo en los hombros.

Ambos parecían hechos con piedra obscura.

La policía rural se enfrentaba a menudo contra bandas de cuatreros, lo que les daba experiencia

para la acción. Eran además, todo el mundo lo sabía, rápidos a la hora de disparar. No intenté ningún

movimiento.

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Me encontraba en el parque del pueblo, eran las tres de la tarde. Luego de la noche pasada en

compañía de Espinosa había dormido toda la mañana, . Al despertar me dirigí hacia la cantina de siempre,

donde almorcé mientras el dueño me miraba con alarma y recelo. Al terminar, fui al parque para hacer,

tranquilo, la digestión.

Entonces llegaron. No tuve tiempo de esconder el cuchillo. Pronto estuvieron frente a mi, fríos y

bruscos. Llevaban las pistoleras desabrochadas y las manos, recias, callosas, las tenían cerca, muy cerca

de las culatas de los revólveres.

No hice ni un solo movimiento.

- Acompáñenos - Ordenó el más alto.

- ¿Por orden de quién? - Mi pregunta les endureció aún más el gesto.

- No le importa - Mientras el cabo respondía, se colocaron a mis lados, listos para embestirme.

- Vamos. - Dije al tiempo que me levantaba lenta, muy lentamente.

En instantes me palparon el cuerpo, encontraron el cuchillo. El alto se lo guardó mientras el otro,

mecánicamente, me propinaba un puñetazo en las costillas. Perdí el aliento por unos segundos.

Mientras caminaba, quise recordar el miedo de las otras veces. La seguridad de los golpes que me

esperaban, de la tortura y la muerte. Esperé que en la mente se me disparara el recuerdo de los

testimonios de otros prisioneros, ese terror que habíamos aprendido a manipular a nuestro favor, como

cimiento de una estrategia de defensa en una lucha donde el frente de la batalla iba a ser nuestra piel,

nuestro cuerpo. Una guerrilla que buscaría defender la mente, las ideas, los recuerdos.

Transitamos por las calles polvorientas, entre los golpes de viento y los remolinos de tierra seca y

rastrojos. Los vecinos del pueblo hurtaron sus miradas. Los uniformes, por lo visto, les asustaban bastante.

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El miedo esperado no me asaltó. Llegué tranquilo al destartalado cuartelillo de la policía, ajeno a lo que me

estaba pasando.

Me introdujeron en una oficina estrecha y maloliente donde me esperaba, tras un escritorio de

metal despintado, un sargento gordo, sudoroso y grosero. En el bolsillo superior derecho de su guerrera

podía leerse su nombre: L. Chimba.

El sargento Chimba, destinado a la comisaría de San Joaquín, se parecía mucho a otros que yo

había conocido. Sin duda manejaba la porra, las botas y la picana tan bien como ellos, solo había que

darle un motivo. Me miró un momento sin levantarse de su silla, luego preguntó:

- ¿Eres Bruno García?

- Sí.

- Te jodiste hijoeputa. Llévenle al calabozo.

Los policías cumplieron su orden. Atravesé, entre los dos hombres, varios pasillos sucios, de

paredes desconchadas hasta que llegamos a un patio de cemento. En uno de sus costados se veía una

piedra de lavar, en el otro una puerta de metal. La abrieron para luego empujarme dentro de un cuarto mal

iluminado que olía a excrementos. Cerraron. Escuché como pasaban la aldaba.

Luego de uno o dos minutos, cuando mis ojos se acostumbraron a la escasa luz que se filtraba

entre las rejas de la puerta, pude observar el calabozo. Era pequeño, no tenía muebles, excepto un raído

jergón echado sobre el piso de ladrillo. A la derecha, como un fantasma podrido, apestaba una letrina.

Tras buscar el apoyo de la pared me senté sobre el suelo, entre las sombras. En los muros pude

leer, con dificultad, algunas frases escritas por los huéspedes que me habían antecedido en el lugar. Una

de ellas era una copla que decía:

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!Lindo pueblo San Joaquín

si se compara al infierno,

sino que aquí no hay las putas

que arden en el fuego eterno!

Me preparé a esperar un tiempo largo en la tenue luz de la celda. Estaba casi adormilado, un par

de horas después de mi arresto, cuando escuché el sonido de un fuerte chorro de agua que golpeaba

contra el suelo. En un principio no me preocupó, mi mente seguía perdida en una lóbrega cacería de

sombras.

Después de haber oído por unos cinco minutos el chorro, la idea se recortó casi luminosa en mi

pensamiento. San Joaquín no era un pueblo muy moderno. Si me iban a torturar allí, lo harían a patadas o

con algún otro método rudimentario. Nada de picanas, reflectores o tornillos para los pulgares. Entonces

recordé la tina de concreto que estaba junto a la piedra de lavar.

Era ese recipiente el que se llenaba con agua fría. Por lo que podía oír, no querían dejar

demasiadas huellas en mi cuerpo. Dos hombres son suficientes, uno sostiene la cintura del interrogado

contra el borde, el otro sumerge la cabeza del prisionero en la tina.

Se aguanta la respiración, se resisten cincuenta, sesenta, setenta segundos. Luego los pulmones

empiezan a contraerse, el tórax se comprime, zumban los oídos, los tímpanos parecen reventar e,

inevitablemente, se abre la boca. Se grita burbujas, se traga agua. El líquido entra por la garganta, por la

nariz. Se vomita. El agua se enturbia por momentos.

Ha pasado para el torturado una hora de suplicio, tal vez dos horas. Para quienes lo atormentan

son apenas dos o tres minutos. Tan pronto ha respirado lo suficiente como para no morir, el prisionero mira

con terror su rostro reflejado en el agua turbia. Todo empieza de nuevo.

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No sentí el pavor de otras épocas. En esta oportunidad no tenía nada que ocultar, ningún secreto

que debiera permanecer al resguardo de los torturadores, en el fondo de la mente. Mi cuerpo no se iba a

convertir en un campo de batalla en el que los ávidos dedos de los verdugos buscarían los esguinces de

los nervios, los terminales del dolor.

Por primera vez no guardaba ninguna información. Tampoco tenía una fe, un ideal que me

iluminara desde dentro con la rojiza luz que alumbra a los mártires. En esta oportunidad, me di cuenta, me

iban a quebrar el cuerpo, a romper los huesos, a reventar la piel, todo para no conseguir nada. Casi me

sentí tranquilo.

Escuché las botas. El suelo de las prisiones siempre retumba con las botas en una especie de

aterrorizante advertencia acompasada. Todo iba a empezar. Supuse que comenzarían con una paliza en el

patio. La aldaba, con un chirrido, se descorrió. La puerta pudo girar entonces sobre sus goznes para

mostrarme el pétreo rostro del cabo quien me miraba lleno de odio.

- Sal, hijoeputa.

Dispuesto a los golpes atravesé el umbral. En el patio había aún algo de sol. Una mujer joven, la

que había llenado el depósito de agua de la piedra de lavar, enjabonaba algunas prendas que supuse

pertenecían a los policías. Al ver al cabo sonrió con picardía mientras se arreglaba el escote de su sencillo

vestido azul para mostrarnos el curvo perfil de un seno cobrizo. El policía hizo un ruido grosero con la

boca. La chica se echo a reír, alegremente.

La risa de la muchacha nos acompañó durante el trayecto hacia la oficina del jefe del

destacamento. Al llegar a ella, me encontré con un oficial joven, rígidamente uniformado. Era alto, enjuto,

se veía eficiente y serio. Un bigote negro y delgado le endurecía el rostro. Estaba sentado tras de un

escritorio de madera sobre el que se ordenaban varias carpetas, otros documentos y una pequeña placa

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en la que podía leerse: "Capitán Diego Vargas". Junto a él se encontraba el cabo Chimba, con mirada de

perro furioso y alerta.

- Que se siente. - Ordenó al cabo que me había acompañado. Apenas este hubo cumplido la indicación,

continuó:

- Doctor García, disculpe usted por no haberlo podido recibir antes. Me encontraba fuera del pueblo, en

cumplimiento de una diligencia.

No me insultaba ni, por lo que se podía ver, pensaba permitir que Chimba se diera el gusto de

golpearme. No comprendía la situación por lo que, en un principio preferí callar.

- Mire, Doctor, - Explicó el oficial, mirándome con sus pequeños y atroces ojos de rata. - si lo hemos traído

aquí es como parte de unas diligencias de investigación dentro del caso del homicidio de los esposos

Heredia.

- ¿Yo qué tengo que ver con eso?

- Usted fue una de las últimas personas que los vio.

- Según recuerdo, los dejé en compañía de un criado.

- Ese es un pobre viejo que no sabe nada, además está sordo. No entiende lo que se le pregunta. Usted es

nuestro testigo más importante.

- Yo tampoco sé nada. No conocía a la pareja.

- ¿Por qué los visitó?

- Como parte de mi trabajo. Hago una monografía de este cantón, contratado por el Consejo Municipal.

- Cuando se entrevistó con ellos ¿había alguien más en la casa?

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- No lo sé, me recibió el señor Heredia en el patio.

- Bien, los viejos no tenían amigos ni enemigos. Creemos que se trató de un caso de asalto con

intenciones de robo.

Guardamos silencio un momento. Hasta entonces no había comprendido el motivo de mi

detención. Cuando lo tuve claro casi me pareció gracioso.

- ¿Nadie quiere un escándalo, no es verdad? - Pregunté. El oficial me evaluó con la mirada. Empezó a

verse además de eficiente, peligroso.

- No se equivoque, García. Podemos joderle bastante. No se haga el vivo.

- ¿Para decirme eso me trajo aquí?

- García, este es un pueblo tranquilo. Aquí vive gente decente, gente que está en buenas relaciones con la

policía y con el gobierno.

- Eso no tiene que ver conmigo.

- ¿Seguro? En menos de cuatro días, usted llega y matan a dos viejos que no hacían mal a nadie, dos

viejos inofensivos. Luego encontramos a dos delincuentes de mierda amarrados en el bosque, uno con

huellas de tortura. Por fin lo capturamos a usted, para hacer indagaciones nada más, y encontramos que

porta un arma blanca. - Extrajo del cajón del escritorio mi cuchillo para colocarlo, con cuidado, sobre el

mueble.

- ¿Cree que maté a los viejos?

- No so cojudo, García. Sé quien es usted. Un hombre entrenado no apuñala a su víctima doce veces

hasta conseguir que muera.

- En otras palabras, solo me trajo para ordenarme que no me meta en el asunto.

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- Este es un pueblo rico, García. Aquí todos vivimos bien, hasta los que estamos de paso. No queremos

cámaras de televisión ni periodistas haciendo preguntas, afectan al negocio.

- Por lo que se ve, usted no va a investigar la muerte de los viejos.

- Los viejos no eran importantes en este lugar, ya no tenían nada, ni para el funeral encontraron dinero.

- No había razón para matarlos.

- Siempre hay algún tarado. Alguno los habrá creído ricos todavía. A mi no me importa. A usted tampoco.

- ¿Quién pagó el funeral?

- No le importa. Investigue lo que quiera de la historia del pueblo pero deje tranquilo esto de los viejos

muertos.

- ¿Y quá cree que pasó con los dos hombres que encontró atados?

- Ni siquiera voy a pensar en eso. - El oficial guardó silencio.

- No quiero problemas. - Aseguré. - ¿Me puedo ir ya?

- Vaya tranquilo, doctor. - Se despidió el Capitán Vargas - Por si acaso, uno de mis hombres va a seguirlo

un par de días, como protección para usted, claro.

- Gracias. - Dije mientras me levantaba.

Me acerqué al escritorio y, lentamente, tomé mi cuchillo. El policía no hizo ningún intento por

detenerme, parecía mas bien divertido. En los ojos del cabo Chimba brillaba una ira intensa y roja.

Salí del cuartelillo a la calle desierta. Atardecía, un viento frío levantaba el polvo. Me dirigí hacia la

iglesia parroquial. "Busque el pecado", había dicho Espinosa, y los expertos en pecados son los curas. No

pensaba dejar mi averiguación. Los policías eran sin duda parte del asunto, como siempre. No renunciaba

a descubrir quién me había intentado asesinar.

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La misa de seis de la tarde terminaba. En la nave silenciosa una docena de viejas respondía a la

liturgia con murmullos cascados. Todas estaban vestidas de negro, todas envueltas en pañolones. Las

luces iluminaban el recinto descuidado. Las maderas del suelo estaban corroídas, las imágenes de las

paredes cubiertas de un polvo obscuro que se mezclaba con el humo de las velas en un tizne

impenetrable. Del alto tumbado colgaban telarañas. El enorme templo se veía desastrado, sucio.

Al fondo, oficiaba la misa el padre Saralegui. Destacaba gordo, alto y calvo frente al gran altar

colonial. Desde las hornacinas me observaban varios santos que no reconocí, un Cristo sangrante y la

Virgen de las Penas, la patrona del pueblo. Los rostros extáticos de las esculturas armonizaban con el del

sacerdote quien parecía experimentar un rapto místico, a pesar de sus ojos saltones y sus mejillas abulta-

das.

Empezó el ofertorio. Iluminado por una luz que casi lo elevaba del suelo, el sacerdote juntó las

manos para luego extenderlas, como quien se prepara a volar. Dijo:

- Por eso señor, te suplicamos

que santifiques por el mismo Espíritu

estos dones que hemos preparado para ti,

Juntó las manos. Con lentitud hizo el signo de la cruz sobre la hostia y el cáliz.

- de manera que sean

cuerpo y sangre de jesucristo,

Hijo tuyo y Señor nuestro,

que nos mandó celebrar estos misterios.

Porque él mismo,

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la noche en que iba a ser entregado,

tomó pan,

y dando gracias te bendijo,

lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo:

Tomad y comed todos de él,

porque este es mi cuerpo,

que será entregado por vosotros.

El padre se había inclinado un poco. En ese momento se irguió, alto, imponente, mientras el

monaguillo agitaba una campana. El tañido vibró en el silencio.

Me recordé vestido con una túnica azul brillante de grandes mangas. Yo también hacía sonar unas

pequeñas campanas. Miraba a mi padre arrodillado frente a la primera banca. Vestía de negro y se veía

aún más seco que de costumbre. Su rostro se marcaba con sombras parecidas a las recortadas en las

imágenes de los santos que nos rodeaban. Sostenía un rosario entre los dedos. Miraba la hostia y el cáliz

con ojos exaltados, irracionales.

Siempre quise descubrir qué miraba mi padre. Qué rostro, qué brillo podía adivinar en ese copón

levantado hacia el cielo. De rodillas junto al altar, vestido con la túnica que olía a polvo y sudor, trataba de

sentir lo mismo que él sentía, de experimentar algo de ese universo al que mi padre accedía solo. Nunca lo

conseguí. El y yo pisamos siempre mundos distintos y lejanos.

La misa continuaba.

- Reune en torno a ti, Padre misericordioso,

a todos tus hijos dispersos por el mundo.

A nuestros hermanos difuntos

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y a cuantos murieron en tu amistad,

recíbelos en tu reino,,

donde esperamos gozar todos juntos

de la plenitud eterna de tu gloria.

Por Cristo nuestro señor,

por quien concedes al mundo

todos los bienes.

Recuerda a tu hijo José Heredia

y a tu hija Camila

a quienes llamaste

de este mundo a tu presencia.

Las muertes, los misterios que me rodeaban volvían a enfrentarme ahí, en la iglesia, durante la

misa. Don José Heredia y su atemorizada esposa casi se condensaban en el ambiente quieto del templo.

Los convocaban, además del cura, el recuerdo de esas viejas que los debieron temer, respetar, tal vez

querer. Una de ellas exhaló un sollozo desde las profundidades de su pañolón. La miré, era una mujer

gorda en cuyo rostro grueso se crispaba una angustia inmensa.

- El señor esté con vosotros.

- Y con tu espíritu.

- La bendición de Dios todopoderoso,

Padre, Hijo y Espíritu Santo,

descienda sobre vosotros.

- Amén.

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- Podéis ir en paz.

- Demos gracias a Dios.

Me descubrí respondiendo a las palabras del rito. Habían emergido desde algún lugar de mi

memoria. Me pareció bien. La misa, después de todo, es la crónica de una traición, de un arresto, de una

muerte. Es la perpetuación de un crimen. Lo que pasaba fuera de la iglesia no era otra cosa que el ritual

más difuso de otro u otros crímenes. Las mujeres abandonaron el templo como un cortejo de lechuzas

compunjidas.

La iglesia quedó vacía. Los murmullos de las viejas se apagaron dejando al ambiente en un

silencio antiguo, de esos que se apoderan de los templos con el pasar de los siglos. Alguien desconectó la

electricidad y los focos que colgaban del tumbado se apagaron. Solo las velas, con las que se honraban a

los santos de las hornacinas, permanecieron encendidas. El brillo esquivo de las decenas de llamas

diminutas produjo una atmósfera de sombras móviles e imprecisas. Los destellos en las miradas de los

santos se intensificaron.

Me dirigía hacia lo que supuse era la sacristía, alumbrado por la incierta luz de los cirios, cuando

tropecé, en la penumbra, con el cura, alto y torvo entre las sombras.

- El señor esté contigo, hijo. - Saludó - ¿Qué deseas?

- Me llamo Bruno García, Padre. Conocí a los esposos Heredia.

- ¿Es por ellos que vienes, para mandar a decir una misa por el eterno descanso de sus almas?

- No padre, veo que de eso ya se encargaron.

- Si, la pobre Carmen Villavicencio, la profesora.

- ¿También pagó ella el servicio fúnebre?

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- De eso se hizo cargo doña Lucrecia Villavicencio. Es una mujer de gran caridad cristiana. Dime qué

quieres.

- Padre, estoy haciendo una historia del pueblo y si usted quisiera ayudarme...

- ¿Una historia? ¿Para qué?

- Para el Consejo Municipal.

- No me refería a eso, hijo. De este pueblo hay poco que contar, poco y malo.

- No le entiendo.

- Ni falta que hace. - Su expresión se había ido endureciendo. Se veía despectivo y molesto.

- ¿Qué es lo malo de este pueblo?

- De este pueblo y de todos los lugares donde vivimos los hombres, eternos pecadores.

- Todos somos pecadores.

- Algunos más que otros. Mucho más.

- Padre, con todo respeto, esto no me ha parecido Sodoma y Gomorra.

- No estoy para burlas, señor.

- Disculpe, no quiero ofenderlo pero compréndame. Es mi trabajo, debo ganarme la vida, por eso pregunto.

- El trabajo es un castigo de Dios que nos redime. Pregunta hijo.

- ¿Qué me puede decir de las antiguas familias de este pueblo?

- Ha habido de todo, gente temerosa de Dios, pecadores, sacrílegos. De todo.

- ¿De cuáles era don José Heredia?

- De los peores.

- Tengo entendido que era un buen católico, del partido conservador.

- Yo no sé de política.

- No todo el tiempo haría política.

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- Fue un gran pecador y un hipócrita.

- ¿Por qué lo mataron?

- El hombre siembra pecado a lo largo de su vida y, a veces, antes de morir, cosecha eso: pecado.

- ¿Y doña Camila, qué debía cosechar ella?

- En este valle de maldad hay lobos y corderos. Ella fue una santa que sufrió la sevicia de su marido.

Durante la conversación habíamos caminado hacia la puerta del templo. De trecho en trecho, el

cura se detenía para apagar, con una pequeña campana, las velas encendidas frente a los santos. La

obscuridad nos fue empujando hacia la salida. Los crujidos de las tablas del piso nos acompañaban.

El sacerdote impulsó una de las hojas de la gran puerta, yo hice lo mismo con la otra. Los goznes

chirriaron mientras cerrábamos la iglesia. Corrió un gran cerrojo, luego salimos por una puerta lateral.

No había nadie en el atrio iluminado por las luces de neón del parque. El polvo asentado sobre las

piedras del suelo las cubría casi por completo. En las casas que rodeaban al parque se podían ver algunas

luces, ningún otro indicio permitía suponer que el pueblo estuviera habitado.

- ¿No hay nadie bueno en este pueblo? - Pregunté

- Lot no pudo encontrar diez hombres justos en Sodoma.

- ¿Ni Juan Bernardo Mancheno, el loco que persigue palomas?

- La locura es un castigo divino.

Recordé la recomendación de Espinosa y pregunté:

- Y de Victoria Galindo, ¿qué me puede decir?

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El cura, que se había apoyado contra uno de los pilares de la fachada, se irguió de pronto. Se veía

tan exaltado y duro como cuando oficiaba la misa. Sus labios se contrajeron hasta quedar convertidos en

una línea pálida.

- La curiosidad es un pecado de soberbia.

- Hago mi trabajo.

- No. Su trabajo es averiguar sobre las cosas del mundo y usted está preguntando sobre los asuntos del

alma. Esos solo le competen a Dios.

- A Dios y a usted.

- Yo soy el vicario de Cristo.

- ¿Qué pasa con Victoria Galindo?

- Sé que malvive en su hacienda "El Pinar". Nunca viene por aquí y no me importa.

- ¿No le importa?

- Soy el pastor de esta grey. Cuido de mis ovejas, nada me atañe de los lobos que habitan en este pueblo.

- ¿No son su responsabilidad también?

- Son pecadores. La ira divina saldará cuentas con ellos. Quede con Dios.

No esperó a que me despidiera. Se alejó, como un fantasma negro. Sobre el polvo del suelo

quedaron las huellas de sus pasos. En la distancia, su sotana me pareció un gran trapo obscuro que se

agitaba en la atmósfera inerte. La obscuridad de un portal se tragó su silueta. Me encaminé hacia el hotel.

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A la mañana siguiente hacía sol. Los barrenderos de la municipalidad continuaban su lucha contra

el polvo limpiando las calles apenas transitadas. Eran las siete y me dirigía hacia el mercado, quería

alquilar una camioneta que me llevara hacia la hacienda de Victoria Galindo.

No entré al bullicioso espacio donde ya se compraban y vendían abundantes mercaderías, en una

de sus calles aledañas contraté el viaje. El chofer puso en marcha su vehículo. Era un viejo barbado que

murmuraba palabrotas para conjurar los desperfectos mecánicos de su vieja camioneta. En poco tiempo

habíamos dejado atrás el pueblo y atravesábamos el valle.

- No se imagina como era este camino antes, mi señor. - Aseguró el chofer.

- ¿Antes de que lo asfaltaran?

- Sí. Era un infierno. Puro baches, lodo. Se demoraba uno seis horas hasta la capital. A veces había que

hacer noche en alguna de las haciendas.

- ¿Había muchas?

- Bastantes. Todas eran de gente buena.

La carretera estaba bordeada por altos árboles de eucalipto que atravesaban con sus sombras la

calzada. Tras de ellos se podía observar un terreno plano y verde donde pastaban decenas de bovinos.

Frecuentemente cruzábamos pequeños ríos en los que algunas mujeres lavaban su ropa. Los vestidos,

colocados sobre la hierba para que secaran, llenaban de color las riberas.

A los costados de la carretera se podía ver las pequeñas casas campesinas, pintadas de colores

vivos y decoradas con macetas en las que crecían flores, brillantes a la luz de la mañana. El aire olía bien,

a tierra húmeda. Un aroma que había olvidado en San Joaquín.

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A unos diez o doce kilómetros del pueblo, el chofer abandonó la carretera para ingresar a un

camino vecinal empedrado. A los costados, una irregular alambrada de púas acotaba los pastizales. El

verdor que nos rodeaba era aún más intenso que el que había visto desde la carretera.

Entre tumbos y baches llegamos hasta una bifurcación de caminos. El chofer se detuvo frente a la

única construcción del lugar: una casa abandonada que tenía, por lo que se podía ver, varios años

derruyéndose. Sin consultarme, el viejo dio retro y enfiló la camioneta hacia la carretera.

- Quedamos en que me llevaría hasta la casa de hacienda de "El Pinar". - Reclamé.

- No patrón. Hasta la hacienda nomás.

- Por eso.

- No jefecito, la hacienda empieza aquí, en esta que era la casa del mayordomo.

- Por eso, sigamos hasta la casa de los dueños.

- No mi patrón, usted podrá ir. Yo no puedo.

- ¿Por qué?

- Usted sabe, mi patrón, no se haga.

El viejo me miró con sorna y aprehensión. Obviamente no me llevaría más allá. Bajé de la

camioneta mientras preguntaba:

- ¿Por cuál camino es?

- Por el de la izquierda. Unos dos kilómetros.

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Le pagué el viaje y, mientras escuchaba el traqueteo del destartalado vehículo del viejo, inicié la

marcha. La serenidad del paisaje me envolvió de nuevo. Por una acequia, a mi costado, corría abundante

agua cristalina y una brisa suave amortiguaba el calor del sol. No se veía, en el cielo, una sola nube.

El recorrido se convirtió en un paseo grato. Pronto llegué hasta un portón derruido. Junto a él

encontré lo que debió ser el caserío que daba servicios a la hacienda. Las viviendas estaban en ruinas, las

puertas, corroídas por la podredumbre, las paredes se desmoronaban. Caminé entre las construcciones.

Lo que debió ser la escuela, una casa grande y larga, tenía rotas las mayoría de sus ventanas. A través de

ellas pude observar los pupitres que se amontonaban desvencijados. Seguí mi camino.

Pronto llegué al callejón que conducía hacia la casa de hacienda. Estaba empedrado

cuidadosamente y tenía a sus costados hileras de pinos tan altos y antiguos que sus copas en algunos

lugares se unían en un dosel verde obscuro. Al transitar debajo de ellos sentí que entraba en otro mundo,

uno colonial y elegante. Un mundo ya desaparecido.

La casa de hacienda era imponente. Blanca, de dos pisos en la parte frontal, estaba pintada con

pulcritud; todas sus ventanas, que debían ser varias docenas, brillaban nítidas. Un cuidado jardín se

extendía por varios metros antes de sus muros.

Caminé hasta el portón de gruesos maderos negros en los que brillaban las cabezas de gruesos

clavos de bronce. Estaba abierto. Me introduje en un pasillo largo que tenía el piso decorado con mosaicos

y las paredes adornadas por varias hornacinas en las que se descansaban imágenes de santos.

Al final del corredor encontré un jardín interno lleno de plantas decorativas. Cuatro sauces llorones

fijaban la simetría de los macizos de flores y de los espacios de pasto. Desde los costados convergían

hacia el centro caminitos de piedra. En la mitad del conjunto una pileta de roca tallada dejaba escuchar el

murmullo del agua.

El patio estaba circundado por un corredor y por las mamparas de las habitaciones. A la derecha

se levantaba una capilla, con un pequeño campanario y una sencilla fachada de estilo románico.

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- ¿Qué quiere aquí?. - El tosco vozarrón me sobresaltó. Quien me había hecho la pregunta era un hombre

de estatura media, muy fornido, moreno y con los rasgos aindiados, vestía ropa de trabajo. Hablaba con

los puños apoyados en la cintura y la mirada alerta. Muy alerta. En su boca brillaban varios dientes de oro.

- Quiero hablar con la señorita Victoria Galindo.

El hombre me miró extrañado, casi lo sentí palparme el cuerpo en busca de algún arma. Había

retrocedido un par de pasos y adoptado una discreta posición defensiva.

- No me han dicho que la señorita iba a tener visita.

- No creí que debía anunciarme.

- Entonces mejor se va. La señorita Victoria no está aquí.

- Podría esperar.

- No. No tengo permiso de nadie para que usted se quede.

- Mire, en el pueblo me dijeron que la señorita casi nunca sale de esta hacienda. Quiero verla.

- Señor, no busque problemas. Mejor se va

- Voy a esperar lo que haga falta.

Saltó una fracción de segundo antes de que yo estuviera preparado. En un ataque rápido de

boxeador, me dirigió un golpe recto al mentón. Me incliné hacia un costado para evitarlo pero,

desprevenido como estaba, tropecé con una jardinera, cayendo sobre el pasto. Enseguida el hombre

aprovechó la situación y, saltando hacia mí, me propinó una patada brutal en las costillas. Reboté sobre el

suelo, empujado por su zapato, en dos oportunidades. Al tercer puntapié fui capaz de agarrarle el tobillo.

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Rodé enredándolo y conseguí que cayera boca abajo. El momento en que iba a saltar sobre su espalda,

para tomarlo por el cuello, una voz de mujer preguntó:

- ¿Qué pasa, qué pasa aquí?

Era rubia, como de treinta años. Carnosa y con un bello rostro de grandes ojos azules. Su ceño

fruncido expresaba temor e ira al mismo tiempo. Vestida de negro, se apoyaba contra la puerta de la

capilla. Lo último que vi fue su boca. Un puñetazo del hombre me dejó sin sentido.

Esta vez desperté acostado sobre un sofá y rodeado por muebles antiguos, muy elegantes, y una

bellísima mujer que hacía juego con ellos, sentada en un sillón a mi derecha. De las paredes colgaban

cuadros de bodegones y escenas bucólicas, las mesitas sostenían figuras europeas de porcelana. Al fondo

del salón se podía ver un gran un piano de cola.

- Soy Victoria Galindo. - Se presentó la mujer. - Perdone a mi mayordomo. Francisco es un poco violento

pero muy fiel.

- Yo solo quería hacerle una entrevista, señorita Galindo, Me llamo Bruno García. - Al incorporarme

encontré la mirada atenta y furiosa del mayordomo quien estaba de pie, junto a la puerta de la habitación.

- ¿Sobre qué quiere preguntarme?

- Soy historiador y trabajo en una monografía cantonal de San Joaquín. -

- ¿Y en que cree que yo le puedo ayudar?

- Usted es miembro de una de las familias más antiguas de este lugar. Supuse que tendría alguna

información que podría ser interesante.

- ¿Quién le habló de mí?

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- Don José Heredia, - Mentí - que acaba de morir.

Me miró con sus ojos claros. Sabía que le estaba mintiendo pero lo aceptaba. En su rostro pude

percibir un sufrimiento quieto y antiguo y una convicción de vulnerabilidad que la hacía casi indestructible.

Decidí no recurrir al pretexto de mi trabajo para obtener información, con ella no hacía falta.

- En realidad he venido a preguntarle sobre lo que pasa en el pueblo, la muerte de los esposos Heredia y

otras cosas.

- Mejor le saco de aquí, niña Victoria. - Intervino el hombre.

- Cállate, Francisco. - Ordenó la mujer con suavidad.

Se levantó del sillón para caminar entre sus muebles tallados y sus adornos: las porcelanas

Lladró, los jarrones de Limoges, los cristales de Murano y los apliques en metal de Toledo.

- Acompáñeme. - Dijo. - Quiero pasear mientras conversamos.

Salimos de la habitación y, con el mayordomo siguiéndonos los pasos a un par de metros de

distancia, iniciamos el paseo. Por un corredor igual al que había atravesado para entrar, salimos del patio

hacia la parte trasera de la casa. En ese lugar otro jardín separaba la construcción de un pequeño lago al

que se abría una glorieta blanca cubierta de bugamvillas rojas. Allí nos sentamos, siempre vigilados por

Francisco quien, al pasar por la parte posterior de la casa, se había provisto de un machete con el que

fingía igualar el seto que limitaba al jardín.

- Pregunte.

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- ¿Está usted de duelo por los Heredia?

- Puede que sí. - Sonrió. - Después de vivir unos años en San Joaquín, siempre hay motivo para estar de

duelo.

- Pero usted no vive en San Joaquín.

- Aquí, a catorce quilómetros, estoy como en el centro del pueblo, en el centro de todos ellos, de sus

miradas, de sus palabras.

- Si no le gusta, váyase.

- He vivido aquí toda mi vida.

- Pero usted es joven. Entiendo que alguien como don José Heredia no se quiera ir, pero usted...

- Don José ya consiguió irse.

La tristeza, de la que recordé me había hablado Espinosa, se le condensaba en el rostro como una

especie de escarcha. Tenía mejillas curvas y boca pulposa, una cara apta para expresar una felicidad que

Victoria Galindo parecía no haber experimentado jamás.

- ¿Por qué vino a verme?

- El doctor Andrés Espinosa me recomendó que la buscara.

- ¿Por qué?

- Trataron de matarme hace unos días, poco después de que asesinaran a los esposos Heredia.

- Sí, supongo que el doctor sabe algo. Por eso le recomendó que me visitara.

- ¿Sabe qué?

- San Joaquín esta lleno de historias obscuras, señor García. Yo soy una de ellas.

- Cuénteme.

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- De todas formas se iba a enterar.

Dirigió la vista hacia el estanque y el rostro se le contrajo un poco, fue como si en el fondo del

pequeño lago observara imágenes de doloroso recuerdo. Me miró luego, a los ojos.

- Mi madre se llamaba Matilde, Matilde Galindo. Era huérfana de uno de los hacendados de esta zona,

tenía dinero y era muy bella. Estaba comprometida con Carlos Heredia, el hijo de don José. Todo hubiera

ido bien de ser Carlos hijo de otro hombre, pero don José era... Bueno, ya está muerto.

- ¿Qué pasó?

- Carlos era un joven débil, se rumorea que era homosexual y lo escondía. Don José en cambio tuvo

siempre fama de semental. Sedujo a mi madre y la embarazó. Soy hija de José Heredia. Carlos no lo pudo

soportar y se pegó un tiro.

- Supongo que eso, en un pueblo como éste, habrá sido difícil de sobrellevar.

- Pudo ser peor. Al menos aquí tengo donde vivir.

- Usted debe ser rica, tiene esta casa, esta hacienda. ¿Por qué no vende todo y se va?

- No tengo nada. Perdimos la hacienda, se la quedaron unos primos más hábiles que mi madre. Esta casa

no es mía, me dejan vivir aquí.

- ¿Quiénes, sus parientes?

- Ya sabe la historia.

Permanecimos en silencio por un momento. Ella cruzó los brazos sobre su vestido negro, eran

rosados y llenos. Era una mujer ancha, bien formada, apetecible.

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- ¿Soy su sospechosa de asesinato? - Sonrió.

- Tiene motivos.

- !Pero esos son unos motivos tan viejos!

- ¿Hay nuevos?

Rió. Rió con el rostro y con el cuerpo, no con los ojos.

- Mejor no hablemos de cosas feas, señor García. Cuente ahora usted alguna cosa.

- ¿Qué le gustaría oír?

- ¿Ha viajado?

- Algo.

- Cuénteme, cuénteme.

Y le conté. Me escuchaba grata y quieta, cálida. Era como si yo no hubiera hablado en meses y al

fin encontrara una oportunidad. Era como si a ella no le hubieran hablado nunca.

Caminamos por el jardín, almorzamos juntos. En la noche, luego de la cena, empezamos a jugar al

ajedrez. Mientras Victoria disponía las fichas en el tablero, me di cuenta de que, durante el día, una

inmensa desolación había vibrado en cada uno de nuestros gestos, en cada una de nuestras palabras.

- ¿Sabe jugar? - Preguntó.

- No. - Mentí.

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- Es muy sencillo, los peones se mueven un cuadro al frente, pero comen de lado. Los alfiles pueden

moverse todo lo que usted quiera, pero siempre en diagonal. Las torres lo mismo pero se mueven en línea

recta. Los caballos saltan en ángulo. El rey se mueve solo un cuadro por vez.

- ¿Y la reina?

- La reina se mueve como quiere.

- Es la pieza más poderosa, entonces.

- No siempre. - Contesto mientras me miraba entre divertida y triste. - No siempre.

Jugamos un par de horas. Me ganó en todas las partidas, riendo. Casi se veía traviesa. En la

hacienda no había luz, cuando obscureció Francisco, hosco y silencioso, trajo unas velas. Me levanté y

dirigí hacia el piano.

- ¿Sabe tocar?

Extrañamente, la pregunta pareció devolverle toda la tristeza de la que casi se había despojado en

la tarde.

- Sí. Pero no para usted.

Me quedé cortado mientras ella, levantándose, dijo:

- Es tarde y aquí en el campo nos acostamos temprano. Quédese esta noche, no podría volver al pueblo,

de todas maneras.

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Antes de que pudiera responderle, Victoria salió de la sala. Poco después el mayordomo me

conducía hacia una habitación situada frente a la capilla.

El cuarto era pequeño, tenía una chimenea encendida, una cama y un velador. En una esquina,

junto a la ventana de celosías cerradas, descansaba una jofaina. No tenía cuadros, excepto una

reproducción del cristo de Velázquez colgada sobre la cabecera del lecho.

Puse un par de leños más en el fuego, la temperatura de la habitación aumentó. Aproveché el

calor del cuarto para quitarme la ropa. Luego de guardar mi cuchillo bajo la almohada, me introduje entre

las sábanas. No quise apagar la vela que ardía sobre la mesa de noche, deseaba pensar y la visión de las

paredes desnudas me ayudaba.

Las puñaladas con que asesinaron a los Heredia habían sido imprecisas, inexpertas. Una mujer

provocaría ese tipo de heridas y Victoria tenía un motivo, uno viejo, era verdad, pero la mente actúa con su

propio ritmo, su propio calendario. Tal vez debieron pasar treinta años para que acumulara suficiente odio.

Recordé que al final de mi entrevista con José Heredia, su esposa, doña Camila, le había

informado de que alguna mujer los visitaba. No alcanzó a decir el nombre de la huésped. ¿Sería Victoria?

De haber ella supuesto que yo sabía de su visita, pudo pedir a Francisco que preparara la trampa en que

estuvieron a punto de matarme. De ser mis sospechas correctas, me había metido en una nueva trampa.

La puerta se abrió lentamente. Salté de la cama, desnudo y con el cuchillo en la mano. Esperaba a

Francisco y su machete. Entró Victoria, envuelta en un amplio pañolón. En silencio y sin descubrirse,

caminó hasta la cama y se metió en ella. Sopló la vela, el cuarto quedó iluminado por la rojiza llama de la

chimenea.

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Cuando me acosté a su lado la sentí desnuda. No llevaba nada debajo del pañolón. Empecé a

acariciarla. Con mis manos adivinaba un cuerpo lleno, como el de las mujeres que posaban en los años

veinte para esas antiguas e ingenuas postales eróticas.

Empezó a gemir suavemente mientras yo me humedecía las manos entre sus piernas. Quise

mirarla, ver su cuerpo. Empujé las cobijas de un golpe. Quedó desnuda a la luz de las llamas. Yo me

aparte de ella, sobrecogido. Sobre su piel cremosa se veían decenas de verdugones que como largos

gusanos obscuros le envolvían los senos, el bajo vientre, los muslos. Solo su rostro, sus brazos y

pantorrillas estaban libres de las huellas del látigo. Encogió las piernas y se abrazó las rodillas, ocultó el

rostro entre ellas. La espalda la tenía también llena de marcas.

- ¿Quién te hace esto? - Mi voz sonó extraña, como el gruñido de un animal. Ella guardó silencio mientras

me miraba tristísima. - ¿Es Francisco?

- No. El es el único que me cuida. Nos conocemos desde niños, es hijo del mayordomo de mi padre.

- ¿Entonces quién, quién te golpea?

- No me azotes tú, solo ven.

Y se extendió sobre la cama, abriéndose para mí. La sentí húmeda, cálida y lacerada. Su carne se

acopló a mis manos, sus redondeces a mis aristas. La besé entre las piernas, en sus sombras húmedas,

respirándola, bebiéndola. Transcurrieron varias horas hasta que nos dormimos.

Desperté solo y sobresaltado. Alguien gritaba afuera. Me puse los pantalones, agarré el cuchillo y

salí de la habitación. El ruido venía del jardín posterior. Atravesé el pasillo corriendo y me dirigí hacia el

estanque en cuya orilla gritaba Francisco.

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Cuando llegué a su lado la vi. Estaba en el fondo del lago, quieta, con los ojos cerrados. Algunas

hierbas acuáticas le envolvían los brazos. El pelo se le había convertido en una móvil aureola dorada. En

su piel, ahora azul, se destacaban con más nitidez las marcas del látigo. No pude ver más, volví la cara. Al

mirar hacia el seto, por un instante, alcancé a percibir entre los árboles la mancha instantánea de un largo

trapo negro.

<<Una sotana>> pensé.

El mayordomo cayó de rodillas, llorando. Me acuclillé a su lado mientras preguntaba:

- ¿Qué pasó?

- Al final le mataron. - Contestó entre sollozos.

- Parece un suicidio.

- No importa. Al final le mataron estos hijoeputas.

- ¿Quiénes?

- Todos, todos los del pueblo. Todos le abusaron, desde el mismo padre, ese puerco de don José. Todos

le abusaron.

- ¿Cómo?

- Todos le abusaron. Solo yo le cuidaba, solo yo le quería.

Siguió postrado, gimiendo. La miré por última vez, azul, tal vez plácida. Muerta. Mis manos todavía

olían a ella. Me di cuenta de que la gran casa, blanca, rodeada de flores y llena de objetos preciosos,

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había empezado a derruirse años atrás. Sin Victoria el tiempo terminaría su obra. Fui al cuarto para

vestirme. Luego me encaminé hacia el pueblo.

Llegado a San Joaquín, avisé de la muerte de Victoria. El capitán Vargas, al escuchar del hecho,

me miró extrañado, nervioso. Luego de prohibirme que me ausentara del pueblo se dirigió hacia "El Pinar".

Me encerré en el hotel, no supe nada de los trámites mortuorios. Al día siguiente, la vieja dueña de la

pensión me informó de que a las diez de la mañana enterrarían a Victoria. Decidí asistir al funeral.

El cementerio, el San Joaquín de los muertos, tenía callejones cuidados y lápidas multicolores

desde las que nos observaban los difuntos, retratados en vida. No quise leer las inscripciones, los

amorosos epitafios. Transité entre mujeres vestidas de negro y envueltas en pañolones hasta llegar a la

tumba recién abierta en la que enterrarían a Victoria.

Frente al hueco cavado en la tierra se encontraban todas las personas importantes del pueblo. El

Presidente Municipal, su secretario, el capitán Vargas, dos viejos de abundantes bigotes blancos, una

Mujer alta, gruesa y de aspecto severo y otra baja y gorda en la que reconocí a la que había sollozado

durante la misa de muerto dicha por José Heredia. El padre Saralegui, tan torvo como siempre, se erguía

entre todos ellos. Francisco no apareció por ninguna parte.

- ¿Quiénes son las señoras? - Pregunté a un hombre que tenía a mi lado, refiriéndome a las mujeres que

estaban junto al cura.

- Son doña Lucrecia Villavicencio y la hermana, la señorita Camila - Me contestó en un susurro.

El oficio fúnebre empezó.

- Hermanos. - Tronó el sacerdote. - Dios todopoderoso ha llamado a nuestra hermana y nosotros ahora

enterramos su cuerpo, para que vuelva a la tierra de donde fue sacado. Con la fe puesta en la resurección

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de Cristo, primogénito de los muertos, creemos que el transformará nuestro cuerpo humillado y lo hará

semejante a su cuerpo glorioso...

<<Cuerpo humillado>> Pensé <<Cuerpo humillado>>

- Por eso encomendamos nuestra hermana al Señor, para que la resucite en el último día y la admita en la

paz de su reino. No nos atribulemos pues.

Nadie se veía atribulado. Todos miraban el ataúd con curiosidad, con aprehensión. Me percaté,

extrañado, de que los presentes evitaban mirarse unos a otros, como si temieran ver en los ojos de

quienes los acompañaban el mismo destello de culpa que debían sentir en sus propias miradas.

Saralegui continuó:

- Pidamos por nuestra hermana a Jesucristo, que ha dicho: "Yo soy la resurrección y la vida; el que crea en

mi, aunque haya muerto vivirá, y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre". Señor, tú que

lloraste en la tumba de Lázaro, dígnate enjugar nuestras lágrimas.

En algún momento había sentido deseos de permanecer en el pueblo, de averiguar qué sucedía.

Allí, junto al sencillo ataúd que guardaba un cuerpo tierno que yo había palpado, decidí marcharme. El cura

terminaba el oficio de exequias:

- Señor, ten misericordia de tu sierva, para que no sufra castigo por sus faltas, pues deseó cumplir tu

voluntad. La verdadera fe la unión aquí en la tierra, al pueblo fiel, que tu bondad la una ahora al coro de los

ángeles elegidos. Por Jesucristo nuestro Señor.

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- Amen. - Contestamos todos.

- Dale señor el descanso eterno. - Concluyó el sacerdote, mientras cuatro hombres descolgaban el ataúd

hasta el fondo de la tumba.

Salíamos del cementerio cuando se produjo un vocerío. Alcancé a ver, junto a la tumba que unos

peones llenaban, al loco de las palomas. Corría llorando, con la ropa rasgada y los brazos en alto. Cerraba

las manos como garras que quisieran asir el aire. Tras él trotaba, a lo que sus años le permitían, el viejo

Taita Nacho.

- !Señor Juanito, señor Juanito, - Gritaba. - Venga por Dios, no ve que estamos en el cementerio, no ve

que es el entierro de la niña Victorita!

- !Victoria, - Se lamentaba el loco en voz muy alta. - princesa, por qué te mueres!

Con una agilidad asombrosa para su edad, el loco evitaba a quienes intentaban atraparlo. Hacía

esguinces imposibles, se agachaba para evitar los brazos que trataban de aprisionarlo, rodaba por el suelo

enredándose entre las piernas de quienes se le acercaban y obligándolos a caer también.

De rodillas, de pie, a gatas, el pobre sujeto se debatió hasta que consiguieron detenerlo. Se lo

llevaron entre dos hombres, todo el tiempo continuó llamando a su princesa entre lamentos. Tras ellos

Taita Nacho, saltando como un perro viejo, le rogaba a su amo que se calmara.

Luego del funeral regresé al hotel para hacer mi equipaje. No me importaba nada de San Joaquín.

Los antiguos pecados de los que me había hablado Espinosa daban sus frutos podridos. Eso era todo.

Incestos. Violaciones. Sadismos. ¿Quiénes eran los culpables?

¿Quién tenía tanto poder y dinero como para conservar a Victoria en su prisión de objetos

preciosos, siempre que la pudiera usar con brutalidad y saña? ¿Quién le azotaba la carne tierna? ¿Quién

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la había matado? No importaban las respuestas precisas. Todos habían sido: todos cómplices silenciosos,

todos verdugos. Todos ellos que durante el funeral no se miraban las caras.

Había terminado de hacer mi maleta cuando, sin molestarse en tocar, entró Vargas.

- ¿Se va mi doctor? - Preguntó cubriendo el vano de la puerta con su cuerpo.

- Si no tiene una acusación contra mí, sí, me voy.

- Le dije que no creemos que usted fuera el asesino de los Heredia.

- ¿Y de Victoria Galindo?

- Ese fue, según el médico legista un infortunado accidente.

- Si usted lo dice. Entonces sí, me voy.

- No se apure tanto. - Tomó asiento en la cama, sacó un paquete de cigarrillos y me ofreció uno que

acepté.

- ¿Qué es lo que quiere?

- Que se vaya de putas, mi doctor.

- No me apetece.

- Doctor García. Aquí está pasando algo grave. Mataron a los Heredia. A la señorita Victoria Galindo

también. He tapado el asunto porque no quiero escándalo.

- Eso ya me lo explicó. ¿Qué pasó con el mayordomo? No lo vi en el funeral.

- Ese ya no aparecerá más, un poco de dinero y otro poco de miedo alejan al más pintado. Pero déjeme

acabar.

- ¿Hay más?

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- Ayer en la noche, menos de veinticuatro horas después de la muerte de la señorita Galindo, mataron a

una prostituta de "El Oasis", el cabaret que queda en las afueras del pueblo. Encontraron el cadáver en la

quebrada de Chiquihuaico.

- Parece difícil encontrar una relación entre todos estos crímenes.

- A la puta la apuñaló un zurdo inexperto, como a los Heredia.

- Yo no soy zurdo

- García, en este pueblo la gente hace buenos negocios. No muy limpios pero buenos, y yo me llevo una

parte de las ganancias, si mantengo tranquila la cosa y cerrada la boca.

- ¿Dónde entro yo?

- Esto se esta pasando de castaño obscuro. Cierto que aquí gano bien, pero si algo muy grande revienta,

la mierda me va a salpicar. Yo respondo también ante mis jefes de la capital. Por eso quiero que usted

investigue por mí.

- A ver si le entiendo. Usted no quiere investigar porque eso le enemistaría con la gente de este pueblo,

pero quiere saber que pasa, porque, de ser algo muy grave, usted se libra de sus amigos de ahora y

denuncia todo.

- !Que lindo que es hablar con gente viva, mi doctor! Justo eso es.

- ¿Y si no acepto?

- Le cargo todo a usted, y se jode.

- O sea que no tengo alternativa.

- No doctor.

- ¿Qué quiere que haga?

- Vaya al prostíbulo ese, está cerca del pueblo, y averigue lo que pueda. Cuando tenga una idea de lo que

pasa, viene y me cuenta.

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- ¿Al menos no me van a estorbar sus hombres?

- Los mantendré lejos de usted, no se preocupe.

- ¿Dónde está el prostíbulo?

- A diez kilómetros por la vía que va al oriente, al filo de la carretera.

Había otra muerta, y esta ya no era del grupo de familias tradicionales de San Joaquín. Algo muy

peligroso sucedía, y yo estaba atrapado entre los acontecimientos. No podía escapar.

- Quiero un arma. Cuatro muertos ya son muchos, no quiero ser el quinto.

El capitán Vargas extrajo algo del interior de su guerrera y lo deslizó debajo del colchón. Luego se

puso de pie y, mientras se dirigía hacia la puerta, ordenó:

- Manténgame informado.

Luego se perdió en el pasillo. Extraje el arma del lugar donde Vargas la había dejado. Era un

revólver marca Astra, de fabricación española, calibre .22, cañón corto y seis cápsulas. Estaba cargado.

Me lo guardé entre el cinturón y el cuerpo y, luego de ponerme la chaqueta de cuero, dejé el cuarto del

hotel.

Sin saber a dónde me dirigía, caminé por las polvorientas calles del pueblo. La gente, compunjida,

parecía evitarse y evitarme. El silencio de San Joaquín se había consolidado en esas horas. Al menos eso

percibía yo.

Las calles me llevaron hasta el cementerio en el que entré por segunda vez el mismo día. Caminé

hasta la tumba de Victoria que esperaba encontrar abandonada. Me equivocaba. Junto a la lápida, sentado

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en el suelo y ya tranquilo, descansaba Juan Bernardo Mancheno. Junto a él, acuclillado, se encontraba

Taita Nacho. Los escuché hablar sin acercarme.

- Bueno. - Aceptaba el viejo sirviente. - Le voy a contar un cuento, pero si se esta quietito.

- El de la Mora. - Rogó el loco, hablando como un niño.

- No. Señor Juanito, le voy a contar otro.

- Quiero el de la princesa, el de la mora, no quiero otro. - Lloró Juan Bernardo.

- No, señor Juanito, ese le hace llorar mucho, si le cuento eso se va a poner mal otra vez.

- Quiero el de la mora.

- No. - Dijo Taita Nacho, inapelable. - Le voy a contar el cuento de "La Sacrílega".

El loco alzó los hombros, enfurruñado, mientras el viejo empezaba:

- Cuentan, mi señor don Juanito, que hace años, bastantísimos años, había habido en un pueblo

de aquí cerca una señora a la que todos creían santa, porque iba toditos los días a misa, y cuando

no había misa, iba de todas formas a la iglesia,para rezar rosarios, uno tras otro.. Siempre se

confesaba, comulgaba y hacía todas las novenas que la santa iglesia tiene para nuestro señor y

para todos los santos.

Pero pasaba que, en verdad, esta señora solo era apariencia, solo fingía ser buena

cristiana, solo fingía ser santa, porque en el fondo tenía unos pecados tremendos, una culpas bien

inmensas.

Había sido soltera, pero tenía tres hijos, todos de distintos hombres. Había tenido pues,

pero dizque mataba a los recién nacidos, y dizque les llenaba las boquitas de sal y les enterraba

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debajo de un árbol, uno distinto para cada guagua. Así escondía el pecado y podía seguir

haciéndose la santa, y nadie le podía acusar de nada.

Pero un día, sería por remordimientos, se fue a desenterrar a los hijos, para ver en qué

estado estaban las criaturitas. Fue al primer árbol con una pala grande, y empezó a sacar tierra,

pero a lo que cavaba, saltó un sapo y le persiguió. Ella corrió hasta el siguiente árbol y volvió a

cavar, saltó otro sapo.

Ya en el último árbol, donde había enterrado al último recién nacido que había matado,

saltó un tercer sapo, entonces los tres sapos sí le pudieron alcanzar, y se le pusieron dos en los

hombros y uno en la cabeza.

Ella, asustadísima por lo que le pasaba, muerta del miedo, fue donde el cura párroco del

pueblo, para contarle lo que le pasaba. Para contarle todo mismo de lo que había sido su vida.

El santo cura le dijo:

- Ve mujer, vos has pecado bastante, bien terribles han de ser tus culpas, porque has matado a

tus hijos, sin que les bautizaran. Por tu culpa esas pobres almitas han de estar para siempre en el

limbo.

- ¿Y qué puedo hacer? - Preguntó la mala mujer.

- Yo no te puedo ayudar. - Le contestó el cura. - Ni darte la absolución. Tienes que ir donde el

Santo Papa de Roma.

Y la mujer se fue, hasta donde vive el Santo Papa. A él también le contó la realidad de su

vida y de sus pecados. El Papa le dijo:

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- Mala mujer, has perdido la oportunidad de que tus hijos fueran grandes obispos y cardenales.

Hombres santos hubieran sido. Ahora han de penar en el limbo para siempre.

Y en ese momento saltaron los sapos a diferentes sillones. Eso había querido decir que

uno de los hijos hubiera sido Papa, el otro cardenal y el otro obispo.

Para que Dios le perdonara, el Santo Papa le dio la orden de que visitara, en toditas las

naciones del mundo, un funeral y que acompañara al muerto toda la noche. Así hizo la mujer, que

quería salvar su alma.

Ya faltándole solo tres naciones para completar la penitencia, se levantó el muerto que

estaba acompañando y le estranguló, y después se comió todito el cuerpo de la mujer.

Los deudos del difunto, a lo que amaneció el otro día, ya no vieron a la señora, pero en

cambio notaron que la tapa del ataúd estaba floja. Se acercaron a ver qué pasaba y entonces

vieron, asustadísimos, que en la boca del muerto quedaban trozos de carne y bastante sangre, y

que el difunto tenía la barriga bien hinchadisísima.

Entonces se dieron cuenta de que había sido un castigo de Diosito, por el sacrilegio que

esa mala mujer había cometido al matar a sus propios hijos, porque era mucho sacrilegio matar a

los guaguas y después ir a comulgar.

Y así fue, mi don Juanito. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. - Terminó el viejo. -

Mejor vámonos que ya en la casa nos han de estar buscado.

Juan Bernardo Mancheno se levantó en silencio y siguió a Taita Nacho hacia el exterior

del cementerio. El viejo caminaba encorvado, unos pasos tras de su amo quien iba meciendo su

alto y delgado cuerpo como un niño enfurruñado.

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No me habían visto. Cuando el viejo y el loco estuvieron lejos, me acerqué a la tumba de

Victoria. La tierra que la cubría aún estaba negra y húmeda. Pronto se mezclaría con el polvo de

San Joaquín.

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CAPITULO III

El Oro del Diablo

La misma noche del día en que enterraron a Victoria, fui a la casa de Espinosa. El médico sabía

algo y demasiadas cosas habían sucedido como para permitir que me lo siguiera ocultando.

El domicilio del doctor estaba en el mismo desorden en que lo dejara un par de días atrás. Sobre

la mesita de la sala aún descansaba el botellón de aguardiente del que bebiéramos entonces. Olía a

tabaco, licor y polvo.

Cuando me abrió la puerta, Espinosa estaba ya algo borracho. Su rostro de querubín decrépito

mostraba huellas de cansancio. Al dejarme entrar miró, por un momento, la calle con desconfianza.

- !Me alegro de verlo vivo! - Dijo a modo de saludo. - Cada vez que me llaman para que haga una autopsia,

pienso que el muerto que encuentre va a ser usted.

- Pues ha tenido trabajo en estos días, de ese por lo menos.

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Nos dirigimos a los sillones. El médico me sirvió un trago en la misma taza en la que había bebido

la otra noche. Sobre el licor flotó una capa de polvo. Eché el líquido al suelo y extendí el recipiente para

recibir otra ración.

- Me asombra tanta ascepcia. - Rió el médico. - Sobre todo en alguien que cuida tan poco de su salud.

- No es higiene, solo estoy cansado de la tierra de este lugar.

- Sí, se mete entre los pelos, entre los dientes. Me despierto por las noches desmenuzando el polvo de

San Joaquín entre las muelas.

- Cuénteme de las nuevas autopsias.

- Las dos mujeres estaban muertas. No importa mucho el resto.

- A mí me importa. Cuénteme.

- ¿Por qué quiere saber?

- Quiero entender lo que pasa.

- Así que por eso se queda, porque cree que se pueden entender las cosas.

- Alguien está matando gente aquí. Quiero saber quién y por qué.

- ¿Y si el mundo no se puede entender?

- Siempre se puede.

- Allá usted, por lo visto sigue tan ingenuo como hace diez años. ¿Qué quiere saber?

- Primero, lo que encontró en las autopsias.

- La de Victoria Galindo mostró una fractura en el cráneo que le provocó una conmoción cerebral. Estaba

viva pero inconsciente cuando la echaron al agua. A la prostituta la mataron como a los Heredia: una

docena de puñaladas.

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- Quiero saber también por qué me envió donde la señorita Galindo.

- Había una vieja historia de odio tras de esa mujer. Se me ocurrió que sería un posible motivo para la

muerte de don José Heredia y de su esposa.

- ¿Qué más sabe?

- Nada. Si hasta en mi sospecha estuve equivocado.

- Explíqueme.

- El último crimen no encaja en toda esa podredumbre familiar que envolvía a los Heredia y a Victoria

Galindo.

- ¿Conocía a la prostituta que mataron?

- ¿A la pobre Deisy Caravalí? Sí, le curé de una gonorrea hace seis meses, más o menos. Era una negra

guapísima.

- ¿Trabajaba aquí o en el prostíbulo?

- Venía al pueblo de vez en cuando. Por las fechas en que la atendí, no fue el único caso.

- ¿A quiénes más atendió?

- Eso es secreto profesional.

- No me joda con la ética y conteste.

- A un par de policías, a un par de decentes funcionarios municipales, a un par de honestos ganaderos...

La lista no le serviría de mucho.

- ¿Sabe algo más?

- Este pueblo tiene tanta mierda como cualquier otra parte del mundo. Eso sé.

- Lo mismo, más o menos, dice el padre Saralegui.

- No me extraña. Ambos trabajamos con seres humanos como materia prima, solo que yo hasta me

ensucio las manos con pus.

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Espinosa tomó un largo y lento trago de aguardiente. Se puso otro en la taza y permaneció en

silencio. Taciturno, gordo, gris. Parecía que el aire de San Joaquín se hubiera apoderado de él,

percudiéndolo. Así lo dejé.

A menos de treinta pasos de la puerta del médico se me acercaron dos hombres, ambos gruesos,

malencarados. Introduje lentamente mi mano debajo de la cazadora hasta agarrar el revólver. Entonces

me di cuenta de que era inútil. En la esquina, bajo el farol estaba apostado un tercer sujeto armado con

una escopeta de doble cañón. El hombre me miraba alerta y tenía el arma disimuladamente dirigida hacia

mí. La calle estaba desierta y las casas clausuradas y quietas, como todas las noches.

- Doña Lucrecia le quiere ver. - Me informó uno de los individuos.

- Venga con nosotros. - Dijo el otro.

Los seguí en silencio mientras el hombre hombre armado con la escopeta nos acompañaba, a

unos cinco metros de distancia. Me condujeron hasta una de las calles cercanas al mercado. Allí la

iluminación era deficiente y las construcciones se veían deterioradas. Entramos en una casa de dos pisos

que supuse era utilizada como bodega, por los bultos que se apilaban desde el portón hasta el patio

interior. Olía a vegetales podridos.

Atravesamos corredores con el piso cubierto por restos de legumbres y harina hasta llegar a un

cuarto pequeño en el que la luz de un foco desnudo iluminaba un escritorio viejo y destartalado y un par de

sillas. En las paredes colgaban calendarios viejos, litografías de paisajes nórdicos y varias estampas de

santos y santas. Los hombres se quedaron en el pasillo. Una mujer me esperaba sentada en una esquina

del cuarto, Lucrecia Villavicencio.

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A la luz de la habitación la pude observar mejor que en el funeral de Victoria Galindo. Tenía como

sesenta años, era gorda y grande, hombruna. Un grueso bozo le obscurecía el reseco labio superior.

Tenía ojos pequeños y vivos y el pelo entrecano recogido en un moño.

Me miró con gesto duro y dijo:

- Cierre la puerta, doctor, y siéntese, tengo que hablar con usted.

Cumplí en silencio la orden para luego ocupar una de las sillas frente al escritorio.

- Usted dirá, señora.

- Verá doctor, yo soy una mujer sencilla, así que no me voy a ir por las ramas. Quiero que se vaya de aquí.

- Me contrataron para hacer un trabajo y todavía no he terminado. No puedo irme.

- Déjese de pendejadas, ha pasado ya una semana desde que usted vino y no ha hecho nada de su

dichoso trabajo.

- No sabía que usted me estuviera supervisando. En todo caso eso es asunto del Presidente Municipal.

- Aquí todo es asunto mío. Usted no ha hecho más que preguntar cosas que no le importan, andar por

lugares que no le interesan y poner en sustos a la gente.

- Más me han asustado a mí, créame.

- Sí, oí que hasta se hizo pegar, casi le matan. Aquí no le necesitamos.

- Pero no me pienso ir, doña Lucrecia, y no me gusta que me presionen.

- Tengo tres guardaespaldas afuera. Podría aparecer mañana muerto en alguna quebrada.

- Inténtelo y la puerta tal vez sea usted.

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La mujer se levantó de su silla para caminar nerviosa por la habitación. Vestía pantalones de paño

de hombre y un saco de cuello alto. Se desplazaba con dificultad, como si tuviera gota o artritis.

- Es cáncer a los huesos, doctor. - Me dijo cuando percibió que miraba su manera dolorosa de andar. -

¿Usted cree que me importa su amenaza con la enfermedad que tengo?

- ¿Entonces de qué se preocupa, qué le asusta?

Me observó con la misma expresión que había mantenido desde el inicio de nuestra entrevista:

dura, impertérrita. Guardé silencio hasta que las arrugas, a la luz implacable de la bombilla, se le

profundizaron como cicatrices de sombra. Al cabo de un minuto se veía tan cansada que me pareció un

cadáver.

- ¿Qué quiere, dinero?

- Me van a pagar cuando termine la monografía.

- Le van a pagar una miseria. Yo le puedo dar mucho más.

- ¿Cuánto?

- Diez, quince millones.

- ¿Cómo me los entregaría?

- En efectivo, mañana, cuando abran los bancos.

- ¿A qué le teme tanto?

Apenas se percató de que no aceptaría el soborno, intentó gritar. Fui más rápido, sacando el

revólver me coloqué a su espalda mientras le apuntaba a la cabeza. Con la mano izquierda cubrí su boca.

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- Tranquila señora. - Murmuré. - Llame a sus hombres y que no noten nada.

La mujer guardó silencio cuando retiré mi mano de sus labios. No parecía dispuesta a colaborar.

Mientras cambiaba la posición de mi arma para colocar el cañón contra una de sus vértebras lumbares le

dije:

- Se está quedando paralítica y eso le asusta. Pero todavía tiene algunos años antes de quedar postrada.

Si le disparo aquí, - Presioné el cañón del revólver contra su columna vertebral - se queda lisiada en este

momento. Llámelos.

La amenaza dio resultado. Con la voz neutra pronunció los nombres de sus guardaespaldas.

- Segundo, Sebastián, Manuel. Entren.

Los hombres abrieron la puerta y la atravesaron, el que llevaba la escopeta nos encañonó de

inmediato. Los otros se prepararon para saltar.

- !Quietos o la mato! - Grité.

- Hagan lo que dice. - Les ordenó Lucrecia Villavicencio con la misma voz sin modulaciones.

- Usted tire la escopeta al pasillo y échense boca abajo en el suelo.

Obedecieron. Apuntando siempre a la mujer y usándola todavía como escudo, salí al corredor.

Cerré la puerta y la atranqué empujando contra ella una de las grandes cajas que ocupaban el costado del

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pasillo. Los hombres ya no podrían salir. Luego cogí la escopeta que había lanzado el guardaespaldas

fuera del cuarto y la descargué.

Me dirigí hacia el portón de la casa empujando frente a mí a doña Lucrecia. Cerca de la salida

solté a la mujer quien buscó el apoyo de la pared mientras me hablaba, pálida y desgastada.

- Usted no comprende nada y sin embargo se atreve a investigarnos, a juzgarnos.

- Dígame lo que sucede y me voy. Necesito saber.

Guardó silencio. Corrí hacia la salida, quería perderme entre las calles del pueblo antes de que

doña Lucrecia pudiera liberar a sus hombres. Casi había llegado al portón cuando tropecé con un bulto

tembloroso.

Era una mujer gorda vestida de negro, se cubría la cara con las manos. Con el golpe abrió los

brazos y le pude ver el rostro, era Camila Villavicencio, la profesora. Las mejillas se le estremecían. Una

mezcla de ira, exaltación y terror le animaba la mirada, era como si una confusión de furores le estallara en

el cerebro, proyectándose luego a través de sus ojos. Salté hacia la puerta y me perdí entre las sombras.

Me sentía amenazado. Todos en San Joaquín sabían donde dormía. El hotel ya no era un sitio

seguro, en él podían atacarme los hombres de doña Lucrecia o cualquier otro que se sintiera afectado por

mis averiguaciones. Sin embargo me dirigí hacia la pensión. En la casa de Espinosa me buscarían los

hombres de la señora Villavicencio y no conocía en el pueblo a nadie que me diera albergue por una

noche. No se me antojaba dormir en el parque o en una cuneta.

En la recepción del hotel, mientras esperaba que el mozo me extendiera mi llave, observé el

registro de huéspedes. Tres habitaciones permanecían vacías, una de ellas en el piso donde estaba mi

cuarto. Subí a mi dormitorio y entré en él.

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Encendí la luz y luego de un momento, cuando estuve seguro de no ser observado, me deslicé

hacia el pasillo. Tras cerrar la puerta de mi habitación fui hacia la que estaba vacía, rompí la cerradura con

mi cuchillo y me introduje en ella. Sin encender la luz, atranqué la puerta con una silla y me acosté. Podía

dormir seguro. Debí tener pesadillas pero no las recuerdo. Desperté, al día siguiente, con sabor de polvo

en la boca.

Tuve que regresar a mi habitación para asearme. Tomé un baño y me puse la última mudada de

ropa limpia que había llevado. Mientras me afeitaba, decidí el itinerario de la jornada. Al cabaret iría por la

noche; de camino hacia él visitaría el lugar donde habían encontrado el cadáver de la prostituta: la

quebrada de Chiquihuaico. En la mañana, luego del desayuno, me proponía visitar la biblioteca municipal,

quería ver la colección de periódicos del pueblo. Esperaba descubrir, entre las noticias, algún indicio,

alguna pista.

Me recibió, en la calle, el sol frío de San Joaquín. En el camino hacia la fonda en la que

desayunaba creí ver a alguien que me seguía. Dejé caer mi cartera en un intento por observar disi-

muladamente hacia atrás, me detuve frente a un ventanal para utilizarlo como espejo, curvé de improviso

en una esquina, siempre esperando ver al menos la sombra de mi perseguidor. Todo en vano.

Era suficiente, supuse, que desde las distintas casas me observaran sin retirar siquiera los visillos

y comunicaran mi posición a quien se interesara por ella. La sensación de ser observado me fastidió el

desayuno.

Luego de comer fui hasta la biblioteca municipal. Era una sala grande y mal iluminada que se

encontraba en el subsuelo de un edificio antiguo situado junto a la iglesia. La pésima iluminación del lugar

no impedía ver una gruesa capa de polvo sobre las mesas de lectura. Era un polvo fino y amarillento que

parecía provenir de la lentísima descomposición de los libros que descansaban en antiguos anaqueles.

El bibliotecario, un viejecito frágil que miraba por encima de unos lentes franklin con ojos azules y

desvahídos, me atendió extrañado de que alguien bajara a su reducto. Le solicité los ejemplares

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publicados durante los últimos cuatro años de "El Heraldo de San Joaquín", un semanario que era la única

publicación periódica del pueblo. Me entregó varios volúmenes encuadernados, los apoyé sobre una de las

mesas y empecé mi trabajo.

La pequeña publicación se llenaba sobre todo con noticias sociales. Una sección de crónica roja

daba cuenta de pequeños delitos de abigeato, riñas y asaltos insignificantes. Las noticias políticas y

económicas eran pocas pero me parecieron importantes.

Hablaban, principalmente, del Presidente Municipal, don Jonás Mendieta. Este pertenecía a un

partido derechista que, a lo largo del último período presidencial, se había mantenído en la oposición. A

pesar de esto, Mendieta conseguía recursos para desarrollar abundantes obras para el pueblo. Resultado

de su gestión eran el actual edificio del Municipio, un camal y la dotación de alcantarillado y agua potable a

los barrios pobres de la parte alta de San Joaquín. Todos eran contratos millonarios.

No encontré más, sin embargo, la información me parecía interesante. A lo largo del último período

presidencial había corrido bastante dinero por las polvorientas calles de San Joaquín. Y el dinero siempre

ensucia. Antes de salir pedí un mapa de la zona para ubicar la quebrada de Chiquihuaico.

Quería dejar el pueblo sin que se supiera, al menos temporalmente, donde iba. A media tarde, salí

a pie por uno de los senderos que se alejaban de San Joaquín hacia la montaña. Caminé por él un par de

kilómetros y luego de dirigí hacia la carretera. No tuve que esperar mucho tiempo, pasó uno de los buses

que iban hacia el oriente, lo detuve y subí para bajarme poco después, cerca de la quebrada donde

encontraron a Deisy Caravalí.

El paisaje de la zona era volcánico. Grandes rocas, como dentaduras u osamentas de antiguos

dinosaurios se levantaban negras, irregulares, descarnadas, entre los pajonales amarillos. Un viento frío y

fuerte resecaba la tierra agitando las hojas de unos pocos árboles raquíticos. En la parte alta de la

cordillera se podía observar la cornisa nevada de una gran montaña.

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Encontré la quebrada. Era un tajo abrupto que desgarraba el monte; en sus costados crecían

algunos arbustos tupidos, me costó trabajo internarme en ella. El aire en la depresión era aún más frío que

el de la superficie, un riachuelo murmuraba, invisible, en alguna parte.

¿Qué había ido a buscar ahí? ¿Las huellas dejadas por un cuerpo de mujer, desgarrado y

sangrante? ¿El eco de algún grito? ¿Un olor? ¿Alguna evidencia que me mostrara la muerte o su paso

sigiloso?

Era una búsqueda torpe, sin sentido. Caminé entre las zarzas. Mientras más me internaba en la

quebrada, más evidente se me hacía la presencia de un perseguidor. Supuse que no había conseguido

burlar a quien me vigilaba. Me habían seguido, me sitiaban.

Corrí un trecho y me oculté entre los arbustos tratando de escuchar el ruido provocado por algún

movimiento. El pequeño río corría entre las piedras con su susurro, el viento movía las hojas. Si alguien

venía tras de mí, se ocultaba bien, disimulando su desplazamiento en los murmullos del páramo.

Caminé de nuevo, esta vez con el revólver en la mano. Ascendí por uno de los costados de la

quebrada, ya en la superficie, me acurruqué contra una de las negras piedras del lugar. Anochecía. Las

sombras me ocultaban pero también me impedían ver a mi perseguidor. Podía solo intuirlo por los terrones

que desmenuzaba a su paso, por la ramas que rompía o por el sonido de su ropa, rasgada en alguno de

los zarzales.

Dejé mi escondite y, a rastras, me dirigí hacia la carretera. La noche había caído casi por

completo, aún así sería yo un blanco fácil cuando trepara una cresta de roca que me separaba del camino.

Corrí con la cabeza inclinada, con el cuerpo listo para recibir un balazo, con las costillas contraídas

y el aire helado golpeando mi rostro. Pensé en mi hija, pero en un recuerdo tan lejano que me pareció

hacer memoria con la memoria de otro hombre. Antes de ascender por la cresta de rocas me volví un

momento y disparé dos veces apuntando hacia las sombras. Sentía deseos de vaciar toda la carga del

revólver, de espantar al que me seguía. Hubiera sido inútil.

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Como una araña trepé por las rocas. No eran muy altas, un par de metros. Cuando estuve al otro

lado, rodé hacia el suelo, luego corrí en dirección de la carretera. Con mis pies sobre el asfalto me sentí

extrañamente seguro, la idea absurda de que mi perseguidor no podía salir de los pajonales me

tranquilizaba. Me encaminé hacia el prostíbulo, sintiéndome bastante ridículo.

Aunque se trataba solamente de dos kilómetros, me demoré en recorrerlos. La carretera la

utilizaban muchos autos que iban o venían del oriente. Cada vez que pasaba uno, me ocultaba entre los

matorrales que crecían al borde del camino.

Desde las sombras observé el paso de los automóviles. El obscuro interior de las cabinas me

pareció un espacio seguro en el que los viajeros respiraban una atmósfera distinta de la que me envolvía.

Deseé meterme en uno de esos reductos que me parecían veloces vitrinas apagadas y alejarme en él de

todo lo que me rodeaba. Al fin llegué al prostíbulo.

El burdel se encontraba en una pequeña explanada que acotaban dos colinas. La construcción

había sido el campamento de los trabajadores de alguna obra civil, probablemente de la misma carretera.

En un hangar de tamaño mediano, que debió pertenecer a las oficinas, se escuchaba música. Junto a él se

ordenaban, en una especie de tren inmóvil y herrumbrado, los vagones que debieron servir de dormitorios

para los obreros. El conjunto estaba iluminado por dos potentes reflectores que resaltaban un rótulo rojo y

desvahído en el que se podía leer: "EL OASIS NIGTH CLUB".

Frente al prostíbulo se alineaban cuatro camiones y algunos automóviles. Junto a la carretera, a la

entrada del estacionamiento y bajo un galpón con cubierta de zinc y sin paredes, una vieja cocinaba en un

par de ollas grandes cubiertas de hollín.

- Un caldito, mi señor. - Ofreció la mujer. - Para que entre con fuerzas.

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Mientras reía como una bruja mugrienta y desdentada, meció la olla más grande con una cuchara

de palo. Las brasas del fogón iluminaban los muebles del pequeño lugar: dos bancos largos sin espaldar y

una mesa cubierta con plástico adornado de flores rojas y azules. Entré al galpón.

- Deme una Cocacola. - Pedí.

- ¿Solo eso mi bonito?

- A la salida me como un caldo.

- Sí, - Aceptó la vieja mientras me servía el refresco. - todos se van comiendo cuando se acaba la fiesta.

Para que no les dé mucho chuchaqui.

- ¿Vienen muchos?

- !Una cantidad

- ¿Desde San Joaquín?

- Del pueblo vienen pocos. Más son los camioneros que pasan hacia la selva.

- Este sitio no parece muy tranquilo.

- !Que va a ser! Son hombres que vienen a buscar mujeres y trago. A más de uno le he tenido que curar de

alguna puñalada.

- ¿No viene la policía a averiguar qué ha pasado?

- !Los infelices esos solo vienen a cogerse a las mujeres que trabajan aquí, a nada más!

Pagué y me dirigí hacia el prostíbulo. Antes de entrar recorrí el sitio. En los vagones se

escuchaban las voces de las mujeres y sus clientes, en alguno incluso se iniciaba una discusión sobre el

precio de los servicios. Tras del burdel se extendía una planicie cubierta de matorrales. Cuando rodeé todo

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el lugar me di cuenta de que la niebla había envuelto la construcción, ya no se veía el estacionamiento, la

vieja con sus ollas había sido tragada por la bruma. Entré al salón.

Era un espacio amplio, cubierto con techo de zinc y con el suelo encementado lleno de aserrín.

Olía a tabaco, aguardiente y perfume barato. De las paredes colgaban ajados posters de mujeres

desnudas, cantantes de boleros y afiches publicitarios de refrescos y licores. Unas doce mesas de metal

llenaban el lugar alrededor de una pista de baile, al fondo funcionaba una rocola junto a un bar desde el

que se servían las bebidas.

Había pocos clientes, ocupaban tres de las mesas. Ocho maquilladísimas mujeres semidesnudas,

sentadas frente a la barra, conversaban entre trago y trago. Ni siquiera hacían el intento de seducir con sus

cuerpos tristes, solo esperaban. Los comensales eran hombres humildes, choferes y campesinos. Se

veían hoscos, dispuestos a beber toda la noche. A nadie se le escapaba una sonrisa.

Mientras me sentaba, uno de los hombres se levantó, fue hacia la rocola y puso música. Empezó a

sonar una salsa. Un par de los clientes se animaron a bailar, con desgano dos prostitutas siguieron sus

pasos torpes. La música alegre se escuchaba en el salón como un despropósito.

Me acerqué a la barra. La mujeres me miraron sin curiosidad alguna. El barman, un hombre

rechoncho que debía actuar también como guardián del burdel, me preguntó:

- ¿Cerveza o aguardiente?

- Cerveza.

- Son mil quintentos.

Le entregué el dinero. Indiferente, depositó, sobre el mostrador manchado, un vaso y la botella

para luego desentenderse de mí. Iba a preguntarle por Deisy, cuando escuché el ruido que hacía la puerta

del local al abrirse. Al volverme los vi, su presencia me tranquilizó. Sí me habían seguido. Por un momento,

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luego de lo sucedido en la quebrada de Chikihuaico, temí sufrir alguna forma de manía persecutoria. Pero

estaban ahí, toscos y grandes. Torvos. En nada parecidos a una alucinación.

Entraron los tres juntos, luego uno se dirigió hacia una mesa a mi izquierda, los dos restantes

ocuparon otra a mi derecha. Trataban de encerrarme en un movimiento de pinzas. El que había quedado

solo empezó a pedir licor a gritos. Sin darles la espalda, comencé a beber de la botella.

Otros hombres se animaron a bailar y la pista se llenó de parejas. Los clientes, mientras trataban

de seguir la música, se sentían en la obligación de manosear las pesadas carnes de las mujeres; éstas

fingían reír, como corresponde.

En ese momento entró Taita Nacho, vino hacia la barra y, luego de saludarme, preguntó al

barman:

- ¿No ha venido?

- ¿Quién? - El hombre, sin mirarlo, limpiaba un vaso con un mantel seboso.

- Mi patrón, el loquito.

- No. No le he visto.

- ¿Viene don Juan Bernardo por aquí? - Le pregunté al viejo.

- Si. Le gustaba una de las mujeres, para verle nomás.

- ¿Cómo así?

- No sé. Cosas de él.

- ¿Una de éstas? - Señalé hacia el grupo que bailaba.

- No. La pobre que ha aparecido muerta.

- Tómese un aguardiente.

- Gracias, Doctor. - Pedí una copa de licor que el anciano bebió de un solo trago.

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- Si no está aquí ¿por dónde andará?

- No sé. Como el pobre está mal de la cabeza.

Los sujetos que me habían seguido no parecían dispuestos a atacarme en ese momento. Quería

ganar algo de tiempo, averiguar por qué acción se decidían.

- Cuénteme una historia, de esas que sabe.

- Si me invita otro trago le cuento todas las que quiera.

- ¿Y don Juan Bernardo?

- Ya ha de aparecer.

Pedí una botella de aguardiente, el barman la puso encima del mostrador y se alejó, mientras el

viejo empezaba:

- Le voy a contar el caso de "El oro del diablo". Se trata, mi Doctor, de una historia que dicen que

es verídica. Que sí pasó en el pueblo con uno de los más ricos que, al principio, era pobre, pobre

como cualquiera de nosotros.

Pero una vez, por una zona que se llama Supayurco, que queda más arribita de aquí,

nomás, este señor que se llamaba don Julián, dizque había estado cazando conejos, para vender

en el mercado.

En eso se encontró con un hombre alto, bien vestido, montado en un caballo negro con

una montura de plata. Este señor, que tenía unos ojos como carbones prendidos, le dijo a don

Julián:

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- ¿Por qué cazas estos animales, si son míos?

- Para dar de comer a mis hijos, porque soy pobre. - Había contestado don Julián. Pero era

mentira, porque lo que quería era vender los animalitos.

- Yo te puedo ayudar, para que te hagas rico, bien rico, si me sigues. - Le dijo el del caballo.

Don Julián dijo que bueno, que sí quería. Y el jinete le llevó hasta una casa de hacienda

bien grande. Y cuál es la sorpresa que cuando llega a la casa de hacienda se encuentra con un

poco de ricos del sector que estaban afilando los machetes y limpiando las palas, como que

fueran peones del hombre del caballo. Y viene el dueño de un banco que dizque era bien

conocido en San Joaquín y le dice:

- !Patrón!

El hombre del caballo le dio con una fusta gritando:

- !No me nombres!

Y ahí mismo le entregó a don Julián unas alforjas llenitas de oro y de piedras preciosas y

le dijo:

- Andate. Pero ya que has aceptado mi oro, has de cumplirme después.

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Don Julián salió corriendo, cargado con el oro. Aunque conocía bien la zona se perdía a

cada paso. Los caminos dizque parecían culebras que se enredaban sin dejarle avanzar. Asus-

tado, había querido rezar una magnífica, que es bueno cuando uno se pierde, pero las palabras

no le salían de la boca. Al fin, cuando ya estaba como muerto del cansancio, alcanzó a ver el

pueblo de San Joaquín.

En el pueblo, con el oro y las piedras preciosas, se compró casas y haciendas y se hizo

rico. Dizque fue a la capital y se casó, y tenía todo lo que quería tener. Así hasta que le llegó la

hora de la muerte.

Estando ya bien viejo y enfermo llamó a un cura para confesarse. Pero el santo cura no

pudo pasar de la puerta, porque un olor terrible a azufre y unas como chispas no le dejaban

entrar.

Y cuando ya estaba muriendo don Julián, se le presentó el hombre del caballo y le dijo.

- Ven conmigo. Ya te toca ir a trabajar en mi hacienda.

Y le fue llevando. Porque el jinete había sido el diablo, y a toditos los ricos de San Joaquín

les había comprado el alma. Cuando se morían él les llevaba hasta la hacienda y les tenía

trabajando el resto de la eternidad.

Y así es la historia de don Julián, mi Doctor. Ya ve, por tener plata los ricos hacen pacto

con quienquiera.

- Así es, Taita Nacho.

- Bueno, mejor me voy. - Dijo el anciano levantándose. - Le tengo que encontrar a mi patrón. ¿Sí me puedo

llevar la botellita?

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- Vámonos los dos. - Le respondí. Y, llevando la botella en la que aún quedaba un saldo de aguardiente,

nos encaminamos hacia la puerta.

No regresé a ver, pero supe que nos seguían. Al llegar hasta los camiones, le dije al anciano que

regresaba para orinar y me separé de él. Cuando estuve solo rodé bajo uno de los trailers. Se habían

separado. Entre las llantas del camión pude ver las botas de uno de mis perseguidores. Caminaba

sigliloso, lento. Pasó a mi lado.

Saqué el revólver y salí de mi escondite sin que se diera cuenta. Un golpe tras la oreja con la

cacha del arma fue suficiente, el hombre cayó en silencio. Escuché un silbido a mi derecha, otro sonó a

mis espaldas. Caminé unos pasos entre la bruma. Los dos silbidos se repitieron, esperaban el tercero y, al

no recibir respuesta, sabrían que los había descubierto.

El hombre se me echó encima. Era muy fuerte y hábil para pelear. Con el impacto perdí el

revólver, el sujeto sostenía en su mano derecha una manopla. Lo abracé, intentó golpearme la nuca con el

metal. Con un cabezazo le rompí la nariz, la sangre le cubrió la boca y la barbilla. Aprovechando su atur-

dimiento me alejé un poco, tomé su brazo derecho y lo retorcí. Supe, por el crujido de la articulación, que

se lo había dislocado. Gritó mientras caía de rodillas. Con un puntapié en el rostro lo dejé inconsciente.

Escuché el sonido de mi chaqueta que se desgarraba. Un puñal estuvo a punto de atravesarme el

costado, me lastimó la piel sobre las costillas. El tercer hombre me atacaba por la espalda. Cuando me

volví lanzó otra puñalada contra mi tórax. Salté hacia un costado mientras extraía mi cuchillo. Al verlo, el

sujeto dio un paso hacia atrás. Nos observamos un momento. Su rostro parecía una máscara de bronce.

Saltó. Detuve su arma con mi antebrazo, mientras le hundía mi cuchillo en el vientre. Gimió al caer.

Me apoyé en uno de los camiones para vomitar la cerveza que había bebido en el cabaret. El

sabor amargo me llenó la boca. Estaba mareado. Reposé un momento. Cuando me sentí algo mejor,

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guardé mi cuchillo, luego de limpiarlo en la tierra, cogí el revólver y empecé a alejarme del lugar. El viejo

Taita Nacho no aparecía por ningún lugar.

Una mano me sostuvo la pantorrilla. Era el último hombre que había luchado conmigo. Su rostro

ya no parecía una peligrosa máscara de bronce. Ahora se veía como la careta de un payaso aterrorizado.

No intentaba agredirme.

- Por favor, un médico. - Sollozó.

- ¿Quién te mandó? - Pregunté.

- Un médico, por Dios, me muero. -

Perdió el conocimiento, tal vez ya estaba muerto. Deshice mi bota de su mano y me encaminé,

entre la bruma, hacia el prostíbulo. En el rótulo iluminado por los reflectores seguía leyéndose: "EL OASIS

NIGTH CLUB".

Entré de nuevo al cabaret y me dirigí al baño. Allí, junto a un urinario maloliente, revisé mi herida;

era superficial, sangraba poco. Me la sequé con el pañuelo mientras leía las inscripciones que otros

clientes habían dejado en las sucias paredes del lugar:

Todas las putas de aquí tienen sífilis.

Agradece hermano

que lo que tienes en la mano

no lo tienes en el ano.

Aquí meó Miguel.

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Salí del baño. La animación había pasado, la rocola no sonaba y la pista se veía desierta. Algunas

mujeres compartían las mesas con los clientes, las otras habían vuelto a la barra. Me acerqué hacia ellas.

- Me han dicho que aquí trabaja una chica, Deisy. Quiero bailar con ella. - Les dije.

Me miraron en silencio, extrañadas.

- Ya no baila aquí. - Contestó una de las mujeres. Era una negra alta, grande, ventruda, con senos

macizos y anchas caderas. El maquillaje no conseguía ocultar la placidez de su rostro. Tenía los ojos

negros, grandes, la boca ancha y la piel muy pura.

- Ven. Te invito un trago.

- Alberto. - Dijo dirigiéndose al barman. - Aquí el caballero me va a invitar una botella. Llévanos el

aguardiente a la mesa.

Cuando estuvimos sentados me preguntó:

- ¿Como te llamas, mi rey?

- Bruno.

- Yo soy Flora ¿No sabes que a la pobre Deisy la mataron?

- No soy de aquí. Un amigo camionero me dijo que era buena hembra, por eso pregunto por ella.

- Me estás mintiendo, mi rey, pero no importa. Igual te sirvo yo. Dicen que soy mejor que la Deisy, más

arrecha.

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Se bajó el ya pronunciado escote para mostrar su gruesos senos de pezones obscuros.

- Me vas a servir. Pero hablemos primero. - El barman nos había llevado el licor. Llené las dos copas y

bebimos.

- ¿Cómo era la Deisy?

- ¿Para qué quieres saber? Ya no vas a poderle culear.

- Curiosidad.

Alzó los hombros, se terminó de un sorbo el licor de la copa y dijo:

- Era buena, buena y tonta la pobre. Aquí ya no somos tontas, pero ella era así. No aprendió nunca.

- Algunos no aprendemos nunca nada.

- Y pagan por pendejos.

Se levantó, fue hasta la rocola y puso un disco. Empezó a sonar un bolero.

- Esta era la canción que le gustaba. - Me informó, al sentarse de nuevo a la mesa.

La voz del cantante se escuchó desgarrada, excesivamente triste, entre las conversaciones de los

borrachos y las risas estridentes de las mujeres que los acompañaban.

Aquel, que te llenó de joyas y de pieles,

aquel, que te enseñó las mieles de riqueza,

aquel, que por placer comprara tu belleza,

no te supo querer como yo te quiero.

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Aquel, que quiso deslumbrarte con dinero,

aquel, que nunca supo darte amor sincero,

aquel, que te engaño con perlas y diamantes,

no supo ni siquiera ser tu amante.

- ¿Por qué era tonta? - Quise saber.

- ¿No oyes la canción?

El amor verdadero es la belleza,

de saber compartir dicha y tristeza,

el de dar sin pedir a cambio nada,

más que una sonrisa o una mirada.

Aquel, que te llenó de joyas y de pieles,

aquel, que te enseñó las mieles de riqueza...

- Explícame.

- La pobre se creía que iba a encontrar un hombre que la sacara de esto. Bueno, también era joven. A esa

edad uno se cree cualquier cojudez.

- ¿Y no encontró a nadie?

- ¿Aquí, con los hijoeputas de clientes que tenemos? No me haga reír, mijito.

- No solo hay hombres aquí, también viven algunos en San Joaquín.

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Me miró incómoda y molesta mientras bebía otro trago. Inclinándose hacia mí con una sonrisa me

apretó la entrepierna mientras decía:

- Mejor vamos a que remoje el bizcocho, mijito. Usted parece necesitado.

- ¿Por qué, ya te cansaste de conversar?

- ¿Eres policía?

- No, pero quiero saber por qué mataron a tu amiga.

- ¿A ti qué te importa?

- ¿No quieres que agarren a los que le apuñalearon?

- ¿Para qué? ¿Cuándo has oído que encierren a alguno por matar a una puta?

- ¿Qué pasaba con la Deisy?

- Bajaba al pueblo. Tenía clientes importantes. Llegaba con el cuento de que un señor de San Joaquín le

iba a poner casa, para tirársela él solo. Eso pasaba.

- ¿Sabes el nombre del tipo ese?

- Ni sabiendo te decía. Por algo la han de haber matado a la Deisy. Es gente mala y yo no soy ninguna

cojuda.

- Sí. Se nota como eres.

Fue de nuevo hacia la rocola, cuando regresó a la mesa sonaba otro bolero.

- A mi me gusta éste. - Dijo.

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Dime tu precio, di cuanto vale

mirar tus ojos y darte un beso,

que estoy dispuesto a pagarlo

con mi vida si es preciso

porque estoy bajo el hechizo

de tu personalidad.

Con la cruz entre mis manos

yo te juro que es verdad...

- No te entiendo.

- Soy una puta con tres hijos. - Rió mostrando sus dientes blancos y anchos y una fina lengua roja. - A mí

me pagan, les saco hasta el último chorrito y tengo buena fama.

... y aunque piensen que estoy loco,

si es tu precio, yo lo pago, vida mía.

Dime tu precio...

- Por lo visto, tú no sufres.

- Sufren los ricos, que tienen tiempo y los pendejos.

- ¿No quisieras salir de este sitio?

- ¿Para irme a la capital? No joda, mijito, ya estoy vieja para eso. Además, aquí son brutos pero sanos. En

la ciudad hay mucho peligro.

- Aquí las cosas no están tranquilas, ya ves lo que le pasó a tu amiga.

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- Es que una cosa es hacerse tirar por el Capitán Vargas, para que deje trabajar y otra irse a buscar...

bueno, irse a buscar problemas.

- ¿Tienes una fotografía de tu amiga? Me gustaría conocerle.

- Pareces buena gente. Sí, te voy a mostrar la foto.

Se levantó, fue tras la barra para luego regresar llevando en las manos una fotografía enmarcada.

- Esta nos la tomaron hace un año. En ese tiempo la Deisy ya trabajaba aquí. Es la que está a mi lado.

Se trataba de una curiosa foto de familia. En la barra, alrededor del barman, debajo de un árbol de

navidad plateado y discretamente vestidas, posaban las mujeres. Junto a Flora se veía una mujer negra,

joven, bien formada. La luz indirecta le marcaba el rostro: ojos inmensos, pómulos altos, bellos labios

terribles.

- Era guapa tu amiga.

- Con esa cara y ese cuerpo pudo vivir bien, pero qué quieres. Así es la vida.

- No todos hacemos lo que más conviene.

- Así es mijo. ¿Nos vamos a hacer pelear los meones?

- ¿Cuánto?

- Cinco mil.

Conté el dinero y lo puse sobre la mesa. En la rocola sonaba un nuevo bolero.

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Caminé con los brazos abiertos,

por hallar un cariño,

una sola amistad.

¿Y qué es lo que tengo,

y tu qué me diste?

Tan solo mentira,

cansancio, miseria.

Me levanté y, luego de guiñarle un ojo a la mujer, me dirigí hacia la puerta. Salí del local. Había

caminado una decena de pasos cuando escuché que alguien se me acercaba. Me volví de prisa. Era Flora.

Me miró en silencio, luego dijo:

- Se llama Eusebio Ramírez. El cabrón al que la Deisy visitaba se llama así, trabaja en el Municipio.

Se aproximó como para abrazarme, pero se contuvo. Luego, dándome la espalda, regresó al

prostíbulo. La canción, melodramática, seguía escuchándose:

Miseria, que llevo en la vida

hace mucho tiempo.

Como una tragedia escondida

en mi sufrimiento.

Migajas de besos,

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limosna de todo...

Caminé entre la bruma. Esperaba encontrar, en la carretera, un bus para regresar al pueblo.

Cuando llegué a la franja de asfalto, de entre la niebla surgió el galpón con la bruja y sus ollas iluminadas

por el fuego de la cocina de leña.

- ¿Ya viene a tomarse su caldo, mi bonito?. - Ofreció la vieja.

- ¿De qué es el caldo?

- De pata de res, lo mejor para el chuchaqui y el frío.

- Sírvame un plato, señora.

Mientras me sentaba, la mujer, utilizando un gran cucharón, llenó un pozuelo con una sopa espesa

y olorosa. Me lo extendió por encima de los vapores de las ollas. Empecé a comer. Cuando tragué la

última cucharada me sentí caliente y reconfortado.

- ¿Sí pasó bonito allá adentro? - Preguntó la vieja.

- No me puedo quejar.

- Son buenas mujeres, lo que pasa es que la vida es dura.

- Así es mi señora. Dígame ¿Pasará algún bus de los que van a San Joaquín esta noche?

- ¿Qué horas son?

- Las diez y media. - Le respondí, luego de consultar mi reloj.

- Sí, alcanza al de las once.

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Nos mantuvimos en silencio por un momento, luego se me ocurrió preguntar:

- ¿No lo vio a Taita Nacho?

- Aquí estuvo hace un rato, le alcanzó a coger al loquito.

- ¿A don Juan Bernardo?

- Sí. Pobrecito, loco y todavía joven. Dicen que la mujer le botó por eso. Yo le di un caldo, aunque no me

pagaron. Me daba pena.

- ¿Le pasaba algo?

- Lloraba, hablando de una negra, de unas palomas, de unos alfileres. No le entendí.

- ¿De unas palomas?

- !Qué también querría decir! Lo que yo sé, mi señor, es que las palomas son unas avecitas mágicas. Si

uno hace un caldo con una paloma, por más que sean ocho o diez de familia, y por más que el pajarito sea

pequeño, como es, siempre le alcanza una presa cada uno. Por eso es que son mágicas.

- ¿Y Taita Nacho?

- Llegó con una botella de trago, ya medio borracho, y se llevó al loquito. Estaba como asustado.

- ¿Cuánto le debo?

Me dijo el precio del caldo y se lo pagué. Unos minutos después llegó el bus. Me despedí de la

mujer y subí al vehículo. En su interior, en la obscuridad, dormitaban unos cincuenta pasajeros. No había

sitio, tuve que ir de pie. Los vidrios estaban empañados, no se podía ver el exterior.

Me sentí volviendo de un viaje imposible a otro mundo, uno de niebla y de rocas negras. Alguien

roncaba a mi lado. Un niño lloró pidiendo su mamadera. La madre lo consoló con un cloqueo.

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Llegué, luego de un cuarto de hora, al pueblo. En el hotel aún estaba desocupada la habitación

cuya puerta había forzado la noche anterior. Dormí en ella, agitado, por un par de horas.

Cuando desperté, en el insomnio, me puse a ordenar una y otra vez los conocimientos que había

adquirido sobre la situación que me atrapaba. Los crímenes. Las gentes. La información de Flora. Los

lugares que había visitado: el pueblo, la iglesia, la hacienda, el prostíbulo.

De todo parecía surgir una especie de armonía perversa. Había una lógica en esa mezcla de barro

podrido y polvo. Poco antes del amanecer creí haberla encontrado. El sol frío de San Joaquín empezaba a

iluminar el cuarto.

Fui a mi habitación para asearme, lo hice automáticamente. Estaba furioso. Tenía deseos de

romper, triturar, quebrar huesos y golpear rostros. Permanecí en el cuarto un par de horas, remordiéndome

la ira mientras hacía tiempo.

El dinero. Todo era un asunto de dinero. El dinero, el poder. El poder y sus vericuetos y sus mil

rostros y lugares. El poder y sus perros. El poder y sus héroes. El poder y sus víctimas. Eterno.

Indestructible. Polimorfo. Todo lo devora: la lucidez, la rebeldía, la guerrilla. Todo es inútil contra el poder.

Nos digiere, siempre.

No quería desayunar. Bajé a la calle para buscar una tienda. Entré a la primera que pude

encontrar. Era un local pequeño, abarrotado de mercaderías empolvadas: desde escopetas de fabricación

nacional hasta fideos. Sobre el mostrador reposaba la imagen del Señor de los Remedios, un cristo senta-

do en su trono, santo y sabio. Una veladora le llenaba de hollín el rostro sereno.

La tendera me atendió lenta, armoniosa. Era una mujer gorda y bonita, todavía joven. Pedí una

botella de agua mineral y me la tomé ahí mismo, mientras la mujer iba y venía de la trastienda, donde

lloraba un niño. Pensé en mi hija y en Victoria. La rabia me abandonó, lentamente.

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Ya era hora. Me dirigí hacia el palacio municipal, entre los transeúntes que levantaban con sus

pies el polvo de las calles. El pueblo entero me parecía una costra reseca y quieta que ocultaba toda la pus

del mundo. ¿Quién era yo para frotarlo todo, para llegar a la carne viva?

Ingresé al edificio y subí hasta la oficina del Presidente Municipal. El secretario, en la antesala, me

recibió en silencio, mirándome con odio y temor. Ni siquiera preguntó a su jefe si me podía recibir,

recordaba sin duda nuestra última entrevista. Entré a la oficina de Mendieta quien, sentado tras de su

escritorio, hablaba por su teléfono celular como la otra vez. Me miró con disgusto, señalándome la silla que

tenía en frente.

No tomé asiento. Incómodo, Mendieta terminó su conversación y, mientras dejaba el teléfono

sobre el escritorio, preguntó:

- ¿Sucede algo, doctor? Porque no veo motivo para que usted entre a mi oficina sin anunciarse.

- Usted sabe lo que sucede. - Respondí, mientras sacaba el revólver para encañonarlo.

El hombre me miró estupefacto, intentó tragar saliva varias veces y luego murmuró:

- Pero usted está loco.

- Llame a Ramírez, y cuidado con lo que dice.

Tembloroso, Mendieta pulsó el intercomunicacor y ordenó:

- Que venga el licenciado Eusebio Ramírez. Es urgente.

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Mientras el secretario cumplía con la disposición de su jefe, el teléfono celular emitió un molesto

pitido. Me acerqué al escritorio para tomar el aparato, lo puse sobre el suelo, luego lo aplasté con el taco

de mi bota. Calló. Mendieta miró los restos del celular con una mezcla de terror y rabia. Por lo visto le

gustaba mucho el aparatito.

Me coloqué tras de la puerta, sin bajar el arma. Tocaron. A un gesto mío, el Presidente Municipal

ordenó que pasaran. Entró Ramírez. Cerré, a sus espaldas, la puerta con seguro y le puse el revólver en la

nuca.

Se volvió extrañado, al ver el arma, toda la displicencia que le componía el rostro se le derritió. Se

puso pálido, hasta sus labios perdieron el color. Le indiqué se sentara en una de las sillas que estaban

frente al escritorio y, apartando un poco la otra, me acomodé en ella.

- ¿A qué ha venido, qué quiere? - Preguntó Mendieta.

- He venido para matarlos. ¿Qué le parece?

Ramírez gimió mientras saltaba de su asiento, sin levantarme del mío le di una patada en la

entrepierna. Se dobló frente a mi. Con un golpe de la cacha del revólver lo dejé inconsciente. Mendieta,

mientras tanto, permanecía inmóvil.

- ¿Hacen buenos negocios por aquí? - Pregunté.

- ¿Qué negocios?

- Usted recibe bastante por cada contrato. ¿Cuánto le toca a este imbécil? - Empujé el cuerpo inerte de

Ramírez con mi bota.

- No le entiendo.

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- Me entiende muy bien. Debe ser mucho dinero, como para que maten a cuatro personas.

- Yo no he matado a nadie.

- Usted tal vez no. Pero por orden suya, Ramírez o cualquier otro.

Mendieta recobraba el aplomo por momentos. Se irguió en su sillón y hasta estuvo a punto de

sonreír.

- ¿Así que era eso? Se equivoca. Es verdad que los últimos días han pasado cosas raras por aquí, pero yo

no tengo nada que ver con ellas.

- Ni usted, ni Vargas, ni la señora Villavicencio, ni Ramírez. Aquí nadie tiene que ver con nada.

Alzó los hombros en silencio.

- Usted no sabe nada.

- Cuénteme. Cuénteme de Victoria Galindo, por ejemplo.

- ¿De Victoria? Usted también se acostó con ella. - Esta vez sí sonrió.

Aún sin el celular, volvía a verse como un empresario moderno. Recuperaba la firmeza por

momentos, seguro de poder manejar la situación. Me puse de pie para rodear el escritorio. Cuando estuve

frente a él, reclinó su sillón hacia atrás. Empezaba a cruzar las piernas cuando le rompí la sonrisa con un

golpe. El metal del revólver le reventó los labios quebrándole algunos dientes. Me miró con los ojos

desorbitados. Mientras la sangre le manchaba el mentón y escupía en trozos la dentadura le dije:

- Le voy a contar yo la historia.

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Regresé a mi silla. Mendieta se restañó las burbujas de sangre y baba con un pañuelo mientras,

de nuevo aterrorizado, farfullaba:

- Por favor, por favor...

- Todo tiene su origen en el dinero. ¿No es así siempre? Desde que resultó electo, hace ocho años,

empezó el gran negocio. Usted conseguía los fondos del gobierno central. Supongo que sobrevaluaba las

obras para ganar una comisión en cada una. Había que modernizar el pueblo: luz eléctrica, alcantarillado,

escuelas, un camal. Y usted recibía algo por cada contrato. Por eso no querían que yo revisara los

archivos de datos económicos.

- Yo... no...

- Era un buen negocio. Había pastel para usted, para Vargas, para Ramírez, para doña Lucrecia. Eso sí,

había que agradar a los diputados y funcionarios que le daban el dinero y a los constructores y contratistas

que iban a medias con ustedes. Ahí intervenía Victoria. ¿No es así? En "El Pinar" me di cuenta de que la

hacienda ya no producía. Alguien con dinero la conservaba como una jaula para su dueña.

- !No! -

Hice el gesto de levantarme. Se cubrió el rostro con los antebrazos mientras gemía.

- No iba a llevar a sus socios, semejantes peces gordos, a "El Oasis", donde las putas de los camioneros.

Les tenía un plato especial, propio de gustos refinados: Victoria, una dama de buena familia que estaba

dispuesta desde a tocar el piano para ellos hasta a dejarse azotar, usar como quisieran. ¿Cuántas veces la

vendió?

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Sentí deseos de golpearlo de nuevo, de golpearlo muchas veces.

- Pero la cosa empezó a írsele de las manos. Ya mucha gente sabía de sus negocios: Victoria, que

supongo se lo habrá dicho a su padre, don José Heredia. El viejo lo despreciaba a usted y podía, solo por

rencor, destaparlo todo. Estaba arruinado pero había tenido posición y contactos, era capaz de hablar y

destruirlo.

Mendieta, chorreado en el asiento, me miraba inerme, lastimoso. La sangre le había manchado el

lujoso terno y la corbata de seda. A mis pies, Ramírez, que ya había recuperado el conocimiento, me

miraba inerte. Se veía como una rana hinchada de terror frente a una fogata.

- Y estaba, claro, el estúpido de Ramírez, aficionado de una puta inteligente y ambiciosa: la pobre Deisy.

Ella también podía hablar, contar lo que este imbécil le había dicho.

Me puse de pie. Ya no sentía ira, solo asco y cansancio. La historia era sórdida, los muertos ya se

podrían, los vivos seguíamos enredados en juegos de poder y dinero. En pactos.

- Y entonces empezó la feria de los cadáveres. Puñaladas para los Heredia y la Deisy. Un golpe en la

cabeza para Victoria. Los muertos se mantienen silenciosos. ¿Quién los mató?

Jonás Mendieta volvía a negar con la cabeza mientras intentaba hablar. La hemorragia disminuía.

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- ¿Fue usted? ¿Fue el torpe de Ramírez? ¿Contrataron a alguien, algún matón del mercado, como los que

mandaron contra mí? El que mató a los Heredia estaba en la casa cuando los visité, creyeron que lo había

visto. Por eso intentaron matarme.

- No fue así. - Balbuceó por fin el Presidente Municipal.

- No. Todos ustedes son unas almas de Dios.

- Es verdad lo de los negocios. Aquí hay dinero para todos, si usted quiere se va del pueblo con diez o

veinte millones.

- ¿Qué parte se supone que es falsa?

- No matamos a nadie. ¿No se da cuenta de que a la puta la podíamos comprar o encerrar? Además,

¿quién le hubiera hecho caso?

- ¿Y los Heredia, y Victoria?

- El viejo estaba acabado y a Victoria la teníamos como presa en su hacienda. Nunca hubiera hablado.

- Yo sé lo que sucedió. No puede convencerme de otra cosa.

- No hubiéramos matado a nadie. ¿No ve que lo que menos queríamos era un escándalo?

Ya no me importaban las palabras de Mendieta. Suponía saber la verdad, se la diría a Vargas para

poder abandonar ese maldito pueblo donde todo apestaba, donde todo se desmenuzaba en un polvo

infeccioso.

Iba a llamar a Vargas por el teléfono del escritorio, cuando la cerradura saltó en pedazos. Unas

fracciones de segundo me salvaron de la muerte. Por el rabillo del ojo vi como tres revólveres me

encañonaban. Sin volverme, muy pausadamente, deje mi arma sobre el escritorio.

Eran los dos policías que me habían detenido y el cabo Chasí. Entraron sin dejar de apuntarme.

Supuse que el secretario de Mendieta había sospechado algo y recurrido a la policía.

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Ingresaron a la oficina. Me había vuelto para mirarlos. Tras de los policías, Vargas atravesó el

umbral de la puerta, reposado, con su acostumbrada sonrisa en los labios. Mientras encendía un cigarrillo

murmuró:

- Este cojudo casi la embarra. - Luego continuó en voz alta. -

Doctor García, queda arrestado por el intento de asesinato de los señores Eusebio Ramírez y Jonás

Mendieta, y por los homicidios de los esposos Heredia, la señorita Victoria Galindo y de Deisy Caravalí.

- Espere, Capitán. Los asesinos son Mendieta y Ramírez, si revisamos los libros de contabilidad vamos a

encontrar irregularidades financieras...

- !No sea cojudo! - Vargas se veía casi divertido. - Usted solito se echó la soga al cuello.

Me di cuenta de que no era capaz hacer nada. Me habían puesto una trampa y estaba perdido.

- Llévenselo. - Ordenó el Capitán.

- Al suelo, boca abajo. - El cabo Chasi, mientra me gritaba, me hizo caer de un empujón. Me colocaron las

esposas.

- Un momento. - Dijo entonces Mendieta, que se había levantado. Ya no le sangraba la boca pero tenía

una especie de bulbo tumefacto en vez de labios. - Me voy a cobrar con este hijoeputa.

Jonás Mendieta se me acercó, mientras Vargas se alzaba de hombros y Chasi sonreía. La mirada

del Presidente Municipal se animaba con una intensa expresión de gozo. Pensé en Victoria, en su piel

amoratada por la fusta. Empezó a patearme. Luego de largísimos minutos perdí el conocimiento.

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CAPITULO IV

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Sentí un frío muy intenso en el rostro y una sensación de humedad en el pecho. Recobré el

conocimiento. Me encontraba en la oficina de Vargas, sentado en una silla y con las manos aún

esposadas. El capitán, quien acababa de echarme una jarra de agua al rostro, se alejó de mi para ir a

sentarse tras de su escritorio. Estábamos solos.

- Se jodió, mi doctor. - Dijo el policía.

Mi cuerpo era un solo dolor. No era capaz de discriminar un punto lastimado de otro. Estaba

mareado, con ganas de vomitar y me faltaba el aire. Mendieta se había dado gusto golpeándome. Aún no

podía hablar. Vargas continuó:

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- Le pedí que investigara, no que hiciera saltar todo por los aires. No que le pegara al Presidente Municipal,

ni que fuera por ahí rajando barrigas. Encontramos a un hombre moribundo cerca del prostíbulo y me

supongo que fue usted el que lo hirió.

- Averigué quienes son los asesinos. - Pude decir al fin.

- ¿Y según usted, quienes son?

- Mendieta y Ramírez.

- ¿Por qué?

- Tienen negocios turbios. Sobornos, comisiones sobre las obras que construyen. Usted lo sabe.

El capitán se levantó de su sillón para pasear por la oficina. Sus botas brillantes sonaban sobre el

suelo de maderas mal ajustadas. Parecía gustarle el ruido que provocaba, caminó un rato largo. Sin

regresar a su asiento, dijo:

- No se da cuenta de que sé todo eso. De ser ellos los que querían deshacerse de los viejos y las mujeres,

me hubieran encargado el trabajo a mí.

- ¿Cómo sabe que no se lo ocultaron?

- A mí no se me oculta nada en este pueblo de mierda. Ninguno de los dos, ni Mendieta ni Ramírez

estuvieron cerca de los asesinados.

- Pudieron contratar a alguien.

- Los tengo vigilados todo el tiempo. Me conviene, hago negocios con ellos y no son muy confiables los

muy hijos de puta. Nunca estuvieron en contacto con un posible asesino.

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Guardamos silencio un momento. El policía regresó a su sillón. Luego de levantar sus botas y

apoyarlas en la superficie del escritorio gruñó:

- La embarró, García, y la va a pagar.

- ¿Si no fueron Mendieta y Ramírez, quién asesinó a los Heredia, a Victoria y a la prostituta?

- Eso no importa ya. Los muertos eran unos pobres cojudos. Gente sin influencias, sin familia, sin

contactos. Son el tipo de gente que puede desaparecer.

- En mi habitación del hotel me dijo que temía verse envuelto en alguna situación grave, que lo afectara

ante sus superiores.

- Todavía me preocupa, pero un chivo expiatorio siempre aquieta las cosas.

- ¿Yo?

- Usted se entrevistó con tres de las cuatro victimas antes de que las asesinaran. Poco después de la

muerte de la prostituta, se lo vio en el cabaret donde ella trabajaba.

- ¿Y por qué se supone que los maté?

- No importa mucho. Usted es otro pobre infeliz sin familia, sin influencias.

- Alguien preguntará.

- Estuvo en la guerrilla, en prisión. Esas son situaciones que pueden volver loco a cualquiera.

- Así que va a decir que soy un loco homicida. Cuando los médicos legistas me examinen se darán cuenta

de que estoy cuerdo.

Calló para mirarme con su sonrisa de hielo, mientras se atusaba el delgado bigote negro.

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- No van a poderme examinar. ¿No es eso? ¿Van a matarme mientras intento escapar?

Vargas se alzó de hombros por respuesta.

- De todas maneras, aquí hay un asesino.

- Para lo que me importa, ya capturé al criminal.

- ¿Y si hay más asesinatos?

- Ya no será cuestión mía. He pedido el cambio a otra plaza. Aquí las cosas ya apestan demasiado.

Llamó al cabo Chasi con un timbre atornillado al escritorio. El subalterno se presentó de inmediato.

- Lléveselo. Y no le peguen más. No quiero que cuando vean el cadáver nos acusen de haberle torturado.

- A la orden, mi capitán. - Ladró Chasi.

A rastras, pues aún no podía caminar, me llevaron hasta la celda entre el cabo y uno de los

policías. Abrieron la puerta y, luego de quitarme las esposas, me empujaron hacia el obscuro y pestilente

interior del calabozo. Caí sobre el sucio jergón. Creo que dormí unas horas.

Al despertar noté que obscurecía. Me encontraba en la celda donde me habían encerrado la otra

ocasión, las mismas paredes asquerosas me rodeaban, en la esquina, apestaba la misma letrina inmunda.

Mi reloj, detenido a las once y media, la hora de la paliza, no servía de mucho. Supuse que serían

las cinco de la tarde. Aún viviría una noche. A la mañana siguiente me esperaba el viaje hacia la capital.

En el trayecto me dispararían por la espalda.

Caminé por el sucio habitáculo para desentumecer mis piernas. El dolor de los golpes disminuía.

Un rumor sordo me vibraba en los oídos. Sin pensar en nada, deambulé en círculos por la celda. El

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movimiento adquirió un ritmo y ese ritmo empezó a organizar un flujo de ideas que al principio no tenían

consistencia.

Dejé que el pensamiento fluyera. Se mezclaron en mi mente trozos de boleros, con episodios de

los cuentos de Taita Nacho y escenas reales: La iglesia, la hacienda, el sepulcro de Victoria.

Lo que empezó siendo un carrusel de ideas, adquirió con el paso de los minutos alguna armonía.

Una que escapaba a la lógica. Era como si encontrara un motivo común en melodías muy distintas.

Mi mente siempre había funcionado de acuerdo a una razón, a un orden, pero los acontecimientos

de los últimos días me confundían por completo. Las dos explicaciones consistentes que había inducido

para dar cuenta de los asesinatos resultaron falsas, ni se trataba de un asunto de ocultos pecados

familiares, ni era una intriga de corrupción administrativa y enriquecimiento ilícito. Debía imaginar una

tercera explicación. Solo entregando un asesino y pruebas de los crímenes podía convencer a Vargas de

que me dejara libre. No tenía mucho tiempo.

Un motivo común. Una imagen recurrente. Una constancia. Y lo reiterado apareció: El loco, don

Juan Bernardo Mancheno. El pobre demente había estado siempre alrededor de los lugares donde

asesinaron a las víctimas. Heredia se había referido a él. Lo encontré días después cerca de la tumba de

Victoria, antes hizo un alboroto en el entierro. Estuvo en el cabaret casi al mismo tiempo que yo, y lo

frecuentaba en busca de Deisy Caravalí, la prostituta muerta. El loco debía tener alguna relación con los

asesinatos. Acurrucándome sobre el jergón apestoso, intenté dormir.

Cuando, al amanecer, llegó el mismo policía gordo que me había sacado de la celda la otra vez,

yo estaba sentado en la letrina. Gemía contraído sobre mis rodillas. Al verme, gritó desde la puerta que

acababa de abrir:

- Ya termina, hijoeputa, que nos vamos.

- Estoy enfermo, no me puedo mover.

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Seguí en la misma posición. Luego de esperar un momento, se me acercó. No hay nadie más

indefenso que un hombre con un ataque de diarrea.

- ¿Te estás cagando del miedo? - Rió, mientran se paraba frente a mí.

Yo continué inclinado, con la cabeza entre las rodillas y las manos junto a mis tobillos. Había

extendido la chaqueta de cuero negro delante de mis zapatos. En la penumbra del calabozo, el policía no

la vio.

Cuando estuvo de pie sobre ella, moví imperceptiblemente las manos, agarré la prenda de piel y la

atraje hacia mí, mientras me levantaba. El hombre cayó de espaldas con una exclamación, abriendo los

brazos en un inútil esfuerzo por conservar el equilibrio.

Salté sobre él y lo golpeé varias veces con la cabeza en el rostro. Los primeros impactos lo

dejaron atontado. Tras varios puñetazos, quedó inconsciente. Todo había sucedido en unos segundos y

casi en total silencio.

Me puse de pie para abrocharme el pantalón, levanté mi cazadora y cogí el revólver del policía,

era un colt calibre .38, reglamentario. Lo até con su cinturón. Luego le puse dentro de la boca un trozo de

tela que había arrancado de la cubierta del jergón y se la cubrí con su propio pañuelo. Cuando estuve

seguro de que no podía moverse ni gritar, me deslicé hacia el exterior de la celda. Cerré la puerta al salir.

Tenía poco tiempo. Los otros policías estaban en el interior de las oficinas, el patio se encontraba

desierto. Utilizando la piedra de lavar como apoyo, subí al tapial que separaba el cuartel de la casa vecina.

Me descolgué sigilosamente hacia ella.

Me encontraba en una huerta. El olor de los azahares me envolvía. Temí escuchar ladridos pero

nada alteró el silencio. Al acercarme a la casa oí la voz de una joven que cantaba. Desde algún lugar me

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llegó el sonido del chorro de una ducha. Entre las sombras del amanecer fui capaz de llegar hasta la

puerta, estaba cerrada por dentro con una tranca. La retiré y pude alcanzar la calle.

Escondiendo el revólver entre mis ropas empecé a caminar de prisa. Era día de feria en San

Joaquín. Sobre el polvo, agitándolo, caminaban decenas de vendedores cargados con sus productos. A

esa hora se dirigían hacia los distintos lugares del mercado.

Quería encontrar a Juan Bernardo Mancheno conocía la dirección de su vivienda. También

buscaba a Taita Nacho pero no estaba enterado de dónde vivía. Por suerte, en los pueblos todos se

conocen. Me encaminé hacia la tienda donde el día anterior bebiera el agua mineral.

En ese momento ya debían haberse dado cuenta de mi escapatoria, pero encontrarme les sería

difícil a los hombres de Vargas, entre tanta gente. Las calles estaban cada vez más atestadas.

En la tienda pregunté por Taita Nacho. La dueña, que me miraba con aprehensión el rostro

golpeado, contestó:

- A estas horas sabe estar en la feria de animales, con el loquito, en la parte de arriba del pueblo.

Preguntando a los transeúntes, llegué al lugar. La feria se desarrollaba en una explanada de tierra

seca, entre nubes polvorientas levantadas por el viento. Cientos de animales eran comprados y vendidos

en una algarabía de gritos, balidos, relinchos, mugidos. Olía a polvo, majada y sudor. Alrededor del

mercado, en varias covachas de madera y zinc, se vendía comida y aguardiente.

Indios de poncho rojo arreaban esbeltas llamas, cerdos que gruñían o corderos aturdidos. Cientos

de gallinas aleteaban, colgadas por las patas en las manos de los campesinos. Los animales eran subidos

o bajados de camionetas y camiones. Desde la parrilla de un bus, un cargador echaba unos aterrorizados

borregos hacia los brazos de una robusta mujer que recibía los animales para luego, con mucho cuidado,

depositarlos en el suelo.

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Los tratos se hacían a gritos. Se discutían precios, calidades, defectos. De cuando en cuando,

compradores y vendedores echaban un trago, para celebrar una transacción. Los niños corrían entre las

bestias, riendo.

Me sentí abrigado por el ruido y la multitud. Entre caballos, vacas, cerdos y chivos, y sus

respectivos dueños, era muy difícil que dieran conmigo. Caminé al azar sorteando los puestos de venta.

Con frecuencia era empujado por los animales que se movían inquietos.

Me rodeaban mujeres de faldas coloridas y hombres recios, con los sombreros echados hacia la

nuca. Había tanto polvo en el ambiente que me era difícil ver por donde transitaba. Tenía la garganta

reseca, la lengua empastada por la tierra.

A mi paso me ofrecían los animales:

- Lleve la gallina, gorda está.

- ¿No quiere comprar un chanchito, mi señor?

- Compre el cuy, a dos mil el cuy.

Me detuve para dejar paso a un rebaño de llamas. Cuando los animales se retiraron lo vi. Juan

Bernardo Mancheno estaba frente a mí. Se entretenía en mirar unas toscas jaulas de bejuco que

guardaban alguna especie de aves que yo no conocía. Junto a él, Taita Nacho tomaba un trago con el

vendedor.

Me acerqué. Cuando estuve al lado del anciano, lo tomé por un brazo, amablemente.

- ¿Qué le pasó, mi doctor? - Preguntó al verme el rostro.

- Me asaltaron anoche - Le expliqué. - Venga a tomarse un trago conmigo para que me pase el susto.

- No le desprecio el traguito, deje que le diga al señor Juan.

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Se acercó al loco y le murmuró algo al oído. Luego regresó. Para ser poco más de las seis de la

mañana, estaba bastante borracho.

- Vamos a uno de los puestos de comida. Ahí nos tomamos un aguardiente. - Propuso.

Asentí y nos dirigimos hacia uno de los extremos de la explanada. Pronto estuvimos sentados en

una de las covachas. La dueña, gorda y agradable, nos ofreció un plato de la carne que freía sobre un gran

fogón, en una ancha paila de bronce.

- Mejor saque una botellita de aguardiente. - Pidió Taita Nacho.

Frente a la botella, y una vez que habíamos bebido un trago de licor, empezamos a hablar.

- ¿No se perderá su patrón? - Pregunté

- No. Le gustan los animales. Se ha de quedar por aquí hasta que se acabe la feria, a eso de las siete de la

mañana.

- ¿Desde hace cuánto tiempo le cuida?

- Unos dos años. Desde que vino del extranjero.

- ¿Dónde vivía?

- Yo no sé bien. Los hermanos, que tienen las haciendas siempre han vivido aquí, pero él se hizo

embajador. Era un hombre bien importante.

- ¿Y qué le pasó?

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- Dizque le habían mandado a una guerra, donde los de Arabia, creo que dijeron. Ahí le llegó una bala a la

cabeza. Por eso quedó así.

- He visto que es como un niño.

- Así mismo es. Quedó como si tuviera ocho años.

- Yo tuve un amigo que se volvió loco, pero él era violento.

- Don Juanito no. ¿No ve que no se da cabal cuenta de las cosas?

- ¿Qué hace?

- Va por el pueblo, le gusta ver los animales. Los muchachos a veces se burlan de él, por eso les tiene

miedo. Es tranquilo.

- Los hermanos deben tener bastante dinero.

- Pero no se preocupan del pobre. No tiene a nadie. La mujer, una gringa dicen que era, le botó cuando

tuvo la desgracia. Bueno, yo le cuido y también la señorita Camila, y eso que ella le debería tener rencor.

Entre palabra y palabra, el viejo tomaba abundantes tragos de aguardiente. Nos quedamos en

silencio un momento. Sobre el fogón, la dueña seguía friendo carne. Entre las tablas despintadas de las

paredes, se colaba un viento polvoroso. La covacha entera, por momentos, crujía como si fuera a

caérsenos encima.

- ¿Rencor, por qué?

- ¿Cómo?

- ¿Qué por qué la señorita Camila le tenía rencor a su patrón?

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- Eso es viejo. Cuando los dos eran jóvenes estuvieron enamorados. Hasta decían que el don Juanito le

desgració a la señorita, que le dejó encinta. Pero el señor se fue al extranjero, a estudiar y solo regresó

cuando ya estaba mal de la cabeza.

- La señorita ha de ser buena, cuando aún así le cuida.

- Sí. Le cuida a veces, hay días que nos paseamos los tres juntos. Yo les cuento historias. Ella siempre

quiere que le cuente la de "La Reina Mora", que es la que más le gusta al señor Juan Bernardo. Bueno, le

gustaba.

- ¿Ya no le gusta?

- Ahora se pone a llorar cuando se acuerda de ese cuento. Cosas de él, pobrecito.

- A ver. Cuénteme a mi esa historia.

El viejo asintió con la cabeza, se llevó a los labios la copa vaciándola de un solo trago. La llenó de

nuevo y repitió la operación, luego empezó.

- Pues verá, mi doctor, la historia de "La Reina Mora" es así:

Dicen que un día un gran príncipe salió a cazar por su tierras. Dizque era dueño de

muchas haciendas, de montes y quebradas, sembríos y pajonales. Ya había cabalgado por varios

días cuando pasó por una sementera de zapallos.

Atravesaba la tierra sembrada con su caballo cuando le llamó la atención un zapallo que

dizque era grandote, como tamaño de una persona, y bien lindo, brillante, como hecho de alguna

piedra preciosa.

Le rodeó, admirado, una y otra vez al zapallote, sin saber de qué mismo se trataba.

Después de un rato, con la culata de la carabina le dio un tremendo golpe. El zapallo sonó a

hueco, pero no se rompió. Tres veces tuvo que golpear el príncipe para que el zapallo se

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quebrara. Cuando se partió por la mitad, del fondo salió una niña bien bonita. Rubia, de ojos

azules, con la piel blanca, como pétalo de flor.

El príncipe se pegó un susto terrible, y la niña también gritó, cubriéndose sus partes,

porque estaba sin ropa.

- ¿Qué haces aquí? - Le preguntó el príncipe.

Pero la niña no hablaba, solo se estaba acurrucada de la vergüenza de estar sin ropas. El

príncipe se quitó la capa y le tapó. Entonces sí la niña le pudo contestar.

- Yo he estado encerrada en ese zapallo sufriendo una brujería. - dijo - Soy de lejanas tierras y mi

padre es un rey bien poderoso.

- ¿En qué te puedo ayudar? - Le preguntó el príncipe.

- Si eres un hombre bueno, - Contestó la princesa - pídele al rey de esta comarca que le mande

un mensajero a mi padre para que vengan a llevarme.

- Los reyes de estas tierras son mis padres - Dijo el príncipe. - Ya voy a hacer lo que me mandas.

Le acompañó hasta encontrar un árbol para dejarle subida entre las ramas y se fue para

traer un coche de caballos donde pudiera llevarle hasta la ciudad.

En la raíz de ese árbol había una fuente de donde cogían agua los campesinos de ese

sector. Ese mismo día, ya cuando se fue el príncipe, llegó una negra bruja a coger agua en un

cántaro. Como la princesa le espiaba desde su escondite, arriba entre las ramas, la negra creyó

que la cara que se reflejaba en la fuente era la suya, y dijo contentísima:

- !Yo, bonita, preciosa, acarriando agua!

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Rompió de la rabia el cántaro y regresó a la casa de sus patrones. Pero los amos se

calentaron por lo que había hecho pedazos el cántaro, le pegaron una buena insultada y le

mandaron otra vez a traer agua de la fuente.

Y de nuevo volvió la negra a ver, en el agua, el reflejo de la cara de la princesa, y volvió a

romper el nuevo cántaro, muerta de las iras. Los patrones, cuando volvió a la casa, le dieron fuete

y le ordenaron que regresara a traer el agua. En la tercera vez la princesa, que estaba todavía

subida al árbol, se rió de lo tonta que era la negra. Entonces ésta le alcanzó a ver y le dijo:

- Preciosa princesita, quiero acompañarte.

La niña dijo que bueno. La negra se subió al árbol, le abrazó, le quitó la capa del príncipe

y se puso. Después, al disimulo, le clavó un alfiler en la cabeza de la princesa. Cuando le entró el

alfiler, la princesita se convirtió en paloma.

En eso ya regresó el príncipe, con sus padres los reyes, y se pegó una tremenda sorpresa

al encontrar a la niña convertida en una negra.

- ¿Que te pasó, princesita mía? - le preguntó.

- Como no regresaste pronto, me hice negra con el sol. - Contestó la falsa princesa.

<<Le han de haber vuelto a embrujar>> pensó el príncipe. <<Seguro que vuelve a

desembrujarse>>.

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Y se llevó a la negra al palacio, aunque contra la voluntad de sus padres. Y con toda la

pompa, la negra entró en la ciudad. La palomita, en que se había convertido la verdadera

princesa, los siguió de cerca con su

- Gutucutucun, gutucutucun...

A la negra le regalaron una gran casa, con todo lo necesario, con vajillas de oro, y con

buena comida, y con más de cien sirvientes. Pero con la condición de que no se asomara al sol,

para que se volviera blanca de nuevo.

El príncipe, no dejaba de acompañarle, porque ya estaba enamorado. Pero seguía

sufriendo por el recuerdo de la niña que había salido del zapallo. Un día le preguntó:

- ¿Qué será necesario para desembrujarte?

La negra, que estaba ya encinta, le contestó, señalando a la palomita que siempre le

seguía al príncipe:

- Quiero que me hagan un caldo con esa paloma, si no como un caldo de esa paloma, seguro que

arrojo la criatura.

- !Cómo vas a creer! - Dijo el príncipe, si esa paloma es bien bonita. Yo no le voy a hacer matar.

La negra, bravísima, se retiró, amenazándole con que iba a abortar. Entonces la paloma

se acercó al príncipe diciendo:

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- Gutucutucun, gutucutucun...

El príncipe le cogió, como abrazándole, y le preguntó:

- ¿Qué te pasa, palomita?

- Gutucutucun, gutucutucun...

En eso el príncipe alcanza a ver un alfiler en la cabeza del avecita.

- ¿Quién te hizo así? - Le preguntó.

- Gutucutucun, gutucutucun...

Le sacó el alfiler y la palomita se transformó en una bella mujer. Era la misma princesa

que él había encontrado en el zapallo. Ambos se quedaron pasmados.

- ¿Qué fue lo que te sucedió? - Preguntó el príncipe.

- Esa negra que vive aquí es una bruja. - Le contó la princesa. - Ella me embrujó cuando te estaba

esperando en el árbol, desde entonces te sigo, llorando como una paloma.

Entonces buscaron a la negra y le amarraron a las colas de dos mulas bien fuertes.

- Por bruja y por falsa te vamos a matar. - Le dijo el rey, y después dio la orden. Y la bruja fue

despedazada por los animales.

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Ese mismo rato dieron aviso al rey que era padre de la princesa. Después el príncipe y la

princesa del zapallo se casaron y se quedaron de reyes, porque los padres del príncipe, que ya

estaban bien viejitos, quisieron que el hijo les heredara. Y fueron bien felices.

Ya ve, mi doctor, - Terminó el anciano. - Esa es la historia de "La Reina Mora".

- ¿Y ésa le gusta mucho a don Juan Bernardo?

- A él y a la señorita Camila. Bueno, como le dije, le gustaba, porque desde hace un tiempo, cada vez que

oye el cuento se pone a llorar.

Bebimos en silencio. De nuevo me sentía perdido. Había ido por información y conseguía solo un

cuento. Era como si San Joaquín viviera en una frontera de la realidad, al borde de un cuento, habitado por

personajes ficticios, por máscaras, no por seres humanos. Había tomado mi tercera copa cuando empecé

a comprenderlo todo.

Las piezas de la realidad se ordenaron en mi mente en una especie de danza ilógica pero

coherente. Las conjeturas encajaban entre ellas, los indicios se volvían hitos en un proceso de

entendimiento. Conseguía, sin saber cómo, una suerte de afinidad entre mi pensar y las cosas del mundo.

- Vamos - Le dije a Taita Nacho mientras lo jalaba del brazo.

- ¿A dónde, qué pasa?

- Lléveme a la casa de doña Lucrecia, pronto.

- Pero, ¿y el señor Juan Bernardo?

- Lo llevamos también.

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El viejo no se opuso, estaba ya bastante borracho. Salimos a la explanada. La feria se estaba

levantando. La gente cargaba los animales, el suelo estaba lleno de excrementos, el aire apestaba. A lo

lejos vimos a Juan Bernardo Mancheno, envuelto en una nube de polvo. Fuimos hacia él, Taita Nacho lo

tomó del brazo.

- Vamos a la otra plaza. - Le explicó.

Empezamos el camino. Para esa hora, la feria de alimentos, textiles y enseres domésticos estaba

ya instalada. Todas las calles, parques y plazas de San Joaquín se habían convertido en un gran mercado.

Los puestos de ventas se alineaban sobre las aceras, casi ocupando también parte de la calzada.

En el suelo, encima de telas blancas, se amontonaban frutas y verduras, brillantes limones, perfectas

mazorcas de maíz, sandías de un verde luminoso. Los productos estaban cubiertos con precarias carpas

de tela o plástico extendidas sobre armazones de madera.

Transitábamos con dificultad entre al abigarrado y colorido amontonamiento de productos y la

multitud de compradores y vendedores. Una especie de vaivén multitudinario nos alejaba, por momentos,

de la ruta que seguíamos.

El griterío era insoportable. Llantos y risas infantiles, reclamos y regateos, de vez en cuando

protestas e insultos. Se hablaba en español y en quichua. Indígenas, negros y mestizos abrían y cerraban

sus bocas, se entendían, de alguna manera milagrosa, en la atronadora algarabía.

Una mujer, que cargaba a su hijo en la espalda, me ofreció un atado de cebollas, colocándomelo

frente a la cara. Otra hizo lo mismo con una funda de plástico llena de frutillas. Era difícil caminar sin poner

los pies en algún puesto de ventas, sin empujar a alguien. Debía, además, cuidar que el loco y el borracho

me siguieran, sin perderse en la multitud.

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En un portal, observé cómo una mujer mestiza, regateaba con una indígena sobre el precio de un

canasto de huevos que esta última vendía. No se pusieron de acuerdo, la compradora frustrada tomó una

piedra y la echó dentro del canasto. Se fue mientras gritaba insultos. La india quedó inmóvil, con la misma

resistencia indefinida de un mineral.

El avance se dificultaba, mientras nos acercábamos al centro del pueblo. Al doblar una esquina,

encontramos una calle en cuyas aceras se había instalado una veintena de sastres, sus máquinas de

pedal, una detrás de la otra, brillaban en el sol. Las agujas cosían en un ritmo frenético. Los clientes, con

paciencia, miraban la elaboración de sus prendas.

Al llegar a la gran plaza donde se vendían los textiles nos encontramos envueltos en un laberinto

de biombos, prendas multicolores colgadas en armazones hechas con tubos, barracas dentro de las cuales

los compradores se probaban pantalones y blusas, y verdaderas torres de tapices amontonados.

Empujando a mis dos acompañantes, traté de orientarme entre un centenar de sitios de venta que

eran exactamente iguales. Supongo que di varias vueltas al lugar, sin percatarme de que lo hacía.

De pronto, al curvar en uno de los callejones que separaban unos biombos de otros, tropecé con el

cabo Chasi. Tan asombrado como yo, quiso sacar su revólver. Pude empujarlo sobre un puesto en el que

se vendían ponchos.

Cayó aparatosamente, enredándose con las prendas. Los vendedores iniciaron una algazara de

insultos e imprecaciones. Mientras el policía se desembarazaba de ellos, agarré por los brazos a mis

acompañantes para correr con ellos entre la gente.

Busqué un escondite. Conseguí, luego de arrollar algunas personas, salir de la plaza de los textiles

para correr por una de las calles que desembocaban en ella. Entré en un local. Cuando estuve en su

interior, y mis ojos se acostumbraron a la penumbra, pude darme cuenta de que me había metido en un

taller donde se elaboraban lápidas y cruces para el cementerio. Un ángel lívido y esquelético, esculpido en

mármol, me miraba desde un rincón mientras sostenía entre sus manos el blanco cadáver de un niño.

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El lugar era obscuro, estaba lleno de telarañas en el tumbado y polvo blanco de yeso en el piso. El

viejo artesano dueño del lugar, quien parecía una momia, me miró asustado por la violencia de nuestra

llegada. Juan Bernardo se dedicó a leer en voz alta los epitafios, mientras Taita Nacho solicitaba a gritos

otro trago.

Permanecimos ahí unos minutos, mientras con un vozarrón de cadencias infantiles, el loco

recitaba en una cantaleta sin pausas:

- Yace aquí Avelina Yacelga madre abnegada y esposa amadísima 1943 - 1995 aquí reposan los restos

mortales del que en vida fue don Lucas Pachano padre esposo y abuelo 1937 - 1995 Martín Siguenza

1956 - 1995 María Eugenia, amada esposa...

El amor. Había sido el amor. Las historias de amor siempre terminan en alguna forma de epitafio.

"Cuando el amor llame, síguelo" recordé el poema "aunque una espada se esconda entre sus suaves

plumas". Todos lo siguen. En algún momento de sus vidas se ensartan en él. Nos ensartamos. Las

historias de amor siempre terminan en epitafios tristes. Y ésta, la que estaba viviendo, era solo otra historia

de amor.

... 1976 - 1995 Camilo Dávila, padre y esposo 1930 - 1995. - Juan Bernardo Continuó con su lectura.

Cuando me creí seguro. Empujé a Taita Nacho y a Juan Bernardo fuera del taller. Entre el mar de

cabezas que ocupaba las calles, me pareció ver los anchos sombreros de los policías rurales. Era difícil

que volviera a encontrarme con alguno de ellos, sin embargo, por precaución, caminábamos junto a las

paredes, de ser posible, bajo los portales de las mansiones antiguas.

Así llegamos hasta la casa de Lucrecia Villavicencio. Con la luz del sol se veía más sucia y

descuidada que en la noche. Reconocí los pasillos por los que unos días antes me habían llevado los

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matones de la señora. Las mercaderías ocupaban casi todo el lugar: sacos de harina, cajas de latas en

conserva, botellas de licor y bidones de aceite.

Sorteando esos obstáculos llegamos hasta la oficina donde me había entrevistado con la señora

Villavicencio. Empujé la puerta e hice pasar a mis dos acompañantes. La mujer estaba sola. Sentada tras

del viejo escritorio hacía cuentas en una calculadora grande y antigua.

Al mirarme, las arrugas de su rostro se contrajeron. Permaneció en silencio un momento, luego

dijo:

- Por lo que sé, le buscan los policías.

- Para este momento, quiero que me encuentren. - Respondí.

- Los voy a llamar. - Amenazó, mientras levantaba el audífono de un teléfono que descansaba junto a la

máquina de calcular.

- Por favor. Al Capitán Vargas, que venga.

Soltó la bocina como si de pronto perdiera la fuerza que le había permitido sostenerla.

- Entonces ya sabe.

- Sí.

Hice que Taita Nacho y Juan Bernardo se sentaran en las dos sillas que estaban frente al

escritorio. Tomé el teléfono.

- ¿Cuál es el número de la policía?

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- Dos, cuatro, seis, dos, cuatro, cuatro. - Respondió Taita Nacho quien empezaba a recuperarse de la

borrachera y miraba extrañado el lugar al que lo había llevado.

Marqué el número mientras la mujer se hundía en su asiento. Tuve que intentar dos veces la

comunicación, al fin contestaron. Pregunté por el Capitán Vargas, me hicieron esperar un momento, luego

pude escuchar la voz del oficial.

- Soy Bruno García. Le tengo a su asesino. Uno que le conviene.

- ¿Dónde está?

- En la casa de doña Lucrecia Villavicencio. Le espero.

Colgué el aparato. En ese momento apareció en la puerta la señorita Camila. Asombradísima por

la presencia de Juan Bernardo y de Taita Nacho, trató de huir.

- !Quieta. - Grité - Entre a la oficina!

Se detuvo en seco y cumplió mi orden. El loco se alegró al verla. Busqué un lugar donde

sentarme. Salí al pasillo, tomé una caja de madera vacía, de las utilizadas en el transporte de botellas de

licor, y la metí a la oficina para sentarme en ella. Me acomodé tras doña Lucrecia, de manera que ella me

cubriera de quienes entraran por la puerta. Extraje el revólver y me dispuse a esperar.

Diez minutos después, los policías entraron en tropel, apuntando sus armas, con gran ruido de

botas y gruesas interjecciones. Al verme escudado en la mujer se cortaron. Chasi, que comanda el

piquete, gritó:

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- !Suelta a la señora hijoeputa, o disparamos!

- Que venga el Capitán. - Pedí.

Sonriendo son su frialdad acostumbrada, entró Vargas. Empujó a Taita Nacho lejos de la silla para

sentarse en ella. Hizo un gesto con la mano derecha y los policías bajaron sus armas.

- Fuera. - Les ordenó. Salieron.

Luego preguntó, mientras cruzaba las piernas aparentando indiferencia:

- ¿Cómo está eso que me dijo por el teléfono?

- ¿Lo cuenta usted, doña Lucrecia, - Pregunté - o lo cuento yo?

La mujer guardó silencio.

- No fue una historia de pecados familiares, - empecé - tampoco de dinero y negociados turbios. Es una

historia de amor. ¿No es verdad?

La profesora, como un flan compungido, se apoyó en una de las paredes desconchadas,

poniéndose a llorar con un extraño bramido bajo y grave. El loco seguía sentado, parecía ajeno a lo que

estaba sucediendo. Taita Nacho, muy asustado, se había refugiado en un rincón.

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- Hace más de treinta años, Juan Bernardo Mancheno engañó a la señorita Camila. La enamoró, la

embarazó, después se fue al extranjero para estudiar. ¡Cómo debió odiarlo! ¿Qué hicieron con el niño?

¿Llegó a tenerlo? No importa. Pasó el tiempo. La señorita siguió con sus clases en la escuela, doña

Lucrecia con sus negocios. El pueblo continuó desmoronándose.

Todo parecía olvidado cuando, hace dos años Juan Bernardo Mancheno regresó a San Joaquín.

Volvía viejo y loco. Supongo que un deseo terrible de venganza atacó a la señorita Camila. Un deseo que

no podía satisfacerse. El hombre volvía solo, sin familia y demente. Inmune al sufrimiento.

No sé cómo funcionó la mente de esta mujer. Juan Bernardo tenía que pagar, pero pensaba y

actuaba como un niño. ¿De qué manera puede un adulto herir a un niño, vengarse de él? Los niños viven

en su mundo, en un lugar fantástico.

Taita Nacho sabe muchas historias. Mancheno las escuchaba. La señorita Camila, que se había

acercado a ellos para buscar su venganza, oía los cuentos también. Entonces debió nacerle la idea.

Hay un cuento que a Juan Bernardo le gustaba mucho. "La Reina Mora". En la historia hay varios

personajes: dos reyes ancianos, un príncipie, una princesa, una negra bruja. Para él, el pueblo de San

Joaquín se convirtió en escenario de ese cuento. Identificó entre sus habitantes a los personajes. Dos

viejos, los reyes: los esposos Heredia, una princesa blanca y rubia: Victoria Galindo, una negra bruja:

Deisy Caravalí.

¿Cómo vengarse de un niño? Camila Villavicencio lo descubrió. Tenía que matar a los personajes

del cuento, solo así, metiéndose así en las fantasías del loco, podría hacerle sufrir, hacerle pagar los años

de frustración y desengaño.

Empezó a matar. Primero los esposos Heredia. Era ella la que los visitó la mañana en que me

entrevisté con el viejo. Luego Victoria, seguramente la encontró bañándose en el estanque, la dejó

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inconsciente de un golpe para que se ahogara. Por fin la prostituta, la bruja negra. Con cada muerte el loco

sufría más. Con cada muerte Camila Villavicencio conseguía otro trozo de su venganza.

Después de la muerte de los Heredia, doña Lucrecia debió sospechar lo que pasaba.

Seguramente su hermana se lo confesó. Creyó que yo había visto a la profesora cuando entrevisté a don

José, por eso me mandó matar. El padre Saralegui, por su parte, estaba enterado de lo que sucedía, se lo

debió confesar una de las dos hermanas. Trató de advertir a Victoria pero no pudo llegar a tiempo. Lo vi en

"El Pinar" cuando encontramos el cadáver de la señorita Galindo.

-¿Por qué no la detuvo? - Pregunté, dirigiéndome a Lucrecia Villavicencio.

- Quise hacerlo. - Respondió - Después de lo que pasó con los Heredia la tuve vigilada pero se escapó un

día, para matar a las dos mujeres.

- Supongo que está más loca que Juan Bernardo. - Concluí - Esa es la historia, Capitán.

En ese momento, el demente, con una atroz expresión de furia en el rostro, se levantó de la silla,

la agarró como una maza y volviéndose, empezó a golpear a la profesora, mientras lloraba como un niño.

Quise levantarme pero Vargas fue más rápido. Veloz, había desenfundado su revólver. Sonaron dos

detonaciones, el olor a pólvora llenó el cuarto, Juan Bernardo Mancheno empujado por los impactos contra

la pared, se desmoronó cubierto de sangre. Las balas le habían perforado la espalda y el cráneo.

Todos quedaron inmóviles. Taita Nacho se cubrió el rostro con las manos. Los policías entraron listos para

disparar. El Capitán los detuvo. Salieron de nuevo.

- Es la historia más estúpida que me han contado. - Dijo Vargas.- Eso del cuento, de la venganza. Usted

tiene demasiada imaginación. Yo no veo ninguna evidencia. No aparece el arma homicida, la señorita

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Camila nunca fue vista cerca de "El Pinar" o "El Oasis". Todo es una absurda fantasía suya. No puede

probar nada.

- Fue así. - Aseguré.

- Yo le voy a decir cómo fue. - Empezó Vargas mientras enfudaba su revólver. - El señor Juan Bernardo

Mancheno, quien sufría de desarreglos sicológicos, asesinó, sin causa aparente a los esposos Heredia, a

Victoria Galindo y a la prostituta Deisy Caravalí. Como estaba loco y ahora está muerto, nunca sabremos

por qué lo hizo. Esto se terminó.

- No es así, y usted lo sabe.

- Aquí nadie sabe nada, doctor García, nadie sabe una mierda de lo que pasa. Debió darse cuenta de eso

hace tiempo.

- Le conviene que el loco quede como el culpable.

- A usted también. Así se puede ir libre. Olvídese de este pueblo. Se me larga ahora mismo.

No tenía otra opción que aceptar lo decidido por el policía. Durante un momento, incluso

pensé que tenía razón, la explicación que yo daba al asunto era absurda. Era cierta. ¿Era cierta? Todos

estaban inmóviles, como estatuas de polvo. Me levanté para rodear el escritorio.

- Deje el revólver. - Ordenó Vargas.

Se lo entregué al pasar a su lado. Salí al pasillo y de ahí a la calle. La feria había terminado. Solo

quedaban sus huellas: grandes cantidades de basura cubrían las polvorientas calles. Lentamente fui hacia

mi hotel.

Al pasar por el atrio de la iglesia, lo encontré lleno de palomas que, posadas en el suelo,

picoteaban los desperdicios dejados por la feria. Sin saber por qué lo hacía, salté entre ellas. Las aves

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volaron, rodeándome con un murmullo de aletazos. Por un instante no vi más que plumas, picos y

pequeñísimos ojos rojizos. A diferencia de Juan Bernardo Mancheno, yo no agité lo brazos en un intento

por agarrar alguna paloma.

Doña Lucrecia Villavicencio moriría en pocos meses. Camila, su hermana, iba a quedar en esa

casa destartalada y sucia, entre los pasillos llenos de mercancías que, poco a poco, acabarían podridas.

Me la imaginé sola, desmelenada, enloqueciendo con los años. Vargas, Mendieta y Ramírez continuarían

haciendo buenos negocios. El doctor Espinosa seguiría borracho, fingiéndose ajeno a todo. Los Heredia

estaban enterrados, al fin. ¿Y Victoria? ¿Y Deisy?

Esa misma noche regresé a la capital. Los pasajeros, dormidos en la obscuridad del autobús, me

parecieron fantasmas. En este viaje no hubo un niño que, con su llanto, me espantara la sensación de que

todo lo sucedido en San Joaquín había sido un espejismo reflejado en una ondulante atmósfera de polvo.

FIN

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INDICE

CAPITULO I

La Ciudad de Oro y el Pueblo de Polvo p.

CAPITULO II

La Sacrílega p.

CAPITULO III

El Oro del Diablo p.

CAPITULO IV

La Reina Mora p.

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RECONOCIMIENTOS

Los cuentos "La Sacrílega" y "La Reina Mora" han sido elaborados a partir de textos recopilados

por Paulo de Carvalho - Neto, en su obra Cuentos folklóricos del Ecuador. El cuento "La Ciudad de Oro y

el Pueblo de Polvo" fue elaborado a partir del texto "El origen de la laguna Yaguarcocha" recopilado por

Ruth Moya y Fausto Jara en su obra Taruca. El cuento "El Oro del Diablo" fue elaborado a partir del texto

"Pacto con el Diablo" recopilado por Abdón Ubidia en su obra El cuento popular ecuatoriano.

Los textos litúrgicos del Capítulo II han sido transcritos de Misal de la Comunidad, de Jesús

Burgaleta y otros.

Los boleros presentados en el Capítulo III son: Aquél, compuesto por Luis Demetrio, Dime tu

precio, compuesto por Victor Manuel y Miseria, compuesto por Miguel Angel Valladares.