Reflexión Tercera de Pascua

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Mario Alberto Molina, O.A.R. Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango Totonicapán DOMINGO DE PASCUA 14 de abril de 2013 Ciclo C En este tercer domingo de Pascua, la Iglesia nos propone siempre el relato de una aparición de Jesús. En esta ocasión se trata de la experiencia de encuentro con Jesús re- sucitado que los discípulos tuvieron en el lago de Galilea. En el relato de la aparición en Galilea según san Juan, Jesús realiza dos acciones. En la primera de ellas Jesús se da a conocer por medio de un milagro de pesca fuera de lo normal. Los discípulos que habían trabajado toda la noche no habían logrado pescar nada. En un último intento, bajo las órdenes de un desconocido que les habla desde la orilla, logran capturar peces. Pero además, en tan gran número, que en otras circunstancias las redes se habrían roto bajo el peso. Ante este milagro, el discípulo que Jesús amaba, es el primero en reconocer que el hombre desconocido es Jesús. Cuando llegan a la orilla, Jesús ya tiene preparada sobre la brasa un pescado y pan, propone añadir algunos de los pescados recién capturados y los invitó a comer. Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿quién eres? porque ya sabían que era el Señor. ¿Qué preguntas nos plantea este relato? ¿Qué significa para nosotros? Es eviden- te que Jesús no se da a conocer por su semejanza física. Como en el caso de los discípu- los de Emaús, el reconocimiento no se basa en factores externos. Llama la atención que sea el discípulo a quien Jesús amaba el primero en identificar a Jesús. La amistad, la cer- canía, el afecto que Jesús le tenía se transforma en sensibilidad para reconocer, en auda- cia para afirmar, la identidad de Jesús en el desconocido. El comentario que hace el evangelista de que ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era supone lo mismo: el hombre no tenía el aspecto externo con que los discípulos habían conocido a Jesús y sin embargo reconocen su presencia. El reconocimiento de Jesús como el Resuci- tado no se funda en datos visibles, externos. Los discípulos deben ir más allá de lo que ven, a la persona misma de Jesús. No es la apariencia de lo visible, sino la fuerza de la presencia la que los convence. En este caso ellos también creen sin haber visto. Hay muchas personas, que todavía hoy, relatan encuentros de esta suerte, que son de estricto beneficio privado. Inesperadamente en una celebración, o quizá ante una ima- gen, o durante la oración o en las más diversas circunstancias sienten la presencia divina. Y sin hacer preguntas, porque tampoco pueden, saben que es la presencia del Señor. Mu- chas veces, de esta manera, el Señor se nos acerca, nos llama, nos sostiene, nos motiva. Aquella aparición a los apóstoles es modelo para muchas experiencias de encuentro con Jesús, en las que el poder de la presencia del Señor se hace sensible, para fortalecernos en la fe y en el amor a Dios y al prójimo. La segunda acción de Jesús durante esta aparición es un careo con Pedro. Jesús le ofrece a Pedro la oportunidad de enmendar sus tres negaciones por medio de tres declara- ciones de fidelidad y de amor. Pedro hasta se entristece de que Jesús le haga la pregunta

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Mario Alberto Molina, O.A.R. Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán

DOMINGO 3° DE PASCUA 14 de abril de 2013 – Ciclo C

En este tercer domingo de Pascua, la Iglesia nos propone siempre el relato de una

aparición de Jesús. En esta ocasión se trata de la experiencia de encuentro con Jesús re-

sucitado que los discípulos tuvieron en el lago de Galilea. En el relato de la aparición en

Galilea según san Juan, Jesús realiza dos acciones. En la primera de ellas Jesús se da a

conocer por medio de un milagro de pesca fuera de lo normal. Los discípulos que habían

trabajado toda la noche no habían logrado pescar nada. En un último intento, bajo las

órdenes de un desconocido que les habla desde la orilla, logran capturar peces. Pero

además, en tan gran número, que en otras circunstancias las redes se habrían roto bajo el

peso. Ante este milagro, el discípulo que Jesús amaba, es el primero en reconocer que el

hombre desconocido es Jesús. Cuando llegan a la orilla, Jesús ya tiene preparada sobre la

brasa un pescado y pan, propone añadir algunos de los pescados recién capturados y los

invitó a comer. Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿quién eres? —

porque ya sabían que era el Señor.

¿Qué preguntas nos plantea este relato? ¿Qué significa para nosotros? Es eviden-

te que Jesús no se da a conocer por su semejanza física. Como en el caso de los discípu-

los de Emaús, el reconocimiento no se basa en factores externos. Llama la atención que

sea el discípulo a quien Jesús amaba el primero en identificar a Jesús. La amistad, la cer-

canía, el afecto que Jesús le tenía se transforma en sensibilidad para reconocer, en auda-

cia para afirmar, la identidad de Jesús en el desconocido. El comentario que hace el

evangelista de que ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era supone lo

mismo: el hombre no tenía el aspecto externo con que los discípulos habían conocido a

Jesús y sin embargo reconocen su presencia. El reconocimiento de Jesús como el Resuci-

tado no se funda en datos visibles, externos. Los discípulos deben ir más allá de lo que

ven, a la persona misma de Jesús. No es la apariencia de lo visible, sino la fuerza de la

presencia la que los convence. En este caso ellos también creen sin haber visto.

Hay muchas personas, que todavía hoy, relatan encuentros de esta suerte, que son

de estricto beneficio privado. Inesperadamente en una celebración, o quizá ante una ima-

gen, o durante la oración o en las más diversas circunstancias sienten la presencia divina.

Y sin hacer preguntas, porque tampoco pueden, saben que es la presencia del Señor. Mu-

chas veces, de esta manera, el Señor se nos acerca, nos llama, nos sostiene, nos motiva.

Aquella aparición a los apóstoles es modelo para muchas experiencias de encuentro con

Jesús, en las que el poder de la presencia del Señor se hace sensible, para fortalecernos en

la fe y en el amor a Dios y al prójimo.

La segunda acción de Jesús durante esta aparición es un careo con Pedro. Jesús le

ofrece a Pedro la oportunidad de enmendar sus tres negaciones por medio de tres declara-

ciones de fidelidad y de amor. Pedro hasta se entristece de que Jesús le haga la pregunta

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por tres veces, como si dudara, no tanto de la veracidad de la respuesta, sino de la consis-

tencia de la misma. Durante la pasión las promesas de fidelidad que Pedro había pronun-

ciado no resultaron ser muy consistentes frente al miedo y el temor. Sin embargo, esta

vez Jesús asegura a Pedro que sus palabras son consistentes. Llegará el día en que Pedro

sí dará la vida por Jesús: Cuando eras joven, tú mismo te ceñías la ropa e ibas a donde

querías; pero cuando seas viejo, extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a

donde no quieras. Por la consistencia de esas declaraciones de amor a Jesús, cuyo aguan-

te se comprobará en su propio martirio, Jesús le confía la misión de apacentar, de pasto-

rear y de guiar a sus ovejas. En la Iglesia católica hemos entendido estas palabras como

la entrega de una misión especial sobre todo el conjunto de los discípulos de Jesús, una

responsabilidad sobre la totalidad de la Iglesia, cuyo ejercicio y forma de realización ha

ido evolucionando hasta su forma actual en el ejercicio del ministerio del Papa, el obispo

de Roma. Pero también estas palabras de Jesús a Pedro nos permiten comprender que el

ejercicio de todo ministerio pastoral en la Iglesia debe tener como su fundamento una

adhesión, amor y consagración a Jesús de parte de quien recibe el encargo. Quien recibe

de Jesús y de la Iglesia un ministerio pastoral se muestra idóneo para ejercerlo en la me-

dida en que su amor y fidelidad a Jesús sean consistentes.

Pedro experimentó muy pronto, en el ejercicio de su ministerio apostólico, que el

testimonio de Jesús iba unido a la persecución y al sufrimiento. La primera lectura de

hoy da testimonio de que él y Juan tuvieron que desafiar la orden que había dado el sumo

sacerdote, quien les había prohibido hablar y enseñar en nombre de Jesús. Pedro tiene

muy clara las prioridades: Primero hay que obedecer a Dios, y luego a los hombres.

Pero también, después de recibir unos azotes de advertencia para que no prediquen más

en nombre de Jesús, ellos se retiraron de sanedrín, felices de haber padecido aquellos

ultrajes por el nombre de Jesús.

Las apariciones de Jesús a los discípulos no son solo las que se cuentan en los

evangelios. También el vidente Juan, el autor del Apocalipsis, tiene unas visiones de

Jesús, distintas a las que los evangelios nos cuentan. A diferencia de los apóstoles que

comparten una comida con Jesús, el vidente Juan, ve a Jesús glorioso en el mismo cielo.

El domingo pasado leímos cómo él vio a Jesús en medio de las lámparas de oro. Era un

hombre vestido de larga túnica, ceñida a la altura del pecho, con una franja de oro. En

esta visión de hoy, escucha los himnos que los ángeles entonan en alabanza a Jesús, que

en esta ocasión es designado como cordero: Digno es el Cordero, que fue inmolado, de

recibir el poder y la riqueza, la sabiduría y la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza.

Jesús es el Cordero de Dios que llevó sobre sí, para quitarlo, el pecado del mundo. Jesús

es el Cordero de Dios sacrificado como el cordero pascual para librar de la muerte por su

sangre a quienes comen su carne. En este tiempo de pascua dirigimos a Jesús nuestra

alabanza y nuestra fe. Por nuestras palabras y sobre todo por nuestras acciones nos uni-

mos a ese coro de voces que canta y proclama la gloria de Dios y la alabanza de Jesús.