Reflexionamos sobre un cántico realmente admirable, obra de uno de los más grandes profetas de...

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Reflexionamos sobre un cántico realmente admirable, obra de uno de los más grandes profetas de Israel, Isaías, que vivió en el siglo VIII antes de Cristo.

Es testigo de tiempos difíciles para el reino de Judá, pero también cantor de la esperanza mesiánica con un lenguaje poético elevadísimo.

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Este cántico se halla situado casi al inicio de su libro, en los primeros versículos del capítulo 2, precedidos por una nota redaccional posterior, que reza así: «Visión de Isaías, hijo de Amós, tocante a Judá y Jerusalén» (Is 2,1).

El himno está concebido como una visión profética, que describe una meta hacia la cual tiende, en la esperanza, la historia de Israel.

Es una invitación a no quedarse en el presente, tan miserable, sino a saber intuir bajo la superficie de los acontecimientos diarios la presencia misteriosa de la acción divina, que conduce la historia hacia un horizonte muy diverso de luz y de paz.

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En el centro de la «visión» de Isaías se eleva el monte Sión, que dominará idealmente todos los demás montes, pues está habitado por Dios y, por consiguiente, es lugar de contacto con el cielo (cf. 1 R 8,22-53). De él, según el oráculo de Isaías 60,1-6, saldrá una luz que rasgará y disipará las tinieblas, y hacia él se dirigirán procesiones de pueblos desde todos los rincones de la tierra.

Este poder de atracción de Sión se funda en dos realidades que brotan del monte santo de Jerusalén: la ley y la palabra del Señor. Realmente constituyen una sola realidad, que es fuente de vida, de luz y de paz, expresión del misterio del Señor y de su voluntad. Cuando las naciones llegan a la cima de Sión, donde se eleva el templo de Dios, sucede el milagro que desde siempre espera la humanidad y hacia el que suspira.

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El oráculo de Isaías concluye con un llamamiento, que va en la línea de la espiritualidad de los cantos de peregrinación a Jerusalén: «Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor» (Is 2,5). Israel no debe ser un mero espectador de esta transformación histórica radical; no puede rechazar la invitación puesta al inicio en labios de los pueblos: «Venid, subamos al monte del Señor» (Is 2,3).

+ También a los cristianos nos interpela este cántico de Isaías. Los Padres de la Iglesia de los siglos IV y V lo veían realizado con la venida de Cristo. Identificaban la Iglesia con el «monte de la casa del Señor... encumbrado sobre las montañas», del que salía la palabra del Señor y hacia el que confluirán los pueblos paganos, en la nueva era de paz inaugurada por el Evangelio.

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+ Por eso, de modo particular, los cristianos aceptamos la invitación del profeta y tratamos de poner los cimientos de la civilización del amor y de la paz, en la que ya no habrá ni guerra «ni muerte ni llanto ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21,4).

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Hacia él confluirán los gentiles,caminarán pueblos numerosos.Dirán: «Venid, subamos al monte del Señor,a la casa del Dios de Jacob:

Al final de los días estará firmeel monte de la casa del Señor,en la cima de los montes,encumbrado sobre las montañas.

Él nos instruirá en sus caminosy marcharemos por sus sendas;porque de Sión saldrá la ley,de Jerusalén, la palabra del Señor».

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De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas.No alzará la espada pueblo contra pueblo,no se adiestrarán para la guerra.

Será el árbitro de las naciones,el juez de pueblos numerosos.

Casa de Jacob, ven,caminemos a la luz del Señor.

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Isaías barrunta un monte que sobresale sobre el resto, no por su altura orográfica, sino porque es la morada que Dios escogió. Las gentes se animan mutuamente a subir en busca de una ley que los hermane, cansados como están de la guerra. En el monte alto de las bienaventuranzas se proclamó la ley del amor, incluso para los enemigos, la única ley que puede hermanarnos a todos los hombres bajo la paternidad de Dios.

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Como nos consta lo difícil que es el amor, el amor cristiano, nos estimulamos mutuamente para subir al monte excelso, que es Cristo, donde aprendemos a amar. Él nos ha dado ejemplo, para que nosotros hagamos como Él ha hecho con nosotros. Venid, subamos al monte donde se aprende a amar.

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ORACIÓN

Dios omnipresente, que te has revelado en la montaña; anímanos a subir a la altura, en la que Jesús proclamó la bienaventuranza del amor que nos hermana y consumó su vida en

el amor entregado, olvidándose de sí mismo, para que

nosotros vivamos de ese amor. Te lo

pedimos por el mismo Jesucristo nuestro

Señor. Amén.